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Diseño y género: las aventuras de Venus en el reino de la razón

Isabel Campi

Publicado en la revista ON Diseño, nº 232, 2002

Los estudios sobre diseño y género constituyen una de las líneas de trabajo
más innovadoras en el panorama internacional de la teoría, la crítica y la historia del
diseño. El hecho de que no se traduzcan al español los abundantes títulos que se
publican sobre este tema puede hacer creer que se trata de una materia inexistente o
testimonial. Sin embargo autores como Victor Margolin o John Walker —que a finales
de los años ochenta publicaron los primeros trabajos sistemáticos sobre crítica y teoría
historiográfica del diseño— le han dedicado extensos capítulos, la redacción de los
cuales ha sido gentilmente cedida a autoras especializadas (Attfield, Juddy. 1989, pp.
199-225/ Buckley, Cheryl. 1989, pp. 251-262).
Según Margolin y Walker, el feminismo no es una opción historiográfica más,
sino que es una opción política que, en su versión más radical, cuestiona muchas de
las afirmaciones básicas implícitas en la teoría y la práctica del diseño. Es sintomático
que los estudios sobre diseño y género aparezcan a principios de los años ochenta, en
plena postmodernidad, poniendo en tela de juicio el sistema dominante de valores y de
interpretaciones de la historia y como indicadores de la pérdida de fe en una
perspectiva única y unitaria, situada siempre en el ámbito de lo masculino.
Los estudios sobre diseño y género plantean de antemano una serie de
métodos históricos y críticos que desafían las definiciones de diseño establecido, así
como su práctica, redefiniendo nuevos parámetros bajo los que debería examinarse la
configuración del entorno y la versión oficial de la historia del diseño, así como el
repertorio de autores que la integran. La cantidad de trabajos publicados en los países
en los que la teoría y la historia del diseño se encuentran en una situación académica
normalizada (Estados Unidos, Gran Bretaña o Alemania, por ejemplo) es muy elevada.
No es mi intención ni me encuentro en condiciones de proceder a la reseña de todos
ellos, pero sí creo que es interesante realizar un pequeño estado de la cuestión,
confiando que los interesados en la materia serán capaces de orientarse, a partir de
las consideraciones que aquí expongo y de las informaciones que aporto.
Es necesario añadir que desde los estudios de arte y género, no más veteranos
pero sí mucho más dotados y divulgados, se realizan interesantes aportaciones en el
campo del diseño, en la medida en que ya resultan habituales las tesis doctorales y las
investigaciones que contribuyen a dar a conocer y situar en el lugar histórico que le
corresponde el trabajo de mujeres arquitectas y diseñadoras que, por diversas razones
había caído en el olvido. Pero creo que, a pesar de las innegables coincidencias, los
estudios sobre diseño y género no son plenamente identificables con los estudios de
arte y género. En los primeros aparece como rasgo distintivo la crítica a la
configuración del entorno artificial, mientras que en los segundos son muy frecuentes
las reflexiones sobre la problemática sociológica y sicológica de la artista plástica e
incluso una focalización exagerada en el mundo de la pintura.

