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El alcohólico irredento
Estoy borracho; ya lo ves. Cuando no
estoy borracho, no hablo. Tú no me
has visto nunca hablar tanto. Pero un
hombre inteligente se ve obligado a
emborracharse algunas veces para
poder pasar el tiempo con los
imbéciles.
— Ernest Hemingway
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Desde que fue un mozalbete el fracaso le era connatural, él tropezaba, por
los batacazos de la frustración y depresión, pero siempre se levantaba y un
espaldarazo de confianza lo alentaba a seguir sus designios; pues él jamás
se prosternó ante nadie, ante cualquier institución religiosa ni del estado.
La tertulia en su habitación finalizó con improperios y algunas riñas
verbales, con estas palabras:
— Lárguense malnacidos parias, ustedes son los que socaban con sus
conversaciones triviales y fútiles el libre espíritu – Ellos respondieron a sus
insultos, profiriendo al unísono.
— ¡Vete a la mierda Tomás! – Mientras se retiraban de su casa, salían uno
por uno, alguien susurró – siempre este huevón se porta muy mal de ebrio,
mejor larguémonos a beber a otro lugar – mientras uno le increpaba, los
demás se iban ofendidos, displicentes y con ganas de golpear a Tomás,
pero no lo hacían, por una cuestión de respeto y no tener que lidiar después
con los encontronazos, pues él peleaba bien y ellos lo sabían.
Al día siguiente recostado en su lecho y con la resaca que lo desvaía, se
sentó para empezar a escribir sobre la mesa resquebrajada. En ella había un
cúmulo de papeles escritos y algunos en blanco manchados con restos de
licor y cenizas de tabaco; las colillas y chapas de cervezas estaban regados
por el suelo; y en un rinconcito tirados, vasos rotos y botellas vacías. Él se
sentía el sopor febril a estupefacientes, mezclados con la atmósfera confusa
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Ya en casa, otra vez, para él era también menester, algún afecto femenino,
y se refería en sus escritos en estos términos, mientras escribía en una
manchada de licor:
“Hay que querer a una mujer y dejarse caer en la sombra”.
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Después de beber casi siempre, por tres días seguidos con los beodos del
barrio en su cuartucho o con errantes bebedores de otras lugares. Se metía
a la cama por tres días y cuatro noches, cerraba las cortinas y dormía, y se
levantaba de la cama tan solo para salir a comer un almuerzo al
restaurante, volvía a casa, conciliaba el sueño; y luego cuatro días después
salía otra vez de ahí completamente iluminado por dos o tres meses. Todo el
mundo debería ir a la cama de vez en cuando, cuando se sienten decaídos y
desmoralizados, y dejar todo por tres o cuatro días, y así volverán a estar
bien por un tiempo. Pero nosotros estamos obsesionados, tenemos que
levantarnos, hacer algo y volver a dormir, como ocurre con el populacho
trabajador, las mujeres hacendosas, los funcionarios públicos, y cualquier
otro trabajador público o privado. Él se refería en estos términos mientras
estaba echado en su camastro de bruces, manuscribía:
En vez de luchar contra la angustia del futuro, debemos dejarnos
poseer por la depresión y la melancolía, y a renglón seguido también
disfrutar de los placeres que nos brinda el presente, de esta forma se
acelera el proceso de sanación y se extraen los diamantes en bruto de
la oscuridad insondable de vuestras almas.
