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Ensayos

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Historia del arte español


Serie dirigida por
Fernando de Olaguer-Feliú
ANA MARÍA ARIAS DE COSSÍO

El arte del Renacimiento


español
© 2009
Ana María Arias de Cossío
y
Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

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En memoria de Antonio
ÍNDICE

PRÓLOGO: Breve historiografía del Renacimiento español . 9

CAPÍTULO I . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
I.1. La cultura del humanismo y el lenguaje del Renacimiento 15
I.2. Las artes plásticas: Estados catalano-aragoneses. Castilla
y Nápoles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
I.2.a. Reinos catalano-aragoneses . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
I.2.b. Castilla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
I.2.c. La segunda mitad del siglo XV . . . . . . . . . . . . . . . 40
I.3. La época de los Reyes Católicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45

CAPÍTULO II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
II.1. La crisis castellana: 1504-1517 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
II.2. El arte entre 1500 y 1526 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75
II.2.a. La arquitectura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 78
II.2.b. La escultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 108
II.2.c. La pintura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129

CAPÍTULO III . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153


III.1. La época del emperador Carlos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153
III.2. El arte entre 1526 y 1563 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171

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Ana María Arias de Cossío

III.2.a. La arquitectura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 176


III.2.b. La escultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225
III.2.c. La pintura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249

CAPÍTULO IV . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 271
IV.1. La época de Felipe II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 271
IV.2. El arte entre 1560 y 1600 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279
IV.2.a. La arquitectura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 282
IV.2.b. La escultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 291
IV.2.c. La pintura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 312

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 339

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Prólogo
BREVE HISTORIOGRAFÍA DEL RENACIMIENTO
ESPAÑOL

No es mi intención al iniciar este libro sobre el Renacimiento


español hacer un repaso exhaustivo de la abundante y casi inabar-
cable bibliografía que existe sobre este tema. Más bien he querido
hacer mención de estudios generales, dejando para las notas del
texto las monografías o los estudios específicos de artistas, monu-
mentos o períodos determinados.
El punto de partida de estos estudios generales lo constituyen
los historiadores cuyos trabajos inician la historiografía moderna
del arte español, que, con variaciones de enfoque y criterio, llega
hasta hoy mismo. Esa primera generación procedente, en gran
medida, del Centro de Estudios Históricos está formada por
Manuel Gómez Moreno, Elías Tormo y Vicente Lampérez, entre
otros. También autores que tuvieron una menor relación con esta
institución, como el marqués de Lozoya y F.J. Sánchez Cantón,
junto a varios autores extranjeros como R.Ch. Post, B.G. Proske,
J. Weise y Stapley. Todos ellos redactaron sus trabajos apoyándose
en las fuentes clásicas del arte español, desde los tratadistas anti-
guos como Pacheco, Carducho, Palomino, además de las recopila-
ciones documentales que se hicieron a principios del siglo XX.
La siguiente generación ensanchó considerablemente el conoci-
miento del arte español del Renacimiento y quizá la figura que más

9
Ana María Arias de Cossío

horas dedicó al estudio de este período en el campo de la pintura


fue Diego Angulo, que, entre otros trabajos, redactó el tomo
correspondiente a la «Pintura del siglo XVI» del Ars Hispaniae. En
esa misma colección, José María de Azcárate redactó el correspon-
diente a la «Escultura», y el de la «Arquitectura» corrió a cargo de
Fernando Chueca Goitia, con lo que quedaba estudiado el siglo
XVI completo a la altura de los años cincuenta. Cito los tomos de
esta obra porque todos incluyen un apartado bibliográfico exhaus-
tivo de lo hecho en cada materia hasta ese momento. En todo caso,
estos historiadores publicaron muchos trabajos referidos a artistas
o a obras determinadas. Otro de los grandes historiadores que es
preciso mencionar es Enrique Lafuente Ferrari, en cuya prosa,
siempre diáfana, se pueden aclarar cuantas dudas se nos planteen.
Pertenecen a esta misma generación, aunque fueran un poco más
jóvenes, J.A. Gaya Nuño, J. Hernández Perera, A. Bonet, Elisa
Bermejo, María Elena Gómez Moreno, M. Estella o Isabel Mateo,
entre otros muchos nombres cuya lista se haría interminable y en
la que también me gustaría destacar los estudios de cuatro extran-
jeros: D. Bayón, E. Rosenthal, G. Kubler y H.E. Wethey. Bien es
verdad que prácticamente todos estos estudios abordan los temas
desde dos líneas metodológicas: una, que es el estudio de los artis-
tas, y otra, que organiza el tema siguiendo las escuelas regionales,
concediendo en ambas mucha importancia a los aspectos formales.
Como para todo hay excepciones, dos estudios son de naturale-
za diferente dentro de esta generación. Uno, escrito por Angulo en
1952 y titulado La mitología y el arte español del Renacimiento, y
otro, un conjunto de estudios de M. Batllori sobre Humanismo
y Renacimiento, que primero se publicaron en italiano y catalán a lo
largo de la década de los cincuenta y posteriormente se tradujeron
al castellano. Ambos abrían nuevos caminos de reflexión y sobre
todo evidenciaban que el Renacimiento español no estaba aislado
del resto de Europa y, además, ambos, pero especialmente los de

10
El arte del Renacimiento español

Batllori, analizaban el humanismo como una actitud común de


pensadores que llevaría hasta los lenguajes plásticos del clasicismo.
Sobre la base de todos estos estudios, a partir de la década de los
ochenta mis compañeros de generación, y muchos de ellos compa-
ñeros también en las tareas docentes, pudieron dar nuevos enfo-
ques a los estudios del Renacimiento español. Son los trabajos de
Víctor Nieto, Pedro Navascués, Francisco Portela, Santiago
Sebastián, Fernando Checa, Alfredo Morales, Miguel Ángel
Castillo, Vicente Lleó, Miguel Morán, Fernando Marías y otros
muchos que, desde puntos de vista muy diferentes, enriquecen
considerablemente el conocimiento de nuestro arte renacentista.
Unas veces analizando el modelo clásico, otras desde conceptos de
la tradición y la modernidad, o bien, analizando las obras a través
de un fenómeno cultural para señalar los lenguajes del poder o la
escena del príncipe... En 1989 se publica el libro de Fernando
Marías El largo siglo XVI, historia intelectual profunda y crítica
que esclarece perfectamente el entramado intelectual de la época,
libro de un rigor extraordinario que sugiere y abre muchos cami-
nos de análisis para el siglo XVI.
Sobre todo este caudal de estudios que nos han proporciona-
do un conocimiento muy completo de lo que fue el Renacimiento
en España, confieso que siempre he preferido los estudios que
siguen una línea interdisciplinar y abordan la obra artística con-
tando con otras actividades de la creación intelectual coetánea, en
el convencimiento absoluto de que esos estudios son efectivos
desde el punto de vista docente como medio para combatir la cre-
ciente y preocupante especialización que imponen las estructuras
académicas.
A esta preferencia mía, que ni puedo ni quiero evitar, vinieron a
superponerse dos Exposiciones que me resultaron memorables.
Una, Reyes y Mecenas (celebrada en el Museo de Santa Cruz de
Toledo en 1992), cuyo comisario fue Fernando Checa junto a la

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Ana María Arias de Cossío

comisaria técnica Rosario Díez del Corral, que planteó un panora-


ma riquísimo en el momento de transición entre la Edad Media y
la Edad Moderna, en el contexto de las relaciones entre los Reyes
Católicos, Maximiliano I y los inicios de la Casa de Austria en
España, como reza el subtítulo de la muestra, es decir, acentuando
la dimensión europea de nuestro primer Renacimiento.
La otra Exposición se llamó El Renacimiento mediterráneo y
tuvo lugar en el Museo Thyssen de Madrid en 2001. Fue su comi-
sario Mauro Natale, que contó con la comisaria técnica Mar
Borobia. Recorrido extraordinario por itinerarios de Francia,
Países Bajos, Italia o España de la mano de obras que ponen de
relieve la conexión con rutas comerciales, intercambios de obras de
arte, o manuscritos que fueron creando un lenguaje común cuyo
nexo eran las riberas del mar de la Antigüedad.
Desde estas dos «experiencias visuales» siempre pensé que el
estudio del Renacimiento había que hacerlo siguiendo estas pautas
y teniendo muy presente que el humanismo es, por lo que tiene de
mirada a la Antigüedad, previo a la formulación de un lenguaje que
pueda definirse como la aceptación plena de un modelo clásico o,
dicho de otro modo, que el proceso intelectual en la España de la
Baja Edad Media y de los inicios de los tiempos modernos es pre-
ciso considerarlo mediante la incidencia del humanismo, conside-
rado como fenómeno cultural, en un panorama artístico muy com-
plejo en el que se mezclan, precisamente por la circulación de ideas,
operaciones comerciales o intercambios artísticos de procedencias
muy diversas y muy activas, por lo menos hasta 1530, dibujando
así un muy particular camino hacia lo que puede considerarse
pleno Renacimiento.
El libro está organizado en cuatro grandes capítulos. El prime-
ro analiza cómo el lenguaje del humanismo va llegando a la corte
de Castilla y a la de Aragón preparando el terreno para poder
desembocar en la plástica renacentista, y cómo ese lenguaje se va

12
El arte del Renacimiento español

asimilando tanto en Castilla como en los territorios de la Corona


de Aragón. El último epígrafe de este capítulo corresponde a la
época de los Reyes Católicos.
El capítulo II se inicia con la crisis castellana que se plantea a la
muerte de la reina Isabel y continúa con la regencia del cardenal
Cisneros, para ver en ese contexto el desarrollo del arte entre 1500
y 1526 (arquitectura, escultura y pintura).
El capítulo III corresponde enteramente al reinado de Carlos I,
explicando el carácter universal de esta monarquía y su incidencia
en el arte. Una vez más sobre el mismo esquema de arquitectura,
escultura y pintura.
El capítulo IV corresponde al reinado de Felipe II que, en con-
traposición a su padre, representa una mirada hacia el interior, una
apuesta decidida por la defensa de la fe y una aceptación del mode-
lo clásico que queda ejemplarizado en el monasterio de El Escorial.
A cada uno de los capítulos precede una introducción de carác-
ter histórico-cultural para ver cómo el arte de cada una de las épo-
cas se relaciona con los otros campos de la creación humanística,
como la literatura o el pensamiento.
Ediciones Encuentro me ha dado la oportunidad con este libro
de explicarme a mí misma y a los potenciales interesados en este
tema, sean alumnos universitarios o simples aficionados al arte,
todo este proceso histórico-artístico desde el punto de vista que,
sobre mi formación, me suscitaron las dos Exposiciones mencio-
nadas. Oportunidad que obviamente agradezco muy sinceramente.

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CAPÍTULO I

I.1. La cultura del humanismo y el lenguaje del Renacimiento

A finales del siglo XIII y sobre todo a lo largo del XIV se encuen-
tran en Occidente los síntomas y los presentimientos orgánicos de
una cultura nueva a la que es legítimo llamar laica, porque se aparta
más que se antepone a la cultura preexistente que es cristiana y ecle-
siástica: «Hubo, sí, cierta fractura entre la Edad Media y el Renaci-
miento hispánico aunque menos marcada que en Italia y también
más tardía si se excluyen los Estados catalano-aragoneses»1.
Lo cierto es que esos síntomas de esa nueva cultura generan un
movimiento cultural de extraordinarias posibilidades que, por fac-
tores diversos, marca en la historia de Occidente el comienzo de
los tiempos modernos. Movimiento que encuentra su conforma-
ción y su definición en Italia antes que en ningún sitio, pero que,
gracias a las circunstancias políticas, sociales y comerciales, además
de la circulación de personas e ideas que esas circunstancias impli-
can, se extendió rápidamente a otras cortes europeas, cada una de
las cuales aportó a esta nueva cultura sus propias particularidades.
Aun así, y desde el primer momento, independientemente del país
que se estudie, la nueva cultura tiene dos características fundamenta-
les: 1. La exaltación de la «dignitas homini», y 2. El convencimiento

15
Ana María Arias de Cossío

de revivir una época histórica que se había convertido en mode-


lo a seguir. Dos características que responden respectivamente a
dos conceptos: el de «humanismo» y el de «Renacimiento». Con-
ceptos que, como señala Batllori, no hay que entenderlos desde
un tiempo de límites fijos: «[...] los términos humanismo y rena-
cimiento no hay que entenderlos como referidos a un período
cronológicamente fijo, sino como una actitud común de pensa-
dores que desde comienzos del siglo XIV hasta finales del XVI en
todos los campos de la especulación intelectual asumen posicio-
nes acordes con la mutación del hombre en el paso del medioevo
al mundo moderno»2.
El término «humanismo» se ha aplicado siempre con plena liber-
tad a toda variedad de creencias, métodos y filosofías que colocan
su interés central en el campo humano. Sin embargo, el término se
utiliza con más frecuencia referido al sistema de educación que se
desarrolló en el norte de Italia durante todo el siglo XIV; un tipo
de enseñanza llevado a cabo por educadores conocidos como
«umanisti», que enseñaban literatura clásica y que provenían de la
«studia humanitatis», un curso de estudios clásicos que consistía en
gramática, poesía, retórica, historia y filosofía moral, en definitiva
unos estudios más o menos equivalentes a la «paideia» griega.
Para ver el cambio que suponía este tipo de enseñanza que se
empezaba a difundir por toda Europa, en relación con la ense-
ñanza medieval alojada en monasterios y universidades, basta
fijarse atentamente en la mutación que sufrieron las bibliotecas
monásticas, cuyo ejemplo más significativo es la del monasterio
de Clairvaux. El iniciador de este cambio es el monje Étienne de
Lexington, que llegó a su gobierno en 1245. Había estudiado en
Oxford y en París y era particularmente sensible al reproche de
ignorancia que se les hacía por doquier; además, estaba convencido
de que la cultura monástica fundada en la «lectio divina» no satis-
facía ya las nuevas necesidades intelectuales. Fue él mismo el que

16
El arte del Renacimiento español

con todos los permisos del Capítulo de la Orden inició la reforma


que estaba culminada pocos años después: «Esta nueva orientación
se percibe ya en los catálogos de 1399 que señalan la apertura de
Clairvaux a la literatura humanística [...]. La nueva biblioteca esta-
ba acabada en 1503, se construyó en estilo flamígero, una gran sala
de grandes ventanales, pupitres, en fin, una verdadera sala de lectu-
ra colectiva conforme al nuevo tipo de biblioteca inaugurada a
principios del siglo XV en el Colegio Sorbonne y que se extendió
por toda Europa. Así de san Bernardo a Erasmo, las bibliotecas
fueron pasando sucesivamente de la literatura monástica a la esco-
lástica y después al humanismo. Pocos establecimientos han refle-
jado mejor las etapas de la cultura occidental entre el siglo XIII y
el XVI»3.
A este tipo de enseñanzas humanísticas responden las fundacio-
nes de Colegios en Francia primero, en Inglaterra después y más
tarde en España. Su influencia fue enorme en el nuevo orden de
valores en toda Europa y ésa es otra de las razones, entre algunas
más, por las cuales el Renacimiento se considera un período histó-
rico nuevo.
Todo ello se concreta cuando el pensamiento grecolatino, dis-
ponible en un constante flujo de manuscritos redescubiertos o tra-
ducidos de nuevo (muchos de los cuales procedían de las bibliote-
cas monásticas), empiezan a proporcionar un enorme caudal de
información que, comparada con la que había proporcionado la
cristiandad medieval, resultaba fresca y muy cercana a la realidad.
A pesar de esta novedad, nunca insistiremos bastante en que el
nuevo período histórico que ahora se empezaba a gestar no iba a
significar en ningún caso una ruptura total con la Edad Media,
sino, más bien, una superación sobre los nuevos postulados que la
cultura clásica ofrecía. Esta nueva cultura es un extraordinario
vehículo de difusión europea en las relaciones de unos países con
otros, relaciones que eran al mismo tiempo comerciales, políticas o

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Ana María Arias de Cossío

artísticas, de manera que circulan por los mismos itinerarios las


ideas de los políticos o de los intelectuales humanistas, los objetos
que llevaban los mercaderes que eran libros, obras de arte u obje-
tos de colección... Todo ello recorre dobles caminos de norte a sur
o de este a oeste, unas veces por mar, otras por tierra y otras utili-
zando vías fluviales. En ese ir y venir se va conformando un mapa
de relaciones en el que pueden señalarse las ciudades que jugaron
un papel relevante en la difusión de esta nueva cultura humanística
y del gusto estético del Renacimiento que a ella correspondía. En
el norte de Europa ese papel lo ostenta Brujas, punto clave en esta
red de relaciones a través de la Liga hanseática, empujando las
novedades hacia el Báltico por el norte y por el sur y a través del
corredor del Rin, hacia puertos italianos como Génova o Mesina,
en la isla de Sicilia. Además, por la ruta marítima llegarían a los
puertos del norte de la península Ibérica y desde ellos a Castilla en
un intenso intercambio comercial y cultural de gran importancia.
En los territorios de la Corona de Aragón las ciudades más
importantes fueron Valencia, Barcelona y, desde mediados del siglo
XV, Nápoles. Todas iban recibiendo las novedades que indicaban
el cambio cultural, las asimilaban y, a veces, las transformaban diri-
giéndolas por un lado a Castilla que, como ha quedado ya indica-
do, tenía intensos contactos con Brujas y, por tanto, con los esta-
dos de Borgoña, y por otro lado al Mediterráneo oriental. En el
centro de toda esta circulación hay una ciudad de relevancia en este
proceso cultural, se trata de Aviñón, corte papal, que se relacionó
muy intensamente con todo este tránsito y que, en muchos casos,
sirvió de crisol de las distintas influencias que allí llegaban.
En el caso concreto de España la difusión de la cultura huma-
nística sigue las leyes de la historia y de la geografía: de Italia pasa
primero a los Estados catalano-aragoneses y después al reino de
Castilla. Como ha señalado Batllori: «El humanismo catalano-ara-
gonés de los antiguos estados de lengua catalana (Cataluña,

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El arte del Renacimiento español

Valencia y Baleares) y el del reino aragonés tienen un mismo ori-


gen histórico: los contactos políticos y literarios con Sicilia y
Nápoles desde los tiempos de Pedro el Grande (II de Cataluña y
III de Aragón) a finales del siglo XIII, hasta los de Alfonso el
Magnánimo y Fernando el Católico, a finales del XV; además las
conquistas en el Oriente bizantino en tiempos de Jaime II, en los
primeros años del siglo XIV, que se consolidan en los ducados de
Atenas y Neopatria. Finalmente los frecuentes contactos con las
nuevas corrientes culturales que se entrelazaban en la corte ponti-
ficia de Aviñón y que desde allí se expandían a distintos puntos.
Estos antecedentes junto a la frecuencia con que se sucedían los
grandes maestros de Rodas procedentes de Cataluña y Aragón,
explican por qué en cierto sentido el humanismo catalano-aragonés
haya sido antes helenista que latino»4.
Efectivamente se sabe que ya a mediados del siglo XIV Pedro el
Ceremonioso recomendaba a sus oficiales la conservación y el cui-
dado de la Acrópolis de Atenas, «siendo el antedicho castillo la más
preciada joya del mundo». Juan Fernández Heredia, gran maestre
de Rodas, estuvo en Oriente y también en Aviñón; allí estuvo ro-
deado de sabios griegos y se hizo traducir a Tucídides y a Plutarco,
a quien él mismo en sus obras históricas imita. Desde esos momen-
tos las bibliotecas regias y las de altos dignatarios de la Corte, y por
supuesto las de los eclesiásticos, se van enriqueciendo con obras
clásicas griegas y latinas y asimismo con las de los humanistas ita-
lianos, de ahí que en Cataluña ya en estos momentos iniciales se
conocía perfectamente a Virgilio; durante el siglo XV se conoció
también a Ovidio y, en cambio, Cicerón y Séneca interesan más
como moralistas que como literatos.
Por otra parte, la influencia de Dante es indiscutible en la lite-
ratura alegórica durante todo el siglo XV y, además, no puede pasar
inadvertido que la primera traducción completa de la Divina
Comedia en toda Europa es la catalana de Andreu Febrer, fechada

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Ana María Arias de Cossío

en el primer tercio del siglo XV. Ahora bien, la figura clave en los
dominios de la Corona de Aragón para servir de referencia en esta
tupida red de difusión de la nueva cultura fue, sin ningún género de
dudas, Alfonso V, llamado el Magnánimo, como veremos más ade-
lante.
Por lo que respecta a Castilla, cuya corona ciñeron durante
buena parte del siglo XV las indecisas cabezas de los Trastámara,
siempre manipulados por ambiciosos validos dispuestos a ampliar
su poder y sus riquezas a cualquier precio, empiezan a llegar los
primeros brotes de humanismo incluso antes de subir al trono Juan
II, el rey que junto a su esposa yace arropado por los vistosos enca-
jes de piedra que adornan sus sepulcros labrados por Gil de Siloé
en la Cartuja de Miraflores. Bajo su cetro las luchas internas, el
anarquismo de los nobles, la debilidad de la lucha contra el Islam y
un sinfín de desequilibrios encontraron su compensación en el
oasis de humanismo que hicieron posible sus poetas, sus historia-
dores y sus prelados.
Puede así decirse que toda la Corte estaba empapada de autores
de la Antigüedad, de poetas griegos y latinos y de las formas más
delicadas del primer humanismo literario que se había definido ya
en Italia. Basta repasar la Crónica de Juan II para encontrar la
mención de autores clásicos bajo la expresión de «los dignos de
eterna memoria» y el cronista engloba en este epígrafe a Tito Livio,
Suetonio, Plutarco, Lucano, Virgilio, Homero y, cómo no, Séneca,
el maestro del estoicismo cuya influencia en toda la Edad Media
castellana no se había interrumpido.
Durante todo este reinado la relación con Italia fue constante.
Juan de Mena fue «secretario de cartas latinas» del monarca, estu-
vo en Roma y es de suponer la importancia de este viaje para la
definición de nuestro primer Renacimiento. Leonardo Aretino
escribía al rey de Castilla epístolas impregnadas de conceptos
morales aristotélicos. El obispo de Burgos, Alonso de Cartagena,

20
El arte del Renacimiento español

conocedor del griego y del latín, traductor y comentarista de


Séneca, fue además político y embajador, amigo en Italia de Eneas
Silvio Piccolomini, que habría de ser pontífice bajo el nombre de
Pío II, y aquí, en España, fue también amigo de Pérez de Guzmán
y del marqués de Santillana5.
Toda esta erudición humanística tenía forzosamente que fijar un
perfil cortesano a la época, cuya línea podría trazarse señalando el
predominio de una poesía culta cuyos alegorismos descubren la
influencia de Dante y Petrarca y la existencia de unos escritores
que dan a su prosa y a su poesía un tono enteramente clásico. Todo
ello se mantiene durante el reinado de Enrique IV, cuya subida al
trono castellano lo que sí hizo fue agravar los revuelos y las intri-
gas de la nobleza y, si ahondamos en el fondo de aquella sucesión
de trágicos fracasos, veremos que la época no sólo dio pábulo a la
sátira personal y a la historia partidista, sino que explica de una
parte el mundo ideal que expresan las piezas de Gómez Manrique
y, de otra, el ambiente de tristeza universal, de la conciencia de la
vanidad de las pompas y dignidades del mundo que transpiran las
Coplas de Jorge Manrique. Ambas cuestiones indican que en el
plano del comportamiento humano también se producen cambios
propios de ese nuevo movimiento espiritual al mismo tiempo que
intelectual que impregna la época.
Esta amplísima red de relaciones diversa fue construyendo poco
a poco un nuevo lenguaje, primero cultural y enseguida figurativo.
Eso es lo que el profesor M. Natale ha llamado una «Koiné», len-
gua común, cuya primera fase aparece entre finales del siglo XIV y
principios del siglo XV, cuando las modalidades del gótico interna-
cional van llegando a tierras meridionales, en obras que se suceden
en fórmulas casi seriadas «que se materializan sobre todo en libros
miniados o en piezas suntuarias y en el campo de la pintura por el
abandono progresivo de la técnica del temple por el óleo. Esta
nueva técnica pictórica del óleo empezaba a tener enorme éxito en

21
Ana María Arias de Cossío

las numerosas obras de artistas flamencos que según fuentes anti-


guas existían en Italia y en España que respondían perfectamente a
las exigencias de los conceptos de ‘ars, varietas y expresio’ plantea-
das por los humanistas y los intelectuales cortesanos entre los cua-
les la pintura flamenca suscitaba un enorme interés»6.
Como ya quedó apuntado, en el plano del comportamiento
humano se produjeron también cambios propios de ese movimien-
to espiritual que ya se había inaugurado en las postrimerías del
siglo XIV y que también tendrá su reflejo en las artes plásticas y en
las letras. Uno de esos cambios es el sentido que se da ahora a la
muerte, un sentido desconocido para la tradición y el pensamiento
cristianos, ya que hasta este momento la muerte era para la cris-
tiandad la feliz entrada en la verdadera vida, un sentimiento que no
tiene nada que ver con el miedo ni con el horror y que sólo en el
peor de los casos se presentaba como un castigo consiguiente al
pecado original y subordinado al destino terrenal de los hombres.
A partir de ahora, los individuos empiezan a estar imbuidos de una
más personal meditación de sus sentidos, e indefectiblemente les
asalta un sentimiento de espanto y repulsa, de ahí el sentido de lo
macabro que en textos literarios rodea la representación de la
muerte, uno de cuyos ejemplos podía ser cualquiera de las diversas
representaciones de la danza de la muerte.
Sin embargo, este sentimiento de rebeldía y repulsa ante su
resignada aceptación no encuentra en las artes plásticas un correla-
to consistente, todo lo más podemos citar los batientes de una ven-
tana con la representación de La muerte y la vida [lám. 1] que, rea-
lizados en madera y procedentes de una casa segoviana del siglo
XV, se encuentran hoy en el museo de la ciudad. Aunque es un
relieve tosco, el escultor ha sabido plasmar la diferencia entre la
belleza de la vida y la fealdad de la muerte que señala el horror.
Es verdad que esto es un ejemplo doméstico pero indicativo de que
en el siglo XV así se presentía y se representaba la muerte.

22
El arte del Renacimiento español

Probablemente sea esto una de las pruebas, entre otras muchas,


para demostrar que la cultura del humanismo no rompió con la
cultura medieval, de hecho el espíritu cristiano plasmó en estatuas
y sepulcros expresiones serenas y casi felices, tal y como pueden
verse en los rostros de las figuras yacentes de los sepulcros escul-
pidos a lo largo del siglo XV y desde luego del XVI.
Indudablemente el arte de este incipiente humanismo discurrirá
por otro de los derroteros que le ofrecía la consideración de la muer-
te, ya que éste es también el momento en el que el individuo descu-
bre en ella un poder universal que se ejerce indistintamente sobre
todos los humanos, sea cual fuere su consideración social, y también
en este caso la literatura castellana nos deja una excelsa muestra en las
estrofas que Jorge Manrique escribió en las Coplas por la muerte de
su padre: «[...] allí los ricos caudales, allí los otros medianos e mas chi-
cos; allegados son iguales los que viven por sus manos e los ricos».
En relación con esta consideración de la muerte la sensibilidad
colectiva pronto realiza un giro en el plano escatológico y recurre,
con intensidad creciente, a una perspectiva de supervivencia distin-
ta a la tradicional: tal es el mito de la gloria que, evidentemente, no
se sitúa en la misma dimensión que el sentimiento de la muerte,
puesto que, lejos de igualar a todos, la gloria aparece siempre liga-
da a las élites laicas o eclesiásticas que, deseosas de proclamar su
fama, perpetuar su memoria y procurar la redención de sus almas,
encargan retablos donde se hacen retratar y, en fin, quieren ser
recordados entre los vivos como ejemplos de piedad, lealtad o sabi-
duría. De manera que en estos momentos de incipiente humanis-
mo, tal y como ha señalado F. Checa: «[...] uno de los factores más
activos en la penetración de las nuevas formas artísticas fue el mece-
nazgo [...]. El patrocinio de esta todavía pujante nobleza es esencial-
mente religioso y a menudo se confunde con el arte sagrado. Es en
las capillas funerarias donde se desarrollan unos programas de
enorme relevancia artística y cultural»7.

23
Ana María Arias de Cossío

Valga como ejemplo de lo expuesto el hecho de que don Álva-


ro de Luna, que fue el favorito del rey Juan II de Castilla desde
1420, aunque más tarde cayó en desgracia y murió en 1453 ejecu-
tado por orden del propio rey, se enterró con todo el esplendor que
correspondía al enorme poder que había acumulado durante tantos
años. Que don Álvaro de Luna quería transmitir a la posteridad un
mensaje de su poder y de su gloria resulta evidente y bastan dos
razones para explicar esa evidencia: la primera, la impresión visual
que el enterramiento produce en la Catedral de Toledo; la segunda,
el hecho de que, diez años después de comenzadas las obras, las iras
de una facción rival destruyen todo lo que se había construido para
acabar con semejante símbolo de ostentación; aun así, el poder y el
deseo de explicitarlo eran tales que se reconstruyó enteramente y
dos años después estaba terminado. El autor, Hanequin de
Bruselas, recién llegado a la ciudad, fue el responsable de esa mag-
nífica demostración de poder, creando en esta capilla, por sus
dimensiones y por sus riquezas decorativas, el primer ejemplo de
esa orgullosa opulencia abriendo con ello la competición en la que
inmediatamente participarían otros nobles y prelados.
Don Pedro Fernández de Velasco y su mujer doña Mencía de
Mendoza, condestables de Castilla, tomaron posesión hacia 1482
de una capilla en la Catedral de Burgos y comenzaron la construc-
ción de un edificio conocido como la capilla del Condestable. Su
arquitecto, Simón de Colonia, supo expresar a la perfección el
ostentoso programa que el condestable quería dejar a la posteridad.
Su intervención, desde las proporciones, la componente vertical del
edificio, las nervaduras y la bóveda, todo ello en permanente con-
curso con la luz, junto a la decoración que ideó para dar forma al
programa dentro del espacio de la capilla, forman un conjunto fas-
tuoso, difícil de olvidar, sin duda, y, desde luego, pone en eviden-
cia que quienes allí reposan en tan suntuosos sepulcros disfrutaron
en vida de un poder muy superior al del común de los mortales.

24
El arte del Renacimiento español

Además se completó tan brillante rúbrica de poder con un no


menos fastuoso ajuar compuesto por cuadros de devoción, objetos
litúrgicos de plata y oro, además de ornamentos sagrados igual-
mente ricos [lám. 2].
Mientras los artistas expresan de un modo inmediato el deseo de
supervivencia de sus clientes, los hombres de cultura cobran con-
ciencia de ello y empiezan a manifestarlo de forma refleja, de tal
manera que no es difícil encontrar también ejemplos literarios del
mito de la gloria: Pérez de Guzmán había escrito un largo poema
heroico que tituló «Loores de los claros varones de España», y
aunque desde un punto de vista literario sean mejores sus obras en
prosa, de entre ellas la que tituló Generaciones y semblanzas,
ambas responden a la misma intención. En esa misma línea, aunque
ya en el reinado de los Reyes Católicos, Hernando del Pulgar
publicaba en 1486 Los claros varones de Castilla. Cabe, pues, pen-
sar que estos autores además de cumplir su función literaria cum-
plían también una función retórico-social.

I.2. Las artes plásticas: Estados catalano-aragoneses.


Castilla y Nápoles

El reflejo de esta nueva cultura humanística en las artes plásticas


determina un proceso de lento cambio desde finales del siglo XIV
y sobre todo durante todo el XV, es decir, un proceso que se va
produciendo en el contexto del estilo internacional y de la arqui-
tectura gótica que le presta el marco en el que van apareciendo sig-
nos de cambio y novedad, al principio de manera muy tímida y,
conforme avanza el siglo XV, con mayor seguridad, hasta que al
final del siglo podemos hablar ya de un doble lenguaje plástico: el
gótico, como imagen de la monarquía, y los elementos renacentis-
tas, en el reducto de algunos nobles.

25
Ana María Arias de Cossío

Como es bien sabido, el estilo internacional resulta de la inte-


racción de dos focos activos de la pintura gótica, el francés y el tos-
cano, cuya confirmación, en virtud de unas circunstancias históri-
cas favorables, tiene lugar en la corte papal de Aviñón, instalada allí
definitivamente en el último cuarto de siglo XIV.
Fue entonces cuando la ciudad se transformó y se convirtió en
un centro internacional de gran prestigio en el que artistas france-
ses, italianos, flamencos alemanes o españoles se rinden al encanto
de esta nueva fórmula artística que, en función de esa intensa cir-
culación política, comercial o social a la que hemos aludido, se
extendió por toda Europa. Aviñón fue también durante el tiempo
que duró el cisma una ciudad de enorme significación económica.
Todo ello junto la preparó para que a mediados del siglo XV pudie-
ra servir, como ha quedado indicado, como crisol de las variadas
culturas que allí concurrieron, dando paso hacia la formación del
nuevo lenguaje artístico, especialmente en torno a los años de la
segunda y tercera décadas del siglo XV.
Entre los artistas que pasan o trabajan en Aviñón ese proceso
hacia el nuevo lenguaje es a veces imperceptible, pero, en líneas
generales, puede decirse que desarrollan una nueva fase pictórica
que mezcla la serena belleza de la pintura toscana, la elegancia cali-
gráfica de la pintura sienesa y la espiritualidad del gótico francés;
expresiones de gran sentido decorativo que atienden más a la belle-
za ornamental que a la fidelidad a la naturaleza o al modelo. Las
figuras comportan así una afectada cortesanía; los paños dibujan
siluetas de un complicado rebuscamiento curvilíneo; los fondos se
rellenan con paisajes convencionales ingenua y estilizadamente
escenográficos... A pesar de eso, o mejor dentro de estas caracte-
rísticas de artificialidad propia del estilo, empiezan a insinuarse
por influencia nórdica ciertas notas de un naturalismo incipiente
y, como tal, ingenuo, especialmente en los detalles cotidianos, que
cada vez aparecen en las composiciones con mayor frecuencia.

26
El arte del Renacimiento español

Por lo que respecta a la técnica, el signo de que algo empieza a cam-


biar es la progresiva sustitución del temple por el óleo. Dos cues-
tiones, el incipiente realismo y la técnica del óleo, que tienen
capital importancia para entender el proceso hacia el lenguaje
plástico del Renacimiento y que son perceptibles desde estos
momentos sobre todo en la pintura, cosa por otra parte lógica, ya
que la pintura es por su propia naturaleza una carrera abierta al
individualismo.

I.2.a. Reinos catalano-aragoneses

Probablemente fue en Cataluña donde empiezan a notarse los


primeros síntomas de ese nuevo lenguaje, lo que resulta lógico si
tenemos en cuenta su relación con Italia y también con la corte
pontificia de Aviñón. Por ello, y antes de iniciarse el siglo XV,
puede seguirse el rastro de ese proceso al recordar la obra de Ferrer
Bassa en la capilla de San Miguel del convento franciscano de
Pedralbes, que tiene indudablemente ascendencia sienesa, pero que
está realizado por el nuevo procedimiento del óleo. Algo más
tarde, ya a finales del siglo, Pere Serra llega en el retablo de la
Catedral de Manresa (1393), sin perder la estela sienesa, a una dis-
posición de las figuras mucho más clara, ganando en proporción y
en el naturalismo de sus gestos y revelando así otro paso en el pro-
ceso hacia el lenguaje del humanismo.
En los años de transición entre el siglo XIV y el XV, Luis
Borrassá mantiene un taller de gran actividad en el que se forman
muchos artistas de Valencia y de otros puntos de Cataluña, de
manera que el taller se convierte en el centro de una extensa red de
difusión decorativa. Borrassá tiene amplia clientela entre las cofra-
días y las órdenes religiosas y, además, fue uno de los artistas des-
tacados en la corte de Pedro el Ceremonioso y de sus sucesores.

27
Ana María Arias de Cossío

Ello equivale a decir que está activo en un momento en el que se


produce una auténtica emulación cultural de la Corte francesa.
Borrassá representa muy bien esta nueva tendencia y se identifica
con ella a la altura de los últimos años del siglo XIV (él muere en
1424), cuando realiza un altar para la cofradía de zapateros de
Manresa del que sólo queda una parte de la predella, que hoy día
está incluida en el retablo del Espíritu Santo, obra de Pere Serra. Se
trata de la escena del llanto sobre Cristo muerto, en cuya realiza-
ción se mezclan las influencias italianas con las maneras francesas,
especialmente de los miniaturistas.
Sin embargo el artista que culmina en Cataluña la primera
mitad del siglo XV fue Bernardo Martorell. De su obra se cono-
ce la documentada en sus últimos años, y entre ellas cabe desta-
car el políptico de la Transfiguración de la Catedral de Barcelona,
en el que el artista intenta templar el refinamiento de los minia-
turistas franceses con una súbita definición de volúmenes y una
no menos clara búsqueda de espacios perspectivos que descu-
bren el acercamiento a las maneras italianas, tal como se ve en la
Escena de las bodas de Caná [lám. 3]. En relación con este artis-
ta ya dijo Longhi en 19538 que era necesario señalar la enorme
modernidad del triunfo de la muerte, hoy en la Galería Regional
de Palermo, pues supone una utilización de técnicas diversas
como fresco, temple e incrustaciones, de tal forma que recuerda
a las grandes creaciones de la tapicería flamenca por el criterio
compositivo consistente en escalonar las figuras sobre un único
plano de profundidad, además de presentar una verdadera gale-
ría de tipos humanos, aunque todo ello, y a pesar de lo avanza-
do de la fecha, está ligado por lo que a la expresión se refiere al
mundo giottesco. A todo esto también podría añadirse como
indicio del cambio de sensibilidad del que hemos hablado y
como síntoma de incipiente humanismo el concepto mismo de la
muerte que expresa.

28
El arte del Renacimiento español

El otro gran centro geográfico de estos años fronterizos entre el


siglo XIV y el XV es Valencia, que era ya un puerto mediterráneo
importante en el que se había instalado hacía años una amplia colo-
nia extranjera de comerciantes y banqueros que habían dado a la
ciudad una extraordinaria pujanza económica, convirtiéndola en
un lugar atractivo para muchos artistas que llegaban a ella en busca
de sustanciosos encargos, muchos de los cuales constituían el orna-
to de numerosos edificios del gótico civil, como la Lonja o el
Ayuntamiento.
Quizá en estos años el artista de mayor prestigio a juzgar por el
número de encargos que recibe es un alemán al que en Valencia lla-
man Maçal de Sas, en realidad Marcelo de Sajonia. A él y a sus
colaboradores se les encarga el retablo de San Jorge (Museo
Victoria y Alberto de Londres), donde es preciso señalar el precio-
sismo narrativo, la estilización y la precisión del dibujo, notas
todas ellas características de la pintura del norte de Europa. Fue
artista muy apreciado en la ciudad y debió formar a otros artistas,
ya que en 1410 el Consejo municipal de Valencia le concede un
subsidio en agradecimiento a la labor didáctica que había desem-
peñado.
Trabaja también por estos años en Valencia Gerardo Starnina,
documentado en Valencia (antes había estado en Toledo) en 1395,
hasta 1401. Trabaja con dos pintores florentinos como él, llamados
Simone di Francesco y Niccolo d’Antonio y, unas veces solo y
otras con ellos, cubre abundantes encargos. En relación con Starnina
se suele estudiar al pintor Miguel Alcañiz, un artista local muy acti-
vo también en estos años y que hasta hace relativamente poco le dis-
putaba la paternidad de muchas obras, en las cuales se ve muy bien
un avance desde los goticismos de la época a la clarificación que
supone la todavía incipiente influencia de la pintura toscana.
De los territorios aragoneses en los siglos del gótico cabe decir
en primer lugar que suponen un momento histórico de plenitud

29
Ana María Arias de Cossío

especialmente en los territorios mediterráneos y no tanto en las


zonas del interior. Esa plenitud no se debe a las operaciones mili-
tares o políticas que generaron esos dominios mediterráneos, sino
más bien a su rápida conexión con las capitales artísticas de la
Europa del momento y al gusto por los objetos artísticos y sun-
tuarios salidos de sus talleres, que tienen gran actividad. Porque lo
cierto es que la Corona de Aragón no fue nunca una realidad
homogénea sino más bien compleja, porque mantenía la estructu-
ra política, jurídica y administrativa de cada uno de los reinos que
la integraban, siendo la Corona el nexo y la garantía de unión de
todas ellas. Por estas mismas razones, el camino que el arte arago-
nés sigue hacia el Renacimiento, aunque tiene factores de identi-
dad, éstos se circunscriben a la arquitectura mientras que en las
artes figurativas no es nada unitario.
Sin embargo durante los últimos años del siglo XIV, pero sobre
todo durante el XV, se observa igual que en Cataluña o Valencia
una intensificación del gusto por lo italiano, bien es verdad que
visto siempre a través de lo catalán y favorecido por la monarquía.
Por lo que se refiere a la pintura, Aragón no escapó a la influen-
cia de los Serra. Junto con ellos trabajó un artista local nacido en
Cariñena y llamado Lorenzo Zaragoza que, a su vez, trabajó en
Valencia. En todo caso el pintor más representativo de la pintura
italianizante es Ferrer Bassa, que junto a su hijo Arnau trabajó
para el rey Alfonso el Benigno. Sin embargo la labor de este artis-
ta hay que verla con el rey posterior, Pedro el Ceremonioso, para
el cual hizo retablos para las capillas palatinas de la Aljafería de
Zaragoza, aunque también trabajó para Barcelona, Lleida,
Mallorca o Perpiñán. La obra de Ferrer Bassa realizada en
Barcelona es el mural de la capilla de San Miguel en el monasterio
de Pedralbes, que tanto en la utilización del color como en la bús-
queda de espacios resulta muy cercana a los planteamientos de la
Florencia trecenttista.

30
El arte del Renacimiento español

En este momento transicional entre los dos siglos hay otros pin-
tores como Pedro Zuera, autor de algún retablo en la Catedral de
Huesca. Post destaca, en cambio, a Juan de Leví, y pone bajo su
nombre trabajos de cierta importancia como el retablo de Santa
Catalina en Toledo, otras pinturas en Tarazona y por último el
retablo de Santa Elena en San Miguel de Estella. Ciertamente son
pinturas de delicada caligrafía y canon de gran elegancia que quizá
puedan emparentarse más con los modelos sieneses que con los de
Florencia. Juan de Leví formó a otros pintores locales que prolon-
garon su internacionalismo hasta los últimos años de esa primera
mitad del siglo XV.

I.2.b. Castilla

Salvo en los detalles puntuales de carácter formal, que son los


primeros indicios del humanismo y que ya han quedado mencio-
nados, Castilla tardó algo más que los Reinos catalano-aragoneses
en ir adoptando el nuevo lenguaje artístico que lentamente llevaba
el arte español hacia el Renacimiento. Razones geográficas eviden-
tes explican que la influencia italiana llegase antes y con más fuer-
za a las tierras de la costa mediterránea que a las tierras de la mese-
ta. Aun así, fue llegando gracias a los maestros que venían de Italia
a cumplir algún encargo, como es el caso de Bernabé de Módena,
autor del políptico de la capilla de los Manueles en la Catedral de
Murcia, que contiene los retratos del infante don Juan Manuel y de
su hija doña Juana, luego reina de Castilla por su matrimonio con
Enrique II y, que por estos retratos, puede fecharse en torno al
1350, lo que indica que es obra juvenil del autor con claras refe-
rencias a la pintura sienesa de Duccio y de Lorenzetti.
Por otra parte ya ha quedado señalada la presencia de Starnina
en Castilla, desde donde regresa a Florencia en 1387 para volver en

31
Ana María Arias de Cossío

un segundo viaje a Valencia en 1395. De él dice Ceán Bermúdez


que encontró protección en la corte de Juan I de Castilla, quien
reinó hasta 1391. El nombre de Starnina se pone en relación con los
frescos de la capilla de San Blas en la Catedral de Toledo, que tie-
nen un aire toscano innegable en la vasta composición y los deta-
lles del paisaje indudablemente italianos, más concretamente giot-
tescos, por eso sorprendió en su momento el descubrimiento de la
firma de un pintor local, Rodríguez de Toledo, aunque Post seña-
lara, ya entonces, que esas pinturas no tenían un solo rasgo español
y que por ello debían incluirse en el ciclo del arte de un artista ita-
liano.
Así es como en estos últimos años del siglo XIV van llegando a
Castilla artistas italianos, pero también nórdicos, y éstos en mayor
número, bien sean pintores o escultores, que aseguran una conti-
nuidad en tierras castellanas de dos líneas de influencia. En los pri-
meros años del siglo XV parece que la influencia italiana se adelan-
ta a la nórdica, en el lenguaje de la pintura y la escultura se mezclan
las filigranas de la arquitectura gótica, propiciando una narración
que sobre todo en la escultura tiene cada vez más lejos la rigidez
como norma de expresión, tal como puede verse en retablos o
sepulcros de estos autores.
El nombre de Nicolás Francés y su relación con el retablo
mayor de la Catedral de León, que narra en sus tablas la vida de la
Virgen, muestra una evidente influencia italiana, notas narrativas
ingenuas que emparentarían por un lado con la literatura del
«dolce stil novo» y, por otro, con algunos aspectos del realismo
español. Sin embargo, la personalidad artística más importante en
Castilla durante la primera mitad del siglo XV es la del pintor
Dello di Nicola, llamado Dello Delli, y conocido en Castilla como
Nicolás Florentino. Nacido en Florencia y riguroso contemporá-
neo de fra Angelico o Paolo Ucello, entre otros artistas del primer
Quattrocento. Afortunadamente la obra más importante que Dello

32
El arte del Renacimiento español

Delli realizara en Castilla se conserva in situ, se trata del retablo


mayor de la Catedral Vieja de Salamanca, en cuyas tablas es fácil
adivinar el dominio del dibujo y del desnudo, además de una sol-
tura narrativa llena de deliciosos acentos y detalles naturalistas de
indudable ascendencia toscana. Sin ningún género de dudas se trata
de un conjunto de extraordinaria importancia que completa años
más tarde, en 1445, con el fresco del ábside en el que se representa
el Juicio Final, igualmente realizado en el aliento y la grandiosidad
que descubre su origen italiano. Ciertamente se trata de la obra flo-
rentina más importante que se conserva fuera de la ciudad del Arno
[lám. 4]. Un hermano de este artista, Sansón Delli, trabajó en Ávila
y Sevilla. En la vieja ciudad castellana, Sansón dejó pinturas mura-
les en el convento de San Francisco, atribuidas desde antiguo por
Gómez Moreno a este pintor italiano. Se trata también de un con-
junto narrativo con detalles de cotidianidad que revelan, dentro del
estilo internacional, un acercamiento a ciertos aspectos del inge-
nuismo quattrocentista que completa con escudos de la familia
Valderrábano, que debió financiar la obra.
Puede decirse, pues, que al llegar a la mitad del siglo XV y en el
contexto del gótico internacional han circulado ya por distintos
puntos de la Europa de la época indicios de una cultura que va
cambiando la mirada del mundo propia de la Edad Media. Ello es
así, además de por todo este intercambio de artistas y centros de
producción, porque el gótico no es sólo un estilo caracterizado por
las novedades en la solución de problemas arquitectónicos, sino
que es un tiempo animado de un espíritu nuevo que se refleja en el
cambio de vida; a un arte monástico sucede un arte laico, los mon-
jes son sustituidos por artífices, y al mecenazgo de los monasterios
se une ahora el de reyes y el de las ciudades prósperas que pasan a
ser centros de actividad económica y artística. Los reyes contribu-
yen a esta prosperidad de las ciudades y casi puede decirse que se
apoyan en ellas frente a la nobleza de corte feudal. De manera que

33
Ana María Arias de Cossío

reyes y ciudades son los constructores de las grandes iglesias del


gótico que ya no son patrimonio de una comunidad religiosa sino
de la ciudad. Poco a poco el arte va tomando un carácter más civil
o ciudadano si se quiere, aunque continúa casi siempre al servicio
de la religión. Se desarrolla ahora el arte de los retablos donde
intervienen pintores, escultores y entalladores, los artistas que los
realizan son laicos que viven en las ciudades agrupados en sus
correspondientes gremios, contratan con los clientes mediante
contratos escritos en los que se estipula minuciosamente las condi-
ciones de la obra: tema, plazos, pagos, etc. Los clientes son reyes,
nobles o burgueses que quieren hacer un acto de piedad decoran-
do una capilla que, además, les garantice la supervivencia después
de muertos al servirles, en algunas ocasiones, de enterramiento. No
pocas veces se hacen retratar en actitud orante, unas veces solos y
otras acompañados de sus familias.
Las leyendas o tradiciones piadosas mediante las cuales se cuen-
ta la vida del santo titular del retablo, tan extendidas en toda la Baja
Edad Media, son una cantera inagotable para ejercitar la imagina-
ción y la capacidad expresiva y compositiva del pintor cuya narra-
ción está llena de los incidentes de la vida diaria. Idéntico proceso
siguen las obras escultóricas no ya de retablos, sino también en los
sepulcros donde van proliferando imágenes cada vez más indivi-
dualizadas en rostros de figuras yacentes cada vez de volúmenes
más cuidados o como retratados en vida, como, por ejemplo, el
sepulcro de Martín de Arce en la Catedral de Sigüenza.
He aquí el impulso que lleva al artista por el camino de la obser-
vación de la vida que hasta ahora no había aparecido ni en la pin-
tura ni en la escultura de la Edad Media, todo lo cual fue incre-
mentándose conforme avanza el siglo XV, de manera que
adelantado el segundo tercio del siglo XV —cuando Italia ha alcan-
zado ya en sus creaciones artísticas una perfección extraordinaria—
en los reinos hispánicos confluyen en las artes plásticas elementos

34
El arte del Renacimiento español

nórdicos y mediterráneos para, como se ha dicho, ir conformando


el lenguaje del Renacimiento. Ello no quiere decir que en la Italia
del Quattrocento no se conociera perfectamente la dirección artís-
tica que había tomado Flandes, de hecho hay una importante cir-
culación de artistas entre el norte y el sur, pero en estos momentos
—tercera y cuarta décadas del siglo XV— en la península Ibérica
parece que tiene mayor peso la predilección por lo nórdico, predi-
lección que se acentuará en la época de los Reyes Católicos.
Tres puntos geográficos son en este sentido importantes:
Nápoles, Valencia-Barcelona y Castilla.
En Nápoles reina desde 1442 Alfonso V el Magnánimo, figura
fundamental en la difusión del Renacimiento por tierras aragone-
sas. Alfonso, cuando siendo un niño aprendió latín medieval, se dio
cuenta del esplendor del pasado, aunque este aprendizaje en reali-
dad sólo le valió para leer la Biblia y algunos libros sacros. Más
tarde se escribe un inventario de los libros que poseía en torno a
1417 en el que no aparecen demasiados libros clásicos y sólo algu-
na traducción no muy relevante. Fue su traslado a Aragón lo que
le acercó más a la cultura clásica pero, aun así, su viaje por el
Mediterráneo lo hizo con un bagaje muy básico. Sólo su política
mediterránea, incluso su cautiverio viscontiano, le convirtieron en
un buen conocedor de la cultura humanística; es bien sabido que le
impresionó el «studium» de Pavía y, sobre todo, la magnífica
biblioteca del castillo repleta de joyas bibliográficas. Además, nada
más llegar, los restos de la Antigüedad le cautivaron por completo
y le proporcionaron una fascinación que ya no le abandonó el resto
de su vida. Todo ello despertó sus ambiciones de príncipe huma-
nista; estudió en profundidad los clásicos y se hizo coleccionista de
monedas romanas, reuniendo unas piezas con las que podía rivali-
zar con los Médicis. Cuando llega como soberano a Nápoles en
1442, en el centro del Mediterráneo, la ciudad funcionaba como eje
cultural en torno al cual giraban los intercambios marítimos tanto

35
Ana María Arias de Cossío

comerciales como artísticos con las ciudades portuarias de la


Corona de Aragón; además, Nápoles se convierte en el lugar donde
se mezclan las influencias de vieja raíz entre la fachada oriental his-
pánica, el sur itálico, incluidas Cerdeña y Sicilia, con la Provenza,
que a su vez conectaba con la Borgoña y con Flandes. Al llegar a
Nápoles organizó tertulias a la manera de las academias florentinas
y romanas para discutir temas literarios o filosóficos y terminó
siendo un verdadero monarca del Renacimiento9. Por otra parte, su
llegada significaba la victoria sobre los aragoneses; para celebrarla
se preparó una procesión triunfal que organizaron los humanistas
de su círculo y lo difundieron mediante crónicas al resto de las
Cortes europeas.
Diez años después el propio Alfonso quiso conmemorar su vic-
toria dejando en la ciudad un testimonio permanente y suntuoso,
un arco triunfal, hecho en mármol de Carrara a la entrada de Castel
Nuovo. El arco en sí ya es una muestra de esa mezcla de culturas:
hay ecos de estilo catalán debido a la presencia en la ciudad de
Gillén Sagrera y Pere Joan, hay además una aportación adriática
por la colaboración de Pietro de Martino, oriundo de Milán aun-
que procedente de Dubrovnik, y el dálmata Francisco de
Laurana. Luego llegaron escultores que participaban del gusto
arquitectónico de Roma y algunos discípulos de Brunelleschi y
Donatello. Al mismo tiempo que Alfonso admira a los artistas ita-
lianos y flamencos se propone en cierta manera hispanizar
Nápoles, sin que ello suponga la quiebra con el vínculo nórdico,
antes al contrario, la mezcla refuerza sin duda la definición de este
lenguaje flamenquizante que se apodera también de los Estados
marítimos de la Corona de Aragón, como ha señalado E. Mira: «Es
muy probable que, en 1427, Ian van Eyck visitara Valencia con el
encargo de pactar las bodas entre Leonor, hermana del
Magnánimo, con Felipe el Bueno. La infanta Leonor estaba, sin
embargo, ya prometida a Eduardo de Portugal, y el duque de

36
El arte del Renacimiento español

Borgoña acabaría casando con Isabel, hermana del príncipe portu-


gués. Sin duda el Magnánimo conoció la pintura del brujense y se
sintió fascinado por ella»10. Se sabe que compró un tríptico del
maestro que pertenecía al embajador genovés, además de la tabla de
la Adoración de los Magos. No sólo eso, sino que algo más tarde
compra en Flandes varias obras de arte como la serie de los tapices
de la Pasión que había realizado Rogier van der Weyden. En
Valencia estaba activo en estos años de principios de los cuarenta
Jaime Baço, llamado Jacomart. Alfonso lo reclama en Nápoles,
donde estuvo activo varios años y adonde realizó su segundo viaje
en 1446, siempre en el séquito real. Luego vuelve a estar documen-
tado en Valencia, donde trabaja para la catedral y, cuando en 1458
muere Alfonso V, su hermano y sucesor Juan II le confirma como
pintor de la Corte hasta que muere en Valencia años después.
Independientemente de que Van Eyck hubiera estado o no en
España, sabemos que Alfonso V envía a Brujas en 1431 al tapicero
Guillén d’Ixelles y a Lluis Dalmau, que es quizá el pintor cuya
biografía se relaciona más directamente con la posible estancia del
pintor flamenco en España. Dalmau trabajó en toda la Corona de
Aragón, aunque probablemente era valenciano porque en un docu-
mento de 1428 se le nombra «pintor de la ciutat de Valencia».
Pocos años después, y llamándole «pintor de la casa del señor rey»,
se le otorgan cien florines de oro para ese viaje en compañía del
tapicero Ixelles. Con posterioridad vuelve a estar documentado en
Valencia y años más tarde se le llama «habitador de la ciudad de
Barcelona». En todo caso nos interesa resaltar aquí su única obra
documentada que en 1443 le encargaron los regidores de
Barcelona. Se trata de un cuadro que debía presidir la capilla de la
Casa de la Ciudad, la Virgen dels Consellers [lám. 5], hoy en el
Museo Nacional de Arte de Cataluña. El pintor la representa
entronizada con el Niño y adorada por seis consellers, cuyos retra-
tos son de penetrante realismo. Por toda una serie de elementos

37
Ana María Arias de Cossío

como los ángeles del fondo, los plegados de los paños y la compo-
sición en general se ve bien claro que Dalmau estuvo en Brujas y
desde luego que vio el políptico de San Bavón en Gante. Lo que
resulta realmente extraño es que a pesar de la excelencia de esta
obra se quedara como muestra solitaria, sin descendencia.
En Valencia está documentado también por estos mismos años
y procedente de Brujas un pintor, Luis Alimbrot, llamado tam-
bién «maestre lo flamench», artista que se había formado en el
taller de Van Eyck y que, junto a otros maestros, colabora en el peso
que lo flamenco tiene en España ya desde estas fechas, todo lo
cual conocía y compartía Alfonso V antes de entrar en Nápoles
como soberano, de ahí que requiriera el servicio de alguno de
ellos cuando, ya rey de Nápoles, decidió hispanizar de alguna
manera su reino.
En el campo de la escultura, entre finales del siglo XIV y los
años finales de la primera mitad del XV, puede seguirse un proce-
so similar al de la pintura y, aunque el avance hacia fórmulas ita-
lianas sea quizá más lento en líneas generales, en los Reinos de
Aragón y Cataluña existen piezas fechadas tempranamente que
remiten a modelos italianos, una de ellas señalada por M. Natale:
«El Arca de santa Eulalia de la Catedral de Barcelona [lám. 6], es
obra de un maestro de ‘partibus pisarum’, un seguidor de
Giovanni Pisano y de Tino di Camaino. Esta atracción no cede a
finales de siglo, como queda de manifiesto por la importante pro-
ducción de grandes grupos tallados en alabastro representando a
la Virgen con el Niño (Museo Nacional de Arte de Cataluña, ca.
1400) que todavía llevan la huella de los ejemplos de Giovanni
Pisano»11.
Otra obra muy temprana la señala el profesor F. Checa: «Entre
1417 y 1420, Julián Florentino esculpe para el trascoro de la
Catedral de Valencia doce relieves con escenas de la Pasión de
Cristo que podemos considerar como una de las primeras obras, y

38
El arte del Renacimiento español

quizá la primera, obra del Renacimiento en España. Los relieves de


Florentino imponen una visión de la figura basada en las leyes de
la proporción, en un naturalismo ajeno a las convenciones góticas
y un sentido racional del espacio inspirado con claridad en los
modelos ghibertianos, cuyos relieves del Baptisterio de Florencia
conocía sin duda su autor»12.
Tanto una obra como otra pueden considerarse, desde luego,
ejemplos aislados, porque lo que domina también en la escultura es
el modelo nórdico, presente en otros muchos autores como el ya
señalado G. Sagrera, artista llamado por Alfonso V a Nápoles, pero
que antes de partir ya había trabajado con modelos borgoñones.
Todo lo cual indica que a pesar de la relación política y comercial
que todo el Levante español mantenía con Italia, los modelos
escultóricos mezclaban ambas vías de influencia, de manera que
esos «ligeros toques de italianismo» conviven durante toda la pri-
mera mitad del siglo XV en los reinos de la Corona de Aragón con
los modelos franceses y de los Países Bajos e incluso ingleses, como
atestiguan los relieves y las esculturas en alabastro que llegan a
Aragón, Cataluña o Valencia, o bien vía artistas venidos de esas
procedencias o bien en piezas importadas de esos talleres.
En Castilla todavía es más importante el peso de la influencia
flamenca, ya que durante la primera mitad del siglo XV trabajan en
ella casi exclusivamente artistas extranjeros como Jusquin, que tra-
bajó en León y Tordesillas, muestras de un arte borgoñón perfec-
tamente asimilado. En Sevilla trabajó Lorenzo Mercadante de
Bretaña, de formación completamente flamenca, y en torno a él se
formó un grupo de escultores que en mayor o menor medida repi-
ten sus fórmulas flamencas. Entre esos maestros puede destacarse
a Nufro Sánchez, autor de la sillería de la catedral, o Pedro Millán,
del que puede señalarse su Llanto sobre Cristo, que procede de la
catedral y que fue vendido en Rusia como obra enteramente fla-
menquizante.

39
Ana María Arias de Cossío

I.2.c. La segunda mitad del siglo XV

Al inicio de la segunda mitad del siglo XV, con el fondo per-


manente de una arquitectura gótica, se mantiene en las artes figu-
rativas una duplicidad de expresiones que transcurren en los
territorios peninsulares de forma simultánea. Se trata, pues, de
un panorama artístico y, como ha señalado el profesor Checa,
«comienza a configurarse un modelo ecléctico en la recepción de
los diversos temas artísticos que será uno de los rasgos definidores
del cinquecento en España. La inexistencia de una verdadera polé-
mica entre los sistemas figurativos presentes en el debate artístico
de estos momentos no sólo se puede percibir desde el punto de
vista del mecenazgo, sino en pintores y escultores que indistinta-
mente utilizan elementos góticos y elementos de clara filiación
renacentista»13.
Efectivamente la obra de los grandes maestros de este momen-
to, y cuya actividad cubre también el reinado de Fernando e Isabel,
así lo evidencian. Alguno de estos artistas son Gil de Siloé, Jaime
Huguet, Fernando Gallego o Bartolomé Bermejo; además, como
los elementos góticos provenían del norte y llevaban ya tiempo asi-
milados por todos estos artistas, puede decirse que se designa esta
mezcla de elementos a partir de la segunda mitad del XV como
estilo hispano-flamenco.
El caso de Jaime Huguet (ca. 1412-1492) es paradigmático de
ese eclecticismo del que habla el profesor Checa; en su obra incor-
poró elementos flamencos, italianos e, incluso, del gótico interna-
cional. Fue a partir de 1480, en Barcelona, cuando se convierte en
el pintor predilecto de los gremios o cofradías para realizar reta-
blos en memoria de sus patronos, entre los cuales el más relevante
es el de san Abdón y san Senén (en la iglesia de Santa María de
Tarrasa). La tabla central, con la representación de los dos santos
titulares, desprende una elegancia cortesana en las figuras de estos

40
El arte del Renacimiento español

dos melancólicos caballeros cristianos que nos dejan ver lo más


exquisito y hondo de la espiritualidad medieval en esta obra (1461).
Se despide una época, es, sin duda, lo que Huizinga llamó, hace ya
muchos años, «el otoño de la Edad Media». En palabras de Joan
Molina: «En este conjunto, pese a demostrar cierta atención a los
problemas espaciales, Huguet concentra su mirada en las animadas
y coloristas figuras de los santos titulares y los protagonistas de las
escenas laterales, recreadas de acuerdo con unos preceptos a medio
camino entre el gótico internacional y el naturalismo flamenco»14.
Huguet, poco después de terminado este retablo en 1463, recibió
un encargo áulico del condestable don Pedro de Portugal, descen-
diente del conde de Urgel. Se trata de un retablo cuya tabla central
representa la Epifanía. Es concretamente esta tabla una de las obras
más depuradas de Huguet, donde aparece un intento de represen-
tar un fondo de paisaje, la Virgen con rostro de óvalo suave y sobre
todo las figuras de los magos, especialmente en el volumen y en la
magnífica representación de las telas. En el resto del retablo hay
mucha colaboración de discípulos y esta situación parece que fue
una constante, dada la profusión de encargos que el pintor recibía,
lo que hace que al lado de trozos de pintura que revelan la mano
del maestro, hay otros en los que no es difícil reconocer el trabajo
del taller en plena actividad.
El arte de Jaime Huguet ejerció una gran influencia en Cataluña
y en Aragón, siempre dentro de esa mezcla de elementos flamen-
cos, del gótico internacional y de italianismo, pero lo cierto es que
cuando en otros puntos de la Península se preocupan de solucionar
los problemas pictóricos que la pintura italiana ha puesto en vigor
referido a la perspectiva o al paisaje, los pintores catalanes se encie-
rran en el decorativismo del gótico final sin que la escuela progre-
sara y, en parte, impidiendo que se formara una escuela regional.
En Castilla la penetración del estilo flamenco se había produci-
do con mucha intensidad, y digamos que en este comienzo de la

41
Ana María Arias de Cossío

segunda mitad del siglo XV era prácticamente el modelo a seguir,


como evidenciaban innumerables obras anónimas cuya dependen-
cia de modelos flamencos es tal que puede sospecharse incluso que,
en bastantes casos, fueran obras realizadas en España por artistas
flamencos de poca relevancia, que aprovechando este creciente
favor al arte de su país se establecían en Castilla. Por eso interesa
mencionar a un pintor documentado al comienzo de esta segunda
mitad del siglo XV. Se trata de Jorge Inglés, que trabajó para don
Íñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, el famoso
poeta, bibliófilo y político de la corte de Juan II, que fue quien
encargó en 1455 un retablo para la iglesia del Hospital de Buitrago
y del que interesa destacar, sobre todo, los retratos del Marqués y
de su esposa doña Catalina de Figueroa (hoy en la Colección del
Duque del Infantado), no tanto porque representen una cercanía a
la pintura italiana, antes al contrario, responden por completo al
estilo flamenco típico de la Castilla de esta época, sino porque son
clara expresión pictórica del mecenazgo que, como ha quedado
indicado, fue factor de importancia capital para que, andando
el tiempo, se introdujeran las nuevas formas artísticas del
Renacimiento. En segundo lugar porque el nombre de Jorge Inglés
aparece así ligado al clima de humanismo e interés por los escrito-
res clásicos que se vivió en la corte de Juan II. Sin duda el primer
marqués de Santillana supo transmitir a sus descendientes el inte-
rés por el arte y las novedades que en él se iban produciendo, de tal
manera que no se puede hablar de Renacimiento español sin decir
que los Mendoza fueron los introductores de las formas italianas,
bien llamando a artistas italianos, bien apoyando a los artistas que
desde España empezaban a olvidar los rasgos flamenquizantes para
adentrarse en la suavidad de las formas italianas del Cuattrocento.
Un maestro anónimo pintó varias tablas para el monasterio de
Sopetrán, entre las cuales hay un retrato (Museo del Prado) de una
figura orante que parece ser el primer duque del Infantado, hijo del

42
El arte del Renacimiento español

anterior, y aunque el retrato depende por completo de los modelos


flamencos y está hecho con una ingenua perspectiva, es muestra de
que el mecenazgo no se interrumpió y además de que este tipo de
retratos se puso de moda entre la aristocracia española al mediar el
siglo XV.
Fernando Gallego (ca. 1440-ca. 1507), pintor castellano, es pro-
bablemente el representante más brillante de la pintura hispano-
flamenca que tanta fuerza tiene en Castilla, donde trabajó muchísi-
mo. Había nacido en Salamanca, que es el centro de sus actividades.
El primer dato documental que se conoce es de 1468, en que cons-
ta estar trabajando en la Catedral de Plasencia. Esta fecha hace bas-
tante verosímil la de su nacimiento, supuesta en 1440, y el período
transcurrido entre esta fecha y la del primer encargo son los mis-
mos que median entre las luchas aristocráticas contra don Álvaro
de Luna hasta la proclamación de Isabel como reina de Castilla.
Los datos biográficos del pintor son escasísimos. Queda fuera
de toda duda que se formó en el ambiente flamenco de esos días y,
aunque puedan señalarse analogías con distintos maestros, no
resulta menos evidente que pronto fundió todas esas posibles
influencias en un estilo propio de enorme personalidad. Sus obras
tempranas ponen de manifiesto ese entusiasmo por la pintura fla-
menca, y pueden citarse entre otras la tabla que representa la Misa
de san Gregorio (Colección Gudiol, Barcelona) y también la
Piedad (Colección Weibel, Madrid), ambas de una geometría muy
dura, de composición sencilla pero ya desde estos momentos con
un estilo hecho. Sin embargo, lo que interesa destacar de
Fernando Gallego en relación con este humanismo incipiente es
la decoración de la bóveda de la Librería de la Universidad de
Salamanca, tema único en la España de la época y rarísimo en la
Europa coetánea. Decoración que en técnica mixta (óleo y tem-
ple) inicia a partir de 1479, fecha en que se cierra la bóveda.
Corresponde, por tanto, a la etapa de plenitud en la que Fernando

43
Ana María Arias de Cossío

Gallego había alcanzado gran prestigio. Gudiol señala que «la


bóveda estaba dividida en tres segmentos, separados por dos arcos
perpiaños de cantería». Para esta decoración de tema astrológico se
había sugerido el nombre de Pascual Ruiz de Aranda, catedrático
de Filosofía Natural, como la persona que proporcionó al pintor el
programa iconográfico a desarrollar, pero en opinión de Ángela
Madruga, «a éste había que unir los nombres de las dos primeras
autoridades académicas, el rector, Rodríguez Álvarez, y el maes-
treescuela Gutiérrez Álvarez de Toledo, hombres de profunda cul-
tura y amplios saberes. También papel fundamental creo que ten-
drían E.A. de Nebrija, que ocupaba la cátedra de Gramática y que
publicaría sus Introductiones latinae en 1481, y, sobre todo,
Fernando de Fontiveros, titular de la de Astrología desde 1475, año
en el que sucedió a Diego Ortiz de Calzadilla, hasta 1482, cuando
fue ocupada por Diego de Torres, astrólogo, médico y consejero de
los Reyes Católicos. Tampoco debemos olvidar la importancia
capital que para el conocimiento de la astrología tuvieran las ense-
ñanzas y escritos del salmantino Abrhan Zacut (1452-c. 1515),
quien siempre mantuvo estrecha relación con el Estudio, aunque
por su condición de judío no perteneciese nunca al claustro»15. Las
pinturas de esta bóveda, que se conservan pasadas a lienzo en las
Escuelas Menores, significan dentro de la obra de Gallego una
superación efectiva de ese marcado acento flamenco que tienen sus
obras de carácter religioso y un intento de composición que se
acerca a un ingenuo quatrocentismo. Sirva de ejemplo la figura
femenina que representa el signo zodiacal de Virgo, quizá la figura
mejor lograda, aunque en todas acertó con la expresividad que
correspondía con su símbolo; es el caso, por ejemplo, de las cabe-
zas que representan los Cuatro Vientos, fuertemente individualiza-
das, muestra de un realismo que nace de la observación directa. El
conjunto del Cielo de esa bóveda debió de ser espléndido [lám. 7]
a juzgar por lo que ha quedado y por los diversos testimonios de

44
El arte del Renacimiento español

quienes todavía dentro del siglo XV la conocieron, como Münzer


o Lucio M. Sículo entre otros. Finalmente y con relación a estas
pinturas, lo importante es en primer lugar su singularidad en el
panorama de la España del momento, además de su significación
como unión de arte, ciencia y cristianismo, todo ello como testi-
monio de las ideas humanísticas que, sin duda, ya circulaban con
normalidad por las aulas de la Universidad salmantina.
Con la figura de Fernando Gallego y la pintura de este cielo en
la biblioteca de la Universidad hemos entrado en el último tramo
del siglo XV, el que corresponde al reinado de Fernando e Isabel.

