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By George Kennan
El resto puede explicarse resumidamente en palabras del propio Lenin: "La desigualdad del
desarrollo económico y político es la ley inflexible del capitalismo. De esto se deduce que la
victoria del socialismo puede producirse originalmente en unos pocos países capitalistas o
incluso en un solo país capitalista. El proletariado victorioso de ese país, habiendo
expropiado a los capitalistas y organizado la producción socialista en casa, se alzará contra
el mundo capitalista restante atrayendo hacia sí en el proceso a las clases oprimidas de otros
países". ["Concerning the Slogans of the United States of Europe", edición oficial soviética de
las obras de Lenin, agosto de 1915.]
Cabe señalar que no se suponía que el capitalismo muriera sin la revolución proletaria. Se
necesitaba el empujón final de un movimiento proletario revolucionario a fin de derribar la
vacilante estructura, pero se consideraba inevitable que ese empujón se diera más tarde o
más temprano.
Durante cincuenta años antes del estallido de la Revolución, este patrón de pensamiento ha
ejercido enorme fascinación en los miembros del movimiento revolucionario ruso. Estos
revolucionarios, frustrados, descontentos, sintiéndose incapaces de encontrar la expresión
personal –o demasiado impacientes para buscarla– dentro de los límites restrictivos del
sistema político zarista, pero carentes de apoyo popular amplio en su opción de la revolución
sangrienta como medio de mejora social, encontraron en la teoría marxista una
racionalización muy conveniente de sus propios deseos instintivos. Brindaba una justificación
pseudocientífica a su impaciencia, a su negativa categórica de todos los valores del sistema
zarista, a su deseo de poder y venganza y a su inclinación a simplificar su búsqueda. Por
tanto, no es sorprendente que hayan llegado a creer implícitamente en la verdad y solidez de
las enseñanzas marxista-leninistas, tan del agrado de sus propios impulsos y emociones. Su
sinceridad no necesita ser impugnada. Se trata de un fenómeno tan antiguo como la propia
naturaleza humana. Nunca ha sido mejor descrito que por Edward Gibbon, quien en
Decadencia y caída del Imperio Romano decía: "Del entusiasmo a la impostura el paso es
arriesgado y resbaladizo; el demonio de Sócrates ofrece un memorable ejemplo de cómo
puede engañarse un hombre sabio, de cómo un hombre bueno puede engañar a otros, de
cómo la conciencia puede dormir en un estado mixto y medio entre la ilusión y el fraude
voluntario". Y fue con este conjunto de conceptos que llegaron al poder los miembros del
Partido Bolchevique.
Ahora, cabe señalar que durante todos los años preparatorios de la revolución, la atención de
estos hombres, y de hecho del propio Marx, se había centrado menos en la forma futura que
tomaría el socialismo [aquí y en otros lugares de este artículo, "socialismo" se refiere al
comunismo marxista o leninista, no al socialismo liberal del tipo de la Segunda Internacional]
que en la necesidad de derrocar al poder rival que, a su entender, debía preceder la
introducción del socialismo. Sus ideas sobre el programa positivo que se pondría en vigor
una vez alcanzado el poder eran, por tanto, en su mayoría nebulosas, utópicas y carentes de
sentido práctico. Más allá de la nacionalización de la industria y la expropiación de las
grandes tenencias de capital privado, no había programa convenido. El trato dado al
campesinado, que según la fórmula marxista no era parte del proletariado, siempre había
sido un punto vago en el patrón de pensamiento comunista y siguió siendo objeto de
controversia y vacilación en los diez primeros años de poder comunista.
Las circunstancias del periodo posrevolucionario inmediato –la existencia en Rusia de una
guerra civil y una intervención extranjera, junto con el hecho evidente de que los comunistas
representaban sólo una pequeña minoría del pueblo ruso– hizo necesario establecer un
poder dictatorial. El experimento con el "comunismo de guerra" y el abrupto intento de
eliminar la producción y el comercio privados tuvieron lamentables consecuencias
económicas y provocaron mayor resentimiento contra el nuevo régimen revolucionario.