Ya restablecido por los estragos de las borracheras seguidas, despertaba
para escribir; a veces no bebía por dos semanas, y estaba allí, siempre
sentado sobre una silla, escribiendo sobre una vieja mesa con las gavetas
resquebrajadas. Aquel borracho haragán, sostenía el bolígrafo para escribir
a veces sobre la falta de amor romántico y propio, el odio a la rutina, o una
crítica irónica y punzante a la sociedad moderna. También sus escritos
tenías ribetes de erotismo reflejados en sus escritos de forma salvaje y
detallada. Hubiera o no eyaculado, en el rostro de las mujeres, él siempre se
inventaba pasiones para ejercitarse, aunque la mayoría de la veces sus
anécdotas escritas fueran un entreverado de anécdotas reales. Cuando se
comunicaba con sus congéneres siempre decía algo interesante y original,
pues claro está que, cuando dices algo y de repente, la gente empieza a
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hablar de ti por eso que has dicho, te sientes tentado a seguir diciéndolo, y
el redomado amante de mujeres alcohólicas, casi siempre profería exprofeso
sus pensamientos sobre las relaciones sin tabúes, sin tapujos, quebrantando
cualquier regla moral; y lo manifestaba como un ser fracturado por los
fracasos en la vida mundana colmada siempre de excesos y licencias, como
los individuos incompletos y luchadores en un viaje hacia la realización
postraumática.
Antes de convertirse en un alcohólico incorregible, con licencias para beber,
tuvo que aprender a ser flexible y sutil, taimado y obstinado. Él no busco la
riqueza material como una condición para ser escritor. El dinero austero que
ganaba enseñando en un colegio privado no le importaba, sino lo suficiente
para comprar lo necesario, solo para comer y vestirse, y en otras ocasiones
para despilfarrarlo en la bebida. Seguía escribiendo día y noche, era de las
primeras cosas que hacía. La experiencia le había enseñado que los
instrumentos que necesitaba para su oficio eran el papel, tabaco, comida, y
un poco de vino, que eran sus necesidades cardinales, para desplegar sus
talentos y acrisolar sus virtudes. También una grandiosa capacidad para
ensimismarse, para tolerar el calor, el frío, el ruido y las interrupciones del
ambiente en una quinta donde vivía. Pero casi siempre la calma llegaba a la
medianoche, y podía escribir con tranquilidad hasta las tres de la
madrugada, luego despertaba casi todas las veces a las once del día. En
ese lapso de madrugada era cuando más afloraba su iluminación creativa,
pero igual escribía siempre a todas horas. Y él seguía otra vez sentado
escribiendo, algunas reflexiones con estas palabras:
Para escribir mejor, necesito de mucha perseverancia y gran desapego
por las cosas anodinas que me brinda la vida cotidiana. Echaré todo
por la borda; el honor, incluso el orgullo, la decencia, la seguridad, la
felicidad, todo, y he apelado siempre al fracaso y a las tristezas con tal
de escribir bien.
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Una tarde, cuatro días después de una borrachera descomunal, una tertulia
con alcohol más en casa de un conocido. Discutía con algunos catetos, pues
era habitual en él, crear conflictos verbales; pocas veces se mostró
complaciente, claro al inicio toda iba viento en popa, venían algunas
señoritas que él no conocía, y se dirigía a ellas con afabilidad. Pero desde
que comenzaban las discusiones y las disputas verbales, casi no comulgaba
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tipo vago sin oficio ni beneficio, e incluso un tipo antisocial, que el condesó a
su libre arbitrio con estas palabras:
“Me consideran un haragán, un zángano de colmena, hasta asténico de
constitución, también un extraño en el sentido de poseer escasas
habilidades sociales y un desinterés total por lo material cercano al
marasmo. Las pláticas con mis semejantes son soporíferas; y no me
agrada lidiar con ellos, porque aún me aburren las conversaciones con
mis congéneres; y se me encasilla por una persona extravagante. No
soy antisocial, sino que no encuentro placer en los contactos sociales,
salvo si se dan ciertas condiciones”.
Quizás fuera un zángano para trabajos corporales, pero la escritura, la
lectura, las emociones, el licor, conformaron la mayoría de veces una
importantísima parte de su idiosincrasia, también su bagaje cultural era
concomitante con su melomanía, pues le encandilaba el blues, casi siempre
escuchaba sus lastimeras melodía con algunas mujeres alcohólicas y
conocidos beodos pues no todos y todas tenían gustos exquisitos. Además
no le cabía duda de que muchas grandes decisiones lo había tomado en
estado de ebriedad y con el blues.