I.3. La época de los Reyes Católicos

La época que presiden los Reyes Católicos es decisiva en la his-


toria de España no sólo porque se inauguran los tiempos moder-
nos, sino también porque los acontecimientos políticos que en ella
se suceden marcan el papel de la monarquía española para mucho
tiempo. La unidad peninsular bajo una misma dinastía hizo pro-
gresos importantes como la anexión de Navarra y la conquista de
Granada. Todo ello se acompañó por las directrices de una política
internacional que sentó las bases de la hegemonía española en
Europa durante el siglo XVI. Al mismo tiempo, el descubrimiento
de América en 1492 señalaba los comienzos de la expansión hispá-
nica en el Nuevo Mundo. Se consolidan así las líneas de la política
exterior de este reinado, que, a su vez, tienen un paralelo en la polí-
tica cultural. Por un lado, se consolida la ruta del Cantábrico-Mar
del Norte-Flandes que, como hemos visto en epígrafes anteriores,
se había ido construyendo a lo largo del siglo XV; es la ruta del
comercio lanero, con sus importantes consecuencias en el campo
artístico. Por otro, la ruta Atlántico-Islas Canarias-Nuevo Mundo,
que abre la nueva vía de comercio y conocimiento a un mundo

45
Ana María Arias de Cossío

hasta entonces inédito. Y, por último, la ruta catalano-aragonesa, la


ruta mediterránea, proyección exterior de la Corona de Aragón
que posibilita ahora la constante relación con la Italia del humanis-
mo renacentista cuyas claves estéticas van a ir llegando al arte espa-
ñol de manera continuada. Además esta época se vio favorecida por
una situación económica mucho más favorable que en años ante-
riores y ello produjo una estabilidad social que dejaba atrás las
convulsiones que presidieron toda la primera mitad del siglo XV.
Los nobles, que se habían mostrado tan levantiscos, renunciaron a
sus apetencias políticas logrando a cambio la consolidación de su
enorme poder económico y social.
Sin duda los hechos culminantes de este reinado, la conquista de
Granada o el descubrimiento de América, preparan los destinos de
la España del siglo XVI y provocan una alegría nacional y una exal-
tación de poder que quizá podamos ver reflejados en el derroche
decorativo de nuestro primer Renacimiento, que ha de verse como
una singular y peculiar adaptación de los elementos góticos y
moriscos. No obstante, y tanto desde un punto de vista político
como desde un punto de vista cultural y desde luego artístico, la
época de Isabel y Fernando ofrece un doble plano de contempla-
ción: es cierto que se logra la unidad peninsular, pero con ella acaba
entre nosotros la presencia musulmana, se expulsa asimismo a los
judíos y por último en 1502 a los mudéjares granadinos. Estas
expulsiones asestan un duro golpe a la economía y, por supuesto,
se pierde un rico caudal de influencias culturales y artísticas.
Terminó así la triple morada de la España medieval en la conviven-
cia de las tres religiones que tantos frutos intelectuales y artísticos
había proporcionado. Se hizo de este modo en aras de evitar disi-
dencias religiosas que la Inquisición se encargó de eliminar para
salvaguardar la unidad de la fe en torno a la Iglesia católica,
preparando así el papel protagonista que España tendría en la
Contrarreforma y en las guerras de religión del siglo XVI.

46
El arte del Renacimiento español

Por otra parte el descubrimiento de América abre una serie de


posibilidades de toda índole, pero al mismo tiempo que la Corona
se empeña en esta ambiciosísima empresa empiezan a surgir los
lados oscuros de la misma.
Se inicia a partir de ahora, como queda dicho, una relación
constante con Italia y en este contexto la introducción de la
imprenta juega un papel cuya importancia no hace falta poner de
relieve. Esa relación constante con Italia lleva indefectiblemente a
la plena incorporación del humanismo renaciente a la tradición
nacional, de manera que en todos los aspectos de la actividad inte-
lectual podemos señalar una permanente oscilación entre la fuerza
de la cultura medieval y el estímulo que suponía la novedad del
Renacimiento. Baste para demostrar lo que digo algunos ejemplos
en distintos campos de la creación: La Celestina, obra cumbre del
período, da cabida en sus páginas al mundo medieval del amor
imposible, al del castigo ejemplar por el pecado y a la exuberante y
lozana tendencia del Renacimiento en la descripción de las pasio-
nes exaltadas y gozosas como nuevas costumbres; al sentido neo-
platónico del «eros» y a la hechicería propia del final de la época
gótica.
La Universidad de Salamanca empezaba por estos años a vol-
verse permeable a las nuevas corrientes culturales y a las demandas
de una sociedad en proceso de transformación. Es la Universidad a
la que llega Nebrija, maestro eminente en las disciplinas clásicas y
abierto al conocimiento de otras materias que despertaban en sus
aplicaciones enorme interés, como es el caso de la astronomía, aso-
ciada en la universidad salmantina a una personalidad de excepcio-
nal relieve, A. Zacut, en la que eran evidentes las mejores esencias
de la tradición hispano-judía medieval. En este contexto es en el
que Nebrija publica El arte de la lengua castellana y comenta que
en sus enseñanzas sacaba la novedad de sus obras de la sombra y
las tinieblas escolásticas a la luz de la Corte...

47
Ana María Arias de Cossío

Dos ámbitos diferentes en la propia universidad nos ofrecen la


expresión plástica de esa confluencia de lo medieval y lo renacien-
te; o, como prefiere llamarlo V. Nieto, indefinición estilística. Así
la fachada es, en realidad, igual a las fachadas-retablo característi-
cas del gótico de los Reyes Católicos y la decoración en la que no
hay desde el punto de vista estructural ningún elemento gótico. Lo
que ocurre es que la tipología tradicional está sometida o más bien
enmascarada por una decoración italiana organizada en cierta
manera con una cierta proporción que dista mucho de ser la clási-
ca. En su interior otro ámbito renacentista, el de la librería del
Estudio pintada por Fernando Gallego, el pintor que lleva el estilo
hispano-flamenco a su culminación y en la que lo de menos es que
puedan encontrarse italianismos, ya que lo realmente importante
por la novedad que supone es que la iconografía parte de grabados
científicos de la Antigüedad, cuyas materias se estudiaban ahora en
las aulas, tal como hemos comentado en el epígrafe anterior.
Por otra parte, la gestación del Estado moderno impulsado por
los Reyes Católicos obliga a los nobles a reorientar sus proyectos
en relación con su prestigio y su gloria y en este sentido ya no eran
válidas las abstracciones del escolasticismo, como lo habían sido
veinte años atrás, y, en cambio, la concreción y la evocación que
proporcionaban las humanidades resultaban atractivas y ofrecían
nuevos cauces para la expresión. A la altura de los años ochenta de
este ajetreado siglo XV, eso lo sabía muy bien don Pedro González
de Mendoza, hijo del marqués de Santillana y en su juventud estu-
diante en Salamanca, donde por encargo de su padre había «vuelto
a nuestro castellano idioma» los cantos de la Ilíada que Pier
Cándido Decembri había dedicado al rey Juan II de Castilla. A esta
traducción añadió don Pedro otros apéndices para su comprensión
y un tratado de las instituciones romanas pero, sobre todo, una des-
cripción de «las principales partes e espacios de las tierras del
mundo». Este libro de Decembri descubre, en el que sería andando

48
El arte del Renacimiento español

el tiempo gran cardenal, un manifiesto interés por la geografía ya


desde sus días de estudiante en Salamanca, y es de suponer que esa
afición influyera en el decidido apoyo que prestó a la empresa
colombina16.
En 1452, y con veinticuatro años, además de protegido por su
poderoso linaje, don Pedro entra en la corte de Juan II, donde sólo
permaneció dos años, permanencia corta pero extraordinariamen-
te provechosa a tan clara inteligencia. Tuvo tiempo de ver degollar
a don Álvaro de Luna y es posible que ya entonces meditara sobre
las maniobras políticas en provecho propio. Pero sobre todo tuvo
la posibilidad de relacionarse con humanistas notables con los que
discutiría de temas artísticos, políticos o de autores clásicos.
Muerto Juan II estuvo veinte años al servicio de Enrique IV, en los
que, al decir de Layna, «partiendo de la experiencia se aplicó a
observar, deducir y aprender en cabeza ajena, a no dejarse engañar,
a confundir a los demás, manteniéndose siempre con decoro y dig-
nidad y a procurarse beneficios económicos sin llegar al deshonor.
Si había recogido el ejemplo de don Álvaro de Luna no fue menor
la experiencia que recibió del taimado marqués de Villena»17. Pero
la brillante carrera cortesana del cardenal culminó en el reinado de
Fernando e Isabel, en cuya corte tuvo hasta su muerte en 1495 una
actividad extraordinaria y en la que se le otorgaron toda clase de
privilegios. En sus gestiones de gobierno «anduvieron siempre tan
incorporadas y juntas sus acciones con las de los Reyes a quienes
sirvió que aparecían como un mesmo asunto y argumento. Nada
tiene de extraño, por tanto, que le denominaran tertius Hispaniae
Rex: el tercer rey de España»18. Hacia 1480 decía Nebrija que «era
por entonces en Castilla el cardenal Mendoza no sólo el primero de
los prelados sino el primero de los mecenas y el patrono especial de
las letras». Efectivamente, el gran cardenal Mendoza quiso ser
recordado por una obra, un colegio que sirviera de albergue a jóve-
nes sin fortuna dispuestos a consagrarse al estudio con su capilla,

49
Ana María Arias de Cossío

sacerdotes, dotado de rentas y gozando de beneficios. Teniendo en


cuenta que no existía en Castilla más colegio mayor que el San
Bartolomé de Salamanca, el suyo sería el segundo. Como es sabi-
do, para su ubicación eligió la ciudad de Valladolid. El colegio se
puso bajo la advocación de la Santa Cruz, acorde con su título car-
denalicio, y la condición precisa para ingresar en él era la de care-
cer de recursos económicos19. La incesante actividad del cardenal
retrasó la construcción algunos años y la fábrica inicial se hizo con-
forme a un primer trazado que algunos historiadores atribuyen a
Enrique Egas, pero fuera quien fuera el autor lo que interesa des-
tacar como indicativo de que el Renacimiento italiano había pene-
trado ya en Castilla es el hecho de que cuando en 1488 el cardenal
visitó las obras de su Colegio le desagradaron profundamente y
consideró el estilo miserable: «Don Pedro González de Mendoza
amaba todo cuanto significaba grandeza y magnificencia, y poseía
el ansia de escalar las alturas de la fama para poder pasar a la pos-
teridad dejando el asombro de su personalidad y de sus obras [...]
no derribó el cardenal Mendoza la obra ya ejecutada pero tampo-
co la prosiguió en el estilo que se levantaba. Era de un gótico
estructural limpio y sin condescendencia alguna de ornamentacio-
nes entonces al uso»20.
Por eso lo construido debió parecerle al cardenal, imbuido
como estaba de la literatura clásica, «corto y miserable» y fue
entonces cuando decidió que aquella austera fábrica gótica se enga-
lanara con nuevos y vistosos elementos renacentistas; el arquitecto
elegido fue Lorenzo Vázquez de Segovia, y es en este sentido en
el que hemos de ver al gran cardenal como introductor del
Renacimiento en Castilla, o más bien de las formas renacentistas, y
al arquitecto elegido como el primero que trabaja en el nuevo esti-
lo. De manera que cuando Valladolid veía alzarse con legítimo estu-
por los alardes de la fachada de la iglesia de San Pablo, o el vecino
colegio de San Gregorio, para el estudio de la Teología, el cardenal

50
El arte del Renacimiento español

Mendoza encargaba a Lorenzo Vázquez la construcción del


Colegio de Santa Cruz [lám. 8], con el que llegan las formas tosca-
nas con inmediatos modelos boloñeses, cuya elegancia y sobriedad
contrastan con la exuberancia del Renacimiento lombardo que
tanta influencia tendría más tarde en Castilla. Aquí aparece por pri-
mera vez, y en la vecindad de las últimas obras góticas, la sillería
almohadillada, como cualquier palacio florentino, la portada de
columnas y pilastras recamadas de finos grutescos y, lo que toda-
vía es más novedoso, los primeros capiteles italianos. En el tím-
pano de la portada principal el gran cardenal se arrodilla ante
santa Elena, aunque todo ello todavía organizado como si de un
retablo se tratara.
Así fue como este edificio que lleva los primeros alientos tosca-
nos en pleno reinado de Fernando e Isabel quedó prácticamente
como el primer ejemplo de la arquitectura española del Rena-
cimiento. Su arquitecto quedó ligado a la familia de los Mendoza,
levantando para varios de sus miembros, como veremos más ade-
lante, fábricas de esta misma pureza toscana pero ya dentro del
siglo XVI.
La llegada del lenguaje del Renacimiento italiano a la escultura
de la Corte de los Reyes Católicos está también ligada a la familia
de los Mendoza, ya que con ella aparece relacionado Domenico
Francelli. Escultor italiano nacido en Settignano en 1469, pertene-
cía a una familia de escultores, y se sabe poquísimo de su vida antes
de venir a España y nada de su obra italiana, aunque se supone que
se formó en Mantua con Luca Francelli, «esto explicaría la exqui-
sita finura y el relieve casi plano de sus ornamentaciones»21. Sin
embargo, Gómez Moreno piensa que Domenico Francelli estuvo
en Roma, donde pudo estudiar los sepulcros papales del Pallaiolo
y de A. Bregno. En todo caso, lo que parece evidente a la vista de
sus obras españolas es su cercanía a B. de Maiano, sobre todo por
su relieve poco pronunciado y muy primoroso, y también se

51
Ana María Arias de Cossío

encuentran en su obra relaciones con Desiderio de Settignano. Sea


como fuere, una de sus obras más conocidas, la primera realizada
en España, es un encargo del conde de Tendilla, don Íñigo López
de Mendoza, que había vivido muchos años en Italia. Se trataba del
sepulcro de su hermano don Diego Hurtado de Mendoza en
Sevilla. Con esta obra entra en España el tipo de sepulcro adosado
característico del Quattrocento italiano. Por él se reparten, lejos de
las abigarradas decoraciones góticas, ménsulas, guirnaldas, horna-
cinas aveneradas y todo un repertorio decorativo expresado con
gran calidad y singular armonía, todo lo cual constituye un noble
cobijo a la estatua yacente revestida de pontifical22. Se sabe que el
artista vino a Sevilla en 1510 a inspeccionar su colocación, y ya
desde entonces mereció el más amplio respeto en la ciudad. Ceán
Bermúdez recuerda que el Cabildo catedralicio sevillano, por
acuerdo del 18 de marzo de 1510, llegó a enviar comisionados para
hablar con el «florentin que hizo el enterramiento del cardenal don
Diego Hurtado, para ver si podían detener que no se vaya e que
quede para hacer otra para la iglesia»23. Todavía la Corte encarga al
conde de Tendilla que busque artista para el sepulcro del primogé-
nito de los Reyes Católicos, el príncipe don Juan, que había sido
inhumado en Santo Tomás de Ávila y al que la reina Isabel desea-
ba labrar una tumba de mármol. El conde de Tendilla vuelve a
hacer el encargo a Domenico Francelli, que realizará la obra unos
años después, dando un paso más en la introducción de las formas
del Renacimiento italiano en España. Se trata ahora de un sepulcro
exento, con las paredes en talud y con la figura del joven príncipe
yacente de una delicadeza en todas sus ornamentaciones y detalles
plenamente italianos, que constituyen un pórtico de nuestra escul-
tura renacentista ciertamente magnífico [lám. 9]. Por los mismos
años, Gil de Siloé trabajaba en las tumbas de Juan II y su esposa
Isabel de Portugal en la Cartuja de Miraflores de Burgos. Se ter-
minaron en 1493, el Rey había muerto en 1454, pero la Reina le

52
El arte del Renacimiento español

sobrevivió hasta 1496. La originalidad de las tumbas es que adop-


tan la forma de un polígono estrellado, y se supone que la idea pro-
cede del mundo mudéjar, según propone Gilman Proske, pero lo
que es evidente es que toda la labor escultórica es extremadamente
realista, tanto que parece una exageración al lado del naturalismo
borgoñón. Otra prueba más de la convivencia de dos lenguajes
artísticos. La tumba realizada por Francelli saluda una época, y la
de Gil de Siloé la clausura.
Idéntica dualidad encontramos en la pintura de la época. Es
sabido la predilección de la reina Isabel por la pintura flamenca, de
la que reunió un gran número de tablas y lienzos en su famosa
colección, una parte de la cual se expone en la capilla Real de
Granada. Ocurre, sin embargo, que, como señala Pilar Silva, no es
posible conocer el número total de pinturas que componían la
colección de pinturas de la Reina y, además, sólo en pocos casos
la documentación sirve para identificar a sus autores. Éstos no
siempre fueron extranjeros y por supuesto no sólo se trata de obras
de carácter religioso, sino que había retratos y obras de carácter
histórico relativas a la guerra de Granada24. Lo que sí es cierto es
que si se trata de hacer valoración general de la colección puede
decirse que predominan los pintores flamencos a los que acude
cuando el encargo regio se considera importante, por ejemplo
retratos de sus hijos.
Entre los artistas extranjeros que fueron pintores de la Reina
está un Melchor Alemán de quien no se conoce más que el nom-
bre. Mucho mejor conocido a través de documentos es Antonio
Inglés, pintor de retratos que acudió a la corte de los Reyes
Católicos formando parte de la embajada inglesa que llegó en 1489
para solicitar la mano de la infanta Catalina para el príncipe de
Gales. El pintor no regresó con la embajada sino que se quedó en
la Corte para trabajar como pintor hasta 1490, y la documentación
demuestra que se le hicieron pagos por «las pinturas del príncipe y

53
Ana María Arias de Cossío

los Infantes». Otros pintores de la Corte fueron Michel Sittow y


Juan de Flandes. El primero fue pintor de retratos fundamental-
mente, y a su mano se debe el bellísimo retrato de Catalina de
Aragón que está en el Kunsthistorisches Museum de Viena. Juan
de Flandes ocupa lugar destacado entre los pintores de la reina
Isabel, documentado en Castilla desde 1496, en que está pintando
para la Reina. Hemos de suponer que llegó unos años antes, pues
en tal año está pintando el políptico de Isabel la Católica, serie de
cuarenta y siete tablitas que aparecieron al morir la Reina en el
Castillo de Toro. De esas cuarenta y siete se conservan veintisiete.
El grupo más numeroso pasó a la Corona española y se conservan
en el Palacio Real de Madrid. Dos de esas tablas están inventaria-
das desde 1516 a nombre de Sittow, y el resto parecen ser todas de
Juan de Flandes. En su estilo se mezcla una ejecución casi de dibu-
jo miniaturístico y una policromía armónica y delicada, con un
sentido espacial que podemos considerar renacentista, con detalles
de arquitectura o paisaje que nada tienen que ver con la pintura de
la Edad Media, por ejemplo, la tabla que representa Los imprope-
rios [lám. 10]. Cuando muere la Reina, Juan de Flandes está traba-
jando en el retablo mayor de la Catedral de Palencia, afortunada-
mente conservado in situ y, sin duda, uno de los mejores conjuntos
de pintura de los años iniciales del siglo XVI que puedan verse en
España. En realidad de la vida de Juan de Flandes se sabe muy
poco, ni de su formación ni sus obras antes de llegar a España, ni
para qué ni por qué vino, y en este sentido no está de más recordar
la suposición que hacía Elisa Bermejo al decir que la estancia en
Palencia, la tierra de Pedro Berruguete, «permite suponer una vieja
amistad entre ambos artistas, y hasta cabía preguntarse si llegaron
a encontrarse en Italia durante la estancia del pintor castellano en
Urbino y quizá si el propio Berruguete pudo aconsejarle el viaje a
España»25. La verdad es que, viendo los fondos de esas pinturas, no
parece descabellado que hubiera estado en Italia y que conociera

54
El arte del Renacimiento español

directamente cómo se planteaba en la Italia quattrocentista la idea


del espacio.
Para los Reyes Católicos trabajaban también importantes pin-
tores españoles de entre los cuales uno de los más significativos es
Bartolomé Bermejo que, aunque nacido en Córdoba, es el maes-
tro activo en los territorios de lo que era la Corona de Aragón y
que en tiempos de los Reyes Católicos asumió la lección de los pin-
tores flamencos con enorme naturalidad, hasta tal punto que se
pensó que habría podido tener una formación en el Norte o,
segunda posibilidad, que hubiera podido tener relación con los
pintores flamencos en Nápoles, importante centro de recepción de
influencias flamencas gracias a esa comunicación constante a través
del Mediterráneo, el viejo mar de la civilización clásica. Hipótesis
que no se ha confirmado documentalmente en los sucesivos estu-
dios que el pintor ha suscitado. Para la historiografía del arte espa-
ñol Bermejo nace cuando en 1905 se descubrió una obra suya fir-
mada, una tabla con San Miguel venciendo al demonio, que,
procedente del retablo de Tous en Valencia, se exhibía en un anti-
cuario alemán donde la vio y la apreció un coleccionista inglés. De
la obra se admiró su dibujo, sus cualidades táctiles, asombrosas
sobre todo en los reflejos de la coraza, donde puede verse el refle-
jo de una ciudad además de un cromatismo brillantísimo. Es tal la
perfección técnica en el empleo del óleo y el naturalismo flamenco
que arcángel y donante respiran, que es inevitable pensar que
Bermejo conoció directamente las pinturas de los maestros del
Norte. Después pasa aproximadamente diez años, hasta 1481 más
o menos, en tierras aragonesas, donde hizo obras memorables,
entre ellas el retablo de Santo Domingo de Silos para la iglesia del
santo en Daroca, cuya tabla central es la figura del santo sedente,
con báculo y mitra de abad y revestido de pontifical, rodeado de
las siete virtudes; la figura es de gran monumentalidad, enérgico
individualismo, penetrante realismo y magníficas calidades. Dos

55
Ana María Arias de Cossío

comentarios antiguos sobre esta obra son dignos de recordar; Elías


Tormo dijo de Bermejo, a la vista de esta obra, que «es el más recio
de nuestros pintores primitivos», y Post señaló que «aunque
Bermejo no hubiera pintado más que esta obra tendría derecho ya
a figurar entre los grandes pintores». Pero, como señala Joan
Molina, «está claro que la pintura de Bermejo avanzaba hacia la
conquista de nuevas fórmulas en un proceso de depuración técni-
ca y estilística cuando decidió, no sabemos por qué razón, trasla-
darse a Barcelona en torno a 1486»26.
En 1490 un arcediano de la catedral, Lluis Desplá, le encarga,
probablemente para un oratorio particular, la magnífica Piedad del
canónigo Desplá, hoy en el Museo de la Catedral de Barcelona
[lám. 11], sin duda la obra cumbre del pintor ya que, sin perder
nada de la fuerza de su ejecución hispano-flamenca, pone rumbo
hacia la pintura del Renacimiento. La composición se organiza con
la Piedad como centro, donde la nota patética y el dramatismo
intenso de la Virgen con el Hijo muerto sobre las rodillas se acen-
túa por la figura de Cristo, rígida y al mismo tiempo intensamente
realista, y a su lado la figura del canónigo Desplá, un retrato espa-
ñol con la profundización en el sentimiento y al mismo tiempo esa
individualización que será carta de naturaleza en el retrato español
de los mejores pintores del género y que en este caso recuerda a
algunos de los retratos efectuados por Antonello de Messina, eco
italiano que se reparte también por el paisaje. Al otro lado la figu-
ra de san Jerónimo, como un acorde cromático de extraordinaria
potencia, que completa la síntesis que sugiere la pintura: fuerza en
la técnica del óleo, típicamente flamenca, rudeza puramente espa-
ñola en la interpretación de los tipos y envolviendo todo una suavi-
dad ambiental que le da el color y sobre todo el paisaje que es pura-
mente Quattrocento. Bermejo tuvo varios seguidores que realizan
muchas pinturas por Aragón especialmente, y llegaron a repetir
determinadas composiciones del maestro hasta la monotonía.

56
El arte del Renacimiento español

La pintura española que desde la inspiración flamenca desem-


boca en el Renacimiento culmina en la obra de Pedro Berruguete,
un pintor nacido hacia 1450 en Paredes de Nava, provincia de
Palencia, en plena tierra de Campos. Paredes de Nava fue señorío
primero, y luego tuvo título de Condado de don Rodrigo
Manrique, el maestre de Santiago a cuya muerte dedicara su hijo
Jorge las famosas Coplas. Pero la villa de Paredes era ya ilustre en
los anales castellanos al entrar los días que siguieron a la muerte de
Sancho IV, por las dificultades de doña María de Molina para
defender los derechos de su hijo aún niño. Además, durante todo
el siglo XIV y buena parte del XV Paredes fue escenario de las
luchas entre las dos poderosas familias de los Castro y los Lara,
hasta llegar a la muerte del infante don Felipe de Castro. Tampoco
se libró la villa de las consecuencias de las luchas entre nobles típi-
cas del final de la Edad Media. El buen gobierno de los Reyes
Católicos hace que la vida del pueblo transcurra en paz, y es enton-
ces cuando Jorge Manrique escribe las Coplas entre 1476 y 1479.
Pocos años antes había marchado a Italia el joven Pedro Berruguete,
quién sabe si por consejo de los señores de la villa que ya entonces
pensaban «que las sçiencias no fazen perder el filo a las espadas, ni
enflaquezen los braços nin los coraçones de los cavalleros»27.
Sin duda Berruguete se formó en el estilo hispano-flamenco que
dominaba Castilla en esos años y seguramente un tío suyo, que era
dominico y que debía de tener cierto poder en la orden, le dio el
estímulo y la posibilidad de pasar a Italia en plena juventud. En
palabras de Gaya Nuño, el itinerario seguido por el joven pintor
debió de ser Génova y de allí a Florencia, en un momento sober-
bio del Renacimiento italiano. Bastaría mencionar a Verrochio,
Pollaiolo, Botticelli, Piero della Francesca, Gozzoli o Ghirlandajo,
allí debió aprender mucho y debió asimismo enseñar la técnica del
óleo. Para Gaya la estancia en Florencia, probablemente alojado en
el convento de San Marcos por influencia de su tío, es indudable28.

57
Ana María Arias de Cossío

Referencias literarias olvidadas y algún dato documental suelto


puestos en relación establecieron que en Urbino, y para el duque
Federico de Montefeltro, había trabajado en 1477 un pintor que allí
llamaban Pietro Spagnolo. El estudio de estos datos y sobre todo
el de las obras de Berruguete en España y su comparación con las
pinturas del palacio de Urbino han podido saldar la polémica his-
toriográfica poniendo bajo el nombre de Pedro Berruguete con
toda seguridad obras del palacio que estaban a nombre de Justo de
Gante o de Melzzo da Forli. Así pues, la obra de un joven pintor
salido de un humilde pueblecito de Tierra de Campos compite en
1477 con el gran arte italiano. Federico de Montefeltro se había
hecho construir en Urbino un gran palacio en estilo renacentista, y
el arquitecto encargado de la obra fue Luciano Laurana, que ter-
minó la obra en 1474. El duque, que era hombre de letras, reservó
lo mejor de la decoración interior del palacio a un pequeño studio-
lo y para la biblioteca un programa iconográfico con retratos de los
sabios de la cultura clásica, buscando para ello un pintor que mane-
jara bien la técnica del óleo. Como ha quedado indicado, en prin-
cipio esta decoración fue adjudicada al pincel de Justo de Gante y
el estudio detallado de pinturas y documentos fechados saldará
la polémica a favor de Pedro Berruguete. Las figuras de estos
sabios, de una fuerza plástica y de una monumentalidad extraor-
dinarias, y sin duda los mejores entre ellos los de Platón, Aris-
tóteles o Hipócrates, puestos en comparación con los profetas de
la predella del retablo de Paredes de Nava que Berruguete pintó
después de regresar a Castilla, ponen en evidencia la misma auto-
ría. Berruguete pintó luego el retrato magnífico de Federico de
Montefeltro con su hijo Guidobaldo, que antes había estado atri-
buido a Melozzo de Forli. El retrato doble es soberbio. Las dos
figuras tienen gran presencia plástica, el dibujo incisivo distribuye
muy sabiamente los volúmenes; el duque, como en todos los retra-
tos que se conocen, representado de perfil y mostrando el lado

58
El arte del Renacimiento español

izquierdo del rostro, ya que había perdido el ojo derecho en una


batalla, y aunque está representado con armadura no lo está como
general, sino como hombre de letras que encuentra toda la energía
de su rostro en la lectura; el niño, ricamente vestido, se apoya en la
rodilla de su padre mientras sostiene en la mano derecha un cetro.
Cuando se acabó la decoración del studiolo, se acometió la de la
biblioteca para la que el duque quiso que figuraran las Artes libe-
rales, de las que sólo se conservan cuatro: la Música y la Retórica,
en la Galería Nacional de Londres, y la Dialéctica y la Astronomía,
que estuvieron en el Museo de Berlín. Estas figuras también fueron
atribuidas en principio a Melozzo de Forli, hasta que tanto Post
como Gaya Nuño las adjudicaran sin duda a Berruguete. El duque
falleció en 1482 y posiblemente sea ésa la causa del regreso a
Castilla de nuestro pintor, aunque algunos historiadores suponen
que pasó por Venecia y lo suponen por el Cristo muerto sostenido
por ángeles que está en la pinacoteca Brera de Milán, que tiene un
profundo parentesco con las obras de Giovanni Bellini.
Documentado en España a partir de 1483 aparece trabajando en
la Catedral de Toledo. Se supone que regresa cargado de prestigio
y trabaja en la catedral hasta 1500, sobre todo en pinturas al fresco,
técnica que había perfeccionado sin duda en Italia. Casi todo lo que
se pintó ha desaparecido, sólo quedan sobre la puerta de la capilla
de San Pedro unas figuras de san Pedro liberado de la prisión, que
demuestra su dominio de la perspectiva y de toda la gramática
ornamental del Renacimiento, además de una grandiosa concep-
ción de la forma. Pero interesa destacar de la obra de Berruguete al
regresar de Italia dos conjuntos y un retrato. El primero de esos
conjuntos es el retablo dedicado a la Inmaculada Concepción que
se conserva en la iglesia mayor de Paredes de Nava, su lugar de
nacimiento, cuya relación con las obras realizadas en Italia es inne-
gable. Es muy original la concepción, y en cuanto a las fuentes ico-
nográficas no son las habituales sino que parece que se apoyó en el

59
Ana María Arias de Cossío

evangelio apócrifo de Santiago y también en el del propio Mateo.


En todas las escenas es posible admirar una característica que es
común a toda la obra del artista: la sencilla monumentalidad, pero
comentaremos únicamente la escena de Santa Ana avisada por el
ángel [lám. 12], donde le cuenta que ha terminado su esterilidad,
para señalar el contraste entre las dos figuras. La santa aparece
arrodillada en el exterior de la casa en un juego de volumen y color
que define una figura de serena monumentalidad, cuyo manto cae
en pliegues quebrados, con una sencillez que posiblemente es lo
que distingue a las obras clásicas de todos los estilos; en contraste
con la figura de santa Ana, la de la muchacha que desde la puerta
de la casa contempla la escena se opone a la monumentalidad de la
figura de santa Ana. El movimiento y la gracia de una figura joven,
que con su gesto corriente nos hace entender que no puede sopor-
tar la luz que irradia la figura del ángel, ciertamente tienen innega-
ble parentesco con las de de Ghirlandajo. Idéntico parentesco,
aunque interpretado en clave castellana, ofrece la escena del
Nacimiento de la Virgen, donde en una estancia sin grandes alardes
arquitectónicos ni de perspectiva, sino de gran sobriedad, nos hace
ver un interior rico (el brocado dorado de la sobrecama, los case-
tones de la techumbre con florones en el centro, etc.). Así es como
Berruguete imagina el nacimiento, con santa Ana tendida en la
cama ayudada por tres mujeres que se afanan en atender a la recién
nacida, mientras otro grupo contempla la escena, que desde luego
tiene una mezcla de austeridad y riqueza que el pintor acierta ple-
namente en captar. Resulta inevitable comparar esta pintura con la
del mismo tema que en estas mismas fechas Ghirlandajo pintó en
Santa María Novella. Ciertamente Berruguete no pudo verlas, pero
eso precisamente es lo que demuestra que el pintor se movía por
los mismos parámetros que la pintura italiana de finales del
Quattrocento. Mención aparte merecen los Reyes de Judá, que, en
medias figuras, componen la predella del retablo. Son éstos los que

60
El arte del Renacimiento español

compararon con las obras del studiolo de Urbino para adjudicarlas


sin duda a la mano de Berruguete, todos con apariencia de retrato,
ricamente ataviados con vestidos de intensa policromía que subra-
yan los oros de coronas y joyas, pero su realismo cercano es tal que
no hay que ver a los reyes a quienes representan, sino a caballeros
de alta clase social de los tiempos de los Reyes Católicos.
El otro conjunto que interesa comentar es el que cubre la acti-
vidad de Berruguete en los años finales de su vida, el retablo del
gran convento dominico de Santo Tomás en Ávila, terminado en
1493, muy querido para los Reyes Católicos pues residieron en él
largas temporadas y allí fue enterrado su hijo, el príncipe Juan, para
quien Francelli labró el bellísimo sepulcro. El retablo, con la ima-
gen del titular en el centro y a los lados historias de la vida del
santo, es una de las obras maestras del pintor de Paredes porque en
ella encuentra la perfecta simbiosis entre la grave dignidad castella-
na, la apurada ejecución flamenca y la nobleza de concepción, y la
ciencia pictórica de la Italia del Renacimiento, todo ello en una
fórmula feliz que es la misma que la del retrato a comentar.
Evidentemente, con esa fórmula y por la vía de profundización en
el carácter de sus personajes, Berruguete nos deja un testimonio
pictórico que pone de manifiesto que, como venimos diciendo, en
el reinado de Isabel y Fernando el humanismo renaciente había
penetrado nuestro arte, nos referimos al Retrato de hombre del
Museo Lázaro Galdiano de Madrid [lám. 13], que debió realizar al
llegar a Italia. Frente a él asistimos al cambio de lo que fue el géne-
ro del retrato en la Edad Media y lo que es en el Renacimiento. Los
retratos medievales, ya sean de donantes o no, nos devuelven ros-
tros que nos miran a través de la espesa niebla de su mundo teo-
crático, configuradas en líneas casi convencionales. En el mundo
renacentista el retrato refleja un interés por los motivos humanos y
por el carácter, factores ambos que convierten a los seres retratados
en individuos, y desde luego individualidad, interés por el volumen

61
Ana María Arias de Cossío

y magnífico estudio de paños y colores es lo que transmite este


retrato magnífico que podría haberlo pintado un Bellini o un
Antonello de Messina, pero que se produce en un medio estilístico
que representa la culminación de un arte colmado de goticismos. Y
a la vez en plena vitalidad, a la que el pintor de Paredes de Nava
aportó la savia del humanismo italiano, en este caso perfectamen-
te definido, y que a partir de ahora irá penetrando las diversas
formas artísticas siempre en perfecto diálogo con formas góticas
que, lejos de irse debilitando, incorporaban incluso nuevas exi-
gencias de orden constructivo proyectándose hacia el siglo XVI,
como demuestran las Catedrales de Sevilla y Segovia, por ejemplo.
Además seguirán presentes técnicas y motivos ornamentales que
procedían del mundo musulmán y es que la arquitectura gótica, tal
como se entendió a finales del siglo XV, es sin duda la imagen de la
monarquía.
Todo ello comporta un panorama a finales del siglo XV de
extraordinaria complejidad; ése es el cauce por el que van llegando
los motivos renacentistas y todo ello junto va definiendo de mane-
ra muy particular el Renacimiento español, que, por otra parte, no
desembocará en la verdadera aceptación del modelo clásico hasta el
final de la segunda década del siglo XVI.
Quede bien claro que en estos últimos años del siglo XV y los
inicios del XVI los modelos italianos se quedaban en el reducto de
las familias de la nobleza y esporádicamente en la Corte, porque,
como ha señalado Víctor Nieto, aunque el modelo clásico acabó
imponiéndose a lo largo del siglo XVI, «como forma y sistema
exclusivo de la modernidad en esta época las nuevas realizaciones
de la arquitectura gótica se entendieron también como algo nuevo
y renovador. Y, también durante el siglo XVI, lo moderno no se
identificó de forma exclusiva con lo clásico»29. En este sentido
todos los historiadores que se han ocupado de este período citan
siempre el texto de Cristóbal Villalón, Ingeniosa comparación entre

62
El arte del Renacimiento español

lo antiguo y lo presente, publicado en 1539, texto en el que en un


diálogo uno de los personajes propone como paradigmas de lo
moderno el Colegio de San Pablo en Valladolid, o el Colegio de
Santa Cruz en la misma ciudad, o el Hospital de los Reyes
Católicos en Santiago de Compostela, para terminar una larga lista
de los que se consideran edificios modernos diciendo: «Yo he visto
todas estas cosas y paresceme que si agora fueran todos muy sabios
antiguos, se admiraran, en las ver porque ellos nunca hicieren obra
de este género de arte con que se pudiesen comparar»30.

Notas

1 Batllori, M., Humanismo y Renacimiento, Estudios Hispano-Europeos,

Ariel, Barcelona 1978, pp. 2 y ss.


2 Ib., p. 5.
3 Figuier, R. (ed.), La Bibliothèque. Miroir de l’ame, mémoire du monde,

París s/f.
4 Batllori, op. cit., p. 6.
5 Crónica de Juan II, BAE, vol. LXVIII (la crónica se imprimió en 1517).
6 Natale, M., «El Mediterráneo que nos une», en catálogo de la Exposición El

Renacimiento mediterráneo, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid enero-mayo


2001, pp. 23 y ss.
7 Checa Cremades, F., «Poder y piedad, el mecenazgo de la nobleza», en catá-

logo de la Exposición Reyes y Mecenas, Toledo 1992, p. 305.


8 R. Longhi hace esta afirmación en Frammento siciliano (1953), reimp. en

Fatti di Masolini e di Masaccio e altri studi sud Quattrocento, Florencia 1975.


9 Ryder, Q., Alfonso el Magnánimo, Rey de Aragón, Nápoles y Sicilia (1396-

1458), Alfonso El Magnánimo, Generalitat Valenciana, Diputación Provincial de


Valencia, Valencia 1992.
10 Mira, E., «Del Mar del Norte al Mediterráneo», en catálogo de la

Exposición El Renacimiento mediterráneo, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid


enero-mayo 2001, pp. 117 y ss.
11 Natale, op. cit., p. 24.
12 Checa Cremades, F., Pintura y escultura del Renacimiento en España 1450-

1600, Cátedra, Madrid 1983, p. 17.


13 Ib., p. 20.
14 Molina Figueras, J., «Ecos de la pintura flamenca en Valencia y Cataluña»,

en El Mediterráneo y el arte del gótico al inicio del Renacimiento, Lunwers,


Barcelona 2003, p. 227.
15 Madruga Real, A., «Fernando Gallego y la decoración de la Universidad

de Salamanca», en El arte en la Corte de los Reyes Católicos. Rutas artísticas a

63
Ana María Arias de Cossío

principios de la Edad Moderna, Fundación Carlos de Amberes, Madrid 2005. Se


trata del estudio más profundo y más reciente sobre estas pinturas, su ubicación,
significado y fuentes iconográficas en las que se apoyan.
Véanse, además, Gómez Moreno, M., La capilla de la Universidad de
Salamanca, BSC Ex, VI (1913-1914); Post, Ch.R., A History of Spanish Painting,
vol. IV, Cambridge (Mass.) 1933, reimpresión en Nueva York 1970, pp. 122-126;
Gudiol Ricart, J., Las pinturas de la Biblioteca de la Universidad de Salamanca,
obra de F. Gallego, El Museo, Crónica Salmantina, I (1957); Gaya Nuño, J.A.,
Fernando Gallego, Madrid 1958; Silva Maroto, P., Fernando Gallego (ca. 1440-ca.
1507), en catálogo de la Exposición, Salamanca 2004.
16 Para ver todo este ambiente intelectual de los comienzos del Renacimiento

es muy revelador el artículo de F. Rico, «Príncipes y humanistas en los comienzos


del Renacimiento español», en catálogo de la Exposición Reyes y Mecenas, Toledo
1992.
17 Layna Serrano, F., Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV

y XVI, vol. II, Madrid 1942, pp. 41 y 42. Sobre la personalidad del cardenal
Mendoza pueden verse Cadena, M., El gran cardenal de España, Zaragoza 1939;
Merino, A., El cardenal Mendoza, Labor, Barcelona 1942; Fernández Madrid,
M.T., El mecenazgo de los Mendoza en Guadalajara, Guadalajara 1991.
18 Salazar y Mendoça, P., Crónica de El Gran Cardenal de España... BN, ms.

15073, pp. 16-25.


19 Tomo de referencia de Francisco Rico, op. cit., p. 106.
20 Cervera Vera, L., Arquitectura del Colegio Mayor de Sta. Cruz de

Valladolid, Valladolid 1982.


21 Hernández Perera, J., Escultores florentinos en España, CSIC, Madrid 1957,

pp. 8 y 9.
22 Díez del Corral, R., «Muerte y humanismo: la tumba de don Diego

Hurtado de Mendoza», Academia n. 64 (1987).


23 Tomo de referencia de Hernández Perera, op. cit., p. 11.
24 Silva Maroto, P., «La colección de pinturas de Isabel la Católica», en catálo-

go de la Exposición Isabel la Católica. La magnificencia de un reinado, Valladolid


2004, pp. 115-126. En el artículo pueden seguirse puntualmente los nombres de
los artistas extranjeros a los que la Reina encargó o compró cuadros.
25 Bermejo, E., Juan de Flandes, CSIC, Madrid 1962, pp. 8 y ss. Para todo lo

realizado por estos pintores flamencos, véase de la misma autora La pintura de los
primitivos en España, 2 vols., Instituto Diego Velázquez, CSIC, Madrid 1980-
1983.
26 Molina Figueras, J., op. cit., p. 228.
27 Angulo Íñiguez, D., Pedro Berruguete en Paredes de Nava, Juventud,

Barcelona 1946, p. 7.
28 Gaya Nuño, J.A., «En Italia con Pedro Berruguete», Goya n. 15 (1956), pp.

145-168. En este artículo queda perfectamente demostrada la autoría de


Berruguete en las pinturas del Studiolo del palacio de Urbino.
29 Nieto Alcaide, V., «Renovación e indefinición estilística, 1488-1526», en

Arquitectura del Renacimiento en España, 1488-1599, p. 16.


30 Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente hecha por el bachiller

Villalón, Valladolid 1539; Serrano y Sanz, M. (ed.), Madrid 1898, p. 173.

64
CAPÍTULO II

II.1. La crisis castellana: 1504-1517

El testamento de la reina Isabel, otorgado en Medina del Campo


el 12 de octubre de 1504, abría formalmente una crisis sucesoria
que, en realidad, se remontaba al año 1497, cuando murió el here-
dero de la corona, el príncipe Juan. Las Cortes de Toledo, reunidas
unos meses después, restablecieron el orden sucesorio nombrando
heredera a Isabel, primogénita de los Reyes y ya entonces reina de
Portugal. Esta solución, sin embargo, duró muy poco tiempo por-
que Isabel murió en 1498, de manera que la sucesión recaía ahora
en el príncipe Miguel, que por su corta edad y por una más que
previsible minoría obligaba a pensar en una regencia; todo ello en
un momento en que la Reina se encontraba gravemente enferma.
Con esa perspectiva se reunieron las Cortes de Ocaña (1499)
para jurar al príncipe Miguel como heredero, y entonces fue cuan-
do se planteó el problema de, si fallecía la Reina, a quién corres-
pondería la tutela del pequeño príncipe y, por ende, el poder polí-
tico efectivo de la Corona de Castilla. Una vez jurada la sucesión
del príncipe la Reina requirió a las Cortes que aceptasen y jurasen
respetar lo que ella dispusiera y, aunque no estaba todavía escrito,
parecían existir pocas dudas de que la regencia iba a recaer en el rey

65
Ana María Arias de Cossío

Fernando. Como señala el profesor J.M. Carretero, «fue en este


preciso momento donde podemos situar el verdadero origen de las
tensiones políticas en Castilla ocasionadas por una línea sucesoria
ciertamente accidentada. En 1499, con la Reina gravemente enfer-
ma, ciertos sectores castellanos pusieron serios reparos al papel
político reservado a Fernando el Católico. De hecho, el acto de
juramento del príncipe Miguel estuvo marcado por la escasa asis-
tencia de la nobleza más importante del reino»1.
En esta situación de malestar político parecía que la situación no
podía complicarse más y, sin embargo, todavía empeoró. El 20 de
julio de 1500 murió el príncipe Miguel, correspondiendo el orden
sucesorio a la infanta Juana, archiduquesa de Austria y esposa de
Felipe de Habsburgo. El problema era ahora de naturaleza mucho
mayor, puesto que no se trataba de una minoría de edad, algo que
el tiempo acaba resolviendo, sino de una incapacidad mental para
asumir en su día el gobierno de los Reinos de Castilla al falleci-
miento de su madre, la reina Isabel. Expuestas las dudas que plan-
tearon los procuradores en las Cortes sobre la incapacidad inte-
lectual de la heredera y asimismo de que el poder recayera en
Fernando, el testamento precisa textualmente que la Reina sería
doña Juana y que Fernando regiría el poder de la gobernación:
«Los procuradores de los dichos mis reynos en las cortes de Toledo
del año quinientos e dos [...] por su petición me suplicaron e pidie-
ron por merced que mandase proveer çerca dello [...] lo cual yo
después ove hablado a algunos prelados e grandes de mis reynos e
señorios, e todos fueron conformes e les paresça que en cualquiera
de los dichos casos el rey mi señor devía regir e gobernar e admi-
nistrar los dichos mis reynos e señorios por la dicha princesa mi
hija»2.
Cuando muere la Reina en Medina del Campo el testamento
demuestra que había estado muy preocupada con los dos proble-
mas centrales: la incapacidad de su hija y la asunción del poder

66
El arte del Renacimiento español

efectivo y, por eso, lo dejó estipulado de una manera clarísima, que


en síntesis es lo siguiente: la Reina sería doña Juana hasta su muer-
te; la gobernación de los Reinos correspondía, sin ningún género
de dudas, a Fernando el Católico; Carlos, hijo de doña Juana y de
Felipe de Habsburgo, es el heredero legítimo de su madre y se le
reserva además el papel de futuro gobernador, con la condición de
tener al menos veinte años y de que en ningún caso podía titularse
rey de Castilla en vida de su madre.
Estas disposiciones testamentarias no dicen ni palabra de Felipe
el Hermoso y esto provocó la crisis política que termina con los
acuerdos de Villafáfila de 1506, en virtud de los cuales Fernando el
Católico renunciaba a la gobernación de Castilla y se retiraba a sus
territorios patrimoniales de Aragón, todo ello ratificado en las
Cortes de Valladolid en el mismo año, donde se dijo que la reina
titular era Juana, su marido Felipe el Hermoso gobernaría como rey
consorte y, sobre todo, se reconocía al príncipe Carlos como here-
dero y legítimo sucesor y otra vez insistía que sólo podría ser rey
«después de los días de la dicha reyna dona Juana».
Sin embargo, estos acuerdos no llegaron a nada porque Felipe
de Habsburgo murió en septiembre de ese mismo año de 1506,
abriendo un proceso político bastante insólito pues su principal
característica es que se daba mucho peso a las Cortes en los asun-
tos más importantes del reino, algo que preocuparía mucho a
Cisneros. Ello se produce porque a la muerte de Felipe de
Habsburgo existe una reina titular que no puede gobernar, es
entonces cuando el Consejo Real y Cisneros plantean dos opcio-
nes: una, invitar a Fernando el Católico a que regrese a Castilla; otra,
apelar al emperador Maximiliano como garante de los derechos
sucesorios del príncipe Carlos. La reina doña Juana se negó a sus-
cribir cualquiera de las opciones, de manera que cuando Cisneros
y el Consejo Real toman la decisión de convocar las Cortes para
que sean ellas las que decidan, es evidente que esa convocatoria es

67
Ana María Arias de Cossío

irregular porque carecía de la firma regia. Desde este momento las


Cortes adquieren gran protagonismo al identificarse con el reino,
protagonismo que se hizo evidente en otras muchas ocasiones a lo
largo de estos años.
Mientras Fernando el Católico llega a Castilla, Cisneros y el
Consejo Real asumen la regencia y otra vez hay, cuando llega el
monarca, una serie de tensas reuniones en las que Fernando quería
garantizarse la gobernación sorteando no sólo las apetencias des-
mesuradas de los partidarios de Felipe, sino también las de
Maximiliano. El acuerdo llegó en Blois en 1509, en el que se cerra-
ban de una vez por todas las tensiones entre las casas de Castilla-
Aragón y Borgoña-Habsburgo, todo lo cual se ratificó en las
Cortes de Castilla reunidas en Madrid en 1510. En relación a sus
aspiraciones, el éxito de Fernando fue absoluto ya que se aseguró
el gobierno de los Reinos y, además, ese gobierno se extendió, en
caso de que la Reina falleciese, hasta que el príncipe Carlos hubie-
se cumplido veinticinco años.
En un reinado donde se hizo de la religión y del establecimien-
to de la fe católica el fin primordial del Estado y, si tenemos en
cuenta que los Reyes tampoco regatearon esfuerzos para reformar
la Iglesia, era inevitable que en un determinado momento se encon-
traran con una de esas personalidades eclesiásticas que, en gran
parte, contribuye, junto a la monarquía, al alto grado de tensión
espiritual que permitiría a otros eclesiásticos españoles ocupar un
lugar preferente en el despliegue de la Reforma católica. Nos esta-
mos refiriendo en este preciso momento al cardenal Cisneros, una
figura clave en este complejo final de reinado, tanto desde un punto
de vista religioso como político y cultural. La carrera eclesiástica del
cardenal Cisneros se inicia en su período de formación en Alcalá y
Salamanca; en torno al año 1471 era arcipreste de Uceda, donde
tuvo varios enfrentamientos con el arzobispo de Toledo, Alfonso
Carrillo, lo que le valió varios meses de prisión. Pasó a ser capellán

68
El arte del Renacimiento español

mayor de Sigüenza bajo la protección del cardenal Mendoza. En


un determinado momento, alrededor de 1485, dio un giro radical a
su vida religiosa y decidió ingresar en la observancia franciscana,
retirándose a los antiguos eremitorios de El Castañar y La Salceda.
Sin embargo, esta vocación enseguida se vio comprometida porque
la reina Isabel le escogió como confesor en 1492. Al mismo tiempo
los observantes castellanos le nombran vicario principal y en 1495,
por decisión de la Reina, fue nombrado arzobispo de Toledo. En
todos estos años el cardenal promovió reformas, planteó iniciati-
vas, convocó sínodos, nuevas constituciones diocesanas, pero,
sobre todo, emprendió una dinámica campaña de reforma de la
vida religiosa siguiendo las consignas del papa Alejandro VI, que
sucesivamente le nombró reformador de los monasterios de su dió-
cesis, de los conventuales franciscanos y de las órdenes mendican-
tes; su actividad en este sentido no cesó un momento. En 1499 diri-
gió una campaña de evangelización de los últimos musulmanes
siguiendo directrices de la Corte, lo que provocó levantamientos
en Granada y las Alpujarras.
Fue a partir de 1504, tras la muerte de la reina Isabel, cuando la
figura de Cisneros ocupa el primer plano de la actividad política.
En 1505 medió entre Fernando el Católico y Felipe el Hermoso
logrando que se pusieran de acuerdo en Salamanca, acuerdo que
fue claramente favorable al rey Fernando. Ya hemos anotado que,
desaparecido Felipe de Habsburgo, Cisneros preside la Junta de
regencia forzando, mediante inteligentes gestiones, el inmediato
regreso a Castilla del Rey Católico, servicio que el Rey premió con
el capelo cardenalicio y la presidencia de la Inquisición.
La verdad es que desde 1507 Cisneros tiene su pensamiento
puesto en las conquistas del Norte de África que él mismo financió,
llegando a dirigir personalmente la de Orán en 1509. Fue nombra-
do regente por disposición testamentaria de Fernando el Católico
en enero de 1516 a pesar de la oposición del partido flamenco, que

69
Ana María Arias de Cossío

apoyaba la candidatura de Adriano de Utrech. Pocas personalida-


des tuvieron que enfrentarse con tan graves problemas tanto de
orden interno como externo: brotes revolucionarios en Baeza,
Úbeda, Cuenca y Burgos; pleitos nobiliarios, ligas nobiliarias capi-
taneadas por el condestable de Castilla, el conde de Benavente y los
duques de Medinaceli, Alburquerque e Infantado; toda clase de
insidias en los que esperaban la llegada del príncipe Carlos... Pero
la energía y la sagacidad del cardenal orillaron todos estos escollos
imponiendo el orden y organizando «la gente de ordenanza», algo
así como una milicia ciudadana a cuya constitución se oponía la
ciudad de Valladolid, secundada por Burgos y León. En el plano de
la política exterior la suerte fue varia porque, si bien como regente
pudo impedir el intento navarro-francés de colocar en el trono a
J. de Albert, no pudo, en cambio, impedir las acometidas de
Barbarroja en las posesiones españolas del Norte de África. En los
territorios americanos urgía una reforma, por lo que con este obje-
tivo Cisneros envió a tres religiosos jerónimos con instrucciones
muy precisas para la organización de los poblados indios y de la
administración. La muerte, después de una vida tan intensa, le sor-
prendió cuando iba al encuentro del príncipe Carlos en 1517.
Sin embargo, el cardenal Cisneros simultaneó su intensa labor
político-religiosa (enunciada aquí en síntesis) con una no menos
intensa y, desde luego, brillante labor cultural y artística. Desde el
punto de vista cultural su empresa más trascendental fue la funda-
ción en 1498 de la Universidad de Alcalá de Henares, que había de
contar en el proyecto cardenalicio con hasta dieciocho colegios en
torno al colegio mayor de San Ildefonso y a la Colegiata de San
Justo y Pastor. Empresa imposible para alguien que no tuviera el
carácter y la voluntad, ambos muy fuertes, que tuvo Cisneros.
Quizá haya que entender esta fundación como la brillante culmi-
nación de su obra de reformador, porque Cisneros no quiere crear
una nueva universidad que haga competencia a la ya famosa de

70
El arte del Renacimiento español

Salamanca, donde él mismo había estudiado, sino crear una nueva


«con un carácter esencialmente eclesiástico que venía a llenar una
función muy importante en la mente del reformador: levantar el
nivel espiritual y cultural del clero regular y secular español,
mediante un organismo completo de enseñanza elemental y supe-
rior. Por eso era una institución nueva en todos los sentidos, que
no podía enlazar sus destinos en las viejas Universidades por glo-
riosa que la historia de éstas fuese»3.
Desde luego Cisneros tropezó con obstáculos que a otra
voluntad podían parecer insalvables porque, en realidad, no se
trataba de la fundación de una nueva universidad en un pueblo,
sino de crear todo un pueblo al servicio de su universidad. Así
que unió considerables rentas a la obra, consiguió del Papa todas
las bulas que fuesen necesarias para suprimir beneficios en el
arzobispado, llevó a Alcalá todas las industrias que fueran útiles
para atender las necesidades materiales y espirituales de la nueva
población, entre las cuales destaca la imprenta, que publicará
todos los libros para la Universidad y que será sostenida por
la institución. El ambiente de humanismo que se creó en la
Universidad fue muy propicio para el florecimiento ascético-mís-
tico del siglo XVI. Siguiendo su ejemplo, Salamanca, sin perder la
tradición escolástica, se va renovando lentamente. Por otra parte,
el humanismo vence en estos momentos iniciales del siglo XVI las
primeras prevenciones hacia la lengua vulgar, coincidiendo con el
momento en que el castellano sustituye al catalán en la difusión
europea y se convierte también en la lengua de las nuevas tierras
que se descubren a Occidente. Se impone, pues, la unificación
gramatical a la que tanto contribuyó Antonio de Nebrija, ligado
a la Universidad que acababa de fundar Cisneros y a los trabajos
de la Biblia Políglota, como veremos más adelante. La organiza-
ción de los estudios, en principio repartidos en cinco Colegios,
era: dos de gramática, bajo la advocación de San Eugenio y San

71
Ana María Arias de Cossío

Isidoro, en los que se estudiaba griego y latín; en el de Santa


Balbina se estudiaba, durante dos años, dialéctica y filosofía; en el
de Santa Catalina, también a lo largo de dos años, física y metafísi-
ca. El quinto colegio antiguo, el de San Ildefonso, se puso bajo la
advocación de San Pedro y San Pablo y estaba destinado a frailes.
Años después se fundó el Colegio de la Madre de Dios para estu-
diantes de teología y medicina. El famoso colegio trilingüe, aunque
se hizo y se organizó conforme en todo a los deseos de Cisneros,
se construyó en 1528, mucho después de la muerte de su mentor.
Además, como entrada a los estudios de teología, existían los estu-
dios de artes, con lógica y filosofía. Como preparación a la medi-
cina se consideraba también indispensable la filosofía. A la me-
dicina se le asignaban dos cátedras en las que se estudiaba a
Avicena, Hipócrates y Galeno. La única enseñanza que era igual
a la de otras universidades era la de artes, organizada en cuatro
cátedras, en las que durante cuatro años seguían lógica elemental,
las Súmulas, es decir, el compendio de los principios elementales,
otro de lógica, uno de filosofía natural y, por último, metafísica.
La enseñanza de la teología tuvo en Alcalá, además de una impor-
tancia fundamental, un carácter innovador; su facultad de
Teología se componía de tres cátedras: una tomista, otra escotista
y otra nominalista. Sin duda Cisneros introdujo en la enseñanza
teológica a Duns Escoto, que era pensador franciscano, ponién-
dolo en pie de igualdad con santo Tomás. La enseñanza nomina-
lista era también otra novedad.
Si nos hemos detenido en la organización que Cisneros hizo de
los estudios universitarios es para poner de manifiesto cómo en los
primeros años del siglo XVI, y en tan agitado panorama político
del que Cisneros es figura fundamental, se crea este grandioso
organismo de restauración eclesiástica, orientado enteramente al
estudio de la teología, en el clima de un humanismo cristiano ver-
daderamente brillante.

72
El arte del Renacimiento español

La Universidad de Alcalá miraba también a los Padres de


la Iglesia. Cisneros tenía verdadera pasión por las lenguas de la
Antigüedad, considerando el griego como un elemento indispensa-
ble de una cultura teológica completa, por lo que recibía en la
Universidad una especial atención. En 1512 se inauguró la cátedra
de hebreo, que estuvo a cargo del converso Alfonso de Zamora; la
de árabe no llegó a montarse nunca. Sin embargo, la consecuencia
más brillante de todo ese clima de humanismo y de interés por el
análisis de los textos sagrados, al calor del interés que Cisneros
tenía por las lenguas antiguas, es la Biblia Políglota, primer gran
esfuerzo consciente de la crítica europea del Renacimiento aplica-
da a los textos sagrados. Gracias al mecenazgo del cardenal se ini-
cian en la Universidad de Alcalá en 1502 los trabajos de esta Biblia
y en ella colaboran conversos como Alfonso de Alcalá, Pablo
Coronel y Alfonso de Zamora, que se encargan de la parte hebrea
y aramea. Del texto griego se encargó el cretense Demetrius Lucas,
Hernán Núñez el Pinciano y Antonio de Nebrija, que intervino
especialmente en la corrección de la Vulgata. La impresión corrió a
cargo de Arnao Guillén de Brocar, con tipos griegos y hebreos fun-
didos ex profeso y, aunque la impresión terminó en 1517, no se
publicó hasta 1520, fecha en la que un breve del papa León X auto-
rizaba su divulgación. Cisneros quiso traer para los trabajos de la
Biblia a Erasmo. No hay que olvidar que Erasmo era a estas altu-
ras un personaje admirado en España; sin duda su humanismo, más
religioso y espiritual que el humanismo italiano, tocó las fibras más
profundas del alma española. Aunque en Alcalá se conocían sus
escritos fue ya en época de Carlos I cuando tuvo mayor incidencia
en nuestro panorama intelectual.
Tampoco se olvidan en este principio del siglo XVI las discipli-
nas científicas o experimentales y, también en este sentido, hay que
hablar del importante papel que jugó la herencia musulmana y
judía para que, sobre todo, la astronomía y la medicina fueran

73
Ana María Arias de Cossío

disciplinas cultivadas de manera brillante. Ya quedó dicho en el


capítulo anterior el interés que despertaba en la Universidad de
Salamanca la astrología, a propósito de la bóveda pintada por
Fernando Gallego en el estudio de la Universidad, pero debe
señalarse además «la existencia en Salamanca de una enseñanza
oficial y regular de astrología, igual que en Bolonia o en Cracovia.
Precisamente el primer titular conocido de la cátedra de astrología
de Salamanca se llama Nicolás Polomo o Polonio. Los catedráticos
salmantinos gozaban de gran prestigio: Diego Ortiz de Calzadilla
pasó a Portugal e intervino en el rechazo del proyecto colombino
y en la preparación del viaje de Pedro Covilhao al mar Rojo. Así
Salamanca, como centro técnico, y Lisboa, sede de la práctica marí-
tima, consiguieron unos conocimientos astronómicos-náuticos
capaces de incidir sobre el desarrollo de los grandes navegantes. La
figura de Abrahán Jacinto (ca. 1452-ca. 1522) debe considerarse en
parte al margen de aquellas corrientes [...] pasó luego a Lisboa,
como astrónomo de Manuel I, lo que le permitió influir sobre los
saberes y la práctica de la navegación hasta que tuvo que exiliarse a
Túnez»4.
La medicina tuvo mucho tiempo atrás tratados escritos, ya que,
en la segunda mitad del siglo XV, el monasterio Jerónimo de
Guadalupe tenía un hospital y una escuela de medicina que tuvie-
ron gran fama y de la que salieron algunos médicos de los Reyes
Católicos. Uno de ellos, Juan Gutiérrez de Toledo, que escribió un
tratado de la Cura de la piedra y dolor de la hijada y cólica renal,
publicado en Toledo en 1498. Los Reyes, mediante sus médicos,
establecieron algo parecido a una política sanitaria y un control de
la práctica médica, y es cierto que tuvieron siempre una atención
especial al desarrollo de la medicina.
Entre los humanistas llamados por los Reyes destacan Pedro
Mártir de Anglería (1447-1526) y Lucio Marineo Sículo. El prime-
ro era de Milán, vino a la Corte con Íñigo de Mendoza, conde de

74
El arte del Renacimiento español

Tendilla, cuando regresó de su embajada en Roma. Enseñó en la


Corte y también a muchos nobles. Tuvo también papeles políticos,
por ejemplo en 1500 participó en una embajada en Egipto y, a su
regreso, la Reina le otorgó el título de «Maestro de los caballeros
de mi Corte en las artes liberales». Aunque su labor en la Corte es
esencialmente pedagógica, también dejó escrito un testimonio de la
Corte en sus cartas que tiene gran interés.
Lucio Marineo Sículo era de Sicilia, llegó a la Corte con el almi-
rante Fadrique Enríquez, publicó en 1530 (murió en 1533) un Opus
de rebus Hispanae memorabilis, «valioso tanto por las noticias que
facilitaba como por la utilización de conceptos y nociones clásicas
sobre la identidad patria que eran entonces nuevos e inspiraron a
autores de la siguiente generación como Pedro de Medina»5. Uno y
otro estaban en el medio áulico y, por tanto, en sus obras no tienen
ningún pudor en alabar abiertamente toda la política regia.