Aunque el relajamiento temporal del intento de comunizar a Rusia, representado por la
Nueva Política Económica, alivió parte de esta aflicción económica y de ese modo sirvió a su
propósito, también hizo evidente que el "sector capitalista de la sociedad" seguía preparado
para aprovechar enseguida cualquier debilitamiento de la presión oficial y, si se le permitía
continuar existiendo, constituiría siempre un poderoso elemento de oposición al régimen
soviético y un serio rival por la influencia en el país. Una situación parecida prevaleció en
relación con los campesinos individuales que, a su manera más limitada, eran también
productores privados.
De haber vivido, Lenin hubiera tal vez demostrado ser un hombre lo suficientemente grande
como para reconciliar estas fuerzas en conflicto en beneficio final de la sociedad rusa,
aunque esto es discutible. Sea como fuere, Stalin, y aquellos a quienes guió en la lucha por
suceder a Lenin en la posición dirigente, no eran hombres que toleraran fuerzas políticas
rivales en la esfera del poder que anhelaban. Su sentido de inseguridad era demasiado
grande. Su tipo especial de fanatismo, no moderado por ninguna de las tradiciones
anglosajonas de transigencia, era demasiado fiero y celoso para concebir cualquier
posibilidad de compartir el poder en forma permanente. Del mundo ruso-asiático de que
habían salido traían el escepticismo con respecto a las posibilidades de la coexistencia
permanente y pacífica de fuerzas rivales. Persuadidos fácilmente de su propia "corrección"
doctrinaria, insistían en la sumisión o destrucción de todo poder que les representara
competencia. Fuera del Partido Comunista, la sociedad rusa no tendría rigidez. No habría
formas de actividad humana colectiva o asociación que no estuviera dominada por el Partido.
No se permitiría a ninguna otra fuerza de la sociedad rusa alcanzar vitalidad o integridad.
Sólo el Partido tendría estructura. Lo demás sería una masa amorfa.
Y dentro del Partido se aplicaría el mismo principio. La masa de miembros del Partido debía
cumplir con las formalidades de elegir, deliberar, decidir y actuar, pero en ellas estarían
animados no por sus propias voluntades individuales, sino por el aliento formidable de la
dirección del Partido y la presencia abrumadora de "la palabra".
Cabe recalcar de nuevo que subjetivamente es probable que estos hombres no procuraran el
absolutismo por sí mismo. Es indiscutible que creían –y les era fácil creer– que sólo ellos
sabían lo que era bueno para su sociedad y que podían lograr ese bien una vez que su poder
fuera seguro e incontrovertible. Pero a fin de procurar esa seguridad para su propio gobierno
estaban dispuestos a no reconocer restricciones, humanas o divinas, en el carácter de sus
métodos. Y hasta el momento en que esa seguridad se lograra, situaban muy abajo en su
escala de prioridades operativas las comodidades y la felicidad de los pueblos confiados a su
cuidado.
Ahora bien, la circunstancia más notable en relación con el régimen soviético es que hasta
hoy este proceso de consolidación política nunca se ha completado y los hombres del
Kremlin han seguido predominantemente absortos en la lucha por garantizar y hacer
absoluto el poder que tomaron en noviembre de 1917. Se han esforzado por garantizarlo
principalmente contra fuerzas internas, dentro de la propia sociedad soviética, pero también
se han esforzado por garantizarlo contra el mundo exterior, porque la ideología, como hemos
visto, les enseñó que el mundo exterior era hostil y que era su deber llegar a derrocar las
fuerzas políticas situadas más allá de sus fronteras. Las manos poderosas de la historia y la
tradición rusas se elevaron para sostenerlos en este sentimiento. Por último, su propia
intransigencia agresiva hacia el mundo exterior comenzó a encontrar su propia reacción y
pronto se vieron forzados, para utilizar otra frase de Gibbon, "a castigar la contumacia" que
ellos mismos habían provocado. Es un privilegio innegable de todo hombre demostrar que
tiene razón en la tesis de que el mundo es su enemigo, porque si la reitera con la frecuencia
suficiente y la convierte en base de su conducta llegará el momento en que tenga razón.
