Está en la página 1de 35

NÚMERO 015 2003

Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

Concepciones del conflicto en la teoría y la práctica


psicoanalíticas
Autor: Smith, Henry F.

Palabras clave

Conflicto, Bromberg, P., Tecnica, Teoria del conflicto.

"Conceptions of conflict in psychoanalytic theory and practice" fue publicado originariamente


en Psychoanalytic Quarterly, LXXII, p. 49-96. Copyright 2002 de Analytic Press, Inc. Traducido y
publicado con autorización de The Analytic Press, Inc.

Traducción: Marta González Baz


Supervisión: María Elena Boda

Existen muchas visiones diferentes del conflicto en el psicoanálisis contemporáneo,


cada una con sus implicaciones técnicas. Tras revisar los orígenes psicoanalíticos del
concepto de conflicto, el autor discute las diversas posiciones de cuatro teóricos
norteamericanos del conflicto, cada uno de los cuales ofrece una visión diferente de la
localización del conflicto tanto en la mente del paciente como en el material de la sesión
analítica. A continuación se examina el papel del conflicto en el trabajo de varios
psicoanalistas relacionales. Se propone una tentativa de enfoque hacia la integración.

Introducción

Hubo un tiempo en que el conflicto era universalmente reconocido como el foco


característico del psicoanálisis, cuya mejor expresión es probablemente la sucinta
definición de E. Kris (1947) del objeto del análisis como “la conducta humana
considerada como conflicto” (p. 6). Esto ya no es así.

Casi todas las escuelas psicoanalíticas contemporáneas se refieren al conflicto, pero


nunca del mismo modo. Algunos analistas, incluyendo algunos psicólogos del self, se
centran principalmente en los defectos, los déficits y las disociaciones –o “escisiones

1
verticales” (Kohut, 1971, p. 176)- considerando al conflicto como un logro evolutivo
posterior y, en ciertos casos, un foco posterior para el análisis. Algunos analistas,
incluyendo algunos europeos, trabajan con una concepción tópica del conflicto entre una
actividad represora y las ideas o afectos que esa actividad relega a un inconsciente
aislado. Algunos analistas, incluyendo algunos relacionales, se centran en
organizaciones conflictivas del self. Otros, incluyendo los analistas kleinianos, se centran
en el conflicto con los objetos internos. En cada uno de estos ejemplos, la localización
del conflicto que se examina y los componentes del conflicto son diferentes. No existe un
acuerdo sobre qué está en conflicto con qué.

Esto sucede tanto dentro de una misma escuela como entre una escuela y otra.
Comparemos el modo en que un analista como Arlow (1969) escucha los temas
subyacentes de la fantasía inconsciente mientras que otro, Gray (1986), por ejemplo,
utilizando un modelo de la mente similar, se centra en la superficie del trabajo en busca
de momentos de interferencia conflictual. Entre los dos enfoques existen diferencias
significativas en el foco de atención, la unidad clínica de atención y la naturaleza del
proceso inferencial y evidencial; en ambos, se observa el conflicto a diferentes niveles
de abstracción y generalización clínica.

Y existen otras complicaciones. Cada vez más hoy en día, vemos el conflicto
presentado de tal modo que parece que el foco del analista es el conflicto consciente, el
conflicto tal como lo experimenta el paciente, en cuyo caso el término conflicto es
meramente un sinónimo de ambivalencia consciente. Al igual que sucede con los
diferentes tipos de conflicto, examinados por diferentes escuelas de análisis, los
conflictos conscientes e inconscientes reflejan diferentes aspectos de la vida psíquica y
se describen en diferentes niveles de abstracción en las teorías que desarrollamos para
explicarlos.

Para seguir con esto un momento más, notemos que el conflicto consciente y el conflicto
inconsciente pueden detectarse sólo utilizando diferentes procesos inferenciales. Un
paciente puede expresar conflicto consciente, o experimentar un conflicto interno que es
claramente consciente, pero el conflicto inconsciente o intrapsíquico es una inferencia
teórica por parte del analista, basada en una metodología diferente. Esto es, cuando un
analista habla de conflicto intrapsíquico, como sucede en el conflicto inconsciente inferido
entre los deseos, las defensas y las tendencias autopunitivas de un paciente, los
procesos de obtención de datos, establecimiento de inferencias, formulación de hipótesis
y su puesta a prueba son diferentes de los que tienen lugar cuando un analista sostiene
que el “conflicto es siempre, y sólo, un estado subjetivo de la persona individual”
(Stolorow, Brandchaft y Atwood, 1987, p. 88). Tanto el significado de la palabra conflicto
como la metodología para comprenderlo son diferentes en cada uno de estos casos. No
es que ninguno de los variados significados de la palabra conflicto sea ilegítimo, sino que
en el clima actual tienden a mezclarse en un discurso común como si todos estuviéramos
hablando el mismo lenguaje, cuando de hecho los componentes del conflicto son a
menudo tan poco claros e inconstantes. Estos usos del conflicto crean confusión,

2
especialmente cuanto estamos intentando clasificar las convergencias y divergencias en
el mercado actual de los enfoques clínicos. El resultado es una especie de falsa discusión
en la cual las semejanzas y diferencias entre los enfoques pueden ser más aparentes
que reales.

Llegamos a esta confusión legítimamente, teniendo en cuenta las variadas


metodologías que se nos enseñan en nuestros institutos. Y podemos verla representada
en nuestra literatura. ¿Es el conflicto inconsciente sólo una invención de la mente del
analista, una observación modelada por la teoría del analista? Si no es así, ¿estamos
todos nosotros observando el conflicto intrapsíquico pero llamándolo con diferentes
nombres? ¿O estamos observando diferentes tipos de conflicto? ¿Pueden integrarse las
diferentes perspectivas del conflicto en un modelo común?

El discurso contemporáneo se ha vuelto incluso más caótico por el hecho de que la


palabra conflicto no sólo tiene diferentes significados, sino que también se usa con
diferentes propósitos. Como ya he sugerido antes, (Smith, 2001 b) hay muchas palabras
en nuestro vocabulario –se me vienen a la mente intrapsíquico e interpersonal- que,
como banderas patrióticas o apretones de manos secretos, están diseñados para, por
su mera mención, establecer linaje, demostrar lealtad y trazar un mapa del territorio. En
ocasiones la palabra conflicto se utiliza con propósitos de afiliación, para declarar la
lealtad del autor a la “teoría del conflicto”, soporte o no el material clínico tal posición: y
en ocasiones es utilizada con el propósito opuesto, para levantar una especie de fondo,
deliberadamente o no, en contra del cual el autor pueda definir una alternativa a la teoría
del conflicto.

Con estas observaciones en mente, me gustaría comenzar esbozando brevemente los


orígenes de la teoría del conflicto en los primeros escritos de Freud para pasar luego a
examinar cómo se utiliza el concepto de conflicto en el trabajo de varios teóricos
contemporáneos. Mi opinión es que el modo en que los analistas contemplan el conflicto
y dónde lo ubican tiene una profunda influencia en la técnica analítica. Me fijaré en
algunos ejemplos del grupo al que considero como teóricos del conflicto y, para
comparar, en algunos del grupo relacional. Finalmente, me preguntaré si las diferencias
pueden reconciliarse en un único modelo de trabajo.

Freud

El 21 de mayo de 1894, Freud (1887-1904) escribió a Fliess proponiéndole cuatro


categorías etiológicas de neurosis. Éstas eran: (1) degeneración, (2) senilidad, (3)
conflagración (1) y (4) conflicto. De las cuatro, sólo la última ha sobrevivido de forma
reconocible hoy en día. “El conflicto”, escribía Freud, “coincide con mi punto de vista de
la defensa; comprende los casos de neurosis adquiridas en personas que no son
anormales de forma hereditaria”. Y a continuación añadía: “Lo que se rechaza es la
sexualidad” (p. 75).

3
En diciembre de 1895, Freud ya distinguió dos tipos de neurosis: las ideas obsesivas,
basadas en “reproches” y la histeria, en cuya “raíz” “se halla siempre el conflicto” (p. 154).
Aquí vislumbramos el anuncio de lo que llegaría a ser el modelo estructural, en que las
condiciones obsesivas proporcionan una ventana hacia los componentes autocríticos del
conflicto y la histeria ilustra el conflicto entre las defensas y los deseos sexuales.
Anticipando complejidades posteriores, él también se refería a “ciertos hermosos casos
mixtos” (p. 154).

En mayo de 1896, Freud había añadido otro concepto con implicaciones para la
elaboración teórica posterior, cuando describió la conciencia como “determinada por un
compromiso entre los diferentes poderes psíquicos que entran en conflicto con un otro
cuando tiene lugar la represión” (p. 189, cursivas en el original).

Aunque él no utilizaba el término conflicto en su artículo fundamental “La neuropsicosis


de defensa” (1894), Freud esbozó varios aspectos del conflicto entre las fuerzas
represoras y el contenido reprimido. Aquí encontramos el conflicto entre una idea
incompatible y un yo imbuido con juicios morales y actividad defensiva, sirviendo esta
última tanto para separar una idea incompatible de su efecto asociado, como para
rechazar la idea y el afecto. Varios años más tarde, Freud (1900) describiría los conflictos
acerca de impulsos de deseo. Nótese que tanto éstos como otras variaciones sobre los
mismos (ver Rangell, 1963) son concepciones del conflicto intrapsíquico desarrollado
mucho antes de la teoría estructural. Desde un punto de vista tópico, tal conflicto podía
ubicarse en los puntos de censura entre el consciente y el preconsciente y entre el
preconsciente y el consciente.

Alrededor de 1900, la utilización por parte de Freud del término defensa había
desaparecido, siendo reemplazado durante un tiempo por el uso exclusivo del término
represión. Como señala Brenner (1982), durante este periodo Freud creía que la angustia
era “consecuencia de una falla de la represión, no el motivo de la represión” (Brenner,
1982, p. 6), como en su concepto posterior de angustia señal. No fue hasta 1926 que
Freud les otorgó a la angustia y al conflicto la función en la neurogénesis conceptualizada
en el modelo estructural, según el cual el conflicto se localizaba en la interacción entre
las tres agencias de la mente: el ello, el yo y el superyó, ahora expulsado de las funciones
anteriormente adscritas al yo. En este momento, el término defensa resurgió para incluir
un rango mucho más amplio de funciones del yo que la noción tópica de represión. La
teoría clínica de la defensa se elaboró más tarde en la monografía de Anna Freud de
1936 y, más adelante, en el modelo de la mente de Brenner (1982), en el que cualquier
aspecto del funcionamiento mental podría ser utilizado al servicio de la defensa.

Tópica y estructura

Los psicoanalistas franceses (p. ej. Green, 1999 a) designaron el cambio de la tópica
inicial a la visión estructural posterior del conflicto como un cambio del modelo de la
primera tópica al de la segunda, enfatizando así la continuidad desde las primeras
conceptualizaciones a las posteriores, que en su opinión forman un todo integrado, al

4
modo del diagrama esquemático que Freud (1933) hiciera del cerebro, según el cual las
tres agencias se superponen en los tres sistemas tópicos, Inconsciente, Preconsciente y
Consciente (p. 78). El contraste entre las terminologías utilizadas en Francia y en los
Estados Unidos pone de relieve ciertas diferencias teóricas que han modelado al análisis
del conflicto a lo largo de varios continentes.

En Norteamérica, bajo la influencia de la psicología del yo, se ha producido una clara


ruptura con el modelo antiguo y las técnicas asociadas con él. El reemplazo de la tópica
por el punto de vista estructural fue más claramente defendido por Arlow y Brenner
(1964) que sentían que el modelo anterior hacía que los analistas se extraviasen y que
los dos eran “incompatibles, es decir, contradictorios en aspectos importantes. Nuestra
opinión es que la teoría tópica y la estructural nunca pueden ser intercambiables ni operar
conjuntamente” (p. 55). En su descripción de la tarea del analista, podemos ver cómo la
hipótesis estructural ha modelado su escucha:

El analista está en posición de estudiar un registro dinámico del funcionamiento mental del
paciente. En este registro, el analista determina la contribución concreta realizada por cada
uno de los componentes de los conflictos del paciente. El deseo, el displacer, la defensa, los
imperativos morales y las consideraciones realistas se representan en grados variados. Las
intervenciones del analista sirven para aclararle al paciente el interjuego de estos
componentes variados, para indicar qué propósito tiene cada uno y para rastrear sus orígenes
hasta sus fuentes. [Arlow y Brenner, 1990, pp. 679-680].

Comparemos esto con el modo en que Green (1999 b) describe su escucha de las
comunicaciones del analizando:

Por una parte, intento percibir los conflictos internos que lo habitan y, por otra, lo considero
desde el punto de vista de algo dirigido, implícita o explícitamente, a mí. Los conflictos a los
que me refiero no incumben a los conflictos dinámicos concretos que emergerían en la
interpretación, sino más bien al modo en que el discurso a su vez se aproxima y se aleja de
un núcleo de significado, o de un grupo de estos núcleos de significado, que intentan irrumpir
en la conciencia. [p. 278]

Cuando Green habla de “núcleos de significado, que intentan irrumpir en la conciencia”,


está utilizando una metáfora tópica para describir la escucha del analista. El conflicto del
que habla reside justo bajo la superficie del material, en el campo de lo que Freud
denominó preconsciente. Como señala Green, sólo más tarde Freud se fijó en los
“conflictos dinámicos” del tipo que describen Arlow y Brenner. En la práctica, muchos
analistas, creo yo, prestan atención simultáneamente a ambos tipos de conflicto: a lo que
reside justo bajo la conciencia, incluyendo las interferencias que impiden su emergencia
a la conciencia, y a los conflictos dinámicos o estructurales que puede determinar esas
interferencias. Estas dos formas de escucha parecen coexistir de manera bastante
compatible a diferentes niveles de abstracción, en la medida en que las dos teorías de
las que se derivan no entran en competencia directa la una con la otra.

