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MANOLETE LEÓN

El alcohólico irredento
Estoy borracho; ya lo ves. Cuando no
estoy borracho, no hablo. Tú no me
has visto nunca hablar tanto. Pero un
hombre inteligente se ve obligado a
emborracharse algunas veces para
poder pasar el tiempo con los
imbéciles.
— Ernest Hemingway

Recitador de Poe, Rimbaud y Baudelaire, sus pensamientos predicaban la


liberación libidinal y ofrecía de vez en cuando improvisadas sesiones
juerguísticas con algunos mentecatos beodos y suripantas borrachas de
todas las cataduras posibles en su cuartucho cochambroso. Frisaba los
treinta años, y ya transitaba por los recovecos y vericuetos del laberinto
dedálico de la embriaguez. Quería a los gatos como los susodichos poetas,
aunque prefería a los perros; sin embargo le hubiera gustado ser como un
gato, porque, éstos se quejan pero nunca se preocupan, siempre caminan
con una dignidad sorprendente y duermen con una simplicidad que los
humanos no podemos entender. Cuando se sentía deprimido, todo lo que
tenía que hacer era observar a los gatos y el coraje regresaba a su corazón.

Una noche más, la tertulia en su habitación la presidía aquel joven crespo


con barba de fauno, vestía chaqueta castaña raída rociada con líquido
meloso a vino, usaba una camisa púrpura con dos faltriqueras. Era
desaliñado, de cabello largo y ondulado, con la barba tupida, casi siempre
con la ropa arrugada y llena de lamparones, de ebrio andaba con la
cremallera entre abierta; pero de talento e inteligencia innegables, su vida
transcurrió en los filos de una vida anárquica, desordenada, sostenida tan
solo por la lectura, escritura, el tabaco y el alcohol, una vida en que el aseo
pintaba poco y el agua todavía menos, ni para lavarse las manos por
higiene, siempre sucio, apenas se lavaba la cara, en momentos en que le
comenzaron a aparecer algunos forúnculos que agrietaron la piel de su
rostro.

Era un declarado misántropo, a pesar de que escribía sobre la naturaleza


humana, se sentía mejor cuanto más lejos estaba de ellos, en lontananza a

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centenas de kilómetros de distancia, para él era algo hermoso pues le


desagradaba la especie humana y prefiere convivir con los animales. De los
humanos no le gustaban sus rostros, sus conversaciones, sus peinados ni
sus lujos, que cuando los veía se echaba una de esas miradas ojizainas y
desdeñosas que se reservan para los chapuceros paquidermos, imbéciles
borrachos e insulsos habladores de quinta categoría.

Era un auténtico crápula, que asistía sin vacilaciones a su cantina favorita.


Él tenía la figura, del perdedor en escenarios nocturnos, la del derrotado en
tugurios; tenía la efigie del vencido, en moteles, en habitaciones
cochambrosas, en medio de la suciedad y barrios marginales. Además de
ser un fracasado arrabalero, en recintos vacíos, bares poco frecuentados,
calles semidesiertas; y también tenía la imagen de las iglesias con riadas a
olor miasmático de orín que despedía el templo de Dios, la morada de
Jesucristo, los ángeles y las vírgenes.

En aquella tertulia, cuando volvía de comprar una jaba de cervezas,


reconoció a unos jovenzuelos del barrio, que eran un promedio de cuatro
muchachos que rondaban los 18 años, fumando hachís a la vuelta de la
esquina de su casa, y con una verborrea sarcástica e incisiva, para alentar la
lectura, les arguyó, en estos términos, mientras uno le veía suspicaz y los
tres restantes solo atinaron por reírse:

— Deben estimados capullos, leer un libro, el que sean unos zoquetes no


significa que tengan que ser unos ignorantes, yo leí desde Parerga y
Paralipómena de Arthur Schopenhauer hasta Wirusaksa de Urbano Muñoz.
– Lo decía con total rotundidad, frunciendo el ceño, mientras destapaba una
cerveza, y con un vaso en la mano para servirse, viéndoles con ironía, y de
súbito se iba.

Ya en casa bebía diez cervezas y enseguida le entraba la manía de empezar


a llamar subnormal a todo el mundo conforme les oía decir estupideces.
Mientras sus conocidos comenzaban a murmurar, sin embargo no le
recriminaban en cara por la conducta deleznable y peyorativa. A pesar de
ser ofensivo, era instruido y bien documentado, pero no se pavoneaba.
Incluso a veces se incriminaba maldiciéndose, sobre la soberana mierda que
conocía en materia de conocimientos. Y para sentirse mejor a veces de

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sobrio y casi siempre de ebrio, criticaba con su mazazo feroz a los


repugnantes pusilánimes, en convaleciente atonía y languidez espiritual, a
quienes denostaba sin contemplaciones.
Como nihilista y refractario, no era soberbio y presumido, pero sí a veces
violento, y casi siempre honesto y generoso en su pantano de sicalipsis y
alcohol, pero jamás humilde. Aunque a veces declaraba deliberadamente
escribir historias crudas y certeras; porque, sí se consideraba escritor;
aunque nunca fue un hijo de puta lamiendo bálanos metafóricos o artificios
grandilocuentes en un sarao cantinero de Huamanga, principalmente
porque a él sí le gustaba escribir y tenía las dos premisas fundamentales, las
únicas: casta y talento. Además de una retórica exquisita que difería de los
ornamentos presuntuosos y aderezos grandilocuentes.

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Desde que fue un mozalbete el fracaso le era connatural, él tropezaba, por
los batacazos de la frustración y depresión, pero siempre se levantaba y un
espaldarazo de confianza lo alentaba a seguir sus designios; pues él jamás
se prosternó ante nadie, ante cualquier institución religiosa ni del estado.
La tertulia en su habitación finalizó con improperios y algunas riñas
verbales, con estas palabras:
— Lárguense malnacidos parias, ustedes son los que socaban con sus
conversaciones triviales y fútiles el libre espíritu – Ellos respondieron a sus
insultos, profiriendo al unísono.
— ¡Vete a la mierda Tomás! – Mientras se retiraban de su casa, salían uno
por uno, alguien susurró – siempre este huevón se porta muy mal de ebrio,
mejor larguémonos a beber a otro lugar – mientras uno le increpaba, los
demás se iban ofendidos, displicentes y con ganas de golpear a Tomás,
pero no lo hacían, por una cuestión de respeto y no tener que lidiar después
con los encontronazos, pues él peleaba bien y ellos lo sabían.
Al día siguiente recostado en su lecho y con la resaca que lo desvaía, se
sentó para empezar a escribir sobre la mesa resquebrajada. En ella había un
cúmulo de papeles escritos y algunos en blanco manchados con restos de
licor y cenizas de tabaco; las colillas y chapas de cervezas estaban regados
por el suelo; y en un rinconcito tirados, vasos rotos y botellas vacías. Él se
sentía el sopor febril a estupefacientes, mezclados con la atmósfera confusa
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de su habitación que lo turbaba. Y así manuscribía sin ambages, en cuyos


