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Introducción
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verticales” (Kohut, 1971, p. 176)- considerando al conflicto como un logro evolutivo
posterior y, en ciertos casos, un foco posterior para el análisis. Algunos analistas,
incluyendo algunos europeos, trabajan con una concepción tópica del conflicto entre una
actividad represora y las ideas o afectos que esa actividad relega a un inconsciente
aislado. Algunos analistas, incluyendo algunos relacionales, se centran en
organizaciones conflictivas del self. Otros, incluyendo los analistas kleinianos, se centran
en el conflicto con los objetos internos. En cada uno de estos ejemplos, la localización
del conflicto que se examina y los componentes del conflicto son diferentes. No existe un
acuerdo sobre qué está en conflicto con qué.
Esto sucede tanto dentro de una misma escuela como entre una escuela y otra.
Comparemos el modo en que un analista como Arlow (1969) escucha los temas
subyacentes de la fantasía inconsciente mientras que otro, Gray (1986), por ejemplo,
utilizando un modelo de la mente similar, se centra en la superficie del trabajo en busca
de momentos de interferencia conflictual. Entre los dos enfoques existen diferencias
significativas en el foco de atención, la unidad clínica de atención y la naturaleza del
proceso inferencial y evidencial; en ambos, se observa el conflicto a diferentes niveles
de abstracción y generalización clínica.
Y existen otras complicaciones. Cada vez más hoy en día, vemos el conflicto
presentado de tal modo que parece que el foco del analista es el conflicto consciente, el
conflicto tal como lo experimenta el paciente, en cuyo caso el término conflicto es
meramente un sinónimo de ambivalencia consciente. Al igual que sucede con los
diferentes tipos de conflicto, examinados por diferentes escuelas de análisis, los
conflictos conscientes e inconscientes reflejan diferentes aspectos de la vida psíquica y
se describen en diferentes niveles de abstracción en las teorías que desarrollamos para
explicarlos.
Para seguir con esto un momento más, notemos que el conflicto consciente y el conflicto
inconsciente pueden detectarse sólo utilizando diferentes procesos inferenciales. Un
paciente puede expresar conflicto consciente, o experimentar un conflicto interno que es
claramente consciente, pero el conflicto inconsciente o intrapsíquico es una inferencia
teórica por parte del analista, basada en una metodología diferente. Esto es, cuando un
analista habla de conflicto intrapsíquico, como sucede en el conflicto inconsciente inferido
entre los deseos, las defensas y las tendencias autopunitivas de un paciente, los
procesos de obtención de datos, establecimiento de inferencias, formulación de hipótesis
y su puesta a prueba son diferentes de los que tienen lugar cuando un analista sostiene
que el “conflicto es siempre, y sólo, un estado subjetivo de la persona individual”
(Stolorow, Brandchaft y Atwood, 1987, p. 88). Tanto el significado de la palabra conflicto
como la metodología para comprenderlo son diferentes en cada uno de estos casos. No
es que ninguno de los variados significados de la palabra conflicto sea ilegítimo, sino que
en el clima actual tienden a mezclarse en un discurso común como si todos estuviéramos
hablando el mismo lenguaje, cuando de hecho los componentes del conflicto son a
menudo tan poco claros e inconstantes. Estos usos del conflicto crean confusión,
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especialmente cuanto estamos intentando clasificar las convergencias y divergencias en
el mercado actual de los enfoques clínicos. El resultado es una especie de falsa discusión
en la cual las semejanzas y diferencias entre los enfoques pueden ser más aparentes
que reales.
Freud
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En diciembre de 1895, Freud ya distinguió dos tipos de neurosis: las ideas obsesivas,
basadas en “reproches” y la histeria, en cuya “raíz” “se halla siempre el conflicto” (p. 154).
Aquí vislumbramos el anuncio de lo que llegaría a ser el modelo estructural, en que las
condiciones obsesivas proporcionan una ventana hacia los componentes autocríticos del
conflicto y la histeria ilustra el conflicto entre las defensas y los deseos sexuales.
Anticipando complejidades posteriores, él también se refería a “ciertos hermosos casos
mixtos” (p. 154).
En mayo de 1896, Freud había añadido otro concepto con implicaciones para la
elaboración teórica posterior, cuando describió la conciencia como “determinada por un
compromiso entre los diferentes poderes psíquicos que entran en conflicto con un otro
cuando tiene lugar la represión” (p. 189, cursivas en el original).
Alrededor de 1900, la utilización por parte de Freud del término defensa había
desaparecido, siendo reemplazado durante un tiempo por el uso exclusivo del término
represión. Como señala Brenner (1982), durante este periodo Freud creía que la angustia
era “consecuencia de una falla de la represión, no el motivo de la represión” (Brenner,
1982, p. 6), como en su concepto posterior de angustia señal. No fue hasta 1926 que
Freud les otorgó a la angustia y al conflicto la función en la neurogénesis conceptualizada
en el modelo estructural, según el cual el conflicto se localizaba en la interacción entre
las tres agencias de la mente: el ello, el yo y el superyó, ahora expulsado de las funciones
anteriormente adscritas al yo. En este momento, el término defensa resurgió para incluir
un rango mucho más amplio de funciones del yo que la noción tópica de represión. La
teoría clínica de la defensa se elaboró más tarde en la monografía de Anna Freud de
1936 y, más adelante, en el modelo de la mente de Brenner (1982), en el que cualquier
aspecto del funcionamiento mental podría ser utilizado al servicio de la defensa.
Tópica y estructura
Los psicoanalistas franceses (p. ej. Green, 1999 a) designaron el cambio de la tópica
inicial a la visión estructural posterior del conflicto como un cambio del modelo de la
primera tópica al de la segunda, enfatizando así la continuidad desde las primeras
conceptualizaciones a las posteriores, que en su opinión forman un todo integrado, al
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modo del diagrama esquemático que Freud (1933) hiciera del cerebro, según el cual las
tres agencias se superponen en los tres sistemas tópicos, Inconsciente, Preconsciente y
Consciente (p. 78). El contraste entre las terminologías utilizadas en Francia y en los
Estados Unidos pone de relieve ciertas diferencias teóricas que han modelado al análisis
del conflicto a lo largo de varios continentes.