Entre la posición norteamericana y la continental existe una posición intermedia,


formulada por Anna Freud quien, si bien es instrumental al elaborar el análisis psicológico

5
de las defensas, sintió a lo largo de toda su vida que uno podía utilizar el modelo
estructural o el tópico en distintas ocasiones, según lo indicase la situación: “Debo decir
que en mis escritos nunca he hecho la clara distinción entre los dos que han hecho los
escritores recientes, sino que he utilizado uno u otro marco de referencia según me
conviniera” (Sandler con A. Freud, 1985, p. 31).

Mi opinión es que cada una de estas conceptualizaciones, el punto de vista meramente


estructural del conflicto, la incorporación del modelo tópico y estructural en uno solo y el
cambio de un modelo a otro dependiendo de la circunstancia, afectará a las demandas
técnicas que se hagan al analista y modelarán la técnica que éste desarrolle.

Ahora me gustaría fijarme en cuatro teóricos del conflicto norteamericanos


contemporáneos, todos los cuales han realizado contribuciones importantes al análisis
del conflicto: Charles Brenner, Dale Boesky, Paul Gray y Anton Kris. Argumentaré que
cada uno de ellos ha ampliado el modelo estructural de diferentes modos y que, aun
compartiendo un compromiso teórico fundamental, cada uno ofrece una visión diferente
de la localización del conflicto, tanto en la mente del paciente como en el material de la
sesión clínica, con las consiguientes implicaciones técnicas diferentes. A continuación,
examinaré la visión del conflicto en el trabajo de varios analistas relacionales.

Charles Brenner

En la alteración más radical de la hipótesis estructural en la teoría del conflicto, Brenner


(1994 a, 2002) ha eliminado todas las agencias de la mente. En lugar del ello, el yo y el
superyó, Brenner ve los componentes del conflicto como (a) deseos o derivados
pulsionales, (b) el displacer que provocan en forma tanto de ansiedad como de afecto
depresivo, (c) defensas y (d) miedo al castigo o a las tendencias autopunitivas; los cuatro
componentes de la formación de compromiso. Esto representa un cambio en la definición
y en la localización del conflicto, de las estructuras de la mente “más profundas”, más
abstractas, inferidas, a las observaciones más inmediatas y las inferencias menos
abstractas acerca de los esfuerzos del paciente por minimizar la ansiedad y el afecto
depresivo. Para Brenner, cualquier suceso mental es una formación de compromiso, con
contribuciones de cada uno de los cuatro componentes.

Esta visión de la ubicuidad de la formación de compromiso se deriva en parte del trabajo


de Waelder (1936) “El principio de la función múltiple”, en el que apunta que “todas las
acciones y fantasías individuales” tienen un aspecto o “fase” de ello, yo y superyó (p. 61).
Pero el concepto de la mente y el conflicto de Waelder era muy diferente del de Brenner,
incluso antes de que Brenner eliminase el concepto de yo. Escribiendo en respuesta a
“Inhibición, síntoma y angustia”, de Freud (1926), Waelder consideraba al yo como la
unidad “conductora principal” (p. 46) de la psique, a la cual se le presentaban demandas
desde cuatro fuentes: el ello, el superyó, la realidad externa y la compulsión a la
repetición. En lo que parecería ser una extensión del concepto de angustia señal,
Waelder sugería que el yo no se somete pasivamente a las demandas de cada una de
estas cuatro “agencias” (p. 46), sino que utiliza cada problema que se le presenta como

6
un desafío para vencer o asimilar la demanda y la agencia de la que deriva. Así, “el
principio de función múltiple” se refería a la opinión de Waelder de que todo acto psíquico
representa el intento del yo de negociar simultáneamente entre ocho tareas diferentes,
las cuatro que le asignan las otras agencias y las cuatro que él se asigna a sí mismo, y
en ese sentido todo acto psíquico tiene una “función múltiple”. Puesto que al yo le
resultaba imposible satisfacer por igual las ocho demandas, sugería Waelder, “está
demostrado que el carácter de cada acto psíquico es un compromiso” (p. 49); y añadía,
en una línea más filosófica: “Tal vez esto nos ofrezca una pista para la comprensión de
ese sentimiento de contradicción perpetua e insatisfacción que, aparte de la neurosis, es
común a todos los seres humanos” (p. 49).

Como señala Brenner (1982), a diferencia de su propia visión de la formación de


compromiso, Waelder no consideraba la función múltiple como consecuencia del
conflicto psíquico. La noción del yo como unidad conductora principal, negociando
demandas de ocho fuentes distintas, es una concepción distinta a la de considerar el
ello, el yo y el superyó en una interacción conflictiva perpetua, como lo hizo Brenner en
1982, e incluso difiere más del modelo más reciente de Brenner (1994 a, 2002) en el cual
el yo es reemplazado por la persona y las formaciones de compromiso se consideran
resultado del conflicto entre los deseos de esa persona, sus defensas y sus tendencias
autopunitivas en respuesta a un afecto displacentero.

Es importante recalcar que en la conceptualización de Brenner, el afecto displacentero


en forma de ansiedad o afecto depresivo desencadena el conflicto; no es el conflicto el
que causa el afecto displacentero. El conflicto del que habla Brenner es el conflicto entre
los componentes de una formación de compromiso determinada. Esta distinción se pasa
por alto muchas veces.

Normalmente, en el uso cotidiano, en lugar de la ansiedad como causa del conflicto,


pensamos en la ansiedad como resultado del conflicto, resultado tanto del conflicto
consciente como del fracaso de una defensa contra el conflicto inconsciente. Esta es la
posición intuitiva que Freud elaboró en primer lugar cuando pensaba que la ansiedad se
debía al fracaso de la represión. Nótese que la ansiedad en este caso es ansiedad
consciente, mientras que en la conceptualización posterior de Freud la angustia señal
que desencadena el conflicto inconsciente es a su vez inconsciente. Señalo esta
distinción para indicar lo lejos que demostraron estar del foco en el conflicto consciente
del paciente el modelo posterior de Freud y la elaboración que Brenner hizo del mismo,
aun cuando Freud también comenzara sus investigaciones con las manifestaciones del
conflicto y su conceptualización experimentadas conscientemente.

En cierto modo, la confusión sobre si la ansiedad es el resultado o la causa del conflicto


es inherente en el propio modelo estructural, como resulta evidente cuando
preguntamos: ¿Cuál es el origen hipotético de la angustia señal? Brenner (1982) señala
que la angustia señal y el afecto depresivo son dirigidos por los derivados de los impulsos
que exigen una gratificación o por el miedo al castigo. En otras palabras, el displacer se
origina en (y en ese sentido es resultado de) el conflicto entre los derivados de los

7
impulsos o las tendencias autopunitivas y lo que tradicionalmente se denominó el yo.
Durante muchos años, esto era lo que se quería decir con conflicto intrapsíquico, cuando
el concepto evolucionó de la noción original de Freud (1894) de conflicto entre una idea
incompatible y el yo. Pero en la modificación de Brenner es el siguiente paso, es decir,
la respuesta a un afecto displacentero en forma de estructura conflictiva convocaba una
formación de compromiso con sus componentes disputándose la atención- lo que
representa el conflicto que se analiza.

La modificación que Brenner hace del modelo estructural, aunque nos aleja aún más
de una atención más limitada al conflicto consciente, tiene el efecto de conceptualizar el
conflicto inconsciente en términos de los datos más observables de la sesión clínica. Es
más, al hablar de deseos o derivados pulsionales en lugar de pulsiones, Brenner está
dejando claro que estamos manejando los deseos específicos de cada persona
individual, no una abstracción generalizada denominada pulsión. Una de las dificultades
del enfoque antiguo era que tendía a implicar que los deseos estaban en una ubicación
(el ello), las defensas en otra (el yo) y los autocastigos en una tercera (el superyó), lo
cual dividía la atención del analista. Y también confundía a los pacientes. Yo recuerdo a
un hombre que vi en consulta que había pasado muchos años poco fructíferos con un
analista reconocido, que supuestamente le había dicho –y aquí el paciente se crecía con
orgullo- que tenía un “conflicto ello-superyó”.

Brenner (1986) describe el esfuerzo que hizo para disciplinar su escucha, incluso antes
del cambio más reciente en su modelo:

Yo sé que hace años tuve que tomar la decisión muy consciente de escuchar todo lo que el
paciente dijera como una formación de compromiso. Permanecer en esa decisión requirió un
esfuerzo continuo hasta que finalmente pasó a ser lo fácil y natural, en lugar de lo difícil y
antinatural. [p. 40]

El principio de que todo suceso mental es una formación de compromiso compuesta de


deseos, defensas y autocastigos, llevado en su justa medida, significa que todos los
deseos, maniobras defensivas y autocastigos son en sí mismos formaciones de
compromiso compuestas a su vez de los componentes individuales del conflicto. Tal
formulación sugiere una visión fundamentalmente alterada de la arquitectura de la mente,
una visión que podríamos comparar con los patrones interminablemente repetitivos,
conocidos como fractales, que hallamos en el mundo natural (Smith, 1998, 1999).
Mientras que esta estructura teórica aparentemente recurrente sin fin les parece penosa
a algunos críticos de Brenner (Boesky, 1994), desde un punto de vista técnico, el analista
está ahora inmerso en una especie de cascada de compromisos organizados de forma
conflictiva. Es seguro que el analista puede retroceder y focalizar en una formación de
compromiso por vez, pero no puede evitar la actividad conflictiva interminable de la
mente y sus componentes. Las modificaciones de Brenner, por tanto, aun eliminando la
terminología más abstracta y simplificando en ese sentido la teoría de la mente, hace
considerablemente más compleja la tarea del analista, puesto que éste ya no puede
apoyarse en la identificación del ello, yo o superyó funcionando en sus distintos dominios

8
o, lo que es lo mismo, en la identificación y el análisis de una defensa o un deseo sin
considerar sus componentes subsidiarios.

El modelo de Brenner ha sido criticado desde numerosos puntos de vista. Además del
argumento de que abre el camino a una regresión infinita del tipo que ya he descrito,
Boesky ha sugerido que si nos deshacemos de las agencias abstractas, nos quedamos
sin modo de hablar de ciertos aspectos del desarrollo:

Una de las ventajas de los términos ello, yo y superyó ha sido que nos ha permitido distinguir
artificial pero convenientemente estas organizaciones funcionales a los propósitos de la
discusión y la investigación del destino de cada uno de estos tres relevantes componentes
funcionales. [Boesky, 1994, p. 512]

La respuesta de Brenner es que lo que sacrificamos en conveniencia lo ganamos en


precisión, si pensamos en el desarrollo simplemente en términos del “principio de placer-
displacer, los componentes del conflicto y las formaciones de compromiso resultantes”
(Brenner, 1994 b, p. 526).

Goldberg (1999) ha sugerido que si todo es una formación de compromiso, el término


pierde todo su significado: “Una vez que dices que ‘todo lo es’, también tienes que decir
que ‘nada lo es’. Sólo podemos estudiar las diferencias” (p. 400). También se ha
argumentado que si consideramos al conflicto como ubicuo, componente de todo suceso
mental, el propio concepto de conflicto pierde toda especificidad (p. ej. Schmidt-Hellerau,
2001). De forma similar, Jacobs (2001, 2002) ha sugerido recientemente que mi posición
de que la contratransferencia, como formación de compromiso, siempre facilita e
interfiere simultáneamente con el trabajo analítico (Smith, 2000) es también confusa por
su falta de especificidad.

En mi opinión, decir que el conflicto es ubicuo, o que todo suceso mental es un


compromiso, o que toda contratransferencia facilita e interfiere simultáneamente, no es
necesariamente más confuso que decir que toda materia está construida de moléculas,
átomos y/o partículas subatómicas de diferente tamaño, forma, carga y función en
interacción las unas con las otras. Mi analogía no pretende imbuir al modelo de Brenner
de un sentimiento de estructura particular que éste no reivindica, sino más bien sugerir
que aquí estamos describiendo la arquitectura general de la mente, no las características
específicas de cada ejemplo de conflicto, compromiso o contratransferencia. Como
sucede con cualquier concepto general, los detalles de cada ejemplo específico son
esenciales: cómo un elemento de la tabla periódica es diferente de cualquier otro, cómo
un momento conflictivo o una experiencia de contratransferencia funciona de forma
distinta a cualquier otra. No obstante, sin un sentimiento subyacente de cómo opera la
mente en movimiento tendemos más fácilmente a basarnos en abstracciones reificadas
y a obviar la complejidad de los detalles que deberían constituir el foco del trabajo.

