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Detrás de la máscara del reconocimiento

Detrás de la máscara del reconocimiento


Defendiendo el territorio y la autonomía indígena en Cxab Wala Kiwe (Jambaló, Colombia)

© Editorial Universidad del Cauca, 2012


© Joris J. van de Sandt
© Del prólogo Baç Ukwe Kiwe: los autores

Título original:
Sandt, Joris J. van de (2007)
Behind the mask of recognition
Defending autonomy and comunal resource management in indigenous resguardos, Colombia
PhD Thesis, University of Amsterdam
Gildeprint Drukkerijen, Enschede

Primera edición en castellano


Mayo de 2012
Editorial Universidad del Cauca
Casa Mosquera Calle 3 No. 5-14
Popayán, Colombia
Diseño de cubiertas Ruud van Dorst
Fotografía cubierta delantera Adelina Cuetia cosechando fríjol en una finca de la vereda Loma Redonda
(zona baja). Joris van de Sandt
Fotografía cubierta trasera Enrique Pechucue en la lectura del libro realizada por Jairo Tocancipá
Falla, vereda Guayope (zona alta)
Diseño y diagramación Éder Jesús Muñoz
Carlos Andrés Ocampo
Edición y corrección de estilo Pablo Hernando Clavijo
Elvira Alejandra Quintero Hincapié
Traducción Jairo Tocancipá-Falla, antropólogo
Grupo de Estudios Sociales Comparativos – GESC
Universidad del Cauca
Editor General de Publicaciones Axel Rojas
La investigación fue realizada con el apoyo financiero de Incentive Action Legal Research (NWO/SARO) y Nether-
lands Foundation for the Advancement of Tropical Research (NWO/WOTRO)

La traducción y difusión de esta publicación contó con el auspicio de la Embajada del Reino de los Países Bajos y
del Fondo de Pluralismo Jurídico de la Universidad de Ámsterdam

La impresión de esta publicación contó con el apoyo de la Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad del Cauca

ISBN: 978-958-732-104-3

Impreso en Taller Editorial Universidad del Cauca


Impreso en Popayán, Cauca, Colombia. Printed in Colombia
A todos los pobladores de Jambaló
Contenido
Lista de imágenes ....................................................................................................................... xi
Acrónimos ...................................................................................................................................... xiii
Agradecimientos ......................................................................................................................... xv
Nota del traductor ...................................................................................................................... xvii
Prólogo a la edición en castellano ....................................................................................... xxi
Baç Ukwe Kiwe - Prólogo desde el territorio nasa de Jambaló ............................... xxiii

1. Introducción ............................................................................................................................. 3
Resurgencia indígena, políticas de reconocimiento y multiculturalismo
neoliberal ....................................................................................................................... 3
El nuevo despertar de los indígenas ....................................................... 3
Organizaciones indígenas en los años noventa y signos de
reconocimiento .......................................................................................... 6
Activismo bajo el neoliberalismo ........................................................... 8
Autonomía indígena ................................................................................................... 10
Preceptos normativos sobre la autodeterminación y la autonomía ... 10
Sistemas latinoamericanos de autonomía constitucional para
pueblos indígenas ...................................................................................... 12
La autonomía como proceso histórico ................................................... 14
Territorialidad indígena y manejo comunal de recursos naturales ............... 17
Metodología .................................................................................................................. 21
Estructura del libro ..................................................................................................... 24
2. Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio ........................................... 29
El cacicazgo precolombino y la invasión española ............................................. 29
El surgimiento de nuevos caciques y los resguardos paeces ............................. 32
La demarcación de Jambaló y las luchas jurídicas coloniales ......................... 35
Independencia y legislación indígena temprana ................................................. 38
Guerras civiles y surgimiento de los caciques sin cacicazgos .......................... 40
Quina, resguardos y tierras públicas ...................................................................... 42
Ley 89 de 1890 .............................................................................................................. 44
Manuel Quintín Lame y “La Quintinada” ........................................................... 46
El Cauca indígena después de La Quintinada ..................................................... 51
3. La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló ..... 57
La Reforma Agraria y la lucha indígena por la tierra ....................................... 57
Los títulos de Juan Tama y la recuperación de Zumbico ................................. 60
El despertar de la conciencia en las haciendas de terraje ................................. 67
Resistencia indígena y la intervención del Incora .............................................. 70
La fundación del CRIC y el Acta de Bogotá ........................................................ 73
La recuperación del cabildo y las negociaciones desalentadoras .................... 78
Contactos con la ANUC y consolidación del CRIC ........................................... 83
Primeras ocupaciones de tierras en la zona media ............................................. 86
Represión en Loma Redonda – Primeras recuperaciones exitosas ................ 90
Las empresas comunitarias del Incora vs. la organización económica
comunitaria ................................................................................................................... 96
La crisis interna del CRIC y el Encuentro de Barondillo ................................. 103
Relaciones con Guambía y la promulgación del Derecho Mayor ................... 106
El Estatuto de Seguridad Nacional y la Marcha de Gobernadores ................ 109
La culminación de la lucha de la tierra en Loma Gorda y Alta Cruz ........... 111
La visita del presidente Belisario Betancur y el reconocimiento final .......... 113
4. El manejo comunal de recursos en Jambaló ............................................................ 119
Manejo comunal de recursos en la zona alta ...................................................... 120
Historia de la apropiación y uso de la tierra ......................................... 121
Paisaje de retazos de parcelas individuales familiares ....................... 122
La organización social y la vereda ......................................................... 124
Sistema de tenencia comunal de la tierra y otros recursos ................. 127
Derechos de usufructo sobre la tierra ............................... 128
Limitaciones y alcances de los derechos de usufructo ... 129
Adquisición de los derechos de usufructo ......................... 132
Herencia de los derechos de usufructo .............................. 134
La administración económica bajo nuevas realidades: la escasez de
tierra ............................................................................................................. 139
Manejo comunal de recursos en la zona media – La empresa comunitaria
de Chimicueto .............................................................................................................. 142
Historia de la apropiación y uso de la tierra ......................................... 143
Actividades de uso de la tierra y manejo de recursos en Chimicueto 147
Agricultura de subsistencia ................................................. 147
Agricultura comercial ........................................................... 149
Agricultura en tierras parceladas individualmente .............................. 152

viii |
Contradicciones internas en las empresas comunitarias .................... 155
Distribución desigual de la tierra ...................................... 155
Problemas de organización: formas antagónicas de
producción , y objetivos y criterios poco claros .............. 159
Competencia entre la autoridad del cabildo y la autoridad de la
empresa ....................................................................................................... 162
Manejo comunal de recursos en la zona baja, con particular referencia a
Loma Redonda y El Porvenir ................................................................................... 164
Historia de la apropiación y uso de la tierra ......................................... 165
Reestructuración y saneamiento de la zona baja ................................. 169
Las fincas del cabildo ............................................................................... 170
Funcionamiento y lógica ...................................................... 170
Uso de la tierra en las fincas del cabildo .......................... 172
Conversión de títulos ................................................................................ 174
Minifundio extremo .................................................................................. 179
5. Gobierno nasa y economía comunitaria indígena .................................................. 185
“¿Cuál es la economía que queremos?” – Crisis interna ................................... 186
La herencia del padre Álvaro Ulcué y el Proyecto Global ................................ 188
Primeros proyectos productivos y llegada de los cultivos ilícitos .................... 194
Participación en los ingresos corrientes de la Nación y conquista de la
alcaldía ........................................................................................................................... 199
Consecuencias de la expansión de los cultivos de amapola y coca – Una
nueva perspectiva sobre los cultivos ilícitos .......................................................... 204
El estudio socioeconómico y el intento de reordenamiento territorial
interno ............................................................................................................................ 209
Análisis de los proyectos asociativos pasados y la reforma administrativa ... 215
El proyecto de huerta familiar (tul) y visiones de una economía indígena ... 220
Dos visiones sobre ‘lo comunitario’ ........................................................................ 227
6. Enfrentando los problemas originados en ‘el mundo de abajo’ ....................... 237
Consulta popular contra el libre comercio – un estilo indígena de
democracia directa ...................................................................................................... 238
Nuevas ocupaciones de tierras en el norte del Cauca ........................................ 243
7. Consideraciones finales ....................................................................................................... 253
Recapitulación ............................................................................................................. 253
La tierra, los recursos y la lucha por la autonomía nasa .................................. 255
Continuidad y cambio en los sistemas de autonomía, y luchas indígenas ... 265
Anexos ............................................................................................................................ 271
Referencias .................................................................................................................... 275
Sobre el autor ............................................................................................................................... 295

| ix
Lista de imágenes
Figuras
Figura 1. Diagrama de una empresa comunitaria (EC) ................... 182

Fotos
Foto 1. Manuel Quintín Lame ........................................................... 27
Foto 2. “Armas” nasa (palos) para defenderse de los “pájaros” ... 55
Foto 3. Familia nasa en labores agrícolas ....................................... 117
Foto 4. Posesión del cabildo y del alcalde de Jambaló ..................... 183
Foto 5. Hacienda Japio, Caloto. Manifestantes frente a policías .. 235
Foto 6. Páramo de Moras, Jambaló, Monte Redondo ....................... 251

Mapas
Mapa 1. Territorio páez (nasa) en el departamento del Cauca,
Colombia ............................................................................... 1
Mapa 2.1a. Cacicazgos indígenas, 1540 .......................................... 52
Mapa 2.1b. Cacicazgos paeces, 1710 ................................................ 52
Mapa 2.2. Cacicazgo de Pitayó, 1720 .............................................. 53
Mapa 3. Zonas del resguardo de Jambaló ....................................... 116
Mapa 4. Resguardo de Jambaló, detallado ..................................... 181
Acrónimos
ACIN Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca
AICO Asociación de Autoridades Indígenas de Colombia (inicial-
mente MAISO)
ANUC Asociación Nacional de Usuarios Campesinos
ASI Alianza Social Indígena
ATLC Área de Tratado de Libre Comercio
Atpdea Ley de Preferencias Arancelarias Andinas y de Erradicación
de Drogas (siglas en inglés de Andean Trade Promotion and
Drug Eradication Act.)
Cecidic Centro para la Educación, Capacitación e Investigación para
el Desarrollo Integrado Comunitario
CIAN Centro Indígena de Investigación Agroambiental
CNU Cátedra Nasa Unesco
CRAC Comité Regional Agropecuario del Cauca
CMI Consejo Mundial de Iglesias
CRIC Consejo Regional Indígena del Cauca
DAI División de Asuntos Indígenas, Ministerio de Gobierno
DANE Departamento Administrativo Nacional de Estadística
DNP Departamento Nacional de Planeación
EC Empresa Comunitaria
Ecofondo Consorcio de ONG ambientales de Colombia
ELN Ejército de Liberación Nacional
Fanal Federación Agraria Nacional
FARC Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
Fedecafé Federación de Caficultores de Colombia
Fedegán Federación de Ganaderos
Fresagro Frente Social Agrario, organización independiente
campesina/sindical
FMI Fondo Monetario Internacional
FRI Fondo Rotatorio Indígena
IGAC Instituto Geográfico Agustín Codazzi
Incoder Instituto Colombiano para el Desarrollo Rural
Incora Instituto Colombiano de Reforma Agraria (ahora Incoder:
Instituto Colombiano para el Desarrollo Rural)
JAC Junta de Acción Comunal
M-19 Movimiento 19 de Abril
Maiso Movimiento de Autoridades Indígenas del Suroccidente
(ahora AICO)
MAQL Movimiento Armado Quintín Lame
OIT Organización Internacional del Trabajo
ONIC Organización Nacional Indígena de Colombia
Plante Plan Nacional de Desarrollo Alternativo
PMA Programa Mundial de Alimentos, de las Naciones Unidas
PNR Plan Nacional de Rehabilitación
PNUD Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo
Prodein Programa Nacional para el Desarrollo de las Comunidades
Indígenas
SENA Servicio Nacional de Aprendizaje
TLC Tratado de Libre Comercio
UAF Unidades Agrícolas Familiares
UAMF Unidades Agrícolas Multi-Familiares
Umata Unidad Municipal de Asistencia Técnica Agropecuaria
UTC Unión de Trabajadores de Colombia

xiv |
Agradecimientos
Mis agradecimientos al pueblo y a las comunidades del territorio de Jambaló
(departamento del Cauca), muchos en verdad para ser mencionados uno a uno,
por su amabilidad y confianza depositadas en este trabajo con sus experiencias y
vivencias, como también por su sentido del humor, acercamiento y entusiasmo.
Espero sinceramente que los resultados del trabajo contribuyan en alguna manera
a su lucha permanente por la defensa de sus derechos. En particular, agradezco a
los cabildos de Marcos Cuetia (2000), Eliseo Ipia (2001), Jairo Perdomo (2003)
y Andrés Betancur (2005) por su apertura y paciencia en responder a diversos
asuntos problemáticos y por atender temas relacionados con mi seguridad.
Igualmente, agradezco a Jesús Piñacué por presentarme a los nasa en Jambaló.
Especial mención para José Miguel Cuetia, Luis Alberto Passú, Crispulo
Fernández, Rafael Cuetia y Florilba Tróchez, a quienes pude acompañar en sus
trabajos y quienes me abrieron muchas puertas. También deseo agradecer a Decio
Paguanquiza, Germán Ochoa y Esther Sánchez por su amistad incondicional y
cálida hospitalidad.

De la Universidad de Amsterdam, Facultad de Derecho, quisiera agradecer a mi


mentor André Hoekema, a mis colegas y al personal del departamento de Teoría
General del Derecho y, en particular, a Barbara Oomen de la Sección Pluralismo
Jurídico. También de gran valor fueron las conversaciones y discusiones llevadas
a cabo con mis colegas en otras instituciones y redes, tales como el Grupo de
Investigación en Latinoamérica, la Red de Antropología Ambiental, y el Grupo
de Investigación Doctoral en Sociología y Antropología del Derecho.

Agradezco igualmente a Wim Wessels por su valiosa gestión ante la Embajada


Real de los Países Bajos en Bogotá, y a los funcionarios de la  embajada que
directa e indirectamente colaboraron en la gestión y materialización de esta
iniciativa editorial.

Agradezco finalmente a Ruud van Dorst por su habilidad y dedicación en la ela-


boración de mapas e ilustraciones; Jairo Tocancipá-Falla por su amistad y el
tremendo esfuerzo realizado en la traducción; y Pablo Hernando Clavijo por su
trabajo de edición diligente y escrupuloso para alcanzar la versión final del texto.

Joris J. van de Sandt

xvi |
Nota del traductor
Cuando se me pidió traducir el trabajo de Joris, mi primera acción instintiva fue
revisar su contenido tratando de percibir la forma, la intencionalidad y su enfoque
sobre el tema. El tejido del trabajo sobre la legislación indígena, la autonomía, la
defensa y el manejo comunal de recursos en los nasa de Jambaló me causó una
gran curiosidad no solo porque el estilo de descripción y análisis distaba mucho
de algunos estudios culturales, pretendidamente críticos del “orden occidental”
pero empalagados en densas capas de retórica y malabarismos intelectualistas
que confunden antes que aclaran, sino también porque el texto presentaba algunas
consideraciones sobre la historia, la memoria y la lucha indígena en la actualidad,
desde las voces de sus actores y del investigador mismo.

La lectura me fue mostrando que en buena medida el análisis histórico y de cambio


que confluía en la situación actual, y que posteriormente dejaba de ser coyuntu-
ral, ameritaba una prueba con los actores que hacían parte del tejido en el trabajo.
Les propuse entonces al autor y a Jorge Salazar, encargado del área editorial de la
Universidad en aquel entonces, desarrollar una actividad que superara el ejercicio
de una simple traducción: la propuesta era leer, reflexionar y discutir el libro ya
traducido con los mismos nasa. Esta tarea fue aceptada con beneplácito, a pesar
de que se vio afectado el compromiso de contar con el libro en un tiempo estable-
cido. En una visita realizada por Joris a Colombia en julio de 2009, aprovecha-
mos para presentar la propuesta a los nasa de Jambaló, quienes vieron con mucho
interés la iniciativa y, sobre todo, destacaron la necesidad de contar con el libro
como parte del compromiso adquirido por Joris como antropólogo durante la fase
inicial de la investigación. A partir de lo anterior se fijó una agenda y se estableció
un grupo de lectura y discusión sobre el libro, que empezó ese trabajo a finales
de julio de ese año. Esa revisión duró casi cuatro meses, tiempo durante el cual,
con excepción de la Introducción, fueron leídos, discutidos y complementados los
capítulos 2 a 7, además de un prólogo sobre el libro, elaborado con ellos.

Un aspecto central en el trabajo con los nasa fue la revisión del texto, tanto desde
el punto de vista de la forma como del contenido. Aunque se corría el riesgo
de modificar lo planteado originalmente por el autor, se verificó con Joris que
el sentido inicial no cambiara. En otros casos, los capítulos se complementaron
con ‘notas del grupo revisor del texto’, las cuales podrán ser identificadas por el
lector en los pies de página cuando haya lugar a este tipo de aclaraciones. En lo
lingüístico, se destacó la carga histórica de las expresiones que en períodos par-
ticulares adquirieron un valor específico, y que en la traducción ameritaban una
explicación. A las palabras que les fueron endilgadas a la lucha indígena durante
los años setenta, como ‘comunistas’, ‘militantes’, ‘empresas comunitarias’ y ‘lo
comunal’, se les ha dedicado explicación y claridad. La expresión ‘comunistas’,
por ejemplo, fue empleada en esos años por la Iglesia y los terratenientes para
descalificar las luchas indígenas. Otro tanto ocurrió con la expresión “militantes”,
asociada a una postura ideológica vinculada con grupos armados, la cual en las
discusiones con el grupo de lectura fue rechazada reiteradamente: “Nosotros no
militamos con la subversión, ni con lo militar”. Las ‘empresas comunitarias’, a su
turno, mostraron en las décadas de los años setenta y ochenta (tal como lo señala
el trabajo de Joris) un período de asimilación; posteriormente dejaron ver una
etapa de reflexión crítica sobre el valor y sentido de la economía propia: ahora no
se habla de ‘empresas comunitarias’ sino de ‘trabajos comunitarios’. Al traducir
‘lo comunal’, igualmente, fue necesario revisar la expresión en ‘lo comunitario’
puesto que ‘lo comunal’ tenía una carga ideológica muy cercana al Estado debido
a la propagación de las juntas de acción comunal (JAC) desde la década de los
años sesenta. No así, por ejemplo con respecto a lo comunal en cuanto a manejo
de los recursos, posición que fue argumentada y defendida por Joris.

En cuanto al lenguaje nasa, a diferencia de la versión del libro en inglés, algunas


expresiones en nasa yuwe como ‘cuesnmi’ (minga) fueron corregidas y cambia-
das por pi’txçxa mjïnxi; otras, como limpia, roza y quema, también sufrieron ajus-
tes y modificaciones. Algo quedó claro aquí y es que más allá del territorio nasa
de Jambaló existen variaciones lingüísticas del nasa yuwe que son importantes de
tener en cuenta y que al respecto los ajustes son necesarios pues son aproximacio-
nes sobre tipos de diferenciación lingüística zonal.

La finalización de la lectura del libro con el grupo se hizo en Jambaló a finales


de 2009. Allí, durante la elaboración del prólogo, se decantaron los principales
aspectos de la discusión: la importancia del libro para el Proyecto Global nasa,
que es una herencia cultural y política que dejara el padre Alvaro Ulcué Chocué,

xviii |
Nota del traductor

asesinado en el período de la recuperación; el análisis de ciertas temáticas plan-


teadas en el libro y que contribuyen en la futura formación de líderes; y el valor
de “sistematizar” y organizar la experiencia, para que no quede como una simple
anécdota sino como un fundamento de la lucha misma.

Por último, y como queda claro en este tipo particular de producción intelectual, el
trabajo de traducir no es una tarea solitaria. A Joris, le agradezco su paciencia en
la espera de que la misma sea compensada. A Jorge Salazar y Axel Rojas por apo-
yar la iniciativa; y a los diseñadores Carlos Andrés Ocampo y Éder Jesús Muñoz
por su dedicación y esfuerzo. Mis agradecimientos igualmente a Pablo Hernando
Clavijo, por su llegada oportuna; a Elvira Alejandra Quintero; a Ximena Varela,
por su dedicación a la transcripción de las versiones al castellano; a Paola Acosta
por su apoyo desinteresado; a Nuria Cristina Ortegón Quijano, por su paciencia
y apoyo en la preparación de los materiales; a Tulio Rojas y Adonías Perdomo
por su atención con los problemas linguísticos en nasa yuwe; y finalmente, a los
líderes y comuneros nasa que acompañaron el arduo proceso de escuchar por lar-
gas horas mi voz en la lectura de los capítulos, por su confianza y apertura para
comprender temas de su propia historia y lucha. Tal como lo dijimos en algún
momento, esperamos que la lectura y discusión del libro por las nuevas generacio-
nes pueda ayudar a fortalecer su lucha por la sobrevivencia y valor de la cultura
nasa, como lo han venido haciendo por muchos años.

Jairo Elicio Tocancipá Falla

| xix
Prólogo a la edición en castellano
Me complace presentar la traducción de mi trabajo en castellano, originalmente
publicado en inglés en 2007, sobre las luchas por la autonomía del pueblo indí-
gena nasa, que habita al suroccidente de Colombia. El libro es el resultado de
años de dedicación y esfuerzo para superar numerosas dificultades financieras,
logísticas y lingüísticas. Dado el tiempo transcurrido desde la edición original en
inglés, no es raro que varios aspectos importantes hayan tenido que modificarse
en la presente edición en castellano.

En primer lugar, durante nuestro trabajo intenso y colaborativo con el traductor


Jairo Tocancipá-Falla, y el editor Pablo Hernando Clavijo, identificamos varios
errores y ambigüedades en el texto, que fueron eliminados, reelaborados o expli-
cados en esta edición. En mi criterio, este esfuerzo ha resultado en un texto consi-
derablemente mejorado en términos de comprensión y lectura. En segundo lugar,
comparado con el original, se han agregado varias partes y pies de página, que
se refieren a temas que no habían sido resueltos o concluidos en el momento de
la redacción final del texto en inglés. Finalmente, y sin duda más importante, la
traducción hizo posible la lectura y análisis del primer borrador del libro con un
grupo de mayores y líderes –elegidos por la comunidad misma– que en el pasado
y en años recientes han tenido un papel destacado en las luchas por el territorio
y la autonomía. Las sesiones de lectura fueron realizadas desde finales de 2009
hasta comienzos de 2010 en varias localidades del norte del Cauca, y, en parti-
cular, en el resguardo de Jambaló. El ejercicio vital de lectura y reinterpretación
histórica de los eventos, llevada a cabo por los líderes, ha sido tan valioso que se
ha incluido en un conjunto de comentarios que van en pie de página, indicados
como ‘Nota del grupo revisor del texto’. Es de anotar que algunas de estas inter-
pretaciones difieren de mi análisis, mientras otras coinciden respecto a los hechos
y eventos descritos.
De esta manera, puede afirmarse que el libro que usted tiene en sus manos es el
resultado de un esfuerzo comprometido y combinado de muchas personas que han
creído en la importancia de registrar y documentar la historia social y política de
la lucha indígena como estrategia pedagógica y política para las nuevas generacio-
nes, que tienen el desafío de defender sus derechos al territorio y a la autonomía.

Joris J. van de Sandt

xxii |
Baç Ukwe Kiwe
Prólogo desde el territorio nasa de Jambaló
El libro sobre la comunidad nasa de Jambaló escrito por el antropólogo Joris van
de Sandt es el resultado de un trabajo de investigación sobre la lucha que histó-
ricamente hemos librado en nuestro territorio. Este trabajo fue realizado entre
los años 2000 (septiembre) y 2005 (diciembre). La lectura del libro ha permitido
pensarnos a nosotros mismos y en relación con la historia que hemos vivido como
nasa en los últimos años; esta lectura también ha posibilitado identificar algunos
temas que son importantes para continuar con esta lucha, y sobre todo, tener la
oportunidad de escribir unas líneas desde nuestra posición como indígenas, para
que el texto termine de cumplir a cabalidad con una función de enseñanza y
divulgación de nuestra historia, no solo para personas ajenas a la cultura nasa sino
también para nuestros jóvenes y nuevas generaciones, que tienen el reto de defen-
der nuestro territorio y preservar nuestros principios y Plan de Vida.

El primer tema se refiere a la historia del pueblo nasa en Jambaló. A través de la


lectura nos dimos cuenta de temas de nuestra historia que habían quedado guar-
dados en la memoria y de otros que todavía siguen vivos en nuestro diario vivir.
En el primer caso pudimos conocer la historia de la quina –que fue explotada
principalmente en la segunda mitad del siglo XIX en nuestro territorio– y cómo
nuestros antepasados la conocieron bajo el dominio de los españoles, y que fue
trabajada hasta agotarla. Aquí reconocemos que acabamos con una planta y que
no supimos cómo conservarla por fuera de un sistema comercial que dominaba en
su momento. La quina nos recuerda mucho el problema actual que tenemos con
las plantaciones de coca que se destinan a fines comerciales y que afectan el tra-
bajo comunitario. Decimos entonces que con la quina y la coca se está repitiendo
la historia. Es necesario “mirar el pasado para conocer el presente y el futuro”,
es decir, aprender de la historia. Esta mirada hacia el pasado nos ayuda a revisar
cómo hemos hecho las cosas en la práctica y qué queda todavía por hacer y reha-
cer a la luz de la experiencia vivida. De esta manera, si pensamos en un futuro
tenemos que ir pensando en cómo trabajar con los jóvenes y las organizaciones
juveniles. Tenemos que trabajar coordinadamente y debatir sobre temas y proce-
sos que necesitamos revisar y corregir. Así aparecen tareas para discutir, como
la parte reglamentaria del trabajo comunitario en el resguardo, las elecciones y
los procesos de trabajo con las familias, la autonomía y la manera como estamos
dialogando con nosotros mismos y con aquellos que vienen a trabajar en nuestro
territorio. A través del texto también se reivindica la presencia de nuestros líde-
res y mayores que han defendido la cultura nasa a través de la historia. Ese orden
viene desde La Gaitana, sigue con Juan Tama, Manuel Quintín Lame, pasa por
los luchadores que cayeron en el proceso de recuperación de la Madre Tierra en
los años setenta, y llega hasta los luchadores actuales que han caído en los pro-
cesos de resistencia indígena frente a los actores armados, el Estado mismo y los
partidos políticos tradicionales (liberal y conservador) que antes dominaban en
el territorio de Jambaló (ver Anexos). Al revisar esta historia hemos notado que
existen momentos destacados, que tienen sus propias raíces pero que se extien-
den a lo largo del tiempo. En ellos la historia oral que cuentan nuestros mayores
se encuentra con el trabajo de archivo. De esta manera se corroboran momen-
tos importantes de la historia nasa. Así, mientras en los años setenta, durante la
recuperación de la Madre Tierra, la lucha se dio contra los terratenientes, en la
actualidad esta lucha se ha convertido, de un lado, en una lucha contra el Estado
y los grupos armados legales e ilegales en cuanto al reconocimiento y respeto de
la autonomía, y del otro lado, frente a las multinacionales y otras empresas que
se acercan a través de tratados de libre comercio (caso TLC Colombia-Estados
Unidos, aprobado en octubre de 2011). Estas diferencias presentan retos variados
y nos obligan a pensar en nuevas y distintas estrategias. En muchas formas vemos
que el Estado ha tomado el rostro del terrateniente y que si bien la Constitución de
1991 supone la garantía de nuestros derechos como pueblos indígenas, en varias
situaciones nos ha tocado luchar para hacer valer los mismos. Si bien es cierto
que internacionalmente existen declaraciones, normas y leyes que reconocen la
autonomía y los derechos indígenas (declaraciones de las Naciones Unidas, el
Convenio 169 de la OIT sobre los Derechos de Pueblos Indígenas y Tribales, etc.),
todavía creemos que falta mucho terreno por avanzar para que, en la práctica, el
Estado reconozca efectivamente nuestros derechos.

Un segundo tema es que la historia que leímos también nos enseñó que, además
del Estado, existía la Iglesia en su tarea de dominación y aprovechamiento. Esta
también se preocupó por colonizar no solo la mente de los comuneros sino tam-
bién el territorio, a través de la parroquia y de imágenes como la de San Isidro,

xxiv |
Baç Ukwe Kiwe — Prólogo desde el territorio nasa de Jambaló

que para el período de cosecha era colocado cerca de la iglesia para recoger de
los comuneros los diezmos o las contribuciones, muchas veces en productos y en
especie, aun cuando se estuviera “en necesidad”. En muchas ocasiones se notó la
alianza entre la Iglesia y los terratenientes mismos, quienes siempre buscaron el
aprovechamiento de los comuneros en el arreglo de terrenos aledaños a la iglesia
y en otros trabajos que se necesitaran. Así, muchos comuneros y comunidades
locales terminaron siendo “mandaderos” del cura. Aunque este tema no fue tra-
bajado en el libro, en algunos pasajes sí inspiró un pensamiento que recordaba el
papel que tuvo la Iglesia en alianza con los terratenientes. Por ejemplo, recorda-
mos cómo un cura desde el púlpito nos juzgaba como “comunistas robatierras”,
expresiones que nos ayudaron a comprender más sobre este tipo de alianzas. Pero
estos recuerdos también nos hicieron ver cómo, después, en los años ochenta,
nuevos curas llegaron con una mayor conciencia y, con otros líderes nasa, como el
padre Álvaro Ulcué, nos dejaron una nueva manera de ver las cosas y de corregir
la forma como la Iglesia nos venía tratando. En la actualidad, y especialmente
a partir de 1998, la resolución de autonomía reconoció hasta este año –y hasta
cuando las autoridades lo consideren– aquellas Iglesias que ya venían trabajando
desde hacía mucho tiempo. La aceptación de estas Iglesias ya establecidas, y la no
aceptación de nuevas, posibilitó un trabajo mancomunado con el cabildo, sobre el
proceso participativo en Jambaló y también sobre la base de respetar y aceptar las
actividades que cada uno viene realizando.

El recorrido histórico que el libro presenta también nos hace pensar en la ame-
naza que se viene dando en nuestro territorio en cuanto a la expansión de econo-
mías ilícitas, como las de la coca y la amapola, que desde la última mitad del siglo
XX se vienen cultivando con fines comerciales. Recientemente (2012) la situación
se ha agravado con el asesinato de un líder de la guardia indígena y otro de la
comisión jurídica; además del cobro de ‘un impuesto’ que se viene aplicando a
los diferentes actores de la cadena productiva de la coca (jornaleros, cosechado-
res, procesadores y comercializadores) por parte de los grupos armados ilegales.
Si bien la Ley 89 de 1890 faculta a cada familia indígena para que disponga de
50 matas de coca con fines medicinales, la presencia de agentes extraños en las
comunidades, que aprovecharon la planta para cultivarla y procesarla en mayo-
res cantidades por sus beneficios económicos, estimuló su producción entre los
comuneros y generó problemas delicados en el territorio, tales como alcoholismo,
desnutrición, deserción escolar, dependencia alimentaria, etc. Todavía algunos
comuneros ven problemático que el cabildo tenga injerencia en el negocio de los
ilícitos, pero creemos que es necesario despertar más conciencia sobre las impli-
caciones que tiene el utilizar el territorio y la Madre Tierra para estos propósitos,
que ofenden el sentido de la vida misma a través de la violencia que se genera.
Vimos claramente cómo la historia se puede repetir si el cabildo y las autoridades

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no toman medidas a fondo frente a este problema. Igualmente, y más impor-
tante, fue notar cómo estos cultivos afectan directamente a la autonomía alimen-
taria misma de la familia y del resguardo. Mayores ingresos y dedicación de más
áreas para la producción de cultivos ilícitos significan menos tierra para producir
comida. Además, y tal como lo presenta el trabajo de nuestro amigo Joris, está el
problema del aumento de la población y la poca disponibilidad de tierra para tra-
bajar. En muchos casos, las familias disponen de un área apreciable de tierra pero
la calidad de los suelos no permite algún tipo de aprovechamiento agropecuario.
En algunas zonas, los comuneros han tenido que salir y abandonar a sus familias
temporalmente, en búsqueda de mejores oportunidades económicas. Todas estas
condiciones que presenta el libro nos invitan a pensar en nuevas alternativas para
afrontar el problema de crecimiento de la población y la escasez de tierra. Es
necesario entonces hacer un llamado al gobierno central sobre este tema tan deli-
cado, algo que ya se discutió con el presidente Uribe, pero con una información
poco realista de lo que verdaderamente ocurre en los territorios de resguardo.

El tema de la explotación minera, tanto de minerales como de metales y de recur-


sos, aparece aquí igualmente como un problema que habría que pensarse en todas
sus implicaciones para otras ramas de la economía, del ambiente y de la vida
misma en el resguardo. Las minas que están por descubrirse o aquellas que están
en proceso de explotación pueden generar en los comuneros un espíritu ambi-
cioso que entraría a afectar a la cultura nasa en sus valores sociales y culturales.
Es necesario desarrollar más ‘mingas de pensamiento’ al respecto y anticipar
los posibles efectos, en caso de que compañías mineras pretendan ingresar en
nuestro territorio. De otra parte está el problema legislativo, por el que el Estado
solo reconoce derechos del uso de la tierra en la superficie pero en el subsuelo se
reserva el derecho de la nación, algo que seguramente quedará a disponibilidad
de intereses de multinacionales.

En resumen, este libro se presenta como “la historia de vida del pueblo nasa de
Jambaló en su lucha frente a los actores externos”. Las ocupaciones de las multina-
cionales, tal como aconteció con la industria agraria en la zona plana en el pasado,
nos advierten sobre la necesidad de continuar en la liberación de la Madre Tierra.
Así, frente a los actores externos, las condiciones actuales nos muestran igualmente
que la historia continúa con nuevas y viejas formas de lucha frente a las nuevas
amenazas de explotación que presenta el Estado, las multinacionales y otras com-
pañías, que buscan aprovechar los recursos en nuestro territorio (Smurfit Cartón
de Colombia, Anglo Gold Ashanti –AGA–, etc.). Sin embargo, nuestra historia de
lucha pervive para ser retomada en el presente y hacia el futuro, buscando cada vez
más respeto del Estado y las multinacionales frente a nuestros valores y cultura.

xxvi |
Baç Ukwe Kiwe — Prólogo desde el territorio nasa de Jambaló

En este camino hemos recibido el apoyo de instituciones y de muchos compañeros,


colombianos y no colombianos, que a través de sus trabajos hacen aportes impor-
tantes para comprendernos a nosotros mismos. Agradecemos a la Embajada del
Reino de los Países Bajos y a la Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad
del Cauca por el apoyo en la publicación de este libro. La investigación realizada
con Joris también tuvo en cuenta trabajos previos de investigadores colaborado-
res, como Víctor Daniel Bonilla, José María Rojas, María Teresa Findji y Joanne
Rappaport, además de otros trabajos locales, como la Cátedra Nasa Unesco.
Deseamos que este trabajo colaborativo se mantenga. En otros casos, muchos
llegan con proyectos e iniciativas y “nos ponen a correr”, a hacer las cosas sin
siquiera analizarlas. Quisiéramos que esto cambiara en el futuro y que a manera
de mandato los promotores de estas iniciativas tengan en cuenta a las autoridades
y a los comuneros respecto a compartir las reflexiones, pensamientos e iniciativas
frente a sus resultados y con relación a nuestros Planes de Vida.

Este libro, que fue escrito inicialmente en un idioma que no es nuestro –en
inglés–, no alcanzó un proceso de revisión. Solo esta versión en castellano cuenta
con nuestro aval y valoración en sus planteamientos de los hechos y en las inter-
pretaciones presentadas por Joris. Muchas de las observaciones y anotaciones
hechas por él fueron corregidas y complementadas, pero otras, en la gran mayo-
ría, fueron dejadas tal como él las interpretó. Consideramos que sus apreciaciones
e interpretaciones fueron acertadas y por su esfuerzo en este trabajo, el pueblo
nasa de Jambaló está agradecido. Se trata de una historia que fue y es vivida por
el pueblo de Jambaló y que surgió de nuestra propia memoria y conocimiento,
pero que también se completó con los conocimientos y experiencias recolectadas
por el investigador mismo. Este libro cumple un papel importante en cuanto a la
iniciativa del Proyecto Global, ya que se encuentra en la misma dirección y posi-
bilita su examen como un insumo más en el proyecto de continuar con la memoria
y la lucha del pueblo nasa. Su lectura e interpretación por aquellos lectores que
conocen poco de la cultura nasa en Jambaló les ayudará a comprender nuestra
historia de lucha. Su lectura, interpretación y puesta en acción de las enseñanzas
que dejaron nuestros mayores les permitirá a las nuevas generaciones continuar en
el sendero de la lucha indígena por la defensa y autonomía de nuestros territorios
y de nuestra propia cultura.

Jambaló, 6 de noviembre de 2009

Juan Carlos Betancur Exalcalde mayor suplente cabildo de Jambaló (2008)


Celio Campo Comunero de la vereda de Bateas, Jambaló
Ermelinda Campo Cabildante de la vereda Loma Pueblito, Jambaló

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Isaías Campo Guardia de la vereda El Picacho, Jambaló
Marcos Cuetia Consejero CRIC, Resguardo de Jambaló
Rafael Cuetia Exconsejero Zona Norte, Resguardo de Jambaló
(2007-2008)
Julio César Casso Comunero de la vereda de Guayope, Jambaló
Tiberio Cuetia Guardia Indígena de Jambaló
Gersaín Cuetia Exgobernador del cabildo de Jambaló (1997)
Silvio Dagua Consejero ACIN, Resguardo de Jambaló
Graciela Dagua Guardia de la vereda de Loma Gorda, Jambaló
Leonardo Escue Cabildante de la vereda de Vitoyó, Jambaló
Taurino Fernández Comunero participante
Fermín Gembuel Coordinador de la Guardia Indígena de Jambaló
José Benito Güejia Presidente de la Junta de Acción Comunal de
Altamira-Bateas, Jambaló
Emilio Güejia Coordinador de Mayores de los cinco pueblos Sa´t
Tama Kiwe
Evaristo Ipia Comunero participante
Eliseo Ipia Coordinador del Programa Administración y Gestión
de la Universidad Autónoma Indígena Intercultural
(UAIIN)
Luis Arnulfo Martínez Coordinador de sistematización del Proyecto Global
David Medina Fiscal del cabildo indígena de Jambaló
Saulo Mestizo Alcalde mayor suplente del cabildo de Jambaló
Marcelino Pilcué Exgobernador cabildo de Jambaló (1975 y 1982)
Albeiro Quiguanás Gobernador del cabildo de Jambaló
Marino Quiguanás Coordinador de la Cátedra Nasa Unesco, Jambaló
Manuela Quiguanás Comunera participante de la vereda de Guayope,
Jambaló
Rosa Elena Quiguanás Comunera participante de la vereda de Zumbico,
Jambaló
Laurentino Rivera Exgobernador cabildo de Jambaló (1983)
José Enrique Pechucue Cabildante de la vereda El Voladero, Jambaló
Primitivo Toconás Miembro del Consejo de Mayores del CRIC
Marino Tróchez Comunero participante de la vereda La Marquesa,
Jambaló
Amalia Ulcué Comunera participante
Belisario Yatacué Alcalde mayor del cabildo de Jambaló

xxviii |
Mapa 1
Territorio páez (nasa) en el
departamento del Cauca, Colombia

Áreas en gris oscuro: municipios situados sobre ambas vertientes de la Cordi-


llera Central, constituidos parcial o totalmente por resguardos nasa (páez) de
origen colonial (títulos reales españoles obtenidos entre 1667 y 1708); los mu-
nicipios de Belalcázar e Inzá (vertiente oriental) constituyen la zona denominada
Tierradentro, considerada el corazón de la tierra nasa. Aunque los nasa ocupan
en Silvia la mayor parte del territorio municipal, son fácilmente superados en
número por sus vecinos misak (guambianos).
Áreas en gris medio: municipios constituidos en gran parte por resguardos
nasa (coloniales); a pesar de que los nasa de Morales viven muy distantes de
Tierradentro, sus resguardos ya habían sido establecidos en el período colonial
tardío.
Áreas en gris claro: municipios que tienen uno o varios pequeños resguardos
nasa, la mayoría de los cuales fueron constituidos recientemente, con excep-
ción de los ubicados en Totoró.
Otras áreas: se pueden encontrar otras comunidades nasa (migrantes) más
aisladas, a veces en resguardos recién creados, en algunos de los municipios
del occidente de Cauca, Huila y Tolima, y en el área del ‘piedemonte amazónico’
de Caquetá y Putumayo.
Fuente: Muñoz y Soscué 2000 • Ilustración/reproducción: R. van Dorst

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1. Introducción
Resurgencia indígena, políticas de reconocimiento
y multiculturalismo neoliberal

El nuevo despertar de los indígenas


Desde comienzos de los años setenta, América Latina ha sido testigo de un nota-
ble resurgimiento de la conciencia étnica y, en consecuencia, de un gran activismo
de los pueblos indígenas, o, como algunos lo han denominado, de una “militancia
político-cultural indígena” (Hale 1997:11). Después de una larga historia de con-
tacto con la sociedad que las rodeaba, las comunidades indígenas de los Andes
y América Central se rebelaron contra las políticas indigenistas de los gobier-
nos, orientadas a “modernizar” a los pueblos indígenas “subdesarrollados” de
las áreas rurales, y a integrarlos en la sociedad dominante mediante el sistema
educativo, el desarrollo agrario rural y el acceso al mercado (Stavenhagen 1992;
1994). Ya en la década de los años sesenta algunas comunidades indígenas habían
empezado a organizarse de manera aislada y fragmentada utilizando redes orga-
nizacionales preexistentes (locales), pero a comienzos de los años setenta se dio
el surgimiento de las primeras federaciones indígenas regionales que reclamaron
el reconocimiento del derecho de los pueblos indígenas a la tierra –tanto de la que
estaba todavía bajo su control como de esa otra que les había sido expropiada a
través de los siglos–, así como el derecho a la educación bilingüe y al desarro-
llo basado en la identidad cultural indígena. El Consejo Regional Indígena del
Cauca (CRIC), creado en 1971 en Colombia; el movimiento Tupaj Katari (1972)
en Bolivia; y Ecuarunari (1973) en Ecuador (el nombre completo de esta última
organización, Ecuarunapac Riccharimui, significa ‘el despertar de los indígenas
ecuatorianos’) (Zamosc 1994) son algunos de los primeros ejemplos de estas nue-
vas organizaciones indígenas (Bonfíl 1981; Van Cott 1994).
El resurgimiento del activismo indígena en los Andes, que estuvo relacionado
con los programas de reforma agraria que desde los años cincuenta hasta los años
setenta1 habían roto viejas relaciones clientelistas en el área rural, generó más
movilidad entre las áreas rurales y urbanas, y ofreció a las comunidades indíge-
nas, usualmente en el seno de organizaciones campesinas y sindicatos, un nicho
institucional para nuevas formas de organización (Albó 2002; Pallares 2002;
Yashar 1998; Zamosc 1994). Paradójicamente, el desarrollo de las organizaciones
indígenas fue también estimulado en alto grado por los programas integracio-
nistas de educación, que habían conducido al surgimiento de una generación de
intelectuales indígenas que formularon el nuevo y atractivo discurso del ‘indige-
nismo’ (Assies 2000; Varese 1996). Simultáneamente, grupos indígenas de las
tierras bajas tropicales, particularmente de la región de la Amazonia, que hasta
el momento habían vivido en un relativo aislamiento de la sociedad nacional,
empezaron a rebelarse contra la colonización agraria estimulada por el gobierno
y contra la expansión de actividades económicas extractivas (madera, petróleo y
minería) (ver p. ej. Davis 1977). Con el apoyo de antropólogos, abogados y misio-
neros comprometidos, estas comunidades iniciaron sus propias organizaciones
indígenas en las décadas de los años setenta y los ochenta, con el objetivo inicial
de alcanzar “la titulación de los territorios indígenas” (Davis y Wali 1993; Ramos
1982; Smith 1994)2.

La lucha de las comunidades u organizaciones indígenas encontró mucha sim-


patía y apoyo tanto nacional como internacional. Esta lucha estuvo inspirada,
primero que todo, en los cambios que ocurrieron en la Iglesia Católica, la cual, a
comienzos de los años sesenta había expresado una “opción preferencial por los
pobres”, con el subsecuente surgimiento de la Teología de la Liberación. Jesuitas,
misioneros Maryknoll3 y salesianos ayudaron a los grupos indígenas a organi-
zarse y les suministraron apoyo financiero (Langer 2003).

En 1971, el Consejo Mundial de Iglesias (CMI) auspició el Simposio de Barbados,


en el cual un grupo de antropólogos, en su mayoría latinoamericanos, se declaró

1 En la región andina: Bolivia en 1953, Colombia en 1961, Ecuador en 1964 y 1973, y Perú en
1968.
2 La Federación de Centros Shuar en Ecuador, creada alrededor de 1964 con el apoyo de la
Misión Salesiana, fue pionera entre las organizaciones indígenas de las tierras bajas (Bonfil 1981;
Salazar 1977).
3 Nota del traductor: Los Maryknoll son una sociedad misionera católica creada en 1911
por los obispos de los Estados Unidos, con el objetivo de enviar predicadores a regiones de todo
el mundo para contribuir a aliviar los problemas de la pobreza. En 2008, alrededor de 475 curas
Maryknoll estaban trabajando en varios países, principalmente en África, Asia y América Latina
(ver http://society.maryknoll.org/index.php. Consultado el 30 de agosto de 2008).

4 |
Introducción

a favor de una “antropología activista” al servicio de la “liberación de los indios”


(Bartolomé et al. 1971; Varese 1997). Otros antropólogos en Europa y América
colaboraron con las organizaciones comprometidas con los indígenas (p. ej., Iwgia
y Cultural Survival) las cuales denunciaban eficazmente los abusos contra los
pueblos indígenas y tuvieron un rol clave en la promoción de encuentros entre líderes
indígenas (Wright 1988). La Conferencia Internacional sobre la Discriminación
contra las Poblaciones Indígenas, organizada por las Naciones Unidas en 1977
y que condujo al establecimiento del Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas
sobre las Poblaciones Indígenas (WGIP, por sus siglas en inglés) en 1982, también
desempeñó un papel importante en el desarrollo de un movimiento internacional
de los derechos indígenas, y en la consolidación de las redes entre líderes indígenas
y organizaciones no gubernamentales (Van Cott 1994)4.

En la década de los años ochenta, alentado por los nuevos desarrollos macropo-
líticos y económicos, el número de organizaciones indígenas aumentó rápida-
mente y siguió creciendo. Una apertura política general (léase democratización
y, en algunos países, caída de regímenes autoritarios) les permitió a las orga-
nizaciones indígenas una mayor libertad para organizarse. Mientras tanto, una
crisis económica obligó a varios gobiernos latinoamericanos a clausurar los pro-
gramas de desarrollo rural ya establecidos, cambio que constituyó una amenaza
a la viabilidad de la autonomía local en el caso de las comunidades andinas,
que no tuvieron más acceso a los fondos del Estado (créditos especiales y subsi-
dios para campesinos) (Yashar 1998). Además, un debilitamiento de las organiza-
ciones campesinas y un cuestionamiento de las ideologías de clase izquierdistas
tradicionales provocaron procesos de autoorganización indígenas más explícitos
alrededor de su propia etnicidad, pues adoptaron una política de ‘pueblo’ (Assies
2000; ver también Rappaport 2003), lo cual constituyó una condición destacada,
que fue caracterizada por Pallares (2002:14-15) como un “cambio de campesi-
nismo a indigenismo”. En el Amazonas y en otras tierras bajas, la explotación de
los recursos naturales –estimulada por las exigencias que se les hacía a los gobier-
nos nacionales para el pago de la deuda– causó una amenaza permanente a la
seguridad del sustento de las comunidades indígenas. Enfrentadas a la situación,

4 En los años setenta, algunos líderes indígenas, con ayuda de sus colaboradores, convocaron
a varios encuentros nacionales e internacionales para “definir y afinar la nueva ideología y práctica
del movimiento indígena” (Wright 1988:375). Además de organizar varias reuniones nacionales
­­­­­­­­­­­­­–Silvia, Colombia (1973); Pátzcuaro, México (1975); La Paz, Bolivia (1975); Conocoto, Ecuador
(1977)–, también celebraron algunas conferencias internacionales importantes, entre las cuales
cabe mencionar la conferencia de Port Alberni en 1975 (Canadá), que creó el Consejo Mundial
de Pueblos Indígenas; la Primera Conferencia Internacional Indígena de Centroamérica, de 1977
(Panamá); y también en 1977 el Segundo Simposio de Barbados (para las conclusiones de estas
conferencias ver Bonfil 1981; Colombres 1977).

| 5
las organizaciones regionales amazónicas se vieron forzadas a vincularse con el
movimiento ambiental trasnacional, vínculo que, a su turno, condujo a que las
comunidades indígenas adoptaran un “discurso verde” que en su lucha por la
autonomía aparece todavía problemático (Brysk 1994).

Organizaciones indígenas en los años noventa


y signos de reconocimiento
A comienzos de los años noventa, diversos países latinoamericanos, particular-
mente de la región andina, enfrentaban una aguda crisis de legitimidad y gober-
nabilidad causada por largos años de opresión/exclusión política de ciertos grupos
sociales, y por corrupción y violencia exacerbadas. Las movilizaciones de estas
organizaciones sociales, que demandaban inclusión y participación en la toma de
decisiones en sus respectivos países, convencieron a las élites políticas de iniciar
una radical reforma constitucional participativa. Las bien establecidas organiza-
ciones indígenas5, que habían empezado a formular sus demandas en términos de
la llamada “ciudadanía étnica” (De la Peña 1999:23) –un espacio jurídicamente
sancionado y protegido dentro del Estado, en el cual los grupos étnicos pueden
mantener su identidad cultural y organización social diferenciada6 –, usaron esta
apertura política y lograron ejercer una influencia significativa, en términos parti-
cipativos, sobre el proceso de reforma constitucional; en algunos casos (Colombia
y Ecuador) participaron en ese proceso. En muy pocos años, diversos países7
–primero Colombia, en 1991– promulgaron nuevas constituciones que caracteri-
zaron ­­­­­­­­la sociedad nacional como pluricultural y multiétnica y, hasta cierto grado,

5 En 1992, los pueblos indígenas de América Latina organizaron una masiva contra-demos-
tración a los ‘500 años del descubrimiento’ (500 años de la llegada de los europeos a América)
denominada en cambio por los pueblos indígenas ‘500 años de resistencia’. La demostración, que
tuvo lugar en Quito, Ecuador, fue pacífica y bien organizada; en ella participaron diez mil indíge-
nas de grupos de diversos países de Sur y Centroamérica, y su realización fue considerada por los
observadores como un signo de madurez del movimiento indígena internacional. Los preparativos
se realizaron en diversos países entre 1987 y 1992; el evento fue también considerado como un
estímulo para la internacionalización de los movimientos indígenas (Díaz-Polanco y Uggen 1992).
6 En el trabajo de los científicos políticos latinoamericanos, la ‘ciudadanía étnica’ es a me-
nudo equiparada con ‘ciudadanía diferenciada’ o, aun más, con ‘ciudadanía colectiva’, una forma
de ciudadanía que vincula a los individuos con el Estado a través de comunidades (Van Cott
2000a:46). Se trata de una noción que es contrastada con la ‘ciudadanía neoliberal’, una forma
de ciudadanía que vincula a los individuos con el Estado a través del mercado (Álvarez, Dagni-
no y Escobar 1998, Dagnino 2003:219). Con respecto a los pueblos indígenas, comúnmente se
argumenta que, debido a su posición históricamente marginada, sus miembros pueden ejercer su
ciudadanía sólo bajo un sistema jurídico pluralista que reconozca no solamente derechos iguales
sino también derechos colectivos diferenciados, es decir, como ciudadanos de un país y también
como ciudadanos especiales (ver p. ej.: Carlsen 2002:7).
7 En los países andinos: Colombia 1991, Perú 1993, Bolivia 1994, Ecuador 1998, y Venezuela
1999.

6 |
Introducción

reconocieron los derechos colectivos sobre la tierra, las lenguas indígenas ofi-
ciales, el derecho consuetudinario indígena y las autoridades tradicionales8. Los
nuevos textos constitucionales estuvieron, al menos parcialmente, inspirados en el
Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre Pueblos
Indígenas y Tribales en Países Independientes, de 1989, que brindó una clara guía
internacional para la autonomía indígena o ‘autodeterminación interna’9. Este ins-
trumento jurídico internacional fue ratificado por estos países poco antes o poco
después de las reformas constitucionales, y se le dio estatus de legislación nacio-
nal (Assies 2000; Van Cott 2000a)10. El reconocimiento explícito de la diversidad
cultural constituyó una ruptura radical con el ideal político del Estado-nación
homogéneo y ofreció, a las comunidades étnicamente distintas y antes margi-
nadas, esperanzas de “un nuevo pacto social con una relación diferente entre los
pueblos indígenas y el Estado” (Sieder 2002a:4)11.

Años más tarde, esta esperanza se ha visto opacada por los gobiernos de turno,
que se han mostrado lentos y reticentes en la aplicación de esos derechos constitu-
cionales, lo cual demuestra que sigue existiendo una gran distancia entre la teoría
(la ley) y la práctica (la realidad). Tal como lo han mostrado recientes investiga-
ciones, esta situación puede, en gran medida, explicarse por la relación contradic-
toria y difícil entre el reconocimiento de los derechos indígenas y otros procesos
de reforma del Estado que han acompañado su implementación (ver Assies, Van
der Haar y Hoekema 2000; Sieder 2002b). Aunque el reconocimiento de la diver-
sidad cultural es en parte resultado de luchas de vieja data, los pueblos indígenas
no fueron los únicos factores políticos que condujeron a la reforma del Estado.
Bajo la presión del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial
(BM), el proceso constitucional fue también empleado para introducir políticas
sociales y económicas neoliberales. La promoción de la descentralización –parte
del paquete de políticas neoliberales– pareció satisfacer las demandas de los pue-
blos indígenas en cuanto a una mayor participación y autogobierno. En la prác-
tica, sin embargo, el reconocimiento de la autoridad tradicional a menudo solo se
permite en los niveles administrativos más bajos, mientras a nivel nacional, los

8 En Colombia y Ecuador, las nuevas constituciones también concedieron derechos colecti-


vos específicos, incluso territorialidad, a las comunidades negras, también denominadas ‘afro’.
9 En derecho internacional se hace una distinción entre ‘autodeterminación externa’, que
involucra la secesión e independencia, y ‘autodeterminación interna’, la cual está restringida al
derecho de autonomía o autogobierno dentro de las fronteras del Estado y bajo la soberanía del
mismo (Santos 2002:321).
10 La mayoría de países latinoamericanos (un total de 13) ha ratificado el Convenio 169 de la
OIT; las excepciones destacadas (pero no las únicas) son Panamá y Nicaragua.
11 Nota del traductor: En lo sucesivo, se entiende que las citas de autores en inglés han sido
traducidas para la edición en castellano.

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pueblos indígenas siguen siendo excluidos de una participación significativa en la
toma de decisiones sobre las políticas públicas que los afectan directamente (Van
Cott 2000a). Al mismo tiempo, el reconocimiento de las autoridades indígenas
también implicó la posibilidad de intromisión del Estado y de su ideología en
los espacios que las comunidades indígenas se habían reservado para ellas como
resultado de una historia de resistencia (Padilla 1996; Vasco 2002). Mientras
tanto, la liberalización económica, la privatización y la cancelación de los pro-
gramas de inversión social en el área rural dejaron a las comunidades indígenas
y a sus frágiles economías expuestas y vulnerables en extremo a las presiones e
influencias perturbadoras del libre mercado y la economía global. Para empeorar
las cosas, en algunos países –de manera más notoria en Colombia–, la población
indígena continúa atrapada en el fuego cruzado producido por las nuevas formas
de violencia, como resultado del tráfico de drogas y la guerra civil prolongada
entre militares, guerrilla y paramilitares (Jackson 2002).

Activismo bajo el neoliberalismo


Cada vez más frustrados con los límites inherentes al ‘multiculturalismo neoli-
beral’ promovido por el Estado (Hale 2004), a comienzos del siglo XXI las orga-
nizaciones indígenas empezaron a reconsiderar en qué términos estaban librando
sus luchas, y desarrollaron nuevas estrategias de resistencia y de fomento de una
mayor autonomía. En varios países, las organizaciones indígenas formaron sus
propios partidos políticos –p. ej., MAS en Bolivia, Pachakutik en Ecuador, AICO y
ASI en Colombia– y aumentaron constantemente su representación en los gobier-
nos nacionales, provinciales y locales, lo cual indica una clara “tendencia a la
participación electoral directa de los movimientos indígenas” (Sieder 2005:305).
En este proceso democrático, el reconocimiento constitucional y el Convenio 169
de la OIT siguen siendo referentes importantes de los partidos indígenas en la
formulación de sus propuestas, para avanzar en el cumplimiento de los derechos
indígenas (Van Cott 2005). Al mismo tiempo, las organizaciones indígenas, que
ven al modelo neoliberal como su “némesis” (Carlsen 2002), han intentado cada
vez conseguir más apalancamientos para sus agendas políticas mediante la movi-
lización de sus bases (comunidades), con el fin de protestar ­contra las políticas
económicas (las que ellos perciben como destructivas), contra las nuevas formas
de exclusión y contra la violencia. En estas movilizaciones o ‘levantamientos’, los
líderes indígenas plantean imaginarios políticos novedosos acerca de una socie-
dad más democrática, y con éxito variable tratan de hacer alianzas con otros acto-
res sociales (trabajadores, campesinos y organizaciones populares urbanas) y con
un movimiento de justicia global más amplio (Postero y Zamosc 2004; Santos y
Rodríguez-Garavito 2005; Speed y Sierra 2005).

8 |
Introducción

El resurgimiento del activismo indígena en relación con el ‘reconocimiento de la


diferencia étnica’ ha probado ser un tópico de investigación académico fructífero
para politólogos y antropólogos (Sieder 2005:301), en el cual se pueden identificar
dos grandes tendencias. Por una parte, los estudios de los antropólogos y académi-
cos especializados en los ‘nuevos movimientos sociales’, tanto indígenas como no
indígenas, tienden a enfocarse en el desarrollo de los movimientos indígenas y a
observar cómo se desarrollan dialécticamente las demandas de las organizaciones
y comunidades indígenas en respuesta a “diferentes clases de Estados y políticas
estatales” (Sieder 2005:301), en particular, a las políticas económicas neolibera-
les. Los estudios basados en esta tendencia subrayan la diversidad de movimien-
tos indígenas en la región y se centran en “la movilización étnica, el liderazgo
indígena y las políticas de identidad”. Estos estudios dejan de lado polaridades
convencionales simplistas como ‘lo moderno vs. lo tradicional’ y ‘lo auténtico vs.
lo no auténtico’, y muestran que las identidades indígenas no son “ni completa-
mente modernas ni tradicionales”, debido a un proceso continuo de reformulación
cultural (Jackson y Warren 2005:558). La otra tendencia, adoptada principal-
mente por politólogos, juristas y antropólogos del derecho, se enfoca en las impli-
caciones políticas y jurídicas y en los desafíos que representa el reconocimiento
de los derechos indígenas colectivos para los modelos existentes de ciudadanía y
las estructuras institucionales de los Estados, que ahora buscan institucionalizar
formas de pluralismo político y jurídico oficial (ver p. ej.: Hoekema 1999; Merry
1992, 1988). Las conclusiones de estos estudios señalan la persistencia de formas
institucionales políticas inadecuadas, que son consideradas necesarias entre el
Estado y las poblaciones indígenas –aquí el interés se centra en la definición y el
alcance de “la autoridad tradicional” y “la jurisdicción indígena” (Sánchez 2004;
Van Cott 2000b)–, en las redefiniciones de las formas de representación política y
en la organización territorial (ver Stavenhagen 2002; Yrigoyen 2000).

Lo que ambas tendencias de investigación tienen en común es su enfoque, prin-


cipalmente centrado en actores y procesos nacionales. Por ello mismo corren el
riesgo de no prestar atención a los procesos organizativos que ocurren en las
comunidades indígenas locales. Los pocos estudios o etnografías que se enfocan
en los procesos locales en el contexto del reconocimiento de los derechos indí-
genas (ver p. ej.: Korovkin 2001; Perreault 2003; Gow 2005) exploran y respon-
den a preguntas relacionadas con las maneras en que las comunidades indígenas
–que son la base de un movimiento más amplio– han sido capaces de aprove-
char las “oportunidades de transformación” para reorganizar sus formas actuales
de gobierno indígena, y cómo las siempre cambiantes instituciones comunales
configuran a su vez las nociones de identidad y suministran las bases para nue-
vas movilizaciones indígenas. La presente investigación –un estudio de caso
sobre el pueblo nasa (páez), que habita en un territorio indígena autónomo en el

| 9
suroccidente de Colombia– continúa en la misma trayectoria que iniciaron estas
investigaciones y aspira a ser una contribución para una mejor comprensión de los
problemas planteados.

Autonomía indígena

Preceptos normativos sobre la autodeterminación y la autonomía


Desde el resurgimiento indígena de los años setenta, las organizaciones y comu-
nidades han insistido siempre en su derecho a la ‘autodeterminación’, en el sentido
de que (así lo señalan ellos) están, o estarán, en capacidad de tomar sus propias
decisiones y definir su futuro (Tennant 1994:42). En la Declaración de Barbados
(Bartolomé et al. 1971) dicha demanda fue expresada así: “[Es] el derecho a ser y a
seguir siendo ellas mismas, a vivir según sus costumbres y a desarrollar su propia
cultura”12. De acuerdo con la legislación internacional, los indígenas tienen este
derecho colectivo de autodeterminación debido a que “son comunidades distintas,
con culturas, instituciones políticas y derechos a la tierra fundamentados históri-
camente” (Anaya 1996:46). Puesto que los pueblos indígenas son descendientes
de los habitantes originales de una región antes de la colonización [europea], ellos
reclaman la autodeterminación como un derecho que les es inherente por ser pue-
blos originarios. Esta precedencia histórica es una característica que los distingue
claramente de otras minorías étnicas (Loukacheva 2005; Sousa 2002).

Los gobiernos latinoamericanos y los de otras naciones siguen dudando mucho en


reconocer formalmente la autodeterminación de los pueblos indígenas, dado que
en la legislación internacional este derecho sugiere separación e independencia y,
en consecuencia, constituye una amenaza a la soberanía e integridad territorial
del Estado-nación. Sin embargo, los movimientos indígenas niegan tener tales
aspiraciones y reiteradamente han señalado que solo buscan la autodeterminación
interna, es decir, ejercer la autodeterminación dentro del Estado-nación en el que
viven (Stavenhagen 1992:436-437).

Por razones diplomáticas, y para darle a la noción abstracta de autodeterminación


una interpretación más práctica, los reclamos de las comunidades indígenas han
empezado a centrarse de manera gradual en el políticamente menos sensible con-
cepto de ‘autonomía’; es decir, la capacidad (y derecho) de las comunidades polí-
ticas localizadas en el interior de un Estado mayor, de regular sus propios asuntos;

12 En los acuerdos internacionales, el derecho a la autodeterminación de pueblos y naciones se


expresa como “el derecho [para establecer] libremente su condición política y provee[r] asimismo
su desarrollo económico, social y cultural” (cfr. Pacto Internacional de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales [adoptado en 1966]).

10 |
Introducción

en otras palabras, de poner en ejecución su propia legislación para los asuntos


internos y locales. Para los pueblos indígenas de América Latina, la solicitud de
autonomía siempre ha estado vinculada intrínsecamente a demandas territoriales.
Ya que tienen una relación espiritual con sus tierras tradicionales y una dependen-
cia económica de sus recursos y de su entorno natural, los derechos territoriales
son una condición imprescindible para la sobrevivencia de las culturas indígenas.
Por tanto, el control del grupo sobre su territorio ancestral, entendido como “espa-
cio jurisdiccional” (Zúñiga 1998:145), es esencial para la autonomía indígena. En
el contexto latinoamericano, la autonomía indígena es entendida generalmente
como “una forma jurídica que permite a los pueblos indígenas gobernarse a sí
mismos, dentro de un territorio definido y con ciertas limitantes, de acuerdo con
sus propias costumbres políticas y jurídicas” (Assies 1994:46).

En años recientes, en debates entre expertos jurídicos y movimientos indígenas se


han establecido varias características operacionales esenciales para la autonomía
territorial indígena13. Para que un sistema autónomo tenga un significado real en
términos de autodeterminación, debe mostrar una clara competencia legislativa,
es decir, que los pueblos indígenas puedan desarrollar libremente sus instituciones
de autogobierno autónomo, según sus necesidades y su propia visión. Además, las
comunidades indígenas autogobernadas necesitan tener la oportunidad de admi-
nistrar sus propias finanzas, como también los fondos que el Estado le asigna al
territorio y/o al pueblo que lo habita (es decir, deben tener autonomía fiscal). Las
comunidades indígenas también deben estar proporcionalmente representadas en
una estructura política más amplia, es decir, no solo en su propia unidad territo-
rial, sino también en los diferentes órganos de poder del gobierno nacional; final-
mente, deben estar protegidas y a salvo de cualquier forma de discriminación en
dichos órganos (Bennagen 1992 en Assies 1994; ver también Loukacheva 2005).

La autonomía territorial, como régimen14 normativo basado en las demandas


de los movimientos indígenas, es un sistema (marco institucional) en el cual las
comunidades indígenas pueden ejercer su derecho a la autodeterminación. Como

13 Estos criterios aparecen como propuestas en las conclusiones y recomendaciones sobre


la autonomía y el autogobierno indígena adoptado por el Encuentro de Expertos de las ­Naciones
­Unidas en Nuuk, Groenlandia, en 1991, como parte de las deliberaciones para escribir un borra-
dor de la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas. Las recomendaciones no son
de obligatorio cumplimiento pero representan elementos importantes de autonomía indígena
(­Loukacheva 2005:14).
14 Nota del traductor: en el texto se emplea el término ‘régimen’ asociado a un conjunto de
normativas y al modelo de hacienda que se desarrolló en el Cauca. En las discusiones con los nasa,
al referirse a la normativa indígena evitaron esta expresión por las connotaciones que lo vinculan
al llamado ‘régimen hacendatario’.

| 11
señala Díaz Polanco (1997:98): “La autonomía sintetiza y articula políticamente el
conjunto de demandas logradas por los grupos étnicos [tierra, educación bilingüe,
etc.]; por lo tanto puede decirse que la autonomía es la demanda fundamental”.

De acuerdo con las organizaciones indígenas, un sistema de autonomía político-


territorial llenaría sus aspiraciones porque tiene un doble efecto: al tiempo que
los capacitaría “para controlar el desarrollo de sus culturas distintas, incluyendo
el uso de la tierra y los recursos naturales”, también garantizaría –después de
muchos años de aislamiento y exclusión– su “compromiso participativo efectivo
en estructuras sociales y políticas más amplias” (Anaya 1996:110-112)15. En gene-
ral, las demandas de autonomía de los pueblos indígenas no deben ser interpre-
tadas como un rechazo o desaprobación a las sociedades que las rodean; por el
contrario, un número cada vez mayor de pueblos indígenas ha expresado el deseo
de comprometerse más que antes con, e integrarse a, la sociedad nacional, aunque
en sus propios términos, mutuamente acordados.

Sistemas latinoamericanos de autonomía


constitucional para pueblos indígenas
Aunque en algunos países se ha logrado, hasta cierto punto, espacio jurídico
para las solicitudes de autogobierno de los pueblos indígenas, al lograr el reco-
nocimiento, en la legislación ordinaria, de las tierras indígenas y las autoridades
tradicionales, hasta ahora solo cinco países latinoamericanos han incluido un sis-
tema especial de autonomía en sus constituciones: Panamá, Nicaragua, Colombia,
Ecuador y Venezuela. Los regímenes constitucionales son generalmente estruc-
turas más duraderas y, en comparación con gran parte de la legislación ordinaria,
permiten mayor amplitud para la autonomía; sin embargo, la interpretación y el
alcance de estos sistemas constitucionales varían enormemente de un país a otro
(Assies 2005; Hoekema 1999).

En algunos países, como Colombia (1991) y Panamá (1972), el autogobierno se les


ha concedido a comunidades étnicas específicas en territorios ancestrales delimi-
tados (resguardos y comarcas, respectivamente). En estos territorios autónomos,
algunos antiguos o coloniales, y otros recién creados, operan las instituciones de
gobierno indígena y solamente los miembros de las comunidades indígenas pue-
den tomar parte en el gobierno local. En Nicaragua (1987), en cambio, aunque
se reconoce un cierto número de derechos indígenas, el sistema de autonomía
para la región de la costa atlántica ha sido definido más en términos geográficos
que étnicos. El autogobierno se ejerce allí según modelos preestablecidos, en los

15 Anaya (1996:112) lo denomina “el doble empuje” de los sistemas normativos de la autono-
mía/autogobierno indígena.

12 |
Introducción

cuales ninguno de los diferentes grupos étnicos –indígenas o no indígenas– tiene


derechos preferenciales, sin importar que las fronteras de las regiones autónomas
hayan sido definidas de tal manera que los grupos indígenas ocupen la mayoría
de ellas; además, las facultades de las autoridades comunitarias indígenas todavía
no han sido jurídicamente establecidas (Ortega 2003:27). A su turno, en Ecuador
(1998), la Constitución les asigna a las autoridades indígenas una gama amplia de
funciones autónomas que deben realizarse en las ‘circunscripciones territoriales’
étnicas (indígenas y afroecuatorianas). Sin embargo, estas provisiones constitu-
cionales no han sido hasta ahora convertidas en legislación ejecutiva (Van Cott
2002). Lo mismo ocurre con las estipulaciones sobre autonomía en la Constitución
de Venezuela (1999), que habla del autogobierno en ‘hábitats’ indígenas.

Con respecto a los derechos territoriales, la situación en Colombia y Panamá es


tal que la definición de las varias jurisdicciones indígenas coincide totalmente con
las áreas indígenas formalmente reconocidas (resguardos y comarcas), que han
sido definidas como propiedades inalienables colectivas. En los dos países, estos
territorios cubren una parte significativa del territorio nacional (27,8% y 22,7%,
respectivamente) (Grünberg 2002; Sánchez y Arango 2002). Los derechos sobre
la tierra son mucho menos protegidos en Nicaragua, donde el gobierno central se
ha reservado los poderes de decisión sobre los recursos naturales en las regiones
autónomas (Grünberg 2002; Ortega 2003). Solo en 2002 se promulgó una ley
para el reconocimiento de los derechos indígenas a la tierra, y hasta 2004 sola-
mente el 5% de las solicitudes para definir las tierras comunitarias había sido
resuelto (Roldán 2004:12). Antes de aprobar su nueva Constitución, Ecuador ya
había reconocido jurídicamente una extensión significativa de tierras indígenas;
sin embargo, a menudo los titulares de estas tierras no son comunidades étnicas
legalmente definidas como tales, sino individuos u otros entes colectivos, como
cooperativas, centros y comunas. Hasta el momento no es claro en qué grado
las jurisdicciones indígenas (circunscripciones territoriales) vayan a coincidir con
estas tierras legalizadas. En Venezuela la situación es similar, pero el gobierno
está discutiendo una ley que propone procedimientos para el establecimiento y
regularización de las tierras y hábitats indígenas (Roldán 2004).

Respecto a los otros dos aspectos funcionales de los sistemas de autonomía


–­representación proporcional en el gobierno nacional y autonomía fiscal– encon-
tramos que los pueblos indígenas de Panamá, Colombia y Venezuela, además de
un derecho activo al voto, han conservado la representación política en el Senado
o el Parlamento (5, 2 y 3 curules, respectivamente). En 2011, solo el Estado colom-
biano ofrecía un procedimiento para la autonomía fiscal indígena, en el sentido
de que, como parte de un programa para la descentralización democrática, los
resguardos pueden disponer de una cierta cuota de los recursos de transferencias

| 13
del Estado para cumplir las funciones públicas y los programas de desarrollo, de
acuerdo con sus usos y costumbres. Si comparamos los procedimientos operativos
actuales para la autonomía territorial en cada país, se podría afirmar que actual-
mente Colombia todavía sigue contando “con el reconocimiento más seguro y
coherente de los derechos [relativos] a la autonomía” que existan en América
Latina (Van Cott 2002:68).

La autonomía como proceso histórico


La reciente y actual discusión acerca de los “sistemas con autonomía indígena
territorial y administrativa” (Van Cott 2002:275) tiende a minimizar la natura-
leza histórica de los movimientos indígenas de América Latina y sus peticiones
de reconocimiento de autonomía. De hecho, las poblaciones indígenas solicitaron
autonomía territorial y cultural mucho antes del surgimiento del movimiento indí-
gena de los años setenta (Korovkin 2001:41). En la mayoría de los casos, a estas
demandas históricas se les puede rastrear su proceso, que se había iniciado ya en
la época colonial española, incluso en épocas tan remotas como la segunda mitad
del siglo XVI (Nader 1989). En un intento por ponerle freno al poder creciente
de los colonizadores y por aumentar su control sobre las poblaciones indígenas,
la Corona española inició –con las Nuevas Leyes de 1542– la implementación
de una política dirigida al aislamiento de poblaciones indígenas dispersas en los
Andes y América Central, respecto a las poblaciones mestizas y españolas, para
lo cual les concedió algún nivel de autogobierno en tierras colectivas demarca-
das, que recibieron el nombre de repúblicas de indios. A cambio de una garantía
sobre la tierra y de la protección contra la explotación incontrolada por los colo-
nizadores españoles, las comunidades, gobernadas por funcionarios indígenas (a
menudo caciques o curacas que habían sobrevivido y cuyo mando era transmi-
tido por herencia) y supervisadas por funcionarios reales y de la Iglesia, fueron
forzadas a pagar impuestos a la Corona española y a suministrar periódicamente
mano de obra a las autoridades coloniales y a los propietarios de haciendas y
minas. Aunque este tipo de comunidad indígena creada por España subordinó
a las poblaciones indígenas a la economía y a la estructura de poder colonial,
también les ofreció un cierto margen para la autodeterminación de sus asuntos
internos. Esta política fue implementada en todo el imperio español, aunque las
‘comunidades de poblados semiautónomos’ fueran conocidas en diferentes sitios
con diversos nombres (comuna, resguardo, ayllu-reducción), y terminaran mar-
cadas por su desarrollo histórico específico (ver p. ej. Wolf 1959; González 1979;
Murra 1984a).

A diferencia de muchos indígenas de las tierras bajas, que lograron evitar el con-
trol del sistema colonial por varios siglos, los indígenas de las tierras altas fueron
forzados todo el tiempo a defender su limitada autonomía con uñas y dientes, ya

14 |
Introducción

que el sistema de comunidad indígena siempre estuvo bajo amenaza. Los docu-
mentos históricos muestran que durante los siglos XVII y XVIII, los líderes indí-
genas instauraron muchos pleitos en las cortes coloniales contra la violación de
derechos ya concedidos y contra el abuso de poder de funcionarios locales y pro-
pietarios de haciendas y minas (ver Colmenares 1979; Rasnake 1988).

A finales del siglo XVIII, algunas comunidades indígenas se levantaron en


masa contra el gobierno colonial, entre otras cosas debido a la implantación de
un régimen de impuestos mucho más rígido introducido por la dinastía borbó-
nica (Reformas Borbónicas). El ejemplo mejor conocido de estas revueltas es el
liderado por Tupac Amarú y Tomás Catari (o Katari) en el Alto Perú (Bolivia)
alrededor de 1780, aunque las revueltas también se dieron en otras partes de los
Andes y en México (ver Farris 1984; Coatsworth 1988). Después de la indepen-
dencia respecto a la Corona española, ocurrida a comienzos del siglo XIX, los
nuevos gobiernos republicanos quisieron abolir las tierras comunales, pues estas
eran vistas como una traba al desarrollo capitalista de los Estados recién forma-
dos. Aunque algunas comunidades indígenas, en particular aquellas localizadas
en las áreas más remotas, fueron capaces de evitar temporalmente la aplicación
de la legislación nacional que promovía la disolución de las tierras comunales,
mediante la formación de alianzas con gamonales locales (este fue el caso de los
nasa en Colombia; Rappaport 1982; 1990a), muchas otras comunidades perdieron
gran parte de sus territorios por la proliferación de haciendas comerciales (Murra
1984b:33). Sin embargo, la tenaz resistencia indígena a la división o expropiación
de sus tierras comunitarias –para la que, muy a menudo, apelaron a los títulos
coloniales y a la invocación de la ley– condujo a finales del siglo XIX y comien-
zos del siglo XX, a un cambio de actitud entre varios gobiernos paternalistas,
que decidieron proteger las tierras indígenas que aún quedaban y reconocerlas
legal pero provisionalmente como una fase de transición hacia la privatización de
la propiedad (ver Murra 1984b; Rivera 1987; Ibarra 1993). No obstante, muchas
de estas nuevas legislaciones dejaron de reconocer la existencia de la autoridad
tradicional y el hecho de que las comunidades formaran parte de sistemas de
gobierno indígena más amplios. Esta situación provocó que muchas poblaciones
indígenas resultaran fragmentadas en pequeñas comunidades aisladas, con poder
y autonomía reducidos. No obstante, las autoridades tradicionales a menudo
siguieron teniendo influencia local significativa, incluso en comunidades que ya
no disponían de tierras comunales (ver Murra 1984a; Platt 1987; Rasnake 1988).
Esta situación de comunidades indígenas dispersas permaneció inalterada hasta
cuando comenzaron las reformas agrarias y ocurrió el resurgimiento de los movi-
mientos indígenas en las décadas de los años sesenta y setenta.

| 15
Aunque todavía muestran muchas de las características esenciales de las ‘repú-
blicas de indios’, las comunidades indígenas de los Andes y América Central son
fundamentalmente diferentes –social, política, económica y culturalmente­– de
las sociedades de las cuales surgieron. En la actualidad es comúnmente recono-
cido que, lejos de ser grupos aislados socialmente, estas comunidades siempre
han estado “profundamente insertadas en una sociedad más amplia”, y que sus
identidades y formas organizativas actuales son en buena parte el resultado de sus
largas luchas históricas (dialécticas) con las instituciones socioeconómicas hege-
mónicas tanto del Estado colonial como del republicano (ver Field 1994a:239).
En esta lucha encontramos signos de resistencia pero también de adaptaciones.
Recientes estudios etnográficos e históricos han mostrado que, con el fin de resis-
tir a la confiscación del territorio y a la amenaza a su autonomía, algunos líderes
indígenas han tratado a través de los siglos de influir en las políticas del Estado,
utilizando en su mayor parte las instituciones y doctrinas mismas de sus opreso-
res, y en algunas ocasiones movilizándose para la oposición armada. Tarde o tem-
prano, sin embargo, las comunidades han sido forzadas a ceder a las demandas y
presiones impuestas por la sociedad dominante y no han tenido otra opción que
aceptar las nuevas condiciones de subordinación. Esta no ha sido una aceptación
pasiva sino, más bien, un desarrollo de procesos sutiles y complejos de adaptación
creativa y apropiación cultural, en el que las instituciones y estructuras sociales
impuestas han sido complementadas y “resignificadas” con costumbres y tradi-
ciones locales. Al hacerlo, las comunidades indígenas han creado gradualmente
nuevas formas culturales que han servido para guiar sus pensamientos y accio-
nes posteriores (Rasnake 1988; Rappaport 1990ª; Hale 1994)16. Inspirados por
la teoría clásica de la ‘construcción de fronteras étnicas’ de Barth (1969), algu-
nos académicos han llamado ‘reorganización étnica’ a estos procesos adaptativos
que han surgido como consecuencia de la resistencia y concesión (Nagel y Snipp
1993)17, mientras que otros más los describen como “mecanismos de resistencia
étnica” (Murra 1984b:32). Cualquiera que sea el término, es claro que esta diná-
mica permanente de revitalización y apropiación cultural es la que ha facilitado a
los pueblos indígenas una sobrevivencia cultural y los ha capacitado para mante-
ner un cierto grado de autonomía.

Al menos en términos formales, la situación de los pueblos indígenas latinoa-


mericanos ha cambiado significativamente con la promulgación, en la década

16 Estas modificaciones de formas de colonialismo impuestas han sido denominadas “resis-


tencia encubierta” (Urban y Sherzer 1991:3) o “resistencia interna” (Varese 1996:63).
17 De acuerdo con Nagel y Smith (1993:203), “la reorganización étnica” ocurre cuando un
grupo étnico -o pueblo indígena- “emprende una reorganización de su estructura social, redefine
su frontera o presenta algunos cambios en respuesta a las presiones o demandas impuestas por la
cultura dominante”.

16 |
Introducción

de los años noventa, de nuevas constituciones por los Estados latinoamericanos.


Teniendo en cuenta que antes del reconocimiento de la diversidad cultural, los
grupos indígenas tenían una autonomía histórica que el Estado buscaba reducir,
e insistía en su propia soberanía, hoy en cambio los Estados y los pueblos indí-
genas reconocen cada uno el derecho del otro a existir autónomamente dentro de
límites territoriales definidos. Sin embargo, puesto que la aplicación de los nuevos
derechos indígenas todavía es un proceso con problemas significativos, y consi-
derando que las dinámicas de reorganización étnica arriba mencionadas son un
proceso continuo, cabría preguntarse en qué medida las comunidades indígenas
usan el nuevo marco jurídico de reconocimiento para defender su autonomía y
cómo las dinámicas de sus actuales luchas difieren de patrones previos de resis-
tencia y adaptación.

Territorialidad indígena y manejo comunal de recursos naturales

Particularmente en Latinoamérica, las luchas históricas de los pueblos indígenas


por la autonomía se han enfocado hacia los reclamos sobre la tierra y el territo-
rio, es decir, al derecho garantizado de una comunidad a un territorio ancestral
delimitado y al control exclusivo sobre los recursos contenidos en él. No obstante,
al lado de esta lucha y de manera menos visible, las comunidades indígenas han
peleado siempre también por el reconocimiento y preservación de sus sistemas
particulares de tenencia de tierra y recursos (Tennant 1994; Anaya 1996; Zúñiga
1998). Estos sistemas están constituidos por las instituciones sociales complejas
que establecen los “medios por los cuales los individuos y las comunidades logran
el legítimo acceso y uso de los recursos naturales” o, en otras palabras, defi-
nen “quiénes poseen los recursos, quiénes pueden utilizarlos o extraerlos, quiénes
pueden excluir a otros de tener acceso a ellos y quiénes se benefician de su explo-
tación” (WRI 2005:56). Dichas instituciones de tenencia y manejo de recursos
ocupan un lugar central en el orden social y normativo que gobierna la vida coti-
diana y las prácticas de las comunidades indígenas (von Benda-Beckmann 1995).
Esas instituciones determinan no solamente las relaciones de los pueblos con la
tierra y los recursos naturales, sino también las relaciones entre individuos, fami-
lias y grupos en una comunidad, así como entre la comunidad y el Estado y otros
actores externos. Por lo tanto, los cambios en las instituciones que administran
y disponen de los recursos tienen implicaciones para todo el tejido social de las
comunidades (WRI 2005).

Las instituciones de tenencia de tierra y manejo comunal de recursos de las comu-


nidades indígenas y de otras comunidades locales son a menudo clasificadas como
comunales. El término ‘comunal’ “describe la naturaleza local de tales sistemas
tanto con respecto a la extensión geográfica de su aplicación, como a sus fuentes

| 17
de legitimidad” (Bruce 1999:11; ver también Lynch 1992). Ya que existen muchos
y muy variados regímenes de tenencia comunal en el mundo, su definición uni-
versal puede darse solo en términos muy generales. Como sistema de propiedad
sui géneris, la tenencia comunal de recursos difiere notablemente del concepto
occidental dominante de propiedad privada individual. Lo característico, en cual-
quier caso, es que se trata de sistemas fundamentados en la propiedad con base
en la comunidad, que incluyen un conjunto de derechos individuales y colecti-
vos sobre la tierra, los árboles, el agua y otros recursos naturales importantes.
Mientras los derechos al uso económico y a la explotación de recursos se les asig-
nan (por lo general durante largos períodos) a individuos o unidades domésticas, a
menudo en forma de derechos de usufructo heredables, los derechos sobre el con-
trol sociopolítico y el manejo de estos recursos –incluidos los derechos de venta
y traspaso– permanecen siempre en la comunidad en su conjunto, representada
por las autoridades que ella designa. Debido a que los privilegios individuales de
los miembros de la comunidad están generalmente sujetos a los intereses de la
colectividad, las instituciones de manejo comunal de recursos cumplen una fun-
ción muy importante para mantener la cohesión y continuidad del grupo social.
Además, puesto que estas instituciones –así como las prácticas de las cuales han
surgido– se derivan típicamente de relaciones continuas de mucho tiempo entre
las comunidades, la tierra y los demás recursos que las sostienen, son también un
factor de gran importancia en la configuración de su identidad (Lynch y Talbott
1995; Bruce 1999; von Benda-Beckmann y von Benda-Beckmann 1999).

En la literatura académica, “los extensos y espinosos debates acerca de la natu-


raleza de […] los sistemas de tenencia comunal” (Bruce 1999:11) se caracterizan
por una gran confusión conceptual acerca de la distinción entre lo ‘comunal’, lo
‘común’ y lo ‘colectivo’. Como sistema de tenencia, a la propiedad comunal se
le equipara a menudo con “propiedad común” o con “modalidades de tenencia
de propiedad común”, o con los recursos incluidos en dicho sistema, tales como
pasturas o tierras de pastoreo y de bosques. Esta literatura habla de esos recursos
como “comunes” o, más técnicamente, como “recursos de fondo común”. En tér-
minos generales se trata de “recursos utilizados simultánea o consecutivamente
por los miembros de un grupo, un colectivo o una comunidad” (Bruce 1998:5).
Estos sistemas de propiedad común, sin embargo, a menudo constituyen solo un
subconjunto de un sistema de propiedad comunal más complejo, que también
incluye la tierra en la cual rigen los derechos individuales (derechos de usufructo)
(Bruce 1998, 1999; Lynch 1992). Por consiguiente algunos académicos (Bruce,
Fortman y Nhira 1993) han propuesto representar el sistema de propiedad comu-
nal como la sumatoria de diferentes formas de tenencia o de “paisajes de tenen-
cia” con diferentes “nichos de tenencia”, que coinciden con “áreas de tierra [y de
recursos], con usos diferentes, con diferentes formas de tenencia [es decir, reglas

18 |
Introducción

de acceso y uso] que se aplican a aquellas áreas [y recursos]” (Bruce 1999:12).


La propiedad comunal también es a menudo confundida con ‘propiedad colec-
tiva’. Sin embargo, la propiedad colectiva solo se refiere en este contexto a los
títulos colectivos de tierra de una comunidad –la relación de propiedad externa
de una comunidad en relación con el mundo exterior– y esa confusión tiende a
oscurecer las modalidades de tenencia altamente diferenciadas que existen en el
territorio de la comunidad, tanto respecto a los individuos como a los grupos. Por
lo tanto, cuando se analice la propiedad comunal, es siempre conveniente especi-
ficar con cuidado qué tipos específicos de derechos y relaciones de propiedad se
“esconden” detrás del rótulo de ‘lo comunal’ (von Benda-Beckmann y von Benda-
Beckmann 2006).

En América Latina y en otras partes del mundo, las formas indígenas de manejo
comunal de recursos han cambiado tanto en el pasado lejano como en tiempos
recientes. Aparte de estar influidas por factores contextuales de naturaleza eco-
lógica, demográfica y económica, tales como cambios ambientales, crecimiento
poblacional, innovaciones tecnológicas y presiones de mercado, las cambiantes
instituciones de manejo de recursos también deben ser consideradas como “el
resultado contingente y temporal de la interacción dinámica entre actores [inter-
nos y externos] socialmente diferenciados” (Leach, Mearns y Scoones 1999:230).
Especialmente en las comunidades indígenas de las tierras altas –y poco a poco
también en las de las tierras bajas–, las modalidades institucionales locales de
manejo comunal de recursos han sido particularmente impactadas por las polí-
ticas del Estado hacia las tierras colectivas indígenas y hacia los sistemas de
manejo de recursos. Estas políticas fueron diseñadas sobre nociones mal conce-
bidas acerca del funcionamiento de la propiedad comunal y además estuvieron
fuertemente influidas por convicciones ideológicas acerca de la propiedad y el
desarrollo. Durante gran parte de los siglos XIX y XX, los Estados percibieron
a las propiedades colectivas de tierras indígenas y a las instituciones de manejo
comunal como signos de atraso y de ineficiencia económica y, en consecuencia,
como un obstáculo a los mecanismos de mercado y al progreso económico capi-
talista. Solo recientemente las instituciones indígenas de manejo comunal han
ganado algún respeto, en vista de su reconocida utilidad en el manejo sustentable
de recursos y en la conservación de la biodiversidad (von Benda-Beckmann, von
Benda-Beckmann y Wiber 2006).

El manejo comunal indígena también ha cambiado como consecuencia de la res-


puesta de las comunidades ante las intervenciones del Estado, como parte de
sus luchas por la autonomía, es decir, en los procesos de resistencia, adaptación
y reorganización étnica. Y tal como en el caso de las fluctuantes políticas del
Estado sobre las tierras, las recientes deliberaciones y reorganizaciones indígenas

| 19
acerca de sus propias formas de manejo comunal de recursos a menudo se han
caracterizado y configurado también debido a ideales culturales y concepciones
ideológicas. Así, cuando se les compara con instituciones relacionadas con la pro-
piedad individual, las comunidades indígenas a menudo interpretan las formas
de manejo comunal como superiores, debido a que estas enfatizan los valores de
generosidad, cooperación y reciprocidad. En particular, desde el resurgimiento
indígena en la década de los años setenta, las comunidades indígenas se acogen
a sus instituciones comunales de gobierno y de manejo de recursos como “la
fuente de tradiciones positivas, base para la identidad y barrera para la anomia”
(Chamoux y Contreras 1996:29-30). Algunas investigaciones anteriores han mos-
trado, sin embargo, que dicha “exaltación del comunalismo”, en la que los aspec-
tos colectivos del manejo de recursos son a menudo exagerados, quizá fortalezcan
los lazos de solidaridad dentro del grupo, pero también con frecuencia sirven
para enmascarar desigualdades internas en beneficio de sectores privilegiados de
la comunidad (Chamoux y Contreras 1996:13; ver también Agrawal 1999; Leach
et al. 1999). Sea cual fuere el caso, para las comunidades indígenas, junto con la
noción altamente simbólica de ‘territorio’, la tenencia comunal de tierras continúa
siendo un referente ideológico básico de ‘lo comunitario’, y la permanencia de
instituciones de manejo comunal se explica, al menos y en cierto grado, por las
políticas de identidad indígena (Briones 1996).

Las instituciones de manejo comunal de recursos cumplen un rol muy importante


en los intentos de las comunidades indígenas por mejorar las condiciones de vida
de sus miembros. Las variadas redes sociales, formas de cooperación y normas
de reciprocidad que constituyen estas instituciones representan el capital social/
cultural sobre el cual las comunidades pueden basar sus esfuerzos para concep-
tualizar y materializar formas de desarrollo autónomo y autodefinido (Loomis
2000). Las concepciones indígenas contemporáneas de modernidad –que pueden
ser consideradas cada vez más anticapitalistas (Sousa 2002)– hasta cierto punto y
a lo largo del tiempo han tomado su forma actual debido a las experiencias negati-
vas respecto al saqueo progresivo de sus tierras y recursos, y a otros procesos que
han causado daños a sus economías y medios de subsistencia (Anaya 1996). Tal
como las comunidades indígenas presentan en su discurso el manejo comunal de
recursos como opuesto al manejo de recursos basado en las nociones de propie-
dad privada individual, asimismo ellas utilizan los valores culturales y principios
incorporados en sus instituciones de carácter comunal como una fuente impor-
tante de inspiración para su definición de un desarrollo alternativo “basado en el
lugar”, que les permite emanciparse de modelos hegemónicos de desarrollo con
pretensiones universalistas (Blaser 2004:8; ver también Rajagopal 2003).

20 |
Introducción

Este trabajo pretende contribuir a una mejor comprensión de las instituciones y


prácticas de manejo comunal de recursos en las comunidades indígenas andinas
de Colombia, no tanto desde una perspectiva de la ecología política o la economía
institucional, sino desde la perspectiva de las luchas por la autonomía indígena.
En primer lugar, se estudiarán las formas en que las instituciones y prácticas indí-
genas de manejo comunal de recursos han sido configuradas en las interacciones
históricas entre las comunidades indígenas, el Estado y la sociedad mayor. En
segundo lugar, se analizará cómo, en los ámbitos del manejo de recursos natura-
les, la economía y el desarrollo, el nuevo marco jurídico de reconocimiento –entre
otros factores– a la vez posibilita y limita la actuación de las comunidades en sus
intentos de reorganizarse étnicamente en su territorio, y en la búsqueda de un
desarrollo cultural y económico autónomo.

Metodología

La persistencia de instituciones indígenas de gobierno (en este caso, de manejo


comunal de recursos) en el interior de las estructuras sociales, políticas y econó-
micas de la sociedad y el Estado colombiano muestra una situación de pluralismo
jurídico, es decir, la coexistencia simultánea de uno o más órdenes jurídicos en
el mismo campo social. En las décadas pasadas, el pluralismo jurídico ha sido el
principal tema de investigación de la antropología jurídica. Los primeros antro-
pólogos que trabajaron en este campo, a menudo en un ámbito colonial, se intere-
saron en el derecho, las normas y las regulaciones en las sociedades “primitivas”.
Puesto que trabajaban desde una perspectiva estructural y funcionalista, estos
antropólogos estudiaron el funcionamiento de las sociedades o pobladores locales
como fenómenos aislados (ver Nader 1965). Sin embargo, desde la década de los
años setenta, los antropólogos jurídicos fueron comprendiendo progresivamente
que el derecho local18, así como otros dominios de la vida social, no pueden ser
entendidos por fuera de su contexto más amplio, y empezaron a enfocarse en la
manera cómo las estructuras sociojurídicas están configuradas y mediadas con
otras a través de agenciamiento humano; en relación con otras; es decir, en “las
relaciones dialécticas, mutuamente constitutivas entre el Derecho estatal y otros
órdenes normativos” (Merry 1988:880).

18 La ‘ley’, o sistema legal, en un sentido antropológico jurídico, puede definirse como “la
totalidad de fenómenos jurídicos generados y mantenidos en una unidad social dada” (von Benda­
-Beckmann 1997:8). Esta definición se vuelve menos abstracta cuando se formula de manera que
incluya las estructuras sociales (instituciones) que generan e implementan las reglas. Hoekema
(1999:269) nos brinda una definición de derecho que sirve muy bien al propósito de este estudio:
se trata de “las normas de la vida social en una comunidad particular, que son aplicadas, cambia-
das, mantenidas y sancionadas por funcionarios que tienen la posición institucional para llevar a
cabo esta tarea”.

| 21
Uno de los primeros académicos que se ocupó en investigar las dinámicas y meca-
nismos de tales interacciones dialécticas fue Henry (1985). Mientras trabajaba
sobre el concepto de ‘campos sociales semiautónomos’, desarrollado previamente
por Moore (1973; 1978), Henry analizó las relaciones complejas y ambiguas entre
la legalidad de las cooperativas de pequeña escala, por un lado, y las leyes del
Estado y la sociedad capitalista, por el otro. El enfoque y las conclusiones desa-
rrolladas en el estudio de Henry son interesantes en el contexto de este trabajo
porque –como se verá más adelante– una dialéctica similar se manifiesta en las
interacciones entre la tenencia de tierra comunal y el Derecho del Estado en las
comunidades indígenas colombianas.

