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PIRATAS EN EL

CALLAO

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HERNAN GARRIDO
LECA

1. Una visita al Real Felipe cuando había un halo


sobre la isla San Lorenzo

He esperado muchos años para escribir mi historia


porque no tenía ni con qué ni dónde escribir y, además,
porque nunca antes me atreví. Ahora, ya con esta larga
barba blanca y con todo el poco resto de mi vista, he
decidido que si me creen loco por lo que voy a contar, es
sólo porque ésta es realmente la más increíble y extraña
historia de piratas jamás contada. Es mi deseo que si
esta crónica llega a ti, niño o niña, no se la cuentes a
ninguna gente grande: ellos no entenderían. Y es mi
deseo, también, que leas o escuches con atención,
porque tú no estás libre de que algo así te pueda
suceder: el que aprende por experiencia propia es un
mortal inteligente, pero el que aprende de la experiencia
ajena es un mortal sabio.

Todo empezó en algún momento del año de 1967. Yo


tenía 7 años, acababa de hacer mi primera comunión y
cursaba el segundo grado. Iba a un colegio en Bellavista,
cerca del puerto del Callao, en el Perú. La vida del colegio
estaba -no sé si por eso- muy ligada al mar, la marina y

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la historia del viejo puerto. Ese año -como todos los años-
la maestra organizó un paseo al puerto, y ese año nos
tocó ir al Real Felipe.

El Real Felipe es una fortaleza de piedra que domina


toda la bahía del Callao. Es tan fuerte que asumo que si
vas al Callao hoy en día todavía la puedes encontrar. Y es
tan vieja que en el año que yo la visité por última vez ya
tenía casi 200 años de construida.

Esa mañana la ciudad amaneció como casi siempre:


nublada. Sin embargo, recuerdo que desde el colegio,
como en muy pocas mañanas, se divisaba la isla de San
Lorenzo. Me llamó la atención el halo de luz radiante que
rodeaba a la isla. Me pareció extraño, pero a los 7 años
creo que uno piensa que lo raro no es nada más que algo
que no hemos visto antes. Pero mi extrañeza no duró
mucho: sonó el timbre y a formar fila.

Cuando hoy pienso en todo aquello, lamento no haber


sido capaz de reconocer, en esas señales, esa luz de
alerta que a veces se enciende en nosotros y que
algunos suelen llamar presentimiento y otros tincada.

Subí al ómnibus muy orondo y feliz de haber pasado mi


cuchillo suizo de contrabando dentro de mi lonchera. En
el trayecto sólo pensaba en la cara de mis compañeros
cuando, a la hora de refrigerio, sacase mi cuchillo suizo
de uso múltiple y, casi como diciendo "qué-tanto-me-
miran-nunca-han-visto-un-cuchillo-suizo", abriese mi
gaseosa.

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Entre tanto ensayo mental para aparentar la mayor
destreza posible en el uso de mi cuchillo, el camino se
me hizo nada. Cuando volví en mí, ya estaba frente a
toda 2 la imponencia del Real Felipe. El halo sobre San
Lorenzo era ahora más brillante aun. Pero, como siempre,
justo cuando uno empieza a imaginar las más distintas
explicaciones, la voz de pito de la maestra me indicaba
que me bajara del ómnibus y formara fila a un lado.

La visita se inició recorriendo el perímetro de la fortaleza.


Desde los muros se veían los barcos anclados en la
bahía. Eran muchos barcos: bolicheras, barcos de carga y
hasta barcos de guerra. Siguiendo al guía de la visita,
llegamos al Torreón del Rey. Había que cruzar un
pequeño puente levadizo. Yo me quedé al final de la fila
para saltar sobre el puente. Cuando entré al torreón, di
vuelta a la izquierda y empecé a trepar por un pasadizo
inclinado. Escuchaba la voz de la maestra y el murmullo
de mis compañeros, pero no veía casi nada. Estaba muy
oscuro. La maestra hablaba del calabozo y de cómo los
prisioneros permanecían allí, casi sin espacio, durante
días, meses y años. Seguí caminando y me encontré con
otro pasadizo. Éste era un poco más estrecho y salía
hacia la derecha del pasadizo principal. Nunca imaginé lo
que viviría durante los días siguientes...