Existe un problema epistemológico que surge cuando consideramos que todos los
sucesos mentales son formaciones de compromiso. Si los conflictos del analista están
incorporados en toda actividad mental, incluyendo no sólo las observaciones que éste

9
hace del paciente, que constituyen la base para sus hipótesis, sino también cómo el
analista pone a prueba esas hipótesis, todo el proceso de formular hipótesis y ponerlas
a prueba se consideraría como una repetición interminable. En resumen, ¿cómo puede
uno saber nada de nada o lograr una adquisición “objetiva” sobre nada si toda
observación está totalmente teñida por los deseos, las defensas y los autocastigos del
analista, es decir por su subjetividad? Este problema, por supuesto, no se limita a las
conceptualizaciones de Brenner.

He sugerido anteriormente (Smith, 1999) que no existe una salida para este circuito
subjetivo, un hecho profundamente humillante que, creo yo, ha desempeñado su papel
en la modificación de sentimiento de privilegio del analista, la idea de que él/ella está en
posición ventajosa:

Desde un punto de vista intersubjetivo, intentamos abandonar nuestro solipsismo


reconociendo plenamente la perspectiva que el paciente tiene de nuestra actividad y
alcanzando luego algún acuerdo compartido. Desde un punto de vista más objetivista,
introducimos datos de lo externo, de nuestras observaciones del paciente, y ponemos esas
percepciones a prueba una y otra vez frente a percepciones posteriores para hacer
observaciones cada vez más fiables, incluso cuando esa puesta a prueba siga teñida por
nuestra subjetividad. [p. 473]

Muchos han sugerido, sin embargo, que no sólo no existe una objetividad absoluta, ni
siquiera existen grados relativos de objetividad (Smith, 1999). Lo que tales críticos no
tienen en cuenta, en mi opinión, es que, utilizando la teoría de Brenner como ejemplo,
decir que todo suceso mental es una formación de compromiso –o que es
“irreductiblemente subjetivo” como ha propuesto Renik (1993)- no quiere decir, como he
señalado más arriba, que todas las formaciones de compromiso sean la misma, o tengan
en cuenta consideraciones de la realidad externa del mismo modo, o tengan la misma
apreciación del mundo. Como lo expresa Friedman (2002 a):

Creer que dos más dos es igual a cuatro me hace sentir una persona justa, racional, en lugar
del hermano ávido que sé que soy, pero es un modo diferente de hacerme sentir justo y
racional que el arrojar bombas a los plutócratas. Se deduce que podemos ser más o menos
racionales y respetar la realidad en un grado mayor o menor.

Esta combinación de ubicuidad y singularidad invade las críticas sobre otra cuestión, a
saber, que la teoría de Brenner no es una teoría de psicopatología. Para citar a Brenner
(1982): “No existe una frontera clara que separe lo que es normal de lo que es patológico
en la vida psíquica” (p. 150). La distinción entre formaciones de compromiso normales y
patológicas, sostiene Brenner, se basa en el grado de dolor e inhibición que sufre el
individuo: el factor cuantitativo en el que Freud se apoyaba tan a menudo. La línea
divisoria es subjetiva y “arbitraria” (Brenner, 1982, p. 150).

En alguna otra parte (Smith, 1995) he sugerido que existe una contradicción sutil en la
argumentación de Brenner cuando propone que la meta del análisis es alcanzar “una
alteración que tenga como resultado una formación de compromiso normal en lugar de
la patológica que estaba presente con anterioridad” (Brenner, 1994 a, p. 479). La noción

10
de reemplazar una cosa con otra tiene una historia evolutiva en la teoría de la acción
terapéutica que comienza con el concepto de hacer consciente lo inconsciente y continúa
con la idea de “donde estaba el ello, estará el yo” (Freud, 1933, p. 89), otro concepto de
“reemplazo” del que Brenner ha dicho que es confuso. En este caso, puesto que ya nos
ha convencido de que no hay nada que distinga las formaciones de compromiso
normales de las patológicas, excepto lo bien que funcionen, es igualmente confuso, creo
yo, pensar en las formaciones de compromiso como entidades que puede ser
reemplazadas en lugar de modificadas. Esta es claramente la pretensión del principal
argumento de Brenner. Si las formaciones de compromiso existen en un continuo sin
diferencia dinámica entre lo que es normal y lo que es patológico, parece que podríamos
prescindir de los términos formación de compromiso normal y formación de compromiso
patológica, puesto que no cuadran lo suficientemente bien con los datos clínicos como
para calificarlas de entidades separadas y no cuadran con la realidad de que el análisis
de los propios conflictos y formaciones de compromiso nunca está completo, ni para el
paciente ni para el analista. La teoría contemporánea del conflicto, tal como la elabora
Brenner, es en realidad una teoría de la mente y de la técnica, no una teoría de la
psicopatología.

Notemos, no obstante, que esto es igual de cierto para cualquier otro enfoque clínico
contemporáneo. A diferencia de la importancia de la visión anterior de que un recuerdo
particular o una fantasía inconsciente específica podía considerarse patológica o
patogénica en sí misma (hasta que fuera, como un cuerpo extraño, erradicada y resuelta
mediante el análisis), siempre que examinemos pruebas clínicas en el análisis
contemporáneo, tenemos muy pocas teorías de psicopatología, o para el caso, de
patogénesis, que distingan lo normal de lo patológico sobre una base cualitativa. Si las
rupturas empáticas y las malas sintonizaciones son los datos en que nos fijamos, los
encontramos en todos los análisis y en todas las historias evolutivas; o si los marcadores
evolutivos que examinamos en las historias de nuestros pacientes y las lentes clínicas a
través de las que vemos nuestras asociaciones son las identificaciones proyectivas o los
cambios de la posición esquizoparanoide a la posición depresiva, una vez más, éstas
son ubicuas. Como sucede con la formación de compromiso, la línea entre lo normal y
lo patológico en cada uno de estos enfoques es un juicio arbitrario y subjetivo. A cada
momento, nuestros enfoques clínicos y los datos que arrojan silencian nuestras teorías
de psicopatología o las reducen a consideraciones cuantitativas.

Volviendo a Brenner, no hay, por supuesto, razón por la que no se pueda retroceder y
echar un vistazo más amplio a la historia y el desarrollo del paciente basándose en el
modo en que las formaciones de compromiso se han desarrollado y han cambiado a lo
largo del tiempo, pero analizar los componentes de una formación de compromiso
determinada o de un momento conflictual concreto es, desde un punto de vista técnico,
relativamente contrario a la historia y al desarrollo. Esta es la consecuencia técnica de la
posición de Brenner. Sin un modo objetivo de determinar lo que es patológico y lo que
no, se favorece que el analista siga analizando los componentes individuales de cada
formación de compromiso y que deje que el análisis siga su curso.

11
Dale Boesky

Boesky ha seguido en lo principal las opiniones de Brenner en materia de conflicto,


aunque introduciendo varios esclarecimientos y modificaciones propias. En una
presentación reciente, por ejemplo, Boesky (2000) sostiene, satisfactoriamente en mi
opinión, que es engañoso equiparar el término intrapsíquico con un punto de vista
unipersonal y el término interpersonal con un punto de vista bipersonal: “Es posible
describir tanto los sucesos unipersonales como los bipersonales en un marco de
referencia intrapsíquico o interpersonal”.

Boesky define el dominio intrapsíquico de forma operacional. Defendiendo una lectura


especialmente cercana de las asociaciones del paciente, dice: “Es este uso de las
asociaciones del paciente el que tengo en mente cuando me refiero al dominio
intrapsíquico” (2000). Aquí el dominio intrapsíquico no se define como un lugar para la
experiencia interna ni una condición para la misma, sino más bien como un aspecto de
la metodología del analista, de su “uso de las asociaciones del paciente”. El uso al que
Boesky se refiere fue quizá mejor esclarecido por Arlow (1979), cuando recomendaba
prestar atención en las asociaciones del paciente al contexto, la contigüidad, la forma, la
secuencia y la repetición y convergencia de temas, incluyendo la repetición de
semejanzas y opuestos.

Boesky (2000) describe la observación del conflicto inconsciente en dos niveles


diferentes de abstracción (2). Aunque conserva un lugar en su teoría para la interacción
del ello, el yo y el superyó como componentes de la formación de compromiso, Boesky
sugiere que lo que “encontramos clínicamente son conflictos entre deseos… p. ej. el
deseo de ser asertivo y el deseo de ser modesto”. Esta observación reconcilia un
problema conceptual. Como Boesky nos recuerda, en los años anteriores se decía que
el conflicto se originaba en la oposición entre el yo y el ello y “hablar del ello deseando
algo era una imposibilidad lógica puesto que el ello carecía de contenidos mentales”.
(Véase también Schur, 1966). Incluso hablar de un conflicto entre el yo y un deseo o
derivado pulsional, como hizo Brenner en 1982, presentaba un problema conceptual,
puesto que el yo está localizado en un nivel de abstracción y los deseos o derivados
pulsionales están en otro. Cuando Brenner eliminó la noción reificada de un yo, junto con
las otras agencias abstractas de la mente, se resolvió el problema de niveles mixtos de
abstracción. Boesky, por otra parte, resuelve la dificultad cambiando el locus del conflicto
a deseos en competición en su escucha clínica, aunque conserva los conceptos de yo,
ello y superyó en su teorización.

Al hacer este cambio a los deseos en conflicto, Boesky ya avanza otra tendencia en el
psicoanálisis contemporáneo, como lo hizo Brenner con anterioridad, hacia la agencia
más activa del paciente y más cercana a la experiencia. El lenguaje de los deseos en
conflicto se siente más próximo a la experiencia subjetiva del paciente que los
componentes de la formación de compromiso. Boesky no está solo en la defensa de este
cambio. También la escuchamos en el trabajo de Renik (2000) que, pese a toda la
atención postmoderna que ha cosechado, sigue firmemente basado en la teoría

12
contemporánea del conflicto. Me gustaría sugerir que, independientemente de lo eficaz
que sea esta herramienta clínica, al localizar nuestra escucha en el campo de los deseos
en conflicto, Boesky tiende a cambiar nuestra comprensión no sólo de la técnica del
analista sino de la naturaleza del conflicto que está analizando. Permitan que intente
explicarme.

Brenner apuntaba en La mente en conflicto (1982) que “independientemente de lo


dispares que sean sus objetivos, los deseos que se originan en las pulsiones pueden ser
gratificados sucesiva o incluso simultáneamente sin conflicto” (p. 33). La única excepción
se produce cuando un derivado pulsional (o deseo(3)) se está defendiendo de otro. Al
focalizar en los deseos en conflicto, entonces, parecería que Boesky (2000) está
desplazando el foco de la investigación a la actividad defensiva de la mente. Podemos
verlo en el ejemplo que ofrece, “el deseo de ser asertivo y el deseo de ser modesto”, que
traduce el componente defensivo de la modestia en forma de deseo. Si con ello traduce
una maniobra defensiva inconsciente en un deseo consciente o preconsciente, puede
atraer el sentimiento de agencia del paciente y cambiar la búsqueda a un punto más
cercano a la experiencia consciente del paciente que la cascada de formaciones de
compromiso que se acumulan tras la experiencia de deseo de éste.

Para concordar con este enfoque, el analista tendría que traducir todos los
componentes del conflicto en componentes de deseo –tarea no demasiado difícil-
enmarcando también como deseos no sólo los componentes defensivos de la formación
de compromiso, sino también los autopunitivos. Mientras que “el deseo de ser modesto”
es un ejemplo de los primeros, el deseo de aliviar la culpa, o más directamente, de sufrir
variadas formas de dolor e inhibición, sería un ejemplo de estos últimos. Es más, como
ya he señalado, si fuéramos a deconstruir cualquier deseo individual, veríamos que cada
uno es una formación de compromiso en sí mismo: el deseo de ser modesto, por ejemplo,
no sólo deriva de las satisfacciones defensivas de la evitación del castigo por la
asertividad, sino también del deseo de placer proporcionado por las gratificaciones más
pasivas y masoquistas (autopunitivas). Con ello, estaríamos comparando
inevitablemente deseos de diferentes tipos: deseos inconscientes, por ejemplo, entrando
en conflicto con otros más conscientes.

Focalizar en el nivel de deseos en competición, por tanto, alienta al analista a trabajar


en lo que antes se designaba tópicamente como la zona preconsciente o, como lo
expresa Gardner (1983), “al borde de la conciencia” (p. 14), y tiende a alejarlo de la
cascada de componentes conflictivos que se encuentran en el modelo de Brenner. Pero,
si hay algún beneficio técnico en la inmediatez, ¿hay también una pérdida? Al focalizar
más deliberadamente sobre los deseos en competición, ¿tiene menos probabilidades el
analista de extraer todos los datos del material inconsciente que hay detrás de todo
compromiso, minimizando así lo que Poland (1992) ha descrito como esencial: “aspirar
a lo profundo” (p. 391)?

Digo esto sabiendo que, en cierto modo, me estoy ocupando de nimiedades. Dudo que
Boesky esté pensando sólo en deseos en conflicto mientras analiza. La mente del

13
analista es un agente demasiado incansable y activo como para eso, escuchando
constantemente a diferentes niveles de abstracción, focalizando ahora en el paciente,
ahora en el analista, ahora en los deseos en conflicto, ahora en los elementos
individuales de cada compromiso. (Por esta razón, la mezcla de niveles de abstracción
no puede ser tan confusa en el momento clínico como lo es en la reflexión teórica
posterior). Podemos pensar que la concepción de la cascada de formaciones de
compromiso y sus componentes individuales se adapta mejor a la fase de recolección de
datos, esa fase de inmersión en el material manifiesto del paciente que produce
información desde muchas fuentes. Enmarcar el conflicto en términos de deseos en
conflicto, por otra parte, puede encajar mejor con el estadio interpretativo, en el que
podría ser útil conseguir la cooperación voluntaria del paciente en la tarea analítica, al
mismo tiempo que se corre el riesgo de estimular una resistencia renovada atribuyéndole
a un paciente una responsabilidad que no puede aceptar.