escritos el alcohol fluía en cada palabra y el efecto parecía inmediato, pues
uno siente que se embriaga junto con él y les transporta a su lúgubre
recinto, en su propio infierno, la ciudad del rincón de los muertos: Ayacucho.
A pesar de ser un hombre con la cara con marcas de acné, una pequeña
cicatriz en el pómulo. Y sus constantes trasnochadas que surcaban por su
rostro; una panza chelera y el pelo grasiento, consiguió acostarse en su
periplo libidinoso con mujeres lujuriosas de todas las cataduras, algunas
eran féminas de buena pasta y madera, otras menos agraciadas, pero de
buenas caderas, en cuyos rostros subyacían un pensamiento diabólico y
avieso.
En casa para escribir, apenas se vestía, andaba en paños menores, era un
exhibicionista, tan obsesivo como efectista, tan borracho como genuino, y
sí, vale, un maldito e indecente borracho, pues no le avergonzaba caminar
desnudo por la azotea o el cuarto, mientras algunas eventuales féminas
recostadas en la cama, le veían el falo tieso, después de una embriaguez de
fierro. Cuando escribía era un apasionado, pues el puro acto de menear los
dedos, y no precisamente para excitar a una barata prostituta o una fina
casquivana con las manos; tuvo alguna vez que haberle hecho sentir la
gloria, de coger la pluma para lograr la tormenta creativa, y para ello era
menester beber mucha filosofía y literatura, para refrescarse y aligerarse, y
también mucho del licor.
Llegaba el ocaso a su habitación, cerraba las cortinas, y la oscuridad
insondable se cernía sobre Huamanga, pues a menudo manuscribía por las
noches sobre el folio, que para él era el puerto seguro y perfecto para
vislumbrar mejor la melancolía. Escribía con ritmo y armonía para crear la
tormenta creativa, con su prosa sucia e irónica, que rezumaba sudor rancio,
destilaba alcohol de garrafón y perfume fino de mujer; pero también
instilaba sinceridad, lucidez, soledad, melancolía, desesperación y un humor
que era puro vitriolo y ácido lisérgico; pues sus tempranas experiencias con
el dolor acabarían por dotarle de una estoicidad a prueba de bombas.
****
Al día siguiente, de mediodía lluvioso, yacía de bruces sobre el camastro; su
regordete y abotargado cuerpo febril, estaba mellado por la borracheras
descomunales y habituales, que se asestaba. Él, un escritor desconocido y

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pocas veces lúcido, cuyas virtudes fueron favorecidas por el ingente


consumo de alcohol, cigarrillos y una vida nocturna a borbotones, asistía
una vez más a su local favorito llamado La choza de la cacería, un lugar
frecuentado por múltiples legiones humanas de la noche, de lo más exótico
y estrafalario, como el de los vagabundos y fantoches, suripantas y
casquivanas; que eran unos desechos sociales e individuos marginales de
poca monta que andaban a la deriva. Encontró por sorpresa en aquella
cantina a una empedernida curda, apodada ‘la Chana’; una fémina
promiscua, de belleza residual que tenía tanta afición a la soledad y al
alcohol, que en cuyos decaídos glúteos, se evidenciaban las penurias, el
abandono y una vida plagada de sórdidas borracheras, con sujetos
desconocidos que la llevaron para el arrastre y la poseyeron para la
estocada y el tire somático.
Mientras bebía con la Chana, se ensimismó y pensó, que el alcohol había
sido probablemente para él, una de las mejores cosas que habían llegado a
este planeta, después de las artes literarias y musicales. Era destructivo
para la mayoría de la gente, pero para él no lo era. En un intervalo de
tiempo considerable, todo su trabajo creativo lo hizo cuando estaba
intoxicado, incluso le había ayudado a flirtear con las mujeres. Fue una
liberación porque básicamente fue una persona insociable y tal vez tímida.
El alcohol le permitió ser un héroe que atraviesa el espacio y el tiempo,
haciendo un montón de cosas atrevidas, y apuestas osadas. Él fue siempre
un solitario y loco, él estaba desquiciado en su soledad, imaginaba
ensoñaciones sensuales, no le importaba que el resto de los habitantes del
mundo muriesen, salvo para echarse un polvo de vez en cuando. Él era lo
bastante bueno para crearse enemigos y detractores por doquier, y con la
mirada puesta sobre un folio salpicado por los restos del vino añejo, unos
días antes de entablar la conversación con la Chana, se dijo:
Siempre mantuve el riesgo de escribir con una prosa incendiaria, pues
esta germinaba y florecía en cautiverio tan rosa como tulipán, tan
esquivo como afable. Mi escritura es involuntaria, como los latidos de
mi corazón, o como la erección de un púber. Siempre descendiendo con
mis elucubraciones hacia el abismo de la infancia, ella fue tan dulce
como la miel de tomillo. Y la lectura siempre fue mi salvación, pues
siempre he admirado a los hombres que tienen el gusto por los libros.
Así que quiero mancharla de melancolía, de nostalgia y de soledad, con

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el pincel del frenesí; pues mi prosa siempre se ha filtrado a través de


esos poros, como las que exudan los locos, quien sabe quizás ellos
algún día las mejoren.
Mientras bebía con Roxana Lucena, “La Chana”. Ella le contemplaba con los
ojos saltones y sanguinolentos. También escribía sobre la soledad, la
melancolía y el opresivo machismo, su vida intensa y turbulenta. Sus amigas
eran féminas alcohólicas, enfermas; algunas eran lesbianas, otras
devoradoras de hombres y usuarias permanentes de hachís, marihuana y
tabaco. Algunas bisexuales; como Chana, adicta a la benzedrina y activista
de un movimiento feminista, era una auténtica borracha. Tenía un corto
cabello castaño, espigada, una bonita nariz de botón, y con uno de los ojos
prominentes, que no acababan de conciliarse con el otro; pero, sí,
proyectaba vitalidad, era una de esas mujeres que no pueden pasar
desapercibidas en ninguna circunstancia; con ella mantuvo una pasional y
destructiva relación carnal y espiritual. Aunque era promiscua, pues iba
siempre en busca de nuevas aventuras prohibidas. La encontraron alguna
vez teniendo sexo en público con una eventual pareja, y por ello fue
encarcelada. Ella consumía marihuana, bebía y alborotaba el orden en los
conciertos donde iba, siempre movía la cabeza como una posesa en los
aquelarres rockeros, sobre todo cuando oía metal y punk, y su risa a donde
iba era casi siempre incongruente, pues reía sardónicamente mientras
hablaba, incluso cuando estaba sobria. Además se involucró en truculentas
aventuras delincuenciales, consumo de marihuana. Y Tomás bebió de ella y
de la bebida, durante un breve intervalo, a quien ya no veía, hace buen
tiempo, un año quizás, sin embargo aquella noche la encontró cansada,
eufórica y drogada, que al rato Tomás se refirió de este modo:
—Me da mucho gusto verte de tiempo, Chana, por fin podré beber contigo;
que la eternidad ya se nos acaba. – Con una leve sonrisa y tocándose la
barbilla, le susurraba al oído pues la música no dejaba que hablen sin
interrupciones.
— Gracias por las amables mentiras, y déjate de fanfarronerías, y pide una
trago que tengo una sed terrible. – Ella acomodando las posaderas en la
banca le mostraba una sonrisa disforzada.
— Esta bien pero es verdad, quiero poseerte esta noche aquí conmigo,
porque luego ya no podré tenerte. – Le decía con una cavernosa y profunda
voz, mientras ella incrédula le oía.