Tomé el pasadizo más estrecho y, allí sí, no veía nada.


Caminaba a tientas, con los brazos estirados tocando
arriba, abajo y a los lados y dando pasos muy cortos por
si había alguna escalera. En eso, mi mano izquierda se

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encontró con un pedazo de piedra que sobresalía de una
de las paredes. Toqué la forma con las dos manos
tratando de imaginar qué era. Grité para llamar a mis
compañeros pero no escuché mi voz ni tampoco la de
ellos. Me colgué de la figura de piedra y no pasó nada.
Ahora me doy cuenta de que, en realidad, yo quería que
pasara algo. Decidí entonces jalar la figura. No tuve más
que moverla unos pocos centímetros hacia atrás y se
abrió un hueco en el piso por el que caí, primero muy
rápido y luego cada vez más lento y más lento, durante
horas, hasta que creo que me quedé dormido. Nunca
imaginé lo que viviría durante los días siguientes...

2. De cómo me enteré de que andaba pedido en


tiempo de los piratas

Al despertar me
encontré tendido
sobre una playa.
Supe que era
algún lugar
cerca del Callao
porque frente a
mí estaba la isla
de San Lorenzo
con su radiante
halo de luz. Las
bolicheras, los

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cargueros y los barcos de guerra ya no estaban. Había,
en cambio, un maravilloso galeón con muchas velas.
Estaba lejos. Me paré para ir hacia él y me di con una
hilera de casas, cientos de casas, casi todas a orillas de
la playa. Como a uno o dos kilómetros había algunos
edificios que parecían almacenes o bodegas de vino.
Detrás de las casas había algunas chacras. Un camino las
cruzaba y se perdía en la explanada. Al fondo, lejos, se
veía un pueblo bastante más grande, a decir de las
muchas torres de las tantísimas iglesias que tenía. Ahora
que evoco ese recuerdo supongo que aquel pueblo era
nada menos que la ciudad de Lima.

Cuando pensé que era raro que no hubiese gente,


aparecieron, así, como de la nada, decenas de hombres,
mujeres y niños, vestidos a la antigua, corriendo de un
lado a otro, desesperados. Alcancé a entender que
gritaban: "el Holandés está en la bahía".

Miré nuevamente hacia la bahía y encontré no menos de


ocho barcos enfilando sus cañones hacia el puerto, hacia
el Callao. Busqué con angustia el Real Felipe, la fortaleza
irreductible que nos defendería. Pero fue en vano. No
estaba por ninguna parte. Volví a mirar hacia San
Lorenzo y estaba allí. Sin embargo, cuando repasé con la
vista las casas, las calles y las gentes que me rodeaban
-y la presencia de carruajes y no automóviles, entre otras
cosas-, empecé a pensar que, efectivamente, algo raro
sucedía. Todo parecía de otro tiempo. Y es que, en
realidad, era otro tiempo. No quise hacerme más

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problemas al respecto y preferí aceptar que había viajado
por algo así como un túnel del tiempo cuando caí al vacío
luego de mover aquella extraña piedra. Acepté entonces,
recién, que estaba en algún lugar del tiempo en donde el
Real Felipe no había sido construido.