Ahora bien, es parte de la naturaleza del mundo mental de los dirigentes soviéticos, y del
carácter de su ideología, la incapacidad de reconocer oficialmente que cualquier oposición a
ellos tenga mérito o justificación alguna. Esta oposición sólo puede emanar, en teoría, de las
fuerzas hostiles e incorregibles del capitalismo moribundo. Mientras se reconocía
oficialmente que en Rusia quedaban restos de capitalismo, era posible culparlos en parte,
como elemento interno, por el mantenimiento de una forma dictatorial de sociedad, pero
según fueron liquidándose poco a poco estos restos, esta justificación fue desvaneciéndose
y, cuando se indicó de modo oficial que habían quedado al fin destruidos, ésta desapareció
por completo. Y este hecho creó una de las compulsiones más esenciales que actuaron
sobre el régimen soviético: como el capitalismo ya no existía en Rusia y como no podía
admitirse que hubiera una oposición seria y amplia al Kremlin surgida espontáneamente de
las masas liberadas bajo su autoridad, para justificar el mantenimiento de la dictadura se hizo
necesario recalcar la amenaza del capitalismo en el extranjero.
Del mismo modo, se ha recalcado enormemente la tesis comunista original del antagonismo
básico entre los mundos capitalista y socialista. A partir de muchos indicios, es evidente que
este énfasis no se basa en la realidad. Los hechos reales se han confundido por la existencia
en el extranjero de un genuino resentimiento provocado por la filosofía y las tácticas
soviéticas y a veces por la existencia de grandes centros de poder militar, principalmente el
régimen nazi en Alemania y el gobierno japonés de finales de los años treinta, que sin duda
tenían designios agresivos contra la Unión Soviética. Pero existen muchas pruebas de que el
énfasis que da Moscú a la amenaza que enfrenta la sociedad soviética más allá de sus
fronteras se funda no en las realidades del antagonismo extranjero, sino en la necesidad de
dar una explicación al mantenimiento de la autoridad dictatorial en casa.
Según están hoy las cosas, los gobernantes ya no pueden soñar con deshacerse de estos
órganos de represión. La búsqueda del poder absoluto, que ya lleva casi tres décadas con
una crueldad sin paralelo –al menos en alcance– en los tiempos modernos, ha producido de
nuevo su propia reacción interna, al igual que lo hizo en el exterior. Los excesos del aparato
policial han avivado la posible oposición al régimen convirtiéndolo en algo mayor y más
peligroso de lo que pudo haber sido antes de que se iniciaran esos excesos.
Pero todavía menos pueden los gobernantes prescindir de la ficción en virtud de la cual se ha
defendido el mantenimiento del poder dictatorial, porque esta ficción ha sido canonizada en
la filosofía soviética por los excesos que ya se han cometido en su nombre y ahora está
anclada en la estructura soviética de pensamiento por lazos mucho mayores que los de la
mera ideología.
II
Hasta aquí los antecedentes históricos. ¿Qué auguran en función de la personalidad política
del poder soviético como hoy lo conocemos?
Esto significa que durante mucho tiempo nos va a seguir siendo difícil el trato con los rusos,
pero no por que deba considerárseles embarcados en un programa de vida o muerte para
derrocar a nuestra sociedad en una fecha determinada. La teoría de la inevitabilidad de la
caída final del capitalismo tiene la afortunada connotación de que no hay apuro en ella. Las
fuerzas del progreso pueden tomarse su tiempo para preparar el golpe de gracia final.
Mientras tanto, lo que resulta vital es que la "patria socialista" –ese oasis de poder que ya se
ha ganado para el socialismo en la Unión Soviética– sea amada y defendida por todos los
buenos comunistas en el país y en el extranjero, se promueva su prosperidad y se hostigue y
confunda a sus enemigos. La promoción de proyectos revolucionarios prematuros,
"aventureros", que en el extranjero pudieran en cualquier forma poner en situación
embarazosa al poder soviético, sería un acto inexcusable, incluso contrarrevolucionario. La
causa del socialismo es el apoyo y la promoción del poder soviético, según los define Moscú.
Esto nos trae al segundo de los conceptos de importancia para la perspectiva soviética
contemporánea: el de la infalibilidad del Kremlin. El concepto soviético de poder, que no
permite puntos focales de organización fuera del propio Partido, exige que la dirección de
éste permanezca en teoría como la única depositaria de la verdad. Porque si la verdad
pudiera encontrarse en otra parte, se justificaría su expresión en la actividad organizada y
esto es precisamente lo que el Kremlin no puede permitir ni permitirá.