Casi por el mismo tiempo, Starr y Collier (1987) escribieron un artículo titulado
“Estudios históricos de cambio jurídico” (Historical studies of legal change), en
el cual discutieron las actas de una conferencia durante la cual los participantes
habían concluido que los arreglos normativos propios de campos sociales semi-
autónomos (formas de derecho no estatal, subalterno) son el resultado de luchas y
negociaciones continuas, y a menudo altamente desiguales, en relación con estruc-
turas políticas más amplias19. En su artículo sobre la disciplina de la antropolo-
gía jurídica, Merry (1988) argumentó que este campo de investigación –órdenes
jurídicos mutuamente constitutivos– debería ser el interés central de los estudios
socio jurídicos contemporáneos. Los conocimientos proporcionados en las obras
de la antropología jurídica que fueron inspirados por este llamado (p. ej., Nader
1990; Merry 2000; Oomen 2005) son tomados como guía en este estudio sobre
las continuas luchas por la autonomía de los pueblos indígenas de Colombia.

El reconocimiento de la autonomía indígena en Colombia en 1991 condujo a una


situación de “multiculturalismo constitucional” (Van Cott 2000a:257). Política y
jurídicamente esto implicó un cambio fundamental en la relación entre el Estado
y sus ciudadanos. Dicho reconocimiento va más allá de las formas previas de
reconocimiento jurídico limitado. La discusión anterior ha demostrado que la
sociedad dominante y las sociedades indígenas son mutuamente constitutivas,
que siguen patrones y mecanismos específicos de interacción, y que tanto el
Derecho del Estado como el Derecho Indígena desempeñan un rol importante en
estos procesos. Esto hace que las siguientes preguntas sean pertinentes: ¿cómo
influye la nueva situación en las dinámicas de cambio social en las comunidades
indígenas?, ¿cómo estas dinámicas difieren de las anteriores? y ¿cómo, a su vez,

19 Las memorias de esta conferencia, celebrada en agosto de 1985 en el Lago Como-Bellagio,


Italia, dieron origen a un libro reconocido: History and power in the study of law: New directions
in legal anthropology, de Starr y Collier (1989).

22 |
Introducción

los cambios en la organización social de las comunidades indígenas reconocidas


podrían tener influencia sobre el Estado y la sociedad colombianos?

El cambio institucional es mejor estudiado desde una “perspectiva de investi-


gación historizada” (Jackson y Warren 2005:550); es decir, que para apreciar el
significado de los procesos históricos y los hechos se requiere primero entender
la situación actual en un territorio indígena particular. En este orden de ideas,
el trabajo de campo de este estudio fue realizado en la comunidad nasa (páez)
de Jambaló, en el departamento del Cauca, en el suroccidente de Colombia, una
comunidad con reputación de fuerte compromiso con la lucha indígena por la
autonomía, y caracterizada por una historia de interacción prolongada e intensa
con la sociedad dominante. Jambaló es un territorio indígena con gobierno propio
(que en Colombia es llamado resguardo) y abarca otras pequeñas comunidades
(veredas)20 que juntas comprenden 12 mil habitantes y un área de territorio de un
poco menos de 250 km2. Jambaló está situado en el centro de unos 40 resguardos
nasa ubicados a ambos lados de la Cordillera Central (nororiente del departa-
mento del Cauca), que constituyen en conjunto el territorio histórico de la nación
nasa, o Nasa Kiwe21. Estos resguardos mantienen fuertes lazos solidarios y parti-
cipan en varias asociaciones locales y regionales nasa.

Para este estudio se hizo un amplio trabajo de campo en la comunidad local, reali-
zado intermitentemente entre los años 2000 y 2005. Se emplearon varios métodos
cualitativos de investigación, que comprendieron conversaciones en profundidad
con líderes indígenas, participación en asambleas comunitarias (o generales) de
resguardo, y encuentros con representantes del cabildo. Para evitar prejuicios de
liderazgo se realizaron también entrevistas, en varias veredas del resguardo, con
miembros de la comunidad (hombres y mujeres) que ocupaban diferentes posi-
ciones en el tejido social. Se obtuvo información adicional de actores externos
que estaban de una u otra manera vinculados con el gobierno comunitario de
Jambaló (funcionarios regionales, representantes de ONG y organizaciones de

20 Aunque la acepción más común de la palabra ‘vereda’ es la de sendero, en Colombia se usa


para designar una sección administrativa de un municipio o una comunidad agrupada. Debido al
significado único que tiene el término en ese país, la palabra se ha mantenido intacta en el texto.
21 Del total de la población de Colombia, el 1,5% y el 2% (aproximadamente 800.000 perso-
nas dependiendo del conteo; ver Sánchez y Arango 2002) es indígena (un porcentaje relativamente
bajo comparado con otros países latinoamericanos). Esta población está formada por 82 pueblos
diferentes (cada uno con su propia lengua), de los cuales los nasa son el segundo grupo más grande
(aproximadamente 140.000 personas). En el departamento del Cauca (15% de población indígena)
existen más de 60 resguardos nasa entre pequeños y grandes; Jambaló es uno de los mayores. Exis-
ten también diversos resguardos nasa en los departamentos vecinos de Huila y Putumayo, como
consecuencia de la migración desde el territorio original nasa.

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la Iglesia, senadores indígenas del Congreso Nacional y colegas investigadores).
Estos actores aportaron no solo una perspectiva externa interesante acerca de
las interacciones entre las comunidades indígenas y la sociedad mayor, sino que
proporcionaron información valiosa, por ejemplo documentos históricos, mapas,
contratos e información estadística (cuantitativa). Finalmente, un factor determi-
nante en la recolección de datos fue el proyecto autoetnográfico “Recuperación de
la memoria”, que consiste en transcripciones literales de entrevistas en grupo con
ancianos de la comunidad, realizadas por líderes indígenas de las nuevas genera-
ciones, bajo los auspicios de la asociación nasa ACIN en el período comprendido
entre 1999 y 2002.

De todos los pueblos indígenas de Colombia, los nasa se encuentran entre los
más extensamente estudiados en el pasado por los antropólogos. En la segunda
mitad del siglo XX, las investigaciones estuvieron principalmente centradas en
Tierradentro, territorio de origen de los nasa, y realizadas entre otros por Bernal
(1955, 1968), Sevilla-Casas (1976, 1986) y Rappaport (1982, 1990a). En 1985 apa-
reció una etnografía de Findji y Rojas sobre los nasa en Jambaló, estructurada
como una historia de la territorialidad nasa y un análisis cuantitativo de la eco-
nomía indígena. Después, Findji (1992, 1993) publicó sus experiencias de investi-
gación-acción durante la lucha por la tierra en Jambaló y otras comunidades nasa
(y guambiana) sobre la vertiente occidental de la Cordillera Central (décadas de
los años setenta y ochenta). Antes de la presente investigación, desde 1985 no se
había realizado en Jambaló trabajo de campo intensivo. Aunque en el transcurso
de los años se había recolectado mucho material sobre los nasa, nunca se había
llevado a cabo una investigación con una perspectiva desde la antropología del
derecho, enfocada específicamente en la lucha indígena, el manejo comunal de los
recursos y los cambios en el gobierno comunitario, como resultado de las interac-
ciones entre las comunidades nasa y el mundo exterior.

Estructura del libro

Este trabajo se encuentra dividido en siete capítulos e incluye un prólogo de


líderes nasa. La introducción describe cómo la situación de los pueblos indí-
genas de Colombia es parte de la lucha histórica por la autonomía indígena en
América Latina, y ofrece las principales orientaciones teórico-metodológicas que
la enmarcan. El capítulo 2 muestra cómo durante el periodo comprendido entre
1540 y 1940 se gestaron las características sociales, culturales y políticas que
configuran a la sociedad nasa en la actualidad. El capítulo 3 es una descripción
detallada de la lucha por la tierra y la recuperación del territorio indígena sobre
la vertiente occidental de la Cordillera Central, y abarca desde el período de la
Reforma Agraria de la década de los años sesenta hasta la reafirmación final del

24 |
Introducción

territorio de Jambaló a finales de los años ochenta. El capítulo 4 se enfoca en las


instituciones y prácticas asociadas con el manejo comunal de los recursos en tres
comunidades características de Jambaló durante el período posterior al proceso
de recuperación de tierras. El capítulo 5 hace un recuento histórico de la bús-
queda, por el cabildo de Jambaló y sus comunidades, de un desarrollo basado en
la identidad, dentro del nuevo marco jurídico de reconocimiento constitucional
de Colombia. El capítulo 6 presenta una descripción reciente de la participación
de Jambaló en las movilizaciones políticas indígenas, de frente a la sociedad y al
Estado colombianos, en un intento por salvaguardar su proceso de desarrollo de
las amenazas percibidas del exterior. Finalmente, el capitulo 7 presenta una reca-
pitulación de las conclusiones principales del libro.

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Foto 1
Manuel Quintín Lame (en el centro) es arrestado después de ser capturado, en 1915, junto con
algunos de sus captores y dos seguidores.
Fuente: www.lecturaalsur.com
2. Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio
El cacicazgo precolombino y la invasión española

El territorio actual del grupo étnico páez1 está situado en los valles altos de la
Cordillera Central, entre la parte alta del río Cauca por el occidente, y el río
Magdalena por el oriente. En la primera mitad del siglo XVI, la parte oriental de
estas tierras rocosas y frías fue una región de refugio para diversos grupos indí-
genas, que a la llegada de los conquistadores españoles habían escapado desde
su entorno anterior en el valle del Magdalena. Entre estos grupos se encontraban
los paeces, los guanacas, los pijaos y los yalcones. De acuerdo con los primeros
registros de los cronistas españoles, estos tres grupos no relacionados lingüísti-
camente eran agricultores de yuca y maíz, que en su mayor parte habitaban en
viviendas aisladas dispersas en todo el territorio que compartían (Findji & Rojas
1985). Esta sociedad multiétnica estaba organizada en varias unidades políticas
regionales –los cacicazgos–, que estaban vagamente definidos en términos de sus
límites territoriales. En aquel tiempo la región parece haber sido controlada por
tres cacicazgos paeces, comandados por los caciques supremos Páez (norte), Suyn
(medio) y Abirama (sur) (Aguado 1956 [1575] en Rappaport 1990a) y un cacicazgo
guanaca cuyo jefe era Anabeima, situado al sur de los tres primeros (Rappaport

1 ‘Páez’ y ‘nasa’ son los dos nombres por los cuales se conoce este grupo étnico. En años re-
cientes este pueblo ha tendido a preferir la denominación ‘nasa’, que es tomada de su propia lengua,
mientras que el nombre ‘páez’ fue en efecto asignado a ellos por los españoles en el tiempo de la
Conquista. Para los propósitos de este estudio, ‘páez’ es empleado en los capítulos iniciales ya que
éste era el nombre de uso común en ese tiempo, en tanto que a partir del capítulo 5 se empieza a
usar ‘nasa’.
Nota del traductor: otros grupos igualmente han seguido esta tendencia. En años recientes, el
término misak, por ejemplo, ha venido ganando mayor aceptación en varias comunidades frente al
uso de la expresión ‘guambiano’. Agradezco al colega Tulio Rojas Curieux por esta observación.
1982) (ver mapa 2.1a, página 52). En un solo cacicazgo habitaban miembros de
grupos étnicos diferentes, divididos en unidades políticas más pequeñas. Con este
sistema político difuso y descentralizado, los caciques regionales tenían poderes
limitados; no hay indicio de que ellos controlaran las tierras o recogieran tributos
de sus súbditos; solo durante los períodos de guerra su autoridad se institucionali-
zaba. Los caciques de los niveles inferiores seguían operando en tiempos de paz,
pero sus súbditos tenían libertad para desplazarse por el territorio, por lo cual
debían ofrecer su lealtad política a otros caciques (Rappaport 1990a).

Para los españoles, este territorio indígena, al que le dieron el nombre de


Tierradentro, era de gran importancia estratégica dado que constituía un paso
natural en la ruta entre la Real Audiencia de Quito y la de Santa Fe (Bogotá). Sin
embargo, ni los paeces ni sus aliados –particularmente los pijaos (ver Valencia
1991)– se sometieron fácilmente al régimen colonial. Cuando se realizó la inva-
sión española a Tierradentro, llevada a cabo principalmente desde la gobernación
de Popayán en 1538, los paeces ofrecieron una resistencia agresiva y tenaz, que
en 1542 condujo finalmente a la derrota de Sebastián de Belalcázar, fundador
de Popayán y de Quito (Findji y Rojas 1985, González 1977, Roldán, Castaño y
Londoño 1975). En 1562, el capitán Domingo Lozano logró fundar la población
de San Vicente de Páez en el interior de Tierradentro. En 1571, sin embargo, el
asentamiento fue atacado por una gran coalición de fuerzas páez, y ni las tropas
de refuerzo enviadas desde Popayán, ni los esfuerzos de paz del jefe guambiano
Diego Calambar, aliado de los españoles2, pudieron salvar al poblado de la des-
trucción. Acerca de esta derrota, un cronista español escribió: “Quedaron los pae-
ces con su honra / libres de vasallaje y servidumbre / y en plena libertad sin que
consientan / extraño morador en su provincia” (Juan de Castellanos 1944 [1589]
en González, 1977:41).

Al final, los españoles se vieron forzados a retirarse del territorio páez. Además,
los asentamientos españoles que existían en los bordes de ese territorio tampoco
eran seguros. En 1577, grupos de indígenas guerreros acabaron con La Mina de
La Plata, un pueblo minero en cuya vecindad habían estado asentados sus ante-
cesores precolombinos; y en 1591, al occidente de Tierradentro, lo hicieron con
la población de Nueva Segovia de Caloto (González 1977, Roldán, Castaño y

2 En la época de la Conquista, los guambianos vivían en la meseta de Popayán, que queda al


occidente de Tierradentro. A comienzos del siglo XVI, ellos ya se habían rendido ante los espa-
ñoles y [sus territorios] empezaron a formar parte de los dominios de Sebastián de Belalcázar. A
cambio de mantener el control sobre sus tierras y la autoridad política sobre la vertiente occidental
de la Cordillera Central, en un área llamada la provincia de Guambía, los guambianos se convirtie-
ron en aliados activos de los españoles en sus guerras contra los paeces (ver también Aguado 1956
[1575], Rappaport 1990a).

30 |
Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio

Londoño 1975). Así, para fines de la segunda mitad del siglo XVI, los paeces
ya habían podido defender exitosamente su autonomía de la invasión española
(Findji y Rojas 1985, Rappaport 1990a).

En este momento, ocurrió una migración páez desde la vertiente oriental hacia
la occidental de la cordillera. En los registros de la Popayán colonial de 1586, se
alude a un grupo grande de indígenas paeces, posiblemente refugiados de guerra
de la batalla de San Vicente, que en años anteriores habían caído presos a manos
de las fuerzas españolas en Guambía. En ese año, el corregidor3 Hernando Arias
de Saavedra ordenó la reubicación de estos indígenas en el valle del río Jambaló,
cuyas tierras habían sido ocupadas recientemente por el jefe guambiano Diego
Calambar. De manera simultánea, otras facciones paeces –indígenas rebeldes
o refugiados– fueron colonizando la parte alta del río Palo, al norte del actual
Jambaló (ver Sendoya 1975 en Findji y Rojas 1985, González 1977). Se supone
que no todas las migraciones hacia la vertiente occidental fueron causadas por
la guerra en Tierradentro, pues, hasta cierto punto, también fueron producto de
las divisiones usuales en las comunidades y de un deseo de expansión territorial
(Findji y Rojas 1985, Rappaport 1990a)4.

En 1605 el capitán Juan de Borja fue designado presidente de la Real Audiencia


de la Nueva Granada en Santa Fe. Como persona con amplia experiencia en ope-
raciones militares –en 1608 tendría éxito en la pacificación del Alto Magdalena,
una campaña en la cual los pijaos fueron casi exterminados (Valencia 1991)–, su
intervención dio como resultado para los paeces la pérdida de sus más impor-
tantes aliados en su guerra incansable contra los invasores españoles5. En 1612,
los españoles fundaron la gobernación de Neiva en el valle del Magdalena, como
dependencia auxiliar de la Real Audiencia de Santa Fe. Desde allí –y no desde
Popayán– empezó una segunda fase en la dominación de los paeces, ya no sola-
mente por medios militares, sino a través de actividades misioneras. En 1613, los
jesuitas establecieron un puesto de misión en Guanacas mientras los franciscanos
se asentaron en Topa, ambos en territorio guanaca. En 1623, los paeces trabaron

3 En el imperio colonial español un corregidor de naturales (magistrado colonial, recolector


de impuestos) era un funcionario provincial con cierta autoridad administrativa y jurisdiccional
sobre la población indígena.
4 Quizá existieron razones ecológicas para la migración: puesto que los períodos [de sequía
y de lluvia] se dan en épocas diferentes en las dos vertientes de la cordillera, una migración al
occidente les permitió a los paeces disponer de más temporadas para el cultivo, lo que a su vez les
dejó más control sobre los recursos y una seguridad alimentaria mayor (Rappaport 1990a).
5 Bonilla (1979) sostiene que en esta fase de guerra generalizada, los paeces, desesperados al
igual que los pijaos (Valencia 1991), empezaron a utilizar tácticas de ‘tierra arrasada’ para expulsar
a los españoles de su territorio.

| 31
batalla por última vez contra los españoles, y fueron vencidos en Itaibe, en el valle
del río Maná, un lugar no lejano del primer pueblo de La Plata. Desde entonces la
influencia española en Tierradentro se incrementó rápidamente. Cuando en 1628
los guanacas estuvieron bajo control de los misioneros, la ruta entre Popayán y
Neiva por el sur de Tierradentro finalmente pudo abrirse. En 1650, los jesuitas
proclamaron oficialmente a Tierradentro como parte de la colonia (Findji y Rojas
1985, González 1977).

El surgimiento de nuevos caciques y los resguardos paeces

Después de la derrota militar de los paeces, los españoles lograron controlar a las
comunidades indígenas mediante la institución de la encomienda, una concesión
del rey otorgada a las familias de los conquistadores como reconocimiento a sus
contribuciones en servicio de la Corona. La encomienda dio a sus beneficiarios
‘encomenderos’ el derecho a recaudar tributos y a solicitar los servicios de las
poblaciones indígenas de un cierto territorio, a cambio de su protección y de su
conversión a la cristiandad. Al menos formalmente, la encomienda no confirió
derechos de propiedad sobre las tierras que ocupaba la comunidad local (Findji
y Rojas 1985, Rappaport 1982). La imposición de la encomienda en territorio
páez, que empezó en 1640, coincidió aproximadamente con el surgimiento de una
economía minera en Popayán y con la expansión del sistema de la hacienda en
toda la región (Colmenares 1979). Posteriormente, ciertos encomenderos locales
–especialmente Cristóbal de Mosquera y Figueroa– trasladaron grandes grupos
de paeces a localidades distantes, cercanas a Popayán, donde fueron forzados a
trabajar en las haciendas que producían alimentos para los mineros6; al mismo
tiempo, los misioneros estaban tratando de atraer a las comunidades indígenas
dispersas hacia nuevos poblados recién fundados (reducciones) para que fuera
más fácil disponer de su mano de obra y recolectar sus tributos. En este período,
aunque muchos indígenas paeces continuaron escondiéndose en las montañas
para resistir a los españoles, también se fundaron diversos poblados paeces sobre
la vertiente occidental de la cordillera, entre ellos Jambaló, Pitayó, Quichaya y
Toribío-Tacueyó. De acuerdo con los registros de impuestos de ese período, algu-
nas de estas migraciones se realizaron con sus caciques7.

6 A menudo estos caciques eran hijos de los caciques de Tierradentro. Incapaces de con-
solidar su poder en forma local, se desplazaron hacia las vertientes occidentales de la cordillera
(Rappaport 1990a).
7 Bien entrado el siglo XVIII, aparecieron nuevos resguardos de comunidades migrantes
paeces en la vertiente occidental de la cordillera y en tierras al oriente de Tierradentro (en la vecina
gobernación de Neiva, hoy Departamento del Huila) (Castillo-Cárdenas 1987, Rappaport 1990a).

32 |
Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio

A pesar de su expansión territorial, para fines del siglo XVII los paeces habían
sufrido pérdidas considerables de población debido a las epidemias, la desinte-
gración familiar y los abusos de los encomenderos. La consecuencia fue la frag-
mentación de la nación páez, y, por consiguiente, un deterioro de la identidad
indígena y de la autoridad política. No obstante, en este contexto de crisis general
un nuevo tipo de líder político surgió en escena. Así, aunque la imposición de la
encomienda había debilitado la autonomía de la población indígena, hasta cierto
punto la institución también había fortalecido la autoridad de los caciques, que
llegaron a ser intermediarios activos en la recolección del tributo para la Corona.
Con el tiempo, algunos de estos caciques utilizaron sus nuevos poderes para con-
solidar su mando forjando fuertes unidades políticas a partir de varios cacicazgos
menores. En un esfuerzo por darle respaldo jurídico a un cierto grado de auto-
nomía territorial sobre las tierras incluidas en sus cacicazgos, estos jefes adopta-
ron el sistema de resguardo, una institución inicialmente empleada en el área de
Santa Fe (Bogotá) en la segunda mitad del siglo XVI. Tuvieron éxito debido a que
fueron capaces de explotar la creciente oposición que existía entonces entre los
encomenderos y la Corona, relacionada con las prácticas de movilización forzada
de mano de obra indígena hacia Popayán y de la apropiación ilegal de las tierras
de los indígenas (Findji y Rojas 1985, Rappaport 1990a).

En 1667, los caciques de la familia Gueyomuse, que tenían mando sobre varias
comunidades alrededor de Togoima, al sur de Tierradentro, entraron en conflicto
con colonos españoles que habían invadido sus tierras. Con la ayuda de los misio-
neros, instauraron procesos judiciales en una corte española local con el fin de
tener sus territorios colectivos reconocidos y demarcados, confrontación en la
cual finalmente triunfaron. De esta manera el pueblo páez pudo consolidar su
dominio sobre las tierras de Togoima, Santa Rosa, Avirama, Calderas, Cuetando,
Itaibe, Yaquivá y Pisimbalá, en un cacicazgo mayor que fue legalizado mediante
título de resguardo (cédula real o decreto real), el primero entre los paeces. Para
fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, las comunidades indígenas del otro
lado de la cordillera también empezaron a expresar el deseo de obtener el reco-
nocimiento jurídico de sus tierras. En aquel momento, don Jacinto Muscay, caci-
que de Pitayó, había logrado la unificación de Pitayó, Jambaló, Quichaya, Pueblo
Nuevo y Caldono (Findji y Rojas 1985). Aunque en ese momento estas tierras no
estaban en la mira de los colonos españoles, en 1696 el cacique Muscay elaboró
una petición para la demarcación de este cacicazgo, para lo cual acudió directa-
mente a las autoridades coloniales de la Real Audiencia de Quito:

Es verdad que nadie nos intranquiliza ni perturba nuestros derechos,


pero es mi deber asegurar mis pueblos y que en mi fallecimiento o
muerte no quieran intrusos quitarnos nuestros terrenos […]. Por esto

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ocurro por la seguridad de terrenos de los mencionados pueblos […]
(ACC/P 1881 [1696] citado en Rappaport 1990a:65).

En 1700, la Corona resolvió favorablemente la petición de Jacinto Muscay, y a su


sucesor, Don Juan Tama de las Estrellas y Calambás, se le permitió presentarse
personalmente en Quito para recibir el título del resguardo. En el mismo año,
Manuel de Quilo y Sicos, que tenía el mando en el cacicazgo de Tacueyó, pidió la
delimitación de su territorio de Tacueyó, Toribío y San Francisco (Bonilla 1979;
Findji y Rojas 1985). Su solicitud, que también fue concedida, había sido presen-
tada de la siguiente manera:

Hasta esta época no se reconoce otro dueño de las tierras de mi mando


que a nosotros los caciques, cada uno hasta donde le toca su dominio
y como no conocemos mas dueños de los terrenos que a su Majestad,
a él ocurro por lo que corresponde, principalmente a mí, pues quiero
asegurar a mis sucesores, con tales títulos suficientes y que no seamos
perturbados de nuestros derechos y propiedad […]. Yo creo que sólo
Vuesa Magestad (sic) tenga el derecho de ceder tierras a los indivi-
duos blancos, esto sin perjuicio de los indios tributarios porque a más
tenemos derecho y preferencia, porque como dependemos y somos le-
gítimos americanos y no somos vecinos de otros lugares extraños […]
(Título de Tacueyó en Sendoya s.f., citado en Rappaport 1990a: 46).

Cuando en 1708 se le reconoció adicionalmente a Juan Tama el título del res-


guardo de Vitoncó, que agrupó a las comunidades de Vitoncó, Lame, Chinas,
Suin y Mosoco, el proceso de formación de los resguardos paeces en ambos lados
de la cordillera quedó completo, al menos para ese momento8 (Findji y Rojas
1985, ver también González 1977, Rappaport 1990a) (ver mapa 2.1b, página 52).

Al presentarse como miembros del imperio colonial español y pedir al mismo


tiempo el reconocimiento de sus derechos como primeros americanos, los nue-
vos caciques pudieron adquirir derechos territoriales firmes sobre las tierras que
ellos sentían como suyas, bien fuera como resultado de la ocupación precolom-
bina o del proceso de colonización posterior a la Conquista. Así, a comienzos del
siglo XVIII, toda la nación páez quedó subdividida en cuatro grandes unidades
políticas bajo el liderazgo de tres caciques (Bonilla 1979). En su relación con la

8 A fines del siglo XVIII, nuevos resguardos formados por comunidades paeces migran-
tes surgieron en la vertiente occidental de la Cordillera Central y en las tierras al oriente de
­Tierradentro (en la vecina gobernación de Neiva, hoy departamento del Huila) (Rappaport 1990;
comparar con Castillo Cárdenas 1987).

34 |
Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio

administración española, estos cuatro cacicazgos estaban legitimados mediante


los títulos de la tierra que formaba los resguardos. En cambio, dentro de sus comu-
nidades, los nuevos caciques cimentaron su autoridad construyendo sus gobiernos
en parte sobre modelos ya conocidos que venían de los cacicazgos precolombi-
nos. En el resguardo, a los nuevos caciques se les concedió el derecho a distribuir
su territorio a las diferentes comunidades (parcialidades) bajo su autoridad. Así,
establecieron una jerarquía de caciques en la cual a cada comunidad le fue asig-
nado un cacique (de nivel más bajo) con autoridad local e interna únicamente.
Y mientras a los caciques principales se les permitía exigir tributo y trabajo de
las personas a su cargo, también se les exigía representar sus intereses ante la
sociedad mayor. Los cacicazgos, incluidos los de menor rango, eran hereditarios,
aunque parece que los paeces no siguieron una línea única de sucesión durante la
Colonia (Rappaport 1990a)9.

La demarcación de Jambaló y las luchas jurídicas coloniales

Poco después del retorno de Juan Tama de su viaje a Quito, sus súbditos de
Ambaló y Pitayó solicitaron la subdivisión de las tierras de varias comunidades,
incluidas las del cacicazgo mayor de Pitayó (ver mapa 2.2, página 53). Esto ocu-
rrió en 1702 cuando Tama, en compañía de los caciques de las dos comunidades,
así como de Don Manuel de Quilo y Sicos –cacique de Tacueyó–, empezaron a
trazar, mediante un recorrido a pie, las fronteras de la comunidad, tal como se
había hecho respecto a la definición de las fronteras externas del cacicazgo, que
precedió a la aprobación de los títulos de resguardo por la Real Audiencia. El
documento oficial de esta demarcación muestra que los límites de la comunidad
quedaron solamente definidos de manera general por medio de referencias como
picos, valles, filos y quebradas10. En esta descripción también se aprecia que, para
ese momento, las tierras de Jambaló y Pitayó todavía no estaban afectadas por los

9 Para cuando los caciques paeces lograron consolidar exitosamente sus territorios bajo el
sistema de resguardo, las diferencias étnico-lingüísticas entre los diversos grupos étnicos que vi-
vían en sus territorios un siglo antes –paeces, pijaos y guanacas principalmente– parecían estar
desapareciendo. De acuerdo con Bonilla (1979:339-340), hacia 1700 los paeces estaban pasando
por un “proceso de unificación (étnica)”, que los convertía en “una nación en formación”. El caci-
que Don Juan Tama parece haber alentado activamente este proceso al prescribir, en un testamento
que dictó poco antes de su muerte, una norma de endogamia étnica (Findji y Rojas 1985; ver tam-
bién Pachón 1987).
10 De acuerdo con Colmenares (1979), esta fue una práctica común en el período colonial
(provincia de Popayán), incluso en aquellos casos en que se trataba de tierras concedidas por la
Corona a las familias de los conquistadores. Aunque la región tuvo una economía agrícola y la
tierra fue, aparte de las minas, el factor productivo más importante, durante el siglo XVI y XVII
las propiedades eran tan extensas que los propietarios preferían definir sus fronteras de manera no
muy concreta, utilizando características del terreno más que marcas artificiales de tierra o cercas.

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colonos españoles, con excepción de algunas cuya propiedad detentaba la Iglesia
Católica (NC/S 1914 [1702] en Findji y Rojas 1985). Cuando se terminó la demar-
cación, se llamó a miembros de las comunidades interesadas para convalidar su
posesión por medio de la realización de una ceremonia colonial española:

Hallándose todos juntos y conformes tomé de la mano al gobernador


Luís Dagua, Inocencio […] Y los puse y a todos dije (sic) si se halla-
ban en pacífica posesión y esparciendo agua hice arrancar ramas y re-
volcaron en señal de posesión (NC/S 1914 [1702] citado en ­Rappaport
1990a: 77).11

Formalmente, el reconocimiento de los cacicazgos paeces por la corona espa-


ñola significó la terminación de la encomienda en territorio indígena. Aunque de
hecho este pareció haber sido el caso de Tierradentro, donde los encomenderos
se retiraron de las tierras de Vitoncó y Togoima en las primeras décadas del siglo
XVIII (González 1977), en la vertiente occidental de la cordillera esto no fue así.
Aquí, por razones desconocidas, la institución se mantuvo en todo el resguardo
durante muchas más décadas (Findji y Rojas 1985)12. Por ejemplo, de acuerdo
con documentos coloniales, Jambaló perteneció en 1720 a la encomienda de Don
Antonio Beltrán de Caicedo y formó parte del distrito de Caloto13; en ese año, el
pequeño pueblo de San Isidro de Jambaló estaba compuesto por 39 familias tri-
butarias que vivían en compañía de un sacerdote que pertenecía a la doctrina14 de
Guambía (Roldán, Castaño y Londoño 1975). En los reportes de los visitadores15
que viajaron por la región en ese período, aparece que curas y encomenderos, que
con frecuencia eran parientes, todavía continuaban explotando la mano de obra
indígena, a pesar de que tales prácticas eran prohibidas en las leyes coloniales
(Colmenares 1979). Tal vez esto explique la baja cifra de población registrada
para Jambaló, pues aunque un número limitado de familias se había asentado
de manera no muy estable alrededor de la iglesia del pueblo, la mayor parte de

11 Se puede consultar a Kloosterman (1997) para una descripción muy similar de este ritual
entre los indígenas pastos (sur de Colombia). De acuerdo con este autor, el ritual llamado ‘la pose-
sión’ se originó en el derecho consuetudinario ibérico, donde también era llamado ‘fueros’, y fue
implantado en toda América Latina. Después, varios pueblos indígenas incorporaron el ritual a sus
propias culturas aunque de manera modificada.
12 Esto podría tener su explicación en la proximidad relativa de estas comunidades a las minas
de Caloto y Chocó, y en el valor económico de la mano de obra que estas encomiendas representaban.
13 La encomienda había llegado a manos de la familia Caicedo no por concesión real, sino por
venta. En 1690, el padre de don Antonio, don José Beltrán de Caicedo, había comprado la encomien-
da por 1100 patacones (monedas de oro) a Cristóbal de Mosquera, su cuñado (Colmenares 1979).
14 Una doctrina era una comunidad eclesial de indios recién convertidos, pero sin el estatus de
parroquia.
15 Un visitador era un funcionario colonial que reportaba a la Real Audiencia de Bogotá y Quito.

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Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio

paeces probablemente persistía en su estilo de vida de trasegar en lo profundo de


los bosques y las montañas, con el fin de escapar de las obligaciones tributarias y
de la dominación española (Findji y Rojas 1985).

Cuando Beltrán de Caicedo murió en 1746, su encomienda fue oficialmente liqui-


dada y los paeces de Jambaló pasaron a tributar directamente al rey (Roldán,
Castaño y Londoño, 1975)16. Esta nueva situación fue sentida como una espina
en la piel por parientes y herederos del encomendero fallecido, que empezaron a
oponerse con tenacidad a la imposición de la ley de resguardo, o ‘Ley de Don Juan
Tama’, como era llamada en algunas fuentes contemporáneas (Castillo y Orozco
1877 [1755] en González 1977:94). En la práctica, para los paeces de Jambaló y
Pitayó esto implicó el comienzo de una larga y pesada lucha en defensa de sus
tierras. En 1747, Don Manuel del Pino y Jurado, corregidor de Caloto, hizo un
primer intento por apoderarse de las tierras del resguardo de Jambaló, para lo cual
respaldó sus acciones con certificados falsos que sugerían que le había comprado
las tierras al encomendero poco antes de que aquel muriera. Cuando los paeces se
resistieron, dio la orden de demoler y prender fuego al pueblo de Jambaló y soli-
citó al arzobispo de Popayán que trasladara los indios a Caloto. Su plan nunca fue
llevado a cabo pues los indígenas ya se habían refugiado en las montañas, donde
permanecerían por un lapso de tres años. Solo después de la intervención del pro-
tector de indios17, que forzó a los hombres de Pino y Jurado a respetar los dere-
chos territoriales de la población indígena, los paeces se sintieron seguros para
retornar a sus tierras (Findji y Rojas 1985; Roldán, Castaño y Londoño 1975).

No obstante, los paeces no pudieron seguir viviendo con tranquilidad en los años
venideros. Un documento oficial de 1754 describe cómo el cura de Jambaló diri-
gió una queja contra José de Carvajal, propietario de una hacienda cercana, que,
amenazándolos con látigo y prisión, forzaba a los indígenas a pagarle arriendo,
por medio de trabajo en su hacienda, al tiempo que reclamaba la propiedad de
parte de las tierras indígenas. La disputa duró muchos años, hasta que un regidor
de tierras, Don Juan Manuel Lambarry, resolvió en 1767 el juicio a favor de los
habitantes de Jambaló, a quienes reconoció como los ocupantes legales de las
tierras, y los convocó para una demarcación suplementaria de fronteras entre la
hacienda y el resguardo. En ese mismo año, Lambarry también emitió un vere-
dicto en apoyo de los reclamos de los paeces de Pitayó, que, al igual que sus

16 Formalmente, esto implicaba que los indígenas ya no estaban obligados a suministrarles


mano de obra a su antiguo encomendero. En la práctica, sin embargo, los propietarios de haciendas
todavía a menudo mantenían sus derechos sobre sus antiguos indígenas.
17 Un protector de indios era un funcionario colonial que representaba los intereses de las co-
munidades indígenas que estaban en conflicto con los colonos españoles, a menudo sobre asuntos
de tierras.

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vecinos de Jambaló, varios años antes fueron amenazados con la pérdida de sus
tierras por el ambicioso Manuel del Pino y Jurado (Findji y Rojas 1985; Roldán,
Castaño y Londoño 1975).

Parece que durante los treinta años que siguieron, los paeces de Jambaló y Pitayó
pudieron disfrutar de la posesión de sus tierras en relativa tranquilidad. Sin
embargo, en 1799 los indígenas se vieron forzados de nuevo a defender su territo-
rio contra los intrusos españoles. En ese momento, una pequeña banda de grandes
terratenientes –entre los cuales se encontraba Miguel del Pino y Jurado, hijo del
corregidor de Caloto, y José Zúñiga, primo del cura de Jambaló– presentaron
reclamo sobre porciones considerables de tierra y sobre una mina de sal que, de
acuerdo con los paeces, pertenecían a la comunidad de Pitayó. En este caso, los
procedimientos jurídicos se iniciaron bajo el liderazgo de Don José Calambar,
en su calidad de cacique principal de Pitayó. En 1800, él escribió una argumen-
tada comunicación dirigida al protector de indios de Caloto, en la cual solicitaba
urgentemente el desalojo de los intrusos del territorio de Pitayó, y por lo tanto se
refería en varios puntos a los títulos de Don Juan Tama respecto al resguardo, así
como a la delimitación suplementaria de fronteras realizada en 1767, cuya docu-
mentación completa había desaparecido para entonces, misteriosamente, de los
archivos coloniales de Popayán. El caso, que hizo todo el recorrido hasta la Real
Audiencia de Santa Fe (Bogotá), se concluyó en 1804, con firma y juicio final a
favor de los paeces de Pitayó y Jambaló (Findji y Rojas 1985, Roldán, Castaño y
Londoño 1975)18.

Independencia y legislación indígena temprana

La constante denegación de los derechos territoriales indígenas por los admi-


nistradores coloniales regionales –herederos de los encomenderos, propietarios
de las minas y nuevos propietarios de haciendas– durante todo el siglo XVIII
fue probablemente una de las principales razones para que los paeces partici-
paran activamente en las guerras de independencia a comienzos del siglo XIX
(1811–1819) (Findji y Rojas 1985). Puesto que vieron la lucha como un medio para
deshacerse del sistema de tributo colonial y de defender su territorio, los paeces
se unieron a las fuerzas proindependentistas, aportando unidades militares inde-
pendientes bajo el mando de sus líderes. Sus mayores contribuciones las hicieron

18 Colmenares (1979) escribe que hasta finales del siglo XVIII los protectores de indios –como
funcionarios de control españoles, siempre opuestos a las élites que detentaban el gobierno local–
lucharon en innumerables casos legales contra el abuso generalizado de los propietarios de tierras y
a favor de los indígenas en los resguardos, para lo cual tuvieron que valerse de muchos precedentes
legislativos, desde ordenanzas recientes hasta disposiciones que databan del siglo XVI.

38 |
Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio

en las batallas de Inzá (Tierradentro), Río Palo (norte de Jambaló) y Alto Palacé
(cerca a Popayán). Uno de los nombres más conocidos de este momento es el de
Agustín Calambar, cacique de Pitayó y descendiente directo de Juan Tama, que
llegó a ser un comandante militar muy poderoso y finalmente héroe nacional
(Bonilla 1979, Jimeno 1985, Rappaport 1982, 1990a).

Después de la independencia (reconocida por España en 1821 pero proclamada


por Simón Bolívar en 1819), el nuevo gobierno decepcionó rápidamente las espe-
ranzas de los paeces. Aunque sus obligaciones tributarias terminaron, fueron
reemplazadas casi de inmediato por otro impuesto llamado ‘contribuciones per-
sonales’. En 1821 se dieron los primeros pasos para desarrollar una serie de leyes
que promovieran el reemplazo de las tierras comunitarias de resguardo por pro-
piedad privada, política que fue justificada por una ideología liberal de derechos
iguales y de plena ciudadanía para los indios (Rappaport 1990a). Con el fin de
facilitar este proceso, los cacicazgos se abolieron oficialmente. En 1825, una soli-
citud oficial de un líder guambiano para ser designado en el cargo de cacique fue
rechazada sobre la base de que el gobierno ya no reconocía la existencia de líderes
hereditarios en las comunidades indígenas. En este intento por destruir la autori-
dad indígena autónoma, los caciques empezaron a ser reemplazados por concejos
elegidos o cabildos, que servirían como intermediarios entre las comunidades
indígenas individuales y las autoridades de gobierno (Findji y Rojas 1985).

Sin embargo, en el sur de Colombia, esta política de los primeros años de la


República hacia los indígenas tuvo solamente efectos limitados. Aunque en las
áreas más pobladas algunos resguardos fueron efectivamente liquidados, muchas
comunidades indígenas, entre ellas la de los paeces, se resistieron tenazmente a
la división de sus tierras comunitarias. Después de algún tiempo, los hacendados
también empezaron a oponerse a la legislación nacional, principalmente porque
consideraban la institución [del resguardo] como una fuente de fuerza de trabajo
barata para sus propiedades cercanas. En 1842, el gobierno de Bogotá suspendió
el desmantelamiento de resguardos (Safford 1991, Triana 1985).

En 1849, los políticos liberales tomaron el mando del gobierno nacional. Influidos
por ideas federalistas, los liberales transformaron a Colombia en una federación
de estados autónomos, el más grande de los cuales era el Estado Soberano del
Cauca. Dado que el gobierno liberal directamente representaba los intereses de
los comerciantes y exportadores de productos agrícolas, se lanzó de nuevo una
campaña para abolir los resguardos y abrir las tierras de los indígenas a la explo-
tación comercial (Bergquist 1978, Triana 1985). Para este tiempo, sin embargo,
la implementación, en las regiones, de la legislación en contra de los resguar-
dos se vio limitada por las ideas federalistas mismas que los liberales estaban

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invocando. Las élites locales del Cauca no se mostraron inclinadas a seguir la
política nacional indígena en vista de sus intereses económicos, y debido a que
necesitaban apoyo indígena para sus actividades políticas. Por esos motivos, a
finales de la década de los 1850, los legisladores locales de Popayán empeza-
ron efectivamente a bloquear las leyes nacionales de liquidación de los resguar-
dos, que cambiaron por una legislación caucana protectora de los resguardos (cfr.
Rappaport 1982) –un buen ejemplo es la Ley 90 de 1859, descrita como “posible-
mente la ley proteccionista más sincera y flexible de la historia del país” (Roldán,
Castaño y Londoño 1975:40).

Guerras civiles y surgimiento de los caciques sin cacicazgos

A lo largo de todo el siglo XIX, Colombia se caracterizó por una situación polí-
tica altamente inestable. Desde la Independencia hasta comienzos del siglo XX, el
país experimentó no menos de ocho guerras civiles entre los partidos Conservador
y Liberal –y entre los mismos partidarios– que peleaban por la orientación que
debía tener el Estado. En diversas ocasiones los paeces tomaron partido en estas
guerras, en particular cuando percibieron que esas luchas podían servirles para
sus propios fines. Tal fue el caso de la guerra de 1859 a 1862, cuando fuerzas
independientes de paeces, de unos mil combatientes, se unieron al ejército liberal
federalista del general Tomás Cipriano de Mosquera en varias operaciones mili-
tares contra las tropas del gobierno conservador. Se considera, por lo común, que
Mosquera pudo ganarse a los indígenas para su causa, debido a que él abogaba por
la desamortización de los bienes de la Iglesia y por la reducción de la influencia
misionera en las comunidades indígenas. Cuando Mosquera obtuvo la victoria
sobre [las fuerzas del] gobierno nacional en 1861, eso fue exactamente lo que
sucedió: muchos curas y misioneros fueron expulsados del territorio páez (Triana
1985). Además, en reconocimiento a su participación en sus campañas militares,
Mosquera restituyó a las comunidades de Jambaló y Pitayó las tierras que les
habían sido robadas por el político conservador Julio Arboleda19, su principal
oponente en la guerra de 1851 (Roldán, Castaño y Londoño 1975). Este proceso
fue formalizado por decreto gubernamental en 1863.

Considerando: […] (3) Que los indígenas de Pitayó y Jambaló nunca


reconocieron al señor Julio Arboleda como propietario de las tierras
que dicho señor compró a los señores Mariano Tejada y Raimundo
Angulo, porque los expresados indígenas tampoco reconocieron en

19 Estas tierras comprendían las minas de sal de Asnenga y sus alrededores, que los indígenas
de Jambaló y Pitayó consideraban como parte de su territorio –un caso que los indios habían estado
litigando por años– (Bonilla 1979).

40 |
Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio

estos el derecho de esas tierras, sosteniendo siempre el que creen te-


ner a ellas; (4) Que cualesquiera que sea el origen sobre la propiedad
de esas tierras, debiendo responder Julio Arboleda y la Nación por los
muchos males que ha causado, y habiendo servido con tanta constan-
cia y provecho a la causa federal los indígenas de Pitayó y Jambaló
que han disputado de antemano la propiedad de las tierras de que
se trata. / Decreta: (Art. 1) Exprópianse por cuenta de la Nación las
tierras ubicadas entre Pitayó y Jambaló y que el señor Julio Arboleda
compró a los señores Mariano Tejada y Raimundo Angulo; […] (Art.
3) Los agraciados por este decreto y la primera generación que les
suceda no podrán enajenar, ceder ni traspasar sus derechos, para que
subsistan de su trabajo con independencia (Decreto 30 de 1863, “el
cual concede ciertas tierras a los indios de Pitayó y Jambaló”) (Citado
en Roldán, Castaño y Londoño 1975:38).

Para los paeces, los conflictos políticos colombianos del siglo XIX formaron
el contexto para que surgiera un nuevo tipo de autoridad política. Así, aunque
el título de cacique no existía según las leyes republicanas, numerosas fuentes
de esa época indican que, en muchas comunidades indígenas, los vínculos con
los caciques coloniales continuaron determinando la elección de los miembros
del cabildo. A través de su participación en las guerras civiles, algunos de estos
líderes indígenas lograron adquirir considerable poder político y pudieron tener
autoridad sobre un territorio que se extendió más allá de las fronteras de su comu-
nidad local; por ejemplo, a lo largo de la segunda mitad del siglo, los caciques
paeces de la familia Guainás, de Tierradentro, también ejercieron influencia sobre
los cabildos de Jambaló y Toribío. De esta forma, estos caciques autoproclamados
reprodujeron los patrones sociales de los cacicazgos extensos del periodo colonial
(Bonilla 1979; Rappaport 1990a).

Sin embargo, se ha sostenido que las guerras civiles generaron más daños que
fortalezas en la unidad política de los paeces. Así, mientras que los caciques colo-
niales se relacionaron favorablemente con sus pares en un proceso de unificación
sociopolítica, los autoproclamados caciques del siglo XIX resultaron formando
parte de una jerarquía militar no indígena y poco a poco terminaron orientándose
hacia intereses políticos foráneos. Esto generó un proceso de pérdida de sus tra-
diciones políticas, lo que facilitó las acciones de las clases dominantes, que ten-
dieron a aislar a las comunidades indígenas una respecto a la otra (Bonilla 1979).
Adicionalmente, las alianzas de partido, bien fueran con liberales o conservado-
res, provocaron finalmente que las tierras de sus resguardos quedaran expuestas
a usurpaciones por terratenientes del bando rival (Rappaport 1982). En la Guerra
de los Mil Días, que duró desde 1899 hasta 1902 y que condujo a la separación e

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independencia de Panamá, los paeces estuvieron algunas veces enfrentados unos
contra otros, dado que los guerreros indígenas habían hecho alianzas con cada
uno de los ejércitos en conflicto. Así, por ejemplo, a veces el gobierno utilizó
fuerzas paeces de la vertiente occidental de la cordillera para luchar contra los
ejércitos rebeldes de los paeces liberales de Tierradentro (Findji y Rojas 1985; ver
también Triana 1985).

Quina, resguardos y tierras públicas

Durante las primeras décadas de gobierno republicano, Colombia desarrolló


una economía basada primordialmente en la exportación de productos agríco-
las y materias primas hacia Europa y Norteamérica. En la década de los años
1850 surgió la demanda internacional de quina, que era utilizada como medica-
mento contra la malaria en las colonias europeas de África y Asia. En Colombia,
este producto, que se extraía de la corteza de los árboles de la familia Cinchona
(Cinchonae sp.), se encontró en grandes cantidades en los bosques del sur de la
Cordillera Central. Así, en la última mitad del siglo XIX y en medio de guerras
civiles, el Cauca vio surgir una economía extractiva de corta duración pero inten-
siva, que se centró particularmente en los bosques de quina de Guambía, Pitayó y
Jambaló (Findji y Rojas 1985; Rappaport 1990a).

En los comienzos, la quina fue cosechada principalmente por indígenas indepen-


dientes, que la vendían a los comerciantes en la cercana población de Silvia (antes
Guambía), y que en aquellos días se convirtió en un mercado regional importante.
Después de negociar un pago por adelantado con un comerciante, el recolector
de quina o cascarillero, como se le llamaba, salía hacia lo profundo de la mon-
taña, donde duraba días o incluso semanas buscando árboles, derribando los más
adecuados, y luego preparando y secando la corteza. Los precios se fijaban úni-
camente cuando la corteza había llegado a su destino. Aunque la asociación entre
el cascarillero y el comerciante de quina parece haberse caracterizado por la des-
confianza mutua, no existe evidencia de que la extracción de quina implicara el
desarrollo de una relación de endeudamiento de los indígenas; por el contrario, los
cascarilleros ganaban buen dinero con el mercadeo de la corteza y se les pagaba
varias veces más que a los trabajadores agrícolas asalariados (Saffray 1984 [1869]
citado en Rappaport 1990a).

El proceso de cosecha y venta de la quina tuvo una influencia significativa sobre la


organización de la comunidad páez. Dado que el producto se extraía durante todo
el año, grandes grupos de individuos se separaban de sus comunidades por perío-
dos largos, lo que generó una reducción de las actividades regulares de agricultura

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Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio

en las tierras de resguardo20; además, en sus relaciones con los mercaderes, los
cascarilleros se pasaron por alto la autoridad de los líderes comunitarios, y esto
finalmente minó la legitimidad del cabildo y debilitó la posición de la comunidad
en sus relaciones con los forasteros no indígenas (Rappaport 1990a).

Hacia 1860, particularmente después de la promulgación de la superindividualista


Constitución liberal de 1863 (Roldán, Castaño y Londoño 1975), el boom de la
industria de la quina en el norte del Cauca empezó a afectar el estatus jurídico
del resguardo, como se pudo ver en la Ley 90 de 1859. Intentando incrementar su
control sobre la extracción de quina, los empresarios y los terratenientes cercanos
empezaron a solicitar en arriendo los bosques de quina21. Estas personas alegaban
que esos bosques se hallaban situados en tierras públicas del Estado, o baldíos,
a pesar de que en realidad formaran parte de resguardos vecinos. Las disputas
sobre los baldíos con los cabildos indígenas generaron una discusión nacional
respecto al carácter inalienable de las tierras indígenas22. En una ocasión, el pro-
blema fue planteado así:

[E]s necesario que sepa el Gobierno, que es muy raro el resguardo que
descansa en títulos escritos23; y que más bien la posesión de hecho es
la que da una extensión indefinida a las imaginadas propiedades de
los indígenas en las altas regiones de la Cordillera. Sería conveniente,
y a la vez justo, exigir a los pequeños cabildos de indígenas la pre-
sentación de sus títulos de propiedad, para deslindar sus resguardos
de los baldíos. En caso de no poderse presentar tales títulos, recono-
cerles la posesión de hecho, pero sin garantizarles propiedad alguna
en los bosques de quina y demás sustancias preciosas, propias para
la exportación (Diario Oficial, 13 de diciembre de 1879, citado en
Rappaport 1990a:101).

Entre 1865 y 1880, este continuo debate provocó en el Cauca la emisión continua
de leyes y políticas contradictorias, unas veces dirigidas a declarar algunas partes

20 Los europeos que viajaron por la región en aquella época observaron que cuando los casca-
rilleros paeces estaban en sus comunidades, gastaban la mayor parte del tiempo jugando y bebien-
do con sus amigos; esto ocurrió también con los indígenas que participaron en las guerras civiles
(Cross 1879 citado en Rappaport 1990).
21 El arriendo resultaba mejor que la propiedad; los bosques pronto perdieron su interés eco-
nómico porque se cortó la mayoría o la totalidad de los árboles de cinchona.
22 En una de estas disputas participaron las comunidades de Pitayó y Jambaló, que impidieron
con éxito que los agentes del antes mencionado Julio Arboleda extrajeran ilegalmente quina de sus
tierras de resguardo (El Tiempo, 4 de mayo de 1958, citado en Findji y Rojas 1985).
23 La Ley 89 de 1890 permitió que los cabildos pudieran renovar sus títulos mediante el regis-
tro ante notarios locales. Aparentemente, pocos cabildos habían cumplido con este requisito.

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no cultivadas de los resguardos como tierras baldías, y en otras –como conse-
cuencia de la persistente resistencia indígena–, orientadas a proteger las tierras
indígenas de la usurpación por los forasteros (Roldán, Castaño y Londoño 1975).

Sin embargo, y a pesar de todo el alboroto, a finales de 1860 la producción de


quina sobre la vertiente occidental de la cordillera empezó a declinar. Dado que
los árboles nunca fueron replantados, los bosques alrededor de Pitayó y Jambaló
pronto se agotaron como recurso valioso y quedaron devastados. En la década de
los años 1870, la frontera de la quina se desplazó al oriente, hacia Tierradentro,
Huila y Tolima (Rappaport 1990a). Alrededor de 1885, el boom de la quina llegó a
su fin tan abruptamente como se había iniciado, cuando la demanda internacional
fue satisfecha por la quina de bajo precio recogida en plantaciones de Asia, que,
irónicamente, habían sido constituidas con las semillas de árboles colombianos
(Bergquist 1978).

Ley 89 de 1890

A finales de la década de los 1870, una crisis prolongada en la economía de expor-


tación y las fuertes divisiones dentro del Partido Liberal condujeron a una zozo-
bra política y social creciente. En la guerra civil de 1885, que concluyó con la
derrota de los liberales (radicales), los conservadores en alianza con los liberales
independientes (moderados) lograron hacerse al poder e iniciaron un programa
de reformas políticas profundas, que en la historia colombiana es conocido como
La Regeneración. La nueva Constitución de 1886 abandonó definitivamente el
federalismo y reconfiguró el país como un Estado unitario con un gobierno fuer-
temente centralizado. Este cambio político se expresó además en reformas eco-
nómicas antiliberales y en un completo restablecimiento de la alianza entre la
Iglesia y el Estado, que fue consagrada mediante el Concordato de 1887 (Safford
y Palacios 2002). La Regeneración también implicó un cambio muy grande en la
política indígena, que encontró su expresión jurídica en la Ley 89 de 1890, “por la
cual se determina la manera como deben gobernarse los salvajes que vayan redu-
ciéndose a la vida civilizada” (Castillo-Cárdenas 1987:161).

La Ley 89 –que durante más de un siglo constituyó la pieza central de la legisla-


ción indígena en Colombia (Rappaport 1994)– fue básicamente una reedición de
la anterior legislación del Estado Soberano del Cauca, en especial de la Ley 90 de
1859, de la cual se retomó la mayor parte de sus artículos (Roldán 1975). Aunque la
Ley 89 dejaba ver el espíritu paternalista del Concordato al enfatizar la tarea civi-
lizadora de la Iglesia Católica hacia los indígenas –que fueron clasificados en ella
como menores de edad (Triana 1985)– y que en últimas apuntaba hacia su inte-
gración cultural en la sociedad dominante (Rappaport 1994), también se mostraba

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Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio

fundamentalmente proteccionista (Roldán 1990)24: la división y reparto (privatiza-


ción) de los resguardos quedaron pospuestos 50 años25; mientras tanto, la integri-
dad territorial de los bienes colectivos del resguardo quedó protegida por ser estos
declarados “inalienables, imprescriptibles e inembargables” (Triana 1985:249)26.

Asimismo, la Ley 89 estableció una clara base jurídica para el resguardo, como
institución social que ya operaba en la práctica. Al excluir a los habitantes del res-
guardo de la aplicación de la legislación general de la República (Art. 1), y al suje-
tarlos a una legislación especial, la nueva ley les definió la organización interna
del resguardo, sus objetivos y su relación con las autoridades nacionales y regio-
nales (no indígenas) (Castillo-Cárdenas 1987). La autoridad de cada resguardo
quedó investida en un pequeño cabildo que debía ser elegido anualmente por los
miembros del resguardo (comuneros) (Art. 3). A este cabildo se le asignó una
serie de funciones cívicas y judiciales, como el castigo de pequeños delitos (faltas
contra la moral), la realización de un censo anual de la población, y el registro
(protocolización) de los títulos de las tierras de resguardo ante un notario público
(Arts. 5, 7.1 y 7.2). Su función principal, sin embargo, fue la adjudicación de los
derechos de usufructo sobre las tierras para los comuneros (familias), así como la
supervisión de todos los asuntos relacionados con la tenencia de la tierra, incluida
la mediación en las disputas sobre ese tema (Art. 7.3 y ss.). Debido a que los indí-
genas estaban clasificados como menores de edad (salvajes o “semi-civilizados”),
todas estas funciones fueron puestas bajo tutela del Estado, representado por las
autoridades no indígenas del municipio en el que estaba localizado el resguardo
(Arts. 10 y 11). Anticipándose a la final privatización y venta de las tierras del res-
guardo, que debía ocurrir en 50 años, la Ley 89 también dedicó un capítulo entero
(Capítulo V) al reparto de esas tierras, y dejó delineado el proceso por medio del
cual se disolvería el resguardo (Rappaport 1990a).

Hasta donde se conoce, no se puede afirmar si las normas plasmadas en la Ley 89


y relacionadas con la administración de la tierra reflejaban los patrones culturales

24 De acuerdo con Rappaport (1994:26), la intención primaria de la Ley 89 era “salvaguardar


el resguardo como apoyo institucional durante el período de transición en el cual los indígenas
colombianos se integrarían a la sociedad dominante”. Con alguna ironía, Kloosterman (1997:51),
citando a Sánchez (1994:5), observa que en la visión del legislador, “las formas políticas coloniales
de los resguardos –el cabildo y la propiedad comunal de la tierra– primero necesitaron ser recono-
cidas para hacerlas desaparecer”.
25 En cierto sentido, la Ley 89 nació también por necesidad, puesto que a lo largo del siglo
XIX los gobiernos no tuvieron ni los recursos ni el personal para efectivamente privatizar los res-
guardos (Safford 1991).
26 Eso significa que las personas no indígenas no pueden tener acceso a las tierras comuni-
tarias indígenas por venta o arrendamiento (artículo 7.7), o por la presentación de reclamos de
excepción por posesión de hecho de partes de territorio del resguardo (Triana 1985).

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y las costumbres locales que imperaban en las comunidades indígenas andinas de
ese tiempo. Sin embargo, éste bien podría ser el caso, considerando el hecho de
que sobre la vertiente occidental de la Cordillera Central los cabildos ya habían
estado asentados durante algún tiempo, hacia finales del siglo XIX parecen haber
experimentado marcados crecimientos de población (de acuerdo con el censo ofi-
cial, la población de Jambaló, por ejemplo, se incrementó en el período 1855-1905
de 1.900 a 2.900 habitantes) (Roldán, Castaño y Londoño 1975), lo que habría
producido un sistema de tenencia más estricto frente a la creciente escasez de tie-
rra. Además, los informes de las autoridades gubernamentales en aquellos años no
registran resistencia indígena contra la aplicación de la ley. Independientemente
de esta cuestión, sin embargo, puede decirse que desde su formulación hasta el
presente, la Ley 89 ha conferido cierto campo de definición jurídica y administra-
tiva al sistema consuetudinario indígena de tenencia de la tierra (Rappaport 1994).

Diversos autores (Findji y Rojas 1985; Rappaport 1982, 1990a) han anotado que
la Ley 89 –así como su predecesora, la Ley 90 de 1859– también sirvieron al
propósito de los administradores de fragmentar la unidad política de las comu-
nidades indígenas, particularmente de los paeces; unidad que hasta cierto punto
se había mantenido desde el período colonial. A lo largo de buena parte del siglo
XIX todavía quedaban cuatro grandes resguardos paeces formados por diversas
comunidades más pequeñas (parcialidades), unificadas bajo la autoridad de uno o
más caciques autoproclamados. Sin embargo, la Ley 89 negó la integración polí-
tica de los paeces en esas unidades territoriales más grandes, pues al designar a
los pequeños cabildos (o sea a las autoridades menores de las parcialidades) como
máximas autoridades, hicieron claramente desaparecer, desde el punto de vista
jurídico, a los caciques. Cuando a comienzos del siglo XX, los cabildos tuvieron
las fronteras de sus comunidades registradas ante notario público, los grandes
resguardos paeces de antaño habían quedado oficialmente divididos en pequeños
resguardos, que existen hasta el presente.

Sea como fuera, al mismo tiempo la ley salvaguardó el resguardo como territorio
semiautónomo, con gobierno propio, y dentro del cual el asentamiento no indí-
gena estaba restringido. También, y por primera vez, formalmente se reconoció
la costumbre indígena como fuente de derecho (Rappaport 1982; Triana 1985).

Manuel Quintín Lame y “La Quintinada”

A comienzos del siglo XX, diversos acontecimientos nacionales nuevamente


ejercieron presión sobre los resguardos. Durante el período de la Regeneración
(1886-1896), el inmenso y antiguo Estado del Cauca fue dividido en varias uni-
dades administrativas (departamentos) más pequeñas, resultado de lo cual las

46 |
Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio

élites gobernantes de Popayán perdieron mucho de su prestigio y recursos, entre


ellos las minas de oro del Chocó, las tierras fértiles y las haciendas de ganado
de Nariño y el Valle del Cauca27. Empezó entonces un proceso de ruralización,
en el cual las familias ricas consolidaron sus propiedades alrededor de Popayán
a expensas de las comunidades indígenas (Findji y Rojas 1985)28. La expansión
de la economía del café y la construcción de ferrocarriles durante el gobierno del
presidente Rafael Reyes (1904-1909) (Bergquist 1978; Castillo-Cárdenas 1987)
estimularon aún más el avance de la frontera agrícola y provocaron una afluen-
cia considerable de colonos, que entraron a los resguardos localizados sobre la
vertiente occidental de la Cordillera Central. Estos recién llegados encontraron
apoyo en la Ley 55 de 1905, que abría a las autoridades locales la posibilidad de
declarar las partes sin cultivar de los resguardos como áreas de colonización. En
la mayoría de los casos, viejos y nuevos propietarios de tierras incorporaron a las
familias indígenas locales dentro de sus propiedades/haciendas, donde los explo-
tarían bajo la institución del llamado terraje (Castillo-Cárdenas 1987; Findji y
Rojas 1985; Rappaport 1990a; Sevilla-Casas 1976)29.

Fue en este contexto donde, alrededor de 1910, surgió un movimiento de pro-


testa indígena contra el represivo sistema de la hacienda y contra la disolución de
los resguardos. La figura central de este movimiento fue Manuel Quintín Lame
(1883-1967). Quintín Lame fue el nieto de un inmigrante páez del resguardo
de Lame en Tierradentro. A finales del siglo XIX, su padre había empezado a
trabajar como terrajero (arrendatario de tierra) en la hacienda de San Isidro, en
Polindara, cerca a Popayán. Quintín estaba todavía joven, cuando su padre logró
liberarse “por sí mismo” del terrateniente patrón al comprar con su propio dinero
un pedazo de tierra en el vecino municipio de Totoró (Castillo-Cárdenas 1971;
1987). Allí creció Quintín Lame, fuera de la jurisdicción del cabildo tradicional
y muy cercano a la sociedad mestiza dominante. De acuerdo con sus propias
palabras, él fue reclutado por las fuerzas del gobierno para luchar en la Guerra

27 Después de la división del Gran Cauca en los departamentos de Chocó, Valle del Cauca,
Cauca, Nariño, Putumayo y Amazonas, Popayán pasó de ser una orgullosa y rica capital reco-
lectora de impuestos a convertirse en una modesta ciudad de provincia, tributaria de Bogotá y
subsidiaria de Cali, ciudad industrial de enorme crecimiento. Popayán quedó con una representa-
ción política en el gobierno nacional, que hacía ver ridículo su poder político de otras épocas (cfr.
Sevilla-Casas 1976).
28 En la primera década del siglo XX, varios resguardos alrededor de Popayán fueron disuel-
tos, y sus tierras, incorporadas en algunas de las enormes haciendas de propiedad de miembros
de las élites gobernantes, como los Mosquera, Valencia, Angulo, Arboleda y Muñoz (Castillo-
‑Cárdenas 1987).
29 La institución del terraje ha sido descrita como una versión moderna y precapitalista del
‘censo’ o la ‘mita’, que era el sistema de tributos y de servicios personales (trabajo obligatorio) de
la encomienda colonial (Sevilla-Casas 1976).

| 47
de los Mil Días (1899-1902) y enviado al sur, a la frontera con Ecuador (Nariño),
y más tarde a Panamá (entonces todavía parte de Colombia), para participar en
diversas actividades militares (Lame y Castillo-Cárdenas 1971). Cuando regresó
al Cauca, Manuel Quintín Lame era un hombre educado y recorrido, que intentó
reintegrarse a la sociedad local, se casó y se asentó como terrajero. Sin embargo,
pronto se desilusionó y se rebeló contra las condiciones opresivas bajo las cuales
debían vivir y trabajar los terrajeros. Empezó a surgir su voz contra “la domina-
ción blanco-mestiza” y rápidamente se convirtió en “un rebelde nativo que llegó
a ser el catalizador del resentimiento indio” (Castillo-Cárdenas 1987:31-32,167,
notas 14 y 17). En 1910, Lame fue elegido por los cabildos indígenas de varias
comunidades, entre ellas Jambaló, como ­­­–de acuerdo con su propio testimonio–
su cacique general y representante ante el gobierno (entrevista con El Espectador,
12 de julio de 1924, citada en Castillo-Cárdenas 1987:ix)30. Poco antes de su elec-
ción había iniciado los preparativos para una gran campaña organizativa, particu-
larmente en territorio páez, con el fin de agitar y movilizar a la población indígena
por la defensa de sus tierras comunitarias, y levantarse en contra del “desprecio
generalizado que caracterizaba a las actitudes blanco-mestizas hacia los indios”
(ver también Bonilla 1979; Castillo-Cárdenas 1987). Mientras viajaba por las
comunidades afectadas, organizaba encuentros, a los que llamó mingas adoctri-
nadoras para referirse a la costumbre andina de la fiesta de trabajo comunitario,
durante los cuales él les recordaba a los cabildos y a los terrajeros los derechos
preferenciales de los indios como primeros americanos que eran, y los asistía
en la preparación de los documentos jurídicos para protestar contra las injusti-
cias cometidas contra ellos por los terratenientes (Jimeno 1985; Rappaport 1982).
Pasado algún tiempo, Lame elaboró un programa con varias propuestas centrales
de lucha: 1. Defensa del resguardo y oposición combativa contra todas las leyes
orientadas a la división y partición del mismo; 2. Consolidación del cabildo como
centro de la autoridad y base de la organización política; 3. Recuperación de tie-
rras usurpadas por los terratenientes y rechazo de los títulos que no se basaran en
decretos reales31; 4. Liberación de los terrajeros de pagar el terraje y otros tribu-
tos personales; 5. Reafirmación de los valores culturales indígenas y rechazo a la

30 Otras comunidades fueron Pitayó, Toribio, Puracé, Poblazón, Cajibío y Pandiguando, todas
en la vertiente occidental de la Cordillera Central. No existe un registro independiente de esta
elección, pero Lame desempeñó ese papel desde esa fecha (Castillo-Cárdenas 1987). De acuerdo
con Rappaport (1990), Lame nunca se refirió a él mismo como cacique, pero sí se vio a sí mismo
como tal (ver también Jimeno 1985).
31 La expresión ‘decretos reales’ (cédulas reales) se refiere a los títulos coloniales correspon-
dientes a los cacicazgos-resguardos obtenidos por el jefe Don Juan Tama y sus homólogos de la
época. De esta forma, Lame enfatizó en las raíces coloniales del movimiento, con lo cual soslayaba
implícitamente la legislación indígena republicana (Ley 89).

48 |
Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio

discriminación racial y cultural de los indígenas colombianos (Castillo-Cárdenas


1987; Rappaport 1990a).

Como era una figura carismática y casi mesiánica, Lame ganó pronto muchos
adeptos, primero sobre la vertiente occidental de la cordillera, donde la presión
por la tierra era mucho mayor, pero más tarde también en Tierradentro, donde
la Iglesia participaba activamente en atraer a colonos no indígenas. El éxito de
la campaña de Lame, que fue conocida como “La Quintinada”, produjo temor y
consternación entre los miembros de la población blanca y mestiza, que lo acusa-
ron de indio rebelde y de una variedad de delitos que iban desde rehusarse al pago
de terraje hasta intimidación a los hacendados y a sus administradores-mayordo-
mos32. Hacia 1911, el gobernador del Cauca ya había autorizado a los terratenien-
tes para organizar ejércitos privados con el fin de protegerse de los seguidores de
Lame. En 1914, Lame viajó a Bogotá para defender su caso ante el Congreso, sos-
tener entrevistas con varios ministros, y buscar títulos coloniales en los archivos
nacionales. Hacia fines del mismo año, Lame retornó al Cauca, y visitó en su ruta
varias comunidades indígenas de los departamentos vecinos del Tolima y Huila.
Poco a poco, el líder indígena se convirtió en la pesadilla de autoridades civiles,
hacendados e Iglesia, que presionaron a las autoridades regionales con el fin de
lograr su captura. Acusado de instigar una guerra racial, Lame fue aprehendido
en marzo de 1915 y detenido en prisión por un año entero. Sin embargo, poco
después de su liberación retomó su labor de agitación con un fervor renovado y un
prestigio mucho mayor entre sus seguidores. Para ese momento, sin embargo, los
curas católicos ya habían podido asegurar la colaboración de Pío Collo, otro pres-
tigioso líder indígena que no apoyaba el movimiento lamista. El 12 de noviembre
de 1916, las brigadas de defensa de Collo se encontraron accidentalmente en Inzá
(capital de Tierradentro) con Lame y un grupo de seguidores y abrieron fuego
sobre ellos: siete fueron asesinados y otros más resultaron heridos. En los repor-
tes oficiales el incidente fue informado tendenciosamente como “la ocupación
lamista de Inzá”, para presionar al gobierno central a enviar tropas a la región y
de una vez por todas acabar con la “insubordinación”33. A diferencia de muchos

32 Otras acusaciones incluyeron el robo de ganado, rehusarse a pagar el impuesto de sacrificio,


la recolección de cuotas para el movimiento lamista, y la destilación clandestina de licor. Aunque
las amenazas a los propietarios de hacienda son mencionadas por diversas fuentes, todas las acu-
saciones fueron probablemente exageradas (Castillo-Cárdenas 1987).
33 Parece existir alguna controversia sobre si el movimiento de Lame fue de naturaleza ar-
mada o enteramente pacífico (político). Los lamistas sobrevivientes, en las últimas entrevistas
concedidas, insistentemente mencionaron el uso, por Lame, de símbolos y tácticas militares
Castillo-Cárdenas (1987:34); en una entrevista con uno de los sobrinos de Lame, habla de una
confrontación “sangrienta” entre tropas y seguidores de Lame en la capilla de la hacienda de San
Isidro durante la Semana Santa de 1915. Jimeno (1985) afirma que durante las confrontaciones en
Inzá (1916), un propietario de hacienda fue asesinado. Las acusaciones de uso de la violencia por

| 49
líderes del movimiento, Lame logró escapar de la zona militarizada y por algún
tiempo continuó sus acciones en el otro lado de la cordillera. Finalmente, el 9 de
mayo de 1917, fue traicionado y capturado por fuerzas de la policía. Después de
un largo juicio, en el cual Lame dirigió su propia defensa, fue declarado culpable
de robo, insurrección y asalto personal, y sentenciado a cuatro años de prisión;
cuando se produjo su liberación en 1922, fue expulsado del departamento del
Cauca (Castillo-Cárdenas 1987; Jimeno 1985).

Derrotado por las maniobras de sus poderosos enemigos, Lame encontró refugio
entre los indígenas de Ortega en el sur del Tolima, donde retomó sus labores de
organización, esta vez, sin embargo, de una manera más participativa y diplomá-
tica, con los cabildos indígenas34. En este período escribió un manuscrito de 118
páginas (que terminó en 1939), en el que recapituló algunas de sus experiencias
durante tres décadas de lucha por los derechos indígenas territoriales. En el pri-
mer capítulo escribió:

Debo demostrar con franqueza al pueblo indígena colombiano que


hoy están sus deberes y derechos, como también sus dominios, mor-
didos, y engangrenada la mordedura por la serpiente de la ignoran-
cia y la ineptitud o analfabetismo; pero el indígena que interprete
el pensamiento de los seis capítulos de esta obra se levantará con la
facilidad más exacta para hacerle frente al “Coloso de Colombia” y
reconquistar sus dominios [...] (Lame 1971 [1939]; citado en Castillo-
Cárdenas 1987:112).

Se ha argumentado que la relativamente fácil derrota del movimiento lamista


fue el resultado de la falta de experiencia de Lame con la realidad cotidiana de la
organización política en los resguardos. Al pasar por alto la autoridad del cabildo,
Lame asumió todo el liderazgo del movimiento y quedó actuando así como los
“caciques sin cacicazgo” del siglo XIX (Bonilla 1979:352; Rappaport 1982:286).
Como Castillo-Cárdenas (1987:36-37) ha anotado, la derrota podría también
haber sido causada por las líneas de acción contradictorias que Lame propuso
en su programa, con lo cual evidenció su “doble conciencia” de indio aculturado.
Por ejemplo, por una parte, Lame incitó a sus seguidores a resistir la injusticia y
a reclamar sus derechos ante una sociedad pervertida (Popayán); pero por otra,

los lamistas deben, sin embargo, ser consideradas en el contexto de un clima general de histeria
que permeaba los reportes oficiales de aquellos tiempos (ver Jimeno 1985).
34 Aparentemente, más que en su campaña del Cauca, los esfuerzos de organización de Lame
en las comunidades indígenas de Chaparral y Ortega, en el Tolima, entre 1922 y 1939, estuvieron
dirigidos a la revitalización de la institución del resguardo y a la reconstitución de la autoridad tra-
dicional del cabildo indígena, pero esta vez con base en la Ley 89 de 1890 (Castillo-Cárdenas 1987).

50 |
Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio

insistió en la necesidad de recurrir a procedimientos jurídicos en el marco que


ofrecía la sociedad nacional, lo cual produjo luchas jurídicas que fueron neutrali-
zadas con efectividad por quienes detentaban la autoridad.

El Cauca indígena después de La Quintinada

Después de que Manuel Quintín Lame dejara el Cauca en 1922, los paeces
quedaron sin un líder fuerte. Al tiempo que el régimen de la hacienda de terraje
se consolidaba en zonas del territorio páez, el gobierno promulgaba nuevas leyes
(p. ej., la Ley 19 de 1927) que aceleraron el asentamiento no indígena en las tierras
“baldías”. La influencia de los sacerdotes católicos y las alcaldías municipales
en el Cauca indígena creció constantemente en este período, en detrimento de la
autoridad del cabildo. Las crisis económicas (por ejemplo la de 1929) provocaron
una nueva ola de colonización en el territorio indígena (zonas norte y media
de Jambaló), expansión que fue facilitada por la construcción de la carretera
Caloto-La Mina-Toribío, en 1936. A su vez, la década de los años treinta vio un
florecimiento temporal de organizaciones sindicales y campesinas en Colombia.
Influido por la Revolución Mexicana, en 1930 fue fundado el Partido Comunista
(antes Partido Socialista Revolucionario, fundado en 1925), en el cual José
Gonzalo Sánchez, que había sido la mano derecha de Manuel Quintín Lame,
fue escogido como primer secretario. Con la aprobación del presidente Alfonso
López Pumarejo, de tendencia liberal de izquierda (1934-1938), los comunistas
estimularon la formación de ligas campesinas. Aunque estas ligas llegaron a
tener una fuerte representación en algunas comunidades indígenas, como sucedió
en Jambaló, reclamando tierras y mejores condiciones de trabajo, no llegaron
a convertirse en la plataforma de un nuevo movimiento indígena debido a que
estuvieron fundamentalmente interesadas en la situación de los terrajeros y
tomaron muy poco en cuenta las concepciones indígenas de territorialidad y su
histórica ideología de resistencia. En los años cuarenta, las luchas sociales de los
treinta abrieron el camino en toda la nación a las crecientes rivalidades políticas.
El asesinato del candidato liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948 causó una ola
de violencia en el área rural, entre los liberales y los conservadores, y marcó
el comienzo de un período conocido como La Violencia. Las ligas campesinas
indígenas no tuvieron la suficiente fuerza para resistir la convulsión social y hacia
el final de este período ya habían desaparecido (Findji y Rojas 1985; Gilhodes
1970; Rappaport 1990a).

| 51
Mapa 2.1a.
Cacicazgos indígenas, 1540

Cacicazgos indígenas en Tierradentro


en el tiempo de la invasión española
(caciques: Páez, Suyn, Abirama,
Anabeiba); al occidente (vertiente
occidental de la Cordillera Central),
el cacicazgo de Don Diego Calambar
(guambiano).

Mapa 2.1b
Cacicazgos paeces, 1710

Cacicazgos (resguardos) nasa (páez)


en las vertientes oriental y occidental
de la Cordillera Central (Pitayó, Tacue-
yó, Vitoncó, Togoima), Don Juan Tama
de las Estrellas y Calambar consiguió
que se le expidieran los títulos de los
cacicazgos tanto de Pitayó (1702)
como de Vitoncó (1708).

Fuente: Rappaport, 1990a


Ilustración/reproducción: A.C. van Litsenburg y R. van Dorst

52 |
Mapa 2.2
Cacicazgo de Pitayó, 1720

Mapa aproximado de las fronteras


del cacicazgo-resguardo de Pitayó,
basado en la descripción de la demar-
cación (hitos) en el ‘Título de cinco
comunidades’ de 1702, realizada
hacia el final de la vida de Don Juan
Tama. Pitayó incluía las ‘parcialidades’
(divisiones que más tarde fueron
constituidas en resguardos) de: Pitayó,
Jambaló, Quichaya, Pueblo Nuevo y
Caldono.

Fuente: dibujo de Tulio Rojas Curieux, en Findji y Rojas, 1985.


Ilustración/reproducción: A.C. van Litsenburg y R. van Dorst

| 53
Foto 2
Jambaló, vereda Guayope, noviembre de 1978. Demostración de las ‘armas’ (palos de madera)
con las que los paeces confrontaron a los ‘pájaros’ (asesinos) contratados por los hacendados, el
día en que dos de sus compañeros fueron asesinados durante una ocupación pacífica de tierras.
Fotografía: Víctor Daniel Bonilla.
3. La lucha por la recuperación del
territorio y la autonomía en Jambaló

La Reforma Agraria y la lucha indígena por la tierra

A finales del período de La Violencia (1948-1957), la autonomía política de los


paeces había alcanzado el nivel más bajo de todos los tiempos. Amplias áreas del
territorio indígena habían caído en manos de propietarios no indígenas, dueños de
haciendas, que explotaban a los pobladores locales indígenas como mano de obra
barata. Las diversas comunidades de resguardo –que alguna vez fueran parte de
una unidad política más articulada, el resguardo-cacicazgo–­­habían quedado ais-
ladas y sin perspectivas, al tiempo que la autoridad del cabildo estaba debilitada
severamente y sujeta al poder de los jefes políticos locales y de la Iglesia Católica.
Sin embargo, en la década siguiente, la de los años sesenta, surgió un movimiento
que invirtió esa tendencia. Las comunidades, una vez más, empezaron a movili-
zarse para reclamar –o, como dicen los indígenas, recuperar– los territorios per-
didos y su autonomía. Algún tiempo después, lograron reconstruir la autoridad
del cabildo y forjaron relaciones duraderas con las comunidades vecinas (Findji
1992). Así, puede plantearse que en los años sesenta, y por primera vez desde
el periodo de la Independencia a comienzos del siglo XIX, los paeces lograron
fortalecer su autonomía. El gran cambio que ocurrió puede apreciarse solamente
cuando se le mira en el contexto de varias modificaciones estructurales importan-
tes que tuvieron lugar en Colombia en esa coyuntura.

En 1958, después de casi diez años de guerra civil de facto, el primer gobierno
liberal del Frente Nacional (un pacto bipartidista entre los liberales y los conser-
vadores, por el cual se obligaban a alternarse en la Presidencia cada cuatro años y
a compartir todas las posiciones de poder del Estado en condiciones de igualdad
por un período total de dieciséis años –desde 1958 hasta 1974– lanzó un pro-
grama, Acción Comunal (AC, creado por la Ley 19 de 1958), para la promoción
del desarrollo económico y social en las comunidades locales, diseñado para rein-
corporar al campesinado en la vida nacional y restablecer el control del Estado
en el área rural devastada por la violencia (Bagley 1989; ver también Safford y
Palacios 2002; y Zamosc 1986). Respecto a las comunidades indígenas, la política
tenía un componente que se expresó en la Ley 81 de 1958, relativo a “la promo-
ción de la agricultura y la ganadería en comunidades indígenas”, el cual preveía
programas oficiales para el mejoramiento de las condiciones de vida de los “indí-
genas marginados”, mediante el incremento de los niveles de producción y la
promoción de las formas de organización modernas (“civilizadas”); por ejemplo,
las cooperativas de producción y los comités de autoayuda o juntas. En 1960, por
el Decreto 1634, se creó la División de Asuntos Indígenas (DAI), organismo ads-
crito al Ministerio de Agricultura (Jimeno y Triana 1985). Esta nueva legislación
indígena implicó un cambio significativo en las relaciones de los indígenas con el
Estado, pues el propósito de la política indigenista pasó de una burda asimilación
a su variante más sofisticada, la integración; es decir, mientras en el período ante-
rior el programa de gobierno hacia las comunidades indígenas andinas se había
orientado casi exclusivamente a alentar y legitimar la expropiación territorial y
la dominación cultural y religiosa, la nueva política buscó la integración de esas
comunidades en la economía de mercado, mediada por la intervención activa del
gobierno en los asuntos internos del resguardo (Jimeno y Triana 1985; Roldán
1990). Este acontecimiento coincidió con la difusión en toda la nación del papel
del ‘Estado desarrollista’ (Yashar 1998: 32).

En 1961, bajo el influjo de la Alianza para el Progreso, auspiciada por los Estados
Unidos1, los programas de gobierno para el desarrollo rural se incorporaron y
ampliaron hasta convertirse en una política mucho más amplia de reforma
agraria. La Ley 135 de 1961 –la Ley de Reforma Social Agraria– buscaba repartir
las tierras ociosas de las haciendas y estimular la producción agrícola nacional
(Colchester et al. 2001). Esta reforma debería ser realizada por el Instituto
Colombiano de la Reforma Agraria (Incora), que empezó a funcionar en 1963.
Durante la administración conservadora de Guillermo León Valencia (1962
-1966), las reformas marcharon inicialmente a paso muy lento (Bagley 1989),

1 La Alianza para el Progreso fue un programa de ayuda estadounidense para América


­Latina, que empezó en 1961 durante la presidencia de John F. Kennedy, y que fue creado princi-
palmente para contrarrestar la influencia de las políticas revolucionarias que surgieron luego de la
Revolución Cubana, en 1959. La carta de la Alianza, formulada en una conferencia interamericana
en Punta del Este, Uruguay, en agosto de 1961, hizo entre otras cosas un llamado a una mayor
equidad en la distribución del ingreso, a la reforma agraria, y al planeamiento social y económico
(Lowenthal 1991).

58 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

pero al mismo tiempo las organizaciones campesinas locales y regionales (ligas


y sindicatos) empezaron a multiplicarse (Zamosc 1986). En las comunidades
páez y guambiana, del norte y oriente del Cauca, los viejos “lamistas” y los
antiguos miembros de las ligas campesinas de las décadas de los años treinta y
cuarenta alentaron a una nueva generación de líderes de la comunidad para que
se educaran en estas organizaciones (Rappaport 1990a). En 1966, el presidente
liberal reformista Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) auspició la creación de
una organización campesina nacional (la Asociación Nacional de Usuarios
Campesinos, ANUC) como contrapeso a los tradicionales grupos de terratenientes
y para acelerar el ritmo de redistribución de la tierra. Sin embargo, cuando la
administración del presidente conservador Misael Pastrana Borrero (1970-1974)
abandonó definitivamente el programa de reforma agraria redistributiva y empezó
a reafirmar el control del Estado sobre la ANUC, grandes grupos del campesinado
organizado empezaron a luchar y en el período 1970-1971 protagonizaron una
serie de manifestaciones masivas y de invasiones de tierra en varios departamentos
en todo el país, demandando la expropiación de la tierra ocupada (Bagley 1989;
Zamosc 1986). Aunque las comunidades indígenas del Cauca no participaron en
estas ocupaciones de tierra, el movimiento campesino de la década de los años
setenta cumplió un papel importante en el surgimiento, en 1971, del Consejo
Regional Indígena del Cauca, CRIC; además, la participación indígena en la
“reforma desde abajo” influyó ampliamente en la dirección y desarrollo de la
lucha por la tierra y el territorio entre los paeces y las comunidades indígenas
vecinas (guambianos, coconucos).

Fueron diversas las respuestas de los paeces ante la política integracionista y ante
los programas de reforma agraria del Estado, tal como se establecían en la Ley
81 de 1958, en la Ley 135 de 1961 y en la legislación posterior. En unos casos,
estas intervenciones fueron parcialmente aceptadas debido a que les permitieron
acceder a los recursos del Estado (infraestructura económica y servicios sociales);
además, su reconocimiento como “campesinos indígenas” les daba por lo menos
alguna expresión política ante el Estado. Sin embargo, los programas también
provocaron resistencia, debido a que fueron implementados sin mucha considera-
ción por la identidad y las instituciones de las comunidades indígenas (particular-
mente la tenencia comunal de la tierra), ni por las peticiones de reconocimiento
del territorio indígena y de su autonomía. Esta tensión entre la aceptación parcial
y la resistencia dio lugar a un proceso intenso de negociación cultural y refor-
mulación (tanto entre las comunidades y el Estado, como dentro de las comuni-
dades mismas) que al final condujo a la reorganización étnica de largo alcance
de recomposición institucional social y económica de las comunidades de res-
guardo. En este capítulo se describen los acontecimientos y consecuencias de las
luchas indígenas por la tierra, en las décadas de los años setenta y ochenta, en el

| 59
resguardo páez de Jambaló, que desempeñó un papel destacado en esas luchas.
Esta historia es precedida por un breve recuento de los antecedentes inmediatos
(período 1945-1970), que resume los recuerdos de uno de los primeros luchadores
indígenas por la tierra en Jambaló, Don Venancio Tombé 2 .

Los títulos de Juan Tama y la recuperación de Zumbico

En 1945, el año en el cual Don Venancio Tombé fue designado capitán, Zumbico
era controlado por el Hospital de San José, un punto de avanzada de la arquidióce-
sis católica de Popayán3. El hospital no prestaba servicios al pueblo páez, pues sola-
mente atendía a algunos de los propietarios vecinos no indígenas, ni tampoco usaba
productivamente la tierra agrícola vecina. Sin embargo, el hospital les cobraba un
arriendo anual a los productores indígenas locales por dejarlos cultivar. Era tarea
del capitán recoger este arriendo de cada familia y llevarlo luego a Popayán.

Aunque algunos jambalueños quizá recuerden épocas diferentes, la presencia de la


Iglesia había sido una constante a lo largo de la historia de Zumbico. Antes de que
fundaran el hospital, alrededor de 1905, el lugar era conocido como la hacienda
de Zumbico. Durante la guerra de independencia (1811-1819), esta hacienda, ya
administrada por la Iglesia, había servido como depósito de provisiones para las
tropas del Libertador Simón Bolívar (Findji y Rojas 1985); algunas décadas des-
pués funcionó brevemente como centro para la extracción de quina (Findji y Rojas
1985). Durante la rebelión de Manuel Quintín Lame –la Quintinada (años 1910)–
y más tarde, con las ligas “comunistas”4 campesinas (años treinta), el pueblo páez
se había rebelado contra la invasión de sus tierras por los colonos mestizos. Hacia
mediados de los años cuarenta, sin embargo, la resistencia indígena había sido
disminuida exitosamente mediante el esfuerzo concertado de funcionarios del
gobierno local y la Iglesia (Findji y Rojas 1985; Rappaport 1990a). Mientras la
Iglesia había logrado retener sus propiedades, en el área del norte de Zumbico

2 Estoy muy agradecido con la documentación encontrada en el programa Cátedra Nasa


Unesco (CNU) porque la mayoría de citas textuales y mucha de la información incluida en la
siguiente historia social fueron tomadas de esta documentación. Se trató de una iniciativa de la
Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (nasa/páez), la cual tenía como objetivo
cartografiar la historia contemporánea de la organización comunitaria y la lucha por la autonomía
(el subtítulo oficial del proyecto, tal como se indicaba en los folletos, era “hacer memoria con
sentimiento” [“Nasa us kayat i sa” en nasa yuwe]) sobre la base de las grabaciones de historias de
vida (CNU 2000; 2001a; 2001b; 2001c; 2002a; 2002b).
3 La historia de Venancio Tombé en la lucha por la tierra en Zumbico está basada en gran
parte en una entrevista realizada en 2000 por el programa Cátedra Nasa Unesco.
4 Nota del grupo revisor del texto: Este término era empleado por las élites y los jerarcas de
la Iglesia para descalificar las acciones de los indígenas. Sin embargo, el sentido de ‘comunista’ no
era entendido de esta forma a nivel local.

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La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

el régimen de hacienda, que incluía las formas serviles de terraje5, se había con-
solidado como medio de dominación territorial (Findji y Rojas 1985). En estas
áreas subyugadas, el cabildo había perdido su influencia completamente, y, con el
tiempo, en otras partes “libres” del resguardo esta autoridad en gran medida había
llegado a estar subordinada al poder de los sacerdotes católicos y los políticos
locales (ver mapa 3, página 116).

Por consiguiente, el resguardo quedó dividido social, política y económicamente.


Mientras la tierra en la zona sur, la zona alta del resguardo –más o menos al
sur de la quebrada de Portachuelo, (ver mapa 4, página 181)– era todavía admi-
nistrada por el cabildo, la organización territorial en las zonas media y baja, al
norte de Zumbico, estaba sujeta a las severas reglas de los propietarios de las
llamadas haciendas de terraje. En este contexto, Zumbico parece haber quedado
en una zona intermedia. De acuerdo con los mayores de la comunidad, la Iglesia
no supervisaba el uso de la tierra y, mientras pagaran sus arriendos, las familias
podían ocupar tanta tierra como necesitaran. Aunque el capitán era un líder local,
la persona que ocupaba este puesto parece que no vigilaba la distribución de la
tierra entre las familias locales. Así, Zumbico era dirigido como un asentamiento
libre y estaba fuera de la autoridad del cabildo6.

Antes de que Venancio fuera elegido capitán de la comunidad de Zumbico, los


mayores lo habían enviado a Totoró para recibir dos años de capacitación profe-
sional. En este período, él recibió influencia de la ideología del Partido Comunista
(fundado en 1930), que a través de sus líderes regionales hacía campaña para ter-
minar con la explotación de los terrajeros indígenas por los propietarios no indí-
genas, dueños de las haciendas. Además, durante algún tiempo, Venancio estuvo
acompañando al líder comunista José Gonzalo Sánchez, primer secretario y mano
derecha de Manuel Quintín Lame. Como él mismo decía, Sánchez lo orientó en su
conciencia histórica al presentarle una copia del legendario documento “Título de
las cinco comunidades”, de 1702, del cacique páez Juan Tama, un documento que
ahora él fue capaz de interpretar por sí mismo7. Así, por primera vez, Venancio
aprendió la verdad acerca de la presencia de la Iglesia en su comunidad:

5 Arriendo de la tierra, a menudo pagado en trabajo o en especie.


6 Esto no quiere decir que la situación real en algunas de las partes más aisladas de las zonas
de influencia del cabildo fuera muy diferente de la situación en Zumbico. A mediados del siglo XX
no existía aún escasez de tierra en esas zonas y las historias de algunos viejos jambalueños dan la
impresión de que los cabildos relativamente débiles del período entre 1930 y 1950 ejercían poca
supervisión efectiva sobre el uso de la tierra.
7 Venancio mezcla los nombres de dos títulos coloniales de tierras. El “Título de Juan Tama
al gran cacicazgo de Pitayó” se conoce como el “Título de las parcialidades de Pitayó, Quichaya,
Caldono, Pueblo Nuevo y Jambaló” (ACC/P 1881 [1700]). Este título de tierra es mejor conocido

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[L]o hice [Juan Tama] constar con la confesión del administrador
[Lorenzo Balcázar] del terreno emprestado, que hizo en presencia
de los señores testigos y todos mis indios, lo cual fue preguntado por
mí, de quién eran las tierras que ocupaban; respondió que, en virtud
de haber oído a su patrón, eran emprestados por quince (15) años, a
mí el cacique, como dueño que era de ellos, para que redituasen para
formar con su producto [de un molino] un vínculo para un santo del
convento de Santo Domingo de Popayán (NC/S 1914 [1702])8.

Venancio no dejó de notar las claras directrices que Juan Tama les dio “a sus
indios de Jambaló”:

[S]i yo falleciese, [mis indios de Jambaló] las reclamarán y agregarán


a sus terrenos, sin permitir que de ahí pase adelante; y si quien que
estos arrendatarios subarrienden a otro, se opondrán fuertemente, y
en todo caso despojarán tomando su terreno como propietario […] las
tierras que he dado en posesión las defenderán con los documentos
que en defensa de dichas tierras se les otorgaba, pelearán hasta qui-
tarlas en limpio (NC/S 1914 [1702]).

De esta manera, para Venancio fue claro que el Hospital San José no era el pro-
pietario legal de Zumbico –como siempre se había sostenido– puesto que basaba
esa propiedad en un arrendamiento hace mucho extinguido, y, por lo tanto, el
arriendo que cobraba el hospital por el uso de la tierra no tenía bases jurídicas.
Cuando Venancio regresó de Totoró para asumir su tarea como capitán, estaba
firmemente decidido a luchar por la restauración del resguardo en Zumbico: “Yo
buscaba que el Hospital devolviera el terreno de Zumbico al poder del Resguardo
de Jambaló. [Con el título de Juan Tama] me valí ante el Hospital y los terrate-
nientes” (Venancio Tombé, CNU 2000: 4).

Esta resultó ser una tarea muy difícil. Decididos a eliminar cualquier forma de resis-
tencia indígena, varios de los terratenientes vecinos empezaron inmediatamente

como el “Título de las cinco comunidades”. Más tarde se obtuvo otro título sobre la base de la
demarcación de la parcialidad (comunidad territorial) de Jambaló, que en ese momento todavía
formaba parte del cacicazgo más grande. Este título es oficialmente conocido como “Título de las
tierras de Jambaló” (NC/S 1914 [1702]-b). Sánchez probablemente le dio a Venancio copia de este
último.
8 Es incierto a quién se refería Lorenzo Balcázar como su benefactor. Muy probablemente
éste era Alonso Valencia, el administrador del convento en Popayán. Sin embargo, es también po-
sible que –como Venancio nos cuenta­– el antiguo cacique o gobernador de Jambaló, Luis Dagua,
hubiera concedido en arriendo la tierra a la Iglesia.