El analista está en posición de estudiar un registro dinámico del funcionamiento mental del
paciente. En este registro, el analista determina la contribución concreta realizada por cada
uno de los componentes de los conflictos del paciente. El deseo, el displacer, la defensa, los
imperativos morales y las consideraciones realistas se representan en grados variados. Las
intervenciones del analista sirven para aclararle al paciente el interjuego de estos
componentes variados, para indicar qué propósito tiene cada uno y para rastrear sus orígenes
hasta sus fuentes. [Arlow y Brenner, 1990, pp. 679-680].
Comparemos esto con el modo en que Green (1999 b) describe su escucha de las
comunicaciones del analizando:
Por una parte, intento percibir los conflictos internos que lo habitan y, por otra, lo considero
desde el punto de vista de algo dirigido, implícita o explícitamente, a mí. Los conflictos a los
que me refiero no incumben a los conflictos dinámicos concretos que emergerían en la
interpretación, sino más bien al modo en que el discurso a su vez se aproxima y se aleja de
un núcleo de significado, o de un grupo de estos núcleos de significado, que intentan irrumpir
en la conciencia. [p. 278]
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de las defensas, sintió a lo largo de toda su vida que uno podía utilizar el modelo
estructural o el tópico en distintas ocasiones, según lo indicase la situación: “Debo decir
que en mis escritos nunca he hecho la clara distinción entre los dos que han hecho los
escritores recientes, sino que he utilizado uno u otro marco de referencia según me
conviniera” (Sandler con A. Freud, 1985, p. 31).
Charles Brenner
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un desafío para vencer o asimilar la demanda y la agencia de la que deriva. Así, “el
principio de función múltiple” se refería a la opinión de Waelder de que todo acto psíquico
representa el intento del yo de negociar simultáneamente entre ocho tareas diferentes,
las cuatro que le asignan las otras agencias y las cuatro que él se asigna a sí mismo, y
en ese sentido todo acto psíquico tiene una “función múltiple”. Puesto que al yo le
resultaba imposible satisfacer por igual las ocho demandas, sugería Waelder, “está
demostrado que el carácter de cada acto psíquico es un compromiso” (p. 49); y añadía,
en una línea más filosófica: “Tal vez esto nos ofrezca una pista para la comprensión de
ese sentimiento de contradicción perpetua e insatisfacción que, aparte de la neurosis, es
común a todos los seres humanos” (p. 49).
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impulsos o las tendencias autopunitivas y lo que tradicionalmente se denominó el yo.
Durante muchos años, esto era lo que se quería decir con conflicto intrapsíquico, cuando
el concepto evolucionó de la noción original de Freud (1894) de conflicto entre una idea
incompatible y el yo. Pero en la modificación de Brenner es el siguiente paso, es decir,
la respuesta a un afecto displacentero en forma de estructura conflictiva convocaba una
formación de compromiso con sus componentes disputándose la atención- lo que
representa el conflicto que se analiza.
La modificación que Brenner hace del modelo estructural, aunque nos aleja aún más
de una atención más limitada al conflicto consciente, tiene el efecto de conceptualizar el
conflicto inconsciente en términos de los datos más observables de la sesión clínica. Es
más, al hablar de deseos o derivados pulsionales en lugar de pulsiones, Brenner está
dejando claro que estamos manejando los deseos específicos de cada persona
individual, no una abstracción generalizada denominada pulsión. Una de las dificultades
del enfoque antiguo era que tendía a implicar que los deseos estaban en una ubicación
(el ello), las defensas en otra (el yo) y los autocastigos en una tercera (el superyó), lo
cual dividía la atención del analista. Y también confundía a los pacientes. Yo recuerdo a
un hombre que vi en consulta que había pasado muchos años poco fructíferos con un
analista reconocido, que supuestamente le había dicho –y aquí el paciente se crecía con
orgullo- que tenía un “conflicto ello-superyó”.
Brenner (1986) describe el esfuerzo que hizo para disciplinar su escucha, incluso antes
del cambio más reciente en su modelo:
Yo sé que hace años tuve que tomar la decisión muy consciente de escuchar todo lo que el
paciente dijera como una formación de compromiso. Permanecer en esa decisión requirió un
esfuerzo continuo hasta que finalmente pasó a ser lo fácil y natural, en lugar de lo difícil y
antinatural. [p. 40]
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o, lo que es lo mismo, en la identificación y el análisis de una defensa o un deseo sin
considerar sus componentes subsidiarios.
El modelo de Brenner ha sido criticado desde numerosos puntos de vista. Además del
argumento de que abre el camino a una regresión infinita del tipo que ya he descrito,
Boesky ha sugerido que si nos deshacemos de las agencias abstractas, nos quedamos
sin modo de hablar de ciertos aspectos del desarrollo:
Una de las ventajas de los términos ello, yo y superyó ha sido que nos ha permitido distinguir
artificial pero convenientemente estas organizaciones funcionales a los propósitos de la
discusión y la investigación del destino de cada uno de estos tres relevantes componentes
funcionales. [Boesky, 1994, p. 512]
Existe un problema epistemológico que surge cuando consideramos que todos los
sucesos mentales son formaciones de compromiso. Si los conflictos del analista están
incorporados en toda actividad mental, incluyendo no sólo las observaciones que éste
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hace del paciente, que constituyen la base para sus hipótesis, sino también cómo el
analista pone a prueba esas hipótesis, todo el proceso de formular hipótesis y ponerlas
a prueba se consideraría como una repetición interminable. En resumen, ¿cómo puede
uno saber nada de nada o lograr una adquisición “objetiva” sobre nada si toda
observación está totalmente teñida por los deseos, las defensas y los autocastigos del
analista, es decir por su subjetividad? Este problema, por supuesto, no se limita a las
conceptualizaciones de Brenner.
He sugerido anteriormente (Smith, 1999) que no existe una salida para este circuito
subjetivo, un hecho profundamente humillante que, creo yo, ha desempeñado su papel
en la modificación de sentimiento de privilegio del analista, la idea de que él/ella está en
posición ventajosa:
Muchos han sugerido, sin embargo, que no sólo no existe una objetividad absoluta, ni
siquiera existen grados relativos de objetividad (Smith, 1999). Lo que tales críticos no
tienen en cuenta, en mi opinión, es que, utilizando la teoría de Brenner como ejemplo,
decir que todo suceso mental es una formación de compromiso –o que es
“irreductiblemente subjetivo” como ha propuesto Renik (1993)- no quiere decir, como he
señalado más arriba, que todas las formaciones de compromiso sean la misma, o tengan
en cuenta consideraciones de la realidad externa del mismo modo, o tengan la misma
apreciación del mundo. Como lo expresa Friedman (2002 a):
Creer que dos más dos es igual a cuatro me hace sentir una persona justa, racional, en lugar
del hermano ávido que sé que soy, pero es un modo diferente de hacerme sentir justo y
racional que el arrojar bombas a los plutócratas. Se deduce que podemos ser más o menos
racionales y respetar la realidad en un grado mayor o menor.