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—Mierda ya no sigas o lárgate, que estoy ansiosa de beber, y luego nos


iremos a donde tú quieras ¿Está bien? – Ella no actuaba así, pero había
fuego en su mirada, los mohines que hacía eran descompasados, estaba
drogada; su aliento despedía un tufillo a marihuana.
—No seas agresiva mujer, o me iré. – Tomas sobrio aún no subvertía su
conducta con improperios. De repente se levantó, y se fue, pues no deseaba
conversar con la furibunda Chana, que estaba colérica, él pago la cuenta, y
cuando se disponía a retirarse, ella le gritó.
—Adónde vas, oye imbécil, si puedes ándate a la mierda. – Se paró, para
gritarle con un chillido estridente.
—Si eso haré, me voy a la mierda, maldita mujerzuela. – le repuso y se fue,
desairado y compungido, mientras ella se disponía a sentarse y prender un
cigarro más.
La fragancia de la atmósfera desmesurada a licor y tabaco, en su vida
infestada de borracheras por las arterias de Huamanga, fue catalizada
siempre por las potencias de la libido y el bálsamo que existen en los
excesos sensuales del licor y el sexo. Siempre necesitaba de estos agentes
catalizadores, eran su verdadero alivio, para no sentirse reducido a la
miseria e inanidad existencial, necesitaba siempre de un buen trago y decía:
“Sé que todos necesitamos, algunas vez de un buen trago; pero la
mayoría, los del populacho, todavía no lo saben”.
Esa misma noche, ya bebía en otra cantina, se ensimismo mientras
escanciaba un trago más, y recordó que le gustaban todo tipo de licores
desde el wiski, pisco, ron y flor de caña hasta la cerveza, y el vino que es
sangre persistente e insistente; una auténtica sangre continua, una amante
y compañera continua y obstinada. Se le sobrevinieron los pensamientos de
torbellinos feroces de resquemor, de una vida plagada de desaciertos y
fracasos, y era cuando más necesitaba de un trago y un cigarro para
equilibrar la borrachera, y con estas palabras en su fuero interno se dijo:
“Con el puro o cigarro he encontrado el equilibrio, porque ambas
gravitan y oscilan en el péndulo de la embriaguez audaz y sensual. Soy
pendenciero, y siempre en mi caótico y sucio cubículo he prendido un
nuevo cigarro o puro, me he servido de un trago y recuerdo una riña
que para mí ha sido una hermosa pelea más”.

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Ya en casa, otra vez, para él era también menester, algún afecto femenino,
y se refería en sus escritos en estos términos, mientras escribía en una
manchada de licor:
“Hay que querer a una mujer y dejarse caer en la sombra”.
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Después de beber casi siempre, por tres días seguidos con los beodos del
barrio en su cuartucho o con errantes bebedores de otras lugares. Se metía
a la cama por tres días y cuatro noches, cerraba las cortinas y dormía, y se
levantaba de la cama tan solo para salir a comer un almuerzo al
restaurante, volvía a casa, conciliaba el sueño; y luego cuatro días después
salía otra vez de ahí completamente iluminado por dos o tres meses. Todo el
mundo debería ir a la cama de vez en cuando, cuando se sienten decaídos y
desmoralizados, y dejar todo por tres o cuatro días, y así volverán a estar
bien por un tiempo. Pero nosotros estamos obsesionados, tenemos que
levantarnos, hacer algo y volver a dormir, como ocurre con el populacho
trabajador, las mujeres hacendosas, los funcionarios públicos, y cualquier
otro trabajador público o privado. Él se refería en estos términos mientras
estaba echado en su camastro de bruces, manuscribía:
En vez de luchar contra la angustia del futuro, debemos dejarnos
poseer por la depresión y la melancolía, y a renglón seguido también
disfrutar de los placeres que nos brinda el presente, de esta forma se
acelera el proceso de sanación y se extraen los diamantes en bruto de
la oscuridad insondable de vuestras almas.
Ya restablecido por los estragos de las borracheras seguidas, despertaba
para escribir; a veces no bebía por dos semanas, y estaba allí, siempre
sentado sobre una silla, escribiendo sobre una vieja mesa con las gavetas
resquebrajadas. Aquel borracho haragán, sostenía el bolígrafo para escribir
a veces sobre la falta de amor romántico y propio, el odio a la rutina, o una
crítica irónica y punzante a la sociedad moderna. También sus escritos
tenías ribetes de erotismo reflejados en sus escritos de forma salvaje y
detallada. Hubiera o no eyaculado, en el rostro de las mujeres, él siempre se
inventaba pasiones para ejercitarse, aunque la mayoría de la veces sus
anécdotas escritas fueran un entreverado de anécdotas reales. Cuando se
comunicaba con sus congéneres siempre decía algo interesante y original,
pues claro está que, cuando dices algo y de repente, la gente empieza a

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hablar de ti por eso que has dicho, te sientes tentado a seguir diciéndolo, y
el redomado amante de mujeres alcohólicas, casi siempre profería exprofeso
sus pensamientos sobre las relaciones sin tabúes, sin tapujos, quebrantando
cualquier regla moral; y lo manifestaba como un ser fracturado por los
fracasos en la vida mundana colmada siempre de excesos y licencias, como
los individuos incompletos y luchadores en un viaje hacia la realización
postraumática.
Antes de convertirse en un alcohólico incorregible, con licencias para beber,
tuvo que aprender a ser flexible y sutil, taimado y obstinado. Él no busco la
riqueza material como una condición para ser escritor. El dinero austero que
ganaba enseñando en un colegio privado no le importaba, sino lo suficiente
para comprar lo necesario, solo para comer y vestirse, y en otras ocasiones
para despilfarrarlo en la bebida. Seguía escribiendo día y noche, era de las
primeras cosas que hacía. La experiencia le había enseñado que los
instrumentos que necesitaba para su oficio eran el papel, tabaco, comida, y
un poco de vino, que eran sus necesidades cardinales, para desplegar sus
talentos y acrisolar sus virtudes. También una grandiosa capacidad para
ensimismarse, para tolerar el calor, el frío, el ruido y las interrupciones del
ambiente en una quinta donde vivía. Pero casi siempre la calma llegaba a la
medianoche, y podía escribir con tranquilidad hasta las tres de la
madrugada, luego despertaba casi todas las veces a las once del día. En
ese lapso de madrugada era cuando más afloraba su iluminación creativa,
pero igual escribía siempre a todas horas. Y él seguía otra vez sentado
escribiendo, algunas reflexiones con estas palabras:
Para escribir mejor, necesito de mucha perseverancia y gran desapego
por las cosas anodinas que me brinda la vida cotidiana. Echaré todo
por la borda; el honor, incluso el orgullo, la decencia, la seguridad, la
felicidad, todo, y he apelado siempre al fracaso y a las tristezas con tal
de escribir bien.
****
Una tarde, cuatro días después de una borrachera descomunal, una tertulia
con alcohol más en casa de un conocido. Discutía con algunos catetos, pues
era habitual en él, crear conflictos verbales; pocas veces se mostró
complaciente, claro al inicio toda iba viento en popa, venían algunas
señoritas que él no conocía, y se dirigía a ellas con afabilidad. Pero desde
que comenzaban las discusiones y las disputas verbales, casi no comulgaba
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con la idea de sus congéneres y empinando el codo le gustaba ser atacado e