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La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

una campaña de intimidación. A su vez, la Iglesia reaccionó casi con indiferen-


cia y persistió en su tesis de ser la propietaria legal de la tierra, aunque no apor-
tara prueba alguna de ello. Cuando Venancio insistió, el Hospital propuso que los
habitantes de Zumbico le compraran la tierra. Ellos no aceptaron, probablemente
debido a que no tenían los medios para hacerlo, pero también debido a que la
comunidad estaba todavía sola en su lucha. Decepcionado, Venancio disminuyó
su ardor político durante un tiempo. Fue entonces cuando los indígenas que vivían
en las tierras en disputa (las haciendas de los terratenientes) quedaban aislados del
contacto regular con las partes “libres” del resguardo, el cabildo de Jambaló, que
era un instrumento de los intereses políticos locales, no demostró simpatizar con
la comunidad rebelde. Venancio dice al respecto:

Cuando luchamos nosotros y teníamos el movimiento político, al ca-


bildo no le gustaba. En ese tiempo, el cabildo de Jambaló no sacaba
trabajo en nada en el resguardo. Ellos eran solamente perseguidores
de mujeres madres solteras. Los cabildos anteriores eran analfabetas
y no conocían las leyes (Venancio Tombé, CNU 2000: 12).

Poco después, el proceso incipiente de organización política en Zumbico se vio


interrumpido por el surgimiento de las agresiones en el sector rural durante el
período de La Violencia (1948-1958), lo cual ocurrió en Jambaló a comienzos
del gobierno conservador de Laureano Gómez (1950-1953). Sobre la vertiente
occidental de la cordillera, los paeces, predominantemente liberales y en algunos
casos con historia de pertenencia a las ligas campesinas, fueron señalados como
potenciales subversivos y fuertemente perseguidos por la policía (Rappaport
1990a). En Jambaló, los propietarios de haciendas de la vecina población de La
Mina, empezaron a contratar asesinos a sueldo (“pájaros”) para matar líderes
indígenas (Findji y Rojas 1985)9. Muchos paeces se refugiaron en las montañas y
no salieron de ellas en muchos años. En 1956, el alcalde conservador de Jambaló
denunció a Venancio como guerrillero comunista; como resultado, Venancio
permaneció 16 meses en una prisión de Cali junto con varios líderes indígenas de
las comunidades vecinas.

A pesar de todo, después de terminada La Violencia, el movimiento indígena


revivió. Un evento importante en este sentido fue la llegada de trabajadores
extensionistas evangélicos a Jambaló. En Zumbico, donde las enseñanzas de los

9 La violencia política no estuvo solamente dirigida contra las poblaciones indígenas. En


respuesta a las acciones de los conservadores, en 1956 un grupo guerrillero del Tolima atacó el
asentamiento mestizo de La Mina. Más de 30 personas fueron asesinadas en el incidente, después
del cual el poblado permaneció abandonado por 3 años.

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evangélicos ya venían abriéndose camino desde la década de los treinta –para los
paeces posiblemente constituyó un acto de resistencia contra la Iglesia Católica
(Findji y Rojas 1985; ver también Rappaport 1984)– estas personas ya habían
empezado a alentar a las organizaciones comunitarias. Cuando Venancio les contó
a los evangélicos lo que les había pasado, ellos le aconsejaron qué hacer para recu-
perar ese terreno: “¡Ustedes vayan a Bogotá! Como este terreno ha sido resguardo
¿por qué van a estar pagando arrendamiento a quien no es el dueño? Y además
¡esto es resguardo indígena de Jambaló!” (Venancio Tombé, CNU 2000:6).

Así sucedió. En 1960, Venancio viajó a la capital y visitó al ministro de Agricultura


para averiguar por alguna posibilidad de recuperar la tierra de Zumbico10. Allí,
la recién creada División de Asuntos Indígenas demostró ser un organismo que
simpatizaba con las solicitudes de la delegación indígena:

El Doctor era indigenista y me dio la idea de organizar una cooperati-


va. Pero yo no sabía qué era cooperativa, para qué beneficio. Entonces
explicó: Ustedes, para poder recuperar ese terreno, tienen que fundar
una cooperativa, porque por medio de cooperativas el gobierno ayu-
dará, él atenderá mucho. El Gobierno no ayuda a quitar terrenos al
Hospital, porque el Hospital es beneficencia, sindicatura del mismo
Gobierno. Entonces el Gobierno no puede quitarles; sería como quitar
pan y darle a otro. Pero sí puede ayudar a dar los papeles para fundar
su cooperativa. (Venancio Tombé, CNU 2000: 6)

La promoción de cooperativas agrícolas en resguardos indígenas formó parte


de una política de gobierno mucho más amplia, dirigida a acabar con el obso-
leto régimen de la hacienda –también conocido como “complejo latifundio-
minifundio”11–, con el fin de “democratizar la propiedad de la tierra” y luchar
contra la pobreza como fuente de violencia política (Jimeno y Triana 1985: 71). La
Ley 81 de 1958 (artículo 3) consideraba que las cooperativas eran una buena forma
de integrar a las comunidades indígenas “marginales y atrasadas” a la economía

10 Aunque Venancio no menciona el año exacto en el cual viajó a Bogotá, es posible calcular
la fecha sobre la base de su historia. Con el Decreto 1634 de 1960, la Sección de Asuntos ­Indígenas
–creada por Ley 81 de 1958– fue transferida del Ministerio de Agricultura al Ministerio de Gobier-
no con el nuevo nombre de División de Asuntos Indígenas. Más tarde, Venancio también menciona
a 1960 como el año en el cual su movimiento político experimentó un avance importante.
11 En América Latina el término ‘complejo latifundio – minifundio” se emplea para indicar
aquel sistema de producción agraria en el cual extensas propiedades para producción de cultivos
a gran escala o para ganadería son complementados por comunidades de indígenas o campesinos,
que constituyen una reserva de mano de obra barata para el propietario; las haciendas de terrate-
nientes en los resguardos de Colombia son un buen ejemplo de este sistema.

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La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

de mercado, sin tener que privatizar inmediatamente las tierras colectivas de res-
guardo12. Se pensaba que de esta manera los indígenas podrían convertirse en
agricultores “eficientes”, al tiempo que sus comunidades retendrían –como capital
social– su carácter típicamente comunitario (Jimeno y Triana 1985; Roldán 1990).

Los eventos se sucedieron rápidamente después de que Venancio volviera de


Bogotá. Se iniciaron los procedimientos oficiales para el establecimiento de la
cooperativa y las 35 familias de Zumbico recibieron asistencia de la DAI y del
Ministerio de Gobierno para establecer una nueva organización comunitaria. A
Venancio y a muchas otras personas seleccionadas para dirigir la cooperativa,
se les brindó la posibilidad de seguir cursos de entrenamiento profesional en
Popayán. En 1963 se designó y comenzó a desarrollar actividades la junta direc-
tiva, y en 1964 la organización recibió su personería jurídica. Es decir, desde el
punto de vista legal, la cooperativa era un hecho. Sin embargo, puesto que la DAI
había sido renuente a cuestionar la presencia de la Iglesia en Zumbico, todavía
no había solución al problema de los derechos de propiedad de la tierra. En otras
palabras, la verdadera recuperación del territorio indígena –el reconocimiento por
la Iglesia de la propiedad de la comunidad representada por el Cabildo– era toda-
vía un problema mayor, e incluso en ese momento, la comunidad era obligada a
pagar arriendo por el uso de la tierra.

Mientras tanto, la cooperativa quedó organizada según el modelo propagado por


el DAI de los kibbutz de Israel, aunque no sin una mezcla del ‘modelo de pro-
greso’ dominante: la tierra de la cooperativa fue repartida con el esquema de par-
celas individuales familiares (Findji y Rojas 1985; compárese con Vasco 2002c)13.
Puesto que los indígenas de ese momento asumían que en últimas tendrían que
comprar la tierra, la junta directiva decidió –probablemente con el consejo de ase-
sores externos– que a cada familia le sería asignada entonces tanta tierra como
quisiera y estuviera en capacidad de pagar. Esta decisión tuvo consecuencias pro-
fundas sobre la distribución de la tierra entre los miembros de la cooperativa.
Mientras que la cantidad de tierra que una familia podía poner en uso a través de

12 La Ley 81 de 1958, que se refería a la promoción de la agricultura y la ganadería en res-


guardos indígenas, marcó el final de más de 40 años de una política de gobierno dirigida a la ex-
propiación de los territorios indígenas y, finalmente, a la disolución de los resguardos (esta última
había sido programada para 1941 y luego para 1951, pero nunca fue ejecutada) y el comienzo de
una política de integración indígena por medio de incentivos económicos (Jimeno y Triana 1985).
13 Un kibbutz es “una organización […] que está integrada por una sociedad colectiva de
miembros organizados sobre la base de una propiedad general de posesiones. Sus objetivos son el
autotrabajo, la igualdad de la cooperación en todas las áreas de producción, consumo y educación”
(definición legal tomada del Cooperative Societies Register).

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la agricultura de quema y roza (rocería)14 quedaba determinada cada año por la
cantidad de trabajo que era capaz de movilizar –bien fuera de la propia familia o
por medio del intercambio de trabajo (puutx pu’çxni, un sistema de trabajo recí-
proco compartido entre familias)–; de allí en adelante quedaron “las tierras parce-
ladas en forma permanente en superficies desiguales que se empezaron a cercar,
interrumpiendo así las posibilidades de las rocerías” (Findji y Rojas 1985: 107).
En cualquier caso, frente a esta decisión no se presentó una oposición abierta.

Al año siguiente, Venancio representó a Zumbico en un Encuentro Nacional


Campesino en Bogotá. Con la presencia de más de 300 delegados de organizacio-
nes campesinas, Venancio recibió información acerca de la reforma agraria, que
cinco años antes había sido anunciada con la Ley 135 de 1961. En esta ocasión, se
dio cuenta de que la legislación que se discutía tocaba específicamente, en diver-
sos apartados, a la situación de las comunidades indígenas. En la Ley 81 de 1958,
artículo 54.6, por ejemplo, se preveía “dotar de tierras y mejoras a las comuni-
dades indígenas o recuperar tierras de resguardos ocupados por colonos que no
pertenezcan a la respectiva parcialidad” (ver también Roldán 1990: 129). Este
descubrimiento fortaleció a Venancio y a los otros miembros del comité ejecutivo
en su determinación de restaurar la jurisdicción del cabildo en Zumbico, como
también en otras partes ocupadas del resguardo. Primero, sin embargo, era crucial
convencer al cabildo de la importancia de la lucha por la tierra. Hasta entonces,
el cabildo había buscado con cuidado mantenerse distante de todos los esfuerzos
de organización, principalmente porque los políticos locales habían empezado a
desinformar a la gente. He aquí la situación narrada por Venancio mismo:

Al inicio el mismo cabildo estaba dudando, que la cooperativa para


qué era. Porque muchos en ese tiempo no entendían, decían que la
cooperativa era un mandato de un comunista. Pero mentira, eso era
sin distingo político. Una cooperativa es una organización indígena
que no tiene excepciones de personas, ni color político, ni raza, ni
color. (Venancio Tombé, CNU 2000: 6-7)

En búsqueda de otros aliados, Zumbico estableció relaciones con los indígenas


guambianos de Las Delicias (Guambía). A comienzos de la década de los años
sesenta, este grupo de exterrajeros había tenido éxito en el establecimiento de una
cooperativa agrícola, en las tierras compradas, con un préstamo de la Caja Agraria,
a sus anteriores propietarios. Siguiendo su ejemplo, Venancio y sus compañeros

14 La ‘rocería’ es un término derivado del verbo ‘rozar’, el cual significa ‘desyerbar’ o ‘lim-
piar’. En el Cauca, el término es comúnmente utilizado para denotar el comienzo de la temporada
de siembra, cuando se quita el rastrojo y la tierra se prepara para el cultivo.

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La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

decidieron hacer un nuevo intento de adquirir la tierra en Zumbico. Ellos dejaron


de pagar el arriendo a la Iglesia y solicitaron la asesoría jurídica del Incora para
determinar el valor de los terrenos. Durante el proceso, sin embargo, los expertos
de esta entidad descubrieron que el Hospital en realidad no tenía título legal,
tal como Venancio había dicho desde el comienzo. Así, en 1969 –­después de
más de 250 años–, al fin la Iglesia se vio forzada a dejar la tierra en manos de la
comunidad indígena local.

El despertar de la conciencia en las haciendas de terraje

Al tiempo que el naciente movimiento indígena de Don Venancio Tombé procla-


maba sus primeras victorias, las comunidades del norte de Zumbico (zonas media
y baja, alrededor de los poblados de La Mina y Loma Redonda) vivían todavía
bajo el régimen sofocante de la hacienda de terraje (ver mapa 3, página 116).

La mayoría de las haciendas habían sido fundadas entre 1920 y 1940 por colonos
mestizos originarios de Caloto o Silvia, que, a través de relaciones de deuda y títu-
los de propiedad falsos, se habían apropiado de las tierras más fértiles en los valles
y las partes planas (Findji y Rojas 1985)15. Con el fin de mantener una disponibi-
lidad de mano de obra de los indígenas para su hacienda, los terratenientes permi-
tían a cada familia limpiar una pequeña parcela (encierro) para su subsistencia y
habitación. A cambio, obligaban a los miembros de la familia a pagar un arriendo
llamado terraje, bien sea trabajando en sus fincas por varios días a la semana y/o
reservándole parte de sus cosechas (Gilhodes 1970; ­Sevilla-Casas 1976).

Para las comunidades locales, la vida en las haciendas de terraje implicaba quedar
sometidos a un sistema estricto, y a menudo cruel, de obligaciones y restricciones
impuestas por el terrateniente. A los indígenas solo les era permitido vivir y traba-
jar dentro de los confines de la hacienda16. El terrateniente señalaba las áreas que
ellos podían despejar para su uso familiar, decidía si ellos podían o no mantener
animales, y determinaba el número de días de trabajo que debían cumplir colecti-
vamente para satisfacer sus obligaciones (Findji y Rojas 1985)17.

15 Nota del grupo revisor del texto: Los terratenientes también emplearon sistemas de endeu-
damiento a través de la instalación de cantinas y tiendas, donde el terrajero reclamaba la ‘remesa’
o víveres, y a cambio debía pagar con trabajo o con parte de la cosecha.
16 Nota del grupo revisor del texto: En la implementación del sistema de terraje se aceptaba el
trabajo de niños de 12 años, pero se duplicaba su labor (dos días) por el equivalente al trabajo de un
adulto (un día). A su turno, las madres con niños no se aceptaban porque, tal como el terrateniente
decía, “las mujeres perdían tiempo amamantando al niño”.
17 En las áreas indígenas, el valor de una hacienda estaba en parte determinado por el número

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Cuando los terratenientes residían en pueblos cercanos la mayor parte del año (era
el caso de las haciendas de Chimicueto, El Tablón y El Picacho), designaban un
supervisor (mayordomo o capataz) para manejar y controlar el cumplimiento del
arriendo de la tierra (CNU 2001c). Esta persona no indígena a su vez comandaba
uno o más hombres indígenas (líderes indígenas, capitanes y cabo18, para dirigir y
guiar los equipos de trabajo). Los líderes o capitanes cumplían un rol importante
en mostrar “un buen ejemplo” para el grupo (Muelas y Urdaneta 2005); a su vez,
como “jefe” entre los terrajeros, el capitán era el intermediario entre el terrate-
niente y/o el supervisor y la comunidad indígena local. En otros casos (por ejem-
plo, Loma Gorda y Buenavista), en los que el terrateniente residía en la hacienda,
a menudo trabajaba junto con sus indígenas, algunas veces incluso empleando
instituciones nativas tales como la minga (fiesta de trabajo comunal) para realizar
trabajo extra fuera de los días designados para el terraje, sin que eso implicara
perder el control sobre los asuntos de la hacienda (Findji y Rojas 1985).

Junto a la explotación económica y la humillación, el sistema de hacienda de


terraje significaba una seria limitación de la libertad de los terrajeros. En todo
momento, ellos debían estar a disposición del terrateniente; inclusive en algunas
ocasiones eran obligados a pedir permiso para salir de la hacienda19. Sin embargo,
a pesar de ese aislamiento social, las comunidades de las haciendas mantuvieron
muchas costumbres y prácticas típicamente indígenas (por ejemplo, las técnicas
agrícolas, las formas de trabajo comunitario, las relaciones de parentesco y la
lengua) (Findji 1993). De todos modos, el régimen de hacienda terrateniente tam-
bién implicó una marcada desintegración sociopolítica del territorio del resguardo
inicial (el de antes de 1920), y la gente claramente distinguía entre comuneros
(miembros de la comunidad –habitantes de las tierras “libres” remanentes– y
terrajeros (arrendatarios), que no eran considerados ya como parte de la comuni-
dad del resguardo; el cabildo no tenía autoridad sobre las haciendas y los terraje-
ros no tenían representación en el cabildo (Muelas y Urdaneta 2005)20.

de familias indígenas que vivían en la propiedad, y hay testimonios de venta de haciendas en las
cuales los indígenas eran incluidos en el negocio de la propiedad (Findji y Rojas 1985).
18 Nota del grupo revisor del texto: Entre el capitán y los comuneros existía el cabo, quien
se encargaba de ejecutar las actividades ordenadas y coordinadas por el capitán. A veces, cuando
éste se ausentaba, el cabo hacía las veces de capitán. Igualmente, cuando el cabo se ausentaba, al
capitán le correspondía coordinar el trabajo con los comuneros.
19 Nota del grupo revisor del texto: En los casos en que al terrajero se le permitía sembrar
café, en el período de cosecha (especialmente cuando el grano se caía), éste debía atender primero
las plantaciones del terrateniente antes que las de él mismo.
20 De acuerdo con Findji (1993), y Muelas y Urdaneta (2005), existía una segregación mar-
cada, y parcialmente internalizada, entre miembros de la comunidad y terrajeros, pues a los ojos
de los indígenas los primeros constituían un sector social con un estatus ligeramente superior, lo

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La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

En los años sesenta, las condiciones de vida de los indígenas en las haciendas se
deterioraron. En algunos lugares hubo una expansión creciente de haciendas de
ganadería; es decir, se amplió la tierra dedicada a pasturas de ganado, y esto pre-
sionó a las familias en arrendamiento a “apretarse” en la poca tierra disponible,
situación que fue exacerbada por el crecimiento poblacional entre los terrajeros;
así, hubo cada vez menos tierra disponible para trabajar las parcelas de subsisten-
cia. Además, los propietarios de hacienda les “transmitieron” a sus terrajeros la
caída de precios del café en los mercados (alrededor de 1965, ver Bagley 1989);
debido a esta caída, familias enteras fueron forzadas por sus patrones a trabajar
más días y por más horas en los cultivos de café –en algunos casos el número de
días de arriendo y de trabajo llegó a duplicarse (CNU 2001c). La postura cada
vez más rígida de los terratenientes hizo crecer la tensión en las relaciones socia-
les en las haciendas. Esto también llenó a los terrajeros de un creciente sentido
de humillación:

La situación antes de la recuperación de la tierra era que las co-


munidades estábamos esclavos por los terratenientes. Se vio mucho
sufrimiento de la gente dentro del resguardo en los pagos de terra-
je. Desde ahí se miró una forma de explotación (Marcelino Pilcué,
CNU 2001a: 2).

Desesperados, los dirigentes y líderes de las comunidades de diversas haciendas y


veredas21 empezaron a reunirse con mayor frecuencia y a encontrarse –a menudo
en forma secreta o bajo pretextos– para discutir los problemas y ver soluciones
posibles para mejorar sus condiciones de vida. Algunos de ellos se atrevieron
a apelar con buenas razones a su patrón y trataron de obtener concesiones de
él: les pidieron más tierra o una reducción del número de días de trabajo (CNU
2001b). Sin embargo, no tuvieron mucho éxito. Otros, particularmente un grupo
de terrajeros más luchadores de las veredas de la zona media del resguardo (Loma
Gorda, Bateas, El Maco), pensaron que era mejor asesorarse de otros indígenas.
Decidieron entonces aproximarse a los líderes de la cooperativa de Zumbico, cuyo
éxito no les había pasado desapercibido. De ahí en adelante, los líderes de esta
cooperativa decidieron establecer un grupo, cuyo fin era informar a la población
indígena de las diversas haciendas acerca de la historia jurídica del resguardo
(títulos coloniales de Juan Tama) y de sus experiencias con la reforma agraria.

cual puede ser descubierto por el uso peyorativo del término español ‘indios’ cuando se referían
a los terrajeros.
21 Aunque vereda significa, en sentido estricto, un sendero, en Colombia el término se emplea
generalmente para indicar una pequeña área administrativa de un municipio, o para referirse al
grupo comunitario que ocupa ese territorio. Con este significado particular se usará esta palabra
en el texto.

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La gente se reunía y miraba la explotación que hacía el terratenien-
te contra los mismos compañeros y comienza la gente a organizar,
a reunirse, a relacionarse con diferentes veredas […] Los compa-
ñeros líderes que yo recuerdo eran: Don Luciano Tombé, Luciano
­Quiguanás, Marcelino Pilcué, Belarmino Pilcué [todos de Zumbico];
de la parte baja era Mario Escué y otros. Eran los que ayudaban a
pensar, a orientar a las comunidades, y así […] la gente fue tomando
una visión muy personal […] analizando con los demás que las tierras
son nuestras, son de las comunidades (Jaime Dagua, CNU 2001b: 7).

Alentados por los líderes de la cooperativa de Zumbico, los terrajeros más intere-
sados empezaron a mirar más allá de las fronteras de su situación local y se pusie-
ron en contacto con las comunidades de resguardo vecinas y con organizaciones
campesinas como Fanal (del oriente del Cauca) y Fresagro (del norte del Cauca)22.
Esto permitió que los campesinos indígenas tomaran parte o asistieran a cursos
específicos y a programas de entrenamiento especial, durante los cuales se dieron
cuenta de qué era la reforma agraria y cuáles eran las relaciones políticas locales
(Gros 1991a). Hoy, muchos de los terrajeros iniciales describen este período como
“un despertar de la conciencia” y a menudo lo expresan así: “Habían personas de
afuera [los campesinos, los obreros] que nos dieron esa orientación [diciendo]:
‘¿Cómo van a seguir pagando terraje, cómo van a estar al servicio de otra gente,
si ustedes son auténticos, autónomos?’” (CNU 2001c: 3).

Por estas razones, a finales de los años sesenta, en las haciendas de los terrate-
nientes de Jambaló había un creciente potencial para luchar por la tierra en contra
del sistema de hacienda.

Resistencia indígena y la intervención del Incora

Mientras tanto, la tensa situación de las haciendas ya había explotado en varias


comunidades indígenas vecinas; allí, los indígenas terrajeros habían confrontado

22 Fanal (Federación Nacional Agraria) es una organización rural de trabajo creada por la
Iglesia Católica en 1959 y patrocinada por la Unión de Trabajadores de Colombia, que a su vez
estaba vinculada al Partido Conservador (Bagley 1989, ver también Medhurst 1984). En el Cauca,
quien más apoyaba a Fanal era el carismático Monseñor Gustavo Vivas, que, después de la confe-
rencia de obispos de Latinoamérica en Medellín (1968), quedó influenciado por la recién adoptada
doctrina social de la Iglesia, también llamada ‘Opción preferencial por los pobres’. Entre las pri-
meras experiencias de esta organización con comunidades indígenas estaba la cooperativa agrícola
guambiana de Las Delicias (CNU 2001c). Fresagro (Frente Social Agrario) es una organización
independiente de campesinos fundada por Gustavo Mejía a comienzos de los años sesenta, poco
después de la revolución socialista de Cuba, y que tenía su sede en Corinto, Cauca (Gros 1991a).

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La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

abiertamente a sus terratenientes al tomarse sin permiso partes de las haciendas


(particularmente en Toribío, Silvia-Guambía y en algunas comunidades cercanas
a Popayán)23. El surgimiento repentino de estos conflictos relacionados con la
tierra –o “invasiones de tierra”, como los propietarios de haciendas preferían des-
cribir la situación– indujo a las autoridades regionales y al DAI a alentar al Incora
a proponer una solución al problema. Los líderes políticos de Popayán explotaron
la situación para señalar en el Senado que el gobierno nacional había, hasta ese
momento, prestado poca o ninguna atención a la situación rural en el Cauca, a
pesar de saber que se había expedido hacía poco la Ley 81 de 1958 (respecto al
desarrollo de las comunidades indígenas) y la Ley 135 de 1961 sobre Reforma
Agraria (Jimeno y Triana 1985). Inicialmente el Incora había intervenido solo
ocasionalmente en territorios indígenas, invitado por otras entidades (como había
sido el caso de Zumbico), pero alrededor de 1968 y debido a esta presión política,
el Instituto empezó a prestar mayor atención a la situación en las comunidades
indígenas (Jimeno y Triana 1985).

En un comienzo, el Incora consideró simplemente que los conflictos de tierra en


comunidades indígenas eran consecuencia de las arcaicas relaciones de propiedad
en las haciendas de los terratenientes y en los resguardos. Su solución consistió en
“transformar con mayor profundidad y efectividad las antiguas relaciones de eco-
nomía natural y de servidumbre en relaciones comerciales capitalistas” (Jimeno y
Triana 1985: 98). El Decreto 2117 de 1969 permitió al Incora aliviar las tensiones
en áreas con una acentuada situación de minifundio, a través de la compra nego-
ciada de tierras vecinas a los terratenientes, y de la asignación de esas tierras, a
través de un préstamo, a campesinos indígenas. En consecuencia, a estos últimos
se les brindó la oportunidad de beneficiarse de créditos privados y de asistencia
técnica (“tecnificación agropecuaria”)24. Este programa de reestructuración de la
tenencia de la tierra en comunidades indígenas, también conocido como Proyecto
Cauca, permitió la rápida parcelación de los territorios indígenas colectivos que
aún quedaban. El enfoque del Incora fue casi incondicionalmente apoyado por la

23 Esto puede explicarse por el hecho de que estas comunidades están situadas cerca de cen-
tros urbanos (Toribío cerca a Caloto; Guambía cerca a Silvia y Popayán), y, en esas áreas, los lí-
deres comunitarios de los años sesenta generalmente habían hecho contacto más rápidamente con
organizaciones sociales progresistas que los paeces de Jambaló.
24 Este enfoque se parecía mucho más al creado para minifundistas no indígenas. Un año an-
tes, la Ley 1 de 1968 había inaugurado el programa Arepas, diseñado para distribuir tierra a terraje-
ros y aparceros (Bagley 1989). No fue casualidad que esta legislación fuera puesta en vigencia poco
después de la publicación de un estudio realizado por el Centro de Tenencia de Tierra (Universidad
de Wisconsin) y el Centro Interamericano de Reforma Agraria (financiado por la Organización de
Estados Americanos), que en sus conclusiones recomendaban que “a los minifundios que dependan
de grandes latifundios […] se les podría ayudar a que lograran el estatus de propiedad a través de
programas de parcelación respaldados con supervisión y crédito” (Adams y Schulman 1968).

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DAI, la cual también veía al resguardo como una forma de organización econó-
mica obsoleta (Jimeno y Triana 1985). Sin embargo, en vista del contexto cultural
específico de los beneficiarios del programa, la DAI urgió al Instituto a ser parti-
cularmente cuidadoso con el programa de parcelación en territorios indígenas. La
DAI aconsejó al Incora lo siguiente:

Se debe asegurar primero un reemplazo especialmente adecuado a la


defensa de la tierra que hacía el resguardo paternalista. Incora debe
dotar a la zona indígena de un nuevo tipo de tenencia de la tierra
que a la vez proteja y expanda la producción y estimule el ingreso
y el consumo (Memorando de la División de Asuntos Indígenas del
Ministerio de Gobierno al Jefe de la División de Adjudicaciones del
Incora 1968, citado en Jimeno y Triana 1985: 114).

A pesar de la particular (o quizá deberíamos decir desubicada) sensibilidad cul-


tural del DAI, el Incora propuso aplicar también a las comunidades indígenas la
modalidad de Unidades Agrícolas Familiares (UAF), que se había usado en algu-
nas partes en contextos de reforma agraria (Zamosc 1986). Esta forma transicio-
nal de tenencia daba a cada familia campesina una parcela de tierra, que era de
su entera propiedad desde el punto de vista jurídico y económico, pero al mismo
tiempo restringía esa propiedad, en el sentido de que la tierra debía permanecer
inalienable durante 15 años después de la asignación (es decir, esta no podía ser
vendida ni arrendada); se trataba de una medida precautelar para prevenir una
pérdida temprana de la tierra debido al peonaje asociado con la deuda (Decreto
2117 de 1969, artículo 12)25. De esta forma, se pensaba, los indígenas estarían en
capacidad de integrarse exitosamente en la economía de mercado “seguros en el
conocimiento de tener un pedazo de tierra que les asegurara la permanencia por
largo tiempo” (Jimeno y Triana 1985: 74)26.

Sin embargo, en muchas comunidades indígenas el programa condujo a discor-


dias internas entre quienes apoyaban y quienes se oponían a la parcelación de los
resguardos; en otras partes, los intentos del Incora de imponer la titulación indivi-
dual dieron como resultado el surgimiento de una fuerte resistencia, por ejemplo
en las haciendas de El Credo (resguardo de Tacueyó, municipio de Toribío) y El

25 En otras palabras, el Incora y la DAI temían que los indígenas, que no tenían experiencia
preliminar con propiedad individual privada, quedaran en riesgo de perder sus propiedades ante
sus antiguos patrones a través de las viejas relaciones clientelistas de deuda por servidumbre.
26 Esta forma de tenencia no era en realidad nada nuevo, puesto que la legislación anterior res-
pecto a parcelación de los resguardos también proponía un período de inalienabilidad de 15 años
(ver p. ej., Ley 19 de 1927, artículo 34; en Roldán, Castaño y Londoño 1975); para la definición
legal de la unidad agrícola familiar, ver Vargas (1985: 89).

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La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

Chimán (resguardo de Guambía, municipio de Silvia). En estas comunidades,


páez y guambiana respectivamente, grupos de indígenas terrajeros se las habían
arreglado, después de años de rebelión, para convencer a sus patrones de solicitar
al Incora que les comprara sus haciendas; pero cuando la institución les propuso
darles a los indígenas la tierra en parcelas con títulos individuales (UAF), éstos se
rehusaron categóricamente. Los indígenas decían que ellos querían que la tierra
les fuera asignada colectivamente, pero el Incora no quiso al comienzo compro-
meterse en el asunto (ver también CNU 2002c, CRIC 1981).

La fundación del CRIC y el Acta de Bogotá

A pesar del rechazo del Incora, las comunidades de terrajeros de El Credo y El


Chimán se tomaron las haciendas de sus antiguos terratenientes –que las habían
abandonado después de que el Incora se las comprara– y decidieron continuar
su lucha solos. Mientras los terrajeros de El Credo recibieron apoyo sólido del
cabildo de Tacueyó, las familias en El Chimán fueron apoyadas por los guam-
bianos de la cooperativa de Las Delicias (CRIC 1981). En un intento conjunto de
alentar el movimiento, cada vez mayor, de recuperación de tierras en Guambía
y en las comunidades vecinas, los guambianos de El Chimán y Las Delicias, en
colaboración con Fanal, establecieron el Sindicato del Oriente Caucano en 1970.
Poco después, los paeces de Zumbico (Jambaló) también estuvieron buscando
establecer una organización semejante, aunque no pudieron materializarla. La
razón era que como se basaban en el modelo de reforma agraria, ese tipo de orga-
nización no correspondía a las expectativas de sus miembros; además, debido a
haberse constituido como sindicato campesino, no era adecuado a la realidad de
la comunidad de resguardo y fue incapaz de convencer a los cabildos de que ser-
viría para apoyar la lucha por la tierra (Bonilla 1979; Gros 1991 a)27.

También en 1970, un grupo de luchadores indígenas de El Cedro entró en con-


tacto con la sede de la organización campesina Fresagro, en Corinto, donde rela-
taron sus experiencias y problemas en relación con la lucha por la tierra. El líder
de esta organización, Gustavo Mejía, había desarrollado un especial interés por la
situación de los indígenas, después de haber sido huésped de varias comunidades
páez –que incluían Toribío, Jambaló y Mosoco– entre 1969 y 1970. Él también

27 De todos los cabildos de la vertiente occidental de la Cordillera Central, el de Guambía fue


el que estuvo durante más largo tiempo bajo el influjo de los jefes políticos locales (no indígenas)
y de la Iglesia Católica. Tal como había ocurrido antes en otros resguardos, el cabildo de Guambía
estuvo en manos de una pequeña élite de familias indígenas que se dejaban sobornar con pequeños
favores (privilegios). Sólo fue a partir de 1980, cuando fue gobernador Segundo Tunubalá, cuando
Guambía entraría a colaborar con el movimiento de recuperación de tierras indígenas, aunque lo
haría con su propia organización (Maiso).

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había estudiado cuidadosamente la Ley 89 de 1890, que era la legislación espe-
cial vigente relacionada con los resguardos (CNU 2001a). Mejía sugirió que los
indígenas organizaran un encuentro con terrajeros y con residentes de resguardos
de comunidades vecinas, que les permitiría discutir el problema de la apropia-
ción ilegal de las tierras indígenas. Una razón importante para esta discusión
fue la publicación de un estudio comisionado por el Ministerio de Gobierno28,
sobre el conflicto de la tierra en las parcialidades (resguardos) en el municipio
de Tobibío (Toribío, Tacueyó y San Francisco). Este documento llegaba a las
siguientes conclusiones:

En estas parcialidades, sus integrantes viven malamente como terraz-


gueros de sus propios invasores […] Económicamente el indígena se
encuentra en posición más que desventajosa […] Recibe un trata-
miento de persona incapaz y sin ninguna audacia productiva, todo
lo cual ha influido para que en la actualidad exista una gran tirantez
entre los grupos [terrajeros y terratenientes] debido más que todo a
la propiedad y tenencia de la tierra (Díaz Aristizábal 1970, citado en
Perafán 1995: 48).

Con apoyo financiero y logístico de Fresagro y de algunos funcionarios progre-


sistas del Incora, el 24 de febrero de 1971 los exterrajeros de El Credo orga-
nizaron el Primer Encuentro Regional Indígena en Toribío en colaboración con
líderes indígenas del antes llamado Sindicato del Oriente Caucano (Las Delicias,
El Chimán en Zumbico). En este evento, al cual asistieron más de 2 mil indígenas
–y muchos terrajeros y delegados de varios cabildos, principalmente de comu-
nidades de la vertiente occidental de la Cordillera Central29– el pueblo discutió
públicamente, y por primera vez desde La Quintinada (1910-1917), los derechos
indígenas (discusión que se diferencia claramente de aquella otra, también vigente
en aquel momento, acerca de los derechos de los campesinos en relación con la
reforma agraria). Allí se formularon dos demandas importantes: 1) “el no pago
de terraje”, y 2) “la expropiación de las haciendas que han sido de los resguar-
dos y [que] se entreguen tituladas en forma gratuita a las familias indígenas”
(CRIC 1981: 10). Estas demandas tenían su fundamento legal en la Ley 89 de

28 Esta investigación fue realizada por la Dirección General de Integración y Desarrollo de la


Comunidad (Digidec), una nueva dependencia creada en 1968 por la administración Lleras Restre-
po al fusionar la División de Acción Comunitaria (DAC) y la División de Asuntos Indígenas (DAI)
(ver Bagley 1989, entre otros).
29 Las delegaciones más grandes vinieron de los resguardos de Toribío, Tacueyó, San Fran-
cisco, Jambaló, Pitayó, Quichaya, Quizgó, Guambía, Paniquitá y Totoró (Gros 1991a). Después del
Tercer Encuentro, realizado en julio de 1973 en Silvia, algunos cabildos de Tierradentro también
se unieron al CRIC.

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La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

1890. Adicionalmente, las delegaciones de varias comunidades indígenas acor-


daron apoyarse unas a otras en la lucha por la tierra. En el momento de concluir
el Encuentro se acordó establecer una organización realmente indígena e inde-
pendiente, que por un lado apoyara a las diversas comunidades de resguardo en
su organización, y por el otro, hiciera visible su lucha al mundo exterior. A esta
federación indígena multiétnica se le dio el nombre de Consejo Regional Indígena
del Cauca, CRIC (CNU 2001c; CRIC 1981; Gros 1991 a).

La formación del CRIC puso en alerta a los propietarios de las haciendas, que
inmediatamente tomaron acciones contra la organización: alentaron a las autori-
dades locales para declarar un estado de emergencia y arrestar al cabildo entero
de Toribío, como también a Gustavo Mejía, quien, como presidente de Fresagro,
fue coorganizador del evento. Debido a estas medidas represivas, la organiza-
ción indígena no pudo desarrollarse en los primeros meses de vida (CRIC 1981).
Sin embargo, las comunidades indígenas se sintieron fortalecidas en su lucha y
muchos terrajeros respondieron al llamado de abstenerse de pagar el arriendo,
particularmente en Toribío y Jambaló. Fue sorprendente que, por primera vez, los
indígenas se defendieran ellos mismos de los terratenientes utilizando la legisla-
ción indígena existente, es decir, la Ley 89 de 1890:

En ese tiempo siempre se hablaba de la Ley 89: era la que se podía


acoger para pelear […] [La gente decía:] “Tenemos una ley. Entonces,
¿por qué vamos a andar regalando más trabajo?” […] En la parte de
la vereda El Maco la terrateniente era una [mujer] muy bravísima […]
Algunos de miedo andaban escondidos trabajando. Más sin embargo,
de parte mía no me daba miedo. Ella nos demandó aquí en la oficina.
En ese tiempo había inspección de policía y demandaba, que por qué
razón no pagaban terraje. Yo le decía: “Porque nosotros tenemos una
ley”. Preguntó: “¿Y cuál ley?” – “La Ley 89, esa nos favorece” – “¿Y
esa ley, quién la mandó?” – “Esa la mandó el mismo Gobierno y la
ha organizado”. Ella decía: “¡Esta ley de mierda, que manda el go-
bierno; a mí que no me venga a mandar el gobierno con las leyes!”.
Entonces decimos: “Pero nosotros por el momento no vamos a seguir
pagando terraje”. De una vez le avisamos (Fulgencio Tróchez, CNU
2001b:20).30

30 Con respecto a la abolición del arriendo de la tierra (terraje), el CRIC y las comunidades
pudieron también haber apelado a la Convención 107 de la OIT de 1957, “relativa a la protección e
integración de las poblaciones indígenas y de otras poblaciones tribales y semitribales”, que había
sido ratificada por Colombia en 1969 y que en su artículo 9 declaraba “[prohibida], so pena de san-
ciones legales, la prestación obligatoria de servicios personales de cualquier índole, remunerados
o no, impuesta a los miembros de las poblaciones en cuestión”.

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Aparte de rehusarse a pagar más arriendo (terraje), algunas familias de aquellas
haciendas donde la escasez de tierra entre los indígenas había alcanzado nive-
les críticos espontáneamente empezaban a limpiar tierras sin cultivar las de la
hacienda, sin permiso previo del propietario. Esto puso aún más tensa la ya car-
gada atmósfera (Roldán 1990).

A pesar de la creciente represión a la resistencia indígena, las comunidades lucha-


doras se las arreglaron para organizar el Segundo Encuentro, seis meses después
del realizado en Toribío, esta vez en la hacienda La Susana, en Tacueyó, el 6 de
septiembre de 1971. Este encuentro, considerado el momento de formación defi-
nitiva del CRIC, eligió un nuevo comité ejecutivo y un consejo (junta directiva)
que tenía dos representantes de cada comunidad indígena que se hubiera unido a
la organización. El encuentro también adoptó un programa de siete puntos que
revivió muchas de las demandas iniciales del movimiento lamista: 1) recuperar
las tierras de los resguardos; 2) ampliar los resguardos; 3) fortalecer los cabildos;
4) no pagar terrajes; 5) hacer conocer las leyes sobre indígenas y exigir su justa
aplicación; 6) defender la historia, la lengua y las costumbres indígenas; 7) for-
mar profesores indígenas para educar de acuerdo con la situación de los indíge-
nas, en su respectiva lengua (CRIC 1981; ver también Gros 1991 a). Finalmente,
los líderes del evento tomaron la estratégica decisión de establecer lazos con la
ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos), una organización cam-
pesina nacional independiente fundada en 1970, que por ese entonces apoyaba
abiertamente la lucha de los campesinos por que se hiciera una revisión acelerada
de las relaciones de propiedad en el área rural colombiana (Bagley 1989)31. En
los meses siguientes al Encuentro de Tacueyó, el CRIC empezó a desarrollar una
intensa campaña dirigida a hacer circular su programa entre las comunidades
indígenas. También empezó a presionar a las entidades oficiales urgiéndolas a asu-
mir su responsabilidad, en vista de la crítica situación (CRIC 1981). Por esta época
hubo también un cambio importante en el enfoque de algunas entidades públicas
respecto a las comunidades indígenas, que aunque no se dio en la DAI, sí sucedió
en el Incora 32. Con la zona norte del Cauca militarizada, con cientos de indígenas

31 En el año de la fundación del CRIC (1971), los agricultores de diversas áreas rurales de
Colombia –especialmente de los departamentos de la Costa Atlántica (Cesar, Córdoba, Sucre)–
empezaron a realizar ocupaciones de tierras para presionar al gobierno buscando que acelerara
la reforma agraria redistributiva propuesta por la administración Lleras Restrepo (1966–1970).
Aparte de la ANUC, esta lucha por la tierra estuvo también apoyada por varios grupos de izquierda
formados por estudiantes, trabajadores e intelectuales, que se agruparon en organizaciones como
el Bloque Social y el Movimiento Obrero Independiente (Bagley 1989). Hacia 1973, estos simpa-
tizantes no indígenas también resultarían ser una base importante de apoyo para las comunidades
indígenas luchadoras del Cauca.
32 La DAI, que intentaba obsesivamente ejercer el control sobre las comunidades indígenas,
sentía amenazada su posición no solamente por el CRIC sino también cada vez más por el Incora,

76 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

terrajeros apresados, y con unas autoridades locales que no reconocían la legiti-


midad y las decisiones de los cabildos luchadores, el Incora empezó a actuar de
manera gradual como mediador en los conflictos por la tierra. La situación tam-
bién forzó a esta entidad a abandonar su política de abolición de los resguardos;
de hecho, empezó a llevar a cabo estudios para confirmar la existencia de los
mismos (Jimeno y Triana 1985). Adicionalmente, Carlos Pinzón, fiscal agrario en
Popayán, publicó un informe revelador en 1972 acerca de la situación de las comu-
nidades indígenas en el norte del Cauca. El informe menciona numerosos casos de
conductas arbitrarias y abusivas de los propietarios de las haciendas y de las auto-
ridades locales en contra de los indígenas. En marzo de 1972, y debido en parte
a este documento, el CRIC envió una gran delegación de autoridades indígenas a
Bogotá para reunirse con representantes del Ministerio de Gobierno, el Ministerio
de Agricultura, el Incora y el gobernador del Cauca. Durante este encuentro, el
gobierno reconoció que, de acuerdo con la Ley 89 de 1890, en varios resguardos
paeces habían ocurrido grandes e ilegales apropiaciones de tierra. El gobierno
prometió buscar soluciones a los problemas más urgentes causados por esta situa-
ción (CRIC 1981; ver también Sánchez y Arango 2002). La declaración final de
este encuentro, también conocida como el Acta de Bogotá, decía lo siguiente:

Que como quiera que las tierras pretendidas por la inmensa mayoría
de los comuneros de los resguardos Toribío, Jambaló y Pitayó han
sido y son de propiedad de las respectivas parcialidades y, además,
son nulas las distintas transacciones que hayan podido efectuarse
en relación con las mismas, no parece legalmente procedente ni
prácticamente conveniente la iniciación de juicios reivindicatorios,
seguramente de duración imprevisible, si además –como se anotó–
la situación exige soluciones rápidas y eficaces. Por consiguiente se
concluye que es competencia y responsabilidad de los respectivos
cabildos y de los resguardos afectados la reestructuración33 de las tie-
rras dentro del ámbito de lo que tradicionalmente ha sido pertenencia
de las parcialidades (Acta de Bogotá, 23-III-72; citado en Findji y
Rojas 1985: anotación 110).

Aunque la acción inmediata del gobierno no se materializó, el Acta de Bogotá


–­que puede interpretarse como un primer paso hacia el reconocimiento oficial

el cual, con los programas de reforma agraria para comunidades indígenas que iniciara en 1970,
opacó completamente a la DAI (Jimeno y Triana 1985).
33 Este término es tomado de la política del Incora sobre las comunidades indígenas de la épo-
ca, en seguimiento del Decreto 2117 de 1969, del llamado programa para “la reestructuración de
la tenencia de la tierra en resguardos”, también conocido como Proyecto Cauca (Jimeno y Triana
1985).

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del CRIC– por primera vez destacó la autoridad y responsabilidad de los cabildos
en la reestructuración de la tenencia de la tierra en los resguardos, incluyendo
aquellas áreas donde los colonos no indígenas se habían asentado en décadas
previas. Las comunidades indígenas vieron este hecho como una legitimación
importante para continuar en su lucha por la tierra (CRIC 1981).

La recuperación del cabildo y las negociaciones desalentadoras

Ahora que el gobierno había reconocido los reclamos por la tierra que hacían los
indígenas terrajeros en las partes usurpadas de los resguardos, era importante
ganar el apoyo de los cabildos. Algunos cabildos del CRIC habían estado apo-
yando sin reservas la lucha por la tierra, pero en muchos resguardos esto no había
ocurrido todavía. Hasta cierto punto, esta era también la situación en Jambaló,
donde muchos habitantes del resguardo continuaban teniendo reservas respecto
a la “revuelta” de los terrajeros. Aquí el cabildo, a pesar de su vinculación con el
CRIC, estaba todavía muy fuertemente influido por la Iglesia y por los políticos
locales. Adicionalmente, los cabildantes (miembros del cabildo) que apoyaban
una ampliación de la autoridad del cabildo en las zonas norte y media del res-
guardo, no tenían mucha claridad de cómo lograrlo.

Después de que la delegación del CRIC regresara de Bogotá, algunos líde-


res indígenas de Zumbico y de veredas de las haciendas vecinas (Loma Gorda,
Barondillo, Bateas, El Maco) empezaron a realizar un esfuerzo concertado para
influir en el cabildo, informando a los miembros acerca de los últimos aconteci-
mientos y haciéndolos más conscientes de los documentos jurídicos más impor-
tantes (títulos coloniales de tierras de Juan Tama, Ley 89 de 1890 y Ley 135 de
1961). “Para recuperar las tierras, el cabildo no sabía por dónde entrar. Entonces
nosotros allá decíamos que éramos líderes. Nos reuníamos para poder llamar,
dirigir, explicar [sobre las leyes] al cabildo” (Venancio Tombé, CNU 2000: 12).

Mientras tanto, los terrajeros y los socios de la cooperativa se empezaron también


a dirigir a la población del resguardo. A pesar de que muchas personas, con fre-
cuencia los más viejos, condenaban su causa (inicialmente llamaron a los lucha-
dores por la tierra “invasores” e “incoristas”, derivado del término Incora [CNU
2002a: 3])– los terrajeros y los demás luchadores también se las arreglaron para
ganarse el apoyo de un gran grupo de simpatizantes. A finales de 1972, comu-
neros aliados impulsaron su candidato propio para las elecciones de cabildo en
1973. Esta persona, Lisandro Campo, era miembro de la comunidad de la parte
“libre” del resguardo (vereda de Loma Pueblito) pero al mismo tiempo era terra-
jero de la hacienda El Maco. Por consiguiente, él se identificaba fuertemente con
la lucha de las comunidades de terrajeros. Cuando los habitantes del resguardo lo

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La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

eligieron por mayoría abrumadora como gobernador del cabildo, él mismo pro-
clamó al cabildo de Jambaló como cabildo luchador (CNU 2002b; ver también
Findji 1992; Vasco 2002c).

El próximo paso fue encontrar una forma adecuada para avanzar en la efectiva
restitución de las haciendas. Pronto los luchadores por la tierra y el nuevo cabildo
alcanzaron un acuerdo y decidieron adoptar un enfoque basado en el modelo/
principio cultural de Juan Tama, el legendario cacique páez (Findji y Rojas 1985;
ver también Rappaport 1985). Anticipando que vendrían las restituciones de tie-
rra –prometidas por el Incora en el Acta de Bogotá–, el cabildo visitó una por una
a las comunidades luchadoras de terrajeros; después de recorrer a pie todos los
límites de la hacienda, el cabildo leía solemnemente a viva voz el título colonial
de Juan Tama a la comunidad local, con lo cual le asignaba simbólicamente el
territorio a toda la comunidad de terrajeros. A estas asignaciones las llamaron
“adjudicaciones globales” (es decir, colectivas).

No se trataba de definir unidades de producción (como lo es la par-


cela familiar de la llamada ‘adjudicación individual’), se trataba de
reafirmar el derecho indígena sobre el territorio disputado por los
terratenientes de la hacienda de terraje. Ese derecho pertenece a una
parcialidad, a una comunidad, no a un individuo. El problema de la
definición de la unidad de producción más adecuada no se planteaba
todavía (Findji y Rojas 1985: 111).

Sin embargo, pronto surgió un problema. La Ley 89 de 1890 establecía que las
adjudicaciones de tierras hechas por el cabildo –bien fueran a individuos o a
colectividades– tenían que ser avaladas por las autoridades locales en la per-
sona del alcalde (Ley 89 de 1890, artículo 7.4)34. Cuando el cabildo de Lisandro
Campo envió la adjudicación global, que incluía las tierras de la hacienda del
terrateniente, al alcalde Ramiro Fernández (1972-1974), éste se rehusó a fir-
marla sobre la base de que, según él, la tierra en cuestión pertenecía legalmente
a los propietarios de la hacienda, y por lo tanto no era parte del resguardo (CNU
2002a). Aunque las autoridades locales habían mostrado una actitud poco con-
descendiente hacia el cabildo, el incidente al parecer los alarmó, como se ve claro
en una carta enviada por el alcalde al Congreso en Bogotá, en la cual éste men-
ciona la actitud decidida del cabildo:

34 Más tarde regulado además por el Decreto 74 de 1898 (Art. 79) y el Decreto 162 de 1920
(artículos 11-12).

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Desde hace más de un año se vienen registrando invasiones a pro-
piedades privadas, afectando así a sus propietarios […] El cabildo
de indígenas de la parcialidad de este municipio manifiesta que ellos
tienen títulos de propiedad, títulos que según ellos abarcan todo el
territorio municipal y por esta razón los campesinos están atropellan-
do en forma continua las propiedades de quienes poseen sus títulos,
presentándose a diario problemas de invasión (Ramiro Fernández,
Oficio No. 819 al Senado de la República, 13-XI-73; citado en Roldán,
Castaño y Londoño 1975: 63-64).

A pesar de habérsele negado la jurisdicción del cabildo para las zonas media y
baja del resguardo, el cabildo continuó llevando a cabo adjudicaciones globales,
a las comunidades, en las haciendas de los terratenientes. En un esfuerzo reno-
vado por presionar a las autoridades locales y urgirlas a reconocer su autoridad
en estos territorios, el cabildo decidió por primera vez, a finales de 1973, permi-
tir a los terrajeros de las haciendas de los terratenientes tomar también parte en
las elecciones de cabildo en 1974. Esta elección fue ganada por Isidro Dagua, de
Loma Pueblito, que llegó a ser el nuevo gobernador. Sin embargo, una vez más,
el alcalde se opuso a la voluntad de las comunidades indígenas. Autorizado por
la Ley 89 de 1890, artículo 3, declaró nula la elección con el mismo argumento
que había utilizado previamente, es decir, que las comunidades de terrajeros no
eran parte del resguardo. Entonces convocó a una nueva elección (obviamente
arreglada) que fue ganada por un candidato, Isaías Cuetia (de la vereda Paletón),
a quien personalmente él había nominado y que se convirtió en el nuevo gober-
nador. Esta situación condujo al primer conflicto abierto entre el cabildo y las
autoridades locales:

Yo venía participando calladamente, así como haciendo bulto; en la


comunidad no más venía participando y esa vez se me abrió la lengua
pa’ decirle a Ramiro [que] si él había posesionado el Gobernador, eso
era para el casco urbano, no para la comunidad de las veredas, por-
que “Nosotros elegimos para las comunidades a Isidro, e Isidro es el
Gobernador de la comunidad”, le dije. De allí pues Ramiro reaccionó:
“Sí, lo que pasa es que ustedes andan nombrando gobernadores así a
su amaño, para andar comiendo vacas robadas en las asambleas”. A
eso yo le respondí otra vez: “Claro, ustedes también están nombrando
a su amaño, pa’ mantenerlo a mando de ustedes y no a las comunida-
des” (Emiliano Güejia35, CNU, 2002a:4).

35 Nota del traductor: En el original figura como Emiliano Güejia. Sin embargo, en la lectura
del texto con el grupo revisor, él mismo señaló que su nombre era Emilio. En lo sucesivo, se con-

80 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

Con el fin de romper esta situación de indefinición, el cabildo apeló a las directi-
vas de la DAI en Popayán, las cuales enviaron una misión investigadora a Jambaló
para conocer del asunto. El director de la DAI, Marcos Aurelio Paz, confirmó al
final que los indígenas estaban en lo correcto: ambas elecciones fueron declaradas
nulas debido a “irregularidades” y a la comunidad se le dio permiso para realizar
una nueva elección con la participación de los terrajeros. Cuando Isidro Dagua
fue elegido nuevamente gobernador –en marzo de 1974, tres meses después de la
primera elección– el alcalde se vio finalmente forzado a reconocer la autoridad
del cabildo (Emiliano Güejia, CNU 2002a).

Ya firme, gracias al apoyo de la DAI y al Acta de Bogotá, el cabildo se atrevió


ahora, y con la intervención del Incora, a visitar a los propietarios de hacienda y
solicitarles el traspaso o entrega de sus propiedades a las comunidades indígenas.
En la mayoría de los casos estas solicitudes cayeron en oídos sordos, bien sea
porque los propietarios de hacienda rechazaron las propuestas del cabildo o por-
que reaccionaron con furia y echaron a los indígenas de sus propiedades. Otros
fueron más asequibles, por ejemplo, el propietario de la hacienda La Floresta, en
Barondillo:

Le hablé [a Emilio Salazar] de la Reforma Agraria, de qué es un res-


guardo. Colaboré haciéndole conocer y él se comprometió. Dijo: “Yo
les vendo, pero si ustedes tienen plata y me pagan mano a mano”.
Entonces yo dije: “Nosotros somos pobres y el Gobierno organizó un
programa de Reforma Agraria, Incora, y queremos trabajar con ese
programa. El Incora le paga a usted y después la comunidad entra a
pagar al Incora”. Así hicimos y él dijo “Bueno” (Luciano Quiguanás,
CNU 2001a: 8).

Mientras tanto, el Incora había cambiado su política de adjudicación de tierras


individuales (parcelación) de resguardos (Unidades Agrícolas Familiares, UAF),
en parte debido a la resistencia indígena, y la había reemplazado por un esquema
dirigido a promover el desarrollo de formas asociativas de producción. Esta nueva
política, según la cual la tierra era colectivamente asignada a las llamadas empre-
sas comunitarias (EC) –también llamadas Unidades Agrícolas Multi-Familiares
(UAMF) (Londoño et al. 1975)– había sido empleada desde 1970 para asuntos
de reforma agraria en comunidades campesinas en otras partes del país. Debido
a su “carácter distintivamente comunitario”, también parecía una alternativa ade-
cuada para vincular a las comunidades indígenas en la modernización del área

serva el nombre tal como aparece en el documento citado en el CNU. Por fuera de la referencia se
empleará Emilio.

| 81
rural (Jimeno y Triana 1985; Zamosc 1986). Este nuevo modelo de asignación
de tierras fue empleado por primera vez en territorios indígenas en Silvia, Totoró
y Toribío entre 1971 y 1973 (CRIC 1981; Salomón Suscué, Incora, comentario
personal, 20 de enero de 2001). En estos lugares, el Incora seleccionó un grupo
de familias para que fueran miembros de una EC –por lo general sin consultar al
cabildo– y les concedió, mediante negociación una propiedad privada conjunta
de tierra recuperada. A cambio, estos exterrajeros debían firmar un contrato que
incluía un reglamento (estatuto) de organización interna en el que se establecía
que las tierras de las EC permanecerían indivisibles por un número determinado
de años, que los integrantes de la EC asignarían las parcelas individuales para la
producción de subsistencia, y que el ingreso en dinero habría de proceder princi-
palmente de la producción comercial colectivamente asumida por sus miembros.
Se esperaba que los exterrajeros utilizaran estas ganancias para pagar al final el
precio de compra de la tierra financiado por el Estado (Incora). La EC podría en
ese momento ser legalizada retrospectivamente por medio de un título de tierra
colectivo (Zamosc 1986)36.

En 1974, después de extensas y agrias negociaciones, el cabildo de Jambaló


pudo convencer a dos propietarios para que vendieran sus tierras: la hacienda
La Floresta (460 hectáreas), propiedad de Emilio Salazar, situada en Barondillo-
Loma Gorda, y la hacienda El Epiro (290 hectáreas), parte de la propiedad de
Alfonso Medina, en la vereda del mismo nombre (El Epiro). Después de que el
Incora hubiera comprado la tierra y los títulos retornaran al Estado37, el programa
de EC podría empezar. El cabildo traspasó la autoridad sobre estas haciendas a
las comunidades locales mediante una adjudicación global, que en ambos casos
comprendía entre 5 y 10 familias solamente. Ambos grupos de exterrajeros acep-
taron las condiciones del Incora y se organizaron en EC dedicadas a la ganadería
extensiva, para lo cual utilizaron un préstamo adicional (Findji y Rojas 1985).
Ellos continuarían así básicamente con el mismo esquema de producción agrope-
cuaria de sus antiguos patrones.

Sin embargo, hacia fines de 1974, aparte de estas dos restituciones de tierras
negociadas exitosamente, el cabildo no había logrado adelantar mucho en las

36 El marco legal (forzoso) para las empresas comunitarias fue planteado en el Decreto 2073
de 1973 (parte del gran paquete de contrarreforma acordado en el Pacto de Chicoral). El Pacto de
Chicoral fue el resultado del acuerdo entre el gobierno, representantes de los partidos tradicionales
(Conservador y Liberal) y el sector privado (federaciones de grandes propietarios) en la ciudad del
mismo nombre en el departamento del Tolima (Zamosc 1986). Para la definición legal exacta de la
empresa comunitaria (tomada de la Ley 4 de 1973), ver Vargas (1985: 90).
37 Esto significa que las tierras y sus mejoras eran adquiridas por el Estado a través del Fondo
Agrario Nacional.

82 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

negociaciones de otros territorios “ocupados” de la parte inferior (zonas media


y baja), que comprendían más de 20 haciendas, cada una con una extensión entre
100 y 1.000 hectáreas. Algunos propietarios mantuvieron a los indígenas en vilo
al hacerles falsas promesas; otros rehusaron ceder y rechazaron categóricamente
todas las propuestas de negociación. Muchos de estos últimos montaron un con-
traataque a fondo contra la reforma agraria y utilizaron toda su influencia política
y económica (corrupción) para mantener sus propiedades. El Incora, por su parte,
carecía de la fuerza jurídica para forzar a estas personas a vender sus tierras. Esta
entidad justificó su actitud ante las comunidades indígenas con el argumento de
que muchas de las tierras que los indígenas deseaban recuperar eran inadecuadas
para la producción agraria (comercial) (Jimeno y Triana 1985; ver también CNU
2001c). Cada vez más frustrado por el lento ritmo de las recuperaciones, pero
determinado a continuar la lucha por una restauración completa del resguardo,
el cabildo de Marcelino Pilcué (de Zumbico) llegó finalmente a la conclusión, en
1975, de que la recuperación a través de la ley (vía jurídica) estaba llegando a un
punto sin salida (CNU 2002b). En ese momento se decidió, en acuerdo con las
comunidades de terrajeros luchadores de las zonas media y baja del resguardo,
continuar la lucha actuando bajo su propia autoridad (sin esperar más la legitima-
ción del Estado): decidieron empezar a organizar y llevar a cabo “invasiones”38
colectivas de tierra.

Entonces finalmente las comunidades analizaron que en algunos ca-


sos ya no hubo una negociación legal por parte de la Reforma Agraria
como es el Incora. Los propietarios no aceptaban vender. Entonces la
comunidad tomó la decisión de luchar por sí misma, porque por ley
no había posibilidad. Y desde ahí, la comunidad ha venido tomando
la recuperación definitiva, de entrar a picar potreros (Marcelino Pil-
cué, CNU 2001a: 14).

Contactos con la ANUC y consolidación del CRIC

La decisión tomada por los paeces en Jambaló de utilizar las ocupaciones de tie-
rra como una nueva estrategia en la lucha por la tierra, así como el momento en
que se tomó la decisión, no pueden explicarse solamente por la situación local,
sino que deben ser consideradas a la luz de varios acontecimientos cruciales en
el contexto más amplio de la lucha por la tierra en territorios indígenas del Cauca

38 Nota del grupo revisor del texto: El término ‘invasión’ era empleado en ese tiempo para
descalificar la recuperación de tierras. Sin embargo, este mismo término evidenciaba justamente
la apropiación de las tierras por parte de los terratenientes, acción que en la historia local todavía
era desconocida por muchos.

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y fuera de este departamento. En particular: 1) la creciente vinculación del CRIC
con la lucha de los campesinos, dirigida en otras partes por la ANUC; 2) la con-
solidación del CRIC como un movimiento social indígena; y 3) la polarización de
la lucha por la tierra en varias comunidades indígenas vecinas.

Las filas de campesinos que en agosto de 1972 dejaron Popayán, Silvia y norte del
Cauca para tomar parte en la gran marcha de protesta campesina hasta Bogotá,
organizados por el ala radical de la ANUC (Sincelejo), estaban integradas en gran
parte por los miembros de las comunidades indígenas luchadoras (CRIC 1981; ver
también Zamosc 1986). Estos campesinos indígenas estaban protestando, junto
con decenas de miles de campesinos de todas partes del país, contra el abandono
de la reforma agraria redistributiva por el gobierno conservador de Misael Pastrana
(1970-1974). El gobierno había tomado esta decisión en 1971, cuando campesinos
de diversos lugares del país habían empezado a llevar a cabo ocupaciones de
tierra a gran escala en un intento por acelerar el lento proceso de expropiación
de la tierra y su redistribución (Zamosc 1986). Aunque los indígenas del Cauca
quizá pudieran haber sabido de estos acontecimientos desde hace algún tiempo,
para muchos indígenas participantes en la marcha de protesta era la primera vez
que personalmente se encontraban con grupos de campesinos de departamentos
donde estaban ocurriendo estas ocupaciones de tierra, experiencias estas que
llevaron de vuelta a sus comunidades después de la marcha. Después de este
encuentro, el CRIC y la ANUC decidieron fortalecer su apoyo mutuo; así fue
como a las organizaciones indígenas se les creó su propio departamento dentro
de la estructura de las organizaciones campesinas, la Secretaría Indígena (Corry
1976, Gros 1991a).

Al año siguiente, el 15 de julio de 1973, las comunidades indígenas del Cauca


organizaron su propia marcha de protesta con ocasión del Tercer Congreso del
CRIC, que se realizó en Silvia. A pesar de la oposición y el acoso de las autori-
dades locales durante los preparativos (el evento inicialmente se realizaría en el
resguardo de Huila en Tierradentro, pero instigados por los propietarios locales,
el alcalde y el prefecto apostólico de Belalcázar habrían bloqueado su realiza-
ción), ese día más de 4 mil indígenas de más de 15 resguardos diferentes públi-
camente se levantaron por sus derechos legítimos como habitantes originales de
América. El evento recibió una amplia cobertura nacional de los medios y a él
asistieron muchos campesinos mestizos simpatizantes, así como estudiantes e
intelectuales. Fue sorprendente que la muy exitosa campaña para detener el pago
de arriendo de las tierras de los resguardos hubiera hecho ahora que la lucha por
la tierra se convirtiera en el tema central de las conversaciones (Colombres 1977,
CRIC 1973).

84 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

Desde [que] el CRIC aprobó en la primera asamblea no pagar terrajes,


ya muchas comunidades se han quitado esta esclavitud de encima
y otras se la están quitando. Pero la lucha de los terrajeros, como
la de los comuneros, peones y parceleros, no puede quedarse allí.
Debe continuar para conseguir tierra, trabajo y formas de vivir mejor
[...] Esta lucha no es sólo de medio millón de campesinos indígenas,
sino de todos los campesinos explotados de Colombia (CRIC 1973 en
Bonfil 1981:293,295)39.

Comparado con muchas otras comunidades indígenas, el cabildo de Jambaló


había decidido desde muy tempranas épocas adoptar una estrategia comprome-
tida en la lucha por la tierra. Sin embargo, no fue la primera comunidad en el
Cauca que se había enfocado hacia las ocupaciones de tierra. Como ya se dijo,
habitantes indígenas impacientes de ciertas haciendas de terratenientes y de
comunidades con una aguda escasez de tierra habían ocupado terrenos previa-
mente, con o sin la aprobación explícita, o el apoyo activo, de sus cabildos. El
ejemplo de las comunidades de El Credo y El Chimán fue seguido entre 1971 y
1973 por los indígenas en las haciendas La Concordia y San Antonio, en Paniquitá
(municipio de Totoró), Cobaló, en Coconuco (Puracé) y La Aurora, en Munchique
(Santander de Quilichao) (Antonil 1978, CRIC 1981, Gros 1991a). Entre 1971
y 1972, los terrajeros de las veredas de Vitoyó (en la zona baja) y Bateas (en la
zona media), de Jambaló, habían empezado espontáneamente (es decir, sin previa
coordinación) a trabajar ilegalmente la tierra de sus patrones (CNU, 2001a, b).
Los propietarios de las haciendas reaccionaron a las invasiones como siempre lo
habían hecho ante los indígenas rebeldes: condenaron estas acciones como vio-
laciones de los derechos de propiedad y del orden público y consiguieron que la
policía y las fuerzas de seguridad intervinieran. Sin embargo, cuando se dieron
cuenta de la determinación de las comunidades indígenas, que persistentemente
continuaban refiriéndose a la Ley 89 de 1890 –con unos resultados cada vez más
exitosos, por ejemplo en Coconuco (ver CRIC 1981)– algunos terratenientes del

39 La solidaridad con las luchas campesinas de otras partes del país fue expresada no sola-
mente por los indígenas del Cauca, sino por diversos representantes de otros grupos indígenas
que habían sido invitados para la ocasión –tales como los arahuacos, u’wa, kamtsá, inga y los
indígenas de los departamentos del Tolima (Coyaima - Natagaima), Nariño (Cumbal) y Caldas
(Riosucio - Supía); por lo tanto la asamblea fue al mismo tiempo el Primer Encuentro Popular de
Indígenas Colombianos (Colombres 1977; Corry 1976). Tres meses más tarde, en octubre de 1973,
los mismos grupos indígenas se encontraron de nuevo en Medellín (Universidad de Antioquia),
donde participaron en la Semana de la Solidaridad con las Luchas Indígenas, organizada por in-
telectuales de izquierda en colaboración con asociaciones campesinas y sindicatos de Antioquia
(CRIC 1978, 1993; Findji 1992). Los contactos y apoyo que el CRIC obtuvo con estas campañas de
información probarían ser muy útiles para las comunidades paeces luchadoras –como Jambaló– en
1974 y los años siguientes.

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norte y el oriente del Cauca recurrieron a la retaliación armada, medida con la que
ellos ya estaban familiarizados. El 1º. de marzo de 1974, Gustavo Mejía, el líder
campesino que había sido uno de los organizadores del CRIC (Antonil 1978; ver
también CRIC 1981), fue dramáticamente asesinado en Corinto (norte del Cauca).
A pesar de esta advertencia, diversas comunidades indígenas de Toribío y Corinto
parecieron considerar este crimen como una motivación para empezar una nueva
serie de ocupaciones de tierra (Zamosc 1986).

Primeras ocupaciones de tierras en la zona media

A partir de la información disponible (entrevistas y fuentes secundarias), no es


posible deducir con certeza cuál de las comunidades de terrajeros de Jambaló
fue de hecho la primera en llevar a cabo una ocupación coordinada de tierras, o
cuándo ocurrió. Sin embargo, de acuerdo con esa información, al parecer Guayope
(parte media sobre el flanco izquierdo del río) constituyó la primera ocupación
coordinada por las autoridades indígenas y sus comunidades. Le siguieron Bateas,
El Maco, Buena Vista (de la zona media), Loma Gorda (zona alta) y Vitoyó (zona
baja). Estas ocupaciones más coordinadas empezaron a darse entre 1975 y 1976
(CNU 2001b; 2002a)40.

Previamente a la ocupación de tierras, la situación en estas comunidades había


sido la siguiente. Como ya se describió, hacia 1973 o 1974 el cabildo había traspa-
sado formalmente la autoridad de las haciendas que iban a ser recuperadas a las
familias de terrajeros locales, a través de una adjudicación global que era inscrita
en el Registro de Adjudicaciones. Para la época en que comenzaron las ocupa-
ciones de tierras, el nuevo alcalde liberal de Jambaló, Hernando de Téllez (1975
-1977), había ratificado estas adjudicaciones, a pesar de las objeciones hechas por
los terratenientes. Su predecesor, Ramiro Fernández (conservador) se había rehu-
sado a ratificarlas hasta el final mismo de su período (CNU 2002b). Las comu-
nidades de terrajeros, por su parte, habían enviado una carta escrita a mano al
Incora y a los propietarios, en la cual declaraban que necesitaban con urgencia la
tierra. Ellos decían allí que, de hecho, por ley, la tierra era suya (Ley 89 de 1890)
(ver Corry 1976; Zamosc 1986).

Después de las recuperaciones negociadas de Barondillo y El Epiro, las peticio-


nes de las otras comunidades habían sido ignoradas por largo tiempo. Todo indi-
caba que se había llegado a un punto muerto en las negociaciones entre el Incora
y los propietarios41. En ese momento, los líderes indígenas habían contactado a

40 Información complementada por el grupo revisor del texto, octubre de 2009.


41 Este bien podría haber sido el caso, puesto que, aparte de la influencia política de los propie-

86 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

algunos funcionarios de campo del Incora, que habían simpatizado abiertamente


con las luchas de las comunidades indígenas desde 1972, cuando los indígenas
realizaron los primeros conteos de su población (censo indígena del Cauca) junto
con el CRIC (Findji 1993). De acuerdo con algunos entrevistados, estos funciona-
rios habrían aconsejado a las comunidades de terrajeros (probablemente porque
sabían de la lucha por la tierra en curso en otras partes en Colombia) no esperar
más tiempo una decisión de expropiación o un cambio en la actitud de los terra-
tenientes, sino retomar la iniciativa poniendo a los terratenientes bajo presión:
“Avisamos al Incora […] En ese momento el funcionario era un medio apaisado
de apellido Londoño; el otro era Yepes; vinieron los dos a asesorar […] Nos decían
que teníamos que presionar al rico”42 (Lisandro Menzucue, CNU 2001b:24).

Básicamente, estos funcionarios del Incora habían alentado a los terrajeros a ocu-
par las haciendas con el fin de reiniciar los diálogos entre los propietarios y la insti-
tución43. El mensaje fue claro: poco tiempo después, las comunidades de terrajeros
antes mencionadas empezaron a invadir las haciendas de sus antiguos patrones.

En esencia, las ocupaciones de tierra por los indígenas significaron que los terra-
jeros empezaran de nuevo a “ejercer su derecho sobre sus tierras ancestrales usur-
padas, trabajándolas en época de rocería, siguiendo la tradición; lo hacían como
acostumbraban pagar el terraje: en comunidad, pero ahora el producto del trabajo
ya no iba a ser para el terrateniente” (Findji 1993: 56). Las ocupaciones de tierra
en Jambaló en 1975 y los años posteriores fueron cuidadosamente planeadas, en
contraste con las primeras invasiones espontáneas (en Bateas y Vitoyó) que por
lo general se realizaron sin ninguna coordinación previa (CNU 2001a, 2002a; ver
también Pinzón 1972). Además, ahora contaban con el apoyo activo y moral del
cabildo, el cual entre 1974 y 1978 fue liderado ininterrumpidamente por goberna-
dores de Zumbico. Sin embargo, la responsabilidad por la iniciativa y por la orga-
nización de procesos similares recaía fundamentalmente en la comunidad local,
es decir, en ese grupo de 15 a 30 familias que compartían el mismo objetivo,

tarios renuentes, la legislación aprobada bajo la política agraria contrarreformista de la adminis-


tración de Misael Pastrana (Leyes 4 y 5 de 1973) había hecho más estrictos los criterios del Incora
para definir las tierras que eran susceptibles de ser expropiadas y redistribuidas, y había reducido
mucho el presupuesto para pagar a los propietarios potencialmente afectados. En el Cauca, tal
como en otras partes, estas medidas habían causado prácticamente un estancamiento de las accio-
nes redistributivas del Instituto (Zamosc 1986).
42 Probablemente el funcionario del Incora al que se refieren era Édgar Londoño, uno de los
autores del estudio legal y socioeconómico de 1975 sobre Jambaló, que había pedido una “solu-
ción inmediata a la angustiosa situación de minifundio que afecta a los indígenas” (Roldán et al.
1975:1).
43 Zamosc (1986:70), en su descripción de las ocupaciones de tierra organizadas por la ANUC
en 1971 y 1972, también menciona la “complicidad” de funcionarios del Incora.

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vinculadas en algunos casos por lazos de parentesco, y que trabajaban y vivían en
la misma hacienda.

Una ocupación de tierra usualmente empezaba cuando las familias de terrajeros,


dirigidas por uno o varios líderes locales, establecían un comité de lucha que se
encargaba de tomar cuidadosamente todas las medidas requeridas para llevar a
cabo la efectiva ocupación de la tierra (CNU 2001b). Previamente sondeada la
actitud de otros miembros de la comunidad, se organizaban reuniones secretas
durante los cuales se discutían asuntos como la fecha de la ocupación, la coor-
dinación de las actividades y qué parte de la hacienda se recuperaría44. Durante
estas reuniones, las comunidades de terrajeros de Jambaló, al comienzo inexper-
tas, a menudo recibieron apoyo y asesoría, a través de sus contactos con el CRIC,
de líderes indígenas de los resguardos donde las ocupaciones de tierra ya se esta-
ban realizando hace algún tiempo.

En vista de que algunos ya tenían la recuperación, vinieron otros


­líderes como por ejemplo Domingo Rivera, quien dirigía por los lados
de La Aurora [resguardo Munchique]. Entonces se comunicaron con
los demás líderes y así entraron por tres veces a Guayope (Taurino
Güejia, CNU 2001b:10).

Por lo general, la fecha que escogían como la adecuada para una ocupación de
tierra era la de un día en el que definitivamente el propietario de la hacienda y su
mayordomo estuvieran ausentes, de modo que las familias de terrajeros pudieran
tener más tiempo antes de que la ocupación se notara. Mientras tanto, ellos se ase-
guraban de que hubiera suficientes semillas y plantas para sembrarlas en la nueva
tierra. También trataban, a menudo en colaboración con el cabildo, de movilizar
a sus contactos de otras veredas y resguardos vecinos para que les ayudaran en
la ocupación. En la víspera de la ocupación de la tierra, la comunidad luchadora
organizaba una minga (fiesta de trabajo comunal) en la cual los miembros de las
comunidades asistentes eran recibidos con alimentos y el acostumbrado guarapo45
(CNU 2001c). Después de un corto sueño, todos se encontrarían al amanecer
del día siguiente en el lugar acordado. Mientras hombres y mujeres trataban de
limpiar y plantar tanta tierra como fuera posible en un tiempo breve, un grupo
de personas permanecería en guardia para advertirles si los propietarios llega-
ran a venir. Cuando este último descubría un grupo de recuperadores de tierra,

44 Nota del grupo revisor del texto: Estas reuniones de coordinación eran realizadas de ma-
nera estratégica y con líderes de confianza no relacionados con los terratenientes.
45 Nota del grupo revisor del texto: Bebida alcohólica de fabricación casera, casi siempre
elaborada a partir de miel de caña de azúcar.

88 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

usualmente y de manera inmediata pediría auxilio a la policía (de La Mina) o a


una patrulla del ejército. Una vez la policía o el ejército estuvieran en camino, los
ocupantes ayudarían a las personas de otras veredas a escapar por rutas previstas
anticipadamente, ya que en el momento de la confrontación, le correspondía a la
comunidad local –“aquellos que tenían el derecho”– enfrentar la situación (Findji
1993). La policía y el ejército actuaban generalmente de forma muy severa contra
las ocupaciones de tierra: los indígenas eran perseguidos por tierra de manera
muy agresiva; los hombres a quienes se creyera haber sido los líderes de la ini-
ciativa eran arrestados y llevados a prisión, un método legitimado por la política
nacional de represión contra el movimiento campesino (Zamosc 1986). Los hom-
bres y mujeres restantes, por su parte, oponían resistencia pacífica, aceptando
su expulsión entre discusiones acaloradas acerca de la legislación indígena y los
títulos coloniales sobre la tierra de Juan Tama (Zamosc 1986; ver también Findji
y Rojas 1985). Después de que la policía los expulsara y el propietario de la tierra
hubiera destruido las nuevas plantaciones, los indígenas adoptaban una actitud
pasiva por un período no definido. Sin embargo, este no era el final de la historia:
las comunidades luchadoras tarde o temprano se reagruparían y reorganizarían, si
era necesario con nuevos líderes, y llevarían a cabo una nueva ocupación de la tie-
rra. Así, las primeras ocupaciones en la parte media de Jambaló fueron apenas el
comienzo de una larga secuencia de desalojos y reocupaciones (Zamosc 1986)46.

46 La forma como se realizaron las ocupaciones de tierra en Jambaló, tan fragmentariamente


descritas en las entrevistas de 2001 del CNU, tiene fuertes parecidos con la organización de las
invasiones de tierra realizadas por las comunidades campesinas bajo la coordinación de la ANUC-
Sincelejo en 1971 y años posteriores (ampliamente descritas en Zamosc 1986). Esto evidencia
la fuerte influencia de esa organización campesina sobre el CRIC durante los primeros años de
la lucha indígena por la tierra. Tácticas muy similares usaron otras comunidades de la vertiente
occidental de la Cordillera Central, como atestigua una descripción de Arquímedes Vitonás, líder
de la comunidad de Toribío: “Esto es un largo proceso. Primero están las reuniones de la comu-
nidad. Esto ocurre entre una y cuatro de la mañana, ya que ellas están prohibidas durante el día.
Son secretas hasta donde es posible. Puesto que para las autoridades y propietarios en aquellos
días tener una máquina de escribir era peor que tener un arma, no quedaba nada escrito. Durante
los encuentros, 200 a 500 trabajadores se vinculaban a través de acuerdos acerca de las decisiones
que se tomarían. El próximo paso era la ocupación en sí, la cual se hace al amanecer, y en ella las
personas se toman el territorio simplemente empezando a trabajar la tierra. Sin embargo, ya se
habían establecido rutas de escape y se habían definido las personas que iban a estar de guardia.
Así, cuando llegan la policía y el ejército, como siempre lo hacen, corremos y nos escondemos.
La policía permanece por 3 ó 4 días y se va, y en ese momento la gente vuelve. Después de ha-
cerlo por meses, o tal vez años, durante los cuales hay asesinatos, intentos de señalamiento a los
líderes, etc., el propietario ve que tiene que negociar”. (Entrevista para la Campaña de Solidaridad
Canadá-Colombia, 20 de septiembre de 2002, publicada en: www.zmag.org– “Direct democracy
in Colombia”, consultada en marzo de 2004).

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Represión en Loma Redonda – Primeras recuperaciones exitosas

Como reacción a las continuas ocupaciones de tierra, los hacendados endurecie-


ron su posición hacia la población indígena y buscaron cada vez más una confron-
tación abierta con el movimiento de recuperación de tierras. En su propósito de
aplastar a la organización indígena y volver a la situación anterior, los hacenda-
dos utilizaron toda su influencia política para asegurar un apoyo continuo de las
autoridades públicas. Después de que los senadores caucanos Víctor Mosquera
Chaux (liberal) y Mario S. Vivas (conservador) describieran unánimemente al
CRIC como “una amenaza a la propiedad, y al imperio de la ley y el orden”
(Antonil 1978: 259), la policía y el ejército fueron autorizados bajo un decreto
especial (Decreto 1533) para actuar libremente contra quienes ocuparan tierras.
Al tiempo que muchos líderes indígenas locales y regionales empezaron a ser
arrestados arbitrariamente y sujetos a abusos y a malos tratos, sus comunidades
fueron amenazadas con toda clase de restricciones e intimidaciones, tales como
la prohibición de reuniones, el control sobre el movimiento de personas, y unos
desalojos más severos (Gros 1991a). A la sombra de la represión oficial, algunos
propietarios de hacienda incluso contrataron grupos de sicarios para reprimir a
los indígenas impunemente, ayudados por un sistema judicial que estaba entera-
mente de su lado (Findji 1993; Gros 1991a). Con el fin de coordinar sus accio-
nes contra las comunidades, los terratenientes establecieron el Comité Regional
Agropecuario del Cauca (CRAC) en 1975. Esta organización, apoyada por las
autoridades religiosas, el Ministerio de Gobierno y la Sociedad de Agricultores
de Colombia –(SAC)– fue responsable del aumento de la violencia en las comu-
nidades indígenas en los años siguientes (Gros 1991a). Como resultado, muchas
personas fueron asesinadas en Jambaló y en otras partes: el 10 de diciembre de
1976, tres terrajeros luchadores fueron muertos a tiros en Buenavista (Antonil
1978; CNU, 2002c) y muchos más ataques se sucederían en los años siguientes47.

Sin embargo, la resistencia contra las ocupaciones de tierra no solamente venía


de fuera de las comunidades indígenas; también provenía de su interior. Aunque
los líderes –a menudo los de mayor edad– que tendían a aceptar las relaciones de
poder existentes habían sido reemplazados en una etapa temprana por nuevos líde-
res más devotos a la lucha por las tierras (CNU 2001c, 2002a), las comunidades
luchadoras y los cabildos no lograron ganar el apoyo total de la población indígena.

47 Entre 1976 y 1978, nueve luchadores por la tierra fueron muertos a bala, unas veces por
“pájaros” y otras por los terratenientes mismos; en Buenavista (1976) cayeron Belarmino Ipia,
Luciano Ramos y Antonio Yule (Nota del grupo de revisión del texto: asesinados por el mismo te-
rrateniente Ramón Penagos); en Carrizal (1976), Daniel Conda y María Tránsito Ipia; en Guayope
(1978), Lisandro y Marco Tulio Casso; y de nuevo en Carrizal (1978), Marcelino y Félix Conda
(CNU 2001a).

90 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

Fue común que algunos miembros de la comunidad que disfrutaban de privilegios


especiales de los propietarios y/o mantenían con estos relaciones de parentesco
(compadrazgo)48 se mantuvieran opuestos al movimiento de recuperación de tie-
rra. Algunos de estos opositores (“contrarios”) pusieron a las comunidades en una
posición difícil, ya que actuaban como “los ojos y oídos” de los hacendados.

Los sapos eran el mismo capitán de trabajo […] Todo el sobrante de


carne con la que hacían minga, aprovechaban ellos; por eso decían
que el patrón era muy bueno. “¿Por que le están robando la tierra de
mi patrón? Él no niega nada”. Salían con ese cuento. [Los] contrarios
sobre todo eran personas que trabajaban con el terrateniente […] Eran
los que informaban quiénes eran los que se reunían y se movían, para
que el terrateniente los acusara ante las autoridades y los aprisionara
(Lisandro Menzucue y Jaime Dagua 2001b: 14, 17).

Por consiguiente, estos opositores que colaboraban activamente con los terrate-
nientes fueron parcialmente responsables por la escalada de represión contra las
organizaciones indígenas (ver por ejemplo CNU 2001c)49.

A pesar de la represión, las comunidades indígenas continuaron las ocupaciones


de tierra sin interrupción. Sin embargo, debido a la oposición desde distintos fren-
tes, los luchadores por la tierra se vieron forzados a inventar estrategias cada vez
más innovadoras para poder resistir al enemigo y continuar las ocupaciones de
tierra exitosamente. Con el fin de burlar las prohibiciones que se aplicaban a los
viajeros, los indígenas utilizaron una gran red de caminos y atajos dentro y entre
las veredas para evitar los retenes militares (y a los grupos de asesinos a sueldo)
(CNU 2001b, c). Adicionalmente, los líderes comunitarios importantes nunca via-
jaban solos por el resguardo; siempre iban acompañados por alguien que los pre-
cedía y que actuaba como avanzada de reconocimiento y señuelo (CNU 2001c).
Cada vez más, las reuniones para preparar una ocupación de tierra tuvieron lugar
en el máximo secreto. Éstas se realizaban al abrigo del monte o eran organizadas
bajo falsas motivaciones. Es de resaltar aquí cómo algunas comunidades indíge-
nas utilizaron instituciones impuestas del Estado ya existentes, como las Juntas de
Acción Comunal (JAC), en la lucha por la tierra. Estos comités de autoayuda fue-
ron parte de un programa –resultado de la Ley 81 de 1958– dirigido a promover

48 El compadrazgo es un sistema en el cual los adultos contraen un parentesco ficticio o espi-


ritual a través del apoyo ritual de un niño u objeto.
49 Hubo también contrarios pasivos, como los grupos de protestantes (terrajeros evangéli-
cos), quienes por convicciones religiosas se mantuvieron al margen respecto a las luchas por la
tierra, y también personas que simplemente sintieron temor de vincularse a las ocupaciones de
tierras (CNU 2001b,c).

| 91
la participación social en el desarrollo local y acercar a las comunidades rura-
les aisladas al gobierno (es decir, a los partidos políticos tradicionales) (Bagley
1989). A pesar de que en la década de los años setenta las JAC fueron la principal
fuente de financiación para poder realizar obras públicas (construcción de escue-
las, hospitales, caminos, etc.), en las comunidades indígenas esta iniciativa fue
criticada desde un primer momento por el CRIC como un intento del gobierno
por desconocer a los cabildos, al crear autoridades paralelas, y por dividir inter-
namente a las comunidades a través del clientelismo y de los partidos políticos
tradicionales (CNU 2001c; ver también Jimeno y Triana 1985). Durante la lucha
por la tierra, sin embargo, las JAC de la parte media de Jambaló fueron cooptadas
por el movimiento de recuperación de tierras e inteligentemente utilizadas como
fachada para sus actividades políticas clandestinas50.

Entonces nosotros teníamos que tener estrategias. Nosotros para po-


dernos reunir, por medio de la Junta Comunal se pedía una aseso-
ría, no para recuperar la tierra, sino con el pretexto de que “nosotros
no sabemos inyectar a algunos compañeros que están enfermos” o
“habemos algunos que no sabemos leer ni firmar”. Entonces en la
primera alfabetización, por medio del estudio, los profesores saca-
ban un ratico para reunirnos, pero muy secretamente […] (Lisandro
­Menzucue, CNU 2001b: 13).

En el transcurso de la lucha, las comunidades habían establecido un sistema de


alerta sofisticado y un servicio de inteligencia, que incluían un lenguaje secreto
y contraseñas. Los jóvenes luchadores por la tierra y los niños fueron empleados
como avanzadas y como correos (CNU 2001c). Algunas veces a los “contrarios”
(opositores) se les indujo a beber trago con el fin de descubrir los planes de los
terratenientes (CNU 2001a). En la medida de lo posible, las comunidades trataban
de vincular en las ocupaciones a muchos de los luchadores por la tierra simpati-
zantes de otras veredas, con el fin de incrementar la presión sobre los propietarios
de las haciendas (CNU 2001c). Durante las expulsiones o confrontaciones con los
grupos de policía que ejecutaban la ley, las mujeres establecían escudos humanos
para proteger a los hombres que estaban limpiando las tierras (CNU 2001b, c).
Cuando los líderes indígenas eran enviados a prisión o tratados de manera injusta,
la gente apelaba a los colaboradores no indígenas del movimiento indígena para
solicitarles asistencia jurídica. Éstos, conocidos como los solidarios –liderados
en Jambaló por Víctor Daniel Bonilla y su esposa María Teresa Findji, ambos
de la Universidad del Valle–51, a menudo también desempeñaron un importante

50 Esto sucedió por lo menos en Chimicueto y Carrizal (CNU 2001b,c).


51 Víctor Daniel Bonilla es el autor del controvertido libro: Siervos de Dios y amos de indios:

92 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

rol de apoyo en la configuración de nuevas tácticas de lucha por la tierra (CNU


2001b; 2002c).

[Había] los ‘solidarios’ que apoyaron a esta recuperación; apoyaron


no tanto en lo práctico sino apoyaban a nivel teórico, en la defensoría
de los indígenas en la lucha. El papel de los solidarios era que de
todos los problemas que había en la comunidad, ayudaban a publicar
a nivel nacional y a nivel internacional […] Cuando había algunos
compañeros que estaban [en] la cárcel, hacer algunas vueltas en los
juzgados o con abogados a buscar la forma de que los soltaran […]
Aportaban algunas ideas, qué podríamos hacer en cuanto a la lucha
que había (Jaime Dagua, CNU 2001b: 8).

En todos los casos, los indígenas utilizaban la medicina tradicional


de los curanderos (médicos tradicionales, o the’walas), que protegían
a los luchadores por la tierra contra las calamidades y amenazas con
‘refrescamientos’ del cuerpo consistentes en baños con agua y hier-
bas (CNU 2001b,c).

El médico tradicional fue el eje principal, que en ningún momento


podíamos descuidar […] Nos estaban persiguiendo e investigando.
Entonces uno tenía que estar consultando constantemente, refrescan-
do (Taurino Güejia, CNU 2001b: 16).

A medida que el conflicto con los terratenientes se incrementaba, los indígenas


empezaron a utilizar otros métodos de acción directa para perturbar el funcio-
namiento de las haciendas, en adición a las ocupaciones de tierras. Por ejemplo,
rompían las cercas de los potreros para permitir que el ganado escapara (CNU
2001c; Zamosc 1986), o cosechaban el café sin permiso (CNU 2001c). Estas
acciones –a las que se referían los indígenas con la expresión “aburrir al patrón”–
fueron llevadas a cabo con la esperanza de que su continuo acoso al final forzaría
al propietario a iniciar negociaciones con el Incora para la venta de la tierra.

el Estado y la misión capuchina en el Putumayo (Bogotá: Stella), publicado en 1969. Presenta un


recuento histórico en el que denuncia la explotación por la Iglesia de los indígenas del valle de
Sibundoy. Él también fue uno de los autores de la declaración de Barbados (Bartolomé et al. 1971).
María Teresa Findji se vinculó con los paeces a mediados de los años setenta mientras realizaba
una investigación sociológica acerca de la situación socioeconómica de las comunidades indígenas
del Cauca (Elementos para el estudio de los resguardos indígenas del Cauca. Bogotá: DANE). Am-
bos, Bonilla y Findji (1986), han sido promotores activos de la llamada ‘antropología de acción’.

| 93
En los casos extremos, algunas comunidades fueron más lejos y decidieron qui-
tarles de hecho las propiedades a los terratenientes. Esto pasó, por ejemplo, en
Guayope, en la batalla por la hacienda La Platina. Después de que el propietario,
Isidoro Cifuentes, hubiera ordenado a sus asesinos a sueldo que dieran muerte
a dos de los luchadores por la tierra el 31 de agosto de 1978 (CNU 2001b)52, la
comunidad local, en consulta con el cabildo y los simpatizantes de los luchado-
res por la tierra de Corinto, derribaron la casa de su antiguo patrón –que estaba
ausente en ese momento–. El relato de un testigo, registrado por María Teresa
Findji, muestra muy claramente cómo se llevó a cabo esta operación:

Las comunidades sabían que ellos estaban ejerciendo un derecho.


Ellos reconocieron aun que otros derechos existentes debían ser
respetados, y que ellos en verdad los respetarían […] El desalojo de
los ocupantes [es decir, de la familia Cifuentes] fue cuidadosamente
organizado. Los miembros de la comunidad vinieron y desmantela-
ron la casa, teja por teja, ventana por ventana, puerta por puerta. Lo
amontonaron todo en una sola pila y nada fue destruido. Finalmente
a los ocupantes se les dijo: “Tomen con ustedes lo que trajeron pero la
tierra es nuestra” (Findji 1992: 118 - 119).

De acuerdo con Luciano Quiguanás, el entonces gobernador, esta iniciativa de la


comunidad de Guayope forzó al testarudo propietario a ceder su tierra, lo cual
hizo de esta la primera recuperación exitosa en Jambaló (CNU 2001b).

Aunque las comunidades indígenas de la zona media de Jambaló habían obte-


nido su primera gran victoria, en otras partes del resguardo la lucha por la tierra
avanzaba con mucha dificultad. Este fue particularmente el caso en la vereda y
corregimiento de Loma Redonda, el centro de la zona baja. Dado que esta era
una de las veredas con historia más larga de propietarios de tierra no indígenas,
en la década de los años setenta el área alrededor de este pequeño asentamiento
estaba principalmente habitada por mestizos –sus apellidos indígenas revelaban
su ascendencia–, que poseían propiedades de tamaño medio (con escrituras) y
que fundamentalmente se identificaban a sí mismos como finqueros (campesinos
propietarios). Estos campesinos eran, tal como los escasos grandes terratenientes
locales, muy leales al Partido Conservador, lo cual era bien diferente del predo-
minio de población liberal de las zonas alta y media. A través del clientelismo
político, de las relaciones de compadrazgo y de los matrimonios mixtos (interét-
nicos), este grupo ya había consolidado su posición social y asegurado el apoyo de

52 Las víctimas de este asesinato brutal fueron los hermanos Lisandro y Marco Tulio Casso
(CNU 2001b).

94 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

grandes grupos de terrajeros indígenas. Como resultado, muchas familias indíge-


nas de esta y otras veredas vecinas (El Porvenir y La Esperanza) tenían poca afi-
nidad con el discurso revolucionario del movimiento de recuperación de tierras y
con el cabildo, cuya autoridad difícilmente reconocían, si es que acaso lo hacían.
La situación empeoró porque los propietarios aquí adoptaron acciones particular-
mente fuertes contra los indígenas que tuvieron el coraje de rebelarse contra ellos.

En Loma Redonda también se estaba comenzando a pelear por tie-


rra, pero eran poquitos. El que más encabezaba era el finado Mario
Ul. Como en Loma Redonda eran bastantes los ‘pájaros’, fue rápido
que lo mataron. El otro era Elías, que apoyaba mucho. Al ver que
también lo iban a matar, entonces él salió y se fue […] En Pedregal
(El ­Porvenir), faltó nombrar al finado Misael Passú [que también fue
asesinado] Los que quedaron no pudieron hacer más nada. Tuvieron
que quedarse quietos, porque los amenazaron. No continuaron con la
pelea; eran muy poquitos (Arturo Zapata, CNU 2001b: 54).