Esta combinación de ubicuidad y singularidad invade las críticas sobre otra cuestión, a
saber, que la teoría de Brenner no es una teoría de psicopatología. Para citar a Brenner
(1982): “No existe una frontera clara que separe lo que es normal de lo que es patológico
en la vida psíquica” (p. 150). La distinción entre formaciones de compromiso normales y
patológicas, sostiene Brenner, se basa en el grado de dolor e inhibición que sufre el
individuo: el factor cuantitativo en el que Freud se apoyaba tan a menudo. La línea
divisoria es subjetiva y “arbitraria” (Brenner, 1982, p. 150).
En alguna otra parte (Smith, 1995) he sugerido que existe una contradicción sutil en la
argumentación de Brenner cuando propone que la meta del análisis es alcanzar “una
alteración que tenga como resultado una formación de compromiso normal en lugar de
la patológica que estaba presente con anterioridad” (Brenner, 1994 a, p. 479). La noción
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de reemplazar una cosa con otra tiene una historia evolutiva en la teoría de la acción
terapéutica que comienza con el concepto de hacer consciente lo inconsciente y continúa
con la idea de “donde estaba el ello, estará el yo” (Freud, 1933, p. 89), otro concepto de
“reemplazo” del que Brenner ha dicho que es confuso. En este caso, puesto que ya nos
ha convencido de que no hay nada que distinga las formaciones de compromiso
normales de las patológicas, excepto lo bien que funcionen, es igualmente confuso, creo
yo, pensar en las formaciones de compromiso como entidades que puede ser
reemplazadas en lugar de modificadas. Esta es claramente la pretensión del principal
argumento de Brenner. Si las formaciones de compromiso existen en un continuo sin
diferencia dinámica entre lo que es normal y lo que es patológico, parece que podríamos
prescindir de los términos formación de compromiso normal y formación de compromiso
patológica, puesto que no cuadran lo suficientemente bien con los datos clínicos como
para calificarlas de entidades separadas y no cuadran con la realidad de que el análisis
de los propios conflictos y formaciones de compromiso nunca está completo, ni para el
paciente ni para el analista. La teoría contemporánea del conflicto, tal como la elabora
Brenner, es en realidad una teoría de la mente y de la técnica, no una teoría de la
psicopatología.
Notemos, no obstante, que esto es igual de cierto para cualquier otro enfoque clínico
contemporáneo. A diferencia de la importancia de la visión anterior de que un recuerdo
particular o una fantasía inconsciente específica podía considerarse patológica o
patogénica en sí misma (hasta que fuera, como un cuerpo extraño, erradicada y resuelta
mediante el análisis), siempre que examinemos pruebas clínicas en el análisis
contemporáneo, tenemos muy pocas teorías de psicopatología, o para el caso, de
patogénesis, que distingan lo normal de lo patológico sobre una base cualitativa. Si las
rupturas empáticas y las malas sintonizaciones son los datos en que nos fijamos, los
encontramos en todos los análisis y en todas las historias evolutivas; o si los marcadores
evolutivos que examinamos en las historias de nuestros pacientes y las lentes clínicas a
través de las que vemos nuestras asociaciones son las identificaciones proyectivas o los
cambios de la posición esquizoparanoide a la posición depresiva, una vez más, éstas
son ubicuas. Como sucede con la formación de compromiso, la línea entre lo normal y
lo patológico en cada uno de estos enfoques es un juicio arbitrario y subjetivo. A cada
momento, nuestros enfoques clínicos y los datos que arrojan silencian nuestras teorías
de psicopatología o las reducen a consideraciones cuantitativas.
Volviendo a Brenner, no hay, por supuesto, razón por la que no se pueda retroceder y
echar un vistazo más amplio a la historia y el desarrollo del paciente basándose en el
modo en que las formaciones de compromiso se han desarrollado y han cambiado a lo
largo del tiempo, pero analizar los componentes de una formación de compromiso
determinada o de un momento conflictual concreto es, desde un punto de vista técnico,
relativamente contrario a la historia y al desarrollo. Esta es la consecuencia técnica de la
posición de Brenner. Sin un modo objetivo de determinar lo que es patológico y lo que
no, se favorece que el analista siga analizando los componentes individuales de cada
formación de compromiso y que deje que el análisis siga su curso.
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Dale Boesky
Al hacer este cambio a los deseos en conflicto, Boesky ya avanza otra tendencia en el
psicoanálisis contemporáneo, como lo hizo Brenner con anterioridad, hacia la agencia
más activa del paciente y más cercana a la experiencia. El lenguaje de los deseos en
conflicto se siente más próximo a la experiencia subjetiva del paciente que los
componentes de la formación de compromiso. Boesky no está solo en la defensa de este
cambio. También la escuchamos en el trabajo de Renik (2000) que, pese a toda la
atención postmoderna que ha cosechado, sigue firmemente basado en la teoría
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contemporánea del conflicto. Me gustaría sugerir que, independientemente de lo eficaz
que sea esta herramienta clínica, al localizar nuestra escucha en el campo de los deseos
en conflicto, Boesky tiende a cambiar nuestra comprensión no sólo de la técnica del
analista sino de la naturaleza del conflicto que está analizando. Permitan que intente
explicarme.
Para concordar con este enfoque, el analista tendría que traducir todos los
componentes del conflicto en componentes de deseo –tarea no demasiado difícil-
enmarcando también como deseos no sólo los componentes defensivos de la formación
de compromiso, sino también los autopunitivos. Mientras que “el deseo de ser modesto”
es un ejemplo de los primeros, el deseo de aliviar la culpa, o más directamente, de sufrir
variadas formas de dolor e inhibición, sería un ejemplo de estos últimos. Es más, como
ya he señalado, si fuéramos a deconstruir cualquier deseo individual, veríamos que cada
uno es una formación de compromiso en sí mismo: el deseo de ser modesto, por ejemplo,
no sólo deriva de las satisfacciones defensivas de la evitación del castigo por la
asertividad, sino también del deseo de placer proporcionado por las gratificaciones más
pasivas y masoquistas (autopunitivas). Con ello, estaríamos comparando
inevitablemente deseos de diferentes tipos: deseos inconscientes, por ejemplo, entrando
en conflicto con otros más conscientes.
