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LO OTRO EN “LOS ALTILLOS DE BRUMAL”

ANA MARÍA MORALES


Universidad Nacional Autónoma de México

La conciencia de la extrañeza, tan aguda que pareciera con-


vertirse en un argumento para desentrañar el origen; la concien-
cia de no pertenecer, de ser uno, pero a la vez ser otro, son cons-
tantes en la narrativa de Cristina Fernández Cubas. También lo
es cierta sintaxis narrativa que sutilmente borra los nexos que
permiten hacer una interpretación unívoca de los sentidos y las
formas que en sus textos construyen lo otro. En “Los altillos de
Brumal” tenemos la ocasión de constatarlo. La protagonista na-
rradora pareciera una joven común y corriente que, a pesar de
haberse integrado más o menos exitosamente al mundo que la
cobija, ve surgir en la forma más dulce e inofensiva posible –un
tarro de mermelada– la sombra de la extrañeza y la otredad que
la hipnotiza y azora hasta engullirla. Sin embargo, dentro de este
argumento que puede ser el de muchos relatos fantásticos, lo que
hace particular a éste es la perspectiva y el modo en que vemos a
la protagonista enfrentarse a la otredad, no sólo para abrir la puer-
ta que cuestione su identidad o que ponga en crisis su manera de
percibir la realidad, sino la inquietante posibilidad de que al final,
lo que está en tela de juicio es su propia naturaleza y, con ello, las
certidumbres que el receptor implícito ha desarrollado sobre el
funcionamiento del mundo. Y todo esto con el disfraz de lo nimio,
de lo cotidiano, que encubre una de las más perturbadoras for-
mas de cultivar literatura fantástica.
Por este mismo camino de disfraz y cotidianeidad, si recurri-
mos para empezar el análisis a un ámbito lo más rutinario posible
–el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española– pue-
de verificarse el mismo proceso que insidiosamente roe el texto.
Buscando la palabra “Altillo” nos encontramos con que es una “ha-
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bitación situada en la parte más alta de la casa y en general aisla-


da”, pero también: “entreplanta, piso elevado en el interior de
otro”.1 Y así, dentro de la normalidad de una casa vemos como
se abre la posibilidad de que el altillo sea la pista que conduce al
Otro Mundo, no sólo al estar aislado del resto del mundo uno –la
casa–, sino también al formar parte de una alteración –ser un piso
en el interior de otro–, un piso de una naturaleza diferente a la
de los demás. El altillo –una habitación cualquiera– se revela en-
tonces casi como la convención maravillosa de un lugar entre
lugares,2 de un territorio mixto que es a la vez umbral y destino.
Como quiera que se desee ver, no hay sino revisar la segunda par-
te del título para verificar que la extrañeza habita dentro de la
cotidianeidad más absoluta (o aparente). Usando la misma fuen-
te, puede constatarse que Brumal es un adjetivo “perteneciente
o relativo a la bruma”, pero también “perteneciente o relativo al
invierno”.3 Estamos aquí en presencia de un lugar marcado por
la decadencia o el deterioro,4 lo mismo invernal que de miseria,
ante la ambigüedad de una tierra gastada por el tiempo o por el
clima,5 pero también de un territorio que le pertenece a la bru-
ma, esto es, no sólo a la neblina que el agua condensada forma e
impide ver con claridad, sino al solsticio de invierno, a ese otro
pasaje umbral antonomástico entre un mundo y otro, un espacio

1
Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, Madrid, Academia,
2002, 22ª. ed., sv. Altillo.
2
Por “convención maravillosa” me refiero a aquel tópico que pertenece al ám-
bito de lo maravilloso que en su acepción más común sería la de un sobrenatural
aceptado e integrado sin dificultad al entorno del texto.
3
DRAE, sv. Brumal.
4
Más adelante, la protagonista declarará a llegar a Brumal: “ese viaje debe-
ría haberlo realizado años atrás, antes de que la aldea hubiera llegado al estado
de deterioro que actualmente ofrecía”. Cristina Fernández Cubas, “Los altillos de
Brumal”, en Mi hermana Elba y Los altillos de Brumal, Barcelona, Tusquets, 1988. p.
171. Cito siempre por esta edición y consigno las páginas de las citas en el cuerpo
del trabajo.
5
Es el tópico de la tierra estéril por un oscuro e innominado pecado o por una
aberrante contra naturaleza que la ha contaminado. Para el primer caso, la referencia
obligada es la “terre gasté” artúrica –seca por el golpe doloroso que hiere en la en-
trepierna al Rey Pescador y que sólo sanará cuando él recupere la salud–; en el se-
gundo caso, baste recordar el Innmouth de Lovecraft –el pueblo que ha quedado
maldito por pertenecer a una estirpe igualmente no deseada.
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peligroso, ya que la noche más larga del año es un lapso que per-
tenece casi por definición a aquellos que no son hombres.6
De esta manera, con dos palabras tan simples, con el mero uso
de este adjetivo de la bruma como nombre para el mítico pueblo
de la protagonista, Cristina Fernández Cuba nos sitúa en “Los al-
tillos de Brumal”, ya desde el título mismo, en un mundo entre
mundos, en un universo de código evanescente y ambiguo que
se va haciendo otro a medida que la narración fluye como la bru-
ma, autentico leitmotiv de este texto. Y conforme avanza el rela-
to, ese neblinoso mundo va tomando cuerpo hasta hacer que los
altillos y las brumas, espacios evanescentes, otros, a caballo entre
dos realidades, entre el sueño, la pesadilla, el despertar y la fiebre,
imperen y se instauren como única dimensión válida de la vida,
como el lugar meta; pero como una meta engañosa que no sólo
despertará los recuerdos, sino que revelará lo frágil de la capa apa-
rencial que la cotidianeidad ha extendido sobre la vida de Adria-
na para ocultar la diferencia medular. Brumal y sus altillos se pre-
sentan entonces como aquel Más Allá al que se parte como una y
se llega como otra: Adriana que se pierde en la bruma y se trans-
forma en Anairda en el territorio de lo Otro, mientras el mundo
deja de ser la aldea española de la realidad que conocemos para
transformarse en la nublada ciudad de los ancestros que resuena
con ecos arcaicos y prohibidos.
“Los altillos de Brumal” se inicia con la llegada de la niña Adria-
na a su nueva escuela. Ahí todos y cada uno de los elementos que
conforman su identidad parecen ponerse no sólo en tela de jui-