Esta situación puso a la comunidad de Vitoyó –la única vereda de la zona baja
donde la ideología de la lucha por la tierra había echado raíces desde una etapa
muy temprana– en una posición muy difícil, ya que se había convertido en un
enclave revolucionario en un área reaccionaria, separada geográficamente de
las otras comunidades luchadoras de Jambaló. A pesar del continuo apoyo del
CRIC y de los luchadores por la tierra de los resguardos vecinos (San Francisco
y Toribío), la población de esta vereda sufrió más que otras la represión debido
a las circunstancias ya mencionadas. Esta violencia, combinada con agudas
diferencias ideológicas, creó unos años más tarde una situación explosiva en la
zona baja, que se intensificaría aún más con la llegada de las guerrillas (M-19 y
FARC)53, años después.

53 Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército Popular, conocidas como las


FARC, son el grupo guerrillero revolucionario más grande y antiguo de Colombia, establecido
entre 1964 y 1966 como el ala militar del Partido Comunista Colombiano. Este grupo está pre-
sente en el 35 al 40% del territorio colombiano, principalmente en las selvas del suroriente y en
las llanuras del pie de la Cordillera de los Andes. Las FARC se autoproclaman como una orga-
nización político-militar marxista-leninista de inspiración bolivariana, que afirma representar a
los campesinos pobres en contra de las clases ricas de Colombia, y que se opone a la influencia
estadounidense en este país, a la privatización de los recursos naturales, a las corporaciones multi-
nacionales y a la violencia paramilitar. Esta organización se financia principalmente a través de la
extorsión, el secuestro y la participación en el tráfico ilegal de drogas. El Movimiento 19 de Abril,
o M-19, tuvo sus orígenes en las elecciones presidenciales (denunciadas como fraudulentas) del 19
de abril de 1970. La ideología del M-19 era una mezcla de populismo y socialismo revolucionario
nacionalista. A finales de la década de los años ochenta, el M-19 entregó sus armas, recibió indulto
y se convirtió en un partido político (la Alianza Democrática M-19, o ADM-19).

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Las empresas comunitarias del Incora
vs. la organización económica comunitaria

Después de la expulsión exitosa de los propietarios no indígenas de diversas


veredas –la primera en 1978 en Guayope, rápidamente seguida por sus veredas
vecinas, Bateas y El Maco– la entrega oficial de las haciendas recuperadas a
las comunidades y la organización económica de estas tierras se convirtieron
en asuntos importantes (CNU 2002c). Al final, el Incora había mediado en el
conflicto por la tierra y la había comprado a los propietarios y ahora trataba de
convencer a los luchadores por la tierra de que constituyeran empresas comunita-
rias (EC), como ya se había hecho en las recuperaciones negociadas (El Epiro y
Barondillo). Esta era una propuesta obvia, puesto que era el modo más común (y
el más rápido), en el marco jurídico existente, de traspasar el control de la tierra
a la comunidad en su conjunto (Zamosc 1986)54. Las comunidades indígenas, sin
embargo, rechazaron la propuesta debido a que su experiencia con las EC hasta
ese momento les había enseñado que “el sentido del Incora de lo comunitario no
coincidía con el sentido comunitario de las comunidades” (Findji 1992; ver tam-
bién Gros 1991a). Esta no era solo la experiencia de las comunidades de Jambaló.
Ya a comienzos de julio de 1976, el CRIC había organizado un evento espe-
cial en Coconuco, durante el cual representantes de las diferentes comunidades
habían investigado el asunto de la organización económica indígena (Colombres
1977). El evento reveló que en muchas comunidades estaba surgiendo una crítica
al modelo de EC del Incora55.

El primer punto de discordia se refería al hecho de que al aceptar el modelo de EC,


las comunidades indígenas se verían forzadas a pagar la tierra. Es decir, cuando
se constituía una empresa comunitaria del Incora, se obligaba a las familias par-
ticipantes a establecer reglamentos internos que incluían un esquema de repago
de la deuda, usualmente con 15 años de término para cumplir con esta obligación
(Corry 1976; Zamosc 1986). Muchos cabildos y comunidades de terrajeros se
habían opuesto a este requisito durante las primeras recuperaciones negociadas,
pero desde que empezaron las ocupaciones de tierra, las comunidades habían

54 La única alternativa que se ofrecía era la adjudicación individual, a la cual casi todas las
comunidades de resguardo se oponían fervientemente (ver arriba). Aunque técnicamente también
existía la posibilidad de establecer una cooperativa agrícola, tal como las que el Incora había
promovido al comienzo, particularmente en los años sesenta (Findji 1993; ver también Vargas
1985), a finales de los años setenta esta política se había prácticamente desechado –al menos en las
comunidades indígenas– para dar paso a la constitución de empresas comunitarias.
55 El encuentro sobre organización económica fue convocado a solicitud de las comunidades
luchadoras, como consecuencia de las críticas expresadas previamente durante el Cuarto Congreso
del CRIC en Tóez (Tierradentro), en agosto de 1975 (CRIC 1981).

96 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

empezado a ver el conflicto con sus anteriores patrones como una lucha no sola-
mente por la tierra, sino también por la restauración de sus derechos al territorio
ancestral (Findji, 1992)56. Debido a que la presencia de propietarios no indígenas
ahora era en general considerada como ilegítima, ellos no querían seguir pagando
por el usufructo de la tierra, mucho menos después de haber pagado terraje a los
propietarios no indígenas por muchos años:

Nosotros no estábamos de acuerdo con el Incora, porque habíamos
venido recuperando en varias veredas y las comunidades, desde los
abuelos, desde antiguamente, esa tierra ya estaban pagando y noso-
tros no teníamos que pagar ni un peso al terrateniente; solamente te-
nían que desocupar. Eso era la idea de nosotros. Por eso no estábamos
de acuerdo con el Incora (Emiliano Güejia, CNU 2002a: 10).

Un segundo punto de crítica a la política de EC tenía que ver con la injerencia


de largo alcance del Incora en la planeación y manejo de las actividades econó-
micas (Colombres 1977; CRIC 1976, 1981). Con el fin de estimular el proceso de
capitalización de las EC, el Incora había ordenado a los indígenas aceptar crédi-
tos que debían ser utilizados para financiar proyectos productivos comerciales
convencionales, por lo general ganadería extensiva. Sin embargo los resultados
económicos de la mayoría de EC habían sido decepcionantes y esto creó proble-
mas financieros. Este también fue el caso en Jambaló (Findji y Rojas 1985). La
culpa estaba, por un lado, en el hecho de que las familias involucradas conocían
solamente de agricultura de subsistencia y carecían de un conocimiento básico
sobre producción orientada al mercado. Por otro lado, el fracaso también se debió
a un insuficiente apoyo institucional a las empresas comunitarias por el Incora
(capacitación y asistencia técnica), a causa de limitaciones presupuestales (CRIC
1981), un problema que fue sentido igualmente por comunidades campesinas en
otras partes de Colombia (Zamosc 1986)57. Después de varios años, una porción
significativa de las ganancias provenientes de los esfuerzos que habían hecho los
miembros (socios) se perdió debido a las deudas e intereses pagados al Incora58,

56 Como otros han anotado (Vasco 2002b), esta posición muestra una diferencia fundamen-
tal entre la lucha por la tierra de los indígenas y la de los campesinos: mientras los campesinos
luchaban por la tierra, los indígenas luchaban por su tierra (en virtud de su derecho principal o
precedente como primeros americanos).
57 El restringido presupuesto para las transferencias de recursos a las EC fue resultado directo
del cambio en la política agraria (medidas de contrarreforma) decidido en el Pacto de Chicoral
entre las federaciones de propietarios y el gobierno (Zamosc 1986) (ver pie de página 36).
58 No conozco la magnitud de estos pagos de deuda, por lo menos no en el caso de las EC de
Barondillo y El Epiro en Jambaló. Sin embargo, si tomamos como ejemplo la EC de El Chimán
(Guambía) —establecida a comienzos de 1971 sobre 680 hectáreas de tierras negociadas con el
propietario Aurelio Mosquera (Perafán et al. 2000)— éstos podrían haber sido altos. El Incora

| 97
compromiso éste que muchos indígenas veían como una nueva forma de terraje
(Findji 1993). Además, la orientación que se impuso hacia actividades agrícolas
comerciales, exacerbadas por el endeudamiento, significó que muchas EC fue-
ran incapaces de ser autosuficientes en cuanto a seguridad alimentaria, y mucho
menos que pudieran brindar apoyo económico a las comunidades que todavía
estaban luchando por la tierra.

Cuando el Incora vino a entregar las fincas, ellos hicieron una pro-
puesta de prestar platas y ver si estas fincas recuperadas podían avan-
zar en el desarrollo de las mismas comunidades. Entonces se oía que
no debería ser, que eso era como tener un segundo patrón […] Tenían
que devolver la plata con interés y era muy caro. Entonces se planteó
que no se podía devolver la plata con esos intereses, porque el indí-
gena no estaba capacitado. La gente no sabía manejar plata (Luciano
Quiguanás, CNU 2001a: 33).

La crítica de las comunidades indígenas al programa de empresas comunitarias


del Incora se vio reflejada en la política del CRIC sobre organización económica
comunitaria, tal como esta se formuló entre 1975 y 1978.

En agosto de 1975, con muchas comunidades (incluida Jambaló) todavía comple-


tamente centradas en la lucha por la tierra, por primera vez el CRIC subrayó, en su
Cuarto Congreso, celebrado en Tóez (Tierradentro), la necesidad de organización
económica para el fortalecimiento de las comunidades indígenas y la reconstruc-
ción económica de los territorios recuperados. En su búsqueda de formas adecua-
das de organización productiva, el CRIC estuvo inicialmente inclinado a adoptar
el modelo EC, pero con varios ajustes.

El cabildo sí debe impulsar organizaciones económicas en cada res-


guardo, pero en la medida de lo posible independientemente del go-
bierno. Se recomienda […] formar empresas comunitarias autónomas
[…] Las tierras recuperadas no deben dividirse. Pueden sin embargo
trabajarse en formas mixtas. Pequeñas parcelas de pancoger y el resto
de lo recuperado trabajarlo en forma comunitaria. Esto con el fin de

había comprado estas tierras a un precio de 370 mil pesos colombianos (para ese entonces equi-
valentes a alrededor de US$ 16.000), después de lo cual el Instituto las revendió a los indígenas
con un crédito a 15 años. En julio de 1974 los guambianos habían pagado apenas 20 mil pesos
colombianos (Corry 1976). ¡Hay que destacar que en este ejemplo no se han considerado las deudas
relacionadas con los préstamos adicionales para proyectos comerciales!

98 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

ir modificando, paso a paso, la forma individualista de producción e


irnos familiarizando con la producción colectiva (CRIC 1981: 34, 36).

Hubo diversas razones por las cuales el CRIC pensó que era deseable introducir
formas de producción colectiva en territorios recuperados, a pesar de que, tradi-
cionalmente, los paeces nunca habían trabajado de modo colectivo. Primero que
todo, existían motivos estratégicos. Aun después de una recuperación exitosa de
la tierra, las comunidades locales se veían enfrentadas a menudo con intentos de
retaliación de sus antiguos terratenientes. Hubo también intentos de propietarios
de haciendas vecinas de asesinar a líderes importantes, y por ello era inteligente
unificar grupos de familias en asociaciones como las EC; de esta forma sería más
difícil para los sicarios ubicar a miembros de la comunidad. Además, había sur-
gido el hecho de que las primeras empresas comunitarias indígenas habían ser-
vido como una especie de refugios seguros donde otras comunidades luchadoras
podían resguardarse y discutir tranquilamente la preparación de nuevas ocupacio-
nes de tierra. De esta manera, las EC desempeñaron un rol importante en el apoyo
logístico de la lucha por la tierra. En segundo lugar hubo razones económicas. El
CRIC aparentemente creyó en las supuestas ventajas productivas de las EC invo-
cadas por el Incora y otras instituciones agrarias. Por lo general, se asumía que el
sistema de producción cooperativa a gran escala brindaría un modo más eficiente
(“racional”) del uso de la mano de obra y otros recursos, como también acceso
mucho más fácil a créditos y servicios, y que esto conduciría a un aumento más
rápido de la producción respecto a las formas tradicionales individuales del uso
de la tierra (Zamosc 1986). Estas ventajas parecieron adecuarse a las comunida-
des, en particular en los territorios recuperados, debido a que su producción había
llegado a un virtual estancamiento durante los años de lucha activa, y a que ellos
tenían que enfrentar una escasez de mano de obra (muchos hombres estaban toda-
vía en prisión) (José Domingo Caldón y Luis Alfredo Muelas, Comité Ejecutivo
del CRIC, comentario personal, 18 de enero de 2001).

Inicialmente, el CRIC no tenía criterios claros para orientarse respecto al pago


de la tierra por las EC que estaban en proceso de constitución. Por ejemplo, en
respuesta a la exigencia de pago que les hacía el Incora, la organización indígena
había declarado: “en tierras recuperadas solamente pagamos las mejoras de la
tierra” (CRIC 1981: 36); esto en la práctica significaba que las comunidades ten-
drían que pagar los cultivos perennes, las cercas, los establos y las casas de las
fincas, cuyo valor a menudo excedía el precio de la tierra. Sin embargo, el CRIC
sí se preocupó desde un principio por el control que ejercía el Incora sobre las EC:
la organización les advirtió a sus miembros que los funcionarios de las institu-
ciones gubernamentales (Incora) “muy pocas veces […] representan el auténtico
interés de las comunidades” y que a menudo “trabajan para restringir la lucha del

| 99
campesino” (CRIC 1981: 34,39). Cuando tuvieron que tomar decisiones acerca
del funcionamiento de las EC, esto los alentó a actuar autónomamente frente al
Incora. El CRIC no desaprobaba los préstamos ofrecidos por este organismo, pero
declaró que estos no eran “ni suficientes ni apropiados” (CRIC 1981: 40).

De cualquier modo, en medio del fragor de la lucha por la tierra, en 1975 el CRIC
parecía estar más interesado en “liberar” a las comunidades indígenas de las rela-
ciones de dependencia cotidianas locales respecto a los propietarios no indígenas
y a otros actores económicos (intermediarios, comerciantes, etc.), que en la inde-
pendencia institucional respecto al Incora. Por ejemplo, el CRIC estimuló a las
comunidades para que asumieran una amplia colaboración económica entre las
distintas EC, y complementariamente desarrollaran una infraestructura econó-
mica autónoma en forma de una red de tiendas comunitarias. Esta red fue dise-
ñada para operar como una cooperativa de mercadeo y suministro, responsable,
por un lado, de la recolección y venta de los productos (principalmente cultivos
para venta externa) de las EC y, por otro, de la compra directa de los bienes indus-
triales (alimentos y herramientas), que se acostumbraba adquirir en los almace-
nes de dueños no indígenas. Las ventajas de escala alcanzadas permitirían a las
comunidades obtener un máximo de beneficio cuando mercadearan sus produc-
tos. Al mismo tiempo les permitiría superar el sistema de distribución al detal de
los propietarios de almacenes no indígenas. Además, las tiendas comunitarias
también estarían en capacidad de realizar un papel en el intercambio de produc-
tos (alimentos) entre las comunidades (Antonil 1978; CRIC 1981; Gros 1991a,b).

En la misma línea de esta política de “recuperación económica”, el CRIC también


alentó a las comunidades a continuar el uso de instituciones locales (tradiciona-
les) de trabajo comunal dentro de las EC, por ejemplo la minga (pi’txçxa mjïnxi),
fiesta de trabajo comunal ordenada por un grupo amplio de parentesco; o la ‘mano
prestada’ (puutx pu’çxni), sistema de trabajo recíproco compartido entre familias.
La continuación de estas prácticas no solamente expresaría el carácter específico
de las comunidades (contrastándolas con los métodos de producción individual
de los grandes propietarios), sino que contribuiría a un reforzamiento de los lazos
dentro y entre las EC de las diferentes comunidades (veredas), algo que era consi-
derado favorable para impulsar el desarrollo de la lucha por la tierra (CRIC 1981).

En otras palabras, el CRIC propuso una economía que debería consolidarse


localmente (en los territorios recuperados) mediante la apropiación y adecuación
cuidadosa de modelos externos de organización. Al mismo tiempo, buscaría satis-
facer “el ideal de un resguardo comunitario” (Antonil 1978: 268).

100 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

Luego de 1975, el CRIC se opuso cada vez con más firmeza al Incora y a su pro-
grama de Empresas Comunitarias, recogiendo la crítica de unas comunidades
cada vez más frustradas, hecho que fue expresado en los seminarios regionales
de 1976 y 1977 (CRIC 1981). Durante el V Congreso, en Coconuco en marzo de
1978, el CRIC presentó nuevas directrices respecto a la constitución de las EC en
resguardos indígenas. En esta ocasión, la variante indígena de las EC y las tiendas
comunitarias cooperativas fueron descritas fundamentalmente como un instru-
mento de lucha. Asimismo, el marco jurídico oficial de las EC fue explícitamente
rechazado; ese programa era descrito ahora, en palabras cargadas ideológica-
mente, como un “instrumento demagógico” dirigido a desmovilizar a las comu-
nidades indígenas y sujetarlas al “sistema capitalista” (CRIC 1981: 117-118)59. La
organización regional rechazó toda injerencia impuesta sobre las EC indígenas,
particularmente las referentes a los reglamentos internos; de ahora en adelante,
las comunidades redactarían ellas mismas los estatutos de acuerdo con las cir-
cunstancias y las necesidades específicas de la comunidad local. La exigencia de
pagos por la tierra recuperada fue también rechazada de tajo al declararse que
“la aceptación de las escrituras sería desconocer el título del resguardo” (CRIC
1981:129). Con respecto a los créditos, se les recomendó a las comunidades “no
meterse con créditos demasiado grandes que no se esté en capacidad de controlar”
y se les aconsejó “buscar el crédito entre las mismas organizaciones económicas
de la lucha y no con las entidades oficiales” (CRIC 1981: 110).

Al final, el CRIC definió una fórmula para una EC indígena autónoma, que estaba
basada en el modelo tecnocrático del Incora, pero que, al mismo tiempo, era cla-
ramente diferente, en especial en virtud de su definido papel revolucionario en la
lucha por la tierra que estaban librando.

Las empresas comunitarias son las formas asociativas que consti-


tuimos para organizar nuestro trabajo productivo; los socios de las
empresas comunitarias son principalmente compañeros que han par-
ticipado directamente en la lucha de recuperación de la tierra. Su ob-

59 “Las organizaciones de producción comunitaria y mercadeo comunitario para el sector


rural (cooperativas y empresas comunitarias) son impulsadas por el Estado a fines de la década
de los años sesenta como parte del proyecto de Reforma Agraria con el cual la burguesía pretende
impulsar la modernización capitalista del campo colombiano. […] Su financiamiento depende del
Estado: los recursos económicos, la técnica, la administración, la orientación, etc., son dictados
por las entidades oficiales encargadas de estos programas. Los campesinos asociados sólo cuentan
como receptores de planes que se les imponen. A pesar de la demagogia que cada gobierno hace
con estas organizaciones, su resultado a favor del campesinado pobre ha sido verdaderamente in-
significante y los campesinos han terminado nuevamente frustrados y pagando las consecuencias
de planes extraños a su propia realidad, de la ineficacia de las instituciones oficiales y de la inepti-
tud de muchos funcionarios que se convierten en sus nuevos patrones” (CRIC 1981:117-118).

| 101
jetivo general es el de fortalecer económica y organizativamente a
las comunidades, y […] dar orientación política de lucha a los miem-
bros. Deben trabajar en estrecho contacto con el cabildo, autoridad
máxima del resguardo, y siempre mantienen su autonomía frente a
las entidades oficiales [en otras palabras, Incora]. Las empresas pres-
tarán solidaridad a otros compañeros en lucha (Basado en extractos
tomados de CRIC 1981: 119-130).

En Jambaló, las recomendaciones políticas del CRIC fueron implementadas fiel-


mente por las comunidades luchadoras, con la aprobación del cabildo. En 1978, el
gobernador Luciano Quiguanás organizó el primer encuentro en Zumbico sobre
la organización económica de las tierras recuperadas. En esta ocasión, las fami-
lias presentes (luchadores por la tierra) nombraron juntas directivas para las “EC
del cabildo” todavía en formación (CNU 2002a), las cuales estuvieron solamente
abiertas a aquellos miembros de la comunidad que hubieran tomado parte activa
en la lucha por la tierra (a los contrarios se les impidió definitivamente vincularse
a la organización). Poco tiempo después del encuentro, se establecieron las pri-
meras EC autónomas.

Mientras los miembros de las familias retuvieron sus derechos a sus


encierros iniciales y les fue permitido extenderlos de acuerdo a las
posibilidades de limpia y quema en las tierras remanentes sin culti-
var de la vereda, las tierras más fértiles de la hacienda inicial fueron
mantenidas intactas como una pieza indivisible singular de tierra que
era explotada colectivamente con uno o dos días de trabajo bajo la
supervisión de la junta directiva (Findji y Rojas 1985: 113).

A través de la nueva red de tiendas comunitarias, las EC participaron en el inter-


cambio de bienes con las otras organizaciones comunitarias (las otras EC, la parte
“libre” del resguardo, y las comunidades luchadoras) y mantuvieron relaciones
con actores económicos del mundo exterior (Findji 1993).

Aunque buena parte de lo decidido por las comunidades era defendible en tér-
minos de autonomía indígena, su actitud totalmente adversa al Incora también
representaba claras desventajas. Aunque el rechazo a pagar por la tierra era legí-
timo sobre la base de la Ley 89, el gobierno no estaba preparado para garantizar
la propiedad de la comunidad en otra forma; esto significó que el traspaso legal,
al cabildo, de la tierra recuperada –es decir, como una parte reconocida del res-
guardo– quedó en suspenso. En estas circunstancias, el problema no era que el
Incora estuviera sobrecargando a las comunidades con proyectos de desarrollo
culturalmente inapropiados, sino más bien que ese organismo les negaba el acceso

102 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

a créditos y asistencia técnica, privilegios que solamente podían reclamar si ellos


poseían títulos sobre la tierra (CRIC 1981)60.

Sin embargo, el CRIC fue consciente del hecho de que el chantaje económico
constante del Incora hacia las comunidades, que aspiraban a la prosperidad eco-
nómica, a largo plazo afectaría la convicción política de sus miembros. Aunque la
organización no tenía una solución inmediata a este problema, declaró:

Es importante recalcar que el hecho de explotar una tierra, aunque en


forma comunitaria, dentro de condiciones capitalistas, crea una serie
de contradicciones internas que si no hay una clara organización y
educación política acaban con la organización en forma disimulada
[…] De modo que, en general, a lo máximo que podemos aspirar fren-
te a nuestras organizaciones económicas es a mantener la lucha entre
las dos líneas [desarrollo revolucionario vs. consolidación económica]
haciendo un esfuerzo permanente por que no se acaben estas empre-
sas ni sean absorbidas por el sistema capitalista (CRIC 1981: 131-132).

La crisis interna del CRIC y el Encuentro de Barondillo



En los primeros meses de 1978 empezaron a surgir algunas diferencias dentro del
CRIC. Los líderes de varias comunidades luchadoras –incluida la de Jambaló–
sentían que el comité ejecutivo de la organización había desarrollado un estilo
de liderazgo burocrático y que había empezado a disminuir su interés hacia las
iniciativas y puntos de vista de los cabildos –aun cuando la junta directiva, el con-
sejo de representantes de los cabildos, fuera formalmente la máxima autoridad
de la organización (Vasco 2002b). Habían surgido objeciones, además, contra la
orientación ideológica desarrollada, en colaboración, por el comité ejecutivo junto
con sus consejeros políticos de tendencia izquierdista. En Coconuco, durante el
V Congreso, a las comunidades se les había presentado una plataforma política
en la cual las luchas indígenas se interpretaban esencialmente como “una lucha
entre campesinos indígenas y terratenientes” y, como tal, eran parte de la “amplia
lucha de clases entre el pueblo oprimido y explotado, contra la burguesía y su
capitalismo imperialista” (CRIC 1981: 66-67). Esta interpretación de la situación
encontró resistencia en los líderes comunitarios críticos, que recibían influencia de
los antropólogos no indígenas, externos, solidarios, que querían usar la especifici-
dad cultural de las comunidades indígenas como la base y punto de arranque para

60 El CRIC analizó la situación: “El problema principal no es que el Incora haya planificado
en contra de la voluntad de los socios sino la carencia misma del crédito” (CRIC 1981:127).

| 103
el fortalecimiento de la organización (Vasco 2002b)61. Sin embargo, en lugar de
asumir la crítica seriamente, el comité ejecutivo desestimó esta postura diciendo
que era inadecuadamente tradicionalista (indigenista) y que constituía un intento
por crear discordia interna en sus filas (CRIC 1981). Este enfrentamiento hizo que
diversas comunidades se distanciaran de la organización regional y que empeza-
ran a coordinar las recuperaciones de tierra por sí solas.

Aquí mucha gente nos ha tildado que en el CRIC nos hemos dividido.
Pero lo que nosotros hicimos fue una independización; hemos queda-
do un poco aislados. No era por división […] Hubo ciertos problemas.
En el comité ejecutivo del CRIC empezaron a desconocer al compa-
ñero Víctor Daniel Bonilla [uno de los solidarios]; se pusieron en con-
tra de él y desde luego vino a trabajar por acá con las comunidades de
nosotros (Marcelino Pilcué, CNU 2001a: 29).

El debilitamiento de la organización indígena coincidió con un incremento en las


actividades de diversos grupos guerrilleros en el país, el M-19 en particular. A fina-
les de los años setenta, este grupo extendió sus operaciones al área rural del norte
del Cauca y empezó a disputar el poder militar, sobre los territorios indígenas, con
las FARC (ver también CNU 2002b, Safford y Palacios 2002). El incremento de
la amenaza revolucionaria indujo al recién elegido presidente liberal Julio César
Turbay Ayala (1978-1982) a dictar el Estatuto de Seguridad Nacional, que con-
cedía a los militares más poder para combatir a las guerrillas. Sin embargo, este
estatuto –que había ampliado significativamente la definición jurídica de ‘pertur-
bación del orden público’, ‘rebelión’, y ‘asociación ilegal’– fue también empleado
para suprimir muchas, si no todas, las organizaciones sociales del país. Esto se
hizo calificando sistemáticamente sus actividades como subversivas o aun acusán-
dolas de tener vínculos activos con las guerrillas (Bagley 1989; Zamosc 1986). El
CRIC, que se había perfilado explícitamente como anticapitalista en su programa
político, también cayó en esta trampa. Cuando el 2 de enero de 1979, el M-19
asaltó el depósito de armamento del Cantón Norte en Bogotá, y logró robar más
de 5.000 armas, la organización indígena fue acusada de recibir algunas de ellas.
El comité ejecutivo en pleno fue rápidamente arrestado –y torturado en prisión– y
la oficina principal en Popayán fue cerrada por tiempo indefinido; se declaró el
estado de sitio en el norte del Cauca y Tierradentro y, bajo el Estatuto de Seguridad
Nacional, el área fue puesta bajo mando militar62. Los terratenientes de la región

61 Aunque por lo general el CRIC en sus actas de asamblea y sus documentos ignoró los des-
acuerdos, algunos indicios en cuanto a las contradicciones ideológicas que estaban surgiendo se
pueden encontrar en las memorias del V Congreso (CRIC 1981).
62 Bagley (1989) muestra que el ataque frontal del gobierno al CRIC llegó a ser de hecho una

104 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

(unidos en el CRAC) aprovecharon estas nuevas circunstancias para intensificar


aún más la persecución al movimiento de recuperación de tierras. Con el apoyo
de la policía, el ejército y los servicios de inteligencia (DAS y F2), empezaron a
cercar a los líderes indígenas importantes, muchos de los cuales fueron arresta-
dos. A la sombra de la represión oficial, los “pájaros” o asesinos a sueldo también
estuvieron más activos: en un breve período muchas personas fueron asesinadas
(ver también Bagley 1989; CNU 2002b; CRIC 1981). En esta difícil situación,
las comunidades vieron significativamente reducidas las posibilidades de organi-
zarse. Una total sensación de desaliento entre los luchadores por la tierra condujo
a una suspensión de todas las ocupaciones de tierra (Vasco 2002b).

No fue sino hasta la segunda mitad de 1979 cuando la situación se desbloqueó; la


comunidad de Jambaló, liderada por el gobernador Bautista Guejía, tomó la ini-
ciativa de organizar una manifestación pública contra la represión de las organi-
zaciones indígenas y sus líderes. Este encuentro, realizado en Barondillo (una de
las veredas de Jambaló), se convirtió en la primera movilización indígena a gran
escala desde que el Estatuto de Seguridad Nacional fuera promulgado (septiembre
de 1978). En presencia de autoridades locales, de periodistas y de algunos de los
colaboradores o simpatizantes externos no indígenas que habían ayudado a lograr
que el encuentro fuera posible, más de 400 indígenas de diversas comunidades
(que incluían Corinto, San Francisco, Tierradentro y El Chimán) exclamaron a
una sola voz: “El CRIC no ha muerto; el CRIC somos las comunidades organiza-
das en lucha” (Emiliano Güejia, CNU 2002a: 5; Vasco 2002b), opinión que era
tanto una declaración de apoyo a la organización regional como una repetición
de la crítica previamente planteada en contra del comité ejecutivo. Ellos también
gritaron: “Las armas de los indígenas son la pala y el barretón”, una expresión con
la cual los participantes se distanciaban de las acusaciones de complicidad con las
guerrillas (CNU 2002b:6). Después del encuentro de Barondillo, el movimiento
de recuperación de tierras empezó cautelosamente a reagruparse desde las bases.
En febrero de 1980 se organizó un segundo encuentro en Jambaló, esta vez para
conmemorar la recuperación exitosa de Guayope (1978), pero también para con-
memorar la muerte de los hermanos Casso, que habían sido asesinados durante
los conflictos con los terratenientes. En esta ocasión estuvieron presentes delega-
ciones de nada menos que de doce resguardos, incluido el cabildo de Guambía,
el cual realizó su primera visita a la comunidad de Jambaló (CNU 2002a; Vasco

profecía autocumplida. La acusación de complicidad con las guerrillas y los eventos subsiguientes
condujeron a algunos indígenas activistas a creer que dentro de la estructura política existente era
imposible solucionar las injusticias, lo cual motivó a varios de los miembros más radicales del
CRIC a crear la organización guerrillera Quintín Lame. Sin embargo, este pequeño grupo armado,
que desarrolló nexos con el M-19, permaneció prácticamente inactivo hasta 1984.

| 105
2002b). El evento marcó el comienzo de un aumento notable de las relaciones
entre los paeces de Jambaló y los guambianos de Silvia (Guambía). Los asistentes
se declararon a favor de un compromiso renovado para apoyarse mutuamente en
el fortalecimiento de los cabildos y la organización comunitaria; así, en el cierre
del encuentro el eslogan “Viva la autoridad indígena” fue coreado por primera vez
(Findji 1993: 58). Poco tiempo después, empezaron a ocurrir de nuevo las ocupa-
ciones de tierra en Jambaló y en los resguardos paeces vecinos; un poco más tarde
la lucha por la tierra empezó también en Guambía.

Relaciones con Guambía y la promulgación del Derecho Mayor

Hasta 1979, Guambía no había participado en el movimiento de recuperación de


tierras. Aunque los guambianos de Las Delicias y El Chimán formaron parte de
las primeras comunidades de terrajeros luchadores y habían estado en la cuna de
la organización indígena regional (el CRIC), la recuperación de estas dos hacien-
das (1963 y 1971 respectivamente) había sido prácticamente un fracaso, los guam-
bianos habían tenido que pagar la tierra y no habían podido obtener el apoyo ni
del cabildo ni de los habitantes del resguardo, y esto había provocado un temprano
estancamiento de la lucha por la tierra en Guambía; esta fue la conclusión de los
primeros luchadores, que se reunieron en Las Delicias en 1978 para evaluar sus
experiencias. Con el fin de revivir la lucha por la tierra, ellos iban a tener que
unirse con la comunidad en general y asegurarse el apoyo del cabildo63. Más
o menos por este tiempo se descubrieron los títulos coloniales de la tierra del
Gran Chimán. Estos mostraban que la tierra de muchas haciendas que bordeaban
Guambía les perteneció antes a los guambianos. Este descubrimiento convenció a
muchos miembros de la comunidad acerca de la justicia y la necesidad de la lucha
por la tierra. En 1979, Javier Morales fue elegido gobernador y ahora Guambía por
fin tenía un cabildo luchador (como en Jambaló seis años atrás). Morales acordó
convertir el problema de la tierra en Guambía en asunto de discusión y permi-
tió que los miembros de la comunidad apoyaran las ocupaciones de tierra que
estaban ocurriendo en resguardos vecinos (Vasco 2002c). Empleando los viejos
lazos de amistad que los unían con Jambaló (Zumbico), los guambianos fueron a
Barondillo y Guayope en 1979 y 1980; allí encontraron inspiración para revivir su
propia lucha. Después de numerosos encuentros y discusiones internas, el gober-
nador Segundo Tunubalá decidió en 1980 organizar la Primera Asamblea del
Pueblo Guambiano, con el objetivo simbólico de unir a todos los guambianos bajo
una única autoridad y, a un nivel más práctico, ganar un amplio apoyo social para
la recuperación que se avecinaba en las partes ocupadas del resguardo. En este

63 Las conclusiones de este encuentro fueron registradas en el folleto: “Las Delicias: 15 años
de experiencia”, Despertar Guambiano No. 1, 1978.

106 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

evento, que tuvo lugar en junio y al cual asistieron representantes de 32 diferentes


comunidades de resguardo y más de mil invitados solidarios y colaboradores64 de
sindicatos, universidades y organizaciones sociales, las autoridades guambianas
presentaron al mundo exterior un manifiesto –El Manifiesto Guambiano– en el
cual plantearon varias ideas para legitimar su posición en la lucha por la tierra
(Vasco 2002b). El centro de esta declaración fue el concepto de Derecho Mayor,
una idea jurídica fundada en el hecho de que los indígenas son los habitantes
originales de América y tienen, intrínsecamente, derecho a su propia autoridad
y territorio –en lengua guambiana esto se expresa con la palabra mayelé, la cual
traduce ‘tierra comunal autogobernada’ (Vasco 2002b)– y el derecho a seguir
existiendo como comunidad distinta dentro de la sociedad colombiana.

¡Mayelé, mayelé, mayelé! El mundo fue creado para todos pero a no-
sotros nos quitan de la Tierra. Por eso nos hemos puesto a recordar y
a pensar que en todo el tiempo, desde siempre, los indígenas hemos
vivido en estas tierras y muchas más [...] Esta es la verdad, la más
grande verdad, porque ninguno en el mundo puede negar que este
continente fue ocupado, habitado, trabajado antes que nadie por nues-
tros antepasados, luego por nuestros padres y hoy por nosotros mis-
mos. De ahí, de esta verdad mayor, nace nuestro Derecho Mayor. Por
eso, ahora que hemos abierto los ojos, estamos en este pensamiento
de lucha: que todo trozo de tierra americana donde vivamos y trabaje-
mos los nativos indígenas nos pertenece: porque es nuestro territorio,
porque es nuestra patria. Esto es nuestro derecho mayor por encima
de todos nuestros enemigos, por encima de sus escrituras, por enci-
ma de sus leyes, por encima de sus armas, por encima de su poder.
Por derecho mayor, por derecho de ser primeros, por derecho de ser
auténticos americanos. En esta gran verdad nace todito nuestro dere-
cho, todita nuestra fuerza. Por eso debemos recordarla, transmitirla y
defenderla [...] recuperar nuestra tierra, pero tierra común con cabildo
indígena. Porque tenemos derecho a organizar en forma distinta, a
dirigirnos nosotros mismos, a tener el mando sobre nuestra tierra.
Porque el cabildo es la máxima autoridad, estamos organizando por
medio del cabildo con nuestra propia idea (Extracto del “Manifiesto
Guambiano”, Guambía, 1980, en Roldán 1990: 803-804).65

64 Rappaport (2005) y Laurent (2005), al describir la génesis de las organizaciones políticas


indígenas colombianas, hacen una clara distinción entre solidarios y colaboradores. Los últimos
son personas no indígenas que trabajan dentro del CRIC (como miembros de la organización); los
primeros son personas no indígenas simpatizantes y partidarios de las luchas indígenas, pero que
en su mayoría trabajan desde fuera.
65 Un tiempo después, los solidarios que estuvieron presentes en la Asamblea difundieron

| 107
Además del Derecho Mayor, los guambianos también introdujeron, por primera
vez, la palabra ‘pueblo’ en relación con la protección de sus derechos, una forma
de identificarse a sí mismos, que estuvo destacada aún más por la presentación
de una bandera guambiana especialmente creada para esta ocasión, ejemplo que
fue pronto seguido por los paeces y por otros pueblos. De esta forma, los guam-
bianos definitivamente renunciaron a identificarse como campesinos (como una
clase social), como abogaba el CRIC (1981), y priorizaron en cambio su identi-
dad indígena. A pesar de que este punto de vista estaba centrado en lo étnico, al
mismo tiempo la organización de los guambianos, que se basa en las nociones
indígenas de reciprocidad, planteaba la siguiente idea en el título del Manifiesto:
“De nosotros y para ustedes también” (Ibe namuyguen y ñimmereay gucha). Esta
forma de expresarse era una manifestación de esperanza para la sociedad mayor,
manifestación basada en la solidaridad y el respeto mutuo por los derechos de
cada uno (Findji 1992).

Poco después de la Asamblea, cientos de guambianos empezaron la ocupación de


Las Mercedes, una hacienda de cría de ganado de raza, de propiedad de Ernesto
González Caicedo, senador de la República. La familia del propietario y las auto-
ridades locales opusieron gran resistencia. Sin embargo, gracias a la perseveran-
cia de los guambianos, apoyados en diversas ocasiones por los paeces de Jambaló
y los indígenas pastos de Cumbal (Nariño), y con el apoyo moral de colaboradores
externos de varias ciudades colombianas66, al final se las arreglaron para forzar
al propietario a retirar su ganado; esto significaba que la hacienda ahora efectiva-
mente pertenecía a ellos. El 20 de julio de 1981 se organizó una ceremonia festiva
para rebautizar como Santiago la vereda de la hacienda, nombre que tenía relación
con un antiguo luchador por la tierra. Los gobernadores de Jambaló y Cumbal
fueron designados ‘padrinos’ de esta recuperación (Findji 1992; Vasco 2002b,c).

Las tardías pero oportunas iniciativas de los guambianos, así como las ideas en
las cuales las fundamentaron, dieron al movimiento de recuperación de tierras
en el suroccidente de Colombia (particularmente en Cauca y Nariño) un nuevo
impulso y señalaron el comienzo de nuevas ocupaciones de tierra en Jambaló
(Barondillo-La Cruz y Loma Gorda), Guambía (hacienda El Tranal) y en otros
resguardos paeces (incluido Munchique).

ampliamente el Manifiesto Guambiano, el cual fue publicado como folleto con el título “Para pro-
clamar nuestro derecho”, Despertar Guambiano No. 2, 1980.
66 Durante la recuperación de Las Mercedes, el movimiento solidario organizó un encuentro
público en Popayán para entregar al cabildo un documento titulado “Reconocimiento al derecho
del pueblo guambiano”, que fue firmado por 300 organizaciones y personas de toda Colombia
(Findji 1992; Vasco 2002b).

108 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

El Estatuto de Seguridad Nacional y la Marcha de Gobernadores

Las continuas ocupaciones de tierra por las comunidades indígenas estaban


haciendo pasar cada vez más vergüenzas al gobierno de Turbay Ayala, que buscó
entonces contener la agitación en el campo y reducir las actividades de las organi-
zaciones sociales opositoras. Puesto que los indígenas defendían exitosamente sus
acciones con la Ley 89 de 1890, el gobierno comenzó a pensar en un contraataque
jurídico. En 1979, el presidente anunció su plan de “desempolvar” una vieja pro-
puesta (enviada en 1973 por la organización misionera Ascoin)67 dirigida a refor-
mar la legislación indígena. En consecuencia, Turbay pidió al Congreso poderes
extraordinarios para preparar un Estatuto Indígena que estuviera de acuerdo con
el Estatuto de Seguridad Nacional. Unos meses más tarde se presentó un pro-
yecto de ley que proponía entregar al gobierno más control sobre las comunidades
indígenas –por ejemplo, dándole a la DAI el poder de decidir sobre la existencia
jurídica de comunidades y de verificar sus relaciones con terceras personas68– y
que creaba la posibilidad, en asuntos de tierras, de legitimar de hecho las ocupa-
ciones de partes de los resguardos por propietarios no indígenas. Diversos repre-
sentantes y organizaciones indígenas, así como numerosos movimientos sociales
de apoyo no indígenas, inmediatamente interpretaron el proyecto de ley como un
ataque contra el deseo de las comunidades indígenas de recuperar la tierra de los
resguardos e incrementar su autonomía. La oposición se las arregló para que reti-
raran el proyecto después de señalar que las comunidades interesadas no habían
sido consultadas acerca del mismo. Pero el gobierno insistió, y en mayo de 1980 se
presentó un nuevo proyecto de ley que argumentaba que la Ley 89 había llegado
a ser inútilmente obsoleta, y en el que la representatividad de las organizaciones
indígenas era cuestionada abiertamente. Al mismo tiempo, el gobierno lanzó una
campaña de información para asegurarse el apoyo de las comunidades indígenas
(Gros 1991a; Jimeno y Triana 1985).

Sin embargo, los esfuerzos hechos por el gobierno para presionar y sacar ade-
lante sus planes sobre las comunidades indígenas tuvieron el efecto opuesto,
pues se convirtieron en un catalizador para el movimiento indígena, que endu-
reció su oposición y se movilizó en todo el país, en un intento por detener el
avance del proyecto (Gros 1991a). Para resistir, las organizaciones y comunida-
des indígenas utilizaron dos estrategias diferentes: el CRIC y las organizaciones

67 En 1976, Cornelio Reyes, por entonces ministro de Gobierno, también había presentado en
el Congreso una propuesta para reformar la legislación indígena existente (Jimeno y Triana 1985).
68 Como expresara Gros (1991a: 224), este constituyó un intento del Estado de reservarse
para sí el poder de decidir “quién es indígena y quién no” y determinar “quién puede representar
[a las comunidades indígenas] y con qué clase de personas y organizaciones pueden ellas entrar
en contacto”.

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indígenas relacionadas organizaron un Encuentro Indígena Nacional, que tuvo
lugar en Lomas de Ilarco (en el vecino departamento del Tolima) en octubre
de 1980, para exigirle respeto al gobierno por los derechos de las comunidades
indígenas –en términos de autonomía y territorio–, como estaba establecido
en la legislación nacional existente, en particular en la Ley 89 de 1890. Las
comunidades indígenas que se habían separado del CRIC (que habían consti-
tuido una organización rival independiente que más tarde se conocería como
Maiso –Movimiento de Autoridades Indígenas del Suroccidente– y más tarde
AICO, Autoridades Indígenas de Colombia [ver también pie de página 27 de
este mismo capítulo]), fueron un paso más adelante en su crítica y rechazaron el
proyecto del gobierno, contrastando la legislación nacional con su propia con-
cepción jurídica, basados en el Derecho Mayor que habían hecho público los
guambianos a comienzos de junio. Para este fin, las comunidades de Guambía,
Jambaló, Novirao y Jebalá, seguidas por los indígenas pastos de Cumbal
(Nariño) y los kamtsá de Sibundoy (Putumayo) decidieron organizar la Marcha
de Gobernadores, desde Cumbal, en la frontera con Ecuador, hasta Bogotá.
Durante esta marcha de tres semanas, en la cual se vio a los indígenas pasar por
muchas ciudades y poblados rurales, ellos explicaron el concepto de Derecho
Mayor a las organizaciones sociales y autoridades, y pidieron al pueblo colom-
biano solidaridad con su lucha (Vasco 2002b).

Con esa marcha nosotros fuimos haciendo entender a los obreros y


a la clase popular, que nosotros veníamos por un derecho y nosotros
hablamos del Derecho Mayor. Nosotros hablamos de una ley que no
fuera parecida a la que hacía el Estado, sino que nosotros hacíamos
ver que nosotros éramos primero que los blancos. Y así lo hicimos
y hasta en el Senado de la República entramos […] discutiendo eso
(Emiliano Güejia, CNU 2002a: 6-7).

Aunque las autoridades indígenas solamente lograron algo de atención de la comi-


sión del Congreso en Bogotá, en cambio pudieron posicionar a sus comunidades
con una mayor visibilidad e incrementaron el apoyo social para la causa indígena.
De esta forma, la marcha contribuyó parcialmente al congelamiento temporal (sin
fecha definida) del proyecto de Estatuto Indígena. A su retorno a sus respectivas
comunidades, la marcha fue evaluada positivamente. Los participantes decidieron
establecer un grupo de acción, los Gobernadores en Marcha, que poco después
adoptaría el nombre de Autoridades Indígenas del Suroccidente, AISO (Findji
1992), hoy Autoridades Indígenas de Colombia (AICO).

110 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

La culminación de la lucha de la tierra en Loma Gorda y Alta Cruz

En Loma Gorda y Barondillo, las comunidades locales tuvieron que librar una
fiera batalla contra Julián López y Saulo Medina, los propietarios de dos fincas
de ganadería extensiva: La Bártola y Alta Cruz (juntas comprendian aproxima-
damente 450 hectáreas). Las primeras ocupaciones de tierra, en 1978 y 1979, no
habían perdurado aquí, principalmente debido a que los grupos de terrajeros y
de miembros de las veredas vecinas eran muy pequeños para resistir las persecu-
ciones de los terratenientes. Por ello, en 1980 el gobernador Aparicio Quiguanás
decidió dar a esta recuperación un nuevo impulso. Utilizando los nuevos contactos
con Guambía, el cabildo pudo reforzar a la comunidad local con unos mil guam-
bianos; así, juntando esfuerzos, de nuevo pudieron convertir una gran porción de
pastizales en tierra arable. Sin embargo, de nuevo los propietarios se rehusaron
a cambiar de opinión: inmediatamente después de la acción de los indígenas en
Barondillo, Saulo Medina soltó sus 400 cabezas de ganado sobre las áreas recién
sembradas para destruir las nuevas plantaciones. Aún más, los mayordomos de
Julián López en Loma Gorda asesinaron a uno de los luchadores por la tierra
(CNU 2001a; 2002a).

Después de este revés, el gobernador indígena Emilio Güejia decidió en 1981


tomar medidas más drásticas. Tras la exitosa recuperación en Guayope, el cabildo
decidió finalmente, en consulta con la comunidad local, retirar los bienes del pro-
pietario, en otras palabras, sacar el ganado de la hacienda. Se escogió una fecha
especial para la acción, que se llevaría a cabo por primera vez en Barondillo: el 20
de julio, día de la independencia nacional. Ese día, el propietario y sus mayordo-
mos no estarían en la hacienda. La comunidad local también se aseguró del apoyo
de un grupo de luchadores simpatizantes del resguardo vecino de San Francisco.
El día señalado, 300 indígenas decididos –incluyendo el cabildo– llevaron el hato
completo de ganado desde Alta Cruz hacia abajo, al valle opuesto, para dejar
personalmente los animales en la finca de Saulo Medina (CNU, 2001a; 2002a).
Cuando ellos fueron llamados a cuentas, el grupo utilizó las mismas tácticas que
ellos y los guambianos habían usado durante la recuperación de Las Mercedes:
todos los luchadores se agruparon firmemente alrededor del cabildo defendién-
dolo como comunidad.

Cuando nosotros íbamos abajo con el ganado, nos encontramos con


el terrateniente, el hijo del terrateniente, con unos policías, que venían
preguntando, que dónde estaba el gobernador, que ellos venían a arre-
glar por las buenas. Y la gente, como no entregaba al gobernador, sino
que la defensa era que todos éramos gobernadores. El hijo del terrate-

| 111
niente preguntaba a mí mismo que quién era el gobernador y yo decía
que no, que el gobernador éramos todos. Él decía que de todas formas
él venía a arreglar con la comunidad por las buenas. Pero nosotros no
hicimos caso, sino que seguimos pa’ delante a encerrar el ganado en
San Francisco y de para arriba bloqueamos toda la carretera (la llena-
mos de piedras y de palos) (Emiliano Güejia, CNU 2002: 7).

Al día siguiente los indígenas hicieron lo mismo con el ganado de Julián López,
que llevaron arriado por el camino desde La Bártola hasta La Mina (CNU, 2001a,
2002a). Pero los propietarios rehusaron ceder: mientras los indígenas continuaban
exitosamente bloqueando los caminos de acceso a las haciendas de la parte alta, los
propietarios decidieron demandar al cabildo dirigido por Emilio Güejia. Aunque
la policía de Jambaló fue incapaz, una y otra vez, de arrestar al cabildo, debido a la
intervención masiva de las comunidades indígenas, el gobernador Emilio Güejia
recibió una citación de un juez de Santander de Quilichao dos meses después de la
toma de las haciendas. Sin embargo, para este momento las acciones de la comu-
nidad de Jambaló ya habían captado la atención del Incora y de los colaboradores
externos no indígenas, que acudieron en ayuda de los indígenas.

En Santander, allí me sirvió de abogado un ‘solidario’ que se llamaba


Alonso Muñoz, de Popayán. Él fue y me sirvió de abogado y yo le
dije: “Yo fui a presentarme, y que el delito nuestro era que estábamos
recuperando lo que era nuestro”. Y en esa forma no pudieron hacer
nada. Dejaron eso quieto. Al fin quedé libre otra vez y seguimos tra-
bajando (Emiliano Güejia, CNU 2002a: 8).

Sorprendentemente, a las comunidades indígenas se les reconoció finalmente su


derecho y ambos propietarios se vieron forzados a vender sus propiedades de
Jambaló al Incora. Así, al final de 1981 se logró dar un gran impulso a las recu-
peraciones en Loma Gorda y Barondillo. Este positivo desenlace elevó significati-
vamente el prestigio del cabildo y la autoconciencia de la comunidad, y alentó las
recuperaciones en curso en otras veredas, que incluían Chimicueto, El Tablón, El
Picacho y Vitoyó (CNU 2001b, 2002b).

No obstante, la deseada y laboriosa recuperación tuvo un precio. La presencia de


las guerrillas (FARC y M-19) y el Estatuto de Seguridad Nacional, el cual estaba
todavía en vigencia, sirvieron de justificación para que los terratenientes conti-
nuaran con la persecución de los indígenas luchadores por la tierra. En los años
1981 y 1982, al menos seis líderes indígenas fueron asesinados por bandas de
“pájaros” (en Vitoyó, Loma Gorda y El Tablón) –crímenes que el sistema de jus-
ticia colombiano dejó impunes, –y muchos otros luchadores fueron detenidos en

112 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

prisiones en Popayán, Santander de Quilichao y Cali (CNU 2001a,b)69. Las comu-


nidades también sufrieron mucho debido a las difíciles condiciones y al trastorno
de la producción agrícola como consecuencia de las ocupaciones de la tierra. Un
estudio sobre la situación socioeconómica, realizado entre 1981 y 1982 por dos
solidarios de la Universidad del Valle (Cali), María Teresa Findji y Víctor Daniel
Bonilla, en colaboración con el cabildo, reveló que muchos hogares no estuvieron
en capacidad de reproducirse ni económica ni biológicamente debido a la situa-
ción de miseria y pobreza, y por lo tanto los investigadores concluyeron que la
situación en Jambaló fue extremadamente crítica (CNU 2002a,b; Findji y Rojas
1985; Vasco 1988)70.

La visita del presidente Belisario Betancur y el reconocimiento final

A mediados de 1982, la política en Colombia finalmente dio un giro a favor de


las comunidades indígenas luchadoras. En las elecciones presidenciales de julio,
Belisario Betancur, candidato presidencial conservador reformista, ganó por un
margen estrecho al candidato liberal y expresidente Alfonso López Michelsen. En
respuesta a la fallida política de seguridad de su predecesor Turbay Ayala, cuyo
objetivo de derrotar a las guerrillas por medios militares había conducido sola-
mente a un aumento de la violencia política, el nuevo presidente había prometido
a sus votantes abolir el Estatuto de Seguridad Nacional y buscar un acuerdo de
paz negociado con varios grupos armados. Betancur había prometido, además,
un programa para realizar reformas políticas y socioeconómicas moderadas, que
se orientaba a incrementar la participación social en el proceso político (Bagley
1989). Los líderes indígenas afiliados a AISO decidieron aprovechar esta apertura
política para plantear como temas de discusión de la política nacional la represión
y los problemas urgentes de las comunidades indígenas. Por lo tanto, invitaron al
presidente a asistir al cierre del Tercer Encuentro de Autoridades Indígenas, en
Silvia, en noviembre de ese año. La aceptación de Betancur a esta invitación y el
encuentro que le siguió marcaron, en más de un aspecto, un punto destacado en la
historia del movimiento indígena en Colombia.

La idea era de hablar del Derecho Mayor y del fortalecimiento de


nuestra autonomía como autoridad […] Tuvimos esas formas del re-

69 En este período hubo también víctimas entre los “pájaros” (en Chimicueto, por ejemplo)
y entre los terratenientes (cuatro miembros de la familia Penagos en Buenavista), probablemente
a manos de las guerrillas, que tenían la intención de ganar para su causa a los indígenas, o po-
siblemente a manos de indígenas vengativos (cinco años antes tres líderes indígenas habían sido
asesinados en Buenavista por su antiguo patrón) (CNU 2001a).
70 En 1982, la tasa de mortalidad infantil registrada para Jambaló fue de 300 por cada mil
nacidos vivos, mientras el promedio de esperanza de vida era solamente de 32 años (Vasco 1988).

| 113
conocimiento de nuestro derecho […] Se decía el Derecho Mayor,
porque éramos nativos de nuestro territorio y por eso era que tenía-
mos que fortalecer nuestra autonomía […] Venían las ideas de que nos
relacionemos “de autoridad a autoridad y de gobierno a gobierno”, o
sea como actualmente decimos “dialoguemos” […] Así se logró esa
idea de entrevistarse con el presidente Belisario Betancur, directa-
mente entre diferentes gobernadores de los resguardos de diferentes
municipios y el presidente. Se le hizo una invitación aquí en el ­Cauca,
y él aceptó [así] reconociendo todas esas marchas, reconociendo
todas esas consignas que nuestras comunidades tenían (Marcelino
­Pilcué, CNU 2002a: 27-28).

El jueves 11 de noviembre de 1982, el helicóptero del presidente aterrizó direc-


tamente en la recuperada hacienda Santiago (antes llamada Las Mercedes) en el
resguardo de Guambía (Silvia), donde fue recibido por un selecto grupo de gober-
nadores indígenas, sin la presencia de representantes de ningún gobierno local o
regional, que no habían sido invitados al evento, signo este que fue rápidamente
interpretado por colaboradores y oponentes como una legitimación de la lucha
indígena por la tierra (Findji 1992). Durante este encuentro personal, y protegido
por la guardia cívica indígena y no por el ejército, Betancur proclamó un discurso
cuidadosamente preparado ante una multitud de más de mil indígenas, en el cual
reconoció la injusticia que les habían infligido a ellos sus predecesores, y anun-
ció su decisión de cancelar definitivamente el proyecto de Estatuto Indígena. En
respuesta al llamado hecho por los líderes indígenas para que empezaran a tratar-
los en relaciones “de autoridad a autoridad” (horizontales), el presidente formal-
mente reconoció a los cabildos como interlocutores legítimos, una decisión que
fue simbólicamente respaldada por su puesto en la mesa, al quedar situado entre
los gobernadores de Guambía (Avelino Dagua) y Jambaló (Marcelino Pilcué). El
presidente Betancur llamó la atención sobre la necesidad de interlocución y par-
ticipación para desarrollar una nueva política respecto a la situación socioeconó-
mica de las comunidades indígenas.71 Al respecto, señaló:

71 “Al considerar los pueblos indígenas como interlocutores válidos, capaces y responsables
de su propio devenir, la política del Estado se orienta entonces a reforzar la legitimidad legal y la
participación decisoria de las autoridades indígenas, garantizar sus derechos específicos como
minorías étnicas y crear un contexto de apoyo y cooperación fructífera en todos los aspectos que
atañen a la vida de estas comunidades, a fin de permitirles un etnodesarrollo autogestionado y au-
tosostenido” (Belisario Betancur durante el Tercer Encuentro de Autoridades Indígenas, en Silvia,
Cauca, 11 de noviembre de 1982; citado en Roldán 1990: 758). Es de notar que las autoridades in-
dígenas no son reconocidas como representantes de ‘pueblos indígenas’ o ‘naciones’, como AISO
había estado proponiendo, sino como representantes de ‘minorías étnicas’ (Findji 1993).

114 |
La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

Cerca de 100 años después [de la Ley 89 de 1890], no es posible man-


tener sin acción y sin vigencia real el orden jurídico que fue concebi-
do para reconocer la autonomía de las autoridades y la organización
de los cabildos. Y sé en fin, señores gobernadores, señores miembros
de las comunidades indígenas, sé en fin, que el problema esencial es
el de las tierras. Pues bien: el Estado tomará las medidas tendientes
a que ellas regresen, dentro de la ley, a los legítimos dueños, me-
diante la intervención de las oficinas del Estado a cuyo cargo y bajo
cuya responsabilidad queda el cumplimiento de esta tarea (Belisario
Betancur durante el Tercer Encuentro de Autoridades Indígenas en
Silvia, ­Cauca, 11 de noviembre de 1982; citado en Gros 1991c: 263).

El cambio anunciado en la política indígena representó desde luego una completa


rehabilitación de los derechos de las comunidades indígenas con respecto al terri-
torio y a la autonomía, como había sido establecido en la Ley 89 de 1890, o, como
Roldán (1990: vi) señaló,

[L]a aceptación por la Nación colombiana del derecho de las comu-


nidades indígenas a poseer y habitar un territorio y, en aplicación de
este derecho, la facultad a reclamar y conseguir que el Estado les
garantice la plena propiedad de los espacios que han ocupado por
tradición y la devolución de los que han perdido y requieren para el
mantenimiento y el ejercicio plenos de su vida familiar y comunita-
ria; la capacidad de las comunidades indígenas para darse sus propias
formas de gobierno y para disfrutar de un alto grado de autonomía en
la definición de sus propios modelos internos de organización econó-
mica y administrativa.

Para los representantes de las comunidades indígenas presentes, el tenor de este


mensaje se percibió claramente:

Él en ese momento reconoció de que sigan sosteniendo la legisla-


ción indígena [El presidente dijo:] “Si la tienen empolvada, desempól-
venla, sacúdanla” y eso nos reconoció desde allí, desde la venida de
­Belisario Betancur (Marcelino Pilcué, CNU 2002a: 28).

| 115
Mapa 3
Zonas del resguardo de Jambaló.

El resguardo de Jambaló, indicando


la zona alta (sur), Zumbico, las zonas
media y baja (norte), con sus respec-
tivos poblados: Jambaló, La Mina y
Loma Redonda.

Fuente: Muñoz y Soscué, 2000, Jambaló y Jambaló 2001


Ilustración y reproducción: A. C. van Litsenburg y R. van Dorst

116 |
Foto 3
Jambaló, vereda Ipicueto (zona alta), enero de 2001. Una familia páez realiza tareas agrícolas
en su parcela familiar en las estribaciones de la Cuchilla de Solapa.
Fotografía: Joris van de Sandt.
4. El manejo comunal de recursos en Jambaló
En el capítulo previo se describieron las formas como los paeces de Jambaló
defendieron su territorio, en las décadas de los años setenta y ochenta, frente al
mundo exterior, y cómo, de acuerdo con las circunstancias, utilizaron tanto méto-
dos de acción directa como la ley del Estado. En este capítulo se describirán las
formas como los paeces regulan y organizan el uso y manejo del ambiente natural
y los recursos en su territorio. Como diversos autores han señalado, el uso de la
tierra y los recursos naturales por una comunidad indígena, así como su organiza-
ción, pueden también ser considerados como defensa del territorio en una de sus
formas más elementales, porque los derechos territoriales se afirman, en últimas,
a través del uso concreto y continuo de los recursos contenidos en él (Rappaport
1982; Sanabria 2001).

La descripción del uso y manejo de los recursos por los paeces se centra en las
diversas instituciones comunales que influyen a diferentes niveles –individuo,
grupo, comunidad y resguardo– en la determinación de “quién tiene acceso a,
y control sobre qué recursos, y arbitra sobre recursos en disputa” (Leach et al.
1999: 226). Además de las prácticas (regularizadas) de manejo de los recursos,
por necesidad esa descripción también se centra en las normas/reglas locales indí-
genas (es decir, aquellas que tienen su base jurídica en la comunidad, indepen-
dientemente de si estas tienen también una base jurídica en las leyes del Estado)
que han surgido como producto de estas prácticas y serán un punto de referencia
para la reproducción y renovación de estas instituciones de manejo. Al respecto,
se le concederá particular atención a los cambios provocados en las prácticas/ins-
tituciones de manejo de recursos en el período comprendido entre 1985 y 2000
como respuesta a diversos factores internos/externos.
En su etnografía de Jambaló de 1985, Territorio y economía en la sociedad páez,
Findji y Rojas incluyeron una breve sección (9 páginas) titulada “Tenencia de
la tierra en 1982”, que brindaba una descripción concisa, de las prácticas y los
tipos de tenencia de la tierra existentes en el territorio al final del período la lucha
por la tierra (pp. 109-118). Estos autores registraron una gran variedad de tipos
de tenencia, algunos de los cuales eran antiguos y otros habían sido adoptados
recientemente: adjudicación individual (usufructo), adjudicación global (empresa
comunitaria), propiedad privada, terraje y arrendamiento. Los dos últimos tipos de
tenencia se hallaban principalmente en la zona del norte de Jambaló, todavía clasi-
ficada como ‘tierra ajena’, es decir, todavía no reintegrada al territorio. El recuento
que sigue empieza donde Findji y Rojas lo dejaron, y describe el manejo comu-
nal de recursos en cada una de las tres zonas en las cuales los paeces de Jambaló
actualmente dividen su territorio; cada una de las tres zonas tiene un carácter par-
ticular en términos de ecología/clima/topografía e historia sociocultural reciente.

Manejo comunal de recursos en la zona alta

La zona alta de Jambaló es el área localizada a ambos lados del valle de la parte
alta del río Jambaló (2.100 msnm), principalmente escarpada, con terreno des-
igual, de pendientes fuertes, y surcada por varias corrientes de agua que se
originan, las del flanco oriental en el pantanoso e inhóspito Páramo de Moras
(3.800 msnm), y las del flanco occidental en la cadena montañosa conocida como
Cuchilla de Solapa (3.000 msnm).

La parte alta del resguardo comprendía originalmente nueve veredas (es decir, las
subdivisiones del resguardo junto con sus comunidades): Campo Alegre, Loma
Pueblito, La Laguna, Loma Gorda, Zumbico y Monte Redondo, sobre el flanco
oriental; y Paletón, Solapa e Ipicueto sobre el flanco occidental; las otras vere-
das (La Odisea, Nueva Jerusalén y Pitalito) son divisiones posteriores de las que
acabamos de mencionar. En total, estas nueve veredas comprenden aproximada-
mente una tercera parte del territorio del resguardo, un área que alberga alrededor
de 4.150 personas (datos de 2001). Este dato no incluye a los habitantes del pueblo
de Jambaló –en su mayoría no indígenas–, situado en el centro de la zona alta y en
el que viven aproximadamente 900 personas; este es el asentamiento más grande
del resguardo y el centro administrativo tanto del cabildo como del municipio (ver
mapa 4, página 183).

En este territorio agreste, los miembros de las familias predominantes –Cuetia,


Güejia, Ipia, Tombé y Dagua– por lo general habitan y cultivan franjas de terrenos
planos o en pendiente. Además de una mezcla de cultivos de subsistencia típicos
de esta altitud, como cultivo productivo siembran principalmente fique, fibra que

120 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

se emplea en la producción de materiales de empaque y que venden en el mercado


regional, en centros cercanos como Silvia, 25 km al sur, a donde llegan por una
carretera sin pavimentar.

Historia de la apropiación y uso de la tierra


La zona alta de Jambaló es la sección habitada más antigua del resguardo. Cuando
en el último cuarto del siglo XVI un grupo de familias, que comprendía unos 700
a 800 individuos, bajo el liderazgo de su cacique cruzaron el Páramo de Moras,
que sirve como punto de paso entre Tierradentro y la vertiente occidental de la
Cordillera Central, se asentaron en Llano de Calambás, que es una zona plana
situada cerca del río que hoy lleva el mismo nombre (Sendoya n. d., en Findji y
Rojas 1985). En el siglo siguiente, estas familias ampliaron el área que habitaban,
desde el asentamiento indígena (‘pueblo de indios’ o ‘reducción’) de Jambaló (un
primer censo poblacional de 1720 registró 178 habitantes, de los cuales 39 paga-
ban tributo [Findji y Rojas 1985]) hacia el terreno relativamente abierto y uni-
forme que constituye hoy la vereda de La Laguna: su paisaje agrícola actual revela
labranza intensa y prolongada. Por tanto, las veredas del sur sobre la vertiente
oriental del río Jambaló –Campo Alegre, Loma Pueblito y La Laguna– pueden
considerarse como la parte más antigua del resguardo. En el otro lado del río y
frente a este asentamiento, la ribera izquierda (Solapa y Guayope), que estaba bajo
control español y constituida por guaycos (encierros pequeños rodeados por tie-
rras en rastrojo), otros paeces habitaban en viviendas dispersas y escondidas en la
entonces abundante vegetación de las faldas de la Cuchilla de Solapa. La densidad
de población relativamente baja y las relaciones de parentesco en las veredas de
Paletón, Solapa e Ipicueto dan pie para asumir que esta área podría haber corres-
pondido a la parte del territorio ocupada por familias que durante los tiempos de
la Colonia evadieron los censos de población, con lo cual escaparon a las obliga-
ciones del tributo y al adoctrinamiento de los misioneros (Findji y Rojas 1985).

El patrón de asentamiento que acabamos de describir parece haberse mantenido


más o menos igual durante los siguientes 200 años (a pesar de las guerras del
siglo XIX, tanto las de independencia como las civiles que azotaron la región,
solamente se registró un muy bajo incremento de población durante este período
[Roldán 1975]), aunque sí ocurrió algún cambio durante el boom de la quina
entre 1850 y 1880 (Cuervo 1956 [1893]). Principalmente debido a que estas tierras
agrestes y frías eran en su mayor parte inadecuadas para la agricultura comercial,
los habitantes de las veredas de la zona alta de Jambaló pudieron permanecer
libres de usurpaciones de tierra por propietarios no indígenas y por la Iglesia. Así,
la zona más alta se ha mantenido siempre como resguardo, incluyendo su sistema
de tenencia de la tierra, el cual fue parcialmente reglamentado en la Ley 89 de
1890 (todavía vigente). Como la tierra está definida como propiedad colectiva

| 121
inalienable, o sea, “propiedad poseída y defendida por la comunidad local” (cfr.
Schlager y Ostrom 1992: 249), el cabildo elegido anualmente adjudica los dere-
chos de usufructo a las familias individuales (esos derechos no pueden ser ven-
didos, hipotecados ni apropiados), al tiempo que mantiene algún control sobre la
tierra, principalmente respecto a su adjudicación; adicionalmente, el cabildo tiene
responsabilidad en la mediación de las disputas de tierra1. Este sistema comu-
nal no se extiende a las tierras inmediatas a la población de Jambaló, que, como
cabecera municipal, fue declarada área de colonización para pobladores mestizos
y blancos a comienzos del siglo XX (Ley 55 de 1905) y se rige por el derecho de
propiedad privada individual.

Al oriente de estas, que son las veredas más antiguas, está el frío y ventoso Monte
Redondo, que incluye las planicies pantanosas del Páramo de Moras (el lugar
donde, según el mito, los jefes coloniales de los paeces nacieron y desaparecie-
ron al final de sus vidas), lugar que por largo tiempo permaneció deshabitado.
Las familias de las veredas abajo de este páramo ocasionalmente limpiaban los
campos para la agricultura, con el fin de sacar ventaja de la complementariedad
vertical de microclimas (la altitud del territorio de Jambaló oscila entre 1.600 y
3.800 msnm y comprende tres niveles ecológicos). En la década de los treinta, la
parte más habitable de esta gran área –llamada La María– fue colonizada por un
pequeño grupo de indígenas guambianos, quienes como terrajeros habían sido
expulsados de la hacienda El Chimán, en Silvia (Guambía). Buscando refugio en
Jambaló, el cabildo de entonces les permitió asentarse permanentemente en el
resguardo páez mediante la compra de los derechos de usufructo (Findji y Rojas
1985). Desde entonces, los guambianos de Monte Redondo, aunque forman un
grupo claramente diferenciado (actualmente forman del 3% al 5% de la población
del resguardo), se integraron en el contexto de la comunidad.

Paisaje de retazos de parcelas individuales familiares


En 1890, año en que fue promulgada la Ley 89, la tierra sobre la vertiente occiden-
tal de la Cordillera Central era todavía abundante. En aquellos días, todo el res-
guardo estaba poblado por aproximadamente 500 familias paeces (Roldán 1975),
que habitaban en grupos de viviendas dispersas sobre tramos de terrenos planos
o irregulares. Cada una de estas veredas estaba separada de las otras por alguna
barrera natural, por ejemplo el cauce de una quebrada o unas colinas altas. Entre
las viviendas, que comprendían también los campos agrícolas y las tierras en ras-
trojo de diversas épocas, aún existían tierras desocupadas donde la gente podía
recolectar leña o poner a pastar el ganado, y donde se podían asentar nuevas

1 Hasta 1991, las funciones de este cabildo estuvieron bajo la supervisión del gobierno muni-
cipal no indígena (blanco).

122 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

familias (Cuervo 1956 [1893]). En el momento de esta investigación y de acuerdo


con los últimos censos (Jambaló y Jambaló 2001a), solo en la zona alta están
viviendo más de 600 familias. Todos están sufriendo las consecuencias de esta
explosión demográfica que ha ocurrido especialmente desde los años ochenta. La
escasez de tierra es más y más aguda dado que las tierras arables en la zona ya han
sido distribuidas; con cada nueva generación el área de cultivo para las familias
se ve reducida.

A pesar del aumento de la población, los comuneros de la zona alta han persistido
en su modo disperso de asentamiento, analizado por diversos autores como una de
las características culturales de mayor persistencia entre los paeces (Bernal 1968;
Ortiz 1973; Rappaport 1982, 1990)2. Pocas familias viven permanentemente en
asentamientos nucleados (en la zona alta, correspondería al pueblo de Jambaló,
centro administrativo del municipio); en vez de eso, prefieren vivir en parcelas
separadas en las tierras montañosas escarpadas.

Parado en lo más alto de la montaña uno puede ver los techos es-
parcidos en las estribaciones, filos y hondonadas de las montañas
como pequeños puntos esparcidos. Están conectados solamente por
una red de caminos estrechos, a menudo intransitables, excepto a pie
(Ortiz 1973: 50).

Aunque ahora la mayoría de las veredas está conectada por un camino polvo-
riento que en la mayor parte del año es transitable en carro, todavía la principal
consideración para ubicar el sitio de una vivienda parece estar relacionada con
la cercanía a la tierra de la familia y la proximidad a las fuentes de agua (Ortiz
1973). Para los habitantes del resguardo, el pueblo de Jambaló –cuyos habitantes
son en su mayoría blancos o mestizos– es un lugar de encuentro donde la gente
se reúne cuando va al mercado o asiste a las fiestas o reuniones de la comunidad.

El patrón disperso de asentamiento tiene una importancia especial en la apropia-


ción y uso de la tierra y en las formas de explotación agrícola (Bernal 1968). En
la zona alta de Jambaló, el núcleo familiar forma el centro de la actividad agrí-
cola. Los hogares usan la mayor parte de su tierra para cultivos de subsistencia,
principalmente maíz, fríjol y tubérculos. Esta tierra es cultivada por medio de la
técnica de rocería (tala y quema). Una parcela de roza (é, tsavi-é) generalmente
no produce más que dos cosechas consecutivas. Por lo tanto, cada año una familia

2 Los intentos gubernamentales por concentrar a los nativos en núcleos de asentamiento,


tanto en el período colonial como en el republicano, y realizados por autoridades civiles y eclesiás-
ticas fallaron siempre (Bernal 1968).

| 123
quema y planta solamente parte de su tierra, por lo general no más de una o dos
hectáreas; el resto es mantenido como rastrojo (yu´uk), como reserva para cultivo
futuro. Junto a las áreas de rastrojo y de cultivo, la mayor parte de los hogares
tiene una parcela donde siembra cultivos permanentes, como fique (sisal) y, en un
grado menor, café y caña de azúcar. Estos cultivos son cosechados anualmente
y son destinados en buena parte al mercado local y regional. Tradicionalmente,
los paeces también mantienen una huerta (yac tul) donde cultivan una amplia
variedad de vegetales y plantas medicinales, entre las cuales se encuentra la coca.
Igualmente, por lo general las familias no tienen toda su tierra en un solo sitio,
sino repartida en diversas parcelas de la vereda, aunque en su mayoría no muy
lejos de su lugar de habitación. Por lo tanto las verdes montañas de la zona alta
se ven como “una colcha de retazos de parcelas cultivadas, tierras en rastrojo y
zonas recién quemadas” (Rappaport 1982: 49).

La organización social y la vereda


Para describir y analizar adecuadamente las formas como los paeces de la zona
alta de Jambaló han organizado y regulado el uso cotidiano de la tierra y las
actividades de manejo de sus recursos, se necesita comprender las instituciones
sociales y las organizaciones comunitarias que toman parte en este manejo (cfr.
Contreras 1996).

Hasta una época reciente, los antropólogos (Ortiz 1973; Rappaport 1982; Pachón
1987) sostenían que el hogar, que usualmente consistía en el núcleo familiar,
era la única unidad social y económica significativa en la sociedad páez. En
general, Pachón describió las relaciones sociales de los paeces restringidas al
grupo doméstico:

Los contactos con personas diferentes son escasos; los patrones dis-
persos de asentamiento, las distancias entre las diferentes viviendas
y el mal estado de los caminos que las conectan no facilitan una vida
social activa. Por lo tanto, las visitas a los miembros de la familia o
amigos son muy raras: solamente durante las mingas, los días acia-
gos, y los días de hambrunas y de abundancia, como también, obvia-
mente, durante las fiestas ocasionales (Pachón 1987:228).

De esta manera, se ha descrito a los paeces caracterizándolos por el llamado


‘individualismo del hogar’ (Ventura 1996) y se afirma que no cuentan con grupos
organizados más allá del núcleo familiar, excepto por la autoridad central que
controla la tierra, el cabildo (cfr. Ortiz 1973).

124 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

Sin embargo, describir el resguardo de los paeces como una comunidad de núcleos
familiares y de individuos es una representación simplista de su organización
socioeconómica. Como se vio en la descripción anterior de la lucha por la tie-
rra (cap. 3), entre la familia y el cabildo existe una unidad social secundaria con
capacidad de acción. Esta es la “comunidad de vereda” o, como la llamó Perafán
(1995: 101), “unidad residencial de vecinos”. La cohesión de este grupo –que al
menos a veces actúa como colectividad– está parcialmente basada en el paren-
tesco. Las nuevas parejas generalmente construyen su casa sobre la tierra adya-
cente a la habitada por la familia del esposo, en tierra cedida por su padre. Por lo
tanto, cada vereda es habitada por una o diversas familias patrilineales y patrilo-
cales, aunque no existe una correspondencia completa entre grupos de parentesco
y comunidad local (comparar con Pachón 1987). A pesar de que carece de un claro
liderazgo, la vereda en la zona alta ha estado tradicionalmente vinculada a la reso-
lución de conflictos y disputas menores entre sus miembros, independientemente
del cabildo (Perafán 1995). No existe evidencia histórica para sugerir que en estas
partes la vereda haya tenido alguna vez un papel significativo en el manejo de
recursos, por ejemplo con respecto al manejo de las tierras de pastoreo o al orden
en que las tierras en rastrojo deberían ser intervenidas (ver por ejemplo Contreras
1996). Las actividades económicas y formas de trabajo comunal han girado en
torno a las instituciones de la minga (pi’txçxa mjïnxi) –una fiesta de trabajo orga-
nizada para realizar tareas agrícolas específicas (limpieza, desyerbe, cosecha)– y
de la mano prestada (puutx pu’çxni); es decir, el intercambio recíproco de trabajo.
Estos colectivos de trabajo temporales no fueron iniciados por la vereda, sino
por hogares individuales y se basaron en lazos ya existentes como las redes de
parentesco y amistad. Las mingas en particular a menudo comprendían alianzas
matrimoniales entre familias de diferentes veredas, con lo cual se ampliaba la
solidaridad de la comunidad mayor (Ortiz 1973; Perafán 1995; cfr. Field 1996).

Esta situación contrastaba con lo que ocurría en las zonas baja y media, donde
las fronteras de la vereda a menudo coincidían con la jurisdicción de la hacienda
de terraje, y donde la comunidad local fue obligada a replegarse sobre sí misma
y convertirse en una unidad más cohesionada socialmente como resultado de sus
obligaciones de trabajo colectivo (terraje). Aunque en estas zonas también se man-
tenían vivas las instituciones de la minga y de la mano prestada, el propietario
de hacienda además designaba un capitán3, escogido entre la comunidad local,

3 Al igual que otras comunidades paeces (Ortiz 1975; Rappaport 1982), la zona alta también
tenía un capitán, pero esta persona cumplía una función diferente de la del capitán de la hacienda
del terrateniente. Puesto que heredaba su título y era confirmado en su puesto por el cura de la pa-
rroquia, cumplía un papel de consejero del cabildo y era responsable de coordinar los proyectos de
la comunidad al nivel de resguardo. En Jambaló, el puesto de capitán desapareció, tal como ocurrió

| 125
(en algunos casos, por ejemplo en Zumbico, a la comunidad se le permitió elegir
a esta persona), que usualmente se mantenía en el cargo durante largo tiempo y
era responsable de supervisar la distribución de los ‘encierros’ de las familias y
la coordinación de la fuerza colectiva de trabajo en las fincas del terrateniente
(Findji 1993)4.

En la zona alta, la vereda –como unidad social– solamente comenzó a desempe-


ñar un rol en el manejo comunal de recursos después de la introducción de dos
nuevas instituciones comunitarias a finales de los años setenta: la junta de acción
comunal (JAC) y la tienda comunitaria. Tomando a la vereda como la unidad
básica de organización social, las JAC fueron creadas por el gobierno colom-
biano como comités de autoayuda responsables de la promoción del desarrollo
económico local. Inicialmente, la ejecución por las JAC de pequeños proyectos
de obras públicas (escuelas, caminos, etc.), así como la distribución de fondos de
cofinanciación, estuvieron bajo la supervisión de políticos locales (no indígenas).
Con el tiempo, sin embargo, las JAC se las arreglaron para alcanzar una mayor
autonomía y fueron exitosamente cooptadas por el cabildo e incorporadas como
parte integral de su gobierno indígena. Hoy, las JAC indígenas (o ‘indigenizadas’)
son frecuentemente movilizadas, tanto en la zona alta como en las zonas media y
baja, para realizar una amplia variedad de trabajos comunitarios en sus respecti-
vas veredas. A su turno, la tienda comunitaria surgió en el curso de la lucha por
la tierra como resultado de los esfuerzos del CRIC por promover el desarrollo
de una infraestructura económica autónoma. También organizada a nivel vere-
dal y con un consejo rotativo, las tiendas fueron diseñadas para funcionar como
cooperativas de abastecimiento y comercialización, responsables, por un lado, de
la recolección y comercialización de los cultivos producidos por las familias, y
por otro, de la compra y venta, a gran escala, de alimentos y productos básicos,
con lo cual se evitaba el monopolio comercial de los tenderos y terratenientes no
indígenas. Adicionalmente, las tiendas comunitarias a menudo también cumplen
una función financiera, pues, en tiempos de necesidad, suministran préstamos de
emergencia y raciones de alimentos a miembros de la comunidad.

con el cargo de capitán de la hacienda, cuando el cabildo asumió más autoridad en el transcurso
de la lucha por la tierra.
4 Las dinámicas sociales particulares de la vereda en aquellas partes de los resguardos paeces
ocupadas por terratenientes no indígenas, particularmente en la vertiente occidental de la ­Cordillera
Central, han sido poco estudiadas. Los antropólogos han preferido centrarse en las comunidades
más tradicionales o socialmente intactas del corazón del territorio páez, Tierradentro. La excepción
es Findji (1977, 1985 [y Rojas], 1993), que, como antropóloga activista adquirió un conocimiento
profundo de estas comunidades de terrajeros en las décadas de los años setenta y ochenta.

126 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

En la sección La administración económica bajo nuevas realidades: la escasez


de tierra se tratará con más detalle el rol de estas “modernas” instituciones pae-
ces en la administración económica comunitaria. Sin embargo, primero es nece-
sario dar una descripción del sistema de reglas y prácticas de tenencia comunal
en la zona alta, puesto que ellas determinan las actividades de uso y el manejo de
las tierras y los recursos, en otras palabras, “el mantenimiento territorial páez”
(Rappaport 1985: 29).

Sistema de tenencia comunal de la tierra y otros recursos


En cualquier descripción de la tenencia de la tierra se debe estar consciente del
hecho de que uno camina por una delgada línea que separa, por un lado, el des-
cribir un sistema de normas y, por el otro, un conjunto de prácticas existentes,
los cuales no siempre ni necesariamente se corresponden. Es común asumir que
la Ley 89 de 1890 y el Decreto 74 de 1898 sean consideradas, en esencia, una
codificación de las prácticas de tenencia existentes en la época en los resguardos
andinos del sur de Colombia (Rappaport 1982, 1990a, 1994). No se puede afirmar
con certeza hasta qué punto la tenencia de la tierra de los paeces –como conjunto
de prácticas– a lo largo de todo el siglo XX haya correspondido a la Ley 89, algu-
nas de cuyas partes eran completamente nuevas para ellos, particularmente las
disposiciones sobre registro y herencia de la tierra. Ortiz (1973: 41), por ejemplo,
anotó con respecto a los paeces de Tierradentro, a finales de los años sesenta,
que los cabildos eran en general descuidados en llevar a cabo sus obligaciones
legales, particularmente con respecto a “mantener todos los documentos relacio-
nados con la adjudicación de las tierras”. Este podía también haber sido el caso
de Jambaló, donde la autoridad y la efectividad del cabildo fueron relativamente
débiles durante el período entre 1930 y 19705. Sin embargo, desde que apareció
la lucha por la tierra y la consiguiente recuperación de la autoridad del cabildo (la
cual fue además fortalecida por la Constitución de 1991), ha habido una notable
reactivación de la Ley 89, y las prácticas de tenencia de la tierra han tendido cada
vez más a converger con la normatividad pertinente, en tanto esta no haya sido
superada por las nuevas realidades de escasez de tierra. La siguiente descripción
presentará la tenencia de la tierra entre los paeces en su carácter de práctica hasta
donde se justifique hacerlo, y se referirá a la Ley 89 y a otra legislación cuando
sea oportuno.

5 Nota del grupo revisor del texto: Esta debilidad se explica en buena medida por la fuerza y
poder que tuvieron los políticos, los terratenientes y la Iglesia, para controlar y reducir el despertar
del movimiento indígena, y en particular el territorio, que era reducido. Así, la designación de las
autoridades indígenas y las JAC estuvo manejada y controlada por los políticos locales de turno,
mientras que la Iglesia se encargaba de inducir a creer a los comuneros que tomarse las tierras era
“pecado”.

| 127
Derechos de usufructo sobre la tierra
Cada miembro adulto de la comunidad (comunero) tiene derecho a cultivar una
parcela que lo mantenga a él y a su familia6. Con el fin de reclamar una determi-
nada parcela, todo lo que un miembro de la comunidad tiene que hacer es empezar
a cultivarla y luego informar de sus intenciones al cabildo7. Una vez este último
ha aprobado la solicitud y ha registrado los derechos, el miembro de la comuni-
dad puede utilizar la parcela durante tanto tiempo como él (o ella) lo necesite.
Sin embargo, una vez que la tierra deje de ser cultivada, los derechos expiran y
regresan a la comunidad. Los derechos de usufructo así adquiridos son exclusivos
y, puesto que los padres los pueden pasar a sus hijos, son también permanentes,
aunque condicionados al requerimiento de cultivar la parcela, a menos que esta
se encuentre en la etapa de ‘descanso’ (monte, yu´uk) del ciclo agrícola. En otras
palabras, la tenencia comunal de la tierra se individualiza por las familias que la
cultivan, pero la relación entre la comunidad y la tierra siempre se mantiene.

Aunque las familias tienen derechos de usufructo sobre la tierra, las cosechas
son consideradas propiedad de la persona que las ha sembrado. Por lo tanto, las
familias son autónomas de protegerlas construyendo defensas en piedra o con un
encierro provisional. Aunque el derecho de usufructo no expira durante el período
de rastrojo, el uso de los recursos sobre y dentro del terreno durante este período
no es exclusivo de quien tiene el derecho de usufructo (ni de su familia). Por ello, a
los miembros de otras familias se les permite recolectar troncos que hayan caído,
desviar aguas y usar materiales del suelo para actividades de construcción8. En el
pasado, cuando había más tierra disponible y los períodos de rastrojo eran todavía
prolongados, la gente aprovechaba las tierras de rastrojo para pastorear sus reses
y ovejas y las de sus vecinos, que vagaban libremente por el área. En las décadas
pasadas, estas prácticas de uso comunal de las zonas de rastrojo han caído en
desuso en muchas partes de la zona alta, puesto que la disponibilidad de tierra
es ahora muy baja, lo que ha causado un incremento de disputas entre familias
vecinas. Hoy en día, estas mantienen en sus corrales el poco ganado que poseen,
o en algunos casos en un potrero cercado, usualmente de tamaño muy pequeño.

Los derechos de pastura y recolección indican que la pretensión individual de un


miembro de la comunidad sobre la tierra se debilita durante los períodos de ras-
trojo. Por esa razón, el usuario tiene que mantenerse expresando su intención de

6 Ley 89 de 1890, artículos 7.4 y 20; Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículos 25.4 y 76; Decreto
50 de 1937 (Cauca), artículo 6.
7 Un principio que se conoce generalmente como ‘derecho de primera ocupación’.
8 En principio, otras personas podrían también cazar o pescar allí; sin embargo, debido al
agotamiento de la reserva de animales silvestres y peces en el resguardo, en las últimas décadas
estas actividades han disminuido significativamente en importancia.

128 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

continuar con el derecho de usufructo, lo cual sucede cada vez que él (o ella) lim-
pia una parcela, la cultiva y cosecha su producido (Rappaport 1982). Cuando una
parcela se ha dejado de utilizar por un largo período (es decir, la tierra se ha que-
dado ociosa) y aparentemente ha sido abandonada, el cabildo tiene la autoridad
para reasignarla a otra familia9. En general esto sucede después de un abandono
de más de 10 años10; sin embargo, estas reasignaciones siempre tienen en cuenta
las circunstancias personales del usuario inicial.

Limitaciones y alcances de los derechos de usufructo


Como acabamos de ver, los derechos de usufructo sobre la tierra están restringi-
dos por la tenencia latente (o residual) de aquella por el cabildo –que se manifiesta
cada vez que se reasigna una parcela ociosa– y por los derechos de recolección y
pastura de otros miembros de la comunidad durante los períodos de rastrojo. Los
derechos de usufructo también están restringidos por otros factores, todos rela-
cionados con la enajenación de los derechos de tierra (transferencia sincrónica).
Dado que el resguardo está definido como la propiedad inalienable e imprescrip-
tible de una comunidad indígena en su conjunto, las familias no pueden vender,
arrendar o hipotecar la tierra a personas de fuera de la comunidad11, porque esto
amenazaría la integridad del territorio. La violación de esta regla explica parcial-
mente, de acuerdo con los jambalueños, cómo al comienzo del siglo XX amplias
partes del resguardo en las zonas media y baja terminaron en manos de colonos
no indígenas. En cambio, desde el resurgimiento del movimiento indígena en los
años setenta, esta regla ha sido cumplida muy estrictamente y no ha habido más
violaciones. En las relaciones internas entre los miembros de la comunidad, exis-
ten restricciones similares de los derechos de usufructo. Las razones detrás de
estas restricciones son valores culturales que rechazan la especulación de precios

9 Nota del grupo revisor del texto: Este caso ocurre cuando el núcleo familiar y su descen-
dencia abandonan el territorio del resguardo.
10 Este criterio fue primero incluido como una norma legal regional en el Decreto 357 de
1920 (Cauca), artículo 2 (ver también Decreto 162 de 1920 [Cauca], artículo 5), que fue más tarde
aprobado para toda la nación por el Decreto 2117 de 1969, artículo 11.
11 Ley 89 de 1890, artículos 7.7 y 40; Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículos 25.7, 80 y 104;
Decreto 50 de 1937 (Cauca), artículos 1.3, 10 y 11; y Decreto 2001 de 1988. Existe una excepción
a la restricción general sobre la negociación de tierras de resguardo: el artículo 7.6 de la Ley 89
estipula que el cabildo puede arrendar partes no cultivadas del resguardo por períodos de hasta
tres años a personas externas, permitiéndoles cosechar madera u otros recursos naturales del terri-
torio indígena. Hasta donde conozco, en las décadas pasadas Jambaló no ha entrado en ese tipo de
contratos. Esto sí ha ocurrido, en cambio, en resguardos vecinos como Toribío, donde entre 1975 y
1980 la compañía papelera Cartón de Colombia tuvo concesiones para cosechar árboles (Perafán
1995), y en algunos resguardos de Tierradentro (Togoima y Calderas), donde hasta hace poco se
recogía la cera del laurel (Ceroxylon andícola) (Rappaport 1982).

| 129
y la acumulación de riquezas en relación con la tierra, ya que estos chocan con el
orden socioeconómico de los paeces (ver también Perafán 1995).

Sin embargo, existen algunas excepciones a estas restricciones. La venta de los


derechos de usufructo entre los miembros de la comunidad está permitida bajo
ciertas condiciones. Cuando un miembro decide separarse definitivamente de la
comunidad, por ejemplo en el caso de migración (permanente) a la ciudad12, sus
derechos a la tierra pueden ser asumidos por un miembro interesado de su familia
o por un vecino, pero solo cuando esto sea aprobado y supervisado por el cabildo
y que para el efecto siempre tendrá en cuenta las circunstancias personales del
interesado. A pesar de que en Jambaló se dice mucho que la tierra no tiene precio,
las personas usan la palabra ‘compraventa’, y el cabildo incluso tiene establecido
un precio de la tierra para tales transacciones13. Sin embargo, normalmente la
suma que el comprador paga al final no excede, o escasamente supera, el valor de
los cultivos que están todavía sin cosechar, y es más un signo de reconocimiento
de los derechos del primer usuario. Este tipo de venta de los derechos de usufructo
ocurre entre vecinos (colindantes) o hermanos, o a veces cuando un hombre sin
tierra compra para él en la vereda de su esposa. En el pasado, cuando el cabildo
disfrutaba de menos autoridad que hoy, a menudo la venta de los derechos de
usufructo tenía lugar sin su conocimiento. En esos casos, sucedía que los precios
subían excesivamente, lo cual chocaba con los valores culturales arriba mencio-
nados. Además, estos acuerdos ilegales a menudo han dado lugar a conflictos
entre las familias de las partes involucradas en la venta. Teóricamente, el cabildo
tiene derecho a interponerse en la venta ilegal de la tierra y declarar nulas esas
transacciones14. En la práctica, esto también significaría que el cabildo podría
vetar al comprador en cuestión el acceso a futuras adjudicaciones. Sin embargo,
en vista de que el cabildo ha ganado significativamente autoridad en los últimos
años, por lo menos en la zona alta, esta forma de violación de la norma parece
estar desapareciendo.

Aun cuando a los miembros de la comunidad no les es permitido arrendarse la


tierra entre ellos, es posible adquirir derechos temporales limitados sobre la tierra

12 En casos excepcionales, el cabildo obliga a un miembro a abandonar el territorio perma-


nentemente, por ejemplo cuando, como resultado de un juicio relacionado con asesinato, el cabil-
do lo sentencia al destierro del territorio colectivo, castigo que equivale a la pena de muerte entre
los paeces.
13 En el año 2000, este precio era aproximadamente 700 mil pesos colombianos por hectá-
rea, que en ese momento equivalían a 375 euros. Las familias miembros y el cabildo deben usar
también este precio establecido, cuando se quieran compensar en dinero las partes de herencia
desiguales entre hijos e hijas.
14 Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 104; Decreto 50 de 1937 (Cauca), artículo 3.

130 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

de otros. Así, los miembros de la comunidad que no tienen tierra suficiente, o que
no tienen tierra situada a una altitud tal que les permita cultivar determinadas pro-
ductos agrícolas, pueden obtener permiso de un amigo o compadre para cultivar
alguna parte de su parcela que él no esté utilizando durante el período de cultivo.
Aunque este acuerdo es, en principio, renovable, no puede repetirse por mucho
tiempo ya que esto provocaría la pérdida de los derechos de usufructo del presta-
dor en beneficio del prestamista; después de todo, ¡el primero no podría sostener
que necesita la tierra para su sustento! Este uso, catalogado como ‘préstamo’ por
los paeces, no implica pagos en dinero. Sin embargo, existe una obligación implí-
cita de quien pide prestado frente al prestador, a quien se le da parte de su cosecha
como signo de reconocimiento de sus derechos (reciprocidad). Aun cuando por
lo general se aceptan arreglos similares, los acuerdos de préstamo deben hacerse
en presencia del cabildo, con el fin de evitar posibles conflictos entre las partes;
se desconoce hasta qué punto esta sea una práctica común. Debido a la creciente
escasez de tierra en la zona alta, la práctica de los préstamos de tierra ha perdido
importancia en los últimos años.

Caso 4.1. Don Rafael Cuetia (Paletón)

Don Rafael Cuetia tiene 45 años y vive en Paletón. Está casado, tiene 6 hijos (4 varones
y 2 mujeres). Don Rafael tiene 16 hectáreas de tierra distribuidas en tres parcelas. Las
dos parcelas más pequeñas están localizadas en la parte fría de la vereda (2.400 msnm)
y la otra parcela está situada en clima templado en las riberas del río Jambaló, vereda de
La Mina, a 1.600 msnm. Su padre le dio a él una parcela (en la zona alta); él consiguió
comprar otra en la parte media cuando empezó a organizarse con su familia (alrededor de
1974) y construyó su casa en la zona baja. Don Rafael afirma que compró la parcela no
cultivada con la aprobación del cabildo. Sin embargo, unos pocos años después, él vendió
los derechos de esta parcela a una familia local guambiana. Rafael dice que sus tres her-
manos heredaron más o menos la misma cantidad de tierra que él, debido a que su padre
tenía 40 hectáreas de tierra, aunque no toda era buena, pues algunas partes eran muy
empinadas o rocosas. Su padre tenía esa cantidad de tierra porque era muy trabajador. En
el pasado, había más tierra disponible y los períodos de rastrojo eran más largos –entre
7 y 10 años y ahora son solo de 4 ó 5 años. Otras personas de Paletón también tienen
parcelas fuera de su vereda, por ejemplo en Solapa, así como hay personas de Solapa que
tienen parcelas en Paletón.