Digo esto sabiendo que, en cierto modo, me estoy ocupando de nimiedades. Dudo que
Boesky esté pensando sólo en deseos en conflicto mientras analiza. La mente del
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analista es un agente demasiado incansable y activo como para eso, escuchando
constantemente a diferentes niveles de abstracción, focalizando ahora en el paciente,
ahora en el analista, ahora en los deseos en conflicto, ahora en los elementos
individuales de cada compromiso. (Por esta razón, la mezcla de niveles de abstracción
no puede ser tan confusa en el momento clínico como lo es en la reflexión teórica
posterior). Podemos pensar que la concepción de la cascada de formaciones de
compromiso y sus componentes individuales se adapta mejor a la fase de recolección de
datos, esa fase de inmersión en el material manifiesto del paciente que produce
información desde muchas fuentes. Enmarcar el conflicto en términos de deseos en
conflicto, por otra parte, puede encajar mejor con el estadio interpretativo, en el que
podría ser útil conseguir la cooperación voluntaria del paciente en la tarea analítica, al
mismo tiempo que se corre el riesgo de estimular una resistencia renovada atribuyéndole
a un paciente una responsabilidad que no puede aceptar.
Paul Gray
Como indico en la introducción a este número (Smith, 2003), si nos preguntamos dónde
“se sitúa (o se esconde) [la teoría] dentro de la mente” (Friedman, 1988, p. 9), para
muchos analistas parece hacerlo cerca del fondo, o en un lateral, siendo una guía pero
sin ser insistente. Gray, por otra parte, ha desplazado la teoría del conflicto y el
compromiso a la vanguardia de la mente del analista, donde la noción de interferencia
conflictiva con la expresión de derivados pulsionales se convierte en una especie de filtro
a través del que observa las asociaciones del paciente.
Gray (1973, 1982, 1986) enseña una aproximación a la escucha analítica que presta
“atención detallada” (4)(1996, p. 88) a la superficie de las asociaciones del paciente y, por
tanto, a la actividad psíquica dentro de la sesión. Apoya la recomendación de Anna Freud
(1936) de que bajo ciertas circunstancias, el analista debería “cambiar el foco de
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atención… del ello al yo” (pp. 19-20). Siguiendo las observaciones de E. Kris (1938) y
Sterba (1953, Gray (1982) elabora esta recomendación en un modo diferente de
escucha, sugiriendo que la atención constantemente vigilante siempre se adaptaba
mejor a escuchar la llamada seductora del ello, y “ya no es suficiente para satisfacer los
requerimientos técnicos de la observación de las actividades silenciosas del yo” (Sterba,
1953, p. 18), cuya actividad defensiva sólo podemos “reconstruir… en retrospectiva” (A.
Freud, 1936, p. 8), requiriendo así un foco más reflexivo.
Al igual que uno podría estudiar los cambios en la superficie del agua como señales de
actividad sumergida (Levy e Inderbitzin, 1990, p. 374), Gray formula el “proceso de
atención detallada” como un modo de examinar la superficie psíquica en busca de
pruebas de actividad del yo subyacente. Compara su metodología con “clasificar
manzanas” (Gray, 1991). Por la cinta transportadora de las asociaciones del paciente
viene un derivado pulsional tras otro, hasta que hay un momento de interferencia
conflictual sobre el cual el analista puede llamar la atención del paciente.
Si bien Gray (1986) deja claro que está interesado en una “superficie óptima para las
intervenciones interpretativas” (p. 253) notemos que al focalizar en la superficie, toma
prestada una metáfora tópica de la mente. Desde un punto de vista conceptual, la
superficie se vuelve transparente, y a través de ella él puede observar o inferir la
estructura y actividad más profundas de la psique, de forma no muy diferente a ciertas
descripciones kleinianas del proceso analítico, en las que las estructuras
metapsicológicas profundas parecen surgir a través de la superficie transparente del
material clínico. Me apresuro a enfatizar que el precepto técnico de Gray es precisamente
lo contrario de lo que esta analogía podría implicar, puesto que él aspira a quedarse con
lo más inmediatamente demostrable para el paciente.
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paciente y en una teoría redefinida de la técnica lo lleva a una visión bastante diferente
de la arquitectura manifiesta del conflicto, incluyendo qué observamos y dónde lo
observamos.
Mientras que Brenner consideraba cada momento como una formación de compromiso
con aportaciones de todos los componentes del conflicto, incluyendo en todas las
ocasiones una mezcla de deseos eróticos y agresivos, Gray (2000), de nuevo junto a los
analistas kleinianos, otorga un mayor énfasis a los derivados pulsionales agresivos,
especialmente con respecto al análisis del superyó. Es más, puesto que está buscando
esos momentos de interferencia conflictual con la expresión de derivados pulsionales, él
enfatiza, por definición, los componentes defensivos de la formación de compromiso,
llegando así a una posición similar a la de Boesky mediante una ruta técnica y conceptual
diferente. En claro contraste con Boesky, sin embargo, Gray sostiene que su enfoque
hace innecesario que el analista rastree sus propias asociaciones o que siga a la
contratransferencia en el trabajo momento a momento.
Comparado con Boesky o con Brenner, existe una diferencia espacial en la visión que
Gray tiene del conflicto. El conflicto se despliega en la cinta transportadora que él tiene
en frente, no en las profundidades de la mente del paciente. No es que esos
determinantes más profundos del conflicto no existan para Gray sino que, al igual que
los detalles de la transferencia, no necesitan ser destacados en el momento clínico. Para
Gray, esto disminuye el alcance de los saltos inferenciales del analista, así como la
tendencia a penetrar las defensas previas del paciente. Es más probable que las
interpretaciones permanezcan cerca de la superficie accesible para el paciente, “en el
vecindario”, como lo ha dicho Busch (1992).
El contraste entre Gray y Brenner puede destacarse aún más examinando sus
objeciones al concepto de la atención constantemente vigilante. Citando las
innovaciones en la monografía de Anna Freud de 1936, Gray observa que el proceso de
atención detallada está en oposición directa a la atención constantemente vigilante, y es
una técnica que enseña explícitamente, no sólo a los analistas sino también a los
pacientes. Brenner (2000) también cita la monografía de Anna Freud en su propia crítica
de la atención constantemente vigilante, pero sostiene que esa posición que ella
propugnaba, más que una innovación era también la posición de su padre en ese
momento. Más concretamente, Brenner no enfatiza el llamamiento de Anna Freud a la
atención focalizada, sino más bien su descripción de la postura “equidistante” del analista
que he citado anteriormente.