La crítica al entorno

©Isabel Campi, 2002


Las mujeres no acostumbran a hacer públicos sus problemas de relación con el
entorno; en este sentido, otros colectivos como los discapacitados o los ancianos se
han mostrado mucho más beligerantes. Existe la creencia generalizada de que, en las
modernas sociedades industrializadas, las mujeres crecen, estudian, trabajan, crían a
sus hijos y envejecen en un entorno técnicamente sofisticado, que las libera de
cualquier problema. Resulta evidente que hay una multitud de inventos y artefactos
que han contribuido a aligerar enormemente el esfuerzo físico que debían realizar las
mujeres —y que todavía deben realizar en los países del tercer mundo— para el
normal desarrollo de su vida cotidiana. Disponen ahora de agua corriente a cualquier
temperatura, viviendas climatizadas, ascensores, automóviles, lavadoras, secadoras,
aspiradoras, detergentes aliados en la lucha contra la suciedad, pañales desechables,
cochecitos, robots para procesar la comida, una variedad insólita de compresas y
tampones, etc. Además, para resultar atractivas ya no deben llevar corsé, ni peinados
de complicadísima elaboración, ni andar de puntillas sobre tacones de aguja, ni
tampoco llevar la ropa impecablemente almidonada y planchada. Desde una
perspectiva tecnocrática, y generalmente masculina, en las modernas sociedades
industrializadas las mujeres ya no tienen problemas de relación con el entorno.
Esta es una visión que la crítica feminista desmiente de forma categórica. Es
evidente que, hasta la segunda mitad del siglo XX, las mujeres dispusieron de escasas
posibilidades de participar en el diseño del entorno en el que vivían. Pero cuando
pudieron acceder de modo masivo a las profesiones relacionadas directamente con el
urbanismo, la arquitectura y el diseño y se pusieron a pensar en cómo debería ser una
ciudad, un hogar, cómo podría resolverse la gestión de las tareas domésticas o cuál
era la imagen que de ellas mismas querían proyectar en los medios de comunicación,
se percataron de que las disfunciones no eran sólo prácticas sino también de orden
simbólico. No es suficiente que las mujeres, gracias a la moderna tecnología, disfruten
del aligeramiento de las tareas que sus roles tradicionales les asignan; se trata, por el
contrario, de detener el diseño de un entorno que perpetúa hasta el infinito el discurso
según el cual les corresponde, de manera “natural”, consagrarse a la familia,
responsabilizarse de las tareas domésticas, ejercer como trabajadoras auxiliares sin
poder de decisión y, en último término, mostrarse como eternos sex-symbols. Dicho de
otra manera, según la crítica feminista, es como si se produjera una confabulación
tácita a partir de la cual, en las modernas sociedades industriales y urbanas, la
totalidad del entorno ha sido diseñado para que las mujeres no abandonen ninguno de
estos cuatro papeles. Desde la macroescala hasta la microescala, todo ha sido
funcionalmente y simbólicamente diseñado para que sea así. Este es un problema que
no ha escapado de la observación de sociólogos y antropólogos, de modo que en este
ámbito no resultan infrecuentes los trabajos realizados por autores del sexo masculino
(Bordieu, Pierre, 2000, p. 120).
No debe sorprendernos pues que haya urbanistas, arquitectas y diseñadoras
que hagan especulaciones sobre posibles ciudades ideales, viviendas, sistemas de
gestión del trabajo doméstico, espacios de trabajo o clínicas maternales, muy
diferentes de lo que conocemos en la actualidad. Tampoco no resulta extraño que,
muchos de sus proyectos, se queden en un nivel utópico ya que difícilmente
encuentran empresas constructoras y productoras interesadas en hacer experimentos
que subviertan abiertamente el sistema de valores establecido. Así pues en el extremo
más radical, encontraríamos arquitectas y diseñadoras que imaginan entornos y
productos diseñados por mujeres, que atienden exclusivamente las necesidades de
las mujeres.
Ellas se preguntan qué configuración tendría el mundo si los hombres no
participaran. No es necesario decir que la mayoría de mujeres profesionales no

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postulan estos extremos y optan por vías más pragmáticas. Su aspiración es que en el
proyecto no se conceda siempre prioridad a parámetros de rentabilidad económica, de
idolatría tecnológica o de lógica monumental, ya que de lo que se trata es de hacer un
entorno más humano que no discrimine a los más débiles, es decir, a las mujeres, los
niños, los ancianos, los discapacitados o los emigrantes. Por fortuna, éste ya no es un
discurso exclusivamente feminista sino que es progresivamente aceptado por toda la
comunidad profesional. No obstante, creo que puede ser de interés para cualquier
urbanista, arquitecto o interiorista —sea hombre o mujer— dar una vistazo a los
trabajos de Roberts (1991), Perry Berkeley (1989), Thomas Rosin (1991), Agrest
(1996), Spain (1992), Friedman (1998), Durning & Wrigley (2000), Hayden (1984),
Kanes Weisman (1992) Coleman (1996) y Colomina (1997), para darse cuenta de
hasta qué punto los modelos de ciudad y de vivienda, e incluso el concepto mismo de
espacio, han sido imaginados y proyectados desde una perspectiva masculina, a partir
de unos criterios que, en el futuro, tal vez se vuelvan obsoletos.
Veamos en Harlow House, una ciudad satélite de Londres proyectada después
de la II Guerra Mundial un ejemplo de cómo los planificadores más bien intencionados
se han equivocado al proyectar ciudades y viviendas “ideales”. El típico modelo
anglosajón de ciudad desintegrada —compuesta por un núcleo comercial y de
negocios, es decir el lugar donde se trabaja, rodeado de unas zonas residenciales
bastantes alejadas— no hizo más que agudizar el problema de la “separación de las
esferas”. En los siglos XVIII, XIX y principios del XX, se suponía que la ciudad del
trabajo era el espacio “natural” de los hombres y la ciudad residencial el espacio
“natural” de las mujeres, gran parte de cuyo tiempo transcurría en viviendas
unifamiliares aisladas. Mientras las mujeres de clase media o alta no trabajaban y las
familias respondían al modelo extensivo, esta ciudad no planteaba excesivos
problemas. Pero después de la segunda Guerra Mundial, cuando las mujeres
accedieron de forma mayoritaria al mundo laboral y las familias se redujeron
drásticamente para aproximarse al modelo nuclear, esta ciudad sí se convirtió en un
problema. Las jóvenes madres que se quedaban en casa, sin vehículo propio y
alejadas de los centros comerciales y de los espacios de sociabilidad se encontraban
aisladas y presentaban un alto porcentaje de patologías relacionadas con la depresión
y la angustia. Harlow House, fue construida a principios de los años cincuenta de
acuerdo con el modelo tradicional inglés de casitas adosadas pero que, por razones
de economía de espacio, no llegaba a la categoría de ciudad-jardín. Para salir de casa
y conseguir ingresos extra, las mujeres se pusieron a buscar trabajo. Hacia 1961, algo
más del cuarenta por ciento trabajaba fuera del hogar y reclamaba guarderías y
mejoras urbanísticas, circunstancia no prevista por los planificadores que habían
diseñado el barrio a partir de la convicción de que las amas de casa permanecerían en
él para siempre encantadas. Judy Attfield analiza con gran perspicacia este caso y
demuestra que el modelo de ciudad “ideal” de los bienintencionados políticos tories,
había dejado de serlo por la sencilla razón que se basaba en estereotipos de la
feminidad ya caducados (Attfield, Judy, 1989, pp. 215-238).
Leslie Kanes Weisman se muestra extraordinariamente crítica con los modelos
urbanísticos anglosajones y con las políticas de vivienda pública de los Estados
Unidos, Canadá y Gran Bretaña, que —según demuestra con cifras— escapan por
completo del control de las mujeres y acaban incluso actuando contra ellas (Kanes
Weisman, Leslie, 1992. p. 105). Esta autora habla del rediseño del paisaje doméstico,
en unos términos que destilan un profundo sentido común. De acuerdo con las
estadísticas de finales de los años ochenta, el 45% de las viviendas norteamericanas
no estaban ocupadas por familias típicas, entendidas como las integradas por un
matrimonio con uno o dos hijos. Según esta autora, no puede pretenderse que los