II.2. El arte entre 1500 y 1526

El comienzo del siglo XVI no significó ninguna variación artís-


tica con respecto a los últimos años del siglo XV y, como entonces,
la característica global de estos primeros años del Quinientos espa-
ñol sigue mostrando la dualidad de dos lenguajes, el del gótico y el
que muestra los primeros atisbos de una influencia italiana del
Renacimiento. El gótico no sólo no desaparece con esas primeras
influencias italianas, sino que, por el contrario, parece revitalizar-
se, especialmente en la arquitectura, incorporando nuevas estruc-
turas constructivas que se refuerzan con interesantes mudejaris-
mos, hasta tal punto que los documentos de la época revelan que
ésta es la opción que se considera «moderna», mientras que la
construcción que significa el modelo italiano se denomina a
la «antigua» o a «lo romano».

75
Ana María Arias de Cossío

La introducción de las primeras formas renacentistas se redu-


cen, en principio, al círculo minoritario de una familia extensa,
desde luego, pero una, que es la de los Mendoza —ya hemos seña-
lado en el capítulo anterior algunas de las obras realizadas en los
últimos años del siglo XV—. En cambio, las construcciones góti-
cas que plantean los Reyes Católicos tienen un amplio eco, ya sean
obras religiosas o civiles, y se construyen hasta bien entrado el
siglo XVI. Sólo a mediados de la década de los veinte se empieza a
imponer el modelo clásico. Víctor Nieto analiza esta situación de
manera muy certera, señalando que las formas del Renacimiento
aparecieron en España de una manera súbita, sin que mediara el
proceso de experimentación que se produjo en Italia y, sin duda,
porque desde mediados del siglo XV la cultura humanista era ya un
poso intelectual de mirada a la Antigüedad clásica. Fue, por tanto,
una decisión de aquellos que por razones de culta formación y ori-
gen podían traer al arte español algo nuevo y diferente del progra-
ma establecido por los Reyes Católicos: «Este carácter diferencia-
do de las primeras obras del Renacimiento se produjo por el
contraste que suponía la aparición súbita de un nuevo lenguaje. En
este sentido, la forma como se plantea el inicio de este proceso es
fundamental para comprender los resultados y problemas de la
arquitectura inicial del Renacimiento en España. Dado que su apa-
rición se produjo con importación de un lenguaje ya ensayado y
formado, y no como elaboración de uno nuevo, no existieron ensa-
yos prácticos y formulaciones técnicas a la manera de lo que se
había producido en Italia. De ahí que no se plantease una recupe-
ración del modelo de la Antigüedad, ni un debate, ni una reflexión
en torno a posibles formas de establecerlo. A este respecto, el ‘mito
de lo antiguo’ se estableció partiendo del supuesto de la validez
propuesta por el ‘modelo italiano’»6.
En el caso de la escultura y la pintura quizá la aceptación de
italianismos —que no clasicismos— es más rápida debido fun-

76
El arte del Renacimiento español

damentalmente a la presencia de artistas italianos o formados en


Italia que acudían a trabajar a España, y también a la existencia de
obras importadas de talleres italianos. Pero, en todo caso, todas
estas obras se encuadran por lo general en un marco gótico, pién-
sese en el sepulcro del príncipe don Juan en Santo Tomás de Ávila
o en los relieves heráldicos de San Juan de los Reyes, en los que
únicamente la pausa y el orden que imponen su ritmo triunfal mar-
can la diferencia con las enrevesadas decoraciones del gótico pleno.
Resulta bastante ilustrativo de la dualidad de lenguajes plásticos de
este inicio del siglo XVI el hecho de que los modelos en los que se
fijan nuestros artistas sean, justamente, los menos clásicos de entre
los que se podían elegir como son los de la región de la Lombardía.
Por poner otro ejemplo, dentro de las artes figurativas, expresivo
de esa «indefinición de lenguaje», para utilizar una expresión
empleada tanto por V. Nieto como por F. Checa, baste pensar en el
lento camino que recorre el retrato, primero hacia la individualiza-
ción como personaje y luego como su consideración de género pic-
tórico independiente; sobre todo porque, en estos años iniciales del
siglo XVI, es muy frecuente encontrar el retrato formando parte
de una escena religiosa y entonces aparece como donante o, tam-
bién, incluido en un tondo y con caracteres griegos, como ocurre
en la fachada de la Universidad de Salamanca con las efigies de los
Reyes Católicos, que aparecen aquí como referencia de un pro-
grama decorativo que se refiere fundamentalmente al carácter
científico de la institución: «El carácter clásico de la imagen que
se enfatiza por medio de la inclusión en un tondo, en clara refe-
rencia al género artístico de las medallas y por una inscripción
con carácter griego, se une a la idea de tutela a las artes y las letras
y al cultivo de la ciencia como una de las actividades propias de la
monarquía»7.
En cambio, en el Retrato de hombre (Museo Lázaro Galdiano)
pintado por Berruguete, que ya hemos comentado en el capítulo

77
Ana María Arias de Cossío

anterior, o en el de la lauda sepulcral de don Lorenzo Suárez


de Figueroa en la Catedral de Badajoz, podemos hablar de figuras de
carácter individual, retratos fundidos con el clima de humanismo
que se vive en esos momentos, pero que en el panorama general de
estos años resultan ejemplos aislados expresivos de un aire nuevo
que muy poco a poco va a ir imponiéndose. Sin duda podríamos ir
multiplicando los ejemplos que certifican la existencia de dos
modelos, pero me parece mucho más claro, desde el punto de vista
didáctico, hacerlo sobre las obras que se van haciendo en este pe-
ríodo histórico cuyos límites, siempre flexibles, hemos fijado entre
1500 y 1526, en el convencimiento absoluto de que las obras se
entienden mejor sobre el pentagrama que ofrece la época histórica
y los personajes que la protagonizan.

II.2.a. La arquitectura

De todo lo dicho parece lógico deducir que la arquitectura de


estos años iniciales del siglo XVI se define con arreglo a dos opcio-
nes: una que se inspira en modelos italianos y otra que mantiene el
programa de construcción gótico pero renovando varios de sus ele-
mentos, como por ejemplo las bóvedas, el espacio, las fachadas,
aunque sus elementos, utilizados ahora de manera novedosa, no
pierden en ningún momento su raíz gótica. Ambas opciones tienen
su propia significación y distintos comitentes. La que responde a la
imitación de modelos italianos se instrumentalizó como forma de
prestigio por algunas familias de la alta nobleza, sobre todo la
de los Mendoza hasta el reinado de Carlos I, que se extenderá a los
círculos cortesanos y a otras esferas de la sociedad del momento. La
arquitectura gótica adaptada a sus nuevas exigencias funcionales se
convierte en símbolo y emblema de la monarquía española, al mismo
tiempo que en un instrumento de afirmación de la filosofía política

78
El arte del Renacimiento español

de los soberanos; no hay que olvidar que fueron años de profunda


inquietud generada por las aspiraciones de Felipe de Habsburgo y
sus partidarios. «Todo ello explica que las formas y repertorio del
gótico no sólo se actualizaron en la época de los Reyes Católicos,
sino que sirvieron de experimentación en las grandes catedrales del
siglo XVI. De la misma manera, las soluciones mudéjares se apli-
caron de forma sistemática a edificios de tipología tradicional y
también a las nuevas construcciones del Renacimiento donde se
conjugaban con los modelos italianos»8. Las nuevas exigencias fun-
cionales a las que se adapta el sistema constructivo gótico quedarán
de manifiesto en dos iglesias fundadas por los Reyes Católicos: la
iglesia de San Juan de los Reyes en Toledo y la de Santo Tomás en
Ávila. La adaptación significa que la iglesia cuenta con una sola
nave con capillas entre contrafuertes, el crucero alineado con ellas
a veces con cimborrio, capilla mayor poco profunda y en alto; el
coro a los pies del templo y también en alto. Se trata de una con-
cepción del espacio que responde a un plan unitario. La axialidad
de la nave y el espacio centralizado de la cabecera se funden en una
unidad espacial; en el coro, los Reyes, el altar, el lugar sagrado. Toda
la proporción es armónica y regular. Esta atención al espacio unifi-
cado de la cabecera como núcleo jerárquico diferenciado del edificio
sirvió de inspiración a muchos edificios religiosos del siglo XVI.
El otro tipo de edificio de patrocinio regio que supuso un avan-
ce en relación con la arquitectura de la Edad Media, y por tanto
debe ser considerado como otro de los edificios de estructura góti-
ca que ahora se adapta a nuevos conceptos espaciales, es el del hos-
pital.
Ya ha quedado indicado el interés que pusieron los Reyes
Católicos en la práctica de la medicina y cómo, de alguna manera,
establecieron lo que hoy llamaríamos una política sanitaria. En rea-
lidad puede decirse que, de todas las empresas arquitectónicas que
auspiciaron, la de los hospitales es, quizá, la que da una más clara

79
Ana María Arias de Cossío

idea de la modernidad. Se trata ahora de una tipología que se ha


formulado en Italia y que aquí se proyecta con soluciones arqui-
tectónicas góticas. La idea procede, como digo, de una política
estatal moderna que asume como beneficencia regia la antigua asis-
tencia por caridad, que, hasta entonces, llevaban a cabo determina-
das órdenes religiosas. La nueva política de Estado llevaba implíci-
to, además del cuidado del enfermo, el intento de suprimir la
mendicidad. El primero y más importante de los tres fundados por
los Reyes Católicos es el Hospital Real de Santiago de Compostela.
La fecha en que los Reyes otorgan poder al deán de Santiago para
que inicie la edificación es 1499 y Enrique Egas queda encargado,
en la misma fecha, de buscar el sitio para su ubicación. El hospital
se construye entre 1501 y 1511. La primera novedad de estos tres
hospitales es la correspondencia y la adecuación entre la tipología
arquitectónica y las distintas funciones prácticas para las que se
construyen. Los hospitales construidos en la Edad Media tenían un
trazado irregular, siguiendo la planta basilical de tres naves desde
las cuales los enfermos podían seguir la misa que se encontraba al
fondo del edificio. Como la nueva cultura científica exigía un
modelo más acorde con la función hospitalaria se fue imponiendo
la planta cruciforme, de hecho, en Italia, ya se habían construido
algunos con planta cruciforme durante los siglos XIII y XIV. Sin
embargo, de todos los hospitales de planta cruciforme, el Hospital
Mayor de Milán, construido por Filarete entre 1456 y 1465, es uno
de los edificios más perfectos en relación con su función. Su estruc-
tura está formada por dos núcleos cada uno con dos crujías, for-
mando una cruz griega que alberga entre sus brazos cuatro patios,
unidas ambas por un patio y todo el conjunto inscrito en un rec-
tángulo. Sistemáticamente se admite que el hospital milanés fue el
modelo para el de Santiago, que Egas pudo conocer a través del tra-
tado de Filarete, una de cuyas copias estaba en la biblioteca del
duque de Calabria en Valencia. Ya Chueca admite como modelo de

80
El arte del Renacimiento español

estos hospitales el del Espíritu Santo, en Sassia (Roma)9, y parece


que los investigadores más recientes se inclinan por esta posibili-
dad para el Hospital de Santiago de Compostela10. En todo caso, lo
que sí es cierto es que lo construido por Egas es una simplificación
del hospital planteado por Filarete. La portada, de indudable con-
cepción gótica, como fachada-retablo se contrata en 1519 para sus-
tituir una anterior. Es uno de los muchos ejemplos de lo que en
estos años se hace: la terminación de un edificio de estructura góti-
ca con una decoración que incorpora motivos italianos que se han
ido divulgando, como grutescos, decoración heráldica, todo ello
repartido de manera regular.
El segundo en fecha es el Hospital de Santa Cruz en Toledo. El
gran cardenal de España y arzobispo de Toledo obtuvo en 1494
una bula pontificia para la fundación de un hospital para niños
expósitos, pero el cardenal murió y sus testamentarios se ocuparon
de cumplir su última voluntad, especialmente el arzobispo de
Sevilla, que fue su más celoso mandatario. Su construcción la diri-
gió Enrique Egas entre 1504 y 1515 y utilizó el mismo modelo,
aunque la cruz de la planta no se completó con los cuatro patios,
pues sólo existen dos de tamaño proporcionado y otro muy peque-
ño. Lo que resulta magnífico de este edificio son las crujías de la cruz,
que tienen dos pisos, de gran altura y gran amplitud [lám. 14], con
espléndida decoración en los pilares de cruce de los brazos, que es,
desde luego, gótica. Los techos son también dignos de mencionar-
se, en el piso bajo a base de casetones y el de arriba de bellísima
lacería mudéjar; la linterna del centro tiene también una bóveda de
crucería morisca. Como señala Chueca, en la decoración de alguna
de las puertas interiores se inmiscuyen algunos grutescos y escudos
que tienen ya carácter renaciente, de manera que en ese edificio hay
una interesantísima unidad artística gótico-mudéjar con leves
toques de Renacimiento. La fachada y el patio tienen ya novedades
que permiten hablar de un maestro, Alonso de Covarrubias, que

81
Ana María Arias de Cossío

está ya mucho más dentro del Renacimiento. A él volveremos más


adelante.
Fue también Enrique Egas el autor de las trazas del hospital que
había de construirse en la recién conquistada Granada y que, aun-
que la reina Isabel lo funda en 1504, no se comenzó hasta 1511. Se
llevó con mucha más lentitud y cambios que los otros dos y no se
terminó ni siquiera en el siglo XVI en la totalidad de su programa.
El tracista fue, como digo, Enrique Egas y el maestro de la obra,
Juan García de Pradas, lo primero que hizo fue la linterna promi-
nente en el centro, aunque no es de doble altura, sino dividida en
pisos. Quedaron sin hacer los patios del lado derecho y, de los de
la izquierda, el primero está incompleto aunque es el más suntuo-
so. Parece que el segundo patio se acabó en 158611. Como se ve, en
los tres edificios hospitalarios se juega con el doble planteamiento
de un modelo tipológico renacentista y un sistema constructivo
gótico. En todo caso, y como ha quedado apuntado, estas cons-
trucciones surgen en relación con una nueva forma de entender el
mecenazgo real porque desde el comienzo de su reinado Fernando
e Isabel concibieron sus programas artísticos con un criterio polí-
tico, como señaló Bayón12, para representar una imagen visual del
poder, convirtiéndolos en símbolos: «En este sentido, el ejemplo ya
citado de Granada, como ciudad ideológica del nuevo Estado, es
muy representativo. La construcción de la capilla Real, con pan-
teón, los inicios de la catedral y el Hospital Real, surgen en el
marco de la ciudad preexistente, introduciendo un nuevo significa-
do en la imagen de la ciudad: la idea de un dominio de una ciudad
en la que culmina un proceso histórico singular»13.
Ya hemos visto, al hablar del Colegio de Santa Cruz de
Valladolid, que fue la nobleza y especialmente la amplia familia de
los Mendoza los que introdujeron el Renacimiento en España. Lo
lógico es, pues, que las primeras realizaciones fueran de una tipo-
logía concreta, la del palacio. En todos los edificios de este tipo se

82
El arte del Renacimiento español

observa una dependencia de modelos italianos muy dispares. Ello


se explica porque, al ser un lenguaje que no se ha experimentado en
España, y que ya llevaba prácticamente un siglo utilizándose en
Italia, la importación aquí se produce adoptando soluciones que ya
habían sido probadas en la práctica arquitectónica, así que llegan
obras realizadas en Italia e importadas a España, o bien obras que
se hacen aquí, pero que se fijan en modelos muy diversos. Pero la
novedad de esta tipología palaciega en España no está sólo en lo
formal, sino en la nueva concepción de la fachada como un ele-
mento de la escenografía urbana e imagen representativa de la
nobleza de su dueño. Ahí es donde está la gran novedad, pues es
sabido que los palacios de la nobleza o incluso las residencias rea-
les de la Baja Edad Media prefieren la proliferación de elementos
suntuarios y decorativos de carácter mudéjar, por ello la atención
del arquitecto se volvió hacia el interior del edificio y entendiendo
la fachada como un cierre que no tenía interés en representar nada
en relación a su calidad de palacio. Dicho de otro modo, sorpren-
día el contraste entre el exterior austero y un interior rico, lo que
es, desde luego, herencia árabe. Esta situación se dio en los palacios
de finales del Medioevo, pero también en muchos renacentistas.
Por todo lo dicho el primer palacio que plantea esta novedad
de concepción, formando parte de la escenografía urbana, es el de
Cogolludo en Guadalajara [lám. 15]. Carecemos de documentación
precisa sobre su construcción. Gómez Moreno supone que se
construyó entre 1492 y 1495 por don Luis de la Cerda para su hija
Leonor, casada con don Rodrigo de Mendoza, hijo del gran carde-
nal. Estas fechas, generalmente admitidas, han tenido más reciente-
mente la propuesta de modificación basada fundamentalmente en
el escudo de la fachada, así es como M. Fernández Gómez supone
que hay que adelantar la fecha para situarla entre 1479 y 1492, pero
esta aseveración no es más que otra hipótesis que carece de una
documentación que lo acredite. Lo cierto es que el palacio de ritmo

83
Ana María Arias de Cossío

horizontal funciona como telón de fondo de la plaza; tiene dos


cuerpos, el inferior ciego, sobre zócalo, y el superior, con seis ven-
tanas de tracería gótica. En el centro, puerta adintelada rematada
por un «frontispicio de vuelta redonda», encima, ya en el cuerpo
superior, el escudo del duque de Medinaceli. Todo el paramento es
almohadillado a la italiana, subrayando el efecto constructivo.
Tradicionalmente se comparaba o, mejor dicho, se proponían
como modelo de este palacio los palacios del Quattrocento floren-
tino, pero habría que tener en cuenta otros que están más próxi-
mos, tal es el caso del palacio Médicis en Milán incluido en el tra-
tado de Filarete, aunque V. Nieto piensa que si el arquitecto
conoció el tratado introdujo algunas variantes, y en relación con
la laura con el escudo colocado en el eje de la fachada recuerda la
fachada de la Catedral de Pienza, en el conjunto proyectado por
Alberti y realizado por Rossellino después de 1460 en Corsignano,
la ciudad que Eneas Silvio Picolomini convirtió en una conmemo-
ración personal al ser elegido Papa con el nombre de Pío II.
Algo posterior en fecha, y muestra también de la introducción
de los modelos italianos, es la casa de don Antonio de Mendoza,
hijo del duque del Infantado, hombre culto aficionado a la caza y
con un conocimiento amplio de las letras clásicas. No se conoce la
fecha cierta de su construcción, aunque la casa estaba ya construi-
da en 1507 y casi hay unanimidad sobre el autor. Parece que fue
Lorenzo Vázquez, según opinión inicial de Gómez Moreno, sobre
todo en el piso inferior del patio, aunque, sin embargo, la parte alta
debe ser obra de un artista italiano presumiblemente cercano a
Pietro Lombardo. La fachada es modesta y la decoración se centra
en la portada, hoy muy modificada, donde falta un frontón trian-
gular y queda el arco de medio punto entre pilastras decoradas con
motivos que aluden a la personalidad de su propietario, casi todos
motivos militares. El patio tiene interés sobre todo por las zapatas
de madera, sobre las que apoya un arquitrabe también de madera

84
El arte del Renacimiento español

que, precisamente, luego es muy utilizado en toda la arquitectura


española del XVI, e, incluso, se reproduce como algo típico en
multitud de pinturas de la época.
Más directamente apoyados en modelos italianos están aquellos
edificios que se importan desde Italia o se construyen aquí por
artistas italianos. Es el caso de dos palacios fortificados, el de La
Calahorra y el de Vélez Blanco. El primero lo construyó don
Rodrigo de Vivar y Mendoza, marqués de Cenete, entre 1509 y
1512. Este corto espacio de tiempo en la construcción se explica
porque sus piezas se encargan simultáneamente a distintos talleres
y a artistas italianos. Lorenzo Vázquez está documentado dirigien-
do la obra en 1509, pero tuvo importantes desavenencias con el
marqués y fue sustituido por Michel Carlone, que imprime en la
decoración interior un aire genovés indudable. Se encargan varios
materiales labrados a talleres genoveses y eso hace suponer que la
responsabilidad de Lorenzo Vázquez se limita al plan general de
la obra y a la planta baja. También se contrataron artistas lombardos,
de manera que, en vez de las soluciones de otros edificios que pue-
den identificarse con lo florentino, ahora se opta por lo genovés y
lo lombardo, que se convierten en frecuentes en los primeros años
del XVI en la arquitectura española. Estos dos palacios comparten
la ubicación en lugares apartados de la ciudad y con apariencia
exterior de fortaleza, pues los dos tienen una especie de fachada
envolvente como si fuera un elemento defensivo. La diferencia
entre ambos es que el de La Calahorra es regular y armónico de
proporciones, y el de Vélez Blanco es menos ordenado en sus volú-
menes y por tanto menos clásico.
Por lo que se refiere a La Calahorra, fue Justi quien encontró en
los archivos del estado de Génova documentos relativos a la cons-
trucción del palacio, entre ellos uno que documenta a Carlone en
1509 encargado de la dirección de los trabajos. Chueca —de quien
tomamos estos datos— piensa que Carlone debió de replantear el

85
Ana María Arias de Cossío

patio con la idea de «dar a la escalera gran desahogo y monumen-


talidad a la genovesa, ello obligó a que se hiciera un cuerpo avan-
zado hacia poniente, que desdice en la composición de la planta y
destruye en parte su eficacia militar. Es posible que Vázquez se
hallase en desacuerdo sobre este particular en divergencia con el
italiano, y que, por lo mismo, perdiera el favor del marqués, parti-
dario del extranjero»14.
Carlone, dada la prisa que tenía el marqués para que la obra
quedase concluida, llamó a tres artistas para que vinieran a La
Calahorra, los tres procedentes de Liguria, Pantaleone Cachari,
Pietro Bachoni y Uberto Carampi, y otros cuatro lombardos, tres
miembros de la familia Grandia y Pedro Antonio de Curto, ade-
más de encargar piezas labradas por talleres italianos que eran
importadas. El resultado es un patio cuadrado con cinco arquerías
en cada lado y la escalera de tipo claustral español está colocada en
el centro de uno de los lados constituyendo el eje de la composi-
ción, lo que da una simetría que es italiana por escenográfica, cuan-
do llega a la planta noble queda incluida en un ámbito muy amplio
que alcanza toda la anchura del patio, que obedece, sin duda, al
concepto quattrocentista del «cortile» italiano con dos órdenes
superpuestos de arcadas sobre columnas, lo que apunta semejanzas
con el patio de la Cancillería de Roma que se construía más o
menos por estas fechas, aunque en el caso romano la proporción y
la armonía llegan a una mayor culminación. Las galerías se cubren
con bóveda de arista que soportan unos capiteles muy variados: en
la planta inferior, de orden corintio y compuesto, con banda deco-
rada con motivos diferentes por debajo del collarino que, posible-
mente, se deban a la actividad de Lorenzo Vázquez; los del cuerpo
superior, se encargaron a Carrara y las columnas descansan sobre
la balaustrada, todo ello ofrece un resalte figurativo gracias al
bicromatismo del color de la piedra y el enlucido blanco de los
parámetros [lám. 16]. Esto tiene también semejanza con el palacio

86
El arte del Renacimiento español

que Francesco Laurana levantó en Urbino para Federico de Mon-


tefeltro.
En el interior del palacio son de gran interés la serie de decora-
ciones en puertas y ventanas, y quizá, de entre ellas, debemos des-
tacar la portada del piso superior llamada comúnmente «puerta del
salón de los marqueses». Su tipología recuerda la de un arco roma-
no y las decoraciones que contiene son escenas de Hércules en
lucha con la Hidra de Lerna, Hércules luchando con el Toro Mara-
tón y en relieves de los nichos laterales Hércules Apolo, la Fortuna
y la Abundancia, diosas marinas, tritonas, además de otros temas
que fueron identificados primero por Kruft y luego por Santiago
Sebastián15. Todos estos temas son exaltaciones alegóricas de cultu-
ra humanística y por supuesto de las virtudes de don Rodrigo:
Hércules es la representación del héroe que supera toda clase de
pruebas para alcanzar la inmortalidad, la Fortuna es la representa-
ción de la suerte. Referido al marqués, obviamente significan la
personalidad y la suerte, cualidades ambas que se suponía tenía don
Rodrigo.
El palacio de Vélez Blanco fue construido entre 1506 y 1515 por
don Pedro Fajardo y Chacón, primer marqués de Vélez, otro de
los nobles que compartía con don Rodrigo de Vivar y Mendoza las
cualidades de militar y de humanista, en el caso del marqués de
Vélez un humanismo adquirido en el círculo intelectual de Pedro
Mártir de Anglería y por su condición de adelantado del reino de
Murcia. Por eso el palacio presenta una estructura similar al de La
Calahorra, es decir, un patio a la italiana dentro de un recinto de
carácter defensivo, patio que actualmente está en el Museo
Metropolitano de Nueva York. «Fue Gómez Moreno quien supuso
trabajando en él a Francisco Florentín con otros artistas italianos
que trabajan a sus órdenes. No se trata de una decoración con tanta
significación como la de La Calahorra, sino más bien de tipo orna-
mental en la que se aprecia la transposición de soluciones decorativas

87
Ana María Arias de Cossío

de Quattrocento florentino; por lo que respecta a la estructura del


palacio hay que decir que no obedece a una simetría tan perfecta
como el de La Calahorra ni tampoco sus proporciones son tan cla-
ras, aun así se trata de un palacio con decoración exquisita y obra
suntuosa como corresponde al estatus de su dueño y señor»16.
Francisco Florentín debió de llegar a España en los primeros
años del siglo XVI para trabajar en este palacio, luego realizó
varios trabajos en Granada a partir de 1517, concretamente en
la capilla Real. Dos años después era nombrado maestro mayor de la
Catedral de Murcia, cargo que mantuvo hasta su muerte en 1522.
En la Catedral de Murcia se le atribuye la portada de las Cadenas,
cuya decoración de finísimos relieves es de aire muy italiano, con-
cretamente muy florentino, con motivos que, como en las obras
anteriores, deben de estar tomados del Codex Escurialensis, pero
también de ejemplos italianos que proporcionan las pinturas del
último tercio del Quattrocento florentino. Una base realmente
importante al respecto son las pinturas de Ghirlandajo, donde los
fondos en muchos casos son representaciones arquitectónicas que
luego podemos encontrar en los motivos ornamentales de estos
edificios; por ejemplo, en la portada de las Cadenas, en el remate
del primer cuerpo, hay un friso de cabezas infantiles con guirnal-
das que cuelgan de una argolla exactamente igual que el que apa-
rece en el nacimiento de la Virgen en los frescos de la capilla
Tornabuoni que Ghirlandajo pintó en 1485, en la iglesia de Santa
María Novella de Florencia. Queremos decir con ello que todas
estas decoraciones italianas que aparecen en estos primeros edifi-
cios del Renacimiento español no tienen por qué venir de una
fuente única como puede ser el Codex, sino que, a veces, se toman
directamente de arquitecturas pintadas.
Lo cierto es que estas obras construidas bajo el mecenazgo de
los Mendoza o el patrocinio regio no tienen relación con el proce-
so que sigue la arquitectura, al menos en los primeros veinte años

88
El arte del Renacimiento español

del siglo XVI, de manera que quedan como ejemplos aislados aun-
que plenamente coherentes en lo que se refiere a la unidad del
léxico empleado frente a la arquitectura gótica y a la forma de
aplicar los repertorios italianos de esa arquitectura que cubre casi
el primer tercio del siglo XVI. Por ello deben considerarse como el
primer capítulo de la arquitectura del Renacimiento español.
Durante los primeros años del siglo XVI, las formas italianas se
van implantando en edificios que están dentro de la ciudad, parti-
cipando cada vez más de la escenografía urbana y marcando así una
referencia nueva en relación con la ciudad preexistente. Esto pasa
en Burgos, Salamanca, Toledo y otros puntos geográficos. Ocurre,
sin embargo, que la novedad de lo italiano se concentra en el reves-
timiento ornamental del edificio, donde aparecen elementos italia-
nos mezclados con otros góticos sobre edificios góticos en cuanto
al sistema constructivo; ornamentación, por tanto, de carácter adje-
tivo que no debe considerarse como fenómeno inicial de asimila-
ción de la arquitectura del Renacimiento porque, cuando podamos
hablar de ella, ya en torno a 1526, no será considerada como con-
secuencia de este proceso previo, sino de un planteamiento com-
pletamente nuevo. A esta situación está ligado un problema histo-
riográfico que nace con el término «plateresco», que desde tiempo
inmemorial designa la arquitectura española de este período y estas
características que acabamos de enunciar. Cronológicamente hay
que empezar con el texto de Ortiz de Zúñiga que, a finales del siglo
XVII, utiliza por primera vez el término al referirse al Ayun-
tamiento de Sevilla y dice que es un edificio «revestido de follajes
y phantasias de excelente dibuxo, que los artífices llaman
Plateresco»17. Aunque la polémica empieza aquí, nótese que el tér-
mino está empleado sólo referido al tipo de decoración y no a la
arquitectura. El primero que utiliza el término «plateresco» como
sinónimo de estilo fue Ponz, quien además pone límites cronológi-
cos al estilo y se lamenta de «que este estilo plateresco prevaleciese

89
Ana María Arias de Cossío

tanto desde que se abandonó la usanza gótica, hasta que entera-


mente abrazara la nueva arquitectura greco-romana»18.
Posteriormente el marqués de Lozoya, en su obra monumental
Historia del Arte Hispánico, insiste en que el plateresco es un
aspecto puramente decorativo que interpreta con elementos italia-
nos (principalmente lombardos y florentinos) el mismo sentido
ornamental del estilo «Isabel»: «Hay también en el plateresco una
penetración en la arquitectura de los procedimientos decorativos
empleados en las artes industriales, no solamente de la platería,
sino más aún de la carpintería, de la que traduce en piedra las zapa-
tas, los balaustres torneados y aun los casetones de las bóvedas [...].
No hay en el plateresco una disposición original. En la arquitectu-
ra religiosa, a que ahora nos referimos exclusivamente, se sigue
construyendo con arreglo a las normas del último gótico»19. Como
el término «plateresco» se aplicó a la arquitectura española, no
tardó en aparecer el tópico del estilo plateresco como estilo hispá-
nico, y así se siguió considerando hasta prácticamente nuestros
días, para designar la arquitectura española del primer tercio del
siglo cuyo «típico hispanismo» se producía por la mezcla de ele-
mentos góticos, renacentistas y musulmanes. Quien dio mayores
vuelos a esta línea historiográfica fue Camón Aznar en 1945: «A
pesar de la disparidad de orígenes entre los elementos constructi-
vos y los decorativos se funden éstos tan íntimamente, dan tal
impresión de unidad, que con todas sus consecuencias puede
hablarse de estilo plateresco en su acepción más integral»20. Ya en
nuestros días se empieza a poner en cuestión esta interpretación del
plateresco como un estilo específicamente español, haciendo notar
que si bajo esa denominación se ponen obras tan dispares, por qué
no se considera el plateresco como un fenómeno europeo; ésa es la
idea de Rosenthal al decir que lo mismo se da en Francia que en
Alemania o en España21. Santiago Sebastián se refiere a este período
de la arquitectura española como el protorrenacimiento español22.

90
El arte del Renacimiento español

Frente a esto Fernando Marías piensa, con razón, que se puede sos-
tener la denominación de plateresco para la arquitectura española
comprendida entre los últimos años del siglo XV y hasta 1560, y
señala que dentro de estos límites hay una primera etapa que llega-
ría más o menos hasta 1530, en la que los motivos ornamentales ita-
lianos o italianizantes se superponen a estructuras góticas, que es
muy diferente de la que es plenamente renacentista que compren-
dería desde 1530 a 1560, momento 1563 que es el inicio de la arqui-
tectura de El Escorial que culminaría la arquitectura renacentista
española, llamando a la primera de estas dos últimas etapas estilo
ornamentado y a la segunda, estilo desornamentado23.
A pesar de toda esta discusión historiográfica en la que hemos
señalado los nombres más significativos, teniendo en cuenta que a
cada una de esas propuestas se unen otros historiadores, la cuestión
dista mucho de estar del todo resuelta, porque todavía hoy se habla
de plateresco, es más, de primer plateresco y segundo plateresco.
Por eso preferimos la denominación que utiliza Víctor Nieto, lla-
mando a esta etapa de la arquitectura del siglo XVI (1500-1526)
como la etapa de la «indefinición estilística»24 porque, además, nos
parece que encaja muy bien en lo que es la época, desde el punto de
vista político e incluso intelectual, momento de gran inquietud e
inestabilidad como hemos visto al principio del capítulo.
El análisis, a guisa de ejemplo, de las obras fechadas en estos
años nos lleva en primer lugar a Salamanca, la ciudad que como
hemos visto decoró la fachada de su Universidad a la manera de un
fastuoso retablo humanista, con primorosa labor decorativa donde
se mezclan los motivos más variados sometidos a ritmo y simetría
y de la que no sabemos ni su autor o autores ni su fecha concreta,
aunque puede decirse que está en torno a 1525. Camón relaciona a
sus presuntos autores con los que trabajaron para el obispo
Rodríguez de Fonseca en la Catedral de Palencia, pero la realidad
es que no sabemos nada con certeza. En la misma Universidad, son

91
Ana María Arias de Cossío

concordes con las de la fachada las decoraciones del pretil del pri-
mer tramo de la escalera y los antepechos del claustro alto, con
símbolos imaginados por el humanista Hernán Pérez de la Oliva.
Las Escuelas Menores siempre se consideraron parte de la
Universidad y se construyeron por las mismas fechas. La portada,
en un ángulo del patio, refleja en pequeño y con distinta propor-
ción el estilo de la de la Universidad, tiene doble puerta y en el piso
superior decoraciones heráldicas; la fachada se corona con creste-
ría típicamente salmantina. Sobrepasando esta puerta se accede a
un pequeño patio en cuyo frente se esculpen las armas de la
Universidad en un medallón que a su vez se inscribe en un taber-
náculo, sin duda todo ello esculpido por las mismas manos que
tallaron la fachada universitaria. A continuación un patio de un
solo piso amplio y despejado en el que predomina la sensación de
horizontalidad con arcos mixtilíneos de abolengo mudéjar, que uti-
lizó mucho el gótico final, y que asimismo está presente en el patio
de la famosa Casa de las Conchas y en la galería alta de la
Universidad. Contiguo a esta portada está el edificio del Estudio,
terminado al filo del primer tercio del siglo, aunque su portada es
todavía gótica pero con medallones y crestería ya ligados a la deco-
ración renacentista.
En cuanto a la Casa de las Conchas [lám. 17], cabe decir que su
construcción se realizó entre 1492 y 1517 y se debió a don Rodrigo
de Maldonado, doctor de la Corte de Isabel la Católica. Como
otras construcciones de estos años, como la Casa de los Golfines en
Cáceres o la Casa Abarca también en Salamanca, obedece a la tipo-
logía de casa fuerte torreada. Las conchas que se distribuyen por
toda la fachada son a la vez ornamento y símbolo heráldico, los
motivos italianos se encuentran en varios antepechos de las venta-
nas y el dintel de la portada, están labrados en Italia y no forman
parte del proyecto original del edificio, como demostró el estudio
de los modelos heráldicos realizado por el profesor Álvarez Villar,

92
El arte del Renacimiento español

sino que se añadieron con posterioridad a 1517, año en el que el


hijo de don Rodrigo se casó con doña Juana Pimentel, es entonces
cuando se sustituyen los elementos góticos por los renacentistas y
se acomete la remodelación del patio25.
La Casa de las Muertes, asimismo en Salamanca, es otro de los
edificios civiles de este momento. Fue construido por don Alfonso
de Fonseca, arzobispo de Toledo e hijo del patriarca de Alejandría
cuya efigie preside el balcón central. La labor decorativa es de una
belleza sencilla que recuerda labores quattrocentistas entre lo lom-
bardo y lo boloñés.
Por lo que respecta a la arquitectura religiosa, Salamanca cuen-
ta con una serie de edificios de gran importancia por lo que repre-
sentan en la arquitectura del siglo XVI. El primero de estos edifi-
cios es la Catedral Nueva, construida a causa del aumento de
población que hacía que su antiguo templo románico fuera incapaz
de albergarla. Los Reyes Católicos acogieron de muy buen grado
la idea de levantar un nuevo templo que fuera rico y suntuoso. La
primera fecha a tener en cuenta es 1510, año en el que se reunieron
en Salamanca Antón Egas y Alfonso Rodríguez para dibujar las
trazas. Tres años después se puso la primera piedra y comenzaron
las obras bajo el mando de Juan Gil de Hontañón y enseguida
entró a trabajar Juan de Álava. La obra va creciendo en un mar de
contradicciones, una fábrica gótica en pleno siglo XVI, donde
luchaban opiniones defendidas por los maestros toledanos, que se
referían a un gótico más purista que hacía referencia a la catedral
toledana a cuya sombra se habían formado, con las opiniones de
los otros maestros que proponían ciertas novedades estructurales
que remitían al gótico nórdico, típico de la época de los Reyes
Católicos. Mientras, se iban infiltrando casi imperceptiblemente las
novedades decorativas de columnillas y grutescos que Juan de
Álava repartía por las capillas que tenía a su cargo, aunque todo
ello estuviera contenido en un marco gótico. La catedral siguió su

93
Ana María Arias de Cossío

construcción hasta finales del siglo, ya con el consejo de Juan de


Herrera. La fachada [lám. 18] muestra en su magnificencia las con-
tradicciones de esta etapa de «indefinición» de nuestra arquitectu-
ra. Cuatro grandes arcos forman a la manera de una sección retran-
queada del interior y albergan diferentes portadas proyectadas
siguiendo la tipología de la época isabelina, pero, en cambio, «se
acudió a los supuestos escenográficos y figurativos de representar
en la fachada del testero del edificio a la manera de unas capillas
adornadas con retablos»26.
Tal como señala Chueca, el problema de la fachada quedaba
también sin resolver por la sencilla razón de que «para que en una
fachada podamos leer un discurso puramente arquitectónico, es
necesario que el lenguaje propio y singular de este arte se desarro-
lle con leyes y ritmos prosódicos, que haya juego de elementos
encadenados con arreglo a ciertas proporciones y acentuados con
más o menos relieve plástico»27.
Esta situación se produce de manera casi idéntica en las cate-
drales que se construyen a lo largo del siglo XVI como las de
Plasencia, Astorga o Segovia, y concretamente en Salamanca esto
mismo es lo que ocurre en el convento dominico de San Esteban.
Sobre él, dice Chueca, convergen las experiencias constructivas de
la Catedral Nueva y las experiencias ornamentales de la fachada
universitaria, para buscar una solución que sin ser clásica no signi-
fique un anacronismo.
El maestro de la iglesia es Juan de Álava y su construcción se
debe en gran medida a fray Juan Álvarez de Toledo, de la Casa de
Alba, que fue obispo de Córdoba y prelado de la Orden de los
Dominicos. Se comenzó en 1524 y la bóveda no se cerró hasta
1603. Juan de Álava partió en su concepción del edificio de la igle-
sia conventual típica de la época de los Reyes Católicos, que, como
ya se ha comentado, consiste en una nave con capillas laterales, cru-
cero alineado con ellas, coro elevado a los pies y capilla mayor a

94
El arte del Renacimiento español

veces también en alto. Sin embargo, esta iglesia, a pesar de ajustar-


se a este plan, sorprende más que ninguna otra porque la longitud
de la nave y la profundidad de la capilla mayor producen un efec-
to visual del espacio muy difícil de olvidar; efecto que se repite si
se contempla el exterior del edificio, especialmente su cabecera,
donde podemos advertir una expresividad volumétrica que culmi-
na en el cimborrio, mientras que los contrafuertes terminados en
agujas establecen un potente diálogo con los arbotantes que reco-
gen y reparten las cargas de tal manera que la cabecera, lejos de
apuntar hacia las filigranas góticas, desprende una solidez casi
romana aunque se consiga mediante un léxico gótico [lám. 19]. En
la fachada, la integración da un paso más que en el caso de la cate-
dral porque hay un único arco que se adecua a la única nave mucho
mejor. Este gran arco salta entre dos contrafuertes y cobija, una vez
más, un prolijo retablo con la distribución por calles y pisos; la
central, más ancha, acoge la puerta y las escenas principales. El coro-
namiento del retablo en el último piso sirve de marco al Calvario
que remata el retablo. Lo más característico de Juan de Álava es la
propensión a la verticalidad aumentada por la tendencia a super-
poner sobre la puerta otros arcos en forma de lunetas peraltadas.
Los grutescos, de una gran agilidad aunque de factura primitiva,
tienen más resalte si se comparan con los de la Universidad, pero
todavía son muy menudos organizados geométricamente, lo que
les hace algo densos.
Al lado de esta magnífica fachada tenemos una logia de diez
arcos sobre columnas de sabor florentino, casi brunelleschiano. En
el interior hay un claustro de transición gótico-renaciente que
entra ya en la fase siguiente de la arquitectura y que sirvió de
modelo a los claustros leoneses realizados por Juan de Badajoz. El
edificio se completa con un hermoso patio construido por don
Alonso de Fonseca, arzobispo de Santiago, pero es mucho más
austero.

95
Ana María Arias de Cossío

Frente al convento de San Esteban se encuentra el convento de


monjas llamado de las Dueñas que aparece muy emparentado con
la obra de Juan de Álava en San Esteban. La portada es muy senci-
lla y tiene rasgos de Juan de Álava también, con el arco peraltado a
la manera de gran luneto sobre la puerta. Aparece coronando la
portada una concha que se puede encontrar en algunos edificios
franceses. Sin embargo, lo que ha dado celebridad a este pequeño
convento es su patio de forma pentagonal con dos pisos, el de abajo
con arcos escarzamos o sobre columnas, con medallones en las
enjutas; el piso superior arquitrabado con columnas y zapatas. El
patio es, desde luego, posterior a la portada y posiblemente corres-
ponde ya a la época de los grandes maestros que aceptan el clasi-
cismo sin reservas. Sin duda la galería arquitrabada está apoyada en
las que hicieran Lorenzo Vázquez y Covarrubias en sus primeras
obras, pero aquí están tan próximas las zapatas que casi se ha supri-
mido su función de dintel. Este convento de las Dueñas fue funda-
do por doña Juana de Maldonado en 1499, pero no fue construido
hasta mucho después, en 1533.
La irradiación de la arquitectura de estos años llegó a lugares
dentro de la región como fue Ciudad Rodrigo, especialmente en la
arquitectura civil, siendo el palacio de Montarlo, de los primeros
años del siglo XVI, el ejemplo más brillante. Tiene puerta con arco
adintelado con esquinas redondeadas.
La proyección de modelos salmantinos por tierras extremeñas
tiene su brillante representación en la Catedral de Plasencia, cuya
construcción es un caso realmente extraño porque existía una cate-
dral que databa de finales del siglo XIII, pero pareció tosca y pobre
a tenor de los tiempos en los que había cundido el afán de engran-
decer o renovar los templos. Lo cierto es que el obispo Gutiérrez
Álvarez de Toledo determinó comenzar una catedral nueva, pero la
originalidad de su construcción radica en que no se demolió la vieja
antes de levantar la nueva, de manera que sólo desaparecía aquello

96
El arte del Renacimiento español

por donde avanzaba la nueva fábrica. La imagen que haría enten-


der esta «modalidad» es la del pez grande que se come al chico. Lo
cierto es que, bien por falta de recursos o bien porque el entusias-
mo decayó, el resultado fue que la nueva queda reducida a la cabe-
cera y a dos tramos y la vieja a los cuatro tramos restantes hasta los
pies del templo. No se sabe con certeza documental quién dio las
trazas para la nueva. Enrique Egas era maestro mayor en 1497 y a
lo mejor fue él, pues parece que la obra se empezó en 1498, aunque
se suspendió en 1513 y Egas cesó en su maestría y fue sustituido
por Francisco de Colonia. Según dice Chueca, a Francisco
Colonia se le agrega Juan de Álava y así estaban las obras en 1518.
Tres años después Francisco Colonia ya no estaba y desde enton-
ces el maestro fue Juan de Álava, autor de la fachada principal en la
que se enfrentó al consabido problema de adaptarla a la estructura
gótica. La solución apunta a la comparación con San Esteban en
Salamanca, reiterando en el centro el arco peraltado. La gradación
de los diversos pisos que desde la puerta van espigándose dan al
conjunto un aire ciertamente anticlásico. Los contrafuertes latera-
les que enmarcan el ancho de la fachada son de gran belleza, deco-
rados con fina labor de grutescos muy menudos a la manera de
Juan de Álava [lám. 20]. Entre los ejemplares de arquitectura civil
en Extremadura es forzoso referirse a la Casa de los Golfines en
Cáceres. A pesar de sus ornatos y cresterías se ve muy bien su
carácter militar. Su decoración es de ascendente salmantina y debió
de construirse muy a principios del siglo XVI.
En la austeridad de la ciudad de Ávila algunas construcciones
civiles, sobre todo, muestran en su exterior detalles decorativos
que tienen un acento italiano, como en el caso del palacio de
Polentinos, donde el patio es arquitrabado y con zapatas incorpo-
radas al capitel y escudos sobrepuestos. En esta ciudad, mística y
grave, numerosas casas nobiliarias muestran patios despejados y
sobrios que dan al conjunto un cierto y tímido aire renacentista,

97
Ana María Arias de Cossío

es el caso de la casa de los Águila o la de los Verdejo o la de los


Bracamonte, entre otras.
Burgos, y su área de influencia hacia La Rioja, ve llegar en un
grupo de artistas los ecos de una decoración leve y fluida de carác-
ter italiano. Entre los artistas que están en Burgos desde comienzos
del siglo XVI Francisco de Colonia representa la tercera genera-
ción de una familia de artistas presentes en la ciudad desde tiempo
atrás. Pero Francisco no heredó el genio de su padre ni el de su
abuelo y eso se ve enseguida cuando, sin la asistencia de sus prede-
cesores, tiene que enfrentarse con un arte que desconoce, de mane-
ra que a su alrededor gira toda una fase titubeante del Renacimien-
to burgalés. La primera fecha conocida en relación con él es 1512,
en que labró la puerta de la sacristía de la capilla del Condestable,
pero su obra más importante y la que le ha dado mayor celebridad
es la puerta de la Pellejería, que demuestra, como la anterior, su
desconocimiento de lo que es ese incipiente Renacimiento italiano.
La solución es un retablo con una gran puerta de medio punto en
el centro, tímpanos con palmetas radiales, capiteles campaniformes
que en vez de estar sostenidos por pilastras lo están por columnas
que demuestran torpes incursiones en los motivos ornamentales
italianos, aunque, como contraste, la portada tiene también detalles
del más acendrado italianismo, como niños en los extremos de la
cornisa superior sosteniendo y dejando caer en los extremos late-
rales del conjunto ristras de frutos que cuelgan en racimos. Éste es
un motivo decorativo que remite de forma clara al quattrocentis-
mo italiano de acentos lombardos. Ello se debe a que en esta época
llegan a Burgos artistas formados en Lombardía que eran franceses
o borgoñones y que debieron quizá colaborar o proporcionar estos
acentos decorativos a Francisco de Colonia.
Documentado también en estos primeros años del siglo XVI está
otro artista que, en realidad, inaugura otra fase en el Renacimiento
burgalés, me refiero a Nicolás de Vergara, que tiene documentadas

98
El arte del Renacimiento español

muchas obras en la ciudad, obras de acento lombardo que le con-


vierte en figura clave de todo este primer Renacimiento. A él se
deben la sacristía de la capilla de la Visitación en la catedral y la por-
tada de Santa Casilda en Bureba, además de varios sepulcros todos
de acusado italianismo lombardo.
En lo que se refiere a la arquitectura civil, sin duda la obra más
significativa es el palacio de Miranda en Peñaranda de Duero.
Soberbia construcción distribuida en torno a un patio de dos pisos
que en su día debió resplandecer por su lujo y su originalidad. La
fachada es amplia y responde al modelo de palacio urbano de ritmo
horizontal que cierra un espacio, tiene una gran portada con ven-
tanas en el piso principal que la encuadran. La puerta tiene jambas
y dinteles muy lisos para destacar el valor de los mármoles de colo-
res que la integran. Sobre ella un tímpano avenerado que aloja los
escudos que guardan dos guerreros como en la Antigüedad; enci-
ma, sobre cornisamento de finísima talla, otra luneta también ave-
nerada que lleva un busto clásico en el centro. Figuras de angelitos
enmarcan la portada con una cascada de frutos. Sin duda, quienes
concibieron esta portada «tenían presentes, o por lo menos cono-
cían muy bien, las gigantescas ventanas —ventana estandarte se les
llama con propiedad— de la capilla Coleoni, en Bérgamo, obra de
G.A. Omodeo o Amadeo, el gran maestro lombardo»28. Este con-
junto de elementos lombardos, siempre presentes en Burgos y sus
alrededores, demuestra que en ella intervinieron maestros italianos
que trabajan en la Pellejería, o San Esteban y Santa Dorotea. El
interior del palacio posee una rica y variada serie de frisos y guar-
niciones, donde se mezclan goticismos con mudejarismos y ele-
mentos renacentistas de una elegancia extraordinaria. El patio es
obra presumiblemente posterior.
Muchos de los artistas que trabajan en estos primeros años tra-
bajaron también en tierras riojanas, de manera que algunas iglesias
de estas comarcas pueden considerarse como una proyección de la

99
Ana María Arias de Cossío

arquitectura burgalesa. Sin embargo, en La Rioja se construyeron


algunas de las mejores y más grandiosas iglesias del «gótico moder-
no» en pleno siglo XVI y, exactamente lo mismo que sucede en la
arquitectura religiosa burgalesa, no hallamos en todo el siglo XVI
una novedad estructural sobresaliente, equiparable a las novedades
decorativas o a las que advertimos en la arquitectura civil. En rea-
lidad el Renacimiento hay que buscarlo en las portadas, ventanas,
retablos, rejas, quizá en alguna torre y poco más. La iglesia, ya de
por sí tradicional, y los maestros de cantería disponibles que sólo
conocían el gótico para componer y concebir grandes espacios fue-
ron la causa de todo este retraso29.
Otro foco de referencia en estos primeros años del siglo XVI es
Toledo, ciudad en la que el gótico flamenco borgoñón había teni-
do un extraordinario desarrollo, como muestran las obras de E.
Egas y J. Guas; por este motivo la presencia de artistas extranjeros
que trabajaban en la ciudad para la catedral y para distintas labores
fue muy abundante durante la segunda mitad del siglo XV y, quizá
por ello, las primeras obras que pueden calificarse de renacentistas
se adelantan en Sigüenza y concretamente en su catedral. En tal
sentido la primera fecha a tener en cuenta es 1507 para la puerta del
Jaspe que hizo Francisco Guillén, puerta sencilla, aunque muy
bien proporcionada, que termina en una moldura quebrada con un
jarrón en el centro a manera de acrótera. Dos años después (1509),
el claustro de la capilla de la Concepción presenta ya una decora-
ción a base de grutescos, balaustres y otros detalles ornamentales
que, aunque aparecen mezclados con los góticos, anuncian un tími-
do renacentismo.
Fue el obispo don Fabrique de Portugal quien dio el impulso
definitivo para la realización de las primeras obras renacentistas en
la catedral seguntina. Primero fue el altar-sepulcro de Santa
Librada [lám. 21], que se comenzó en 1515 y parece ser que tres
años después ya estaba terminado; si fue así, parece lógico pensar

100
El arte del Renacimiento español

que trabajaron en él muchos artífices. El modelo de este altar resul-


ta evidente para los historiadores que de él se han ocupado. Se trata
del sepulcro del cardenal Mendoza en Toledo, al que sólo variaron
algo las proporciones, y se añadió un ático con un relieve de la
Asunción de la Virgen que resulta muy poco ágil. Los autores de
este altar-mausoleo son todavía hoy un enigma, pues aunque
Villamil ha intentado adjudicárselo a Covarrubias no hay docu-
mentación que avale tal adjudicación, porque es cierto que el joven
Covarrubias andaba por allí en esas fechas, pero no es menos cier-
to que también lo hacían otros artistas que según las cuentas de
fábrica son el maestro Sebastián, Juan de Talavera, Petit Juan y
Francisco de Baeza, y tanto Chueca como F. Marías sugieren que
también pudo trabajar allí Vasco de la Zarza, pero, desde luego,
todo hace pensar que el tracista debió de ser un maestro toledano
buen conocedor del sepulcro del cardenal Mendoza. Chueca
Goitia pone en relación con este altar de Santa Librada a un artis-
ta, Francisco de Baeza, a cuyo nombre se libran cantidades de otra
obra seguntina que se hizo inmediatamente después; se trata del
sepulcro de don Fernando de Arce, obispo de Canarias, en la capi-
lla de San Juan y Santa Catalina, porque los detalles ornamentales
son muy similares a los de Santa Librada. La conclusión, por tanto,
es que también puede ser posible que este autor trabajara en el
altar-mausoleo de la patrona de la catedral. Esta obra es más depu-
rada ya que se refinan los grutescos y los perfiles, pero en todo caso
son dos obras muy similares.
Formando un ángulo recto con el altar de Santa Librada está la
segunda obra impulsada por don Fadrique de Portugal, que se
empeñó en decorar hasta la exageración este diedro del crucero de
la catedral. Se trata de su propio sepulcro, que debió iniciarse unos
quince años después del altar de la santa, y se dice que estaba ter-
minado cuando el prelado murió en Barcelona en 1539. Es una obra
donde el sentido volumétrico del relieve en los grupos escultóricos e

101
Ana María Arias de Cossío

incluso en las columnas exentas resulta mucho más depurado.


Tampoco se sabe con certeza quiénes intervinieron en esta obra,
aunque es lógico suponer que son algunos de los que intervinieron
en el de Santa Librada. Sin embargo resulta bastante claro que el
autor o autores del sepulcro del obispo se inspiraron en obras bur-
galesas y particularmente en el arte de Siloé, como señala Chueca
Goitia: «[...] tanto la venera del gran nicho donde se hallan las esta-
tuas orantes, con su característica charnela hacia arriba, como el
calvario con la Virgen y San Juan sobre sendas cornucopias nos
recuerdan el arte de Siloé. Y hasta se da el caso curioso de que apa-
rezcan grandes blasones con su yelmo y lambrequines, colocados
en sentido diagonal como en la capilla del Condestable de
Burgos»30. Lo cierto es que se trata de un conjunto de dos altares-
sepulcros que constituyen los primeros brotes del Renacimiento de
un foco —el de Toledo— que es muy importante en el desarrollo
de la arquitectura de aquellos centros que dependen de él durante
la segunda mitad del siglo XVI.
Por lo que respecta a Francisco de Baeza, Pérez Villamil dice
que fue maestro de cantería de todas las obras que se hicieron en la
Catedral de Sigüenza en los primeros treinta años del siglo XVI.
Sus fechas en las obras catedralicias van desde 1503 hasta 1542,
lo que demuestra que debió ser maestro de cierta importancia.
Trabajó en la capilla del Doncel, construyó la Contaduría nueva, la
puerta de la capilla de San Pedro y además algún que otro retablo31.
Sin embargo, la figura representativa como gran artista en
Toledo es Alonso de Covarrubias, nacido en la villa toledana de
Torrijos en 1488 y muerto en la ciudad imperial en 1570. Su longe-
vidad nos va a permitir ver lo que fue la evolución de la arquitec-
tura a lo largo del siglo XVI. La primera mención documental de
Covarrubias es de 1510 y aparece como imaginario en una diligen-
cia entre Rodríguez y Egas en la Catedral de Salamanca. En 1512,
ya casado, parece gozar de muy buen crédito como artista porque,

102
El arte del Renacimiento español

a pesar de su juventud, interviene en la junta que se reúne en


Salamanca para tratar de las trazas y el sitio de la futura catedral. La
primera obra documentada es el sepulcro de don Francisco de Rojas
en la capilla de la Epifanía de la iglesia de San Andrés en Toledo.
Francisco de Rojas había sido embajador de los Reyes Católicos y
quiso una suntuosa capilla para enterramiento de sus padres y el
suyo propio. Pero esto no se construyó hasta 1595. Se supone que
estos años toledanos son de aprendizaje y de iniciación y entre
1515 y 1517 está en Sigüenza para intervenir en obras de gran
empeño, y sin duda estos años son para el futuro gran arquitecto
decisivos. Intervino, como hemos visto, en el conjunto de los dos
altares-sepulcros de don Fadrique, allí pudo madurar su personali-
dad, sobre todo desde el punto de vista de la ornamentación, que
empieza a distinguirse por la finura de su labor y los motivos
empleados, revelando que allí, en Sigüenza, entró en contacto con
la escuela alcarreña de Lorenzo Vázquez, cosa que se ve muy bien
en la portada del Hospital de Santa Cruz en Toledo. Pero en estos
años de juventud Covarrubias ya tenía prestigio y fue reclamado
en obras por toda la región toledana. De hecho, en la catedral pri-
mada se ocupó del sepulcro del canónigo Gutiérrez Díaz en la capi-
lla de la Trinidad. Aquí despliega unas formas sencillas y una deco-
ración que da al conjunto un aire muy florentino; ésta y otras
labores forman, con las realizadas en Sigüenza, una misma familia.
Dentro de esta primera etapa de la obra de Covarrubias corres-
ponde ahora comentar su obra en Guadalajara, donde está docu-
mentado en 1526 a propósito de la iglesia conventual del beaterio
de la Piedad que, utilizando el antiguo palacio de don Antonio de
Mendoza, fundó doña Mencía de Mendoza. De esta obra, que
debió de ser de gran belleza, queda intacta la portada, entre dos
contrafuertes del templo, y está protegida por un arco con caseto-
nes que se remata en una crestería de aire milanés. Al igual que en
los sepulcros hechos en Toledo, es un arco de medio punto entre

103
Ana María Arias de Cossío

columnas abalaustradas, entablamento y una pequeña edícula ave-


nerada, unida al resto por dos grandes roleos. El avance de esta
portada no está en su estructura sino, sobre todo, en el modelado
blando y finísimo, en la complejidad de los elementos y por enci-
ma de todo en la soltura con la que maneja el conjunto. Su fama
crece y es requerido nuevamente en Toledo, pero ya son años den-
tro de la tercera década del siglo y corresponden por tanto a una
segunda etapa en su labor, a ella volveremos más adelante.
La personalidad del cardenal Cisneros, que hemos señalado
como fundamental en los años finales del siglo XV y en los inicios
del XVI, tuvo —como no podía ser de otro modo— una proyec-
ción artística importante que en nada desmerece de su labor políti-
ca e intelectual. Lo primero que habría que decir al respecto es que
los programas artísticos impulsados por Cisneros tuvieron, por
razones políticas y de imagen personal, una gran coherencia. Unos
fueron labor de renovación de un edificio preexistente. Otros, en
cambio, como el programa de la Universidad de Alcalá, fueron
obras ex novo. En uno y otro caso el cardenal elige repertorios for-
males diferentes en los que se mezclan lo gótico, lo morisco y lo
renacentista. Fue Tormo el primero que consideró que esta mezcla
constituía lo que él definió como «estilo Cisneros»32. En estudios
posteriores se aceptó tal denominación para definir una visión his-
pánica de nuestra arquitectura renacentista y todavía Camón escri-
bía en 1964 que «el estilo Cisneros era una versión propia del
Renacimiento español, de carácter más acentuadamente racial y
endógena que el mismo plateresco...»33. Otros historiadores lo ven
como un episodio de transición entre el gótico final y el plateres-
co34. O bien, como un fenómeno de adaptación del lenguaje italia-
no del Renacimiento a formas arquitectónicas preexistentes35.
En opinión de M. Ángel Castillo, Cisneros no se planteó un
estilo propio y si optó por el gótico como sistema de construcción
fue por su carácter tradicional y por su propia circunstancia vital

104
El arte del Renacimiento español

tan ligada al cardenal Mendoza y a la Corte, desde 1492 confesor


de la Reina Católica y siempre fiel a Fernando. Por si todo ello
fuera poco, para el cardenal Cisneros el gótico era el lenguaje de la
monarquía y de la Iglesia36.
Mucho más recientemente V. Nieto estima que en todas las
obras auspiciadas por Cisneros «se aprecia un fenómeno de hibri-
dación en el que se acentúa la indefinición estilística [...]. Estas
obras ponen de manifiesto con énfasis la aludida pérdida del siste-
ma y norma en la arquitectura y la heterogeneidad lingüística que
se produce en la arquitectura española de estos años. Sin embargo,
los estudiosos tradicionalmente se han empeñado en ‘aislarlo’ esta-
bleciendo toda una serie de acepciones en torno a su carácter de
estilo»37. Por las fechas, las obras encargadas por Cisneros se encie-
rran en un período muy corto de tiempo, entre 1504 y 1517, y esto
avala la idea de que al cardenal lo que en realidad le preocupó fue
que sus programas arquitectónicos se realizaran atendiendo a la
funcionalidad y se concluyeran rápidamente.
En la capilla del Corpus Christi de la Catedral de Toledo se
hallaba la sala capitular y también en la catedral Cisneros decidió
la construcción de la capilla mozárabe, que encargó a Enrique
Egas, y la decoración se la encomendó a Juan de Borgoña con pin-
turas de la expedición a Orán patrocinada por el propio Cisneros
en 1509. Como señala J. Meseguer, lo que quería el cardenal era que
«se perpetrasse y no se perdiesse tan sancta, devota y antigua
memoria para honra y acrecentamiento del divino culto»38.
La obra de esta capilla obligó a Cisneros a construir la actual
sala capitular, que se inició en 1504 bajo la dirección de Enrique
Egas y Pedro Gumiel, que era el maestro favorito del cardenal.
Son dos estancias que forman un conjunto donde se mezclan las
técnicas constructivas góticas con delicados alientos renacentistas
que impregnan también las techumbres de lazo, ya que se distribu-
yen con molturación y plástica típicamente renacentista. En la

105
Ana María Arias de Cossío

antesala las fingidas arquitecturas pintadas, paisajes con árboles


convencionales, dan al conjunto un carácter muy italiano similar al
de algunos espacios de Siena, pero, junto a esto, la puerta que
comunica esta antesala con la sala capitular propiamente dicha
tiene una guarnición en yeso de la más pura tradición mudéjar, en
la que los paños de rombos y atauriques se suceden con un ritmo
pausado y armónico. Se debe esta guarnición al yesero Pablo y al
escultor Blandino Bonifacio, que también talló las hojas de la
puerta con decoración de lenguaje italiano [lám. 22]. El espacio se
completa con armarios y cajoneras cuya decoración es también ita-
liana, obra de Gregorio Pardo.
La sala capitular se ha puesto también en relación con modelos
italianos, sobre todo por la decoración de Juan de Borgoña. La
techumbre es en forma de artesa con lacería mudéjar. En opinión
de V. Nieto, más que a modelos italianos este espacio remite a tipo-
logías frecuentes en la tradición arquitectónica española, sobre
todo de carácter palaciego.
Sin embargo, la obra en la que el cardenal puso su mayor empe-
ño fue la construcción del Colegio Mayor de San Ildefonso en
Alcalá de Henares, que proyecta como un instrumento de sus ideas
reformadoras. La capilla de este Colegio es de una sola nave,
cubierta por un hermoso artesonado de lacería policromado. El
léxico general de la capilla mezcla elementos moriscos, góticos y
renacientes. Estaba concluida hacia 151039 y la había empezado en
1508 Pedro Gumiel. Unos años después, en 1516, se construyó el
paraninfo o teatro. Llaguno supone que para esa fecha ya había
muerto Pedro Gumiel, porque su nombre no aparece entre los
artistas que allí trabajaron. Se trata de un salón rectangular de gran
altura, cubierto de una armadura morisca de lazo en forma de arte-
sa. En la parte baja los muros quedan al desnudo; en lo alto se des-
pliegan una serie de arcos escarzanos entre pilastras que parece un
friso, todo él ornamentado sin pausa alguna encajándose dentro de

106
El arte del Renacimiento español

paños verticales u horizontales; el relieve de esta decoración es


mínimo, de tal manera que el efecto es muy ligero. Las yeserías
corrieron a cargo de Gutiérrez de Cárdenas y Pedro de Villarroel
y la obra de carpintería fue dirigida por Andrés de Zamora y cola-
boran Bartolomé Aguilar, Pedro Izquierdo y Hernando de
Sahagún40.
Toda esta indefinición arquitectónica que hemos visto a lo largo
de las páginas precedentes tiene un punto de inflexión en la obra de
Covarrubias, a partir de 1526, hacia un clasicismo más atemperado,
es decir, sometido a un orden y no a la simple experimentación del
vocabulario renacentista como había sido hasta ahora. Esa volun-
tad de clasicismo relativo queda de manifiesto en la portada del
convento de la Piedad de Guadalajara. Esta orientación de
Covarrubias permite diferenciar las obras realizadas hasta este año
de 1526 con las que realizará después; pero, además, coincide en el
tiempo con la publicación de las Medidas del Romano, obra de
Diego de Sagredo que tuvo lugar en Toledo también en 1526. Es el
primer libro que se publica en Europa sobre arquitectura en lengua
romance. Continúa ofreciendo una visión fragmentaria y fragmen-
tada del clasicismo, a pesar de que conocía a Vitruvio y a Alberti.
De tal suerte que lo que plantea es un intento de ordenar la hete-
rogeneidad existente, estableciendo unos principios mínimos arti-
culados con cierta sistemática41. Como señala V. Nieto, esta relati-
va recuperación del sentido del orden no sólo se produjo en esta
orientación hacia el clasicismo, aunque ésta fuera la más importan-
te. Es también significativo que en estos años finales de la década
de los veinte empiezan a cuestionarse obras que se realizaban en
gótico a propósito de elementos romanos que se iban interpolan-
do, como ocurre con las obras de la Catedral Nueva de Salamanca
o de las de Segovia, Plasencia o Astorga.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, como ha dicho Chueca, que
estas discusiones y críticas no eran otra cosa «que la manifestación de

107
Ana María Arias de Cossío

una polémica entre una escuela tradicional y otra moderna. No era


esto, por lo tanto, un defecto de la obra sino la voluntad de unos
artistas ansiosos de renovar y utilizar el estilo»42.
Pero esto es ya labor de unos arquitectos que cubren funda-
mentalmente el reinado de Carlos I.