Hoy en día, Don Rafael trabaja su tierra junto con sus hijos (“en global”) ya que ellos viven
en la casa y no tienen otros compromisos (ninguno está casado). Solamente su hijo mayor
ha tomado alguna tierra para su propio uso. A pesar de esto, en el último año (2000) y
debido a que los dos hijos mayores estaban trabajando para el cabildo, su familia realizó
la quema y la siembra en solo una hectárea de tierra; a su vez, el tercer hijo estudiaba y

| 131
el cuarto estaba muy pequeño para ayudar. En los años anteriores, él había trabajado una
cantidad mucho mayor de tierra. Cuando podía, organizaba una minga, tal como su padre
acostumbraba a hacer. De esa manera estaba en capacidad de cultivar entre 2 y 3 hectá-
reas de tierra al mismo tiempo. En años difíciles, como ahora, Don Rafael le presta parte de
la tierra a un compadre, a cambio de lo cual recibe, como pago, uno o dos bultos de maíz
en la cosecha. Actualmente cultiva maíz y pequeñas cantidades de café en la parte templa-
da, y maíz, frijol y arracacha en la parte fría. También tiene fique pero no lo ha cosechado
durante años debido a los bajos precios que le pagan. A pesar de que su tierra tiene alta
productividad, Don Rafael no vende mucho de lo producido al mercado debido a que los
precios son muy bajos y también a la crisis económica. No es claro si él, como muchos en
la zona alta, cultiva amapola para compensar la reciente caída de ingresos de su familia.

Adquisición de los derechos de usufructo


Formalmente, los jambalueños de la zona alta solamente pueden adquirir dere-
chos de usufructo mediante las adjudicaciones hechas por el cabildo, ya sea que
la tierra sea cultivada por primera vez o que sea traspasada del usuario original a
sus herederos. Como regla general, la tierra únicamente puede ser asignada a una
persona adulta, generalmente casada15 y miembro de la comunidad donde él (o
ella) reside. Uno llega a ser miembro del resguardo por nacimiento y residencia, y
los paeces se aferran estrictamente a este principio. Las únicas excepciones ocu-
rren cuando alguien es adoptado por la comunidad y/o a través del matrimonio16.
Además, la membresía debe estar “activa” antes de que sea reconocida (Ortiz
1973). Esto significa que se espera que la persona tome parte activa en la vida de
la comunidad, es decir, que participe en las actividades comunitarias organizadas
en los tiempos establecidos por el cabildo (reuniones y trabajo comunitario) (cfr.
Hernández de Alba 1946).

Un comunero reclama una parcela de tierra, antes que nada, cuando empieza
a limpiarla y luego a cultivarla; este es el principio básico que se aplica para la

15 De acuerdo con el Decreto 50 de 1937 (Cauca), artículo 6, ‘adulto’ significa casado y mayor
de 18 años o, en el caso de una persona soltera, mayor de 21 años. La legislación anterior –Ley 89
de 1890, artículo 20, y Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 75– definía este criterio de manera
diferente, esto es, cualquier persona casada o mayor de 18 años.
16 El Decreto 162 de 1920 (Cauca), artículo 3, estipula que “una mujer indígena que contrae
matrimonio con un hombre no indígena o con un hombre indígena de otra comunidad territorial
[literalmente parcialidad, es decir, resguardo] mantiene las prerrogativas y derechos de los que ella
disfrutó en su comunidad de nacimiento antes del matrimonio”. En la práctica esto significa que
su padre está legalmente autorizado a dar a esa hija una parte de su tierra cuando ella se case con
un hombre no indígena de fuera del resguardo. Esta situación, sin embargo, ocurre muy raramente,
dada la norma cultural ampliamente observada –presuntamente establecida por el cacique Don
Juan Tama– de la endogamia étnica (Pachón 1987) y la tendencia de los paeces a casarse dentro de
su mismo resguardo.

132 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

adquisición de derechos de usufructo (Rappaport 1982, 1985)17. Una vez que este
comunero ha expresado así su intención a los otros, él tiene que invitar al cabildo,
por escrito, a ver la parcela que él ha limpiado18. Generalmente el cabildo debe
responder a tal solicitud dentro de los diez días siguientes19. Cuando un cabildante
en funciones visita la parcela, este caminará primero a lo largo de los límites de
la misma, acompañado por el solicitante y los propietarios vecinos, tal como lo
hiciera en el pasado el cacique Juan Tama para determinar las fronteras del res-
guardo (ver capítulo 2). En Jambaló, a este procedimiento se le llama inspección
ocular. Posteriormente el usuario interesado necesita exponer los argumentos
para su reclamo de tierra y demostrar su habilidad para utilizarla productiva-
mente. Si se le concede el permiso para aprovecharla, el cabildo estará jurídica-
mente obligado a registrar la parcela asignada20. En el momento de hacerlo, se
registran los límites de la parcela y los nombres de los propietarios vecinos en el
registro de adjudicación. El nuevo usuario de la tierra recibirá una copia firmada
de este registro, llamado ‘acta de adjudicación’21. El hecho de que la tierra esté
registrada bajo el nombre del jefe de familia no implica que él pueda excluir a su
esposa y a sus hijos de utilizar la tierra22. La Ley 89 de 1890 establece que la adju-
dicación concedida por el cabildo necesita ser autorizada por las autoridades loca-
les municipales23. Aunque es dudoso que el cabildo, bajo la nueva Constitución de
1991, esté todavía legalmente cobijado por esta forma de supervisión del Estado24,
los jambalueños se sienten muy ligados a la vieja legislación y todavía tienen sus
adjudicaciones estampadas con un sello de las autoridades locales, aun cuando la

17 Al respecto, Rappaport (1985: 33) sostiene que “la forma más concreta para reclamar una
parcela es cultivándola, y la forma más tangible para conservar la posesión es continuar la co-
secha de sus frutos”. De acuerdo con esta autora, este principio básico de apropiación territorial
está englobado en la palabra para ‘trabajo agrícola’ en lengua nasa yuwe, majin, que se refiere a
“trabajo que está constantemente enfocado en un lugar determinado”. En otras palabras, majin se
refiere a trabajo “en términos de territorio: el espacio en que se trabaja y que por tanto está apro-
piado y reapropiado como propio” (Rappaport 1982:52). En nasa yuwe no existe palabra general
para ‘trabajo’; otras formas de trabajo, como cuidar ganado, tejer o comerciar, están definidas en
su propio contexto.
18 Decreto 162 de 1920 (Cauca), artículo 6.
19 Decreto 162 de 1920 (Cauca), artículo 7.
20 Ley 89 de 1890, artículos 7.3 y 19; Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículos 25.3 y 59.
21 Decreto 162 de 1920 (Cauca), artículo 8-9.
22 Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 78.
23 Ley 89 de 1890, artículo 7.4; Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículos 25.4 y 79; Decreto 162
de 1920 (Cauca), artículos 11-12; comparar con Decreto 127 de 1911 (Nariño), artículo 2.
24 De hecho, esto parece estar en contradicción con las prohibiciones constitucionales con
referencia a la autonomía territorial indígena (Constitución Política de 1991, artículos 287 al 288)
y con la Ley 21 de 1991, la cual ratifica la Convención 169 de 1989 de la OIT. Aun así, la versión en
borrador para la Carta Legislativa del CRIC (1997) –que no ha sido publicada todavía– menciona
de nuevo esta obligación supuestamente legal.

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gente afirma que esto es una mera formalidad25. Después de la visita de inspec-
ción, todo el procedimiento de adjudicación debe ser completado en pocos días26.
En la práctica, al solicitante a menudo se le entrega esta acta mucho después de
recibido el permiso para cultivar la tierra.

Hoy en día, hay muy pocos casos de asignaciones de tierra de parcelas de tierra
virgen, como ocurría en el pasado. Ahora, los derechos de usufructo asignados
por el cabildo a miembros de la comunidad tienen que ver principalmente con
parcelas que ya han sido individualizadas, es decir, tierras que están siendo pasa-
das de usuarios anteriores a sus descendientes directos. En cierto sentido, esto es
lo que ha ocurrido durante largo tiempo, porque solamente cuando se podía pro-
bar que una parcela, adquirida por traspaso de padres a hijos, era insuficiente para
sostener a la familia, al cabildo le estaba permitido asignar tierra de la reserva
comunal27. La única manera de que un hogar pudiera obtener tierras adiciona-
les era obteniendo una asignación de tierras ociosas durante largo tiempo, o de
aquella que ha sido puesta a la venta (redistribución) por las familias que ya no
la necesitan. Sin embargo, debido a que la escasez de tierra ha aumentado, estas
posibilidades se están reduciendo también.

Herencia de los derechos de usufructo


Como se señaló anteriormente, los derechos de usufructo sobre la tierra entre los
paeces pueden ser transferidos de una generación a otra (transferencia diacró-
nica), bien sea durante la vida de los padres (pre mortem) o después de que ambos
padres hayan fallecido (post mortem). Este no es un traspaso directo y de nuevo
implica la actuación del cabildo. Formalmente, los derechos de usufructo primero
retornan a la comunidad, después de lo cual el cabildo readjudica estos derechos
asignándolos a los hijos del usuario original28. Los páez llaman “dejar en heren-
cia” a esta forma de traspaso.

Con el fin de obtener una porción de tierra heredada, deben cumplirse ciertas con-
diciones. Primera, el hijo en cuestión ha de estar en el resguardo en el momento

25 Legalmente, las posibilidades de que las autoridades municipales revoquen las adjudicacio-
nes del cabildo son extremadamente limitadas.
26 Decreto 162 de 1920 (Cauca), artículo 11.
27 El cabildo está legalmente obligado a reservar parte del territorio de resguardo para futuras
adjudicaciones (ver Ley 89 de 1890, artículos 7.4 y 7.5; Decreto 74 de 1898 [Cauca], artículos 25.4 y
25.5). En el pasado, aproximadamente en 1920, la Asamblea Departamental del Cauca por primera
vez notó que en algunos resguardos tal reserva ya no existía (es decir, todas las tierras estaban
ocupadas), observación que fue hecha de nuevo en 1937 (Decreto 50, artículo 4).
28 Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 93.

134 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

en que se distribuyan los derechos29. Esto significa que los miembros jóvenes de
la comunidad que laboran como trabajadores asalariados temporales fuera del
resguardo han de retornar cuando la tierra de sus padres esté disponible para
ellos. Si no lo hacen así, entonces pierden el derecho a reclamar su porción de
herencia. Segunda, se espera que ellos reactiven su participación en la comunidad
después de su retorno; esto significa que no pueden dejar la comunidad inmedia-
tamente después de que se les haya hecho el traspaso de la tierra. Tercera, en el
momento de la distribución, los hijos no deben disponer de suficiente tierra para
sostener a su propia familia30. En la mayoría de los casos, este último requisito se
cumple debido a que es muy difícil que los hogares jóvenes empiecen a cultivar
tierra que nunca haya sido asignada a otras familias previamente, a menos que se
trate de tierra que sea reasignada después de una larga ausencia del propietario
(poseedor de derechos de usufructo). En Jambaló, donde la escasez de tierra ha
llegado a ser un problema muy sentido, esta condición tiene dos consecuencias.
De un lado, significa que la tierra que esté en posesión del último en morir de los
padres, tras su muerte puede ser solamente asignada a los hijos que no hayan reci-
bido antes una porción de herencia. De otro lado, usualmente significa que a las
mujeres ­– dado que los dominios de la familia rara vez son suficientes para todos
los hijos– se les niega su parte en la herencia, bien sea debido a que su esposo ya
tiene suficientes derechos de usufructo sobre la tierra o debido a que se asume que
el futuro esposo la obtendrá a su debido tiempo.

Aunque la Ley 89 de 1890 (al igual que los decretos regulatorios) no descarta
la herencia para las mujeres31, hasta hace poco tiempo la estructura de herencia
de los paeces era solamente patrilineal, es decir, de padre a hijos varones. En
Jambaló esto cambió en los años setenta, cuando el cabildo decidió reinterpretar
las hasta entonces aceptadas reglas relacionadas con la herencia de la tierra. Esta
revisión fue impulsada por el proceso de lucha por la tierra (entonces en curso), en
el cual los paeces y los guambianos utilizaron esta ley para justificar sus reclamos
ante el mundo exterior. Un exgobernador indígena de Jambaló recuerda cómo

[L]a gente acostumbraba a decir que las mujeres no tenían derechos


cuando había distribución de tierra, pero, de acuerdo con la ley, cada
uno tiene derechos iguales, sean hombres o mujeres […] Esta ley ha-

29 Decreto 162 de 1920 (Cauca), artículo 5.


30 Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 92.
31 El texto de la ley no declara explícitamente que las mujeres puedan heredar, pero tampoco
dice que no lo puedan hacer. Perafán (1995: 50 n8) afirma que la Ley 89 de 1890 y, más tarde, la
legislación indígena adoptan “una norma napoleónica de herencia”. El único texto que hace ex-
plícita tal igualdad legal entre hombres y mujeres es el Decreto 162 de 1920 (Cauca), aunque no
específicamente en relación con la herencia.

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bía desaparecido, lo que quería decir que la gente no la conocía. Pero
la ley empezó a funcionar de nuevo en 1971 cuando la organización
[CRIC] se estableció. Entonces la ley fue redescubierta y desempol-
vada y las personas empezaron a aplicarla en las comunidades. (Ra-
fael Cuetia, entrevista, 19 de noviembre de 2000).

Desde entonces, la herencia cognaticia (no unilineal), es decir, del padre a los
hijos y/o las hijas, ocurre ocasionalmente. En Jambaló, por ejemplo, difícilmente
sucede que el esposo y la esposa aporten ambos una dote igual; generalmente, una
mujer solamente hereda la tierra si ella es única hija o si no tiene hermanos varo-
nes, o cuando ella se casa con un hombre con poca o ninguna tierra. Lo que ocu-
rre con más frecuencia es que los padres expresen el estatus jurídico de igualdad
de hombres y mujeres con la práctica común de compensar a las mujeres dándoles
a ellas animales o dinero.

Los derechos de sucesión/herencia del usufructo, sean estos pre mortem o pos
mortem, usualmente siguen un conjunto establecido de reglas. En una familia
promedio (padres con más de un hijo), el cabildo autoriza una herencia por pri-
mera vez cuando el hijo mayor alcanza la adultez y necesita alguna tierra de su
padre, con el fin de establecer un hogar independiente. Antes de llamar al cabildo
para formalizar la transferencia de la tierra a través de adjudicación, el padre y
los hijos normalmente sostienen una larga conversación familiar en la cual tratan,
con gran detalle, sobre la distribución del dominio familiar. La tierra que, por el
momento, no pasará a los hijos ha de tener un tamaño suficiente para las heren-
cias futuras de los hijos que sean todavía menores en ese momento32. El padre
también se reserva un pequeño pedazo de tierra para él mismo y para su esposa.
Esto se necesita para poder sostenerse a sí mismo. En principio, todos los hijos
tienen iguales derechos de herencia33 –aunque igualdad en la herencia no necesa-
riamente significa igualdad en el tamaño de las porciones heredadas–, sino más
bien igual potencial de productividad de la tierra (cfr. Ortiz 1973). Sin embargo,
algunas circunstancias personales y familiares pueden conducir a quebrantar esta
regla. Aunque el padre tiene la palabra final en la distribución, los hijos que no

32 Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 90. En el texto original, ‘suficiente’ era entendido
indudablemente como “suficiente para las necesidades de subsistencia de la familia”, puesto que el
artículo prosigue diciendo: “en el evento que la tierra del padre esté siendo insuficiente [para todos
los hijos que aún son niños], las adjudicaciones para los hijos que primero se casen o alcancen la
adultez se hará a partir de la tierra de reserva (colectiva) de la comunidad”. Debido a la escasez de
tierra, esta última estipulación ya no se aplica en el caso de Jambaló y, como resultado, ‘lo suficien-
te’ ahora puede ser tomado solamente para significar “lo mismo [en valor económico] que les fue
concedido al primer hijo varón y a los demás”.
33 Ley 89 de 1890, artículo 7.4; Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 25.4.

136 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

estén de acuerdo con su decisión pueden protestar ante el cabildo. Se desconoce


qué tanto de esto ocurre en la realidad; sin embargo, es cierto que el cabildo en
Jambaló hoy en día tiene suficiente autoridad efectiva para intervenir activamente
cuando sea necesario. En la formalización final de la herencia, es decir, en la
adjudicación de la porción de herencia, el cabildo sigue el procedimiento tal como
se describió en la sección anterior.

Caso 4.2. Alejandro Cuetia (Solapa)

Alejandro Cuetia tiene 31 años, nació y creció en Solapa. Tiene un hermano mayor, un
hermano menor y tres hermanas. Alejandro tiene ocho hectáreas de tierra. Heredó cuatro
de ellas de su padre, y “compró” las otras cuatro a un hombre de la vereda vecina de
Ipicueto. Este último, llamado Antonio, había adquirido los derechos de tierra a través de
su esposa, una nativa de Solapa que había heredado la tierra de su padre. Debido a que
del matrimonio no quedaron hijos, Antonio no pudo cultivar las porciones de herencia en
ambas veredas. Cuando ellos encontraron a Alejandro deseoso de hacerse dueño de la
tierra en Solapa, decidieron someter el caso al cabildo. Dado que Alejandro demostró que
necesitaba la tierra a futuro (él tiene tres hijos) y debido a que la política del cabildo en
estos casos es circunscribir la propiedad de la tierra de los miembros de la comunidad pre-
feriblemente a su propia vereda, la transacción fue finalmente aprobada. Aunque Alejandro
no mencionó la cifra exacta que pagó por la tierra, enfatizó en que fue una suma pequeña,
ya que estuvo estrictamente relacionada con el precio de lo producido (mejoras). Alejandro
vive en Solapa con sus dos hermanos, pero no tienen la misma cantidad de tierra. Cuando
se discutió la herencia en la familia, en la forma tradicional, alrededor de la tulpa (el fo-
gón), el padre de Alejandro decidió darle a su hijo mayor una porción de herencia mucho
menor que la de Alejandro. La razón: “Puesto que es un hombre joven a menudo se la pasa
‘dando vueltas’ por Caloto y no siempre ha estado aquí, cerca de la familia, en tiempos de
necesidad”. El hijo mayor recibió tres hectáreas. Su hermano era todavía menor de edad
en ese momento y siguió cultivando con su padre las dos hectáreas que quedaban. Aunque
su padre ya murió, la tierra todavía debía ser oficialmente asignada por el cabildo a este
hijo menor, quien recientemente compró la mitad de una hectárea de tierra de una mujer
llamada Carmen. Esta tierra limita con su propia parcela. Carmen se casó en Bateas pero
heredó en Solapa. Ella no vendió toda su tierra al hermano de Alejandro. Año de por medio,
ella, su esposo y su hijo vienen a Bateas a cultivar la tierra que les queda. De acuerdo
con Alejandro, no todas las mujeres heredan la tierra. “Aunque hombres y mujeres tienen,
según la ley, el mismo derecho en cuanto a la herencia, en la práctica los hombres tienen
una probabilidad mucho mayor de recibir tierra; ellos tienen prioridad”. Si una familia no
tiene mucha tierra pero tiene muchos hijos, las mujeres no reciben nada si sus esposos
poseen suficiente tierra. En tales casos, las mujeres dejan la casa de sus padres con dinero
o animales; así se pueden ir de la casa paterna.

| 137
Cuando un hombre casado muere, su viuda recibe en usufructo aquella tierra que
no haya sido cedida como herencia antes de su muerte. Ella continuará cultivando
esta tierra con la ayuda de sus hijos varones (o niños) que todavía vivan en la casa
del padre, hasta que ellos sean lo suficientemente mayores para reclamar su propia
porción de herencia34. Las mujeres jóvenes que pierden a sus esposos a menudo
se vuelven a casar. En tales casos, la tierra del esposo anterior es puesta en manos
del segundo esposo, quien puede cultivarla mientras los hijos del primer matrimo-
nio de su esposa –los herederos designados de la tierra– sean menores. Cuando
ambos padres fallecen, la tierra que haya estado en posesión del padre o la madre
que haya vivido más tiempo, es asignada a los hijos varones (o niños pequeños),
si existen, que estuvieron bajo protección de sus padres. Si estos niños son muy
pequeños, su tierra será dejada para que sus hermanos mayores la manejen hasta
que los pequeños sean independientes. Si todos los hijos llegan a quedar huér-
fanos a una edad muy temprana –un caso raro, por cierto– esta tarea la cumple
entonces otro pariente cercano, por ejemplo, el abuelo paterno o un tío.

Existen reglas especiales para personas solteras y sin hijos. Refiriéndose a los pae-
ces de Tierradentro (en el resguardo de San Andrés de Pisimbalá), Ortiz afirma
(1973: 129) que “un hombre puede traspasar la tierra a sus hijos y a través de ellos
a sus nietos, pero nunca a sus hermanos, ni a los hijos de sus hermanos (sobri-
nos) ni a los hijos de los hermanos de su padre (primos)”. En otras palabras, la
herencia solo podría ocurrir entre parientes en una línea de descendencia directa,
nunca indirecta (parientes colaterales). En el caso de una pareja casada sin hijos,
esto significaría –como está establecido en la ley pertinente (Decreto 74 de 1898,
Cauca, artículo 94)– que los derechos de usufructo del solicitante legitimo (des-
pués de la muerte del último sobreviviente de la pareja) siempre retornan a la
comunidad, para después ser adjudicados por el cabildo a otra familia.

Sin embargo esta conclusión no corresponde a las reglas de herencia tal como han
sido aplicadas en Jambaló y en otros resguardos paeces sobre la vertiente occi-
dental de la Cordillera, por ejemplo Toribío (véase Perafán 1995). Aquí la regla es
que si un hombre permanece sin casarse o sin hijos, su tierra puede ser entregada
a los descendientes de sus hermanos o de sus primos (es decir, primos en segundo
grado), con la condición de que ellos todavía no hayan recibido suficiente tierra
de sus propios padres. Por tanto, la herencia entre parientes colaterales sí ocurre
en Jambaló, aunque esto sucede en muy pequeña escala. Finalmente, existe otra
posibilidad de transferencia diacrónica de los derechos de usufructo de hombres
solteros y hogares sin hijos. Si un amigo o miembro de la familia hubiera cuidado

34 Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículos 89-90. De hecho, la viuda administra los derechos de su
esposo fallecido hasta que sus hijos tengan la suficiente edad para que se les pueda hacer el traspaso.

138 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

al fallecido en los últimos años de su vida, el cabildo podría adjudicarle la tierra


a esa persona35.

Caso 4.3. María Luisa Dagua (La Laguna)

María Luisa Dagua nació en La Laguna. Tiene 32 años y es la mayor de 3 hermanos y 4 her-
manas. Hace 4 años enviudó y quedó con cinco hijos. Su esposo venía de una familia pobre
de fuera de la vereda (él no heredó tierra). En La Laguna él pudo comprar una plaza36;
esto, junto con la casa, fue todo lo que le dejó a María Luisa. Los padres de María Luisa
algunas veces le ayudan con los hijos, aun cuando esto no es fácil porque ellos viven muy
lejos, subiendo la montaña. Su padre tiene 5 hectáreas en total, una hectárea en la vereda
y cuatro en Monte Redondo. Su abuelo paterno vivió en Monte Redondo debido a que en
ese tiempo había más tierra disponible allí. Sin embargo, él mantuvo sus derechos en la
vereda debido a que el clima de Monte Redondo es muy frío para cultivar maíz y arracacha.
También por esta razón su padre heredó parte de ambas propiedades. Hoy, él trabaja esta
tierra (“en global”) con sus tres hijos, aunque ninguno de ellos ha recibido sus propias par-
celas todavía. Algunas veces María Luisa trabaja con ellos, pero también acepta el trabajo
que le ofrecen otras personas. Ella piensa que la situación en La Laguna es difícil, porque
toda la tierra disponible ha estado cultivada por largo tiempo, y las personas trabajan las
mismas parcelas, un año sí y el otro no. Debido a esto, el suelo llega a “cansarse” y la
producción baja. Ella, sin embargo, se muestra renuente frente al cultivo de amapola: “La
gente la cultiva por aquí, pero yo no quiero tener nada que ver con ese asunto. Eso les da
mal ejemplo a mis hijos. La gente dice que no es bueno y que los jóvenes solamente la
cultivan por ganar ‘plata fácil’ (consumo)”.

La administración económica bajo nuevas realidades:


la escasez de tierra
Como hemos visto claramente en las descripciones anteriores, la creciente escasez
de tierra en Jambaló –tal como en otros resguardos paeces sobre la vertiente
occidental de la Cordillera Central (y desde hace algunas décadas también en
Tierradentro; ver Ortiz 1973; Rappaport 1982)– ha tenido un impacto enorme
en la administración de los recursos naturales del área. Puesto que toda la tierra
arable está dividida entre miembros de las comunidades, casi nadie tiene la
posibilidad de expandir sus propiedades familiares. La adquisición de derechos
de usufructo sobre la tierra a través de su primera ocupación ha llegado a ser algo
puramente teórico: no hay muchas posibilidades de adquirir (comprar) derechos
de usufructo y la colonización de las tierras altas de páramo (3.000 a 3.400 msnm)

35 Decreto 74 de 1898, Cauca, artículo 94, addenda.


36 La ‘plaza’ es una vieja medida hispanoamericana de 80m x 80m (una plaza es entonces
igual a 0,64 hectáreas).

| 139
está culturalmente prohibida37. Debido al crecimiento poblacional, la cantidad
de tierras que los jóvenes adultos heredan de sus padres, es decir, aquella que es
asignada a ellos por el cabildo, es inevitablemente menor en cada generación.

Con respecto a las prácticas de tenencia de la tierra, y si se compara la actual situa-


ción con la pasada, la escasez de tierra ha provocado el incremento en la “compra-
venta” (transferencia sincrónica) de los derechos de usufructo entre los miembros
de la comunidad. Actualmente, los “intereses contingentes” de los miembros de la
comunidad en las propiedades de tierra de los demás están incrementándose (cfr.
Moore 1973: 736). Para el año 2005, las familias jóvenes y ambiciosas les hacían
seguimiento constante a otros vecinos sin hijos o a las familias que posiblemente
quisieran “vender” parte de sus derechos de usufructo sobre la tierra (es decir,
someterlos al cabildo para su reasignación). Puesto que el cabildo concede gran
importancia a limitar la fragmentación de la tenencia tanto como sea posible, con
el fin de prevenir conflictos de linderos sobre la tierra, en estos casos las familias
colindantes, sean estas de parientes o no, de la misma vereda, tienen la primera
opción. Al mismo tiempo, como ya se indicó, la práctica de arrendar (derechos a
la tierra) ha disminuido.

Además, el cabildo ha empezado hace poco a conceder una creciente importan-


cia al proceso laborioso de registro de las asignaciones, bien sea que estas hayan
sido hechas por transferencia diacrónica o sincrónica. El motivo es el aumento
del número de conflictos relacionados con la tierra, causados por la escasez de la
misma y su inevitable desintegración (las familias raras veces tienen toda su tie-
rra en una misma localidad). A pesar de los períodos de rastrojo más cortos, los
casos de “toma de tierras” y la manipulación de los límites ocurren con frecuencia
entre vecinos de diferentes familias extendidas (o grupos de parentesco) y entre
parientes cercanos. Para poder resolver estos conflictos rápidamente antes de que
se vuelvan graves, la Comisión de Tierras del cabildo utiliza el acta de adjudica-
ción para reconciliar a las partes en conflicto, mientras verifica los límites de las
parcelas (entrevista a Críspulo Fernández, 13 de noviembre de 2000). El cabildo
a menudo recurre a inspecciones de límites similares para finalizar los casos pen-
dientes de registro que datan de antes de los años ochenta, cuando no se prestaba
atención suficiente al respecto.

37 De acuerdo con los paeces, el páramo es un espacio sagrado (ver también Perafán 1995). El
cultivo de estas tierras es también prohibido por la ley. En general, en Colombia –como también en
los resguardos indígenas– la tierra a altitudes superiores a los 3.000 metros es considerada como
“área protegida” (Ley 373 de 1997, artículo 16, con antecedentes en la legislación previa). Como
autoridades públicas legalmente reconocidas, desde 1991 los cabildos han sido responsables del
cumplimiento de esta ley en los resguardos indígenas.

140 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

Dado que la ocupación de la tierra en Jambaló –así como en otros resguardos


paeces (ver Perafán 1995)– en gran medida “ha estado quieta”, es decir, la mayor
parte de los derechos de usufructo sobre la tierra han estado en manos de la
misma línea de descendientes durante por lo menos dos generaciones, algunos
autores han argumentado que los paeces han empezado a considerar cada vez
más sus asignaciones de tierras como propiedades personales (propiedad indivi-
dual), un hecho que explicaría la actual incidencia de compraventa de derechos
de usufructo sobre la tierra (Rappaport 1982). Sin embargo, es cuestionable si
esta observación es válida para el caso de la zona alta de Jambaló. Desde los años
setenta, los derechos a la tierra han sido vendidos únicamente a miembros de la
comunidad, nunca a foráneos. Aunque este no fue siempre el caso en el pasado,
hoy el cabildo, la máxima autoridad de la comunidad, toma parte en casi todas
las transferencias diacrónicas o sincrónicas de derechos de usufructo. Además, la
mayor parte de las familias son conscientes y respetuosas de las directrices del
cabildo respecto a los recursos naturales valiosos que se encuentran en sus domi-
nios, tales como la prohibición de talar árboles y arbustos cerca de los manantia-
les o en pendientes empinadas. A pesar del alto nivel de individualización de los
recursos naturales en la zona alta, el carácter comunal del sistema de propiedad
de los paeces todavía está intacto.

Simultáneamente con la individualización de los recursos naturales, ha habido


una disminución en las prácticas de trabajo comunal tradicionales, situación que
también es notable en otros lugares del territorio páez (por ejemplo en Toribío y
Tierradentro). Rappaport (1982) supone que el papel de estas instituciones indí-
genas se rompió debido al surgimiento de las JAC impuestas por el gobierno. Sin
embargo, es más probable que la desaparición de la minga y de la ‘mano prestada’
esté más directamente vinculada con la escasez de tierra. Después de todo, orga-
nizar una minga no vale la pena –y particularmente no retribuye el costo– cuando
la familia es incapaz de ampliar con ella su área de cultivo. El intercambio recí-
proco de trabajo (mano prestada) a su vez parece estar desapareciendo de la zona
alta debido a que la escasez de tierra se ha incrementado, especialmente entre
familias jóvenes, y también debido a la reciente participación de muchos hogares
en cultivos ilícitos destinados a la producción con fines comerciales (amapola y
coca) que generan un alto ingreso en un tiempo corto en una parcela relativamente
pequeña. Aunque los miembros de las familias sin tierra ya no pueden tomar parte
en el intercambio recíproco de trabajo (debido a que no tienen tierras), las familias
con tierra, aun en los casos en que no tengan mucha, hoy en día ganan suficiente
dinero para emplear a los que no tienen tierra como jornaleros en sus fincas.

Con el aumento de la escasez de tierra causado por el crecimiento de la pobla-


ción y sin la posibilidad de expandir el resguardo, debido a que Jambaló está

| 141
completamente rodeado por otros resguardos, existen solamente dos formas de
resolver una situación cada vez más difícil en cuanto a seguridad de sustento: o
bien los hogares intensifican su uso de la tierra –legal o ilegalmente (cultivos ilíci-
tos)–, o bien las familias se dedican a actividades productivas no relacionadas con
la tierra. Al respecto, el cabildo y las instituciones modernas tales como las JAC y
las tiendas comunitarias tienen un papel importante. Mientras que los cultivos ilí-
citos (los cuales no requieren grandes inversiones) pueden ser considerados por las
familias como “una forma conveniente”, aunque ilegal, de intensificación del uso
de la tierra, el establecimiento de nuevas actividades productivas no relacionadas
con la tierra usualmente requiere de grandes sumas de dinero (como también de
asistencia técnica). Ya que los hogares no tienen acceso a las facilidades de crédito
debido a que las instituciones financieras generalmente no aceptan sus derechos
de usufructo sobre la tierra como garantía para los préstamos, estas iniciativas son
principalmente iniciadas a nivel veredal. A diferencia de las familias individuales,
las JAC, que tienen personería jurídica, pueden obtener crédito y con garantía del
cabildo realizan contratos con organizaciones privadas o del gobierno. Entre 1995
y 2005 el cabildo ha animado a las comunidades de las veredas a experimentar
con microempresas tales como panaderías, proyectos de artesanía y fincas dedi-
cadas a la piscicultura (trucha). Estos proyectos han sido parcialmente financiados
con fondos obtenidos por el cabildo, en su calidad de entidad pública especial
(Decreto 2001 de 1988) con un estatus comparable al del municipio, a partir de
las transferencias de la nación que se realizan desde 1991 a los municipios y res-
guardos indígenas. Existen también tiendas comunitarias que tienen personería
jurídica y están enfocadas hacia actividades productivas. Un ejemplo de ellas es la
tienda comunitaria en La Odisea, que empezó con la creación de un huerto para
cultivo de frutas (entrevista a Arcadio Ulcué, 12 de diciembre de 2000).

Hasta el momento, pocas microempresas han tenido éxtio. Esto puede atribuirse a
la falta de experiencia, pero también a la carencia de interés de los miembros de
la comunidad, que todavía a menudo parecen apostarles más a los beneficios del
cultivo individual de amapola y coca (Van de Sandt 2003). Cualquiera que sea el
motivo, las dos nuevas instituciones –JAC y tienda comunitaria– mantienen vivos,
en un nuevo contexto, el trabajo comunal y el manejo económico, con lo cual redefi-
nen y recrean la comunidad; estas instituciones, junto a las iniciativas individuales,
en el futuro podrían desempeñar un papel importante en el desarrollo comunitario.

Manejo comunal de recursos en la zona media


– La empresa comunitaria de Chimicueto

La zona media es la parte del valle de Jambaló situada entre las estribaciones de la
Cuchilla de Solapa y el Filo de la Cruz-Ullucos (ambos a 2.600 msnm). Esta parte

142 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

del resguardo incluye no menos de diez comunidades de veredas que comparten


muchas características respecto a la historia reciente de propiedad no indígena y a
la actual presencia de formas de tenencia mixta, colectiva e individual. El poblado
de La Mina (1.600 msnm) es históricamente el punto de referencia para las comu-
nidades de esta zona (ver mapa 4, página 183). En los párrafos siguientes se toma-
rán la vereda de Chimicueto y su empresa comunitaria como un ejemplo típico
de tenencia de la tierra y manejo de recursos en la zona media. Posteriormente,
la situación en Chimicueto es analizada y comparada, en términos generales, con
las de otras partes (empresas comunitarias) de la zona media.

La vereda de Chimicueto recibe su nombre del pequeño arroyo que marca su límite
sur; con un área cercana a las 1.100 hectáreas y una población de 550 habitantes
(en 2001), es una de las veredas más grandes del resguardo. La mayor parte de las
familias locales –con apellidos típicos como Tróchez, Dizú o Menzucué– viven
en los terrenos de pendientes suaves entre los 2.000 y 2.200 msnm, pero las áreas
más fértiles y cultivadas semipermanentemente están situadas en las zonas de
menor altitud a lo largo del valle de Chimicueto y de la carretera no pavimentada
que conecta Jambaló con Santander de Quilichao (distancia: 71 km aproximada-
mente). La zona alta montañosa de tierra fría todavía se encuentra principalmente
cubierta con bosque andino y, como tal, todavía permanece deshabitada.

Historia de la apropiación y uso de la tierra


Como en todas las comunidades de la zona media de Jambaló, la organización
social y las relaciones de tenencia en Chimicueto son el resultado de un proceso
histórico particular, especialmente marcado por, en primer lugar, la consolidación
de las haciendas de terraje en la primera mitad del siglo XX y, en segundo lugar,
por la lucha por la tierra de las décadas de los años setenta y ochenta.

A comienzos de los años setenta, las tierras en Chimicueto estaban en manos


de Rafael Penagos, propietario de hacienda, el mayor de los hijos de Apolinar
Penagos, quien se había establecido en Jambaló en la primera mitad del siglo XX.
Chimicueto, sin embargo, tiene una historia mucho más antigua de propiedad no
indígena, que puede ser rastreada en el pasado hasta Julio Arboleda (1817-1862),
famoso poeta soldado del siglo XIX y político conservador. Este miembro de la
élite de Popayán adquirió derechos en Jambaló en 1857 cuando él, en compañía
de otro terrateniente aristócrata llamado Francisco José Chaux, compraron la
propiedad de María Ignacia Fernández de Navia, una mujer que, de acuerdo
con la escritura de venta, había comprado la tierra “en remate público” en 1844
(Roldán, Castaño y Londoño 1975)38. La historia de la ocupación de Chimicueto

38 No hay escrituras más antiguas. Findji y Rojas (1985) sostienen que la titulación de la seño-

| 143
deja ver que la vereda es la localidad con presencia más antigua de propietarios no
indígenas en Jambaló (con excepción de Vitoyó y Zumbico, que en parte fueron
posesiones de la Iglesia). Si se hace un examen minucioso, se verifica además la
ilegalidad de los traspasos de estas tierras ya desde finales del siglo XIX, porque
debe recordarse que, en 1863, el federalista general Tomás Cipriano de Mosquera,
quien con ayuda de los paeces de Jambaló y Pitayó derrotó al gobierno nacional en
la guerra de 1859-1862, les devolvió las tierras de Julio Arboleda –su adversario
de todos los tiempos– a estas comunidades (Decreto 30 de 1863)39. A pesar de
esta orden presidencial, el compañero de Julio Arboleda, Francisco José Chaux,
se las arregló para mantener su presencia en Jambaló y participó en la extracción
de quina de los bosques de Zumbico (Findji y Rojas 1985). Fue solamente después
del boom de la quina cuando la familia de Chaux dejó Jambaló. En 1911, Primitivo
Chaux vendió sus posesiones en Chimicueto a diversos miembros de la familia
Navia, quienes fueron los primeros en explotar comercialmente estas tierras y
en introducir el café y la ganadería. Cuando en 1950 Eliseo Navia le ofreció en
venta su propiedad a Rafael Penagos, muy probablemente debido a los ataques
que ocurrieron en el campo durante la época de La Violencia (1948-1958), en
Chimicueto, tal como en otras partes de Jambaló, el régimen de hacienda de
terraje ya estaba bien establecido.

Cuando el movimiento de recuperación de tierras echó raíces en Jambaló, los


terrajeros de Chimicueto (o agregados, como se les llamaba, nombre este que
refleja el hecho de que los propietarios de hacienda los consideraban parte inte-
gral de la propiedad y es una expresión vívida de su condición de semiesclavos)
ya habían estado trabajando para los terratenientes no indígenas durante por lo
menos tres generaciones. Rafael Penagos en particular ejerció un régimen severo
de explotación sobre sus terrajeros, incluso a los ojos de otros propietarios de
hacienda (CNU 2001a). A finales de los años cincuenta, Penagos estuvo activo en
la expansión de sus plantaciones de café y haciendas ganaderas y, cuando reclamó
la posesión sobre toda la vereda, exigía tres días de terraje por mes a cambio de
permitirle a cada terrajero trabajar una pequeña parcela de subsistencia (‘encie-
rro’) en la poca tierra que quedaba alrededor de sus fincas. A las familias locales
no se les permitía ampliar libremente sus parcelas, y por lo tanto era imposi-
ble continuar utilizando las técnicas tradicionales de cultivo de quema y roza,
o mantener animales. Así, en Chimicueto, la revuelta de los terrajeros contra su

ra Fernández de Navia se remonta a la época colonial, y que está basada en certificados falsos que
sugieren que la compra de la tierra la hizo la señora al encomendero original de Jambaló, lo cual es
técnicamente imposible puesto que la encomienda no entrañaba derechos de propiedad sobre las
tierras indígenas.
39 Además, el Decreto 30 de 1863 también reconoce explícitamente los reclamos históricos de
propiedad ancestral de Jambaló y Pitayó sobre estas tierras (Roldán 1975).

144 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

terrateniente estuvo motivada no solo por el sentimiento de ser explotados, sino


también por el deseo de trabajar de nuevo su tierra en “el estilo páez” (cfr. Findji
1992: 116 n13), por roza y quema.

Teníamos que recuperar [la tierra], para ver si se descansaba un poco,


porque el terrateniente no dejaba descansar. Todo lo que trabajába-
mos solamente era para él; el rico era así (Lisandro Menzucué, CNU
2001b: 26).

Tal como ocurrió en otras veredas antes de ellos, entre 1972 y 1973 la comunidad
de terrajeros de Chimicueto dejó de pagar terraje a la hacienda; varias familias,
además, empezaron a rebelarse limpiando nuevas tierras sin el consentimiento
de su dueño. Penagos inmediatamente reaccionó emprendiendo acciones jurídi-
cas contra “los invasores de tierra” y prohibió la organización de reuniones. Para
evadir la restricción de asambleas, los luchadores por la tierra solicitaron la crea-
ción de una JAC en su vereda, la cual fue autorizada por el alcalde de Jambaló en
1975 (a pesar de la oposición del terrateniente). Un poco más tarde en ese mismo
año, los líderes de Chimicueto le pidieron a Marcelino Pilcué, gobernador del
cabildo, que le concediera a la comunidad local una adjudicación global sobre
las tierras incluidas en la hacienda de Penagos (en otras palabras, que hiciera una
adjudicación simbólica del área a todos los terrajeros en conjunto) y que invitara
al terrateniente a hacer el traspaso de su propiedad a la comunidad indígena a tra-
vés del Incora. Cuando Penagos y su abogado adoptaron la táctica de dilatar las
negociaciones de la tierra, dos funcionarios del Incora simpatizantes de las luchas
indígenas les dijeron a las familias que tenían que presionar a su terrateniente.
Esto fue lo que ellos hicieron en dos ocasiones: junto con los luchadores de tierra
de diversas veredas, en 1979 y 1980 decidieron, sin que se lo pidieran, cosechar
el café de las extensas plantaciones del terrateniente. Sin embargo, Penagos fue
inflexible y se vengó apresando personas y contratando asesinos para aterrorizar
a la comunidad local. Al año siguiente (1981), los exterrajeros se reagruparon y
amenazaron con llevarse el ganado de Penagos. Esta vez, el terrateniente salió
precipitadamente con su ganado, e incluso dejó su casa con las llaves en la puerta,
decisión que posiblemente fue también motivada por el surgimiento de la activi-
dad guerrillera en Jambaló (CNU 2001b; ver capítulo 3)40.

Después de la exitosa recuperación de facto de Chimicueto, la comunidad indí-


gena, que comprendía alrededor de 20 familias, tomó posesión de las tierras de su

40 Por esta época, en la vereda de Buenavista, en la margen opuesta del río Jambaló, la gue-
rrilla del M-19, supuestamente en ayuda de las luchas indígenas, asesinó a varios terratenientes no
indígenas, algunos de los cuales eran parientes de Rafael Penagos (CNU 2002a).

| 145
antiguo patrón y de las mejoras adjuntas. Debido al fracaso de las negociaciones
entre Rafael Penagos y el Incora por diferencias en relación con el precio de la
tierra y sus propiedades, la tierra fue finalmente adquirida de manera forzosa por
orden judicial. Penagos recibió indemnizaciones totalizadas casi en 10 millones
de pesos (los exterrajeros de Chimicueto recuerdan que él había comprado la tie-
rra, en 1951, por 70 mil pesos colombianos)41.

Tal como se había convenido previamente en 1978 entre las comunidades y el


cabildo, los luchadores por la tierra en Chimicueto decidieron mantener como una
sola unidad las fincas de Rafael Penagos –que incluían una gran área de pastos y
una plantación de café con miles de plantas­y formar con ellas una nueva empresa
comunitaria (mixta). La empresa comunitaria fue considerada sobre todo un sím-
bolo de unidad y un motor para la causa indígena. Adicionalmente, esta empresa
le permitiría a la comunidad mejorar sus condiciones de vida. “La visión nuestra
era trabajar dentro de esa comunidad en la tierra recuperada, que hiciéramos una
producción y beneficiar a toda la comunidad” (Taurino Güejia, CNU 2001b: 27).

La empresa comunitaria de Chimicueto fue establecida cuando el CRIC, así


como los cabildos luchadores, incluido el de Jambaló, ya habían rechazado explí-
citamente las condiciones del modelo de empresas comunitarias del Incora, que
implicaban la injerencia obligatoria externa a través de los estatutos (normas
internas) y el pago por la tierra. El CRIC estuvo aconsejando a las comunidades
que escogieran el modelo de empresa comunitaria autónomo desarrollado por el
cabildo y/o la vereda (ver Findji y Rojas 1985; Findji 1993), que se adaptaba mejor
a las circunstancias locales. En Jambaló, las empresas comunitarias se basaban
en acuerdos verbales entre el cabildo y las comunidades respectivas (veredas) sin
estatutos ni reglamentos escritos. El manejo de los asuntos cotidianos, particular-
mente la organización de las tareas colectivas, sería responsabilidad de una junta
directiva independiente que estaba aún por designar. El rechazo de la relación con
el Incora significó que Chimicueto, tal como otras empresas comunitarias autóno-
mas, no podría obtener personería jurídica (como Zumbico lo tenía), y como tal,
les estaba negado el acceso a créditos agrícolas, además de que no podrían nego-
ciar contratos con terceras partes. Este problema, sin embargo, fue parcialmente
resuelto por los poderes de la JAC, que había sido establecida previamente y que
sí tenía personería jurídica.

41 Al comparar estos precios de la tierra, los comuneros por supuesto­no estaban tomando en
cuenta la inflación; aun así, la diferencia considerable entre el precio de compra inicial y el precio
final pagado dio lugar a un sentimiento de desprecio y rechazo por los indígenas.

146 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

Después de la constitución de la empresa comunitaria, sus miembros, bajo el lide-


razgo de su junta directiva, empezaron a trabajar juntos las fincas colectivas, uno
o dos días a la semana específicamente dispuestos para este propósito (los llama-
dos días de trabajo comunitario semanal), “aparente reminiscencia de los tiem-
pos del terraje” (Findji 1993: 65). Este trabajo comunitario era motivado por una
lógica distinta a la del retorno del capital invertido; además de ser una actividad
productiva, era también un “rito de comunión […] la ratificación de la pertenencia
a la comunidad garante de los derechos de cada uno” (Findji 1993: 65). Las fami-
lias también mantuvieron sus derechos sobre las parcelas familiares individuales,
que inicialmente fueron utilizadas en su mayoría para poder subsistir. Ellos tra-
bajaron estas parcelas individualmente o a través de viejas instituciones como la
minga (pi’txçxa mjïnxi) y la mano prestada (puutx pu’çxni). Tal como en otras
veredas de Jambaló, en Chimicueto se estableció una tienda comunitaria. Y tal
como en otras partes del resguardo, su objetivo era funcionar como una coopera-
tiva de comercialización y abastecimiento, responsable de la recolección y mer-
cadeo de los excedentes producidos individualmente y de la compra centralizada
de bienes industrializados (alimentos procesados, herramientas y otros productos
básicos). La figura 1 (página 182) es un diagrama de la empresa comunitaria de
Chimicueto y muestra la relación entre sus partes.

Actividades de uso de la tierra y manejo de recursos en Chimicueto


Agricultura de subsistencia
En los años que siguieron a las recuperaciones, los líderes del cabildo empezaron
a reflexionar sobre el futuro de sus comunidades, en particular sobre el asunto de
cómo elevar el nivel de suministro de alimentos, que había bajado mucho durante
las recuperaciones, hasta que alcanzara de nuevo el nivel normal (a este proceso
se le llamó ‘reconstrucción económica y social’).

Como reacción a la crisis económica local causada por una aguda caída en el
precio del cultivo comercial del fique –cultivo que había sido activamente estimu-
lado por el gobierno y el sector privado durante las décadas de los años sesenta
y setenta–, y, en consecuencia, se había expandido enormemente entre las comu-
nidades indígenas del norte del Cauca, los líderes de dentro y fuera del cabildo
empezaron a preocuparse por la pérdida de la autonomía económica y las formas
culturales propias de producción.

Después de un largo debate sobre el tema y de un análisis histórico, y asistidos


por una pareja de antropólogos solidarios no indígenas de la Universidad del Valle
(María Teresa Findji y Víctor Daniel Bonilla), el cabildo de 1981, cuyo goberna-
dor era Emilio Güejia, decidió establecer una campaña para la seguridad alimen-
taria y la introducción de principios económicos y formas de trabajo consideradas

| 147
tradicionales, tales como grupos de trabajo comunitario y formas de intercam-
bio como el trueque intercomunitario (para beneficiarse de la complementariedad
vertical de los microclimas).

Veníamos pensando cómo trabajábamos la tierra y cómo hacíamos


una economía […] Nosotros nos pusimos a pensar que todo lo en-
trábamos de afuera, sabiendo que la tierra produce aquí […] No so-
lamente estaba pensando en el fique, sino en la “reconstrucción eco-
nómica y social”; no solamente depender de un solo cultivo, sino de
cultivos de comer para seguir fortaleciendo las veredas y las comuni-
dades (Emiliano Güejia, CNU, 2002a: 9-10).

Desde ese mismo tiempo nosotros decíamos: “Esas recuperaciones


tienen que producir” [...] Ya con todas las veredas se citaban a todas las
veredas y se trabajaba [...] Entonces todo eso nos dio para entender que
esa era la economía que estábamos buscando: no tanto como para vivir
con plata sino tener la comida (Laurentino Rivera, CNU 2002a: 35).

Para empresas comunitarias como la de Chimicueto, esta orientación significó


que partes de la tierra colectiva (tierras de pastoreo) empezaron a emplearse para
la producción colectiva de cultivos tales como maíz, frijol, yuca, arracacha y
caña. Estos productos fueron intercambiados por otros, como trigo de las veredas
de otros microclimas (complementariedad vertical) (CNU 2002a, b). Además de
la producción de cultivos tradicionales, la idea era también diversificar la pro-
ducción de alimentos e introducir nuevos cultivos. Los antropólogos solidarios
establecieron programas de intercambio para los líderes de la comunidad, para
que ellos pudieran encontrarse con personas de resguardos indígenas de Nariño
(indígenas pastos, de Cumbal) y aprender cómo establecer nuevos cultivos. De
esta manera, las personas de Chimicueto empezaron a experimentar con el cultivo
de papa (CNU 2002a). La responsabilidad por la organización y coordinación del
sistema de trueque intercomunitario de cultivos recayó en la junta directiva de
la empresa comunitaria y en el comité de la tienda comunitaria. Inicialmente, el
vehículo comunitario de Zumbico (chiva, un bus multicolor abierto, para el trans-
porte de personas y de productos) –comprado con un préstamo en 1978– sirvió
como medio local de transporte.

Sin embargo, luego de transcurridos algunos años, el trueque intercomunitario


de cultivos se detuvo de manera un poco abrupta. Esto fue en parte causado por
las críticas de otros líderes comunitarios, que defendían los intereses de los cul-
tivadores de fique (muchos de los cuales estaban seriamente endeudados). Estos
líderes calificaban la política que habían llevado a cabo los cabildos entre 1981

148 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

y 1983 como tradicionalista y abogaban por un desarrollo más moderno de la


comunidad. Este grupo proponía empezar a enfocarse más sobre nuevos proyec-
tos agrícolas comerciales con el fin de permanecer conectados con la economía
regional (no indígena).

Nos trataron así, “porque queríamos volver al taparrabo […]”. En esa


época decían que nosotros no estábamos de acuerdo con el crédito
que daba el gobierno al Incora y ellos iban a recibir el crédito, porque
necesitaban plata para trabajar […] El error que ellos le veían al ca-
bildo era que el cabildo no apoyaba el comité de fiqueros ni al Incora
(Emiliano Güejia, CNU 2002a: 10)42.

Además, de 1986 en adelante, la importancia de la producción de alimentos de


subsistencia local disminuyó como resultado del Plan Nacional de Rehabilitación
(PNR), un programa del gobierno para intervenir las áreas afectadas por el con-
flicto armado. En colaboración con el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de
las Naciones Unidas, el PNR (1986-1990) hizo uso de los llamados proyectos de
“Alimentos por trabajo” en las comunidades indígenas, con los cuales los habitan-
tes del resguardo recibieron raciones de alimento a cambio de su contribución en
trabajo para auspiciar proyectos de desarrollo, principalmente en mejoramiento
de infraestructura (caminos, puentes, etc.) (Presidencia de la República 1990).
Aunque Jambaló necesitaba apoyo en ese momento, este tipo de proyectos también
afectó la producción de alimentos para la subsistencia local y cambió los patrones
tradicionales de consumo, con lo cual creó más dependencia (CNU 2002a).

Agricultura comercial
Café. En la segunda mitad de los años ochenta, después de que los líderes
“modernistas” empezaran a controlar los cabildos más tradicionales, y debido
parcialmente a la disponibilidad de alimentos suministrados por el PNR y el
PMA, la atención empezó a cambiar de producción de subsistencia “para vivir” a
formas de producción agraria comercial “para echar adelante” (CNU 2002a: 49,
Marcelino Pilcué).

La comunidad de Chimicueto empezó entonces a dedicar su atención al cultivo


del café. Hubo un interés renovado en las viejas y menospreciadas plantaciones de
café de Rafael Penagos, las cuales se acostumbraba cosechar pero que no habían

42 Nota del grupo revisor del texto: Debe aclararse que no se estaba en desacuerdo con los
productores de fique sino que se planteaba pensar más en otros cultivos y no quedarse en un mo-
nocultivo. Además, hay que anotar que en las discusiones de ese entonces influyó mucho la política
del momento.

| 149
sido mantenidas adecuadamente después de la partida del antiguo patrón. Los
miembros de la comunidad empezaron a trasladar la producción de alimentos
hacia sus parcelas familiares, y a emplear los días de trabajo comunitario cada vez
más para limpiar el follaje y podar los árboles que daban sombra. A pesar de estos
cuidados, el rendimiento por hectárea de la cosecha de café fue relativamente
bajo debido a que se estaba cultivando de forma poco tecnificada, sin el uso de
herbicidas químicos; además, las plantaciones de café eran relativamente viejas
(20 años). Inicialmente, la cosecha fue vendida a intermediarios en Santander de
Quilichao (Jambaló y Jambaló 1995).

Los ingresos de las plantaciones de café fueron empleados para varios propósi-
tos. Una parte fue utilizada para pagar los trabajos de reparación y renovación
de infraestructura comunitaria, que incluían herramientas, cercas, fincas y mate-
riales para la construcción. Algunos recursos fueron aprovechados para avanzar
en capacitación técnica especializada para la juventud prometedora. Igualmente,
algún dinero se necesitaba para comprar alimentos para la preparación de la
comida en los días de trabajo comunitario. El dinero que quedaba era distribuido
equitativamente entre las familias individuales. A finales de los años ochenta, la
comunidad realizó una colecta de dinero entre sus familias y/o sus miembros para
comprar su propio vehículo (‘chiva’) (CNU 2001b), un símbolo de prestigio para la
comunidad de Chimicueto (ver Findji 1993). Además del transporte de personas,
el vehículo era principalmente usado para llevar productos agrícolas desde las fin-
cas y para traer a la comunidad bienes industrializados de la ciudad, es decir, las
provisiones de la tienda comunitaria. El vehículo de la comunidad también des-
empeñó un papel importante en el transporte de productos y bienes comerciales
a, y desde, las veredas vecinas.

A finales de los años ochenta y comienzos de los años noventa, a través de la JAC
(la cual tenía personería jurídica), la comunidad de Chimicueto negoció un con-
trato con la Federación Nacional de Cafeteros (Fedecafe). La Federación estaba
desarrollando un programa de extensión rural que invertía en trabajos comunita-
rios pequeños y en la renovación y modernización de plantaciones de café (entre-
vista, Edith Tróchez, Loma Gruesa, 22 de noviembre de 2000). La producción
de café fue ampliada y se elevó significativamente, de 45 arrobas (562,5 kilos)
por hectárea a 60 arrobas por hectárea (750 kilos) (cfr. Findji 1977; Jambaló y
Jambaló 1995; Ortiz 1973). A mediados de los años noventa, la empresa comuni-
taria de Chimicueto, con sus plantaciones de café de alrededor de 10.000 plantas,
se había convertido en uno de los productores de café más grandes de Jambaló.
La comunidad tuvo ingresos sustanciales a partir de esta plantación (Entrevista,
Bautista Dizú, Chimicueto, 17 de septiembre de 2003).

150 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

Ganadería. A mediados de los años ochenta, después de la recuperación de


tierras, Chimicueto tenía más de 100 hectáreas de tierra para pastos, pero ni la
junta directiva de la empresa comunitaria ni sus miembros poseían los medios
financieros suficientes para empezar a ensayar con ganadería comercial. Como
en general la gente les tenía aversión a los grandes riesgos financieros que conlle-
vaban los préstamos concedidos por las instituciones del gobierno, como la Caja
Agraria o Finagro, con tasas de interés del 20 al 30% anual (Jambaló y Jambaló
1995), la comunidad de Chimicueto, como muchas otras empresas comunitarias
del norte del Cauca, pensó que era una buena idea “pedir prestado” ganado a
los propietarios (no indígenas) expulsados del territorio indígena y que se habían
asentado cerca de Santander de Quilichao. En este tipo de alianzas, los propieta-
rios de ganado podrían tomar en arriendo los potreros de la empresa comunita-
ria por un período determinado. En contraprestación, a la empresa se le daba la
oportunidad de “ganar beneficios” con el ganado prestado, mediante la venta de
la leche y el uso para reproducción. Al final del período de arriendo (usualmente
dos años), el ganado era cuidadosamente pesado y evaluado. El propietario exi-
gía que se le devolviera el mismo número de animales (de la misma edad y peso)
y una cuota de los beneficios, usualmente la mitad de los animales levantados.
Sin embargo, las comunidades pronto comprendieron que estas alianzas difícil-
mente les darían alguna ventaja, ya que ellos tenían que asumir todos los costos
de producción (cercas, vacunas, medicina) y responder por los riesgos del negocio
(enfermedades y pérdidas). Este tipo de alianza fue conocido como ‘pedir ganado
prestado’ o con más elocuencia se le decía ‘terraje ganadero’, y el cabildo empezó
a aconsejar a las empresas comunitarias no asumir este tipo de acuerdos:

[Así] el anterior terrateniente aún conserva su poder económico sobre


las comunidades indígenas y sobre la tierra supuestamente recupera-
da, con la diferencia que ahora le sale a menor costo ya que no paga
trabajadores […] pero sí continúa detentando la ganancia del trabajo
y de la tierra (Jambaló y Jambaló 1995: 10).

Con el fin de combatir esta nueva forma de explotación, el CRIC utilizó sus
propios medios para establecer, a finales de los años ochenta, el Fondo Rotatorio
Indígena (FRI), para fortalecer las empresas comunitarias (CRIC 1993). Estos
fondos estuvieron disponibles gracias a un acuerdo entre el CRIC, la Federación
de Ganaderos (Fedegan), y los programas de desarrollo regional del gobierno,
tales como el PNR (1984-1994) (Entrevista, CRIC, 18 de enero de 2001). Los
recursos de este fondo fueron más que todo empleados para financiar tratos
similares de préstamo de ganado, pero en condiciones más favorables: si una
empresa comunitaria pedía en préstamo 10 vacas para leche y cría, recibirían 11
vacas después de un período de tres años; si los animales eran empleados para la

| 151
producción de carne, ellos deberían devolver el precio de compra de los animales
engordados más el 45% de su valor en el mercado. Los ingresos del Fondo fueron
empleados para promover la actividad ganadera en otras empresas comunitarias
(CRIC 1993). El problema de esta alternativa a “pedir ganado prestado” consistió
en que el fondo de crédito rotatorio del CRIC tuvo tan poca financiación que
solamente podía invertir en un número muy limitado de empresas comunitarias
al mismo tiempo. Por consiguiente, Chimicueto nunca tuvo la oportunidad de
utilizar el FRI y su empresa comunitaria fue incapaz de constituir, en los años
ochenta, hatos ganaderos lo suficientemente grandes; tenían que hacerlo con los
pocos animales de que disponían las familias socias de la empresa comunitaria.

En 1993, Chimicueto fue seleccionado para que tomara parte en el Programa


de Producción en Comunidades Indígenas (PPCI)43, el cual fue financiado con
fondos para el desarrollo de Canadá, y estaba dirigido a promover la agricultura
y la ganadería en el norte del Cauca, con el fin de combatir los cultivos ilícitos
(cfr. DNP-UDT 1996). A la empresa comunitaria se le ofreció un ‘crédito asocia-
tivo’, para ganadería, de tres millones de pesos, que consistían en el suministro
de medios de producción, en especie, y 60 cabezas de ganado; también se tuvo
en cuenta la infraestructura requerida. Ayudados por un extensionista agrícola
que capacitó a los miembros de la empresa comunitaria en la administración de
empresas ganaderas (Proyecto Global [número 27] 199344), la comunidad, para
comienzos de 1995, ya había podido pagar una cuarta parte del préstamo (Jambaló
y Jambaló 1995). A pesar de esto, la comunidad fue incapaz de ampliar su hato
en los años siguientes; peor aún, el número de cabezas disminuyó (Entrevista,
Bautista Dizú, 17 de septiembre de 2003).

Agricultura en tierras parceladas individualmente


Mientras la comunidad de Chimicueto empezaba a ensayar con formas de agri-
cultura colectivas, las familias también continuaban invirtiendo una cantidad
considerable de esfuerzo en la producción individual en sus parcelas familiares,
aunque con la diferencia de que, después de la recuperación, por primera vez
desde hace mucho ellos podían libremente ampliar sus parcelas, lo que les posi-
bilitó recuperar la fertilidad del suelo a través de la práctica del rastrojo (Findji
1993). La ocupación de partes de la antigua hacienda que no habían sido nunca
cultivadas todavía fue espontánea (es decir, no reglamentada) y sin intervención
del cabildo (es decir, no registrada) ­y constituyó de hecho una ocupación de tie-
rras. Sin embargo, todos sabían de la ubicación y los linderos de las parcelas

43 Proyecto de Fomento a la Producción Agropecuaria y Desarrollo Cooperativo para las


Comunidades Indígenas del Nororiente del Cauca (ver Londoño 2002).
44 Esta serie de folletos no estuvo disponible ampliamente pero sí está en posesión del autor.

152 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

familiares, también debido a que, aparte del trabajo comunitario en las fincas, las
familias estaban en contacto cercano a través de la minga (pi’txçxa mjïnxi) y del
intercambio recíproco de trabajo (puutx pu’çxni) entre familias.

Aunque esta producción individual estaba principalmente destinada a la subsisten-


cia, las familias pronto empezaron a producir de nuevo excedentes periódicos en
sus parcelas ampliadas. En el pasado, los escasos excedentes eran vendidos a inter-
mediarios no indígenas, que les pagaban precios injustos. Después de la recupe-
ración, estos excedentes se comercializaron a través de la tienda comunitaria, que
ofrecía acopio centralizado de la producción y la venta directa a centros comercia-
les, como Santander de Quilichao. La tienda también obtenía productos a través de
trueques con otras veredas, utilizando el esquema de mercadeo interno promovido
por el cabildo. Sin embargo, después de unos años, este rol de la tienda comunita-
ria (el acopio y la comercialización) empezó a perder importancia en Chimicueto
y en otras veredas. Principalmente debido a la insatisfacción por el pobre manejo
organizacional y financiero de las tiendas, los productores individuales de nuevo
empezaron a llevar ellos mismos sus excedentes de cultivo a los mercados en La
Mina y Jambaló, a pesar de la pérdida de las posibles ventajas de escala. Pronto el
rol de la tienda comunitaria quedó relegado a la compra y suministro de alimentos
procesados y de otros productos básicos (Jambaló y Jambaló 1995).

Tal como había sucedido en las fincas colectivas (EC), hubo también un cambio
parcial, en la segunda mitad de los años ochenta, en la producción de las parcelas
familiares: de los cultivos de subsistencia a los cultivos comerciales. En la parte
“libre” del resguardo y en las partes recién recuperadas, este cambio ya había
comenzado con la adopción generalizada (en los años sesenta), del cultivo del
fique, promovido en las comunidades indígenas por agencias externas, tanto del
Estado como privadas, y con la introducción de la ganadería en la cooperativa
de Zumbico y en las EC establecidas por el Incora en Barondillo y Loma Gorda
(en los años setenta). En la zona media, donde el régimen de hacienda de terraje
y la lucha por la tierra habían dificultado el desarrollo de la economía doméstica,
este proceso solo empezó propiamente en los años ochenta, estimulado por la
influencia ejercida por los proyectos comerciales en las empresas comunitarias
y por el programa de ayuda de alimentos ya mencionado del PNR/PMA, el cual
suministró a las comunidades toda clase de productos y alimentos no tradicionales.
Muchas familias en Chimicueto empezaron a plantar semilleros de café, que
crecían silvestres en las plantaciones de la empresa comunitaria, para crear sus
propios cafetales. La producción orientada al mercado en las parcelas individuales
contribuyó al avance de la monetarización general de la economía indígena y,
consecuentemente, al declive de la importancia de las formas de trabajo comunal.
“Se había empezado a difundir la práctica de pagar en dinero [los jornales] donde

| 153
antes [el trabajo] se intercambiaba de otra manera o simplemente se brindaba”
(Findji 1993: 62).

No obstante, a comienzos de los años noventa y como resultado del crecimiento


natural de la población y de la inmigración –debido al retorno, inmediatamente
después de la recuperación de la tierra, de los miembros de la comunidad que
habían residido fuera del resguardo, presumiblemente para evitar sus obligacio-
nes de terraje–, Chimicueto, tal como otras zonas recuperadas, empezó a enfren-
tar de nuevo la escasez de tierra. Como todas las tierras por fuera de las fincas
colectivas ya estaban siendo cultivadas, las parcelas familiares de nuevo empe-
zaron a disminuir de tamaño debido a los procesos de herencia. Esta situación
condujo a una nueva forma de tenencia, la parcela familiar indivisa, la cual hasta
la fecha es todavía común en las áreas recuperadas de la zona media. Una familia
extensa, compuesta por padres e hijos, decide crear una parcela familiar indivisa
con el fin de prevenir la desintegración de su propiedad. Ellos deciden no pasar la
tierra a la próxima generación en partes de herencia, sino mantenerla y trabajarla
juntos. Los miembros de estas familias afirman que, a largo plazo, es la única
manera en que ellos pueden seguir trabajando la tierra, utilizando el sistema de
roza y quema (entrevista Bautista Dizú y Andrés Pilcué, 17 de septiembre de
2003). Posiblemente los miembros de la familia sacan provecho de la amplia dis-
ponibilidad de fuerza de trabajo, que les permite organizar el trabajo en la tierra
más eficientemente –sin tener que organizar una costosa minga– y así aumentar
su producción. Otra explicación es que esta es una forma de prevenir los conflic-
tos de herencia intrafamiliares.

El empezar a cultivar en forma de parcela familiar indivisa no es una solución, sin


embargo, para todas aquellas familias que no cuentan con tierra. En los últimos
años, un número creciente de hogares jóvenes está en peligro de quedar sin tierra,
y algunas familias ya han decidido dejar de trabajar en las empresas comunitarias
de Chimicueto y buscar un futuro incierto fuera del resguardo (CNU 2002a).

Caso 4.4. Griseldino Dizú (Chimicueto)

Griseldino Dizú es un hombre joven con su hogar constituido (25 años, esposa, dos hijos).
Él y sus parientes (19 personas, divididas en 5 hogares) administran juntos dos hectáreas
de tierra contigua en las zonas de clima medio de Chimicueto (entre 2.000 y 2.200 msnm).
En los tiempos de la hacienda de terraje (antes de 1975), el terrateniente le había per-
mitido al abuelo de Griseldino –un hombre muy trabajador– reclamar aproximadamente 8
hectáreas de tierra incluyendo rastrojos. Después del proceso de recuperación de la tierra
(1982), el abuelo y sus dos únicos hijos continuaron trabajando juntos su anterior encierro.
El padre de Griseldino y su tío, eran padres, entre ambos, de cuatro hijos. Los dos hombres

154 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

lograron convencer a sus hijos, que viven en casas aparte en la misma vecindad, de conti-
nuar su estrategia de trabajar conjuntamente su tierra familiar. Todos lograron, a través de
los años, ampliar en 4 hectáreas adicionales su terreno. De acuerdo con Griseldino, ellos
cultivan la tierra “al estilo viejo”, lo cual significa que nunca utilizan toda su tierra a la vez
sino que alternadamente queman parte de esta, usualmente una o dos plazas por hogar, y
dejan el resto en rastrojo. Aunque una pequeña cantidad de la tierra está afectada por ero-
sión (en áreas pendientes), la mayor parte es adecuada para la agricultura y está cultivada
con maíz, frijol, yuca y arracacha. Muchas de estas casas están rodeadas por huertas (yac
tul) sembradas con una variedad de hortalizas y plantas medicinales.

Contradicciones internas en las empresas comunitarias


En muchos aspectos, la historia y la situación actual de la empresa comunitaria
mixta de Chimicueto es semejante a las de otras empresas comunitarias de vere-
das vecinas. Por lo tanto, el siguiente análisis se plantea en términos generales y
corresponde a la situación de tenencia en la zona media en general.

Desde finales de los años ochenta viene creciendo la insatisfacción en Jambaló,


entre los comuneros y el cabildo, por los pobres resultados económicos de las
empresas comunitarias y por la falta de solidaridad en el interior de estas institu-
ciones. La insatisfacción se nota en la (auto)crítica de los miembros de la empresa
comunitaria, en la burla de los comuneros de fuera de la zona media, y en las
numerosas declaraciones públicas y documentos internos emitidos por el cabildo.
En particular, en tiempos de escasez de tierra –fenómeno que rápidamente se
incrementa en todas partes del resguardo–, el uso de la tierra colectiva en las
empresas comunitarias se viene considerando cada vez más como algo decadente:
sería mejor distribuir la tierra entre los miembros de la comunidad. Diversos par-
ticipantes en una reunión de cabildo en octubre de 2000 cuestionaron pública-
mente si se justificaba mantener las empresas comunitarias en su forma actual.

Para entender la insatisfacción con la forma como funcionan las empresas comu-
nitarias, es necesario ubicar estas instituciones en el contexto amplio de la situa-
ción socioeconómica en la zona media. Particularmente, se deben considerar
estas empresas a la luz de la gran desigualdad existente en las comunidades pae-
ces (Findji 1993; cfr. Gros 1991a), a la relación antagónica entre las formas colec-
tivas e individuales de producción –que operan una junto a la otra– (Londoño et
al. 1975) y, finalmente, a la vaguedad de los criterios establecidos para la organi-
zación comunitaria desde su creación.

Distribución desigual de la tierra


Una de las causas del bajo rendimiento económico (y social) de las empresas
comunitarias –como es también el caso de Chimicueto– puede encontrarse en las

| 155
relaciones de propiedad y en las “relaciones sociales de producción” de las tierras
individualmente distribuidas, que, en estas “empresas comunitarias de explota-
ción mixta” (Londoño et al. 1975: 32 y ss.) están indisolublemente atadas a las
fincas colectivas. Con respecto a estas tierras repartidas individualmente, un viejo
luchador por la tierra admitió que:

En la vereda de nosotros, Chimicueto, tenemos mal distribuida la


tierra. Algunos tienen más tierra y otros menos. Para nuestro futuro
va a hacer falta cuando ya crezcan los niños (Lisandro Menzucué,
CNU 2001b: 33).

La desigualdad en la propiedad de la tierra, que siempre ha existido en las comu-


nidades paeces, pero que solo recientemente (en un contexto de escasez de tie-
rra) se ha vuelto problemática (y particularmente en la empresa comunitaria),
tiene sus orígenes, en su forma actual, en la antigua organización territorial de la
hacienda de terraje y en el proceso siguiente de ocupación durante el período de
transición inmediatamente posterior a la recuperación de la tierra.

En tiempos anteriores, el terrateniente dependió siempre de un número selecto


de terrajeros, por lo general sus mejores trabajadores, para coordinar el trabajo
colectivo (terraje) en sus fincas. En compensación por sus esfuerzos, las familias
de estos hombres y, con frecuencia, también las de otros trabajadores, recibieron
permiso para limpiar más terrenos baldíos que otras familias. Además, algunas
veces, el terrateniente incluso vendió estas tierras a los terrajeros, con documentos
supuestamente oficiales45 (ver Findji y Rojas 1985).

Sin entrar a establecer ahora si estas personas finalmente se unieron o no a la


lucha por la tierra, lo cierto es que después de la recuperación de la tierra ellos
permanecieron firmes en su postura de mantener sus posesiones. Los otros miem-
bros de la comunidad generalmente respetaron estos reclamos, aunque solo fuera
para evitar los conflictos internos y la desunión. En los casos en que estas fami-
lias se hubieran mantenido indiferentes al movimiento de recuperación de tierras,
generalmente a ellos solo se les excluyó de la participación en las empresas comu-
nitarias. Así, los encierros iniciales de las familias quedaron intactos después de
la recuperación de tierras. Tras la recuperación de las haciendas, surgieron nuevas
oportunidades para ocupar tierra, ya que las principales reservas de terrenos bal-
díos y de bosques, que el terrateniente había guardado previamente para sus acti-
vidades futuras, ahora carecían de propietario. Como las empresas comunitarias

45 “Supuestamente”, porque estos documentos no fueron registrados oficialmente ni ante el


notario ni en la oficina de registro, y por tanto, en la mayor parte de los casos, eran títulos falsos.

156 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

estaban preocupadas principalmente por la organización comunitaria, no tuvieron


una visión clara sobre la colonización inminente de estas tierras no cultivadas.
En consecuencia, las familias más emprendedoras, las primeras en aventurarse
en estas áreas, pudieron reclamar más tierra que las otras. El cabildo, que había
creado la nueva modalidad de adjudicación global delegando su autoridad en
materia de adjudicación de la tierra a la comunidad local (en otras palabras, en
la junta directiva recién constituida), en aquel momento no hizo correcciones ni
intervino de alguna otra forma en las prácticas no reguladas de distribución de
tierra en las áreas recuperadas. De acuerdo con algunas personas, los cabildos
luchadores del pasado estaban preocupados por la lucha por la tierra otra parte
del resguardo y no previeron las consecuencias a largo plazo de esta política de no
interferencia. Otras personas, sin embargo, sugieren que estos individuos cabil-
dantes se abstuvieron de intervenir por intereses personales, ya que muchos cabil-
dos de aquellos años estaban integrados por líderes que eran originarios de la
zona media del resguardo.

Resumiendo, podemos decir que, puesto que no se hizo una revisión de la distri-
bución de las tierras repartidas individualmente –los anteriores encierros de las
haciendas recuperadas–, asunto que se evitó principalmente para impedir que
aumentara la división interna de la comunidad (Gros 1991a), las relaciones socia-
les de producción existentes al comienzo (es decir, las viejas desigualdades y
las correspondientes relaciones de poder entre familias) se reprodujeron en gran
medida en la nueva organización económica (Londoño et al. 1975).

Hoy, con toda la tierra en producción alrededor de las fincas colectivas, la distri-
bución desigual de la tierra da lugar al incremento de protestas sociales. Aunque
las parcelas individuales de todas las familias han visto reducido su tamaño
debido al crecimiento natural de la población, existen todavía familias que poseen
mucha más tierra que otras. Las familias pobres en tierra han llegado a un punto
–tal como sus contrapartes de las zonas alta y baja– en el que no están en capa-
cidad de dejar a sus hijos una parcela de herencia lo suficientemente amplia para
su subsistencia. Dado que estas familias solamente pueden depender en parte de
la producción de alimentos de las fincas colectivas –ahora que el cultivo de estas
en su mayor parte ha sido reemplazado por producción orientada al mercado–,
las familias jóvenes a menudo continúan trabajando en las parcelas de sus padres,
que llegaron a convertirse en parcelas familiares indivisas. Además, puesto que
los páez generalmente son muy inclinados a tener su propia parcela, las fami-
lias pobres en tierra a menudo hacen un llamamiento a familias ricas en tierra
para una concesión temporal porque muchas familias arrendatarias con el tiempo
desarrollan un reclamo permanente sobre las parcelas arrendadas. Por esa razón,
algunas familias con parcelas en rastrojo de tamaño superior al promedio, se

| 157
rehúsan, en principio, a permitir que las familias pobres en tierra tengan acceso a
sus terrenos, actitud calificada generalmente como egoísta.

Algunas personas son muy egoístas. Mientras muchas familias tienen


solamente pequeñas parcelas, otras tienen hasta 20 o 30 hectáreas.
Estas personas son generalmente trabajadoras, pero ahora ellos dejan
la tierra en rastrojo, y todavía se oponen a que otras personas traba-
jen. Todavía así las otras familias respetan (Feliciano Medina, 12 de
diciembre de 2000).

Las envidias entre las familias, causadas por la desigualdad, conducen por lo
general a disputas por los límites de las parcelas y a acusaciones de invasión, que
ocasionalmente se ven acompañadas con brotes de violencia; este fenómeno tiene
su origen, en parte también, en el hecho nada despreciable de que, desde la recupe-
ración, las diferentes juntas directivas nunca mantuvieron un registro de la tierra
(es decir, actas registradas de adjudicación), algo que el cabildo de la zona alta ha
venido haciendo durante años (y más todavía cuando lo exige la Ley 89 de 1890).

A pesar de la tensión creciente, el tema de la inequitativa distribución de las tie-


rras individuales –es decir, el tema de la redistribución interna– hasta ahora nunca
ha sido puesto en la agenda de la asamblea anual de las empresas comunitarias
(EC) en la que se elige la nueva junta directiva. Personas externas bien informa-
das, en su mayoría excabildantes de las zonas alta y baja, sostienen que esto se
debe a que en muchas empresas comunitarias las familias con más tierra y que
se benefician de una continuación del statu quo, son también las mismas cuyos
miembros disfrutan de mayor prestigio e influencia en la junta directiva46.

En las empresas comunitarias existen siempre personas que mandan


más que otras. Ellas [las empresas comunitarias] trabajan con su pro-
pio criterio. Por lo tanto, los más tranquilos se quedan con muy poco
o nada, mientras están otros que tienen que trabajar más duro (Entre-
vistas, Críspulo Fernández, 19 de septiembre de 2003; Luis Alberto
Passú, 12 de diciembre de 2000).

La actual situación de inequidad, empeorada por la creciente escasez de tie-


rra, afecta el principio de solidaridad en el que se basa el funcionamiento de las

46 Londoño et al. (1975:101,132), con respecto a esa clase de liderazgo, declaran que: “Se ve
el influjo pernicioso de estos dirigentes con poder social y económico en […] En las reuniones
oficiales la participación se puede aparentar: (‘Todos tienen derecho a hablar’), pero en la realidad
sólo unos cuantos intervienen y dirigen la reunión”.

158 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

empresas comunitarias47. Esto se refleja en la tendencia reciente hacia una parti-


cipación cada vez menor de los socios en los días de trabajo comunitario. En un
intento por preservar la cohesión social de la comunidad, las juntas directivas de
algunas empresas comunitarias, incluyendo la de Chimicueto, han decidido, des-
pués de consultar a sus comunidades, poner a disposición algunas tierras colecti-
vas de pastoreo para que algunas familias jóvenes puedan tomar posesión de una
pequeña parcela familiar (que mide, en promedio, solo 40 x 40 m.). Las personas
son conscientes, sin embargo, de que este procedimiento no es una solución de
largo plazo al problema de la desigualdad; además, muchos miembros desde el
comienzo (en particular los luchadores por la tierra) se han opuesto con firmeza
a esta decisión.

Problemas de organización: formas antagónicas de


producción / objetivos y criterios poco claros
Aparte del asunto de la solidaridad y la desigualdad, los miembros de la comuni-
dad a menudo también atribuyen la baja producción de las empresas comunitarias,
particularmente la de las fincas colectivas, a su falta de experiencia en el manejo
de empresas comerciales y al hecho de que los socios de las EC del cabildo no reci-
bieron capacitación adecuada, ni apoyo externo, técnico y financiero, del Incora.

Nos ha dado beneficios [fincas colectivas] a nivel de cada comunidad


[…] Aunque no ha sido una producción muy favorable a que esto dé
una salida económica a las comunidades […] No se recibe más bene-
ficio de la tierra porque nos faltan recursos económicos. Para sacar
una producción en cantidad se necesitan los recursos económicos […]
Nosotros mismos no sabemos utilizar la tierra; falta mucha técnica
(­Jaime Dagua, CNU 2001b: 28; Lisandro Menzucué, CNU 2001b: 30).

Es cierto que las EC autónomas no tenían inicialmente acceso a créditos ni a


asistencia técnica, debido a que se rehusaban a pagar la tierra recuperada y por
tanto no se les concedía la personería jurídica, condición que exigía el Incora para
tener derecho a crédito y apoyo (véase CRIC 1981). Sin embargo, el apoyo de esta
institución no hubiera sido garantía de éxito económico, como puede verse en el
ejemplo de las empresas comunitarias de Barondillo y Lomagorda, que tuvieron
problemas de reembolso de pagos de los créditos y que están aún peor que muchas
empresas comunitarias autónomas (como la de Chimicueto). Los programas

47 Comparar con Londoño et al. (1975: 146), que sostienen que: “la medida en que esta
diversidad [en la composición del grupo comunitario, en cuanto a poder social y económico]
sea superada, determinará el grado de unidad real del grupo”. Estos autores raramente usan la
palabra ‘solidaridad’.

| 159
posteriores dirigidos a apoyar la ‘capitalización’ de las empresas comunitarias –la
mayor parte de ellos iniciados por la propia organización regional (CRIC) y otras
instituciones privadas (Fedecafe, PPCI)48– estaban por lo general subfinanciados
y eran de corto plazo (Van de Sandt 2003). El problema de la baja producción de
las fincas colectivas parece por lo tanto radicar en problemas estructurales de la
organización general interna de las empresas comunitarias.

Las empresas comunitarias en áreas indígenas fueron establecidas como empre-


sas de explotación mixta, en las cuales, después de la recuperación, la produc-
ción individual en parcelas familiares (los antiguos ‘encierros’) coexistió con la
producción colectiva en las fincas (las antiguas haciendas de los terratenientes).
Desde el comienzo ha existido un cierto antagonismo de intereses entre estas dos
formas de producción. Una evaluación inicial llevada a cabo por un grupo de
agrónomos independientes en 1975 acerca de estas empresas comunitarias mix-
tas, empresas que también se establecieron en otras partes de Colombia como
parte de la Reforma Agraria (1968-1972), reveló que:

Tanto los exarrendatarios como los exaparceros que, mediante el


programa de reforma, continúan controlando una economía familiar
privada, muestran intereses que vienen a contradecirse a largo plazo.
Por una parte, sus intereses están en la percepción de los llamados
‘adelantos’ o la ‘subsistencia’ provenientes del trabajo en la parte co-
lectiva. Por otra, les interesa desarrollar al máximo su economía fa-
miliar privada (Londoño et al. 1975: 37).

En una evaluación interna sobre el pobre funcionamiento de las tiendas comuni-


tarias, el cabildo llegó a una conclusión similar en 1995:

Los socios no participan de estas reuniones ni de los compromisos;


existe una falta de voluntad e interés por las ocupaciones de carácter
doméstico; aquí, como en otras actividades comunitarias, se presenta
una tensión entre lo que hemos llamado economía doméstica y eco-
nomía comunitaria (Jambaló y Jambaló 1995: 12).

Este contraste sería menos problemático si hubiera una clara distinción entre
la producción de subsistencia en las parcelas individuales y la producción

48 Los gobiernos de finales de los años ochenta sólo ofrecieron a las comunidades apoyo
(económico) según los programas de asistencia antes mencionados del Plan Mundial de Alimentos
(PMA), en el marco del Plan Nacional de Rehabilitación (PNR).

160 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

orientada al mercado en las fincas colectivas49, pero las consecuencias se ven


claramente cuando las familias en sus parcelas individuales empiezan a trabajar
en cultivos comerciales además de cultivos de subsistencia, como ha sido el caso
en Chimicueto desde mediados de los años ochenta. En estas circunstancias, “el
carácter parasitario” de las parcelas familiares pasa inexorablemente a un primer
plano (Londoño et al. 1975:38): las familias empiezan a preferir invertir su trabajo
y activos en la economía doméstica, y a emplear las instalaciones e ingresos que
suministra la producción colectiva. Mientras tanto, ellos dejan cada vez más la
responsabilidad del desarrollo de las instituciones comunitarias en manos de
las personas designadas para esta tarea por la comunidad (la junta directiva,
los mayordomos y el administrador de la tienda). En otras palabras, existe una
tendencia hacia una maximización de la economía doméstica (individual) a
expensas de la economía comunitaria50.

La tendencia a la individualización, o la carencia de “apropiación colectiva de las


empresas comunitarias”, tal como el cabildo describe este fenómeno (Jambaló
y Jambaló 1995:7), está además alimentada por el hecho de que las empresas
comunitarias operan sin una clara estructura interna, una consecuencia del hecho
de que las directrices generales (acuerdos verbales) para la organización comuni-
taria, formuladas durante la lucha por la tierra, no han sido detalladas en etapas
posteriores. No existen, por ejemplo, criterios claros para el uso de los beneficios
conseguidos por las empresas comunitarias (p. ej., porcentaje de (re) inversión en
la producción colectiva) o para el control sobre el manejo financiero de las fin-
cas colectivas y la tienda comunitaria. Tampoco los objetivos de las EC han sido
claramente definidos. Con el tiempo, el objetivo inicial –la unidad de lucha y el
apoyo logístico a la lucha por la tierra– parece haber quedado subordinado a la
búsqueda de una producción de tipo más profesional y particularmente, más alta.

Los mayores en ese tiempo pensaban, tenían una idea de recuperar la


tierra, pero en sí no se había pensado en cómo hacerla producir en un
futuro. Por eso es que en estos momentos las comunidades no mejo-

49 Como sucedía, generalmente, en la hacienda de terraje, excepto que en esos días los bene-
ficios obtenidos en las fincas favorecían solamente al propietario.
50 Londoño et al. (1975:38) hacen un análisis similar: “Por un lado, la economía campesina
privada recibe las ventajas de la parte colectiva y se nutre de ella: generalmente los gastos de ad-
ministración y manejo agroeconómico de la empresa los absorbe la parte colectiva. De otro lado,
el crecimiento de la parte colectiva y de la parte individual que en teoría debería ser simultáneo,
en la práctica demuestra una relación inversa entre el crecimiento colectivo y el privado; es decir a
mayor crecimiento de la parte privada, menor es el crecimiento de la parte colectiva o viceversa.
En otras palabras, mientras que antes la hacienda de terraje garroneó el trabajo a los terrajeros, hoy
las familias garronean las ganancias de las fincas colectivas”.

| 161
ramos. Pero es porque en las ideas anteriores había la visión de cómo
recuperar […] pero no se pensaba en cómo había que hacerla producir
para que esto diera utilidad (Jaime Dagua, CNU 2001b: 33).

La organización inadecuada está en parte causada por la carencia de mecanismos


efectivos para evaluar el liderazgo y el rendimiento de las fincas colectivas. En la
asamblea anual de la EC, que a menudo se lleva a cabo de manera más bien ritual
(ver Findji 1993), la junta directiva saliente informa a los miembros presentes
acerca de los resultados que han alcanzado, pero con frecuencia no les pide explí-
citamente su opinión51. Debido a los anteriores factores ya mencionados, no existe
continuidad en la política agroeconómica y hay una disminución de la confianza,
entre sus miembros, en el funcionamiento de la empresa comunitaria.

Por ejemplo, hace un año rindieron un buen informe, que “la empresa
vamos bien”, pero eligieron otra directiva y el informe, “que vamos
mal, que hubo pérdidas”. Entonces uno se desanima en ese proyecto
de vida (sic), no sé, yo pienso así (Ángel Quitumbo, CNU 2002a: 135).

Cuando se escuchan las críticas acerca del funcionamiento de las EC, uno tiene
la impresión de que muchos, y principalmente los jóvenes, miembros de la comu-
nidad desean cambiar los objetivos y criterios de las empresas (en otras palabras,
profesionalizarlas). Estas familias parecen estar particularmente frustradas y des-
alentadas por la carencia de sentido de propiedad individual en las fincas colecti-
vas. De esta manera, ellos muestran la actual tendencia a disminuir el apego a la
vieja ideología comunitaria que sustentó la puesta en funcionamiento de las EC,
pero que está cada vez más desconectada de la realidade actual en las comuni-
dades. Al mismo tiempo, la reestructuración de las empresas comunitarias está
siendo obstaculizada por una vieja generación de exluchadores por la tierra, que
obstinadamente se aferran a la idea original de la empresa comunitaria como
“fruto de la lucha por la tierra” y que ellos consideran sacrosanta.

Competencia entre la autoridad del cabildo


y la autoridad de la empresa
A pesar de la creciente insatisfacción en la comunidad con el funcionamiento de
las EC, el cabildo no tiene planes de abandonar esta institución ni la ideología
comunitaria que la sustenta. Pareciera como si el cabildo sintiera alguna clase
de responsabilidad histórica por, o lealtad a, las EC y considerara todavía a las

51 Nota del grupo revisor del texto: Hay que destacar que si bien el desempeño de la junta
directiva de la empresa puede arrojar resultados negativos, en otros casos de juntas directivas su-
cesivas, el efecto fue contrario y se generaron resultados positivos en muchos aspectos.

162 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

empresas de explotación mixta (individual y colectiva) como una forma posible y


deseable de promover el desarrollo de la comunidad local. Esto significa que, con-
trario al anterior análisis, el cabildo no percibe antagonismo entre la producción
individual y la colectiva.

El cabildo es, sin embargo, plenamente consciente de la inestabilidad que existe


en la organización de las empresas. Esta es la razón de por qué desea incrementar
su influencia sobre las EC introduciendo frenos y contrapesos externos. Primero,
quiere estimular un liderazgo responsable y transparente respecto al manejo eco-
nómico, principalmente suministrando capacitación y cursos específicos a los
miembros jóvenes y a los facilitadores. En segundo lugar, quiere urgir a las juntas
directivas para que inicien los registros de las parcelas de las familias y/o miem-
bros, con el fin de prevenir desacuerdos internos –conflictos de tierra en parti-
cular– y así impedir la disminución del sentido de comunidad. En este segundo
propósito, el cabildo también quiere incluir en la agenda la distribución desigual
y el prolongado tiempo en rastrojo de las tierras.

Al asumir este rumbo, el cabildo se arriesga a encontrarse con la resistencia


de las juntas directivas y de los miembros/familias influyentes de las EC, que
reaccionan a la defensiva o están abiertamente en desacuerdo con los planes del
cabildo, los cuales se les considera como una injerencia externa en sus asuntos
internos. Las juntas consideran que la administración de la tierra dentro de las
EC es su prerrogativa, y la sustentan en los antiguos acuerdos (adjudicaciones
globales) realizados antes de la recuperación de la tierra. Los cabildos nuevos
(los posteriores a 1995), de integrantes más jóvenes, rechazan estos argumen-
tos y creen que todas las EC deberán funcionar de acuerdo con los parámetros
del CRIC; a saber, en colaboración cercana y con la supervisión del cabildo, la
máxima autoridad en la comunidad del resguardo. Un excabildante explicaba la
situación así:

¿Ha notado la diferencia en la manera como la gente de las áreas recu-


peradas hablan acerca de la tierra? ¡Ellos prácticamente se consideran
los propietarios! […] En general, ellos aceptan la autoridad del cabil-
do; colaboran cuando el cabildo les ayuda con proyectos productivos
o con salud, pero la tierra […] ¡éste es un tema más complicado! (Luis
Alberto Passú, 6 de diciembre de 2000).

La resistencia de las EC a los planes del cabildo está avivada por el temor y la
incomprensión persistentes respecto a las posibles consecuencias de aquellos pla-
nes, en particular en cuanto a la distribución local de la tierra. El cabildo es plena-
mente consciente de la sensibilidad de las familias locales respecto a las tierras de

| 163
la EC, por las cuales ellos tanto pelearon durante su lucha. Las entrevistas revelan
que, por lo menos para el momento en que se realizó la investigación, el cabildo
estaba solamente interesado en el registro de la tierra y su posible redistribución,
que en una etapa posterior tendría que darse internamente, entre los habitantes
de cada EC/vereda. Sin embargo, un comentario que a menudo se escucha en las
EC es que: “La gente dice que no hay necesidad de la interferencia del cabildo, y
que ellos son capaces de resolver sus propios problemas” (Feliciano Medina, 12
de diciembre de 2000).

Manejo comunal de recursos en la zona baja,


con particular referencia a Loma Redonda y El Porvenir

La zona baja es el área situada en ambos flancos de la parte baja del filo de Loma
Redonda (2.200 m.), que desciende, en su parte oriental, hacia el valle de Jambaló
(1.400 m.), y en la occidental, hacia uno de sus mayores tributarios, el río Valles
Hondos (1.600 m.). El terreno tiene un relieve variado, suavemente ondulado en
las veredas de El Carrizal, Voladero, La Palma y Loma Redonda, y con pendiente
fuerte en las veredas de Vitoyó, Valles Hondos, La Esperanza y Loma Gruesa (ver
mapa 4, página 183).

Esta parte del resguardo es reconocida por su historia de mestizaje y por la recu-
peración muy reciente de su identidad cultural indígena. Las relaciones de tenen-
cia de la tierra han estado marcadas por un proceso relativamente reciente de
colonización no indígena y por la posterior, dolorosa y desigual recuperación indí-
gena. Los siguientes apartes describen la situación actual de tenencia en la zona
baja, pero prestan particular atención al área conflictiva alrededor de las veredas
colindantes de Loma Redonda y El Porvenir.

Loma Redonda comprende el área entre los pequeños arroyos de El Chavío


(norte) y El Corral (sur) y es una de las veredas más densamente pobladas de
Jambaló (alrededor de 800 habitantes en 2001). Con su estatus administrativo de
corregimiento52, puede ser considerada como el centro de la zona baja. Aunque
el área –ocupada inicialmente por las familias indígenas Passú, Ul y Conda– ha
sido siempre considerada como parte de Jambaló, sus habitantes igualmente han
estado todo el tiempo orientados a mantener fuertes vínculos con los centros mes-
tizos cercanos: Caloto, Toribío y, más recientemente, Santander de Quilichao.

52 Nota del traductor: ‘Corregimiento’ es un tipo de subdivisión municipal. Con antecedentes


en la idea de ‘corregidores de indios’.