Por tanto, la dirección del Partido Comunista tiene siempre la razón y siempre la ha tenido
desde que en 1929 Stalin oficializó su poder personal anunciando que las decisiones del
Buró Político se tomaban por unanimidad.
Pero hemos visto que el Kremlin no está bajo compulsión ideológica alguna por lograr con
premura sus propósitos. Al igual que la Iglesia, aborda conceptos ideológicos que son válidos
a largo plazo y puede permitirse ser paciente. No tiene derecho a arriesgar los logros
actuales de la revolución por vanas fantasías del futuro. Las enseñanzas del propio Lenin
exigen gran cautela y flexibilidad en la búsqueda de los propósitos comunistas. De nuevo,
estos preceptos se ven fortalecidos por las lecciones de la historia rusa, de siglos de batallas
oscuras entre fuerzas nómadas en vastas llanuras no fortificadas. Aquí la cautela, la
circunspección, la flexibilidad y el engaño son las cualidades que valen y su valor encuentra
una comprensión natural en la mentalidad rusa u oriental. Por ende, al Kremlin no le pesa
replegarse ante una fuerza superior. Y al no sentirse presionado por plazos predeterminados,
no se deja llevar por el pánico ante la necesidad de este repliegue. Su acción política es una
corriente fluida que se mueve de modo constante adondequiera que se le permita moverse
hacia un objetivo dado. Su preocupación básica es garantizar que ha llenado cada resquicio
existente en la cuenca de poder mundial. Pero si encuentra barreras inexpugnables a su
paso, las acepta filosóficamente y se acomoda a ellas. Lo principal es que siempre haya
presión, una presión constante e incesante, hacia el objetivo que se desea. En la psicología
soviética no hay indicios de que se piense que este objetivo deba alcanzarse en momento
dado alguno.
Estas consideraciones hacen que el trato con la diplomacia soviética sea a la vez más difícil
y más fácil que con la diplomacia de agresivos dirigentes individuales, como por ejemplo
Napoleón o Hitler. Por una parte, es más sensible a las fuerzas contrarias, está más
dispuesta a ceder en sectores individuales del frente diplomático cuando considera que esta
fuerza es demasiado potente y, por ende, es más racional en la lógica o retórica del poder.
Por otra parte, una victoria única de sus oponentes no puede derrotarla o desanimarla
fácilmente. Y la persistencia paciente que la anima significa que no es posible oponérsele
con eficacia con actos esporádicos que representan los caprichos momentáneos de la
opinión democrática, sino sólo por medio de políticas inteligentes de largo alcance por parte
de los adversarios de Rusia, políticas no menos estables en sus propósitos, y no menos
variadas e ingeniosas en su aplicación, que las de la propia Unión Soviética.
III
A la luz de lo anterior, se verá con claridad que la presión soviética sobre las instituciones
libres del mundo occidental es algo que puede contrarrestarse con la aplicación diestra y
vigilante de fuerzas opuestas en una serie de puntos geográficos y políticos en constante
cambio, que corresponden a los cambios y maniobras de la política soviética, pero que no
pueden eliminarse por arte de magia. Los rusos esperan un duelo de duración infinita y ven
que ya han tenido grandes victorias. Cabe recordar que hubo un tiempo en que el Partido
Comunista representaba una minoría muy inferior en la esfera de la vida nacional rusa de lo
que hoy representa el poder soviético en la comunidad mundial.
Pero si la ideología convence a los gobernantes de Rusia de que la verdad está de su parte y
que, por tanto, pueden permitirse la espera, aquellos de nosotros en quienes esa ideología
no influye estamos libres de examinar objetivamente la validez de esa premisa. La tesis
soviética no sólo implica una falta completa de control por parte de Occidente sobre su
destino económico, sino que también da por sentado que durante un periodo infinito Rusia
tendrá unidad, disciplina y paciencia. Pongámosle los pies en la tierra a esta visión
apocalíptica y supongamos que el mundo occidental encuentra fuerza y recursos para
contener el poder soviético durante un periodo de diez a quince años. ¿Qué significará esto
para la propia Rusia?