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solteros, los divorciados, los viudos, los estudiantes, los profesionales desplazados, y
las familias monoparentales, que ocupan en realidad la mitad de las viviendas
urbanas, sean personas anormales por el simple hecho de no vivir en familia. Es
necesario diseñar viviendas que contemplen y satisfagan la diversidad de
agrupaciones familiares que se da en la actualidad y permita, ante todo, paliar la
situación de encapsulamiento producida por los modelos tradicionales. Es más, según
Kanes Weisman, es necesario que las familias monoparentales y las personas que
viven solas encuentren en el vecindario el soporte que ya no encuentran en la familia,
lo que se puede conseguir a partir del diseño de agrupaciones de viviendas que
proporcionen espacios de relación, en los que la gente pueda conocerse y
relacionarse, más allá de la lavandería comunitaria que, cuando existe, acostumbra a
convertirse en el único espacio de sociabilidad de un edificio de apartamentos. Es
necesario diseñar espacios en los que los niños puedan jugar con los vecinos y, al
mismo tiempo, puedan ser vigilados por ellos. Es necesario diseñar espacios que
puedan ser compartidos por padres y madres, donde los solteros, los divorciados y los
viudos puedan conocerse y, por qué no, establecer nuevas relaciones sentimentales y
donde los ancianos se sientan acompañados.
También es de sentido común el hecho que las necesidades personales y
familiares se van modificando a lo largo de los años mientras que las viviendas
permanecen estáticas. Mover una pared o una habitación plantea unos problemas
desproporcionados y con frecuencia hemos de cambiarnos de vivienda porque ésta se
ha convertido en un corsé. La construcción de viviendas flexibles no constituye un
problema técnico. Desde hace décadas, en la construcción de oficinas se aplican
sofisticados sistemas de tabiques móviles que permiten unir o segregar despachos en
cuestión de horas. La tecnología ya existe, ahora sólo es preciso que se adapte
formalmente a la vivienda ya que a nadie le gusta que su hogar se parezca a un
despacho. Y esto no es un problema técnico: es, en definitiva, un problema de diseño.
Kanes Weisman se pregunta por qué se tarda tanto en aplicar estos sencillos e
innovadores principios que, con toda seguridad, satisfacerían las necesidades de gran
parte de la población urbana. Según Weisman, existe una enorme resistencia cultural
en aceptar que la familia típica ha dejado de ser el pilar fundamental de la sociedad.
Gobiernos, promotores, constructores y arquitectos se resisten a proporcionar
configuraciones de viviendas para un modelo de sociedad que ya no sea patriarcal, un
modelo que no asigne roles estereotipados en función del sexo.

