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Rafael Doménech: Raso

azul

Sólo los pájaros cantaban aquella mañana. El


silencio en la casa reinó a partir de aquel
día. Clara había partido de madrugada. Sin
despedirse de mi. En el polvoriento camino
todavía podían verse con claridad las
huellas de aquellos zapatos que le regalé
hace algo más de un mes. Sólo los pájaros
cantaban pero yo escuchaba la voz que me
había despertado durante los días más
felices de mi vida.

     Como todos los sábados del mes de agosto fui al


mercado de Villapeña. Los tenderetes en las calles le
daban un aire de bazar marroquí. Las verduleras
voceaban sus productos con desesperante
insistencia. Paseando por entre los puestos
disfrutaba de la fiesta en que se convertía aquella
actividad y la repetía semanalmente más por el
placer de ver a las coloradas y gordas mujeres que
por comprar algo que realmente me hiciese falta. Su
falta de pudor a la hora de ofrecerme el pescado o
la carne me divertía enormemente y les azuzaba con
malicia para animarlas a discutir.

     - Esta semana lo tienes todo caro, Manuela. Esa


carne la acabo de ver mejor y más barata en el
puesto de Nicolasa.
     - Me cago en la pena gitana, señorito - me
contestó airada - mejor carne no la hay en toda la
provincia y al precio no le vaya a poner pega, que la
calidad se paga y sinó coma de lo que le venda esa
bruja.
     - No le haga caso señorito - gritó la otra - que de
buena tinta sé que es el mismo cerdo que el mío pero
mal capado y con sabor a cabrón.
     - Para capado tu marido que al llegar se va a la
taberna y te deja el trabajo a ti.

     Así las dejé acercándome a los puestos de ropa.


De todo se podía ver colgado de los hierros que
formaban las tiendas. Una colección de sujetadores
de dimensiones desproporcionadas inauguraban el
paseo que formaban los vendedores de pantalones,
camisas, p añuelos, gorros y demás atavíos.
     Me paré en el puesto de las sandalias. De cuero y
con broche metálico suponían una prenda que nunca
me gustó. Me parecía ridícula la manera de andar de
quien las llevaba.
     Una mujer, sentada en el taburete se probaba la
prenda en presencia de su marido que con la ceniza
de su cigarrillo iba quemando un pañuelo del puesto
de al lado. Mientras tanto el hombre charlaba
distraídamente con el vendedor de aquellos
horribles zapa tos.

     Ya estaba lejos de las sandalias cuando escuché


los airados gritos de una joven que discutía con un
tipo gordo. Me acerqué por curiosidad y vi al obeso
vendedor acusando a una mujer, casi una niña, de
haberle intentado robar.

     - Vas a tener que pagar los zapatos - decía el


gordo - me has rayado la suela y eso ya no tiene
venta.
     - Suélteme - le decía la chica al vendedor, que la
tenía asida por una mano - suélteme o llamo a la
Guardia Civil.
     - A la Guardia Civil voy a llamar yo si no me pagas
los zapatos, ¡ladrona!
     - Yo no he robado, sólo quería saber si me
encajaban.

     No se porqué, pero quizá por compasión decidí


pagarle los zapatos a la joven.
     - Bernardo - le dije al gordo vendedor, que era
viejo conocido - yo te pago los zapatos y se olvida la
disputa.
     - Son de cuatrocientas Don Antonio, las más
caras de la parada.
     - Toma cuatrocientas cincuenta y deja a la zagala
que no trae cuenta tan poca plata.
     - Para usted no Don Antonio, pero a mí me
cuestan de ganar.

     Bien pagado el grasiento personaje calló en su


reclamación y echó de allí a la supuesta ladrona.

     La muchacha, con la cabeza gacha, murmuró un


escueto "gracias" y echó a correr calle abajo sin
dejarme opción a dirigirle alguna palabra.

     Reaccioné si pensar y la seguí por el empinado


camino.
     Sólo al final, cuando ya no me quedaba resuello se
paró y me gritó

     - Y ahora que quiere. Ya le he dado las gracias.


     - ¿Quien eres? - le dije sin saber en verdad lo
que quería.
     - ¿Quien es usted? - me contestó
     - Soy Antonio, Antonio Cercedo.
     Ella guardó silencio y volvió a agachar la cabeza.
     La invité a acompañarme a mi casa pero no quiso.
     - Si quiere convidarme a comer vamos a la Venta
de La Virgen.
     - Vamos si quieres, pero espera que me recoja mi
cochero.