Corrí hacia las casas y entré a una en donde parecía que


se reportaban los hombres que defenderían el Callao. Era
una casona de madera, muy amplia y de techos altos.
Allí, un oficial de alto rango, ante un mapa extendido
sobre una larga mesa, explicaba a una veintena de
militares y civiles que las barreras y rompientes
edificadas unas hacia la boca del río Rímac y las otras al
lado de los almacenes reales, serían los lugares sobre
donde el Holandés seguramente cargaría al iniciarse el
asalto. Me sentí aliviado al escuchar que había 30
cañones de bronce para la defensa. Al terminar la
explicación del oficial, algunos de los militares hicieron
algunas preguntas sobre la estrategia de la defensa.
Finalmente, cuando parecía que ya no habría más
preguntas, una mujer que llevaba la expresión del valor
pintada en el rostro se levantó de su silla y dijo:

- Soy Catalina Vilca Huamán; mis padres nacieron en el


Callao y yo también. Mis hijos han nacido aquí y sus hijos
también lo harán. Y si ese tal el Holandés decide
desembarcar, quiero que ustedes sepan que mi madre,
que aún vive, mi marido que es ciego y los seis hijos que
he parido, estaremos todos en la playa para repelerle con

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el fuego de nuestras armas y la sangre de nuestras
entrañas...

Y por ahí alguien gritó:

- ¡Viva el Callao! ¡Muerte al Holandés! La reunión terminó


y los asistentes se dirigieron a la puerta. Yo estaba
parado junto al dintel y me sorprendí al ver que varios de
ellos venían directamente hacia mí, como si pretendieran
atravesarme. Uno de ellos se tropezó conmigo y
retrocedió desconcertado para luego tocar el contorno
del dintel con la palma de la mano, como buscando una
explicación para su aparente torpeza. En medio de las
sonrisas de quienes fueron testigos de la escena, el
hombre optó par frotarse los ojos con ambas manos, a
manera de excusa, y proseguir su camino hacia la calle.
Fue entonces cuando comprendí que a pesar de que yo
los podía ver a todos, ellos no me podían ver a mí.

Era el 8 de mayo de 1624. Lo supe luego, al leer un parte


que quedó sobre la larga mesa. El reporte había llegado
dos días antes desde Mala, un pueblito como a 90
kilómetros al sur del Callao. Se trataba del pirata Jacques
Heremite Clerk, también conocido como "L'Hermite",
quien había zarpado de Goeree en la Zelanda. Su
escuadra tenía no ocho sino once navíos, con 294
cañones y 1637 hombres. Me asusté mucho. ¿Qué podían
hacer 30 cañones contra 294?

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Corrí a la calle, como todos, y luego me dirigí a una de
las defensas. Al caer la tarde, 8 galeones grandes y 4
más pequeños se acercaron a la rada por el lado norte,
por un lugar que llamaban Bocanegra. Aunque todos
esperaban el desembarco esa noche, nada pasó. Los
nervios de los defensores estaban hechos trizas. Fue una
larga, muy larga noche.

3. Un extraño encuentro o de cómo conocí y me


hice amigo de Ignacio Pérez Tudela.

Al amanecer, caminé hacia la playa. Quería ver a los


piratas lo más cerca que pudiese. La gente se movía de

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un lado a otro. Repentinamente, quedé frente a frente
ante un niño de 10 ó 12 años. Él caminó hacia mí y me
dijo:

- ¿Por qué estás vestido así?

- ¿Tú me puedes ver? -contesté.

- Sí. ¿Por qué estás vestido así?

- No me vas a creer pero vengo de otro tiempo. Vengo


de tu futuro -le respondí con miedo a que se burlara de
mí.

- Te creo. ¿Te das cuenta entonces de que no debes


temer a los pichelingues?

- ¿Quiénes son los pichelingues? ¿y por qué no habría de


tenerles miedo?

- Son los holandeses: L 'Hermite y sus piratas. Y tú no


tienes que tenerles miedo.... Ni siquiera te pueden ver...

- ¿Tú cómo sabes eso? ¿Y tú cómo me puedes ver?

- Muy simple, piensa un poco.

- No entiendo. - Tú me puedes ver a mí y yo a ti ¿Qué


concluyes? - ¿Que tú tampoco eres del tiempo de estas
gentes?