Las mujeres y los artefactos

Nadie se atrevería negar que las lavadoras, secadoras, aspiradoras, tostadoras


y toda la retahíla de electrodomésticos que se han diseñado, fabricado y
comercializado desde principios de siglo han aligerado enormemente las tareas del
hogar. Además, en las familias de clases medias y altas, estos aparatos ejecutan
muchas tareas asumidas tradicionalmente por el servicio doméstico. No obstante,
desde una perspectiva feminista, no siempre se puede afirmar que estas máquinas
hayan “liberado” a las mujeres: esto sería lo mismo que afirmar que los ordenadores
han “liberado” a los oficinistas o a los diseñadores de sus tareas, de modo que cuando
estos acuden al despacho, apenas les queda trabajo por hacer. A principios de los
años sesenta, Betty Friedan ya puso de manifiesto que, año tras año, los estudios
sociológicos y económicos demostraban que, de forma paradójica, las amas de casa
norteamericanas de los años cincuenta, rodeadas de todo tipo de aparatos, invertían
más horas en el trabajo doméstico que las de los años veinte. A mediados de los
ochenta, la historiadora del diseño Penny Sparke iba más allá al afirmar que la “new

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woman” liberada por los electrodomésticos fue un mito esencialmente creado por los
publicistas de entreguerras, con el propósito de ampliar el mercado (Sánchez, Dolores,
1995. p. 126).
Sparke ha observado en repetidas ocasiones como la aparición de los
artefactos y productos destinados al lavado y la limpieza ha elevado los estándares de
higiene del hogar, de tal modo que han convertido a las mujeres en sus esclavas y
pone en duda que éstas se encuentren realmente liberadas. Por ejemplo, lo que
realmente liberaría a las mujeres del lavado y planchado de la ropa sería su
subcontratación fuera del hogar. No resulta extraño pues, que durante los años veinte
las feministas americanas se opusieran a la fabricación e instalación masiva de
lavadoras en las casas por considerar que estos aparatos perjudicarían a las mujeres
en dos aspectos: El primero de ellos era que dejarían sin trabajo a las lavanderas,
mujeres de escasos recursos y formación, que se ganaban dignamente la vida lavando
ropa y que, gracias a las primeras lavadoras industriales, habían conseguido mejorar
de forma considerable, su prestación de servicios; el segundo era que el trabajo del
lavado y planchado recaería indefectiblemente sobre las amas de casa, que habían
conseguido liberarse de él gracias al servicio de recogida y entrega a domicilio de la
ropa, organizado por las lavanderas. (Sparke, Penny, 1987)
En 1993 tuvo lugar en el Cooper-Hevitt/ National Museum of Design de Nueva
York una exposición titulada Mechanical Brides, cuyo objetivo era la exploración de la
problemática relación existente entre las mujeres y las máquinas, tanto en el ámbito
doméstico como en el laboral. Este análisis se realizaba fundamentalmente a partir de
la publicidad de electrodomésticos y aparatos de oficina, aparecida en los medios de
comunicación desde principios del siglo XX. Ésta demostraba de manera irrefutable
que los electrodomésticos eran artefactos dirigidos a un público exclusivamente
femenino, de tal modo que en lugar de liberar a las mujeres de su tradicional papel de
amas de casa, lo único que hacía en realidad era reforzarlo hasta extremos risibles.
De este discurso tampoco se escapaban los artefactos destinados al uso femenino en
el contexto laboral del sector terciario: la publicidad de las máquinas de oficina se
dirigía de modo exclusivo a las mujeres en su condición de mecanógrafas, telefonistas,
dactilógrafas o teletipistas, e insistía hasta la saciedad en el papel subalterno y
“adorable” de su trabajo. La extraordinario feminización del sector terciario —el empleo
de mujeres en Estados Unidos pasó de un nivel prácticamente nulo en 1880 al
noventa por ciento, apenas cuarenta años después— comportó un cambio de
parámetros en el diseño de los espacios y del mobiliario que, a partir de los años
cincuenta, mejoraron ostensiblemente en términos de confort y ergonomía. Pero
parece ser que este fenómeno no resultaba del todo desinteresado, sino que
respondía en realidad al objetivo de compensar a las mujeres por el bajo estatus y la
deficiente remuneración de los trabajos que ejecutaban en las oficinas. En definitiva,
se trataba de convertir el despacho en un lugar tanto o más acogedor que la casa, con
el objetivo de que las mujeres no percibieran el grado de alienación que sufrían
(Lupton, Ellen, 1993, p. 51).