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Era la tercera semana seguida que bebía en el mes de junio, mientras
escribía y bebía un sorbo más de vino, una vez más invitó a un conocido de
barrio a su cuarto ahumado, se pusieron a libar de la válvula de escape: el
licor y unos puros; con un diálogo interesante, que inició Tomás en estos
términos:
— ¡Ey compadre!, te cuento que algunos escritores renombrados aseguran
que se escribe mejor cuando se está mareado por la cerveza, el pisco o por
el whisky. – bebían en confianza, tuteándose; aunque en algunos tramos un
lúcido y sutil pensamiento se manifestaba en sus mentes soñadoras. Y
seguía — La bebida, y es mi verdad, ayuda a los elegidos a ahogar las
penas, el dolor, la angustia o la timidez, pero a otros simplemente los hunde
en el fango de la mediocridad, y en el abismo del fugaz consuelo. – Lo decía
casi siempre con actitud vigorosa y solvencia verbal, que su conocido
apodado el ‘pana’ un curtido bebedor, le oía y movía los hombros en señal
de una sospecha positiva.
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hay algo que no deja de dolerles; beben día tras día, a causa del mismo
motivo, de las vivencias funestas, siempre cavilando por sus tropiezos
vivenciales, y también por el placer de sentirse embriagado de la vida
misma. – Sentenció empinando el codo, al parecer el pana le había
entendido poco y a lo peor nada, pues se mostraba como desconcertado,
pues Tomás era sibilino, pues él jugaba con las palabras a él le daba lo
mismo, pues era un plática ordinaria, con un ser corriente y moliente; pero
ya no le importaba y seguían bebiendo.
Al día siguiente despertaba acucioso y ávido de más licor, pero después de
los parloteos con algunos conocidos prefería estar solo. A veces salía al
atardecer, y reiniciaba la misma borrachera en la cantina de su barrio, un
lugar poco frecuentado por rockeros, pero sí por diversos hatajos de
gamberros taxistas y motoristas, también por estudiantes ataviados con su
atuendo de algún instituto y por jóvenes de distintos oficios; cuya
preferencia musical eran la cumbia y el huayno. Ya sentado en la barra de la
cantina, pedía una cerveza. Su memoria había perdido la capacidad para
darle continuidad a sus recuerdos, su mente divagaba en una entreverada
evocación asociada por los fracasos de su designio, la perfidia de las
féminas y por la valentía para flirtear a casquivanas alcohólicas con las que
se emparentó y congració alguna vez.
Ya otra vez el efecto se recrudecía, dejó de sentir cansancio, sueño y
cualquier leve dolor fisiológico. Estaba borracho unas horas después, se
topó en el local, con conocidos alcohólicos y alcohólicas, que se le
acercaban para saludarle y luego irse. Aunque le llamaban para beber en
una mesa con un grupo de crápulas y casquivanas, él prefería estar solo
bebiendo en la barra. Cuando se ensimismaba, él no retenía mucho de lo
que pasaba en la juerga, y desteñía sus borrosas memorias con cada gota
que se inyectaba a la cabeza. Cuando estaba sobrio, le daba amnesia, pero
se le quitaba volviéndose a emborrachar, recordaba hasta los pormenores
de sus vivencias sentimentales, incluso sucesos deprimentes que hace
algunos años hicieron mella en su memoria evocativa. Tomas había sido un
desdichado, sus conocidos contemplaron en él, a un hombre solitario,
ensimismado; pero también casi siempre de sobrio y algunas veces de
ebrio, solía ser jocoso, divertido y elocuente. En ese momento de
embriaguez, le sobrevino un soliloquio mientras meditaba, y con una rabia
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pero, créanme, es verdad. Les citaré a Ibsen: Los hombres más fuertes
son los más solitarios.
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Tres semanas después, ya en el mes de julio; ya algo restablecido, pero
siempre todavía sombrío y cabizbajo conoce a Azucena Lagos, frisaba los
veinticinco años; era loca, una majareta, pero era mágica y misteriosa, en
su mirada había candor y pavesas a fuego bermejo; el color alabastrino y
terso de su piel resplandeciente le excitaba. La quería como un varón quiere
a una mujer que no palpa, o quiere a damisela como nadie le vio con ella.