     Ya se acercaba José, el cochero, que me había


visto salir corriendo tras la muchacha.

     Subimos en el coche y nos dirigimos a la Venta.

     Allí me di cuenta de que clara no era una mujer


normal.
     Su rubia cabellera, algo desmarañada reflejaba el
sol de medio día evocando la presencia de una diosa
mitológica.
     Los labios, ahora entretenidos en la comida,
invitaban al beso con una voluptuosidad propia de una
Vestal.

     No probé bocado entretenido en su imagen.


Pregunté por todo lo que en ese momento me parecía
importante y ni una sola vez me miró al contestar.

     Sólo al final, cuando le invité a quedarse conmigo,


me miraron aquellos ojos azules.
     - No sabe quien soy - me dijo - Ni siquiera ha
preguntado mi nombre.
     - ¿Como te llamas?
     - Clara
     - ¿Sólo Clara?
     - Por ahora sí, sólo Clara.

     Hizo una larga pausa, con la mirada fija en mi


rostro me dijo - Quiere que me valla a vivir con
usted, a su casa. ¿Y su mujer?
     - No tengo
     - No tiene mujer - exclamó - Pues ¿qué edad
tiene que no está casado?
     - Treinta y cinco

     Treinta y cinco años en la vida de un hombre sólo


dan para aprender de los errores y en aquel
momento veía la lección más interesante de mi vida.

     Clara y yo charlamos, al ritmo del trote de los


caballos, durante los cinco kilómetros que nos
separaban de mi casa.

     Mi casa es grande. Coronada en lo alto por una


torre, permite ver con claridad todo el valle. Al
fondo, Villapeña salpica el verde de los pinos con
tonos ocres y rojizos.
     La carretera de tierra que conduce hasta
Retama, que así se llama mi casa, serpentea entre
moreras y castaños que en otoño tapizan el polvo de
hojas y frutos aplastados.
     Clara sacó la cabeza por la ventanilla del
carricoche al ver acercarse, como si estuviese viva,
la impresionante casa.
Yo la miraba, casi embrujado, cuando volvió a
dirigirse a mi con la primera sonrisa que vi en sus
labios.

     - ¿Tiene palomas?


     - Sí. Tengo muchas.
     - ¿Y perros?
     - Cuatro.

José, el cochero, paró en la puerta de la casa.


     Al entrar en el recibidor Clara se quejó de que
sus vestidos eran viejos.
     - Ven conmigo - Le dije.
     Subimos las escaleras, de madera antigua que
crujía bajo nuestros pies, como si se quejase al
despertarla con nuestros pasos.
     En la habitación de mis padres había de todo y
allí quedó Clara, sola, buscando algo que ponerse para
comer.
     En la sala estaba rodeado de libros. Sentado en
un sillón miraba las estanterías llenas de polvo.
Cientos de volúmenes, con lomos de cuero, forraban
las ásperas paredes de la estancia. Sólo algunos
había leído. Mis veranos en Retama los había
dedicado a descansar y a dejar pasar el tiempo sin
más preocupación. Me gustaba sentarme en la
terraza y pensar. Perdí a mi familia muy joven.
Siempre sólo, rodeado de servidumbre y maestros,
fui perdiendo el contacto con el mundo. Mi tía Pura,
"La Casta" como le ll amaban en el pueblo, fue la
encargada de proporcionarme una educación. Venía
cada dos meses a Madrid para ocuparse del trato
con los bancos y cuando terminaba se volvía a
Benidorm, donde gozaba de tranquilidad y curaba un
asma que arrastraba desde la niñ ez. Todo su cariño
se reflejaba en cien duros que le daba al abogado
que se encargaba de mi, para que me los
administrase con prudencia. El abogado, Fermín
Tahoces López, regía los negocios familiares y hasta
su muerte, nuestro dinero menguó como crecía s u
fortuna.
     Con veintidós años me licencié en derecho por
recomendación de don Fermín. Y ahora me dedico a
negociar nulidades matrimoniales.
     Llamaron a la puerta de la sala. Clara se había
vestido con un traje blanco, casi de marfil. Nunca lo
había visto puesto en nadie.
     - No tengo hambre - me dijo.
     - Yo tampoco. Si quieres podemos ver los perros
y los palomos.
     Clara rió.
     Dedicamos aquella mañana a visitar, uno a uno,
todos los rincones de la casa. Descubrimos juntos
multitud de detalles que nunca había sido capaz de
ver. Las columnas, las cortinas, los jarrones. Todo
tenía interés para ella. Pero lo que más le llamó la a
tención fueron unas zapatillas azules que había
dentro de una caja vieja. Unas zapatillas de ballet
cuyas cintas estaban atadas entre sí.