Los dirigentes soviéticos, aprovechando las contribuciones de la técnica moderna a las artes
del despotismo, han solucionado la cuestión de la obediencia dentro de los límites de su
poder. Pocos desafían su autoridad e incluso aquellos que lo hacen son incapaces de hacer
valer el desafío contra los órganos de represión del Estado.
En estas circunstancias, hay límites a la fuerza física y nerviosa del pueblo en sí. Estos
límites son absolutos y obligatorios incluso para la dictadura más cruel, porque al pueblo no
puede llevársele más allá. Los campos de trabajo forzado y otras formas de limitación
brindan un medio temporal de obligar a las personas a trabajar más horas de las que desean
o de lo que dicten las meras presiones económicas; quienes sobreviven, envejecen antes de
tiempo y deben ser consideradas víctimas humanas de las exigencias de la dictadura. En
cualquier caso, sus mejores posibilidades ya no estarán a disposición de la sociedad y no
podrán alistarse al servicio del Estado.
Aquí sólo la generación más joven puede ser útil. Ésta, a pesar de todas las vicisitudes y
sufrimientos, es numerosa y robusta, y el pueblo ruso es talentoso. Pero queda por ver
cuáles serán los efectos en los individuos maduros provocados por las anormales tensiones
emocionales infligidas en su infancia por la dictadura soviética y que la guerra aumentó
enormemente. Cosas tan simples y normales como la seguridad y la placidez del entorno
doméstico han dejado prácticamente de existir en la Unión Soviética, salvo en las granjas y
aldeas más remotas. Y los observadores no están seguros todavía si esto no dejará su
impronta en la capacidad general de la generación que hoy entra en la edad madura.
Además, tenemos el hecho de que el desarrollo económico soviético, aunque puede tener en
su haber algunos logros formidables, ha sido precariamente irregular y desigual. Los
comunistas rusos que hablan del "desarrollo desigual del capitalismo" deberían sonrojarse al
contemplar su propia economía nacional. En ella, algunas ramas de la vida económica, como
las industrias metalúrgica y de maquinarias, se han desarrollado en forma desproporcionada
en relación con los demás sectores de la economía. Es éste un país que lucha por
convertirse en un periodo corto en uno de los grandes países industriales del mundo, aunque
todavía no tiene una red de carreteras que merezca ese nombre y sólo posee una primitiva
red ferroviaria. Mucho se ha hecho por mejorar la eficiencia del trabajo y por enseñar a
campesinos primitivos algo sobre la operación de maquinarias, pero el mantenimiento sigue
siendo una deficiencia apremiante en toda la economía soviética. La construcción es
apresurada y de poca calidad. La depreciación debe de ser enorme, y en vastos sectores de
la vida económica todavía no ha sido posible inculcar a la fuerza laboral algo similar a la
cultura productiva general y el amor propio respecto a aspectos técnicos que caracterizan al
trabajador calificado de Occidente.
Es difícil ver cómo una población cansada y desanimada, que trabaja en gran medida bajo la
sombra del miedo o la compulsión, podría corregir esas deficiencias en una fecha temprana.
Y mientras no las supere, Rusia seguirá siendo un país vulnerable desde el punto de vista
económico y en cierta forma importante, capaz de exportar sus entusiasmos y de irradiar el
curioso encanto de su vitalidad política primitiva, pero incapaz de sustentar esos artículos de
exportación con pruebas reales de poder y prosperidad materiales.
Mientras tanto, una gran incertidumbre se cierne sobre la vida política de la Unión Soviética.
Es la incertidumbre que entraña el traspaso de poder de una persona o grupo de personas a
otro.
Se trata, por supuesto, sobre todo del problema de la posición personal de Stalin. Debemos
recordar que su sucesión al pináculo de preeminencia ocupado por Lenin en el movimiento
comunista fue el único traspaso tal de autoridad individual que ha experimentado la Unión
Soviética. Este traspaso demoró doce años en consolidarse, costó la vida de millones de
personas y conmovió al Estado hasta sus cimientos. Los sobresaltos que conllevó se hicieron
sentir en todo el movimiento revolucionario internacional, para desventaja del propio Kremlin.