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Brenner sugiere que en la declaración de Freud de 1925 sobre la escucha del analista,
él también estaba empezando a descartar la atención constantemente vigilante en favor
de la escucha al “interjuego entre el deseo y la defensa” (Brenner, 2000, p. 547). Así,
Freud (1925) escribió:
Si la resistencia es leve, él [el analista] será capaz de inferir, a partir de las alusiones del
paciente, el material inconsciente; o si la resistencia es más fuerte, será capaz de reconocer
su carácter a partir de las asociaciones según éstas parezcan más lejanas a la tópica que se
tiene entre manos y se la explicará al paciente. [p. 41]
Si bien tanto Gray como Brenner estaban, creo yo, de acuerdo con este comentario,
podían efectuar los procesos inferencial y explicativo resultantes de modo muy diferente.
Notemos que Freud está hablando de dos procesos inferenciales diferentes en las dos
partes de esta afirmación. Mientras que inferir los determinantes inconscientes de una
resistencia a partir de las “alusiones” del paciente parece adaptarse bien al enfoque de
Brenner, llamar la atención del paciente sobre un cambio de la “tópica que se tiene entre
manos” parecería ser una caracterización adecuada del modo principal de Gray.
Pero esta opinión está en el corazón mismo de la posición analítica de Gray, como
podemos observar en el título de su artículo de 1973 “Técnica psicoanalítica y la
capacidad del yo para observar la actividad intrapsíquica”. En una extensión de la
descripción que hace Sterba (1934) de la disociación en el yo, el argumento de Gray se
apoya en la capacidad del yo para permanecer fuera de la esfera conflictual, capacitando
al analista para formar una alianza con el aspecto no conflicto del yo del paciente, para
“poner de su lado a esa parte del yo” (Sterba, [1934, p. 121]), y enseñar así al paciente
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las técnicas autoanalíticas. Brenner (1979), por otra parte, encuentra que tanto la alianza
terapéutica como el propio autoanálisis son conceptos equívocos.
Anton Kris
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enfoque metodológico del analista a lo que es observable en la superficie del material. A
partir de esto, parecería no sólo que la teoría influye en la observación, sino también que
las variaciones en la técnica alteran los hitos y las definiciones de la teoría.
El patrón divergente, por otra parte, se refiere a “conflictos de ambivalencia” (p. 537),
en los que los componentes están emparejados con sus opuestos, tales como amor y
odio, reconocido en (pero no limitado a) las asociaciones del adolescente que alterna
típicamente entre “actividad y pasividad, sexualidad homosexual y heterosexual,
pregenital y genital, objetos viejos y nuevos, independencia y dependencia, autonomía y
pérdida del self, autocontrol y disipación, altruismo y egoísmo, espontaneidad y
regulación, mente y cuerpo, fantasía y realidad” (pp. 539-540). En los conflictos
divergentes o ambivalentes, cada uno de estos pares antitéticos “pueden en ocasiones
estar sujetos a un sentimiento consciente o inconsciente de o uno u otro” (p. 540), dado
que cada uno de los polos se aleja del otro en un “juego de tira y afloja” (p. 538). Nótese
aquí que la lista que Kris ofrece de conflictos divergentes incluye ítems emparejados de
casi todos los niveles concebibles de generalización teórica, de los más específicos (p.
ej. homosexual y heterosexual) a categorías tan amplias como fantasía y realidad o
mente y cuerpo.
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ya he señalado, en opinión de Brenner (1982), los derivados pulsionales nunca están en
conflicto sino que siempre pueden ser gratificados secuencial o simultáneamente con
una excepción, esto es cuando un deseo se utiliza para defenderse de otro, como sucede
en el ejemplo de la formación reactiva, en el que los deseos amorosos pueden ser
defensivos frente a los deseos asesinos. La esencia del “conflicto de ambivalencia”,
como lo denomina Brenner, es que “los deseos amorosos no son simplemente
gratificantes como tales. También sirven como defensa frente a los derivados pulsionales
crueles y vengativos y viceversa” (p. 34).
Si bien no se enfrenta a Brenner directamente, Kris (1984) se siente ofendido por esta
opinión:
Al decir esto, Kris sitúa los conflictos de ambivalencia en el mismo campo de juego que
los conflictos de defensa, como si los conflictos entre los conflictos convergentes y
divergentes estuvieran realmente en un mismo nivel de abstracción. Pero ¿es esto así?
Nótese aquí que Kris parece estar utilizando las palabras divergente y ambivalente de
forma intercambiable, en cuyo caso conflicto divergente se convierte simplemente en otro
término para la ambivalencia en sí misma, en su sentido más amplio, en la cual el
individuo es atraído por dos objetivos opuestos, como en los movimientos del
adolescente hacia la independencia al mismo tiempo que siente temor por cortar los
lazos parentales. Kris (1984) cuestiona esto: “Diré de una vez por todas que la expresión
conflictos de ambivalencia cubre un territorio mucho más amplio que… el término
ambivalencia” y define exhaustivamente la ambivalencia como “afecto y hostilidad
dirigidos hacia el mismo objeto” (p. 215, cursivas en el original; idéntica frase en 1985, p.
539). Independientemente de si pensamos en ellos como una prueba de ambivalencia o
de conflicto divergente, no obstante, los objetivos en conflicto, como la independencia y
la dependencia o la espontaneidad y la regulación, no están en el mismo nivel de
generalización que los conflictos entre deseos, defensas y autocastigos con los que Kris
los compara en su esquema teórico. A diferencia del esfuerzo de Boesky por mantener
niveles de abstracción definidos, Kris parece suponer que estos diferentes órdenes de
conflicto pueden contemplarse desde el mismo mirador.