     - ¿Las quieres?


     - ¿Me las regalas?
     - Sí, espera y te las pruebas - empecé a deshacer
los lazos.
     - No - gritó - déjalas unidas - estas zapatillas
tienen dentro una historia y si yo me las pruebo
perderán todo su pasado.

     -No se a quien pertenecieron las zapatillas, pero


Clara las volvió a introducir, con mucho cuidado
dentro de su caja.
     Clara me miró y me dijo - Seguro que quien las
llevó pasó sus mejores momentos dentro de ellas.
     Seguimos la inspección de la casa, pero ya nada
llamó la atención de Clara.

     Aquella noche, después de cenar salimos a dar un


paseo.
     Sin darnos cuenta caminábamos muy juntos.
Tanto que, al poco, nos rozábamos y andábamos
torpemente. Hablábamos de simplezas; de los perros
y de los palomos.
     Reíamos por cualquier tontería con risa forzada.
Ninguno de los dos se atrevió a trascender en la
conversación.

     Su habitación quedaba muy cerca de la mía.


Apenas cinco metros una puerta de otra. Nos
despedimos mirándonos a los ojos y cada uno entro
en su dormitorio. Ella con la caja y las zapatillas y yo
con la ansiedad de algo que no me atrevía a
confesarme.

     El techo de mi habitación me parecía aburrido


después de varias horas mirándolo. La lámpara de
araña parecía que se movía y al cerrar los ojos veía
la luz de sus velas impresas en mi retina.
     No pude esperar más y me decidí a invadir la
habitación de Clara.
          Me calcé unas zapatillas de felpa y abrí la
puerta.
     Tras ella, los ojos azules y la melena rubia de
clara rompían la oscuridad del pasillo.
     Hasta el alba tuve tiempo de memorizar el olor
de su cuerpo. Un aroma que ahora añoro y recuerdo
desesperado.

     Por la mañana Clara parecía otra. Alegre y


sonriente llamó a mi puerta para despertarme y tras
varios intentos conseguí levantarme.

     Aquel día se inició una nueva vida para mi. No sólo


cambió mis costumbres sino que todos los que me
rodeaban acusaron su presencia en la vieja casa.
          Poco a poco me fui acostumbrando a su alegría
desmedida en cualquier hora del día. Pero me
intrigaba las horas que pasaba sóla, en su habitación,
sin hacer ningún ruido.

     Durante varias semanas no hubo más visita que


las de los ambulantes que llegaban en sus carros
llenos de comida y cacharros de cocina. Clara se
encargaba de hacer las compras y de vez en cuando
iba, acompañada de José, hasta Villapeña a comprar.
     En el pueblo se murmuraba sobre la ladrona de
zapatos que ahora era la concubina de Cercedo.
     Esto era algo que nunca nos importó y nunca se le
negó nada a Clara en Villapeña.
     Aquel domingo por la tarde subimos hasta la
torre. Desde allí escrutamos el paisaje punto por
punto identificando cada casa o cada figura que se
adivinaba como un vecino.
     Por la carretera que llevaba al pueblo vimos un
coche tirado por dos caballos que se acercaba a
Retama.

     - Alguien viene - dijo Clara.