- Correcto. Yo vengo de 1866. El Real Felipe estaba siendo


atacado por una escuadra española. Mi mamá, que
estaba a cargo de la cocina, me envió a buscar a mi
padre, que es artillero y estaba al mando de un grupo de
cañones. Deambulaba por uno de los torreones en busca

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de mi papá, moví una piedra y aquí estoy... Llegué hace
dos días...

- Sí, te entiendo. Yo vengo de 1967 y te tengo una buena


noticia: la escuadra española se retiró vencida en 1866.
Eso lo aprendí en el colegio: fue el 2 de mayo de 1866.

- Bueno saberlo pero aquí, hoy, no nos sirve de nada.


¿Sabes tú cómo acaba esta batalla?

- No. La verdad que no. Sólo sé que estamos en 1624.

Y pasamos la mañana tratando de imaginar cómo volver


a nuestros tiempos. Mil y una ideas tuvimos y mil y una
descartamos. Al atardecer, la flota invasora se había
acercado más. El cerco impuesto era tan reducido que ya
ninguna embarcación, por pequeña que fuese, podía
entrar o salir de la rada si no era con el consentimiento
de los piratas.

- A propósito ¿cómo te llamas? -pregunté.

- Ignacio, Ignacio Pérez de Tudela. ¿Y tú?

- Alberto, Alberto Gaveglio.

- Bueno, Alberto, creo que deberíamos ver cómo


ayudamos.

- De acuerdo. Si no nos pueden ver, tratemos de llegar a


alguno de los barcos.

- ¿Y cómo llegamos?

- Vamos al muelle y tomemos alguna chalana.

- ¿Chalana?

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- Sí, un bote.

- ¿Y luego qué?

- No sé. Empecemos por allí.

Corrimos hasta el muelle y nos subimos a una chalana


que partía hacia uno de los barcos defensores fondeados
en la bahía. Luego de remar por veinte minutos - los
marineros y no nosotros, por supuesto- llegamos al
barco. Era un hermoso galeón y estaba cargado de
harina, vino, pasas e higos y muchas gallinas. La
tripulación se encontraba en estado de alerta. Y con
razón...

A las pocas horas, los piratas tomaron nuestro barco por


asalto. He de decir que el combate no fue tan fiero como
yo lo hubiese imaginado. En menos de 20 minutos los
pichelingues habían dominado la situación y los
defensores se habían puesto a salvo en sus falúas.

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4. ¡Al abordaje! o de cómo me hice un pirata más

Esa misma tarde, los hombres de L'Hermite tomaron otro


galeón lleno de provisiones. Esta vez, sin embargo,
Ignacio y yo estuvimos entre los asaltantes.

Fue una experiencia increíble. Iniciamos la persecución a


la voz de "al ataque" del capitán de la nave. No nos tomó
mucho tiempo alcanzar a nuestra víctima. Cuando
estuvimos a 10 ó 20 metros pude ver los ojos
aterrorizados de los marineros sobre la cubierta.
Saltamos desde nuestro barco hacia el galeón en el
preciso instante en que lo golpeamos por estribor y el
capitán gritaba: ¡Al abordaje! Me sentí un pirata más.
Gritamos como ellos y ni Ignacio ni yo nos pudimos
controlar: tomamos nuestras respectivas espadas y
luchamos codo a codo.

La tripulación del barco y los piratas suspendieron el


combate al ver aquellas dos espadas batiéndose por sí
solas en el aire. Algunos saltaron por la borda; otros,
piratas y defensores por igual, se arrodillaron implorando
perdón e invocando a docenas de santos. Al ver esto,
Ignacio y yo nos detuvimos y dejamos caer nuestras
espadas sobre la cubierta.

Entre un larguísimo silencio y con las caras aún pintadas


de espanto, dos de los piratas fueron a dar el parte a
L'Hermite. Ignacio y yo, también en silencio, llegamos,

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así, hasta el camarote del mismísimo Jacques L'Hermite,
el Holandés.