Tal vez la hubiera amado, si se hubiera sentado en una habitación tomando
un café con él, fumando tabaco y oyéndola mear, pero aquellas situaciones
no sucedieron en principio. Pero al mismo tiempo también soñaba con una
mujer bondadosa, virtuosa, cariñosa, artista e inteligente; a pesar de que
pudiera costarle esfuerzos y el azar de la coincidencia no le correspondiese,
siempre las deseaba con frenesí, a aquella fémina que pudiera devolverle el
placer de los sentidos. Quería poseerla aun en sus apetitos cósmicos, en una
danza serpenteante atiborrados de exquisitez, y de halos a sexo tántrico.
Algunas buenas mujeres que conoció tenían aquellas virtudes, sin embargo
en esos momentos angustiosos, todo lo había echado por la borda y estaba
perdido. Pues se estaba convirtiendo en aquello que siempre había odiado.
Quizás ella, pudo ser el alter ego de Tomás, quizás la amó. La plática con
Azucena al inicio era amena y afable, también profunda y aleccionadora.
Ella se convirtió en su entrañable amiga; le visitaba a casa; mientras un día,
permanecían recostados sobre el lecho, en la habitación, le habló en estos
términos, y él con los ojos languidecidos puestos sobre el techo mientras
ella le veía de refilón, se refería con estas palabras salpicadas de bufonería,
su pensamiento, quizás sórdido, era interesante:
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—Te cuento, que alguna vez mis conocidos en plena borrachera con
mujeres, me dijeron que una de ellas me atribuyó, que yo me había soltado
un tremendo pedo, y la realidad es que, sí soy un pedorro domiciliario y no
un pedorro transeúnte. Sí, me he tirado grandes pedos resonantes, además
hay tratados sobre el pedo y son una maravilla, yo creo que es una arte que
se está olvidando, lo pedos deben ser siempre sonoros y no silenciosos
porque estos últimos son ordinarios y siempre levantando ligeramente una
pata, la pata contraria. – Sus ideas y opiniones eran traviesas, vivarachas, y
de acepción sucia y quizás disparatada, sus comentarios tenían olor a
cacosmia; sin embargo a ella le interesaba, la encendía, se reía a
carcajadas:
— Ja, ja, ja… Qué buen sentido del humor tienes, eres muy divertido me has
dejado anonadada. – Rió sardónicamente. Finalmente sentenció Tomás, con
total confianza y seguridad:
—Y quiero añadir a lo dicho, que si las personas no puede amar sus culos,
sus pedos, sus mierdas, sus partes horribles, tal y como aman las partes
buenas y atrayentes, no es completo el amor.
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En semanas progresivas, fueron siendo íntimos y buenos amantes, que se
les denomina, amigos con ‘derechos a roce’. Como era de esperarse las
conversaciones profundas e intensas y las afinidades musicales los
emparentaron, luego congraciaron con el licor que también los imantó, y
semanas después comenzaron a frecuentarse. Bebían en casa, y casi
siempre ambos quedaban tendidos en la cama entrelazados. Ella era una
suripanta despabilada y pizpireta curiosa, usaba unos lentes, que
congraciaban con su lozano y candoroso semblante. Él se la cogía en el
lecho amatorio mientras estaban ebrios, o a veces se recostaban sin copular
y al despertar hacían el amor, y ella parecía una redomada mujerzuela
copulando con gemidos intensos y en distintas poses. Y siempre bebían para
olvidar la seca sobriedad. Tomás evocaba con una especie de paranoia, la
angustia de la muerte mientras ella permanecía dormida casi siempre de
bruces. Pues antes de morir llegamos a recordar muy poco de lo que fuimos,
sé que así nos dolerá menos la partida, de modo que luego era mejor
desviar la atención en asuntos menos dolorosos.