164 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

Historia de la apropiación y uso de la tierra


Aunque la zona baja tiene una historia que la distingue de las zonas alta y media,
es considerada tradicionalmente como parte del área de influencia del cabildo de
Jambaló. La referencia colonial más antigua para el área data de 163853. La comu-
nidad local estaba bajo el mando del cacique Diego, de Jambaló. En esa época,
Jambaló no era un resguardo sino una parcialidad, mantenida en encomienda
(bajo concesión real, ver capítulo 2) por doña Ana Tovar, quien fundó aquí una
capellanía. En los días de Juan Tama, fundador del resguardo de Jambaló (1702),
la zona baja era conocida como el país de Vitoyó. Para esta época, no hay indi-
cios de propiedad privada no indígena54. Poco se sabe de esta área en el período
de 1700 a 1850, excepto por el hecho de que la administración política del Cauca
emitió un número de contratos temporales de minería en el curso del siglo XIX
(Findji y Rojas 1985). La población indígena se vio confrontada por primera vez
con la colonización de agricultores no indígenas a finales del siglo XIX y comien-
zos del XX, cuando miembros de las familias Navia (1886), Cifuentes (alrededor
de 1905) y Sandoval (1911) se asentaron en la zona (Roldán 1975)55. De acuerdo
con los habitantes indígenas mayores, estas familias se asentaron en el área con
pocas posesiones. Establecieron pequeñas empresas, a menudo molinos o tiendas,
y luego rápidamente se apropiaron de la tierra de las familias indígenas vecinas al
hacerlas caer en relaciones de dependencia (a través de créditos e hipotecas). Las
familias indígenas de entonces se convirtieron así en sus terrajeros (Findji y Rojas
1985). Después de algunas décadas, a la población local le parecía como si los
propietarios no indígenas, que tenían sus tierras registradas y se presentaban como
“propietarios”, siempre hubieran “estado allí” (CNU 2001b: 36; entrevista, Andrés
Betancur, 11 de enero de 2001)56. Justo antes y durante el período de La Violencia

53 Archivo Central del Cauca, Popayán (Sign. 1479) [1638] en Roldán et al. (1975).
54 El texto del título de las tierras de Jambaló sin embargo, se refiere a la existencia de minas
en la vecindad de Vitoyó y en la parcialidad vecina de San Francisco (NC/S 1914 [1702]).
55 La colonización de los resguardos paeces a comienzos del siglo XX ocurrió como resultado
de la Ley 55 de 1905, que autorizó a los municipios (antes llamados provincias) a declarar ciertas
partes del territorio indígena como áreas de colonización. En 1905, Jambaló (tal como los otros
resguardos paeces de Munchique, Pueblo Nuevo, Pioyá, Caldono y La Aguada) era parte de la
provincia de Santander de Quilichao (Pitayó pertenecía a la provincia de Silvia), y es por lo tanto
probable que la colonización de las zonas baja y media de Jambaló se iniciara desde allí (Roldán
et al.1975; Findji y Rojas 1985).
56 Los Navia tenían propiedades en la zona baja, en Loma Redonda y Valles Hondos, que
datan de 1886. En 1911, la familia Navia también adquirió una cantidad considerable de tierra en
Chimicueto (zona media) y hasta 1923 también tuvo posesiones en Buenavista (zona media). La
familia Cifuentes adquirió tierra por primera vez en Voladero alrededor de 1905. Por procesos de
herencia y venta, su propiedad pasó a manos de la familia Sandoval, pero en 1925 los Cifuentes
compraron estas posesiones nuevamente. Los Cifuentes extendieron sus propiedades familiares a
Trapiche (zona media) y a Vitoyó, y en 1951 compraron tierras de los Sandoval en Guayope (zona
media). Los Sandoval ampliaron sus posesiones a Voladero (1911-1925), a Guayope y, poco des-

| 165
(1948-1958), la zona baja fue testigo de un nuevo flujo de colonos; el área de propie-
dad privada no indígena se amplió o pasó a nuevas manos. Entre 1940 y 1950, los
Navia, intimidados por la violencia creciente, vendieron todas sus propiedades en
Loma Redonda y Valles Hondos a Arcadio Gómez y Luciano Mestizo, dos recién
llegados al área (Roldán et al. 1975). Otros colonos llegaron como trabajadores
pero pudieron conseguir tierra casándose con alguna hija de una de las familias
establecidas; Octavio Galvis, por ejemplo, se casó con Raquel Sandoval en Vitoyó
(CNU 2001b). Aprovechándose del desasosiego causado por La Violencia, el espa-
ñol Arturo Silva se las ingenió para expandir su propiedad en el municipio de
Caloto hacia la Esperanza y Loma Gruesa, que son las veredas de Jambaló situadas
más al norte (CNU 2001a, b). Los Cifuentes fueron la única de las familias anti-
guas que mantuvo propiedades de importancia en Voladero y Vitoyó.

Hacia finales de los años cincuenta, el corregimiento de Loma Redonda y las


áreas vecinas formaban una comunidad local muy compacta, a pesar de la usual
discriminación entre blancos e indígenas. El trabajo de la tierra, a menudo orga-
nizado por medio de mingas, era frecuentemente interrumpido por celebraciones
religiosas anuales, como el Día del Santo Patrón o la Procesión de la Virgen, y
por rituales indígenas, como la celebración del sacrificio de los Chigüingos (CNU
2001b)57. Los propietarios no indígenas consolidaron las relaciones clientelistas
con sus terrajeros a través de lazos de compadrazgo58, que les ayudaban a asegu-
rarse el apoyo de la población local para el Partido Conservador. En este período,
la zona baja no era realmente considerada parte del resguardo, a pesar del hecho
de que la mayoría de la población era de ascendencia indígena. La influencia del
cabildo de Jambaló –tradicionalmente liberal– era limitada en esta área (Findji
y Rojas 1985). Esta situación puede también atribuirse al surgimiento, por esa
misma época, de una clase propietaria indígena local y al posterior proceso de
mestizaje. En los años cuarenta, algunos propietarios blancos (p. ej., los mestizos
Navia y Luciano Mestizo) habían vendido pequeñas partes de sus propiedades a
sus compadres más cercanos o, en algunos casos, a familias indígenas vincula-
das por matrimonio, entre otros a Antonio Conda y Pacífico Passú (Roldán et. al.

pués, a Vitoyó. Todas las escrituras originales se basan en certificados falsos o irregulares (Roldán
et.al. 1975), y lo son mucho más puesto que contravienen la Ley 89 de 1890, que establece que las
tierras de resguardo son imprescriptibles (Dindicué 1983).
57 Como todas las localidades en Colombia, Loma Redonda tenía su propio Santo Patrón,
cuya fiesta era celebrada durante varios días con procesiones, juegos, comida, música y baile; a su
turno los Chigüingos era una fiesta indígena de la siembra, que se realizaba en diciembre, en la que
las familias ponían alimentos sobre un altar para aplacar los espíritus de sus ancestros fallecidos.
No se sigue realizando ninguna de estas fiestas, por lo menos en Jambaló (CNU 2001b).
58 El compadrazgo es un sistema en el cual los adultos contraen relaciones de parentesco
espiritual o imaginario a través del padrinazgo de un niño u objeto.

166 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

1975; CNU 2001b). Y como estos a su turno vendieron parte de estas propiedades
a otras familias o las traspasaron a sus hijos, alrededor de 1960 había surgido
un pequeño grupo de propietarios indígenas. Las familias de este grupo pronto
empezaron a verse a sí mismas como finqueros y ya no como indígenas nativos
(Findji y Rojas 1985). Esta situación incentivó a los terrajeros a desarrollar tam-
bién una cierta inclinación hacia la propiedad privada.

Por esta época, en Vitoyó, que era una comunidad tesonera con vagos recuerdos
de los tiempos del resguardo, las familias indígenas empezaron a rebelarse contra
sus terratenientes (CNU 2001a); y lo hicieron cada vez más, después de la asam-
blea de fundación del CRIC en Toribío el 24 de febrero de 1971. Cuando el cabildo
luchador de Isidoro Dagua bajó desde Jambaló en 1974 para hacer a las familias
locales –Escué, Secué, y Zapata– conscientes de sus derechos (los títulos colonia-
les de Juan Tama y la Ley 89), ellos ya habían dejado de pagar terraje hacía algún
tiempo (CNU 2001b). Sin embargo, en Loma Redonda, los campesinos indígenas
propietarios de tierra rechazaron la política de recuperación de tierras del cabildo.

Pensábamos que el cabildo estaba quitando las tierras. Fue invadien-


do las tierras; esta era la política del cabildo. Tenía mala imagen,
porque no era una política civilizada, ni con un diálogo civilizado,
sino que ordenaban a recuperar las tierras a los ricos (Edelmiro Ul,
CNU 2001b: 76).

Los grandes propietarios blancos de Loma Redonda tomaron acciones despia-


dadas contra aquellos terrajeros que se habían sentido atraídos por el discurso
del movimiento de recuperación de tierras y el cabildo. En los primeros días de
la lucha por la tierra, asesinos contratados por los terratenientes mataron a dos
terrajeros luchadores. Muchos indígenas terrajeros y trabajadores jornaleros de
veredas vecinas se desalentaron por esta represión y se resignaron a la situación
existente (CNU 2001b).

Cuando comenzaron aquí a recuperar, la gente de La Esperanza es-


taba en contra […] Decían que “dejaran quieta la tierra de los pa-
trones”, que “el patrón era como un papá” […] Dijeron que éramos
unos pendejos, que éramos comunistas y que estábamos robando esa
tierra, porque nos iban a llevar y nos iban a botar lejos (Elvira Escué
y ­Romalda Zapata, CNU 2001b: 45, 47).

Debido a que los luchadores por la tierra de la zona baja estaban en una situa-
ción muy precaria, rodeados por las veredas que permanecían en contra de la
recuperación de la tierra –Loma Redonda y La Esperanza–, el cabildo había

| 167
decidido delegar su autoridad en Vitoyó a líderes especialmente designados, los
­gobernadores suplentes, que estuvieron a cargo de liderar localmente la lucha por
la tierra. Aislados de las comunidades luchadoras de las zonas alta y media, ellos
recibieron apoyo directo del CRIC y de las comunidades de Toribío (CNU 2001b).

A pesar de la fuerte represión, el pueblo de Vitoyó –tanto hombres como mujeres–


no renunció a su lucha. Sin embargo, debido a su minoría numérica, se arriesga-
ron y salieron mal librados: en un corto tiempo seis personas fueron asesinadas
(CNU 2001a)59. En ese momento, las guerrillas del M-19 y Quintín Lame, este
último un grupo de autodefensa indígena establecido en 1979, vinieron al rescate
de los luchadores de tierra. Ellos les suministraron armas y les enseñaron cómo
defenderse de los “pájaros” (CNU 2001b). La intensificación de la confrontación
en la zona baja hizo que algunos propietarios decidieran empacar sus maletas,
pero solamente después de recuperar su capital al subastar su tierra entre la pobla-
ción indígena (CNU 2001b).

Cuando comenzaron a recuperar seriamente, a traer gente de otra


parte también, entonces fue cuando en La Esperanza comenzó el te-
rrateniente a parcelar, o sea, a vender parcela a cada cual, donde más
alcanzara. Unos que tenían plata siempre lograron negociar, pero los
que no tenían tuvieron que quedarse estrechos, porque no tenían cómo
pagar el terreno que daba el terrateniente. Muchas familias quedaron
sin tierra en esa parte, porque entraron gentes de otros resguardos
a comprar, la mayoría gente de Toribio [...] hasta de Loma Redonda
(Apolinar Fernández, CNU 2001b: 46).

La venta de la tierra en La Esperanza y Loma Gruesa por Arturo Silva fue un gran
retroceso para el movimiento de recuperación en la zona baja. Después de todo,
significó que muchas familias indígenas, al convertirse ahora en propietarias, ya
no podrían tenerse en cuenta para la lucha por la tierra; en cambio en otras veredas
la confrontación continuó sin descanso. En 1981 hubo un cambio en la situación
después de que las guerrillas llevaran a cabo ataques a terratenientes en Loma
Redonda y Toribío. Poco después, los propietarios de Vitoyó –Isidoro Cifuentes y
Octavio Galvis– decidieron dejar sus propiedades y buscar seguridad escapándose
a la ciudad de Santander de Quilichao. Aunque los exterrajeros de Vitoyó toma-
ron posesión de las haciendas y establecieron empresas comunitarias en ellas, el
movimiento de recuperación de tierra fue incapaz de desalojar a los propietarios
de Loma Redonda y Voladero –Arcadio Gómez y Jorge Cifuentes– del resguardo.

59 José Gonzalo Escué, Julio Escué, Germán Escué, Marco Tulio Escué, Vicente Dagua y
Lisandro Passú (CNU 2001 a, b).

168 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

A comienzos de los años ochenta, la violencia creciente en la zona baja también


amenazó con llevar el conflicto armado al interior de la población indígena, dado
que estaba dividida internamente; los grupos guerrilleros (Quintín Lame, M-19)
amenazaron también a los pequeños propietarios indígenas. Solo a través de la
intervención del padre Riascos, de la Misión Católica en Toribío –quien en 1988
organizó diálogos de reconciliación en Loma Redonda entre los luchadores por la
tierra y los propietarios restantes (campesinos indígenas con tierra y mestizos)– la
paz retornó a la zona baja (CNU 2001b).

Reestructuración y saneamiento de la zona baja


La interrelación entre la lucha por la tierra en la zona baja de Jambaló y el con-
flicto armado en el norte del Cauca condujo a una situación nada esperanzadora.
Debido al auge de la violencia en uno y otro bando (de un lado, los luchadores
por la tierra ayudados por la guerrilla; y del otro, los propietarios y sus asesinos
a sueldo), se había vuelto imposible para los terrajeros continuar con las recupe-
raciones y culminarlas con éxito. No obstante, después de las promesas hechas
por el presidente Betancur en 1983 durante su visita a Guambía (Silvia) –una
restauración completa de los resguardos coloniales– y de la legislación que le
siguió (Decreto 2001 de 1988)60, el cabildo vio su posición fortalecida conside-
rablemente. El entendimiento cordial entre los cabildos luchadores y el Estado,
sin embargo, también señaló el final de las ocupaciones de tierras61 y, para ese
momento, la única opción que quedó fue la negociación. Para el cabildo esto sig-
nificó que, de nuevo, tal como había sucedido antes del comienzo de las ocupa-
ciones de tierras, tendría que atravesar un proceso largo y complicado, conocido
como la reestructuración y saneamiento de los resguardos indígenas62.

A comienzos de los años noventa, después de haber recuperado su autoridad en la


zona baja, el cabildo, fortalecido en su autoridad por la nueva Constitución Política
de 1991 y asistido por el Incora, trató cautelosamente de hacer avances para
resolver la situación con los propietarios no indígenas que se habían quedado. Con
esta estrategia, en 1993 logró alcanzar un acuerdo con los herederos de Arcadio
Gómez, respecto a la restitución de la hacienda Loma Redonda (localizada en
la vereda del mismo nombre) y la compensación correspondiente. Durante una

60 Decreto 2001 de 1988 (28 de septiembre): “[…] relativo a la constitución de resguardos


indígenas en el territorio nacional”.
61 Aunque no en Jambaló, las ocupaciones de tierra todavía ocurrieron esporádicamente en el
norte del Cauca después de mediados de los años ochenta, por ejemplo en Caloto en 1991 (Jimeno
et al. 1998).
62 En la literatura sobre titulación de tierras en comunidades indígenas, se han usado como
sinónimos del término ‘saneamiento’ los de regularización (Colchester et al. 2001), clarificación
de títulos (Plant y Hvalkof 2001) o retitulación (Urioste 2003).

| 169
visita de campo de funcionarios del Incora, se midió el terreno (108 hectáreas).
Dos años más tarde, el 20 de diciembre de 1995, la tierra –incluido el valor de los
registros de los títulos o escrituras– fue comprada por el Incora por 48 millones
de pesos colombianos, suministrados por el Fondo Nacional Agrario (FNA). El
22 de agosto de 1996, la propiedad fue oficialmente entregada al cabildo. Sin
embargo, este traspaso real y jurídico de la hacienda no marcó el final del proceso
de reestructuración y saneamiento del resguardo. Aunque el cabildo ya había
asumido el control de la tierra dentro de la hacienda, los derechos de propiedad
todavía seguían formalmente en manos del Fondo Nacional Agrario. Eso
significaba que el área no había sido legalizada todavía como parte del resguardo.
Por lo tanto, el próximo paso era retitular la tierra a nombre del resguardo. De
acuerdo con los procedimientos establecidos en la legislación vigente –el Decreto
2164 de 199563–, la retitulación podría realizarse solamente después de un estudio
jurídico y socioeconómico actualizado (artículo 4). Esta actualización permitiría
establecer la necesidad de la ampliación y legalización del resguardo. En Jambaló,
así como en los resguardos vecinos, la actualización se vio retrasada durante
largo tiempo debido a la carencia de fondos y de personal del Incora (Jimeno et
al. 1998). Con el fin de acelerar el proceso, este organismo y la Asociación de
Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN, creada de conformidad con la
Ley 1088 de 1993) acordaron en octubre de 2000 realizar el estudio juntos; la
ACIN asumió la responsabilidad de llevar a cabo un censo, y el Incora se encargó
del estudio socioeconómico y jurídico para la legalización de los predios y de la
referenciación geográfica (Muñoz y Soscué 2000). Finalmente, el 20 de febrero
de 2001, Loma Redonda –junto con otras haciendas restantes de las zonas media
y baja (882 hectáreas en total)– fue oficialmente reinscrita como parte del título
del resguardo de Jambaló (Incora 2001)64.

Las fincas del cabildo


Funcionamiento y lógica
Cuando en 1996 se entregó el control de la hacienda de Loma Redonda a la comu-
nidad de Jambaló, el cabildo había cambiado la política que él había seguido

63 Decreto 2164 de 1995, “[…] relacionado con la dotación y titulación de tierras de las co-
munidades indígenas para la constitución, la reestructuración, ampliación y saneamiento de los
resguardos indígenas”.
64 Secretaría Jurídica del Incora, Resolución 010 de 20 de febrero de 2001. La retitulación de
las haciendas en la zona media y en Vitoyó, todas recuperadas entre 1978 y 1982, fue realizada
siguiendo un procedimiento similar al estipulado en el Decreto 2001 de 1988. Estas tierras fueron
legalizadas en conjunto en 1992, con un total de 4.809 hectáreas (Oficina Jurídica del Incora,
­Resolución 068 del 22 de octubre de 1992). El costo total de estos procedimientos de retitulación
fue respectivamente de 97,2 (en 1992) y 200,5 millones de pesos colombianos (en 2001) (ver tam-
bién Mejía 1991).

170 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

durante las recuperaciones previas en la zona media. Así aunque a los exterra-
jeros se les permitió retener un cierto derecho sobre sus parcelas familiares, la
finca –la parte de la hacienda que había sido explotada comercialmente por el
terrateniente– ahora quedó bajo control directo del cabildo, que no estableció una
empresa comunitaria como había pasado antes en la zona media. El cabildo pudo
tomar esta decisión, dado que la recuperación del área, o mejor dicho, su sanea-
miento, había sido principalmente producto del trabajo de la autoridad indígena
y no de la comunidad local. Con respecto a las parcelas familiares, el cabildo
les concedió solamente un nivel limitado de control. En vez de una adjudicación
familiar –como es costumbre en la zona alta– a ellos se les dio una constancia
(prueba escrita de ocupación), que es un derecho de usufructo temporal (es decir,
no puede ser traspasado a los hijos), con lo cual el cabildo se reservaba para sí
el derecho de revisar la adjudicación de las parcelas familiares. El enfoque del
cabildo respecto a la adjudicación de derechos en las haciendas recién negociadas
puede tener explicación, en parte, en el aumento de las críticas que hubo por este
tiempo por este tiempo, acerca del funcionamiento de las empresas comunitarias
en la zona media en relación con la distribución desigual de la tierra y el poder
en la toma de decisiones en estas antiguas haciendas. Esta crítica fue evidente
cuando le pedimos a los gobernadores jóvenes del cabildo que reflexionaran sobre
el rumbo que habían tomado las cosas en el pasado respecto a las recuperaciones;
en otras palabras, sobre el procedimiento de adjudicación global y la posterior
creación de una empresa comunitaria.

Considero esto un error, pero un error cometido por los gobernadores


anteriores. Ahí se explica actualmente la política del cabildo de no
entregar las tierras de las haciendas directamente a la gente. Hoy, las
fincas son dadas al cabildo y ellas permanecen a nombre del cabildo,
no de la gente que vive allí. De esta manera es mucho más fácil hacer
reorganizaciones. Es mucho más fácil porque entonces el cabildo tie-
ne, solo, la responsabilidad de decidir. Ellos no pueden luchar contra
esto, tendrían que esperar hasta que el cabildo decida a quién adjudi-
carle (Entrevista, Rafael Cuetia, 15 de diciembre de 2000).

De acuerdo con personas muy bien informadas, hay una cuestión de


poder que también subyace en la actual política del cabildo: en un
área donde la autoridad del cabildo es relativamente débil (desde un
punto de vista histórico), las tierras de las fincas recientemente recu-
peradas (saneadas) simbolizan la autoridad del cabildo. ‘Usted debe
saber que el poder del cacicazgo –poder unilateral– siempre ha existi-
do entre los páez. ¡Un cabildo que desea ejercer poder necesita marcar
su tierra!’ (Entrevista, Andrés Betancur, 16 de septiembre de 2003).

| 171
Después de completarse gradualmente el proceso de reestructuración y sanea-
miento en la zona baja, por primera vez en varias décadas el cabildo podía dis-
poner de nuevo de una reserva de tierras colectivas (áreas comunes), lo cual era
una condición descrita en la Ley 89 de 1890 (artículo 20), cuando el cabildo toda-
vía disponía de “tierras para el beneficio común de la parcialidad” (ver también
Hernández de Alba 1946: 932; Rappaport 1982)65.

Uso de la tierra en las fincas del cabildo


En tiempos de creciente escasez de tierra (debido al crecimiento demográfico), el
cabildo ya no puede justificar el dejar ociosas las reservas de tierras en las fincas
saneadas. Por lo tanto, en los años pasados estas reservas han sido aprovechadas
para trabajar de maneras diversas.

En algunas de estas tierras, como en Loma Redonda y El Uvo (en La Mina, zona
media), se han usado, parcial o totalmente, para establecer las granjas demostrati-
vas, que son las fincas-modelo administradas por el resguardo. En estas granjas se
usan nuevos sistemas integrados de producción orgánica de cultivos, así como sis-
temas tradicionales de asociación de cultivos, que en muchas partes del resguardo
han caído en desuso. A grupos colectivos de trabajo seleccionados –generalmente
formados por individuos con poca tierra o interesados– se les permite experimen-
tar con variadas prácticas agronómicas, esencialmente rotaciones y asociaciones
de un gran número de plantas y animales. Aparte del papel educativo, el objetivo
de las granjas demostrativas es que finalmente contribuyan a la reintroducción y
distribución de variedades nuevas y tradicionales –semillas y plantas–, así como
también a la cría de animales (vacunos, cerdos y curíes) para familias interesadas
de otras partes del resguardo.

Existen también tierras manejadas por el cabildo en las que el antiguo propietario
dejó reservas de valiosos cultivos comerciales, por ejemplo las plantaciones de café
en El Uvo (zona media). Después del abandono de estas plantaciones, el cabildo
ha retomado su explotación con la ayuda de jornaleros que provienen de familias
sin tierra. El cabildo también pone a trabajar con bastante frecuencia a personas
que hayan sido sentenciadas por el sistema judicial indígena a un número de días

65 Hernández de Alba (1946: 932), citando una fuente de 1935, registró la existencia de “un
tratado llamado ‘común del monte’, donde todos tenían derecho a recolectar leña y pastorear gana-
do”. A su vez, Rappaport (1982: 47) escribe: “en el pasado el cabildo mantenía tierras no ocupadas
y también había tierras de pastoreo común en cada resguardo. Hoy, con el incremento de la pobla-
ción, la mayoría de los resguardos no pueden darse el lujo de mantener tierras colectivas, aunque
existen pasturas establecidas aparte para el uso del cabildo […] y en muchos resguardos existen
parcelas especiales que se labran colectivamente, y cuyos frutos son vendidos con el fin de obtener
fondos para proyectos comunitarios”.

172 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

de servicio comunitario, por razón de alguna ofensa cometida. Los beneficios


producidos por estas fincas son generalmente empleados para el bienestar de la
comunidad en general, por ejemplo, para pagar los gastos inesperados del cabildo
y sus diversos comités o para la financiación de actividades especiales, como el
festival anual de tres días llamado Sakhelu, un ritual comunitario de intercambio
de semillas que involucra la participación, y consecuentemente el alojamiento y
la alimentación, de comuneros de varios resguardos (Entrevista, Rafael Cuetia,
18 de septiembre de 2003)66.

En El Trapiche, en los límites de las zonas alta y media, el cabildo se ha reapro-


piado de una hacienda –la finca Loma Pelada de la familia Cifuentes– que pre-
viamente había sido utilizada para ganadería extensiva pero que había caído casi
completamente en desuso en el momento de la entrega. En este caso, el cabildo
explícitamente decidió no usar las tierras de nuevo, sino que las convirtió en una
reserva natural, para ser empleada, entre otras cosas, como santuario para ceremo-
nias de los the´walas (rituales chamánicos). Finalmente, hay algunas haciendas de
la zona baja donde el proceso de saneamiento no ha sido formalmente concluido y
para las cuales el cabildo todavía no tiene un plan claro, por ejemplo, la propiedad
de La Fría, de Jorge Cifuentes, en los límites entre Loma Redonda y Voladero.

En las áreas donde está situada la mayor parte de las fincas del cabildo, en par-
ticular en el triángulo formado por Loma Redonda, El Porvenir y Voladero, las
comunidades y las familias vecinas tienden a evaluar de manera extremadamente
crítica al cabildo y su política de uso de la tierra. En privado, y públicamente en
asambleas generales, la gente hace conjeturas abiertamente acerca de la distribu-
ción y adjudicación definitiva de estas reservas. En vista de la creciente escasez
de tierra, en años recientes ha habido un clamor cada vez mayor para que se sub-
dividan las fincas. El rechazo del cabildo a aprobar esta medida ha desatado en
algunos comuneros de Loma Redonda comentarios cínicos y escandalosos:

Lo que pasa es que casi la tierra no la están trabajando. Ha habido


fincas que las ha comprado el Incora y están por ahí abandonadas.
Es como la finca de aquí que era del señor Arcadio Gómez. Esa finca
está toda abandonada. En ese tiempo, cuando él estaba, los potreros
eran limpios, tenía cultivo de fríjol, yuca, café. Ahora, vaya vea, eso
está muy abandonado y como dicen, que el indio no sabe administrar.
Recupera las tierras, pero no las tiene como las tenía el terratenien-
te. Están abandonadas; por allá sólo hay caballos en esos rastrojos.

66 Revista Semana, 22 de marzo de 2004. “Grupo del suroccidente ejerce soberanía” (Nixon
Yatacué).

| 173
Ya los potreros desaparecieron. Entonces, no hay una administración
(Edelmiro Ul, CNU 2001b: 81-82).

El cabildo ha estado tratando de evitar la discusión acerca del futuro de las


haciendas saneadas en las zonas baja y media. Durante las reuniones públicas,
continuamente sugiere que los planes para estas áreas no estarán finalizados
antes de que el cabildo haya concluido su propio estudio socioeconómico de las
zonas baja y media, lo que permitiría identificar cuáles son las familias más
necesitadas de tierra y que cumplen los requisitos para una adjudicación formal
en algunas de las fincas.

Conversión de títulos
El exitoso proceso de saneamiento y retitulación de las últimas haciendas de pro-
pietarios no indígenas no trajo una solución al problema de la propiedad privada
individual entre las familias indígenas minifundistas, lo cual es consecuencia del
proceso histórico de colonización y de la recuperación (desigual) de tierras en la
zona baja. De acuerdo con el Incora y el Instituto Geográfico Agustín Codazzi
(IGAC), en el año 2000 había todavía cientos de pequeños propietarios indígenas
en Jambaló, que poseían en conjunto aproximadamente 2.149 hectáreas. Sin duda
alguna, la gran mayoría de estas tierras privadas está en manos de familias de
Loma Redonda, Valles Hondos, La Esperanza, y Loma Gruesa en la zona baja.

Estos propietarios indígenas, la mayor parte de ellos exterrajeros o trabajadores


agrícolas, adquirieron estas tierras con escrituras de propiedad cuando acordaron
con el propietario original comprarle una parte de su hacienda, y después regis-
traron sus escrituras ante el notario y la oficina de registro de tierras (catastro) en
Santander de Quilichao. Desde el punto de vista de los terratenientes, estas ventas
de tierra constituyeron una estrategia para recuperar su capital en vista del sur-
gimiento del movimiento de recuperación que se veía venir67; para los terrajeros,
esta era una manera de evitar una confrontación (potencialmente) violenta con los
terratenientes (Findji y Rojas 1985).

Así, aunque, de hecho, la tierra ya había llegado de nuevo a manos de las comu-
nidades indígenas, la práctica de compra y venta afirmó la continuación de una
situación contradictoria. La Ley 89 de 1890, vigente hasta hoy, establece que las
tierras incluidas en los títulos de resguardo, y que forman así parte de la propiedad

67 Los propietarios de hacienda salieron muy bien librados de la situación debido a que el
dinero que ellos obtuvieron por la venta de la tierra a las familias locales era varias veces mayor
que la cantidad con la cual ellos hubieran sido compensados por el Incora, en caso de que hubiera
ocurrido una ocupación de tierras.

174 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

colectiva de la comunidad indígena, “no pueden ser vendidas, hipotecadas o toma-


das”; es decir, ellas son “inalienables, imprescriptibles e inembargables” (Roldán
2000: 52; Constitución Política de 1991, artículo 63)68. Sin embargo, después de
la venta de la tierra a las familias indígenas, una situación de doble titulación –
condición jurídica que ya había existido bajo la anterior situación de propiedad
(dominio) no indígena– persistió debido a que nuevamente se hicieron escrituras
respecto a tierras colectivas que ya estaban incluidas en los títulos coloniales de
Jambaló, los cuales habían sido jurídicamente renovados en 1914. El que esta
situación haya surgido –aun cuando la validez del título renovado del resguardo
había sido validada por las autoridades del Estado en 1975 (Roldán et al. 1975)69–
se puede explicar por la probabilidad de que la oficina de registro (catastro), así
como otras instituciones nacionales, sólo desde finales de los años ochenta fueron
conscientes del reconocimiento oficial del territorio indígena y estaban más incli-
nadas a reconocer los derechos individuales de los finqueros y pequeños propie-
tarios (indígenas y mestizos) que el derecho primordial de la comunidad páez a
su territorio colectivo.

La situación de doble titulación es un asunto problemático para el cabildo en


varios aspectos. La propiedad individual interfiere con la posibilidad del cabildo
de ejercer su mando. Aunque en el territorio indígena el cabildo es, formalmente,
la máxima autoridad, no tiene control efectivo sobre las tierras de los propietarios
(finqueros indígenas). Dado que las tierras de doble titulación son todavía tratadas
como propiedad privada individual por el Estado y las entidades privadas, pueden
ser vendidas a personas ajenas que no sepan de la situación, o perderse en manos
de los bancos cuando se emplean como garantía para una hipoteca, lo cual cons-
tituye una amenaza para la integridad del resguardo. Además, aunque la mayor
parte de los propietarios indígenas son minifundistas (menos de 5 hectáreas),
existen varias familias con propiedades de tierra más grandes (hasta 30 hectáreas)
que al parecer no tienen la capacidad de ponerla toda a producir y dejan parte de
esta descansando en rastrojo por períodos prolongados. En tiempos de escasez
de tierra, esta situación conduce a envidias y resentimientos de las familias que
tienen poca tierra; además, al mismo tiempo, en tanto que la tierra es mantenida
en propiedad individual, el cabildo es incapaz de redistribuir estas tierras de ras-
trojo a otras familias –un derecho que el cabildo ha ejercido y ejerce en áreas bajo
tenencia comunal de apropiación comunitaria–. Igualmente, en un sentido más
general, la propiedad individual es un obstáculo para la política de unificación y

68 “[…] Las tierras comunitarias de grupos étnicos [y] las tierras de resguardo […] son ina-
lienables, imprescriptibles e inembargables”. Ver también el artículo 95 del Decreto 74 de 1898
(Decreto Ejecutivo de Ley 89 de 1890 para el Departamento del Cauca).
69 Incora [Secretaría Jurídica], Resolución 035 del 28 de mayo de 1975.

| 175
reconstrucción cultural planteada por el cabildo; ella ejerce una presión en contra
de sus esfuerzos por aumentar la participación comunitaria y promover los usos
y costumbres paeces, de los cuales el manejo comunal de recursos comunitarios
forma una parte esencial.

Tal vez aún más importante es el hecho de que la propiedad privada individual
plantea un problema fiscal para el cabildo y para el municipio (con este último la
autoridad indígena ha cooperado muchísimo en años recientes). La explicación es
la siguiente: según la Ley 44 de 1990, de tributos sobre la propiedad raíz, los pro-
pietarios de tierras están obligados a pagar anualmente un impuesto predial sobre
ellas. Los fondos así recolectados son acumulados por el municipio y destinados a
pequeñas obras públicas y proyectos de desarrollo para beneficio de la población
local. Históricamente, sin embargo, las tierras de resguardo han estado exentas de
impuestos70. Por lo tanto la ley compensa a los municipios con población indígena
por la cantidad de fondos que ellos no pueden recolectar por impuesto a la tierra
(artículo 24). No obstante, esta medida no se aplica en el caso de los pequeños
propietarios indígenas: aunque sus tierras forman parte del gran título del res-
guardo, también están registradas en la oficina de catastro y, por lo tanto, perma-
necen sujetas a impuestos. Desde que el cabildo ha vuelto a reclamar la zona baja
de Jambaló como parte del resguardo, el problema ahora radica en el hecho de
que muchos propietarios indígenas –principalmente minifundistas– han estado
asumiendo erróneamente que ellos, como otros habitantes del resguardo, pueden
abstenerse de pagar el impuesto sobre la tierra. Lo cierto es que durante años ellos
no han pagado y han acumulado una deuda que es a menudo considerable; por
consiguiente, en estos años, el municipio ha perdido cientos de millones de pesos
en impuestos que podrían haber sido empleados en financiar el desarrollo local.

Sobra decir que es de interés tanto para el cabildo como para el municipio resol-
ver el problema de los propietarios indígenas en Jambaló tan pronto como sea
posible. Sin embargo, aunque el problema en últimas se originó desde fuera (fue
creado por la legislación del Estado previa a la Constitución de 1991), el Incora
considera el asunto como un problema interno y se rehúsa a ofrecer asistencia.
Por lo tanto queda totalmente en manos de los indígenas y las autoridades muni-
cipales convencer a las familias indígenas de que conviertan voluntariamente sus
escrituras públicas en adjudicaciones del cabildo. Para hacerlo, las familias pri-
mero deben anular sus escrituras en la oficina de registro y transferir los títulos al
cabildo, su legítimo titular, mediante un contrato de restitución (escritura pública

70 La Resolución del 15 de octubre de 1828 (Simón Bolívar), artículo 15 (todavía en vigor),


señala que “estarán libres de pagar derechos parroquiales y de toda otra contribución nacional de
cualquiera clase que sea”.

176 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

de dotación). A continuación, el cabildo puede empezar el procedimiento de lega-


lización para tener la tierra reconocida como parte del resguardo, de manera simi-
lar al caso de las haciendas de los propietarios de tierra no indígena. Mientras
espera el procedimiento, el cabildo adjudica los derechos de usufructo a las fami-
lias sobre su anterior propiedad individual. Solamente cuando esta sea retitulada
como tierra del resguardo, el municipio recibirá la compensación por los impues-
tos prediales “perdidos”.

En el año 2000, el cabildo empezó una nueva campaña, con apoyo del municipio,
para convencer a los, con frecuencia, desconfiados propietarios indígenas indivi-
duales de ceder sus títulos de propiedad. Durante reuniones de información espe-
cialmente organizadas, se señaló que el derecho de usufructo –tal como lo hace
la propiedad privada– ofrece garantía en la tenencia, que los propietarios estarán
exentos de pagar impuestos después de haber concluido el traspaso, y que el muni-
cipio invertirá las compensaciones incrementadas de impuestos en mejores insta-
laciones públicas. Los esfuerzos del cabildo fueron parcialmente exitosos. Muchas
familias –particularmente pequeños propietarios en deuda– quisieron convertir
sus títulos de propiedad en derechos de usufructo. Sin embargo, las familias solo
pueden obtener formalmente el documento de restitución una vez ellas hayan cum-
plido con sus deudas con la oficina de registro de tierras del municipio. Muchos
titulares fueron incapaces de pagar sus deudas, que a menudo suman varios millo-
nes de pesos, en un solo contado. Como una forma de arreglo, el municipio y la
oficina de registro acordaron que el primero asumiría parte de las deudas y se
establecería un esquema de pago flexible para las familias en cuestión. De esta
forma, en los últimos años diversas familias de La Esperanza, Loma Gruesa y
Voladero finalmente han podido reincorporar sus tierras legalmente al resguardo.

No obstante, el cabildo está experimentando problemas con un pequeño grupo de


indígenas finqueros, principalmente en los alrededores de Loma Redonda. Estas
son familias con propiedades de tierra considerables, entre 20 y 30 hectáreas, que
siempre han cumplido con sus obligaciones de impuestos sobre la tierra. Muchas
de estas familias permanecen hostiles a la política del cabildo y el municipio.
Están temerosos de “comunalizar” su tierra debido a que temen que el cabildo les
quite una parte de ella, y también porque desean mantener en el futuro su acceso
al crédito comercial (es decir, utilizar su escritura como garantía para préstamos).
Aunque muchos cabildantes creen que un cambio de actitud de los propietarios
indígenas obstinados es un asunto que solo requiere de paciencia, en ciertos cír-
culos del cabildo existe un creciente sentimiento opuesto y, así, cada vez más
personas están sugiriendo revocar los derechos de estas familias a ser miembros
del resguardo.

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Caso 4.5. Sara Mestizo/Paulino Ul, Mariano Martínez/María Gilma Mestizo, Adelaida
Martínez/Mario Tulio Passú (Loma Redonda-El Porvenir)

Sara Mestizo (56 años) está casada con Paulino Ul (edad desconocida). Juntos tienen una
finca en Loma Redonda, en los límites con El Voladero y El Porvenir. Cuando se les preguntó
si se veían ellos (como otros propietarios locales) como indígenas, ellos replicaron que no
lo sabían: “Sea que seamos blancos o indígenas, nacimos aquí”. Hasta los años setenta,
ellos laboraron como trabajadores asalariados y no tenían tierra. Ellos dicen que personas
desconocidas asesinaron al primer dueño de su actual propiedad de tierra en 1972. Su
viuda fue dejada a sus propios medios, pero no se sintió segura y dejó Loma Redonda. Ella
vendió la finca a crédito (pago por cuotas) a Paulino Ul. En 1975, él legalizó su tierra en
Santander de Quilichao ante el notario; siempre ha pagado su impuesto predial. La finca
comprende básicamente dos partes; una gran porción de tierra (20 hectáreas) en la parte
alta (hacia el filo de Loma Redonda) y una parcela más pequeña (5 hectáreas) en la parte
baja de Jambaló (hacia el valle). La finca de la parte alta, donde ellos viven, es menos im-
portante desde el punto de vista económico. Aquí ellos cultivan yuca, maíz y plátano en un
lote de pancoger (para subsistencia), y también tienen tierra de pastoreo para seis vacas y
un caballo; hay más de diez hectáreas en rastrojo. En la parte baja de la finca ellos cultivan
principalmente café. Cuando se les preguntó acerca de su posición como propietarios
de tierra dentro de una comunidad indígena, Sara respondió evasivamente: “Mi esposo
ha pagado su tierra y no desea entregarla al cabildo porque luego él perderá acceso al
crédito […] Ésa es una buena decisión, ¿no es cierto?”. Varias veces en el pasado, Paulino
ha tomado préstamos con el Banco Cafetero en Santander de Quilichao. Él tiene invertido
su dinero principalmente en café.

Mariano Martínez (45 años) y María Gilma Mestizo (40 años) nacieron y se criaron en Loma
Redonda. Tienen dos hijos. Ellos afirman que tienen 8 hectáreas de tierra y que tienen una
escritura oficial. María heredó 4 hectáreas y Mariano compró otras 4 con las utilidades de
la cosecha de café –en realidad él se las compró a su hermano, con quien hizo un trueque
de tierra en Santander de Quilichao–. Mientras tanto, sus dos hijos han recibido cada uno
(en herencia) dos hectáreas para cultivar, pero ellos no tienen escritura pública todavía,
y así, Mariano todavía tiene 4 hectáreas de tierra con las cuales se sostiene. Cuando se
le preguntó al final de la entrevista cuáles eran sus planes respecto a la conversión de su
escritura a una adjudicación del cabildo, se contradice: dice que la tierra ya está a nombre
de su esposa y que no tiene nada que decir al respecto.

Adelaida Martínez (43 años) y Mario Tulio Passú (52 años) han vivido toda su vida en Loma
Redonda y no tienen hijos. Adelaida heredó 6 plazas (3,8 hectáreas) de tierra con escritura
pública, mientras que Mario no heredó ninguna tierra de sus padres, por razones que son
poco claras. A pesar de las dificultades, Adelaida y Mario siempre habían pagado cumpli-
damente su impuesto predial anual a la oficina de registro de tierras en Jambaló hasta

178 |
El manejo comunal de recursos en Jambaló

1999. En ese año ellos no pudieron continuar pagando los 140 mil pesos colombianos de
impuesto y decidieron ceder su escritura al cabildo.

Minifundio extremo
Una de las características más impactantes de la zona baja es su alto crecimiento
demográfico y densidad poblacional (un ejemplo extremo es La Esperanza, una
pequeña vereda con una población tan grande como la de Zumbico, en la zona alta,
pero con una superficie que es menos de la cuarta parte). Este hecho, combinado
con la distribución desigual de tierra que se originó alrededor de 1980 cuando
propietarios de tierra no indígenas la vendieron a algunos indígenas, causa hoy,
más que en las otras zonas, una aguda escasez de tierra. La zona baja de Jambaló
tiene la mayor cantidad de familias sin tierra o con posesiones extremadamente
pequeñas, fenómeno conocido como ‘minifundio extremo’ (predios menores de
5 hectáreas) y ‘microfundio’ (menores de una hectárea). Como si fuera poco, las
condiciones del suelo no son muy buenas para la agricultura: en las faldas de las
montañas y en las partes pendientes que van hacia los arroyos y hacia las zonas
de drenaje, el suelo es empinado, y en algunos lugares rocoso debido a la erosión.
Además, en los meses más cálidos, los cultivadores en estas áreas han de sopor-
tar períodos de escasez de agua, debido a la deforestación de las fuentes (ojos) de
agua (Jambaló y Jambaló 2001a). Aunque algunas familias todavía cultivan maíz,
plátano y yuca –los cultivos típicos de la zona baja– en sus pequeñas parcelas de
subsistencia (lotes de pancoger), en los últimos años otros hogares han adoptado
casi por completo los cultivos comerciales, principalmente café; en consecuencia
existe una progresiva dependencia respecto a los alimentos traídos de fuera. Con
el fin de sostenerse, las familias sin tierra se ven forzadas a buscar trabajo asala-
riado en las ciudades (Santander de Quilichao y Cali) o con las familias propieta-
rias de tierra en otras partes del resguardo. La difícil situación económica explica
parcialmente el surgimiento del cultivo de coca con fines comerciales en grandes
partes de la zona baja. En principio, el cabildo rechaza la siembra de cultivos
ilícitos pero no está en posición de ejercer su autoridad para prohibirla, debido a
que no tiene los medios, por el momento, de ofrecer una alternativa económica.
Aunque la producción de coca entre la población de la zona baja, que se siente
decepcionada con el cabildo porque éste no ha planteado proyectos alternativos
para generar ingresos, produce un bajo grado de participación comunitaria a nivel
de resguardo, en el nivel local ha llevado a que surjan de nuevo las formas tradi-
cionales comunitarias de cooperación en el trabajo71.

71 Nota del grupo revisor del texto: Hay que anotar que en el año 2000 se estableció la Resolu-
ción de Autonomía de Jambaló, aprobada por el Congreso Indígena del Norte del Cauca, mediante
la cual se enfatizaba que el incremento de los cultivos ilícitos fue “consecuencia de la política del
gobierno y por el incumplimiento de los acuerdos pactados frente a los cultivos ilícitos en Jambaló

| 179
Caso 4.6. Apolinar Zapata (La Esperanza)

Apolinar Zapata (33 años) nació y fue criado en La Esperanza. Junto con su familia, él tra-
baja tres hectáreas de tierra, en un terreno un poco inclinado y rocoso. Todos se mantienen
con lo que les produce un pequeño cafetal y con la producción de coca. De acuerdo con
Apolinar, en los últimos años se ha avanzado con este cultivo debido a la creciente esca-
sez de tierra y “porque la coca es casi el único cultivo que prospera en estas montañas”.
Inicialmente él producía de manera individual, pero recientemente estableció un grupo de
trabajo con otros cultivadores de coca. Este colectivo está conformado por 15 personas
que trabajan en las parcelas de coca de cada uno, en turnos, gracias a lo cual han alcan-
zado un nivel más alto de eficiencia, particularmente cuando hay que desyerbar, cada dos
semanas, y cosechar, cada tres meses; gracias a este trabajo colectivo han logrado una
mayor producción. Se hace mucho dinero con la coca (en promedio, para 2005, de 600 a
800 dólares mensuales por familia), mucho más que con cultivos regulares como el café.
Sin embargo, él cree que el ingreso no es gastado de una forma inteligente. Las personas
emplean el dinero principalmente en vestidos nuevos, “que ellos empiezan a utilizar como
ropa de trabajo después de ponérselos apenas 3 ó 4 veces”, en alimentos para el hogar,
–debido a que los cultivadores de coca dependen casi enteramente del alimento producido
fuera del resguardo–, y en aguardiente (alcohol). Algunos gastan su dinero en vehículos, lo
cual sería una buena inversión, de acuerdo con Apolinar: “en tanto no sea para ponerse
apenas a dar vueltas”. En general, los cultivadores de coca no ahorran ningún dinero. Sin
embargo, existen voces en La Esperanza que piden establecer un fondo, en el cual cada
cultivador de coca aporte cierta cantidad de dinero cada tres meses. De esa forma, dice
Apolinar, sería posible pagar los gastos de salud o incluso ahorrar dinero para comprar
una pequeña finca en las tierras planas del norte, fuera del resguardo (es decir, colonizar
nuevas tierras). Él es consciente de que cultivar coca es realmente una bonanza “que tarde
o temprano llegará a su fin”.

en 1992”. Esta situación se trató de solventar con el programa de Familias Guardabosques (el cual
no fue aceptado por las comunidades) y el programa Plante, el cual estimó unos recursos que no
fueron suficientes para llevar a cabo la sustitución: para los 85 cabildos indígenas existentes en el
momento (1994) se destinaron 750 millones, lo que correspondería, para cada uno, a $8.823.529,
cifra irrisoria que explica en buena medida cómo, cuando esto se escribe (2012), este tipo de culti-
vo comercial continúa en producción en la zona baja y media.

180 |
Mapa 4
Resguardo de Jambaló, detallado

Fuente: Muñoz y Soscué 2000


Jambaló, 2000
Ilustración/reproducción: A.C Van Litsenburg y R. Van Dorst

| 181
Figura 1
Diagrama de una em-
presa comunitaria (EC)

Representación
esquemática de la
empresa comunitaria
de explotación mixta en
Chimicueto, en donde se
muestran las relaciones
entre sus partes.

Ilustración:
Joris Van de Sandt
Adaptación del diseño:
Jesús Muñoz

1.a. Contribuciones en trabajo de 3.a. Excedentes de producción de las


los miembros (socios) de la empresa parcelas familiares, destinados a otras
comunitaria, durante los días de trabajo comunidades locales (con microclimas
comunitario semanal (minga); trabajo de diferentes).
los miembros de la junta directiva. 3.b. Cuotas de excedentes de producción
1.b. Porción de utilidades de las adquiridos en otras comunidades locales,
familias, en las ganancias de la empresa que corresponden a las familias.
comunitaria, bien sea en dinero o en 3.c. Venta colectiva o trueque del excedente
especie (principalmente derivadas de las acumulado de producción familiar.
ventas de café); becas para estudio de 3.d. Ingresos o productos obtenidos por la
miembros de familias seleccionadas (fondo venta colectiva o trueque de los excedentes
comunitario); donaciones de alimentos de producción familiar acumulados de
(disminución de la pobreza) para las otras comunidades.
familias menos privilegiadas. 4.a. Venta individual de los excedentes de
1.c. Producción de la empresa comunitaria, producción familiar.
que se vende en La Mina (leche, carne) y en 4.b. Ingresos obtenidos por la venta
Santander de Quilichao (café). individual de excedentes de producción
1.d. Ingresos obtenidos por la venta de la familiar.
producción de la empresa comunitaria y 5.a. Gastos familiares para alimentos
medios de producción comprados. procesados y productos básicos; pago de
2.a. Trabajo del presidente y dignatarios de la cuotas de préstamos.
Junta de Acción Comunal (JAC); contribución 5.b. Compras familiares de alimentos
en trabajo ocasional de los afiliados. procesados y productos básicos; préstamos
2.b. Fondos complementarios obtenidos de emergencia.
a través de contratos negociados con 5.c. Gasto total de la tienda comunitaria en
entidades públicas y privadas (p. ej.: alimentos procesados y productos básicos
municipio, ONG, Comité Departamental (capital de trabajo de la tienda).
de Cafeteros) para el financiamiento de 5.d. Compra total de la tienda comunitaria
proyectos de inversión rural (escuela, en alimentos procesados y productos
atención en salud, renovación de cultivos básicos (obtenidos en los almacenes de
de café). Santander de Quilichao).

182 |
Foto 4
Plaza de Jambaló, enero de 2001. Ceremonia de posesión del cabildo y del alcalde del muni-
cipio. El gobernador Marcos Cuetia (cabildo indígena) lee el juramento por el cual el gobierno
municipal se compromete a ser leal a la comunidad indígena de Jambaló.
Fotografía: Joris van de Sandt.
5. Gobierno nasa y economía comunitaria indígena
La reflexión sobre el estado en que les entregaron estas haciendas
apenas comienza […] Reinventar tecnologías de producción y ma-
nejo de recursos propios. Repensar los usos del suelo, redefinir su
ocupación, redistribuir: tal es la nueva tarea de las comunidades y de
sus cabildos […] Las nuevas generaciones se encuentran frente a un
reto: reinventar la manera de pensar en grande y para largo [Implica]
reordenamiento interno general y no solo microplaneación de fincas.
Todo un complejo trabajo queda por hacer (Findji 1993: 67).

Para los nasa, economía es dar un uso respetuoso a la tierra y man-


tener la armonía con la naturaleza. Por generaciones hemos vivido,
dependemos de la tierra, ella nos da el alimento y ha hecho que como
cultura no desaparezcamos, con su espíritu nos protege y nos res-
guarda celosamente de los extraños que llegan a nuestro territorio.
Por eso la consideramos como nuestra madre. Como pueblo, antes
fuimos nómadas recolectores, después agricultores, y con el proceso
amargo de la recuperación de tierras, las comunidades empezamos
a recrear nuestras propias formas y estructuras para la producción,
sin marginar la economía de sobrevivencia. Aún conservamos unas
formas y estructuras propias para la subsistencia y para la resistencia
misma cultural ante el modelo económico capitalista […] Este patri-
monio, junto con las prácticas tradicionales y los valores culturales,
nos dan la posibilidad de continuar el proceso de reconstrucción de
una economía propia, comunitaria, solidaria, más justa y en armonía
con la madre tierra […] Por eso nuestros esfuerzos en el tema econó-
mico están orientados hacia la consolidación de una economía propia,
que a partir de las formas tradicionales acoja nuevas formas acordes
al plan de vida (ACIN 2002 [2003]: 29).

“¿Cuál es la economía que queremos?” – Crisis interna

A comienzos de los años ochenta, el movimiento indígena del norte del Cauca,
después de la lucha por la tierra –ya en gran medida exitosa–, se vio forzado a
dejar de trabajar en su misión inicial de restauración del territorio ancestral y a
enfocarse en “el desarrollo como un medio para perfilar su autonomía económica”
(Gow y Rappaport 2002: 65). Este iba a ser uno de los desafíos más complicados
que tendrían que enfrentar las comunidades, y se explica en gran medida por el
hecho de que en el curso del siglo XX la economía de autosuficiencia tradicional
de los nasa se había vuelto muy dependiente de la economía del mundo exterior.

En Jambaló, esta dependencia empezó con la introducción del café y la caña de


azúcar, un cambio directamente relacionado con la expansión de la propiedad pri-
vada no indígena –las haciendas de terraje– en territorio indígena. A esto le siguió
un aumento del cultivo comercial del fique, planta sembrada tradicionalmente por
los nasa, pero que fue activamente promovida por el gobierno y las empresas pri-
vadas en las décadas de los años sesenta y setenta (Iriarte 1977, Pachón 1987)1;
como resultado, el fique se convirtió en la principal fuente de ingresos en varios
resguardos nasa de la vertiente occidental de la Cordillera, incluido el de Jambaló
(Findji 1977)2. En particular, la expansión del cultivo del fique condujo a una
transformación drástica del sistema tradicional nasa en lo relativo a la economía
y la agricultura. A menudo, las mejores parcelas se reservaron para el fique, a
expensas de los cultivos tradicionales de alimentos, y poco a poco se empezaron a
comprar más alimentos fuera de la comunidad. Adicionalmente, los bancos agra-
rios convencieron a los nasa al ofrecerles préstamos blandos (con la perspectiva
de que iban a prosperar), para comprar fertilizantes y maquinaria con el fin de
procesar la fibra (Findji y Rojas 1985; Pancho 2003). Sin embargo, a finales de los
años setenta –en el punto más álgido de la lucha por la tierra– la prosperidad eco-
nómica de las comunidades indígenas declinó abruptamente debido a la llegada

1 Específicamente, estas instituciones fueron: el Instituto Colombiano de Reforma Agraria


(Incora), la Caja Agraria (banco agrario del Estado), la Federación de Cafeteros, la Compañía de
Empaques de Medellín, y la Empresa de Empaques del Cauca (Iriarte 1977).
2 Entre los nasa, este fue particularmente el caso en Pueblo Nuevo, Caldono, La Aguada,
Jambaló, Quichaya, Jevalá y Novirao –sobre la vertiente occidental– y Vitoncó –en Tierradentro–
(Findji 1977). A finales de los años setenta y en las partes del norte y oriente del Cauca, áreas
predominantemente indígenas, habitadas por los pueblos nasa, guambiano y coconuco, entre 16
y 20 mil familias dependían en buena medida del cultivo de fique para su subsistencia –100 mil
personas habían plantado 9 mil hectáreas de este cultivo– (Iriarte 1977).

186 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

de productos que competían con el fique, tales como el yute y las fibras sintéticas,
que condujeron a una caída significativa en la demanda de fique y de su precio
en el mercado (Iriarte 1977). De repente, muchas familias nasa descubrieron que
su economía se había convertido en excesivamente dependiente de los caprichos
del mercado. Con más urgencia que nunca, la crisis del fique planteó la pregunta
sobre la orientación económica que se estaba pensando para el resguardo: “¿Cuál
es la economía que queremos?” (Ulcué et al. 1980 en Gow 2005: 84). Cada vez
fue más claro que había dos visiones conflictivas muy relacionadas con las dife-
rentes tendencias políticas indígenas que existían en las comunidades de Jambaló
(CRIC por un lado y Maiso/Aico por otro; ver capítulo 3).

Desilusionados con la economía de mercado, un grupo de líderes encabezado


por los gobernadores de cabildo Emilio Güejia (1981) y Laurentino Rivera (1983)
concibieron una economía muy independiente de las influencias y fuerzas del
mercado. Para este fin, centraron su atención sobre todo en incrementar la pro-
ducción de alimentos –la cual había sido muy afectada durante la lucha por la
tierra y había conducido a la pobreza y malnutrición en muchas comunidades–, y
en asegurar su distribución a través de una amplia variedad de formas de trabajo
comunitario consideradas tradicionales, así como de mecanismos de reciprocidad
y redistribución coordinados por el cabildo. Las ideas de estos líderes indígenas
tradicionales, que se habían apartado del CRIC a finales de los años setenta, fue-
ron apoyadas por un solidario (antropólogo activista y colaborador no indígena),
Víctor Daniel Bonilla, que participaba en la nueva organización indígena AICO y
que había ayudado a los nasa de Jambaló durante un proceso de reflexión crítica
sobre sus problemas económicos (Bonilla y Findji 1986; CNU 2002a; Laurent
2005; Vasco 2002d). La orientación económica implementada por estos líderes
fue, por tanto, parte de una política amplia de creciente recuperación de autono-
mía liderada por un cabildo fuertemente centralizado (cfr. Findji 1993).

No obstante, este rechazo radical de la economía de mercado, que implicaba


al mismo tiempo un retorno a una economía de autosuficiencia, no era fácil de
alcanzar para todos debido a que la subsistencia de algunas comunidades (y fami-
lias), más que la de otras, dependía principalmente de los cultivos comerciales.
Estas familias, muchas de las cuales tenían grandes deudas con entidades exter-
nas (bancos), deseaban fortalecer la producción de cultivos comerciales en sus
parcelas familiares, o al menos mantenerla, y cada vez más consideraban que el
cabildo no les prestaba atención a sus intereses. Este grupo estaba representado
por varios líderes que se sentían más cercanos al CRIC –entidad que en su polí-
tica económica no había abandonado la promoción de las actividades orientadas
al mercado (es decir, había tomado una posición menos radical que Maiso y sus
afiliados) y había apoyado cada vez más los intereses de las familias cultivadoras

| 187
de fique (CNU 2002a). En 1983, estos líderes “modernistas” lanzaron una cam-
paña para desacreditar el cabildo de Laurentino Rivera, afiliado a la AICO, y
finalmente establecieron un cabildo paralelo (CNU 2002a; Findji 1992).

La pugna entre las facciones rivales en Jambaló –modernista-legalista (CRIC)


versus radical-tradicionalista (AICO)– se polarizó cada vez más debido al incre-
mento de la actividad de grupos armados en el norte del Cauca (además de las
FARC operaban el M-19, el Comando Ricardo Franco y el Movimiento Armado
Quintín Lame [MAQL], este último llamado así en honor del líder indígena prota-
gonista de la revuelta de 1910; ver capítulo 2)3 –y provocó el asesinato a finales de
1983, por uno de los grupos armados, del exgobernador Bautista Güejia (afiliado a
la AICO) y de su hijo (CNU 2001a; Findji 1992). De esta forma, la crisis del fique
en Jambaló dio origen a una crisis significativa de autoridad, que paralizaría la
organización comunitaria por años.

La herencia del padre Álvaro Ulcué y el Proyecto Global

Hacia finales de los años ochenta, un pequeño grupo de jóvenes líderes comuni-
tarios, que habían crecido en la lucha por la tierra con esperanzas de encontrar la
solidaridad y el progreso, se sentía cada vez más frustrado por la persistente divi-
sión de la comunidad, que obstaculizaba el mejoramiento de los niveles de vida
de los habitantes del resguardo. Este grupo era apoyado por un grupo de mayores,
que por mucho tiempo se había preocupado por la pérdida de la lengua y de las
prácticas culturales y, como consecuencia, de la identidad cultural, cuya preser-
vación requiere un fuerte sentido de comunidad. Por esa razón se empezó por
establecer una nueva organización comunitaria que pudiera resolver la ruptura en
el interior de la comunidad y que llevara a un desarrollo integrado y participativo.

La nueva organización recogió el ejemplo de los trabajos del padre Álvaro Ulcué,
cura nasa de Pueblo Nuevo, que había trabajado en la parroquia de Toribío y
desempeñado un papel importante en el movimiento indígena del norte del
Cauca, hasta cuando fue asesinado por orden de grandes terratenientes locales
en 1984 (Beltrán y Mejía 1989). El padre Ulcué había tratado de unificar las tres
comunidades del resguardo de Toribío, que se habían dividido ideológicamente

3 Un sector minoritario de los nasa estaba participando, a finales de los años setenta,
en el MAQL, que era considerado como el brazo armado del CRIC y operaba principal-
mente como un movimiento de autodefensa contra el ejército, las milicias derechistas
de los terratenientes, y los grupos guerrilleros FARC y Comando Ricardo Franco. Sin
embargo, el MAQL fue también responsable de robo armado y del asesinato de oponentes
políticos indígenas (Findji 1992 Podur y Santos 2004).

188 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

debido a su apoyo a diferentes partidos políticos establecidos (Toribío estaba


influenciado por el Partido Conservador, Tacueyó había apoyado al Partido
Liberal y San Francisco era comunista (CNU 2002c [Toribío]; Rodríguez
et  al. 2005)), mediante la reafirmación de su identidad étnica y el estímulo
para que participaran más en las actividades de sus cabildos. Sus ideas estaban
inspiradas en la Teología de la Liberación4 y mezclaban valores cristianos con su
conocimiento de la cultura nasa (Rappaport 2005). En su enfoque, el padre Ulcué
siguió el ejemplo de Manuel Quintín Lame, quien a comienzos del siglo XX había
organizado encuentros –las llamadas mingas adoctrinadoras– para movilizar a los
nasa contra la expropiación de su territorio (Rappaport 2005,1990a; ver también
capítulo 2); Ulcué volvió a utilizar esta institución para capacitar líderes indígenas
y alentar a la comunidad a pensar acerca de sus problemas actuales y sus posibles
soluciones (cfr. Field 1994b, 1996). Exactamente antes de su muerte, el padre
Ulcué logró poner en marcha, con ayuda de los promotores comunitarios que
había capacitado, un programa orgánico de evangelización que tenía como objetivo
alcanzar la “promoción integral de la comunidad páez de Toribío, Tacueyó y San
Francisco, mediante la realización de los programas: evangelización, educación
bilingüe, salud, vivienda, tecnificación agrícola y trabajo comunitario” (Roattino
1986 en Rodríguez et al. 2005: 76). Este programa fue más tarde rebautizado
como Proyecto Nasa.

Después del asesinato de Ulcué, el proyecto fue abandonado en las comunida-


des de Toribío por un tiempo considerable debido a la desestabilización socio-
política causada por un estallido de la violencia entre el Estado y la guerrilla en
el norte del Cauca. No obstante, alrededor de 1986-1987 fue reiniciado por un
grupo de misioneros pertenecientes a una orden religiosa italiana, los curas de la
Consolata, y por algunos trabajadores pastorales de Cenprodes (Centro Nacional
de Proyectos de Desarrollo Social) liderados por Rubén Darío Espinosa. Tanto
Espinosa como el padre Mauro Riascos habían sido persuadidos por los líde-
res de la comunidad de Jambaló, que habían participado en los encuentros del
Proyecto Nasa en Toribío, para establecer un programa similar en la comunidad
de Jambaló (Bonanomi en CNU 2002c). Así, en 1987 se comenzó con la organi-
zación de encuentros y talleres para líderes indígenas interesados en la situación

4 La Teología de la Liberación es una forma de teología radical cristiana desarrollada durante


la II Conferencia General Episcopal Latinoamericana en Medellín, Colombia (1968), que apoyó
mayores esfuerzos directos para mejorar las condiciones de los pobres a través de una doctrina so-
cial llamada ‘opción preferencial por los pobres’: “En los años 1970 el método central pastoral [de
la Teología de la Liberación] era llamado ‘ver, juzgar y actuar’. Esto significaba que los laicos eran
alentados a observar primero su situación, luego decidir si esta situación era correcta o incorrecta
a la luz de lo que Dios deseaba para el hombre y, finalmente, sobre las bases de este juicio, a tomar
acciones para cambiar esta realidad” (Siebers 1996: 86).

| 189
y problemas del resguardo; esta nueva organización de desarrollo comunitario de
Jambaló fue pronto rebautizada como Proyecto Global, designación que expre-
saba el interés primordial del proyecto en la comunidad del resguardo de Jambaló
como un todo global, independientemente de las convicciones religiosas o polí-
ticas de los participantes (Entrevista, Rafael Cuetia, 22 de octubre de 2000). Las
primeras reuniones del Proyecto Global fueron pequeñas y se centraron princi-
palmente en la promoción de la salud y la educación de adultos (alfabetización
y capacitación vocacional) para líderes. Al principio, el proyecto encontró resis-
tencia en varias veredas vinculadas al Partido Conservador, en las zonas baja y
media (las comunidades de las zonas alta y media tenían más vinculación con el
Partido Liberal). Sin embargo, con ayuda de promotores que visitaron cada una
de las diferentes veredas en el resguardo y estimularon a los individuos a unirse al
proyecto, el número de participantes creció rápidamente (CNU 2002a).

En marzo de 1988 tuvo lugar el primer encuentro comunitario amplio del res-
guardo en el poblado de La Mina –una localidad simbólica debido a que, durante
las luchas por la tierra, fue allí donde las relaciones entre indios (exterrajeros)
y mestizos (contrarios) fueron particularmente tensas–. Asistieron al encuentro,
además de los recién nombrados alguaciles (representantes del cabildo en las
veredas), los comuneros interesados de todas partes del resguardo. Durante este
encuentro, que duró varios días y fue presidido por el cabildo de Ángel Quitumbo
y apoyado por Rubén Darío Espinosa, de Cenprodes, se les solicitó a los partici-
pantes hacer un balance de los problemas y posibles soluciones a través de dibujos
y discusiones, comparando la situación adversa (mala cara) con la situación favo-
rable (buena cara) en el resguardo5. Con el fin de permitir que cada uno expresara
su punto de vista, participaron por primera vez también mujeres y jóvenes, ade-
más de un gran número de mayores y líderes, principalmente hombres, y los par-
ticipantes fueron distribuidos en varias comisiones que, después de la discusión,
informaban a la asamblea plenaria. En los primeros lugares de la lista de los pro-
blemas informados estaban asuntos tales como política de partidos (politiquería),
desunión, desnutrición, carencia de habilidades, falta de recursos económicos, y
la crisis en las empresas comunitarias (EC). Los puntos evaluados positivamente
fueron: contar con un cabildo autónomo, disponer de la tierra recuperada, y el
interés de los miembros de la comunidad en capacitarse. Los participantes trata-
ron luego de establecer prioridades para empezar a cambiar la ‘mala cara’, lo cual
sacó a relucir dos temas importantes y acuciantes –aparentemente opuestos– que

5 De hecho, esta aproximación de ‘modulación de grupo’ tiene mucha similitud con el méto-
do de ‘mapas históricos parlantes’ que Víctor Daniel Bonilla había empleado con los cabildos nasa
de Jambaló entre 1981 y 1982 (Bonilla y Findji 1986); esta similitud también fue observada por
algunos líderes mayores de la comunidad (CNU 2002a).

190 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

aparecían una y otra vez: de un lado, la modernización de la producción agraria y,


del otro, la reintroducción de la medicina, la cultura, la lengua, las costumbres y
las prácticas tradicionales (Proyecto Global [número 4, 1988]).

Esta referencia a la medicina tradicional y a los usos y costumbres muestra que la


historia local compartida constituye un punto importante de orientación al esco-
ger la dirección del desarrollo comunitario. Al relacionar el pasado con los pro-
blemas cotidianos del presente, las personas pueden encontrar respuestas a las
preguntas acerca de una visión futura deseada. Al desarrollar tal visión o, como
los nasa también a menudo lo llaman, ‘sueño’, ellos destacan explícitamente su
relación con las que perciben como sus características culturales, ‘lo propio’, una
reconstrucción autoconsciente de prácticas culturales (Rappaport 2005)6.

Pienso que dentro de esto en los Proyectos Globales de Vida viene


la visión hacia un futuro [...] Se está preparando el camino, se está
mirando más allá o se está soñando lo que se va a hacer con el trans-
currir del tiempo. En eso me parece que es importante ir analizando
más despacio, haciendo las cosas despacio, tratando de rescatar algo
propio, algo de la cultura; en este caso rescatar sobre todo los valores,
porque yo creo que de allí depende que los planes de vida tengan un
cumplimiento (Dora Córdoba CNU 2002a: 90).

Con el fin de llegar a los cambios deseados, la comunidad está dispuesta a apro-
piar, de manera cuidadosa, el conocimiento occidental y las técnicas, en la medida
en que se espera que estas fortalezcan a las organizaciones indígenas e institucio-
nes comunitarias. Si la comunidad tiene éxito, estos elementos externos de cono-
cimiento serán transformados en el proceso y, con el tiempo, llegarán a formar
parte de vivencias propias de la comunidad indígena.

Es muy importante lo que se hace ahora: recoger historia [...] pero


también que añada lo nuevo [...] La historia es el pasado, lo que hicie-
ron los otros. En el presente tenemos que mirar cómo fue el trabajo
que hicieron los mayores, hasta dónde llegaron ellos, qué lograron
avanzar, qué les faltó, y de eso que les faltó nos corresponde hoy en el

6 Al definir ‘lo propio’, Rappaport (2005: 142) contrasta este concepto con el de ‘vivencias’,
es decir, “la experiencia vivida a diario de manera inconsciente” (en comunidades de base). El
primer concepto es “un constructo más autoconsciente, en el sentido de que abstrae del último [‘vi-
vencias’] una constelación de prácticas generadas a través de la investigación y la reflexión. Estas
prácticas están puestas en primer plano como algo emblemático de la ‘cultura nasa’ y constituyen
un conjunto de atributos culturales dignos de ser usados como símbolos políticos o como vehículos
para una revitalización cultural”.

| 191
presente ver cómo lo mejoramos, cómo hacemos que avance hacia el
futuro (Marcos Yule, CNU 2002c [Toribío]: 22).

Esta metodología –tal como fue explicada por uno de los fundadores del Proyecto
Nasa y designada como ‘planeación intercultural’ por algunos líderes indígenas
y activistas (Rappaport 2005)7– es la lógica que orienta la práctica de los pro-
yectos de desarrollo comunitario nasa, los cuales están, finalmente, dirigidos a
alcanzar un estado de armonía y equilibrio –que es la condición última deseada
(Espinosa 2000)– para así lograr una mayor autonomía cultural, política y econó-
mica (ACIN y Codacop 2003; Gow 2005).

En Jambaló, el encuentro en La Mina se convirtió en el modelo para las reuniones


sucesivas bimestrales del Proyecto Global, que se organizarían cada vez en una
vereda diferente con el fin de promover una amplia participación, y las cuales
invariablemente convocaban entre 400 y 500 miembros de la comunidad, inclu-
yendo a los representantes de todas las instituciones comunitarias8, que estuvie-
ron así participando activamente en la realización de un objetivo/campo de acción
común: la elaboración de un plan a largo plazo para el desarrollo alternativo, que
estuviese firmemente basado en su propia historia local compartida y en los usos
y costumbres indígenas –lo que posteriormente se denominó una cosmovisión o
Ley de Origen9. Con esto la comunidad de Jambaló, tal como la comunidad de

7 Es una forma de planeación alrededor de una estrategia de revitalización cultural “que in-
volucra la recuperación del conocimiento local y su combinación con técnicas occidentales” (Gow
y Rappaport 2002: 68), o que “se esfuerza en fortalecer lo propio […] a través de apropiaciones
críticas de teoría y metodología de la sociedad dominante” (Rappaport [n. d.], perfil del capítulo
para Rappaport 2005).
8 Por lo general, equipos de profesores de centros de educación y promotores de salud, gru-
pos de catequistas laicos (‘delegados de la palabra’), mayores y médicos tradicionales (the walas);
juntas directivas de los proyectos sociales y económicos, JAC, tiendas comunitarias, empresas
comunitarias y de la cooperativa de Zumbico; el cabildo, y dependiendo de la coyuntura política,
algunos funcionarios de la alcaldía municipal.
9 A los líderes indígenas que trabajan en las comunidades a menudo se les dificulta expre-
sarse adecuadamente con respecto al concepto de cosmovisión. Joanne Rappaport (2005), en co-
laboración con activistas e intelectuales indígenas nasa, ha definido ‘cosmovisión’ como “visión
del mundo, una aproximación a la experiencia diaria, que ubica a los seres humanos dentro de un
cosmos más amplio habitado por otros tipos de seres, y que fomenta un interés por una armonía
y equilibrio cósmico” (p. 147). Como el término es casi siempre utilizado como parte de un dis-
curso indígena politizado, ella (Rappaport) lo considera “una categoría conceptual moderna que
incorpora conductas espirituales y seculares, ordenamientos míticos y experiencias históricas que
se incorporan dentro de un todo políticamente eficaz” (p. 191). Puesto que es un concepto car-
gado políticamente, cosmovisión –a nivel general– “presenta una crítica a la modernidad como
carente de espiritualidad e indiferente ante el equilibrio del universo” (p. 192). Debido a que la
cosmovisión está constantemente expuesta a otras visiones más dominantes del mundo, “éste no
es un sistema de creencias herméticamente sellado, sino un habitus fluido […] que es al mismo

192 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

Toribío, continuaba un modelo de desarrollo lanzado por el CRIC en las décadas


de los años setenta y ochenta, que se oponía explícitamente al modelo de desa-
rrollo capitalista y que por lo tanto podía ser considerado, en cierto sentido, una
forma de ‘contradesarrollo’ (Arce y Long 2000; Gow 1997, 2005), o un “desa-
rrollo desde la localidad”, opuesto al desarrollo con “pretensiones universalis-
tas” (Blaser 2004: 8). Después de algún tiempo, la comunidad de Jambaló, tal
como otras comunidades indígenas del Cauca, también empezó a referirse a su
plan de desarrollo comunitario como Plan de Vida (CRIC 1997)10, un concepto
que puede ser descrito como “un plan de desarrollo alternativo [que está] embe-
bido en la historia local, las visiones del mundo y el futuro, que son distintos de
aquellos proyectos promovidos y estructurados por el Estado y los mercados”
(Blaser 2004: 1). Aunque los métodos y los procedimientos de los encuentros
del Proyecto Global nunca fueron convertidos a normas escritas (estatutos), las
deliberaciones y conclusiones de cada sesión fueron siempre registradas detalla-
damente y publicadas en una larga serie de boletines (Proyecto Global [número
4] 1988; [número 27] 1993; [número 64] 2000), que vendrían a constituir, con el
tiempo, una clase de “metanarrativa de planeación indígena” (cfr. Roe 1994 en
Gow y Rappaport 2002: 68).

tiempo individual y comunitario, aprendido y apropiado, investigado y conscientemente utilizado,


un concepto central de la contramodernidad indígena” (p. 193). El concepto de Ley de Origen es a
menudo empleado como equivalente a cosmovisión, aunque el primero transmite mejor la natura-
leza histórica de la visión indígena (nasa) del mundo. Quizá su significado fue muy bien expresado
durante el Congreso de los Pueblos Indígenas de Colombia, celebrado en Cota, Cundinamarca, el
30 de noviembre de 2001, como “los principios culturales milenarios que señalan y orientan los
conceptos que tenemos sobre desarrollo, territorio, paz y convivencia” (ONIC 2001). Desde enton-
ces, la noción también ha aparecido en declaraciones públicas de las autoridades indígenas nasa y
de la organización zonal del norte del Cauca (ACIN), por ejemplo, del cabildo de Huellas-Caloto (7
de septiembre de 2002) y de la ACIN (19 de febrero de 2004). Esta definición corresponde en gran
medida a la explicación que una asesora del cabildo de Jambaló (Adriana Aguilar, colaboradora no
indígena pero simpatizante de la causa nasa, que trabaja “desde adentro”) una vez me ofreció: “La
Ley de Origen es el núcleo de la identidad de un pueblo indígena, el parámetro, el mandato, lo más
esencial. Es una especie de guía para todo, que las personas, como pueblo, están adoptando, una
instrucción de cómo uno debería vivir […] Esta es la memoria colectiva del pueblo, su perspectiva
sobre el mundo social y sus entornos naturales y espirituales, su mitología, su cosmovisión […]
He ahí por qué La Ley de Origen debería impregnar al proyecto comunitario de la comunidad. Si
este no es el caso, el pueblo estaría desorientado por la cultura dominante y estaría perdiendo su
identidad y autonomía como pueblo” (Comunicación personal, diciembre de 2000).
10 Durante el Décimo Congreso del CRIC, la organización aconsejó a sus comunidades
miembro hablar de Planes de Vida en lugar de proyectos de desarrollo (CRIC 1997). El término
‘Plan de Vida’ también parece haber sido adoptado por comunidades indígenas y activistas de
base de otros lugares, tales como los Yshiro en Paraguay, y los James Bay Cree en Canadá (ver por
ejemplo Blaser, Feit y McRae 2004).

| 193
Primeros proyectos productivos y llegada de los cultivos ilícitos

Con el fin de alcanzar la ambiciosa meta del Proyecto Global y para mantener a
la comunidad comprometida con este, la prioridad fue dar a la economía local un
nuevo impulso –principalmente en razón de la crisis económica en el resguardo–
y dar a las familias una perspectiva de mejoramiento real de sus condiciones de
vida. Sin embargo, tal como en las comunidades vecinas, las familias y comu-
nidades de Jambaló carecían de los medios financieros que se requerían para
invertir en los implementos y servicios necesarios con el fin de que se produjera la
reorientación y modernización deseadas de la producción agraria, y en particular
de la porción orientada al mercado.

Para las familias, la única posibilidad de acceder al capital era adquirir un prés-
tamo. Aunque los habitantes del resguardo no podían utilizar los derechos de
usufructo sobre la tierra –la cual es parte de la propiedad colectiva inaliena-
ble de la comunidad– como garantía para los préstamos, tenían la posibilidad
de recurrir a la llamada prenda agraria, un acuerdo con la Caja Agraria, un
banco del Estado que aceptaba parte de la cosecha o el ganado como garantía
(tal como estaba dispuesto en el Decreto 2476 de 1953), previa remisión del acta
de adjudicación concedida a cada una de ellas por el cabildo. Sin embargo, la
mayor parte de las familias estaba renuente a adoptar esa opción, en particular
después de su experiencia negativa con este sistema durante la crisis del fique,
pues muchas tenían grandes deudas todavía. Además, las familias asentadas en
el territorio recuperado (zonas baja y media) no tenían adjudicaciones oficiales
emitidas por el cabildo para su parcela familiar, debido a que, como subgrupo
de la comunidad (exterrajeros), ya estaban incluidos en una adjudicación global
(ver capítulos 3 y 4) y esto los excluía de la prenda agraria. Aparte de estas con-
sideraciones individuales y de circunstancias específicas (en Jambaló), el CRIC,
a finales de los años ochenta, se había opuesto fuertemente a la adquisición de
préstamos individuales, debido a que consideraba que esto no estaba de acuerdo
con la cultura indígena, la cual –se presumía– estaba basada en una organización
económica comunitaria (Roque Roldán, comentario personal, febrero de 2001;
ver también capítulo 3).

Así, las familias del resguardo estaban dependiendo del apoyo financiero cana-
lizado a través del cabildo. Durante los primeros años del Proyecto Global, un
gran reto de las autoridades indígenas fue la búsqueda de nuevos benefactores. Al
comienzo, esto seguramente no fue una tarea fácil, ya que la mayoría de institu-
ciones nacionales de desarrollo rural se había retirado del norte del Cauca durante
el tiempo de la lucha por la tierra y la agitación política que le siguió. La pri-
mera inyección financiera en el Proyecto Global vino de la Misión Católica (curas

194 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

católicos de la Consolata) de Jambaló y Toribío, que había logrado, haciendo uso


de sus contactos personales en Italia y Europa, asegurar fondos de desarrollo
para implementar varios proyectos comunitarios iniciales. El cabildo invirtió los
fondos, entre otras cosas, en educación para adultos y proyectos de empodera-
miento de mujeres, en un proyecto productivo de cultivo de maíz (que incluía la
construcción de un molino), en un proyecto de artesanías y en otro para estable-
cer un taller de carpintería (CNU 2002a). Las comunidades de Jambaló también
recibieron algún apoyo del CRIC, el cual manejó fondos suministrados por agen-
cias de desarrollo gubernamentales y no gubernamentales europeas y canadien-
ses –entre ellas Canadian International Development Agency (CIDA), Misereor,
Cebemo, Terre des Hommes– en un Fondo Rotatorio Indígena de crédito –FRI–
con el cual se apoyaron proyectos en comunidades indígenas, dirigidos princi-
palmente a establecer ganadería en empresas comunitarias, orientación esta que
fue parcialmente el resultado de un contrato entre el CRIC y la Regional Cauca
de la Federación de Ganaderos (Fedegan) (José Domingo Caldón y Luis Alfredo
Muelas, CRIC, miembros del Comité Ejecutivo, comentario personal, enero de
2001; ver también capítulo 4).11 Dado que los fondos obtenidos del sector privado
fueron muy limitados, los cabildos de Jambaló y de otros resguardos nasa se com-
prometieron decididamente a convencer al Estado de que cumpliera las promesas
que este había hecho en el pasado y de que invirtiera por lo menos una parte del
muy limitado presupuesto nacional destinado al desarrollo rural, en la reconstruc-
ción económica y social de las comunidades indígenas (Rodríguez et al. 2005).
A finales de los años ochenta, los cabildos tuvieron éxito en esta labor, debido en
parte a la mediación del CRIC y la ONIC (Organización Nacional Indígena de
Colombia). Esto significó que el Estado pudo retornar, después de varios años de
ausencia, al norte del Cauca.

El gran programa bandera del gobierno en ese tiempo, el Plan Nacional de


Rehabilitación (PNR), tenía una estrategia de intervención dirigida a pacificar
áreas aisladas (abandonadas por las instituciones del gobierno), golpeadas por
la pobreza y la violencia (en otras palabras, a quitarles los posibles apoyos a
los grupos revolucionarios), mediante la creación de condiciones de desarrollo
rural favorable (Gros 1991a; Machado 2003; Vargas del Valle 2003). Como parte
de este programa, se había establecido una unidad especial para implementar
la política nacional indígena, el llamado Programa Nacional para el Desarrollo

11 Ver Laurent (2005) para una descripción detallada del acuerdo CRIC-Fedegan. A comien-
zos de los años ochenta, este acuerdo causó controversia considerable entre las dos organizaciones
regionales indígenas –CRIC y AISO (AICO)–, que básicamente tenía que ver con sus posiciones
políticas diferentes y con los desacuerdos sobre las relaciones entre comunidades indígenas y sus
anteriores terratenientes.

| 195
de las Comunidades Indígenas (Prodein), con apoyo internacional del Programa
Mundial de Alimentos (PMA) y del Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo (PNUD). Esta política fue formulada en 1984 por el gobierno del pre-
sidente Belisario Betancur (1982-1986) y se centraba en el

fortalecimiento étnico, la consolidación de los nexos territoriales co-


munitarios y la adopción libre y participativa de alternativas moder-
nas de subsistencia, que permitieran a las comunidades mejorar sus
sistemas productivos y la calidad de vida, de modo que preserven y
renueven creativamente su identidad cultural y sus formas tradiciona-
les de organización (DNP 1984 en Gros 1991a: 279).12

El Prodein se inició gradualmente durante el período presidencial de Virgilio


Barco (1986-1990) y tuvo un doble enfoque. La primera línea de acción con-
sistió en la implementación del llamado programa Alimentos por Trabajo, por
el cual los comuneros participantes recibían raciones de comida del Programa
Mundial de Alimentos como pago por su participación voluntaria en proyectos
de desarrollo patrocinados, para la instalación de servicios públicos y trabajos de
infraestructura (caminos, acueductos, electrificación, etc.). En el fondo, la idea era
que esta provisión extra de alimentos liberara parcialmente a las familias de las
actividades de subsistencia y les brindara más tiempo para trabajar y fortalecer
sus proyectos comunitarios –en Jambaló, el Proyecto Global–, tanto en términos
económico-productivos como socioinstitucionales (Presidencia de la República
1990). El programa Alimentos por Trabajo era complementado por una segunda
línea de acción del PNR, que se centraba, a través de un programa de pequeñas
donaciones del PNUD, en la promoción de “proyectos demostrativos generadores
de ingresos” y de “pequeños proyectos productivos dirigidos a grupos asociati-
vos” (bien fuera a través –o no– de créditos asociativos), que comprendían pro-
yectos para reforestación, microirrigación, ganadería y piscicultura (CNU 2002a;
Presidencia de la República 1990).

12 Prodein, un programa que fue planteado en un documento de política especial –el Conpes
2082– contenía la primera política indígena elaborada con la participación de organizaciones in-
dígenas (Gros 1991a) y puede ser considerado como la traducción, en términos de política pública,
de las promesas que el presidente Betancur había hecho a las comunidades indígenas del Cauca
durante su visita, en 1983, a la hacienda de Las Mercedes, recuperada en Guambía (Silvia), y de
la decisión del Consejo de Estado, en noviembre de ese mismo año, de reconocer a los cabildos
indígenas como “entidades de carácter público especial” (Findji 1992: 124; ver capítulo 3). La
primera política de gobierno específicamente dirigida a la población indígena está contenida en el
Conpes 1726 de 1980. Antes de 1980, para los fines de las políticas agrarias, a los agricultores y
comunidades indígenas se les denominaba “campesinos”.

196 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

Los proyectos productivos establecidos en los primeros años del Proyecto Global
mostraron poca cohesión y casi todos fueron de corta duración. Al respecto
existen varias explicaciones, entre otras las siguientes: algunos proyectos –por
ejemplo los de ganadería– habían sido realmente propuestos por organizaciones
externas (incluido el CRIC) y no conocían ni las necesidades ni la experiencia
de los miembros de las comunidades vinculadas; por otra parte, los proyectos
a menudo empezaron con un capital muy limitado y tuvieron que enfrentar una
carencia de asistencia técnica, o no correspondieron a la situación del mercado;
además, los programas que financiaron los proyectos fueron de naturaleza tempo-
ral (el PNR mismo fue liquidado en 1994) y no fue posible continuarlos de manera
independiente sin ingresos financieros externos (CNU 2002a). Sin embargo, junto
con varios proyectos socioculturales y de educación, constituyeron una primera
experiencia de aprendizaje en el manejo autónomo de proyectos de desarrollo,
aun cuando algunos investigadores creen que ellos condujeron a una dependen-
cia de la ayuda (asistencialismo) y a una ‘cultura de proyectos’ (Cortés 1996; y
comentario personal, octubre de 2003) entre los habitantes de los resguardos nasa.
Adicionalmente, los efectos secundarios del programa Alimentos por Trabajo
fueron quizá más perjudiciales, en el sentido de que la distribución de las racio-
nes de alimentos –que contenían, entre otras cosas, arroz, fríjol y pescado enla-
tado (Presidencia de la República 1990)– provocó que muchas familias perdieran
gradualmente su interés en cultivar los alimentos tradicionales y desarrollaran
nuevos hábitos alimentarios, lo cual, a su vez, condujo a una mayor dependencia
alimentaria (José Domingo Caldón y Luis Alfredo Muelas, CRIC, miembros del
Comité Ejecutivo, comentario personal, enero de 2001)13. Una consecuencia adi-
cional fue la desaparición de mecanismos tradicionales redistributivos, como la
contribución voluntaria con alimentos a las mingas (fiestas de trabajo comunal) y
a otros encuentros comunitarios (CNU 2002a).

Caso 5.1 La nueva Constitución y el optimismo temporal

Los nasa de Jambaló dieron sus primeros pasos hacia un desarrollo integrado y cultu-
ralmente apropiado en una época en la que Colombia estaba experimentando cambios
jurídicos y políticos extraordinarios, que permitían abrigar esperanzas para la paz y un
mejor futuro para todos los colombianos. A finales de los años ochenta, en medio de una
guerra feroz entre los carteles de la droga y el Estado, y con una violencia que se desarro-
llaba principalmente en áreas urbanas, el grupo guerrillero M-19 entró a negociaciones de

13 A comienzos de los años noventa, en Jambaló, 4.068 habitantes del resguardo participaron
en el proyecto Alimentos por Trabajo, del Programa Mundial de Alimentos, y recibieron más de
50 mil raciones de alimento valoradas en 66 millones de pesos colombianos (Presidencia de la
República 1990).

| 197
paz con el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990). La posterior y rápida desmovilización
y la reintegración de este grupo a una vida política legal (1989) habían servido como
ejemplo para otros grupos guerrilleros, principalmente el PRT (Partido Revolucionario de
los Trabajadores), el EPL (Ejército Popular de Liberación) y el Movimiento Armado Quintín
Lame (MAQL) (Laurent 2005). En el Cauca rural, la desmovilización del M-19 y del Quin-
tín Lame (en 1991) había permitido la distensión parcial del conflicto armado y había
reducido temporalmente, hasta cierto punto, el número de confrontaciones y de víctimas
(Reyes et al. 1992). En 1990, el recién elegido presidente César Gaviria Trujillo convocó
a una Asamblea Nacional Constituyente (ANC) para elaborar una nueva Constitución. Dos
delegados indígenas adquirieron una influencia considerable en el proceso constitucional,
lograron un reconocimiento sin precedentes de los derechos colectivos específicos de los
pueblos indígenas y, en menor grado, de los derechos colectivos de las comunidades ne-
gras (afrocolombianas) (Van Cott 2000a). La nueva Constitución –proclamada el 4 de julio
de 1991– contribuyó a ampliar el proceso de descentralización ya en curso en Colombia,
pero dejó totalmente de lado cualquier pregunta acerca de grandes reformas económicas
o agrarias. Adicionalmente, las FARC, el ELN (Ejército de Liberación Nacional) y los grupos
paramilitares no participaron en este proyecto (Reyes et al. 1992). La euforia inicial y las
expectativas demasiado altas y carentes de realismo acerca de la Constitución pronto se
desvanecieron como resultado del “retorno a niveles pre-ANC del narcoterrorismo y de la
violencia guerrillera, del aumento de la pobreza y el desempleo, resultado de las políticas
neoliberales del gobierno de Gaviria [1990-1994], además de una recesión que se prolon-
gó hasta 1999” (Van Cott 2000a: 91). Los nasa en el norte del Cauca despertaron de su
sueño cuando 20 comuneros fueron masacrados a manos de paramilitares narcotrafican-
tes14 durante la recuperación de la hacienda de El Nilo, en Caloto, el 16 de diciembre de
1991 (Jimeno, Correa y Vásquez 1998; Reyes et al. 1992).

Al tiempo que la mayor parte de proyectos colectivos (asociativos) que se hicieron


al amparo del Proyecto Global no tuvieron éxito en dar a las comunidades una
fuente viable de ingresos alternativos para reemplazar la pérdida de entradas por
los cultivos de fique y de café (cultivo este último cuyos precios habían empezado
a caer a finales de los años ochenta), un número creciente de familias empezó a
participar más activamente en una economía paralela de cultivos ilícitos. En par-
celas familiares de las zonas alta y media, la gente empezó a cultivar, junto con
los cultivos tradicionales y a pequeña escala, amapola (la materia prima para la
heroína, una planta muy lucrativa introducida en las comunidades indígenas por
las mafias de la droga de Cali entre 1987 y 1989 (Perafán 1999). Al mismo tiempo,
la zona baja vio un surgimiento del cultivo de coca, que estaba siendo sembrada en

14 Nota del grupo revisor del texto: Más de veinte años después (2012) se demostró que la
responsable fue la Policía Nacional, en complicidad con algunos hacendados, y que el plan fue
maquinado en la hacienda misma La Emperatriz.

198 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

cantidades mayores de las que podrían justificarse para usos tradicionales (como
planta medicinal) (CNU 2002a). Este acontecimiento, con consecuencias de largo
alcance para la economía local, y desde entonces, para el Proyecto Global, dejó
ver que “al menos alguna participación en formas ilícitas de desarrollo agrícola
traía más ganancias, y distribuidas más ampliamente, que cualquier forma de
desarrollo comunitario” (Field 1996: 116). Este hecho significó la participación
indígena en una economía de fuerzas anti-Estado (el narcotráfico y la guerrilla),
que conduciría gradualmente a un debilitamiento de la autoridad del cabildo.

Participación en los ingresos corrientes de la Nación


y conquista de la alcaldía

Las perspectivas de desarrollo de los nasa en Jambaló cambiaron drásticamente


después de la promulgación de la Ley 60 de 1993 –derogada posteriormente por la
Ley 715 de 2001– y de su Decreto Reglamentario 1386 de 1994–, los cuales brin-
daban un nivel relativamente alto de autonomía fiscal a los municipios y resguar-
dos indígenas por mandato de la nueva Constitución (artículo 357)15. De hecho,
esta ley inauguró una importante y nueva etapa en el proceso de descentralización
democrática que había empezado con la introducción de la elección pública de
alcaldes municipales en 1988 (Ley 78 de 1986)16. La Ley 60 abrió el camino para
un incremento considerable en las transferencias anuales de ingresos corrientes de
la Nación a los gobiernos regionales, y para un aumento de las responsabilidades
y poder en la toma de decisiones por los municipios, con el fin de “cerrar la bre-
cha entre ciudadanos y la administración pública” (Fiszbein 1997). La legislación
también tuvo en cuenta el rol de las autoridades tradicionales de los resguardos
indígenas –los cabildos–, los cuales, desde 1988 (Ley 30), fueron oficialmente
reconocidos como entidades públicas de carácter especial. El artículo 25 les con-
firió a los resguardos un estatus comparable al de los municipios; esto implicó
que en adelante las autoridades indígenas tendrían derecho a cuotas de recursos
de transferencias para satisfacer las necesidades básicas de sus comunidades, de
acuerdo con sus usos y costumbres.

La ley estipula que el monto de recursos que se puede entregar a los resguardos
está determinado por la población de la comunidad indígena (cifra de población
multiplicada por la transferencia de recursos per cápita); ese monto es traspasado

15 A esta ley se le llama comúnmente ‘Ley de Transferencia de Recursos’.


16 La Ley 78 de 1986 les quitó el poder que tenían los gobernadores departamentales para
designar a los alcaldes (los gobernadores departamentales continuaron siendo designados por el
gobierno nacional hasta la adopción de la Constitución de 1991). La primera elección popular de
alcaldes tuvo lugar en 1988.

| 199
independientemente de (en otras palabras, es complementario de) los fondos
transferidos a los municipios donde está situado el resguardo (Ley 60, artículo
25)17. Sin embargo, aunque se dice que los recursos transferidos a los resguardos
son de su propiedad (Decreto 1386, artículo 1), los cabildos y sus comunidades
no son completamente autónomos en la administración de estos recursos, pues,
en primer lugar, se dispuso que los alcaldes fueran los receptores intermediarios
de las transferencias a los resguardos. Para poder acceder a ellos, las autoridades
indígenas, al igual que los gobiernos municipales, tienen que seguir un proceso
institucionalizado de planeación (definido en términos generales por la Ley 152
de 1994). La ley deja cierto margen para desarrollar métodos de planeación cul-
turalmente distintos –de acuerdo con las tradiciones y usos y costumbres indí-
genas– y, a diferencia de los municipios, los cabildos no están obligados a hacer
planes de desarrollo a largo plazo. Ellos, sin embargo, están obligados a elaborar,
en consulta con sus comunidades respectivas, planes para actividades específicas
o proyectos (perfiles de proyectos de inversión) en cinco áreas prioritarias (sec-
tores) de inversión social: educación, salud, vivienda, servicios de agua potable
y saneamiento básico, y libre inversión (definida por el cabildo; incluye, entre
otras cosas, desarrollo agrario –Ley 60, artículo 21–). Sin embargo, mientras los
municipios son obligados por la ley a repartir su presupuesto para estos sectores
de acuerdo con porcentajes fijos (Ley 60, artículo 22), las comunidades indígenas
son libres de hacerlo a su entera discreción, dependiendo de sus prioridades y
prácticas culturales (Decreto 1386, artículo 5.2). Posteriormente, los cabildos tie-
nen que establecer un acuerdo escrito con las autoridades municipales detallando
cómo se invertirán los fondos, aunque esto último tiene un carácter estrictamente
de consulta, no decisorio ni de dirección. Finalmente, al administrar estos fondos
públicos, los cabildos están obligados a rendir cuentas no solo a sus comunidades
sino también, tal como lo hacen sus contrapartes municipales, a las agencias de
control fiscal del gobierno nacional (DNP-UDT 1997; Raúl Arango, comentario
personal, febrero de 2001).