injuriado. Uno le vociferaba: ¡Tomás eres desagradable! –, pero eso le hacía
sonreír. Otro le despotricaba: ¡Eres un escritor desastroso!-, uno más le
maldecía: ¡Eres un fracasado, te falta mucho! – Sonreía más, y no les
increpaba, prefería las ofensas que la indiferencia, le hacía sentirse
importante. Era mejor ser difamado y agredido que ignorado. Por su
conducta poco amable y directa, era el centro de atención por los agravios y
se alimentaba de los insultos.
También desconfiaba de la naturaleza escurridiza de las palabras de algún
charlatán o demagogo, a veces presente en las veladas, quienes se creían
unos expertos opinólogos; él era impetuoso para responder a sus
perogrulladas y logomaquias. De modo que tenía una energía violenta
contenida que necesitaba ser extraída, y de ese forma el también profería
sus críticas en contra de aquellos detractores que desdeñaban su punto de
vista, terminando algunas reuniones en un escándalo tumultuoso de dimes y
diretes, incluso en refriegas que daban como resultado algunos heridos.
Creía que si la energía de agresión y la violencia son contenidas, nos
volvemos unos locos, reprimidos y convulsivos, como a veces se le llama
violencia consumada y cumplida a la expulsión de energía con honor. Por
eso también le gustaba ver peleas de boxeo y de artes marciales mixtas, y
por tanto él mismo también las protagonizaba con peleas callejeras a puño
limpio en los barrios y en las cantinas de los arrabales de la ciudad. Él sabía
que el último sosiego que todos deseamos no es un área deseable, no
estamos destinados a eso; porque de algún modo necesitamos de la
inestabilidad y los nervios.

Un tiempo después se alejó de toda violencia y peleas en las que figuraba,


pues le había ocasionado algunas secuelas en la nariz y algunas tenues
cicatrices que surcaban sus mejillas y la frente. Ya apartado de las
escaramuzas decidió no claudicar en su empeño de ser un buen escritor,
también de realizar a menudo trabajos informales, y de no aislarse sobre
todo las cosas de la escritura que era patente y perenne en él. Un conocido
suyo que no sabía de su verdadero empleo, le preguntó:

— ¿Por qué no te buscas un trabajo decente? – Él respondía:

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— No hay ningún trabajo decente, estimado. Si un escritor abandona


la creación, está muerto. Y quiero escribir historias originales, profundas y
reales, pues si dejo de escribir, estoy muerto. Y esa es la única manera en la
que me detendré: muerto. Además, para escribir lo más sensato que
alguien puede hacer, es estar sentado con un cáliz de vino entre los dedos,
mientras las paredes esgrimen sonrisas de despedida”. – Su conocido
íntimo, al leer algunas de sus pinceladas, solía reseñar, con intensa y
profunda crítica, diciendo:

— Tu escritura es tan cruda. Es como un martillo de carnicero, o como un


taladro de minero capaz de perforar una superficie lisa, o como un escalpelo
capaz cercenar la piel más dura, pero aun así tiene humor y ternura,
honestidad y nitidez, ironía y acidez. – Sentenció.
En otras ocasiones, casi siempre escribía; justo cuando empezaba a sentirse
un hijo de puta, es decir, un angustiado y detestable ser para los gregarios y
recalcitrantes conservadores; sus manuscritos los tecleaba luego en el
ordenador todas las noches, como un proxeneta antisistémico. La burocracia
le apestaba, y la jodía con sus sardónicos comentarios y exégesis vitriólica.
Se decía a sí mismo en estos términos:
“Tú no estás en ese tren de mediocres y chapuceros paquidermos de la
escritura. Los burócratas sí y su dinero, los vecinos sí, y su
incompetencia, y el tuyo, no. Así que escribe, fuma, bebe, tose, suénate
la nariz y ráscate el culo”.
Pensaba de ese modo, y se sentía solo, pero único en su especie. Una
soledad excepcional le acompañaba, en su mierda, en su talante. Iba por los
bares más cutres del pueblo huamanguino, en ella había afianzado su
talento y el vicio por los psicoactivos, y también su vínculo con la
marginalidad de los parias. Aunque siempre los aborrecía y repugnaba, pero
no los odiaba. Salía con uno u otro conocido, igual de alcohólicos que él.
Además tenía grabado en la memoria la enseñanza de vivir con esa suerte
de estoicismo a lo Kafka o Cioran que exige sufrir con elegancia y padecer
con estilo.
Aquel mes de junio en que vivía solo y sin pareja estable, casi siempre
borracho; salía dos veces a la semana a trabajar a un colegio privado, sus
vecinos y conocidos del barrio, le habían proferido y etiquetado como un

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tipo vago sin oficio ni beneficio, e incluso un tipo antisocial, que el condesó a
su libre arbitrio con estas palabras:
“Me consideran un haragán, un zángano de colmena, hasta asténico de
constitución, también un extraño en el sentido de poseer escasas
habilidades sociales y un desinterés total por lo material cercano al
marasmo. Las pláticas con mis semejantes son soporíferas; y no me
agrada lidiar con ellos, porque aún me aburren las conversaciones con
mis congéneres; y se me encasilla por una persona extravagante. No
soy antisocial, sino que no encuentro placer en los contactos sociales,
salvo si se dan ciertas condiciones”.
Quizás fuera un zángano para trabajos corporales, pero la escritura, la
lectura, las emociones, el licor, conformaron la mayoría de veces una
importantísima parte de su idiosincrasia, también su bagaje cultural era
concomitante con su melomanía, pues le encandilaba el blues, casi siempre
escuchaba sus lastimeras melodía con algunas mujeres alcohólicas y
conocidos beodos pues no todos y todas tenían gustos exquisitos. Además
no le cabía duda de que muchas grandes decisiones lo había tomado en
estado de ebriedad y con el blues.
****
Era la tercera semana seguida que bebía en el mes de junio, mientras
escribía y bebía un sorbo más de vino, una vez más invitó a un conocido de
barrio a su cuarto ahumado, se pusieron a libar de la válvula de escape: el
licor y unos puros; con un diálogo interesante, que inició Tomás en estos
términos:
— ¡Ey compadre!, te cuento que algunos escritores renombrados aseguran
que se escribe mejor cuando se está mareado por la cerveza, el pisco o por
el whisky. – bebían en confianza, tuteándose; aunque en algunos tramos un
lúcido y sutil pensamiento se manifestaba en sus mentes soñadoras. Y
seguía — La bebida, y es mi verdad, ayuda a los elegidos a ahogar las
penas, el dolor, la angustia o la timidez, pero a otros simplemente los hunde
en el fango de la mediocridad, y en el abismo del fugaz consuelo. – Lo decía
casi siempre con actitud vigorosa y solvencia verbal, que su conocido
apodado el ‘pana’ un curtido bebedor, le oía y movía los hombros en señal
de una sospecha positiva.