II.2.b. La escultura

El panorama de la escultura española en los primeros años del


siglo XVI fue relativamente similar al de la arquitectura, aunque no
hubo esa vacilación a la hora de elegir el modelo flamenco o italia-
no. Creo, más bien, que coexistieron ambas vías de expresión por-
que, en los primeros años del siglo, hay una gran cantidad de artis-
tas franceses o flamencos que se establecen en España y que, en
cierta manera, sirven las imágenes a la religiosidad popular. Por
otra parte, de la mano de reyes o nobles se empiezan a importar
artistas de Italia que traen a nuestro país el mensaje del Rena-
cimiento italiano. En estos primeros años los centros más repre-
sentativos son Burgos, Toledo y Zaragoza, más que nada porque
los maestros que trabajan en ellos marcan las directrices de la escul-
tura en los inicios del siglo XVI.
La otra vía de expresión por la que va llegando el Renacimiento
italiano es la de las importaciones de obras y la labor de artistas ita-
lianos aquí en España. Estas obras italianas poco a poco van des-
plazando la atención de las realizadas por franceses o flamencos
hacia lo italiano que llegaba; no es que todo lo que llegaba fuera
bueno y de la misma calidad, pero sí es necesario apuntar que las
obras italianas o realizadas por italianos tenían en común una cali-
dad muy superior a las que aquí hacían los escultores nórdicos.
Calidad que, sin duda, daba la materia en la que estaban realizadas, el
mármol de Carrara, cuyas canteras, escalonadas entre las montañas

108
El arte del Renacimiento español

ligures y el mar, eran visitadas por escultores y artesanos de toda


Italia, pero, sobre todo, de las regiones del norte. Con la agudeza
comercial que en Italia es patrimonio de todos, ya sean señores o
plebeyos, artistas o comerciantes, se formó un inmenso negocio de
explotación que se extendió por toda Europa. Sus oficinas estaban
en Génova y en el negocio intervenían banqueros, notarios y mer-
caderes.
España es uno de los grandes clientes, porque en estos inicios
del XVI tenía una posición privilegiada y, como todavía no se
advierten oscuras nubes, hay un optimismo triunfal al que contri-
buyen distintos hechos y factores: se ha culminado la Reconquista,
llega además el oro de América, que se emplea en fastuosas funda-
ciones, y Sevilla fue la gran factoría de todo este comercio. Eran
muchos los mercaderes que acudían a la ciudad para la contrata-
ción de productos indianos y buscaban en la importación de már-
moles un camino más por donde el oro de las Indias fuese a parar
a Génova. Lo cierto es que Sevilla, la ciudad donde rendían viaje las
flotas de las Indias, entró en el gusto por los mármoles que jugaban
muy bien con los azulejos y las yeserías policromadas para com-
poner esas alegres piezas, entre moriscas y renacientes, que son en
Sevilla palacios y conventos. José María Azcárate señala que las
importaciones son «un conjunto de gran valor en la introducción
de las formas renacientes en España. Su cronología se jalona desde
mediados del siglo XV hasta finales del XVI»43. En estas importa-
ciones él distingue dos grandes grupos: las de carácter quattrocen-
tista y las cinquecentistas, y entre éstas pueden considerarse tres
aspectos: las de los talleres genoveses-napolitanos, las relacionadas
con Miguel Ángel y las que llegan en la segunda mitad del siglo
XVI.
En el grupo quattrocentista, las obras son aquellas que tienen un
carácter donatelliano y aquellas realizadas en cerámica vidriada que
se pueden hacer tributarias del taller de los della Robbia. Entre las

109
Ana María Arias de Cossío

de carácter donatelliano pueden citarse una de la Catedral


de Badajoz, la Virgen con el Niño, que recuerda bastante a las obras
de Desiderio de Settigmano. Hay también laudas sepulcrales y ade-
más toda la parte italiana del sepulcro del cardenal Mendoza en la
Catedral de Toledo, del cual se aprobó el proyecto primitivo en
1494 aunque luego una serie de dificultades pospusieron la fecha de
ejecución hasta 1504. Está concebido como un gran arco de triun-
fo con dos frentes, al presbiterio y a la girola, y es, tanto por su
traza como por la calidad de muchas de sus partes, obra italiana, a
la que más tarde se añadieron esculturas y relieves del taller local
debidas al parecer a Diego Copín. La labor italiana es, sin duda, el
sepulcro con el yacente, la Virgen con el Niño y ángeles en el gran
arco central, y los putti que sostienen los escudos en los tímpanos de
los arcos laterales. En relación con esta obra se ponen los nombres
de Andrés Florentín, que por estos años está documentado traba-
jando en el altar mayor; también se piensa en Sansovino y a veces se
cree que estos dos nombres son en realidad el de A. Sansovino. Por
su relación estilística con obras de Roma realizadas por Andrea
Bregno, se ha pensado en este autor. En realidad, no hay certeza
documental al respecto. Por último, el profesor Azcárate piensa que
se trata de partes de la obra importadas de Italia.
El grupo de obras que llegó en cerámica vidriada o terracota son
todas muy similares y, desde luego, todas aparecen en relación con
el taller de los della Robbia. Son bustos de la Virgen con el Niño
de formas suaves y de muy grato relieve. El Museo Nacional de
Cerámica de Valencia guarda uno que perteneció a doña María
de Castilla, mujer de Alfonso V y fundadora de las Clarisas de la
Trinidad de Valencia, desde cuyo convento fue al Museo; es un
tondo con la Virgen, el Niño y dos serafines en blanco y azul y con
la orla de frutas en verde y amarillo.
El grupo genovés-napolitano está integrado fundamentalmente
por las obras de los Gazzini y de los Aprili y son, sobre todo,

110
El arte del Renacimiento español

sepulcros monumentales. El primero en el tiempo es el de don


Pedro Enríquez y el de su mujer, doña Catalina de Ribera, cuyo
primer emplazamiento fue la Cartuja sevillana de las Cuevas. Estos
sepulcros los encargó su hijo don Fadrique Enríquez de Ribera,
primer marqués de Tarifa, que era un personaje riquísimo y que
entre otras cosas había convertido el palacio comenzado por su
padre hacia 1480 —la famosa Casa de Pilatos — en una de las más
suntuosas moradas de España. Este fastuoso personaje emprendía
viaje a Tierra Santa en noviembre de 1518, y a la vuelta se detuvo
en Génova. Sin duda, llevaba ya en mente la idea de un monumen-
to digno de la calidad y las virtudes de sus padres y es probable que
alguno de los banqueros genoveses que tenían en Sevilla factorías
pusiese al viajero en relación con uno de los talleres de más presti-
gio en la ciudad, el de los Aprili. La familia de los Aprili era, como
la de los Gazzini, una familia de canteros y escultores procedentes
de Carrara, un lugar muy cercano a Bissone, el lugar de donde pro-
cedían los Gazzini; es natural, pues, que mantuviesen relaciones
muy estrechas. De hecho el sepulcro de don Pedro Enríquez lo
firma Antonio María Aprili y el de doña Catalina, Pace Gazzini.
Se trata en ambos casos de unos sepulcros adosados del mismo tipo
de arco rehundido que el del cardenal Hurtado de Mendoza, con
finísima labor decorativa y relieves en el fondo, con estatua yacen-
te sobre el sepulcro. Ambos están hoy en la capilla de la Univer-
sidad de Sevilla.
También trabajan juntos los dos talleres en el sepulcro, más bien
gran monumento sepulcral, del marqués de Ayamonte realizado en
1525, que se hace para la iglesia de San Francisco de Sevilla y que
hoy está en la de San Lorenzo de Santiago de Compostela.
También es un monumento adosado con arco rehundido, pero con
las estatuas de los marqueses a los lados del arco y representados
de rodillas. Otro de estos grandes monumentos importados de
Italia y firmado en 1524 por Giovanni de Nola es el sepulcro de don

111
Ana María Arias de Cossío

Ramón Folch de Cardona, virrey de Nápoles. El sepulcro encarga-


do por su viuda se destinaba al convento fundado en 1507 por el
difunto en su villa señorial de Bellpuig, en el obispado de Lérida.
Su forma es como una gran fachada compuesta de arcosolio que
cobija la urna sepulcral entre dos cuerpos salientes; tiene preceden-
tes en Sansovino. Venturi descubre las enseñanzas de B. Ordóñez
a su paso por Nápoles, además de notas tomadas de los escultores
posteriores a Donatello44.
Antes, o simultáneamente a estas obras importadas, es preciso
referirse a tres artistas italianos que son los verdaderos introducto-
res de las formas del Renacimiento escultórico italiano: Domenico
Fancelli, Pietro Torrigiano y Jacopo Florentino, llamado el Indaco.
Domenico Fancelli, al que ya me he referido brevemente en el
capítulo anterior, a propósito del sepulcro del príncipe don Juan, el
hijo de los Reyes Católicos, es sin lugar a dudas el más importante
de los tres y el de obra más abundante en España.
El sepulcro del príncipe don Juan, famoso desde su terminación
(1513) por el recuerdo romántico del príncipe y por su espléndido
emplazamiento bajo el altar mayor de la iglesia de Santo Tomás de
Ávila, representa la gran novedad frente a las tumbas góticas exen-
tas anteriores y a las sepulturas florentinas del Quattrocento. Se
trata de un lecho funeral de paredes ataludadas en tronco de pirá-
mide en vez de paralelepípedo, con lo que Fancelli no rompe el
sereno reposo horizontal del monumento al colocar sobre el lecho
la estatua yacente del príncipe, sino que ésta queda incluida en el
mismo envolvente general. El éxito logrado en esta obra motivó,
seguramente, el encargo de la obra cumbre de este escultor nacido
en Settignano: el sepulcro de los Reyes Católicos en la capilla Real
de Granada. Cuando contrata esta obra Fancelli vuelve a Carrara y
en labrar el mármol debió tardar varios años. A comienzos de 1517
ya debía de tener casi terminada la obra, porque en marzo de ese
mismo año retocó su testamento antes de emprender viaje de

112
El arte del Renacimiento español

regreso a Granada, donde emplearía los restantes meses del año en


instalar su obra en la capilla Real. Igual que en el sepulcro del prín-
cipe, Fancelli mantiene aquí el lecho horizontal, aunque mucho
más ancho para dar cabida a los dos esposos yacentes con paredes
ataludadas revestidas con medallones y hornacinas aveneradas y
unos originales grifos en las esquinas. Cuatro estatuas sedentes de
los Padres de la Iglesia velan en los extremos de la cornisa el sueño
eterno de Fernando e Isabel, a quienes, por cierto, no tuvo ningún
empacho en idealizar las facciones. Los juicios sobre esta obra pue-
den variar en los matices pero coinciden en que es una obra per-
fecta, aunque no genial [lám. 23].
El prestigio de Fancelli alcanzó en España cotas máximas y en
julio de 1518 contrataron con él los albaceas del cardenal Cisneros
el sepulcro de quien había sido referente del Reino, que debía colo-
carse en su capilla de San Ildefonso en la Universidad de Alcalá de
Henares. El artista acepta el encargo y los términos del contrato y
regresa a Italia para buscar en Carrara los bloques de mármol, sin
embargo al llegar a Zaragoza enfermó gravemente, así que después
de testar el 19 de abril de 1519 ante Miguel de Villanueva, dejando
a su hermano Juan como heredero universal, murió sin llegar más
que a diseñar el mausoleo del cardenal. Después de su muerte los
testamentarios de Cisneros contrataron el sepulcro con Bartolomé
Ordóñez, que aceptó plenamente las trazas y las condiciones que
se habían acordado con Fancelli.
Pietro Torriggiano había nacido en Florencia el 24 de noviem-
bre de 1472. Vasari lo describe como uno de los jóvenes que acu-
dían al famoso jardín de Lorenzo el Magnífico, en el palacio de los
Médicis en la plaza de San Marcos, donde se formaban en el culto
a la Antigüedad y aprendían a dibujar ante las bellas esculturas
antiguas y de la época, estimulados por los premios que el
Magnífico concedía a los más aventajados. Vasari comenta asimis-
mo que Torriggiano era hombre de carácter violento y cuenta la

113
Ana María Arias de Cossío

famosa anécdota de la pelea con Miguel Ángel que le hizo abando-


nar Italia, aunque antes se alistó como soldado bajo las banderas
del duque Valentino en la guerra de la Romagna (1493-1500).
Después, siempre según Vasari, trabajó en Roma, volvió a alistarse
en el ejército a las órdenes de Pedro de Médicis, ahora desterrado,
que trataba de obtener su reposición con ayuda del rey de
Francia. Torriggiano asistió a la batalla de Garellano, donde los
franceses fueron aniquilados por Gonzalo de Córdoba y Pedro de
Médicis murió ahogado al pasar el río (1503). Después de la muer-
te de Pedro de Médicis hay unos cuantos años sin documentación
sobre el escultor hasta que, en 1509, se documenta en Inglaterra
para trabajar en la capilla de Enrique VII en la Abadía de
Westminster. Parece ser que fue muy bien acogido en la corte ingle-
sa. Tuvo como protector al cardenal Wolsey, gracias a quien se le
encargó, en el interior de la capilla, el sepulcro de Enrique VII y de
su esposa Isabel de York. «Para que el escultor forastero llegara a
encargarse de un monumento tan importante, todos los críticos
están conformes en que ya el artista gozaba en la corte inglesa de
una probada reputación. A la hora de firmar el contrato para el
sepulcro de Enrique VII, probablemente ya estaba erigido en la
misma capilla el sarcófago de la madre del monarca, Margarita de
Beaufort, condesa de Richmond, cuyo contrato firmó Torriggiano
en 1511»45.
Sin que se sepan los motivos, Torriggiano abandona la corte
inglesa y aparece en Andalucía. Quizá primero en Granada pero,
enseguida (1525), como se sabe por Francisco de Holanda, estaba
en Sevilla, año en que Carlos I se casa con Isabel de Portugal, a
quien retrata en un busto de barro, hoy perdido, del que sólo tene-
mos noticia por el mismo Francisco de Holanda. Vasari le atribu-
ye varias obras en terracota realizadas para el monasterio de San
Jerónimo de Buenavista a las afueras de Sevilla, de las cuales sólo se
ha conservado el San Jerónimo de barro policromado que está hoy

114
El arte del Renacimiento español

en el Museo de Sevilla [lám. 24]. Sin duda es la representación ana-


tómica más perfecta que nos ha dejado el Renacimiento italiano y
en ella aprendieron modelado los andaluces posteriores. El Museo
de Sevilla guarda otra obra del artista, una Virgen con el Niño, que
también procede del monasterio jerónimo y también fue realizada
en terracota, sentada de frente y con la mirada perdida. No es por
tanto una maternidad, aunque sostiene la comparación con la
Madonna de Brujas realizada por Miguel Ángel. En ambas obras
hay una frialdad distante y, desde luego, son imágenes vacías de
emoción religiosa. Es posible que durante su estancia en Inglaterra
se contagiara del clima precursor del movimiento luterano.
También se le atribuye otra Virgen con el Niño semejante a la ante-
rior, aunque Angulo la considera una copia de las muchas que sus-
citó la obra del artista, pero en relación a ella existe la noticia de que
el duque de Arcos le pediría una Virgen semejante que pagaría
ampliamente; parece ser que así se hizo, pero Torriggiano, enfure-
cido por el pago exiguo, la rompió en mil pedazos. El duque le
acusó de hereje ante la Inquisición y, ya en la cárcel, Torriggiano se
dejó morir de hambre.
Durante mucho tiempo corrió entre los escultores un vaciado
de la llamada «mano en la teta», tenida por reproducción de la
Virgen despedazada por el autor. Es una noticia que da Palomino,
pero no parece, a juzgar por la que circulaba a principios del siglo
XX por talleres escultóricos, que sea la misma ya que es de mode-
lado muy pobre.
El tercero de estos artistas italianos es Jacopo Torni, el Indaco,
de quien Vasari incluye en sus vidas una breve biografía, por lo que
sabemos que fue hijo de un panadero de Florencia, donde nació en
1456. Según el propio Vasari fue gran amigo de Miguel Ángel, que
le tomó como auxiliar en 1508 para los frescos de la capilla Sixtina.
En Roma trabajó algunos años, donde se le adjudicaron varias pin-
turas todas ellas perdidas. Vino a España en 1520 según noticia de

115
Ana María Arias de Cossío

Lázaro de Velasco, que escribía en 1563 que su padre «maestro


Jacopo, florentino de nación y descendencia de una familia de
escultores, fue hombre alto, enxuto, cenceño, rubio y blanco, y fue
excelentísimo pintor y primo escultor [...]. En España trabajó hasta
su fallecimiento, en Villena, el año 1526»46.
Como pintor en España aparece en Granada relacionado con
varios artistas, especialmente con Pedro Machuca y Alonso
Berruguete para colaborar en las pinturas murales de la capilla Real
desde 1520. Al año siguiente, Jácome Florentín (así se le llama en la
documentación de la capilla Real) concierta el retablo de Santa
Cruz, especialmente destinado a ostentar el famoso tríptico del
Descendimiento de Dirck Bouts, retablo que hoy no se conoce
pues fue sustituido en el siglo XVIII por otro churrigueresco, y
también contrató para este mismo retablo y con Machuca varias
tablas.
Sin embargo, este polifacético artista tiene su aliento creador
más firme en la escultura. La capilla Real conserva el grupo de la
Anunciación, como la puerta de la sacristía, y es de piedra pintada.
El estudio de los paños y las formas es digno de tenerse en cuenta,
así como el ritmo doblemente parabólico de las dos figuras recuer-
da la Anunciación donatelliana en Santa Croce de Florencia. El
Arcángel es más elegante que la Virgen, que resulta demasiado sóli-
da. No está documentado el Entierro de Cristo que estuvo en el
monasterio de San Jerónimo y hoy está en el Museo de Granada,
pero Gómez Moreno no duda en atribuírselo, Jacopo Torni logró
aquí una obra insuperada. Desde el punto de vista iconográfico no
es novedad, pues hay en Italia varios ejemplos, pero este entierro
de Torni supera a todos los precedentes por su clasicismo y, sobre
todo, por lo equilibrado de la expresión. En la cabeza de José
de Arimatea se ve muy bien el impacto que en toda la escultura
del Renacimiento produjo el grupo del Laoconte. El cuerpo del
Cristo, de modelado muy cuidado, recuerda algo a Miguel Ángel.

116
El arte del Renacimiento español

El esmerado trabajo de las vestiduras de abolengo oriental de los


santos varones parece además adelantarse a los que unos años más
tarde haría Juni. El grupo de las mujeres es la nota de tierna sere-
nidad, magistralmente resumida en la figura de la Magdalena.
Como arquitecto Torni intervino en varias obras, pero la más
importante es el primer cuerpo de la torre de la Catedral de Murcia
que se empezó en 1521 por un Francisco Florentín y Jacopo Torni
en 1522, posiblemente por la muerte de Francisco. En ella aparece
documentado hasta 1526, año en que murió sucediéndole en esta
obra Jerónimo Quijano. También es suya la sacristía de la misma
catedral. En paralelo a esta obra se encargó de la continuación de la
iglesia de San Jerónimo en Granada, en donde le sucedió Diego de
Siloé.
Al lado de estos escultores italianos y de las obras importadas
de Italia, antes de que termine el primer tercio del siglo XVI es pre-
ciso mencionar a los escultores españoles que, de una manera o de
otra, empiezan a recibir los alientos de la escultura renacentista.
El primero es Vasco de la Zarza, que muere en 1524. Trabaja en
Ávila y en Toledo; en su obra se mantiene dentro del límite de
Fancelli, porque Vasco de la Zarza es, sobre todo, un decorador,
de ahí que los finos grutescos y labores decorativas del italiano le sir-
van siempre de referencia. Aunque como tal decorador interviene,
al iniciarse en el siglo XVI, en el retablo mayor de la catedral abu-
lense, sus obras más significativas son sus sepulcros y, entre ellos,
el sepulcro de don Alonso de Madrigal, incluido en el trasaltar
mayor, y los altares del crucero de la catedral, realizados entre 1518
y 1524. En este sepulcro [lám. 25], la figura del difunto aparece
escribiendo y completamente exenta, mientras que la escena
del gran medallón parece casi de bulto redondo. La decoración del
sepulcro la completan las figuras alegóricas de las Virtudes. La deco-
ración del trasaltar no pudo terminarla, pero en ella pueden verse
grandes paños de rica ornamentación renacentista encuadrada por

117
Ana María Arias de Cossío

sencillas portadas y con relieves de los evangelistas en medallones,


todo ello tributario de Fancelli. También es obra de Vasco de la
Zarza el sepulcro de doña María Dávila, fallecida en 1511, en el
convento de las Gordillas de Ávila, y se le atribuye el de Núñez de
Arnaldo en Santo Tomás, igualmente en Ávila. Trabajó también en
Toledo, donde dejó en la catedral el sepulcro de don Alonso
Carrillo, que obedece al modelo de arco rehundido en el muro con
la estatua yacente sobre el sarcófago, todo él coronado de entabla-
mento y flanqueado por ricas columnas. Vasco de la Zarza, a pesar
de su corta vida creativa, debió trabajar muchísimo, llegando a for-
mar escuela en Ávila. Entre sus discípulos puede citarse a Lucas
Giraldo, Juan Arévalo y Juan Ramírez, entre otros.
Para Fernando Checa, «las imágenes, en sí mismas aceptables
desde el punto de vista de la proporción y ajenas a toda estilización
y convencionalismos góticos de un escultor como Vasco de la
Zarza, pierden en gran medida estos caracteres al insertarse en con-
textos caracterizados por el abundante uso del repertorio formal
del grutesco. Mientras que sepulcros como el del cardenal Alonso
Carrillo en la Catedral de Toledo, todavía aparecen empañados en
su claridad por la insistencia en modelos decorativos, que no entur-
bian la nitidez de las formas arquitectónicas y tienden a resaltar la
figura del yacente bajo el motivo de un arco triunfal, en el monu-
mento de la Catedral de Toledo, la figura sedente del protagonista
se pierde en una maraña de pequeñas escenas y motivos ornamen-
tales»47.
Burgos fue uno de los centros fundamentales de la escultura
gótica y sus formas persisten hasta muy avanzado el siglo XVI,
pero el Renacimiento, o mejor las formas renacentistas, se van
introduciendo poco a poco, precisamente porque la actividad del
taller hispano-flamenco la había convertido en capital de Castilla la
Vieja y a ella llegaban, sobre todo, artistas franceses deseosos de
encontrar importantes encargos. Bien es verdad que estos artistas

118
El arte del Renacimiento español

franceses conocen un Renacimiento no demasiado puro, por eso


las nuevas formas que van llegando no suponen una solución de
continuidad en la solución de la escultura gótica que, lentamente,
va asimilándolas, sobre todo preparando el terreno para su plena
asimilación a lo largo del segundo tercio del siglo.
De paso para Santiago de Compostela llega a Burgos un artista
francés llamado Felipe Vigarny —citado con variantes en su ape-
llido e incluso como Felipe de Borgoña—. Llega a principios de
1498 y, aunque en principio va de paso, se queda en Burgos donde
se casa y tiene cinco hijos. Fue artista famoso en ese tiempo, con-
siderado en todo momento como uno de los mejores artífices de
Castilla, y su actividad fue extraordinaria con taller establecido en
Burgos. Cuando se instala en la vieja ciudad castellana empieza a
trabajar en los grandes relieves en piedra de la girola de la catedral.
En junio de 1498 se le encarga uno de los paños del trascoro más el
apostolado de la parte inferior con el tema de la salida de Jerusalén,
Camino del Calvario. Lo que Vigarny hizo debió gustar porque al
año siguiente se le encargan otros dos paños con la Crucifixión y el
Descendimiento, y otro con el Santo Entierro, más ocho imágenes
y un Ecce Homo. El relieve del Camino del Calvario es muy carac-
terístico del estilo de Vigarny, el guerrero en primer término cons-
tituye un motivo clásico, así como el arco con putti en el friso y los
trabajos de Hércules sobre los capiteles, todo ello mezclado con el
pintoresquismo quattrocentista del paisaje y el abigarrado grupo
del centro y los que se asoman en las almenas. Es como una narra-
ción que tiene todavía mucho de gótica; en conjunto puede decirse
que esta primera obra tiene un aire de eclecticismo, en el que se
reconoce la huella de los maestros flamencos mientras se vislumbra
su relación con lo lombardo, aunque no venga directamente de
Italia. G. Proscke cree que en estos relieves hay mano del taller. En
todo caso, estos relieves dieron a Vigarny una fama extraordinaria
en toda Castilla. En 1500 es requerido en Toledo para participar en

119
Ana María Arias de Cossío

el concurso para adjudicar el retablo mayor. Finalmente éste se


encarga a artistas locales como Petit Juan, Copín y Sebastián de
Almonacid. A Vigarny, sin embargo, se le encargan dos años des-
pués tres historias para dicho retablo: la Adoración del Niño por sus
padres, la Asunción y quizá el Calvario; Proscke sugiere que tam-
bién hace unas estatuas para el guardapolvo48. El estilo de estos
relieves descubre a un artista formado en Tours con fina sensibili-
dad para la narración. La actividad de Vigarny se extiende por toda
Castilla y surgen encargos varios como el retablo de la capilla de la
Universidad de Salamanca, para el que Vigarny debía entregar
catorce figuras. Por contrato de 1501, se le encarga del retablo
mayor de la Catedral de Palencia, en el que se compromete a hacer
historias y la cara y las manos de todas las imágenes, luego al reta-
blo se le añadieron las pinturas de Juan de Flandes, el Calvario de
Valmaseda y otros detalles. En 1505 Vigarny trabajaba ya en la
sillería del coro de la Catedral de Burgos, y los historiadores que se
han ocupado de ella distinguen dos direcciones, una sería el estilo
de Vigarny y la otra correspondería a la amplia participación de
Andrés de San Juan, pero en el caso de Vigarny más bien había que
hacer constar que los relieves obedecen a una amplísima participa-
ción de taller. Entre 1512 y 1519 hay participación del artista en
diversos puntos de La Rioja, iglesias de Burgos, Casalarreina y
otros lugares, en una actividad extraordinaria. A este período debe
corresponder el retrato de Cisneros en óvalo que se conserva en el
Rectorado de la Universidad Complutense de Madrid; es un retra-
to de perfil de extraordinaria maestría [lám. 26]. Fecha importante
es 1519 porque Vigarny firma un acuerdo con A. Berruguete para
trabajar juntos, y debió de ser en este momento cuando surgió
la intervención de Vigarny en el retablo de la capilla Real de
Granada, donde consta que está trabajando en 1520. Aquí los per-
sonajes labrados pierden la ingenuidad quattrocentista que ha
caracterizado toda su obra burgalesa y, quizá por sugestión de

120
El arte del Renacimiento español

Berruguete, se hacen más grandiosos y movidos ganando en dra-


matismo. Está dedicado a los Santos Juanes, pero son interesantes
las escenas del banco donde se representa la entrega de la ciudad y
el bautismo de los moriscos. Gómez Moreno piensa que pudo inter-
venir también Jacobo Florentino. A su regreso a Burgos se inicia
una nueva etapa en la producción de Vigarny que afecta a toda la
plástica castellana. La llegada de Diego de Siloé es decisiva para
la difusión de las nuevas formas renacentistas. Con él contrata
Vigarny el retablo de la capilla del Condestable en la catedral bur-
galesa, que se ejecuta entre 1523 y 1526. Aquí es lógico, según
Azcárate, atribuir la original traza a Vigarny, que, en esencia, supo-
ne un precedente para el retablo de Santiago de Valladolid ejecuta-
do por Berruguete. Un tema único central, con un banco con tres
encasamientos y remate análogo. En el banco debe corresponder a
Vigarny la Anunciación por la iconografía, que se repite muchas
veces en la comarca burgalesa. En el centro se reconoce la mano de
Siloé en el grupo del Summo Sacerdote y en La Sagrada Familia,
quedando sólo de Vigarny la detallada figura de la profetisa Ana,
magníficamente ejecutada. En el remate le corresponderían la
Oración en el Huerto y el Calvario, y a la derecha, el anciano con
las tablas de la Ley; todo ello representa un avance considerable en
la obra de Vigarny realizada hasta ahora. De acuerdo con Siloé
debió intervenir en el retablo de San Pedro de la misma capilla y
en otros como el retablo del licenciado Gómez de Santiago en
Santiago de la Puebla (Salamanca). También corresponde a este
momento la Virgen con el Niño y San Juan de la parroquia del
Barco de Ávila, que le fue atribuida por Tormo. Por estas mismas
fechas se inician una serie de trabajos en Toledo, ciudad en la que
Vigarny fue considerado como uno de los mejores escultores cas-
tellanos. El retablo de la Descensión debió iniciarse hacia 1524 y en
1527 está terminado. Es una de sus mejores obras. El tema central
con la imposición de la casulla a San Ildefonso es un magnífico

121
Ana María Arias de Cossío

relieve que acusa la influencia de Siloé, en el idealismo de los ros-


tros, en el movimiento de los cuerpos. Hay además varios sepul-
cros contratados por estos años, entre ellos merece mención espe-
cial el del canónigo de la Catedral de Burgos don Gonzalo Díez de
Lerma para la capilla de la Presentación. Es de alabastro, exento,
cama sepulcral con adornos de medallones en los frentes y retrato
yacente del difunto. La obra más representativa de su esfuerzo por
incorporarse a las nuevas formas del Renacimiento es la mitad de la
sillería del coro de la Catedral de Toledo que ejecuta en sus últimos
años y, por tanto, dentro ya de la siguiente etapa de la escultura
española. En los numerosos relieves se advierte cómo seduce al
viejo escultor el afán de movimiento de la nueva generación, pero,
ciertamente, es incapaz de asimilarlo. No hay duda de que el encar-
go de la mitad de la sillería es un reconocimiento a la fama de este
viejo maestro, a quien Diego de Sagredo llamó «singularisimo artí-
fice en el arte de la escultura y estatuaria, varón así mesmo de
mucha experiencia»49. Aun así, en este trabajo de la sillería del coro
toledano se ve que su manera ha pasado ya de moda y sus relieves
resultan arcaizantes en comparación con los de Berruguete.
En Sevilla hay un escultor también de origen francés, Miguel
Perrín, que inicia su carrera por los mismos días en que trabaja en
la ciudad Torriggiano y se importan los lujosos sepulcros de los
Aprili y los Gazzini. Su obra conocida apenas remonta la fecha de
1520. Es el autor de los grandes relieves de la Adoración de los
Reyes y de la Entrada en Jerusalén, y de las estatuas de las dos por-
tadas orientales de la catedral hispalense, todo en barro cocido
según tradición sevillana. Como en el caso de Vigarny, los fondos
del paisaje acusan un lastre gótico como corresponde a su origen
nórdico. Algunas de sus estatuas dejan ver una formación en gran
parte francesa. A él se deben también el relieve y las estatuas de la
puerta del Perdón de la misma catedral, realizadas en 1519, y Una
Quinta Angustia de 1529 en la de Santiago de Compostela.

122
El arte del Renacimiento español

A este primer tercio del siglo XVI corresponde la actividad de


los principales escultores renacentistas que trabajan en Aragón.
Como cosa curiosa, a pesar de las viejas e intensas relaciones de
la monarquía aragonesa con Italia, no vienen artistas italianos y la
única obra traída de allí es el ya citado sepulcro de Bellpuig en
Lérida.
Aunque como iniciador de la escultura renacentista se nombra
a Morlanes el Viejo, cuya obra más segura es el retablo de Mon-
tearagón realizado entre 1506-1512, el verdadero creador de los
modelos renacentistas es el valenciano Damián Forment, que
murió en 1540. Su labor es extensa y, como es corriente en artistas
a quienes se les pide más de lo que pueden buenamente hacer, la
mano de taller es abundante. Su primera obra importante es el reta-
blo mayor del Pilar de Zaragoza, que había comenzado Gilbert en
1484 y él realiza en 1509. La impresión general del retablo es la de
un retablo gótico, y gótica es, en efecto, toda su parte arquitectó-
nica. La distribución es la misma que la de La Seo. El bancal, com-
puesto de siete casas con escenas del Nuevo Testamento en relieve,
el sotabanco y dos grandes estatuas laterales forman el cuerpo infe-
rior; sobre él, tres grandes calles, la central mucho más alta para dar
espacio a la claraboya del típico sagrario aragonés, escenas cubier-
tas por amplios doseles constituyen el cuerpo principal. Las latera-
les tienen la Presentación y el Nacimiento, mientras que en la cen-
tral se representa a la Virgen con los apóstoles, interpretada en su
volumen con tal soltura que hace pensar en el pleno Renacimiento.
En las escenas del banco los fondos arquitectónicos son también
renacentistas. Los retratos del escultor y su esposa contenidos en
medallones decoran también el banco [lám. 27]. Entre 1511 y 1519,
Forment trabaja en varios retablos hasta que vuelve a haber una
obra importante como es el retablo de la Catedral de Huesca.
La distribución es idéntica a la del retablo del Pilar y su cuerpo
principal tiene las tres grandes escenas del Cristo con la Cruz,

123
Ana María Arias de Cossío

el Calvario y el Descendimiento; la impresión general es la de un


retablo gótico, aunque el ritmo de las escenas nos indique que esta-
mos ya en los años de la segunda década del siglo XVI. En el banco
el artista vuelve a retratarse, en este caso con su hija. En la última
parte de su vida, Forment realiza el gran retablo de Poblet entre
1527 y 1529, cuyo estilo denota ya un cambio de rumbo artístico.
El gótico desaparece, y tanto las escenas en relieve como las imá-
genes sorprenden por su mayor cercanía al clasicismo, también la
arquitectura es ya renacentista. Dos años antes de su muerte,
Forment aparece trabajando en el retablo de Santo Domingo de la
Calzada, del que por lo memos hace gran parte. También aquí apa-
rece la típica claraboya aragonesa de la custodia.
El segundo maestro tampoco es aragonés, su nombre castellani-
zado es Gabriel Yoly y muere en 1538. De origen francés, aparece
trabajando en Aragón poco tiempo después de Forment, aunque
muere casi el mismo año. Se le encarga el retablo de San Agustín de
La Seo de Zaragoza, donde trabaja en 1520. La última parte de su
vida transcurre en Teruel, donde esculpe el retablo mayor de la
catedral. La escena de la Asunción en el centro es, desde luego, tri-
butaria de Forment. Numerosos relieves revelan, aparte de un
dominio en la técnica de la escultura en madera, sabiduría en el arte
de componer.
Dos escultores, cuya obra se identifica con el aliento miguelan-
gelesco propio del segundo tercio del siglo XVI, deben ser men-
cionados aquí como los artistas que en el contexto de esta despedi-
da de los parámetros góticos marcan el camino del Renacimiento
de los grandes maestros. Me refiero a Diego de Siloé y a Bartolomé
Ordóñez, ambos naturales de Burgos y ambos formados en Italia.
Bartolomé Ordóñez es, sin ningún género de dudas, uno de los
grandes escultores del primer tercio del siglo XVI y el más avan-
zado entre sus coetáneos. Trabajó fundamentalmente en Italia y
en Barcelona, pero por nacimiento, familia y relación hemos de

124
El arte del Renacimiento español

considerar que era burgalés. Un burgalés que tuvo estrecha vincu-


lación con Cataluña ya que en Barcelona contrajo matrimonio y en
Barcelona, junto a su esposa, mandó enterrarse, y allí quedó su hijo
y heredero Jorge Benito, bajo la tutela de mosén Serra, a quien
también quedó encomendado su hijo natural Diego, que aún no
había cumplido los veinte años a la muerte del escultor, ocurrida en
Carrara en diciembre de 1520. Lo curioso de este artista es que en
muy pocos años realiza una obra de gran calidad que revela un
avanzado miguelangelismo: «Se formó en Italia y concretamente en
Nápoles. Estando allí el cabildo barcelonés le llama en 1519 para
que termine el coro de la catedral que servirá de marco a la prime-
ra ceremonia de investidura de caballeros de la Orden del Toisón
de Oro de España por el joven rey Carlos I...50.
Mientras trabaja y dirige las obras en Barcelona, consta una
estancia en Nápoles en 1517 trabajando en la capilla comenzada en
1516 por Galeazzo Caracciolo, señor de Vico, que estuvo al servi-
cio de Ferrante II, rey de Nápoles. En esta capilla de Caracciolo, en
San Giovanni a Carbonara, hizo Ordóñez el retablo. En este altar
debe corresponderle el magistral relieve central con la Adoración
de los Reyes en la que el Rey de la izquierda se considera retrato de
Ferrante II, magnífico estudio de composición piramidal en la que
se advierte el carácter pictórico de su relieve en suave gradación de
términos, heredada del «schiacciato» posdonatelliano. La influen-
cia de Miguel Ángel, en cambio, queda diluida. En este altar corres-
ponde a Ordóñez, además del relieve central, los dos pequeños
bajo los nichos, aunque resulta muy difícil ver la división del tra-
bajo entre Ordóñez y el joven Siloé mientras están en Nápoles.
Aunque se desconoce su formación, es posible que fuera discípulo
de Fancelli, y que, trabajando a su servicio, se trasladó a Italia. El
hecho de continuar obras iniciadas por Fancelli parece confirmar-
lo. Como queda indicado, en la primavera de 1519 trabaja en el coro
de la catedral y en el trascoro, donde hace los relieves dedicados a

125
Ana María Arias de Cossío

Santa Eulalia. Tiene varios colaboradores italianos y un alemán


que parece ser el más importante, Juan Petit Monet.
En la cabecera del coro se representan escenas del Antiguo
Testamento y el Camino del Calvario, el Santo Entierro, la
Resurrección, además de Evangelistas y Virtudes, todo ello expre-
sado con gran calidad y en donde predomina la volumetría pro-
pia del Cinquecento. En el trascoro, y sobre un alto basamento
entre columnas, se sitúan las escenas de Santa Eulalia y hornaci-
nas con imágenes, todo ello en mármol de Carrara. Los relieves
presentan a la santa proclamando su fe ante el tribunal, claramen-
te influido por Miguel Ángel, así como el que refiere el martirio
de la santa, cuyo cuerpo desnudo es respetado por el fuego que
abrasa a los verdugos. En este mismo año debió comenzar el
sepulcro de don Felipey doña Juana en la capilla Real de Granada,
que, aunque lo acabó, no se colocó en su lugar hasta el siglo
XVII. La verdad es que en su ejecución hay muchos recuerdos a
Fancelli, emplea el tipo tumular de frentes verticales y no en talud
como el de los Reyes que está a su lado. Agrega al modelo de
éstos una urna con las estatuas yacentes de los dos difuntos; es
decir, el sepulcro tiene un segundo cuerpo que rompe con la sim-
plicidad del de los Reyes Católicos. Los relieves que lo decoran
son magníficos, constituidos por escudos, niños, guirnaldas y
figuras, todo ello de una calidad extraordinaria [lám. 28]. Estando
en Barcelona, recibió también el encargo del sepulcro del cardenal
Cisneros (Alcalá de Henares) que antes se había encargado a
Fancelli, el cual murió antes de llevarlo a cabo. Sobre una cama
rectangular se coloca el yacente con los cuatro Padres de la Iglesia
en los ángulos [lám. 29] y también con decoración vegetal, escu-
dos, medallones, etc. Aunque es posterior al de doña Juana y don
Felipe, resulta algo más arcaico. Murió mientras trabajaba en este
sepulcro que completaron sus discípulos, entre ellos, Jerónimo de
Santacroce. De menor interés son los sepulcros de los Fonseca en

126
El arte del Renacimiento español

Coca, que también había iniciado Fancelli. Como obra de bulto


redondo, resulta extraordinaria la Virgen con el Niño y San Juan,
en mármol de Carrara, para el monasterio de San Jerónimo en
Zamora, aunque hoy está en la catedral, bellísima de formas y plena
de acentos miguelangelescos.
Diego de Siloé es el artista que más influencia ejerció para que
la escultura burgalesa iniciara el camino del clasicismo propio del
Cinquecento. Hijo de otro escultor, Gil de Siloé, debió nacer en
Burgos a finales del siglo XV. De su padre tomaría las primeras
lecciones hasta que, muy joven todavía, se marcha a Italia, donde
en 1517 se le cita —como hemos visto— asociado a Bartolomé
Ordóñez. Regresa a Burgos en 1519 con el clasicismo aprendido
en las fuentes directas. Aunque su vida es larga —fallece en
1563—, abandona la escultura relativamente pronto, cuando
desde Burgos se traslada a Granada en 1528 para dedicarse a la
arquitectura. Su labor escultórica es, por tanto, muy reducida. Ya
ha quedado indicado que trabaja en Nápoles y Barcelona con
Ordóñez. En Burgos, además de la decoración de la escalera
dorada de la catedral, ejecuta con Vigarny el retablo de la capilla
del Condestable donde, además del grupo de la Presentación,
esculpe en el banco la Visitación. En la misma capilla, los retablos
laterales contienen el Cristo Muerto y el San Jerónimo penitente,
que ponen de manifiesto sus excelsas dotes de escultor. Por lo que
se refiere a la escalera dorada, asombra la desbordante imagina-
ción de Siloé como decorador, donde prodiga niños, escudos,
temas vegetales y fantásticos en un verdadero alarde ornamental.
Entre sus grupos, cabe destacar el de La Sagrada Familia con San
Juanito del Museo de Valladolid, bellísima composición oval, en
pino rojo sin policromar, en el que es patente la belleza sencilla y
serena típicamente italiana.
«En cambio, en la capilla de Santa Tecla de la Catedral de Burgos,
el Cristo a la Columna es expresión de un dramático sentimiento que

127
Ana María Arias de Cossío

viene a confirmar el amplio registro de Siloé como escultor.


Intensamente miguelangelesco en la forma, aunque más sereno de
expresión, es el San Sebastián de Barbadillo de Herreros (Burgos),
en el que se descubre a un escultor preocupado por la forma bella
de ese cuerpo joven al que ha suprimido las flechas y que, sin
embargo, expresa el dolor en el gesto [lám. 30]. En 1525 Siloé ini-
cia la sillería de coro para el monasterio de San Benito de Valladolid
(hoy en el Museo de Escultura vallisoletano) que terminó en 1528.
Toda la sillería había de hacerse conforme al proyecto de Andrés de
Nájera, que había hecho la correspondiente a la abadía de San Juan,
una de las casas dependientes del monasterio, pero ésta de Siloé
presenta bastantes diferencias»51. Para Azcárate es evidente que
el abad de Burgos, en vez de costear una silla (como había sido el
acuerdo de las diferentes casas), se la encargaría a Diego de Siloé,
quien representa en la silla alta a un San Juan Bautista bajo venera
y en la sillería baja ejecuta un relieve magnífico con la degollación
del Santo, bellísima composición de rítmicas líneas en la que la
figura de Salomé es de graciosa apostura y pone de manifiesto
la maestría de Siloé en tan variados registros52. En 1528 el encargo de
la capilla Mayor de San Jerónimo de Granada determina su marcha
de la ciudad castellana, a la que debió contribuir, y no poco, la ene-
mistad con Vigarny y la intensa actividad del taller del maestro.
Sin embargo, no pierde el contacto con Castilla y todavía en 1529
ejecuta el sepulcro de don Alfonso II de Fonseca, patriarca de
Alejandría en el convento de Santa Úrsula de Salamanca. Se había
proyectado en bronce pero finalmente se realiza en mármol;
corresponde al tipo de sepulcro de Fancelli con frentes en talud y
yacente con orla de querubines en el remate de la cama sepulcral
y dragones en los ángulos. Estando ya en Granada, ejecuta el sepul-
cro de don Rodrigo Mercado en la parroquia de Oñate. No está
documentado, pero Gómez Moreno lo ve obra indudable de
Siloé53.

128
El arte del Renacimiento español

II.2.c. La pintura

Diego Angulo, a quien debemos tantas y tan esclarecedoras


páginas sobre la pintura española del siglo XVI, señala que, «aun-
que el Renacimiento no penetra en nuestra pintura con todo su
séquito de temas mitológicos, y con su ambiente a veces tan acen-
tuadamente pagano, no debe pensarse que, en conjunto, lo haya
asimilado peor que Francia y Alemania. Desde el punto de vista
formal, los pintores españoles se incorporan sin reservas al
Renacimiento»54.
Es natural que así fuera teniendo en cuenta no sólo el número
tan elevado de pintores italianos que, prácticamente desde los ini-
cios del siglo XV, están trabajando en diversos puntos de nuestra
geografía, sino además el número menos importante —aunque sig-
nificativo— de artistas españoles que trabajan en Italia. La relación,
por tanto, existió siempre, eso sí, en perfecto paralelismo con la
fórmula flamenca tan arraigada en nuestros pintores. Así lo hemos
visto durante todo el siglo XV, a pesar de que la pintura italiana
había alcanzado ya al final de ese siglo metas maravillosas en cuan-
to a técnica, composición y perspectiva. Obras pictóricas italianas
llegaron escasamente a España, mientras la pintura flamenca inva-
día todos nuestros mercados, las iglesias y las casas de los nobles.
Al llegar el siglo XVI, el Renacimiento italiano triunfa en toda
Europa, incluidos los Países Bajos, y su recepción en España resul-
ta inevitable.
Sin embargo, en esta recepción se dan caracteres que matizan
con muy peculiar acento la historia de la pintura española en el
siglo del humanismo renaciente. El arte de Italia se acepta abierta-
mente, pero de manera parcial. En tal sentido cabe decir que,
mientras que la pintura italiana aspira a la plenitud en la repre-
sentación de la belleza que alcanza su culminación en los grandes
maestros de principios del siglo XVI, la pintura española se

129
Ana María Arias de Cossío

muestra muy apegada a la realidad, intensificada por la inclinación


que los pintores del siglo XV sintieron por la escuela flamenca.
Como consecuencia, la pintura española, aun en los pintores que
en el tránsito del siglo XV al XVI conocieron directamente los
modelos italianos, demuestran escasa vocación para las ideas de
belleza y clasicismo que alentaban en el Renacimiento italiano;
de hecho, toda nuestra pintura está llena de áspera grandeza y
grave sosiego que, ni siquiera en este siglo XVI, en el que toda
Europa sigue el deslumbrante ejemplo del arte italiano en lo que
tiene de belleza ideal y paganizante, se entrega a ese paganismo
humanista, ni tampoco por el ideal platónico que es consustancial
a las creaciones italianas del pleno Renacimiento.
Por tanto, en la pintura española encontraremos temas mitoló-
gicos en escasísimos ejemplos y casi ningún desnudo femenino,
porque el tema religioso predomina absolutamente. Por otra parte,
las ambiciones de belleza idealista dejan paso al naturalismo, a la
observación de la realidad, vocación española que dará sus mejores
frutos en la pintura del siglo siguiente. Puede decirse, pues, que la
importación artística italiana se asimila también en la pintura,
como lo había hecho en la arquitectura, con un peculiar sentido de
sincretismo, de manera que bajo un Renacimiento superficial la
Edad Media sigue viviendo en España y muchos rasgos y caracte-
res medievales perviven aquí cuando en el resto de Europa ya se
han abandonado. No conviene olvidar en toda esta «resistencia a
los idealismos del Renacimiento italiano» que en la personalidad
artística española entra como elemento peculiar y diferenciador el
contacto con Oriente que refuerza la conquista musulmana.
Sin duda, esa pervivencia de lo medieval, esa sujeción a ideales
góticos, en suma, esa resistencia a lo más íntimo del Renacimiento
humanístico, explica la vacilación de la pintura española durante el
siglo XVI, que precisamente es el siglo que en el plano político del
mundo alcanza su mayor poder. Un mundo que ya es el conjunto

130
El arte del Renacimiento español

de todos sus continentes, integrado, merced al esfuerzo español, en


la civilización occidental.
Lafuente Ferreri explica la evolución de la pintura española del
siglo XVI, agrupando los artistas en pintores platerescos (primer
tercio de siglo) y pintores puristas (segundo tercio). Tanto Angulo
como Post lo hacen por escuelas regionales, y ya en nuestros días
Fernando Checa agrupa a escultores y pintores en función de
modelos adoptados y conceptos que los explican55. Por nuestra
parte, preferimos seguir el criterio de explicar la pintura española
del siglo XVI en función de cómo va llegando el Renacimiento y
cómo en los diversos centros artísticos tradicionales se adoptan
diferentes matices y caracteres, sin que ello quiera decir que tenga-
mos que hablar de escuelas, sino en el marco de la circunstancia
histórica que da cabida a la variedad de matices pictóricos que en
cada uno de los centros podemos encontrar y fijándonos sólo en
los pintores más significativos de cada uno de ellos, ya que para el
estudio exhaustivo de maestro por maestro remitimos a las histo-
rias generales de la pintura española citadas.
Si hablamos de la pervivencia de valores medievales nórdicos y
de artistas que empiezan a adoptar leves y epidérmicos matices de
italianismo, el estudio de la pintura española del Renacimiento
debe iniciarse en Alejo Fernández, en quien la transición de lo
medieval a lo renacentista es muy suave. Pintor presumiblemente
nacido en torno a 1480 y que está documentado en Córdoba, antes
de terminar el siglo XV, por su matrimonio con María Fernández,
hija de Pedro Fernández, a la sazón uno de los pintores más impor-
tantes de la ciudad.
Aunque ni el apellido Fernández ni el materno Garrido permi-
ten suponerle extranjero, lo cierto es que en los libros de cuentas
de la Catedral de Sevilla se le nombra como «Maestro Alexos, pin-
tor alemán». Sea cual fuere su origen, el primer capítulo de la obra
conocida de Alejo Fernández se desarrolla en Córdoba, donde

131
Ana María Arias de Cossío

vivió algo más de diez años. Sólo consta que pintase varios retablos
en el monasterio de San Jerónimo, pero de esas obras no se con-
serva ninguna, aunque sí hay dos que muestran su manera de asu-
mir en esta primera etapa de su vida algunos matices italianizantes.
Se trata del Cristo atado a la Columna, del Museo de Bellas Artes
de Córdoba, y del Tríptico de la Cena, del Pilar de Zaragoza.
Indudablemente, lo primero que podemos advertir en ambas es el
contraste entre las figuras de quebrados paños y proporciones
góticas y el escenario donde están representadas en ambos casos, en
el cual lo que llama la atención es efectivamente su amplitud, matiz
italianizante que proviene de la región de Umbría. Por tanto, este
maestro de formación gótica incorpora este ingenuo quattrocentis-
mo a sus pinturas, en las que lo importante no es la riqueza de las
telas o los reflejos del mármol de la columna a la que está atado el
Cristo, sino la sensación de espacio, que es lo que verdaderamente
trama y organiza la composición. Ese deseo de proyectar la escena
representada con el telón de fondo de una imponente arquitectura
se aumenta en la escena de la Última Cena del tríptico del Pilar de
Zaragoza, interior de arquitectura romana que pierde la solemni-
dad que le es característica por la gracia ingenua, propia del siglo
XV, que le imprime el pintor al representar en la puerta de la
izquierda unas fantásticas arquerías y galerías voladas rebosantes
de vida «casi veneciana», mientras que en la de la derecha pinta un
paisaje oscuro cargado de acentos pesimistas [lám. 31]. Relacionada
con esta etapa cordobesa está la Flagelación del Museo del Prado,
aunque en los detalles Angulo ve la intervención de taller. En todo
caso, esta ingenua mezcla de sugestiones es lo que ha hecho decir a
Post que «la pintura española llegaba, por evolución interna más
que por externa a la influencia italiana, a esa suavización de los
tipos y a esa composición más armoniosa que caracteriza, sin gran-
des novedades, los primeros años del siglo XVI»56. En los momen-
tos en que Alejo Fernández está pintando en Córdoba estas obras

132
El arte del Renacimiento español

(en torno a 1500-1503), el comercio de Indias, monopolizado por


Sevilla, ha convertido la ciudad en tierra de promisión de artistas y
mercaderes. A la gran empresa del retablo mayor de su espléndida
catedral en el mismo inicio del XVI los capitulares sevillanos ha-
bían destinado cantidades muy importantes. Para trabajar en lo que
quedaba por hacer, el Cabildo hizo venir desde Córdoba en 1508
al escultor Jorge Fernández y al pintor Alejo Fernández, y allí se
estableció con su familia en la colación de San Ildefonso. Su éxito
fue inmediato en la ciudad y, cuando todavía está trabajando para
el retablo catedralicio, en 1509, se le encargan varios retablos que
hicieron crecer su hacienda al mismo ritmo que su fama. Las tablas
destinadas al retablo no llegaron nunca a colocarse en el lugar para
el que fueron pintadas y se conservan hoy en diversas dependen-
cias de la misma catedral. Representan: el Abrazo de san Joaquín y
santa Ana en la puerta dorada, el Nacimiento de la Virgen, la
Adoración de los Reyes y la Presentación en el Templo, que figuran
entre lo mejor de su producción. Con relación a las obras cordo-
besas, estas primeras realizadas en Sevilla, ofrecen una novedad:
ahora no interesan tanto los escenarios como la figura humana. Sin
duda las tablas mejores de ese conjunto son la Presentación y la
Adoración de los Reyes. En la Presentación, a pesar del interés de
las figuras, todavía el pintor coloca de fondo pórticos con pilares y
hornacinas y a través de ellos ofrece un pequeño paisaje con edifi-
caciones. En la Adoración de los Reyes, en cambio, la arquitectura
se limita al encuadre de la escena [lám. 32] porque la narración es
lo que importa. Es evidente que para la organización de la escena
el pintor tuvo delante la conocida estampa de Schongawer, el gra-
bador alemán que tantos admiradores tenía en España; Angulo
señala que de esa estampa «procede la distribución general de los
personajes, las actitudes de casi todos, la presencia de los montes
en el segundo plano. Pero la composición del original, tan rico en
motivos, le resultó demasiado recargada y como relegó la comitiva

133
Ana María Arias de Cossío

al último término consiguió que el conjunto ganara en claridad y


nobleza»57. En todo caso es una obra de estilo maduro, el dibujo es
seguro y firme y, sobre todo, las cabezas son espléndidas. Merecen
mención la del rey Melchor arrodillado y de perfil por su decisión
en la factura y su fuerza plástica que, junto con la del san José, de
un realismo de recias raíces, constituyen muestras de lo mejor que
se hacía por entonces. Las pinturas de la catedral tuvieron eco
inmediato en la ciudad y enseguida el pintor tuvo varios encargos
que fueron, y ésta es la novedad, retablos para las fundaciones de
dos capitulares insignes, don Sancho de Matienzo y don Rodrigo
Fernández de Santaella.
Don Sancho de Matienzo, que murió en 1521, era natural del
pueblecito burgalés de Villasana de Mena. Fue un personaje singu-
lar a quien tuvieron respeto los Reyes Católicos y luego el empe-
rador Carlos. A finales del siglo XV tiene una canonjía en la
Catedral de Sevilla. El descubrimiento de América convirtió Sevilla
en el puerto meridional de la Corona de Castilla y a Sancho de
Matienzo en la cabeza más destacada de la Casa de Contratación
de Indias, el instituto creado para organizar cuantas exploraciones,
conquistas y empresas colonizadoras se emprenderán en ese
mundo recién descubierto. Por todo ello Sancho de Matienzo tuvo
relación con personajes históricos de primera magnitud. Tomó
parte muy activa en la expedición de Magallanes, quien, al embar-
car en Sanlúcar y hacer testamento, le nombró albacea juntamente
con su suegro.
A pesar de todas estas glorias sevillanas, nuestro personaje
quiso que su cuerpo reposase en su Castilla natal, así que en 1512
hizo construir un convento para franciscanas concepcionistas y
para ese convento mandó pintar los dos retablos, el mayor dedica-
do a la Concepción y el otro, lateral, a la Virgen de la Leche. Ambos
se destruyeron durante la guerra civil y de ellos sólo han quedado
algunas fotografías. La fecha exacta de las pinturas es desconocida

134
El arte del Renacimiento español

pero puede acotarse entre 1509 y antes de 1517, porque en ese año
llega Carlos V y el escudo que se representa en el retablo es el de
los Reyes Católicos.
Maese Rodrigo Fernández de Santaella, el comitente del otro
retablo, fue hombre de letras que cursó estudios en la Universidad
de Bolonia como colegial de San Clemente y es el fundador del
Colegio de Santa María de Jesús, origen de la Universidad literaria
de Sevilla. Escribió libros, fue gran devoto de la Virgen de la
Antigua y, sobre todo, se preocupó por la vida de los escolares. La
obra material del Colegio fue demolida en el siglo XIX, pero queda
la capilla con el retablo que encargara Maese Rodrigo a Alejo
Fernández. Se trata de uno de los conjuntos más acabados del pri-
mitivismo sevillano, en el que la unión del hombre de iglesia y el
artista es perfecta. Está dedicado a la Virgen en su venerada imagen
de la Antigua en la catedral, la que se le apareciera a san Fernando
durante el sitio de Sevilla, y ante la que se postraban por estos años
cuantos emprendían viaje a las Indias o rendían viaje de retorno.
Acompañan en el primer cuerpo del retablo, con la Virgen en el
centro, los Padres de la Iglesia, las cuatro grandes lumbreras del
saber cristiano. En el segundo cuerpo se rompe con la tradición de
coronar el retablo con un Calvario, sin duda maese Rodrigo pensó
el retablo para que orasen ante él unos colegiales y en ese lugar cul-
minante del conjunto no quiso que figurase el dolor sino la divina
sabiduría, por eso aparece el Espíritu Santo sobre los Apóstoles; a
los lados san Gabriel y san Rafael y san Pedro y san Pablo.
Ciertamente la unidad y la articulación del contenido se advierte
igualmente en la manera de estar organizada. La perspectiva única
del cuerpo principal y el ritmo espacial de los Padres de la Iglesia,
presididos por la figura de la Virgen, dejan muy en segundo plano
de la contemplación los baquetoncillos góticos que las separan,
propiciando un espacio común. En el segundo cuerpo ese equili-
brio se rompe y la tabla central se eleva evitando una terminación

135
Ana María Arias de Cossío

excesivamente plana. A los pies de la Virgen que preside el retablo,


maese Rodrigo le ofrece el Colegio que ha creado. Además de
varias tablas con el tema mariano, Alejo pintó varias obras para dis-
tintas iglesias sevillanas. Una de las imágenes marianas que le ha
dado más fama es la Virgen de los Navegantes, para el retablo de la
capilla de la Casa de Contratación de Sevilla. Es obra avanzada,
debió de pintarse entre 1530 y 1534. Repite desde el punto de vista
iconográfico el tipo de Virgen de la Misericordia, que acoge bajo su
manto a quienes le imploran ayuda. La alusión a la especial advo-
cación se exhibe en el amplio mar con embarcaciones de diverso
tipo que eran las que surcaban el océano rumbo a las Indias recién
descubiertas; es un bellísimo cuadro de devoción repleto de exce-
lentes retratos que tienen además el valor de testimonio, lleno de
evocadora emoción, de los años de riesgo y aventura de las prime-
ras expediciones a América. Sin duda, Alejo Fernández dejó honda
huella en las generaciones de su tiempo. Discípulos e imitadores
tuvo muchos, y con él colaboraron, entre otros, los Fernández de
Guadalupe: Pedro, Miguel y Antón. Su propio hijo Alejo o el
pintor Juan de Zamora, autor de la Virgen de los Remedios de
Santa Ana de Triana. En todo caso, Alejo Fernández es el pintor
que, dentro del siglo XVI, representa mejor esa suave transición de
lo flamenco a lo renaciente.
En Castilla, Toledo fue centro de capital importancia. Las per-
sonalidades del cardenal Mendoza y de Cisneros después abrieron
paso a las novedades que empezaban a llegar de Italia. También
aquí la transición pictórica fue suave y fácil; no olvidemos que si
Pedro Berruguete pudo ejercer desde Ávila y también desde el pro-
pio Toledo su influencia, Juan de Borgoña va a ser ahora, durante
el primer tercio del siglo XVI, el dueño absoluto de la pintura tole-
dana. En realidad sabemos poco de su biografía, únicamente los
datos que da la documentación de su abundante obra. Por su apelli-
do se le supone oriundo de la Borgoña, nacido, por tanto, en tierras

136
El arte del Renacimiento español

próximas a Flandes. Tampoco se sabe la fecha cierta de su naci-


miento pero, dado que aparece trabajando en el claustro de la
Catedral de Toledo en 1495, habrá que suponer que en obra tan
importante por lo menos tendría veinte años, lo que llevaría su
nacimiento cerca de 1475.
Como dice Angulo, de la época anterior a su primer trabajo en
Toledo no se sabe más que lo que se puede deducir de sus obras, que
demuestran con bastante evidencia que debió formarse en Toscana
y en la Italia del norte, aunque «por bajo su estilo quattrocentista
italiano, adviértese de vez en vez, además de su sensibilidad septen-
trional, el eco de un primer aprendizaje o, al menos, el reflejo del
estilo flamenco de fines del XV. Aunque muy amortiguado, parece
percibirse, por ejemplo, el recuerdo de modelos de Gerard David,
que debe ser unos diez o quince años mayor que él»58.
En un primer momento Post dedujo que, puesto que la fecha en
que Juan de Borgoña aparece en Toledo coincide con la de la muer-
te de Ghirlandajo, debió de trabajar en el taller de este pintor flo-
rentino y que al dispersarse el taller por su muerte Juan de Borgoña
vino a España. Resulta innegable su contacto con este pintor y sin
duda a él debe su concepto espacial y el sentido reposado de sus
figuras, que se aploman en el espacio con un indudable acento
decorativista. Este mismo autor y también Angulo señalan en sus
pinturas coincidencias con Piero della Francesca59. Fernando
Checa matiza que «las intenciones de Borgoña están más cercanas
al discípulo de Piero, Meloso da Forli, en lo que tiene de visión
sensual de las rigideces del maestro. El sentido lumínico —basado
en el estudio de la luz clara y uniforme como factor de unificación
espacial—, iniciado por el pintor de Sansepolcro y elaborado en
forma decorativa por Meloso o Ghirlandajo, está en los grandes
ciclos de Juan de Borgoña, como el de la sala capitular de la Catedral
de Toledo»60. Ya ha quedado indicado que su primer trabajo en
España es su colaboración en las pinturas del claustro catedralicio,

137
Ana María Arias de Cossío

que por ser pintura mural quizá pueda indicar la causa de su veni-
da a Toledo, dado que su dominio en la técnica del fresco, aprendi-
da en Italia, le diferenciaba de los pintores españoles de su tiempo.
Pero en la biografía de Juan de Borgoña 1508 es la fecha de su pri-
mer gran triunfo. Es el año en que ha muerto el maestro Santa
Cruz, que había sustituido a Pedro Berruguete en el retablo mayor
de la Catedral de Ávila, y es entonces cuando se le encomienda la
terminación de este gran retablo abulense. Pocos meses después, el
cardenal Cisneros le llama para encomendarle la decoración de la
sala capitular y la de la capilla mozárabe, ambas de la Catedral de
Toledo. No hay duda de que estos dos grandes encargos significa-
ban el reconocimiento pleno de su superioridad como pintor de
este momento. Según la documentación transmitida por Ceán, el
23 de marzo de 1508 Juan de Borgoña firma el contrato para la ter-
minación del retablo de Ávila y también especifica qué tablas le
corresponden. En ellas, lo que llama la atención en primer lugar es
la arquitectura pintada que utiliza sistemáticamente para definir
espacios amplios, si bien distintos repertorios arquitectónicos
empleados —algo constante en sus obras— denotan un uso ecléc-
tico de los mismos. Valga de ejemplo, entre las varias tablas que le
correspondieron, la Anunciación, el Nacimiento, la Purificación o
el Descenso al Limbo, el de la Anunciación, donde utiliza arquitec-
tura renacentista con presencia de zapatas y con techo de casetones
dorados. Prolonga el espacio al fondo con la visión del «hortus
conclusus», cerrado por alta tapia donde se va el rosal simbólico; la
gradación de la luz resulta ya muy madura y subraya el recogi-
miento del mensaje. El ángel, de riguroso perfil, algo habitual en el
maestro, y la figura de María de frente con el jarrón de las azuce-
nas a su lado. Todos los historiadores hacen notar la perfección en
el rostro de la Virgen. Unos meses después se inicia lo que sería sin
duda la obra magna de Borgoña en Toledo, por encargo de
Cisneros: la decoración de la sala capitular, que le lleva casi dos

138
El arte del Renacimiento español

años (1509-1511). Como hemos dejado indicado al hablar de la arqui-


tectura, la sala capitular es una estancia muy amplia de proporciones
rectangulares a la que precede otra menor, algo más cuadrada,
y cuya tarea arquitectónica corresponde a Pedro Gumiel. La sala
en sí sólo tiene un hueco de luz, pero, gracias a una fingida galería
de grandes vanos encuadrados por columnas con las típicas zapa-
tas, las paredes lisas de la sala se transforman en un alegre ámbito
abierto donde se suceden las escenas pintadas en fondos de pers-
pectivas arquitectónicas o de paisajes. Es una manera de organizar
la decoración análoga a la de Ghirlandajo en la capilla Mayor de
Santa María Novella de Florencia. Los muros laterales narran la
vida de la Virgen, el del testero el Calvario y el de la entrada
el Juicio Final. La narración de la historia mariana se inicia con el
Abrazo de san Joaquín y santa Ana ante la puerta dorada y con-
cluye con el Tránsito de la Virgen. De entre las historias marianas,
comentamos alguna a guisa de ejemplo: la escena de la Virgen en el
templo [lám. 33], donde las preocupaciones del pintor discurren
por el escenario arquitectónico y por la luz que ilumina la escena.
En cuanto a las formas arquitectónicas, son puramente renacentis-
tas y representa el pórtico del templo para dejar otra cúpula, que es
la gran obsesión de los arquitectos renacentistas, la profundidad
del escenario que se organiza con la escalera, el pórtico y la bóve-
da de cañón detrás, que aparece en sombra pero que se recorta
sobre el fondo de luz. Lateralmente hay otro punto de luz, la ven-
tana de la izquierda, en cuya reja hay una figura femenina que con-
templa la entrada de la Virgen. Con arreglo a esa progresión espa-
cial graduada por la luz se colocan dos personajes a la derecha que
se apoyan en el antepecho y proyectan su sombra en la pilastra
que tienen detrás. Otro personaje, que aparece en la sombra de la
bóveda de cañón, se recorta sobre un fondo luminoso y el personaje
que acompaña al sacerdote. Indudablemente luz y espacio entablan
un diálogo maduro y solemne en el que la gracia quattrocentista está

139
Ana María Arias de Cossío

en la anécdota de los dos niños al pie de la escalera. La Visitación,


en cambio, ocurre en un escenario abierto y pone de manifiesto
que el paisaje es uno de los intereses del pintor, que presenta a las
dos figuras en primer plano recordando la tradición flamenca. El
paisaje, en cambio, tiene todos los ingredientes de una escenogra-
fía perfecta con un bloque de roca en primer plano, fondo de otros
peñascos entre los que crecen árboles diversos, unos con follaje
denso y otros ligeros, opuestos como en un juego de contrastes; al
pie de todo este verde que se recorta sobre el azul del cielo se des-
liza un riachuelo con un pequeño puente que conduce a una casa
medio oculta por el bosque. Desde luego este paisaje es italiano y
ofrece puntos de contacto con Pinturicchio, pero, como dice
Angulo, a través de esa mirada italiana se trasluce un sentido natu-
ralista propio de los flamencos «y hasta es muy probable que no
ignorase cómo el paisaje de Gerad David se transforma por estos
años gracias al Bosco y a Patinar»61. A la variedad de los temas
marianos de los muros laterales de la sala suceden en el testero tres
escenas de intenso dramatismo e inmediatas entre sí en la historia
de la Pasión: el Descendimiento, las Lamentaciones sobre Cristo
muerto y la Resurrección, las tres sobre un fondo de paisaje común.
El otro frente, ocupado por el Juicio Final, está organizado, según
costumbre medieval, con el Todopoderoso entronizado sobre el
arco iris y con la bola del mundo como escabel. Debajo el San
Miguel con la balanza para pesar las almas. El grupo más intere-
sante es el de los condenados, que son ya presas de los animales
representativos de los pecados de que fueron víctimas. En la sala
que precede a esta sala capitular, la pintura que la decora son tam-
bién fingidas galerías pero ahora sólo con copas de árboles que se
destacan sobre el follaje de un jardín, frutas pendientes de los din-
teles y jarrones con flores en el alféizar de las ventanas, todo ello
interpretado con el detalle típico de un quattrocentista florentino y
la precisión apasionada de un naturalista.