L'Hermite era un
hombre más bien
bajo aunque, a
primera vista,
trajinado en la
piratería. No sé por
qué lo digo. Quizá
sea por la aureola de
solemnidad y terror
que sentí que le
rodeaba. No tenía ni
parche en el ojo ni
pata de palo.

El Holandés escuchó
en silencio el parte
de uno de sus
hombres. No se inmutó, en lo absoluto, ante el relato de
lo sucedido. Se limitó a decir que aquello de las espadas
peleando solas en el aire era un mal augurio y, horas
después, los 1637 hombres sabían lo ocurrido y lo dicho
por L'Hermite. Nosotros lo escuchamos narrado por un
cocinero portugués a su ayudante y prisionero, un
gallego gordo que se comía hasta la cáscara de las papas
que pelaba.

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5. Los días pasan y el bloqueo continúa

El 10 de junio L'Hermite ordenó que uno de sus navíos se


acercase a tierra para probar la artillería del Callao. Al día
siguiente, las escaramuzas continuaron, pero tan mala
era la puntería de los que estaban en el fuerte que
alguien dijo por allí que había espías en el Callao al
servicio de los holandeses.

En los días que siguieron, Ignacio y yo nos dedicamos a


vivir como piratas, aunque con algunas diferencias. ¿Por
qué? Porque no sabíamos bien qué podíamos hacer sin
que nos vieran y qué no. Lo primero de que nos dimos
cuenta es de que no teníamos ni hambre ni sed y que,
cualquiera fuese el alimento que nos lleváramos a la
boca, al tocar nuestra saliva, desaparecía.

Así que luego de ver huir despavoridos a un par de


piratas, decidimos dormir de día y vivir nuestra aventura
de noche: de esta forma, cuando las pasas y los higos se
elevaran y desaparecieran, ningún pobre pirata saldría
corriendo del susto.

Y pasaron más o menos 20 días. Cantamos, bebimos,


bailamos y escuchamos todo tipo de historias de asaltos,
saqueos, duelos y tesoros. Supimos de un pirata que

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murió por decir, en medio de su borrachera, que
guardaba el mapa de un tesoro en su morral. Amaneció
muerto, desapareció el morral y no se supo quién lo hizo.

6. ¡Viva el Callao! ¡Viva el Perú!

Una mañana, al despertarnos, Ignacio me sorprendió con


una pregunta:

- Dime, Alberto, ¿hasta cuándo seremos piratas?

- ¿Por qué te preocupas de eso? Al fin y al cabo dejaste tu


tiempo mientras luchabas contra los españoles y eso es
precisamente lo que aquí estamos haciendo. ¿O no?

- Sí, pero ni tú ni yo somos holandeses sino peruanos. Y,


en este tiempo, probablemente hubiésemos estado
contra los piratas y no con ellos. ¿No entiendes?

- Sí, el Callao es lo nuestro y no estos barcos.

- Entonces, ¿qué hacemos? -volvió Ignacio a la carga.

- Bueno, nuestra misión es entonces destruir la fuerza


invasora.

- Lo que es materialmente imposible, mi capitán


-sentenció Ignacio (y yo me tomé muy en serio lo de
"capitán").

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- Usted lo ha dicho, don Ignacio: materialmente imposible
pero estratégicamente probable.

- ¿Cómo así?

- Mi capitán... "¿Cómo así, mi capitán?" Eso que quisiste


decir, ¿no? -aclaré a Ignacio. - Sí, mi capitán.

- Muy fácil. En lugar de hacer laberinto de noche, lo


haremos de día y, como estos piratas son tan
supersticiosos, se irán de aquí...