6
Si bien “bruma” significa invierno, también es la palabra usada para nombrar
al solsticio de invierno, el día en que hay menos luz, el día más breve (tal es su eti-
mología, cf. Guido Gómez de Silva, Breve diccionario etimológico de la lengua española,
México, Fondo de Cultura Económica / El Colegio de México, 1988, sv. Bruma). Es
decir, un día en el que la luz casi no está presente, tal y como en Brumal donde “al
mediodía, ya es de noche” (p. 187). El solsticio de invierno tradicionalmente se
acompaña con ceremonias que tienen como propósito garantizar que la luz y el sol
regresen, que el territorio de los hombres, el día, vuelva a imperar. Sobre este asun-
to la bibliografía podría hacerse larga; sin embargo, a mera forma ilustrativa puede
consultarse el viejo libro de Sir James George Frazer donde aparecen consignados
algunos rituales de fuego que tienen como propósito el garantizar el renacimiento
del sol y la luz durante los solsticios, los períodos críticos del periplo solar (La rama
dorada: Magia y religión, trads. Elizabeth y Tadeo I Campuzano, México, Fondo de
Cultura Económica, 1974, pp. 413-415, 699-717 y 790).
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cio sino incluso resultan ofensivos. “Mi primer apellido fue aco-
gido por la maestra con un espectacular arqueo de cejas” (p.
156),7 “mi acento le había parecido extraño, insólito, inhabitual”
(p. 156). No importa que la niña haya acudido a la escuela con los
elementos más hermosos y estables de ese mundo nuevo –ropa,
moños, apariencias–; en diez minutos “había sido relegada a una
categoría singular y deleznable” (p. 156), había sido conocida, o
reconocida, como alguien perteneciente a lo otro. Este proceso
queda manifestado con absoluta claridad cuando la protagonis-
ta, a la hora de querer situar su pueblo de origen, siente como
sus dedos confundidos se pierden en “los azules del Mediterrá-
neo” (p. 157). Como si el pueblo, de nombre aún desconocido,
fuera una isla más allá del mar, o se encontrara lejos de un mun-
do consignable.
En medio de esta crisis, en la cual la identidad –tan importan-
te para un niño, para un recién llegado– se convierte en el moti-
vo de la exclusión, aparece también la revelación: “La diferencia
estaba en mí y, si quería librarme de futuras y terribles afrentas,
debería esforzarme por aprender el código de aquel mundo del
que nadie me había hablado y que se me aparecía por primera
vez cerrado como la cáscara de una nuez, inexpugnable”. Muy clá-
sicamente, muy al estilo de Todorov,8 se puede leer esta declara-

7
El apellido de Adriana –el nombre de familia, el que marca la pertenencia a
un mundo o una especie– es tan extraordinario que la maestra necesita repetirlo va-
rias veces. Y en las consonantes que se le agolpan en la garganta queda manifiesta
su rareza. Es un nombre impropio, imposible de pronunciar por boca humana (re-
curso éste de las consonantes impropias y las lenguas no humanas muy usado por
autores como Arthur Machen y después H. P. Lovecraft y su círculo, para marcar la
alteridad e inhumanidad de varios seres y lugares. Un ejemplo puede verse en “La
novela del sello negro”, de Arthur Machen, donde las palabras del niño mestizo –hí-
brido entre humano y una raza primitiva confundida con las hadas– son imposibles
de pronunciar por una garganta humana). Esto quedará confirmado en Brumal
cuando Adriana lea en el libro que encuentra en la iglesia del pueblo “una serie de
nombres provistos de numerosas consonantes” (p. 172). Y así, el nombre extraño se
convierte en ilegal, queda borrado de las señas de identidad de la protagonista ante
la imposibilidad de encuadrarse en el mundo cotidiano y sólo será recobrado cuan-
do en Brumal la alteridad suplante a la vida presentada como normal y Adriana vea
abrirse un camino que la separará definitivamente de lo que hasta entonces había
llamado normalidad.
8
Cf. Introduction a la littérature fantastique. París, Éditions du Seuil, 1970, pp.
63-79.
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ción en sentido literal o figurado y reconocer que si bien la pro-