140
El arte del Renacimiento español

La otra gran empresa que Cisneros encargó a Juan de Borgoña


es la decoración de la capilla mozárabe, también en la Catedral de
Toledo. El tema es la conquista de Orán, empresa que fue patro-
cinada por el mismo cardenal Cisneros en ese ímpetu mesiánico
tan característico del personaje. La conquista tuvo lugar el año
1509 y el encargo se hizo en 1514. La pintura, con un estilo narra-
tivo inherente al tema histórico que representa, resalta la presen-
cia del cardenal. La verdad es que los frescos son importantes por
ser los primeros en España donde el tema histórico no es tan
habitual como en Italia. En el panel central, realizado en un
medio punto, se representa la conquista de la ciudad. Por la dere-
cha y en primer término se ve al cardenal precedido de un grupo
de soldados que llevan su estandarte y que traban batalla con
otros que están apostados en un pequeño bosque. Cisneros con su
capelo cabalga en una mula y con la mano en alto bendice las tro-
pas. Ante él un canónigo con la cruz. En una violenta pendiente
la caballería cristiana pone en fuga a la de los árabes. En la com-
posición de la derecha se narra el desembarco del cardenal prece-
dido de los alabarderos y del portador de la cruz, mientras un sol-
dado mantiene el estandarte y unos músicos celebran la llegada en
la orilla [lám. 34]. Destaca en toda la decoración la sujeción a la
crónica, el espíritu mesiánico del cardenal y la superioridad de los
soldados castellanos, todo ello narrado con minucioso léxico típi-
co del quattrocentismo italiano. Juan de Borgoña pintó además
varios retablos en las capillas de la catedral, como el de la
Concepción o el de la Epifanía, entre otras muchas obras reparti-
das por las iglesias de la zona, como Illescas o Carboneras
(Cuenca). Todo ello demuestra que fue artista laborioso, que
mantuvo un taller muy bien organizado por el que pasaron un
gran número de pintores, algunos de los cuales pueden conside-
rarse como sus discípulos: los Villoldo, Pedro Cisneros o Juan
Correa de Vivar, entre otros.

141
Ana María Arias de Cossío

En paralelo a esta actividad y esta proyección de Juan de


Borgoña desde Toledo, en estos primeros años del siglo XVI se
desarrolla en tierras de Castilla la Vieja la obra de los discípulos
más o menos directos de Pedro Berruguete, o incluso de Borgoña
la de aquellos que desde su primitivismo muestran alguna conexión
con ciertos aspectos del Quattrocento, aunque sólo sea en sus fon-
dos. Alguno de estos nombres son el maestro de Astorga, el
maestro de Pozuelo o el de Simotas, todos ellos pintores anóni-
mos que se reconocen o por su lugar de nacimiento o por el lugar
donde está su obra más representativa y por la que se le ha identi-
ficado como tal maestro.
La excepción en todo este cúmulo de anónimos es León
Picardo, de la región de Burgos, que aparece documentado como
«León pintor» en 1513. Fue pintor muy protegido por la familia bur-
galesa de los Velasco, y su única obra documentada es el retablo de
San Vicente, que procede de Santa Casilda, cerca de Briviesca, y
cuyas tablas están hoy en el Museo de Burgos, aunque se le atribu-
yen muchas más. Maestros de este tipo se extienden desde Burgos
hasta Asturias o Navarra y cabe citar en el primer caso al maestro
Juan Bustamante y en el segundo a Llanes, o también el maestro
de Oriz, autor de pinturas murales que narran las campañas del
duque de Alba, las cuales, pasadas al lienzo, están hoy en el Museo
de Pamplona. En estos primeros años del siglo XVI está activo en
Aragón Pedro de Aponte, del que Jusepe Martínez un siglo des-
pués hace grandes elogios. Los documentos que de él se conocen
permiten suponer que era pintor muy bien considerado. Uno de
ellos es de 1511 para un acuerdo con otro pintor, Antonio Aniano,
para realizar juntos cualquiera de las obras que se le encargase a
uno de los dos. Todo parece indicar que a Aponte se debe, entre
otros, el retablo de San Lorenzo de Huesca, y a propósito de un
documento para la realización de otras obras se cita éste de
Huesca y se le compara con el de Bolea. Ello ha permitido a

142
El arte del Renacimiento español

Angulo suponer que ese retablo de Bolea se debe al pincel de


Aponte: «El retablo de Bolea es una de las obras de estilo renacen-
tista más importantes de la primera década del siglo. Aunque lo
más sorprendente es el parentesco del estilo de su autor con el de
Juan de Borgoña, hasta el punto de poder considerarle su discípu-
lo»62. Efectivamente, la amplitud de sus escenarios de arquitectura
donde han desaparecido todos los elementos del gótico, la actitud
de los personajes y, en fin, la iluminación recuerdan, sin duda, las
escenas de la sala capitular toledana.
En la región levantina el centro de gravedad de la pintura había
pasado, antes del final del siglo XV, a Valencia, y aquí habría de
permanecer durante buena parte del siglo XVI. Sin embargo la pin-
tura catalana, que, como la de otros muchos centros artísticos
peninsulares, decae considerablemente en la segunda mitad del
Quinientos, mantiene durante los primeros años de este siglo XVI
un tono muy digno en una serie de maestros cuya vigorosa perso-
nalidad permite mantener el prestigio que tuvo durante el siglo XV.
Ahora bien, en estos años iniciales del siglo lo que no hay —como
hubo en el XV— es un pintor que imponga su estilo (como en el
caso de Huguet, por ejemplo), sino que la pintura es mucho menos
uniforme. El pintor más significativo del Renacimiento catalán es
Anye Bru. Se le cita como pintor alemán, teniendo en cuenta que
pudo catalanizar su nombre Hans por Anye. Una sola obra cono-
cida pero merecedora de mención, se trata del Martirio de san
Cucufate, del Museo de Arte de Cataluña, que procede del retablo
mayor del monasterio del mismo nombre. Cuadro atribuido con
anterioridad a otro artista, los estudios que hicieron Ainaud y
Verrié con documentos nuevos determinan la autoría para Anye
Bru63 y además retrasan la fecha de su realización a 1502-1506.
Evidentemente es un pintor nórdico, pero ha asimilado plenamen-
te las enseñanzas del Quattrocento italiano, específicamente vene-
ciano, y, desde luego, pintor de recia personalidad que plasma con

143
Ana María Arias de Cossío

sereno realismo la intensidad dramática del martirio, la conversa-


ción de las dos figuras de la derecha y la naturalidad del perro que
duerme en el primer plano [lám. 35]. Otro de los pintores del pri-
mer Renacimiento catalán activo en Gerona es el llamado maestro
de San Félix, que se formó en Valencia y al que Fernando Checa
considera «quizá el más inteligente de nuestros pintores que optan
por una alternativa anticlásica»64. Es un pintor que parece delei-
tarse en lo feo y en ese sentido es en el que hay que considerar su
pintura como un rechazo al canon de belleza clásica que, en su
vertiente leonardesca, importaron a Valencia, como veremos ense-
guida, Yánez y Llanos. Tomemos como ejemplo de su obra la es-
cena de la vida de San Andrés con la diablesa [lám. 36], que perte-
nece a la iglesia del Milagro de Valencia. Basta fijarse en las figuras
para ver que al maestro de San Félix lo que le importa en realidad
es la expresión, que exagera hasta límites casi caricaturescos. En
primer término el diálogo entre el santo y el joven ataviado con
ricas vestiduras. En segundo término una estancia donde una dia-
blesa intenta con gran desenfado seducir al obispo. Como se ve, la
arquitectura no sirve aquí para amplias perspectivas sino, por el
contrario, para cerrar un espacio donde se impone su monumenta-
lidad y su riqueza, como si todo el mérito de la composición se
quisiera reducir a la humanidad expresiva de los personajes. Otros
maestros coetáneos son Matas o los Gascó.
La región levantina, y específicamente Valencia, mantuvo a lo
largo de todo el siglo XV una relación muy intensa con Italia, lo
que por otra parte es lógico dada su posición geográfica y las rela-
ciones políticas con Nápoles. Por eso es la región española donde
el Renacimiento quattrocentista se difunde en fecha más temprana.
De hecho, el pintor Rodrigo de Osona el Viejo, que trabajaba ya en
Valencia 1464, se había formado en el estilo del Quattrocento. De
este pintor no se sabe su origen, aunque a juzgar por su apellido Post
se inclina a pensar, puesto que Rodrigo es nombre castellano,

144
El arte del Renacimiento español

que procede de Osma de Soria. En realidad su estilo se apoya en las


líneas prefijadas por Squarcione, el pintor de Padua, sin renunciar
a una mirada a la pintura flamenca, más específicamente a la holan-
desa, que prefería primar la expresión en las figuras y forzar acti-
tudes menos armoniosas que los flamencos. Ocurre, sin embargo,
que de Osona el Viejo sólo conocemos una obra, el retablo del
Calvario de San Nicolás de Valencia, que contrató en 1476 y lo
firmó «Rodrigus Dosoma». Se trata de una gran tabla cuyo eje es
el crucificado, que tiene a un lado el grupo dramático de las Marías,
en contraste con el de los santos varones que dialogan serenamen-
te en el otro. El fondo es un paisaje llano, aunque a la izquierda se
ven unas rocas que, caprichosamente, invaden el centro de la com-
posición en una línea típicamente italiana. A estos escasos datos se
une la personalidad de Rodrigo de Osona el Joven, a quien los
historiadores de la pintura valenciana adjudican obras entre 1505 y
1513. En realidad la obra que ha servido de base para reconstruir
su personalidad es la Adoración de los Reyes de la Galería Nacional
de Londres, que firma —como señala Angulo— «lo fil del maestre
Rodrigo». Enseguida puede advertirse que el pintor ha querido
dotar al fondo de arquitecturas de sabor clásico, con arquerías,
pilastras ricamente labradas y relieves en los parámetros interiores.
A la izquierda se levantan unas ruinas que suponen una mirada a la
arquitectura clásica, pero ciertamente, y a pesar de estos entusias-
mos por la Antigüedad clásica, el arco rampante del fondo es típi-
co de la arquitectura gótica levantina. En realidad se puede concluir
que el nexo que une todos estos elementos es la perspectiva y ése
es el elemento propio del Renacimiento.
En ese intercambio entre Valencia e Italia que tantas veces
hemos mencionado ya debe reiterarse en este momento el hecho
de que en 1472, y llamado por el futuro Alejandro VI, aparecen
trabajando en la capilla mayor de la Catedral de Valencia dos
pintores italianos: Paolo de San Leocadio y Francisco Pagano,

145
Ana María Arias de Cossío

el primero procedente de Regio (Emilia) y el segundo de


Nápoles. Lo que me interesa destacar de Paolo de San Leocadio
es su larga permanencia en España. La obra de la catedral le ocupa
al menos hasta 1481 en que se da por terminada, después transcu-
rren muchos años hasta que en 1501 está contratando el retablo de
Gandía, aunque no debió empezarlo en ese momento porque años
más tarde todavía está estableciendo las condiciones de la obra con
la duquesa de Gandía. Este retablo es su obra más importante en
España y en él se ve cómo mezcla resabios quattrocentistas con
algunas actitudes de la pintura del último cuarto del siglo XV
valenciano. Los escenarios no son, desde luego, amplios, como
parecía ser la norma del Renacimiento que se encamina al clasicis-
mo; en ese sentido, me parece más cercana a este último matiz la
Sagrada Conversación de la Galería Nacional de Londres, que apa-
rece firmada como Paulius y que presenta a la Virgen ante un arco
abierto sobre un jardín cerrado por un muro, por detrás de la
Virgen las tres santas y san José al fondo. Sin duda, es obra que
tiene el aire veneciano de los Bellini y me resulta mucho más rena-
centista que las de la Colegiata de Gandía, aunque esté pintada
antes. Ello me lleva a pensar que su larga permanencia en España
vino a alterar quizá lo que hubiera sido una trayectoria más acorde
con la evolución de la pintura italiana, y que aquí en España mez-
cló con acentos flamenquizantes que la desvirtuaron. Además, su
larga permanencia en Valencia (debió morir mediada la segunda
década del siglo XVI) le permite coincidir con dos pintores caste-
llanos que difunden una nueva etapa de la pintura renacentista. Son
Fernando Yáñez de la Almedina y Fernando de Llanos. Dos pin-
tores castellano-manchegos que, formados en Italia, aparecen tra-
bajando en Valencia en 1506.
La cita de Vasari al referirse a un Fernando Spagnolo que había
recibido el pago de diez florines en 1505 por colaborar en la bata-
lla de Anghiari debe aludir sin duda a Fernando Yáñez, del que

146
El arte del Renacimiento español

Ponz ya dijo que cuando vio estas obras creía firmemente que podrían
ser de Leonardo65. Las vidas de ambos artistas transcurren duran-
te bastantes años unidas, desde que en 1506 hacen su primer contra-
to con la Catedral de Valencia y al año siguiente se encargan de lo
que habría de ser su obra maestra, el retablo mayor de esta misma
catedral, obra que terminaron en 1510. Angulo señala que no hay
noticia de otra obra conjunta, pero sí, en cambio, que mantenían en
1513 casa común. La documentación de Valencia no vuelve a hablar
de Yáñez después de este año de 1513, aunque consta que dos años
después está en Barcelona y que en 1531 está trabajando para la
Catedral de Cuenca. Su compañero Fernando Llanos está documen-
tado en Murcia trabajando para su catedral en 152066. Las caracterís-
ticas comunes de estos dos artistas son la claridad en la composición
y la compenetración de sus personajes en el escenario, con una pre-
sencia plástica rotunda y serena en el mismo. El estilo de cada uno
no siempre es fácil de distinguir, pero la adjudicación de las tablas del
retablo de la Catedral de Valencia fue su gran obra en común, y com-
paradas con obras posteriores que realizaron por separado han podi-
do adjudicarse a uno o a otro, no sin discusión por parte de los his-
toriadores. Parece quedar claro que hay dos sensibilidades distintas
y una superioridad reconocida en la pintura de Yáñez, que, a su vez,
tiene personalidad más acusada y por ello la influencia de Leonardo
resulta, a veces, menos evidente. Este extremo es el que llevó a María
Luisa Caturla, en un bellísimo artículo, a suponer que Fernando
Yáñez se había formado en Venecia en el círculo giorgionesco67,
aspecto del que disienten Angulo y Post, pero que Garín dice que no
puede perderse de vista ese matiz que introduce Caturla aunque sin
negar la influencia leonardesca68. Para Fernando Checa, que recoge
igualmente todas estas opiniones, la influencia leonardesca «ha de
verse más que nada como sugestión formal en la elección de un cier-
to tipo de belleza dulce y suave que impregna los rostros de la mayor
parte de las figuras de Yáñez»69.

147
Ana María Arias de Cossío

Como ejemplo de la obra de Yáñez en el retablo de la Catedral


de Valencia tomamos la Visitación [lám. 37]. Es una representación
donde lo primero que llama la atención es el sentido arquitectóni-
co como elemento que domina el conjunto. Sin duda no podemos
encontrar en la pintura española un precedente válido, puesto que
este tema siempre había tenido un escenario ahogado por multitud
de elementos. Aquí, en cambio, todo es reposo y equilibrio; ángu-
los rectos, planos de luces y sombras yuxtapuestas, grandes losas
que constituyen todas las superficies del edificio evocan, sin duda,
la austeridad de formas que ya en aquellos años proclamaba en
Italia Bramante. Todo en ella es grandeza de actitud serena, y ade-
más de Leonardo había que pensar quizá en el proceso de la pintu-
ra italiana de Perugino a Rafael. Otras obras más formalmente leo-
nardescas son la Anunciación del Colegio del Patriarca y, sobre
todo, la Santa Catalina del Museo del Prado, magnífica transposi-
ción de encuadre y figura de italianismo clásico al ambiente valen-
ciano del primer tercio del siglo XVI, de tal suerte que su obra más
tardía fuera de Valencia, el retablo de la Catedral de Cuenca (1531),
denota una clara influencia de Rafael.
Las obras ejecutadas por Fernando de Llanos no tienen esa
monumentalidad que impone Yáñez ni en los elementos arquitec-
tónicos ni, desde luego, en las escenas al aire libre. En ese sentido
las composiciones no resultan con esa amplitud tan grata de su
compañero y, al mismo tiempo, las figuras resultan más inestables
y aplomadas en el espacio con menor convicción. Por otra parte, la
escena se llena de detalles anecdóticos que la hacen excesivamente
quattrocentista en contraste con Yáñez, como puede verse en la
escena del Descanso en la huida a Egipto [lám. 38]. De su trabajo
en la Catedral de Murcia podemos destacar la escena de los
Desposorios, realizado entre 1516 y 1520.
En conjunto la obra de estos dos pintores significa, sin lugar a
dudas, la introducción en la pintura española de las formas del

148
El arte del Renacimiento español

Renacimiento italiano sin mezcla de los elementos flamencos que


podemos ver en otros pintores de estos mismos años. Por ello la
huella de ambos en la pintura de la región fue muy profunda. Entre
los maestros que pueden citarse cerca del estilo que estos dos pin-
tores han impuesto cabría citar al Maestro de Alcira o al Maestro
del Caballero de Colonia, como lo denominó Elías Tormo, y otra
serie de pintores que en conjunto resultan muy inferiores.

Notas

1 Carretero Zamora, J.M., «Crisis sucesorias y problemas en el ejercicio del

poder de Castilla (1504-1518)», en Coups d’Etat à la fin de Moyen Âge?,


Coloquio internacional, Casa de Velázquez, Madrid 2002; publicado en 2005, pp.
575-593. Se trata de un trabajo profundo con una aportación documental extra-
ordinaria, que clarifica el proceso y la solución de esta crisis. De este trabajo tomo
los datos concretos de la crisis sucesoria.
2 Ib., p. 280.
3 Jiménez Fraud, A., Historia de la Universidad española, Alianza Editorial,

Madrid 1971, p. 162.


4 Ladero Quesada, M.A., La España de los Reyes Católicos, Alianza Editorial,

Madrid 1999, pp. 343 y 344.


5 Ib., p. 346.
6 Nieto Alcaide, V., «Renovación e indefinición estilística, 1488-1526», en

Arquitectura del Renacimiento en España 1488-1599, pp. 14 y 15.


7 Checa Cremades, F., Pintura y Escultura del Renacimiento en España, 1450-

1600, Cátedra, Madrid 1983, p. 70.


8 Castillo Oreja, M.A., Renacimiento y Manierismo en España, Historia 16,

Madrid 1989, pp. 12 y ss.


9 Chueca Goitia, F., «Arquitectura del siglo XVI», Ars Hispaniae, vol. XI,

Plus Ultra, Madrid 1953, p. 42.


10 Nieto Alcaide, V., op. cit., pp. 26 y 27.
11 Félez Lubelza, C., El hospital Real de Granada. Los comienzos de la arqui-

tectura pública, Universidad de Granada, Granada 1979. Se trata de un estudio


completo de este edificio con importante acopio de fuentes y documentación.
12 Bayón, D., L’architecture en Castilla au XVI siécle. Comande et réalisa-

tions, Klincksieck, París 1967.


13 Nieto Alcaide, V., op. cit., pp. 27 y 28.
14 Chueca Goitia, F., op. cit., p. 36.
15 Kruft, H.W., «Un cortile rinascimentale nelle Sierra Nevada: La Calahorra»,

en Antichitá Viva n. 2 (1969), p. 46. Véase Sebastián, S., Arte y Humanismo,


Cátedra, Madrid 1978, p. 100.
16 Chueca Goitia, F., op. cit., p. 38.

149
Ana María Arias de Cossío

17 Anales eclesiásticos y seculares de la ciudad de Sevilla, Madrid 1677, p. 525.


18 Ponz, A., Viaje por España, col. IX Cerla Primera, Viuda de Ibarra, Madrid
1786, p. 48.
19 Marqués de Lozoya, Historia del Arte Hispánico, vol. III, Salvat, Barcelona-

Buenos Aires 1940, pp. 13 y 14.


20 Camón Aznar, J., La arquitectura plateresca, vol. I, CSIC, Madrid 1945, pp.

9 y ss.
21 Rosenthal, E.E., «The image of Roman architectura in Renaissance Spain»,

en Gazette des Beaux Arts, t. LIII (1958), p. 334.


22 Sebastián, S., Historia del arte hispánico, vol. III, Alhambra, Madrid 1980,

pp. 12 y ss.
23 Marías, F., La arquitectura del renacimiento en Toledo (1541-1631),

Publicaciones del Instituto Provincial de Investigaciones y Estudios Toledanos,


vol. I, Toledo 1983, pp. 22 y ss. Del mismo autor véase además el capítulo III, «La
renovación de los viejos usos: la máscara plateresca», en El largo siglo XVI,
Taurus, Madrid 1989, pp. 203-247.
24 Nieto Alcaide, V., op. cit., cap. III, pp. 57-90.
25 Álvarez Villar, J., «La introducción del Renacimiento en Salamanca», Actas

del Simposio Internacional A introduçao da arte da Renacença na Peninsula ibe-


rica, Coimbra 1981, pp. 87-104.
26 Nieto Alcaide, V., op. cit., pp. 90-94.
27 Chueca Goitia, F., La Catedral Nueva de Salamanca. Historia documental

de su construcción, Universidad de Salamanca, Salamanca 1951, pp. 161-162.


28 Chueca Goitia, F., «Arquitectura del siglo XVI», Ars Hispaniae, vol. XI,

Plus Ultra, Madrid 1953, p. 64.


29 Calatayud Fernández, E., Arquitectura religiosa en La Rioja Baja:

Calahorra y su entorno (1500-1650), 2 vols., Logroño 1991. Se trata de un estudio


exhaustivo de esta comarca, pero se anteponen unas consideraciones generales
donde pueden verse características, materiales, artífices, etc.
30 Chueca Goitia, F., op. cit., p. 129.
31 Pérez Villamil, M., Estudios de Historia y Arte. La Catedral de Sigüenza,

Madrid 1899.
32 Tormo y Monzó, E., Alcalá de Henares, Cartillas excursionistas, Madrid

1917. Le siguen: Camón Aznar, J., en La arquitectura plateresca, pp. 108 y 109;
Chueca Goitia, F., en La arquitectura del siglo XVI, pp. 130 y 135, y más moder-
namente aunque en otros términos Checa Cremades, F., en Pintura y Escultura
del Renacimiento en España, 1450-1600, Cátedra, Madrid 1983, pp. 109 y ss.
33 Camón Aznar, J., «La arquitectura y la orfebrería españolas del siglo XVI»,

en Summa Artis, vol. XVII, Espasa-Calpe, Madrid 1964, p. 23.


34 Bayón, D., op. cit., p. 115.
35 Díez del Corral Guernica, R., Arquitectura y mecenazgo. La imagen de

Toledo en el Renacimiento, Alianza Editorial, Madrid 1987, p. 68.


36 Castillo Oreja, M.A., «La proyección del arte islámico en la arquitectura de

nuestro primer Renacimiento: el estilo Cisneros», en Anales del Instituto de


Estudios Madrileños, XII, 1985, pp. 56 y ss. Del mismo autor, «La eclosión del
Renacimiento: Madrid entre la tradición y la modernidad», en catálogo de la
Exposición Madrid en el Renacimiento, Comunidad de Madrid, Madrid 1986,
pp. 135-168.

150
El arte del Renacimiento español

37 Nieto Alcaide, V., op. cit., pp. 71 y ss.


38 Meseguer Fernández, J., «El cardenal Jiménez de Cisneros, fundador de la
capilla mozárabe», en Historia Mozárabe, ponencias y comunicaciones presenta-
das al I Congreso Internacional de Estudios Mozárabes (Toledo 1975), Instituto
de Estudios Visigótico-Mozárabes de San Eugenio, Toledo 1978, p. 214.
39 Véase, para el estudio de esta obra, Castillo Oreja, M.A, Colegio Mayor de

San Ildefonso de Alcalá de Henares. Génesis y desarrollo de su construcción. Siglos


XV-XVIII, Alcalá de Henares 1980.
40 Ib., p. 54.
41 Nieto Alcaide, V., op. cit., p. 92. Sobre este tratado véase además la intro-

ducción de F. Marías y A. Bustamante a la edición del tratado de 1986.


42 Chueca Goitia, F., op. cit., p. 48.
43 Azcárate Ristori, J.M., «Escultura del siglo XVI», Ars Hispaniae, vol. XIII,

Plus Ultra, Madrid 1958.


44 Marqués de Lozoya, Escultura de Carrara en España, Instituto Diego

Velázquez, CSIC, Madrid 1957. En este libro pueden estudiarse en detalle las
obras importadas a España desde talleres genoveses o napolitanos, no sólo los
monumentos sepulcrales sino también los detalles ornamentales para diversos
palacios.
45 Hernández Perera, J., Escultores florentinos en España, Instituto Diego

Velázquez, CSIC, Madrid 1957, p. 19.


46 Ib., p. 25. En esta obra pueden encontrarse datos y documentación exhaus-

tiva de los tres escultores florentinos.


47 Checa Cremades, F., Pintura y escultura del Renacimiento en España 1450-

1600, Cátedra, Madrid 1983, pp. 109-110.


48 Proske, G., Castillian scultupre. Gothic to Renaissance, Nueva York 1951.
49 Sagredo, D., Medidas del Romano, Toledo 1526.
50 Véase Goméz Moreno, M., Las águilas del Renacimiento en España, Madrid

1941.
51 Checa Cremades, F., op. cit., p. 173.
52 Azcárate Ristori, J.M., op. cit., p. 56.
53 Véase además, para el estudio de Siloé, Gómez Moreno, M., Diego de Siloé,

Granada 1963; Sebastián, S., «La escalera de la Catedral de Burgos», Goya n. 47


(1962).
54 Angulo Íñiguez, D., «Pintura del Renacimiento», Ars Hispaniae, vol. XII,

Plus Ultra, Madrid 1954, p. 9.


55 Lafuente Ferrari, E., Breve Historia de la Pintura española, Tecnos, Madrid

1953 (hay otra edición). Post, Ch. R., A History of Spanish Painting, Cambridge,
Mass., 1933-1966. Angulo Íñiguez, D., «Pintura del Renacimiento», op. cit. Checa
Cremades, F., Pintura y Escultura del Renacimiento, op. cit.
56 Post, Ch.R., op. cit., vol. IX.
57 Angulo Íñiguez, D., Alejo Fernández, Universidad de Sevilla, Sevilla 1946,

pp. 13 y 14.
58 Angulo Íñiguez, D., Juan de Borgoña, Instituto Diego Velázquez, CSIC,

Madrid 1954, p. 10.


59 Post, Ch.R., Juan de Borgoña in Italy and in Spain, GBA XLVIII (1956) y Note

on the article on Juan de Borgoña in Italy and in Spain, GBA XLIX (1957). Angulo
Íñiguez, D., Juan de Borgoña, Instituto Diego Velázquez, CSIC, Madrid 1954, p. 11.

151
Ana María Arias de Cossío

60 Checa Cremades, F., op. cit., p. 132.


61 Angulo Íñiguez, D., op. cit., p. 17.
62 Angulo Íñiguez, D., «Pintura del Renacimiento», Ars Hispaniae, vol. XII,

Plus Ultra, Madrid 1954, p. 74.


63 Ainaud, J. y Verrié, F., «El retrato mayor del Monasterio de San Cugat del

Vallés», Anales y Boletín de los Museos de Arte de Barcelona, I, 1941.


64 Checa Cremades, F., op. cit., p. 148.
65 Vasari, G., Vidas, vol. IV, p. 43, y Ponz, A., Viaje de España, vol. IV, p. 35.
66 Angulo Íñiguez, D., op. cit., p. 41.
67 Caturla, M.L., Fernando Yáñez no es leonardesco, AEA, 1942, pp. 35-49.
68 Angulo y Post, op. cit., y Garín, F., Yáñez de la Almedina, Valencia 1954.
69 Checa Cremades, F., op. cit., p. 129.

152
CAPÍTULO III

III.1. La época del emperador Carlos

La monarquía de Carlos V es en su conjunto, como ha dicho


Jover, una amalgama de elementos borgoñones, germánicos,
hispánicos e italianos: «En esa complejidad, trasunto de la
misma diversidad nacional que define a Europa, encontramos
motivada esa tendencia del pensamiento de Carlos hacia formas
políticas de alcance aún más amplio que el Sacro Imperio Ro-
mano Germánico»1.
Efectivamente, la herencia recibida es heterogénea y compleja.
De su abuelo Maximiliano de Habsburgo recibió el patrimonio de
la Casa de Austria, un patrimonio básicamente germánico, aumen-
tado por el propio Maximiliano con estratégicas anexiones como el
condado del Tirol, regiones que obtuvo a costa de Baviera; el con-
dado de Gorizia, que suponía, aparte de la mengua de la iglesia de
Aquileya, una amenaza para Venecia. Por herencia de su abuela
paterna, María, resultaba el continuador de la Casa de Borgoña
que, en este caso, resultaba un legado anómalo porque excluía el
ducado de Borgoña, en posesión de Francia desde tiempos de Carlos
el Temerario, pero incluía, en cambio, la herencia flamenca, es decir,
los Países Bajos, el Franco Condado, Artois y los condados de

153
Ana María Arias de Cossío

Nevers y Rethel. Venían luego las posesiones aragonesas e italianas


por la herencia de su abuelo materno, Fernando el Católico; las
primeras, las aragonesas, las disputaba con la reina viuda Germana
de Foix, que quería entregarlas a su hijo Fernando. Las posesiones
italianas fueron disputadas siempre por Francia. La lista de esta
herencia se cerraba con la herencia de la abuela materna, Isabel la
Católica, que constituían los dominios castellanos, norteafricanos
e indianos. Espacios geográficos completamente distintos que ade-
más tenían distintos grados y formas de conformación político-
social, con sus diversas tradiciones nacionales como correspondía
a sus diferentes dinastías reinantes. La consecuencia más evidente
de esta complejísima herencia en el carácter de Carlos I es su con-
vencimiento de tener que llevar a cabo un constante peregrinar por
sus extensas posesiones que, sin duda, a lo largo de los años, fue
conformando su personalidad, en la que destaca como primer
rasgo su dedicación permanente a lograr la cohesión entre tan dis-
tintos territorios. Para lograr esa cohesión adoptó la institución
imperial, que parecía la única entidad política capaz de contener las
distintas realidades nacionales. Como se ha dicho en varias ocasio-
nes, la lucha de Carlos por el Imperio, en dura pugna con las pre-
tensiones de Francisco I de Francia, y con la ayuda de los banque-
ros alemanes, fue sobre todo la lucha por un título jurídico que
explicase la acumulación, bajo una sola corona, de tan plural y
extenso patrimonio.
Ya ha quedado dicho que a la muerte de Fernando el Católico y,
hasta que llegase Carlos para hacerse cargo de su herencia, el regen-
te sería Cisneros, mientras que su hijo bastardo, Alonso de
Aragón, actuaría como regente de Cataluña, Aragón y Valencia.
«El cardenal cumplió su tarea con todo el autoritarismo de un
modesto clérigo elevado a un alto poder temporal, pero sólo esto
podía salvar al país de la anarquía. Aunque la muerte apartó opor-
tunamente al Gran Capitán y al duque de Nájera, quedaban aún

154
El arte del Renacimiento español

muchos nobles peligrosos cuyas luchas feudales y cuya ambición


constituían una amenaza constante para el orden público [...]. Los
Grandes estaban decididos a desacreditar a Cisneros ante los ojos
de los consejeros de Carlos en Bruselas. Al fracasar en este empe-
ño, proyectaron proclamar rey al infante Fernando [...]. Cisneros
fue mucho más rápido y en Castilla creó la milicia voluntaria y el
Infante fue alejado de sus partidarios más próximos [...]. Cisneros
era demasiado inflexible y su mano demasiado dura, y las crecien-
tes protestas contra su gobierno encontraron eco en Bruselas. La
muerte de Fernando había modificado un tanto las relaciones de
los cabecillas descontentos en Castilla y los consejeros flamencos
de Carlos, y nada más morir Fernando se trasladaron en masa a
Bruselas donde, con gran disgusto de Cisneros, fueron ratificados
en sus cargos»2. Es evidente, pues, que existía un malestar grande
entre el gobierno de Cisneros y el círculo de españoles que se iban
reuniendo en torno a Carlos de Gante. Es curioso, porque la aris-
tocracia castellana se oponía igualmente al círculo, cada vez más
molesto para ellos, de consejeros de Carlos, muchos de los cuales
procedían de la Corona de Aragón y, lo que les parecía aún peor, la
mayoría eran conversos y, desde luego, un gobierno de flamencos,
judíos y aragoneses era lo último que habían previsto los castella-
nos al depositar sus esperanzas en Carlos de Gante.
Carlos y su séquito llegaron a principios de julio del año 1517
a Midelburgo, donde les esperaba la flota que había de llevarles a
España, pero varias semanas de tempestades retrasaron la salida y
no llegaron a la costa española hasta mediados de septiembre. Las
malas condiciones del mar hicieron que, en vez de llegar al puerto
de Santander, lo hicieran a un lugar modesto y agreste de la costa
asturiana muy cerca de Villaviciosa, el pequeño puerto de Tazones.
Desde allí, en un viaje ahora por tierra de verdadera pesadilla y
donde nada estaba preparado para recibirle, emprendieron la ruta
hacia el sur.

155
Ana María Arias de Cossío

Durante este penoso camino Carlos enfermó y los médicos


insistieron en que el grupo debía continuar hacia el interior. Todas
las crónicas, así como las biografías del emperador, insisten en que
avanzaban a través de una espesa niebla y una pertinaz lluvia para
llegar finalmente a Tordesillas, donde Carlos y su hermana se iban
a encontrar con una madre a la que apenas recordaban aunque, en
realidad, el objetivo de este encuentro con la reina doña Juana era
conseguir la autorización necesaria para que Carlos pudiera asumir
el poder real. Una vez concedido podía actuar ya como Rey de
Castilla.
Es bastante fácil suponer el tremendo peso que para un rey de
diecisiete años, educado en Flandes, que no conoce ni la lengua ni
los asuntos de su nuevo reino, significaba toda esta llegada, pero
también es comprensible el que no causara buena impresión [lám.
39] y saliera muy mal parado de la comparación con su hermano
Fernando, que ofrecía la ventaja de su educación castellana. Los
consejeros de Carlos se dieron cuenta del peligro que esto tenía, ya
que Fernando era para los nobles un cabecilla y para el pueblo un
símbolo, así que enseguida lo enviaron a Flandes.
Las quejas de los castellanos provenían de su convicción de que
los flamencos estaban saqueando el país. Carlos era una marioneta
en manos de Chiévres y todos los cargos y los honores recaían
sobre los amigos de éste. Adriano de Utrech, que era el tutor del
joven Rey, permaneció dos años en Castilla en calidad de repre-
sentante y recibió el obispado de Tortosa, mientras el propio
Chiévres recibió el cargo de contador mayor de Castilla, que rápi-
damente vendió por treinta mil ducados al duque de Béjar.
Mientras, su sobrino, Guillaume de Croy, de sólo dieciséis años,
era nombrado arzobispo de Toledo nada menos. Además, la espo-
sa de Chiévres y la del palafrenero mayor del Rey consiguieron
permisos para sacar de España enormes cantidades de paños, oro y
joyas. Elliot supone que todo esto debía ser exagerado por los

156
El arte del Renacimiento español

narradores y deliberadamente deformado con fines propagandísti-


cos, pero algo debió de existir cuando había todo este revuelo. De
manera que cuando se convocan Cortes en Valladolid en enero de
1518 para prestar juramento al nuevo Rey, los procuradores apro-
vecharon la ocasión para exponer sus quejas y como venganza se
dirigieron siempre al Rey, llamándole Alteza, reservando el de
Majestad exclusivamente para su madre, doña Juana. Una vez clau-
suradas las Cortes castellanas, Carlos salió hacia Zaragoza donde
las Cortes aragonesas todavía serían más duras. Mientras estaba en
Zaragoza, falleció el gran canciller y fue nombrado para el cargo un
personaje de amplia cultura y mucho más cosmopolita, Mercurino
de Gattinara. Cuando Carlos se hallaba camino de Barcelona, en
los últimos días de enero de 1519, recibió la noticia del falleci-
miento de su abuelo Maximiliano. Cinco meses después fue elegi-
do Emperador en sustitución de su abuelo. «Gattinara, hombre
cuya amplia visión política estaba inspirada por su experiencia cos-
mopolita, el conocimiento de los escritos políticos de Dante y,
sobre todo, por los anhelos de los humanistas por una ‘republica
christiana’, se mostró completamente preparado para el cambio.
Carlos ya no fue llamado ‘Alteza’, sino ‘S.C.C.R. Majestad’ [...]».
De manera que el joven Carlos añadió a su ya importante lista de
títulos el más impresionante de todos: Emperador electo del Sacro
Romano Imperio, un emperador que apenas ha cumplido veinte
años. Sin duda esta circunstancia contribuyó a aumentar su presti-
gio y abrió nuevos e inesperados horizontes. El propio Carlos se
estaba transformando y empezaba a tener una personalidad propia.
Aun así, pesaron más los inconvenientes de la nueva situación y los
castellanos pensaron que los largos períodos de absentismo real,
además de un incremento en los gastos para subvenir a las necesi-
dades del Rey, aumentarían mucho los gastos del Estado. De
hecho, a finales de 1519 ya proponían una reunión para exigir que
Carlos no abandonara el país, no se sacara más dinero de España y

157
Ana María Arias de Cossío

que los extranjeros no fuesen designados para ocupar cargos


importantes en la Corte. Pero los consejeros de Carlos hicieron
caso omiso de estas quejas y convocaron Cortes en Santiago de
Compostela, ciudad lejos de Castilla, pero cerca del puerto de La
Coruña desde donde partiría Carlos para tomar posesión de su
herencia imperial, dejando como regente a Adriano de Utrech;
cuando se hizo a la mar dejaba tras de sí una nación en rebeldía.
«En efecto, entre los años 1519 y 1523, la lucha entre el absolutis-
mo monárquico y las comunidades adquirió carácter de suma gra-
vedad en Castilla (levantamiento comunero), mientras Valencia y
Mallorca experimentaban una profunda convulsión social (guerra
de las Germanías). Ambas crisis, simultáneas, se resolvieron en la
estrecha alianza entre monarquía y la aristocracia latifundista que
así incrementó su situación privilegiada [...]. Los comuneros repre-
sentaban los intereses de los grandes municipios castellanos, de la
burguesía y de la pequeña nobleza de las ciudades, aferradas a un
tradicionalismo corporativista y a unos privilegios urbanos incom-
patibles con la afirmación de la monarquía absoluta y del capitalis-
mo estatal. Defendieron, pues, la organización tradicional castella-
na frente al modernismo europeizante y renacentista de Carlos I.
Su derrota, con la ejecución de sus cabecillas, Padilla, Bravo y
Maldonado en 1521, implicó la crisis del ideal burgués en Castilla
y la estrecha alianza de la monarquía y la nobleza [...]. En cuanto a
las Germanías, luchas sociales entre plebeyos, artesanos, clases
medias y aristócratas desembocaron en un resultado análogo al de
las Comunidades de Castilla [...]. La represión se caracterizó asi-
mismo por la alianza entre la monarquía y la aristocracia latifun-
dista. [...] La lucha entre el absolutismo y las comunidades termi-
nó, pues, con el rotundo triunfo de la monarquía»3.
Evidentemente aquí se acaban las crisis de los castellanos con
Carlos aunque el profesor Carretero adelanta este momento por-
que «en síntesis, entre 1517 y 1518 se van a producir dos hechos

158
El arte del Renacimiento español

que considero de enorme trascendencia: 1. La concesión a Carlos


de Gante de la bula Pacificus et aeternu Rex (1517), y 2. Los acuer-
dos de las Cortes reunidas en Valladolid (1518). Ambos hechos son
esenciales porque de su conclusión surgirá un Carlos de Gante
políticamente nuevo: con sólo diecisiete años superará todos los
obstáculos y será proclamado Rey de Castilla en unión de su
madre, obtendrá en exclusiva el título pontificio de ‘Rey Católico’
y, sobre todo, ejercerá el poder absoluto en Castilla sin menoscabo
jurídico y político alguno»4.
Todo parece indicar que se había cumplido la profecía de la
Reina Católica respecto a su nieto Carlos de Gante, pues la cons-
tatación de una crisis sucesoria conlleva, seguramente, siempre una
bien orquestada propaganda política para lograr un objetivo doble:
por un lado, apuntalar la legalidad en el ejercicio del poder y, por
otro, determinar a quién correspondía la legitimidad histórica en la
sucesión de la Corona de Castilla. Para el mismo autor: «Estos
fenómenos de propaganda legitimadora tuvieron —siempre en mi
opinión— cuatro elementos constituyentes y entre esos cuatro uno
esencial que se da en todo programa de propaganda de legitimación
política: el nexo entre lo político y lo religioso, mediante el recur-
so a un hecho extraordinario de naturaleza religiosa favorable en
las pretensiones políticas en debate [...]. Todo ello fue propiciado
por un meditado programa propagandístico apoyado en un fenó-
meno extraordinario donde se mezcla lo religioso con lo político:
la profecía que anunciaba que ‘Tened por cierto, Señor, que éste ha
de ser nuestro sucesor’. ‘Éste’ era el futuro Emperador Carlos V,
‘Señor’ era el rey Fernando el Católico y quien pronunciaba la
frase era la reina Isabel la Católica. El origen de esta profecía es, sin
duda, posterior a 1504, y fue elaborada en el entorno de la cronís-
tica de los Reyes Católicos y del emperador Carlos. Isabel la
Católica fue la primera en interpretar políticamente las circunstan-
cias excepcionales que rodeaban el nacimiento de su nieto: Carlos

159
Ana María Arias de Cossío

nacería con la suerte de los predestinados por Dios para ocupar los
más altos cargos sobre la tierra (la monarquía Hispánica y el
Imperio). No por casualidad, Isabel la Católica tuvo capacidad
para profetizarlo: ‘Cecidit sors super Mathiam’. En efecto, Carlos
nació en Gante el 24 de febrero de 1500, recibiendo el nombre de
su augusto bisabuelo, el poderoso duque de Borgoña Carlos el
Temerario, no obstante, el 24 de febrero coincide con la fiesta del
apóstol San Matías, patrón de los afortunados [...]. ‘Cecidit sors
super Mathiam’: la suerte recayó sobre Matías»5.
Sea como fuere, con profecía o sin ella, lo cierto es que Carlos
forja en todo este ajetreado ir y venir, salpicado de crisis y dificul-
tades en sus primeros años como Rey de España, una conciencia
clarísima de la necesidad de cohesionar tantos puntos geográficos
de sus reinos tan distantes y distintos. Ese empeño se materializa
en su lucha por la «República cristiana», contra las corrientes indi-
vidualistas y disgregadas de la modernidad que, ciertamente, aca-
barían por imponer el particularismo religioso y político (protes-
tantismo y estados nacionales) frente a la estructura supranacional
y católica, ecuménica, del Imperio universal y contra los infieles,
los turcos. Así pues la época se iniciaba bajo el signo de universali-
dad en un clima espiritual dominado por la influencia de las teorías
de Erasmo, que presiden el despliegue del humanismo español de
la primera mitad del siglo XVI y, a pesar del fuerte sentimiento
antiflamenco y anti imperial que reinaba en Castilla, existían algu-
nos círculos de la sociedad castellana dispuestos a aceptar y recibir
con agrado las ideas extranjeras. La Corte y las universidades habían
estado expuestas a las influencias europeas durante el reinado de
Fernando e Isabel y el humanismo y la cultura española se habían
desarrollado bajo el impulso de ideas llegadas de Italia y Flandes.
Además, la religión española se reforzó con las corrientes espiri-
tuales que venían de los Países Bajos. «De 1520 a 1530 el público
español, que durante las décadas anteriores había devorado con

160
El arte del Renacimiento español

gran entusiasmo las obras de devoción de los místicos neerlande-


ses, iba a sumergirse, con no menos entusiasmo, en las obras del
mayor de todos los representantes de la tradición pietista de los
Países Bajos: Desiderio Erasmo...»6. Sin duda, la influencia de
Erasmo en España es uno de los acontecimientos más singulares
de la historia española del siglo XVI y hasta cierto punto confirmó
la política imperial de Carlos I. Efectivamente, la Corte imperial
entre 1520 y 1530 fue erasmista en todas sus concepciones y encon-
tró en el universalismo de Erasmo un fuerte apoyo para la idea
imperial que creó por esta vía lazos de simpatía entre los principa-
les intelectuales españoles. Así que mientras las gentes del pueblo
y muchos de los conversos nutrían el movimiento de los alumbra-
dos, cuya idea básica era la unión personal con Dios lograda por la
«dejación» y el «recogimiento», la burguesía urbana, los universi-
tarios y los intelectuales, en general, hicieron suyos los postulados
erasmistas. Los alumbrados fueron primero protegidos por
Cisneros y a partir de 1524 perseguidos por la Inquisición al com-
probarse que sus ideas conducían a la negación de la Iglesia.
Los erasmistas tenían como objetivo zanjar la crisis religiosa e
ideológica de la época mediante el diálogo, con la esperanza de
lograr la reunificación cristiana. Como se puede suponer, el hecho
decisivo que condicionó la historia española del siglo XVI consis-
tió en la crisis religiosa que motivaría la escisión de Europa en dos
bloques, el católico y el protestante y, como acabamos de decir,
durante la época de Carlos I los erasmistas confían en la posibili-
dad de acabar con las discrepancias mediante el diálogo entre cató-
licos y protestantes para la reunificación cristiana en el seno de una
Iglesia reformada. Puede decirse, pues, que el apogeo del erasmis-
mo en España abarca aproximadamente unos quince años. Su prin-
cipal foco de irradiación fue la Universidad de Alcalá, fundada por
Cisneros, quien había invitado a Erasmo a ocupar en ella una
cátedra. Fueron también focos notables Valencia, Zaragoza y

161
Ana María Arias de Cossío

Barcelona. Varios de los humanistas partidarios de Erasmo forma-


ban el círculo íntimo del Emperador y ocupaban cargos en la
Cancillería imperial. Todos ellos veían en el gobierno de Carlos
una oportunidad para el establecimiento de una paz universal que,
como Erasmo predicaba, era el preludio necesario para la tan espe-
rada renovación espiritual de la cristiandad. Luis Vives escribía a
Erasmo en 1527 sobre el éxito que sus traducciones estaban tenien-
do en España: «Si las leen muchos como me dicen que pasa, quita-
rá a los frailes mucho de su antigua tiranía»7.
Cuando Luis Vives escribe esto se está consumando el Saco de
Roma, y él cree que el Emperador puede favorecer la causa de
Erasmo y que en España sus doctrinas pueden liberar a los cristia-
nos de una posición próxima al luteranismo.
Alfonso Valdés, secretario del Emperador y a quien se llamó
«más erasmista que Erasmo», retrató, en dos obras de excelentes
condiciones literarias llenas de sátiras, los abusos eclesiásticos que
impedían un cristianismo íntimo en dos momentos importantes de
la política exterior de Carlos V: las consecuencias del Saco de Roma
y la posición de Francisco I después de la derrota de Pavía y su pri-
sión en Madrid. La primera de estas obras es el Diálogo de las cosas
ocurridas en Roma, llamada también Diálogo de Lactancio y un
arcediano. Lo que hace el autor fundamentalmente es defender al
Emperador de los atropellos y sacrilegios cometidos en la ciudad
santa en 1527, acusa al Papa de perfidia política y considera el
saqueo como castigo de Dios por la relajación y depravadas cos-
tumbres de la mayoría de los eclesiásticos de la corte pontificia.
Lactancio representa la ideología del autor y por lo tanto la de
Erasmo, mientras que el arcediano lamenta los sucesos y clama al
cielo. Lactancio preconiza la pobreza, la caridad cristiana, la senci-
llez, y critica que nada de eso se cumple. A cada profanación reali-
zada por los soldados del Emperador, contrapone una inmoralidad
del clero pontificio. Sin duda a través de toda la obra se percibe la

162
El arte del Renacimiento español

influencia de Erasmo, y toda ella está escrita en frase precisa y len-


guaje muy ágil y aquello que es exposición doctrinaria adquiere un
riguroso dramatismo.
La segunda obra, Diálogo de Mercurio y Carón, es una obra
madura y la base del diálogo ya no es un hecho determinado sino
que se recogen elementos de tradición diversa, como el influjo de
Luciano y los interlocutores de la mitología clásica Mercurio y
Carón, típico del Renacimiento, y la sátira de las grandes dignida-
des del mundo que han pasado de esta vida. Cada ánima que va a
ser llevada al infierno en la barca de Carón ofrece un retrato vivo y
punzante. El primer libro insiste especialmente en las figuras nega-
tivas: el predicador, el obispo, el duque, el rey, el hipócrita, y lo
hace contraponiendo un catolicismo formulario y sin conducta
moral ajustada a las creencias, un cristianismo interior, sin fórmu-
las, ni rutina. En el libro segundo entran las figuras positivas: el
obispo, el cardenal o el fraile que cumple con sus deberes. Las ideas
erasmistas están expuestas con suma sencillez y belleza. Sirva de
ejemplo la frase de uno de los personajes sobre las peregrinaciones:
«Me parecía simpleza ir yo a buscar a Jerusalén lo que tengo den-
tro de mí»8. En torno al tema de las ánimas, los diálogos entre los
dos personajes centrales se refieren a la política de Carlos V, cen-
suran la conducta del rey de Francia después de Pavía y el pacto de
Madrid, al no cumplir lo tratado, se hace una apología del
Emperador. Se trata de una obra donde el lenguaje es vivo, armó-
nico y rico en fuerza expresiva y donde toda la doctrina se entre-
mezcla con la parte dramática y alternante de las diversas figuras
que cruzan rápidamente por el diálogo, lo que da como conse-
cuencia una obra maestra en cuanto a la observación.
A diferencia de su hermano, Juan Valdés fue sobre todo el refor-
mador religioso que, desde joven, se interesó por las reuniones de
los alumbrados y que, lejos de España, llega a formarse una corte
espiritual para el comentario de las Escrituras, que le convierten

163
Ana María Arias de Cossío

por la fina insinuación de sus principios de un cristianismo íntimo


en alguien importante en la historia de la Reforma en Europa.
Nápoles es el lugar de estas reuniones donde Valdés en el centro de
ese medio selecto, frecuentado sólo por una aristocracia del espíri-
tu y del entendimiento y donde se hablaba de sosiego interior,
logro de verdad y tolerancia. Cuando Valdés murió, el Papa con-
denó su doctrina y ejecutó el anatema en la persona del discípulo
Carnesecchi, que murió en la hoguera. Su obra consiste fundamen-
talmente en traducciones de textos religiosos aunque también
escribió un Diálogo de la Lengua que, en un excelente estilo, se
aleja de la preocupación religiosa y se preocupa de explicar la len-
gua castellana a los italianos interesados en ella. Debió escribirla en
sus primeros años en Nápoles, en torno a 1533-1534.
La influencia de Erasmo llega también a la literatura dramática
(Torres Naharro y Gil Vicente). Sin embargo todo este entorno de
erasmistas no logró reconciliar a la masa del pueblo castellano con
la idea del Imperio, entre otras cosas porque el propio erasmismo
iba muy pronto a morir en el rígido ambiente religioso que se creó
después de 1530, pero sobre todo porque, incluso en los días de su
mayor auge, sólo tuvo eco y cultivo en una selecta minoría9.
En realidad Castilla se reconcilió con el Emperador por razones
que no pueden calificarse de intelectuales. Primero el Emperador
empezó a utilizar para su servicio un número cada vez mayor de
españoles y, conforme corrían los años, él mismo adquirió enorme
simpatía por la tierra y el pueblo de Castilla. Al mismo tiempo, los
castellanos empezaron a descubrir en las doctrinas imperiales
aspectos que podían considerar positivos, por ejemplo la conquis-
ta de México por Hernán Cortés, que había abierto unas posibili-
dades ilimitadas. El propio Hernán Cortés escribe al Emperador
diciéndole que las dimensiones del territorio conquistado son tales
que muy bien podía añadir a su lista de títulos el de Emperador de
las Indias, título que estaba tan plenamente justificado como el de

164
El arte del Renacimiento español

Emperador de Alemania. Aunque ni Carlos ni sus sucesores hicie-


ron caso de tal sugerencia, queda el hecho de la aparición de un
nuevo Imperio en el Occidente, lo que ofrecía a los castellanos el
incentivo de extender sus fronteras y aspirar a la hegemonía mun-
dial. Como señala J. Elliot, «se operó muy fácilmente la transición
de un concepto medieval del imperio, que tenía pocos atractivos
para los castellanos, a un concepto de hegemonía castellana bajo la
dirección de un gobernante que era el más poderoso soberano de
toda la Cristiandad»10.
El gesto de universalidad abierto al mundo que caracterizó el
reinado de aquel joven Carlos de Gante que desembarcó en
Tazones a los diecisiete años, no fue privativo de los humanistas
influidos por Erasmo, sino que se proyectó también en otras líneas;
por ejemplo, existen en este momento determinados escritores típi-
cos del cosmopolitismo, amplitud enciclopédica de estudios y acti-
vidades de esta época sin duda brillante.
En tal sentido puede citarse a Pedro de Medina, matemático y
cosmógrafo, nacido en Sevilla en 1493. Escribió Arte de navegar,
que fue traducido al francés, italiano, inglés y alemán. En Sevilla se
encargaba de examinar a los pilotos y maestros de las naves y su
texto fue el manual de las escuelas de náutica francesas en la época.
Aunque hombre de ciencias, dejó también una obra literaria, Libro
de Grandezas y cosas memorables de España, donde va describien-
do las distintas regiones, acompañándolo de grabados.
Otro personaje curioso de amplia cultura enciclopédica fue
Pedro Mexía, nacido también en Sevilla en 1499. Estudió en
Salamanca y conocía las matemáticas y la astronomía. Su libro más
famoso es la Silva de varia lección (1540), una especie de recopilación
de anécdotas históricas, milagros, relatos más o menos fantásticos y
observaciones directas de lugares. Este curioso personaje llegó a ser
cronista del Emperador a la muerte de Guevara, pero no pudo con-
cluir su historia del emperador Carlos V, quedando interrumpida en

165
Ana María Arias de Cossío

la coronación en Bolonia por Clemente VII. El aire cosmopolita de


la época se percibe en su Historia Imperial y Cesárea, que tiende a
una visión de lo universal, uniendo en paralelo los emperadores
romanos con los alemanes hasta el momento de Maximiliano I.
Quedan algunos nombres más modestos como el de Juan Ginés
de Sepúlveda, natural de Pozo Blanco (Córdoba), que compuso De
rebus gestis Caroli V. Fue uno de los pocos humanistas de la corte
del Emperador que fue antierasmista. También Florián de
Ocampo, natural de Zamora, donde publicó los cuatro libros de la
Crónica general de España, que contiene una apología de los
Habsburgo y relatos fantásticos mezclados. De este grupo de his-
toriadores, más bien pseudohistoriadores, el que demuestra mejor
estilo es Luis de Ávila y Zúñiga, que escribe en un castellano pre-
ciso y de elegante sobriedad. Su obra es el Comentario de la guerra
de Alemania hecha de Carlos V Máximo emperador romano rey de
España. Es el caso de un prosista saturado de autores latinos
(César, Salustio y Tácito). Luis de Ávila fue testigo presencial de los
hechos y, aunque parece parcial, y de hecho lo es en las alabanzas al
Emperador, su distinción de estilo en el relato hace de él un modelo
clásico de estilo renacentista, de la obra de un amigo del César que
fue testigo de la guerra de Alemania, que le acompañó a Yuste y asis-
tió a su muerte, acaecida tan lejos de las glorias militares.
Pero, como hemos dicho, la época era de amplitud cosmopolita
y expansión territorial y en ese contexto las conquistas en América
traían como consecuencia la creación de un género literario nuevo,
porque —ya se sabe— las grandes empresas de la época carolina no
se circunscriben sólo a Europa; Hernán Cortés y Pizarro abrían
nuevas perspectivas en Nueva España y el Perú y ello exigía una
forma histórica para describir la aventura y lo exótico de un nuevo
mundo y unas intrépidas victorias.
Dejando aparte las relaciones de viajes, que en este caso son las
cartas que Cortés escribe al Emperador o la Crónica del Perú de

166
El arte del Renacimiento español

Pedro Mártir de Anglería, escrita teniendo en cuenta los informes


de los descubridores y conquistadores, por lo que respecta al Perú
existe la Verdadera relación de la conquista del Perú y provincia del
Cuzco, llamada la Nueva Castilla, escrita por Francisco de Jerez
en 1534. Jerez fue secretario de Pizarro, de manera que su relación
es bastante laudatoria. La otra Crónica del Perú es la de Pedro
Cieza de León, escrita ya en 1553.
La conquista de México fue historiada por diversos autores,
aunque tomaremos como ejemplo a dos que lo hacen desde distin-
to punto de vista. El primero es Francisco López de Gómara y los
hechos que narra alcanzan hasta 1551, o sea hasta prácticamente la
retirada del Emperador a Yuste. López de Gómara fue capellán de
Hernán Cortés y por tanto escribe la historia en torno al héroe,
siendo Cortés el eje de un relato sobrio sin anécdotas ni digresio-
nes. El texto tiene un lenguaje clásico corto y culto, que se carga en
ocasiones de dramatismo, como por ejemplo en el momento de
hablar del episodio de la «noche triste» (10 de julio de 1520). El
reverso de la moneda en estos historiadores de Indias es Bernal
Díaz del Castillo, que es el hombre de acción, el soldado que ha
combatido en más de cien batallas; su narración está en el punto de
vista de la realidad del soldado y por lo tanto es relato muy direc-
to, lejos de la elevada concepción de López de Gómara. Su obra,
Verdadera historia de los sucesos de la conquista de la Nueva
España, revela que Bernal Díaz del Castillo tenía verdaderas dotes
de narrador natural y ameno que desciende a las notas de diálogos
de los soldados con sus miedos y sus alegrías, expresiones del pue-
blo que hacen pensar en los estilos análogos —salvando las distan-
cias— de la prosa de El Lazarillo de Tormes y la de Teresa de Ávila.
Por último, en esta apretada síntesis quedaría por hacer mención de
una variante del género histórico, la Historia Natural, que se ocupa
de estudiar las razas, los habitantes, las costumbres, las peculiaridades
del terreno, la flora, la fauna... Una historia que atraía la curiosidad de

167
Ana María Arias de Cossío

los coetáneos pero que todavía hoy es de extraordinario atractivo. El


escritor que dio forma original a este tipo de historia fue Gonzalo
Fernández de Oviedo, nacido en Madrid pero procedente de Asturias.
Su obra Sumario de la natural historia de las Indias está dedicada al
Emperador, «sacra, católica cesárea y real majestad» en 1526. Y luego
el libro en extenso es Historia natural y general de las Indias, islas e
Tierra Firme de mar océano. Es una descripción de las costumbres o
los animales vistos allí, en ocasiones de una gran amenidad. Su inge-
nuidad le hace invocar fenómenos de sobrenaturalidad, como cuando
habla de los ciclones: «Asimismo, cuando el demonio los quiere
espantar, promételes el huracán, que quieren decir tempestad; la cual
hace tan grande, que derriba casas y arranca árboles, muchos e muy
grandes y yo he visto en montes muy espesos y de grandísimos árbo-
les, en espacio de medio legua estar todo el monte trastornado y derri-
bados todos los árboles chicos y grandes y las raíces de muchos dellos
para arriba, y tan espantosa cosa de ver que parescía cosa del diablo y
de no poderse mirar sin mucho espanto»11.
Probablemente ligado a los hechos de armas y empresas de con-
quista de la época del Emperador, e incluso ya antes en la de los Reyes
Católicos, aparece ahora la moda revitalizada de los libros de caballe-
rías; de manera que en el momento en que avanzaba un sentido cada
vez más empírico de la guerra y la conquista, unido al desarrollo de
las ciencias físico-naturales, una aureola de héroe medieval «ilumina-
ba el rostro sonriente» del emperador Carlos, que había venido él
mismo a realizar en su Imperio el gran libro de caballerías en acción.
Bastaría pensar en la prisión y liberación de Francisco I, o en el inten-
to de fusión de diferencias confesionales en la posición del
Emperador frente a la Reforma, o en su concepción de la cristiandad
una y amplia para ver que la literatura seguía al Imperio y que perso-
nas muy significativas en el plano intelectual de esta época gustan de
los libros que armonizaban con los hechos reales, y es en este con-
texto en el que hay que señalar el empeño de un editor y escritor

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El arte del Renacimiento español

llamado Garci Rodríguez de Montalbo, personaje imbuido del


ambiente bélico de la época desde la toma de Granada y de las empre-
sas del Gran Capitán en Italia, quien toma el viejo libro de Amadís y
decide corregirlo, añadirlo y continuarlo. El resultado es un libro en
el que la imitación no obsta su originalidad. La concepción en la
novela es pintoresca, heroica y lírica a la vez, y desde luego se mez-
clan elementos medievales con los del Renacimiento. Este Amadís, en
la forma que le da Montalbo, obtiene un gran éxito. Sin duda la época
se compenetraba con todo el ideal de caballería, y así el reimpresor
del libro, Francisco Delicado, pudo decir en 1533 que «el arte de
caballería es muy alto y el Altísimo soberano señor lo constituyó para
que fuese guardada la justicia y la paz entre los hijos de los hombres,
y para conservar la verdad y dar a cada uno lo suyo con derecho»12.
Por lo que se refiere a la creación literaria propiamente dicha,
dos corrientes iban a disputarse el dominio en la época del
Emperador: una sobria, serena, armónica y ponderada que repre-
sentaban el Diálogo de la Lengua de Valdés y la traducción de
Boscán de El Cortesano de Castiglione, y cuya culminación fue la
poesía de Garcilaso. La otra corriente es la de la riqueza retórica,
los paralelismos, el torrente de palabras, representada fundamen-
talmente por Feliciano de Silva y sobre todo por Antonio de
Guevara. A este panorama hay que añadir la aparición de la nove-
la picaresca ya perfectamente definida en El Lazarillo, cuyas pri-
meras ediciones conocidas son de 1554.
Boscán suele ser más conocido por el papel de introductor de
formas italianas que por sus propios versos. Como poeta recuerda
el estilo de los cancioneros del siglo XV, pero a la vez resulta un
humanista profesional, no tanto en sentido de la erudición como
del ejercicio del magisterio cultural en la corte imperial, que se con-
creta en la traducción de El Cortesano. Este lado humanístico fue,
sin duda, lo que estimuló a Navagero para conquistarle para el sis-
tema poético italiano con la novedad del nuevo sentido que se da a

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Ana María Arias de Cossío

la estrofa. A pesar de los méritos de Boscán, quien asume bajo su


nombre la nueva postura renacentista en la poesía es Garcilaso de
la Vega, cuya vida parece simbolizar su época, la del arranque de la
España imperial, todavía unido a la presencia española en Italia,
dentro de su espíritu cosmopolita con mucho de humanismo. Su
poesía es asimismo completamente renacentista en la obligada limi-
tación de su temática, el amor imposible. Su obra, breve e intensa,
compuesta de églogas, cancioneros, elegías, sonetos y una epístola
y alguna que otra composición, llega a un punto decisivo en la len-
gua poética de Castilla. Sin duda porque aparece en un momento
decisivo de cruce de influencias y supo tomar lo más selecto de la
poesía y la prosa de los italianos de finales del siglo XV, creando
una síntesis personal entre el recuerdo de esos poetas y los clásicos
latinos, sobre todo Virgilio. En toda su obra se percibe claramente
el sentido armónico del Renacimiento grecorromano, porque
Garcilaso ha envuelto toda la parte emocional de su vida en los
temas de la época: la égloga a la italiana, las ninfas, la nueva mirada
a Petrarca, el arte pastoril, y con todo ello ha llegado a un tipo de
composición perfectamente armónico en que la construcción en el
fondo y en la forma alcanza una realización extraordinaria.
En cuanto a la segunda corriente que hemos señalado, el repre-
sentante más significativo es fray Antonio de Guevara, muerto en
1545, que vivió en la Corte desde que era un adolescente y donde
aprendió las maneras de palacio, que parece le impresionaron gra-
tamente. Su importancia como figura de la época tiene lugar en los
días del Emperador. Había ingresado en la orden franciscana y es
el predicador de la Corte, y como tal interviene activamente en
contra de la causa de los comuneros. Fue inquisidor en Toledo y
Valencia, llega a ser obispo de Guadix y de Mondoñedo y acompa-
ña al Emperador en las expediciones de Túnez y de Italia. La obra
por la que se le recuerda siempre es el libro llamado Relox de
Príncipes o Libro áureo del emperador Marco Aurelio, en realidad

170
El arte del Renacimiento español

constituido por dos obras: una novela histórica de la Antigüedad


—el Marco Aurelio— y un tratado ejemplar de príncipes en el cual
está incorporada la narración. Sin duda es un escritor fácil, excesi-
vo, lleno de cultura y bastante desaprensivo con las citas y recuer-
dos de otros libros. Su mayor mérito es que nunca pasaba de la
improvisación porque nunca trató de lograr una obra científica de
aparato sistemático sino que envolvía su concepto moral de la
sociedad en formas literarias, amenas y elegantes. Él mismo abun-
da en su estilo improvisado: «Como voy a la Inquisición a votar, y
a Palacio a predicar y cada día en las crónicas del César escribir,
sóbranme negocios y fáltame tiempo»13.
La literatura de esta época se completa con la aparición de
la novela picaresca. El Lazarillo de Tormes es la obra maestra de la
fijación de un género que ha de prodigarse en formas diversas
muchos años después y que tiene múltiples antecedentes, entre los
que cuentan indudablemente La Celestina, frases de gran realismo
expresadas por Guevara y las sátiras de los erasmistas, pero el méri-
to está en que el autor de El Lazarillo sobre las posibilidades del
ambiente crea una obra viva y completamente nueva. La narración
en estos tiempos de Carlos V, desnuda e intensa, no se parece nada
a la extensa serie de aventuras y consejos morales de la picaresca del
siglo XVIII. En El Lazarillo es el género, el tono, la nota realista y
alegre lo que se anticipa a los géneros de burlas, que, más o menos
retorcidos y con humor en el fondo amargo, se desenvolverán en la
generación de Mateo Alemán y Quevedo.

