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El loro soplón

Oscar Alfaro

El loro, muy pagado de su suerte, aleteaba sobre una planta de maíz. Tenía cogido un
choclo rubio en una pata y saboreaba con deleite grano tras grano.
—¡Lorito feliz!... ¡Lorito feliz!... —decía, lanzando su júbilo a los cuatro Vientos. De
pronto Vio que el cielo se llenaba de puntos verdes. Un ejército de loros salvajes pasaba
haciendo una bulla infernal y sus plumas ardían bajo el sol.
—me quedaré callado, o esos hambrientos bajarán a comerse los choclos —dijo y agachó el
copete, tratando de mimetizarse entre las hojas. Pero al momento sintió el grito de un loro,
se había desprendido de la bandada y estaba haciéndole compañía.
—!Eh! ¿De dónde sales tú? ¿Quién te invitó a este maizal?
El otro lo miró, como si no entendiera en absoluto. Le habló de nuevo, pero el intruso ni
siquiera movió los ojos.
—Oye, no te hagas el tonto... ¡Vete de aquí! . . .
—Hablame en el idioma de los loros, ¿que no entiendo Castellano. —dijo por fin el
aludido.
El otro recién se dio cuenta de su error. Claro que aquel salvaje no conocía ningún lenguaje
de los hombres, porque nunca había, sido domesticado. Resolvió entonces hablarle en el
idioma universal que emplean todos los loros en estado primitivo:
—Óyeme bien. Te digo que te vayas de aquí —le dijo en este último idioma.
—No, quiero comer.
—¿Pero te imaginas que esto no tiene dueño?
—Lo único que sé es que tengo hambre —y se puso a picotear una hermosa mazorca
blanca.
—¡Vuela de aquí, loro bandido! . . .
Pero el otro siguió tragando.
—¡Vuela, te dije!...
—Vuela tú, si tienes ganas.
—Mira que si no te vas, voy a gritar al amo…
—No Serías capaz de tan vil acción. ¿Qué falta le puede hacer a tu amo una mazorca de
maíz? ¿No ves que sus sembradíos son tan inmensos que se pierden de Vista? Yo en
cambio solo quiero unos granitos para aplacar y mi hambre.
—La cosecha de mi amo no es para vagabundos.
—Veo que eres un fiel servidor de los poderosos… —se burló el visitante y siguió
tragando.
—Bueno. ¡Esto se acabó! ¡Señor Perez, venga que un loro ladrón se está tragando sus
choclos!... —grito con todas sus fuerzas.
—Traidor infame… —dijo el hambriento, soltando la mazorca, con todo el dolor de su
corazón y disponiéndose a levantar Vuelo.
Pero el hombre apareció con una escopeta en la mano. Apuntó sobre el primer loro que
tuvo a la vista y lo tumbó al suelo.
—¡Ay! Patrón. ¿Qué mal le hice yo?... — gritó el loro domesticado, aleteando sobre las
hierbas.
—¡Disparé sobre mi propio loro!. Si seré bárbaro… Como todos son del mismo color…
Y el hombre se fue sin dar mayor importancia al asunto.
—Agua, patrón. Agua… —gritaba el lorito, abriendo el pico; Pero el hombre ya estaba
lejos…
—Socorro hermano. Agua, por favor. —Se volvió entonces implorando, hacia el loro
salvaje.
Y éste olvidando la mala acción del herido, cogió un tallo jugoso de maíz y se lo exprimió
en el pico.
—Aquí tienes agua dulce.
—Oh gracias. Eres muy generoso. Me avergüenzo de mi acción...
—La servidumbre te ha pervertido. Por eso me vendiste.
—Perdóname, te lo ruego, y déjame ir contigo.
—¿Pero tus heridas?
—No son graves. Sólo tengo una pata rota. Podré volar…
—Vamos, entonces…
Y los dos se elevaron al cielo. Pero el lorito soplón quedo rengo para toda la vida, como un
castigo a su traición.

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