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cogiendo con otros más, lo que sí, le jodía era que, quizás ella como las
otras fuese vengativa; pues temía que le diera una puñalada trapera
espiritual, pues era pesimista, él lo decía con expresiones de desaliento:
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Ya no la veía, había desaparecido, hace más de tres meses, era su sueño
prohibido. Todavía la quería y ese era su mayor tormento. En sus sueños
más reiterativos e intensos, la sangre de Azucena corría más dulce que la
alegría misma, acostada sobre un lecho cubierto de satén rosicler, rodeada
de rosas negras; y sollozando ante la belleza de la noche. Él contemplaba
aquella tristeza y simpatía detrás de un telón, algo o alguien le impedía
acercarse al proscenio, se cerraba las bambalinas detrás de una densa
niebla. Luego despertaba exudando sudor, parecía real; de pronto se ponía a
meditar sobre la nostalgia y la distancia, acerca de aquellos reproches y
acusaciones que acabaron por claudicar la relación. A partir de aquel
momento ella ya le detestaba, lo maldecía, y se lo profería en el postrer de
la relación, frente a frente. Él no entendía el porqué del repudio descomunal,
que era como una pasión que devora tanto como el cáncer. Él desviaba la
mirada. Ella le increpaba con la vista como si sus ojos le dijesen: “Tú no
entiendes nada. Tu mal es que no puedes evitarlo debes sufrir por eso. Y yo
te digo que no sufriré más, porque estoy luchando por mi vida”.
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Quizás ambos quebrantaron una promesa, por eso consideraban que sus
vidas no fueran un don, sino la veían más como una maldición. Ella le
contemplaba con lágrimas perlando sus mejillas, cuando él balbució
entrecortado, lo siguiente:
La cara embriagadora del sufrimiento estaba más perenne que nunca, con
sus tristezas, miserias y dolores, con los recuerdos, olvido y angustias.
Ambos saborearon el acíbar y almíbar de la pasión; sus hondas
elucubraciones, fueron las sucesiones evocativas: de discusiones,
pendencias, nostalgias, soledad, melancolía y desengaños que se fraguaron
en un lapso de tres meses o quizás cuatro, fue una etapa fugaz, pero
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En su periplo existencial anduvo perseverando en escribir, tomando
autobuses de barrio en barrio, comenzó a viajar de ciudad en ciudad,
saliendo como un andariego contemplador a caminar por las calles en
distintos lugares, trabajando en oficios con sueldos pobres, viviendo en una
covacha pobre; bebiendo vino, ron, caña y pisco de baja catadura.
Alternando con mujeres perdidas; que andaban siempre a la deriva.
Conviviendo con sus dos gatos; y cogiendo con rijosas y pobres mujeres,
bebía hasta desfallecer y a veces cogía sin saber bien con quien,
malgastando el dinero en puros y alcohol; y más folios para escribir,
enviando sus poemas y cuentos a algunas revistas y artículos a los diarios.
Viviendo de algunas propinas que le daban los trabajos esporádicos. Le
encantaba el blues, en especial el rocanrol clásico, y por encima de todo,
Pink Floyd y Wagner. Vivió y murió chapoteando en el alcohol, los libros y la
música sus inseparables necesidades. Sin que sepamos a ciencia cierta si su
ingesta desmesurada sirvió para algo más que para alcanzar el delirium
tremens.
Ese mismo atardecer cuando dejo de ver a Azucena, se retiró sin dejar de
mirarla, sintiendo nacer en su interior una emoción más extraña; ebrio horas
más tarde, avanzaba tambaleándose por las calles de su barrio, alumbrado
por la tenue luz de los postes, bajo el cielo pálido y triste del anochecer,
llegando a casa permanecía en la oscuridad lóbrega de su habitación
prefería dejar apagado la lámpara eléctrica, y prendía el tocadiscos que su
abuelo le obsequió, se acostaba una vez más solo con una obstinación
rabiosa, se ponía a llorar sin cesar, a veces un sollozo que no podía contener
se mezclaba con la melodía del blues entre las tinieblas de la noche, una
umbría sensación a melancolía se cernía sobre él. Y de repente ¡Oh
Sorpresa! Como resurgido entre las cenizas, por los azares del destino, y
aleccionado por sus diálogos incesantes con las luminarias del pensamiento,
a partir del día siguiente dejó de beber por seis meses.
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