Siempre existe un problema a la hora de hacer coincidir cómo pensamos teóricamente


con lo que encontramos clínicamente. A este respecto, enfatizaría de nuevo que la
noción de una única formación de compromiso es sólo una entidad teórica, una especie
de partícula primaria que no puede hallarse clínicamente, excepto como una hipótesis
en la mente del analista. Pero puede haber valor terapéutico en intentar aislar
momentáneamente una única formación de compromiso, en términos de Brenner, o un
único par de deseos, en términos de Boesky, como lo hay en identificar la expresión
reiterada de una única fantasía inconsciente, como podría hacer Arlow, en la medida en
que seamos conscientes de que todas éstas son construcciones artificiales que aparecen
como entidades aisladas sólo en la mente del analista, no en la vida del paciente. Yo
añadiría que uno de los valores de mantener un foco en el conflicto y el compromiso es
que permite una flexibilidad considerable para que el analista pueda cambiar las lentes
focales, como yo estoy haciendo aquí, recogiendo datos en muchos niveles de detalle
diferentes, oscilando por tanto entre muchas “jerarquías de atención” (como lo expresa
Boesky [2000]) para incluir tantos datos observacionales como sea posible dentro del
foco predominante.

Paul Gray

Como indico en la introducción a este número (Smith, 2003), si nos preguntamos dónde
“se sitúa (o se esconde) [la teoría] dentro de la mente” (Friedman, 1988, p. 9), para
muchos analistas parece hacerlo cerca del fondo, o en un lateral, siendo una guía pero
sin ser insistente. Gray, por otra parte, ha desplazado la teoría del conflicto y el
compromiso a la vanguardia de la mente del analista, donde la noción de interferencia
conflictiva con la expresión de derivados pulsionales se convierte en una especie de filtro
a través del que observa las asociaciones del paciente.

Gray (1973, 1982, 1986) enseña una aproximación a la escucha analítica que presta
“atención detallada” (4)(1996, p. 88) a la superficie de las asociaciones del paciente y, por
tanto, a la actividad psíquica dentro de la sesión. Apoya la recomendación de Anna Freud
(1936) de que bajo ciertas circunstancias, el analista debería “cambiar el foco de

14
atención… del ello al yo” (pp. 19-20). Siguiendo las observaciones de E. Kris (1938) y
Sterba (1953, Gray (1982) elabora esta recomendación en un modo diferente de
escucha, sugiriendo que la atención constantemente vigilante siempre se adaptaba
mejor a escuchar la llamada seductora del ello, y “ya no es suficiente para satisfacer los
requerimientos técnicos de la observación de las actividades silenciosas del yo” (Sterba,
1953, p. 18), cuya actividad defensiva sólo podemos “reconstruir… en retrospectiva” (A.
Freud, 1936, p. 8), requiriendo así un foco más reflexivo.

A pesar de los refrendos de E. Kris, Sterba y Gray, no es evidente, a partir de una


lectura atenta de su texto, que Anna Freud quisiera sugerir una forma totalmente
diferente de escucha analítica ni, ciertamente, iniciar una revolución tan completa como
la que Gray insinúa. Su intención era más modesta, es decir, que al analizar lo que ella
denominaba la “transferencia de la defensa”, como opuesta a la “transferencia de los
impulsos del ello”, el analista debería “cambiar el foco de atención en el análisis,
desplazándolo en primer lugar del instinto al mecanismo específico de defensa, esto es,
del ello al yo” (A. Freud, 1936, pp. 18-20). Esto tiene que ver con su conocida
recomendación de que el analista dirija

… su atención de forma equitativa y objetiva a los elementos inconscientes en las tres


instituciones. Por decirlo de otro modo, que cuando emprenda el trabajo de aclaración se
posicione en un punto equidistante del ello, del yo y del superyó. (5)[A. Freud, 1936, p. 28]

Al igual que uno podría estudiar los cambios en la superficie del agua como señales de
actividad sumergida (Levy e Inderbitzin, 1990, p. 374), Gray formula el “proceso de
atención detallada” como un modo de examinar la superficie psíquica en busca de
pruebas de actividad del yo subyacente. Compara su metodología con “clasificar
manzanas” (Gray, 1991). Por la cinta transportadora de las asociaciones del paciente
viene un derivado pulsional tras otro, hasta que hay un momento de interferencia
conflictual sobre el cual el analista puede llamar la atención del paciente.

Si bien Gray (1986) deja claro que está interesado en una “superficie óptima para las
intervenciones interpretativas” (p. 253) notemos que al focalizar en la superficie, toma
prestada una metáfora tópica de la mente. Desde un punto de vista conceptual, la
superficie se vuelve transparente, y a través de ella él puede observar o inferir la
estructura y actividad más profundas de la psique, de forma no muy diferente a ciertas
descripciones kleinianas del proceso analítico, en las que las estructuras
metapsicológicas profundas parecen surgir a través de la superficie transparente del
material clínico. Me apresuro a enfatizar que el precepto técnico de Gray es precisamente
lo contrario de lo que esta analogía podría implicar, puesto que él aspira a quedarse con
lo más inmediatamente demostrable para el paciente.

Si bien inicialmente de acuerdo con Brenner en la naturaleza fundamental del conflicto


entendido según lo que era entonces la visión estándar del modelo estructural, los
caminos de Gray y de Brenner se han alejado con los años. Como vimos con Boesky y
veremos con A. Kris, el foco de Gray en un uso metodológico de las asociaciones del

15
paciente y en una teoría redefinida de la técnica lo lleva a una visión bastante diferente
de la arquitectura manifiesta del conflicto, incluyendo qué observamos y dónde lo
observamos.

Mientras que Brenner consideraba cada momento como una formación de compromiso
con aportaciones de todos los componentes del conflicto, incluyendo en todas las
ocasiones una mezcla de deseos eróticos y agresivos, Gray (2000), de nuevo junto a los
analistas kleinianos, otorga un mayor énfasis a los derivados pulsionales agresivos,
especialmente con respecto al análisis del superyó. Es más, puesto que está buscando
esos momentos de interferencia conflictual con la expresión de derivados pulsionales, él
enfatiza, por definición, los componentes defensivos de la formación de compromiso,
llegando así a una posición similar a la de Boesky mediante una ruta técnica y conceptual
diferente. En claro contraste con Boesky, sin embargo, Gray sostiene que su enfoque
hace innecesario que el analista rastree sus propias asociaciones o que siga a la
contratransferencia en el trabajo momento a momento.

Comparado con Boesky o con Brenner, existe una diferencia espacial en la visión que
Gray tiene del conflicto. El conflicto se despliega en la cinta transportadora que él tiene
en frente, no en las profundidades de la mente del paciente. No es que esos
determinantes más profundos del conflicto no existan para Gray sino que, al igual que
los detalles de la transferencia, no necesitan ser destacados en el momento clínico. Para
Gray, esto disminuye el alcance de los saltos inferenciales del analista, así como la
tendencia a penetrar las defensas previas del paciente. Es más probable que las
interpretaciones permanezcan cerca de la superficie accesible para el paciente, “en el
vecindario”, como lo ha dicho Busch (1992).

En resumen, podríamos decir que Gray, Boesky y Brenner están de acuerdo en su


esfuerzo por enfocar al paciente en términos de lo que es inmediatamente observable.
En lo que difieren es en su metodología, incluyendo la naturaleza y ubicación del conflicto
que observan (y por consiguiente de lo que consideran que son datos observables) y en
la naturaleza del proceso inferencial y evidenciador que cada uno emplea.

El contraste entre Gray y Brenner puede destacarse aún más examinando sus
objeciones al concepto de la atención constantemente vigilante. Citando las
innovaciones en la monografía de Anna Freud de 1936, Gray observa que el proceso de
atención detallada está en oposición directa a la atención constantemente vigilante, y es
una técnica que enseña explícitamente, no sólo a los analistas sino también a los
pacientes. Brenner (2000) también cita la monografía de Anna Freud en su propia crítica
de la atención constantemente vigilante, pero sostiene que esa posición que ella
propugnaba, más que una innovación era también la posición de su padre en ese
momento. Más concretamente, Brenner no enfatiza el llamamiento de Anna Freud a la
atención focalizada, sino más bien su descripción de la postura “equidistante” del analista
que he citado anteriormente.

16
Brenner sugiere que en la declaración de Freud de 1925 sobre la escucha del analista,
él también estaba empezando a descartar la atención constantemente vigilante en favor
de la escucha al “interjuego entre el deseo y la defensa” (Brenner, 2000, p. 547). Así,
Freud (1925) escribió:

Si la resistencia es leve, él [el analista] será capaz de inferir, a partir de las alusiones del
paciente, el material inconsciente; o si la resistencia es más fuerte, será capaz de reconocer
su carácter a partir de las asociaciones según éstas parezcan más lejanas a la tópica que se
tiene entre manos y se la explicará al paciente. [p. 41]

Si bien tanto Gray como Brenner estaban, creo yo, de acuerdo con este comentario,
podían efectuar los procesos inferencial y explicativo resultantes de modo muy diferente.
Notemos que Freud está hablando de dos procesos inferenciales diferentes en las dos
partes de esta afirmación. Mientras que inferir los determinantes inconscientes de una
resistencia a partir de las “alusiones” del paciente parece adaptarse bien al enfoque de
Brenner, llamar la atención del paciente sobre un cambio de la “tópica que se tiene entre
manos” parecería ser una caracterización adecuada del modo principal de Gray.

También podemos mencionar de pasada el contraste entre las posiciones de Gray y


Brenner acerca de la atención constantemente vigilante y las posiciones de otros teóricos
del conflicto, que siguen considerándola como un recurso válido. Estoy pensando en la
visión de Arlow (1979) de las posiblidades ilimitadas de las asociaciones del analista en
la génesis de una interpretación, o en la descripción de Gardner (1983) de su propia
mente en el trabajo. Si bien es respetuoso con la visión de Gray de la observación
focalizada de la interferencia conflictiva en la superficie asociativa, Gardner (1991)
demuestra que la “atención libre”, como él lo expresa (p. 865), incluyendo el cambio de
sus propias imágenes visuales, le lleva frecuentemente a representaciones útiles de las
actividades defensivas del paciente.

Tras la diferencia en los enfoques metodológicos de Gray y de Brenner sobre el


conflicto, subyace un desacuerdo básico sobre la teoría de la mente. Durante numerosos
años, Brenner ha sostenido que el concepto de la esfera del yo libre de conflictos
(Hartmann, 1964, p. x) es un concepto engañoso, argumentando que, en lo que podemos
afirmar a partir de los datos analíticos, no existe actividad mental de ningún tipo sin
conflicto, ni ninguna región especial de la mente que se halle libre de conflicto. En parte
es por esta razón por lo que Brenner se desvinculó de las tres agencias de la mente,
porque éstas implicaban que el yo, o una parte del yo, era un observador sin conflictos
de la actividad mental.

Pero esta opinión está en el corazón mismo de la posición analítica de Gray, como
podemos observar en el título de su artículo de 1973 “Técnica psicoanalítica y la
capacidad del yo para observar la actividad intrapsíquica”. En una extensión de la
descripción que hace Sterba (1934) de la disociación en el yo, el argumento de Gray se
apoya en la capacidad del yo para permanecer fuera de la esfera conflictual, capacitando
al analista para formar una alianza con el aspecto no conflicto del yo del paciente, para
“poner de su lado a esa parte del yo” (Sterba, [1934, p. 121]), y enseñar así al paciente
17
las técnicas autoanalíticas. Brenner (1979), por otra parte, encuentra que tanto la alianza
terapéutica como el propio autoanálisis son conceptos equívocos.

Gray no está solo al confiar en aspectos de la experiencia psíquica libres de conflicto.


Podemos encontrar ideas similares en la teoría del apego, por ejemplo, en el concepto
de “apegos seguros” y en la verosimilitud de las percepciones del infante sobre el que se
fundamenta ese concepto. Aun allí, no obstante, la noción de observador verídico parece
erosionarse, en tanto que los teóricos del apego comienzan a considerar las variaciones
individuales en el modo en que los infantes procesan los datos externos, sugiriendo así
que la realidad puede registrarse de forma diferente –y ser por tanto alterada en cierto
sentido- por cada individuo, comenzando en los primeros momentos del desarrollo del
yo (Erreich, 2000; Smith, 2001 a).