Desde un punto de vista técnico, la recomendación de Kris representa una ruptura clara
con el consejo de Brenner de escuchar todo como una formación de compromiso, puesto
que el conflicto convergente es simplemente una versión simplificada de la formación de
compromiso; en cambio, según Kris, el conflicto divergente no lo es. Nótese que cada
uno de los polos divergentes de Kris podría verse como formaciones de compromiso
independientes en conflicto, tirando en direcciones opuestas si se prefiere, cada una de
ellas compuesta de sus piezas concretas, los deseos, defensas, autocastigos y afectos
displacenteros que las moldean. De hecho, a menos que uno abandone del todo la
20
noción de formación de compromiso, es difícil ver cómo cada polo no revertiría finalmente
en lo que Kris denomina conflicto convergente, aunque éste sea precisamente el
resultado que Kris está intentando impedir y al que, como él descubre, sus colegas
parecen tender inevitablemente, incluyendo a Anna Freud (Kris, 1985, pp. 544-545).
Tal vez uno debería comentar que el yo tiene la capacidad de reconciliar con bastante
facilidad tendencias opuestas del tipo de las que hemos estado hablando [p. ej.
homosexualidad y heterosexualidad, pasividad y actividad] a no ser por cosas tales como la
culpa [p. 301].
Es más fácil mostrar lo que sucede con el amor y el odio durante el transcurso del desarrollo
del niño. Sabemos que ambas tendencias pueden coexistir en un principio, antes de que
exista la función sintética del yo. Luego se alcanza otro estadio en el que el amor y el odio
siguen estando allí, uno al lado del otro, pero al odio se opone el yo puesto que matar al objeto
amado significa que el objeto amado no estará allí la siguiente vez que lo quieras. Este es un
conflicto de bajo nivel, pero se convierte en uno de nivel más alto cuando el yo dice que está
prohibido odiar a cualquier persona amada, que el amor y el odio son absolutamente
incompatibles, no por sus resultados sino por su naturaleza opuesta [Sandler con A. Freud,
1985, p. 302].
Aunque Kris (1984) niega cualquier interés en formular sus ideas en términos de una
teoría de la mente (p. 222), al enfrentar una forma de conflicto con otra a diferentes
niveles de abstracción está de hecho reforzando una importante recomendación técnica
(que implica el tacto, el timing y el reconocimiento de fuerzas divergentes dentro del
individuo) con una modificación del modelo conflictual de la mente. Con ello, puede
ubicarse innecesariamente en oposición a otros, como sugiere que hizo Kohut antes que
él. Escuchamos esto cuando él habla en términos que nos resultan familiares a partir de
los escritos de algunos de nuestros colegas relacionales (véase más abajo): “En la
medida en que todo conflicto se contempla según el paradigma de la represión, con
oposición convergente, la situación psicoanalítica se restringe y los papeles de sus
participantes se limitan claramente” (Kris, 1984, p. 229). Si bien no pasar
prematuramente a la interpretación de la ambivalencia parece más una cuestión de buen
juicio que de corrección teórica, uno podría argumentar que para que el paciente
comience a calmar los conflictos divergentes y para que sufra el proceso de duelo que
Kris esboza tan evocadoramente, deberían ser analizados eventualmente los aspectos
convergentes de cada polo de ese conflicto.
21
Los términos convergente y divergente, entonces, parecen descriptores útiles para
denotar fenómenos diferentes a distintos niveles de organización. Al igual que en el
modelo de Boesky es necesario permitir que el analista observe la formación de
compromiso a través de lentes focales de diferentes alcances, no sólo como deseos en
competición, también puede ser necesario permitir que el analista considere tanto los
aspectos convergentes como los divergentes de toda formación de compromiso. Puesto
que la ambivalencia es en sí misma ubicua, podría decirse que cada formación de
compromiso está compuesta de una mezcla de conflictos divergentes o deseos
ambivalentes –eróticos y agresivos, de amor y de odio- cuyos detalles particulares
ayudarán a definir cada compromiso específico. Si esto es así, entonces el consejo
técnico de Kris se aplicaría también de forma ubicua, incluso en el modelo de Brenner.
La escuela relacional
Philip Bromberg
Aunque existen semejanzas en los objetivos técnicos que defienden Kris y Bromberg,
éste vincula su visión de la técnica, con el foco principal en la disociación, a una
concepción de la mente definida de forma más radical, que garantice el estatus
secundario del papel del conflicto en general. Para intentar aclarar la visión que
Bromberg tiene del conflicto, recurriré tanto a su libro reciente (1998 b) como a dos de
sus presentaciones en debates (1998 a, 2000).
22
“nuevas y sorprendentes” (p. 275). Sin embargo, Freud no las planteó como estructuras
alternativas de la mente, como lo hace Bromberg, ni propuso que fueran externas a una
organización conflictual inconsciente subyacente.
Más recientemente, Bromberg (2000) sugiere que en un análisis típico, hay un cambio
de una “estructura mental en la cual las narrativas del self… se organizan principalmente
23
de forma disociativa” a otra en la que “son capaces de comprometerse entre sí de forma
conflictual”. Aquí podríamos preguntar a qué se parece exactamente el conflicto de
narrativas del self. ¿Sobre qué es el conflicto, dónde está y qué lo motiva? Una vez más,
encontramos una concepción del conflicto a un nivel muy diferente de generalización,
pero no necesariamente incompatible con las otras posiciones que hemos estado
examinando.
Aquí estoy abogando, como lo he hecho antes, por una combinación más libre entre
teoría y práctica que la que se nos enseña en nuestros institutos. Este hábito mental es
promovido en nuestra literatura por aquellos que apoyan sus recomendaciones técnicas
en teorías de la mente para que parezca como si la práctica siguiera necesariamente a
la teoría en lugar de hacerlo, con más flexibilidad, al revés (8).
24
Desde el punto de vista de la teoría del conflicto, de hecho, uno podría argumentar que
la mera actividad de la disociación, en el momento en que aparece en la sesión clínica,
es en sí misma una formación de compromiso y podría analizarse como tal; o que cada
estado del self separado disociativamente, como los conflictos divergentes de Kris, está
compuesto de varias formaciones de compromiso, cuyas partes podrían necesitar ser
analizadas para poner tales estados del self en “conflicto” entre sí, como sugiere
Bromberg, para establecer una experiencia de “totalidad”.
Me gustaría sugerir que uno puede observar en la mente del paciente pruebas de
conflicto y pruebas de disociación, pero que las dos forman parte de un único proceso
evolutivo, divisible sólo en la mente del analista, no en la vida del paciente. Enfrentarlas,
creo yo, no sólo elimina aspectos de la experiencia del paciente del terreno del conflicto
analizable, sino en ciertos sentidos limita el alcance del trabajo. Tal división del trabajo
contrasta claramente con una visión expresada por Anna Freud (1974). Al hablar de dos
tipos de psicopatología infantil, una “basada en el conflicto” y la otra “basada en defectos
evolutivos”, ella escribía: “Independientemente de lo diferentes que sean en el origen
ambos tipos de psicopatología, en el cuadro clínico están totalmente entremezcladas, un
hecho que explica que generalmente sean tratadas como una sola” (pp. 70-71, citado en
Boesky, 1988, p. 132).