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— La firme ‘broder’, es que yo bebo por el placer y a veces para


desahogarme, por alguna hembra que me hizo daño, o sea para matar la
tristeza, me entiendes ‘causa’. Bebo tantas cervezas hasta casi trapearme,
pero la verdad es que hay algo de razón en lo que dices. – su lenguaje era
vulgar, callejonero, no obstante, era un tipo con quien podía charlar
amenamente y entre risas.
Lo primero que distinguía a Tomás de un borracho amateur como lo era el
‘pana’, es que el buen alcohólico piensa en sus borracheras como si fueran
todas unas mismas y únicas dentro del frenesí dionisíaco, mientras que el
aficionado las contabiliza y bebe sinsentido por el desfogue vulgar e
insignificante. Y Tomás seguía en estos términos:
— ¡Ey ‘broder’! – como para mimetizarse, en términos corrientes; y
proseguía – pienso además que el auténtico bebedor no enumera las copas
ni presume las botellas que se acabó, él ansia beber incluso su propia
sangre y la hemorragia espiritual de la libertad; mientras el vulgar borracho,
sí, y goza mostrándole a sus conocidos cuánto ha ingerido, como un vil
alcohólico que presume poseer dinero para comprar lo que se le plazca en
números de botellas y litros de alcohol.
El redomado crápula Tomás, en las lides del licor bebía de cuando en cuando
con el ‘pana’. Otras veces bebía con gente intelectual, aunque ellos no
dispusieran del tiempo requerido para libar, por haber perdido en aquel
periodo sicalíptico y alcohólico toda relación amical con los compañeros de
las letras y colegas del licor. La conversación con el ‘pana’ fluía, a pesar de
ser un paria; como lo eran también la mayoría de las casquivanas y
ordinarios, con los que ni siquiera se asomaban conversaciones por encima
de la mediocridad general, pero ya lo decía Flaubert: “en lo bajo existe lo
sublime”. Para finalmente terminar sentenciando lo dicho, pues el ‘pana’,
que no era un tipo nada reflexivo sino práctico, quería ya escuchar unas
canciones de rap que pedía del ordenador, y Tomás para rematar su
expresión sobre los tipos de borrachos le dijo:
—Finalmente estimado ‘pana’, creo que el común libador que, a pesar de
beber sigue siendo un ordinario y vulgar bebedor, un corriente borracho de
poca monta, siempre está buscando pretextos para hacerlo sin motivos
inmanentes; pero, en cambio el auténtico ebrio de pura cepa en la bebida,
llega a la exaltación etílica y derrama lágrimas por las mismas causas, por
las peripecias que maniatan y amordazan sus sentimientos, pues siempre

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El alcohólico irredento

hay algo que no deja de dolerles; beben día tras día, a causa del mismo
motivo, de las vivencias funestas, siempre cavilando por sus tropiezos
vivenciales, y también por el placer de sentirse embriagado de la vida
misma. – Sentenció empinando el codo, al parecer el pana le había
entendido poco y a lo peor nada, pues se mostraba como desconcertado,
pues Tomás era sibilino, pues él jugaba con las palabras a él le daba lo
mismo, pues era un plática ordinaria, con un ser corriente y moliente; pero
ya no le importaba y seguían bebiendo.
Al día siguiente despertaba acucioso y ávido de más licor, pero después de
los parloteos con algunos conocidos prefería estar solo. A veces salía al
atardecer, y reiniciaba la misma borrachera en la cantina de su barrio, un
lugar poco frecuentado por rockeros, pero sí por diversos hatajos de
gamberros taxistas y motoristas, también por estudiantes ataviados con su
atuendo de algún instituto y por jóvenes de distintos oficios; cuya
preferencia musical eran la cumbia y el huayno. Ya sentado en la barra de la
cantina, pedía una cerveza. Su memoria había perdido la capacidad para
darle continuidad a sus recuerdos, su mente divagaba en una entreverada
evocación asociada por los fracasos de su designio, la perfidia de las
féminas y por la valentía para flirtear a casquivanas alcohólicas con las que
se emparentó y congració alguna vez.
Ya otra vez el efecto se recrudecía, dejó de sentir cansancio, sueño y
cualquier leve dolor fisiológico. Estaba borracho unas horas después, se
topó en el local, con conocidos alcohólicos y alcohólicas, que se le
acercaban para saludarle y luego irse. Aunque le llamaban para beber en
una mesa con un grupo de crápulas y casquivanas, él prefería estar solo
bebiendo en la barra. Cuando se ensimismaba, él no retenía mucho de lo
que pasaba en la juerga, y desteñía sus borrosas memorias con cada gota
que se inyectaba a la cabeza. Cuando estaba sobrio, le daba amnesia, pero
se le quitaba volviéndose a emborrachar, recordaba hasta los pormenores
de sus vivencias sentimentales, incluso sucesos deprimentes que hace
algunos años hicieron mella en su memoria evocativa. Tomas había sido un
desdichado, sus conocidos contemplaron en él, a un hombre solitario,
ensimismado; pero también casi siempre de sobrio y algunas veces de
ebrio, solía ser jocoso, divertido y elocuente. En ese momento de
embriaguez, le sobrevino un soliloquio mientras meditaba, y con una rabia

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MANOLETE LEÓN

contenida en sus adentros, bramó como un loco, y gimoteando, emitió estas


palabras:
“Mucha gente piensa que yo, como los grandes escritores son personas
que todo el día se la pasan inventado y haciendo cosas maravillosas,
esa es una absurda mentira. Pero este trago que bebo ahora no es un
impedimento para la fabulación, todo auténtico artista de vez en
cuando apela a las borracheras para liberarse del tedio y el hastío de la
existencia. Y a veces hace falta mucho entusiasmo para lograrlo, y
considero que para cruzar una montaña congelada o para superar una
línea y llegar al siguiente renglón, hay que convertirse en un río de
lava; y por eso yo bebo, para transmutar mi cuerpo en un líquido
hirviente, y así derretir a toda costa, todos los obstáculos que se me
atraviesan”.
Mailer una vez apuntó, parafraseando: “El hombre solamente puede
encontrarse a sí mismo en medio de una borrachera”. Por eso para él, cada
trago o sorbo era una palabra no pronunciada; es decir, una palabra escrita,
y una botella de alcohol fue el medio de transporte ideal para la creación,
donde se sueña despierto. Así que había compuesto semanas antes, un
himno poético en honor quizás a Dioniso, pero dedicado a todos los
auténticos bebedores, una especie de epíteto, en una hoja, la cual estaba
manchada de vino sobre la mesa y decía:

Una oración preñada por el vino,


fecunda a un nuevo pensamiento,
y así se asegura la perpetuidad del lenguaje que cautiva.
Una proclama atiborrada de cerveza,
desborda sentimientos de poder en la palabra que embelesa.
El vino concentra, momentáneamente
y en un mismo lugar, es decir en el vientre,
todos los pensamientos cautivos
que luego los libera por la acción de la memoria.
Cuando escribía sus relatos y poemas, él, como el cantante, sacaba el soplo
desde el diafragma, donde resonaban los ecos fructíferos del sufrimiento
abigarrados por el licor de la melancolía. Beber en exceso trastocaba su
entendimiento, pero también le hacía más honesto, más fuerte, más
humano, como sucede con la mayoría de los borrachos, pero también nos

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El alcohólico irredento

pervierte y nuestros sentidos se depravan por la carne de la lujuria. La


verdad no tiene por qué estar oculta, pues para el mareado bebedor, es
mejor que se digan las cosas sin envoltorios que desdibujen y distorsionen
la realidad, Tomás lo hizo así, casi siempre; aunque al inicio siempre se
había mostrado muy carismático, elocuente y simpático en el trato; pero
hasta cuando bebía demasiado, es en esos momentos que sentía un
martilleo incesante en la cabeza, que profería desatinos y también
prorrumpía con sus palabras verdades hirientes, aunque claro al inicio
siempre trató de enmascararlos con el velo de la parsimonia y la
circunspección del hablar. Sin embargo para la frailesca hipocresía de sus
congéneres, este ebrio o sobrio, su comportamiento siempre se trastocaba
en un exabrupto de imprecaciones.
****
A este hombre no le interesó nada, porque el mundo para él había dejado de
tener sentido. Ni el amor, siquiera, era un puerto seguro. Se acordaba
incesantemente de una mujer, por quien alguna vez perdió la cabeza. Con
ella bebió en demasía, compartió, sus más intensas y turbulentas historias.
Anduvo un corto tramo por los campos elíseos del idilio, después las
imprecaciones contra él y las denostaciones reciprocas. Pero antes ambos se
degradaban por el consumo reiterativo de alcohol, ella tenía unas resacas
de boda de gitanos. Ambos se pillaban unas borracheras como el de las
festividades huancaínas, o el de las fiestas patronales en Cangallo. No
obstante, ella era intelectual, de media estatura, figura grácil y trigueña,
con unos hermosos ojos azucarados; de una donosura al andar y desparpajo
al hablar. Ella intentó apoderarse de su alma hábil y adiestrada, pero él se lo
impedía porque lo quería reservar para él, porque era lo único elemental
que le quedaba. De modo que dejó de verla un tiempo prudencial, para no
sentirse en posesión espiritual, y menos parecerse a ella en cuanto a su
proceder. Hubo un brevísimo trecho de devaneo, y comenzaron a gestarse
las discusiones y peleas verbales continuas que causó la ruptura. Con ella
hubo una alegría inicial, luego entusiasmo, respeto, risas y pláticas
interesantes sobre la música selectiva, solo apreciada por las grandes
minorías. De súbito devino la separación, entonces su vida pronto fue
sustituida por las dudas y la depresión. Dejó su trabajo esporádico, estuvo
libre de obligaciones laborales, se obsesionó con la idea de que no

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MANOLETE LEÓN

conseguiría mantenerse a flote con la escritura, llegando a plantearse, por


primera vez, el suicidio.
Empero para salir de aquel bache se puso a escribir con más empeño que
nunca, escribía con ahínco, bajo contextos de angustia y melancolía.
Escribía casi todo el tiempo, pero cuando bebía dejaba de escribir y leer
durante tres días, siempre postrado en la cama durmiendo largas horas. A
pesar de toda la agresividad y vehemencia de las que hacía gala, Tomás era
un hombre muy sensitivo, andarín e inquieto, de carácter rijoso, siempre
abierto al amor y a la amistad, se entregaba en sus relaciones con un
entusiasmo adolescente. Pero como era de esperarse, poco tiempo después
Violeta Landázuri le abandonó, y Tomás cayó más bajo que nunca. Se había
quedado sin nada, lo único que podía mantenerle a flote era la lectura y
escritura, y también su pasión por la música, que tanto le encandilaba, éste
le libró de las pesares; pero en aquel momento había perdido el pulso por
completo, y se internaba por días enteros en su dormitorio; de modo que por
segunda vez, la sombra del suicidio comenzó a revolotear en su sórdida
habitación. Y cuando más deprimido se hallaba, balbucía:
¡Qué va! No lo haré y no vale la pena, pues moriré algún día de un
modo altivo, cuando ya no será posible vivir dignamente, quizás el
suicidio sea un consuelo poderoso, pero me ayuda a pasar más de una
mala noche. Pero como dijo Nietzsche: “Quien tiene un ‘porqué’ para
vivir puede soportar casi cualquier ‘cómo’”. Y esa es mi motivación,
me endureceré, soy diamantino. ¡He dicho!
Otra vez le mostraba sus credenciales al club de los solitarios. Ya no veía
hace un buen tiempo a alguien, no visitaba a casi nadie. Cuando salía a dar
una vuelta por el barrio, veía a catervas de mastuerzos, parloteando, le
aborrecía sus vanas pláticas y sus fútiles discusiones. Ya no salía casi nunca
con la gente, le perturbaba a veces salir con una viltrotera alcohólica. Pues
decía: ‘que si miras mucho a otra persona, te empiezas a parecer a ella’.
Algún chuchumeco le llamaba para beber él lo rechazaba con desdén y a
veces con indiferencia. Desde entonces los galifardos ya no le buscaban; sin
embargo él, como en la mayoría de las veces se la podía pasar muy bien, sin
la gente. Y en su monólogo interior, refería lo siguiente:
La gente no me llena, sino me vacía. No respeto a nadie, ni sus
moralinas. Tengo un problema en ese sentido, quizás este mintiendo

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El alcohólico irredento

pero, créanme, es verdad. Les citaré a Ibsen: Los hombres más fuertes
son los más solitarios.
****
Tres semanas después, ya en el mes de julio; ya algo restablecido, pero
siempre todavía sombrío y cabizbajo conoce a Azucena Lagos, frisaba los
veinticinco años; era loca, una majareta, pero era mágica y misteriosa, en
su mirada había candor y pavesas a fuego bermejo; el color alabastrino y
terso de su piel resplandeciente le excitaba. La quería como un varón quiere
a una mujer que no palpa, o quiere a damisela como nadie le vio con ella.
Tal vez la hubiera amado, si se hubiera sentado en una habitación tomando
un café con él, fumando tabaco y oyéndola mear, pero aquellas situaciones
no sucedieron en principio. Pero al mismo tiempo también soñaba con una
mujer bondadosa, virtuosa, cariñosa, artista e inteligente; a pesar de que
pudiera costarle esfuerzos y el azar de la coincidencia no le correspondiese,
siempre las deseaba con frenesí, a aquella fémina que pudiera devolverle el
placer de los sentidos. Quería poseerla aun en sus apetitos cósmicos, en una
danza serpenteante atiborrados de exquisitez, y de halos a sexo tántrico.
Algunas buenas mujeres que conoció tenían aquellas virtudes, sin embargo
en esos momentos angustiosos, todo lo había echado por la borda y estaba
perdido. Pues se estaba convirtiendo en aquello que siempre había odiado.