tagonista está haciendo referencia a la escuela como su nuevo mun-
do también late en esa revelación la constatación de la no perte-
nencia al mundo de lo humano.9 Mundo de los hombres al que
la recién llegada Adriana –nombre humano que le ha sido asig-
nado por su entorno–10 se integra tratando de no ver hacia atrás,
hacia la otredad disfrazada de miseria, ni hacia ese lugar innomi-
nado y misterioso que, como una isla perdida en el Mediterráneo,
no se encuentra en el mapa, por estar rodeado de niebla.
Una niebla que, a la vez que oculta, también produce apa-
riencias engañosas de normalidad y que es la capa con la que se
disimula que la realidad está siendo afectada por la alteridad. El
mundo de Adriana parece banal y cotidiano, pero la sombra del
origen nebuloso se convierte apenas sin sentirlo en parte indiso-
ciable de la ambigua “aventura del gusto y la apariencia” (p. 161)
en la cual nada es lo que parece y todo es lo otro. Lo mismo los
guisos extraordinarios (“sopas de legumbres sin legumbres”, “apa-
ratosos filetes de pescado a base de arroz hervido y prensado”,
p. 161), de una joven que estudia Historia, pero que cuando deja
de fingir se entrega a la cocina. Y es así como de la mano de esos
platillos hechizos se abre la puerta para que la Otredad pueda
regresar triunfalmente a reclamar algo que le pertenece y a alte-
rar la vida de apariencia normal de Adriana. De una investigación
culinaria casi azarosa surge el perturbador objeto otro que tras-
tocará el mundo cuando la protagonista prueba una conserva en
principio igual a muchas otras: a la primera cucharada se percata
de que en esta ocasión hay algo sutilmente diferente: “aquella mer-
melada de fresa no se parecía a ninguna otra” (p. 164). Se pro-
duce así la constatación de la diferencia: “Era la mermelada con

9
En éste, como en tantos otros textos fantásticos, queda de manifiesto que lo
fantástico descansa sobre todo en el sistema, en la sintaxis narrativa que permite cam-
biar el sentido de los elementos en la medida en que se completa la lectura.
10
Hay que notar el carácter de bautizo que tiene la imposición del nombre con
que será conocida la protagonista. Es decir, como recién llegada al mundo, tiene que
tomar un nombre, y ése será uno sencillo y cotidiano, legalmente humano; sin em-
bargo, “Adriana”, apelativo muy común, y que es elegido precisamente por eso, es
uno que encubre con su normalidad el hecho de que se trata de un nombre anti-
guo y extraño que muy en fondo muestra resonancias del “atroz”, del negro, del otro,
que late en la etimología misma de “Adria”. Cf. De Silva, op. cit., sv. Adriático.
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más gusto a fresa que había probado en mi vida; era, con toda se-
guridad, mermelada de fresa (…). Sin embargo, me hubiera atre-
vido a jurar, sin ningún titubeo, que en su elaboración no había
intervenido fresa alguna” (p. 164). Si una sopa de legumbres pue-
de estar hecha sin legumbres, ¿cuál es el problema con una mer-
melada de fresa sin fresas? Pero, y configurando así a un narrador
infrasciente que, como los mejores narradores de relato fantásti-
co, no es capaz de atar los cabos que un lector atento sí, Adriana
no identifica en primera instancia este lazo que la une a la “vasija
mohosa” (p. 164) y su contenido imposible: “Paladeé una cucha-
rada más. Tampoco azúcar. Volqué el resto del contenido en un
plato y estudié el recipiente” (p. 164). “Tampoco azúcar” en la mer-
melada, que es un “dulce hecho con fruta cocida con azúcar”,11
contradicción tan flagrante como un filete de pescado sin pesca-
do. Es entonces cuando aparece plenamente registrada la reacción
que abre el paso a lo fantástico en este cuento: la extrañeza de
Adriana al estudiar y analizar vasija y contenido. En este pasaje cru-
cial puede verse la confrontación que sufren los códigos de fun-
cionamiento de realidad con un elemento que los desafía. Hay un
minúsculo elemento en el código con el que trabaja la protago-
nista que, a pesar de que ella se ha presentado como una excep-
ción capaz de desafiarlo, es sólido, existente e inflexible: los pla-
tillos se hacen con elementos que son lo que parecen.12 Es decir,
la sopa de legumbres debe tener legumbres, el filete de pescado,
pescado, y la mermelada de fresa, azúcar y fresas. Esa es la muy
modesta ley que es puesta en duda primero como un mero jue-
go y que finalmente causa un escándalo cuando el desafío ya no
parte de la protagonista sino de una realidad exterior y presenta
a una cucharada de dulce como la irrebatible prueba de que la
realidad no es una sino otra. El elemento trasgresor parece tan
nimio, tan común que podría pasar desapercibido, pero en una
pequeña, insignificante, dulce cucharada de mermelada late todo