25
defensas y tendencias autopunitivas que los de Brenner, Boesky, Kris o Gray, pero no
queda totalmente claro cuál es la idea que Bromberg tiene del conflicto inconsciente.
Pero cuando Bromberg (1998 b) nos habla del paciente que es “incapaz… de la
experiencia de conflicto intrapsíquico” (p. 204) o habla “del periodo de transición
terapéutica de la disociación a la experiencia subjetiva de conflicto intrapsíquico y
ambivalencia” (p. 326) su terminología es confusa. El conflicto intrapsíquico, a mi
entender, denota conflicto inconsciente, conflicto tradicionalmente entre las tres agencias
de la mente, por ejemplo. Es una inferencia sobre lo que organiza la mente y subyace a
la experiencia de un paciente, incluyendo, dirían algunos, la experiencia de la
disociación. Hablar de una “experiencia subjetiva de conflicto intrapsíquico” es, para mí,
una contradicción terminológica. La ambivalencia puede ser una experiencia consciente,
subjetiva; el conflicto intrapsíquico siempre es una inferencia sobre los determinantes
inconscientes de tal experiencia. Una vez más, representan diferentes niveles de
abstracción. Aquí Bromberg parece estar hablando de la capacidad del paciente para
mantener un estado de conflicto, como un estado de ambivalencia, teniendo en mente al
mismo tiempo, por tanto, dos o más motivos o sentimientos en conflicto. Este es un
proceso conflictual, pero es un proceso en gran parte consciente que esperamos ver
emerger según los pacientes se vuelven más fuertes, más capaces de manejar sus
propios estados afectivos.
Stuart Pizer
Para echar otra mirada a una visión relacional del conflicto, podríamos examinar
brevemente el trabajo de Pizer (1998) en el cual defiende la consideración de la paradoja
26
como un fenómeno mental independiente del conflicto. Pizer considera el conflicto como
un modo o/o de ver las cosas, mientras que la paradoja propone una situación y/y (p.
151). Así, “el conflicto puede resolverse”, mientras que “la negociación de la paradoja no
ofrece una solución, sino perspectivas que se eluden, tienden puentes o se contradicen".
Según la teoría estructural… la meta del tratamiento es la resolución del conflicto… conflicto
que se supone que va a desaparecer… Puesto que la realidad es, sin embargo, que el
conflicto sobre lo que originalmente eran derivados pulsionales patogénicos sigue siendo
obvio y activo en la mente de todo paciente que, por todos los demás criterios, ha hecho
progresos analíticos sustanciales, queda claro que la teoría estructural no es adecuada… [pp.
478-479].
El que la distinción de Pizer (1998) entre paradoja y conflicto es más artificial que real
se insinúa también cuando escribe: “Las partes negocian no porque estén en conflicto,
sino porque están en una condición tanto de conflicto como de interdependencia. Yo
pienso en esto como la paradoja del conflicto” (p. 178, cursivas en el original). Si
fuéramos a traducir este ejemplo del dominio social al intrapsíquico, describiría
precisamente la interdependencia de los componentes del conflicto intrapsíquico y su
estado paradójico en todo análisis, donde se permite hablar a las voces del deseo, la
defensa, el autocastigo y el afecto displacentero y éstos nunca se reconcilian
plenamente.
27
consciente e inconsciente, y la apreciación simultánea de la experiencia tanto del analista
como del paciente. Al hacerlo así, el analista encontrará inevitablemente
incompatibilidades y paradojas, cuyos componentes coexisten (como Freud lo expresó
una vez), son “divergentes” (usando el término de Kris) y por tanto son irresolubles por
el momento. Parecería, entonces, que Pizer está subrayando también un aspecto
fundamental de la mente y de la naturaleza del conflicto mientras que éste se vive.
Conclusión
El esfuerzo por marginar el papel del conflicto en la vida mental es más prevalente
ahora que nunca. Aunque concebido en cierto modo de otra forma, el conflicto, según
Greenberg y Mitchell (1983) estaba en el corazón del trabajo de los primeros teóricos
relacionales:
En el modelo de Fairbairn, todos los protagonistas importantes en los conflictos internos son
esencialmente unidades relacionales, compuestas de una porción del yo y una porción de las
relaciones del niño con las figuras parentales, sentidas como un objeto interno. El conflicto
tiene lugar entre estos tres componentes yo-objeto (yo libidinal/objeto excitante; yo
antilibidinal/objeto rechazante; yo central/objeto ideal). [p. 167].
Podemos ver la visión que Mitchell (1997) tiene del conflicto, basado en
“configuraciones relacionales conflictuales” (p. 221), en sus reflexiones sobre el análisis
de un paciente llamado Andrew:
Yo sugeriría que este elocuente párrafo podría utilizarse no sólo para ilustrar la visión
de Kris del conflicto divergente, sino también, a pesar de la oposición manifiesta de
28
Mitchell (1997) a la posición de Brenner, aquél parece trabajar de forma bastante
compatible con lo que Brenner denomina las miserias de la infancia que resultan de
deseos y miedos conflictuales, las defensas que desarrollamos contra ellos y los castigos
que nos infligimos a nosotros mismos como resultado.
¿Por qué esta tendencia, entonces, a negar o redefinir la importancia del conflicto entre
los analistas relacionales contemporáneos y otros? ¿Representa una marginación del
pasado (Smith, 2001 b)? ¿O una reacción a lo que Pizer (1998) ha llamado el “lenguaje
hegemónico del conflicto” (p. 167) con su recuerdo implícito de muchas décadas de
exclusión traumática? En esta época es raro oír hablar a los analistas acerca de analizar
los conflictos sexuales y agresivos de la infancia, pero no es tan raro ver pruebas de ello
en su trabajo. Como sugiere el término hegemónico de Pizer, ¿podría estar la frase
conflictos sexuales y agresivos de la infancia tan teñida políticamente que no pueda
pronunciarse más? ¿O interpretada de un modo tan limitado –vinculado artificialmente,
tal vez, a una visión arcaica de la teoría pulsional- que no podemos reconocer los deseos
de la infancia que denota? A pesar de mucha de nuestra retórica contemporánea,
¿creemos secretamente que es imposible atender simultáneamente a los datos
intrapsíquicos y relacionales?