Desde un punto de vista técnico, las diferencias en las conceptualizaciones de Gray y


de Brenner parecerían implicar diferencias fundamentales en el contenido y el proceso
de lo que se analiza. Si la visión de Brenner de la formación de compromiso motiva a los
analistas a dirigir su atención a los variados componentes del conflicto y a elegir el punto
de entrada que ellos imaginan será más fructífero y accesible, el foco de Gray sobre el
yo como el “centro de la técnica clínica”, en palabras de Busch (1995), parecería motivar
a un rango más limitado de intervenciones con la mirada del analista firmemente fija en
la capacidad del yo para la observación y las funciones defensivas que éste inicia.
Debemos, sin embargo, calificar cualquier inferencia de este tipo. Si bien es cierto que
los dos enfoques teóricos cambian la atención del analista de modos diferentes, sería
tan difícil argumentar que Gray ignora los otros componentes del conflicto como lo sería
insistir en que Brenner no consigue explicar la actividad defensiva, o lo que sería más
accesible para el paciente, cuando enmarca una intervención (6). En última instancia, el
modo en que un analista utiliza su teoría es tan crítico y tan idiosincrásico que
proporciona otro argumento más para una visión de la teoría y la práctica emparejadas
más libremente, como discutiré más adelante.

Anton Kris

En una serie de artículos que esbozan una metodología focalizada en favorecer la


libertad del paciente para hacer asociaciones mediante un análisis, A. Kris (7) (1982,
1984, 1988) distingue “dos patrones diferentes de conflicto” (1985, p. 537), a los que él
llama “convergente” y “divergente” según su manifestación en el material del paciente.
Nótese que mientras que Boesky define operacionalmente el dominio intrapsíquico como
un enfoque concreto a las asociaciones libres del paciente y Gray esboza el conflicto en
términos de la superficie manifiesta de las asociaciones del paciente, Kris define el
conflicto en términos tanto de manifestación como operacionales: cómo aparecen las dos
formas de conflicto en las asociaciones del paciente, dado el uso concreto que el analista
hace del método de la asociación libre. Así, vemos una vez más que conceptos teóricos
tales como conflicto e intrapsíquico, definidos anteriormente de forma bastante limitada
con referencia al “interior” de la mente y a sus contenidos inferidos, en el trabajo
contemporáneo se definen frecuentemente de forma operacional en términos del

18
enfoque metodológico del analista a lo que es observable en la superficie del material. A
partir de esto, parecería no sólo que la teoría influye en la observación, sino también que
las variaciones en la técnica alteran los hitos y las definiciones de la teoría.

Kris (1985) considera el conflicto convergente como la forma tradicional de lo que él


denomina “conflictos de la defensa” (p. 537), en los cuales la expresión de un impulso es
combatida directamente por el yo. Aquí él conserva la antigua conceptualización de
conflicto entre un impulso y el yo con sus variados niveles de abstracción. Esta visión
tiende a reducir la naturaleza del conflicto convergente a una oposición puramente
diádica, que Kris compara a un “partido de fútbol” (p. 538) en oposición a la matriz más
compleja de deseos, defensas, prohibiciones y afecto doloroso que aparecía en la visión
de Brenner de la formación de compromiso.

El patrón divergente, por otra parte, se refiere a “conflictos de ambivalencia” (p. 537),
en los que los componentes están emparejados con sus opuestos, tales como amor y
odio, reconocido en (pero no limitado a) las asociaciones del adolescente que alterna
típicamente entre “actividad y pasividad, sexualidad homosexual y heterosexual,
pregenital y genital, objetos viejos y nuevos, independencia y dependencia, autonomía y
pérdida del self, autocontrol y disipación, altruismo y egoísmo, espontaneidad y
regulación, mente y cuerpo, fantasía y realidad” (pp. 539-540). En los conflictos
divergentes o ambivalentes, cada uno de estos pares antitéticos “pueden en ocasiones
estar sujetos a un sentimiento consciente o inconsciente de o uno u otro” (p. 540), dado
que cada uno de los polos se aleja del otro en un “juego de tira y afloja” (p. 538). Nótese
aquí que la lista que Kris ofrece de conflictos divergentes incluye ítems emparejados de
casi todos los niveles concebibles de generalización teórica, de los más específicos (p.
ej. homosexual y heterosexual) a categorías tan amplias como fantasía y realidad o
mente y cuerpo.

Reconocer el conflicto divergente, sugiere Kris, favorece que el analista permita al


paciente resolver dicho conflicto más gradualmente mediante un tipo determinando de
proceso de duelo; es decir, el descubrimiento de que, al igual que en el duelo por la
pérdida de una persona, uno puede conservar uno de los polos del conflicto en la
fantasía, si no en la realidad. Al considerar a los pacientes narcisistas y borderline, Kris
sostiene que Kohut no habría necesitado renunciar a la noción de conflicto en la medida
en que lo hizo, si hubiera reconocido la importancia del conflicto divergente. Kris sugiere
también que si el conflicto divergente no se reconoce en la teoría contemporánea del
conflicto, los analistas traducirán todo conflicto en conflicto convergente y, en una
especie de reduccionismo metodológico, forzarán la clausura prematura mediante la
suposición de que uno de los polos es simplemente una defensa frente al otro. Así, Kris
no sólo comienza con una posición técnica –un uso determinado de las asociaciones del
paciente- sino que también utiliza su visión del conflicto para subrayar una importante
recomendación técnica.

En comparación con los desacuerdos implícitos de Boesky con Brenner sobre la


naturaleza de los deseos en conflicto, los desacuerdos de Kris son más explícitos. Como

19
ya he señalado, en opinión de Brenner (1982), los derivados pulsionales nunca están en
conflicto sino que siempre pueden ser gratificados secuencial o simultáneamente con
una excepción, esto es cuando un deseo se utiliza para defenderse de otro, como sucede
en el ejemplo de la formación reactiva, en el que los deseos amorosos pueden ser
defensivos frente a los deseos asesinos. La esencia del “conflicto de ambivalencia”,
como lo denomina Brenner, es que “los deseos amorosos no son simplemente
gratificantes como tales. También sirven como defensa frente a los derivados pulsionales
crueles y vengativos y viceversa” (p. 34).

Si bien no se enfrenta a Brenner directamente, Kris (1984) se siente ofendido por esta
opinión:

Intentaré demostrar que no es necesario -y que de hecho es incorrecto- suponer que la


tensión entre estos pares antitéticos deriva sólo de la represión de uno de ellos al servicio del
otro. Esto es, los conflictos de defensa no explican por sí solos la tensión, sino los conflictos
de ambivalencia en conjunción con los conflictos de defensa. [p. 219].

Al decir esto, Kris sitúa los conflictos de ambivalencia en el mismo campo de juego que
los conflictos de defensa, como si los conflictos entre los conflictos convergentes y
divergentes estuvieran realmente en un mismo nivel de abstracción. Pero ¿es esto así?

Nótese aquí que Kris parece estar utilizando las palabras divergente y ambivalente de
forma intercambiable, en cuyo caso conflicto divergente se convierte simplemente en otro
término para la ambivalencia en sí misma, en su sentido más amplio, en la cual el
individuo es atraído por dos objetivos opuestos, como en los movimientos del
adolescente hacia la independencia al mismo tiempo que siente temor por cortar los
lazos parentales. Kris (1984) cuestiona esto: “Diré de una vez por todas que la expresión
conflictos de ambivalencia cubre un territorio mucho más amplio que… el término
ambivalencia” y define exhaustivamente la ambivalencia como “afecto y hostilidad
dirigidos hacia el mismo objeto” (p. 215, cursivas en el original; idéntica frase en 1985, p.
539). Independientemente de si pensamos en ellos como una prueba de ambivalencia o
de conflicto divergente, no obstante, los objetivos en conflicto, como la independencia y
la dependencia o la espontaneidad y la regulación, no están en el mismo nivel de
generalización que los conflictos entre deseos, defensas y autocastigos con los que Kris
los compara en su esquema teórico. A diferencia del esfuerzo de Boesky por mantener
niveles de abstracción definidos, Kris parece suponer que estos diferentes órdenes de
conflicto pueden contemplarse desde el mismo mirador.

Desde un punto de vista técnico, la recomendación de Kris representa una ruptura clara
con el consejo de Brenner de escuchar todo como una formación de compromiso, puesto
que el conflicto convergente es simplemente una versión simplificada de la formación de
compromiso; en cambio, según Kris, el conflicto divergente no lo es. Nótese que cada
uno de los polos divergentes de Kris podría verse como formaciones de compromiso
independientes en conflicto, tirando en direcciones opuestas si se prefiere, cada una de
ellas compuesta de sus piezas concretas, los deseos, defensas, autocastigos y afectos
displacenteros que las moldean. De hecho, a menos que uno abandone del todo la
20
noción de formación de compromiso, es difícil ver cómo cada polo no revertiría finalmente
en lo que Kris denomina conflicto convergente, aunque éste sea precisamente el
resultado que Kris está intentando impedir y al que, como él descubre, sus colegas
parecen tender inevitablemente, incluyendo a Anna Freud (Kris, 1985, pp. 544-545).

Anna Freud habla de este punto en respuesta a un comentario de Joseph Sandler


(Sandler con A. Freud, 1985). Sandler sugiere:

Tal vez uno debería comentar que el yo tiene la capacidad de reconciliar con bastante
facilidad tendencias opuestas del tipo de las que hemos estado hablando [p. ej.
homosexualidad y heterosexualidad, pasividad y actividad] a no ser por cosas tales como la
culpa [p. 301].

Anna Freud contesta:

Es más fácil mostrar lo que sucede con el amor y el odio durante el transcurso del desarrollo
del niño. Sabemos que ambas tendencias pueden coexistir en un principio, antes de que
exista la función sintética del yo. Luego se alcanza otro estadio en el que el amor y el odio
siguen estando allí, uno al lado del otro, pero al odio se opone el yo puesto que matar al objeto
amado significa que el objeto amado no estará allí la siguiente vez que lo quieras. Este es un
conflicto de bajo nivel, pero se convierte en uno de nivel más alto cuando el yo dice que está
prohibido odiar a cualquier persona amada, que el amor y el odio son absolutamente
incompatibles, no por sus resultados sino por su naturaleza opuesta [Sandler con A. Freud,
1985, p. 302].

En otras palabras, en los conflictos divergentes, el conflicto no se produce estrictamente


entre tendencias generales que tiran en direcciones opuestas, sino más concretamente
incluye la culpa que una u otra tendencia pueden provocar, momento en el cual nos
encontramos inevitablemente una vez más en el campo del conflicto convergente o
formación de compromiso.

Aunque Kris (1984) niega cualquier interés en formular sus ideas en términos de una
teoría de la mente (p. 222), al enfrentar una forma de conflicto con otra a diferentes
niveles de abstracción está de hecho reforzando una importante recomendación técnica
(que implica el tacto, el timing y el reconocimiento de fuerzas divergentes dentro del
individuo) con una modificación del modelo conflictual de la mente. Con ello, puede
ubicarse innecesariamente en oposición a otros, como sugiere que hizo Kohut antes que
él. Escuchamos esto cuando él habla en términos que nos resultan familiares a partir de
los escritos de algunos de nuestros colegas relacionales (véase más abajo): “En la
medida en que todo conflicto se contempla según el paradigma de la represión, con
oposición convergente, la situación psicoanalítica se restringe y los papeles de sus
participantes se limitan claramente” (Kris, 1984, p. 229). Si bien no pasar
prematuramente a la interpretación de la ambivalencia parece más una cuestión de buen
juicio que de corrección teórica, uno podría argumentar que para que el paciente
comience a calmar los conflictos divergentes y para que sufra el proceso de duelo que
Kris esboza tan evocadoramente, deberían ser analizados eventualmente los aspectos
convergentes de cada polo de ese conflicto.

21
Los términos convergente y divergente, entonces, parecen descriptores útiles para
denotar fenómenos diferentes a distintos niveles de organización. Al igual que en el
modelo de Boesky es necesario permitir que el analista observe la formación de
compromiso a través de lentes focales de diferentes alcances, no sólo como deseos en
competición, también puede ser necesario permitir que el analista considere tanto los
aspectos convergentes como los divergentes de toda formación de compromiso. Puesto
que la ambivalencia es en sí misma ubicua, podría decirse que cada formación de
compromiso está compuesta de una mezcla de conflictos divergentes o deseos
ambivalentes –eróticos y agresivos, de amor y de odio- cuyos detalles particulares
ayudarán a definir cada compromiso específico. Si esto es así, entonces el consejo
técnico de Kris se aplicaría también de forma ubicua, incluso en el modelo de Brenner.

La escuela relacional

Quiero fijarme ahora en el papel del conflicto en el trabajo de dos psicoanalistas de


diferentes ramas de la escuela relacional, Philip Bromberg y Stuart Pizer, los cuales han
realizado importantes contribuciones a la teoría y la técnica del psicoanálisis
contemporáneo. No pretendo sugerir que Bromberg y Pizer hablen por todos los analistas
relacionales, que pueden constituir un grupo aún más diverso que el de los teóricos del
conflicto que hemos estado examinando, con incluso menos acuerdo sobre el papel del
conflicto en el trabajo analítico. La escuela relacional, tanto en sus raíces interpersonales
de Norteamérica como en sus más recientes afiliaciones relacionales objetales, se
desarrolló en gran medida en oposición a lo que se consideraba la corriente principal del
psicoanálisis en los Estados Unidos (Mitchell, 1997; Smith, 2001 b). Por una parte,
podemos oír el eco de estos orígenes en las polarizaciones inevitables que resultan
cuando los analistas relacionales debaten el papel del conflicto y proponen
conceptualizaciones alternativas. Por otra, los analistas relacionales comparten tantas
continuidades con los clínicos que ya he discutido como para contradecir la noción
popular de que los grupos relacional y conflictual son claramente distintos entre sí. Más
bien, como veremos, parecen constituir un continuo.