     Una nube de polvo se levantaba por la carretera
que accedía a la casa. Los perros, en el corral,
ladraban alarmados.
Las visitas en Retama, salvo las de los ambulantes,
no eran habituales y los perros conocían el sonido y
el olor de cada uno de ellos.
     Un cochero polvoriento, cubierto con un gorro
gris paró en la puerta a los caballos.
     Una figura encorvada bajó la escalerilla. Tras ella
el cura de Villapeña con su sotana negra y un
sombrero decimonónico.
     La figura encorvada tosía apoyada en el clérigo
mientras subían las escaleras de la casa.
     Bajamos Clara y yo para recibir a los recién
llegados, pero ella prefirió quedarse en su
dormitorio.
     - Buenas tardes Antonio - escuché antes de ver
quien había llegado.
     - Buenas tardes Padre - contesté sin llegar
todavía a verle mientras bajaba la crujiente
escalera.
     - Buenas tardes Antoñito - dijo una voz cazallosa.
     Miré, por fin, a la cara de la encorvada figura y
encontré un rostro arado de arrugas y, escondidos
tras unos lentes, unos turbios ojos enrojecidos por
el polvo del camino.
     - Buenas tardes tía Pura.
     "La Casta" y el cura me miraban inexpresivos
desde abajo.
     - ¿A que debo el honor?
     - A tu mala cabeza hijo. - mi tía me miraba seria.
     - Vamos donde podamos hablar tía, usted también
padre, pasen a la biblioteca.
     Apoyada en el brazo de Don Manuel "La Casta"
entró en la sala y sentó su esquelético cuerpo en un
sofá muy bajo. Allí embutida, casi hundida, daba la
impresión de que se iba a sumergir en el mueble. Don
Manuel cogió una silla y se sentó junto al ventanal
que daba al patio de los perros que seguían ladrando
alarmados.
     El cura miró por los cristales y movió la silla
hasta el tímido rayo de sol que entraba todavía por
ellos.
     - Me escribió Don Manuel para contarme tu
licenciosa vida. ¿Dónde está esa fulana?, Antoñito.
     - No es una fulana tía. Es mi invitada.
     - No me repliques, Antonio. El pueblo es un
clamor desde que vive esa mujer contigo. Sé, por
Don Manuel, del incidente vergonzoso del robo de los
zapatos; y que tú evitaste que la denunciasen por
ladrona.
     - ¿Dónde está esa muchacha?, Antonio - insistió
el cura.
     - Está arriba en su dormitorio.
     - ¿En su dormitorio? - dijo mi tía - ¿Duerme en
una habitación que un día fue de alguien de nuestra
familia?
     - Sí tía. En tu habitación.
     - Que baje - dijo el clérigo.
     - ¿Quién es usted para dar órdenes en esta
casa?, padre
     - ¡Antonio! - gritó "La Casta".
     En aquel momento apareció Clara, como una diosa,
en la puerta de la biblioteca. Llevaba el traje de
marfil que se puso el día de su llegada. El rayo de luz
que entraba por la ventana se reflejaba en su pelo y
lo convertía en un halo sobrenatural.
     - Buenas tardes señores.
     Mi tía no se movió pero el cura palideció y su cara
se tornó en una mueca de estupidez. Su cara de
bizcocho, y su nariz enrojecida y aplastada
resultaban cómicas mientras miraba absorto a Clara.
     - ¿Esta es tu concubina? - dijo mi tía insolente.
     - No es mi concubina. Es mi invitada.
     - Buenas tardes - dijo el cura que todavía no
había reaccionado.
     Se levantó de la silla y con el sombrero inquieto
entre las manos no sabía qué más decir.
          Clara permanecía impasible en la puerta y no
hizo más comentario.
     - Nos tenemos que ir - dijo de pronto Don
Manuel.
     - Pero si todavía no hemos hablado de nada - le
contestó mi tía.
     - No recordaba que tengo una visita importante a
esta hora y ya llego tarde.
     Con gran esfuerzo por parte de ambos, Don
Manuel ayudó a levantarse a tía Pura. Sin otra
palabra que mediase se despidieron de Clara con un
escueto adiós, no sin antes mirarla de nuevo el cura
con esa expresión boba.

          Ya en el coche mi tía volvió a toser y me dijo:


     - Me hospedo en casa de Don Manuel. Ven mañana
a verme. Solo. - puntualizó.

     De nuevo se levantó el polvo del camino al paso de


los caballos y se alejaron sin más.
Cuando subí a la biblioteca ya no estaba Clara. Ni en
su habitación.
     Por la ventana pude ver que jugaba con los perros
en el patio y bajé corriendo las escaleras.
     - No hagas ningún comentario - me dijo jugando
todavía.
     Aquella noche no visité su cama incapaz de
encontrar alguna solución.