11
María Moliner. Diccionario de uso del español, Madrid, Gredos, 1999, 2ª. ed., sv.
Mermelada.
12
Sobre la ilegalidad que construye lo fantástico puede verse mi artículo “Trans-
gresiones y legalidades. Lo fantástico en el umbral”, en Ana María Morales y José
Miguel Sardiñas (eds.), Odisea de lo fantástico, México, Ediciones de los Coloquios In-
ternacionales de Literatura Fantástica, 2004, pp. 25-37.
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un código otro que irrumpe en la vida y certidumbres de Adria-


na y representa otro mundo, con sus peculiaridades y sus pro-
pias leyes, con capacidad para abatir la capa de normalidad que
es la vida hechiza de Adriana y hacer que ésta entre en la otredad
que asimile el primer mundo representado. La existencia de esa
mermelada es un suceso tan ilegal que la misma Adriana trata de
explicarla; es decir, de hacerla caber en el código de funciona-
miento de realidad que ha hecho suyo: “El proceso de conserva-
ción difería de los habituales. Tal vez se tratara del tiempo, de una
fermentación inesperada, de alguna mutación…” (p. 164), pero
lo hace marcando lo excepcional (“una fermentación inespera-
da”), la casi imposible generación que diera curso a su existencia
–la desviación de canon– (“alguna mutación”). El código de rea-
lidad de Adriana se ha estremecido de tal manera que le ha sido
necesario crear un artificio de normalidad (la excepción, la ca-
sualidad, la deformidad) para poder explicar la presencia de un
objeto ilegal desde el punto de vista del sistema textual.
Es entonces cuando la protagonista se ve obligada a repen-
sar el código con el que explica el mundo y ha aceptado que una
excepción puede ser un código otro igualmente legal, que el
texto da una vuelta de tuerca. Instaurada la alteridad como sis-
tema válido, cabría esperar que esto eliminara buena parte de la
inquietud o incluso de lo fantástico;13 pero en “Los altillos de Bru-
mal” no es la presencia de lo otro lo que constituye la trasgresión,
lo es la ambigua identidad de la otredad. De la etiqueta “apenas
legible” (p. 164) de la vasija –borrosa como perfiles desvanecidos
por la bruma– van surgiendo las señas de identidad del lugar de
origen: Brumal, y con él la llamada de un mundo que se adivina
diferente y encubierto, antiguo y secreto, al tiempo que –por vez
primera– desvela no sólo su nombre sino su existencia y la propia
herencia de la protagonista. Los signos que constituyen la identi-

13
Dice José Miguel Sardiñas: “la literatura fantástica [se presenta] como un gé-
nero o una modalidad dual, en la que habitualmente coexisten dos ordenes de acon-
tecimientos. Sus nombres varían según el autor, pero todos en general parten de la
mención de una dualidad para explicar la identidad y el funcionamiento de un tex-
to fantástico. Hay un orden de cosas que se muestra como semejante o equivalente
al del mundo real y otro que se presenta como diferente de ese mundo” (“El orden
alterno en algunas teorías de lo fantástico y en el cuento cubano de la Revolución”,
Signos Literarios y Lingüísticos, México, núm. 2.2, 2000, pp. 141-152).
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dad de la mermelada de Brumal no se pueden leer bien en un prin-


cipio. Brumal parece no sólo perdido en el espacio marcado por
un mapa de escuela, sino también en un tiempo representado en
la vasija extraña y en “una caligrafía demasiado arcaica” (p. 164)
para resultar comprensible.
Un pequeño recoveco del tiempo y del espacio que sólo se deja
ver en otro umbral, en el límite de la percepción, “al quinto, al
sexto parpadeo” (p. 165), cuando los ojos ya se engañan con la
bruma y aprecian los perfiles del Otro Mundo.14 Así aparece Bru-
mal y a partir de ese momento la identidad del pueblo domina el
relato. La pregunta entonces es ¿qué y cómo es Brumal?
Para Adriana, Brumal no parece ser otra cosa que un pueblo
vencido por la pobreza y el olvido, destinado a desaparecer por
la miseria y el mundo nuevo que lo ha dejado al margen. Justa y
provechosamente dejado de lado como algo ridículo por su ob-
soleta antigüedad y falta de incentivos. Tal sería la explicación que
se desprende de la primera parte de la narración e incluso de las
actitudes de los personajes que rodean a la protagonista. Sin em-
bargo, conforme avanza el relato, no es posible contentarse con es-
tas explicaciones que descansan no sólo en los recuerdos de una
niña que evoca el lugar entre las brumas del tiempo, sino en la
perspectiva focalizada y antagónica de la madre y las compañeras
de colegio –representantes no sólo del nuevo mundo que despre-
cia y deja atrás Brumal, sino de un mundo otro que desconoce
las convenciones y características del pueblo de la montaña–.15 Y
Adriana lo comprende así. Para poder cambiar esa imagen que no
le pertenece del todo, ella debe ir a Brumal, constatar si el lugar
corresponde a esos recuerdos, a la realidad creada por el olvido