III.2. El arte entre 1526 y 1563

Son varias las circunstancias en virtud de las cuales en el arte de


este segundo tercio del siglo XVI, frente a la indeterminación que
hemos visto anteriormente, se produce una nueva actitud por parte

171
Ana María Arias de Cossío

de los artistas, que supone una utilización diferente del vocabula-


rio y de la sintaxis clásica. Ello es particularmente visible en la
arquitectura, pero ocurre lo mismo en la escultura y la pintura, y
podríamos definirlo como un momento en el que el conocimiento
de la teoría del Renacimiento y de la Antigüedad clásica, así como
de su utilización por parte de los artistas italianos, propicia el sen-
tido de la norma y del orden clásico.
Así, el año 1526 es particularmente importante porque se publi-
ca en Toledo el libro Medidas del Romano, de Diego de Sagredo, el
primer libro que se publica en Europa en lengua romance. A pesar
de que Sagredo conoce la obra de Vitruvio y de Alberti, sigue ofre-
ciendo una visión fragmentada del clasicismo y lo que plantea fun-
damentalmente es una ordenación de la heterogeneidad anterior
estableciendo ciertos principios mínimos de utilización de esos ele-
mentos clásicos articulándolos en una cierta sistemática. Como
señalan Bassegoda y Hugas: «Dirigido a todos los artesanos rela-
cionados con las artes plásticas en general, desde los maestros de
obras hasta los orfebres y al gusto de la época que impone la
transformación de los espacios tradicionales por la vía de la deco-
ración, de la sustitución de un repertorio de formas góticas por
otras clásicas»14.
En relación con la publicación de este libro de Sagredo hay
que advertir que afecta también a construcciones góticas, en el
sentido de que se incluyen en ellas elementos del romano que
provocan las consiguientes polémicas —basta recordar la ya cita-
da discusión en 1528 a propósito de las obras de la Catedral
Nueva de Salamanca—. Fenómeno que se produce también en el
conjunto de nuevas Catedrales como Segovia, Plasencia o
Astorga y que se traduce en una tendencia a la desornamentación
y, como señala V. Nieto, «a la depuración de los componentes
arquitectónicos del sistema que desarrolla un tratamiento atónico
de la arquitectura»15.

172
El arte del Renacimiento español

Asimismo, 1526 es el año en que Navagero, poeta y embajador


veneciano en Granada, le dice a Juan Boscán con motivo de la
entrada triunfal de Carlos V en la ciudad, según cuenta el mismo
Boscán, que «por qué no probaba en lengua castellana sonetos y
otras artes de trobas usadas por los nuevos autores de Italia, y no
solamente me lo dijo así livianamente, más aún, me rogó que lo
hiciese»16.
Es también esta época del Emperador la que presencia el regre-
so de Italia de artistas como Siloé, Berruguete, Machuca y tantos
otros que traen a España su visión directa de las obras del
Renacimiento italiano y que entre nosotros lo interpretan con su
propia visión. Las realizaciones propician que los artistas, arqui-
tectos, escultores o pintores que han permanecido en la península
modifiquen, en el sentido de una ordenación de su lenguaje, sus
manifestaciones, de manera que la mirada a Italia en todas las ramas
de la actividad intelectual es constante y a través de esa mirada se
percibe la idea de Imperio como símbolo de este tiempo que es
esencialmente una época de universalidad, de vida hacia fuera.
España realiza un Renacimiento propio pero mirando a Italia,
como hemos visto en la lírica de Garcilaso o en la prosa retórica
cosmopolita de fray Antonio de Guevara, vive un mundo caballe-
resco como las imitaciones del Amadis y a veces se asoma al realis-
mo de raíz hispánica. Canta las glorias del Emperador en sus his-
toriadores o apoya la república cristiana siguiendo a Erasmo, y, de
la misma manera, los arquitectos como Siloé o Machuca, por ejem-
plo, realizan obras religiosas o civiles bajo la influencia italiana.
Escultores como Alonso Berruguete o Gaspar Becerra harán lo
propio y por supuesto los pintores, bien sean Juan de Juanes o Luis
de Morales, siguen el mismo camino. Había que hacer notar que en
las artes plásticas, como en la creación literaria, podemos advertir
una doble vía para la interpretación de esa influencia italiana: una
sobria y armónica y otra exacerbada y dinámica, que ya tendremos

173
Ana María Arias de Cossío

ocasión de comentar. Para cerrar este resumen del panorama gene-


ral del arte en la época de Carlos V faltaría formular una pregunta:
¿Fue el Emperador un mecenas? Si atendemos a la definición que
de la palabra mecenas da el diccionario: «Príncipe o persona que
protege a un artista o a un escritor», evidentemente el césar Carlos
no lo fue, pero sí hay que considerar el papel que tuvieron los artis-
tas con respecto a él. Lejos de ser insensible a las formas artísticas,
Carlos V «desarrollaría varias aproximaciones al uso de un lengua-
je visual —puesto en práctica por una nutrida pléyade de miem-
bros de su Corte y, por supuesto, animado por sus decisivas inter-
venciones— que coincidiría con sus objetivos políticos»17.
Efectivamente, en el Estado que comenzaba a configurarse se
necesitaba evidenciar nuevas realidades que fueran fácilmente per-
ceptibles, por lo tanto el arte debía dar a partir de este momento la
imagen de un rey fuerte, poderoso y a la distancia conveniente de
sus súbditos, que debían verlo siempre victorioso, por lo tanto el
clasicismo propio del Renacimiento no podía representar esta idea.
Como señala el profesor Checa, el manierismo ofrece un concepto
de imagen que es un personaje diferente: «Ahora se pretende una
representación directa e inmediata de la gloria del soberano y su
poder, en la que se elimina la sofisticada mediación cultural que
suponía el neoplatonismo [...]. Porque lo que ha cambiado es el
papel que la Corte juega en la vida cultural. La aparición de las
monarquías y el sentido imperialista de la experiencia de Carlos V
(que no deja de comportarse, en definitiva, como un Monarca
autoritario más) transforma el modelo que, de academia neoplató-
nica, pasa a convertirse en el lugar del engaño, la sofisticación y
alienación del individuo»18.
El arte recorre así un camino a lo largo de la primera mitad del
siglo XVI que, desde los presupuestos de un determinado concep-
to de la imagen heroica, se transforma en un arte áulico convirtien-
do la actividad artística en una función estatal. Todo ello viene a

174
El arte del Renacimiento español

confirmar que Carlos V no fue en absoluto insensible al arte, sino


que puso el arte al servicio de su imagen imperial. A ello hay que
añadir la naturaleza de una Corte verdaderamente itinerante y por
ello las preferencias del soberano por aquellas piezas que se pudie-
sen transportar fácilmente, medallones, miniaturas, joyas y lienzos,
entre otros objetos como relojes o pequeñas máquinas. Por tanto,
la relación con los artistas fue constante. Interesan sobre todo
determinados géneros como el retrato, bien en lienzo, bronce o
grabado, y la representación de los triunfos del Emperador, ya sea
en estampa o tapices.
La imagen de Carlos V se transformó considerablemente a par-
tir de su coronación en Bolonia en 1530 porque, sin duda, el con-
tacto con el mundo y la cultura italianos marca un punto de infle-
xión en la relación del Emperador con las artes y, por tanto, en el
modo de confirmar su imagen, y en este punto hay que señalar dos
acontecimientos significativos: uno, el instante político de mayor
trascendencia, la doble coronación en Bolonia; este hecho tendrá
una gran repercusión en el mundo del grabado, pues se realizarán
dos series de estampas que enseñaban los momentos más impor-
tantes de la cabalgata que siguió a la coronación del Emperador por
el papa Clemente VII, en la que ambos van bajo palio. El otro
hecho relevante es el comienzo de su relación con Tiziano y por
tanto su relación con la cultura artística italiana, ambas cosas
singularmente importantes por la difusión de la imagen del
Emperador.
Por lo que a la arquitectura se refiere, precisamente por ser una
Corte viajera no hay ni un monumento, ni una ciudad que evoque
la idea de Imperio. Lo que hay son construcciones como el palacio
de la Alhambra, el Alcázar toledano o el madrileño encargados
por el soberano para residencia en el tiempo en que en cada ciu-
dad estuviera la Corte. En relación al urbanismo y al cambio en
la imagen de la ciudad, poco puede decirse que hiciera el círculo

175
Ana María Arias de Cossío

de consejeros del Emperador. En primer lugar, la mayoría de las


ciudades españolas tenían un reciente pasado musulmán cuya carac-
terística fundamental en el trazado urbano es la estrechez de las
calles y su discurrir laberíntico, de manera que la expansión de los
principios del Renacimiento en nuevos edificios que transformaran
el espacio urbano, haciéndolo más diáfano y ordenado, fue un pro-
ceso lento, difícil y nunca culminado del todo en esta primera mitad
del siglo XVI. En segundo lugar, en ese proceso de transformación
urbana desempeñan un papel importante las instituciones civiles,
especialmente los concejos municipales, y también las religiosas
gracias a un mecenazgo basado, ahora sí, en el conocimiento del
prestigio que la cultura tenía en la cultura renacentista.
Pero para una Corte viajera, como hemos repetido ya varias
veces, era importante la escenografía de la que se revestía la ciudad
para recibirla y es ahí, en esas decoraciones efímeras, donde por
primera vez se ven los ideales del Renacimiento en relación con la
ciudad. Así ocurrió en diversas ciudades españolas cuando llegaba
el Emperador: Valladolid, Zaragoza, Burgos o Sevilla. Mención
aparte con relación a la ciudad merecen las obras municipales, no
ya sólo de construcción de Ayuntamientos conforme a la arquitec-
tura renacentista sino dando una imagen urbana, así como las fuen-
tes pilares y las puertas de distintas ciudades, como iremos viendo;
pero esas obras no son patrocinio del Emperador sino decisión de
los concejos municipales.

III.2.a. La arquitectura

«Granada en el siglo XVI desempeñó el papel de hija mimada de


Castilla, que veía en ella el fruto de su esfuerzo secular por poseer-
la. En la ciudad, un concejo trasunto del de Sevilla; en la Alhambra,
un capitán general con jurisdicción exenta; catedral metropolitana;

176
El arte del Renacimiento español

Chancillería, cuyo territorio rebasaba Toledo; universidad y cole-


gios; monasterios y conventos y, lo que es más emocionante, una
capilla Real donde quisieron sepultarse los Reyes Católicos y había
de yacer también su descendencia. Todo nuevo, todo libre de tradi-
ción: autoridades formadas en la guerra y en la política de los Reyes
que la conquistaron y un pueblo apto para moldearse a tenor de las
circunstancias [...]. En el terreno artístico su actividad tenía que ser
enorme, pues apremiaba levantar los ánimos con el espectáculo del
nuevo poderío, del nuevo culto, de los nuevos sentimientos que
había de caldear aquella sociedad casi embrionaria»19.
Efectivamente, se había alzado la capilla Real, se había iniciado
una catedral nueva y evidentemente todo este ambiente facilitó
la coincidencia de numerosos artistas en la ciudad: Jacobo
Florentino, Berruguete, Machuca y Siloé, entre otros. Los tres
últimos habían coincidido en Italia en el momento en el que el
Renacimiento italiano había cristalizado bajo la influencia de
Miguel Ángel, que cada uno interpretó a su manera. Aunque todos
vienen a Granada como pintores para trabajar en las labores de la
capilla Real, los tres cultivan otras artes como buenos artistas del
Renacimiento: Jacobo Florentino y Berruguete se decantan por la
escultura; Machuca, el mismo Jacobo Florentino y Siloé como
arquitectos. De todos, fue Pedro Machuca el autor de una obra de
arquitectura única, como dice Chueca, «que pretendía inmortalizar
las glorias imperiales del césar Carlos, quien había llegado a la ciu-
dad recién desposado en 1526. En ese momento el Emperador se
alojó en la Alhambra, pero ya entonces se vio que el palacio naza-
rí era insuficiente para alojar tan fastuosa corte; no obstante, al
Emperador le había entusiasmado el lugar y por ello decidió la
construcción de un palacio dentro del recinto de la Alhambra. De
ello quedó encargado don Luis Hurtado de Mendoza, marqués de
Mondéjar, que era alcaide de la Alhambra y capitán general del
reino de Granada»20.

177
Ana María Arias de Cossío

El palacio que el Emperador nunca llegó a habitar fue enco-


mendado a Pedro Machuca, aunque su labor conocida era la de
pintor, como veremos más adelante; todo parece indicar que el
encargo vino porque desde su llegada a Granada ejercía de escude-
ro en la capitanía del marqués de Mondéjar, para lo que estaba
capacitado por ser hidalgo. Como señala A. Morales, en el encargo
«desempeñaría un papel fundamental el marqués de Mondéjar,
pues tales obras significarían su afianzamiento personal y, por
extensión, el de su familia, ya que todo el proceso constructivo
debía hacerse bajo su supervisión. Dentro de este interés por con-
trolarlo todo hay que encuadrar el nombramiento de Pedro
Machuca para trazar dicho palacio»21.
Machuca era natural de Toledo y de familia hidalga. Aunque se
ignora la fecha de su nacimiento, teniendo en cuenta que volvió a
España en 1520 de su aprendizaje en Italia, debemos suponer que
nació en torno a 1485. Desde luego su conocimiento del arte italia-
no fue profundo y reflexivo, a juzgar por su madurez al interpre-
tar el clasicismo, y Gómez Moreno dice que «debió aprender más
estudiando la Antigüedad romana que los nuevos edificios surgi-
dos ya entonces con pretensiones de restaurarla. Su conocimiento
de los órdenes clásicos es perfecto, dentro de la oscilación de medi-
das que los modelos antiguos y aun Vitruvio autorizaban antes de
su codificación por Vignola»22. El palacio de Carlos V en la
Alhambra tiene planta cuadrada por un lado, queda adherido a la
Casa Real Nazarí, y por el lado oriental queda en la vecindad de lo
que fue mezquita real; dos lados libres donde se proyectaron pla-
zas con galerías alrededor, que no llegaron a ejecutarse. El cuadra-
do de la planta se cercena con un octógono que es la capilla. Las
naves envuelven un patio central cuyo diámetro mide cuarenta y dos
metros, con la galería anular incluida que, a su vez, deja libre un espa-
cio en redondo de treinta metros [lám. 40]. El patio circular es, sin
duda, la mayor singularidad de todo este complejo arquitectónico

178
El arte del Renacimiento español

que ideó Machuca. Abajo columnas dórico-toscanas y arriba jó-


nicas. La bóveda anular queda presa dentro del cuadrado de
las naves; el problema de los empujes no existía, de manera que las
columnas podían espaciarse sin que los adovelados en forma de
entablamento cediesen y así la claridad de la composición resulta
extraordinaria. A esa sensación de claridad majestuosa contribuye
la bóveda anular del patio, que se constituye en única en su géne-
ro: el muro circundante se decora con pilastras entre las cuales se
distribuyen arcos y puertas, hornacinas aveneradas; no hay corni-
sa encima, pero corona cada paño una ménsula con una hoja de
acanto hacia arriba ceñida por un recuadro. En los zaguanes se
repiten los mismos elementos y todo el conjunto revela un conoci-
miento de la técnica constructiva enorme por parte de Machuca y
de Juan Marquina, un cantero muy experto. Para este patio circu-
lar se invocan los modelos del de Bramante para San Pietro in
Montorio, o el de Rafael para la Villa Madama, además de las obras
de B. Peruzzi en Bolonia y Roma, sin olvidar las obras romanas de
la Antigüedad de las que Machuca aprendió mucho para la técnica
constructiva, guiado posiblemente por las normas de Vitruvio.
El exterior del palacio [lám. 41] resulta algo más pesado:
«Machuca las compone también con doble ordenación dórico-
jónica, trazando a la italiana (caso único en España) unas fachadas
de membratura arquitectónica continua, inspiradas en las plásticas
de Rafael [...] el cuerpo inferior almohadillado donde para acusar
más la ordenación introdujo Machuca una novedad incluso sobre
lo italiano de entonces; de la misma obra rústica sacó pilastras a
modo de rafas de hiladas alternas, anchas y estrechas, anticipándo-
se a Vignola [...]. Las ventanas que son hermosísimas, tienen fuerte
guardapolvo, ménsulas con hojas pendientes, una gran guirnalda
tirante en el friso y copete con acróteras. Encima de los huecos de
ambas ordenaciones colocó Machuca unos ojos de buey repetidos
en ambos pisos»23.

179
Ana María Arias de Cossío

Machuca intervino asimismo en la gestación del programa sim-


bólico del palacio que iba dirigido no sólo a Granada, sino a todo
el Imperio. Según Santiago Sebastián, hay dos aspectos fundamen-
tales para entender dicha simbología que son la planta y los ciclos
históricos-alegóricos desarrollados en las portadas sur y este: «La
planta constituye un juego de dos figuras geométricas, el círculo y
el cuadrado. Gracias al empleo de ambas, [...] se ha querido obte-
ner un palacio cósmico en el que el círculo hacía relación con el
macrocosmos, mientras el cuadrado remitía a los cuatro puntos car-
dinales. [...] el palacio granadino fue visto como la casa del Empe-
rador de Occidente, llamado Carlos de Europa y Señor del mundo,
al que Contarini vio como el nuevo Carlomagno, capaz de formar
un verdadero Imperio cristiano»24.
La portada sur se concibió como un arco triunfal doble, donde
aparecen trofeos y victorias. En el arco superior se exaltan las
empresas marítimas del Emperador, Neptuno calmando la tempes-
tad, figuras de la historia y la fauna que son las que recuerdan y
proclaman dichas victorias marítimas, muy especialmente la de
Túnez. La portada occidental alude a los triunfos terrestres, por
tanto hay representaciones de batallas, seguramente la de Pavía,
acompañadas de figuras de la paz, además de los trabajos de
Hércules incluidos en los tondos que se refieren a la figura victo-
riosa del Emperador, nuevo Hércules; de manera que el palacio en
su conjunto se ve como una morada de un héroe que basa sus
triunfos en la práctica de la virtud25. En el interior del palacio esta-
ba previsto un programa ornamental del patio que incluía los fres-
cos de la bóveda anular y el zaguán, pero nunca se llegó a realizar
y tampoco se dio al patio el uso de «jardín secreto» para el que,
según Rosenthal, se había proyectado26.
Pedro Machuca murió en 1550 y para sucederle en las obras del
palacio se nombró a su hijo Luis, y a éste le sucedió, ya en tiempos
de Felipe II, Juan de Orea.

180
El arte del Renacimiento español

La construcción del palacio supuso, además, cierta reedificación


del espacio de la Alhambra, en primer lugar por el nuevo acceso
que se da al recinto con la llamada «puerta de las Granadas»,
estructura tripartita con arco central y dos laterales más pequeños.
Hay alusión al Emperador en las figuras de la Paz y la Abundancia
que, flanqueando el escudo, corona la composición.
Una segunda obra marca, ésta sí es diseñada por Machuca y
Nicolo de la Corte en 1543, otro punto del recinto: es el llamado
Pilar de Carlos V. Con orden dórico y desarrollo horizontal, está
situado a la entrada de la Alhambra, bajo la puerta de la Justicia. El
pilón alargado recibe los chorros de agua que arrojan tres masca-
rones. Es curioso que la delicada ornamentación de este pilar con-
trasta con la rudeza de la puerta de las Granadas.
En la arquitectura española del Renacimiento quien mejor con-
tribuye a forjar una estética que tuviera como referencia a Italia fue
Diego de Siloé, formado en primer lugar por su padre, el escultor
Gil de Siloé, pero «Siloé personifica en el arte el sentir español en
su fase más rica, más a tono con nuestros esplendores meridiona-
les, y en armonía con el ansia de fastuosidad que el Renacimiento
impuso con las formas clásicas, traídas como simple moda para
nosotros, de Italia [...]. De modo que Siloé, entre sus colegas espa-
ñoles, resulta el más hábil forjador de discípulos, aunque ellos,
como de ordinario, le quedasen zagueros»27. Ignoramos la fecha de
su nacimiento, pero en 1517 aparece documentado en Barcelona y
Nápoles asociado a Bartolomé Ordóñez, como hemos dejado
dicho en el capítulo II, a propósito de su labor escultórica, que
continúa en Burgos a su regreso de Italia en 1519 en el sepulcro del
obispo Acuña y en las labores decorativas de la escalera dorada de
la catedral, sin duda su primera obra importante como arquitecto
y que indica su conocimiento de la técnica constructiva. El proble-
ma fundamental en la obra de la escalera dorada [lám. 42] era que
debía salvar el desnivel entre el suelo de la catedral con la puerta de

181
Ana María Arias de Cossío

la Coronería, teniendo en cuenta que la puerta de la Pellejería que


formaba ángulo con la de Coronería estaba al nivel del pavimen-
to de la catedral. La solución ideada por Siloé fue que el arranque
de la escalera fuera de un solo tiro, pero que se bifurcara a la
mitad de su altura en dos paralelos al muro; ambos ramales, tras
el correspondiente rellano, ascienden hasta alcanzar la puerta de la
Coronería. Además, en el pie de la escalera abrió tres arcos sepul-
crales con sarcófagos que no sólo aligeraban la obra sino que la
enriquecían. «La solución obtenida por Siloé alcanza categoría tan
soberana que puede tenerse por obra maestra en su género y mere-
ció ser copiada en la Gran Ópera de París; tales son su belleza y
armonía de líneas triunfantes sobre el pie forzado que la impuso»28.
El modelo procede directamente de la escalera que hizo Bramante
para el Belvedere, y no está de más recordar que en el arranque de
la escalera los peldaños semicirculares y las volutas recuerdan la
solución que Miguel Ángel dio, unos años después, al arranque de
la escalera de la Biblioteca Laurenciana de Florencia.
Parece evidente que desde esta primera labor arquitectónica en
Burgos, y aunque todavía realizara alguna escultórica, la arquitec-
tura se iba imponiendo como dedicación preferente de Siloé, por
ello concurre con trazas y proyecto a la construcción de la torre de
Santa María del Campo, concurso que le fue adjudicado, celebran-
do la escritura de contrato en diciembre de 1527. Tras una serie de
dificultades se respetó la traza primitiva. Siloé aquí también actuó
creando arquitectura sin precedente directo. Sólo son suyos los dos
primeros cuerpos: el primero es porche de la iglesia, cubierto con
bóveda de cañón con casetones y decorado en el exterior por pare-
jas de medias columnas corintias, dejando entre sí espacio para en
hornacinas colocar las estatuas de los Padres de la Iglesia; el
segundo cuerpo tiene un gran arco en el frente que incluye otros
tres de columnas corintias, con el paramento salpicado de esta-
tuas sobre repisas. El tercer cuerpo, aunque realizado por Juan

182
El arte del Renacimiento español

de Salas, se respetó hasta cierto punto la traza de Siloé; en el últi-


mo hay obra de reconstrucción del siglo XVIII a consecuencia del
terremoto de Lisboa. La linterna ochavada es mucho más moder-
na. En todo caso, como dice Gómez Moreno: «Torre así de monu-
mental y grande no hay otra en todo el Renacimiento castellano y
aun en toda España, malogradas como quedaron las catedralicias
de Murcia y Granada»29.
En 1528 Siloé abandona para siempre su tierra natal para insta-
larse en Granada, donde acabó sus días rico y honrado por todos.
Allí le llevó el encargo del monasterio de San Jerónimo, cuya situa-
ción había cambiado en el momento en que, en 1525, el Emperador
cedió la capilla mayor del templo como enterramiento de don
Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Este edificio se
había concebido en gótico, pero en 1525 se había hecho cargo de
ella Jacobo Florentino el Indaco, que —como vimos en el capítulo
anterior— ya se había encargado de la torre de la Catedral de
Murcia entre otras obras. Pero Jacobo murió el año siguiente
(1526) y fue dos años después cuando le sustituyó Siloé en esta
obra. Con relación a la obra de Florentino hay que decir que apro-
vechó todo lo que pudo de la obra gótica, sustituyendo los pilares
redondos por pilastras corintias monumentales. No se sabe si
alcanzó a hacer el entablamento o si éste es ya obra de Siloé.
Construyó en los testeros del crucero unos retablos pétreos con
tres hornacinas aveneradas. Siloé completó luego la decoración
escultórica y colocó los grandes escudos en el nicho central. La
verdad es que el planteamiento del florentino tiene todo el empa-
que de lo miguelangelesco. La labor de Siloé arranca del cornisa-
mento general con una bóveda de cascos en la cabecera y otras de
cañón delante y en los brazos del crucero con casetones que alber-
gan florones, medallas o figuras. El crucero está resuelto con un
cimborrio que pasa del espacio cuadrado al poligonal mediante
trompas-hornacinas entre grandes claraboyas redondas y una

183
Ana María Arias de Cossío

bóveda en la que Siloé «prescindió del clasicismo, porque temien-


do seguramente cargar demasiado el edificio con cualquier estruc-
tura de otro tipo, optó por hacerla de crucería con dobles, tercele-
tes y arcos formeros apuntados, todo ello en desacuerdo absoluto
con lo demás»30.
La decoración escultórica es un auténtico discurso emblemático
en el que se mezclan personajes masculinos y femeninos de la
Antigüedad y de la Biblia, los cuales expresan las virtudes de los
patronos del templo. En la bóveda del antipresbiterio se sitúan
representaciones de Cristo, santos, santos con ángeles como si qui-
siera expresar la idea humanista de unir el mundo de la Antigüedad
clásica con el mundo cristiano, para demostrar que, lejos de ser
antagónicos, son complementarios. Por tanto, todo es un auténti-
co discurso que pregona las virtudes y la fama del Gran Capitán.
Siloé intervino además en las ventanas de la iglesia, las bóvedas y la
torre, aunque ésta se destruyó en el siglo XIX. Según Gómez
Moreno, parece que intervino también en las portadas del claustro,
sobre todo en la que comunica el claustro principal con el patio
más pequeño, y también en la sillería del coro.
Siloé llevaba muy poco tiempo en Granada cuando aparece al
frente de las obras de la catedral. Era, sin duda, el edificio más
importante de la ciudad y tenía la pretensión de rivalizar y además
superar a las Catedrales de Toledo y Sevilla, como correspondía a
una ciudad predilecta de los Reyes Católicos, que la habían recon-
quistado no sólo para la Corona de Castilla sino para la fe cristia-
na. Fue en 1505 cuando los mismos arquitectos que trazan la capi-
lla Real la proyectaron a su lado y junto a la Mezquita Mayor, que
por voluntad expresa de la Reina Católica debía convertirse en
catedral. Rosenthal, que es quien mejor ha estudiado este edificio,
señala que fue Enrique Egas quien planteó y dirigió la construcción
de una iglesia gótica reduciéndose prácticamente a copiar la de
Toledo, con doble girola con capillas grandes y pequeñas alternando

184
El arte del Renacimiento español

alrededor. Por razones que se desconocen, el edificio no se comien-


za a construir hasta 1518 y es entonces cuando, según documento
que publica Gómez Moreno y recoge Rosenthal, el cabildo se diri-
ge al Emperador diciendo que las trazas deben hacerse con la «sun-
tuosidad» y «grandeza» con que el Rey Católico quería que
se hiciese. El césar Carlos contesta diciendo que efectivamente se
hiciera y cumpliera lo que el Rey Católico hubiera mandado. Las
obras se suspendieron por la confluencia de varias circunstancias:
el desinterés de Enrique Egas, el nombramiento de Pedro Ramírez
de Álava, gran amante de la arquitectura clásica, como arzobispo y,
además, el deseo del Emperador de convertirla en mausoleo impe-
rial, así que en 1528 las obras quedan detenidas; de manera que
Diego de Siloé llega en el momento oportuno y presenta un mode-
lo de edificio donde demostraba cómo se podía continuar en roma-
no, es decir, conforme al nuevo estilo renacentista. El Emperador
puso ciertos reparos al cambio de estilo, pensando sobre todo en la
capilla Real, así que Siloé fue a Toledo a defender su proyecto.
Todo se allanó sin ninguna dificultad, tan es así que ni tan siquiera
se suspendieron las obras. En un principio las obras fueron muy
rápidas y Siloé centró todos sus esfuerzos en la cabecera y los
muros perimetrales. Es, desde luego, el triunfo rotundo del arqui-
tecto el hecho de crear un templo de grandes dimensiones que, sal-
vando el programa tradicional de la catedral cristiana, resultara una
novedad por su clasicismo: «La Catedral de Granada es un con-
junto esencialmente renacentista. En él se han ensamblado una
rotonda y una basílica de cinco naves en la que se insertó un orga-
nismo cruciforme mediante un crucero secundario con linterna
que se oponía a la forma basilical. La selección no fue caprichosa
sino premeditada y de hondas raíces culturales y se explica porque
al ser proyectada la capilla mayor como sepulcro imperial y el
deseo de que éste tuviese lugar ante el Santísimo (idea que Carlos
V tomó de sus abuelos), determinaron la referencia a dos grandes

185
Ana María Arias de Cossío

símbolos arquitectónicos: el Panteón de Roma y el Santo Sepulcro


de Jerusalén. Con el Panteón existen relaciones incluso constructi-
vas y con el Santo Sepulcro las vinculaciones afectan no sólo al pro-
pio edificio, sino también al altar baldaquino ideado por Siloé. El
altar era visible desde todos los puntos de la girola y desde diver-
sos lugares de la basílica; en el altar se exponía la Eucaristía perma-
nentemente, de manera que con ello se expresaba el triunfo de la
religión cristiana sobre la islámica en la ciudad que había sido su
último reducto en el Occidente»31.
De todas esas sugestiones Siloé extrajo su idea, que dio como
resultado la más noble capilla mayor del orbe cristiano, plena de
belleza y de luz [lám. 43]. Un arco gigantesco da paso a la capilla
deparándonos una visión escenográfica, tal es su belleza. La capilla es
de planta redonda y elevadísima; sobre el orden general del tem-
plo, sube otro más fino aunque también de gran altura por sus ele-
vados pedestales. Sobre el último entablamento arranca la cúpula
con huecos semicirculares abiertos en su casco. En los intercolum-
nios del orden inferior se abren grandes arcos abocinados que
comunican con la girola y que por su forma permiten la lógica dis-
posición en cuña de los enormes estucos de esta capilla. Encima de
estos arcos hay unos huecos rectangulares pensados para sepulcros
de reyes. El orden superior se halla dividido en dos pisos, el infe-
rior con tabernáculos ciegos y el superior con parejas de ventanas.
«Los problemas de estereometría que esta obra provoca sólo po-
dían resolverse en la España de entonces, donde el arte de la cante-
ría estaba tan arraigado. Hubieran sido insolubles en Italia. El arco
toral se halla cortado por un medio punto plano mirando hacia la
nave y por otro alabeado del lado de la capilla por seguir su curva
en planta. Todos los arcos volteados en este espacio circular se
ciñen a su curvatura sin eludir ningún problema; los primeros
pasos de la capilla a la girola se hacen mediante bóvedas abocina-
das y oblicuas de la más compleja estereometría»32.

186
El arte del Renacimiento español

Probablemente la belleza de esta capilla proviene de la conjun-


ción magistral de la luz que viene de arriba hacia la penumbra de
abajo y del juego de perspectivas verdaderamente extraordinario.
Rodeando la capilla mayor, la nave de girola todavía subraya, si
posible fuere, la belleza de esta rotonda que, como en Toledo, está
dividida en tramos rectangulares y triangulares a los que corres-
ponden capillas-hornacina.
Por lo que respecta a la basílica, tiene cinco naves más dos de
capillas. Están separadas por pilares cuadrados con semicolumnas
corintias adosadas; los pilares apoyan sobre pedestales. Sobre los
capiteles se sitúa un entablamento que sirve de arranque a los arcos
y bóvedas de las naves laterales. En palabras de V. Nieto: «El con-
junto de las naves de la Catedral de Granada, su blancura externa y
su radiante luminosidad, crean un espacio auténticamente renacen-
tista en el que predominan los principios de la claridad y diafani-
dad, y en el que la perfecta visibilidad de los elementos arquitectó-
nicos remite a una realidad superior»33.
En cuanto a las portadas, parece ser que la primera que trazó
Siloé fue la de la sacristía, donde empezó su labor decorativa en la
catedral. Está resuelta de acuerdo al modelo plateresco. Hay otra
portada hacia el norte que se llama de San Jerónimo y que tiene la
fecha de 1532 en su primer cuerpo. Sin embargo, el derroche escul-
tórico lo reservó Siloé para la portada del Perdón en el crucero, la
única que dirigió personalmente. Constituye una de las fachadas
más opulentas y escultóricas de nuestro Renacimiento. Se compu-
so siguiendo el esquema de arco triunfal romano que domina el
hueco central y dejando a los lados, entre columnas pareadas,
nichos. Del Indaco tomó Siloé la idea de la gran arquivolta decora-
da y recostadas sobre el arco dos figuras, la Fe y la Justicia, que sos-
tienen la dedicatoria. El friso es muy resaltado y se parece mucho
al de San Jerónimo y por todas partes grutescos y figurillas, y las
columnas con estrías y capiteles antropomórficos. Siloé une a esta

187
Ana María Arias de Cossío

serie de portadas otras de templos parroquiales granadinos y de la


provincia, y todas ellas obedecen al tipo de arco de medio punto.
Otra obra de Siloé fuera de Granada es la portada y el patio del
Colegio que había fundado en Salamanca el arzobispo Fonseca. Es
posible que Fonseca le pidiese a Siloé las trazas cuando coincidie-
ron en 1529 en Toledo. La portada presenta dos potentes cuerpos
articulados mediante parejas de columnas, en el orden inferior
enmarcan un hueco adintelado y en el piso alto se levantan sobre
un pedestal corrido decorado con tres conchas de peregrinos que
aluden a Santiago, que es el titular del Colegio. Sobre este pedestal
basamento de columnas, los intercolumnios albergan aquí sendas
hornacinas con imágenes de san Agustín y san Ildefonso y, en el
centro, una ventana molturada con dos medallones a los lados con
las armas del fundador, coronándolo todo una estatua de Santiago.
El patio es de planta cuadrada de dos pisos y sorprende en él el
marcado acento horizontal de toda la composición; los soportes
inferiores son pilares con semicolumnas adosadas sobre pedestales,
de los que arrancan los arcos de medio punto en la clave marcada
por una ménsula; en las enjutas, medallones. En el orden superior
se emplearon arcos carpaneles y balaustres. Fachada y patio los
concluyó, en 1534, Juan de Álava. En todo caso todos los historia-
dores coinciden en que la solución innovadora de la Catedral de
Granada tuvo en toda Andalucía consecuencias inmediatas: la pri-
mera la Catedral de Málaga, de la que hay testimonio fehaciente
que afirma que la cabecera del templo la erigió Siloé. Se trata
del texto de Lázaro de Velasco, el hijo del Indaco, en el proemio del
Vitruvio. Efectivamente, la analogía con la de Granada es evidente.
Pero si así hubiese sido desde el principio, esta catedral hubiera ini-
ciado el rumbo arquitectónico de Siloé, precediendo a la de Granada,
por lo que debe suponerse, como indica A. Morales, que «el templo
se había iniciado, al parecer con proyecto de E. Egas, por el maes-
tro Pedro López [...] la estructura prevista era evidentemente

188
El arte del Renacimiento español

gótica, pero ésta no se llegó a completar. Una serie de errores en la


obra paralizaron la misma en 1541, fecha que puede corresponder
a la intervención de Siloé [...]. Documentalmente consta que cuan-
do dirigía la obra Diego de Vergara se le pidieron trazas al maestro
y a A. de Vandelvira»34. El resultado no es tan feliz como en
Granada, no existe una capilla mayor autónoma. Es de tres naves
de la misma altura. En la girola cinco capillas poco profundas. El
cuerpo de la iglesia y la fachada son del siglo XVII y XVIII35.
Hasta hace relativamente poco tiempo se vinculaba la Catedral
de Guadix a Diego de Siloé, pero el estudio de J.M. Gómez
Moreno Calera ha puntualizado la intervención de Siloé y docu-
mentado el proceso tan complejo de su construcción36.
La actividad de Siloé fue incesante. A la muerte de Diego de
Riaño en 1534 se traslada a Sevilla para inspeccionar las obras de la
sacristía mayor de su catedral. También visitó en 1538 la iglesia de
San Juan Bautista en Albacete y presentó las trazas para la Catedral
de Plasencia en ese mismo año. Se relaciona asimismo con él o, más
bien, parece que dio las trazas para la iglesia parroquial de Huelma,
concretamente para la cabecera y el primer tramo de la nave, por-
que tiene gran semejanza con lo hecho en Granada aunque salvan-
do las distancias.
Entre las obras civiles que pueden adjudicarse a Siloé quizá sea
la más probable el patio de la Chancillería granadina, además de
consultas sobre otras como la de la Casa de los Miradores en la
plaza de Bibarrambla, donde parece que su intervención consistió
en proyectar una galería abierta a manera de palco que sirviera al
Cabildo granadino, que era el propietario del edificio, para presen-
ciar y presidir las ceremonias tanto religiosas como civiles que se
celebraban en la plaza. Siloé murió en octubre de 1563.
Sin salir de Andalucía podemos hablar de otros arquitectos que
o bien dependen de la influencia que sobre ellos pudo ejercer
Diego de Siloé o que, de alguna manera, han tenido relación con él,

189
Ana María Arias de Cossío

ya sea simplemente por coetaneidad o porque en alguna de sus


obras informara o inspeccionara el maestro granadino.
En este último caso nos encontramos con Diego de Riaño. Su
figura emerge grandiosa desde las brumas de múltiples dudas: la
primera la fecha de su nacimiento, unida a su apellido ya que Riaño
es un toponímico del lugar cántabro de Trasmiera; en segundo
lugar definir su formación, pues, lejos de ser un goticista retrasado
como lo definieron a partir de Gómez Moreno otros historiadores,
incluido Chueca, es, como ha señalado A. Morales, uno de los
creadores más vanguardistas de cuantos formaron su generación37,
de ahí que la madurez de conocimientos que demuestran sus obras
hace difícil explicar el que no conociera directamente el arte italia-
no de su época; al mismo tiempo, no parece suficiente explicar esa
madurez de conocimiento renacentista por fórmula indirecta, es
decir, libros o estampas y, por último, cronológicamente no parece
posible que se formara con alguno de los maestros españoles que
estuvieron en Italia. Queda, en fin, una última duda que se refiere
a su relación con el Emperador, ya que dos de sus obras más
importantes, el Ayuntamiento de Sevilla y la Colegiata de
Valladolid, están, a su vez, relacionadas con el César. Cabría, pues,
la posibilidad de pensar que estábamos ante un arquitecto áulico.
Envolviéndolo todo, se añade el desconocimiento de su obra hasta
hace relativamente poco tiempo.
La primera fecha cierta de su actividad en Sevilla es el año 1523,
donde aparece como maestro cantero. En relación con su labor
como arquitecto la primera referencia es de 1526, donde trabaja en
la iglesia de San Miguel de Morón de la Frontera. Allí aparece diri-
giendo la obra, que tenía ya un largo proceso constructivo gótico,
aunque no es posible documentalmente precisar su intervención,
pero se puede afirmar que le corresponde la bóveda vaída con ner-
vios del tercer tramo de la nave central38. Además, su trabajo en
Morón nos da también la vinculación del arquitecto con los condes

190
El arte del Renacimiento español

de Ureña, que eran copatronos de la iglesia. En todo caso en Sevilla


la primera obra de Riaño son las Casas Consistoriales, en las que
figura ya en 1527, aunque es posible que se incorporase a ellas antes
cuando, según A. Morales, se iniciaron los trabajos preparatorios.
Sea como fuere Riaño presentó las trazas a fines de 1528, pero la
actividad se paraliza al año siguiente y no se vuelve a reanudar
hasta mediados del 1532. Dado el actual aspecto del Ayuntamiento
de Sevilla, que alberga entre sus muros la actividad de diversos
maestros en el propio siglo XVI y múltiples obras a lo largo de los
siglos XIX y XX y, además, que se hallaba adosado al desapareci-
do convento de San Francisco, resulta muy difícil explicar su plan-
ta. Mientras hallazgos documentales nuevos no demuestren otra
cosa, ha de adjudicarse a Diego de Riaño, que hizo las trazas de la
fachada principal que levantó sobre zócalo. La fachada está organi-
zada en cinco tramos separados por pilastras con puerta adintelada
en el centro, en cada uno de los tramos de la fachada hay una ven-
tana. Una fachada hace ángulo con la principal y tiene puerta, en
cambio, de medio punto. En el piso alto, aunque se repite la misma
disposición, es de Juan Sánchez, el sucesor de Riaño en la obra, y
otras zonas son de otros maestros. Sin embargo, lo más asombro-
so de este edificio es su decoración, que constituye todo un pro-
grama iconográfico: medallones, temas heráldicos, representacio-
nes religiosas sagradas y profanas con leyendas en latín, y el
conjunto pone en evidencia que el edificio es todo un referente de
la historia ciudadana, por eso aparece Hércules que es el mítico
fundador de Sevilla, Carlos V, nuevo Hércules que ha devuelto el
esplendor a la ciudad, además de estar todo encuadrado en finísi-
mos grutescos. Este programa iconográfico está estudiado porme-
norizadamente por A. Morales39 [lám. 44].
Casi a la vez que Riaño ocupaba el cargo de maestro mayor
del Ayuntamiento de Sevilla, se le nombraba director de las obras
de la Colegiata de Santa María de Valladolid, a cuyo concurso se

191
Ana María Arias de Cossío

presentaron trazas de otros maestros como Juan de Álava,


Francisco de Colonia, Juan Gil de Hontañón y el propio Riaño, a
quien se adjudica la dirección de la obra. Entonces rectificó el
muro perimetral y alineó las torres con las capillas-hornacinas
cambiando la costumbre de las catedrales góticas. Riaño dirigió
esta construcción entre 1527 y 1534, año en el que falleció. En
1528, es decir cuando Riaño estaba trabajando en el Ayuntamiento,
el Cabildo catedralicio decidió nombrarlo maestro mayor de la
catedral. Su trabajo fue en primer lugar hacerse cargo de las obras
que se habían quedado sin concluir, la sacristía de los Cálices y
las capillas de alabastro que se levantaban a los lados del coro, en las
que había intervenido Juan Gil de Hontañón. Lo que hizo Riaño
fue modificar el interior de estas capillas convirtiendo lo que era
gótico en renacentista, de manera que es obra que puede relacio-
narse con lo hecho en el Ayuntamiento y, al mismo tiempo, como
una prueba para lo que iba a hacer en las dos sacristías. Para la
sacristía de los Cálices presentó un proyecto, en ese año 1528, que
fue rechazado, pero dos años después presentó un plan mucho más
ambicioso que sí fue aceptado y que consistía no sólo en continuar
lo ya hecho, sino en añadir una nueva sala para cabildos además de
patios y dependencias, todo lo cual se unía con una fachada uni-
forme y daba lugar a un organismo tripartito que tenía como eje la
nueva sacristía mayor. La construcción fue lenta, de manera que lo
terminó su sucesor Martín de Gaínza.
Sin duda la obra más importante de Riaño fue la sacristía mayor
de la catedral. Presenta una planta de cruz griega con brazos poco
resaltados cuyos ángulos se achaflanan al llegar a cierta altura [lám.
45]. «En alzado presenta un orden de semicolumnas elevadas sobre
alto podio, soportando un potente entablamento. Sobre éste cuatro
ventanas elípticas, el espacio central se cubre por cúpula sobre pechi-
nas, rematada en linterna [...] evidentemente la sacristía se aparta del
tipo tradicional participando, por el contrario, de la problemática

192
El arte del Renacimiento español

originada en Italia en torno a los espacios centralizados»40.


Además, en alguna de las soluciones para las cubiertas hay algún
recuerdo a lo hecho en el palacio de Carlos V en Granada. El muro
que sirve de fachada a la sacristía tiene orden gigante y esas colum-
nas se apoyan en un zócalo que da al conjunto una apariencia casi
romana, como señala A. Morales.
Por la relación que Riaño tuvo con los condes de Ureña cabe
sospechar que esa relación se ampliase a don Juan Téllez Girón,
que fue cuarto conde de Ureña y que fundó la Colegiata de Osuna.
Aunque las fechas son demasiado justas para dar por segura su par-
ticipación, sí hay varios detalles en la construcción que se relacio-
nan con Riaño.
Pero en tierras andaluzas el más grande de los propagadores del
arte renovado del Indaco y de Diego de Siloé fue, en palabras de
Chueca, Andrés de Vandelvira, nacido en Alcaraz en 1509. Su pri-
mer oficio fue de cantero y así es como entra en relación con Diego
de Siloé, a propósito de unas trazas que para la iglesia del Salvador
de Úbeda presentó el maestro granadino en 1536 y cuya obra se le
adjudicó a Vandelvira y a Alonso Ruiz. Es probable que ello per-
mita a Vandelvira pasar de cantero a arquitecto. El edificio lo cons-
truía el poderoso don Francisco de los Cobos para que le sirviera
de sepultura. «Las condiciones para la iglesia de San Salvador de
Úbeda dadas por Siloé en 1536 describen en todo detalle la obra
realizada pero sin puntualizar en lo referente a portadas [...]. En el
segundo contrato (el de Vandelvira y Ruiz) se amplía el compro-
miso a la portada principal (que ha de ser de la labor y forma de la
que Siloé a fecho nuevamente en la iglesia mayor de Granada, a dos
portadas laterales más, a la sacristía, todo ello sobre trazas de los
rematantes»41. La planta del Salvador es de extraordinaria elegancia
en su cuidada simetría, tiene una nave central de tres tramos con
capillas-hornacina a los lados que se abren a la central mediante
magníficos arcos de medio punto con ménsula en la clave según

193
Ana María Arias de Cossío

modelo romano. La capilla mayor, espléndida, es circular, repitien-


do el modelo de la capilla Caracciolo. En la embocadura de la capi-
lla un hermosísimo arco toral. Entre los pies de la iglesia y la capilla
mayor se intercalan con puertas en el arranque del arco toral la
torre y la antesacristía, dos espacios que sirven de enlace en la con-
fluencia del espacio rectangular de la nave y el circular de la capilla
mayor. En el interior los arcos de las capillas laterales y el orden
corintio dan al conjunto un empaque romano de gran belleza [lám.
46]. La cuidada simetría en planta de la iglesia la quebró Vandelvira
colocando oblicuamente la sacristía con una entrada bastante
angosta. Las portadas del Salvador son obra de Vandelvira aunque
en la principal siga a Siloé, pues la realiza mirando la portada del
Perdón de la Catedral de Granada, que había traído la novedad de
las grandes columnas, aunque Vandelvira las interpreta más delga-
das sin guardar la proporción con el entablamento. En el segundo
cuerpo, donde ya no tenía el modelo siloesco, el resultado no es
nada afortunado. Es importante en esta fachada principal la deco-
ración escultórica, magníficos grutescos, decoración heráldica y
motivos religiosos; para su realización Vandelvira debió contar con
Jamete, por entonces en Úbeda. La sacristía es una joya de la arqui-
tectura renacentista española, dividida en tres tramos por bóvedas
vaídas [lám. 47], entablamento corrido y sibilas que mantienen
arcos fajones, toda una travesura arquitectónica, como lo denomi-
na Chueca.
Después de concluir las obras del Salvador, Vandelvira trabaja
en Baeza en la cabecera de la iglesia de San Francisco, fundada por
Diego Valencia de Benavides, que termina en 1566. Cuando
Vandelvira no tiene la inspiración de Siloé, alarga muchísimo los
órdenes clásicos y deja, como si fuera una marca personal, que las
estrías de las columnas no acaben a la misma altura sino alternada-
mente. El espacio cuadrado de la capilla tiene un gran arco en cada
lado. La parte baja con altares o sepulcros compuestos como arcos

194
El arte del Renacimiento español

triunfales con abundante decoración. También en Baeza intervino


Vandelvira en la construcción de la catedral, comenzada en 1529
pero que se desplomó en 1567 y reconstruida muy sabiamente.
Quedan capillas de Vandelvira y su escuela en esta misma ciudad de
encanto machadiano: la antigua Cárcel y Corregimiento, que hoy
es el Ayuntamiento, tiene elementos vandelvirescos, pero Chueca
se inclina a pensar que la obra pertenece a un ciclo artístico dife-
rente del de Vandelvira, aunque por razones de vecindad salten a la
vista esos elementos que recuerdan al maestro.
Dicho todo esto llegamos a la creación más genial de
Vandelvira, la Catedral de Jaén, que completa junto a la de Gra-
nada y la de Málaga el trío de las catedrales renacentistas de
Andalucía. Se empezó a construir a finales del siglo XV por Pedro
López con la inevitable intervención de Enrique Egas, pero esta
fase inicial hubo de derribarse para hacerla de nuevo. Fue en 1548
cuando el Cabildo acordó llamar a Jerónimo Quijano, Pedro
Machuca y Andrés de Vandelvira para opinar y tomar alguna deci-
sión. Después de esta consulta la obra se adjudicó a Vandelvira. La
obra, como era habitual, se empezó por la cabecera, sala capitular
y sacristía. Se adoptó la cabecera plana, que seguramente estaba en
las trazas primitivas y se aprovecharon algunos muros. Chueca
piensa que esta solución viniera de la antigua catedral, construida
sobre la mezquita musulmana; pero fuera como fuera resultó un
acierto porque la planta de salón cuadra perfectamente con la
estructura. A cada tramo corresponden dos capillas, los arcos de
medio punto quedan mejor proporcionados con los pilares y todo
en conjunto hace un espacio interior diáfano además de grandioso
[lám. 48].
En la cabecera y en el lado de la epístola Vandelvira colocó la
sala capitular y una gran sacristía. La sala capitular es un espacio de
severidad clásica, orden jónico apilastrado, bóveda de cañón con
arcos fajones y decoración de recuadros. No hay otra decoración,

195
Ana María Arias de Cossío

de manera que es una de las obras más puristas de su época; en su


puerta de acceso figura la fecha de 1556. La sensación de pureza
clásica se acentúa en la sacristía, sin duda la obra maestra de este
arquitecto, no sólo por su limpio clasicismo sino además por su
originalidad en el empleo de todos los elementos. Se trata de un
salón cubierto con bóveda de cañón con arcos fajones que tiene
una decoración muy sobria a base de recuadros y medallones. La
articulación del muro con parejas de columnas y arcos alternativa-
mente grandes y pequeños introducen en el espacio un ritmo visual
de enorme potencia. Sobre el entablamento general otro segundo
piso con arcos que se corresponden con los inferiores como lune-
tos de la bóveda, lo que subraya aún más esa impresión casi mági-
ca. Como dice Chueca: «Su reiteración tiene no poco de oriental y
nos sugiere las arquerías de doble piso de la Mezquita de Córdoba.
No paran aquí las sugerencias orientales: las columnas parecen
agruparse con un ritmo semejante, aunque menos complejo, al del
patio de los Leones de la Alhambra; sobre los capiteles —rasgo de
genio del que no podemos rastrear antecedente alguno— colocó
Vandelvira una cartela en forma de gran ábaco que levanta a mayor
altura el entablamento. No puede dársele otro significado que el de
una interpretación renacentista de elementos orientales [...]. En los
testeros de la bóveda, los medios puntos menores y el óculo cen-
tral repiten un tema de Brunelleschi. Una pequeña cartela lleva la
fecha de 1577 en la que debieron cerrarse las bóvedas»42.
Por lo que se refiere a la arquitectura civil, hay tres edificios que
merecen un comentario. Vandelvira dejó en Úbeda dos palacios: el
de Vela de los Cobos fechado en 1561 y el de Vázquez de Molina
fechado un año después, ambos pertenecientes a la poderosa fami-
lia de don Francisco de los Cobos. El primero es una estructura rec-
tangular cuyas tres alturas están separadas por una cornisa no dema-
siado prominente. Portada adintelada con huecos de ventanas, en el
piso superior balcones coronados por frontón rectangular y con

196
El arte del Renacimiento español

típica ventana en ángulo. Corona el edificio una galería de arcos. El


palacio Vázquez de Molina es, según Chueca, el mejor palacio
andaluz después del de Carlos V. Por su majestuoso volumen tiene
el aire de un palacio italiano y podría recordar a Peruzzi o incluso
a Bramante. Está dividido en tres pisos separados en esta ocasión
por entablamentos corridos. Abajo orden corintio, luego jónico en
el segundo y, por último, con cariátides y, en vez de ventanas, unos
óvalos apaisados seguramente debidos a la influencia de Machuca;
en las esquinas sobre la última cornisa se levantan unas pequeñas
linternas que aligeran la sobriedad noble del conjunto.
Todavía Vandelvira al final de su vida tuvo la capacidad y el
aliento creador para dejar un edificio completamente diferente en
concepto y expresión a todo lo que había hecho anteriormente; se
trata del Hospital de Santiago, también en Úbeda, fundado por el
arzobispo don Diego de los Cobos, comenzado en 1562 y termi-
nado en 1575. Edificio que abandona la planta cruciforme típica del
gótico y adopta la fórmula más moderna del Hospital de Tavera en
Toledo, es decir, gran patio central y en el eje, al fondo, la iglesia.
La fachada tiene una portada de grandes dovelas, un tipo de puer-
ta muy castellana, encima un edículo con un relieve de Santiago y
dos escudos en tondos a los lados. Chueca sugiere que la cornisa
está inspirada en Serlio, con espejos convexos en las metopas, que
son muy andaluces. En los extremos de esta fachada, dos torres
muy esbeltas también que juegan con las de la fachada y dan lugar
a un juego de volúmenes muy expresivo. Por último, otro detalle
de expresividad es la combinación de bóvedas de cañón y vaídas.
Quedan obras de Vandelvira en otros lugares de la península
pero es en Andalucía donde se define su arquitectura, que tiene
algo de fronteriza en el empleo de elementos castellanos y andalu-
ces, como no podía ser de otro modo en un artista que nació en un
lugar, Alcaraz, equidistante de Castilla y Andalucía. Fue arquitec-
to que gozó del prestigio y autoridad en su oficio y, como a Siloé,

197
Ana María Arias de Cossío

se le llamó para consultas en distintos lugares. Tuvo seis hijos de los


que sobrevivieron cinco. Uno de ellos, Alonso, maestro cantero,
fue el que dejó escrito el famoso Libro de traças de cortes de pie-
dras (1575-1591). Murió Andrés de Vandelvira en 1575, nada más
terminar la obra del hospital ubecense.
En relación con este foco artístico granadino jienense hay que
situar un maestro, escultor y arquitecto de origen cántabro,
Jerónimo Quijano, que posiblemente se formó sobre todo como
escultor en Burgos junto a Vigarny, y hunde las raíces de su arte en
Andalucía, para llevarlo luego a Murcia. Como escultor le vemos
trabajando en la sillería del coro de la Catedral de Jaén junto a
López de Velasco y Gutiérrez Gierero. Teniendo en cuenta el
parentesco de López de Velasco con Jacobo Florentino el Indaco,
es muy posible que esta relación fuera la que le llevara a trabajar en
Murcia. Además el Indaco simultaneaba su labor en Murcia con la
de San Jerónimo de Granada, de modo que Quijano estaba en con-
tacto con todo este ambiente artístico andaluz. El primer trabajo de
Quijano en Murcia fue continuar la obra de la magnífica torre de la
catedral y el punto de partida para él es el año 1526, cuando a la
muerte del Indaco ocupa el cargo de maestro mayor y realiza el
segundo cuerpo de la torre, que, aunque respeta el esquema del pri-
mero (obra del Indaco), prescindió de mucha ornamentación
dejando las pilastras jónicas, un friso sin decoración y más horna-
cinas muy simplificadas; la decoración se reduce a las ventanas y a
los pedestales de las pilastras43. En el cuerpo bajo de la torre se
situó la sacristía y Quijano trazó una portada para el espacio que la
precede; está concebida como un arco de triunfo, con columnas
pareadas sobre altos pedestales, todo ello coronado por un ático en
el que la decoración descubre al Quijano escultor y quita impor-
tancia a lo arquitectónico. En la misma catedral se atribuyen a
Quijano varias obras y ello debió darle cierto renombre, pues se le
encargan otras, una de ellas por parte del gobernador del Obispado

198
El arte del Renacimiento español

de Cartagena. Se trata de la iglesia de Santa María de Chinchilla,


para la que se quería edificar una nueva parroquia, pero el Concejo
municipal se opuso y el encargo se redujo a una nueva cabecera,
derribando el ábside gótico y las casas que estaban adosadas.
Siguiendo el esquema tradicional, la capilla mayor tiene tramo rec-
tangular más otro poligonal al que sujetan contrafuertes exteriores.
El presbiterio tiene una bóveda de horno avenerada y en el tramo
precedente una pseudoelíptica, los tramos extremos del ábside se
decoran con templetes de diseño clásico de gran plasticidad. Puede
decirse, pues, que esta obra representa el esfuerzo del arquitecto
para convertir un modelo tradicional de ábside en una obra de
carácter renacentista con claras conexiones a la escuela granadina,
especialmente con Siloé y con el Indaco44.
En la Catedral de Orihuela se le atribuye la portada de la
Anunciación, que aunque con mucha decoración es esencialmente
arquitectónica. En esta misma ciudad la iglesia de Santiago, en la
que se decidió edificar una sacristía y una capilla mayor. No hay
seguridad de que Quijano lo realizase porque fue un proceso cons-
tructivo largo e intervinieron varios maestros. Ciertamente la obra
de Jerónimo Quijano se proyecta por toda la región, pero de forma
muy diluida en posibles trazas, unas veces alteradas con posterio-
ridad y otras simplemente unidas a la intervención de otros maes-
tros. Quede, pues, el nombre y la obra de este arquitecto como la
constancia de la proyección del Renacimiento granadino-jienense
en la región de Murcia.
En Córdoba nació otro de los arquitectos que contribuyeron al
esplendor de la arquitectura del Renacimiento en Andalucía. Se
trata de Hernán Ruiz II, que aprendió sus primeras lecciones de
arquitectura trabajando con su padre (Hernán Ruiz el Viejo) en las
obras que éste realizaba en el crucero de la Catedral-Mezquita de
Córdoba, que le ocuparon entre 1523 y 1547, año en que murió.
Probablemente este aprendizaje supuso la base para su futura

199
Ana María Arias de Cossío

dedicación. Su independencia profesional le vino en 1530 —había


nacido en 1500—, cuando el Ayuntamiento de su ciudad natal le
aceptó en el oficio de cantero. «A partir de este momento iniciaría
una brillante carrera profesional que le llevaría a ser el arquitecto
más importante de Andalucía occidental del segundo tercio del
Quinientos»45.
Es un arquitecto de labor amplísima, iniciada junto a su padre
pero cuyo impulso definitivo debe venir de su relación con Diego
de Siloé, que según documento se produjo en 1532 en el convento
de Madre de Dios de Baena, sin descartar la posibilidad, que
muchos historiadores admiten, de que hubiera tenido la ocasión de
un aprendizaje junto a Siloé cuando éste trabajaba en la catedral
granadina46. En todo caso Hernán Ruiz completó su formación
con el estudio de la teoría y la normativa de la nueva arquitectura;
consultó la obra de Vitruvio, Alberti o Serlio y de ellos aprendió
mucho, como lo demuestra su Manuscrito de Arquitectura, estu-
diado por P. Navascués47, que, a la vez, es testimonio fehaciente de
una especulación teórica importante. Se publicó en Sevilla en 1560.
El trabajo de Hernán Ruiz el Joven se reparte simultáneamente
entre Córdoba, Sevilla y sus respectivas provincias. A Sevilla fue en
1535 para inspeccionar con su padre las obras de la catedral que
Riaño había dejado sin terminar a su muerte; seguramente la ciu-
dad y la riqueza artística de sus monumentos le abrieron muchas
expectativas, no obstante volvió a Córdoba y contrató una porta-
da para el palacio Páez de Castillejo que resolvió a modo de arco
triunfal con elementos novedosos, como los frontones rectos sobre
soportes y arco de medio punto sobre el vano. También en este
principio de los años cuarenta trabajó en la parroquia de San Pedro
de Córdoba que recuerda al Salvador de Úbeda y en cuya portada
incorpora ecos palladianos.
En 1545 el Hospital de la Sangre o de las Cinco Llagas de
Sevilla buscaba un maestro para dirigir sus obras y Hernán Ruiz

