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En mi corazó n puedo albergar alguna duda sobre si merezca el premio Nobel por encima
de otros hombres de letras, a quienes tengo respeto y reverencia, pero no hay
cuestionamiento alguno del placer y orgullo que siento al recibirlo.
Es tal el prestigio del premio Nobel y del lugar en donde ahora me encuentro, que me
siento con vigor, no para chillar como un rató n agradecido y apologético, sino para rugir
como un leó n orgulloso de mi profesió n y de los grandes y buenos hombres que la han
ejercido a través del tiempo.
La literatura no se promulgó por un pá lido y estéril misterio crítico que canta letanías en
iglesias vacías, ni es un juego para elegidos, mendicantes o fanfarrones de anémica
desesperanza. La literatura es tan vieja como el discurso; creció fuera de toda necesidad
humana, y no ha cambiado excepto para ser má s necesaria.
Los poetas, los escritores no está n aislados ni son exclusivos. Desde el principio, sus
funciones, deberes y responsabilidades han sido decretados por nuestra especie.
Faulkner, má s que la mayoría de los hombres, era consciente de la potencia humana así
como de su debilidad. É l sabía que la comprensió n y la superació n del miedo son una gran
parte de la razó n de ser escritor. Esto no es nuevo. La antigua misió n del escritor no ha
cambiado.
De hecho, una parte de la responsabilidad del escritor es asegurarse de que así sea.
Nobel vio algunos de los crueles, sangrientos y malos usos de sus invenciones. Pudo,
incluso, haber previsto el resultado final de su experimento —la ú ltima explosió n—, el
advenimiento del apocalipsis. Algunos dicen que se volvió cínico, pero yo no lo creo,
pienso que se esforzó por concebir un control, una vá lvula de seguridad. Y creo que
finalmente la encontró en la mente y el espíritu humanos. Para mí, su pensamiento está
claramente expresado en el nivel de estos premios, que se entregan para ensanchar y
proseguir con el conocimiento del hombre y de su mundo, con el entendimiento y la
comunicació n que son funciones de la literatura, y para demostrar la capacidad de paz, fin
ú ltimo de todos.
Hemos usurpado mucho de los poderes que alguna vez atribuimos a Dios. Temerosos y
poco previsivos, asumimos el señ orío sobre la vida y la muerte en el mundo entero, de
todas las cosas vivientes.
El hombre ha llegado a ser, para sí mismo, su mayor amenaza y su ú nica esperanza. Así
que hoy bien puede parafrasearse a San Juan, el apó stol: En el fin está la Palabra, y la
Palabra es el Hombre —y la Palabra está con los Hombres.
Autor - John Steinbeck