14
Tal como aparecen Ávalon, Tintagel o el castillo del Grial que sólo pueden
ser vistos en la hora entre horas, tras un rápido parpadeo, en la noche de coger
verbena.
15
Hay que recordar que la madre de Adriana no es de Brumal: “Madre era na-
tural de la playa” (p. 167). Y hay que tener presente este sencillo dato, porque en el
cambio de residencia de la madre de Adriana late toda una tradición –que está pre-
sente lo mismo en los cuentos de hadas actuales que en los relatos medievales ir-
landeses o en varios de los ambiguos cuentos de Machen– de seres humanos, mu-
chas veces mujeres, que son atraídas al Otro Mundo –de montañas o de reinos bajo
la montaña– por amantes encantados, o robadas por seres de naturaleza mágica para
ser las madres humanas de seres mixtos.
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y la negación, o si en verdad hay algo con lo cual justificar que


exista un lugar en donde la mermelada de fresa no tenga fresas.
La urgencia con que decide su viaje al lugar de origen pareciera
sospechosa, es casi como recibir la llamada de la aventura y con-
testarla de inmediato.16 Brumal, al despertar en la memoria de
una de sus hijas, se convierte en un destino inaplazable y Adria-
na, al responder de esta forma al llamado a la aventura, se con-
vierte en una heroína de cuento a la que la vida, marcada por la
lucha que sostiene contra su entorno, le plantea la posibilidad de
modificar su realidad y le abre la posibilidad de convertirse en la
pionera de una realidad nueva, que, si el texto siguiera el orden
genérico del cuento maravilloso, debería ser un estado más legí-
timo de existencia.17
Brumal se vuelve entonces el faro desde donde se puede en-
frentar el problema. Pero, parafraseando a Adriana, ¿qué sabemos
de Brumal? Las respuestas aparentemente se acumulan: un lugar
miserable (cf. p.165), “un lugar inhóspito, umbrío, de tierras cas-
tigadas y estériles” (p. 166), donde “las tierras son áridas y la ve-
getación inexistente” (p. 170); un pueblo frío y sombrío donde los
niños deben acostumbrarse a la falta de sol (cf. p. 166), pues hay
una “densa bruma permanentemente asentada sobre la aldea” (p.
171); que está cerca del mar (cf. 166), pero aislado, perdido en
el monte (cf. p. 169), ignorado y olvidado por sus vecinos (cf. pp.
166 y 169-170); despoblado y perteneciente a lo antiguo, a lo ido
(cf. pp. 170-171 y 174), a lo que han destruido el tiempo y el fue-
go (cf. pp. 171 y ss.).
Ese pueblo mísero y dudoso que es Brumal será el lugar de
las revelaciones donde Adriana encuentre no sólo su destino sino

16
“El llamado a la aventura” es un concepto que se relaciona con la definición
de los héroes –en general, pero sobre todo de cuentos de la tradición folclórica–.
Aunque aparece en otras obras, quien lo popularizó fue Joseph Campbell en su li-
bro El héroe de las mil caras (cf. El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, México,
Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 91).
17
Es decir, si estuviéramos en presencia de un cuento de hadas, el regreso a un
Brumal mítico sería el regreso a un mundo mejor donde Adriana puede, al fin, en-
contrar su identidad y su lugar. Para una revisión somera sobre este papel que de-
sempeñan los héroes puede consultarse el primer capítulo de la tesis de José Miguel
Sardiñas: “Del héroe en la literatura gauchesca: Facundo, Martín Fierro y Juan Mo-
reira”, Tesis de doctorado en Literatura Hispánica, El Colegio de México, 2002.
82 LO OTRO EN “LOS ALTILLOS DE BRUMAL”