200
El arte del Renacimiento español

se presentó pero el puesto se adjudicó a Martín Gaínza. Es ésta la


primera vez que se documenta el interés de Hernán Ruiz por
hacerse con obras en Sevilla, porque muy pocos años después vol-
vió para presentar proyecto para la capilla Real de la catedral, pero
también esta vez el encargo recayó en Gaínza.
A la muerte de su padre (1547) fue nombrado maestro mayor de
la catedral cordobesa. Se considera obra suya de este momento la
intervención en los hastiales del crucero. Al mismo tiempo inter-
viene en las torres de la iglesia de San Lorenzo, donde diseñó el
cuerpo de campanas superponiendo tres cuerpos, como años más
tarde haría en la obra que más fama le ha dado: el cuerpo de cam-
panas de la Giralda.
La muerte de Martín Gaínza le permite colmar sus sueños sevi-
llanos, pues, junto a otros maestros, presentó proyectos para solu-
cionar los problemas de la capilla Real y así suceder al maestro
fallecido; esta vez sí que le fue adjudicado el cargo de arquitecto de
la catedral hispalense, cargo que no le hizo abandonar su ciudad
natal aunque para las obras que en estos momentos realizaba contó
con la ayuda de sus colaboradores, que hay que suponer numero-
sos teniendo en cuenta la amistad y la dispersión de las obras del
maestro. Así las cosas, el arquitecto presenta unas trazas para la
sala capitular y un modelo del cuerpo de campanas de la Giralda.
Tal como parece lógico, para la obra de la sala capitular se tuvo que
adaptar a lo realizado por Riaño, aunque lo hiciera según sus pro-
pias convicciones, así que continuó el muro que contenía todo el
espacio y rellenó el interior con distintos organismos anejos a un
patio. El resultado es que la sala capitular no es un organismo ais-
lado sino uno más de un conjunto que comprende el antecabildo,
el patio con las dependencias que abren a él y la Casa de Cuentas;
ésta es el organismo más simple y se terminó a finales de siglo.
El antecabildo es un recinto rectangular precedido de un vestí-
bulo transversal que comunica con el patio. Este conjunto es uno

201
Ana María Arias de Cossío

de los espacios que se debe enteramente a Hernán Ruiz y en el que


encontramos muchos temas decorativos que se reproducen en las
ilustraciones de su manuscrito. Asimismo en este conjunto apare-
ce la bicromía tan del gusto del maestro, al emplear junto a la deco-
ración en medallones, relieves o inscripciones, piezas de mármol
negro intercaladas. Como señala A. Morales, la manera en que
estos motivos se incorporan al orden de pilastras jónicas que arti-
culan las paredes revela un acusado carácter manierista que se
incrementa con la bóveda esquifada decorada con motivos serlia-
nos, aunque, según parece, la bóveda ya no es obra de Hernán
Ruiz. En todo caso, este carácter manierista está presente en dos de
los organismos de este conjunto que sí son del maestro: uno, el
patio, sorprendente por el juego de los espacios y un sentido efec-
tista e ilusorio en la composición, y otro, sobre todo, la sala capi-
tular, precedida por un pasillo pseudoelíptico de cubierta plana y
de discurrir tortuoso y oscuro que contrasta con la sala a la que da
acceso, donde la luz cae violentamente desde una linterna y desde
el frente. La sala es de planta elíptica, ensanche espacial contrario a
lo anterior que refleja una ambigüedad arquitectónica que no es
más que síntoma de la maestría de Hernán Ruiz; aunque esta obra
se inició en 1558, no le dio tiempo a terminarla.
Hernán Ruiz intervino asimismo en la capilla Real de la catedral
hispalense, sobre cuyas obras había presentado un informe en
1557. La obra se paralizó y cinco años después se reinició. Su inter-
vención es la cúpula casetonada que cubre el recinto, cuyo diseño
guarda relación muy estrecha con alguna de los dibujos del manus-
crito y aporta al conjunto realizado por Gaínza un carácter monu-
mental.
Sin embargo, la obra más conocida y por ello la más monumen-
tal de las realizadas por Hernán Ruiz en la catedral sevillana es el
cuerpo de campanas de su torre, la Giralda, símbolo universal de
la ciudad y cuyas características revelan la habilidad técnica y

202
El arte del Renacimiento español

compositiva del arquitecto, en lo que se refiere a su estabilidad y


resistencia. Cuatro cuerpos decrecientes superpuestos a la obra
almohade [lám. 49], que se llaman de las Campanas, del Reloj, de
las Estrellas y de las Carambolas, este último rematado por una
escultura en bronce que sirve de veleta y representa el triunfo de la
fe que vence sobre el Islam. Para unificar su obra con la almohade
utiliza tres tipos de material: el ladrillo, la piedra y el azulejo. La
gracia y la belleza de este conjunto convierte la vieja torre almoha-
de en algo totalmente actual que sirvió de pretexto al arquitecto
para exponer el programa iconográfico de carácter triunfal com-
puesto por el canónigo Pacheco, que no es otro que el triunfo de la
verdad sobre el Islam y la herejía protestante. Esto permite a P.
Navascués situar esta obra dentro del programa y el espíritu con-
trarreformista tridentino48. Cuando ya dirigía las obras de la cate-
dral, tuvo que suceder a Martín Gaínza al frente de las obras del
Hospital de las Cinco Llagas. Suyas son las trazas de la iglesia que
inició en 1560, como puede comprobarse viendo los dibujos del
Manuscrito de Arquitectura, donde aparecen soluciones y variantes
para este templo: «Esta iglesia, tal como hoy la vemos, con su
monumental orden jónico liso, suspendido atrevidamente sobre
unos capiteles-péndolas dóricas y con sus hermosas bóvedas vaídas
andaluzas, es la más grandiosa organización del edificio religioso
clásico que tenemos en España antes de El Escorial. Ruiz triunfó
de una manera definitiva e insuperable, recogiendo las mejores
enseñanzas en Machuca (a quien recuerda en sus apilastradas,
cajeados y moldados, en los cimacios con cabeza de león, etc.) y de
Vandelvira»49. La iglesia presenta planta de cruz latina de una sola
nave de dos tramos con capillas, crucero poco pronunciado, capi-
lla mayor semicircular y tras ella sacristía rectangular. A. Morales
advierte que las bóvedas no pertenecen al arquitecto pues fueron
realizadas con posterioridad50. La opinión generalizada es que los
exteriores del templo hospitalario no resultan tan afortunados

203
Ana María Arias de Cossío

como el exterior. La portada principal del templo ofrece, según


costumbre, esquema de arco triunfal, con dos cuerpos, el de abajo
dórico y el superior jónico rematado por un frontón. En el piso
bajo llama la atención una decoración alojada en los intercolum-
nios y en las jambas a base de elementos geométricos, así como los
relieves de las virtudes teologales, que son obra de Juan Bautista
Vázquez el Viejo, de 1564. En el cuerpo superior figuran unas hor-
nacinas en los intercolumnios, los escudos de los patronos y una
inscripción alusiva a santo Tomás. Sobre el frontón otro detalle de
originalidad es el colocar tres acróteras en forma de jarrones coro-
nándolo. Las portadas del crucero tienen mucha menos enverga-
dura y se labran después del fallecimiento del arquitecto, aunque
siguiendo sus trazas. En 1560 Hernán Ruiz es nombrado maestro
mayor del Ayuntamiento de Sevilla, y, teniendo en cuenta que por
estas fechas ya tenía emprendidas muchas obras en la ciudad, cabe
decir que su actividad se multiplicó y se dispersó. Tuvo que aten-
der a la remodelación de las puertas de la ciudad, Arenal, Triana,
Jerez, Macarena y otras. A unas las embelleció a base de elementos
decorativos de origen clásico. En el caso de la puerta del Real se
trató de una nueva edificación en forma de arco triunfal, que llevó
aparejada la remodelación de los espacios colindantes y el empe-
drado de las calles adyacentes. En cuanto a las obras de carácter
religioso Hernán Ruiz intervino en el convento de San Agustín, del
que presentó trazas en 1563, con portada con orden jónico monu-
mental, frontón de triple curvatura y un vano de medio punto en
forma de arco triunfal. Hoy ya no existe. La otra obra en la que
intervino fue la de la iglesia de los jesuitas que ha sido estudiada
por Rodríguez Gutiérrez de Ceballos51.
Es evidente que la acaparación de cargos que el arquitecto reu-
nió culmina en 1562, en que se le nombra maestro mayor del
Arzobispado de Sevilla. Eso multiplica al máximo sus intervencio-
nes e informes de obra por diócesis y pueblos dependientes del

204
El arte del Renacimiento español

arzobispado. «Para comprender la capacidad y el alcance de los


conocimientos que tuvo nuestro H. Ruiz II, basta ojear el manus-
crito suyo sobre arquitectura. En él, a más de excelentes invencio-
nes arquitectónicas nos tropezamos con problemas de geometría,
proporciones, gnomónica, fortificación, salubridad, etc.»52.
Sin duda, como señala Chueca, Hernán Ruiz es una de las per-
sonalidades destacadas del arte más progresivo de la gran escuela
de Andalucía. Murió en 1569, después de más de treinta años de
actividad incesante.
La figura de Martín de Gaínza en tierras sevillanas hay que
considerarla entre Diego de Riaño y Hernán Ruiz II y su obra en
dos etapas. La primera, que transcurre entre 1529 y 1534, es apa-
rejador de la catedral y su trabajo consiste en llevar a cabo los
diseños de Diego de Riaño, con quien se formó y a quien sucedió
sin dificultad a su muerte. La segunda etapa en su producción
llega al año 1556, en ella dirige la obra de la catedral, puesto que
disputa a Hernán Ruiz y también es maestro mayor del Hospital
de la Sangre, además de trabajar en varias obras de la circunscrip-
ción del arzobispado. Como maestro mayor de la catedral cerró
las bóvedas de la sacristía de los Cálices y la de la sacristía mayor,
esta última quizá su obra más importante, terminada en 1543. Sin
embargo, su obra más personal dentro de la catedral fue la capilla
Real, que inició en 1551 y trabajó en ella hasta su muerte, y que
continuó años más tarde Hernán Ruiz. Este recinto tiene estruc-
tura de panteón regio y un lenguaje arquitectónico muy dispar.
Su otra contribución importante es la que llevó a cabo en el
Hospital de la Sangre o de las Cinco Llagas, en el que parecen
corresponder a Gaínza la fachada meridional y la occidental y las
dos torres. Murió este arquitecto en 1556 en Sevilla, ciudad en la
que aparece documentado en 1527 colaborando con Riaño.
Como el maestro, procedía también del norte, del pueblo vizcaí-
no de Llanos53.

205
Ana María Arias de Cossío

Toledo es el centro de actividad de uno de los arquitectos más


importantes del Renacimiento castellano. Su longevidad nos ha
permitido referirnos a él en el capítulo anterior a propósito de sus
primeras obras en iglesias de Toledo y Sigüenza. Me estoy refirien-
do a Alonso de Covarrubias54, cuya obra nos interesa a partir de
1530, puesto que lo hecho anteriormente ya ha sido señalado y
puede considerarse como su período de formación.
Así pues, en esta década de los treinta, la primera obra a reseñar
es la sacristía mayor de la Catedral de Sigüenza [lám. 50], cuyas tra-
zas dio en 1532. Como en otras ocasiones se trata de un espacio
rectangular, cubierto con bóveda de cañón con arcos fajones que
mediante una serie de arcos, además de compartimentar el espacio,
lo profundizan para dar cabida a las cajonerías. Aunque en 1535
rescindió su contrato con el Cabildo seguntino y suspendió la obra
que fue continuada por otros artistas, no cabe la menor duda
de que la sacristía es obra de Covarrubias, con la que formula
—según Chueca— la solución que luego se seguirá en no pocas
sacristías españolas. Lo que más llama la atención en esta sacristía
es la abundantísima decoración en la bóveda, que no deja de ser
algo pintoresca a base de cabezas y florones inscritos en círculos
que cubren absolutamente todo el espacio. Si no fuera por esta
decoración, podría considerarse una obra casi purista.
Con esta sacristía comunica la capilla de las Reliquias, cuya
autoría se ignora, pero se trata de un reducido espacio cuadrado
cubierto por una cúpula sostenida por atlantes, en las pechinas los
cuatro evangelistas y en la cúpula propiamente dicha casetones con
santos que parecen girar hacia la linterna presidida por el Padre
Eterno. Chueca da varios nombres como posibles autores de las
trazas: «En 1561 labraba la reja el gran forjador de Cuenca,
Hernando de Arenas, siguiendo las trazas de Jaime entallador
que no es otro sino el gran Jamete o Xamete, el imaginero francés que
trabajó en Toledo a las órdenes de Covarrubias [...] tampoco es de

206
El arte del Renacimiento español

extrañar que interviniera Martín Vandoma, que en la fecha de su


construcción era el maestro más importante de la catedral»55.
La fama de Covarrubias iba creciendo de manera que en 1534 es
nombrado maestro mayor de la catedral y de la diócesis toledana y,
como es lógico, este nombramiento le acarrearía toda una serie de
trabajos de gran importancia que no sólo se referían a la construc-
ción de edificios, sino a visitas, informes, etc. Dentro de este
momento hay que situar la intervención de Covarrubias en el
Hospital de Santa Cruz de Toledo, que consistió en el patio y el
arco de la escalera, y ahí vuelve a verse el empaque monumental
que le es característico y la decoración equilibrada y jugosa que le
es en estos momentos tan propia. Prácticamente al mismo tiempo
el cardenal Tavera le pidió trazas para el palacio arzobispal de
Alcalá de Henares, que, en realidad, había comenzado anterior-
mente don Alonso de Fonseca, pero que la mayor parte de la obra
se hace en tiempos de Tavera y, por tanto, realizada en la segunda
mitad de la década de los treinta. La fachada es muy sencilla, en dos
pisos con ventanas adinteladas abajo, salvo la central, y de medio
punto las del principal. El patio es de clásicas arcadas en su parte
inferior y arquitrabado en la crujía de arriba con dinteles y zapatas.
Ciertamente lo que resulta en este edificio extraordinario es la gran
escalera, una de las mejores de nuestro Renacimiento, al decir de
Chueca. La escalera se inicia con tres arcos escarzanos, uno de ellos
ciego que corresponde a la caja de la escalera y otro al ancho de los
peldaños, de manera que la arcada y el tiro inicial coinciden; la
columna central sirve de apoyo y de arranque de la escalera. Sin
duda, esta simplicidad tan solemne augura o inicia la depuración
que va a presidir las siguientes obras del arquitecto; en cuanto a la
decoración todas las molduras están talladas con esmero en moti-
vos de ovas clásicas, grutescos y las armas de Tavera; los capiteles
son de un extraordinario dinamismo tanto en las figuras como en
los motivos geométricos. Los lienzos de la escalera almohadillados,

207
Ana María Arias de Cossío

en donde cada sillar lleva un grutesco de exquisita y chispeante talla


en los que es posible que interviniera Gregorio Pardo. Hay quime-
ras, trasgos, tritones, en un conjunto verdaderamente fascinante a
juzgar por las reproducciones conocidas, porque el edificio por
desgracia está prácticamente destruido.
Casi al mismo tiempo realiza Covarrubias el claustro del monas-
terio de San Bartolomé de Lupiana, en la provincia de Guadalajara,
de dos pisos, salvo en el lado sur que aumenta uno para ajustarse al
claustro viejo; esta tercera planta es adintelada con zapatas sobre
las columnas, la primera y la segunda con arcos debajo de medio
punto y arriba escarzanos, con pilares con dos columnas en los
ángulos.
Al final de la década, en 1537, Covarrubias junto con Luis de
Vega son nombrados directores de las obras reales, lo que significa
una nueva etapa en su actividad al mismo tiempo que un cambio
estético que consiste en un abandono de la abundante decoración
empleada hasta ahora y por tanto el uso de un lenguaje claramente
definido en la estructura y en los órdenes, todo ello sin abandonar su
responsabilidad como maestro mayor del Arzobispado toledano,
con lo que la actividad de Covarrubias a partir de este año es abru-
madora. En tal sentido se inscriben las obras del convento dominico
de Ocaña o la actuación en el claustro del palacio arzobispal de
Toledo. En 1541 se inicia la que iba a ser una de las obras más repre-
sentativas de su quehacer, el Hospital de San Juan Bautista de
Toledo, también llamado Tavera por ser el cardenal quien se lo
encargó o también Hospital de Afuera por estar extramuros de la
ciudad. Se trata de un edificio rectangular que interiormente se orga-
nizaba en torno a la iglesia, con las habitaciones de los enfermos en
torno a los patios: «El esquema, aunque inicialmente recuerde el tipo
de hospital cruciforme introducido en España por Enrique Egas, es
la consecuencia de relacionar dicho tipo con el grabado de la ‘domus
romana amplissima’ de fra Giacondo»56.

208
El arte del Renacimiento español

Finalmente este esquema no se siguió, aunque se conserva la dis-


posición general y los dos patios y desaparece el espacio central
ocupado por la escalera y la iglesia. En todo caso Covarrubias se
comporta aquí como un arquitecto del Renacimiento con una depu-
ración del lenguaje que origina el primer edificio donde se observa
la proporción y la regla. El exterior presenta la fachada principal al
sur con almohadillado en los muros y en los encuadres de las ven-
tanas que derivan de Serlio, en los patios se superponen los órdenes
abajo toscano con arcos de medio punto y arriba jónico con arcos
ligeramente escarzanos, según su costumbre. La única decoración es
la de unos espejos de piedra negra en las enjutas en el piso inferior,
cuyo friso tiene triglifos y metopas. En el piso superior la decora-
ción en las enjutas es de unas sencillas rosetas [lám. 51].
El nombramiento de los dos arquitectos para dirigir las obras
reales tenía como objetivo el de juntar dos talentos y unía la con-
dición de que ambos se comprometiesen a asistir a las obras duran-
te seis meses, repartidos en períodos de tres y alternándose; sin
embargo, esta condición no se cumple en el Alcázar de Toledo,
cuyas obras se inician en 1542, porque el primero de enero del año
siguiente el Emperador decide encargar a Covarrubias en exclusiva
la dirección de las obras reales toledanas, mientras que deja el resto
bajo la dirección de Luis Vega.
La primera dificultad en la remodelación del Alcázar a la que
Covarrubias se tuvo que enfrentar fue la falta de unidad y criterio
con que se había efectuado la obra preexistente. En 1545, cuando
inició la remodelación, lo primero que se planteó como problema
fueron las extensas fachadas que terminaban en torreones angula-
res, cuyo aspecto era muy poco homogéneo, sobre todo por la dis-
tribución de los vanos, de manera que Covarrubias comenzó por
corregirlo, utilizando un aparejo sistemático pero, sobre todo,
organizando la superficie con órdenes y entablamentos que permi-
tiesen distribuir los vanos de manera regular. Bien es verdad que

209
Ana María Arias de Cossío

donde se concentró su atención fue en la fachada principal, mien-


tras que las fachadas oriental y occidental se trataron de manera
más superficial. La fachada principal tenía además un carácter
representativo y Covarrubias lo tuvo muy en cuenta. Se dividió en
tres pisos separados por entablamentos y en cada uno se abrieron
nueve vanos; en la unión del muro con los torreones se colocaron
columnas superpuestas, con aparejo rústico y el piso último como
una galería que recuerda la del palacio del Infantado en Gua-
dalajara, con almohadillado muy prominente [lám. 52]. La portada
principal del Alcázar se inició en 1546 y se comprometió a labrar-
la Enrique Egas hijo. Sin duda, es una de las más importantes del
Renacimiento español porque interpreta a la perfección la magnifi-
cencia imperial: allí están sus blasones, el águila bicéfala, las colum-
nas de Hércules y dos reyes en armas que constituyen toda una
nueva página de heráldica imperial; además, el arco de ingreso
resalta su volumetría plástica con almohadillado y grutescos, de
manera que el conjunto expresa a la perfección toda la serena belle-
za que requiere la representación imperial; tras esta portada un ves-
tíbulo da paso al patio, que es de forma rectangular y que proyectó
Covarrubias en 1550 y en el que intervino Francisco de Villal-
pando; es de elegante y clásica sencillez en su conjunto. También
trazó Covarrubias la escalera, para la que se presentaron dos pro-
yectos pero no se aceptó ninguno de los dos porque en 1553 se
decidió ampliar la fachada hasta ocupar toda la anchura del patio y,
aunque, como señala A. Morales, se ganó en solemnidad triunfal,
se perdió la coherencia y la proporción. Realizada en piedra y
ladrillo presenta un solo tiro que se desdobla a la altura del primer
rellano. De toda la obra de la escalera sólo corresponde a
Covarrubias la disposición de los tramos, porque el alzado es pos-
terior. Posiblemente la ampliación de esta escalera se deba a un
esquema elaborado por Francisco de Villapando, como sugiere F.
Marías, la caja en cambio es obra de Juan de Herrera.

210
El arte del Renacimiento español

En el Alcázar madrileño también Covarrubias tuvo una impor-


tante intervención, aunque puntual, en la escalera y la portada,
pero a partir de un determinado momento la obra fue dirigida por
Luis de Vega57. También quedan bajo la supervisión de Luis de
Vega las obras de remodelación de los Reales Alcázares de Sevilla,
especialmente a partir de 1543.
La remodelación de otros sitios reales, como El Pardo, Rascafría
o Valsaín por ejemplo, fue también encargada por Carlos I, pero se
prolongaron en el tiempo e intervinieron diferentes maestros.
Siguiendo con la obra de Covarrubias, en los mismos años de la
obra del Alcázar toledano hay que mencionar su intervención en la
cabecera de la iglesia de la Magdalena de Getafe por orden del car-
denal Siliceo, aunque de ello queda muy poco actualmente; inter-
vino también en la cabecera y una portada de la iglesia de Santa
Catalina en Talavera de la Reina, y durante la década de los cin-
cuenta intervino en iglesias y conventos toledanos, pero quizá haya
que destacar en el conjunto de estas intervenciones la remodelación
de la plaza del Ayuntamiento de Toledo, para lo que se derriban
edificaciones que dificultaban la ampliación del espacio y se nivela
y empiedra el terreno, lo cual no significó el final de las dificulta-
des que no se produjeron hasta la construcción del nuevo edificio
del Ayuntamiento, alineado con los dos fundamentales de la plaza,
la catedral y el palacio arzobispal. A ese mismo año 1554 corres-
ponde la remodelación de la sinagoga de Santa María la Banca para
convertirla en iglesia; dicha remodelación afectó a la cabecera.
La construcción del Hospital Tavera supuso la creación de un
nuevo punto de expansión urbana hacia el norte que la vieja mura-
lla medieval dificultaba, de manera que se decidió abrir un nuevo
acceso a la ciudad que cumpliera las funciones que hasta ese
momento efectuaba la puerta de la Bisagra. La realización de este
proyecto se encargó a Covarrubias en 1547, año en el que diseñó una
puerta que unía a su valor arquitectónico su valor emblemático,

211
Ana María Arias de Cossío

porque se trataba de dar una nueva imagen a la ciudad utilizando


para ello la arquitectura clásica y un juego visual en la confronta-
ción con el edificio del Hospital Tavera, que se hubiera producido
totalmente si el entonces príncipe Felipe hubiera permitido la
construcción de una plaza entre ambos edificios. Esta nueva puer-
ta se amplió unos años después, concretamente en 1559, y esa
ampliación consistió en una nueva fachada [lám. 53] que en parte
se inspira en Serlio, con dos torreones semicirculares decorados
con el escudo de la ciudad, que flanquean un arco entre pilastras
rústicas sobre el que se dispone un monumental escudo de la ciu-
dad rematado con un frontón triangular coronado con jarrones. El
resultado es un verdadero arco de triunfo que enseña la gloria de la
ciudad imperial al mismo tiempo que sienta las bases de la nueva
arquitectura, resumiendo así la sabiduría de su autor.
En 1666 la catedral toledana decide jubilarle y tres años más
tarde le llega el retiro en las obras del Alcázar. Muy poco tiempo
después (1570) el viejo maestro muere en la ciudad que fue testigo
de su obra.
La influencia de Covarrubias se extiende a Cuenca, aunque no
de manera exclusiva, porque este foco de la arquitectura renacen-
tista recibe también influencia de los maestros andaluces. En todo
caso queda como proyección del estilo clasicista del último
Covarrubias la capilla de los Caballeros o de los Albornoces y la
presencia en la ciudad de un singular artista que no es propiamen-
te ni un arquitecto ni un maestro de cantería, sino un imaginario y
entallador. Su nombre es Esteban Jamete, de quien tenemos bas-
tantes noticias gracias al expediente del proceso inquisitorial que
sufrió y que transcribió D. Bordona58, datos biográficos que trans-
cribe Chueca y que nos dan el retrato de una vida casi novelesca.
Había nacido en Orleáns en torno a 1515 y está documentado en
España desde 1535. Entró como cantero y desde luego fue un artis-
ta itinerante (León, Zamora, Benavente, Toledo, Úbeda y Sevilla);

212
El arte del Renacimiento español

estando en Sevilla se le llama a Cuenca. Su trabajo es casi el de un


escultor porque incluso cuando trabaja en algo arquitectónico da la
sensación de que aplica el criterio de un retrablista. Su obra más
característica es el arco de la Catedral de Cuenca, llamado el arco
de Jamete. Debió hacerse entre 1545 y 1550, aunque Chueca deja
constancia de ciertas dudas de atribución siguiendo a Azcárate,
pues por las fechas y algún documento que habla de un pago a
Covarrubias, «ha hecho pensar [a Azcárate] que el autor de las tra-
zas fuese Alonso de Covarrubias y que Jamete viniese a emplearse
en lo decorativo [...]. Sin prejuzgar nada, destacamos la fundamen-
tal unidad de toda la obra, el nexo bien visible entre la intención y
los medios expresivos. Obra que tiene, casi diríamos que por par-
tes iguales, de Covarrubias y de Siloé, no podría asignarse por
entero a ninguno de los dos maestros, sino a una tercera naturale-
za, sensible para captar las notas de los dos artistas y orquestarlas
con técnica propia»59.
Sea como fuere se trata de una pieza extraordinaria del
Renacimiento español porque de alguna manera une el vigor de
una arquitectura monumental en su solemnidad y el detalle menor
de lo decorativo, porque Jamete ha sabido darle el dinamismo
reforzado de su línea mediante el rosetón, de manera que medio
punto romano, arquitrabe griego y tondo renacentista armonizan
en un único acorde de clasicismo. Las grandes columnas, la arqui-
volta doble muy poderosa, las figuras de Jael y Judit en las enjutas
del arco, y los fustes con guirnaldas, rosetones y medallones que
cuelgan son datos que recuerdan a la escuela de Siloé, en cambio las
molduras, los casetones y sobre todo la solidez de esos detalles
recuerdan a la escuela toledana.
La Catedral de Cuenca cuenta con otras obras renacentistas
como la capilla de los Muñoz, que de alguna manera recuerda a
Jamete. Otra capilla renacentista es la del arcipreste Barba. Casi
todas estas obras se hicieron en tiempos del pontificado de Diego

213
Ana María Arias de Cossío

Ramírez de Fuenleal, uno de los prelados más insignes que tuvo


Cuenca, de la estirpe de los Mendoza y los Fonseca.
En la ciudad de León se forma en estos años del segundo cuar-
to de siglo, más o menos entre 1525 y 1555, un foco artístico de
caracteres propios y muy locales, debido fundamentalmente a los
edificios que ahora se empiezan o a los ya construidos que ahora se
decoran y, por supuesto, al numeroso grupo de artistas que éstos
atraen.
La gran construcción de este momento es el convento de San
Marcos [lám. 54], un edificio singular para el que es difícil encon-
trar parentescos ya que su fachada obedece más a un concepto
decorativo que a una ley arquitectónica, de manera que se adoptó
la solución de dividir toda la superficie del muro por medio de
recuadros repetidos. Chueca apunta en León alguna similitud con
numerosos monumentos franceses.
No cabe duda de que la decoración, abundantísima en esta
fachada, resulta retardatoria porque sigue las pautas de la decora-
ción del principio de siglo, en ese momento que Nieto llamó de
«indefinición», pero ello no quita para decir que es espléndida y
original; sobre el basamento, un banco con medallones de talla
magnífica y mezcla original de Héctor con Aníbal o Carlos V, o
Isabel la Católica con Judit o Lucrecia, y por encima querubines.
Lo cierto es que, como digo, mezcla tan curiosa no la encontramos
en ningún otro monumento. Pero, además, esta fachada tiene gra-
badas las fechas que marcan perfectamente los maestros y los
monumentos en que se ha intervenido: así, en 1515 era maestro de
San Marcos Juan de Orozco; en 1539 y 1543 figura Martín
de Villarreal; a partir de 1549 las dirige Juan de Badajoz el Mozo,
que se ocupa de la sacristía y del claustro. La construcción de la
fachada coincide con la maestría de Villarreal, pero Chueca supone
que intervinieron muchos otros entalladores, entre ellos Juan de
Juni, que trabajaba en ese momento en León.

214
El arte del Renacimiento español

Juan de Badajoz es en este foco artístico el maestro más rele-


vante. Debió de nacer en la última década del siglo XV porque en
un documento de 1548 se dice que tenía más de cincuenta años. Su
formación debió transcurrir al lado de su padre, a quien sucede
como maestro de la Catedral de León, ciudad de la que al parecer
prácticamente no salió aunque le llamaron de varios lugares. La
primera fecha que se conoce en relación con él es la de 1516, año en
el que sustituye a su padre en la portada de Santa María del
Camino de la catedral. Su nombramiento como maestro de la
misma le llega en 1525 y a partir de ahí inicia, dentro de la propia
catedral, un período de gran actividad, donde cuenta su interven-
ción en el trascoro, además del arco que comunica las capillas de
Santiago y San Andrés o el acceso a la sala capitular.
A la década de los treinta corresponden las trazas de la librería de
San Isidoro de León. También trazó y comenzó en torno al año 1538
el claustro del monasterio de San Zoilo en Carrión de los Condes
(Palencia), inspirándose en el de San Esteban de Salamanca, y
siguiendo la planta del claustro de San Zoilo en 1540 interviene en el
de la catedral, con bóvedas de crucería variadas con nervaduras muy
prominentes que se decoran con querubines y claves colgantes,
advirtiéndose en todo el conjunto una gran influencia francesa. Sin
embargo, su mejor obra es la sacristía del convento de San Marcos
que se terminó en 1549, según la inscripción que en ella figura. Se
trata de un rectángulo dividido en dos, comunicado por dos puertas
entre las cuales se levanta un retablo de piedra, en lo alto del cual se
abre un óculo que conecta los dos recintos. Aunque la obra es en
esencia gótica, las proporciones y los motivos ornamentales son de
tanta plasticidad que, como dice Chueca hablando del maestro: «Uno
de sus talentos residió en hacer valer los efectos decorativos, subra-
yándolos con energía y espaciándolos pausadamente. Badajoz se
goza en los largos silencios de los muros desnudos, que sirven para
destacar la rúbrica melódica de sus elementos decorativos»60.

215
Ana María Arias de Cossío

Otro de los focos donde el Renacimiento español dejó obras de


gran originalidad son las tierras zamoranas con extensión por otros
lugares de Castilla. Ahí se centra la actividad de los tres hermanos
Corral de Villalpando, Juan, Jerónimo y Francisco, a los que
hay que añadir un cuarto, Ruy Díaz del Corral, a pesar del ape-
llido diferente, todos ellos nacidos en la población zamorana de
Villalpando. A. Morales señala que se sabe seguro qué obras fueron
las que cada uno ejecutó a lo largo de sus respectivas vidas. En
cualquier caso, constituyen un capítulo brillante y original del
Renacimiento español. Usan el yeso, materia que guarda siempre
su frescura y que lo mismo sirve para la austeridad conventual que
para el arabesco licencioso, sin que ni en uno ni en otro caso pier-
da su frescura y, al decir de Chueca, un «invariante» español, mate-
ria de la España humilde, intemporal y perpetua, que ellos mane-
jan como dueños absolutos de todas sus posibilidades.
A Juan se le considera arquitecto, mientras que a Jerónimo se
le considera decorador, todo ello desde antiguo. En relación a
Jerónimo la fecha más antigua conocida es la de 1536, año en que
trabajaba en la iglesia de Santa María en Medina de Rioseco, en el
coro y en la capilla mayor, y al mismo tiempo trabaja en las tribu-
nas del coro y la capilla fundada por Martín de Villasante en el
monasterio de San Francisco, también en Medina de Rioseco. Estas
tribunas [lám. 55] son, según Chueca, algo posteriores en fecha a
las labores de la iglesia de Santa María, pero «son de lo más imagi-
nativo, fresco y delicado de los Corral. Están tratadas como dos
inmensos pujantes de bóveda, de la más artificiosa estructura; no
creemos que exista en Francia, donde tanto se tiende a estos capri-
chos, nada que pueda comparársele. La alcurnia marinera de los
Villasante dio motivo a Corral para explayar temas oceánicos: tri-
tones, delfines, peces fantásticos»61. El yeso y la madera, los mate-
riales con los que están hechas, permiten todas esas audacias. Otra
labor de estos momentos, o algo posterior (1543), tiene lugar en

216
El arte del Renacimiento español

Valladolid; es una arquitectura efímera, arcos de triunfo que


ornaran la ciudad con motivo de la visita del príncipe Felipe y su
esposa doña María de Portugal. Es al año siguiente cuando
Jerónimo recibe el encargo de la capilla funeraria de don Álvaro de
Benavente en la iglesia de Santa María antes mencionada, y parece
ser que el diseño arquitectónico se debe a su hermano Juan, que
traza un esquema estructural muy simple para que Jerónimo reali-
ce la decoración que es programa iconográfico de carácter funera-
rio62. La capilla es de planta cuadrada, cubierta con cúpula sobre
pechinas y con un ábside que coge toda su anchura, y en el exterior
sobriamente castellana. En el interior la cúpula es una estrella octo-
gonal que ampliando constantemente su tamaño conserva siempre
sus ocho puntas y ya sus líneas no obedecen más que a un afán
decorativo. Todos los estucos se hallan policromados y la decora-
ción de esta capilla es como un gran libro donde con un lenguaje
visual y corpóreo, a veces directo y otras simbólico, se relata el des-
tino humano, un mundo inagotable de profetas, reyes, sibilas, vir-
tudes, ángeles y en el centro la Inmaculada (obra de Juni), rodeado
todo ello de cariátides, hermes, arpías, bichas apocalípticas y un
sinfín de motivos que revelan, desde luego, unas mentes cultivadas,
que ya hizo decir a Cristóbal de Villalón: «Pues ¿qué podría decir
de las labores y artificios del yeso que han venido a vaciarle como
la plata y otros metales en la fundición donde han labrado admira-
blemente estatuas en la imaginería, que no se pueden más pulir en
ningún cincel y también la labran al torno para pilares, basas y cha-
piteles con mucha perfección? Están tres hermanos en Palencia que
se llaman los Villalpando, los cuales, en este arte del yeso, admiran
tanto los hombres, que comparando con su obra lo viejo, paresce
digno de burla la antigüedad»63.
La siguiente obra de Juan y Jerónimo de Villalpando es la capi-
lla de San Pedro en la Catedral de Palencia, ciudad en la que se
asentaron como vecinos. Su labor fue nuevamente decorativa y

217
Ana María Arias de Cossío

consistió en preparar un exorno clásico y brillante a una capilla oji-


val. En sus esquinas grandes columnas estriadas, indicio claro de su
avance hacia la amplitud típica de lo antiguo y todos los lienzos,
conforme era habitual en ellos, se llenaron de las más variadas
representaciones; costeó esta decoración don Gaspar de Fuentes y
de la Torre en 1551. Como parece lógico, trabajan también en dos
iglesias de su pueblo natal: Santa María del Templo y Santa María
la Antigua; se les atribuyen los sepulcros del monasterio de la
Espina y también en la iglesia de la Magdalena de Medina del
Campo se les atribuye la decoración de las bóvedas de la capilla
mayor.
Construyeron los Corral un edificio cuya tipología no es preci-
samente habitual, está en los alrededores de Medina del Campo y
se trata de una villa de recreo llamada la Casa Blanca. La idea para
su construcción partió de don Rodrigo de Dueñas o de su hijo
Francisco, que fue quien llegó a habitarla con su mujer, Blanca de
Estrada, y de ahí el nombre de la casa. Esta familia la constituían
los banqueros de Medina y, en razón de su profesión y de un hori-
zonte más amplio de la vida, tenían de ella un concepto fastuoso,
así que se decidieron a construir una casa de retiro para su propio
deleite. El exterior es austero y todo el deleite decorativo se guar-
dó para el interior. La planta tiene una mezcla de amplitud pala-
diana y de compartimentación de raíz medieval, así que es una
construcción un tanto extraña; en el centro de la planta, un patio
cubierto que sirve de enlace de las distintas dependencias y de foco
luminoso, pues se remata con una linterna. La decoración se con-
centra en la cúpula semiesférica apoyada sobre trompas y en la lin-
terna. Es de yeso policromado con motivos fantásticos, mitológi-
cos o de la Antigüedad; hay también inscripciones y una cartela
con la fecha de 1563 en que se supone se terminó la obra.
Prácticamente al mismo tiempo que se construye esta casa, Juan
y Jerónimo Corral trabajan en la iglesia de San Juan en el pueblo de

218
El arte del Renacimiento español

Rodilana, entre La Seca y Medina del Campo, construcción auspi-


ciada también por don Rodrigo Dueñas, en cuyo presbiterio se apre-
cia una vistosa cúpula en contraste con la sencillez del resto de la
iglesia. La forma de esta cúpula es la de un círculo estirado por un
tramo recto en el centro, lo que se llama planta de circo o hipódro-
mo, dividida para su decoración en franjas: la primera con nichos
entre columnillas pareadas, la segunda con pinturas entre hermes, y
la tercera con bustos alternados que representan la vida y la muerte
entre cariátides; el remate gallonado con florón en el vértice. Desde
la nave el acceso es mediante arco toral y dos trompas [lám. 56].
Por lo que se refiere a Francisco de Villalpando64 su labor fue
de diversa índole, fundamentalmente por su conocimiento preciso
de la normativa clásica. Tradujo los libros III y IV de Serlio, traba-
jo realmente importante para la arquitectura española pues no se
limitó a un repertorio decorativo, sino que incidió en un texto cui-
dado y minucioso con modelos de estructuras arquitectónicas clá-
sicas: «Gracias a ello se divulgan los fundamentos de los órdenes,
sus proporciones y medidas, a la vez que se abrió el camino a la
subversión de la propia normativa, por la vía del manierismo»65.
Como arquitecto construyó poco, pero lo que hizo tuvo enor-
me trascendencia. En 1555 construyó la portada del Colegio de
Infantes en Toledo, obra que dirigía Covarrubias. Otra de sus
obras fue la casa de don Diego de Vargas, que se conserva sólo en
parte; la decoración habitual en él es sustituida por la normativa
serliana para la portada y el patio. Su actividad abarca por igual la
arquitectura y la rejería.
En Toledo se centra el trabajo de un arquitecto que se inició,
como tantos otros, como cantero, Hernán González. Parece que
trabajó como cantero en el Hospital de Tavera y, por tanto, vincu-
lado a Covarrubias. En 1543 fue nombrado aparejador de las obras
del Hospital, llegando a ser nombrado más tarde maestro mayor, y
asimismo maestro mayor de la catedral primada en 1566. Fue un

219
Ana María Arias de Cossío

artista ecléctico sobre todo, pues en su obra se mezclan sugerencias


de Covarrubias y Serlio, e incluso góticas66.
Otro de los grandes artistas de este período del Renacimiento
español que trabajó en ambas Castillas, Extremadura o Galicia
fue Rodrigo Gil de Hontañón, nacido en 1500 y oriundo de
Rascafría. Fue un gran maestro de cantería, pertenecía a una fami-
lia dedicada al arte de la construcción y por ello resulta obvio que
adquirió su formación, al menos la primera, a la sombra de su
padre, etapa en la que demostró cualidades ya que se le encargaron
obras de responsabilidad y que puede considerarse cerrada en
torno a 152567. Los primeros encargos que recibe son la continua-
ción de obras iniciadas por su padre, Juan Gil, y por lo tanto obras
góticas como las Catedrales de Segovia o Salamanca. Poco a poco
va asumiendo obras personales como la iglesia de San Martín de
Mota del Marqués o la de San Miguel de Segovia, en las que es per-
ceptible el léxico gótico heredado de su padre, pero, sin embargo,
hay como novedad una tendencia a la uniformidad y la transfor-
mación de elementos medievales en renacentistas. Interviene asi-
mismo en las Catedrales de Plasencia y Astorga, obras que «here-
da» de Juan de Álava.
Quizá la primera fecha que en su obra hay que tener en cuenta
es la de 1533, en que inicia la iglesia de Santiago en Medina de
Rioseco, y hay que resaltarla porque es la primera obra en la que se
aprecia un nuevo planteamiento por parte de Rodrigo Gil de
Hontañón. Es un templo monumental, cabecera de tres ábsides
con decoración de formas geométricas y soportes de extraordina-
ria altura con sección cruciforme, con cuatro medias columnas en
los frentes y columnillas en los ángulos que evidencian, o mejor
sugieren, el conocimiento de lo hecho por Siloé en la Catedral de
Granada. El templo no llegó a concluirlo.
Sin duda, la obra que revela su madurez artística es la fachada
de la Universidad de Alcalá de Henares, su obra más conocida y

220
El arte del Renacimiento español

posiblemente la mejor. Se inició en 1537 conforme al programa


establecido por Pedro Gumiel al principio del siglo. La fachada
está compuesta en tres módulos desiguales en altura, los laterales
de dos alturas, el central de tres, el último de los cuales es una gale-
ría de arcos [lám. 57]. En el cuerpo inferior pilastras sobre el basa-
mento; en la planta noble, en cambio, columnas, y en la unión del
cuerpo central saliente con los laterales pilastras en posición angu-
lar, todo ello sin un procedimiento para marcar los elementos rígi-
dos, sino más bien haciéndolo de manera persuasiva y con discreta
acentuación. En el centro de toda la fachada, la monumental por-
tada, cuya misión es, sin duda, esencial porque define con energía
el centro pero además unifica el conjunto y ello no lo hace de
manera aislada, como único foco de interés de la fachada, sino for-
mando parte de la trama general de todo el edificio. Por otra parte,
para llenar el espacio y dar énfasis a sus huecos, el arquitecto colo-
có ventanas-estandarte con gran profusión de elementos decorati-
vos de excelente factura.
No hay duda de que esta obra, que se construyó entre 1541 y
1553, revela una mente arquitectónicamente madura que en algu-
nos detalles no desmienten el goticismo aprendido del padre. La
ciudad de Salamanca contempla otras obras de importancia en la
labor de Rodrigo Gil de Hontañón. El conde de Monterrey, don
Alonso de Acevedo y Zúñiga, le encarga la construcción de su
palacio salmantino, cuyas trazas da en 1539 junto con fray
Martín de Santiago. El palacio, según lo demuestran su concep-
to arquitectónico y los enjarjes existentes, debía ser cuatro veces
mayor. Lo construido no es más que uno de los cuatro grandes
lienzos que debían encerrar el complejo de los patios inferiores.
Chueca supone que «debía llevar en su conjunto cuatro torres
angulares y otras cuatro en los puntos medios de sus fachadas. Su
planta debía estar partida en cuatro patios, formando sus cuerpos
interiores una cruz, como los hospitales de Enrique Egas, que eran

221
Ana María Arias de Cossío

la pauta seguida en los organismos arquitectónicos de vastas


dimensiones»68. Por el contrario, Hoag opina que la planta pudo
ser cuadrada con dos alas paralelas en la parte posterior, formando
un patio abierto por uno de los lados69.
Sea como fuere, el palacio tiene características de independencia
en sus detalles, la desnudez de los muros se interrumpe en las
esquinas con escudos heráldicos resueltos con jugosa plasticidad y
la valiente desordenación de los cuerpos se acentúa magistralmen-
te en la ornamentación que corona el edificio, la crestería y los can-
deleros, que parecen labor de orfebre. Algo nuevo en este palacio
son las grandes chimeneas arquitectónicas que recuerdan a las de
Chambord y que son raras en España.
También en Salamanca se atribuye tradicionalmente a Rodrigo
Gil el palacio Fonseca, más conocido por la Casa de la Salina. Es
un caso de edificio urbano, no autónomo, es decir una casa en
medio de otras. Por eso su planta es bastante irregular. En el piso
bajo dispuso una galería porticada que da gran vistosidad al con-
junto, aunque la planta noble queda constreñida por esta galería, y
por arriba la galería de arcos menores.
Contemporánea a estas obras de carácter civil es su intervención
en la Catedral de Santiago de Compostela, a la que accedió a la
dirección de las obras a la muerte de Juan de Álava en 1538, siendo
su principal aportación la fachada del Tesoro, inmediata a la de las
Platerías. La verdad es que la fachada tiene evidentes parentescos
con la del palacio de Monterrey. La obra se inició en 1543 y la ter-
minaron los ejecutores de su proyecto.
Ya en los años cincuenta el arquitecto trabajó en el convento de
las Bernardas de Jesús, en Salamanca. Refleja esta construcción los
apegos góticos y al mismo tiempo por la limpieza de líneas es ple-
namente renacentista. La planta es de una nave con un crucero
poco prominente y una cabecera plana cubierta con bóveda de
horno. El motivo que llama la atención en el interior es el cascarón

222
El arte del Renacimiento español

de esa bóveda de horno que es gallonado, sostenido por trom-


pas espinadas. La portada de esta iglesia es también de gran
belleza, arco ligeramente rebajado en la parte baja y cuerpo
superior con hornacina coronada por frontón triangular con
bellísimos flameros.
Entre las últimas obras de carácter religioso hay que destacar su
actuación en la parroquia de la Magdalena y en la iglesia de San
Benito el Real, ambas en Valladolid; aunque quizá la obra más
importante de estos últimos años sea la Colegiata de Villagarcía de
Campos, aunque su aspecto actual está modificado por obras pos-
teriores.
En cuanto a las obras de carácter civil, la última fue el palacio de
los Guzmanes en León, iniciado en 1558, aunque el proceso cons-
tructivo siguió dos etapas: la primera concluida en 1566 y a la que
corresponde la fachada principal; a partir de esta fecha y hasta
1571, corre la segunda etapa. En la fachada principal hay recuerdos
al palacio de Monterrey en varios detalles, decoración heráldica en
las esquinas y muros desnudos, arriba galería de arcos y portada
enmarcada por columnas.
La verdad es que la mejor muestra de su evolución de maestro
cantero a arquitecto y de su conocimiento de la técnica constructi-
va es el manuscrito de arquitectura que escribió en sus últimos
años. Dicho manuscrito se basa en Vitruvio, en Durero y en la tra-
dición gótica, y fue recogido y utilizado por Simón García en su
Compendio de Arquitectura y Simetría de los templos, como ya
señaló hace muchísimos años Camón Aznar70.
El último aspecto de la labor de Rodrigo Gil de Hontañón fue
su relación con las obras reales, en este caso con El Escorial, aspec-
to que trataremos en el lugar correspondiente del presente volu-
men. Rodrigo Gil de Hontañón hizo testamento en Segovia en
mayo de 1577, en el que se declara vecino de Salamanca. La muer-
te le sobrevino el día 31. Está enterrado en la Catedral de Segovia.

223
Ana María Arias de Cossío

Después de este panorama arquitectónico de la época de Carlos I


parece que una cosa queda clara y es que los arquitectos utilizan un
lenguaje que oscila entre lo tradicional y lo moderno, sin dejar
olvidado lo que puede ser una mezcla de ambos lenguajes. Además,
tal como hemos visto, se pueden encontrar obras coetáneas y
opuestas en cuanto a su estética. O también zonas geográficas,
como por ejemplo las tierras de Aragón, donde el Renacimiento
más decorativo que arquitectónico produce obras importantes en
fechas tempranas del siglo XVI para posteriormente no significar
gran cosa en este segundo tercio del siglo. Lo mismo pasa en
Cataluña y Valencia, por raro que parezca, pues su contacto con
Italia es algo geográficamente natural.
Por último, hago referencia dentro de este período a lo que
Chueca ha llamado el «estilo Príncipe Felipe», extremo que no ha
sido utilizado por otros historiadores. Para Chueca son varias las
razones externas e internas que conducen a una fase transitiva en la
arquitectura española del Renacimiento que él denomina «Príncipe
Felipe». Las causas externas que lo condicionan son, en primer
lugar, que el centro de gravedad del arte nuevo había pasado en
Italia de Florencia a Roma, gracias al impulso que Julio II dio a las
obras de San Pedro; y la figura de Bramante y su segunda manera
romana, Rafael y sobre todo la influencia de Miguel Ángel sobre
muchos artistas españoles definieron la segunda fase de nuestro
Renacimiento, sobre todo en Andalucía. Dentro de las causas
internas, la publicación en Toledo en 1526 de las Medidas del
Romano de Diego de Sagredo, al mismo tiempo que Garcilaso y
Boscán traían a nuestra literatura la poética italiana y Pedro
Machuca levantaba en la Alhambra el primer palacio plenamente
renacentista. En pocas palabras, que todo conducía hacia la pureza
de lo romano y esto ocurre entre 1540 y 1560, justo el momento en
que el futuro Felipe II, a la sazón príncipe Felipe, gobierna en las
largas ausencias de su padre en los últimos años de su reinado,

224
El arte del Renacimiento español

actúa como regente y lo hace con plena competencia y dedicación


constante a pesar de sus pocos años.
Así pues, Chueca señala que «la arquitectura durante este pe-
ríodo transitivo adquiere una mayor seguridad conceptual y un
mayor clasicismo en sus líneas generales y en sus detalles»71.

III.2.b. La escultura

Éste es el gran período de la escultura española porque es cuan-


do las formas italianas se asimilan y se funden en el goticismo toda-
vía latente en cierta manera. En estas décadas centrales del siglo
XVI, el desarrollo del clasicismo trajo como consecuencia la acep-
tación de la vía italiana para la renovación artística. Sin embargo, de
esa aceptación de la vía italiana al escultor no le interesa la belleza
de las formas en busca de un arquetipo, ni tampoco la representa-
ción naturalista, sino que expresa un mundo ideal de exaltadas for-
mas siempre en función de la representación de lo que es la fe reli-
giosa, que corresponde a un temperamento místico que se proyecta
sobre la imagen e intenta plasmar la idea, alejándola de la realidad,
en busca de la más pura expresión de la fe.
Es en esta etapa del siglo XVI cuando se fija el centro espiritual
de Castilla en Valladolid, ciudad abierta, asiento de una burguesía
culta que se había formado al calor de sus dos grandes colegios: el
de San Gregorio y el de Santa Cruz, a veces sede de la Corte, de los
Reyes, y ciudad en la que la Chancillería facilitaba las contratacio-
nes y la resolución de los pleitos. Como consecuencia, la ciudad
adquiere una evidente primacía como centro de actividad artística,
aunque hay otros, como es el caso de Palencia, también muy
importante en razón de la extensión de su diócesis.
El material empleado preferentemente es la madera: en Castilla
nogal, pino o tejo; en Andalucía, castaño o borne de Flandes, de

225
Ana María Arias de Cossío

Asturias o de Galicia, pero siempre se especifica en los contratos


que la madera ha de estar bien seca.
Una vez aprobada la traza, se tallan las imágenes o los relieves,
si se trata de un retablo, conforme a dicha traza. De esas imágenes
o relieves a veces se hacen moldes en cera o barro. Además, y por
regla general, la escultura es policromada, para la cual era preciso
aparejar la escultura, tapar grietas y hendiduras con cañas encola-
das y, hecho esto, se remataban con yeso en varias manos y se
embolaba, es decir, se le aplicaba bol, una arcilla muy fina, y sobre
ésta una capa de panes de oro; una vez doradas las vestiduras y a
veces las cabelleras, se procedía a estofar. Este proceso consiste en
pintar sobre oro con colores lisos, teniendo en cuenta que la capa
de color no puede ser gruesa porque luego, mediante un instru-
mento punzante, se arañaba la pintura para que se viese por deba-
jo el oro y de esa manera se imitaban las telas ricas, los brocados y
los damascos. El estofado se completaba con labores a punta de
pincel, acentuando la riqueza de las indumentarias. En las partes
descubiertas, rostro, manos, brazos o piernas, se procedía al encar-
nado, es decir, a darle color de carne, matizada según la edad de la
figura representada, y esto se hacía en mate o con pulimento, sien-
do este último la fórmula más empleada.
Lo dicho hasta ahora, junto a la asimilación de las formas rena-
centistas, deriva en una interpretación muy original, en cuanto que
muy española, de lo que es el Renacimiento, llegando a veces a unas
consecuencias opuestas a los principios de la estética italiana. Todo
se supedita a la búsqueda de la expresión religiosa respondiendo al
espíritu ascético-místico de estos años.
Esta tendencia está representada fundamentalmente por la
escultura que se hace en Valladolid. Ya veremos cómo al final de
estos años, en torno al 1560, se va imponiendo una nueva tenden-
cia, directamente recibida de Italia, sobre todo a través de la obra
de Gaspar Becerra, que entronca con el manierismo romano

226
El arte del Renacimiento español

miguelangelesco y que se ve favorecida por la subida al trono de


Felipe II.
Alonso Berruguete es el artista más famoso de Castilla, nacido
en Paredes de Nava hacia 1488, e hijo del pintor Pedro Berruguete,
con quien se supone que inició su formación artística, ya que cuan-
do murió su padre, en 1504, tenía catorce años. De sus años juve-
niles sólo se conoce que estuvo en Italia, aunque no se sabe con
certeza en qué año se marchó; Gómez Moreno dice que en fecha
posterior a 1504, pero Azcárate se inclina por una fecha bastante
posterior y señala «hacia 1510, o quizá —como apuntó Allende-
Salazar—, aprovechando la ida a Roma de su tío el dominico F.
Pedro Berruguete, que acompañaba al obispo de Burgos, fray
Pascual de Ampudia»72.
Los datos que de él da Vasari, y que recoge Sánchez Cantón73,
no son tampoco ni claros ni fidedignos. Dice que se dedicó a la pin-
tura que aprendió de Massaccio, que copió el cartón de la batalla de
Cascina, obra de Miguel Ángel, en Florencia y que luego en Roma
copió el Laoconte. Todo ello queda en la nebulosa por las fechas,
que tampoco se ajustan a la lógica biográfica del artista. Lo que sí
es cierto es que entró en contacto con los grandes artistas del
Cinquecento, aunque no es verosímil que fuese discípulo directo
de ninguno. Es evidente que en ese ambiente italiano su formación
hispánica le sirvió para no adscribirse a un artista determinado, al
mismo tiempo que logra dar sentido a su interpretación personal
al estilo de los maestros italianos. Eso significa que Berruguete se
coloca en un punto crucial en la elaboración del movimiento
manierista, de modo que los resabios goticistas de sus obras «plan-
tean un problema lingüístico que ya no es una pervivencia tradi-
cionalista y la mirada que realiza es el punto de partida de la
corriente emocional del manierismo religioso en España»74.
Tampoco es segura la fecha en que vuelve a Castilla. El primer
dato que documenta esta vuelta es el año 1518, cuando Berruguete

227
Ana María Arias de Cossío

concierta el sepulcro del canciller flamenco Joan Selvagio, un


flamenco privado del rey Carlos que, según documento publi-
cado por Gómez Moreno75, contrató junto con Felipe Vigarny.
Tampoco tenemos la fecha en que Berruguete entró al servicio de
Carlos I, aunque se supone que pesó en este nombramiento el pres-
tigio de su padre y, seguramente, el apoyo de algún personaje
importante. Lo cierto es que a partir de ese año figura en el séqui-
to imperial y se le da el tratamiento de «magnífico señor» y «pin-
tor del Rey». En estos años entre su vuelta de Italia y su estableci-
miento definitivo en Valladolid la actividad de Berruguete es
pictórica, aunque sin ninguna obra de relevancia (a ella nos referi-
remos en el apartado de pintura de este capítulo), además de dedi-
carse a perseguir, literalmente, cargos en el séquito del Emperador.
De manera que su primera obra escultórica documentada es el
sepulcro al que hemos aludido más arriba y que estuvo en la iglesia
de Santa Engracia de Zaragoza. Quedan restos de este sepulcro en
el Museo de Zaragoza y en ellos puede verse un estilo miguelange-
lesco. Hay un ángel cuyo cuerpo en tensión dentro de su hornaci-
na revela hasta qué punto le marcó la contemplación de las obras
del maestro italiano. Parece que correspondería a este mismo
momento, 1522-1523, el relieve de la Resurrección en el trascoro de
la Catedral de Valencia. En vista del fracaso de sus gestiones, se ve
forzado a abandonar la Corte y fijar su residencia en Valladolid,
en donde no se sabe muy bien en virtud de qué méritos fue nom-
brado escribano del crimen, en el que también pretendió ser susti-
tuido, por lo que se ganó la enemistad del presidente de la Audiencia.
Su primera obra en tierras de Castilla es el retablo de La
Mejorada de Olmedo, hoy en el Museo de Escultura de Valladolid.
Está dedicado a la vida de la Virgen y a la infancia y Pasión de
Cristo. Aparecen aquí ya las figuras características de su obra,
expresivismo extremo, gestos contorsionados, efectos pintorescos,
es decir lo más lejos posible de lo que puede considerarse sumisión

228
El arte del Renacimiento español

a la forma bella. Es la reelaboración de la tradición goticista en


busca de un manierismo en lo que éste tiene de poética anticlásica
para la representación del cuerpo humano, y en este sentido era
una discordancia con lo que se hacía en esos momentos en Castilla.
A este mismo momento y quizá a este mismo retablo pertenece el
Ecce Homo de San Juan de Olmedo, porque por su excesivo alar-
gamiento de las proporciones y por esa actitud un tanto inestable,
además de su absoluta despreocupación por la belleza, parece
emparentado con las figuras de este retablo [lám. 58]. La otra obra
de esta misma cronología es el Cristo atado a la columna de la igle-
sia de Guaza de Campos (Palencia), el cual se le atribuye desde
antiguo y esa atribución es aceptada por F. Portela: «La atribución
de esta talla puede aceptarse con toda verosimilitud y cabe adscri-
birla a la misma época del retablo de La Mejorada de Olmedo, en
torno a 1525-1526, o quizá un poco anterior [...]. Abrazado más
que atado a una columna pintada imitando jaspe, la policromía no
es excesivamente abundante...»76.
A partir del año 1526 Berruguete ha renunciado a su labor como
pintor y es ahora cuando inicia la serie de obras que le colocan a la
cabeza de los escultores castellanos de su tiempo. En este mismo
año contrata el retablo del monasterio vallisoletano de San Benito
que, desmontado, está en el Museo de la ciudad. Probablemente es
su obra más conocida y también más famosa y, aunque desmonta-
do, podemos hacernos muy bien idea de cómo fue gracias al cua-
dro que de su reconstrucción pintó Mariano de Cossío y que se
expone también en la misma sala que las figuras del retablo.
Desarrollado en cinco paños, ciñéndose al testero poligonal de la
iglesia, las tres calles centrales se cerraban con una venera enorme,
sobre la que se levantaba exento el Calvario. Al faltarle la homoge-
neidad en las figuras que tenía el de Olmedo, puede suponerse que
Berruguete tenía ya organizado un taller; aparecen figuras extraor-
dinarias y otras bastante flojas. En las figuras más cuidadas, como

229
Ana María Arias de Cossío

el San Sebastián [lám. 59] o el Sacrificio de Isaac, se demuestra el


profundo conocimiento anatómico del escultor en esa retorcida y
tensa postura, con el gesto expresivo de un dramatismo extraordi-
nario. En el resto de las figuras pueden advertirse desequilibrios y
extravagancias, y es que Berruguete es, casi puede decirse así, la
consecuencia de un doble fracaso: fracaso como escultor y fracaso
como pintor. Conoce las dos técnicas, pero en ninguna de ellas por
separado consigue brillar. Es en el momento de fundir la pintura y
la escultura cuando aparece su aliento genial. Así pueden aparecer
en este magno conjunto figuras que evocan recuerdos donatellia-
nos como el San Cristóbal o las ninfas, que contrastan con la mez-
cla con que están narrados los episodios de la vida de San Benito.
Unos años después, contrata el retablo mayor del Colegio de los
Irlandeses de Salamanca, cuyas imágenes talladas son escasas y
prácticamente se reducen a una Piedad en el centro del segundo
cuerpo, un Calvario y las imágenes de algunos santos.
Otra de las grandes obras berruguetescas es el retablo de la
Adoración de los Reyes para la iglesia de Santiago de Valladolid,
que el escultor contrató con Diego de la Haya en 1537. En su traza
sigue el esquema del retablo de la capilla del Condestable de la
Catedral de Burgos, con un solo tema en el centro, la Adoración de
los Reyes, encima y debajo tres compartimentos, los donantes
abajo y arriba la Anunciación, el Nacimiento y la Virgen con el
Niño y en la espina un Calvario. El tema central es extraordinario
[lám. 60]. La Virgen bellísima y, aquí sí, representada con una sere-
nidad clásica que contrasta con la cara afligida del san José, el movi-
miento del Niño y, sobre todo, las figuras de los Reyes, que caen
casi en cascada.
A partir de 1539 se inicia una nueva etapa en la vida de Alonso
Berruguete marcada por su actividad en Toledo. Contrata al ini-
ciarse el año la mitad de la sillería del coro de la catedral primada,
colaboran en ella sus discípulos más destacados, Francisco Giralde

230
El arte del Renacimiento español

e Isidro Villoldo. La obra, como dice Azcárate, está hecha en cierta


competencia con Felipe Vigarny, que es quien realiza la otra mitad.
Las figuras talladas en la sillería alta en madera de nogal son, como
no podía ser de otro modo, de gran expresividad en los rostros,
movimiento en el cuerpo y, sobre todo, de una sorprendente origi-
nalidad. Parece que en los tableros de alabastro interviene mucho la
mano del taller y en conjunto todo ello tiene un aire más reposado
y una cierta preocupación por la belleza, quizá obligado por la
corrección y la técnica de Vigarny. Debido precisamente a la muer-
te de Vigarny en 1542, se encarga Berruguete de la silla arzobispal
con su remate, en el que representa la Transfiguración y otros temas
en curiosa mezcla con el Dios Padre, Juicio Final y relieves del paso
del mar Rojo. La escena de la Transfiguración es mitad relieve,
mitad bulto redondo, y en su ejecución es magnífica. Aquí mismo
debió contratar dos tribunas de mármol, de las que hizo algunos
dibujos, pero no llegó a realizarlas. El retablo de la Visitación en el
convento de Santa Úrsula de Toledo sólo tiene dos grupos, de los
cuales el mejor, de gran viveza y volumetría, es el de la Visitación.
En sus últimos años realiza una de sus mejores obras, el sepul-
cro del cardenal Tavera, cuyo contrato firma en 1554. Se inspiró en
el de Cisneros y en los frentes figura la Caridad, la imposición de la
casulla a San Ildefonso, San Juan Bautista o temas de Santiago, vir-
tudes, asuntos todos que aluden al pontificado del cardenal en
Santiago de Compostela y a su pontificado en Toledo. Lo mejor es
la figura yacente del cardenal, retrato minucioso y magnífico en
una labra impecable. Berruguete murió en Toledo en 1557.
La otra gran figura de este momento en Valladolid fue Juan de
Juni, un francés que supo identificarse con el alma castellana y con
la estética. Su estilo es diferente al de Berruguete pero su raíz esté-
tica es la misma, es decir, prefiere la expresión espiritual.
Su etapa de formación es bastante imprecisa. Al parecer había
nacido en Joigny a principios del siglo. La técnica de barro cocido

231
Ana María Arias de Cossío

y la iconografía de sus Santos Entierros hacen pensar en una estan-


cia en Lombardía y, desde luego, su evidente relación con Miguel
Ángel hace muy posible su estancia en Roma. También en alguna
documentación relativa a la Antigua se dice que Juni aprendió en
Francia, lo que explica su goticismo. Pero desde un punto de vista
de la valoración de la obra, su volumetría y su dinamismo le hacen
más directamente relacionable con el arte italiano. En cuanto a su
formación, Martín González señala que en ella hay que tener en
cuenta tres elementos: lo francés, lo italiano y lo español. En rela-
ción a esto último, el profesor Martín González dice: «Es evidente
que el arte de Juni se nos ofrece, en términos generales, como dis-
tinto al de los demás escultores españoles de aquella época, a pesar
de que coincide con ellos en la tendencia al movimiento y a la
pasión; tampoco puede decirse que el arte de Juni sea francés ni ita-
liano. Sin duda, tal cosa se debe al influjo del ambiente español
sobre Juni, influjo que, si no fue bastante intenso para nacionalizar
completamente a este escultor, al menos sí resultó eficaz para
hacerle no tan francés ni tan italiano»77.
Existen testimonios que demuestran que Juni entendía de arqui-
tectura, escultura y pintura, pero él era propiamente escultor, enta-
llador y ensamblador. Mantuvo una posición económica regular-
mente acomodada, compró unas casas en Valladolid, que más tarde
serían propiedad de Gregorio Fernández, el imaginero castellano
del siglo XVII. La primera fecha conocida es la de 1533, año en el
que Juni aparece documentado en León. Lo aquí hecho son, al
parecer, los primeros trabajos bajo el mecenazgo del obispo don
Pedro Álvarez Acosta. Trabajó para el convento de San Marcos,
donde esculpió varios medallones, y, aunque la sillería del coro
aparece firmada por Guillén Donzel, no es difícil ver la mano de
Juni en alguno de los relieves de los sitiales. Todo parece indicar
que en León, aunque su estancia fue breve, creó una escuela de la
que Juan de Angers es el nombre más relevante.