Y así fue. Ese mismo día, horas más tarde, hicimos todo
aquello que sabíamos espantaría a los piratas: comimos
uvas y tomamos vino sobre la cubierta y a plena luz del
día; izamos y arriamos la bandera varias veces; hicimos
rodar barriles de babor a estribor y viceversa; y,
finalmente, levamos anclas y dejamos el barco a la
deriva mientras el piloto logró recuperarse del susto. En
menos de 6 horas, todos los hombres de L'Hermite
hablaban de un motín para presionar a su almirante a
levantar el bloqueo y zarpar rumbo a cualquier otra
parte.

Todo hubiese sido perfecto si no se nos hubiese ocurrido


trabarnos en un duelo de espadas sobre el propio puente
de mando. El duelo venía causando la zozobra esperada
pero, al ser avisado, L'Hermite se apareció en persona y
nos tomó por sorpresa. Luego de varias semanas entre
los piratas, ambos habíamos adquirido alguna destreza
en el uso de aquellas armas, pero ello no era suficiente
como para enfrentar al temido L'Hermite.

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Y sucedió lo que tenía que suceder. En un descuido vi
como L'Hermite atravesó el corazón de Ignacio, quien
sólo alcanzó a gritar:

-¡Viva el Callao! ¡Viva el Perú!

Y su cuerpo pudo ser visto por una fracción de segundo


por los horrorizados ojos de todos los piratas, a la vez
que el eco de sus palabras se perdía luego de varios
rebotes entre la isla de San Lorenzo y el puente...

No tuve tiempo de recuperarme pues L'Hermite lanzó


una carga hacia mí. Yo no atiné a soltar la espada sino a
hacerme a un lado y él se estrelló contra la baranda del
puente. Se dio la vuelta y, antes que él pudiese dar el
primer paso, cargué contra su cuerpo y le clavé mi
espada en el estómago.

Me quedé inmóvil unos segundos. Solté la empuñadura y


lo vi derribarse y caer sobre la cubierta. La tripulación
quedó estupefacta. Yo me arrodillé y sólo atiné a rezar.
Me di la vuelta buscando el cadáver de Ignacio pero él ya
había desaparecido también para mis ojos. Entendí
entonces que había regresado a su tiempo.

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7. Sobre la retirada de los piratas y de mi vida en
San Lorenzo

Jacobo L'Hermite, el pirata holandés, fue enterrado por


sus hombres en San Lorenzo. Era el 3 de junio del año
1624; así lo leí en un pedazo de madera tallada que
dejaron los piratas sobre la arena que cubrió el cuerpo de
su almirante. Eran los tiempos del Virrey Guadalcázar. Me
senté a un lado de su tumba y pensé durante horas en lo
sucedido y en cómo regresar a mi colegio, a mi casa, a
mi tiempo.

En los días y semanas siguientes, los piratas se dedicaron


a atacar otros puertos, aunque mantuvieron el bloqueo
sobre el Callao. Casi un mes después, en los primeros
días de julio, la flota enemiga levó anclas al mando de un
tal Ghen Huigen. El Callao se había salvado.

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Me tomó algunos meses comprender que me quedaría
aquí, en San Lorenzo, por el resto de mi vida. Desde aquí
he visto muchas cosas pasar en el Callao. Vi, por
ejemplo, cómo se constituyó el Real Felipe y, muchos
años más tarde, lo que creo fue el Combate del 2 de
Mayo. Y así tantas otras cosas hasta que con el correr de
otros muchos años y no sé por qué, me hice visible y
empecé a envejecer. Lo extraño es que nunca he
enfermado.

Todavía tengo mi cuchillo suizo. Los pescadores a veces


se acercan a la playa y me dejan ropa. No me hablan
porque me creen loco -pero son buenos.

Si lees esta historia o alguien te la cuenta es porque,


como en otras historias de piratas, metí mi relato en una
botella y la eché al mar. Y alguien la encontró. De todas
maneras, si alguna vez navegas cerca de San Lorenzo,
búscame: de repente todavía estoy aquí y me gustaría
conocerte.

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