Puesto que el conflicto psíquico puede ser inferido y descrito a cualquier nivel de
abstracción y generalización, yo sugiero que podríamos tomar cualquier fragmento de
material clínico y examinar el conflicto inherente en él de cada una de las maneras
esbozadas en este artículo sin contradicción ni incompatibilidad. A este respecto, otro
vistazo a la descripción que Waelder (1962) hace de los niveles de pensamiento
psicoanalítico puede ayudar a ilustrar lo que tengo en mente. En el esquema de
Waelder (9), al nivel de observación clínica le sigue la interpretación clínica de esas
observaciones y a continuación el nivel de generalización clínica, en el que reunimos los
datos dentro de conceptos más amplios, dando lugar a la teoría clínica. Estos son los
niveles en los que la mayoría de nosotros trabajamos clínicamente. Más allá de ellos,
Waelder previó los dominios más abstractos de la metapsicología y la filosofía.
Notemos que en los primeros tres niveles, no existen incompatibilidades reales en los
enfoques que hemos estudiado. En cualquier momento cuando, en el nivel de la
observación, haya un cambio en las asociaciones del paciente, por ejemplo, Brenner
podría apreciar un cambio en la formación de compromiso prevalente, Boesky podría
inferir la interacción de deseos en conflicto y Gray podría percibir un ejemplo de
interferencia conflictual. En el mismo momento, Kris podría inferir la operación de un
conflicto divergente, Bromberg la transición de un estado del self a otro y Pizer la
negociación continua de una paradoja. Todas éstas representan diferentes
interpretaciones de una única observación clínica. Están modeladas por niveles
superiores de teoría. Pueden dar lugar a diferentes opciones de cómo intervenir. Pero no
son incompatibles. Son interpretaciones complementarias de los datos, que reflejan el
hecho de que están sucediendo muchas cosas al mismo tiempo y pueden ser retratadas
simultáneamente con diferentes grados de generalización.
29
Yo sugiero que, si no nos vamos con excesiva rapidez al nivel de la teoría clínica y más
allá, podemos descubrir muchas compatibilidades tanto en las observaciones que
hacemos como en nuestras interpretaciones de las mismas, a pesar de las terminologías
poco familiares que nos veríamos obligados a considerar. Si tuviéramos en mente que,
al examinarlos con suficiente detalle, podemos observar que los conflictos divergentes
de Kris se descomponen en conflictos convergentes y que los componentes del conflicto
divergente existen en estados en cierto modo independientes, de forma no muy diferente
a los estados disociados que describe Bromberg, ¿podría ser que todo paciente
experimente muchos estados del self más o menos independientes, coexistiendo cada
uno de ellos con su propio “patrón relacional internalizado” y su propio conjunto de
formaciones de compromiso que lo sostienen y lo mantienen, en cierta medida, disociado
de los otros?
Yo espero que este esfuerzo por esbozar algunas de nuestras muchas concepciones
del conflicto y de su importancia en la técnica psicoanalítica, tanto dentro como fuera del
grupo con el que nos identificamos como teóricos del conflicto, será de ayuda para
esclarecer algunas de las confusiones que compartimos en el discurso psicoanalítico
contemporáneo y algunas de las semejanzas y diferentes en las visiones
contemporáneas del trabajo analítico.
NOTAS
(1) Por “conflagración”, Freud (1887-1904) entendía casos de “degeneración aguda” que se producían
en “catástrofes” tales como “la intoxicación severa… fiebres [y] los estadios preliminares de la parálisis” y
que tienen como resultado “trastornos de los afectos sexuales”, dando lugar por tanto a la neurosis (p. 75).
(2) Es importante señalar que cuando hablamos de abstracciones o de niveles de abstracción, no nos
estamos refiriendo a entidades teóricas incorpóreas; las abstracciones son más bien intentos de
representar cierto aspecto de la experiencia del paciente. Podría decirse que siempre que algo es
30
nombrado por el analista o el paciente, se convierte en una abstracción; antes de eso es simplemente una
experiencia sin nombre. Como lo expresa Friedman (2002 b): “La abstracción significa extraer un aspecto
de un algo concreto”, lo cual implica que todo el trabajo analítico puede considerarse como un intento de
combatir una u otra abstracción en el paciente.
(3) Brenner (1982) utiliza los términos derivado pulsional y deseo de forma intercambiable. “Un derivado
pulsional es un deseo de gratificación” (p. 26).
(4) Durante muchos años, Gray (1991) se refirió a este método como proceso de monitorización
detallada, pero al final prefirió el término proceso de atención detallada.
(5) Poco después, este precepto se había convertido en la definición referencial de la neutralidad analítica
para los psicólogos del yo (véase por ejemplo Gray, 1973, p. 478). Curiosamente, sin embargo, Anna
Freud no estaba discutiendo la neutralidad, ni siquiera aparece ese término en su monografía. Como ya
he señalado previamente (Smith, 1999):
Parecería que la psicología del yo, buscando una definición más precisa de un término introducido sin
rigor en la era tópica, adoptó la visión de Anna Freud de la atención del analista para aclarar un concepto
que ésta nunca pretendió. En otras palabras, un precepto sin nombre se injertó en un término sin una
definición, y entonces se convirtió en el criterio de oro. [p. 470]
(6) Notemos que muchos analistas europeos considerarían toda la relación de amor norteamericana con
el yo como un ejemplo de que hemos sido extraviados por la psicología del yo, y probablemente hallasen
pruebas de ello tanto en el trabajo de Brenner como en el de Gray. Su argumento podría ser que apelar a
lo que es observable conscientemente por parte del paciente favorece una especie de intelectualización,
y que el auténtico foco del analista necesita estar en los procesos inconscientes más profundos, que el
paciente no puede conocer y para aclarar los cuales necesita al analista.
(7) Para simplificar, me referiré a A. Kris como Kris en lo que queda de este artículo. Notemos que
previamente me he referido a Ernst Kris como E. Kris.
(8) Fonagy (2003), en su contribución a este número, llega a una conclusión similar mediante un camino
en cierto modo diferente.
(9)He discutido este esquema más ampliamente en la introducción a este número (Smith, 2003) y en
otros trabajos (Smith, 2001 b, en prensa).
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