Philip Bromberg

Aunque existen semejanzas en los objetivos técnicos que defienden Kris y Bromberg,
éste vincula su visión de la técnica, con el foco principal en la disociación, a una
concepción de la mente definida de forma más radical, que garantice el estatus
secundario del papel del conflicto en general. Para intentar aclarar la visión que
Bromberg tiene del conflicto, recurriré tanto a su libro reciente (1998 b) como a dos de
sus presentaciones en debates (1998 a, 2000).

Podemos rastrear el interés de Bromberg en la disociación no sólo hasta los primeros


escritos de Freud con Breuer, sino también hasta la fascinación final de Freud por las
escisiones en el yo y por las experiencias conjuntas (1927, p. 156) que las siguen, los
mismos escritos que iniciaron asimismo el viaje de Kris. Incluso al final de su vida, Freud
(1940) continuaba preguntándose si tales configuraciones eran “familiares y obvias” o

22
“nuevas y sorprendentes” (p. 275). Sin embargo, Freud no las planteó como estructuras
alternativas de la mente, como lo hace Bromberg, ni propuso que fueran externas a una
organización conflictual inconsciente subyacente.

Bromberg basa en parte su visión de la disociación en la descripción de Freud (1923)


de “conflictos entre las variadas identificaciones en los cuales el yo se desmorona (pp.
30-31; Bromberg, 1998 b, pp. 132-133). Si ponemos esta cita en su contexto, no
obstante, encontramos que Freud está describiendo aquí el desarrollo estructural del
superyó. Freud sugiere que estas escisiones en el yo son de hecho un esfuerzo para
manejar la intensidad de las “pulsiones”. En otras palabras, tales disociaciones forman
parte de una organización conflictual inconsciente –convergente, si se quiere. Bromberg,
por otra parte, escribe sobre “áreas de la personalidad que son organizadas por el
conflicto… entretejidas con áreas organizadas por el trauma” (1998 b, p. 258), y habla
de “ciertas fases de todo tratamiento” en que “en realidad estamos tratando no sólo con
el conflicto, sino más bien con un amplio rango de estados disociados” (p. 216, cursivas
en el original).

Durante las últimas décadas, Bromberg ha integrado cuidadosamente muchos


aspectos de la teoría y la técnica más tradicionales en el modelo interpersonal en el que
él se ha formado. Cuando propone una dicotomía entre la disociación y el conflicto, sin
embargo, o, más concretamente, entre la disociación y la represión, parece estar
discutiendo el modelo inicial de Freud, en el que la represión era la única defensa
reconocida.

Bromberg (1998 b) atribuye la supuesta negación que Freud hace de la disociación a


la observación de que éste “abandonó su reconocimiento de que el trauma existe como
una realidad en el moldeamiento de la personalidad… y se fijó exclusivamente en los
conceptos de realidad psíquica, fantasía y conflicto interno” (p. 215), [reduciendo] por
tanto el fenómeno de la disociación” (p. 226). Tal como yo lo leo, sin embargo, Freud
(1939) de hecho nunca abandonó suprimir el trauma como realidad, sino que al final de
su vida mantenía que el trauma podía resultar en teoría tanto de terribles sucesos
externos como de un temperamento altamente frágil y que, en la vida real, lo que vemos
invariablemente son combinaciones de los dos factores, el interno y el externo, formando
lo que él denomina una “serie complementaria” (p. 73), siendo el registro psíquico del
trauma el camino final común. Aquí podemos observar la distinción entre el modelo de
Freud, en el que el trauma, la disociación y el conflicto se entretejen en una única visión
de la mente, y el de Bromberg, en el cual la disociación y el conflicto mantienen cada uno
su lugar como principios organizadores independientes y aparecen secuencialmente
tanto en el desarrollo como en el transcurso de un análisis. Así, Bromberg (1998 b)
postula un “cambio estructural de la disociación al conflicto” (p. 283) y defiende que “parte
del trabajo en cualquier análisis… es facilitar una transición de la disociación al conflicto”
(p. 275).

Más recientemente, Bromberg (2000) sugiere que en un análisis típico, hay un cambio
de una “estructura mental en la cual las narrativas del self… se organizan principalmente

23
de forma disociativa” a otra en la que “son capaces de comprometerse entre sí de forma
conflictual”. Aquí podríamos preguntar a qué se parece exactamente el conflicto de
narrativas del self. ¿Sobre qué es el conflicto, dónde está y qué lo motiva? Una vez más,
encontramos una concepción del conflicto a un nivel muy diferente de generalización,
pero no necesariamente incompatible con las otras posiciones que hemos estado
examinando.

Bromberg dice que pensar en la organización disociativa de la mente le ayuda a


permanecer junto al estado actual del paciente –a no pasar por alto uno u otro estado
del self, a no valorar uno a expensas de otro- y aquí, también notamos la semejanza con
la posición técnica de Kris. Pero una vez más, no queda claro por qué la recomendación
técnica de Bromberg necesita ser reforzada por una nueva teoría de la mente.

Como he sugerido en la introducción de este número (Smith, 2003) y en otros trabajos


(Smith, 1997, 1999, en prensa), tales argumentos parecen reflejar una sutil refundición
de la teoría y la práctica. Puesto que toda teoría de la mente y toda visión del papel del
conflicto tienden a empujar sutilmente nuestros hábitos de práctica en ciertas
direcciones, mientras que nos conducen con criterio lejos de otras, tales refundiciones
no son inusuales. Se refuerzan cuando los pacientes acatan nuestro enfoque y, de ese
modo, llegamos a creer que están confirmando nuestra teoría de la mente así como
nuestros hábitos de práctica. Pero como demuestra la plétora de enfoques actuales, es
posible pensar en otros modos de permanecer con el estado actual del paciente sin dotar
a la disociación de una posición supraordinada, y por tanto puede ser confuso para
Bromberg vincular tan estrechamente su teoría de la mente con su disciplina de práctica.

Aquí estoy abogando, como lo he hecho antes, por una combinación más libre entre
teoría y práctica que la que se nos enseña en nuestros institutos. Este hábito mental es
promovido en nuestra literatura por aquellos que apoyan sus recomendaciones técnicas
en teorías de la mente para que parezca como si la práctica siguiera necesariamente a
la teoría en lugar de hacerlo, con más flexibilidad, al revés (8).

La cuestión en el caso de Bromberg es si estamos hablando de diferentes


organizaciones de la mente o de diferentes modos de tratar al paciente. Bromberg (2000)
dice “Puesto que al paciente se le evita estar en la posición constante de sentir que se
le está pidiendo que sacrifique ciertas realidades, se alcanza la experiencia de ‘totalidad’
en lugar de cierta definición externa de ‘cura’”. Yo preguntaría aquí, mientras que
podemos ver las varias posiciones contra lo que Bromberg está defendiendo, ¿cuántos
analistas de la tendencia que sea siguen hablando de “curar” a un paciente? Bromberg
añade: “Dado que no existe una sola narrativa con la que comenzar, no hay ‘una’
diferente con la que terminar”. Pero, de nuevo, ¿hay alguno de nosotros para el que sólo
exista una? En esto último, el enfoque de Bromberg puede ayudarnos en realidad a
encontrar los distintos lugares que el paciente habita, pero podríamos decir lo mismo
para la teoría del conflicto. No hay ninguna teoría que asegure tal resultado. Todo
depende de cómo se practique.

24
Desde el punto de vista de la teoría del conflicto, de hecho, uno podría argumentar que
la mera actividad de la disociación, en el momento en que aparece en la sesión clínica,
es en sí misma una formación de compromiso y podría analizarse como tal; o que cada
estado del self separado disociativamente, como los conflictos divergentes de Kris, está
compuesto de varias formaciones de compromiso, cuyas partes podrían necesitar ser
analizadas para poner tales estados del self en “conflicto” entre sí, como sugiere
Bromberg, para establecer una experiencia de “totalidad”.

Yo creo que Bromberg tiene razón en que hemos infravalorado el papel de la


disociación en la organización de la mente, y estaría de acuerdo en que puede ser un
aspecto ubicuo y descuidado de las vidas mentales de nuestros pacientes, pero tengo
cierta dificultad con el modo en que lo explica. Cuando dice, por ejemplo: “la concepción
de Freud de un sistema motivacional dinámico está en continua dialéctica con un
complejo entramado de estructura psíquica, un principio organizador central de lo que es
la disociación” (Bromberg, 2000), yo no entiendo cómo un sistema motivacional y una
estructura pueden estar en dialéctica entre sí, excepto tal vez en el modelo teórico del
analista.

Me gustaría sugerir que uno puede observar en la mente del paciente pruebas de
conflicto y pruebas de disociación, pero que las dos forman parte de un único proceso
evolutivo, divisible sólo en la mente del analista, no en la vida del paciente. Enfrentarlas,
creo yo, no sólo elimina aspectos de la experiencia del paciente del terreno del conflicto
analizable, sino en ciertos sentidos limita el alcance del trabajo. Tal división del trabajo
contrasta claramente con una visión expresada por Anna Freud (1974). Al hablar de dos
tipos de psicopatología infantil, una “basada en el conflicto” y la otra “basada en defectos
evolutivos”, ella escribía: “Independientemente de lo diferentes que sean en el origen
ambos tipos de psicopatología, en el cuadro clínico están totalmente entremezcladas, un
hecho que explica que generalmente sean tratadas como una sola” (pp. 70-71, citado en
Boesky, 1988, p. 132).

Escuchamos las polarizaciones de Bromberg cuando habla de organizar sus


pensamientos sobre el paciente alrededor de la idea de estados del self más que de la
de defensas, o de intervenir desde una posición que es inherentemente cercana a la
experiencia más que interpretativa, o de atender a las implicaciones estructurales del
material más que a su significado intrapsíquico, o de focalizar en la percepción más que
en las ideas. Estas polaridades son reminiscencias de la sugerencia de Kris (1984) de
que el conflicto divergente está en oposición al “paradigma de la represión” (p. 229).
Cada polaridad simplifica excesivamente la complejidad de la situación, una complejidad
que Bromberg está intentando captar en su metáfora de la dialéctica, incrustada ahora
en un movimiento más lineal desde la disociación hasta el conflicto, en lugar de uno en
el que los elementos estén mezclados.

Basándome en las descripciones que él hace de su propio trabajo clínico, yo estoy


convencido de que Bromberg está trabajando con el conflicto inconsciente en las vidas
de sus pacientes. Parecen tener las mismas ansiedades, afectos depresivos, deseos,

25
defensas y tendencias autopunitivas que los de Brenner, Boesky, Kris o Gray, pero no
queda totalmente claro cuál es la idea que Bromberg tiene del conflicto inconsciente.

Uno de los problemas subyacentes es que Bromberg tiende a combinar conflicto


consciente y conflicto inconsciente. Puesto que esto refleja una confusión común en la
teoría y la práctica contemporáneas, intentaré explicarlo en detalle. Cuando Bromberg
(1998 b) habla, por ejemplo, de la paciente cuya “organización mental disociativa estaba
comenzando a cambiar, y ella estaba empezando a sentir conflicto en torno a cuestiones
que simplemente habían sido puestas en acto (enacted)…” (p. 220), o dice que para
ciertos pacientes, “la experiencia de conflicto interno es posible sólo remota y
brevemente” (p. 183), está sugiriendo –y con razón, creo yo- que la disociación minimiza,
o es incompatible con, la dolorosa experiencia psíquica del conflicto. Aquí está hablando
de conflicto consciente en el modo en que lo hacemos cuando decimos que un paciente
es incapaz de tolerar la experiencia de ambivalencia.

Pero cuando Bromberg (1998 b) nos habla del paciente que es “incapaz… de la
experiencia de conflicto intrapsíquico” (p. 204) o habla “del periodo de transición
terapéutica de la disociación a la experiencia subjetiva de conflicto intrapsíquico y
ambivalencia” (p. 326) su terminología es confusa. El conflicto intrapsíquico, a mi
entender, denota conflicto inconsciente, conflicto tradicionalmente entre las tres agencias
de la mente, por ejemplo. Es una inferencia sobre lo que organiza la mente y subyace a
la experiencia de un paciente, incluyendo, dirían algunos, la experiencia de la
disociación. Hablar de una “experiencia subjetiva de conflicto intrapsíquico” es, para mí,
una contradicción terminológica. La ambivalencia puede ser una experiencia consciente,
subjetiva; el conflicto intrapsíquico siempre es una inferencia sobre los determinantes
inconscientes de tal experiencia. Una vez más, representan diferentes niveles de
abstracción. Aquí Bromberg parece estar hablando de la capacidad del paciente para
mantener un estado de conflicto, como un estado de ambivalencia, teniendo en mente al
mismo tiempo, por tanto, dos o más motivos o sentimientos en conflicto. Este es un
proceso conflictual, pero es un proceso en gran parte consciente que esperamos ver
emerger según los pacientes se vuelven más fuertes, más capaces de manejar sus
propios estados afectivos.