La imagen de la mujer en los medios de comunicación

Este apartado podría constituir por sí mismo todo un artículo, puesto que no es
preciso ser un experto en comunicación para percibir hasta qué punto la imagen de la
mujer es manipulada y utilizada en la publicidad y en los medios de comunicación, de
manera profundamente sexista. Me parece que no es necesario insistir en el hecho de
que los anuncios de televisión raramente renuncian a los clichés y a los tópicos más
estereotipados de la feminidad contemporánea, a los que antes se hacía referencia.

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Los colectivos feministas han denunciado, y continúan haciéndolo, aquella imagen
según la cual las mujeres ideales actuales deben ser competentes madres y amas de
casa, trabajadoras esforzadas y sex-symbols, todo a la vez. Dicho de otra manera, lo
que se nos presenta hasta la saciedad es el mito inalcanzable de la superwoman. Este
mito plantea unas exigencias desproporcionadas a las mujeres en edad reproductiva y
refuerza su sentimiento de inadecuación, en la medida que no pueden alcanzar este
ideal de perfección.
Tampoco es preciso insistir en la manipulación descarada de la imagen
corporal femenina, propuesta por el mundo de la moda y los cosméticos. No sólo
porque se basa en un ideal anormal desde el punto de vista médico —las modelos son
diez centímetros más altas que la media de jóvenes y su peso está diez kilogramos
por debajo de aquella media— sino porque además, con los programas de
manipulación digitalizada de la imagen, este ideal no existe. La anorexia y el
incremento de la demanda de la cirugía plástica en plena adolescencia, son la
consecuencia más flagrante del sentimiento de inadecuación que esta imagen provoca
en las jóvenes actuales.

La crítica al Movimiento Moderno

Tiempo atrás, cuando me inicié en la lectura de textos sobre la estética del


Movimiento Moderno, me sorprendió encontrar insinuaciones racistas y machistas.
Adolf Loos situaba el ornamento en una escala inferior de la evolución y lo identificaba
con los seres “primitivos”, mientras que Le Corbusier alababa aquellas construcciones
de la industria moderna que proporcionaban una atmósfera “viril” (Loos, Adolf, 1909;
Le Corbusier, 1920). La identificación entre modernidad y virilidad no es en absoluto
imaginaria.
Penny Sparke es, que yo sepa, una de las pocas historiadoras del diseño que
ha denunciado con argumentos rigurosos el machismo implícito en los cánones
estéticos de la modernidad. Resulta difícil resumir en pocas palabras su sustancioso y
documentado libro As Long As It’s Pink. The sexual politics of taste. Sparke explica
cómo la decoración de la casa era uno de los pilares de la identidad femenina en la
cultura burguesa. En el siglo XIX la casa era concebida como un espacio de intimidad
y confort, adornado con profusión de tejidos, plantas y elementos artísticos. La belleza
no era una consecuencia de la funcionalidad de los objetos sino de la gracia en su
elección y su combinación y, en definitiva, del buen gusto. El espacio doméstico se
encontraba en las antípodas del espacio de trabajo, habitado por hombres, en el que
los parámetros ambientales aparecían dominados por criterios de eficiencia mecánica
y productiva. La maniobra del Movimiento Moderno consistió en transferir al hogar los
parámetros de diseño del mundo productivo. La funcionalidad y la eficiencia de la
máquina se convertían así en una nueva categoría estética aplicable al diseño de
cualquier objeto o espacio. Según Sparke, los arquitectos y diseñadores de la
modernidad arrebataron a las mujeres una parte muy importante de su identidad: a
partir de ahora serían ellos y no ellas quienes dictarían las normas de lo que era
funcionalmente bueno y estéticamente deseable.
Según Sparke la crisis de la modernidad que se gestó en las esferas
intelectuales durante los años ochenta, no supuso en el ámbito de la arquitectura y el
diseño una recuperación real de los valores estéticos de la feminidad. A pesar de que
líderes del diseño postmoderno como Venturi, Mendini, Sottsass o Branzi insistieran
en que era necesario incorporar en el proyecto los valores femeninos del color, el
elemento lúdico y la decoración, esta recuperación fue más simbólica que real. Sus
productos acabaron engrosando las colecciones de los museos, mientras que su