La ‘participación indígena en los ingresos corrientes de la Nación’, tal como


fue denominada oficialmente, y que entró en vigencia en 1994, significó para
el cabildo y las comunidades de Jambaló que no tendrían ya que depender sola-
mente de benefactores externos para financiar su Plan de Vida, dado que, desde
ese momento, ellos tendrían una cantidad más o menos constante de recursos
financieros a su disposición, que podrían manejar e invertir como lo consideraran
oportuno. Las transferencias de ingresos corrientes de la Nación incrementaron

17 En este sentido, algunas veces se dice que las comunidades indígenas se benefician doble-
mente del proceso de descentralización fiscal en Colombia (Raúl Arango, comunicación personal,
febrero de 2001).

200 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

la legitimidad de los cabildos y le dieron nuevo impulso al proceso de planea-


ción del desarrollo en el contexto del Proyecto Global. Mediante la organización
frecuente de asambleas comunitarias en diferentes partes del territorio colectivo,
los líderes de la comunidad convencieron a un número cada vez mayor de per-
sonas de que participaran activamente en la expresión de sus reivindicaciones,
en la toma de decisiones y en la implementación de proyectos. En lo referente a
los proyectos productivos, mantuvieron el modelo de proyectos asociativos y de
creación de microempresas impulsado por el CRIC (Espinosa 2000; ver también
Gow 2005). El objetivo de estos proyectos era generar producción de alta calidad
tanto para el mercado interno como para el externo, y crear empleo para que las
familias que tenían muy poca tierra pudieran mantenerse. En varias veredas, los
cabildos reunieron grupos de 10 a 20 personas interesadas en las microempresas,
para empezar a experimentar con actividades tan diversas como cría de cerdos,
pequeños proyectos pecuarios (gallinas, cuyes), cultivo de trucha (piscicultura),
producción a pequeña escala de lácteos y panadería. Al respecto, recibieron la
asistencia técnica de expertos y consejeros contratados por el cabildo (Jambaló
y Jambaló 1995).

A pesar de los nuevos desafíos técnicos y administrativo-institucionales, esta


metodología participativa contribuyó al establecimiento de un liderazgo transpa-
rente y a un proceso general de construcción de capacidades entre los miembros
de la comunidad (Fiszbein 1997; Pancho 2003). Al mismo tiempo, este modelo
abierto de administración indígena evidenció un agudo contraste con el estilo
cerrado y vertical de administración del aparato municipal, mantenido férrea-
mente en manos de los partidos políticos tradicionales. Las autoridades munici-
pales –encabezadas por un alcalde designado por su respectivo partido, y que no
era miembro de la comunidad local– consideraron que la preparación e imple-
mentación del Plan de Desarrollo Municipal de cuatro años era una tarea para
funcionarios municipales y para expertos, para el cual la población local no era
consultada o lo era escasamente. Como resultado, los proyectos de inversión social
del municipio usualmente no se vincularon con los propuestos en el Proyecto
Global. Además, una cantidad desproporcionada de los presupuestos municipales
se invirtió en proyectos dirigidos a población no indígena en Jambaló, La Mina y
Loma Redonda, a pesar de que el Decreto 1386 (artículo 8) claramente establece
que las transferencias de ingresos corrientes a los resguardos no exoneran a los
municipios de su obligación de invertir también en las áreas rurales indígenas.
Adicionalmente, las comunidades estaban divididas en virtud de su lealtad a los
partidos Liberal o Conservador, y esta se aseguraba mediante prácticas cliente-
listas (politiquería), principalmente a través de las JAC (cfr. Beltrán 2003; CNU
2002a; Pancho 2003; Rodríguez et al. 2005).

| 201
Insatisfechos con el viejo modelo político bipartidista (liberal/conservador), los
líderes indígenas educados de Jambaló y de otras comunidades del Cauca (p. ej.,
Toribío y Guambía) habían empezado, a comienzos de los años noventa, a esta-
blecer un proyecto político alternativo, el llamado Movimiento Cívico, para incre-
mentar su influencia sobre la administración municipal mediante la participación
en las elecciones municipales. Utilizando este esquema, la comunidad ya había
logrado obtener representación política en el Concejo Municipal y en la Asamblea
Departamental en Popayán (Laurent 2005). En la época previa a las elecciones
municipales de octubre de 1994 (las elecciones para el período 1995-1997), la
organización comunitaria indígena de Jambaló forjó una alianza con mestizos
progresistas y escogieron su propio candidato a la alcaldía, Marden Betancur (de
la zona baja), quien fue respaldado por la Alianza Social Indígena (ASI), un par-
tido político nacional surgido del grupo de autodefensa indígena Quintín Lame,
desmovilizado en 1991 (Avirama y Márquez 1994; Laurent 2005). Betancur ganó
las elecciones y esto significó de hecho la toma, por el Movimiento Cívico, del
aparato de gobierno municipal. Inicialmente, esta toma de poder por la organi-
zación indígena se encontró con una fuerte resistencia de los seguidores de los
partidos políticos tradicionales –que incluían algunos líderes indígenas rivales–
y terminó con el asesinato de Betancur el 19 de agosto de 199618. Sin embargo,
este retroceso fortaleció a la comunidad del resguardo en su convicción política y
desde entonces la alcaldía del municipio de Jambaló siempre ha permanecido en
manos del Movimiento Cívico19.

La incorporación del municipio en la organización indígena de Jambaló puede,


en retrospectiva, ser vista como un intento de sujetar el municipio a las prácticas
culturales (normatividad) del Plan de Vida (Proyecto Global) de las comunidades
indígenas o, tal como fue expresado por un líder comunitario:

Teniendo en cuenta que la gente al ser elegida debe aceptar criterios,


la gente no va a andar suelta; no por ser alcalde o gobernador puede
hacer lo que le da la gana; no, sino que siempre la comunidad es
la que elige, pero también vigila y exige (María Eugenia Toconás,
CNU 2002a: 91).

18 Para una completa descripción de los hechos que rodearon el asesinato, así como
de las implicaciones legales del caso (tanto el autor intelectual “indígena” del asesinato
como los ejecutores –el ELN– fueron acusados y condenados con base en la jurisdicción
indígena), ver Rappaport (2005), Sánchez (1998) y Van Cott (2000a).
19 En los años noventa, diversas comunidades indígenas se hicieron a alcaldías a través de
movimientos cívicos, pero en Colombia esto fue, y lo es todavía, más una excepción que una regla.

202 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

Aparentemente los indígenas de Jambaló habían tenido éxito en esta labor, en


el sentido de que la planeación, la implementación y evaluación del Plan de
Desarrollo Municipal pasarían desde entonces por las asambleas comunitarias,
que ahora además tenían control sobre un presupuesto mayor de transferencia de
ingresos corrientes del previamente adjudicado al cabildo. Sin embargo, algu-
nos académicos e investigadores ven el éxito de las comunidades indígenas como
una victoria pírrica (Gow 2005, 1997; Rappaport 2003; Rodríguez et al. 2005):
pronto, los líderes indígenas –tanto en el cabildo como en el gobierno municipal,
y en las comunidades a través del Proyecto Global– empezaron a invertir cada
vez más tiempo en preparar y evaluar el Plan de Desarrollo en lugar de ejecutar el
Plan de Vida, de acuerdo con las reglas y procedimientos del Estado, proceso que
en un sentido puede considerarse como sujetarse a “algo impuesto desde fuera,
que trata, principalmente, de las necesidades del resguardo a corto plazo en cate-
gorías predeterminadas” (Gow 2005: 68). Al mismo tiempo, la discusión sobre
una visión futura de largo plazo sobre un desarrollo comunitario culturalmente
apropiado, arraigado en la cosmovisión de los nasa, estuvo a punto de quedar
fuera de la agenda.

Caso 5.2. El Conpes 2773

Además de la legislación sobre la autonomía fiscal, el gobierno del presidente Ernesto Samper
(1994-1998) lanzó en 1995 un programa especial de asistencia y fortalecimiento étnico
para los pueblos indígenas de Colombia, como parte del Plan Nacional de Desarrollo 1995-
1998, que fue presentado en un documento del Consejo Nacional de Política Económica y
Social (Conpes 2773). Este programa, que fue básicamente la continuación de una línea de
política indígena que se había iniciado en los años ochenta (Prodein), estableció que, durante
cuatro años, el 2% del presupuesto nacional para inversión social y ambiental habría de ser
asignado a la población indígena (aunque incluyó –mezclados en esta cifra– los recursos
adjudicados por transferencias de la Nación y por medidas de reforma agraria dirigidas a las
comunidades de resguardo). Entre otras cosas, se preveían recursos para cofinanciación de
proyectos que permitieran incrementar los niveles de producción agrícola en comunidades
indígenas por medio de un Fondo de Desarrollo Rural Indígena (DRI/FDR), y se señalaba
la necesidad de ofrecer sistemas alternativos de crédito para permitir a los productores
indígenas la sustitución de cultivos ilícitos. Además, el documento de política aseguraba
la participación indígena en actividades dirigidas a la explotación, manejo y conservación
de recursos naturales en territorios indígenas, y prometía capacitación en administración
pública para las autoridades indígenas (Arango y Sánchez 1998; Jimeno y Ministerio del
Interior 1995). Aunque ambicioso en sus términos, de acuerdo con los expertos el programa
Conpes no produjo ningún resultado tangible ya que nunca fue más allá de enunciar
intenciones vagas e incoherentes, y no tuvo una clara definición de responsabilidades de los
varios ministerios participantes (Cortés Lombana 1996; Roldán 1997). La administración

| 203
de Andrés Pastrana (1998-2002) no continuó ni evaluó el Conpes 2773 y fue el último
programa de su clase que trató específicamente de implementar los derechos económicos
de los pueblos indígenas. Cada vez más concentrado en la constante crisis económica y en
el aumento de la violencia guerrillera, el Estado había cancelado muchos de los programas
de inversión social y contra la pobreza. Con excepción de su escasa participación en los
programas de sustitución de cultivos ilícitos (Plante), las comunidades indígenas deben
depender hoy exclusivamente de las transferencias de ingresos corrientes de la Nación, las
cuales deben complementar con recursos adicionales de financiación.

Consecuencias de la expansión de los cultivos de amapola y coca


– Una nueva perspectiva sobre los cultivos ilícitos

Limitado por las restricciones legales existentes para invertir las transferencias
de ingresos corrientes, y debido a la presión del municipio para que cofinanciara
obras públicas, el cabildo no pudo aprovechar los recursos de las transferencias
para el fortalecimiento de la economía agrícola local. En Jambaló, durante los
primeros años posteriores a la toma de poder por el Movimiento Cívico, los recur-
sos de las transferencias –ahora tanto del cabildo como del municipio– fueron
invertidos principalmente en proyectos de vivienda, construcción de redes eléc-
tricas y trabajos de construcción de caminos y acueductos. Muy pocos dineros se
invirtieron en proyectos económicos (agrícolas) (CNU 2002b)20. En consecuencia,
las perspectivas para este sector no mejoraron notablemente. Mientras tanto, el
tamaño y la extensión de los cultivos ilícitos crecieron a ritmo constante.

Como se indicó anteriormente, la principal razón de que los nasa en Jambaló se


hayan dedicado a la siembra de cultivos ilícitos fue la búsqueda de otras fuentes de
ingreso que les permitieran compensar las pérdidas causadas por la caída en los
precios de sus cultivos legales tradicionales, fique y café principalmente. Dados
los ingresos excepcionalmente altos obtenidos por área cultivada, la amapola y
la coca son cultivos perfectamente adecuados para este propósito. De acuerdo
con los cultivadores de amapola, cada planta produce cerca de 5 gramos de látex
cada tres o cuatro meses. A finales de los años noventa, este látex producía entre
tres y cinco mil pesos colombianos por gramo. En Jambaló el látex era vendido,
tal como la coca, a intermediarios de Silvia o Santander. Un metro cuadrado de
tierra puede mantener alrededor de 10 plantas de amapola, cuyo valor oscila entre

20 Las prioridades de desarrollo de Jambaló parecen coincidir con las de otras comunidades
indígenas en Colombia. Laurent (2005: 344) describe el siguiente cuadro: en 1994-1995, las comu-
nidades invirtieron en educación, en promedio, el 25,3% de los recursos obtenidos por transferen-
cias; el 21% en agua potable y saneamiento básico; el 16,6% en salud; y solamente el 5% y 2,6%
en desarrollo agrícola (principalmente en la adquisición de tierras) y protección del ambiente,
respectivamente; el resto se dedicó a otros sectores de inversión.

204 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

15 y 20 mil pesos. Una ventaja adicional es que la amapola, a diferencia de los


cultivos tradicionales, no está atada a un calendario agrícola estricto y por lo tanto
puede sembrarse durante todo el año. En consecuencia, el cultivo, inicialmente
sembrado a pequeña escala, encaja fácilmente dentro de las actividades agríco-
las normales. Debido a estas características y a que no exige técnicas especiales
–fertilizantes ni fungicidas–, la amapola fue una fuente alternativa de ingresos al
alcance de todos, incluso de las personas con pequeñas parcelas. En este último
aspecto, la introducción del cultivo, tal como el de la coca en otras partes, contri-
buyó a “relajar las tensiones propias de la estrechez espacial territorial” (Gómez y
Ruiz 1997; ver también Perafán 1999).

En los primeros años posteriores a su surgimiento, las autoridades indígenas


adoptaron una postura permisiva frente a los cultivos ilícitos. Debido a la caren-
cia de un consenso claro sobre el nuevo fenómeno y quizá también debido a que
los cabildantes mismos participaban a menudo en el cultivo, la práctica fue tole-
rada en tanto las familias hicieran un “uso racional” del mismo; esto es, si lo usa-
ban como un factor de seguridad en tiempos de crisis económica. Este enfoque,
sin embargo, puso a los cabildos –como autoridades públicas reconocidas– en
una situación difícil debido a que el gobierno estaba haciendo campaña activa en
contra de los cultivos ilícitos y las autoridades indígenas no deseaban aparecer
ante el mundo exterior como cómplices de las organizaciones de narcotraficantes
(Gómez y Ruiz 1997). Por estas razones, el CRIC, en representación de los cabil-
dos de Jambaló y de otras comunidades, firmó un acuerdo con representantes
del gobierno nacional en mayo de 1992, por el cual las autoridades indígenas se
declararon dispuestas a cooperar voluntariamente en el programa de erradicación
manual de los cultivos ilícitos en los territorios de resguardo, en compensación
por el apoyo técnico y financiero que el gobierno les brindaría a través de proyec-
tos productivos alternativos (Consejero Presidencial para la Seguridad Nacional
et al. 1992). Este acuerdo de erradicación de amapola fue firmado en Jambaló y
desde entonces es conocido como el Acuerdo de Jambaló21. Aunque el área desti-
nada a la producción de cultivos ilícitos pareció disminuir en los años siguientes
al Acuerdo, el esfuerzo de erradicación no se mantuvo, primordialmente debido
a la carencia de compromiso del gobierno. En ausencia de alternativas viables, la
política de erradicación de cultivos ilícitos resultó insostenible para los miembros
de la comunidad y la actitud del cabildo fue nuevamente de indiferencia.

21 Avirama y Márquez (1994) señalan que el Acuerdo de Jambaló fue el primero que se logró
con el gobierno colombiano y sirvió para legitimar al CRIC como interlocutor legal de los pueblos
indígenas del Departamento (ver también Van Cott 2000a).

| 205
No obstante, esta actitud cambió cuando los efectos negativos de los cultivos ilí-
citos se hicieron cada vez más notorios. Hacia finales de los años noventa, la
producción de cultivos ilícitos se había convertido en un fenómeno generalizado.
Las familias establecieron los cultivos no solamente por necesidad económica,
sino también para obtener ganancias, es decir, “con la visión de satisfacer sus
expectativas de consumo, históricamente insatisfechas” (Gómez y Ruiz 1997: 87).
La amapola y la coca habían empezado a desplazar a los cultivos de alimentos
(Jambaló 1998) y esto condujo a un incremento en la dependencia alimentaria,
un proceso que ya había empezado con la llegada del fique. En 2001, el cabildo
estimó que entre el 70 y el 80% de los alimentos era traído de fuera del resguardo,
mientras que antes la gente lo producía (Jambaló y Jambaló 2001). El dinero fácil
también fue responsable del avance de la monetarización de la economía indígena
y de la forma diferente como se apreciaban las formas de trabajo comunitario
(Field 1996; Gómez y Ruiz 1997). La producción de cultivos ilícitos es, general-
mente, una actividad individual, y la gran cantidad de tiempo que las personas le
dedican tiene un costo sobre la participación en actividades colectivas (el proceso
comunitario), incluyendo los proyectos asociativos, comportamiento que va en
contra de los valores culturales de los nasa (Perafán 1995). El medio ambiente
también tuvo que pagar un costo por la producción de los cultivos ilícitos. Debido
a las circunstancias climáticas favorables para el cultivo de la amapola y a la cre-
ciente escasez de tierra, el uso de tierras vírgenes para la producción fue aumen-
tando, lo que causó daños ecológicos a las fuentes de agua y a los bosques del
páramo, áreas que son culturalmente catalogadas como sagradas y consideradas
como protegidas en la legislación nacional (Ley 373 de 1997).

Caso 5.3. Bloqueo de la Vía Panamericana y el Decreto 982 de 1999

En la medida en que la situación se hacía precaria en las comunidades indígenas, era


común que la organización regional indígena (CRIC) se reuniera frecuentemente, tal como
aconteció en un congreso especial entre el 30 de mayo y el 5 de junio de 1999 en el res-
guardo de La María, municipio de Piendamó. Mientras miles de indígenas bloqueaban la
Vía Panamericana entre Cali y Popayán, la organización emitía una resolución que declaró
un “estado de emergencia económico, cultural y social de las comunidades indígenas del
Cauca”. Con esta estrategia, que ellos habían empleado antes, esperaban presionar al go-
bierno y forzarlo a respetar, después de años de negligencia, los acuerdos establecidos con
las comunidades indígenas, incluido el Acuerdo de Jambaló. Los puntos críticos de estos
acuerdos se referían a la adquisición de tierras para la ampliación de los resguardos (es
decir, a la observancia de la legislación agraria, particularmente el Decreto 2164 de 1995)
y al desarrollo de mecanismos especiales de crédito y proyectos productivos alternativos
para las comunidades indígenas. De acuerdo con los líderes indígenas, los acuerdos pre-
vios sobre estos temas se habían cumplido solo mínimamente, pues apenas 11 de los 22

206 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

proyectos propuestos (a nivel departamental) habían sido aprobados, pero hasta ese mo-
mento solamente tres habían sido puestos en funcionamiento22. En el quinto día, el minis-
tro del Interior asistió al congreso indígena; reconoció que la atención a las comunidades
indígenas había sido insuficiente y firmó una declaración de intención en la cual el gobierno
expresaba tener la voluntad política para desarrollar, con “celeridad y diligencia”, políticas
específicas y para hacer las asignaciones presupuestales con el fin de mejorar la situación
de las comunidades indígenas en términos de territorialidad, medio ambiente, derechos
humanos, economía y seguridad alimentaria. El 10 de junio de 1999, estas promesas
adquirieron forma jurídica con la promulgación del Decreto 982. Sin embargo, cuatro años
más tarde, el Defensor del Pueblo, designado como veedor de los nuevos acuerdos, reportó
que “los beneficios prometidos por el Decreto 982 no se ven reflejados en su cumplimiento
en la práctica” y expresó su preocupación por que “las entidades públicas, en un Estado
social de derecho, repudien su propia normatividad y no cumplan con las políticas y funcio-
nes para las cuales han sido designadas” (Defensoría 2003).

Para la comunidad del resguardo de Jambaló, la producción de cultivos ilícitos se


había convertido en una amenaza no solamente para la economía y territorialidad
comunitaria indígenas, sino también para las autoridades indígenas. Durante los
primeros años de la producción de cultivos ilícitos, la cosecha de estos cultivos
era comprada por narcotraficantes para ser procesada fuera del resguardo, pero
a finales de los años noventa los narcotraficantes instalaron laboratorios de pro-
ducción de droga en diversas comunidades, principalmente en la zona baja. Como
resultado, se dio una escalada en los índices de alcoholismo, criminalidad juvenil
y violencia, que hicieron cada vez más difícil que el cabildo influyera sobre la
vida social en el territorio. Esta situación también hizo que las relaciones entre
el cabildo y el gobierno se pusieran tensas de nuevo. Después de muchos años de
políticas inestables, a comienzos del milenio el gobierno lanzó una nueva cam-
paña antidroga con la ayuda de Estados Unidos (Jambaló 2001b).

Hacia finales de los años noventa, el cabildo comprendió que necesitaba adoptar
un enfoque diferente y, a pesar de la difusión de los cultivos ilícitos, la iniciativa
que tomó fue apoyada por grandes sectores de la comunidad. La política per-
misiva inicial fue gradualmente reemplazada por una diseñada para reducir al
menos la producción de cultivos ilícitos. Antes de centrarse en su comunidad, el
cabildo decidió primero desmantelar los laboratorios de producción de cocaína
que habían sido establecidos en el resguardo. Cuando todos los intentos de diá-
logo con los propietarios (no indígenas) de los laboratorios fallaron, el cabildo

22 Con base en los documentos disponibles (CRIC 1999; Decreto 982 de 1999; De-
fensoría del Pueblo 2003), es difícil apreciar la naturaleza y enfoque de los proyectos
productivos alternativos propuestos.

| 207
buscó apoyo dentro de las comunidades para desbaratar por la fuerza estas insta-
laciones –usando una lógica que se parecía mucho a la empleada en el tiempo de
la recuperación de las haciendas de terraje–. En julio de 2000, el cabildo organizó
una gran minga para restaurar la armonía y el equilibrio del territorio. Más de 2
mil miembros de las comunidades indígenas y 600 guardias indígenas (guardias
cívicos no armados) –veinte hombres por cada vereda– fueron a los laboratorios
y sacaron todos los equipos y químicos del resguardo; más tarde, ese mismo día,
el Ejército Nacional los destruyó. Gracias a la presencia de observadores de la
ACIN (Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca)23, del CRIC y
de la Defensoría del Pueblo, los narcotraficantes apenas sí hicieron resistencia
durante la movilización (cabildo de Jambaló, Resolución Nº. 008, 20 de julio de
2000; Tamayo en Miami Herald, 21 de agosto de 2001). El desmantelamiento de
los laboratorios para procesar droga, acción que en cierta manera fortaleció la
posición de la autoridad indígena con respecto al tema de los cultivos ilícitos, fue
también empleado por el cabildo para mostrarle al gobierno cuál era la posición
de los indígenas respecto al problema de las drogas:

Conscientes de que es un problema social a nivel nacional y mundial,


hemos aclarado nuestra situación que vivimos frente a este flagelo
afirmando que las comunidades indígenas no somos narcotraficantes,
sino que hay algunos comuneros que cultivan plantas alucinógenas
o ilícitas para mitigar el hambre; [declaramos] el abandono que nos
tiene el gobierno al incumplimiento de los acuerdos y convenios rea-
lizados para la sustitución de estos cultivos, y [decimos] no a la fu-
migación, como plantea la política del gobierno que atenta contra la
Madre Tierra (Jambaló 2000: 1).

Sin embargo, el desmantelamiento exitoso de los laboratorios en los territorios


indígenas fue un asunto simple en comparación con la lucha contra los cultivos
de coca y amapola dentro de las comunidades. Para mantener la unidad de la

23 Cuando se fundó el CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca) o poco después, los
diversos resguardos miembro fueron agrupados en varias zonas, por razones logísticas y organi-
zacionales: Centro, Norte, Oriente, Nororiente, Tierradentro, Macizo, Pacífico, todas escogidas de
acuerdo con la subdivisión geográfica del Cauca y no de los grupos étnicos (estas zonas podrían
así incluir resguardos de diferentes etnias). Después de la promulgación de la Constitución de 1991,
el Decreto 1088 de 1993 permitió a esas zonas formar asociaciones de cabildos zonales con per-
sonería jurídica, las cuales asumieron algunos de los roles del CRIC. Así fue como la ACIN, que
coincidencialmente agrupaba únicamente resguardos nasa, adquirió personería jurídica en 1994.
De esta manera, el CRIC quedó de hecho descentralizado. Probablemente, esto sucedió en contra
de los deseos del CRIC mismo, que tenía una “ideología panindigenista”, que enfatizaba la identi-
dad indígena común más allá de las divisiones étnicas, mientras muchos resguardos y asociaciones
deseaban poner más énfasis en la etnicidad.

208 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

comunidad y la cohesión social, el cabildo se vio obligado a adoptar un trata-


miento diplomático dirigido principalmente a ganarse el apoyo de los comuneros.
La precaria posición del cabildo respecto al tema se hizo evidente ese mismo año,
un poco después, cuando este visitó la comunidad de La Esperanza (zona baja).
En esta ocasión la autoridad indígena se atrevió a abordar el tema de la necesi-
dad de reducir los cultivos de coca –que existían en esta comunidad a una escala
relativamente grande y con cultivos a la vista– en un lenguaje que, aunque usaba
giros verbales, fue claro para cada uno de los asistentes. Durante esta visita, la
comunidad local no se expresó abiertamente en contra del cabildo, pero el hecho
de que a la siguiente asamblea comunitaria del Proyecto Global, realizada algunas
semanas después, no asistieran los representantes de La Esperanza dio una clara
señal al cabildo y a las otras comunidades. Este incidente hizo ver, sobre todo, que
no era suficiente la mera conciencia y que el cabildo solamente sería capaz de con-
seguir un cambio a través de soluciones enfocadas en pensar y actuar en térmi-
nos de buscar nuevas posibilidades para la financiación de proyectos productivos
alternativos. Con el fin de obtener los recursos requeridos para dichos proyectos,
era necesario primero encontrar fuentes de financiación adicionales.

El estudio socioeconómico
y el intento de reordenamiento territorial interno

Un buen punto de partida para alcanzar este objetivo –buscar nuevas fuentes de
financiación– fue la actualización del censo de población del resguardo (establecer
este dato era una de las tareas oficiales del cabildo en la Ley 89 de 1890, artículo 7,
num. 1). Unos años antes, el cabildo y el gobierno municipal se habían dado cuenta
de que el cálculo de las transferencias de ingresos corrientes asignadas al res-
guardo y al municipio estaba basado en un censo poblacional desactualizado, del
año 1985. Mientras el cabildo estimaba que en 2000 el resguardo tenía más de 10
mil habitantes24, el Departamento Nacional de Planeación (DNP), responsable del
cálculo de las transferencias, con base en datos suministrados por el Departamento
Nacional de Estadística (DANE) empleaba una cifra de población de solo 5.138
habitantes. En general las cifras de población pueden ser ajustadas por el DNP y

24 Un censo de población realizado por la oficina municipal en 1993 había registrado 9.812
habitantes (Jambaló y Jambaló 1995). No es claro por qué este censo de población no fue empleado
por el DNP para calcular la participación del resguardo en las transferencias de ingresos fiscales.
Es posible que esto se debiera a que no se diferenció entre población indígena y no indígena. Esta
distinción es especialmente importante ya que la mayoría de las personas en Jambaló que hoy
en día se identifican como indígenas, en censos anteriores no lo habían hecho. En el censo de
población de 1985, por ejemplo, el 48% del total de la población del municipio se identificó como
mestiza; la mayoría de estas personas vivían en las aculturadas zonas baja y media del resguardo
(Findji y Rojas 1985).

| 209
el DANE, siempre y cuando los censos hayan sido llevados a cabo por entidades
del Estado (por ejemplo, el Incora); por razones técnico-burocráticas, sin embargo,
este conteo de la población toma al menos dos años (Raúl Arango, comentario
personal, 19 de febrero de 2001). En Jambaló, esta actualización, solicitada reitera-
damente por el cabildo, había sido retrasada un tiempo debido a la carencia de fon-
dos y de personal en el Incora. No obstante, entre septiembre y octubre de 2000,
este instituto estuvo listo para entrar en acción como parte del estudio socioeconó-
mico –legalmente requerido para la reestructuración de los resguardos indígenas–
que tenía que realizarse en ese momento como parte del proceso de legalización
(saneamiento) de las últimas haciendas de terraje de la zona baja (ver capítulo 4)25.
Así fue como al final se estableció que la población del resguardo había crecido
significativamente: Jambaló, incluyendo la cabecera municipal, tenía oficialmente
en 2000 una población de 11.368 habitantes26, más de dos veces la cifra registrada
en el censo de 1985 (Muñoz y Soscué 2000). Este resultado –y en particular su
certificación por el DANE– conduciría en años posteriores a un incremento signi-
ficativo en el presupuesto, tanto para el cabildo como para el gobierno municipal.
En 2003, el primer año en que se empleó esta cifra de población por el DNP para
calcular la participación del resguardo en las transferencias de ingresos corrientes,
el cabildo y el municipio recibieron 1.037 y 4.072 millones de pesos colombianos
respectivamente, en comparación con alrededor de 550 y 2.400 millones en 2000
(Conpes 2000; Marino Tombé, entrevista, 18 de septiembre de 2003).

El estudio socioeconómico, jurídico y de tenencia de la tierra del Incora fue rea-


lizado por investigadores locales orientados por el cabildo, y tenía la intención
de establecer las necesidades de tierra de la comunidad y las medidas que se
necesitaba adoptar (reestructuración y/o ampliación del resguardo). El estudio no
solo proporcionó al cabildo un censo, sino que produjo muchos otros datos úti-
les que se podían utilizar para hacer un balance de la situación económica en el
resguardo, para preparar sus políticas, y para elaborar los proyectos y progra-
mas concretos que se consideraran necesarios. Con el fin de obtener una idea de
la extensión y la influencia de la producción de cultivos ilícitos en relación con
la producción económica legal, el cabildo también había dado instrucciones a
su equipo de investigadores para que hicieran un balance, independientemente
del Incora, de la cantidad de hectáreas de cultivos ilícitos de cada familia. Esta
encuesta fue ejecutada en estricto anonimato con el fin de no comprometer a los

25 El estudio en Jambaló formó parte de un estudio socioeconómico más completo realizado


por el Incora, en el cual también se llevaron a cabo actualizaciones de censos poblacionales en los
tres resguardos de Toribío (Toribío, San Francisco y Tacueyó).
26 Estas 11.368 personas estaban distribuidas en 2.570 familias, con un tamaño promedio por
hogar de 4,42 miembros (Muñoz y Soscué 2000).

210 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

encuestados y de asegurar que sus respuestas fueran lo más honestas posible. Los
resultados del estudio, presentados por el cabildo a la comunidad durante una
sesión del Proyecto Global en diciembre de 2000, no fueron sorprendentes y ayu-
daron a poner las cosas en su lugar.

De acuerdo con las estadísticas del Incora, el resguardo de Jambaló tiene una
superficie total promedio de 24.176 hectáreas (241,8 km2). Sin embargo, de ellas,
11.459 hectáreas (47,4%) deben ser declaradas como área protegida, bien sea por-
que se encuentran por encima de los 3 mil metros o porque tienen una pendiente
de más del 50%; así, 12.717 hectáreas (52,6%) quedan disponibles para propósitos
agrícolas. En el momento de la encuesta, 3.873 hectáreas (30,5% del total de esta
área cultivable) estaban siendo utilizadas para la agricultura; esto significaba que
el resto (69,5%) era utilizado bien sea como tierra de pastoreo o estaba en barbe-
cho. Casi la mitad (47,8%) de la superficie total cultivada era empleada para culti-
vos comerciales, particularmente café y fique; el resto (52,2%) era utilizado para
cultivo de productos alimenticios, principalmente maíz (Soscué 2000), y básica-
mente para autosostenimiento. Otras 271 hectáreas estaban siendo utilizadas para
huertas tradicionales (yac tul). Este escenario fue posteriormente cotejado con los
resultados de la encuesta encubierta del cabildo acerca de los cultivos ilícitos, que
fue presentada por zonas. En la zona alta solamente se cultivaba la amapola pero,
como se puso de manifiesto, se hacía en grandes cantidades y a gran escala: 426
personas participaban en el cultivo de este producto, que cubría 179 hectáreas en
la zona. En la zona media se cultivaba una cantidad de cultivos ilícitos significati-
vamente menor que la de las zonas alta y baja: un total de 221 personas cultivaban
un área de apenas 10,4 hectáreas con uno o ambos cultivos ilícitos. Esto se debía
quizá al hecho de que en grandes porciones de esta zona el clima es desfavorable
tanto para la amapola como para la coca, y quizá también al tabú que existe sobre
esta práctica en las áreas recuperadas. Los mayores que tomaron parte en la recu-
peración decían: “No arriesgamos nuestras vidas recuperando estas tierras para
producir cultivos ilícitos”. En la zona baja, un número significativo de habitantes
participaba en la producción generalizada e intensiva de coca: 567 personas culti-
vaban el producto en un total de 92,1 hectáreas. A partir de estas informaciones se
podía concluir que 1.214 personas del resguardo participaban en cultivos ilícitos
(10,7% de la población) en una superficie total cultivada de 302,5 hectáreas (7,8%
del área agrícola cultivable) (Jambaló, 2001a). Esto puede parecer poco, pero sig-
nificaba que en casi cada familia en el resguardo, al menos una persona tomaba
parte en la producción de cultivos ilícitos. La magnitud del problema se hizo aún
más evidente cuando se tomó en cuenta la importancia económica de los cultivos
ilícitos. El cabildo estimó que la cantidad de dinero percibido por cultivos ilícitos
era más del doble del valor total de la cosecha de café del resguardo: alrededor de

| 211
5 mil millones de pesos, en comparación con solo 2 mil millones (para esa época,
2,4 y 1 millones de dólares estadounidenses respectivamente) (Jambaló, 2001b).

Adicionalmente, el estudio socioeconómico también produjo una clara visión


del problema de escasez de tierra y de su desigual distribución. De acuerdo con
los cálculos del Incora, la tierra arable en 2000 –en promedio 5 hectáreas por
familia– era suficiente para que la comunidad garantizara al menos un mejora-
miento a corto plazo de sus condiciones de vida27. Sin embargo, los resultados de
la encuesta también mostraron que la comunidad de Jambaló era relativamente
joven: 53,5% de la población tenía menos de 20 años28. Con un crecimiento pre-
visto de la población de más del 2% anual29, este escenario económico optimista
y promisorio resultaba ser de muy corta duración. La disponibilidad promedio de
tierra también proporcionó una imagen distorsionada: debido al desequilibrio en
la distribución de tierra (lo cual era en parte un legado de las recuperaciones de
tierra de los años ochenta), existía escasez de tierra entre las familias en 2000;
esta situación era relativa en el caso de un número de familias que ya no podían
practicar el sistema de roza y quema (rocería), pero era absoluta en el caso de
un número creciente de familias jóvenes que apenas sí tenían alguna tierra. Al
mismo tiempo, había veredas en el resguardo, particularmente en las zonas baja
y media, donde existían familias que tenían más tierra de la que podían cultivar,
parte de la cual era dejada en barbecho por largo tiempo. Esta combinación de
escasez de tierra con desequilibrio en su distribución estaba generando tensiones
internas en la comunidad. Además, esta situación era muy importante en las dis-
cusiones acerca del futuro de la economía del resguardo y las posibles estrategias
para detener la producción de cultivos ilícitos. La creciente escasez de tierra, que
ya había comenzado a surgir en algunas partes del resguardo a comienzos de los
años noventa, era, después de todo, una de las razones –además de la carencia de
acceso al crédito (ver sección Primeros proyectos productivos y llegada de los
cultivos ilícitos)– de la adopción tan fácil, por los comuneros, de los cultivos ilíci-
tos (Gómez y Ruiz 1997; ver también Perafán 1999)30. Una política diseñada para

27 En la condición que se encontró en 2000, el Incora estimó que una familia promedio en
Jambaló, que trabajara 5 hectáreas de tierra con los métodos de producción y cultivos usuales (no
se tomaron en cuenta los cultivos ilícitos) sería capaz de producir el doble del valor de un salario
mínimo (Muñoz y Soscué 2000).
28 En el rango de 0-9 años: 3.206 personas (28,2%) y en el rango de 10-19 años: 2.875 personas
(25,3%) (Muñoz y Soscué 2000).
29 Basándose en los dos censos más recientes disponibles (9.812 en 1993 y 11.368 en 2000,
respectivamente), la tasa de crecimiento de la población se calculó en 2,1%.
30 Aunque Perafán (1999) destaca el papel que tuvo la ausencia de crédito, también señala la
escasez de tierra, especialmente en el caso del apretujado resguardo de Guambía, como un factor
que favoreció la adopción de los cultivos ilícitos; además menciona la expansión del resguardo
como una de las posibles medidas para reducir ese tipo de cultivos.

212 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

reducir los cultivos ilícitos también tendría que centrarse en una reducción del
número de personas que tenían poca o ninguna tierra. Al reconocer este hecho,
un grupo de líderes jóvenes y entusiastas del cabildo (del año 2000) comenzó a
examinar qué posibilidades había de realizar una redistribución limitada de tierra
en el resguardo. Así, durante una sesión del Proyecto Global a finales de ese año,
empezaron a discutir el tema:

Es un tema delicado, debido a que la tierra es nuestra Madre, y lo


que tenga que ver con nuestra Madre nos afecta […] pero si no en-
frentamos este problema ahora, más tarde nos enfrentaremos con un
problema mucho más grande: pelearemos entre nosotros mismos, y
podría suceder que las familias con poca tierra o sin tierra decidan
invadir las tierras de las empresas comunitarias, de las fincas del ca-
bildo o aquellas de los pequeños latifundistas indígenas, situación que
ya ha ocurrido en otros resguardos [se refiere a Guambía (ver ­Perafán
1999)] (Marcos Cuetia, gobernador, durante la sesión de Proyecto
Global, 24 de octubre de 2000).

Después de que el gobernador del cabildo hiciera una exposición del problema, se
les solicitó a los asistentes que se dividieran en tres grupos –de diferentes zonas y
veredas entremezcladas– y que analizaran las siguientes tres preguntas: 1) ¿Qué
inquietudes tenemos frente a la tenencia de tierras? 2) ¿Es necesario hacer un
reordenamiento interno? y 3) Si es así, ¿cómo lo hacemos? A la primera pregunta
en particular se le concedió mayor atención y aunque un número de participan-
tes se mantuvo absolutamente silencioso, otros aprovecharon la oportunidad para
hablar libremente y expresar una serie de frustraciones profundamente sentidas.
Inevitablemente, surgieron también preguntas de una naturaleza más filosófica:
¿hasta qué punto una comunidad indígena debería ser igualitaria? y ¿cuál es la
diferencia entre los términos equidad e igualdad?

¿Vamos a tener igualdad o no? Ese es realmente el problema. Tenemos


que tomar una decisión en lugar de continuar en estas discusiones.
Tenemos que decir: “tantas hectáreas para tal número de familias”.
¡Vamos al grano! […]Desde la recuperación de la tierra (EC) existen
personas que tienen un pedazo de tierra aquí y otro allá, y ellos no les
permiten a otras personas trabajar. ¡Eso es un problema! (Comunero
durante la sesión de Proyecto Global, 24 de octubre de 2000).

Debido al tema del reordenamiento territorial, los ánimos en Jambaló se caldea-


ron durante algún tiempo y no solo durante los encuentros comunitarios. No obs-

| 213
tante, algunas personas de visión realista afirmaban que su implementación nunca
tendría un efecto contundente.

La redistribución nunca nos resolverá el problema. Una o dos fami-


lias podrán tener 10 hectáreas pero la mayor parte de la tierra no es
productiva y solamente sirve de potrero para animales […] además,
si hay veredas donde algunas personas tienen más tierra que otras,
luego esa tierra será para las otras familias en esa misma comuni-
dad. […] Veo solamente una solución y es conseguir más tierra en
otro municipio; podría ser que algún día tengamos la oportunidad de
expandir el resguardo (Comunero en Loma Gruesa, de la zona baja,
entrevista, 22 de noviembre de 2000).

Aunque mucha gente se había convencido de la necesidad de una redistribución


interna de la tierra, las preguntas sobre cuándo, cómo y en que medida se haría
siguieron siendo temas de controversia. Con el transcurso del tiempo, el escenario
de oportunidades se cerró al sobrevenir una nueva situación política a raíz de la
elección del presidente Álvaro Uribe en mayo de 2002 y la reacción de la guerrilla
de las FARC, que puso el conflicto armado de nuevo a las puertas de los territorios
de las comunidades indígenas. En estas circunstancias, la redistribución y el reor-
denamiento territorial pasaron a un segundo plano. Definitivamente, un problema
reemplazaría así a otro problema.

La redistribución interna entre los nasa es producir una guerra. Trae-


ría un desequilibrio que va totalmente en contra de la unidad y se
convertiría en una de las peores amenazas, más aún con un hecho
que divide y absorbe a la gente, como es el conflicto armado (Andrés
Betancur, líder comunitario, entrevista, 16 de septiembre de 2003).

Sin embargo, el cabildo no descarta que, en un futuro cercano, pueda llevarse a


cabo una redistribución de la tierra, de menor alcance, en algunos casos “deli-
cados” (pequeños finqueros o latifundistas indígenas con relativa abundancia de
tierra) en las zonas media (las EC) y alta –aplicando el viejo instrumento de la
parcelación, de conformidad con la Ley 89 de 1890 (artículo 7, num. 5; ver tam-
bién capítulo 4). Este enfoque diferente en parte también fue resultado de la com-
prensión de que un cierto nivel de desigualdad en la tenencia de la tierra siempre
había formado parte de la comunidad nasa (Findji 1993; Findji y Rojas 1985; Gros
1991 [1981]; Andrés Betancur, entrevista, 16 de septiembre de 2003). Además,
los líderes de la comunidad comprendieron que una reforma interna no ofrecería
una solución permanente a la escasez de tierra y que sería mejor concentrarse en
las negociaciones con el gobierno acerca de la adjudicación de tierras fuera de

214 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

los límites de los resguardos nasa actuales e, igualmente importante, estimular la


economía comunitaria indígena.

Análisis de los proyectos asociativos pasados


y la reforma administrativa

Antes de que los líderes nasa pudieran darse a las tareas de la negociación con el
gobierno y la reactivación económica, primero fue necesario, sin embargo, revisar
y evaluar las experiencias y resultados de los diversos proyectos productivos desa-
rrollados autónomamente por la comunidad indígena y financiados con recursos
de transferencias desde mediados de los años noventa. Las recientes evaluaciones
de estos proyectos –muchos de los cuales estuvieron orientados a grupos asocia-
tivos o microempresariales, que en términos de su funcionamiento no distaron
mucho de los desarrollados y financiados por instituciones externas a comienzos
de los años noventa– mostraron dolorosamente que los resultados habían quedado
muy rezagados respecto a los objetivos y expectativas, en términos de producción,
ofertas laborales y rentabilidad (ver Gow 2005). Un análisis exhaustivo de estas
evaluaciones, incluido en los Planes de Desarrollo de 1998 y 2001, y las discu-
siones con personas que habían participado en los proyectos y con miembros del
comité económico del cabildo, revelaban claramente varias explicaciones que se
repetían acerca de estos decepcionantes resultados (por no decir fracasos).

La principal excusa que aducían los comuneros que participaron en los proyectos
fue la de que, en las microempresas asociativas, los miembros de los comités de
administración carecían de habilidades y experiencia administrativa (o no había
la voluntad para desarrollar estas habilidades)31.

El problema es que nosotros no teníamos suficiente personal cuali-


ficado que supiera cómo administrar, cómo crear trabajo que genere
utilidades. No existe visión. Esto es en parte por la cultura que tene-
mos como indios, no tenemos ambición para el estudio. Esto causa
problemas en el desarrollo de las comunidades. En mi caso, yo so-
lamente tengo una licenciatura. Mi sueño es mantener mis estudios
y continuar trabajando la tierra al mismo tiempo. Pero una persona

31 Este problema es subrayado una y otra vez en documentos del cabildo y de la organización
zonal (ACIN), por ejemplo en el Plan de Desarrollo de Jambaló de 1998 (pp. 13-14): “[Existe]
una carencia de profesionales en la comunidad en el campo de la producción agrícola y el medio
ambiente, y falta una buena experiencia y capacidad en la administración y la contabilidad en la
comunidad en general”.

| 215
educada no es suficiente. Esto es una debilidad cultural que nosotros
los indios tenemos (Bautista Dizú, entrevista, enero de 2001).

Aunque a finales de los años noventa la organización zonal (ACIN) había esta-
blecido dos centros internos de capacitación para el desarrollo integrado32, los
promotores comunitarios formados por estos centros no pudieron satisfacer inme-
diatamente la gran demanda de prácticas específicas de las comunidades. Además,
los currículos de los centros se enfocaban en cursos específicos sobre agricultura
orgánica sostenible y no en las habilidades que necesitaban las microempresas,
tales como manejo de pequeñas empresas y contabilidad. Debido a esta situación,
los proyectos económicos habían continuado dependiendo (¡a un alto costo!) de
expertos externos y consultores.

Igualmente, a menudo las comunidades señalaron que, desde el comienzo, las


empresas no tuvieron éxito por la cantidad limitada de capital asignado a los pro-
yectos productivos. Esto se debía a que las limitadas finanzas de la comunidad
tenían que ser distribuidas entre un gran número de sectores –además de econo-
mía y medio ambiente, también educación, salud y desarrollo institucional– y al
reducido éxito que tuvo el cabildo para negociar fondos adicionales con destino a
proyectos a través de acuerdos de cofinanciación con instituciones externas, tanto
públicas como privadas. Además, según algunos comuneros, el estilo de manejo
financiero del cabildo y del gobierno municipal fue muy conservador (paternalista).

Si van a darle plata a una microempresa, dénsela toda de una vez, y


no que el 25% hoy, que el otro 25% el próximo año, porque por eso es
que fallan los proyectos. Necesitamos capital suficiente para iniciar.
Un ejemplo: uno de los proyectos que estuvimos trabajando aquí fue
[uno] en el cual participaron como veinte asociados y que fue el de
piscicultura [cultivo de trucha] que se organizó en un plan que hay allí
abajo del río [Jambaló]. Los tanques ya habían sido excavados, diez

32 El Cecidic (Centro para la Educación, Capacitación e Investigación para el Desarrollo


­Integrado Comunitario), creado en 1995 en colaboración con el SENA como un brazo local del
Colegio Santos en Toribío, ofrecía cursos prácticos en desarrollo sostenible para 190 estudiantes
nasa, en áreas tales como sistemas agroforestales, agricultura orgánica, proyectos pecuarios con
especies menores, piscicultura, plantas medicinales, etc. El Centro recibe apoyo financiero de la
Unión Europea (UE), la Conferencia Episcopal Italiana (CEI) y el Instituto Colombiano de Bien-
estar Familiar (ICBF), entre otros (Universidad del Cauca, boletín del portal). El otro era el CIAN
(Centro Indígena de Investigación Agroambiental) de El Nilo, creado en una tierra adquirida en el
resguardo de Huellas, Caloto, luego de la reparación por la masacre en El Nilo de 20 luchadores
por la tierra a finales de los años noventa. Este centro tiene como objetivo recuperar y promover las
tecnologías adecuadas y culturalmente apropiadas para la producción agrícola en la zona baja del
valle del río Cauca, en el norte del Cauca (portal de la ACIN).

216 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

de ellos ya estaban listos. Pero el proyecto no avanzó porque hasta


ahora no hemos tenido apoyo financiero suficiente del cabildo, o de
la alcaldía. Hemos estado trabajando solamente con 2 millones de
pesos del Ministerio de Agricultura. Lo que quiero decir ¡es que éstos
son muy pocos recursos para trabajar! (Arceliano Medina, miembro
de la junta directiva de la cooperativa de Zumbico, entrevista, 7 de
diciembre de 2000)33.

Sobre este asunto, sin embargo, el cabildo, completamente consciente de sus pro-
blemas presupuestales, retornó esta preocupación a las comunidades, es decir, a
los grupos asociativos, que eran los finalmente responsables por la implemen-
tación de los proyectos. Así, cuando las familias dedicaban su tiempo a los cul-
tivos ilícitos, mostraban insuficiente dedicación a los proyectos comunitarios.
Además, una vez iniciados los proyectos, sus ingresos no eran reinvertidos y así
las empresas no podían crecer ni expandirse. En 1998, el cabildo ya había anotado
al respecto que la comunidad “no atribuye mucha importancia a conceptos tales
como rentabilidad, ahorro e inversión” (Jambaló 1998: 14; comparar con Cabildo
Indígena de Tacueyó et al. 1999)34. Muchas microempresas una y otra vez soli-
citaban inyecciones de capital, lo cual conducía a una relación de dependencia
respecto al cabildo (Jambaló 2001). A este respecto, el comité de economía del
cabildo señaló claramente que las considerables sumas de dinero ganadas por las
familias a partir de la producción de cultivos ilícitos raras veces fueron invertidas
en proyectos asociativos productivos (José Miguel Cuetia, entrevista, 27 de octu-
bre de 2000).

Sin embargo, el cabildo también reconoció sus errores y admitió que su rol en
el manejo de los proyectos económicos –particularmente en la coordinación y
asistencia– no había sido el mejor. Desde un primer momento, el cabildo había
anotado que los proyectos estuvieron estancados debido a la pobre coordinación
entre el cabildo y la Unidad Municipal de Asistencia Técnica Agrícola (Umata) y
los consultores técnicos externos contratados. Esto se debía en parte a los comple-
jos procesos que el cabildo tenía que cumplir –de acuerdo con el Decreto 1386 de

33 Ya que Zumbico es una cooperativa legalmente constituida, puede negociar inversiones de


terceros independientemente del cabildo.
34 Al respecto, la situación en Jambaló es muy similar a la de otros resguardos. Durante una
evaluación, por ejemplo, del poco exitoso proyecto económico comunitario en Toribío, las difi-
cultades observadas oscilaron desde “los problemas predecibles, como la maquinaria defectuosa,
la falta de personal cualificado y la carencia de dinero” hasta “referencias a la falta de visión y
espíritu empresarial por parte de los miembros, la falta de conciencia por parte de los tres cabildos
participantes y oposición por parte de algunas comunidades” (Cabildos indígenas de Tacueyó et al.
1999 en Gow 2005: 85).

| 217
1994– para poder acceder a su cuota de transferencias fiscales (del resguardo), y a
la demorada ejecución de los proyectos y la asistencia (Jambaló y Jambaló 1998).
Pero, más importante aún, la autoridad indígena a menudo tenía dificultades para
llevar a cabo sus tareas y cumplir con sus responsabilidades debido a la creciente
presión de trabajo en la administración central del cabildo (Jambaló y Jambaló
1998, 2001a). Con la nueva Constitución de 1991, el cabildo, cuya estructura ape-
nas había cambiado desde la Ley 89 de 1890, tenía que lidiar con un aumento
constante de variadas exigencias y complejidades surgidas del autogobierno y la
descentralización, que parecían tenerlo prácticamente abrumado (Padilla 1995;
Findji 1993; Gow 2005).

El análisis de los proyectos económicos estuvo en el programa del Congreso


Indígena de los Cabildos del Norte del Cauca (unidos bajo la ACIN), realizado en
Jambaló en diciembre de 2002. Su objetivo era identificar y discutir varios “vacíos
internos” en la lucha de la comunidad por la autonomía (“la defensa del territorio y
el Plan de Vida”) en tiempos de guerra y globalización (es decir, neoliberalismo).
Durante la discusión de los problemas en relación con la producción y el medio
ambiente, se propuso una serie de soluciones, tanto en términos financieros como
administrativos, con el fin de dar un nuevo aliento a la economía comunitaria.

Con respecto a la financiación, se decidió que en el futuro los cabildos incremen-


taran el porcentaje de las transferencias fiscales invertido en proyectos producti-
vos, “para estimular la producción familiar y comunitaria” (ACIN 2002 [2003]:
30). La ACIN pudo tomar esta decisión ya que los cabildos, a diferencia de los
municipios, son libres de invertir las transferencias de acuerdo con sus propias
percepciones y necesidades (Decreto 1386 de 1994), pero también debido a que
las inversiones conjuntas hechas en el pasado por la alcaldía municipal y el cabildo
en infraestructura (caminos, electrificación, agua), educación y salud habían satis-
fecho un número de necesidades básicas importantes en las comunidades (Édgar
Iván Ramos, entrevista, 22 de septiembre de 2003). También se acordó que, en
el futuro, la ACIN, así como individualmente los cabildos, tendrían que concen-
trarse más en llegar a, y en manejar, acuerdos de cofinanciación con el gobierno
y las instituciones privadas con el fin de complementar las transferencias fiscales
(Decreto 1386 de 1994, artículo 5, num. 3).

En vista del número creciente de tareas y responsabilidades del cabildo –y con


la perspectiva de mayores presupuestos de transferencias fiscales para el cabildo
como resultado de la actualización del censo– se concluyó que era necesario
reformar la organización administrativa del resguardo. Esta reestructuración del
cabildo significó la constitución de un consejo administrativo propio como parte
de la estructura amplia del cabildo –a semejanza del consejo de planeación del

218 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

gobierno municipal– que asumiera las tareas de manejo y administración de las


finanzas del resguardo. Esto aliviaría a la administración central del cabildo –en
otras palabras, a la estructura original del cabildo, integrada por cinco miembros
(que incluían un tesorero)– de estas tareas, y les permitiría invertir más tiempo en
sus responsabilidades básicas, es decir, orientar a la comunidad y responder por
sus intereses frente al mundo exterior o, como los líderes indígenas lo expresaron,
en “defender la posición política […] y el Plan de Vida” (ACIN 2002 [2003]: 22).

Porque usted ve, hay cabildos que han sido absorbidos cuando asu-
men la ejecución y administración de los proyectos y acuerdos insti-
tucionales, pero con respecto a ejercer una autonomía cultural y en
relación con nuestra cosmovisión ha habido mucho descuido […] La
idea de reestructurar ha sido propuesta para asegurarnos de que el
cabildo, aparte de la administración –el trato con la plata por así de-
cirlo– no descuide sus tareas con respecto al fortalecimiento organi-
zacional, y el plano social y cultural (Marcos Cuetia, alcalde electo
de Jambaló, entrevista, 17 de septiembre de 2003).

Por lo tanto, las autoridades indígenas estarían en capacidad de destinar más


tiempo a la preparación de programas y políticas de largo plazo, por ejemplo las
relacionadas con la organización de la economía comunitaria, arraigada en la
tradición cultural (‘usos y costumbres’) y la cosmovisión de los nasa (cfr. Findji
1993). Los proyectos especiales –en otras palabras, las microempresas– a su turno
recibirían más atención del equipo del consejo administrativo en términos de asis-
tencia y oportunamente suministrarían el apoyo técnico y administrativo, y esto
tendría un efecto en la formación de capacidades de los miembros de la comuni-
dad que participaban en los proyectos35.

Caso 5.4. Cambio en la participación indígena en los ingresos corrientes de la Nación


(PICN)

Por mera casualidad, la reestructuración del cabildo coincidió con un cambio en la legisla-
ción vigente relacionada con la autonomía fiscal indígena (participación en las transferen-
cias de ingresos corrientes). En 2001, la Ley 60 de 1993 (y con ella el Decreto Ejecutivo
1386 de 1994) fue reemplazada por una legislación completamente nueva, la Ley 715

35 Esta reestructuración tiene un precedente: la instalación de los coordinadores de progra-


ma de los diversos comités o núcleos sectoriales (salud, educación, economía, etc.) que cumplen
las funciones de preparación y coordinación en reuniones y deliberaciones. Estas tareas fueron
igualmente entregadas por el cabildo a los coordinadores, para aliviarlo de algunas de sus muchas
tareas (CNU 2002a).

| 219
de 2001, la cual fue empleada por primera vez en 2002. El cambio tenía que ver con el
sistema usado para establecer la cuota total de transferencias destinada a los resguar-
dos, como también las reglamentadas para los municipios, respecto a los sectores en los
cuales se deberían invertir, por ley, los fondos y su asignación porcentual. Inicialmente,
la introducción de la Ley 715 causó mucha confusión y desasosiego en Jambaló y en
otras comunidades indígenas. Desconociendo el espíritu de la Constitución, el gobierno
había ignorado a la población indígena en el proceso de elaboración de la nueva ley. En
realidad, al estudiarla cuidadosamente, se vio que el gobierno estaba imponiendo ahora
repentinamente, también a los resguardos, las obligaciones de inversión que tenían los
municipios –porcentajes fijos por sectores–. Cuando las organizaciones indígenas se opu-
sieron al poder legislativo, esta parte de la nueva legislación fue corregida; ello significó
que se mantuvo la anterior situación en el sentido de que los rubros del presupuesto y los
porcentajes quedaron con carácter de recomendación y no de obligación para el caso de
los resguardos. Vista en conjunto, la nueva norma también trajo una cierta simplificación,
comparada con la Ley 60, particularmente en lo relacionado con los procedimientos para
la presentación, a los municipios, de los perfiles de proyectos (o propuestas) elaborados
por las comunidades indígenas: ahora esta labor se realizaría sobre la base de un año
fiscal, cuando anteriormente se hacía para 6 períodos de dos meses cada uno.

El proyecto de huerta familiar (tul)


y visiones de una economía indígena

Desde hacía algún tiempo, el cabildo de Jambaló había querido establecer un


proyecto para la producción agrícola en el resguardo, con el fin de luchar contra
la creciente inseguridad alimentaria y la consecuente desnutrición causadas por
el aumento de la producción de cultivos ilícitos. Debido a la intensificación del
conflicto armado en la región, que se convirtió en una amenaza para la libertad de
desplazamiento de la población y, por lo tanto, para el acceso a productos y ali-
mentos de carácter imprescindible que se estaban trayendo de fuera del resguardo,
la urgencia del proyecto se volvió cada vez mayor para las autoridades indígenas
(Luis Alberto Passú, entrevista, septiembre de 2003). Así, en el transcurso del año
2000, el cabildo de Jambaló lanzó un plan, junto con otras comunidades del norte
del Cauca, para el restablecimiento de las huertas familiares (yac tul) que habían
tendido a caer en el olvido entre los nasa (Jambaló y Jambaló 2001; Jambaló
2001). Esporádicamente, todavía se podía ver este tipo de huertas en el resguardo,
pero en general existían principalmente en los hogares más tradicionales y cuyos
miembros eran personas mayores de las zonas alta y media; en cambio, era poco
común verlas entre los jóvenes de muchas partes del resguardo. La reintroducción
del tul estaba dirigida a proporcionar a las familias una disponibilidad constante
de un amplio rango de productos cultivados y de animales para su propio sustento.
Además, el plan encajaba bien dentro de la estrategia del cabildo para reintroducir

220 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

elementos culturales distintivos (‘lo propio’) en la economía local36. Sucede que,


junto con la práctica de la rocería (agricultura de roza y quema), el tul es general-
mente considerado el sistema agrícola tradicional de los nasa. Como ventaja final,
el restablecimiento de la huerta familiar también haría una contribución impor-
tante a una interacción más sustentable y armoniosa con el medio ambiente: los
tul harían innecesario el uso de fertilizantes químicos, al tiempo que la cubierta
permanente de vegetación contribuiría a la conservación del agua y del suelo37. En
su estudio sobre los agrosistemas tradicionales en Tierradentro, Sanabria (2001:
67) da una clara descripción de este sistema:

La huerta o tul es un espacio permanente de cuidado familiar, culti-


vado con varias especies de plantas útiles, generalmente herbáceas y
arbustivas, que alrededor de la vivienda pueden conformar un área de
entre ½ y 1 hectárea. Se cultiva intensivamente gran variedad de pro-
ductos de pancoger tales como frutales, condimenticias, medicinales,
ornamentales, principalmente, además de la cría de algunos animales
domésticos […] En los huertos tradicionales del pueblo nasa encon-
tramos plantas arbustivas, semiarbustivas cultivadas, principalmente
frutales38, maderables o de fibra; medicinales, mágico-religiosas y co-
mestibles, entre otras plantas útiles. La estructura del huerto o solar
de los nasa comprende pequeñas eras en donde se cultivan asociacio-
nes de maíz, habas, coles, arvejas y calabazas en los pisos térmicos
medios de zonas planas; papas, majuas, ajos y arracacha (Arracacia
xanthorrhiza, zanahoria peruana) en los pisos térmicos de zonas al-
tas; caña brava o carrizo […] y caña panelera […] en las huertas ri-
bereñas o de zonas bajas en pisos térmicos cálidos39 […] Las huertas
forman parte de las viviendas y están delimitadas comúnmente por
una cerca que, elaborada con tallos de caña brava, maíz o esterilla

36 Para una descripción del tul como proyecto político cultural, véase Rappaport (2005).
37 El proyecto tul estaba por lo tanto en concordancia con la recomendación hecha por Perafán
(2000: 29) en el contexto de la mitigación de la producción de cultivos ilícitos en los resguardos Nasa:
“… buscar el establecimiento de una correspondencia entre, por una parte, el potencial agroecológi-
co del suelo y, por la otra, las formas culturales del uso de la tierra en los territorios indígenas”.
38 Los árboles frutales comunes son: durazno (Prunus pérsica), manzano (Prunus malus),
lulo (Solanum quitoense), mora de Castilla (Rubus glaucus), tomate de árbol (Cyphomandra beta-
ceae), maracuyá y papaya. (Perafán 2000).
39 Otros cultivos son: en piso térmico frío, cebolla, majua (Oxalis tuberosa) y ulluco (Ullucus
tuberosus); piso templado: rascadera (Xanthosoma sagittifolium), ají, tomate, plátano, mejicano
(Cucurbita ficifolia), arracacha y achira (Canna edulis); y en piso cálido: maíz, fríjol, yuca, agua-
cate, guayaba y café.
Nota del traductor: Aunque el maíz es un producto reseñado aquí sólo en clima cálido, su produc-
ción también se obtiene en los pisos térmicos templado y frío.

| 221
(Guadua angustifolia) […] o bien con cercas vivas de plantas como
el fique (Furcraea cabuya) [o] también con alambre de púas, evita
el ingreso de algunos animales domésticos, como gallinas, perros o
caballos, que causan daños a los cultivos […] Si consideramos las
especies con sus variedades por cada cultivo, podríamos aproximar a
unas 150 el número mayor de especies encontradas por huerto, de las
cuales 25 serían cultivadas o semicultivadas. La población total de
plantas del huerto se encuentra entre 300 y 350 individuos de plantas
útiles […] en diferentes estadios de desarrollo, épocas de siembra y
cosecha y para diversas finalidades.

En 2002, el Plan Nacional de Desarrollo Alternativo (Plante) –la cara social de


la campaña antidrogas del gobierno– le ofreció al cabildo de Jambaló una opor-
tunidad para iniciar la implementación de un programa tul. El Plante trataba de
mediar entre el cabildo y USAID-Chemonics, una organización que financiaba
la erradicación y sustitución voluntaria de cultivos ilícitos. A través de asambleas
comunitarias, el cabildo había contactado a 156 familias de tres veredas diferen-
tes, cada una interesada en tomar parte en el proyecto para erradicar, en forma
conjunta y voluntaria, 60 hectáreas de coca y amapola a cambio de los materiales
necesarios para organizar sus tul. La erradicación manual de los cultivos ilícitos
empezó en mayo de 2002 en la vereda Nueva Colonia (zona media) en una minga,
a la cual asistieron todas las familias interesadas y que fue encabezada por la
JAC local. Las familias empezaron luego a construir sus huertas familiares con
la asistencia del cabildo y la Umata. Los tul de 30 por 30 metros fueron sembra-
dos con más de 30 especies diferentes, y en ellos también hubo lugar para una
variedad de pequeños animales –conejos y gallinas– con una inversión total de 3
millones de pesos colombianos por familia. Inicialmente el proyecto pareció tener
éxito: pronto las tres veredas fueron declaradas “libres de cultivos ilícitos” y al
año siguiente las familias participantes vieron un mejoramiento significativo en
su suministro de alimentos.

Lógicamente, el proyecto tul no estaba diseñado como una iniciativa aislada.


Formaba parte de un programa más amplio dirigido al fortalecimiento de la eco-
nomía indígena, tal como fue establecido por los cabildos del norte del Cauca
agrupados en la ACIN –después de amplias discusiones en sus comunidades res-
pectivas– y presentadas al mundo exterior en 2003 en el portal de la ACIN y en
una publicación llamada Territorialidad comunitaria. Esta presentación conce-
bía un modelo de desarrollo regional basado en la denominada “economía hacia
adentro”. Los nasa entienden este concepto como una economía principalmente
centrada en la autosuficiencia agrícola y en el uso sustentable de los recursos
naturales basado en las necesidades locales, y al cual las tecnologías externas e

222 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

innovaciones, incluidas las actividades orientadas al mercado, están integradas


solamente en la medida en que ellas se basen en, y fortalezcan, los conocimientos
y prácticas locales. Además, el programa se orientaba a recuperar los valores de
solidaridad, en el sentido de que estos deberían estar basados en la dinámica de
los intercambios recíprocos y las relaciones de cooperación dentro –y entre– las
diversas comunidades de los resguardos (ACIN y Codacop 2003). Este modelo
muestra sorprendentes similitudes con otras ideas propuestas para las llamadas
‘economías solidarias’ (p. ej. Colacot 2002; Reintjas 2004), lo que podría expli-
carse en parte por la influencia de consultores externos sobre las comunidades
y organizaciones indígenas. Por ejemplo, Pedro Cortés, experto independiente,
recomendaba en 1996:

La articulación al mercado debe partir, primero, del fortalecimiento


de los propios sistemas económicos de los pueblos indígenas, de ma-
nera que el mercado no los absorba ni descomponga sus estructuras
comunitarias introduciéndoles la lógica de la libre competencia a su
interior, sino más bien fortalecer lo comunitario […] para la defensa y
participación en el mercado (1996: 3-4).

Un concepto central en el programa de la ACIN es el de soberanía alimentaria.


Esta va más allá de la seguridad alimentaria (esta última significa simplemente
“tener acceso a una cantidad equilibrada de proteínas, vitaminas y carbohidra-
tos”). La primera puede ser interpretada, en términos generales, como

[L]as estrategias económicas que desarrollan determinados grupos


humanos y la forma en la que esas sociedades se relacionan con los
ecosistemas para obtener los alimentos necesarios para reproducirse;
es un sistema productivo orientado a la satisfacción interna de las
necesidades básicas de alimentación del grupo social para el grupo
social (Prada 2005: 111)40.

40 El concepto de soberanía alimentaria fue originalmente acuñado durante el foro civil para-
lelo a la Cumbre Mundial de Alimentación en Roma, que había sido convocada por las Naciones
Unidas en 1996. En el foro, ONG internacionales y organizaciones campesinas –por ejemplo Vía
Campesina– se mostraron partidarias de una agricultura y una política alimentaria alternativas,
como contrapartida al modelo neoliberal, que está centrado en el comercio internacional de ali-
mentos (Prada 2005:112). Otra descripción de la soberanía alimentaria –apoyada por “El mundo
no está para la venta”, una coalición de ONG internacionales y movimientos sociales y agra-
rios– viene de la declaración final del Foro Mundial sobre Soberanía Alimentaria, en La Habana,
Cuba, realizado en septiembre de 2001: “La soberanía alimentaria de los pueblos reconoce una
agricultura con campesinos, indígenas y comunidades pesqueras, vinculados al territorio, priori-
tariamente orientada a la satisfacción de las necesidades de los mercados locales y nacionales; una
agricultura que tenga como preocupación central al ser humano; que preserve, valore y fomente

| 223
La ACIN comprendió que con el fin de alcanzar la soberanía alimentaria tendría
que volver a estudiar el modelo tradicional de economía vertical que caracteriza a
las comunidades andinas de Suramérica (ver Harris 1978; Murra 1984a; Sanabria
2001). Este sistema está basado en el hecho de que las comunidades que habi-
tan a una cierta altitud –que tiene un microclima característico (piso térmico/
ecológico)– desarrollan una cierta especialización productiva en su manejo de
los recursos naturales y de la producción agrícola, que complementa las de las
comunidades que viven a una altitud diferente, con agroecosistemas distintos. El
sistema se basa en el intercambio de productos agrícolas a través de mecanismos
de reciprocidad y redistribución, que son una parte integral de las relaciones de
parentesco y de instituciones de trabajo comunal como la mano prestada (puutx
pu’çxni) y la minga (Sanabria 2001; Prada 2005). En el ejemplo de Jambaló, que
es un resguardo relativamente grande comparado con otros resguardos nasa y que
comprende tres niveles ecológicos41, este intercambio vertical de recursos com-
plementarios podría, en cierto modo, tener lugar entre los tres pisos térmicos/eco-
lógicos de las tres zonas del resguardo y esto hasta cierto punto está ocurriendo
así. Esta complementariedad vertical encontraría una expresión aún mejor cuando
el intercambio suceda en un área geográfica más amplia, que también comprenda
a los otros resguardos del norte del Cauca, algunos de los cuales están situados
en el piedemonte andino (p. ej., Corinto y Caloto). En ese caso, podría existir
un intercambio entre cuatro o cinco agroecosistemas, que posiblemente incluyan
aquellos de las comunidades afrocolombianas de las tierras planas. Los intercam-
bios podrían darse en especie (trueque) o por relaciones monetarias (transaccio-
nes en dinero) (Prada 2005)42. La ACIN expresó su deseo de empezar a usar esta
complementariedad vertical en el documento Territorialidad comunitaria en los
siguientes términos:

Para la cultura nasa el territorio es uno solo, es continuo, se necesita


de todos los climas para vivir; la cultura está basada en la relación
permanente con los lugares altos (el nevado, el páramo, las lagunas, la

la multifuncionalidad de los modos campesinos e indígenas de producción y gestión del territorio


rural. Asimismo, la soberanía alimentaria supone el reconocimiento y valoración de las ventajas
económicas, sociales, ambientales y culturales, para los países, de la agricultura en pequeña esca-
la, de las agriculturas familiares, de las agriculturas campesinas e indígenas” (Declaración de La
Habana; ver también Bundell 2002: 13).
41 Sanabria (2001) sostiene que con relación a la altitud de su territorio, los nasa de Tierra-
dentro diferencian tres grandes niveles ecológicos: “alto” entre 2.500-3.500 metros de altitud;
“medio” entre 2.600-2.000 msnm; y “bajo” de 2.000 msnm hacia abajo. El territorio de los nasa en
Jambaló va de los 1.600 a los 3.800 metros de altitud, e incluye así la mayor parte de estos niveles
ecológicos.
42 En el último caso, el rol del dinero respondería a la lógica de la circulación de productos
entre diferentes niveles ecológicos, más que a la lógica del lucro.

224 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

montaña) y con los lugares medios y bajos (piedemonte y valles); ne-


cesita alimentos fríos y calientes, plantas medicinales frías y calientes
y por eso los nasa necesitan “recorrer el territorio”, “habitar todo”, de
ahí la necesidad de un territorio amplio (ACIN y Codacop 2003: 11).

Tales prácticas podrían dar a los nasa del norte del Cauca más control sobre los
diferentes pisos ecológicos y así conducir a una relativa soberanía alimentaria y
autonomía económica. Esta economía orientada hacia dentro, basada en la com-
plementariedad entre microclimas, posiblemente permitiría desempeñar el papel
del mercado con respecto al suministro de alimentos de forma suficiente. Una
ventaja secundaria es que podría conducir a un retorno a los patrones de alimenta-
ción tradicionales: como bien lo saben los líderes indígenas, la identidad cultural
de un pueblo también está definida por lo que come (cfr. Douglas e Isherwood
1979; Mintz y Bois 2002; Sánchez 1990).

Aunque la elección de ciertas expresiones podría sugerir algo diferente, una eco-
nomía orientada hacia dentro no significa que los nasa estén pensando en estable-
cer alguna variante materializada de autarquía indígena (cfr. Gow 2005). Después
de todo, esto significaría una total negación de las relaciones económicas actuales
y de las aspiraciones de las familias y comunidades. La nueva visión económica
también está, por tanto, centrada expresamente en continuar con la venta de los
excedentes y cultivos comerciales producidos local y regionalmente, tales como el
café orgánico y el fique, en el mercado externo a la comunidad. La organización
regional incluso abrió recientemente una cantera de calizas en Toribío, para la
cual obtuvo los derechos de explotación (fue declarada ‘zona minera indígena’) y
está tratando de explotar este recurso de manera sostenible y rentable a través de
un acuerdo con una compañía minera privada43.

También se está llegando al mercado externo con productos como el


café, y bienes como mármoles y calizas, por el alto potencial del te-
rritorio en recursos mineros. Se aprovechan las ventajas comparativas
frente al mercado de afuera, que da el haber logrado con el Estado

43 Aunque los recursos del subsuelo en territorios indígenas no están definidos como de pro-
piedad de la comunidad, es decir, siguen siendo propiedad del Estado, el Código Minero (Ley 685
de 2001), que reemplaza al viejo Código Minero (Decreto 2655 de 1988), prevé la constitución
de ‘zonas mineras indígenas’ donde las comunidades indígenas tienen un derecho de preferencia
condicional respecto a la exploración y explotación de los depósitos minerales (artículos 122 a 128;
ver también Sánchez y Arango 2002). Un dato complementario: la legislación nacional relacionada
con la explotación del petróleo no contiene estipulaciones específicas respecto a actividades de
exploración/explotación en territorios indígenas (ver por ejemplo el caso de los U´wa).

| 225
el derecho al “no pago” de impuestos nacionales en el territorio44, a
cambio del trabajo comunitario en las mingas para la producción de
bienes públicos (ACIN y Codacop 2003: 17).

Además de la venta de las cosechas agrícolas –en condición de materias pri-


mas–, en el futuro cercano las comunidades están también planeando producir
cada vez más productos procesados, tales como café tostado en sus propias fábri-
cas, así como jugos de frutas hechos de lulo (Solanum quitoense) o de tomate
de árbol (Cyphomandra betacea) (ACIN y Codacop 2003; ver también Jambaló
2001). Esto demuestra que los nasa desean combinar su economía comunitaria
indígena interna, basada en mecanismos de reciprocidad y solidaridad, con acti-
vidades orientadas al mercado; esto es, quieren lograr una economía mixta (Gow
2005). Sin embargo, lo central es que la soberanía alimentaria permanece en la
agenda. Una vez los nasa hayan alcanzado una cierta independencia, en términos
de suministro de alimentos, también tendrán la posibilidad de explotar el mercado
externo en la medida en que el suministro de alimentos para las unidades de pro-
ducción familiar no será dependiente de este (cfr. Prada 2005).

Caso 5.5. Empeoramiento de la situación política e incremento de la violencia rural

Los primeros años de la década del siglo XXI vieron una gran intensificación del conflicto
armado, ante el cual las comunidades indígenas del Cauca explícitamente se habían de-
clarado neutrales (CRIC 1999). Al tiempo que las comunidades de las partes bajas de la
cordillera sufrieron, entre 2000 y 2002, un creciente número de secuestros y asesinatos a
manos de grupos paramilitares –los cuales defienden los intereses de los terratenientes y
de las grandes empresas agroindustriales de las tierras planas del norte del Cauca, y acu-
san a los indígenas de complicidad con las guerrillas–, los resguardos de Jambaló y Toribío
observaron a comienzos de 2002 el incremento de la presencia de las FARC, grupo que in-
tentó convertir esta parte de las altas montañas del sur andino en una fortaleza guerrillera,
tan pronto como se dio la ruptura de las negociaciones de paz con el gobierno de Pastrana.
Las condiciones empeoraron después de la elección del presidente derechista Álvaro Uribe
(mayo de 2002), que adoptó una política militarista para vencer a los revolucionarios, que
fueron entonces catalogados como terroristas. Esta declaración de guerra provocó una
actitud más agresiva de las FARC, que intensificaron sus ataques sobre objetivos guberna-
mentales y militares. Las comunidades nasa se vieron cada vez más atrapadas en el fuego
cruzado y sufrieron la parte más dura de la confrontación militar, en términos de daños a
las construcciones y a los cultivos, y en general, de afectación de la vida comunitaria (CRIC

44 Como ya se dijo en el texto, los resguardos están exentos de pagar el impuesto predial,
según la Ley 44 de 1990 (artículo 24); a los municipios con resguardo se les compensa con trans-
ferencias de recursos adicionales.

226 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

2003; Centro de Investigación y Educación Popular [Cinep] varios números). Anticipándose


a la escalada de violencia, en 2001 los nasa habían creado la Guardia Indígena (guardia
cívica no armada, recientemente rebautizada como kiwe thenza, ‘guardias territoriales’),
integrada por voluntarios que tienen la tarea de proteger la seguridad de la comunidad
dentro y fuera del territorio indígena. Mientras tanto, las autoridades y organizaciones
indígenas hacían campaña para una solución pacífica y negociada del conflicto. En 2004, a
la Guardia Indígena de Jambaló le fue concedido el Premio Nacional de la Paz por la mejor
iniciativa de paz, un premio que los nasa ya habían recibido en 2000 (León en Semana, 9
de diciembre de 2004).

Dos visiones sobre ‘lo comunitario’

La nueva visión de la economía comunitaria, tal como ha sido expresada en recien-


tes documentos públicos (Jambaló 2001; ACIN 2002 [2003]; ACIN y Codacop
2003; Pancho 2003), refleja el deseo de los nasa por hacer que su economía sea
más independiente del mundo exterior. Tratan de lograrlo mediante la promoción
de la producción agrícola local para alimentar a la gente localmente (‘sobera-
nía alimentaria’) y dar una cuidadosa reorientación a las actividades dirigidas al
mercado. Los planteamientos sobre estos temas tratan principalmente de asuntos
relacionados con la reorganización de los flujos de bienes y de los patrones de
distribución. Esta es solamente, sin embargo, una cara del problema, referente a la
base material de cualquier economía. La otra cara es la de los temas relacionados
con el marco institucional sobre el cual debe basarse la nueva economía nasa, y
estos son tratados menos explícitamente. Al leer los documentos, uno queda con
la impresión de que estos últimos temas son casi dados por hechos y, en conse-
cuencia, parecen desvanecerse en el fondo de las discusiones. Sin embargo, detrás
de este aparente consenso se esconde una creciente oposición entre los líderes
y las comunidades acerca del futuro de sus organizaciones económicas comu-
nitarias. La cuestión central en esta discusión es cómo aquellos valores funda-
mentales considerados indígenas, tales como la solidaridad, la reciprocidad y la
espiritualidad, pueden y deben encontrar su expresión en las diversas formas de
organización que se están proponiendo.

Desde la creación del Proyecto Global (1987), los diferentes cabildos que se han
sucedido han seguido una línea política respecto al desarrollo institucional de
la economía local, que apunta a concretar el “ideal del resguardo comunitario”
(Antonil 1978: 268). Inspirado por el movimiento de reforma agraria de los años
setenta, la organización regional CRIC urgió a los nasa y a otras comunidades
indígenas a que hicieran una apropiación cuidadosa de las formas cooperativistas
de organización, que fueron remodeladas sobre la base de instituciones indíge-

| 227
nas existentes, tales como la minga (pi’txçxa mjïnxi)45, la mano prestada (puutx
pu’çxni) y el trueque, instituciones que tradicionalmente han gravitado alrededor
del núcleo familiar. Así, el modelo de organización económica que se adoptó
buscaba dirigir las actividades orientadas al mercado –es decir, la producción y
venta de los cultivos comerciales y los productos procesados– en la medida de
lo posible a través de instituciones asociativas como las empresas comunitarias
(EC), las microempresas (proyectos) y las tiendas comunitarias; mientras tanto,
las actividades de autosuficiencia –esto es, la producción y el intercambio de ali-
mentos cultivados– fueron consideradas del dominio productivo de las familias
(CRIC 1997; Rodríguez et al. 2005)46. En años recientes, este modelo en general
se ha mantenido intacto, aun después del Congreso Indígena de Jambaló en 2002,
organizado para identificar, entre otras cosas, los vacíos que pudieran existir en
la organización de las comunidades indígenas47. El mantenimiento del modelo
se manifiesta por, entre otras cosas, el hecho de que las inversiones hechas por el
cabildo están todavía dirigidas principalmente a estimular la producción orien-
tada al mercado a través de las empresas asociativas y no a través de las familias,
conclusión a la que también había llegado Gow (2005) en otros resguardos. El
único proyecto orientado a la familia, el proyecto de reintroducción de la huerta
familiar (yac tul), vuelve a confirmar esta impresión, porque busca aumentar la
producción de autosuficiencia y no la orientada al mercado. En otras palabras:
el modelo de la ACIN para la economía comunitaria tiene todavía –en términos
institucionales– muchas reminiscencias del modelo del CRIC para la “reconstruc-
ción económica” de mediados de los años ochenta, aunque la nueva formulación
emplea términos más culturalmente específicos de la cosmovisión nasa (por ejem-
plo tul y economía vertical). Esta adhesión al modelo es sorprendente, teniendo en
cuenta el hecho de que en los últimos 20 años el experimento cultural de los nasa
con las instituciones asociativas ha sido negativo o por lo menos decepcionante
desde el punto de vista productivo (ver también Gow 2005).

Como se dijo anteriormente, el cabildo y muchos comuneros se muestran incli-


nados a achacar los desalentadores resultados (el fracaso económico) de las

45 El término ‘minga’ también se utiliza para referirse a trabajos comunitarios (públicos) or-
ganizados a veces por la vereda o el cabildo, y que son realizados por una determinada comunidad
(p. ej. reparar un puente, limpiar un camino o construir una escuela). Éstos se distinguen de las
formas de trabajo comunal, como la minga (pi’txçxa mjïnxi) y la mano prestada (puutx pu’çxni)
organizadas por particulares y ejecutadas por grupos de familiares o vecinos nasa.
46 En las conclusiones del X Congreso del CRIC, llevado a cabo en marzo de 1997 en Silvia
(CRIC 1997), se insistió de nuevo en ese modelo.
47 Las reformas administrativas que se realizaron como resultado del Congreso Indígena de
Jambaló en diciembre de 2002 se limitaron en principio a cambios en la estructura organizacional del
cabildo (ver sección El estudio socioeconómico y el intento de reordenamiento territorial interno).

228 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

empresas comunitarias y de las microempresas a la falta de capital y apoyo téc-


nico, y a la ausencia de planeación, manejo y coordinación de las actividades.
Ellos asumen que, al respecto, una reorganización administrativa podría mejorar
las cosas. Sin embargo, también se pueden identificar otras causas más de fondo.
Un análisis previo de las empresas comunitarias (ver capítulo 4) mostró que la
baja producción de las instituciones asociativas fue también resultado de la con-
tradicción entre la producción asociativa y la producción individual48. Puesto que
las familias integrantes (socios) usualmente no están dispuestas a comprometerse
en un cien por ciento con las empresas asociativas y continúan manteniendo las
parcelas familiares, en las cuales no solo se cultivan alimentos sino también cul-
tivos comerciales (café, fique y últimamente también cultivos ilícitos), quedan
atrapadas en un conflicto de intereses en el cual a menudo prefieren invertir su
tiempo y trabajo en la producción individual orientada al mercado, a costa de la
producción asociativa. La razón por la cual la balanza de intereses se inclina de
esa manera en muchas de las familias es –afirman algunos comuneros críticos–
porque sienten una falta de control sobre el proceso productivo en las instituciones
económicas asociativas (Arceliano Medina, entrevista, 7 de diciembre de 2000;
Rafael Cuetia, entrevista, 21 de enero de 2001). Este es el resultado no solo de los
problemas administrativos arriba mencionados sino también de una falta de con-
senso, a nivel de la comunidad, acerca de los criterios que deberían cumplir las
instituciones asociativas. De las microempresas, por ejemplo, se espera que pro-
duzcan altos rendimientos, pero también se desea que expresen los valores cul-
turales de solidaridad y redistribución al compartir los beneficios generados con
toda la comunidad o con sus partes más débiles. Debido a estos criterios ambi-
guos, los miembros de las asociaciones no tienen la garantía de que sus esfuerzos
sean proporcionalmente retribuidos de acuerdo con el principio del retorno de
la inversión personal (en tiempo y trabajo) y esto reduce su compromiso con las
empresas. El cabildo, sin embargo, defiende a su vez la función redistributiva por
el hecho de que las microempresas se inician con una inversión de recursos de las
transferencias fiscales del resguardo, un gesto que –se espera– será correspondido
al compartir los beneficios de la empresa49.

48 Desde el comienzo, el CRIC (1981) había reconocido la existencia de esta tensión en su mo-
delo de organización económica comunitaria, y ha sido anotada ocasionalmente por el cabildo de
Jambaló (Jambaló y Jambaló 1995), pero parece que las autoridades indígenas siempre pensaron
que podría ser superada gracias a la convicción política.
49 Parece que los cabildos del norte del Cauca recientemente han reconocido este problema,
dado que la organización zonal propone transferir estos “costos de solidaridad” desde las EC hacia
la comunidad en general. Para este propósito, los cabildos han decidido gastar, en el futuro cerca-
no, algunas de sus transferencias fiscales en la compra del producido agrícola de las EC, para usar
este posteriormente en “programas de complementación alimentaria a grupos vulnerables” de la
comunidad (ACIN y Codacop 2003: 17). Por consiguiente, a los miembros de las EC se les pagará,
como grupo, por su producción, la cual será distribuida en beneficio de las familias con menos

| 229
A pesar de su lealtad a la organización zonal (ACIN), en los últimos años ha
surgido en el norte del Cauca un grupo nuevo de líderes que creen que el énfa-
sis predominante en las instituciones asociativas empeora realmente la situación
económica de las familias, porque, según dicen, son estas las que deben constituir
la base de los procesos productivos. En su crítica, expresada durante encuentros
recientes acerca del tema, se está empezando a delinear un modelo institucional
alternativo. Este modelo, más orientado hacia el negocio, está basado en el reco-
nocimiento de que las familias, como unidades básicas de producción entre los
nasa, desean producir no solo para ser autosuficientes sino también, individual-
mente, para el mercado, y que el cabildo debería apoyarlos en este empeño. En
esta perspectiva, el rol de las instituciones asociativas resulta replanteado y orien-
tado a funciones específicas. Las empresas comunitarias (fincas) pueden desistir
de la producción orientada al mercado en la medida en que esta pueda ser tam-
bién provista por las familias; las empresas como tales no serían desmanteladas y
continuarían teniendo una ‘función de solidaridad’. Las microempresas deberían
enfocarse más en transformar la producción agrícola primaria en productos pro-
cesados para el mercado –por ejemplo en una industria tostadora de café– y ser-
virían a los productores individuales (en otras palabras, a sus proveedores), pero
primero tendrían que ser revisadas cuidadosamente en su estructura y organiza-
ción. A las tiendas comunitarias se les podría dar un nuevo ímpetu utilizándolas
para la recolección, almacenamiento y comercialización de excedentes y/o la pro-
ducción orientada al mercado de las familias –en concordancia con su función
original de los años ochenta– pero esta vez dentro de una red más específica y
centralizada, coordinada a nivel de resguardo (cabildo) o incluso a nivel regional
(organización zonal). Liberadas de esas tareas, las familias podrían concentrarse
mejor en la producción agrícola, mientras los cabildos las apoyan en la investiga-
ción de mercados y la negociación de contratos con compradores (externos), que
incluyan, por ejemplo, cafeterías que compren, en Europa, café orgánico a precios
justos (Lucía Vásquez Celis, Ecofondo, comunicación personal, 20 de diciembre
de 2005)50. Con el fin de evitar las contradicciones que plantea el realizar inver-
siones privadas con fondos públicos –en términos de rentabilidad de la asociación
versus reciprocidad hacia la comunidad–, las familias y grupos necesitan recu-
perar el acceso a crédito barato. Para este propósito, tendría que establecerse un
fondo o banco indígena –una idea que ha sido tema de discusión (y nada más que
eso) en Jambaló durante muy largo tiempo (José Miguel Cuetia, comentario per-

recursos. Partiendo del análisis planteado arriba, sin embargo, esta medida difícilmente sería una
solución global al problemático funcionamiento de las empresas comunitarias.
50 En Jambaló, un grupo de familias productoras de café, por iniciativa propia y con la media-
ción de una ONG colombiana, entró a contratar con una casa francesa de comercio justo. Esta ini-
ciativa, sin embargo, aún no ha sido recogida por el cabildo para su aplicación en todo el resguardo
(Lucía Vásquez Celis, entrevista, 20 de diciembre de 2005).

230 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

sonal, varias ocasiones)–, que generaría su patrimonio a partir de los programas


de sustitución de cultivos ilícitos y fondos de cooperación internacional.

Sin embargo, esta visión más pragmática de la economía comunitaria provocó


fuertes reacciones entre otro grupo de líderes, que no querían descartar tan fácil-
mente las instituciones asociativas existentes en su actual configuración. Estas
reacciones, a veces fuertes, pueden ser explicadas en al menos dos formas.
Primera, para las personas que ven las cosas de esta manera, las instituciones
asociativas no son solo una opción técnica y económica sino también política y
cultural. Estos líderes tienen una visión ideológica y politizada de la economía
comunitaria, en la cual las empresas comunitarias, las tiendas comunitarias y las
microempresas son vistas como símbolos de la resistencia indígena y como ins-
trumentos de la lucha por la autonomía (ver CRIC 1981), que ofrecen una alter-
nativa a los valores dominantes (capitalistas) del individualismo y el consumismo
(ver Gow 2005). Tal como estos líderes indígenas lo conciben, con los años estas
instituciones han pasado a estar inextricablemente atadas a los usos y costumbres
locales, y por lo tanto se han convertido en pilares de la identidad indígena, y
por lo tanto su existencia es prácticamente no negociable (ver Gow y Rappaport
2002). Esto se puede percibir claramente en la justificación del proyecto piscícola
Juan Tama en Toribío:

El espíritu que anima el proyecto de piscicultura fortalece nuestra


identidad cultural como indígenas, profundizando nuestro sentido co-
munitario, solidario, y nuestro proceso de liberación, unidad y orga-
nización, como respuesta al sistema dominante e individualista (Junta
Directiva 1999 en Gow 2005: 86).

Las personas que tienen este tipo de perspectiva temen que si se estimulan las
actividades productivas familiares orientadas al mercado, motivaciones como la
maximización de beneficios y la acumulación de riqueza dominarían a la comu-
nidad y la alejarían de los principios y valores indígenas fundamentales (como
la solidaridad, la espiritualidad y el uso respetuoso de la tierra). Aunque estas
convicciones políticas no deberían ser dejadas de lado, existe otra razón, posible-
mente más oportunista, de por qué los líderes indígenas desean continuar enfo-
cando su política económica, respecto a la producción orientada al mercado, en
las estructuras asociativas. A través de los años, estas instituciones siempre han
podido contar con apoyo regular de ciertas entidades gubernamentales, ONG y
organizaciones de la Iglesia (los curas de la Consolata son un buen ejemplo), y
estas han proyectado sus propias concepciones –algunas veces con tintes políti-
cos y/o religiosos– acerca del desarrollo comunitario en las comunidades indíge-
nas. Sin duda las autoridades indígenas son conscientes del hecho de que estas

| 231
instituciones asociativas representan un capital simbólico en el mundo exterior,
que ellas pueden convertir en dinero en forma de apoyo financiero al desarrollo.
Si ocurriera una drástica reorientación –hacia lo individual– de la organización
económica indígena, ellas podrían quizá perder este apoyo.

El emotivo llamado a sostenerse en la vieja ideología y organización económica


comunitaria parece provenir, al menos parcialmente, de sentimientos nostálgi-
cos y alarmistas acerca de una comunidad dispersa de familias aisladas, como
si los valores culturales de reciprocidad, solidaridad y redistribución pudieran
solamente ser garantizados por instituciones asociativas. Sin embargo, si damos
una mirada crítica al funcionamiento de la comunidad nasa, podemos ver que
estos valores se expresan también en, y por, las relaciones sociales y económicas
basadas en el parentesco y la amistad entre las familias; así, aunque estas insti-
tuciones centradas en la familia tal vez hayan sido eclipsadas por las institucio-
nes económicas politizadas y coordinadas por el cabildo, siguen estando muy
vivas. Estos valores se divulgan también en otras instituciones y actos simbólicos,
por ejemplo, durante las asambleas del Proyecto Global, en celebraciones rituales
como el Sakhelu (intercambio comunitario de semillas), o durante las marchas de
protesta organizadas por los cabildos de la organización zonal. Además, el nuevo
modelo, más pragmático, de la economía comunitaria no aboga por una completa
abolición de las instituciones asociativas sino más bien por una reformulación de
sus objetivos y roles específicos en la organización económica general. Quizá las
empresas comunitarias pierdan su importancia económica (y su nombre) cuando
la producción esté principalmente a cargo de las familias individuales, pero los
días de trabajo comunitario semanal en las fincas colectivas podrían continuar
desempeñando un papel social importante en el mantenimiento de la cohesión
social de la comunidad. En esta organización económica, las familias producto-
ras continúan conectadas por el interés conjunto en nuevas microempresas e ins-
tituciones cooperativas para el almacenamiento y mercadeo (las antiguas tiendas
comunitarias). En este nuevo marco institucional, las familias y las relaciones
asociativas no se interfieren las unas a las otras, sino que se complementan.

Con gran anticipación, y como una advertencia, Findji y Rojas (1985), que estaban
desarrollando un estudio en Jambaló precisamente cuando los nasa empezaban a
experimentar por primera vez con instituciones económicas asociativas, parecían
llegar a la misma conclusión:

La unidad doméstica páez ni se opone ni es incompatible con for-


mas comunitarias de producción y de comercialización. Por el con-
trario, si las formas asociativas pueden expresar la dimensión de la
territorialidad, estas no pueden constituir sino un segundo nivel de

232 |
Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

concreción del despliegue de la fuerza de trabajo disponible de las


unidades domésticas, lo que […] hemos denominado las ‘fuerzas de
socialización’. Plantear como excluyente e incompatible la reproduc-
ción de las unidades domésticas productivas con una determinada
forma socializada de producción, como si se tratara de dos opciones
contrapuestas en el proceso de reconstrucción económica, nos parece
que constituiría una notable equivocación (Findji y Rojas 1985:261).

En su trabajo posterior, Findji (1993) también hace énfasis en que el fortaleci-


miento de la unidad de la comunidad nasa empieza, desde su punto de vista, con
el mejoramiento de la situación de las familias:

Hablando de comunidad y de familias como la unidad de base tradi-


cional, volvemos a partir de ella, convencidos de que fue […] el “ca-
pital” más valioso de los paeces [...] En la tradición páez cada casa no
significa ‘individual’; significa eslabón de una comunidad en la que
funcionan la reciprocidad y la solidaridad según normas específicas.
Si realmente se pretende poner en juego los recursos culturales de
los paeces, importa reforzar cada casa para reforzar la comunidad
(Findji 1993: 64).