su origen. Donde constate que efectivamente su nombre, sus


señas, su lenguaje, sus juegos, pertenecen a un mundo que no
es en el que ha vivido toda la vida que recuerda. En Brumal,
Adriana, por primera vez, se reconoce como parte de un grupo
y pierde –sin que sepamos si se debe a la embriaguez o al hechi-
zo producido por un licor de fresa que tampoco lleva fresas en
su composición– la conciencia de que es una extraña, de que no
pertenece a ningún lugar. En un estado alterado, en el que los
descubrimientos, el licor, la conversación y la bruma misma de
su pueblo la confunden, la protagonista recobra sus más antiguos
recuerdos, y rememora las respuesta correctas –que en este lugar
tras el umbral están invertidas– y entonces será cuando se reco-
nozca como la Anairda que jugaba con las otras niñas a cantar al
revés: “No necesitaba implorar ¿raguj siajed me?, ¿raguj siajed
me?… porque formaba parte de sus juegos. Me estaban esperan-
do y me llamaban: Anairda… Anairda… Anairda… «¡Sí!», grité.
«¡Estoy aquí!»” (p. 179).
Pero ¿dónde o qué es “aquí”? porque si “aquí” es Brumal y
Adriana pertenece a Brumal, se ha reconocido como de Brumal,
¿quien o qué es Adriana? Es decir, si aplicamos algunos de los tó-
picos del lugar maldito, Brumal responde a esta denominación:
no puede ser nombrado (“La aldea de mis orígenes dejaba de eri-
girse en palabra prohibida”, p. 166); para salir de ahí es necesa-
rio hacer la inversión de la ropa, salir al revés (como la madre de
Adriana que cree conjurar algún peligro vistiendo de esta mane-
ra, cf. pp. 168-169 y 186), o en el crepúsculo (Adriana huyendo en
el atardecer, p. 181); hay que llegar por una encrucijada –por uno
de esos caminos al otro mundo que usan los espectros que van
prendidos a las faldas de Hécate para salir del inframundo– y atra-
vesar un terreno pedregoso; ver y eludir a dos perros famélicos
que actúan casi como los guardianes del umbral. Pero, apenas
cambiando el código, los mismos elementos parecen los tópicos
del lugar mágico: el mundo que no debe ser nombrado aparece
en muchos cuentos de hadas y la necesidad de no revelar su exis-
tencia es una constante desde los lais bretones del siglo XII;18 la
salida o entrada a ese mundo feérico es difícil y en ocasiones tie-

18
Piénsese, por ejemplo, en el lai de María de Francia Lanval, donde aparece
la prohibición del hada amiga del caballero de hablar sobre su existencia.
ANA MARÍA MORALES 83

ne que hacerse invirtiendo las ropas o huyendo completamente


borracha por el monte;19 la gran llanura –muchas veces pedrego-
sa– que antecede a los reinos de los Tuthua de Dannae.20 Y se po-
dría continuar por la misma ruta en la cual encontraríamos que
el camino a Brumal podría desembocar en un reino feérico. Y
entonces la pregunta se transforma en ¿cuál es el otro mundo, el
código al que pertenece Brumal? ¿Se trata de un pueblo muerto
–literal o metafóricamente– y habitado por fantasmas?21 ¿Es una
aldea miserable perdida en el monte y apenas habitada por un
puñado de viejos y un sacerdote demasiado ansioso y equívoco?22
¿Es el pueblo donde habitan seres de naturaleza diferente a la hu-
mana y que han sido relegados hasta los límites del mundo y la
humanidad?23 ¿Estamos ante la versión árida de un reino feérico
al cual envuelve la niebla y sólo se llega por una encrucijada o es-
tamos en la tierra maldita habitada por brujas y hechiceros que tie-
nen que ocultarse en las cuevas para llevar a cabo ritos oscuros?24

19
Son muchas las formas que toma la salida o la huida del Otro Mundo (el otro
lado del espejo donde se leen las letras de los juegos o el nombre brumalense de
Adriana). En general podría decirse que al ser una transgresión el paso de un mun-
do a otro es necesario sufrir una transformación que engañe a los poderes que cus-
todian el paso. Ésa puede ser la explicación de la inversión de las ropas de la madre
y del estado de locura y pesadilla –casi una borrachera ritual que permite un viaje
iniciático– en el que huye Adriana a través de la montaña. Es un paralelo que se pue-
de observar en otro lai de María de Francia: Yonec.
20
Los seres que dieron origen a muchas de las hadas célticas.
21
Y el fantasma de la Comala de Pedro Páramo podría hacerse presente.
22
Y ahora el que resuena es el eco de los degradados montañeses de las mon-
tañas de Vermont y los extraños vecinos de Durham, de las narraciones del ciclo del
mismo nombre de Lovecraft.
23
Tal es la suerte corrida por los Tuatha de Danann, los antiguos pobladores de
Irlanda que, al ser vencidos por los nuevos pueblos, se refugian bajo tierra y termi-
nan por transformarse en las hadas de relatos posteriores. En mi artículo “Lo ma-
ravilloso medieval y los límites de la realidad” (en Ana María Morales, José Miguel
Sardiñas y Luz Elena Zamudio, eds. Las fronteras de lo fantástico, Puebla, Méx., Bene-
mérita Universidad Autónoma de Puebla, 2003, pp. 15-41) señalo que muchos tex-
tos hacen a las montañas el territorio de los otros, de los no humanos, y que los te-
rrenos inhóspitos y montañosos son el territorio de hadas y gigantes, de salvajes y
dragones.
24
Hay que recordar que también las brujas terminaron en las montañas. Baste
el ejemplo de la escarpada ruta a Zagarramurdi (el lugar del aquelarre de las bru-
jas navarras), en la frontera entre Francia y España o los agrestes caminos de los Al-
pes suizo-italianos, considerados la zona “matriz” de la brujería.
84 LO OTRO EN “LOS ALTILLOS DE BRUMAL”