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impacto en la vida cotidiana de las mujeres resultó prácticamente nulo. Y es que, en la
sociedad actual, es el mercado y no la producción lo que dictamina el gusto y ya
hemos visto cuales son las imágenes de la feminidad propuestas por este mercado.
En materia de gusto, según Sparke, las mujeres actuales se ven incitadas a escoger
en dos direcciones opuestas: por una parte, se encuentran vinculadas a un concepto
tradicional de feminidad ligado a la separación de las esferas mientras que, por otra,
son incitadas a adoptar una estética masculina para alcanzar su legitimación cultural.
Ciertamente, el papel que las mujeres tuvieron en la definición de los
parámetros estéticos de la modernidad fue escaso, pero nada hace pensar que en el
futuro esto tenga que continuar siendo así. Personalmente, no creo tanto como Sparke
en la existencia de una cultura material femenina ya sea antimoderna, premoderna, o
postmoderna; sí existiera, afloraría ineluctablemente en el trabajo de las chicas que
estudian diseño y que hoy en día son legión. Pero, por más que me esfuerzo, no
consigo ver en el trabajo de mis alumnas los rasgos de feminidad que Sparke
reivindica. Ni que fuera para ahogarlos desde una postura machista o para
potenciarlos desde una postura feminista. Ya he dicho en otras ocasiones que no creo
que exista una creatividad intrínsecamente femenina y otra masculina. La sensibilidad
estética no es una prerrogativa femenina ni el dominio de los parámetros técnicos una
masculina, y esta afirmación que hago está avalada por más de quince años de
enseñanza en el área de proyectos de diseño industrial (Campi, Isabel, 1999, p. 240).
Otra cosa es que los tópicos culturales nos quieran hacer creer que esto no es así o
que la industria esté interesada en perpetuar clichés de género en materia de gusto.

La recuperación de las autoras

En 1989 tuvo lugar en Stuttgart la exposición Fraüen im Design, cuyo objetivo


era contribuir al conocimiento del trabajo de las diseñadores industriales a lo largo del
siglo XX. Por tanto, una parte importante de la exposición y del catálogo tenían un
carácter histórico. Las organizadoras efectuaron un rastreo intensivo, que culminó con
la biografía de treinta pioneras de la modernidad, siete alumnas de la Bauhaus y
veintisiete de la HfG de Ulm, todas ellas abundantemente documentadas con
bibliografía, exposiciones, fotografías, etc. Cualquier historiador del diseño industrial
que tenga la oportunidad de acceder a este catálogo, no puede continuar afirmando
que no existan mujeres en la historia del diseño.
Personalmente, he realizado una reducida selección de algunas autoras con
las que creo que la historia oficial se encuentra en deuda, diseñadoras bastante
investigadas y documentadas como para entrar sin restricciones en el olimpo de los
consagrados.
Las hermanas Margaret Macdonald (1864-1933) y Frances Macdonald (1873-
1921) se trasladaron con su familia a Glasgow en 1890, donde desarrollaron una
brillante carrera en la School of Art. En 1896 abrieron su propio estudio ofreciendo
servicios de ilustración, diseño textil y vitral. En 1899 Frances se casó con Herbert
Macnair y al año siguiente Margaret lo hizo con Charles R.Mackintosh. De inmediato
constituyeron el grupo The Four, cuya obra más destacada se sitúa entre los años
1900 y 1909. Fueron invitados a exponer en Munich, Viena y Turín y en 1902
alcanzaron el segundo premio en el concurso de una casa para un aficionado al arte,
convocado en Darmstad. En 1903 diseñaron las sofisticadas Willow Tea Room y la Hill
House. La obra de The Four respondía a una versión del Art Nouveau casi manierista,
caracterizada por una estilización inusual de las formas, un acromatismo muy
sofisticado y una influencia innegable del arte japonés. El trabajo de interiorismo,
mobiliario, diseño textil y vitral realizado durante este período, tan alabado por los