Siempre es posible que otro importante traspaso de poder se produzca en forma apacible e
inconspicua, sin repercusión alguna; pero también es posible que las cuestiones que entrañe
puedan desencadenar, en palabras del propio Lenin, una de esas "transiciones
increíblemente rápidas" del "delicado engaño" a la "violencia salvaje" que caracterizan la
historia rusa y conmueva al poder soviético hasta sus cimientos.
Pero no se trata sólo del propio Stalin. Desde 1938 se ha producido una peligrosa
coagulación de la vida política en los círculos superiores del poder soviético. El Congreso de
los Soviets de toda la Unión, en teoría el organismo supremo del Partido, se supone que se
reúna al menos una vez cada tres años. Pronto se cumplirán ocho años desde su última
reunión. En este periodo, el número de miembros del Partido se ha duplicado. La mortalidad
del Partido durante la guerra fue enorme y hoy bastante más de la mitad de sus miembros
son personas que entraron en él con posterioridad a su último congreso. Mientras tanto, el
mismo pequeño número de hombres ha continuado en las posiciones cimeras a través de
una sorprendente serie de vicisitudes nacionales. Sin duda alguna hizo que las experiencias
de la guerra provocaran cambios políticos básicos en todos los grandes gobiernos del mundo
occidental. Sin duda, las causas de ese fenómeno eran lo suficientemente fundamentales
como para estar también presentes en algún lugar de la oscuridad de la vida política
soviética. Y, sin embargo, en Rusia no se ha dado reconocimiento todavía a esas causas.
A partir de esto cabe suponer que incluso en una organización tan disciplinada como el
Partido Comunista deben existir divergencias crecientes de edad, perspectiva e intereses
entre la gran masa de miembros del Partido, reclutada en fechas tan recientes para el
movimiento, y la pequeña camarilla de hombres que se autoperpetúa en la cima, a quienes
estos nuevos miembros del Partido no han conocido, con los que nunca han conversado y
con los que no pueden tener intimidad política alguna.
¿Quién puede decir si, en estas circunstancias, un posible rejuvenecimiento de las altas
esferas de autoridad –lo que sólo sería cuestión de tiempo– podrá producirse en forma
tranquila y pacífica o si rivales deseosos de más poder no acudirán a estas masas
políticamente inmaduras e inexperimentadas a fin de encontrar apoyo para sus respectivas
exigencias? De ocurrir esto, podrían derivarse extrañas consecuencias para el Partido
Comunista, porque sus miembros en general se han ejercitado sólo en las prácticas de la
disciplina y la obediencia férreas, y no en las artes de la avenencia y el acomodo. Y si la
desunión hiciera presa del Partido y lo paralizara, el caos y la debilidad de la sociedad rusa
se revelaría en formas indescriptibles, porque hemos visto que el poder soviético es sólo una
corteza que oculta una masa amorfa de seres humanos entre los que no se tolera estructura
organizativa independiente alguna. En Rusia no existe siquiera algo como el gobierno local.
La generación actual de rusos nunca ha conocido la espontaneidad de la acción colectiva. Si,
por lo tanto, se produjera algo que perturbara la unidad y la eficacia del Partido como
instrumento político, la Rusia soviética pudiera convertirse de la noche a la mañana de una
de las sociedades nacionales más fuertes en una de las más débiles y lastimosas.