Pensar en un Brumal como pueblo de fantasmas sería lo me-


nos preocupante desde la aceptación de un código admitido de
coexistencia de órdenes de realidad (en un mismo plano existen
hombres y fantasmas), pues se trataría de la sobrenaturalidad más
fácilmente aceptada y el asunto, aunque inquietante desde la pers-
pectiva de los vivos, no desestabilizaría el mundo (éste es lo sufi-
cientemente flexible y secreto para albergar a ambos tipos de exis-
tencia),25 ya que formaría parte de una convención más o menos
aceptada de que esa particular forma de existencia es posible. Aho-
ra bien, que Brumal sea el vecindario de seres que parecen hu-
manos pero no lo son es más problemático. Y lo es porque el mun-
do que se ha codificado en el texto parece ser uno que excluye,
hace ilegal, la presencia de seres de naturaleza diferente a la hu-
mana, sobre todo de seres tradicionalmente ligados a un código
ingenuo como pueden ser hadas o brujas.26 Fernández Cubas deja
aquí abierto el intersticio por el cual entrevemos pero no aclara-
mos la naturaleza de los seres de Brumal; y entonces aparece una
última trasgresión, pues hay que recordar que la mejor literatura
fantástica juega a transgredir los códigos genéricos de verosimi-
litud, no presentar hechos sobrenaturales que pueden ser inve-
rosímiles extratextualmente. Cuando Adriana/Anairda recono-
ce su pertenencia a lo altéreo, nosotros reconocemos que hemos
leído un texto presentado desde la perspectiva y en la voz del otro.
Cuando el tradicional silencio al que está condenado el monstruo
(una constante no invariable, pero sí muy fuerte) se rompe, arras-
tra en su caída las certezas reconstruidas tras la admisión de la otre-
dad en la existencia.27 Configura una nueva crisis en la que la apa-

25
De hecho, el mismo texto pareciera apuntar en esta dirección, cuando recurre
a la cancioncilla que entonan las niñas en Brumal: “Otnas Sen reiv se yo-h / Sotreum
sol ed a-íd / Sabmut sal neib arre-ic / Ort ned nedeuq es e-uq”. Es decir: “Hoy es vier-
nes santo / Día de los muertos / cierra bien las tumbas / que se queden dentro”.
26
Aunque hay silencio al respecto, hay que recordar que uno de los géneros de
referencia del texto es el cuento de hadas como un tipo de relato pueril y evasor de
la realidad: “…su candor me hacía pensar en una jovencita en vísperas de boda, en
los viejos cuentos de hadas con que, años atrás, intentaba conjurar mi siempre inex-
plicable terror al amanecer” (p. 160) y “las historias de hadas y prodigios que me
contabas de pequeña” (p. 186). Es una inquietante paradoja que una niña con mie-
do al amanecer sea consolada con cuentos de hadas.
27
Rosalba Campra señala con claridad este fenómeno que se registra en la li-
teratura fantástica donde casi siempre oímos y nos enteramos por el representante
ANA MARÍA MORALES 85

riencia de normalidad ha sido atrozmente derrotada por la evi-


dencia de que el otro estaba presente desde el inicio del texto y
que cada una de sus habilidades y características eran pistas para
hacer evanescente no su mundo neblinoso, sino para contaminar
de la misma ambigüedad el mundo codificado como real.
Y con esto el texto pareciera llegar a lo maravilloso, a la sobre-
naturalidad asumida que es el incorporar al sistema de funcio-
namiento de realidad la naturaleza ambigua de Adriana, ser de
la noche que teme al amanecer a pesar de que el mundo en el
que habita considera ese temor como inexplicable –“mi siempre
inexplicable terror al amanecer” (p. 160)–,28 capaz de hacer pla-
tillos tan hechizos como “sopas de legumbres sin legumbres” (p.
161). Pero falta un último revés. El cuento inicia con una referen-
cia a un 2 de octubre de 1954. El otoño, el tiempo de la bruma,
que se funde con una enfermedad de “nombre sonoro y misterio-
so” (p. 155) –la Escarlatina que es la justificación de las extrañas
frases inconexas que pronuncia Adriana y de su apariencia etérea,
como de hada– y que plantea la posibilidad de emprender un via-
je peligroso y terrible: “la hora de abandonar el mundo” (p. 155),
pero que actúa benignamente y deja a la protagonista en este
mundo. Como si esta enfermedad fuera el precio que hay que pa-
gar por la apariencia de normalidad. Después de haberla sufri-
do, Adriana está lista para integrarse a su nuevo mundo y lo hace
justo después de recuperarse de la enfermedad. Sin embargo, al
final del relato hay una segunda enfermedad, una fiebre que la
acomete tras su primera visita a Brumal. Este segundo mal, que ya
no tiene un nombre sonoro, que es una sombría y vaga enferme-
dad mental y que pudo ser causada por una intoxicación alcohó-
lica, parece ser la que revierte el sistema adquirido tras la escar-