Quizás ella, pudo ser el alter ego de Tomás, quizás la amó. La plática con
Azucena al inicio era amena y afable, también profunda y aleccionadora.
Ella se convirtió en su entrañable amiga; le visitaba a casa; mientras un día,
permanecían recostados sobre el lecho, en la habitación, le habló en estos
términos, y él con los ojos languidecidos puestos sobre el techo mientras
ella le veía de refilón, se refería con estas palabras salpicadas de bufonería,
su pensamiento, quizás sórdido, era interesante:

—Sabes querida deberíamos amarnos, darnos cuenta de lo ridículos que


somos, con nuestros intestinos retorcidos por los que se desliza lentamente
la mierda por el intestino, mientras nos miramos a los ojos en el espejo y
nos decimos: ‘Te amo’. – Con una voz cavernosa y tratando de tragarse la
flema o intentando expectorar al piso, maltrecho por los borracheras que se
había pillado un día antes. Ella le respondió:

18
MANOLETE LEÓN

—Pero que dices, Tomás, en verdad me causa gracia tu comentario, parece


sacada de una historieta de humor escatológico. – Ella reía sin aspavientos,
con una sonrisa lene, mientras Tomás, siguió con sus lucubraciones:

—Tú lo has dicho. Es lo más parecido a un tratado sobre escatología, pero es


verdad nuestro organismo fue concebido para carbonizarnos, mear,
expectorar, evacuar, es decir producir mierda, y también gases, pues nos
tiramos pedos. Y la verdad es ya que no tengo pudor, porque las
costumbres preestablecidas, las he extirpado de mi mente; y solo así
podremos despojarnos de los últimos vestigios del pensamiento gregario
anticuado. – Le oía con atención, Tomás tosía por momentos, la voz las tenía
entrecortada por la flema, ella tan solo le oía, y con una breve replica dijo:

— ¡Qué lucubración la tuya!, suena a bufonería escatológica, sórdida pero


interesante. – Moviendo las manos y cruzándolas, mientras él se mostraba
inquieto, y ella curiosa por seguir escuchándole, el continuó con este
comentario:

—Te cuento, que alguna vez mis conocidos en plena borrachera con
mujeres, me dijeron que una de ellas me atribuyó, que yo me había soltado
un tremendo pedo, y la realidad es que, sí soy un pedorro domiciliario y no
un pedorro transeúnte. Sí, me he tirado grandes pedos resonantes, además
hay tratados sobre el pedo y son una maravilla, yo creo que es una arte que
se está olvidando, lo pedos deben ser siempre sonoros y no silenciosos
porque estos últimos son ordinarios y siempre levantando ligeramente una
pata, la pata contraria. – Sus ideas y opiniones eran traviesas, vivarachas, y
de acepción sucia y quizás disparatada, sus comentarios tenían olor a
cacosmia; sin embargo a ella le interesaba, la encendía, se reía a
carcajadas:

— Ja, ja, ja… Qué buen sentido del humor tienes, eres muy divertido me has
dejado anonadada. – Rió sardónicamente. Finalmente sentenció Tomás, con
total confianza y seguridad:

—Y quiero añadir a lo dicho, que si las personas no puede amar sus culos,
sus pedos, sus mierdas, sus partes horribles, tal y como aman las partes
buenas y atrayentes, no es completo el amor.

19
El alcohólico irredento

****
En semanas progresivas, fueron siendo íntimos y buenos amantes, que se
les denomina, amigos con ‘derechos a roce’. Como era de esperarse las
conversaciones profundas e intensas y las afinidades musicales los
emparentaron, luego congraciaron con el licor que también los imantó, y
semanas después comenzaron a frecuentarse. Bebían en casa, y casi
siempre ambos quedaban tendidos en la cama entrelazados. Ella era una
suripanta despabilada y pizpireta curiosa, usaba unos lentes, que
congraciaban con su lozano y candoroso semblante. Él se la cogía en el
lecho amatorio mientras estaban ebrios, o a veces se recostaban sin copular
y al despertar hacían el amor, y ella parecía una redomada mujerzuela
copulando con gemidos intensos y en distintas poses. Y siempre bebían para
olvidar la seca sobriedad. Tomás evocaba con una especie de paranoia, la
angustia de la muerte mientras ella permanecía dormida casi siempre de
bruces. Pues antes de morir llegamos a recordar muy poco de lo que fuimos,
sé que así nos dolerá menos la partida, de modo que luego era mejor
desviar la atención en asuntos menos dolorosos.

Su arrechura por Azucena iba in crescendo, ya era vital y cósmica, le ponían


cachondos las resacas; pero no para besuquearla o lamerle los genitales,
sino para echarse un polvo a diestro y siniestro, y sin contemplaciones.
Mientras se acariciaban, él ponía una endecha sensual en el equipo de
sonido, que resonaba en las cuatro paredes. Una vez que ella le daba la
espalda, todo el fluido sanguíneo le recorría por los cuerpos cavernosos del
cipote. Y cuando se corría frente a ella, sentía como si fuera en la cara de
todo lo decente y moral, y también en el rostro pudoroso de las mojigatas y
en el alma de las monjas ateas muertas, su blanca esperma iba resbalando
por las mejillas, el mentón. A ella la utilizó para un acercamiento al mundo
prohibido, pues mantenía un noviazgo con un tipo en aquel momento, y la
concupiscencia era cada vez más intrínseco; y luego se apartaba de ella
cuando percibía que aquella aproximación le maniataba, y en ese devenir
constante, se alejaba y volvía en un vaivén de encuentros a hurtadillas. De
modo que el sexo como algo prohibido le excitaba más allá de toda lógica.
Luego de la cópula, ella se distaba, se iba, era preferible olvidarla por unas
semanas. Era suspicaz con Azucena, pero no le importaba que estuviera

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MANOLETE LEÓN

cogiendo con otros más, lo que sí, le jodía era que, quizás ella como las
otras fuese vengativa; pues temía que le diera una puñalada trapera
espiritual, pues era pesimista, él lo decía con expresiones de desaliento:

En un principio te quieren, y de repente se largan, y está bien. Sin


embargo ellas pueden observarte muriendo en las veredas por las
calles desiertas o concurridas, y tú estar allí aletargado y tirado por la
borrachera, y de seguro que pasarían por tu lado escupiéndote y
burlándose de tu mala suerte.