Por lo tanto, el futuro del poder soviético podría no ser en modo alguno más seguro que lo
que la capacidad rusa de ilusionarse lo hiciera aparecer ante los hombres del Kremlin. Que
son capaces de conservar el poder, ellos mismos lo han demostrado. Queda por demostrar si
podrán entregarlo a otros en forma tranquila y fácil. Mientras tanto, las penurias impuestas
por su dominio y las vicisitudes de la vida internacional han incidido pesadamente en la
fuerza y esperanzas del gran pueblo sobre el que descansa su poder. Es curioso observar
que el poderío ideológico de la autoridad soviética es más fuerte hoy en lugares alejados de
las fronteras rusas, fuera del alcance de su poder policial. Este fenómeno recuerda una
comparación que utilizó Thomas Mann en su gran novela Los Buddenbrook. Al observar que
las instituciones humanas suelen mostrar su mayor brillantez exterior en el momento en que
su descomposición interna en realidad ha avanzado más, comparó a la familia Buddenbrook,
en los días de su mayor encanto, con una de esas estrellas cuya luz brilla con fuerza en este
mundo cuando en realidad hace mucho han dejado de existir. ¿Y quién puede decir con
certeza que la fuerte luz que todavía arroja el Kremlin sobre los pueblos insatisfechos del
mundo occidental no es el poderoso resplandor de una constelación que en realidad se
encuentra declinando? Esto no puede demostrarse y no puede rebatirse. Pero queda la
posibilidad –y en opinión de este autor es una posibilidad sólida– de que el poder soviético, al
igual que el mundo capitalista que él concibe, lleve dentro de sí las semillas de su propio
declinar y que el germinar de estas semillas esté bien avanzado.
IV
Esto se sopesa con los hechos de que Rusia, a diferencia del mundo occidental en general,
sigue siendo con mucho la parte más débil, que la política soviética es muy flexible y que la
sociedad soviética puede muy bien contener deficiencias que a la larga debilitarán sus
propias posibilidades totales. Esto en sí justificaría que Estados Unidos iniciara con confianza
razonable una política de contención firme, destinada a enfrentar a los rusos con un
contrapeso inalterable en todos los puntos en que muestren indicios de pisotear los intereses
de un mundo pacífico y estable.
Pero en realidad las posibilidades de la política estadounidense en modo alguno se limitan a
obedecer y esperar lo mejor. Es por entero posible que Estados Unidos influya con sus
acciones en los asuntos internos de Rusia y de todo el movimiento comunista internacional,
los cuales determinan en gran medida la política rusa. No se trata sólo de la modesta medida
de actividad informativa que este gobierno puede desarrollar en la Unión Soviética y otras
partes, aunque ésa también es importante. Más bien se trata del grado en que Estados
Unidos puede crear entre los pueblos del mundo en general la impresión de ser un país que
sabe lo que quiere, que atiende en forma adecuada los problemas de su vida interna y las
responsabilidades de una potencia mundial, y que posee la vitalidad espiritual capaz de
mantener sus posiciones entre las principales corrientes ideológicas de su tiempo. En la
medida en que pueda crearse y mantenerse esa impresión, los objetivos del comunismo ruso
deben parecer estériles y quijotescos, las esperanzas y el entusiasmo de quienes apoyan a
Moscú se debilitarán y se impondrá más tensión a las políticas exteriores del Kremlin, porque
la decrepitud paralizada del mundo capitalista es la piedra angular de la filosofía comunista.
Incluso el hecho de que Estados Unidos no experimentara la temprana depresión económica
que los cuervos de la Plaza Roja habían estado prediciendo con tal confianza complaciente
desde que terminaron las hostilidades tendría repercusiones profundas e importantes en todo
el mundo comunista.
Del mismo modo, las muestras de indecisión, desunión y desintegración interna dentro del
país tienen un efecto estimulante en todo el movimiento comunista. Ante cada señal de estas
tendencias, un estremecimiento de esperanza y emoción recorre el mundo comunista: puede
observarse una nueva desenvoltura en la marcha de Moscú; nuevos grupos de partidarios
extranjeros se suben a lo que sólo pueden ver como el vagón de la política internacional, y la
presión rusa aumenta en todos los asuntos internacionales.
Sería una exageración decir que la conducta estadounidense por sí sola y sin ayuda podría
ejercer un poder de vida y muerte sobre el movimiento comunista y llevar a la caída
temprana del poder soviético en Rusia. Pero Estados Unidos tiene la posibilidad de aumentar
enormemente las tensiones bajo las cuales debe operar la política soviética, obligar al
Kremlin a un grado mucho mayor de moderación y circunspección del que ha tenido que
observar en años recientes y, de este modo, promover tendencias que deben en última
instancia encontrar salida en el rompimiento o la moderación gradual del poder soviético,
porque ningún movimiento místico, mesiánico –y en particular, ningún movimiento del
Kremlin– puede encarar infinitamente la frustración sin llegar a ajustarse en una forma u otra
a la lógica de ese estado de cosas.