     Al día siguiente partí con José hacia la casa del


cura.
     Mi tía me esperaba sentada en una mesa mientras
desayunaba.
     - Siéntate Antoñito. Yo se que no es culpa tuya.
Esa mujer te tiene atontado y tú eres un infeliz que
no te sabes defender.
     - Yo no tengo nada de que defenderme, tía. Si
Clara vive en mi casa es por que yo quiero y quiero
casarme con ella.
- ¿Casarte? Si apenas la conoces, pues por lo que sé
sólo hace dos semanas que vive en Retama.
     - Es igual. Lo que conozco me basta y es mi
elección.
     - Don Manuel ha tenido que salir
precipitadamente. Dijo que tenía una extremaunción
inesperada y salió poco antes de llegar tú. Si
estuviese aquí, el podría ayudarme a sacarte de tu
obcecación.
     La conversación siguió durante toda la mañana. A
la hora de comer llegó el párroco y acertó sólo a
decir un distraído - Buenos días - y siguió su camino
hacia el interior de la casa.
     Tía Pura se despidió de mi avisándome de su
próxima visita.
     - Si es para esto mismo, tía, no vengas, por favor.
Mi decisión está tomada y no serás tu quien me haga
cambiar de idea.
     El camino de vuelta se hizo largo deseando ver a
Clara. Las hojas de los árboles ya empezaban a
amarillear y los paisanos recogían los frutos en
cuadrillas. Los hombres saludaban sonrientes y las
mujeres se limitaban a mirarme. Estaba claro que en
pueblo era tema de conversación mi vida.
     No salió Clara aquel día a recibirme en la puerta.
Sólo los perros acudieron a mi llegada.
     Subí a la habitación para cambiarme y en el
pasillo vi la luz que salía por entre las rendijas de la
puerta de Clara. Llamé.
     Abrió la puerta pálida pero sonriente.
     - Hola Antonio
     - Hola Clara
     Sin mediar más palabra me abrazó y besó.
     - ¿Qué te pasa? - le pregunté.
     - Nada, no me pasa nada.
     La comida transcurrió en silencio. Ella no me
preguntó y yo no quise hacer comentarios sobre mi
conversación con tía Pura.
     Aquella tarde la pasó en su habitación.
     Nunca había podido saber qué hacía durante
horas encerrada. Tampoco había querido estorbar su
intimidad. Pero aquella tarde subí a espiar a su
puerta. Sólo pude ver una sombra que se movía
rápida y tapaba el hilo de luz que filtraban las
rendijas.
     Subí a la torre con la esperanza de ver desde allí
el interior del dormitorio.
     Entre las cortinas pude ver a Clara desnuda,
bailar únicamente con las zapatillas azules que le
había regalado.
     Por la noche y obsesionado por la visión de su
cuerpo acudí a su dormitorio como otras muchas
veces. Pero aquel día la puerta estaba cerrada.
     Llamé quedamente.
     - Vete - me dijo.
     - Clara, abre la puerta.
     - Vete por favor.
     No tuve más remedio que volver a mi habitación.
Triste y pensativo sólo pude conciliar el sueño a
última hora, cuando los rayos de sol empezaban a
despuntar por encima de los pinos.
     Unos golpes me despertaron.
     - Abran a la Guardia Civil - escuché desde mi
habitación.
     Bajé medio desnudo por la escalera, mientras me
ponía una bata.
     - Un momento por favor.
     Abrí la puerta.
     - ¿Don Antonio Cerceda?
     - Yo soy.
     - Vive aquí una mujer llamada Clara.
     - Si, aquí vive.
     - Puede salir un momento.
     - ¿Para qué?
     - Está acusada de robar en el mercado de
Villapeña.
     - Eso es falso. ¿Quién a puesto la denuncia?
     El guardia tocó amenazadoramente el mosquetón
y contestó:
     - No es cosa suya, Don Antonio. Dígale que baje.
     No tuve más remedio que subir a su habitación.
Llamé a su puerta pero nadie me contestó. Empuje la
puerta y se abrió lentamente.
     La cama deshecha y la ventana abierta.
     La llamé por la casa y nadie contestó.
     - No está - le dije al guardia. - ¿Dónde está
entonces?
     - No lo sé. No está en la casa. Suban si quieren
conmigo.
     Subieron los dos acompañándome. En la
habitación no había nada más que el vestido blanco
en una silla y debajo una caja.
     Uno de los guardias buscó bajo la cama y sacó el
sombrero vetusto de Don Manuel.
     - ¿Y esto?
     - No lo sé.
     - ¿De quién es este sombrero?
     - Supongo que de un cura.
     - Don Manuel es el que ha puesto la denuncia.
Los guardias se miraron y salieron precipitados a por
sus caballos.
     Quedé sólo en la habitación. La caja de cartón
estaba cerrada. La abrí y allí estaban las zapatillas
azules. Los cordones estaban sueltos y una mancha
de sangre enrojecía uno de ellos.
     Una lágrima cayó encima del raso azul
oscureciendo un círculo en el tejido.
     Al lado otra mancha idéntica tocaba levemente la
mía.
     Miré por la ventana y sólo vi una nube de polvo y
unas huellas de zapatos que se alejaban.

     Un ruiseñor cantaba en un árbol.

Rafael Doménech, España

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