****
Ya no la veía, había desaparecido, hace más de tres meses, era su sueño
prohibido. Todavía la quería y ese era su mayor tormento. En sus sueños
más reiterativos e intensos, la sangre de Azucena corría más dulce que la
alegría misma, acostada sobre un lecho cubierto de satén rosicler, rodeada
de rosas negras; y sollozando ante la belleza de la noche. Él contemplaba
aquella tristeza y simpatía detrás de un telón, algo o alguien le impedía
acercarse al proscenio, se cerraba las bambalinas detrás de una densa
niebla. Luego despertaba exudando sudor, parecía real; de pronto se ponía a
meditar sobre la nostalgia y la distancia, acerca de aquellos reproches y
acusaciones que acabaron por claudicar la relación. A partir de aquel
momento ella ya le detestaba, lo maldecía, y se lo profería en el postrer de
la relación, frente a frente. Él no entendía el porqué del repudio descomunal,
que era como una pasión que devora tanto como el cáncer. Él desviaba la
mirada. Ella le increpaba con la vista como si sus ojos le dijesen: “Tú no
entiendes nada. Tu mal es que no puedes evitarlo debes sufrir por eso. Y yo
te digo que no sufriré más, porque estoy luchando por mi vida”.

Pero Azucena, no comprendía lo que le estaba sucediendo, lo que le estaba


matando. Aún ella luchaba por su vida. Pero aún él la quería, y ese era su
gran tormento. Jamás quiso a otra como a ella, de un modo tan excepcional
y especial, con ella era tan distinto. La medida del rencor era a la medida
de la querencia amorosa de ambos, empero quizás fue esa su suerte, pues
no siempre enamorarse significa amar. Incluso es posible enamorarse
odiando. Cuando ella le dijo en estos términos:

21
El alcohólico irredento

—Tú reflejas tu amor de un modo distinto, tu reflejo fue un corazón roto y


corrompido. Te esperé y te quise, pero ahora ya no podré luchar por ti. ¿Ves
con qué crueldad me enamoré? Algo aun no muere en mí. ¿Estás
satisfecho? Me detesto a mí misma.

Quizás ambos quebrantaron una promesa, por eso consideraban que sus
vidas no fueran un don, sino la veían más como una maldición. Ella le
contemplaba con lágrimas perlando sus mejillas, cuando él balbució
entrecortado, lo siguiente:

—Entonces detéstame a mí, no a ti. ¿Cómo puedo estar satisfecho? Por


supuesto que lo estoy. Pero el sentimiento visceral que no dominas, aún no
está muerto; aquella pasión, pulsión o como quieras llamarlo, sino ahora, no
habría lágrimas en tus ojos, ni habría furia en tu voz.

Él temía por ella. ¿Estaría cometiendo un error?, ¿era quizás la solitaria


perfidia, o la tentación lasciva que escondidas dos almas sensitivas se
infligían? Con palabras de sollozo entrecruzaban las miradas con los ojos
languidecidos, empero ellos tenían un mundo por delante, todavía eran
jóvenes. Hubiera sido mejor, quizás viajar, apartarse de la ciudad por unos
meses y despreocuparse de los dilemas de una vida empantanada de
mandrágoras venenosas. Todavía quedaba un resquicio para la huida. Él la
quería, pero no quería a su ciudad ni a los gregarios, y menos quería los
trabajos esporádicos, quería dedicarse a rajatabla al arte, quería hacer algo
más, irse tal vez de la ciudad. Tampoco quería unirse a nada ni a nadie, ni
siquiera a ella, porque quería tener la ilusión de poder irse en cualquier
momento. En aquella disyuntiva no sabía lo que quería en definitiva, su
mente bamboleaba. Pero sin duda, la quería más que a nadie. Sin embargo
él era capaz de querer incluso a otras, siempre y cuando tuvieran ciertas
condiciones para las artes y para la embriaguez del erotismo. Y en una
última replica, sentenció con estas palabras:

—Únicamente espero que cuando me necesites me puedas encontrar, y que


pueda volver a ti. Pues nos hemos herido tantas veces. Hemos engendrado
tantos sufrimientos y pesares. Lo siento mucho, Azucena.

La cara embriagadora del sufrimiento estaba más perenne que nunca, con
sus tristezas, miserias y dolores, con los recuerdos, olvido y angustias.
Ambos saborearon el acíbar y almíbar de la pasión; sus hondas
elucubraciones, fueron las sucesiones evocativas: de discusiones,
pendencias, nostalgias, soledad, melancolía y desengaños que se fraguaron
en un lapso de tres meses o quizás cuatro, fue una etapa fugaz, pero

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MANOLETE LEÓN

intensa y rica en íntimas emociones. Desde aquel instante su mente estaba


atiborrado de diversas imágenes, prefería ya no recordar.

****
En su periplo existencial anduvo perseverando en escribir, tomando
autobuses de barrio en barrio, comenzó a viajar de ciudad en ciudad,
saliendo como un andariego contemplador a caminar por las calles en
distintos lugares, trabajando en oficios con sueldos pobres, viviendo en una
covacha pobre; bebiendo vino, ron, caña y pisco de baja catadura.
Alternando con mujeres perdidas; que andaban siempre a la deriva.
Conviviendo con sus dos gatos; y cogiendo con rijosas y pobres mujeres,
bebía hasta desfallecer y a veces cogía sin saber bien con quien,
malgastando el dinero en puros y alcohol; y más folios para escribir,
enviando sus poemas y cuentos a algunas revistas y artículos a los diarios.
Viviendo de algunas propinas que le daban los trabajos esporádicos. Le
encantaba el blues, en especial el rocanrol clásico, y por encima de todo,
Pink Floyd y Wagner. Vivió y murió chapoteando en el alcohol, los libros y la
música sus inseparables necesidades. Sin que sepamos a ciencia cierta si su
ingesta desmesurada sirvió para algo más que para alcanzar el delirium
tremens.

Ese mismo atardecer cuando dejo de ver a Azucena, se retiró sin dejar de
mirarla, sintiendo nacer en su interior una emoción más extraña; ebrio horas
más tarde, avanzaba tambaleándose por las calles de su barrio, alumbrado
por la tenue luz de los postes, bajo el cielo pálido y triste del anochecer,
llegando a casa permanecía en la oscuridad lóbrega de su habitación
prefería dejar apagado la lámpara eléctrica, y prendía el tocadiscos que su
abuelo le obsequió, se acostaba una vez más solo con una obstinación
rabiosa, se ponía a llorar sin cesar, a veces un sollozo que no podía contener
se mezclaba con la melodía del blues entre las tinieblas de la noche, una
umbría sensación a melancolía se cernía sobre él. Y de repente ¡Oh
Sorpresa! Como resurgido entre las cenizas, por los azares del destino, y
aleccionado por sus diálogos incesantes con las luminarias del pensamiento,
a partir del día siguiente dejó de beber por seis meses.

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El alcohólico irredento

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01 de julio del 2017

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