Por ende, la decisión dependerá en realidad en gran medida de este país. El tema de las
relaciones entre la Unión Soviética y Estados Unidos es en esencia una prueba del valor
general de este último país como nación entre naciones. Para evitar la destrucción, Estados
Unidos sólo debe ponerse a la altura de sus mejores tradiciones y demostrarse merecedor de
preservarse como gran nación.
Sin duda, jamás ha habido una mejor prueba de calidad nacional que ésta. A la luz de estas
circunstancias, el observador reflexivo de las relaciones entre Rusia y Estados Unidos no
encontrará motivo de queja en el desafío del Kremlin a la sociedad estadounidense. Más bien
experimentará cierto agradecimiento hacia la Providencia porque, al brindar al pueblo
estadounidense este implacable desafío, ha hecho que su seguridad completa como nación
dependa de aunar fuerzas y aceptar las responsabilidades del liderazgo moral y político que
la historia claramente pretendía que asumiera.
GEORGE KENNAN
Analista político, asesor y diplomático, George Kennan, bajo las órdenes de George Marshall, entonces
secretario de Estado, estuvo a cargo de la planeación política a gran escala del Departamento de Estado
después de la Segunda Guerra Mundial. Entre sus trabajos más importantes se encuentra, precisamente, el
diseño del Plan Marshall para la reconstrucción europea, en el que desarrolló el concepto de "contención" –
cuyos principios son la ayuda técnica y económica– como estrategia para detener la expansión soviética y
defender el statu quo. Influyó en gran medida en el pensamiento político del presidente Harry S. Truman, los
secretarios de Estado George Marshall y John Foster Dulles, y otros siete presidentes estadounidenses hasta
1989.
Diplomático estadounidense en el frente soviético, Kennan empezó su carrera como observador ante el
resultado de la Guerra Civil rusa. Presenció la socialización y vivió de cerca el terror; envió su telegrama
después de dos años de servicio en Moscú (1944-1946) como jefe de misión y asesor del embajador Averell
Harriman. En 1946, Kennan tenía 44 años, dominaba el idioma ruso tanto como sus asuntos; era un
anticomunista a ultranza. Y creía que, a la larga, la Unión Soviética abandonaría las prácticas represivas contra
sus ciudadanos y que cambiaría su política exterior si Occidente mantenía una postura de oposición firme y
consistente.
En 1947 Foreign Affairs (vol. 24, núm. 4) dio a conocer la esencia del telegrama de Kennan bajo el título "The
Sources of Soviet Conduct", que se divulgó por todo el mundo. (El famoso "extenso telegrama" de 1946,
constituyó por sí solo el documento que ilustró el anticomunismo estadounidense y la desconfianza general de
las aspiraciones soviéticas. El telegrama fue tal vez el documento más citado y más influyente de los primeros
años de la Guerra Fría.) El artículo fue firmado con el seudónimo de "X", aunque nadie ignoraba que la autoría
era de Kennan. Para él, la Guerra Fría dio a Estados Unidos la oportunidad histórica de asumir el liderazgo de
lo que finalmente fue descrito como "el mundo libre".
En sus Memorias –texto que le valió el Premio Pulitzer en la categoría de Biografía/Autobiografía en 1968– y en
ensayos posteriores a 1957, Kennan se mostró desilusionado ante la militarización de la política de contención,
criticando los combates en el Tercer Mundo, concretamente en Corea, Cuba y más tarde Vietnam, que servían
de arena a las dos superpotencias.
Kennan nació el 16 de febrero de 1904 en Milwakee, Wisconsin. Realizó sus estudios en Princeton University,
donde se interesó por la diplomacia europea moderna. En 1926 ingresó al servicio exterior estadounidense y
ocupó diversos cargos diplomáticos por todo el mundo hasta su retiro en 1953. Célebre orador, es también
reconocido como el analista más importante e influyente en la historia de la política exterior estadounidense
durante la Guerra Fría. Aunque no fue propiamente un teórico, todos los que hablaron de contención pueden
considerarse sus discípulos al basar sus postulados en el artículo de X.