Aunque en las comunidades no se ha resuelto la oposición respecto a la estructura


organizacional deseada de la economía local, lo que se ha logrado hasta la fecha
consiste en el hecho importante de que por lo menos se han expresado abierta-
mente las dos visiones sobre una economía comunitaria. En los próximos años, el
éxito en la aspiración de los nasa de crear una autonomía económica dependerá en
gran medida de la creatividad de los líderes comunitarios al emplear (es decir, al
fusionar), ambas visiones para alcanzar una adaptación de su organización econó-
mica, de manera que esta tenga un amplio apoyo sin poner en riesgo la identidad
cultural de las comunidades durante el proceso.

| 233
Foto 5
Hacienda de Japio, municipio de Caloto, noviembre de 2005. Un grupo de indígenas nasa se
prepara, desarmado, para una confrontación con la policía antimotines durante el proceso de
las ocupaciones (“Liberación de la Madre Tierra”) de 2005 en el norte del Cauca.
Fuente: France Press Global News Agency, en www.nadir.org
6. Enfrentando los problemas originados
en ‘el mundo de abajo’

La lucha de la comunidad de Jambaló por la autonomía en el campo del manejo de


los recursos, el desarrollo y la economía va más allá de reorganizaciones internas
que pretendan recuperar la organización social (prácticas e instituciones econó-
micas), de acuerdo con las tradiciones culturales y la cosmovisión nasa (ver capí-
tulos 4 y 5). En años recientes, los líderes indígenas de los resguardos del norte
del Cauca han venido comprendiendo cada vez más que es imperativo que sus
comunidades también respondan a las condiciones económicas y políticas de la
sociedad en general, las cuales tienen grandes consecuencias sobre la situación
local. Gran parte de la discusión alrededor de estos temas ha tenido lugar en el
ámbito de la ACIN, la asociación zonal de cabildos, que, desde su creación en
1994 (según lo establecido por el Decreto 1088 de 1995), ha cumplido un rol cada
vez más destacado en el movimiento indígena del Cauca.

No es tanto que ellos han dejado de cuidar los problemas internos,


sino que más bien un sector [de líderes] está absolutamente conven-
cido de que mientras los problemas fundamentales, estructurales “en
el mundo de abajo” no se aborden, otros problemas [relacionados con
la autonomía económica y la administración interna] no podrán ser
resueltos efectivamente (Lucía Vásquez Celis, Ecofondo, entrevista,
22 de diciembre de 2005).

Entre 2000 y 2005, los líderes de la ACIN llevaron a cabo esfuerzos exitosos para
hacer que sus comunidades participaran en un proceso de diálogo y negociación
con el Estado sobre asuntos nacionales que los nasa consideran como amenazas
externas a su Plan de Vida comunitario y a su autonomía territorial. La mayor
parte de las demandas y propuestas alternativas que ellos han planteado están
relacionadas con tres problemas principales: encontrar una solución a los efectos
destructivos/perturbadores del conflicto armado en la región; contrarrestar los
efectos perniciosos de la liberalización de la economía nacional (políticas de libre
comercio); y hacer cumplir al gobierno las viejas promesas de medidas especiales
de apoyo, como una solución a la crítica situación económica y a la escasez de tie-
rra en las comunidades indígenas. Este capítulo está dedicado a describir dos de
las más recientes movilizaciones nasa en su enfrentamiento con el Estado.

Consulta popular contra el libre comercio


– un estilo indígena de democracia directa

En 2004, en el transcurso de pocas semanas, cuatro comuneros de resguardos


fueron asesinados por grupos armados (paramilitares y guerrilla), varios líde-
res nasa –entre ellos el alcalde de Toribío– fueron secuestrados por las FARC,
y un miembro del Comité Ejecutivo de la ACIN fue arrestado por organismos
de seguridad nacional, acusado de corrupción con dineros públicos y rebelión1
(colaboración con la guerrilla) (Actualidad Étnica, 1 de julio, 27 de agosto y 3
de septiembre de 2004; El País, 9 de septiembre de 2004)2. Este agitado período
alentó a las comunidades indígenas a organizar una marcha de protesta a gran
escala a comienzos de septiembre de 2004. Esta marcha, organizada a lo largo de
la Vía Panamericana, desde Santander de Quilichao (en el norte del Cauca) hasta
Cali, la capital del vecino departamento del Valle, fue preparada durante meses
y bautizada La Gran Minga por la Vida, la Justicia, la Alegría, la Autonomía y
la Libertad. El entonces presidente Uribe y los gobernadores de los departamen-
tos del Cauca y Valle intentaron desde el comienzo prohibir la marcha, acusando
a los indígenas de estar influenciados por un movimiento político y sembrando
dudas también sobre la infiltración de grupos armados ilegales. La ONIC3, el

1 Nota del grupo revisor del texto: El arresto de Alcibiades Sescué, como miembro de la
ACIN, fue un montaje político pues su inocencia fue demostrada posterior y públicamente ante las
autoridades competentes.
2 Nota del traductor: En el caso de la ACIN, CRIC y ONIC, las citas en este capítulo son
tomadas principalmente de boletines de prensa y periódicos locales y nacionales, con fechas de pu-
blicación que se indican en el texto. Estas no son incluidas por lo tanto en las referencias; en ella se
incluyen libros, artículos en revistas especializadas, documentos públicos e informes de portales.
3 La ONIC fue fundada en 1982 por iniciativa del CRIC y la función para la que se constituyó
fue la de servir como una organización de segundo grado de nivel nacional, que agrupaba a otras
organizaciones miembro departamentales. Hasta hace poco, la ONIC tuvo la misma orientación
política panindígena del CRIC, pero también fue influida más tarde por las organizaciones regio-
nales. La ONIC es una de las dos organizaciones indígenas nacionales (la otra es AICO –Auto-
ridades Indígenas de Colombia–), que se originó a partir del Maiso (Movimiento de Autoridades
Indígenas del Suroccidente), la organización rival del CRIC que fue dirigida por los guambianos,

238 |
Enfrentando los problemas originados en “el mundo de abajo”

CRIC y la ACIN, organizaciones indígenas nacionales y regionales que habían


asegurado al presidente que el tráfico sobre la vía no sería bloqueado, respondie-
ron a estas acusaciones y apelaron al derecho constitucional a la protesta (ONIC,
10 de septiembre de 2004; El País/El Tiempo, 10-13 de septiembre de 2004). En
la marcha participaron aproximadamente 60.000 personas (además de los nasa y
los guambianos, hubo representantes de otros grupos indígenas y de afrocolom-
bianos, campesinos, sindicalistas y estudiantes) y se desarrolló sin mayores inci-
dentes gracias a la presencia de miles de guardias indígenas. La prensa nacional
e internacional –que inicialmente parecía estar interesada en las proporciones del
evento y en lo impecable de la organización, más que en los motivos que había
tras el mismo– se refirió a ella como una protesta contra la violencia de la guerra
y contra la política de ‘seguridad democrática’ de Uribe (El País/El Tiempo, 13-19
de septiembre de 2004). En la declaración final –llamada Mandato Indígena y
Popular–, que fue leída a la llegada a Cali, los indígenas, en cambio, se centraron
en su inconformidad con la política económica neoliberal del gobierno, a la cual
señalaron como la causa de fondo de la situación violenta en Colombia. Al res-
pecto, ellos enfocaron su crítica en los planes del gobierno de firmar un Tratado
de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos, algo que describieron como
“tal vez el mayor desafío que hayamos tenido que enfrentar en nuestra histo-
ria” (ACIN 2004)4. Adicionalmente declararon que, a diferencia de las movili-
zaciones anteriores, habían marchado para luchar no solamente por sus propios
derechos, sino también por los de aquellos colombianos que habían estado y esta-
ban sufriendo por la guerra y la pobreza. Al respecto propusieron construir “en
minga”, con otras comunidades, organizaciones y movimientos sociales, alterna-
tivas indígenas y populares “para que otro país justo, democrático, respetuoso y
en paz sea posible” (ACIN 2004.).

El gobierno del presidente Uribe afirmó que un TLC bilateral entre Colombia
y Estados Unidos –como precursor de una futura Área de Libre Comercio de
las Américas (ALCA)– es necesario con el fin de asegurar los privilegios que
ya habían sido establecidos en un acta de acuerdo de preferencias arancelarias
propiciada por los Estados Unidos (Ley de Preferencias Arancelarias Andinas y
de Erradicación de las Drogas, Atpdea). Como muestra de reconocimiento a los
esfuerzos hechos por el gobierno colombiano en la lucha contra el tráfico ilegal

junto con algunas comunidades nasa que mantenían una posición crítica frente el CRIC, entre las
cuales estuvo incluida Jambaló entre 1979 y 1982, hasta que las divisiones internas condujeron al
nombramiento de un cabildo paralelo, tal como se describió en el capítulo 5, sección “¿Cuál es la
economía que queremos?”. Crisis interna.
4 Después de más de una década de negociaciones, el TLC entre Colombia y Estados Unidos,
fue firmado por el presidente estadounidense Barack Obama el viernes 21 de octubre de 2011.
Otros tratados con Corea del Sur y Panamá fueron firmados este mismo día.

| 239
de drogas, esta legislación estadounidense, que data de 1991 y que expiró a fines
de 2006, ofrecía libre acceso a un gran número de productos colombianos al
mercado de Estados Unidos mediante la eliminación de barreras arancelarias5.
Se decía que una prolongación indefinida de estos beneficios se veía favorecida
porque estas habían contribuido significativamente, en años previos, a las expor-
taciones de Colombia y al empleo. Además, una profundización de los acuerdos
comerciales entre ambos países a través del TLC se consideraba necesaria para
atraer inversión extranjera y asegurar el crecimiento económico a largo plazo
(Christman, Heimann y Sweig 2004; www.mincomercio.gov.co). Sin embargo,
debido a las experiencias negativas con las reformas económicas en Colombia
desde 1990, las comunidades indígenas, así como muchos otros sectores y movi-
mientos sociales de la nación (Recalca 2004a,b)6, son extremadamente recelosos
respecto a las declaraciones del gobierno. Estos sectores temen que la liberali-
zación comercial inclinaría al gobierno a adoptar una política económica que se
enfoque exclusivamente en la promoción de industrias manufactureras de gran
escala, en agricultura industrializada y en producción ganadera; y que, al mismo
tiempo, la eliminación progresiva de barreras comerciales dejaría a los merca-
dos locales inundados, aún más que antes, con exportaciones subsidiadas de pro-
ductos agrícolas extranjeros de Estados Unidos, con los cuales ni ellos ni otros
pequeños agricultores podrían competir7. Las inversiones de grandes compañías
multinacionales aumentarían los proyectos económicos de gran escala –los lla-
mados megaproyectos– en los sectores aledaños a sus territorios, con el conse-
cuente aumento de la presencia de grupos armados8. Por más que el gobierno
de Uribe afirmaba lo contrario, las comunidades indígenas fueron igualmente
tercas en su convicción de que el TLC rápidamente forzaría al gobierno nacio-

5 Las preferencias comerciales bajo el Atpdea se aplicaron principalmente a productos de


los sectores económicos de flores, petróleo, minerales y manufacturas textiles, mientras que la
mayoría de productos agrícolas todavía se enfrentan a barreras comerciales (Recalca 2004b).
6 Estos temores están basados en experiencias recientes de las comunidades respecto al sur-
gimiento de los agronegocios y la agricultura comercial, y la consiguiente llegada de grupos para-
militares a territorios vecinos de comunidades afrocolombianas e indígenas. En el norte del Cauca,
esto sucedió como resultado de la Ley 218 de 1994, o Ley Páez, que tuvo como objetivo estimular
la rehabilitación económica de la región con exención de impuestos, después del devastador te-
rremoto y avalancha ocurridos el 6 de junio de 1994, que destruyó 40.000 mil hectáreas de tierra
y dejó cientos de familias desplazadas, principalmente indígenas (Defensoría del Pueblo 2003,
Desastres y Sociedad 1995).
7 De acuerdo con críticos de la política económica neoliberal del gobierno, como resultado
de las importaciones de productos agrícolas desde otros países, entre 1998 y 2002 el área cultivada
(frontera agrícola) en Colombia disminuyó en más de un millón de hectáreas (Garay 2002, citado
en Recalca 2004b).
8 Previo a la aprobación del TLC, en Colombia diversos movimientos sociales y organiza-
ciones políticas, como Recalca, Salvación Agropecuaria, y Gran Coalición Democrática, hicieron
campaña contra las negociaciones dirigidas por el gobierno respecto al libre comercio.

240 |
Enfrentando los problemas originados en “el mundo de abajo”

nal a establecer nuevas leyes que interferirían con la integridad territorial de las
comunidades indígenas, y permitirían a las compañías extranjeras apropiarse
de los recursos naturales dentro de las fronteras de sus resguardos a través de
privatizaciones, “bioprospección” y derechos de propiedad intelectual (DPI). Al
respecto, representantes de las organizaciones indígenas insistieron sobre varios
proyectos de ley que estaban circulando en el Congreso en 2004, tales como la
Ley de Páramos y la Ley Forestal9. La afirmación de que el TLC tiene un esta-
tus de ley internacional y que, por lo tanto, estaría por encima de la Constitución
Nacional y de los derechos indígenas consignados en esta también había tomado
fuerza entre las comunidades indígenas (Actualidad Étnica, 4 y 24 de febrero de
2005). Esto explica por qué la marcha de protesta en Cali repetidamente expresó
el temor de que, a largo plazo, el gobierno podría quitar la palabra ‘inalienables’
de la Constitución (El País, 19 de septiembre de 2004). Pero las comunidades
indígenas también rechazaron el TLC como un asunto de principio: los nasa están
moralmente indignados por prácticas tales como la modificación genética de
semillas y las formas de vida patentadas, y no solamente porque ellas amenazan
su soberanía alimentaria –el control de las comunidades sobre el uso de los culti-
vos y semillas– sino también porque están en clara contradicción con sus valores
y convicciones culturales (cosmovisión). En la perspectiva de las comunidades
indígenas, se trata de “un modelo que le pone una etiqueta de precio a cualquier
cosa que exista en el medio ambiente y que parece no querer dejar por fuera de la
esfera del mercado ni siquiera las áreas más aisladas del mundo” (Carlsen 2002:
10) y que por tanto no respeta la diversidad ni la vida. Por esta razón, cuando los
comparan con sus Planes de Vida, organizaciones como ACIN se refieren al TLC
y a la política neoliberal de la cual este es un símbolo, como un “Cristóbal Colón
disfrazado” y como un “proyecto de muerte” (ACIN, 18 de septiembre de 2004 y
1 de febrero de 2005; Actualidad Étnica, 24 de febrero de 2005).

A mediados de octubre de 2004, apenas tres semanas después de La Gran Minga


por la Vida y la Justicia, se organizaron otras grandes movilizaciones contra el
TLC en varias ciudades colombianas, por organizaciones campesinas, sindicatos
y otros movimientos sociales. La crítica principal de los manifestantes contra el

9 La Ley de Páramos supuestamente proponía cambiar los derechos sobre el control y ma-
nejo de los páramos –tierras húmedas andinas ubicadas a una altitud de más de 3.000 metros– de
las comunidades indígenas al Estado en razón de las implicaciones que tiene para el “interés vital
de la nación” (El País, 16 y 19 de septiembre de 2004). Por su parte, el proyecto de Ley Forestal
propuso flexibilizar las normas legales para la explotación comercial de los recursos forestales y
traspasar la responsabilidad, en cuanto al control y monitoreo de las explotaciones forestales, a
actores privados; este último proyecto fue convertido en ley en diciembre de 2005, a pesar de la
fuerte oposición de organizaciones indígenas y ambientales (El País, 15 de diciembre de 2005;
Inter Press Services –IPS–, 20 de diciembre de 2005).

| 241
gobierno era la de que en las negociaciones del TLC se estaba excluyendo delibe-
radamente la participación del pueblo en el proceso democrático y que la infor-
mación difundida por el gobierno acerca del tema estaba dominada por cierta
propaganda distorsionada y por “hermetismo” (El País/El Tiempo, 12-13 de octu-
bre de 2004). La petición de llevar a cabo un referendo acerca del TLC fue apo-
yada por las comunidades indígenas nasa del norte del Cauca, que emitieron una
carta en febrero de 2005 en la cual abiertamente preguntaron: “Si el TLC es tan
bueno, ¿por qué desinforman a los pueblos y por qué le tienen miedo a una deci-
sión popular democrática y consciente?” En esta carta ellas anunciaron que, obe-
deciendo el Mandato Popular e Indígena de septiembre de 2004, organizarían una
primera consulta sobre el TLC. A esta Consulta Popular Indígena se le calificó
como “un acto simbólico a través del ejercicio de la democracia directa, creando
un mecanismo [...] en la que la ciudadanía pueda expresar libremente su posición
frente a la negociación y firma del TLC”. En su carta, las organizaciones indíge-
nas señalaron que “se negocia mucho más que un tratado comercial. Se negocia
un reordenamiento territorial, institucional, jurídico, político, económico y cultu-
ral que les permita a las corporaciones apropiarse y explotar la riqueza de los paí-
ses”, y que, por lo tanto, el TLC impone “una nueva Constitución ­Trans-Nacional
neoliberal” (sic) sobre los “pueblos, comunidades y ciudadanos” lo que amenaza
con “subordinar y destruir pueblos y territorios”. La Consulta Popular respecto
al TLC “no es un rechazo al Libre Comercio sino […] al tratado propuesto, por
su carácter impositivo”, y se origina en la convicción de que también es posi-
ble alcanzar “un Libre Comercio Popular y Democrático, definido y planteado
desde la defensa de la vida y la diversidad, para la autonomía y soberanía de los
pueblos y para su beneficio” (ACIN, 1 de febrero de 2005). Un mes más tarde, el
6 de marzo de 2005, la consulta fue llevada a cabo en seis municipios del noro-
riente del Cauca (Toribío, Jambaló, Caldono, Silvia, Páez e Inzá)10. La asistencia
al evento, descrita por la ACIN como “fiesta popular”, fue excepcionalmente alta:
de un total de 68.000 posibles votantes –entre la población indígena todos aque-
llos que sean mayores de 14 años ya son aptos para votar–, más de 50.000 perso-
nas respondieron a la pregunta: “¿Está usted de acuerdo con que el gobierno de
Colombia firme un Tratado de Libre Comercio (TLC) con el gobierno de Estados
Unidos? (Sí o No)”. Bajo la supervisión de observadores nacionales y extranjeros,
el 98% de la población votó en contra, y el 2% a favor del TLC. Los represen-
tantes del gobierno, que habían dicho de antemano que su actuación no depen-
día de los resultados de esta consulta, reaccionaron de forma indiferente ante la
votación y calificaron a las poblaciones indígenas y campesinas del Cauca como

10 La mayoría de municipios que participaron en la Consulta Popular e Indígena en el Cauca


son gobernados por alcaldes, a menudo indígenas, que son apoyados por movimientos cívicos
independientes.

242 |
Enfrentando los problemas originados en “el mundo de abajo”

“ignorantes”, “manipuladas políticamente”, “carentes de información” (Semana,


26 de febrero de 2005; Actualidad Étnica, 10 y 15 de marzo de 2005). Para con-
trarrestar la publicidad generada en la prensa por la consulta en el Cauca, un mes
más tarde el ministro de Industria, Turismo y Comercio organizó una serie de
reuniones informativas –más que consultivas– en ciudades y municipios de otras
partes del país. Sin embargo, fue claro que estos “espacios para la participación”
no marchaban al ritmo al que avanzaban las negociaciones oficiales del TLC: la
primera de estas reuniones tuvo lugar en abril de 2005, cuando el comité de nego-
ciación estaba concluyendo ya la novena ronda de conversaciones acerca del TLC
y había anunciado que las negociaciones acerca del medio ambiente y la propie-
dad intelectual ya se encontraban en una etapa avanzada (Ministerio de Comercio
2005, Peralta 2005).

Nuevas ocupaciones de tierras en el norte del Cauca

En vista de la creciente escasez de tierra en los resguardos indígenas en el norte


del Cauca, las comunidades nasa discutían desde hacía ya varios años la posibi-
lidad de realizar nuevas ocupaciones en la parte plana del norte del Cauca para
forzar al gobierno a usar la legislación de distribución de tierras en beneficio de
las comunidades indígenas, tal como lo ordenaba el Decreto 2164 de 199511. A
mediados de 2005 pareció que la hora había llegado. Luego de fuertes comba-
tes entre las FARC y el ejército colombiano cerca de Toribío, Jambaló (en abril)
y Caldono (en julio), la oposición al gobierno del presidente Uribe y a su polí-
tica de seguridad democrática había alcanzado dimensiones críticas. Para las
comunidades indígenas, estos combates eran claramente una falta de respeto a
su autonomía territorial. Sin embargo, la ACIN tomó una actitud cautelosa, por-
que no quería dañar la imagen positiva del movimiento indígena en el norte del
Cauca. No obstante, el 2 de septiembre de 2005 la organización se vio enfrentada
a un hecho cumplido: un grupo de 500 miembros de la comunidad del resguardo
Huellas, de Caloto, había tomado la iniciativa de ocupar la hacienda colindante,
La Emperatriz (de 300 hectáreas), porque, dijeron, “no cuentan con tierras aptas
para cultivar” (El Liberal, 3 de septiembre de 2005). Los líderes de la ACIN se
declararon de inmediato solidarios con la comunidad del resguardo Huellas y
convocaron a una reunión urgente para decidir cómo justificar ante el mundo
exterior esta ocupación (Andrés Betancur, entrevista, 13 de diciembre de 2005).

11 El Decreto 2164 de 1995 reglamenta la Ley 60 de 1994, de Reforma Agraria, en lo referente


a las comunidades indígenas (capítulo XIV) y obliga al Estado a ampliar los resguardos constitui-
dos cuando las tierras agrícolas fueran insuficientes para su desarrollo económico y cultural o para
el cumplimiento de las funciones social y ecológica de la propiedad, o cuando en el resguardo no
fuera incluida la totalidad de las tierras que ocupan tradicionalmente o que constituyen su hábitat
(Decreto 2164, artículo 12, núm. 12).

| 243
En un comunicado de prensa del 3 de septiembre de 2005, la ACIN informó
que las comunidades se habían visto obligadas a realizar esta ocupación de tierra
“porque los gobiernos han incumplido reiteradamente los acuerdos firmados con
los pueblos indígenas, campesinos y demás pobres de Colombia”. La organización
se refirió especialmente al denominado Acuerdo de El Nilo, de 1991, en el cual
el gobierno se había comprometido a adquirir, en un término de tres años, 15.663
hectáreas de tierra plana y adjudicarlas a nueve parcialidades de las comunida-
des indígenas del norte del Cauca. Esta adquisición formaba parte de una repa-
ración integral por el asesinato de 20 indígenas desarmados –hombres, mujeres
y niños– que participaron el 16 de diciembre de 1991 en la ocupación pacífica de
la hacienda El Nilo, en Caloto (ver capítulo 5, caso 5.1). Según la ACIN, 14 años
después de la masacre el gobierno colombiano “apenas ha adjudicado el 50% [de
esas hectáreas] pero en zona de ladera y con una erosión severa”. El comunicado
de prensa también informaba que la ocupación, a la que denominaron ‘Liberación
de la Madre Tierra’, contribuiría a disminuir la sobrecarga a la que eran sometidos
los recursos naturales estratégicos de los resguardos, especialmente los bosques
y las fuentes de agua. Además, la tierra de la zona plana sería “liberada” de los
monocultivos de caña de azúcar, enemigos del medio ambiente, para que vuelva
“a ser suelo y hogar colectivo de los pueblos que la cuidan, la respetan y viven con
ella” (ACIN 3 y 5 de septiembre de 2005).

Inmediatamente después de la ocupación, las autoridades y los hacendados toma-


ron las armas contra esta “invasión ilegal de fincas”. El gobernador del departa-
mento del Cauca, Juan José Chaux, emplazó a los indígenas para que terminaran
inmediatamente la ocupación, alegando “el derecho a la protección de la propie-
dad privada” (El Liberal, 7 de septiembre de 2005). Los nasa se negaron a des-
alojar las tierras y exigieron negociaciones con representantes del más alto nivel
del gobierno colombiano. Las dos partes empezaron a sustentar posiciones diame-
tralmente opuestas. El gobernador Chaux dio la orden de desalojar la hacienda, la
cual fue tomada mediante asalto por el ejército y la policía, que debieron enfren-
tarse a más de mil ocupantes indígenas. Los indígenas, que no portaban armas,
ofrecieron una feroz resistencia y lograron mantener el control sobre el territorio.
Para apoyar a sus “hermanos” de la finca La Emperatriz, otro grupo de 1.500 indí-
genas de Jambaló y Toribío decidió ocupar al día siguiente una segunda hacienda,
denominada El Guayabal (también de unas 300 hectáreas) (El Liberal/El País,
10-11 de septiembre de 2005), pero esta vez el ejército atacó inmediatamente a
los invasores utilizando la violencia física, granadas de gas y balas de caucho.
Muchas personas, entre ellas mujeres y niños, debieron ser internadas en el hos-
pital. La negativa del ejército y la policía a permitir el acceso de personal médico
al terreno fue considerada por la ACIN, el CRIC y otras organizaciones observa-

244 |
Enfrentando los problemas originados en “el mundo de abajo”

doras, como una violación de los derechos humanos y del derecho internacional
humanitario (ACIN, 10 de septiembre de 2005).

Bajo presión de los medios y la opinión pública internacionales, las tropas deci-
dieron, después de diez días de resistencia indígena, hacer un alto al fuego. Poco
después las partes se sentaron a la mesa de negociaciones. Gracias a la presen-
cia de un delegado de Naciones Unidas –el juez español Baltasar Garzón–, así
como del Defensor del Pueblo y de los representantes de diversas organizaciones
eclesiásticas, se firmó un nuevo acuerdo el 13 de septiembre de 2005 entre las
comunidades indígenas que habían ocupado las haciendas y el gobierno colom-
biano12. A cambio del desalojo de las haciendas La Emperatriz y El Guayabal, el
gobierno se comprometía con los indígenas a destinar 20 mil millones de pesos
colombianos (6 millones de dólares) para implementar en su totalidad el Acuerdo
de El Nilo, de 1991. Esta suma se financiaría con los presupuestos estatales de
2006 y 2007, lo cual implicaba la adquisición de las 7 mil hectáreas de tierra res-
tantes, a beneficio de las comunidades indígenas del norte del Cauca. El Incoder
(Instituto Colombiano para el Desarrollo Rural), sucesor del Incora, fue el encar-
gado de comenzar los estudios de reconocimiento para la adquisición de las tie-
rras. (El Liberal/El País, 14 de septiembre de 2005)13. Respecto a este acuerdo, en
el portal de internet de la ACIN, algunos mayores (viejos) luchadores manifesta-
ron su objeción: “Nunca se ha recuperado la tierra para luego salir de ella y dejarla
abandonada por un pedazo de papel que tiene promesas de un gobierno que nunca
cumple” (ACIN, 17 de septiembre de 2005).

La historia no terminó allí. El éxito en las ocupaciones de La Emperatriz y


El Guayabal por las comunidades de ACIN había servido como campanazo de
alerta a otras comunidades indígenas del Cauca. Mientras los sindicatos y las
comunidades indígenas de otras regiones de Colombia, como los emberá en
Risaralda, realizaban marchas y huelgas para protestar contra las negociaciones
del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, algunas comunidades del
Cauca decidieron continuar el 12 de octubre –el llamado ‘Día de la Raza’– con
la lucha por la tierra y realizar por iniciativa propia ocupaciones de fincas (en
los municipios de Silvia, Paletará y Puracé, entre otros). Campesinos pertene-
cientes a la Asociación de Productores Agrarios también ocuparon, en Corinto y
Miranda, la finca Miraflores para reclamar la atención del gobierno con relación
a su situación de atraso. Más de mil indígenas provenientes de Caldono ocuparon

12 El gobierno colombiano fue representado por el ministro del Interior, Sabas Pretelt de la Vega.
13 El Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora) que se había creado a comienzos de la
década de los años sesenta, fue reestructurado en 2001 a través de la nueva institución conocida como
Incoder, creada en 2004, y que sería la ejecutora de la política agropecuaria del Estado colombiano.

| 245
la hacienda Japio (900 hectáreas) en Caloto, ubicada a más de 50 kilómetros al
nororiente de su propio territorio, y fueron apoyados en esta toma por seis cabil-
dos agrupados en la asociación de cabildos Sáth Tama Kiwe (territorio del cacique
Juan Tama, en nasa yuwe) de Caldono. (El Liberal/El País, 12-14 de octubre de
2005; El Tiempo, 18 de octubre de 2005)14. Todos los indígenas participantes en
las ocupaciones de fincas justificaron sus acciones con los mismos argumentos.
Ellos alegaban “el gran incumplimiento que el Estado colombiano ha dado a los
convenios y acuerdos firmados con las organizaciones y autoridades indígenas”,
especialmente los incluidos en el Decreto 982 de 1999, en el cual se habían pro-
metido la ampliación y la reestructuración de los resguardos (ACIN-CRIC, 24 de
octubre de 2005). Los nasa de Caldono que habían ocupado la hacienda Japio, y
que se habían sentido ignorados en el acuerdo del 13 de septiembre, dijeron que
“la plata que han destinado para las comunidades indígenas diferentes a las com-
prometidas en la situación de ‘El Nilo’ es muy poca para la ampliación requerida
de sus resguardos” y que ellos se vieron forzados a llevar a cabo acciones directas
para “avanzar en mayores reivindicaciones” (Equipo Nizkor [Radio]/Cabildos de
Caldono, 12 de octubre de 2005; El Liberal, 16 de octubre de 2005).

Las nuevas ocupaciones pusieron a la ACIN en una situación difícil. Las ocupacio-
nes de La Emperatriz y El Guayabal habían exigido un alto precio a los nasa del
norte del Cauca, en términos de medios materiales y económicos, y la ACIN no
quería poner innecesariamente en juego las ofertas gubernamentales del acuerdo
de septiembre. Pero en vista de que el Decreto 982 regía para todas las comunidades
indígenas en el Cauca y de que la negligencia en su ejecución había sido utilizada
por las otras comunidades para justificar las ocupaciones de las fincas, la ACIN
se sintió obligada a declararse solidaria con los nasa de Caldono, así como con los
grupos de campesinos de Corinto y Miranda (Andrés Betancur, entrevista, 13 de
diciembre de 2005). La ACIN emitió un comunicado de prensa en el que hacía
énfasis en ratificar “la urgencia de una reforma agraria negra, indígena y popular
para una Madre Tierra libre, que proteja y garantice el bienestar de los pueblos”
(ACIN, 14 de octubre de 2005). Ante los últimos acontecimientos ocurridos en el
Cauca, el gobierno declaró no aceptar bajo ninguna condición la presión que se
ejercía por medio de las nuevas ocupaciones de fincas en el Cauca, y menos con
“una negociación que hicieron hace un mes con el gobierno nacional” (El Liberal,
16 de octubre de 2005). Se impartieron de nuevo órdenes a las tropas para iniciar
inmediatamente el desalojo de las fincas ocupadas. Los enfrentamientos siguientes

14 Los nasa de Caldono habían decidido ocupar (‘recuperar’) una propiedad en Caloto, con
el fin de evitar así una confrontación con propietarios de fincas medianas y con pequeños cam-
pesinos de su propio municipio (Álvaro Mejía Arias, asesor jurídico del CRIC, entrevista, 14 de
diciembre de 2005).

246 |
Enfrentando los problemas originados en “el mundo de abajo”

entre los ocupantes de las fincas y las unidades especiales de la policía antimotines
llevaron a decenas de detenciones y causaron muchos heridos. Mientras algunos
grupos se dejaron convencer por el gobierno departamental con promesas de pro-
yectos sociales y económicos a cambio de terminar sus acciones de protesta, otros,
como los nasa de Japio, continuaron con las ocupaciones.

Mientras tanto, una interesante guerra de palabras se había iniciado en los medios
de comunicación. El ministro de Agricultura, Andrés Felipe Arias, había decla-
rado en los diarios nacionales: “Los indígenas protestan mucho y son dueños del
30% de las tierras en Colombia” mientras solo “constituyen un 2% de la población
del país; […] tienen 3 millones de hectáreas productivas que pudieran explotar para
tener una fuente de ingreso, si así lo quisieran” (El País, 18 de octubre de 2005). El
ministro del Interior, Sabas Pretelt de la Vega, ahondó más en esa postura: “[Los
indígenas], siendo el 11% de la población, tienen en el Cauca más del 70% del
territorio […], de manera que hay que tener consideraciones con las negritudes y
con los campesinos pobres” (El País, 19 de octubre de 2005). El gobernador del
Cauca, Juan José Chaux –hacendado y fuerte opositor a las ocupaciones indíge-
nas– intentó desacreditar en los diarios a las comunidades indígenas afirmando
que “existe el deseo de maquillar situaciones que están ocurriendo en los resguar-
dos y hay pruebas de algunas organizaciones indígenas vinculadas con terrorismo
y, desde luego, con el narcotráfico”. El gobernador basaba esta conclusión en los
cultivos ilegales en los resguardos. También advirtió que “el tema indígena […]
está afectando a campesinos, afrodescendientes, urbanos y rurales” (El Liberal,
19 de octubre de 2005). Las organizaciones indígenas reaccionaron furiosamente
ante las afirmaciones de Chaux, que calificaron como “temerarias e irresponsa-
bles”, mientras culpaban al gobierno de proceder con “una campaña mediática de
desinformación” y de incitar a “un conflicto étnico-territorial entre afros, indí-
genas y campesinos” (ACIN, 18 y 27 de octubre de 2005). En lo referente a la
supuesta cantidad de tierras de los pueblos indígenas, afirmaron que “tenemos
título sobre el 27% (no el 30%) del territorio colombiano, pero la mayoría del terri-
torio indígena legalmente reconocido está, el 67%, en la selva amazónica, en la
selva del Pacífico […] y en el desierto guajiro”, y no en el Cauca y Nariño, donde
la mayor parte de los resguardos “están en tierras no aptas para la agricultura ni la
ganadería”. En el Cauca, “los indígenas, campesinos y afrocolombianos solamente
tenemos el 14% de la tierra disponible” […] mientras que según censos agrope-
cuarios del DANE, la mayor parte de la propiedad de la tierra está concentrada en
manos de un pequeño grupo de “grandes terratenientes en el poder”. Sin embargo,
los indígenas “tenemos sembrada el 43% del área y producimos el 60% de los ali-
mentos” en el departamento (ACIN [CRIC], 18 de octubre del 2005)15.

15 Las cifras mencionadas son a menudo incorrectas o en algunos casos completamente con-

| 247
Esta discusión no careció del todo de efecto. El canal de televisión RCN registró el
18 de octubre una manifestación de 300 afrocolombianos en Caloto, que alegaban
su “derecho al trabajo”. Según un vocero de los manifestantes, la ocupación de la
hacienda Japio por los indígenas de Caldono les negaba ese derecho. Sin embargo,
Francisco Banguero, representante de una red de organizaciones afrocolombia-
nas (regional del Proceso de Comunidades Negras de Colombia, PCN), declaró
más tarde que “dicha finca no es zona de trabajo de la comunidad afro” y que la
supuesta manifestación solo era “un montaje donde participaron unas 30 o 40
personas empujadas por politiqueros” (ACIN, 18 de octubre de 2005). Los perió-
dicos publicaron unos días más tarde una noticia sobre una marcha de protesta en
Silvia, en la que participaban aproximadamente 600 campesinos “exigiendo […]
el respeto por la propiedad privada”; y reclamando a los indígenas por haberse
convertido en latifundistas, gritando “que haya una reforma agraria dentro del
resguardo, porque allí hay terratenientes”. Aseguraban, además, que estaban “dis-
puestos a utilizar los mismos métodos de los indígenas para reclamar tierras para
ellos” (El Tiempo, 18 de octubre de 2005). Pero esta manifestación había sido
planeada por el alcalde de Silvia y por la SAC (filial regional de la Sociedad
de Agricultores de Colombia). La mayoría de organizaciones afrocolombianas y
campesinas adoptó una actitud de espera.

En noviembre de 2005, después de más de dos semanas de ocupaciones de fincas,


la situación en el Cauca se puso aún más candente. Los enfrentamientos entre
indígenas y la policía antimotines se hacían cada vez más violentos. Igualmente,
el ejército envió unidades especiales antiguerrilla a las fincas ocupadas, para
actuar contra la presencia de miembros de la guerrilla supuestamente activos
entre los indígenas, ya que la guerrilla había declarado abiertamente a finales de
octubre su apoyo a las ocupaciones indígenas. Un joven indígena fue abaleado por
la policía el 10 de noviembre durante el violento desalojo de Japio. El incidente
enfureció aún más a los nasa y fortaleció aún más su perseverancia. Otras comu-
nidades reiniciaron las ocupaciones de fincas que habían desalojado antes o reali-
zaron nuevas ocupaciones (en Piendamó y Morales) (El Tiempo, 10 de noviembre
de 2005)16. Mientras que la solución del conflicto se veía cada vez más lejana, en
Bogotá algunos senadores indígenas lograron convencer, el 16 de noviembre, al
presidente Uribe de que se sentara a la mesa de negociaciones con las organiza-
ciones indígenas CRIC y ONIC para discutir la cuestión de la tierra, bajo la con-

trarias a la verdad, especialmente cuando son utilizadas de manera tendenciosa por los represen-
tantes del gobierno (Para una visión más objetiva de las estadísticas, ver Van de Sandt 2008).
16 El Liberal, periódico local regional, ofrece una lectura diferente de la motivación de los
agricultores en Morales por establecer nuevas ocupaciones de tierras. De acuerdo con este perió-
dico, un grupo de pequeños agricultores decidió invadir para prevenir así las ocupaciones de tierra
por grupos indígenas (El Liberal, 12 de noviembre de 2005).

248 |
Enfrentando los problemas originados en “el mundo de abajo”

dición de que las comunidades indígenas desalojarían voluntariamente las fincas


(El País, 16 de noviembre de 2005). Luego de una larga noche de negociaciones,
las partes llegaron a un acuerdo. El gobierno colombiano prometió reservar 20
mil millones de pesos para la implementación del Decreto 982 de 1999, en lo refe-
rente a la ampliación de los resguardos. Las fincas ocupadas no estaban a la venta,
pero el gobierno evaluaría la posibilidad de adjudicar a las comunidades indíge-
nas otros bienes que en el transcurso de los años fueran decomisados por la auto-
ridad antidrogas (Dirección Nacional de Estupefacientes) por razones de lavado
de activos. Además se aceptó la creación de una comisión nacional, compuesta
por representantes de las comunidades indígenas, las organizaciones campesinas
y afrocolombianas, el Ministerio del Interior, el Incoder y el gobierno del Cauca,
para que dirigiera el proceso de negociación y adquisición de tierras (ONIC, 18 de
noviembre de 2005; El Tiempo, 27 de noviembre de 2005).

Los nasa, que habían desistido de la ocupación de Japio en espera del resultado
de las negociaciones y que se habían retirado “de los centros de concentración”,
celebraban el nuevo acuerdo como una resonante victoria. Pero los acuerdos de
septiembre y noviembre (basados respectivamente en el Acuerdo de El Nilo y
el Decreto 982) fueron solo el comienzo de un proceso con numerosos desafíos
y obstáculos. Con la perspectiva de más de 40 mil millones de pesos asignados
para la ampliación de los resguardos, algunos jóvenes y soñadores líderes nasa
dejaron volar la imaginación acerca de soluciones concretas para la nueva situa-
ción. Líderes de la ACIN, por ejemplo, habían manifestado su sueño de utilizar
las futuras adquisiciones de tierras en la parte baja del norte del Cauca para for-
mar un cabildo zonal, en el cual grandes grupos de familias pobres, sin tierra, de
diferentes resguardos, pudieran construir conjuntamente una nueva vida, posible-
mente incluso con grupos de campesinos mestizos y afrodescendientes.

Un cabildo zonal nos permitirá aprender a convivir entre nosotros


mismos, y acabar con el esquema de pensar en términos de “yo per-
tenezco a este resguardo y usted pertenece a ese resguardo”. ¡No más
de eso! Debería llegar a ser un resguardo compartido gobernado por
una política que trascienda lo meramente local (Andrés Betancur, go-
bernador de Jambaló, entrevista, 13 de diciembre de 2005).

En otras palabras, se proponía un resguardo diseñado como un medio para la


integración territorial y social (interétnica) y el fortalecimiento organizativo, con
el objetivo final de obtener más autonomía (política). Pero este es un sueño que
todavía sigue siendo un tema importante de conversación en los resguardos de la
ACIN –y que también plantearía la posibilidad de grandes desacuerdos. Por ejem-
plo, ¿cómo se establecería –tanto entre los distintos resguardos de la ACIN como

| 249
dentro de ellos mismos– quién sería el más cualificado para habitar la nuevas tie-
rras, es decir, ¿quién tiene las mayores necesidades?; ¿cómo se utilizaría la tierra?
Aparte de los temas de naturaleza física, tales como el limitado suministro de
agua y la baja fertilidad del suelo después de haber sido fumigado con pesticidas
químicos por muchos años, otra vez se planteaba la cuestión ¿cuáles formas de
organización económica –individuales o asociativas– serían las más apropiadas?

No obstante, antes de poder enfrentar estas preguntas, las comunidades deben pri-
mero tener acceso real a nuevas tierras. El problema ahora es dónde y a qué precio
se pueden comprar. Los indígenas quieren comprar terreno en las tierras bajas.
Sin embargo, la disponibilidad de tierra es muy limitada allí debido a la oposi-
ción de los agroindustriales, como consecuencia de los intereses creados y de la
especulación acerca de planes de gobierno para asignar las tierras bajas del Cauca
como zona de producción para los biocombustibles basados en la caña de azúcar.
Según el CRIC, la Sociedad de Agricultores del Cauca (SAC), respondiendo a este
escenario estableció una alianza con los agroindustriales del vecino departamento
del Valle para no vender tierras a comunidades indígenas en esa área. Estos mis-
mos analistas afirman que si el Incoder no media activamente en la adquisición
en las tierras bajas, los indígenas se verán obligados a comprar la tierra restante a
los pequeños campesinos en el piedemonte de la Cordillera Central. Esto es algo
que la ACIN definitivamente no quiere, porque esta tierra es considerada insufi-
cientemente productiva y también porque conduciría a una intensificación de los
conflictos sociales entre campesinos, indígenas y afrocolombianos. La situación
también podría conducir a un conflicto entre las comunidades indígenas y las
FARC, que no tolerarán las ampliaciones de los resguardos en esta área debido a
que históricamente ha sido una zona estratégica para la guerrilla. Si fuera posible
comprar en las tierras planas, luego quedaría por verse si, considerando los ele-
vados y crecientes precios de la tierra, los prometidos 40 mil millones de pesos
colombianos (13 millones de dólares aproximadamente) serán suficientes para
comprar un área que satisfaga la demanda de las comunidades. Quizá las expec-
tativas creadas son muy altas. Si las negociaciones sobre la adquisición de tierras
llegan a un punto muerto, entonces las comunidades posiblemente tendrán que
llevar a cabo nuevas ocupaciones de tierra, un escenario que, dadas todas estas
circunstancias, se vuelve muy factible (Álvaro Mejía Arias, asesor jurídico del
CRIC, entrevista, 14 de diciembre de 2005)17.

17 Para obtener información más actualizada acerca de la lucha indígena por la tierra en las tie-
rras bajas del norte del Cauca, ver Van de Sandt 2009.

250 |
Foto 6
Jambaló, Monte Redondo, enero de 2001. Páramo de Moras, zona pantanosa de las altas
montañas andinas a una altitud de más de 3.000 m. De acuerdo con el mito, los caciques
coloniales de los nasa nacieron allí y también allí desaparecieron al final de su vida.
Fotografía: Joris van de Sandt.
7. Consideraciones finales
Recapitulación

En 1991, con la promulgación de una nueva Constitución, Colombia reconoció la


autonomía de sus pueblos indígenas. Esta Constitución estuvo en parte relacionada
con las condiciones político-económicas del momento, pero el reconocimiento de
la diversidad cultural, en particular, fue el resultado de una larga lucha de las
comunidades y las organizaciones indígenas por el reconocimiento del derecho
a la autodeterminación, es decir, por el derecho a ser diferentes. Este reconoci-
miento, adoptado más tarde por otros países latinoamericanos, fue primero enar-
bolado como un cambio fundamental en la relación entre los pueblos indígenas (y
otras minorías étnicas) y el Estado. Se afirmó que Colombia ha cambiado del ideal
político del Estado-nación homogéneo a otro que reconocía sus orígenes multicul-
turales, y que ha pasado de un Estado basado en una ideología del ‘centralismo
legal’ (Griffiths 1986: 3) a uno basado en el pluralismo político y jurídico. Sin
embargo, en los 15 años que siguieron, los cambios estructurales que debían darse
entre el Estado y las comunidades indígenas no se materializaron, y la autonomía
indígena en las comunidades de resguardo fue alcanzada solo parcialmente; una
realización completa no se ha logrado, debido a las políticas contradictorias del
gobierno y a los problemas no resueltos que se originaron en años recientes.

El estudio de los procesos históricos muestra que la discrepancia entre el recono-


cimiento jurídico de la autonomía de los pueblos indígenas y la cotidiana realidad
de su negación no es nada nuevo ­– especialmente en Colombia donde el desfase
entre la ley y su práctica es por lo general muy grande–. El siguiente proverbio
latinoamericano es ilustrativo al respecto: “Lo que el Estado escribe con la mano
lo borra con el codo”. En otras palabras, no es la primera vez que el Estado colom-
biano concede el derecho a la autonomía a las comunidades indígenas y luego lo
niega o lo ignora, y tampoco es extraño que, frente a esto, las comunidades indíge-
nas hayan respondido levantándose para defender su autonomía. La larga historia
de la lucha indígena muestra que esto es una constante histórica que ha cambiado
significativamente a la organización social indígena, sus tradiciones, sus costum-
bres y su identidad. Sin embargo, en estos comienzos del siglo XXI, en un proceso
de resistencia y ajuste, y con la consecuente reorganización étnica, los pueblos
indígenas han tenido éxito en sobrevivir como grupos distintos y semiautónomos.

Una publicación reciente sobre el reconocimiento constitucional de los derechos


indígenas en América Latina señaló la necesidad de “adelantar un estudio sobre
las relaciones entre la nueva legislación y las prácticas concretas” (Assies 2000:
ix). El autor se refería a las prácticas concretas en relación con la implemen-
tación del reconocimiento de la diversidad cultural, en especial la elaboración
de políticas públicas y reformas institucionales. En mi opinión, tal como se ha
mostrado en este trabajo, es por lo menos importante investigar el significado
social del reconocimiento de los derechos indígenas, es decir, los efectos en la
vida cotidiana de las comunidades indígenas, particularmente en sus institucio-
nes de gobierno indígena. Las etnografías históricas han mostrado que los pue-
blos indígenas, tanto de los Andes como de América Central, emplearon en el
pasado repetidamente aquellos aspectos de las leyes del Estado que estuvieran a
favor de los derechos indígenas como herramienta jurídica para la defensa de su
autonomía territorial. Esto hace que surja la pregunta acerca de cómo utilizan las
comunidades indígenas la nueva situación jurídica posterior a 1991 en la defensa
de su autonomía; cómo este proceso se sostiene en los patrones culturales, las
instituciones sociales y los sistemas jurídicos indígenas; y cómo esta dinámica de
cambio difiere de los procesos anteriores de reorganización étnica.

Este trabajo indagó sobre estas cuestiones desde el punto de vista de los indígenas
nasa (antes llamados paeces) del resguardo de Jambaló en el departamento del
Cauca, en el suroccidente de Colombia, uno de los más de cuarenta resguardos
(territorios indígenas autogobernados) del pueblo nasa. En atención a la natura-
leza del tema y del problema de investigación de este estudio –esencialmente
relativo a cambios sociojurídicos a través del tiempo, en particular en relación con
el manejo de recursos comunales–, se decidió adoptar una ‘perspectiva de inves-
tigación historizada’. El pasado desempeña un rol importante en la vida social de
los nasa y, si se examinan etnográficamente las actuales luchas indígenas, debe-
mos primero profundizar en la manera como ellos han defendido su autonomía
desde el pasado, “puesto que es desde las batallas del pasado [como] los indígenas
modelan sus diálogos con el Estado en el presente” (Rappaport 1990b: 18).

254 |
Consideraciones finales

La tierra, los recursos y la lucha por la autonomía nasa

El capítulo 2 ofrece una breve descripción de la emergencia histórica –etnogéne-


sis (Hill 1996)– de los nasa como pueblo culturalmente distinto en su resistencia a
la dominación colonial y a las estructuras nacionales de poder, y se centra en par-
ticular en los diferentes episodios de interacción –a menudo a través de las leyes–,
que han producido elementos de identidad cultural (Field 1998).

Así fue entonces como, en 1640 y después de 100 años de guerra, los nasa se vieron
forzados a rendirse ante los invasores españoles. En el sistema colonial, los caci-
ques encargados de recoger los tributos adquirieron poder político al presentarse
a sí mismos como miembros del imperio colonial español a la vez que solicitaban
el reconocimiento de sus derechos como primeros americanos. Aprovechándose
de las luchas de poder entre la Corona española y los colonizadores, alrededor de
1700 los nasa se acogieron a la vigente ‘Ley de Resguardo’ para adquirir derechos
territoriales firmes sobre partes de su territorio ancestral en amplios cacicazgos
(con título de resguardo). En sus comunidades, estos caciques usaron sus recién
adquiridos poderes para unificar y reorganizar a sus comunidades, y establecie-
ron nuevas estructuras de mando político y gobierno comunitario, delegando las
funciones de adjudicación y manejo comunal de la tierra y los recursos naturales
a líderes locales de menor nivel, los cabildos. Aunque la organización de los res-
guardos coloniales nasa era nueva, esta también se basaba parcialmente en mode-
los que ya eran familiares desde los tiempos de los cacicazgos prehispánicos.

En los dos siglos que siguieron, los líderes nasa –caciques y cabildos– habrían de
defender constantemente su territorio y autonomía contra las poderosas fuerzas
sociales de la sociedad dominante, que querían explotar los recursos indígenas
de su tierra y su trabajo. En el siglo XVIII, todavía bajo la dominación española,
los nasa invocaron, frecuente y exitosamente, la legislación que los protegía, para
luchar en cortes coloniales contra los abusos de los administradores y coloniza-
dores. A lo largo del siglo XIX, durante los años en que Colombia fue un Estado
federalista, mediante alianzas político-militares con los titulares del poder regio-
nal los nasa lograron impedir la aplicación de la legislación nacional que proponía
disolver las tierras de resguardo indígena. A comienzos del siglo XX, los nasa se
movilizaron de nuevo para resistir la expansión capitalista que estaba invadiendo
su territorio, proceso este que, a pesar de la legislación protectora en vigor (Ley 89
de 1890), estuvo apoyado por las contradictorias leyes según las cuales las partes
no cultivadas de los resguardos podían ser declaradas como áreas de colonización.

Además de emplear elementos de la legislación como herramientas en sus luchas


contra el Estado y la sociedad dominante, la salvaguarda de la autonomía del pueblo

| 255
nasa también ha dependido del grado en que los líderes indígenas han podido man-
tener la unidad en sus comunidades. Esto queda bien ilustrado con la lucha de
Manuel Quintín Lame. Este carismático líder indígena de comienzos del siglo XX
empleó exitosamente, y durante largo tiempo, imágenes de autonomía histórica y
adaptaciones modernas de instituciones tradicionales –tales como las mingas adoc-
trinadoras (una variación de la minga comunitaria)– para elevar la conciencia indí-
gena entre los nasa y agrupar a sus comunidades alrededor de una causa común.

En el curso de dos siglos y medio de lucha contra el Estado y la sociedad domi-


nante, la práctica de invocar el Derecho del Estado a favor de la autonomía indí-
gena, a fin de legitimar sus movilizaciones hacia el mundo exterior y aumentar
la conciencia (crear unidad) dentro de sus propias comunidades, se ha convertido
en un elemento importante en el repertorio cultural de los nasa para la defensa de
su territorio y autonomía. En el proceso, esto ha conducido gradual pero inexora-
blemente a la aceptación, por los nasa, de la clasificación jurídica de la identidad
indígena como fue definida por el Estado. En el siglo XX, las instituciones del
cabildo y el resguardo se convirtieron en una parte indisoluble de la estructura
social y la identidad étnica del pueblo nasa.

El capítulo 3 cuenta la historia del resurgimiento indígena y la lucha por la tierra


entre los nasa, desde cuando comenzó a finales del período de La Violencia (1948-
1958), momento en el cual la autonomía política nasa había perdido su significado,
las comunidades estaban socialmente aisladas y la autoridad del cabildo era débil.
La década de los años sesenta vio surgir un movimiento que invirtió esa direc-
ción, para lo cual buscó la recuperación del territorio y la autonomía, proceso en
el cual la comunidad de Jambaló desempeñó un papel importante.

En su creciente resistencia contra el régimen represivo de la hacienda de terraje,


las comunidades indígenas empezaron a reclamar las tierras perdidas recurriendo
a los títulos coloniales, los cuales estaban respaldados por la aún vigente legisla-
ción protectora del resguardo, la Ley 89 de 1890. Además acudieron a la Ley de
Reforma Agraria, la 135 de 1961, la cual apoyó sus reclamos sobre la tierra. Esta
legislación marcó un cambio significativo en las relaciones entre los indígenas y el
Estado, en el que el enfoque de la política estatal respecto a las comunidades indí-
genas cambió de la cruda asimilación a su variante más sofisticada, la integración.
Sin embargo, la injerencia del Estado en los asuntos internos del resguardo conti-
nuó firme: la reforma agraria propuesta le fue asignada para su implementación al
Instituto Colombiano de Reforma Agraria –Incora–, pero sin tomar en cuenta las
características culturales distintas de las comunidades indígenas.

256 |
Consideraciones finales

Aunque asumió una forma novedosa de organización, la lucha por la tierra


emprendida enseguida por las comunidades unidas en el CRIC –la primera fede-
ración panindígena en Colombia, establecida en 1971– en muchos sentidos puede
ser considerada una continuación, por otros medios legales, de la lucha de Manuel
Quintín Lame. Cuando los procedimientos jurídicos no produjeron el resultado
esperado, las comunidades sublevadas de Jambaló, antes divididas sociopolítica-
mente pero desde entonces unidas bajo la autoridad de un cabildo único, luchador,
decidieron hacer valer sus reclamos actuando bajo su propia autoridad y ya no
esperando su legitimación por el Estado, con métodos coordinados centralmente:
las ocupaciones de tierras no violentas. La reacción del mundo exterior ante las
acciones de las comunidades fue ambigua: mientras las agencias de seguridad
locales criminalizaron sus acciones para proteger el “derecho” a la propiedad pri-
vada, el Incora y la Dirección de Asuntos Indígenas (DAI) se pusieron cada vez
más del lado de los nasa.

La lucha por la tierra en Jambaló dio lugar a un doble proceso de negociación


jurídica y política, tanto entre el Estado y las comunidades, como al interior de
las comunidades mismas. De un lado, las comunidades empezaron a oponerse
al pago por la restitución de las tierras recuperadas, así como a las condiciones
impuestas por el Incora para la organización económica de las antiguas haciendas.
De otro lado, el programa de reforma agraria llevó también a un intenso proceso
de reflexión crítica acerca de las instituciones de organización productiva supues-
tamente tradicionales, y sobre su posible combinación con los modelos institucio-
nales ofrecidos por el Estado, particularmente las empresas comunitarias (EC).
Al final, este proceso de experimentación cultural –que mostraba el comienzo de
la articulación de una ideología comunitaria, explícitamente anticapitalista– pro-
vocó la introducción de varias nuevas instituciones indígenas (“indigenizadas”)
de manejo comunal de los recursos, que durante muchos años determinarían la
organización económica en grandes partes del resguardo.

La combinación de la lucha jurídica, las ocupaciones de tierra y las campañas


públicas, apoyada por sectores particulares de la población colombiana y por indi-
viduos simpatizantes no indígenas, finalmente condujo a comienzos de los años
ochenta a un logro sin precedentes, al convencer al Estado de reconsiderar positi-
vamente la legislación proteccionista y de reafirmar la autoridad tradicional y la
autonomía indígena. Esto significó de hecho la completa restauración de la Ley
89 de 1890 por el Estado colombiano, con la única diferencia de que el cabildo
ya no fue considerado como una institución atrasada, sino como un representante
legítimo de las comunidades indígenas en pie de igualdad con el gobierno.

| 257
El capítulo 4 describe la continuidad y el cambio en las prácticas de tenencia y
manejo comunal de recursos (naturales y otros) en las zonas alta, media y baja
del resguardo de Jambaló durante el período posterior al proceso de recupera-
ción de tierras.

La primera parte del capítulo presenta la ubicación, la historia y la organización


social de la zona alta, que es la región donde, a través de los años, el sistema tra-
dicional de tenencia de tierra de los nasa se ha sostenido en gran medida. Esta
descripción muestra el escenario mediante el cual se puede entender mejor la más
dinámica situación de las otras dos zonas.

En la zona alta, la adopción de la Ley 89 de 1890 como herramienta para la lucha


por la tierra –a la cual algunos líderes indígenas de esa época se referían como “la
Biblia”– también (al igual que en otras partes de Jambaló) dio lugar a una recon-
sideración de las prácticas tradicionales de manejo comunal, particularmente en
relación con la herencia cognaticia y con el registro por el cabildo de las adjudica-
ciones de tierra a las familias (usufructo heredado); este fue un signo de creciente
convergencia entre el derecho estatal y las prácticas indígenas. Aunque parezca
irónico, dado el carácter opositor de las comunidades indígenas, esto también
puede ser interpretado como un ejemplo de la apropiación cultural del derecho
estatal y su “indigenización” por los nasa.

Ha habido otros cambios notables. La reducción de las reservas de tierra comunal


en las últimas tres décadas ha limitado la posibilidad de contar con nuevas tierras
para la producción. Este hecho ha conducido a una reducción del tamaño prome-
dio de las parcelas familiares recibidas en herencia, y a la desaparición gradual de
las prácticas de pastoreo común y períodos de barbecho. En consecuencia, existe
una notoria “individualización” de la tierra, –es decir, una situación generalizada
en la cual el usufructo de la tierra ha estado en manos de la misma línea de des-
cendientes directos durante al menos dos generaciones. Esto podría explicar el
aumento en la “compraventa” de derechos de usufructo de la tierra entre familias,
si bien generalmente ella suele tener la supervisión del cabildo.

A pesar del proceso de individualización de recursos (y del uso de la tierra) en


la zona alta, las formas nasa de manejo de recursos naturales (y otros) han con-
servado su carácter netamente comunal, como consecuencia de la constante par-
ticipación del cabildo en la adjudicación de las tierras (porciones de herencia) y
en la resolución de las disputas por la tierra, así como en la conservación de los
recursos naturales ecológicamente importantes.

258 |
Consideraciones finales

La importancia cada vez menor de los colectivos de trabajo temporales, tales como
la minga iniciada por familia (pi’txçxa mjïnxi) y la mano prestada (puutx pu’çxni)
–lo cual es otra consecuencia de la escasez de tierra y de una reorientación de la
economía local–, ha sido compensada, desde finales de los años ochenta, por insti-
tuciones económicas recién creadas, como las JAC y las microempresas iniciadas
por el cabildo (los proyectos de desarrollo ‘autónomos’), que hoy en día aseguran
el mantenimiento del tejido social de la comunidad dentro y entre las veredas.

La segunda parte del capítulo trata sobre las experiencias obtenidas en un


período de veinte años (1985-2005) por una comunidad típica de la zona media,
Chimicueto, que se caracteriza por contar con instituciones comunitarias de pro-
ducción culturalmente apropiadas y/o recientemente creadas.

Después de amplias consultas entre el cabildo, el CRIC y la vereda, se estable-


ció una empresa comunitaria de explotación mixta, institución que en el con-
texto altamente politizado de la época fue vista como un símbolo de unidad y un
vehículo para la causa indígena. Aunque las familias de los socios mantuvieron
sus anteriores explotaciones familiares de subsistencia (parcelas de pancoger), se
decidió cultivar colectivamente las tierras del antiguo patrón a través de turnos de
trabajo comunitario semanal. Este sistema tenía reminiscencias de la obligación
del terraje que antes se pagaba al terrateniente, solo que esta vez la comunidad era
la beneficiaria. Después de años de experimentación con principios económicos y
formas de trabajo supuestamente tradicionales, tales como mingas comunitarias
y trueques interveredales, la comunidad empezó a participar cada vez más en
actividades colectivas orientadas al mercado, tales como el cultivo del café y la
ganadería, con el fin de permanecer conectados con la economía regional. El pro-
grama Alimentos por Trabajo, auspiciado por el Estado para las zonas afectadas
por la guerra, reforzó este cambio de producir para la subsistencia a producir para
el mercado. A comienzos de los años noventa, la escasez de tierra condujo a una
nueva forma de tenencia en las zonas repartidas individualmente de las EC: la
parcela familiar indivisa. Esta tenía como objetivo prevenir una mayor desinte-
gración de la parcela familiar y hasta la fecha sigue siendo relativamente común
en las áreas recuperadas de la zona media. Este cambio implica que una familia
por lo general decide no pasar la tierra a la próxima generación en porciones de
herencia, sino mantenerla para trabajarla conjuntamente.

Con el tiempo, las familias también empezaron a producir para el mercado en sus
propias parcelas familiares, con lo cual crearon un cierto antagonismo, dentro de
las empresas comunitarias, entre la producción individual y la colectiva. Este anta-
gonismo explica en parte el decepcionante desempeño económico de la empresa
comunitaria. El funcionamiento de esta institución está además afectado por las

| 259
antiguas contradicciones sociales que ya existían en las haciendas de terraje, que
no fueron resueltas pero sí trasladadas a la nueva situación. Estas contradicciones
–en particular la distribución desigual de las tierras repartidas individualmente y
la participación desigual en el manejo de la empresa– desafían los valores cultu-
rales de solidaridad y reciprocidad sobre los cuales está fundada esta institución.

El poder del cabildo para intervenir en esta situación está obstaculizado por
el procedimiento que él usó para la adjudicación global en las recuperaciones,
mediante el cual delegó en las juntas directivas de las empresas comunitarias el
control sobre asuntos relacionados con la administración de la tierra. Hoy en día
esta situación causa problemas graves, especialmente respecto a la redistribución
de las tierras en barbecho y al registro de las reducidas parcelas familiares dentro
de la EC. A su vez, estos hechos amenazan con promover conflictos de tierra al
interior de las comunidades y entre familias.

La tercera parte del capítulo analiza el manejo comunal en la zona baja de Jambaló.
Esta es un área con agudos contrastes sociales que se originan en la colonización
por no indígenas, en la emergencia de una clase terrateniente local indígena y en las
filiaciones políticas en conflicto en las comunidades locales. A finales de los años
cincuenta, la zona baja no era realmente considerada como parte del resguardo, a
pesar de que la mayoría de la población era de ascendencia indígena. Comparadas
con las zonas alta y media, la revaloración de la identidad cultural indígena y la
consecuente lucha por la restauración de la autoridad indígena y el manejo comu-
nal de recursos empezaron relativamente tarde, a finales de los años ochenta.

Mientras que la recuperación de la tierra se logró rápidamente en algunas vere-


das (por ejemplo Vitoyó), en otras se desató una dura lucha. Los terratenientes y
los propietarios (finqueros) indígenas alrededor de Loma Redonda se resistieron
fuertemente al cabildo y a las comunidades luchadoras. Los grupos guerrilleros
intervinieron en este conflicto, lo cual condujo en los años ochenta a una violenta
situación que terminó prematuramente la recuperación de territorios indígenas en
la zona baja. Solo después de la pacificación del área, gracias a la intervención de
la misión católica y a la reafirmación de la autoridad indígena por el Estado colom-
biano, tal como quedó establecido en el Decreto 2001 de 1988, pudo el cabildo
reanudar su política de recuperación de autoridad indígena y del territorio, esta vez
siguiendo una estrategia de diálogo y negociación. En primer lugar, el cabildo se
concentró en las propiedades no indígenas que aún quedaban. Para retitular (sanear)
estas tierras como resguardo indígena, el cabildo dependió de la nueva legislación
de reforma agraria, la Ley 160 de 1994. Este proceso formal implicó una colabo-
ración renovada e intensa entre el cabildo y el Incora. Después de completar poco
a poco el proceso de reestructuración y retitulación de varias haciendas de la zona

260 |
Consideraciones finales

baja, por primera vez en décadas el cabildo pudo de nuevo disponer de reservas
de tierra comunal, situación esta que se describía en la Ley 89 de 1890 cuando el
cabildo todavía poseía tierras para el beneficio común de los habitantes del res-
guardo. Tras aprender la lección a partir de las problemáticas experiencias con las
empresas comunitarias, el cabildo decidió mantener un control centralizado sobre
las haciendas recuperadas alrededor de Loma Redonda, y decidió emplearlas, en
ese momento, para fines comunitarios, educativos, sociales y ecológicos, decisión
que no dejó de estar cuestionada por las comunidades vecinas.

El proceso doloroso y desigual de recuperación en la zona baja ha conducido a


una situación interna muy diversa de formas de tenencia de tierra indígenas y no
indígenas, que incluyen la ocupación de hecho (no registrada por el cabildo), la
adjudicación global (de las empresas comunitarias), la prueba escrita de ocupa-
ción por familias de exterrajeros (constancia) y, todavía muy abundante, la pro-
piedad individual registrada. Esta última forma en particular, que surgió como
resultado de las negociaciones de tierra entre familias indígenas y no indígenas,
antes y durante la lucha por la tierra, hoy en día ha probado ser problemática. La
‘doble titulación’ de la tierra –privada y comunal– constituye una amenaza a la
integridad del territorio colectivo y a la cohesión social de la comunidad. Además
conduce a la pérdida de compensaciones por impuesto predial para el munici-
pio, con el cual el cabildo recientemente ha cooperado de manera estrecha en el
ámbito del desarrollo comunitario. La conversión de los títulos de estas tierras
implica de nuevo un engorroso proceso de trámites legales, a lo que se suma una
resistencia obstinada de un pequeño grupo de finqueros indígenas.

La zona baja también se destaca por su aguda y reciente escasez de tierra, que
en algunas partes ha llevado a un extremo microfundio. Esta situación en gran
medida explica la fácil adopción y la generalizada expansión de cultivos de coca
entre las familias pobres en tierra. A su vez, esto da lugar a una tensa relación
entre, por un lado, un cabildo que desaprueba y, por el otro, las familias involu-
cradas en la producción de cultivos ilícitos, lo que provoca su bajo nivel de parti-
cipación comunitaria en el resguardo. A nivel local, sin embargo, ha conducido a
nuevas manifestaciones de las formas tradicionales de trabajo colectivo.

El capítulo 5 trata de la búsqueda, por los nasa de Jambaló, de su visión propia,


distinta, de un desarrollo comunitario culturalmente apropiado. Este proceso está
descrito usando como telón de fondo los recientes acontecimientos políticos y
económicos que tuvieron lugar en la sociedad mayor desde el reconocimiento
constitucional de la autonomía indígena en 1991.

| 261
La integración creciente de los nasa en la economía de mercado regional durante
el siglo XX, junto con una crisis de la economía local a fines de los años setenta,
a la que le siguió la división en el interior de la comunidad respecto a la dirección
del desarrollo económico (si debería ser de subsistencia u orientado al mercado),
hizo más apremiante que nunca que se llegara a una respuesta concertada sobre
el tema a finales de los años ochenta. Inspirada en el trabajo de Álvaro Ulcué, un
sacerdote católico de origen nasa, y en elementos de la Teología de la Liberación,
la comunidad, guiada por una nueva generación de líderes comunitarios, empezó
un proceso de construcción de un proyecto de desarrollo alternativo, llamado
Plan de Vida. En este proceso de participación, los nasa desarrollaron un método
para evaluar y apropiar, de manera crítica, elementos y técnicas del conocimiento
occidental, para luego combinarlos con prácticas, principios y valores culturales
indígenas. La memoria nasa de la historia compartida localmente desempeña un
papel importante en este proceso, ya que constituye un punto de orientación para
elegir la dirección deseada del desarrollo comunitario.

Sin embargo, por la carencia de acceso al crédito y a los servicios financieros,


las oportunidades para fortalecer la economía local estuvieron inicialmente limi-
tadas. Los pequeños proyectos financiados por las ONG europeas fueron gene-
ralmente de corta duración y carecieron de cohesión interna, al tiempo que el
programa Alimentos por Trabajo, del PNR/PMA, tendió a perturbar la produc-
ción local de alimentos y condujo a un incremento de la dependencia alimentaria.
Los primeros proyectos comunitarios no fueron capaces de suministrarles a las
comunidades (familias) un ingreso alternativo viable que reemplazara la pérdida
de entradas por las cosechas de fique y café, cultivos comerciales cuyos precios
se habían ido a pique. A la sombra de la economía comunitaria promovida por el
cabildo, un número creciente de familias empezó por lo tanto a participar cada
vez más en la producción individual de cultivos ilícitos –amapola y coca–. Este
hecho condujo a una participación comunitaria cada vez menor; además, la parti-
cipación de los indígenas en la economía de las fuerzas anti-Estado (narcotráfico
y guerrilla) constituyó una nueva amenaza a la autonomía indígena, lo que en
principio debilitó la autoridad del cabildo. Sin embargo, un reposicionamiento
de este frente a los cultivos ilícitos en años posteriores produjo un cabildo rela-
tivamente fortalecido frente a la problemática, principalmente hacia el exterior
(gobierno y medios), aunque no se puede desconocer la constante afectación que
este fenómeno sigue teniendo internamente sobre la autoridad indígena y la cul-
tura nasa en general.

Después de 1991, las perspectivas para el desarrollo comunitario cambiaron con-


siderablemente con la promulgación de la Ley de Transferencias (Ley 60 de 1993)
y sus decretos regulatorios, que, por mandato de la Constitución, implementaron

262 |
Consideraciones finales

la autonomía fiscal para las comunidades indígenas (resguardos). Las transferen-


cias de ingresos fiscales distribuidos anualmente a los resguardos incrementaron
la base de poder y la legitimidad del cabildo y dieron un nuevo impulso al pro-
ceso de planeación del desarrollo en el contexto del Plan de Vida comunitario.
Las características de participación y de desarrollo de capacidades del modelo
de manejo autónomo de estos fondos estatales contrastaron agudamente con el
manejo vertical y excluyente de los ingresos fiscales por el municipio, contraste
que, en 1995, indujo a la comunidad indígena de Jambaló a participar activamente
en la política municipal y a hacerse al control de la alcaldía a través de eleccio-
nes populares1. Aunque esta conquista aumentó considerablemente el presupuesto
de la organización indígena para el desarrollo comunitario, el gasto de una gran
parte de estos fondos está limitado por las reglas del Estado, y esto amenaza con
minar la visión nasa de un desarrollo culturalmente apropiado.

En un contexto de creciente escasez de tierras, de floreciente producción de


cultivos ilícitos en todas las partes del resguardo, y de ambiguos resultados de
los proyectos productivos asociativos y de las microempresas promovidos por
el cabildo, la comunidad de Jambaló emprendió en el año 2000 un proceso de
autoanálisis crítico en materia de tenencia de tierra y economía. Una propuesta
para llevar a cabo una reforma agraria interna con el objetivo de hacer frente a
las desigualdades en la distribución de tierras no pudo desarrollarse debido a que
coincidió, en la misma época, con un recrudecimiento de la violencia política en
el norte del Cauca. En vista de las inesperadas consecuencias culturales de los
cultivos ilícitos, el cabildo reemplazó su permisiva posición inicial por la de una
política de erradicación voluntaria, y empezó a buscar activamente fuentes adi-
cionales de financiación para proyectos productivos alternativos. Para aliviar la
creciente carga del cabildo, se decidió llevar a cabo una reforma administrativa
de su estructura, orientada a mejorar la capacidad de planeación en proyectos
comunitarios. Por este tiempo, el cabildo se las arregló para asegurar financiación
externa con destino a un primer proyecto de sustitución de cultivos ilícitos en el
resguardo, a saber, la reintroducción de las huertas caseras (yac tul), diseñadas
para promover la soberanía alimentaria y la conservación de los recursos natura-
les, así como la reintroducción de elementos culturales distintivos (‘lo propio’) en
la economía local.

1 Nota del grupo revisor del texto: El asesinato del primer alcalde indígena del Movimiento
Cívico, Marden Arnulfo Betancur, marcó un momento histórico, puesto que a partir de la inves-
tigación y juzgamiento de los implicados por la autoridad indígena, se legitimó la jurisdicción
indígena ante la Corte y se generó un antecedente jurídico para otros pueblos indígenas en el país,
con lo cual se fortalecieron la autonomía y la jurisdicción especial indígenas.

| 263
En los últimos años, Jambaló y otras comunidades nasa, unidas bajo el manto de la
Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN), han elaborado un
programa enfocado a la revitalización de una “economía propia”, principalmente
orientada hacia dentro. Este programa combina una reorientación cuidadosa de las
actividades dirigidas al mercado con una reactivación de mecanismos tradiciona-
les de intercambio de productos agrícolas entre comunidades que habitan el gran
territorio nasa, para lo cual hace uso de la complementariedad vertical de micro-
climas. Aunque existe un acuerdo general sobre la dirección propuesta de la econo-
mía, las posiciones difieren respecto a la base institucional sobre la cual se debería
basar dicho plan económico. Dos puntos de vista han surgido al respecto: por un
lado, los simpatizantes del viejo modelo desean continuar haciendo énfasis en la
estricta división entre producción individual de subsistencia y producción asocia-
tiva comercial, mientras que, por otro lado, quienes proponen un modelo más prag-
mático le prestan más atención a la posición de los hogares en ambas formas de
producción (tanto de subsistencia como comercial) y subrayan la función solidaria
de instituciones económicas como las empresas comunitarias. Hoy se continúan
discutiendo activamente ambas visiones por los nasa, respecto a cómo lo comuni-
tario debería expresarse en la estructura organizacional de la economía local.

El capítulo 6 da cuenta de la reciente participación de la comunidad de Jambaló


en las movilizaciones políticas indígenas dirigidas contra las políticas del Estado
colombiano, que los nasa y otras comunidades sienten como amenazas para su
proyecto de desarrollo comunitario.

La frustración por la renuencia del gobierno a comprometerse con la crítica situa-


ción económica en las comunidades indígenas del Cauca ya estaba creciendo
desde hace algún tiempo, pero las movilizaciones de los últimos años han sido
desencadenadas por los impactos locales negativos de la estrategia represiva con-
trainsurgente y la agenda neoliberal antidemocrática del presidente Álvaro Uribe
(2002-2010).

Durante una gran marcha de protesta hacia Cali, en la cual, junto a los indígenas
(nasa, guambianos y otros, que fueron los iniciadores de la marcha y que aporta-
ron el mayor número de participantes), tomaron parte trabajadores, campesinos y
organizaciones populares urbanas, en septiembre de 2004 la asociación nasa ACIN
y otras organizaciones indígenas del suroccidente de Colombia declararon pública-
mente su oposición a la política económica neoliberal del gobierno, que ellos con-
sideran como la principal causa subyacente de la violencia política (guerra civil) en
Colombia. En particular, criticaron la firma prevista del Tratado de Libre Comercio
(TLC) entre Colombia y Estados Unidos, y que –temen– perjudicará su soberanía
alimentaria, incrementará los niveles de violencia y amenazará la integridad del

264 |
Consideraciones finales

marco constitucional sobre el cual está basada su autonomía. En reacción a la nega-


tiva del gobierno a someter sus planes a una revisión ciudadana vigorosa, los nasa y
los guambianos organizaron en el Cauca, en marzo de 2005, un referendo sobre el
tema en seis municipios predominantemente indígenas. Por una mayoría abruma-
dora, el voto popular rechazó la firma prevista del TLC, con lo cual desafiaron así
explícitamente la legitimidad de la política macroeconómica del gobierno.

En septiembre de 2005, comunidades impacientes por la necesidad de tierra en


el norte del Cauca procedieron de nuevo a llevar a cabo ocupaciones no violentas
de tierra fuera de los límites de sus resguardos, con lo cual forzaron a la ACIN
y al CRIC a tomar una posición contra el Estado. Las organizaciones indígenas
justificaron esas ocupaciones al señalar la negligencia del gobierno en la ejecución
de lo ordenado por la legislación posconstitucional en relación con la ampliación
de los resguardos, como también su incumplimiento de los acuerdos previos res-
pecto a la implementación de los derechos económicos indígenas en el Cauca.
Igualmente, enmarcaron sus reclamos de tierra en la oposición a las prácticas des-
tructivas del medio ambiente en las cercanas plantaciones de caña de azúcar (de
ahí que denominaran sus acciones ‘Liberación de la Madre Tierra’). Las duras
acciones represivas de las autoridades regionales hicieron que brotara una tor-
menta de argumentos, en la prensa local y nacional, acerca de las causas indígenas.
En parte debido al lobby realizado por los senadores indígenas y al continuo apoyo
de los aliados internacionales, las comunidades indígenas obtuvieron grandes con-
cesiones del gobierno, lo que posibilitó un nuevo impulso a las discusiones en
curso sobre la organización económica en el interior de los resguardos indígenas.

Ambas movilizaciones muestran que las comunidades indígenas nasa en


Colombia hoy en día están muy conscientes de que asegurar un reconocimiento
efectivo de sus derechos colectivos y a la vez lograr una mayor justicia social
en Colombia implica ir más allá de la “autonomía localizada” (Sieder, 2002: 8).
Estas movilizaciones son un signo de un mayor compromiso indígena con, y una
actitud firme encaminada hacia, los procesos legislativos y políticos nacionales,
y una muestra de su apropiación y resignificación de las nociones de ciudadanía
y solidaridad en su búsqueda de visiones políticas contrahegemónicas de una
democracia pluriétnica multicultural.

Continuidad y cambio en los sistemas de autonomía,


y luchas indígenas

En Colombia, la adopción de la Constitución de 1991 hasta ahora no ha producido


una transformación estructural de la relación entre pueblos indígenas, Estado y
sociedad no indígena. El régimen político prevalente básicamente ha mantenido

| 265
sus desequilibrios y su carácter excluyente, y en relación con los pueblos indíge-
nas del país no ha suministrado las condiciones materiales ni la base institucional
para que sus comunidades logren un desarrollo económico y cultural autónomo y
autodeterminado. Esta situación ha inducido a algunos observadores a clasificar
a Colombia como una “democracia de fachada” (Warren y Jackson 2002: 4) y
a considerar el actual reconocimiento como un mero retoque cosmético del sis-
tema constitucional. Esta investigación, sin embargo, muestra una situación más
compleja, que conduce a la pregunta de hasta qué punto la Constitución de 1991
ha marcado una diferencia respecto a la situación de los pueblos indígenas en
Colombia. Esta cuestión tiene dimensiones jurídicas, institucionales y empíricas,
que serán más desarrolladas más adelante.

Antes de la Constitución de 1991, a las comunidades indígenas se les había con-


cedido autonomía, tal como fue estipulado en la Ley 89 de 1890; sin embargo, esa
autonomía solamente era reconocida en la legislación ordinaria (leyes y decretos),
y por lo tanto era débil si se le comparaba con la autonomía reconocida constitu-
cionalmente, que es mucho más poderosa. Además, la autonomía estaba –antes
de 1991– basada en unos fundamentos ideológicos negativos; así, la autonomía de
las comunidades indígenas era solamente reconocida en tanto ellas no estuvieran
preparadas para integrarse a la civilización. La idea subyacente era que los indíge-
nas necesitaban ser colectivamente protegidos de sus propias acciones y de las de
la sociedad dominante. Por esa razón, en la Ley 89 de 1890 los indígenas estaban
definidos como menores de edad. En todo momento el gobierno se reservó para
sí el derecho –en supuesto beneficio de estas comunidades– de intervenir en el
orden local. Por consiguiente puede argumentarse que, antes de 1991, el recono-
cimiento conllevaba una relación paternalista y una forma residual de autonomía,
es decir, una autonomía como rezago de tiempos pasados (la Colonia), que sería
mantenida temporalmente para una categoría de personas que estaba a punto de
desaparecer.

En contraste, en el período posconstitucional, la autonomía concedida a las comu-


nidades indígenas es mucho menos restringida. El reconocimiento es el resultado
de una evaluación positiva –al menos en el discurso– de una diversidad cultural/
étnica (tal como está garantizada en el artículo 7 de la Constitución de 1991) y
está basada, al menos implícitamente, en la capacidad que, se presume, poseen
las comunidades indígenas para determinar su propio futuro. El reconocimiento
implica ahora la asignación de una amplia competencia legislativa –un “espacio
normativo y administrativo” grande (Jackson y Warren 2005: 554)– para las auto-
ridades indígenas. Los límites de esta jurisdicción indígena están más o menos
bien demarcados, en parte gracias a los esfuerzos de la Corte Constitucional,
la cual ha aclarado numerosas ambigüedades del texto constitucional. De esta

266 |
Consideraciones finales

forma, las comunidades indígenas están hoy bien protegidas, por lo menos en el
papel, de indebidas intervenciones externas.

En un segundo nivel, debemos preguntarnos si el actual reconocimiento marca


alguna diferencia en términos de su importancia social en las comunidades indí-
genas, es decir, en los efectos que este reconocimiento tiene sobre su organiza-
ción social. Dado que la situación social de estas comunidades es infinitamente
más complicada que su situación jurídica, la respuesta a tal cuestión queda en
gran medida indeterminada. De un lado, el reconocimiento de la autonomía en
sí mismo no soluciona muchos de los problemas que experimentan las comu-
nidades indígenas. A menudo estos problemas se originan en las luchas ante-
riores por la autonomía, entre las comunidades y el Estado, durante el período
preconstitucional. Las leyes y políticas previas del Estado, y sus resultados en
el proceso de tales luchas, han tenido un impacto profundo sobre la organiza-
ción social de las comunidades indígenas. Estas intervenciones externas tienen
muchos efectos posteriores debido a que “las [leyes] previas, una vez revocadas,
dejan, sin embargo, su sello sobre las relaciones sociales que acostumbraban a
regular” (Sousa 1987: 228). En muchos casos, los problemas de organización y
las contradicciones sociales generadas por estas intervenciones todavía no han
sido resueltas. Sin embargo, no todos los problemas vigentes están relacionados
con intervenciones, en el pasado, del Estado o de agentes externos. Estos también
han sido causados en gran parte por nuevos acontecimientos (posteriores a 1991)
sociales, económicos y políticos, ocurridos tanto en el mundo exterior como en el
interior de las comunidades indígenas, que plantean nuevos desafíos a las orga-
nizaciones y pueblos indígenas y que demandan una formulación de soluciones.
Tales acontecimientos incluyen el crecimiento poblacional y la escasez de tierra,
la crisis económica, la dependencia de los mercados –tanto legales como ilegales–
y la constante amenaza de la violencia política.

Por otra parte, la importancia social debería ser entendida con relación a las opor-
tunidades que el reconocimiento genera para las comunidades. El marco jurídico
actual para la autonomía se ha ampliado considerablemente y ofrece herramien-
tas jurídicas potencialmente significativas para la resolución de problemas tanto
organizacionales como de otros tipos concretos. La medida en que este poten-
cial se materialice dependerá del grado en el cual estas nuevas oportunidades
sean aprovechadas y apropiadas por las comunidades indígenas. Por ejemplo,
esta investigación ha mostrado cómo en Jambaló la afirmación y extensión de los
poderes jurisdiccional, legislativo y administrativo de las autoridades indígenas
han consolidado la autoridad del cabildo y le han dado nuevo impulso a un pro-
ceso de organización participativa de la comunidad. Asimismo, se ha mostrado
que los derechos escritos en la Constitución y en las leyes, que en parte no se

| 267
han materializado, son utilizados por Jambaló y otras comunidades nasa como
referentes para hacer propuestas y reclamos al Estado. Por supuesto, este proceso
dual de reorganización étnica también conlleva desventajas potenciales, como la
fragmentación interna de las comunidades y organizaciones indígenas –como
resultado de los nuevos incentivos económicos y las oportunidades políticas–, y
la intromisión del Estado y su ideología en los asuntos internos de las comunida-
des. Igualmente es claro que las actuales luchas por la autonomía en Colombia
continúan ocurriendo bajo unas relaciones de poder altamente asimétricas entre
pueblos indígenas y Estado. Comoquiera que sea, el caso de Jambaló y de otras
comunidades del norte del Cauca ha mostrado diversos ejemplos de promisorios
efectos ‘culturalmente productivos’ o ‘constitutivos’ de los derechos y la legisla-
ción indígenas (Merry 1995: 14).

Esta investigación ha descrito y analizado los cambios históricos de la organización


social de las comunidades indígenas en el campo del manejo comunal de recursos.
También ha observado cómo estos cambios se han configurado en la interacción
entre estas comunidades y el mundo exterior. Este trabajo ha mostrado en varios
casos concretos cómo las instituciones y prácticas de manejo comunal de recursos
están reguladas por valores y principios indígenas, o, para decirlo en otros térmi-
nos, por “un cuerpo de estándares y normas en cierta medida compartidos pero
que son al tiempo (y a menudo) contradictorios internamente” (Tamanaha 2000:
314). Además, puesto que considera el ordenamiento normativo subyacente de la
organización social de las comunidades indígenas como una forma de derecho,
este estudio se enmarca dentro del campo de la antropología jurídica.

Desde la década de los años setenta, la antropología jurídica ha estado desarro-


llando un interés por la manera como los órdenes sociales y normativos locales
o indígenas se configuran a través de (sus) interacciones con las configuraciones
sociales/normativas mayores en las cuales están situados. En el campo de investi-
gación del pluralismo jurídico –el estudio de la coexistencia de más de un orden
jurídico o normativo–, este fenómeno ha sido descrito como “la dialéctica de los
órdenes jurídicos mutuamente constitutivos” (ver Henry 1985; Merry 1988, 1992).
En las tres últimas décadas se ha producido una avalancha de estudios que han
examinado los cambios en las prácticas e instituciones sociales de comunidades
locales como “campos sociales semiautónomos” (Moore 1973) en las interaccio-
nes con la sociedad que las rodea. La mayoría de estos estudios tenían que ver
con la forma como se procesaban las disputas, e investigaban cómo las personas
(individuos) de una determinada localidad que estaban involucradas en alguna
disputa orientaban sus acciones hacia el derecho, tanto indígena como del Estado.
Estos estudios analizaban luego cómo el derecho del Estado influía en el orden
jurídico local. Por el contrario, el presente estudio toma como punto de partida

268 |
Consideraciones finales

los conflictos entre comunidades y la sociedad dominante/Estado e indaga más


bien cómo estos conflictos son traídos de regreso a las comunidades, donde con-
ducen a procesos de negociación cultural, que a su vez provocan cambios en las
formas locales de gobierno indígena (local). Este enfoque, en combinación con la
metodología histórica adoptada, condujo a comprender que, por lo menos en lo
que se refiere a los nasa, existe una cierta lógica cultural de oposición en sus inte-
racciones dialécticas con la sociedad dominante y su orden jurídico. Enseguida
presentaremos, a manera de conclusión, cuatro aspectos que caracterizan esta
cultura de oposición.

En primer lugar, esta cultura de oposición se encuentra arraigada en una historia


de resistencia contra estructuras de dominación impuestas desde el mundo exte-
rior. Esta historia se extiende muy atrás en el tiempo, aunque es recordada con
mucho detalle gracias a la lucha por la tierra. Los capítulos precedentes demostra-
ron que recordar el pasado heroico y reflexionar críticamente sobre él constituyen
guías importantes en la búsqueda de lo propio (es decir, lo que es característico de
un pueblo). El modo como los nasa entienden la historia y los procesos históricos
es crucial, pues ellos los ven como la totalidad de experiencias de sus ancestros,
que, en forma semejante a un río (hablando metafóricamente), dirige e impulsa sus
acciones para encontrar soluciones a sus problemas y avanzar en sus demandas.
Estas soluciones son, sin embargo, adaptadas a las condiciones del momento, y
en ellas los elementos de la sociedad dominante son apropiados críticamente, al
combinarlos con los valores culturales, principios y normas de organización social
–imaginados o reales–. En el pasado, los caciques estuvieron a cargo de configurar
estas adaptaciones, pero desde la lucha por la tierra estas han sido moldeadas prin-
cipalmente por la comunidad aunque estructuradas y/o agenciadas por el cabildo.

En segundo lugar, esta cultura de oposición se manifiesta claramente en el campo


del manejo comunal de recursos, en el que la intervención del mundo exterior se
ha sentido muy profundamente en el pasado reciente, y ha provocado fuertes reac-
ciones. Esto no significa, sin embargo, que la lógica de oposición no haya estado
presente también en otros patrones de organización social. En la esfera de lo polí-
tico, por ejemplo, los indígenas se sienten orgullosos de que la forma de tomar
decisiones se haga principalmente por consenso, un proceso que ellos oponen a la
toma de decisiones por mayoría, a la que ellos asocian con la sociedad dominante.
Otro ejemplo es el énfasis que hace la jurisprudencia indígena en la armonía y
la reconciliación, que son vistas como antitéticas al castigo que se ejerce en el
mundo exterior. La cultura de oposición, por lo tanto, permea la mayoría, si no
todos, los aspectos de la vida indígena.

| 269
En tercer lugar, una revisión de los capítulos previos muestra claramente que la
lógica de oposición no es totalmente coherente. La integridad del orden jurídico
indígena depende en parte de su reconocimiento por el derecho del Estado. Por
lo tanto, comunidades indígenas como los nasa apelan a elementos del derecho
del Estado para salvaguardar su autonomía. Así, en el pasado ellos acogieron los
títulos coloniales de tierras y la legislación protectora republicana. En la situa-
ción actual, aunque los nasa están adoptando de nuevo una actitud cada vez más
adversa hacia el gobierno, tienen poca oposición contra los elementos jurídicos
favorables, tales como la Constitución, las leyes de menor jerarquía que les dan
ciertos privilegios a las comunidades indígenas, o la representación política en el
Senado. En el proceso de apropiación de los elementos del derecho del Estado, a
menudo estos se han convertido en parte indisoluble del orden jurídico nasa.

Finalmente, la cultura de oposición no está exenta de lucha interna. En su bús-


queda de la autonomía, el cabildo depende de la construcción del consenso entre
sus miembros (hay que recordar que la autonomía indígena en su dimensión pro-
cesal “resulta de la organización material y simbólica de un espacio sobre el cual
el grupo indígena tiene control y capacidad de imponer su propia normatividad”
[Zúñiga 1998: 11]). Sin embargo, esto no quiere decir que todos los comuneros
siempre están de acuerdo con las soluciones ‘oposicionales’ del cabildo; de ahí
que ciertos grupos e individuos de estas comunidades estén influidos por modelos
y valores culturales originados en la sociedad dominante y tengan intereses que
van en contra del proyecto comunitario del cabildo. Esta tensión es justamente la
principal fuerza que dinamiza las luchas y negociaciones dentro de la comunidad
en el continuo proceso de reformulación jurídica y cultural; esto explica, desde un
punto de vista histórico, la autonomía continuamente variable que estas comuni-
dades establecen en relación con el mundo exterior.

270 |
Anexos
Anexo No. 1
Luchadores caídos desde el proceso de recuperación de tierra, resguardo de Jambaló (1976-1996)

No Nombres y apellidos Vereda Año


1 Ángel Mestizo Voladero 1975
2 Belarmino Ipia Buena Vista 1976
3 Luciano Ramos Buena Vista 1976
4 Antonio Yule Buena Vista 1976
5 Misael Pazu El Porvenir 1976
6 Alonso Dagua El Picacho 1976
7 José Gonzalo Secue Vitoyó 1977
8 Remigio Rivera El Picacho 1977
9 Julio Escué Vitoyó 1978
10 Marco Tulio Escué Vitoyó 1978
11 José Ernesto Rivera El Picacho 1978
12 Lisandro Caso Guayope 1978
13 Marco Tulio Caso Guayope 1978
14 María Tránsito Ipia Chuscal 1979
15 Feliz Conda Chuscal 1979
16 Mario Ul El Porvenir 1980
17 Julio Quiguanás Loma Gorda 1980
18 Juan Tombé Zumbico 1981
19 Daniel Conda Chuscal 1982
20 Marcelino Conda Chuscal 1982
21 Vicente Dagua Vitoyó 1983
22 Reinel Pilcué Loma Gorda 1983
23 Germán Escué Vitoyó 1988
24 Marden Arnulfo Betancur Voladero 1996

272 |
Anexos

Anexo No. 2
Luchadores caídos en la defensa del territorio del pueblo nasa de Jambaló

No Nombres y apellidos Vereda Año


1 Celestino Rivera Zumbico, La Cruz 2009
2 Marino Mestizo Tóez, Caloto - Investigación 100% 2009
3 Edison Mosquera Trapiche 2009
4 Omar Mestizo El Palo 2010
5 Eduardo Fernández Guayope 2010
6 Freddy Mestizo Timba, Cauca 2010
7 Amado Ul Santander 2010
8 Luis Herney Yule El Naya 2010
9 Yovani Freddy Pechené Villa Nueva. Investigación 70% 2011
De la vereda El Voladero, asesinado en
10 Luis Carlos Mestizo 2011
Santander. Investigación 20%
11 Reinaldo Méndez El Carrizal 2011
La Mina. Está en proceso de
12 Darío Taquinas 2011
investigación
13 Alfredo Ríos y Freddy Poto Alto La Cruz. Investigación completa 2011
14 Milciades Tróchez El Palo 2012

| 273
Referencias
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del resguardo de las parcialidades de Pitayó, Quichaya, Caldono, Pue-
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ACC/P – Archivo Central del Cauca/Popayán (1881 [1700], Protocolo Notarial).
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Sobre el autor

Joris van de Sandt es antropólogo, especializado en antropología jurídica, en particular en auto-


nomía indígena y el manejo de recursos naturales, principalmente en América Latina. Después de
obtener su doctorado en la Universidad de Amsterdam (2007) con una investigación sobre las luchas
por la autonomía en el manejo comunal de los recursos en resguardos indígenas en Colombia, ha
estado investigando sobre las respuestas locales de comunidades rurales a proyectos agroindustriales
y extractivos en Guatemala y Colombia. Desde el 2005, ha realizado consultorías y evaluaciones para
varias organizaciones de desarrollo nacional e internacional en áreas relacionadas con su especiali-
dad, entre otros para el Ministerio de Relaciones Exteriores de los Países Bajos, Unión Internacional
para la Conservación de la Naturaleza (sede Holanda), FIDA, Cordaid, Hivos y IKV Pax Christi. Con la
Universidad de Amsterdam (Holanda) y la Universidad de Wageningen (Holanda), ha estado involu-
crado en proyectos de investigación cientifica sobre el tema de conflictos sobre recursos naturales y
gobernanza minera, en colaboración con varios institutos y ONG locales de investigación, respectiva-
mente en Colombia, Guatemala y la República Democrática del Congo. Sus más recientes publicacio-
nes, entre otras, son:

Sandt, J. van de (2012, en proceso). “Actividades mineras en zonas indígenas y tribales en Colombia
y la consulta previa”. Utrecht, IKV Pax Christi.
Sandt, J. van de (2012, en proceso). ���������������������������������������������������������
“Indigenous resistance against mining and the implementa-
tion of the right to Free, Prior and Informed Consent: a Guatemalan paradox?” (ponencia presentada
en el Jubilee Congress of the Commission on Legal Pluralism, Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 8-10 de
septiembre de 2011).
Sandt, J. van de (2010). “Estrategias legales para ocuparse de las consecuencias negativas de
proyectos extractivos en Latinoamérica”. La Haya, Cordaid y DKA.
Sandt, J. van de (2009). “Conflictos mineros y pueblos indígenas en Guatemala”. La Haya, Cordaid
y Universidad de Amsterdam.
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