En mi experiencia, mientras que la disociación puede ayudar a prevenir que el paciente


experimente conflicto consciente, me parece que no está separada, sino que forma parte
integral de una organización conflictual en gran parte inconsciente: una defensa contra
el afecto intolerable, por ejemplo, incluyendo el afecto traumático y las ideas asociadas
con él. A este respecto, puede ser provechoso, como sucede con la visión que tiene Kris
de la ambivalencia y la divergencia, pensar en la disociación y la negación como parte
de toda estructura conflictiva, incluyendo cualquier maniobra defensiva o adaptativa.

Stuart Pizer

Para echar otra mirada a una visión relacional del conflicto, podríamos examinar
brevemente el trabajo de Pizer (1998) en el cual defiende la consideración de la paradoja

26
como un fenómeno mental independiente del conflicto. Pizer considera el conflicto como
un modo o/o de ver las cosas, mientras que la paradoja propone una situación y/y (p.
151). Así, “el conflicto puede resolverse”, mientras que “la negociación de la paradoja no
ofrece una solución, sino perspectivas que se eluden, tienden puentes o se contradicen".

Yo apoyo totalmente la visión que tiene Pizer de los elementos paradójicos en la


experiencia humana, tanto generalmente como un fenómeno mental en particular. Estas
paradojas ubicuas guardan un parecido considerable con las divergencias,
ambivalencias y disociaciones que también destacan Kris y Bromberg; pero al describir
la paradoja como irresoluble, Pizer adopta un término que se utiliza frecuentemente para
caracterizar una visión contemporánea del conflicto. Sugerir que la paradoja debe
tolerarse, mientras que el conflicto puede resolverse, es polarizar ambos de tal modo que
Pizer termina, en efecto, ensombreciéndose con un anacronismo. Este anacronismo, de
hecho, es uno de los principales desacuerdos de Brenner (1994 a) con la teoría
estructural tradicional:

Según la teoría estructural… la meta del tratamiento es la resolución del conflicto… conflicto
que se supone que va a desaparecer… Puesto que la realidad es, sin embargo, que el
conflicto sobre lo que originalmente eran derivados pulsionales patogénicos sigue siendo
obvio y activo en la mente de todo paciente que, por todos los demás criterios, ha hecho
progresos analíticos sustanciales, queda claro que la teoría estructural no es adecuada… [pp.
478-479].

I. Hoffmann (1998) devuelve el contexto histórico al argumento de Pizer cuando escribe:


“Existe un puente entre Freud y la incertidumbre postmoderna, dado que la estructura
del pensamiento de Freud favorece la consideración de múltiples fuentes de conflicto sin
una base clara para su resolución” (p. 7), una afirmación a apoyaría la naturaleza
paradójica del propio conflicto. Hoffman continúa sugiriendo que la visión de Freud
acerca de la naturaleza irreducible del conflicto es un precursor del interés actual en el
“self descentrado” (p. 7) como es representado, en opinión de Freud, por Mitchell,
Bromberg y Pizer entre otros.

El que la distinción de Pizer (1998) entre paradoja y conflicto es más artificial que real
se insinúa también cuando escribe: “Las partes negocian no porque estén en conflicto,
sino porque están en una condición tanto de conflicto como de interdependencia. Yo
pienso en esto como la paradoja del conflicto” (p. 178, cursivas en el original). Si
fuéramos a traducir este ejemplo del dominio social al intrapsíquico, describiría
precisamente la interdependencia de los componentes del conflicto intrapsíquico y su
estado paradójico en todo análisis, donde se permite hablar a las voces del deseo, la
defensa, el autocastigo y el afecto displacentero y éstos nunca se reconcilian
plenamente.

El esfuerzo de Pizer por elevar la paradoja a una posición central en la teoría de la


mente funciona al servicio de una importante posición técnica, similar a la propuesta por
Kris y Bromberg: esto es, que el analista debe permitir la expresión simultánea o
secuencial de diferentes facetas de la experiencia de un paciente a todos los niveles,

27
consciente e inconsciente, y la apreciación simultánea de la experiencia tanto del analista
como del paciente. Al hacerlo así, el analista encontrará inevitablemente
incompatibilidades y paradojas, cuyos componentes coexisten (como Freud lo expresó
una vez), son “divergentes” (usando el término de Kris) y por tanto son irresolubles por
el momento. Parecería, entonces, que Pizer está subrayando también un aspecto
fundamental de la mente y de la naturaleza del conflicto mientras que éste se vive.

Conclusión

El esfuerzo por marginar el papel del conflicto en la vida mental es más prevalente
ahora que nunca. Aunque concebido en cierto modo de otra forma, el conflicto, según
Greenberg y Mitchell (1983) estaba en el corazón del trabajo de los primeros teóricos
relacionales:

Sullivan, Fromm y Horney retratan la experiencia humana como cargada de pasiones


profundas e intensas. No se entiende, sin embargo que el contenido de estas pasiones y
conflictos derive de la presión pulsional y la regulación, sino de configuraciones cambiantes y
competitivas compuestas de relaciones entre el self y los otros, lo real y lo imaginado [p. 80,
cursivas en el original].

De forma parecida, escriben:

En el modelo de Fairbairn, todos los protagonistas importantes en los conflictos internos son
esencialmente unidades relacionales, compuestas de una porción del yo y una porción de las
relaciones del niño con las figuras parentales, sentidas como un objeto interno. El conflicto
tiene lugar entre estos tres componentes yo-objeto (yo libidinal/objeto excitante; yo
antilibidinal/objeto rechazante; yo central/objeto ideal). [p. 167].

Además de la naturaleza explícitamente tripartita de la visión que Fairbairn tiene del


conflicto, yo señalaría que lo que están explicitando aquí Greenberg y Mitchell ha sido
parte implícita de la teoría de Freud al menos desde el Proyecto de 1895: esto es, que
todas las agencias internas se desarrollan en relación con los objetos en el mundo del
niño. Esta posición se observa aún en la visión que Brenner tiene de los componentes
del compromiso, todos los cuales tienen objetos en su propósito y en su origen. (Véase
también L. Hoffman, 1999.) Como dice Cooper, todo conflicto esta “inextricablemente
ligado al patrón relacional internalizado”.

Podemos ver la visión que Mitchell (1997) tiene del conflicto, basado en
“configuraciones relacionales conflictuales” (p. 221), en sus reflexiones sobre el análisis
de un paciente llamado Andrew:

Finalmente, me ayudó aprender sobre la historia inicial de su sentimiento de que elegir a su


padre era perder a su madre para siempre, y que elegir amarlos significaba perder todas las
satisfacciones de vivir, y que elegir disfrutar de la vida significaba perderlos para siempre a
ellos y a su juventud. [1997, pp. 162-163]

Yo sugeriría que este elocuente párrafo podría utilizarse no sólo para ilustrar la visión
de Kris del conflicto divergente, sino también, a pesar de la oposición manifiesta de

28
Mitchell (1997) a la posición de Brenner, aquél parece trabajar de forma bastante
compatible con lo que Brenner denomina las miserias de la infancia que resultan de
deseos y miedos conflictuales, las defensas que desarrollamos contra ellos y los castigos
que nos infligimos a nosotros mismos como resultado.

¿Por qué esta tendencia, entonces, a negar o redefinir la importancia del conflicto entre
los analistas relacionales contemporáneos y otros? ¿Representa una marginación del
pasado (Smith, 2001 b)? ¿O una reacción a lo que Pizer (1998) ha llamado el “lenguaje
hegemónico del conflicto” (p. 167) con su recuerdo implícito de muchas décadas de
exclusión traumática? En esta época es raro oír hablar a los analistas acerca de analizar
los conflictos sexuales y agresivos de la infancia, pero no es tan raro ver pruebas de ello
en su trabajo. Como sugiere el término hegemónico de Pizer, ¿podría estar la frase
conflictos sexuales y agresivos de la infancia tan teñida políticamente que no pueda
pronunciarse más? ¿O interpretada de un modo tan limitado –vinculado artificialmente,
tal vez, a una visión arcaica de la teoría pulsional- que no podemos reconocer los deseos
de la infancia que denota? A pesar de mucha de nuestra retórica contemporánea,
¿creemos secretamente que es imposible atender simultáneamente a los datos
intrapsíquicos y relacionales?

Puesto que el conflicto psíquico puede ser inferido y descrito a cualquier nivel de
abstracción y generalización, yo sugiero que podríamos tomar cualquier fragmento de
material clínico y examinar el conflicto inherente en él de cada una de las maneras
esbozadas en este artículo sin contradicción ni incompatibilidad. A este respecto, otro
vistazo a la descripción que Waelder (1962) hace de los niveles de pensamiento
psicoanalítico puede ayudar a ilustrar lo que tengo en mente. En el esquema de
Waelder (9), al nivel de observación clínica le sigue la interpretación clínica de esas
observaciones y a continuación el nivel de generalización clínica, en el que reunimos los
datos dentro de conceptos más amplios, dando lugar a la teoría clínica. Estos son los
niveles en los que la mayoría de nosotros trabajamos clínicamente. Más allá de ellos,
Waelder previó los dominios más abstractos de la metapsicología y la filosofía.

Notemos que en los primeros tres niveles, no existen incompatibilidades reales en los
enfoques que hemos estudiado. En cualquier momento cuando, en el nivel de la
observación, haya un cambio en las asociaciones del paciente, por ejemplo, Brenner
podría apreciar un cambio en la formación de compromiso prevalente, Boesky podría
inferir la interacción de deseos en conflicto y Gray podría percibir un ejemplo de
interferencia conflictual. En el mismo momento, Kris podría inferir la operación de un
conflicto divergente, Bromberg la transición de un estado del self a otro y Pizer la
negociación continua de una paradoja. Todas éstas representan diferentes
interpretaciones de una única observación clínica. Están modeladas por niveles
superiores de teoría. Pueden dar lugar a diferentes opciones de cómo intervenir. Pero no
son incompatibles. Son interpretaciones complementarias de los datos, que reflejan el
hecho de que están sucediendo muchas cosas al mismo tiempo y pueden ser retratadas
simultáneamente con diferentes grados de generalización.

29
Yo sugiero que, si no nos vamos con excesiva rapidez al nivel de la teoría clínica y más
allá, podemos descubrir muchas compatibilidades tanto en las observaciones que
hacemos como en nuestras interpretaciones de las mismas, a pesar de las terminologías
poco familiares que nos veríamos obligados a considerar. Si tuviéramos en mente que,
al examinarlos con suficiente detalle, podemos observar que los conflictos divergentes
de Kris se descomponen en conflictos convergentes y que los componentes del conflicto
divergente existen en estados en cierto modo independientes, de forma no muy diferente
a los estados disociados que describe Bromberg, ¿podría ser que todo paciente
experimente muchos estados del self más o menos independientes, coexistiendo cada
uno de ellos con su propio “patrón relacional internalizado” y su propio conjunto de
formaciones de compromiso que lo sostienen y lo mantienen, en cierta medida, disociado
de los otros?

Yo me inclino a pensar que la teoría del conflicto y el compromiso es suficientemente


flexible como para incluir en su ámbito los puntos de vista relacional, interpersonal y
disociativo si no los polarizamos equivocadamente. A este respecto, podría ser útil
considerar los siguientes puntos: (1) el conflicto es ubicuo y puede describirse en todos
los niveles de la experiencia de una persona, desde el foco intrapsíquico más específico
a la más amplia, general y abstracta de las inferencias; (2) existen diferentes métodos
para observar, describir y analizar el conflicto, algunos de los cuales han sido
erróneamente vinculados a posiciones teóricas concretas; (3) al igual que podemos
describir el conflicto en diferentes niveles de abstracción, también podemos escucharlo
inevitablemente en diferentes niveles de abstracción en el consultorio, cada uno de los
cuales corresponde a un aspecto diferente de la experiencia conflictual del paciente; y
(4) muchos teóricos que enfatizarían alternativas a la teoría del conflicto pueden estar
hablando de aspectos de la experiencia que no se excluyen mutuamente, sino que
pueden existir de manera bastante compatible, desde una visión conflictual de la mente
en diferentes niveles de generalización.

Yo espero que este esfuerzo por esbozar algunas de nuestras muchas concepciones
del conflicto y de su importancia en la técnica psicoanalítica, tanto dentro como fuera del
grupo con el que nos identificamos como teóricos del conflicto, será de ayuda para
esclarecer algunas de las confusiones que compartimos en el discurso psicoanalítico
contemporáneo y algunas de las semejanzas y diferentes en las visiones
contemporáneas del trabajo analítico.

NOTAS

(1) Por “conflagración”, Freud (1887-1904) entendía casos de “degeneración aguda” que se producían
en “catástrofes” tales como “la intoxicación severa… fiebres [y] los estadios preliminares de la parálisis” y
que tienen como resultado “trastornos de los afectos sexuales”, dando lugar por tanto a la neurosis (p. 75).

(2) Es importante señalar que cuando hablamos de abstracciones o de niveles de abstracción, no nos
estamos refiriendo a entidades teóricas incorpóreas; las abstracciones son más bien intentos de
representar cierto aspecto de la experiencia del paciente. Podría decirse que siempre que algo es

30
nombrado por el analista o el paciente, se convierte en una abstracción; antes de eso es simplemente una
experiencia sin nombre. Como lo expresa Friedman (2002 b): “La abstracción significa extraer un aspecto
de un algo concreto”, lo cual implica que todo el trabajo analítico puede considerarse como un intento de
combatir una u otra abstracción en el paciente.

(3) Brenner (1982) utiliza los términos derivado pulsional y deseo de forma intercambiable. “Un derivado
pulsional es un deseo de gratificación” (p. 26).