del mundo que podemos considerar afín al nuestro, por la víctima del monstruo,
por aquél sobre el que recae el efecto de lo fantástico, no por el que está del otro
lado (“Los silencios del texto en la literatura fantástica”, en Enriqueta Morillas Ven-
tura, ed., El relato fantástico en España e Hispanoamérica, Madrid, Sociedad Estatal
Quinto Centenario / Siruela, 1991, pp. 49-73).
28
El amanecer es una puerta, pero que conduce a lo que sería el territorio
de los hombres: el día. Adriana le teme al umbral, pero no sabemos a ciencia cier-
ta si es porque extraña la noche, un paralelo con la sombría Brumal, o porque le
teme al día, el lapso donde los seres normales viven. Ella misma es una criatura
del umbral.
86 LO OTRO EN “LOS ALTILLOS DE BRUMAL”

latina y regresa a Adriana la conciencia de pertenecer a la Otre-


dad entrevista en Brumal. Sin embargo, es cuando el círculo se ha
cerrado. Cuando el periplo, el viaje de ida y vuelta de la Otredad,
se ha completado, es necesario admitir que el estatus de fantás-
tico del texto está a salvo sin que importe cuantas vueltas de tuer-
ca haya en el cuento. Con el fantasma de la enfermedad mental,
del alcoholismo –aceptado explícitamente en el texto, aunque
disfrazado de disfraz– de Adriana tenemos que admitir que fi-
nalmente, a pesar de que hemos dejado sentado que la natura-
leza de Brumal es ambigua y equívoca, no hay forma de saber si
el pueblo es parte de las alucinaciones de la protagonista, de su
borrachera, de su incapacidad para dejar atrás un pasado que la
envuelve y hace de la memoria un aliado y un adversario. Como
en tantos otros relatos fantásticos, lo fantástico ronda la línea fe-
rozmente delgada que se puede trazar entre la credibilidad en el
discurso de un narrador confiable y la posibilidad de que cada
palabra que hayamos leído sea producto de un narrador falible
y engañoso –incluso a expensas suyas– que vive, percibe y narra
desde un estado excepcional que no le permite identificar la ver-
dad. Es decir, estamos ante un punto de enunciación que pervierte
la verdad de narración hasta hacerla un territorio tan ambiguo
como el mismo Brumal.
Cristina Fernández Cubas ha dicho que le gustan los límites,
los grises y los claroscuros. “Los altillos de Brumal” dan cuenta ate-
rradora de esta tendencia. En el cuento estamos en presencia de
la otredad, de un universo diferente, pero las dudas recaen no sólo
sobre su existencia, sino sobre la misma naturaleza de la alteridad.
Estamos perfectamente instalados en la ambigüedad, pero no la
normal sobre el significado de la irrupción del código alternativo
de realidad, sino más inquietante aún: sobre la naturaleza misma
de lo Otro. Brumal, sus altillos, sus habitantes son la vecindad de
seres sobre los que no es posible pronunciarse unívocamente. ¿Se
trata de un pueblo de muertos o de un pueblo de hadas?, ¿sus ha-
bitantes son perdidos y pobres montañeses que hacen mermela-
da y licor de fresa con lo poco que tienen a mano o brujos oscu-
ros que realizan extraños hechizos para imitar las fresas y hacer
equívocos brebajes que remedan la realidad y la pervierten? ¿se
trata de los evadidos del mundo que se han aislado ante el recha-
zo o son seres de la noche que temen al amanecer? O peor aún,
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las fresas fantasmas son el testimonio de la verdadera naturaleza


de los habitantes de Brumal y estos parecen algo que no son.
Como ya dije al principio, la conciencia de la extrañeza pare-
ciera ser una constante en la narrativa de Cristina Fernández Cu-
bas. En un principio parece el mismo tipo de extrañeza que re-
sulta palpable en textos como los de Felisberto Hernández donde
lo fantástico surge del extrañamiento de la realidad cotidiana y
donde lo Unheimliche usurpa la tranquilidad del mundo y crea
un conflicto basado en la separación de lo objetivo y lo subjeti-
vo. De ahí que, en muchas ocasiones, estos cuentos parezcan un
truco de perspectiva. En los relatos de Fernández Cubas todo se
minimiza, se hacen a la par gris el entorno y el fenómeno fantás-
tico, de manera que hay un momento en que puede decidirse,
como tantas veces en los cuentos fantásticos, que finalmente todo
ha sido producto no sólo de la borrachera de la narradora, sino
de una enfermedad mental que por fin ha pasado la factura de
años de mantener esa vida aparencial, esa realmente doble vida
donde Adriana (rechazada por su entorno, a pesar de que prefiera
presentarse como siendo ella la que rechaza al mundo) ha tenido
que imaginar una Anairda que es tan única como su misterioso
pueblo. En “Los altillos de Brumal” esta característica se desarro-
lla hasta extremos terribles, hasta la disolución del uno en el otro.
Hasta concluir integrando al uno en un otro lleno de invierno y
penumbra, alejado de este mundo pero a la vez accesible. Un mun-
do de bruma.

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