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críticos, no es obra exclusiva del genial arquitecto Mackintosh, sino que en él tuvieron
un papel muy importante las hermanas Macdonald.
El protagonismo que las mujeres tuvieron en la vanguardia rusa, durante los
años inmediatamente posteriores a la revolución, ha sido ampliamente reconocido por
historiadores e instituciones. A partir de 1917 se abrió un gran debate en el Instituto de
Cultura Artística de Moscú con relación al problema de cual debía ser el arte de la
nueva era socialista. El grupo más radical defendía que el arte de caballete estaba
periclitado y que la tarea de los artistas consistía en construir el socialismo a través de
una nueva cultura material. Era necesario pues abandonar el individualismo romántico,
los pinceles, el taller, e ir a las fábricas. Durante los primeros años veinte el LEF
(Frente de Artistas de Izquierdas) desarrolló una espléndida teorización de lo que
debía ser el arte industrial, pero las realizaciones prácticas a las que llegó fueron casi
testimoniales, dada la precaria situación de la industria rusa. Con la excepción
representada por el sector textil, en el que Lyubov Popova y Varvara Stepanova
alcanzaron numerosos éxitos.
A pesar de ser hija de un rico empresario moscovita, Lyubov Popova (1889-
1924) abrazó de forma entusiasta la causa revolucionaria, a partir de la cual reorientó
su arte hacia la construcción del entorno cotidiano. Se dedicó al diseño de libros y
revistas, renovó totalmente la escenografía y el vestuario teatrales y en 1920 pasó a
ser profesora de los Vkhutemas de Moscú. A partir de 1923, ocupó el cargo de
diseñadora jefe de la Primera empresa estatal de tejidos estampados, donde sustituyó
el repertorio de flores y motivos tradicionales rusos por un audaz lenguaje gráfico
totalmente abstracto.
Varvara Stepanova (1894-1958) estudió pintura en la Escuela de Arte de Kazan
donde conoció a Alexander Rodchenko, artista que después se convertiría en su
marido y con quien colaboraría a lo largo de toda la vida. En su opinión, la tecnología y
la industria situaban el arte ante el reto de la construcción, en términos de proceso
activo y no en términos de reflexión contemplativa. Como Popova, Stepanova también
fue profesora de los Vkhutemas y ambas vieron en el diseño una vía de compromiso
con el productivismo y un medio para formular una nueva teoría de la indumentaria.
Stepanova estudió en términos funcionales y constructivos radicalmente nuevos el
vestuario profesional de cirujanos, bomberos, pilotos, y deportistas, en el que
combinaba con gran audacia la economía de materiales con una composición gráfica
impactante que facilitaba la identificación. Fue muy conocida como diseñadora de
revistas y colaboradora habitual de la revista del LEF.
Charlotte Perriand (1903-1999) estudió artes decorativas en París. Totalmente
contraria al formalismo lujoso del Art Déco, expuso un bar minimalista en el Salón de
Otoño de 1927 que atrajo sobremanera la atención de Le Corbusier, que la contrató de
inmediato para trabajar en su estudio. Junto con Pierre Jeanneret, Perriand fue
responsable del desarrollo de una línea inédita de mobiliario de acuerdo con los
parámetros funcionales, constructivos y estéticos de la arquitectura de Le Corbusier.
La famosa colección diseñada por el equipo en 1929 fue más innovadora en el
aspecto formal y tipológico que productivo, pero no hay duda de que se ha convertido
en uno de los grandes clásicos del siglo XX. En 1930 Perriand conoce a Fernand
Léger con el que establecerá también una intensa colaboración de la que han
quedado numerosos testimonios escritos. En 1937 Perriand abandona el estudio de Le
Corbusier, se interesa más por la arquitectura y viaja al Japón. Durante los años
ochenta fue consejera de la empresa Casina que decidió llevar a término la
reproducción de la colección de muebles de 1929. Fue en aquel momento, cuando se
puso de manifiesto el importante papel que había tenido en su diseño.