(4) Durante muchos años, Gray (1991) se refirió a este método como proceso de monitorización
detallada, pero al final prefirió el término proceso de atención detallada.

(5) Poco después, este precepto se había convertido en la definición referencial de la neutralidad analítica
para los psicólogos del yo (véase por ejemplo Gray, 1973, p. 478). Curiosamente, sin embargo, Anna
Freud no estaba discutiendo la neutralidad, ni siquiera aparece ese término en su monografía. Como ya
he señalado previamente (Smith, 1999):

Parecería que la psicología del yo, buscando una definición más precisa de un término introducido sin
rigor en la era tópica, adoptó la visión de Anna Freud de la atención del analista para aclarar un concepto
que ésta nunca pretendió. En otras palabras, un precepto sin nombre se injertó en un término sin una
definición, y entonces se convirtió en el criterio de oro. [p. 470]

(6) Notemos que muchos analistas europeos considerarían toda la relación de amor norteamericana con
el yo como un ejemplo de que hemos sido extraviados por la psicología del yo, y probablemente hallasen
pruebas de ello tanto en el trabajo de Brenner como en el de Gray. Su argumento podría ser que apelar a
lo que es observable conscientemente por parte del paciente favorece una especie de intelectualización,
y que el auténtico foco del analista necesita estar en los procesos inconscientes más profundos, que el
paciente no puede conocer y para aclarar los cuales necesita al analista.

(7) Para simplificar, me referiré a A. Kris como Kris en lo que queda de este artículo. Notemos que
previamente me he referido a Ernst Kris como E. Kris.

(8) Fonagy (2003), en su contribución a este número, llega a una conclusión similar mediante un camino
en cierto modo diferente.

(9)He discutido este esquema más ampliamente en la introducción a este número (Smith, 2003) y en
otros trabajos (Smith, 2001 b, en prensa).

BIBLIOGRAFÍA

Arlow, J. A. (1969). Unconscious fantasy and disturbances of conscious experience. Psychoanal. Q. 38:1-
27.

--- (1979). The genesis of interpretation. J. Amer: Psychoanal. Assn., 27 (Suppl.): 193-206.

Arlow, J. A. & Brenner, C. (1964). Psychoanalytic Concepts and the Structural Theory. New York: Int.
Univ. Press

--- (1990). The psychoanalytic process. Psychoanal. Q., 59:678-692.

Boesky, D. (1988). The concept of psychic structure. J. Amer. Psychoanal. Assn., 36 (Suppl.):113-135.

--- (1994). Discussion of "The Mind as Conflict and Compromise Formation," by C. Brenner. J Clin.
Psychoanal., 3:509-522, 528-540.

31
--- (2000). Panel on "What Do We Mean By Conflict in Contemporary Clinical Work?" Fall Meeting, Amer.
Psychoanal. Assn., New York, December 16.

Brenner, C. (1979). Working alliance, therapeutic alliance, and transference. J Amer. Psychoanal. Assn.,
27:137-158.

--- (1982). The Mind in Conflict. New York: Int. Univ. Press.

--- (1986). Reflections. In Psychoanalysis: The Science of Mental Conflict, ed. A. D. Richards & M. S.
Willick. Hillsdale, NJ: Analytic Press, pp. 39-45.

--- (1994a). The mind as conflict and compromise formation. J Clin. Psychoanal., 3:473-488.

--- (1994b). Response to D. Boesky's discussion of "The Mind as Conflict and Compromise Formation." J
Clin. Psychoanal., 3:523-527, 541-542.

--- (2000). Brief communication: evenly hovering attention. Psychoanal. Q., 69:545-549.

--- (2002). Conflict, compromise formation, and structural theory. Psychoanal. Q., 70:397-417.

Bromberg, P. M. (1998a). Presentation at panel on "Have We Changed our View of the Unconscious in
Contemporary Clinical Work?" Fall Meeting, Amer. Psychoanal. Assn., New York, December 19.

--- (1998b). Standing in the Spaces. Hillsdale, NJ: Analytic Press.

--- (2000). An interpersonal/relational view of conflict and dissociation in contemporary analytic work.
Panel on "What Do We Mean by 'Conflict' in Contemporary Clinical Work?" Fall Meeting, Amer. Psychoanal.
Assn., New York, December 16.

Busch, F. (1992). In the neighbourhood: aspects of a good interpretation and a "developmental lag" in
ego psychology. J. Amer. Psychoanal. Assn., 41:151-177.

--- (1995). The Ego at the Center of Clinical Technique. Northvale, NJ: Aronson.

Cooper, S. H. (2000). Perverse support and the analysis of conflict. Panel on "What Do We Mean by
'Conflict' in Contemporary Clinical Work?" Fall Meeting, Amer. Psychoanal. Assn., New York, December
16.

Erreich, A. (2000). The complementarity of attachment theory and psychoanalysis. Paper presented at
Fall Meeting, Amer. Psychoanal. Assn., New York, December 16.

Fonagy, P. (2003). Some complexities in the relationship of psychoanalytic theory to technique.


Psychoanal. Q., 72:13-47.

Freud, A. (1936). The Ego and the Mechanisms of Defense. New York: Int. Univ. Press, 1966.

--- (1974). A psychoanalytic view of developmental psychopathology. In Writings, VoL 8. New York: Int.
Univ. Press, 1981, pp. 57-74.

Freud, S. (1887-1904). The Complete Letters of Sigmund Freud to Wilhelm Reiss, 1887-1904, trans. &
ed. J. M. Masson. Cambridge, MA: Belknap Press, 1985.

--- (1894). The neuropsychoses of defence. S. E., 3:43-61.

32
--- (1895). Project for a scientific psychology. S. E., 1:295-397.

--- (1900). The interpretation of dreams. S. E., 4:1-338 and 5:339-627.

--- (1923). The ego and the id .S. E., 19:12-66.

--- (1925). An autobiographical study. S. E., 20:7-74.

--- (1926). Inhibitions, symptoms and anxiety. S. E., 77-175.

--- (1927). Fetishism. S. E., 152-157.

--- (1933). New introductory lectures on psycho-analysis, S. E., 22:3-182.

--- (1939). Moses and monotheism: three essays, S. E., 23:7-137.

--- (1940). Splitting of the ego in the process of defence. S. E., 23:275-278.

Friedman, L. (1988). The Anatomy of Psychotherapy. Hillsdale, NJ: Analytic Press.

--- (2002a). Personal communication.

--- (2002b). Presentation at panel on "Psychoanalysis for the twenty first century: its past, present, and
future-a symposium in honor of Arthur F. Valenstein." Psychoanalytic Society of New England, East,
Needham, MA, January 19.

Gardner, M. R (1983). Self Inquiry. Hillsdale, NJ: Analytic Press, 1988.

--- (1991). The art of psychoanalysis: on oscillation and other matters. J. Amer. Psychoanal. Assn.,
39:851-870.

Goldberg, A. (1999). Response: There are no pure forms. J Amer. Psychoanal. Assn., 47:395-400.

Gray, P. (1973). Psychoanalytic technique and the ego's capacity for viewing intrapsychic activity. J Amer.
Psychoanal. Assn., 21:474-494.

--- (1982). "Developmental lag" in the evolution of technique for psychoanalysis of neurotic conflict. J.
Amer. Psychoanal. Assn., 30:621-655.

--- (1986). On helping analysands observe intrapsychic activity. In Psychoanalysis: The Science of Mental
Conflict, ed. A. D. Richards & M. S. Willick. HiJIsdale, NJ: Analytic Press, pp. 245-262.

--- (1991). On helping analysands observe intrapsychic activity. Two-day clinical workshop, Annual
Meeting, Amer. Psychoanal. Assn., New Orleans, LA, May 8 and 9.

--- (1996) Undoing the lag in the technique of conflict and defense analysis. Psychoanal. Study Child, 51:
87-101

--- (2000). On the receiving end: facilitating the analysis of conflicted drive derivatives of aggression. J.
Amer. Psychoanal. Assn. 48:219-236.

Green, A. (1999a). The Fabric of Affect in the Psychoanalytic Discourse, trans. A. Sheridan. London/New
York: Routledge.

33
(1999b). On discriminating and not discriminating between affect and representation. Int. J Psychoanal.,
80:277-316.

Greenberg, J. R. & Mitchell, S. A. (1983). Object Relations in Psychoanalytic Theory. Cambridge,


MA/London: Harvard Univ. Press.

Hartmann, H. (1964). Essays on Ego Psychology: Selected Problems in Psychoanalytic Theory. New
York: Int. Univ. Press.

Hoffman, l. Z. (1998). Ritual and Spontaneity in the Psychoanalytic Process: A Dialectical-Constructivist


View. Hillsdale, NJ: Analytic Press.

Hoffman, L. (1999). Passions in girls and women: toward a bridge between critical relational theory of
gender and modern conflict theory. J. Amer. Psychoanal. Assn., 47:1145-1168.

>Jacobs, T. (2001). On misreading and misleading patients: some reflections on communications,


miscommunications and countertransference enactments. Int. J Psychoanal., 82:653-669.

--- (2002). Secondary revision: on rethinking the analytic process and analytic technique. Psychoanal.
Inquiry, 22:3-28.

Kohut, H. (1971). The Analysis of the Self New York: Int. Univ. Press.

Kris, A. O. (1982). Free Association. New Haven, CT: Yale Univ. Press.

--- (1984). The conflicts of ambivalence. Psychoanal. Study Child, 39: 213-234.

v--- (1985). Resistance in convergent and in divergent conflicts. Psychoanal. Q., 54:537-568.

--- (1988). Some clinical applications of the distinction between divergent and convergent conflicts. Int. J
Psychoanal., 69:431-441.

Kris, E. (1938). Book review of The Ego and the Mechanisms of Defence, by A. Freud. Int. J Psychoanal.,
19:136-146.

--- (1947). The nature of psychoanalytic propositions and their validation. In The Selected Papers of Ernst
Kris. New Haven, CT: Yale Univ. Press, 1975, pp. 3-23.

Levy, S. T. & Inderbitzin, L. B. (1990). The analytic surface and the theory of technique. J Amer.
Psychoanal. Assn., 38:371-391.

Mitchell, S. A. (1997). Influence and Autonomy in Psychoanalysis. Hillsdale, NJ: Analytic Press.

Pizer, S. A. (1998). Building Bridges: The Negotiation of Paradox in Psychoanalysis. Hillsdale, NJ:
Analytic Press.

Poland, W. (1992). From analytic surface to analytic space. J Amer. Psychoanal. Assn., 40:381-404.

Rangell, L. (1963). The scope of intrapsychic conflict: microscopic and macroscopic considerations.
Psychoanal. Study Child, 18:75-102.

Renik, O. (1993). Analytic interaction: conceptualizing technique in light of the analyst's irreducible
subjectivity. Psychoanal. Q., 62:553-571.

34
--- (2000). Interpretation of dreams: the constitution of consciousness and the construction of subjectivity.
Paper presented to the Psychoanalytic Society of New England, East, Needham, MA, November 4.

Sandler, J. with Freud, A. (1985). The Analysis of Defense: The Ego and the Mechanisms of Defense
Revisited. New York: Int Univ. Press.

Schmidt-Hellerau, C. (2001). Discussion of H. F. Smith's "Hearing Voices: The Fate of the Analyst's
Identifications." Psychoanalytic Society of New England, East, Needham, MA, May 19.

Schur, M. (1966). The Id and the Regulatory Principles of Mental Functioning. New York: Int Univ. Press.

Smith, H. F. (1995). Discussion of "The Mind as Conflict and Compromise Formation" by C. Brenner. On-
line discussion, J Clin. Psychoanal., http://users.rcn.com/brill/hsmith.html.

--- (1997). Creative misreading: why we talk past each other. J. Amer. Psychoanal. Assn., 45:335-357.

--- (1998). Response to letter from J. Gedo. J. Amer. Psychoanal. Assn., 46:565-568.

--- (1999). Subjectivity and objectivity in analytic listening. J Amer. Psychoanal., 47:465-484.

--- (2000). Countertransference, conflictual listening, and the analytic object relationship. J Amer.
Psychoanal. Assn., 48:95-128.

--- (2001a). Hearing voices: the fate of the analyst's identifications. J. Amer. Psychoanal. Assn., 49:781-
812.

--- (2001 b). Obstacles to integration: another look at why we talk past each other. Psychoanal. Psychol.,
18:485-514.

--- (2003). Theory and practice: intimate partnership or false connection? Psychoanal. Q., 72:1-12.

--- (in press). Can we integrate the diverse theories and practices of analysis? J. Amer. Psychoanal. Assn.

Sterba, R. (1934). The fate of the ego in analytic therapy. Int. J. Psychoanal., 15:117-126.

(1953). Clinical and therapeutic aspects of character resistance. Psychoanal. Q., 22:1-20.

Stolorow, R.D. Brandchaft, B. & Atwood, G.E. (1987) Psychoanalytic Treatment : An Intersubjective
Approach. Hillsdale, NJ: Analytic Press

Waelder, R. (1936). The principle of multiple function: observations on over-determination. Psychoanal.


Q., 5: 45-62, originally published in German in 1930.

--- (1962) Psychoanalysis, scientific method, and philosophy. J. Amer. Psychoanal. Assn., 10: 617-637

35

También podría gustarte