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Eileen Gray (1878-1976) nació en el condado de Wexford, Irlanda, en el seno
de una familia rica y culta, lo que le permitió recibir una formación artística muy
cosmopolita. Fue una gran experta de la laca japonesa, técnica que aplicaba en
muebles de un Art Decó muy extravagante creados por ella misma. En 1922 abrió su
propia galería en París, ciudad donde conoció a Jean Badovici, un crítico de arte con
el que le unía una gran amistad y que la puso en contacto con los círculos de la
vanguardia holandesa y alemana. Esto supuso un cambio de orientación radical en su
obra que, a partir de 1926, se alineó con claridad con los postulados estéticos y
técnicos del Movimiento Moderno. Eileen Gray construyó dos casas que le sirvieron
para experimentar con la arquitectura como síntesis de todas las disciplinas de la
creación, residencias de espacios limpios y claros, con todos los muebles y tejidos
diseñados por ella misma. A pesar de que era muy crítica con el maquinismo de Le
Corbusier, fue invitada por éste a la presentación de sus proyectos en la Exposición
Internacional de 1937. El reconocimiento a su obra le llegó tarde y en vida, cosa que
ella veía con un cierto distanciamiento. Actualmente sus piezas originales se
encuentran en el Museo de Arte Moderno de París y alcanzan cifras astronómicas en
el mercado de anticuarios. En cambio sus piezas de producción seriada se pueden
encontrar en cualquier tienda de mobiliario contemporáneo.
Lilly Reich (1885-1947) nació en Berlín y se formó durante el período del Art
Nouveau. En 1908 se desplazó a Viena, donde pudo trabajar con Josef Hoffman en los
Wiener Werkstäte. De regreso a Berlín se afilió a la Deutsche Werkbund, siendo la
primera mujer que alcanzó un puesto en su consejo de administración. En 1924 abrió
su propio estudio ofreciendo servicios de diseño de moda, interiorismo y montaje de
exposiciones. En 1926, en el seno de la Werkbund, conoció a Mies van der Rohe con
quien establecería una estrecha colaboración personal y profesional hasta 1937. Lilly
Reich era una mujer de gran talento organizativo y creativo; además del excelente
trabajo de interiorismo y diseño textil que hizo en los edificios y en el mobiliario del
afamado arquitecto - y que ya fue reconocido en su época - la encontramos como
organizadora de diversos salones y exposiciones. En 1929 fue comisaria del Pabellón
de las Industrias Alemanas de la Exposición internacional de Barcelona, en el que
además diseñó los stands de la química y la seda. En 1932 fue nombrada directora del
taller textil de la Bauhaus, ya orientado de manera decidida hacia los tejidos para la
arquitectura y el mobiliario industrial. El cierre de la escuela y la ascensión del
Nacional Socialismo supuso —tanto para ella como para Mies— el inicio de una etapa
difícil que resolvían, en parte, con la realización de proyectos en el extranjero. En 1938
Mies van der Rohe emigró a los Estados Unidos donde inició una segunda y brillante
carrera como profesor y arquitecto, mientras que Lilly Reich permaneció para siempre
en Berlín, donde su taller fué destruido durante la guerra. La desaparición de sus
proyectos constituyó un misterio hasta mediados de los ochenta, cuando Sonja
Günthter los descubrió en el MOMA de Nueva York, mezclados con el legado Mies.
Ray Eames (1916-1988), de soltera Kaiser, nació en Sacramento. Recibió su
formación artística en la Cranbrock Academy donde conoció a Charles Eames que
estudiaba la carrera de arquitectura. En 1941 contrajeron matrimonio y se trasladaron
a California para abrir un estudio, cuya obra, tanto en el ámbito del diseño como en el
de la arquitectura, es hoy en día reconocida como una de las más brillantes de la
segunda mitad del siglo XX. Entre los años 1945 y 1955, diseñaron una amplia serie
de asientos con contrachapado de madera, plástico y aluminio, de tipología
revolucionaria, considerados en la actualidad como auténticos clásicos. Durante los
años cincuenta, Herman Miller, Westinghouse, IBM, la Smithsonian Institution,
Panamerican, la Fundación Ford o el MOMA se contaban entre algunos de sus
numerosos clientes. Entre 1953 y 1954, Ray Eames fue profesora de la Universidad de

©Isabel Campi, 2002


Berkeley y, tras la defunción de su marido, pasó a ser consultora de diseño de la IBM.
En la actualidad, no existe ninguna monografía sobre los Eames que ose afirmar que
la obra de Charles fue realizada en solitario; fue en todo momento un trabajo en
equipo en el que Ray compartía exactamente las mismas labores y responsabilidades
que Charles.

Las mujeres en el star system

¿Por qué se ha silenciado el trabajo de Charlotte Perriand, Lilly Reich o Ray


Eames, por citar tan sólo unas cuantas?. Denise Scott Brown, esposa de Robert
Venturi, ha reflexionado de forma sumamente lúcida sobre el papel que los críticos, los
historiadores y los periodistas se empeñan en atribuir a las mujeres que trabajan
asociadas con arquitectos y diseñadores. Scott Brown expone su experiencia personal
y explica que contaba con un brillante currículo como docente y arquitecta, antes de
contraer matrimonio con Robert Venturi. Desde entonces trabaja en su estudio como
asociada, en igualdad de condiciones y compartiendo todo tipo de responsabilidades
en los proyectos, tanto con su marido como con el resto de miembros del equipo. Pero
todos los medios de comunicación y líderes de opinión, insisten en silenciar la autoría
de sus obras o en situarla en una posición secundaria, hasta el extremo que propio
Venturi ha tenido que salir en defensa del papel de su esposa en el equipo.
Scott Brown afirma que el aparato del star system de la arquitectura no muestra
ninguna predisposición al ingreso de mujeres en él y analiza sus mecanismos en
términos casi sicoanalíticos. Según ella, los arquitectos, como los diseñadores, sufren
en el acto de creación ya que trabajan con lo intangible y, por tanto, necesitan un
padre a quien amar u odiar, alguien con quien poder identificarse. Y los líderes de
opinión no se atreven aún a proponer a una mujer como modelo de identificación
porque temen hacer el ridículo. Según Brown, el star system resulta perjudicial para
los jóvenes y los estudiantes porque refuerza su sentimiento de inadecuación, pero lo
es doblemente para las chicas porque nunca se les propone una mujer como modelo
de identificación (Scott Brown, Denise, 1992, p. 4-5)
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