232
El arte del Renacimiento español

En todo caso, la obra significativa de Juni está en Valladolid y su


provincia, además de en Salamanca y Ávila. Por encargo del almi-
rante de Castilla, don Fadrique Enríquez, Juni hace en 1537 dos
grupos de barro policromado para la iglesia de San Francisco en
Medina de Rioseco, que representan el martirio de San Sebastián y
un San Jerónimo penitente. Ambos dejan ver ya bien claras las
características del arte de Juni: patetismo extremo y técnica escul-
tórica perfecta en el bulto de las imágenes. Se sabe que poco des-
pués de realizado este trabajo labra en torno a 1540 el sepulcro del
arcediano don Gutierre de Castro en el claustro de la Catedral
Vieja de Salamanca, del que sólo se conserva in situ una Piedad y
en otros lugares las imágenes de Santa Ana y San Juan Bautista. La
verdad es que las figuras que componen la Piedad forman un óvalo,
que es la composición típica de los manieristas romanos, alrededor
de la Virgen. La imagen de Santa Ana enseñando a leer a la Virgen
[lám. 61] es una de las imágenes más bellas de la plástica renacen-
tista española, figura de armónica monumentalidad, exquisito tra-
bajo en paños y gestos que revelan una sabiduría técnica precisa y
un grupo, en fin, cerrado a la manera clásica. Cuando por estos
años se instala en Valladolid (1540-1541), Berruguete está trabajan-
do en Toledo y por lo tanto no hay en la ciudad ningún escultor de
importancia. Azcárate señala que este traslado a la vieja ciudad cas-
tellana podía estar relacionado con el encargo del obispo de
Mondoñedo, fray Antonio de Guevara, del Santo Entierro, termi-
nado en el año 1544 y hoy en el Museo Nacional de Escultura de
Valladolid. Sin duda es una de las obras más conocidas y mejores
del artista [lám. 62]. Siete figuras de tamaño natural, distribuidas en
torno a la figura del Cristo yacente, se enlazan unas con otras en un
ritmo armónico, en actitudes rebuscadas pero no distorsionadas,
perfectas todas ellas en su ejecución y transmitiendo la calma paté-
tica de un momento tan sublime. El busto relicario de Santa Ana
(Museo Nacional de Escultura de Valladolid) es de este mismo

233
Ana María Arias de Cossío

momento y lo primero que llama la atención en él es la técnica per-


fecta y el dramatismo de la expresión.
El otro gran capítulo en la obra de Juni es el de los retablos; el
primero que contrató fue en 1545 y es el retablo para la iglesia de
la Antigua de Valladolid. Éste es el encargo que da lugar al larguí-
simo pleito que sostuvo Juni y que tantas noticias ha proporciona-
do a los historiadores. Este pleito demoró la ejecución hasta 1551,
en que Juni firma el contrato definitivo y el trabajo termina en
1562. La organización del retablo, no sé si por ser el primero, es
bastante atípica: un banco con dos relieves y enormes ménsulas;
encima tres cuerpos y tres calles donde se mezclan figuras y relie-
ves con columnas clásicas aunque repartidas sin homogeneidad;
figuras caprichosas que rematan el último cuerpo y, en fin, toda
una fantasía que justifica, desde el punto de vista clásico, las críti-
cas que se le hicieron. Algunas de la estatuas de este retablo son
magníficas, como la de la Virgen de la Asunción Inmaculada, con
la corona de doce estrellas, la luna y el dragón, que es de un monu-
mentalismo clásico y a la vez manierista. Casi al mismo tiempo que
se firma definitivamente el contrato con la Antigua, Juni contrata
junto con Juan Picardo el retablo mayor de la Catedral de Burgo
de Osma, que iba a ser costeado por el obispo Álvarez de Acosta,
ahora en esta sede. En este retablo dedicado a la Virgen consta que
la traza se debe a Juni, así como también los relieves del lado del
evangelio: el Abrazo ante la puerta dorada, alusión a la Inmaculada
Concepción de María, en el primer cuerpo y además en el lado
opuesto al de la Sinagoga o ley antigua, la Virgen de la Asunción en
el centro, todo ello con el movimiento que es característico y la
perfección en la solución de formas y volúmenes. El retablo estaba
terminado en 1554. Ya en el comienzo de la década de los sesenta
se terminaba el retablo para la capilla de doña Francisca Villafáñez
en San Benito de Valladolid, y en el que colaboraron Juni e
Inocencio Berruguete. En el Museo de Valladolid están las imágenes

234
El arte del Renacimiento español

de Juni que se conservan, un San Juan Bautista y una Magdalena.


El San Juan Bautista recuerda en su expresión atormentada al
Laoconte.
En todo caso y dentro de sus retablos, creo que la obra maestra de
Juni es el retablo de la capilla de los Benavente en Santa María
de Medina de Rioseco (Valladolid), contratado en 1557 [lám. 63].
Dedicado a la Concepción, repite, en parte, el esquema del de la
Antigua. En las calles laterales escenas de la vida de la Virgen en
relieves pictóricos en los que destaca el sentido narrativo. En la
calle central un magnífico grupo del Abrazo en la puerta dorada y
sobre éste, en el centro, la imagen de la Inmaculada, sin ninguna
duda la más bella del todo el Renacimiento castellano, con su silue-
ta helicoidal, la perfección clásica de su rostro, que acentúa su
belleza serena, por contraste con el movimiento convulso de la
escena inferior y con toda la decoración abrumadora que en esta
capilla dejaron los Corral de Villalpando, como ya vimos. En la
segunda mitad de los setenta Juni interviene en la capilla de don
Pedro González Alderete en San Antolín de Tordesillas, donde es
evidente la intervención de discípulos y colaboradores; también
corresponde a este momento el desaparecido retablo del colegio de
San Antonio de los Jesuitas de Valladolid.
Al último período de su vida corresponden otra vez magníficos
grupos escultóricos incluidos en retablos de pequeñas dimensio-
nes; es el caso del Santo Entierro que está en la Catedral de Segovia
y que se fecha en 1571. Es un grupo de siete figuras perfectamente
cerrado y agrupadas de dos en dos. La figura del Cristo yacente es
un desnudo naturalista que preludia los que luego hará Gregorio
Fernández y, desde luego, ninguna figura como la Magdalena, que
en una contorsionada actitud y en el juego de piernas y brazos
evoca alguna de las figuras de Miguel Ángel. Otra de las imágenes
de este momento final de su vida que resulta extraordinaria es la
Virgen de las Angustias para la parroquia de su advocación en

235
Ana María Arias de Cossío

Valladolid, en una actitud inestable tan bien expresada por el


manierismo miguelangelesco. Al mismo tiempo, el patetismo del
rostro hace de esta escultura, de proporción monumental, una de
las más admiradas de toda la producción de Juni. En 1572 doña
María de Mendoza le encargó la estatua de San Segundo en la igle-
sia del santo en las afueras de Ávila; es una figura orante, reposada
y serena que nos deja la muestra de la perfecta técnica de Juni para
trabajar en alabastro. En estos últimos años contrató algunos reta-
blos, en los cuales no intervino o dejó sin acabar, con una colabo-
ración muy limitada. Murió en Valladolid en 1577.
El otro gran artista que coincide con Juni en Castilla es Gaspar
Becerra, en realidad el introductor de las correctas formas del
manierismo romano que tienen gran importancia en la evolución
del arte castellano en el último tercio del siglo, como veremos en su
momento. Nacido en Baeza hacia 1520, se formó en Italia en el
entorno de Miguel Ángel y de los artistas que seguían a Rafael,
fundamentalmente Vasari y Volterra. Su formación en las tres artes
le convierte en un artista típico del Renacimiento y, quizá por ello,
cuando vuelve a Castilla en 1557, precedido de gran prestigio, con-
trata una obra para la que se habían presentado otros artistas, a
pesar de que él no tenía obra previa conocida. Se trata del retablo
mayor de la Catedral de Astorga [lám. 64], tanto más importante
porque su obra escultórica es muy escasa y, desde luego, porque
representa la introducción en Castilla del reposado manierismo de
Miguel Ángel, con figuras grandiosas y monumentales de muy
buena técnica aunque algo frías. Esto significaba una novedad fren-
te a las figuras de Berruguete o Juni y eso es lo que hizo decir a
Juan de Arfe en 1585: «La manera que ahora está introducida entre
los más artífices, que es las figuras compuestas de más carne que las
de Berruguete»78.
Lo que sí es cierto en los relieves de este magnífico retablo es
que Becerra opone al intenso expresivismo de Juni y Berruguete el

236
El arte del Renacimiento español

idealismo correcto, bellamente desapasionado, propio de los escul-


tores del último tercio del siglo. Entre lo mejor de este retablo, de
figuras correctamente realizadas y distribuidas en ponderadas
composiciones, la Ascensión y la Coronación. En relación con esta
estancia en Astorga se pone bajo su nombre un púlpito de nogal de
muy finos relieves y el Cristo de las Injurias, que rechaza como
obra suya Gómez Moreno. Después de este retablo de Astorga,
Becerra entra al servicio de Felipe II, por lo que lo volveremos a
encontrar en el capítulo siguiente.
En torno a estas figuras del foco vallisoletano que fijan las
características de esta escuela se encuentran varios artistas de
segunda fila que aparecen documentados en obras que han contra-
tado Berruguete o Juni, pero cuyo mérito es haber mantenido la
vitalidad de la escuela. Son, entre otros: Juan Picardo e Inocencio
Berruguete. Para su conocimiento remito al lector al libro de
Azcárate o al de Francisco Portela, tantas veces citados79.
En Palencia no encontramos artistas de la categoría de
Berruguete o Juni, pero, en cambio, sí existe un taller importante
que se extiende por toda Castilla, un taller cuya referencia es Siloé
y los escultores que trabajan en Burgos, y que pronto mezclan con
esta raíz la influencia de Berruguete y Juni. Como síntesis de lo que
se hace en Palencia y su zona de influencia, me voy a referir a dos
artistas, uno que representa la estela de Siloé y la escuela burgalesa
y otro que sigue la manera de Berruguete, desplazando los recuer-
dos siloescos.
Miguel de Espinosa representa la influencia de Siloé a lo largo
de este segundo tercio del siglo. Debió nacer en torno a 1510 en
Burgos, de donde era vecino en 1537. En relación con su obra la
primera fecha es la de 1531, en que está trabajando con Diego de
Siloé en la portada de la sacristía de la Catedral de Granada: «La
portada de la sacristía tiene menuda decoración de candelabro en
las jambas y luce un medallón con la Virgen y el Niño entre las

237
Ana María Arias de Cossío

imágenes de san Pedro y san Pablo, así como ángeles en las enjutas
del arco central. Pero, lamentablemente, el hecho de que hubiera
sido utilizado en ella un modelo de Siloé y que se produjera la cola-
boración de Sancho del Cerro hace prácticamente imposible cono-
cer el estilo de Espinosa en esta primera época»80. A finales de 1537
está ya en Burgos, porque en el pleito referido entre el almirante de
Castilla y Cristóbal de Andino, él declara como testigo de Andino
y dice ser vecino de Burgos. El pleito era por los altares del con-
vento de San Francisco en Medina de Rioseco, que finalmente reca-
yeron en Espinosa «al no ser Andino oficial perito y experto». Los
dos altares se componen de una hornacina en forma de arcosolio y
flanqueada por columnas exentas, arriba otra hornacina avenerada
que se remata en la parte alta con un frontón triangular, en uno está
el San Jerónimo penitente que modela en barro cocido Juan de Juni
y en el fondo está el medallón con la Virgen y el Niño que recuer-
dan mucho a Siloé, y lo mismo ocurre con la decoración riquísima
de columnas, enjutas y remates. En el otro altar se representa el
martirio de San Sebastián igualmente realizado por Juni e igual-
mente con un medallón de fondo con el mismo motivo.
Más o menos por estas fechas Espinosa debió iniciar su trabajo
en la decoración del claustro de San Zoilo, en Carrión de los
Condes (Palencia), obra en la que trabajan muchos artistas, pero la
obra de Espinosa está en el lado oriental que es la parte que dirigió
Juan de Badajoz y la más antigua. Portela supone que la interven-
ción de Espinosa se inició por la puerta que da acceso a la iglesia,
las enjutas y los frontones tienen unos medallones cuyos relieves
tienen un indudable parentesco con Siloé, lo mismo que trozos del
entablamento que soportan las ménsulas voladas donde se apoyan
los nervios de la bóveda. En esos trozos de entablamento suele
haber unos angelillos que sostienen cartelas que identifican al per-
sonaje que está en la parte baja. Es en éstos donde se ve la mano de
Espinosa, siempre siguiendo la pauta siloesca. Espinosa vuelve a

238
El arte del Renacimiento español

Palencia para ocuparse de una obra al parecer dirigida por Juan


Ortiz, pero en la que intervienen varios artistas; se trata del púlpi-
to de la catedral donde el estilo de Miguel de Espinosa no está del
todo claro, pero Martín González81 lo ve en el medallón dedicado
a San Juan Evangelista porque lo estimó ligado a Siloé. Portela, en
cambio, ve la intervención de Espinosa en los paneles dedicados al
evangelista san Mateo y a san Jerónimo, mientras que el resto de
los Padres de la Iglesia representados en los paneles se los adjudica
a Juan Ortiz, y de la atribución hecha por Martín González sobre
el medallón de San Juan Evangelista y similar al de san Mateo, los
atribuye a Juan de Cambray82. Esta obra debió tener gran eco en la
región porque entre 1546 y 1547 se repite su traza en el púlpito de
Santa María de Aranda de Duero que contrató Miguel de Espinosa
junto con Juan de Cambray. Resulta este púlpito arandino de un
carácter más avanzado que su modelo y en sus relieves se ve muy
bien la fusión de Burgos y Valladolid. En 1548 vuelve a mencio-
narse Miguel de Espinosa como entallador en la portada sur de la
iglesia de Santiago de Medina de Rioseco en la que, posiblemente,
le corresponde la decoración muy abundante a base de medallones,
escudos y grutescos, ya que los evangelistas y el relieve del pilar se
pagaron a un artista del siglo XVIII, llamado Juan Canseco, y la
figura del Santiago es demasiado anodino para adjudicárselo. Este
mismo año interviene como testigo a favor de Giralte en el pleito
del retablo de la Antigua. Debió morir a finales de la década de los
cincuenta.
El escultor más significativo de la escuela palentina durante este
segundo tercio del siglo es Francisco Giralte, quien difunde en tie-
rras palentinas el estilo de Alonso Berruguete. Generalmente se
admite que nació en Palencia a mediados del segundo decenio del
siglo y tampoco se sabe bien la relación con otros escultores ape-
llidados Giralte. En realidad, las noticias ciertas que de él tene-
mos derivan del célebre proceso mantenido con Juan de Juni por

239
Ana María Arias de Cossío

el retablo de la Antigua de Valladolid, que tuvo lugar entre 1545 y


1550. En ese proceso declararon a su favor Miguel de Espinosa,
como acabamos de ver, y además Juan de Cambray y Pedro de
Flandes, todos ellos activos en Palencia. Anteriores a esta fecha del
pleito son las primeras noticias de su actividad artística, pues
en 1532 aparece citado al servicio de Alonso Berruguete, igual
que en 1535. Volvió a colaborar con Berruguete, en calidad ahora
de oficial, en los trabajos de la sillería del coro de la Catedral de
Toledo, por tanto entre 1539 y 1541. Entre esta fecha y la del pro-
ceso con Juni, antes de 1548, sabemos que había ejecutado ya tres
obras. Primero el retablo de la iglesia de San Pedro en Cisneros
(Palencia), en el que se narran escenas de la Pasión de Cristo y de
la vida de San Pedro distribuidas más bien sin orden ni concierto
por las cinco calles del retablo, aunque son de un relieve altísimo.
En conjunto es un retablo bastante artesanal donde el arte de
Giralte sólo se ve en algunos detalles de los grutescos y en el tondo
superior izquierdo, donde se representa el Entierro de Cristo.
De calidad muy superior y de traza originalísima es el retablo de
la capilla del doctor Corral en la iglesia de la Magdalena de
Valladolid, que debió ejecutar entre 1537 y 1547. El retablo tiene
tres calles y dos cuerpos con relieves en el cuerpo bajo de la
Oración del Huerto, el Descendimiento y el Santo Entierro, y arri-
ba la Resurrección, el Noli me tangere y la Natividad. En el meda-
llón central la imagen de San Juan Evangelista inspirada directa-
mente en los modelos de Miguel Ángel [lám. 65]. Relieves de
bellísima factura que enlazan con el estilo italiano que había inicia-
do Siloé en lo que es su expresividad y, aunque se reconoce la
influencia de su maestro Berruguete, no se ven las libertades que se
permitió el artista de Paredes de Nava, ni esos tipos de volúmenes
tan plenos corresponden a la espiritualidad de la que hacían gala las
figuras berruguetescas. Lo que sí es tributario de Berruguete es el
sentido pictórico del relieve. En conjunto el retablo es muy italiano.

240
El arte del Renacimiento español

Todo parece indicar que el resultado del pleito de la Antigua deci-


dió a Giralte a marchar a Madrid, ya que había quedado eclipsado
por Juni y sus colaboradores en Valladolid. Sin embargo, esta
amarga estancia en la ciudad del Pisuerga le proporcionó el
contacto con el obispo de Plasencia, don Gutierre de Vargas y
Carvajal, para la ejecución de lo que iba a ser su obra maestra y una
de las más bellas del Renacimiento español; me estoy refiriendo al
retablo y los sepulcros de la capilla del Obispo en San Andrés de
Madrid. El conjunto es sencillamente magnífico y debió ejecutarse
entre 1549 y 1555. El retablo [lám. 66] de tres cuerpos y tres calles
tiene una decoración admirable y se narran en él escenas de la
infancia y la pasión de Cristo, distribuidas caprichosamente, y en
las entrecalles figuras de santos, apóstoles y Padres de la Iglesia,
estos últimos en el remate del retablo y representados en atriles
donde apoyan sus libros. Aquí sí es verdad que aparece clara la
influencia de Berruguete en el movimiento y expresividad de las
escenas, alguna de cuyas figuras se representan agitadas con rostros
contraídos y atormentados. En cambio, en la proporción y en la
corrección de la talla evoca a Siloé. En cuanto a los tres sepulcros
que completan el conjunto de Giralte cabe decir, en primer lugar,
que ofrecen las mismas características que el retablo en lo que se
refiere a la cuidadísima talla y a la profusión decorativa con guir-
naldas, niños, tenantes de escudos que soportan las columnillas
jónicas, ángeles que llevan calaveras, etc. La única diferencia es el
material, que en el retablo era la madera y en los sepulcros, el ala-
bastro. En el muro del lado de la Epístola está el sepulcro del obis-
po don Gutierre de Carvajal, estructurado en forma de arcosolio
que, sin duda, es una de las obras funerarias más ricas de la escul-
tura española del Renacimiento. En el interior aparece el obispo
arrodillado en un estrado alto apoyado en un reclinatorio; tras él, el
licenciado Barragán, su capellán mayor, y dos figuras que portan la
mitra y el cetro. En el nicho, un relieve con la oración del huerto y

241
Ana María Arias de Cossío

gran número de niños, ángeles, figuras femeninas, motivos vegetales


y, coronando el sepulcro, un Ecce Homo muy berruguetesco, todo
ello inmerso en una abundantísima talla decorativa. A ambos lados
del retablo hay otros dos nichos sepulcrales de menor tamaño que
corresponden a los padres del fundador, don Francisco de Vargas y
doña Inés de Carvajal, la traza es similar a la del fundador pero
hecho todo a escala menor. Las dos figuras orantes miran hacia el
altar; él vestido con ropas, ella con saya y manto, están cobijados
también bajo una bóveda con casetones y, una vez más, la profusión
decorativa es apabullante. No hay duda de que el conjunto de todo
ello es fastuoso y ya hace muchos años que hizo decir a Elías Tormo
que esta capilla «es la perla de las iglesias madrileñas»83.
El profesor Portela da noticia de otras obras realizadas por
Giralte en Madrid y en sus alrededores que han desaparecido en
distintos momentos, por ejemplo la capilla funeraria de don
Manuel de Vozmediano en la iglesia de Santa María la Real de la
Almudena, en la que también contrató un retablo con el pintor
Cristóbal de Villareal. Asimismo el retablo de la iglesia de Pozuelo
del Rey, entre Loeches y Nuevo Batzán, esta vez en unión del pin-
tor Diego de Urbina, retablo que se perdió en la guerra civil.
Todavía aguardaba a Giralte un nuevo encargo en 1573: el sepul-
cro del obispo don Pedro Ponce de León, que había de ser instalado
en la Catedral de Plasencia cuya sede ocupó el prelado desde 1563
hasta este año de 1573. Realizado en piedra y mármol, consta de un
nicho sepulcral con arco de medio punto; bajo el arco, la imagen
del prelado arrodillado es similar a la del obispo de la capilla madri-
leña, pero en conjunto menos solemne y, por la fecha, mucho más
desnudo de decoración. Por último señalaremos que Giralte diri-
gió la obra del retablo de la iglesia parroquial del Espinar (Segovia)
que, según parece, ejecutaron sus discípulos. Después de una vida
salpicada de pleitos, murió el laborioso escultor en los últimos días
de marzo de 1576.

242
El arte del Renacimiento español

Éstos son los artistas más relevantes de la escuela de Palencia


y, dado que de los Corral de Villalpando hemos hablado a pro-
pósito de la arquitectura, ya que ellos dieron trazas para el resto
de los maestros que conforman este foco tan importante de la
escultura española del siglo XVI, remitimos al lector al exhausti-
vo y documentado estudio de Francisco Portela, varias veces
citado en las notas de este capítulo. Asimismo, para los esculto-
res que siguen a Berruguete puede consultarse el estudio de
Parrado84.
En Burgos los maestros del segundo tercio del siglo siguen fun-
damentalmente la línea de los maestros de Valladolid, pero son
escultores de carácter secundario. Puede citarse a Simón de
Bueras, afincado en Burgos desde 1550, que hizo la sillería del coro
para la Cartuja de Miraflores. El arquitecto Juan de Vallejo dirigió
un activo taller donde trabajó, entre otros escultores locales, el
propio Simón de Bueras. Domingo de Amberes es el escultor más
importante en la talla de madera. La primera mención referida a él,
que debió llegar a Burgos con los escultores extranjeros que vinie-
ron a Palencia, es de 1546, cuando trabaja en el convento de la
Trinidad con Cornielles de Amberes. Su mejor obra, sin embargo,
es el retablo de Pampliega, terminada en 1558.
En tierras abulenses los artistas tienen bastante relación con
Toledo, de hecho el mejor escultor es discípulo de Berruguete, su
nombre es Isidro Villoldo. Él mismo se declara alumno de
Berruguete en el famoso pleito de la Antigua entre Juni y Giralte.
Su primera obra es la sillería del coro de la Catedral de Ávila que,
según Gómez Moreno, debió hacer, como otros, en colaboración
con Juan Rodríguez. Figuran también como maestros trabajando
en Ávila y su comarca Pedro de Salamanca y Cornielis de
Holanda.
En León y su comarca trabajan varios artistas extranjeros, aunque
los más relevantes son Guillén Doncel y Juan de Angers, que quizá

243
Ana María Arias de Cossío

llegaron a España con Juan de Juni y con su estilo se relacionan sus


obras muy frecuentemente. Estos dos maestros trabajan en cola-
boración, con lo que resulta difícil determinar el trabajo de cada
uno. Las primeras menciones de ambos se sitúan en León en 1542
trabajando para la sillería del coro del convento de San Marcos,
luego se percibe su trabajo donde casi siempre contrata Doncel, en
el trascoro de la catedral, las puertas del claustro y otras obras,
exhibiendo un estilo tributario del de Juni. Trabajan también en
León y sus alrededores Juan de Miao y Lucas Mitata, entre otros.
Todos estos maestros secundarios indudablemente debieron cola-
borar con Juan de Badajoz en los medallones de la fachada de San
Marcos.
Hacia el noroeste, Galicia, con su centro en Santiago de
Compostela, reúne también a varios escultores extranjeros. Consta
la actividad de un flamenco, Claudio Loguí, que trabaja
en Santiago y en Lugo. Un Antonio de Malinas que trabaja en
Pontevedra y un Gil de Probot que en 1540 contrató la desapare-
cida sillería de Sobrado de los Monjes. Entre los escultores locales
se cita a Pedro Silveira y a Rodrigo Díaz, entre otros.
En las ciudades de la actual Castilla-La Mancha, Toledo conti-
núa, como en el primer tercio del siglo, siendo el centro artístico
más relevante, con la particularidad de que en los talleres de la cate-
dral se mezclan ahora varias tendencias, creando un estilo de carác-
ter muy diverso al de Valladolid o Palencia. Esa fusión se forma a
base de los resabios locales representados por el maestro Jorge o
Miguel Copín y la influencia de Felipe Vigarny y Alonso
Berruguete, lo que da lugar a una fórmula que luego se extiende
por Andalucía que prefiere la buena técnica y la expresión de la
gracia, en vez de la monumentalidad que caracteriza a los seguido-
res de Juan de Juni. Varios son los escultores que trabajan en este
foco: Nicolás de Vergara, Gregorio de Vigarny y Bautista
Vázquez el Viejo, el más clásico.

244
El arte del Renacimiento español

En Cuenca ya hemos dejado apuntado en el apartado de la


arquitectura de este mismo capítulo la labor de Esteban Jamete,
que es, sin duda, el artista más importante.
Sigüenza, después de la estancia y labores de Covarrubias, per-
dió importancia, no obstante debe citarse trabajando en la decora-
ción de la capilla de las Reliquias a Maese Pierres bajo la dirección
de Martín de Valdoma, que figura en Sigüenza como maestro
mayor de la catedral a partir de 1554. A él se debe asimismo el púl-
pito de alabastro de la catedral. Murió a fines de 1578.
Durante todo el primer tercio del siglo ya hemos visto que
Granada es el centro artístico más importante. Sin embargo, una
crisis económica cada vez más evidente disminuye de día en día los
encargos artísticos. Es entonces cuando, ya a mediados de siglo,
Sevilla empieza a ser la metrópoli de la vida próspera que atrae a
artistas no sólo andaluces, sino a extranjeros y castellanos, funda-
mentalmente toledanos, que, establecidos en Sevilla, sientan las
bases de lo que va a ser la escuela en el último tercio del siglo, con-
siderada como el primer capítulo del Siglo de Oro de la escuela
andaluza.
Así pues, en Granada, salvo la ya vista labor de Diego de Siloé
entre 1528 y 1563, no hay nada relevante y entre sus discípulos y
colaboradores la escuela va languideciendo, y es Sevilla la que ini-
cia la formación de una escuela en la que podemos ver la aporta-
ción de maestros extranjeros, fundamentalmente flamencos, entre
los cuales el más representativo es Roque Balduque, que no tiene
relación con los que con el mismo apellido se establecieron en
Medina de Rioseco. Su primera fecha en Sevilla es la del contrato
para un retablo en la parroquia sevillana de la Magdalena en 1545.
Unos años después trabaja en Cáceres y también en Chiclana de
la Frontera (Cádiz), retablo este último desaparecido. En todo
caso, este escultor desarrolla su actividad más importante en
Sevilla en los últimos años de su vida (muere en torno a 1562) y

245
Ana María Arias de Cossío

es particularmente famoso por su interpretación del tema de la


Virgen con el Niño, tema por el que se puede advertir una evolu-
ción en su estilo: primero hay un grupo de imágenes de cierto
carácter primitivo ligado a la interpretación del tema en el arte fla-
menco, verticalidad rígida en la figura, acentuada por los pliegues
verticales; de pie, con el Niño sostenido en el lado izquierdo, las
dos figuras frontales y sin relación entre ellas. Ese primitivismo
desaparece en un segundo grupo, donde se rompe la frontalidad de
las dos figuras mediante un giro suave del torso de la Virgen y la
ligera flexión de una pierna, ello caracteriza un plegado de los
paños con cierto movimiento, que relaciona la imagen con las
correspondientes a un lenguaje ya renacentista, quizá derivado de
su contacto con el arte sevillano coetáneo; lo importante es que el
segundo grupo de imágenes marianas contribuye a crear en Sevilla
una tendencia hacia el suave naturalismo que ha de ser consustan-
cial a la interpretación mariana en Andalucía.
Dentro de esa misma línea, aunque más flamenquizante, traba-
ja en Sevilla Juan Giralte. Otro maestro de cierta importancia en
este momento es Jerónimo de Valencia, que posteriormente se
establece, en torno a 1555, en Badajoz, porque, efectivamente, la
escultura extremeña de este segundo tercio fluctúa entre las
corrientes que vienen de Castilla en línea con el estilo berruguetes-
co y, sobre todo, las que vienen de Sevilla o de artistas establecidos
en ella, como es el caso de Giralte o del propio Roque de Balduque,
quien, una vez más, como intérprete mariano inicia la gran escuela
sevillana del último tercio del siglo. Trabaja en el retablo de Santa
María la Mayor en Cáceres junto a Guillén Ferrant. También se
establece en Badajoz, en 1555, Jerónimo de Valencia para trabajar
en la sillería de la catedral que, con técnica depurada, descubre su
admiración por Berruguete.
La escuela aragonesa que se había formado en torno a Damián
Forment en el primer tercio del siglo va perdiendo poco a poco

246
El arte del Renacimiento español

importancia en esta etapa central del siglo y definiendo un epígono


que anticipa la decadencia absoluta en el reino de Aragón en el últi-
mo tercio. El escultor más famoso ahora es Pedro Moreto, y la
obra más importante la realiza en la capilla de San Bernardo en La
Seo de Zaragoza, uno de los monumentos más significativos del
Renacimiento aragonés. A Moreto corresponde el retablo de ala-
bastro, contratado en 1553 en esta capilla, fundada por don
Hernando de Aragón, arzobispo de Zaragoza. Cabe mencionar
también a un discípulo de Forment llamado Juan de Liceire, y a un
colaborador constante de Moreto llamado Bernardo Pérez, que
vuelve a colaborar con Moreto en el sepulcro del abad de Veruela,
en la capilla de San Bernardo del Monasterio, realizado también en
alabastro.
La Rioja fue, desde siempre, tanto en lo artístico como en lo his-
tórico, cruce de caminos entre Castilla, Aragón y Navarra. Nunca
tuvo un arte propio, pero en ella se fundieron las características de
Aragón y Castilla, para, desde ellas, llevarlas a Navarra y el País
Vasco.
La influencia de los maestros castellanos se ve en una capilla de
la iglesia de Santa María la Redonda en Logroño, con escenas
exquisitamente talladas. El estilo de Forment se percibe, en cam-
bio, en el gran retablo de Santa María en San Vicente de la
Sonsierra. Esta influencia de Forment se mezcla con la de los maes-
tros castellanos, muy especialmente con la de Berruguete, en un
retablo magnífico en Santa María del Palacio en Logroño.
En la escultura del País Vasco el maestro más representativo es
el flamenco Guiot de Beaugrant, que muestra ciertas relaciones
con el estilo de Juan de Juni. Su actividad se desarrolla en Vizcaya
entre 1530 y 1549. Su primera obra es el retablo mayor de Santa
María de Portugalete, del que sólo le corresponden las escenas cen-
trales de la Anunciación, la Asunción y en el remate la Santísima
Trinidad. Luego trabaja en retablos donde evoluciona hacia un

247
Ana María Arias de Cossío

afectado italianismo que señala su camino hacia el manierismo. La


relación del arte vizcaíno con los centros artísticos flamencos que
muestra la obra de Beaugrant se confirma también en numerosos
laudas sepulcrales, aunque a mediados del siglo se españolizan
cuando ya se fabrican en Vizcaya.
Navarra, como ha quedado dicho, funde influencias francesas
gracias a la presencia del maestro Esteban de Obray, que reside
fundamentalmente en Tudela pero que trabaja para Calatayud y en
el retablo de Cintruérigo que pintaría Pedro de Aponte. En
Calatayud su obra más importante es la portada de la colegiata de
Santa María. Algo más tarde consta que está al frente del coro de la
Catedral de Pamplona.
La influencia aragonesa la representa el maestro Jorge de
Flandes, a quien se cita vecino de Sangüesa en 1554 y donde muere
en 1586. Se le atribuye el retablo de Santa María la Real de Sangüesa.
Otro maestro de esta misma línea de influencia es Domicelo de
Segura que se menciona en Tarazona. Por otra parte, la influencia
castellana llega a través de maestros franceses, en un primer grupo
Metelin y Jacques Tomas, cuya obra más importante es el retablo
de Mendavia. Otros maestros representan un cierto recuerdo de
Giralte, pero su obra está ya fechada en el último tercio del siglo
(retablo de Isabel de Simón Pérez de Cisneros, 1586).
El escultor Andrés de Araoz transmite en varios retablos la
influencia riojana en relación con los ecos de Forment y de su reta-
blo de Santo Domingo de la Calzada.
Por último, señalar que este segundo tercio del siglo es el de
mayor esplendor en la escultura catalana del Renacimiento, porque
la labor que allí había hecho Forment y las aportaciones de otros
artistas facilitan la creación de un activo taller local que evoluciona
con independencia y que está presidido por la figura de Martín
Díez de Liatzasolo, que desplaza a Forment y a sus colaboradores.
Ahora bien, hay que señalar asimismo que se trata de un esplendor

248
El arte del Renacimiento español

efímero, porque durante el propio segundo tercio se produce una


rápida decadencia que conduce a —como dice Azcárate— la casi
desaparición de la escultura de valor artístico.
Liatzasolo trabajó en Cataluña desde 1527 hasta 1583, año en
que murió y fue enterrado en el monasterio de San Francisco de
Barcelona. Un Santo Entierro conservado en la parroquia del
Espíritu Santo de Tarragona y fechado en 1544 se considera su obra
maestra, concebida a la manera de Juni y de los escultores lombar-
dos. En este grupo escultórico sobresale la expresión patética de la
Virgen sostenida por san Juan. Otra de las obras realizadas en 1556,
un retablo para la capilla del Palau, tiene una imagen de la Virgen
de las Victorias en alabastro que algunos autores consideran como
«la obra capital en la carrera de este escultor»85.
Otro grupo de escultores de menor importancia lo forman los
extranjeros Joan de Tours, que colabora con Liatzasolo, o
Enrique de Borgoña; el castellano Gil de Medina o el aragonés
Guillén de Bolduch. Además, y por último, dentro de este mismo
período aparecen obras anónimas, como el sepulcro de Ramón de
Boyl en la capilla de la Esperanza de la Catedral de Gerona.

III.2.c. La pintura

Desde el principio del siglo XVI, como ya quedó apuntado, lo


que de manera general caracterizó la pintura levantina fue la
influencia italiana que, en los mejores maestros, se fija en
Leonardo. Ahora, en estos años centrales del siglo, esa influencia
italiana se acentúa y prácticamente se olvidan los resabios flamen-
quizantes que tanto han importado hasta ahora, de manera que la
pintura de los maestros valencianos cambia de orientación y en su
camino hacia el clasicismo se encuentra con Rafael y, como dice
Fernando Checa: «Es ahora cuando el dilema entre un sentido

249
Ana María Arias de Cossío

armónico, clásico y proporcionado de la imagen religiosa se atri-


buye a Italia, a la vez que se opone a un modelo nórdico caracteri-
zado por el patetismo y la emoción»86.
En este dilema los pintores valencianos de estos años centrales
del siglo despojan esa mirada a Rafael de toda reflexión de carácter
intelectual para expresarse en el sentido sentimental de la pintura
rafaelesca. Hablar de la pintura rafaelesca valenciana es hablar de la
obra de Vicente Masip y de la de Juan de Juanes.
De Vicente Masip sabemos que trabaja en Valencia desde
comienzos del siglo y que en 1514 pagaba un impuesto por su taller
de pintura. La verdad es que tenemos muy pocos datos de su bio-
grafía y no se sabe si estuvo en Italia pero, desde luego, su italianis-
mo es muy evidente y en él no se aprecia únicamente la influencia
de Rafael sino también la de Sebastiano del Piombo y la de ciertos
pintores de la escuela boloñesa. Entre las obras que de él se conser-
van cabe destacar el retablo para la Catedral de Segorbe, hoy des-
hecho en una serie de tablas sueltas que catalogó Elías Tormo hace
muchos años. Su pintura se desenvuelve en formas amplias que se
enlazan en curvas suaves y en las que el color no se prodiga en tonos
brillantes, sino contaminados. Se pintaba este retablo en 1530 y se
terminaba pocos años después. Sin duda la tabla de la Adoración de
los pastores es la que mejor da idea de su estilo y además se ve muy
bien el tiempo que ha transcurrido entre la pintura de Yáñez y ésta
de Segorbe [lám. 67], porque, aunque es evidente que Masip se fija
en la pintura del mismo tema de Yáñez, lo cierto es que aquí hay un
mayor movimiento en la escena, cuyas figuras marcan una línea zig-
zagueante que va desde el pie del pastor en el ángulo inferior
izquierdo, pasa por la cabeza de la Virgen y, desde las dos figuras
femeninas de pie, termina horizontalmente en las cabezas de los tres
pastores, que están también de pie en torno a la columna.
Unos años más tarde, hacia 1535, Masip está pintando el
Bautismo de Cristo de la Catedral de Valencia, donde coloca a los

250
El arte del Renacimiento español

cuatro Padres de la Iglesia alrededor y en primer plano retrata al


donante, en la parte alta de la composición el Padre Eterno con los
brazos extendidos. Todo ello contado con un sentido devoto, ínti-
mamente religioso, especialmente marcado en los protagonistas de
la escena, el Salvador y el Bautista.
En el Museo del Prado hay dos tondos que representan la
Visitación y el Martirio de santa Inés, en los que el tono general
recuerda al Rafael de los cartones para las estancias vaticanas, espe-
cialmente en la escena del martirio donde el escenario adquiere una
gran importancia que remata en el fondo de la composición el pór-
tico en alto.
Entre la obra de Vicente Masip y la de su hijo Vicente Juan
Masip, llamado desde siempre Juan de Juanes, hay una perfecta
continuidad que, por otra parte, es lógica, pues trabajaron juntos
durante varios años, aunque una vez deslindadas las obras de cada
uno puede decirse que la obra del hijo representa un paso entre
purismo y manierismo a base de la interna y paulatina transforma-
ción del estilo paterno.
Juan de Juanes nació hacia 1570 y no hacia 1523 como se venía
diciendo87. Fue uno de los creadores de imágenes religiosas más
populares, como las de la Cena, la Concepción o El Salvador
Eucarístico, popularidad que en muchos casos ha llevado el juicio
de su obra hasta el tópico.
Desde el punto de vista pictórico, la diferencia con la pintura de
su padre es que insiste menos en la posición de formas y volúme-
nes, prefiriendo siempre una definición mucho más blanda y difu-
minada de los contornos y, en cambio, juega con tonos más bri-
llantes, y los fondos, especialmente de paisaje, son blandos pero
están llenos de ruinas bastante fantaseadas, donde lo mismo puede
aparecer un obelisco egipcio que la pirámide de Cayo Sexto. De
manera que los valores de su arte están, más que en un italianismo
superficial, ni mejor ni peor que el de otros romanistas europeos de

251
Ana María Arias de Cossío

su época, en haber logrado expresar la religiosidad de su momento


y, como Morales o Murillo, fue por ello un artista popular.
La Última Cena del Museo del Prado muestra el recuerdo muy
empalidecido de la de Leonardo [lám. 68]. El dibujo es poco vigo-
roso y la policromía escasamente refinada, en la que, como los
manieristas italianos, abusa de los tornasoles y de los falsos cam-
bios de tono en las luces de los paños. También en el Museo del
Prado están los cuadros del Martirio de San Esteban que Carlos V
trajo a Madrid desde la iglesia del santo en Valencia y que son la
muestra más clara de su manierismo fatigante.
Lo que sí tiene Juan de Juanes es un sentido unitario de la ima-
gen y de la concepción espacial de la obra, y esto se ve en la Cena
que acabamos de comentar pero, sobre todo, en el cuadro que
representa Los desposorios místicos del venerable Agnesio, compo-
sición de ritmo horizontal que se organiza a base de un juego de
triángulos.
En todo caso este pintor del clasicismo manierista se entrega a
los temas marianos, que adquieren una importancia enorme en la
iconografía religiosa española. Muchas versiones de la Virgen y el
Niño, la Sagrada Familia y la Concepción, esta última que es repre-
sentada hasta mediados del siglo mediante el abrazo de san Joaquín
y santa Ana, pero, a partir de estos momentos, se sintió la necesi-
dad de representar el triunfo de la persona misma de la Virgen. A
Juan de Juanes le encargó el padre Martín Alberro, un jesuita que
era su confesor, que llevase al lienzo la visión que había tenido
donde, en realidad, se funden dos temas: el de la Inmaculada y el de
su coronación. En la pintura de Juan de Juanes la Virgen aparece
quieta con las manos unidas y ni su cuerpo ni los pliegues de sus
vestiduras señalan el movimiento típico de las pinturas de la
Asunción, representada con túnica blanca y manto azul, coronada
por el Padre y el Hijo y en torno a ella los símbolos de la letanía
mariana [lám. 69]. Este cuadro sí tiene una enorme suavidad de

252
El arte del Renacimiento español

colores de fondo que le dan un cierto aspecto de extasiada con-


templación mística.
También alcanzó gran popularidad la representación del
Salvador eucarístico, del que hizo un número considerable, aunque
el más conocido es el que se representa de medio cuerpo con la
sagrada Forma en una mano y el cáliz en la otra. El último aspecto
que debe señalarse en la obra de Juan de Juanes es el de retratista,
en el que demuestra claramente sus dotes de buen pintor; valga
como ejemplo el que hizo a don Luis de Castellá, señor de Bicorp,
a quien Jorge de Montemayor dedicó su Diana. El retrato es, sin
duda, una pintura de gran valía que permite la comparación con lo
mejor que se hacía por entonces en Italia o en Flandes [lám. 70].
Juan de Juanes estaba en Bocairente pintando un retablo para la
iglesia parroquial cuando murió el 20 de diciembre de 1579. Su
taller continuó vivo durante muchos años más, pues alcanzó al
propio Ribalta, y a él pertenecieron sus hijos Vicente y Margarita,
además de otros muchos pintores que prolongan su estilo.
En esta época central del siglo en la que la nota general es la
influencia de Rafael, Cataluña no presenta demasiada actividad pic-
tórica. En realidad, el único pintor que tiene cierta relevancia es el
portugués Pedro Nuñes. Consta que todavía vivía en 1554. Su esti-
lo, que puede alguna vez recordar al Rafael de las Logias, descubre,
en cambio, una cierta tensión espiritual de raíz más flamenca que
italiana. Fue un pintor muy activo que formó sociedad desde 1532
con otro portugués llamado Enrique Fernández y con el napolita-
no Nicolás de Credensa. Más tarde trabajó también con Pedro
Serafí.
En Aragón la gran figura de este momento es Jerónimo Cosida.
Su actividad conocida comienza en 1533 y consta documentalmen-
te que todavía estaba trabajando en 1580. A mediados de los años
cuarenta ya era el pintor más importante y que acumula más encar-
gos y, debido a sus merecimientos artísticos, fue el pintor del gran

253
Ana María Arias de Cossío

mecenas Fernando de Aragón, nieto de los Reyes Católicos, y ade-


más su consejero en obras y en las artes plásticas. Jusepe Martínez
dice cómo imitó los grabados de Durero con dulzura y amabilidad.
Ello quiere decir que hay un cambio de tono en la pintura arago-
nesa, tan apegada al gótico hasta estos momentos, en que Cosida
representa la mezcla entre la serenidad de Rafael y el canon y la
expresión de Durero. Sus primeras obras son los retablos de San
Lorenzo de Zaragoza (1536) y el del monasterio de Veruela (1540);
luego trabajó en Calcena, Tarazona y también, aunque mucho más
tarde, en los retablos de Caspe y Monzón (1558-1561). El último
documentado es el de Valtorres (1578).
El estilo de Cosida se prolonga en otros pintores que, fueran o
no discípulos suyos, imitan sus fórmulas, todos ellos pintores de
segunda o tercera fila.
Toledo tenía el terreno preparado para que llegase este momen-
to de clasicismo manierista de manera casi natural por dos razones
fundamentales: la primera que Machuca no estaba en Toledo a estas
alturas del siglo, porque, si no, hubiese sido él el que habría pinta-
do en Italia en 1517 una Virgen de acentos plenos de rafaelismo y
el que hubiese introducido en la vieja ciudad imperial la influencia
de Rafael; la segunda es que la obra de Juan de Borgoña marca el
camino para que, renovando su ingenuo quattrocentismo, se crea-
ra un estilo completamente nuevo.
El primer maestro que merece ser citado, tanto por la indepen-
dencia de su estilo con relación al de Juan de Borgoña como por lo
temprano de su obra, es el autor del retablo de Santa Librada en la
Catedral de Sigüenza, que revela la mano de un pintor de enorme
calidad que iba a posibilitar la transformación de la pintura toleda-
na. Por su parte, Juan de Soreda dice en su historia de Santa
Librada de la Catedral de Sigüenza, como señala F. Checa, que «no
se conforma con enmarcadas (las historias) en un peculiar decora-
do clásico, sino que el mismo aparece enriquecido con multitud de

254
El arte del Renacimiento español

referencias explícitas a la Antigüedad. Y ello, no sólo desde un


punto de vista decorativo en los putti que sostienen festones en la
escena del Juicio de la santa, sino también como apoyo significati-
vo a la historia, desde el caballo Pegaso del Martirio, a la serie de
cuatro relieves con temas de Hércules, procedentes de las escultu-
ras de Amadeo; de esta manera la Virtud y Fortaleza de la prota-
gonista encuentran su paralelo en los esforzados trabajos del héroe
griego»88. En todo caso, en la escena del martirio de la santa ya hace
muchos años que Elías Tormo advirtió que la figura del verdugo
repite fielmente una de las figuras del Pasmo de Sicilia de Rafael, y
a ello puede añadirse que el escenario de la tabla central del retablo
es reflejo del de la Escuela de Atenas.
La influencia de este maestro y de su obra seguntina parece más
evidente en un artista que se formó en el taller de Juan de Borgoña,
se trata de Francisco Comontes, muerto en 1562. Su actividad
llena el segundo tercio del siglo. La verdad es que su estilo rena-
centista tiene raíz flamenca. De entre sus obras documentadas, la
más relevante es el retablo mayor de San Juan de los Reyes en
Toledo, que realiza entre 1541 y 1552, en el que pinta varios episo-
dios de la historia de la Santa Cruz, los cuales, en realidad, iban a ir
destinados al hospital toledano fundado por el cardenal Mendoza
y en los que es posible advertir cómo en sus pinceles los modelos
que hemos visto en Juan de Borgoña adquieren una mayor flexibi-
lidad y el movimiento suave típico de las figuras de Rafael. En lí-
neas generales, en su obra la influencia de Borgoña es bastante
intensa aunque es posible ver en ella un paso más hacia ese clasi-
cismo manierista propio de la época.
Pero, sin duda, la personalidad más importante de este foco
toledano es Juan Correa de Vivar, pintor ahora bien documenta-
do gracias al estudio de Isabel Mateo89. Nacido en Mascaraque
(Toledo) hacia 1510, no se sabe en qué año llega a Toledo pero
debió de ser en torno a 1526 porque en 1527 está documentado

255
Ana María Arias de Cossío

como testigo de Juan de Borgoña, en cuyo taller se formó.


Pertenecía a una familia que tenía hacienda y relaciones sociales
amplias y todo esto debió procurarle los primeros encargos, como
puede ser el de los retablos para el convento de las Clarisas de
Griñón (Madrid) y para el de Meco, también en la provincia de
Madrid. En ambos todavía es muy evidente la dependencia de Juan
de Borgoña, aunque salpicada con ciertos recuerdos a Pedro
Berruguete. En todo caso, es pintor que desde el primer momento
deja ver su conocimiento de la técnica pictórica y que evoluciona
enseguida hacia fórmulas renacentistas del círculo de Rafael, lo que
se ha querido explicar por un viaje del pintor a Italia, aunque para
I. Mateo no debió realizarse porque de haberse producido el artis-
ta se hubiera desprendido de los modelos de su maestro, cuya
influencia mantuvo hasta el final de sus días; más bien cree esta
autora, de acuerdo con Elías Tormo, que la sensibilidad de Correa
está más cerca de los modelos o las evocaciones de Leonardo, que
llegaron a la península con los pinceles de Yáñez y Llanos y que
nuestro pintor pudo conocer en un posible viaje a Valencia donde
vería fórmulas pictóricas italianas.
Es en la segunda mitad de la década de los cuarenta cuando se
advierte en la obra de Correa una evolución más efectiva hacia el
manierismo romano, aunque Elías Tormo piensa que «su incor-
poración al manierismo fue impuesto por la moda, reproducien-
do las formas, pero sin que se produjera nada psicológico en la
creación artística, como ocurrió en Italia. Ninguno de nuestros
maestros tuvo soltura como ocurrió en Italia con los discípulos
de Rafael. Su espíritu nativo y las secretas tradiciones del arte
nacional reaparecieron en manos de los romanistas hispanos de
cuyas obras podemos decir que su técnica vivió en perpetua con-
tradicción con el espíritu, con la composición y con el asunto»90.
Pertenecen a este momento varios retablos, entre ellos el de San
Martín de Valdeiglesias (Madrid), el de Santiago del Arrabal en

256
El arte del Renacimiento español

Toledo o el de la iglesia parroquial de Dos Barros, además de varias


tablas en colecciones particulares o en museos, como es el caso del
Tránsito de la Virgen en el Museo del Prado [lám. 71], que consti-
tuía una única pieza de altar en la iglesia toledana del Tránsito, una
de sus obras más significativas. En esta iglesia estaba enterrado
Francisco de Rojas, que posiblemente fue quien costeó este altar
pues aparece como donante en el cuadro. La escena tiene lugar en
un aposento de forma poligonal y dentro de un arco de medio
punto, los apóstoles se amontonan en torno a la Virgen en su lecho
de muerte, enlazando sus volúmenes en gestos de suave movimien-
to y diferentes actitudes. En primer plano a la izquierda el donan-
te, vestido con hábito de la Orden de Calatrava, y en la derecha una
pequeña mesa soporta un bodegón con manzanas y una granada.
Las masas cromáticas se distribuyen de tal manera que, dirigiéndo-
se hacia el blanco de la cabecera de la Virgen, establecen un con-
traste muy marcado. Siguió este laborioso pintor trabajando en
muchísimos retablos en iglesias de Toledo y sus alrededores, ade-
más de en tablas independientes, y quizá en su última época, años
cincuenta y primeros sesenta, debamos destacar una mayor monu-
mentalidad de sus figuras como prueba de que su evolución hacia
el manierismo romano no es una simple copia sino una cierta com-
prensión del fenómeno conceptual que supuso este estilo en la
segunda mitad del siglo XVI, como señala I. Mateo.
La obra pictórica de Alonso Berruguete en Castilla es bastante
reducida y desde luego de menor relevancia que su obra escultóri-
ca. El Museo de Valladolid expone en la actualidad las tablas
correspondientes al retablo ya comentado de San Benito. Las figu-
ras, como las esculturas, están animadas por el dramatismo que
caracteriza todas sus creaciones, que en las pinturas se subraya con
una utilización del claroscuro muy marcada. Sirva de ejemplo el
Nacimiento (Museo de Valladolid), donde las formas y el movi-
miento señalan esa inestabilidad que el artista imprime a todas sus

257
Ana María Arias de Cossío

creaciones [lám. 72]. Toda la obra pictórica de Berruguete, que


comprende además las tablas inferiores del retablo de los Irlandeses
en Salamanca, las del de Santa Úrsula en Toledo y el Calvario del
Museo de Valladolid, se explicarían con mayor seguridad si se acla-
rase su labor pictórica realizada en Italia, pero en espera de ello
valga la afirmación de que en las pinturas berruguetescas se advier-
ten recuerdos de Miguel Ángel y Rafael, aunque, como se ha seña-
lado en repetidas ocasiones, los convencionalismos de sus modelos
y la iluminación obliga a pensar en el manierismo florentino de la
segunda década del siglo y, concretamente, en Rosso y Becafiumi.
Esa filiación que es evidente en sus obras es lo que le hace cierta-
mente excepcional en el panorama de la pintura española de la
época.
El único pintor que puede considerarse discípulo de Alonso
Berruguete es Juan de Villoldo, que trabajó en la capilla del
Obispo en Madrid y en la Catedral de Palencia, aunque lo mejor
que salió de sus pinceles es el conjunto de pinturas de Tordehumos,
que es también su obra más berruguetesca.
Otros pintores de esta época activos en Valladolid son Luis
Vélez, Jerónimo Vázquez y otros, todos ellos pintores secunda-
rios. Sin embargo, no debe pasarse por alto que a Valladolid llega-
ron pintores italianos como Biagio delle Lame, llamado Puppini,
y Bartolomé Romenghi, que trabajaron, igual que Julio Aquiles
y Alejandro Mayner, para don Francisco de los Cobos.
Probablemente el hecho de que en algún momento la ciudad fuese
corte favoreció la presencia de estos extranjeros.
Dicho todo esto, hay que señalar que es Andalucía la que abre
de par en par sus puertas al rafaelismo que triunfa hacia la mitad del
siglo en las obras de Pedro de Campaña y Luis de Vargas y, desde
luego, fueron estos pintores los que más cerca estuvieron del espí-
ritu italiano de su tiempo. Qué duda cabe que en el proceso de la
pintura que va de Alejo Fernández a Luis de Vargas pudo haber un

258
El arte del Renacimiento español

momento de inflexión por la presencia de Pedro Machuca, pero el


peso de esa «romanización» la llevaron fundamentalmente los
artistas nórdicos que llegaron a Sevilla al principio del segundo ter-
cio del siglo. Uno de ellos es el holandés Fernando Sturm, llama-
do entre nosotros Hernando Sturnio, que trabajó mucho en Sevilla
y en toda la baja Andalucía. Su obra más relevante es el retablo de
la capilla de los Evangelistas en la Catedral de Sevilla, fechado en
1555, pero también trabajó en Osuna y en Arcos de la Frontera, de
donde es posiblemente su primera obra en Andalucía. En el retablo
de la Catedral de Sevilla el tema es el de la Resurrección y el estilo
denota un amaneramiento bastante exagerado en expresión de un
rafaelismo que en Holanda definían Scorel y Heemskerk, y al que
la aportación personal de Sturnio, además de sus incorrecciones
dibujísticas bastante evidentes, le colocan lejos de las suavidades
casi rítmicas del maestro de Urbino. En el banco de ese retablo las
santas Justa y Rufina, de tono menos heroico y de un dibujo bas-
tante duro, están representadas con la Giralda de fondo, como es
habitual.
Pedro de Campaña es, sin ningún género de dudas, la primera
gran figura del refaelismo español. Nacido en Bruselas en 1503,
debió pertenecer a la familia Kempeneer, que durante el siglo XVI
contó entre sus miembros varios pintores, tapiceros y hombres de
letras. No se sabe con quién se formó pero sí se sabe, porque es su
primera fecha documentada, que en 1529 estaba en Bolonia en vís-
peras de la llegada del Emperador. Quizá esto ocurriera porque
uno de los pintores de su familia, Antonio Kempeneer, trabajó
mucho al servicio de María de Hungría, hermana de Carlos V, y
que allí en Bolonia estaba trabajando en uno de los arcos de triun-
fo que se erigieron para la entrada del césar Carlos. Parece que el
cardenal Grimarni se lo llevó a Venecia, donde pintó para él varias
obras. Finalmente, en 1537 ya estaba trabajando en la Catedral de
Sevilla. Pacheco hace de él un retrato bastante encomiástico,

259
Ana María Arias de Cossío

alabando sus virtudes personales, pero además de esto cabe decir


que Pedro de Campaña fue un verdadero humanista que no se
limitó al cultivo de su arte, sino que dominó también la arquitec-
tura y la escultura, además de ser un buen conocedor de la mate-
mática y la astronomía. En cuanto a su estilo, es un flamenco for-
mado en Italia que sabe atemperar el idealismo toscano mirando la
naturaleza y no dejó de introducir en sus pinturas detalles anecdó-
ticos de la vida cotidiana, impensables en las creaciones de Rafael o
Miguel Ángel y, en cambio, impepinables en las obras de sus paisa-
nos. Queda fuera de toda duda que lo dominante en sus obras es el
aire rafaelesco, pero unido al gusto de introducir algunas claves
miguelangelescas como, por ejemplo, los escorzos para representar
la tensión dramática en los temas que lo requieran, porque otra de
las facetas del arte de Campaña es la de su sensibilidad para lo dra-
mático. Al servicio de esta expresión pone una sabia utilización del
claroscuro que le permite crear sabios y, con frecuencia violentos,
efectos de luz que no sirven sólo para potenciar la expresión dra-
mática sino también para convertir los interiores en espacios llenos
de vida, anticipándose con ello a los maestros holandeses del siglo
XVII. Como exponente de esa capacidad para representar el senti-
miento trágico está el cuadro del Descendimiento que originaria-
mente fue encargado para la capilla de Fernando de Jaén en la igle-
sia de Santa Cruz en 1547 y que, una vez derribado el templo, fue
depositado por los franceses en el Alcázar, juntamente con otras
obras que proyectaban llevarse como botín de guerra. Hoy día
puede contemplarse en la sacristía mayor de la Catedral de Sevilla.
El tema había sido tratado por el pintor en el Descendimiento que,
en fecha anterior a su llegada a Sevilla, pintó para el convento de
Santa María de Gracia y que hoy está en el Museo de Montpellier.
De manera que, cuando en 1547 se le encarga el de la iglesia de Santa
Cruz, se le dice en el contrato que esta pintura sea «tal e tan buena e
antes mejor» que la anterior. En el Descendimiento sevillano hay una

260
El arte del Renacimiento español

mayor intensidad en la expresión del dolor gracias a que la escena


se ha concentrado, eliminando a uno de los santos varones y com-
primiendo el espacio en el que la escena se representa, pero, sobre
todo, el claroscuro de la figura del Cristo es muy violento, lo que
subraya el dramatismo que encuentra correspondencia en la figura
de la Virgen, representada en el momento más agudo del drama,
con el cuerpo en un impetuoso movimiento convulsivo que le hace
fijar los ojos desorbitados por el dolor en el cuerpo muerto del
Hijo, efecto subrayado porque al concentrar el escenario no hay,
como en el de Montpellier, un desbordamiento lateral de la natura-
leza que distraiga la atención de la culminación del drama que se
representa [lám. 73]. En medio de estas dos obras hay un cartón
para tapiz con el mismo asunto que, aunque como tal es una pin-
tura más sintética y más plana, pone en evidencia el deseo de sim-
plificar la escena tal como aparece en el Descendimiento de la cate-
dral hispalense. Este tapiz está en el Colegio del Patriarca en
Valencia. En 1555 se comprometió Pedro de Campaña en unión de
Antonio Alfián a pintar un gran retablo para la capilla que poseía
en la Catedral de Sevilla el mariscal y veinticuatro de la ciudad don
Diego Caballero. El tema central del retablo es la Purificación
[lám. 74], en el que Campaña se desenvuelve como el pintor de las
grandes composiciones, deseoso de emular al Rafael de los tapices;
se inspira en la estampa del mismo tema de Durero e imagina, por
tanto, un interior monumental en el que desaparece todo rasgo de
goticismo y los desequilibrios de la estampa, para ponernos ante un
interior equilibrado y monumental en su encuadre arquitectónico
que, para que sea amplio, le precede de una escalinata y coloca al
fondo una zona iluminada donde se puede percibir el arca y el can-
delabro de los siete brazos, precedido, a su vez, por una zona oscu-
ra que se rompe violentamente por un espacio exterior que ilumi-
na plenamente la escena. Dentro de ésta, Campaña compone un
ritmo visual sereno y pausado gracias a la línea que forman dos

261
Ana María Arias de Cossío

grupos de figuras: primero el mendigo en primer término extiende


la mano hacia el niño que le tiende una manzana, cuya cabecita se
corresponde con su rodilla, y se continúa en las manos extendidas
hacia el Niño que sostiene el sacerdote. De manera que el grupo
central de la Virgen arrodillada, san José con la vela y Simeón con
el Niño quedan limitados por dos figuras femeninas destacadas,
que son la alegoría de la Caridad a la izquierda y la Templanza a la
derecha. Por detrás, las figuras, colocadas en rigurosa isocefalia
para restablecer la horizontalidad de la arquitectura, son también
representaciones de las demás virtudes; así, de izquierda a derecha:
la Justicia (con la balanza); la Fortaleza, mujer que lleva en su
pecho un broche con la imagen de una cabeza de león; la Prudencia
(con el espejo) y la Fe con la Cruz. La figura femenina que no tiene
atributo y que está por detrás de la Templanza mirando a lo alto
simboliza la Esperanza; detrás de ésta, otra figura con la frente
cubierta que debe ser la profetisa Ana. Inútil decir que la composi-
ción obedece al modelo rafaelesco de la Escuela de Atenas, donde
el mendigo de aquí es el filósofo echado en las gradas. Asimismo
hay figuras situadas de una manera análoga a algunas de las que
aparecen en la Transfiguración rafaelesca. En las tablas laterales hay
también historias como la imposición de la casulla a san Ildefonso
o Santiago, pero sobre todo importa destacar los retratos de don
Diego y su familia porque son los únicos que conocemos de mano
de Pedro de Campaña. Si se piensa que en el contrato de este reta-
blo figuran en pie de igualdad el nombre de Pedro de Campaña y
Antonio Alfián, se hace difícil explicar la perfección y sabia com-
posición de sus tablas y todo hace pensar que Alfián fuese el discí-
pulo auxiliar a quien Campaña quiso estimular nombrándole en el
contrato junto a él. Dos años después, contrataba Pedro de
Campaña el retablo mayor de la iglesia de Santa Ana de Triana,
que fue su última obra antes de volver a su patria. Es verdad que en
este retablo no hay tablas de la importancia del Descendimiento o

262
El arte del Renacimiento español

la Purificación, pero quiero señalar que el mayor valor de este reta-


blo es sin duda la utilización de la luz, además de los detalles coti-
dianos que salpican sus escenas. Tomemos como ejemplo la escena
de san Joaquín abandonando la casa mientras santa Ana intenta
retenerlo: en el marco de una moldura perfectamente clásica, dos
figuras fuertemente iluminadas desde arriba marcan el umbral de la
puerta, en el interior la luz tamizada por el cristal del fondo y ahí,
a contraluz, Campaña coloca un personaje secundario que está
haciendo algo tan corriente como barrer. Lo cierto es que da la
impresión de que nos estamos acercando a la pintura de interiores
holandesa del siglo siguiente [lám. 75]. De Pedro de Campaña se
conocen otras obras, un retablo en la Catedral de Córdoba, otro en
San Bartolomé en Carmona y otros cuadros de caballete, pero
baste lo hasta aquí analizado en relación con su obra para señalar
que es el verdadero introductor del rafaelismo en la pintura espa-
ñola. Pedro de Campaña regresó a su país en 1563 dejando en
Sevilla una estela de admiración91.
El pintor sevillano Luis de Vargas es, según Lafuente Ferrari,
«entre los españoles, el más equilibrado de los romanistas andalu-
ces de su generación, dentro del momento que hemos llamado
purismo»92. Como Pedro de Campaña, Luis de Vargas es celebra-
do al poco de morir por nuestra literatura artística. Las noticias que
tenemos de su biografía las debemos a Pacheco, que le llama «luz
de la Pintura, y padre dignisimo della en esta patria suya de
Sevilla»93. Debió nacer en 1506, hijo de un pintor, Juan de Vargas,
con quien debió hacer su primer aprendizaje. A los veinticinco
años estaba ya en Italia y la estancia fue muy larga. Estando en
Roma vivió el asalto de las tropas imperiales que consignó en su
diario, al cual llamaba el «libro de sus santos». Quizá esa estancia
italiana de al menos veintiocho años se interrumpió con algún viaje
a Sevilla, pero se puede decir que vivió en Italia la mayor parte de
su vida y que su diario está escrito en lengua toscana. Cuando va a

263
Ana María Arias de Cossío

cumplir cincuenta años, en 1553, consta ya su presencia en Sevilla


y según Pacheco muere en 1568 a los sesenta y dos años. El cono-
cimiento de su arte se basa para nosotros en tres obras, fechadas
en la madurez de su vida: la primera es el retablo de la Adoración
de los Pastores, de 1555, para la Catedral de Sevilla, firmada con
el desconcertante texto de «Tunc discebam Luisius de Vargas
1555». Dado la fecha en que está pintado, no es más que una
muestra de su carácter modesto tan ensalzado por Pacheco. Se
trata de una obra de un italianismo templado por un delicioso
naturalismo en los detalles, de dibujo suave y de volúmenes
redondeados. También en la catedral y en 1561 pinta quizá su
obra más rafaelesca, es el cuadro que representa la Generación
temporal de Cristo [lám. 76], donde está la Inmaculada mostrán-
dose a los patriarcas y profetas, en composición menos rígida que
en la vieja fórmula medieval del árbol de Jessé. El cuadro es tam-
bién llamado «la Gamba» por alusión a la valentía con que está
pintada la pierna desnuda de Adán, que queda en primer término.
La composición es tan rica en movimiento que para Tormo casi
traduce la gloria del Correggio, y tanto él como Justi ven la fuen-
te en una obra del Vasari, grabada por Thomassin. Lo cierto es
que la pintura es muy grata de entonación y muy rafaelesca. Su
última obra es la Piedad de Santa María la Blanca, fechada en
1564 y de la que dice Post que «ya se advierte el congelador efec-
to del Renacimiento romano»94, y que, desde luego, puede verse
también en otros pintores. Como señala Angulo, «bien sea por la
colaboración de discípulos, o por su propia decadencia, existe en
alguna de sus partes un descenso de calidad respecto a los dos
retablos anteriores»95.
Para la formación de este gran pintor sevillano también los
datos vienen, según Pacheco, de Pierino del Vaga, cosa que Angulo
ve evidente y añade la de Salviati y en mucha menor medida la de
los pintores lombardos. Murió como queda dicho en 1568.

264
El arte del Renacimiento español

El pleno estilo renacentista, tal como queda definido por Rafael


en la pintura, es lo que caracteriza la obra de un pintor que es, a la
vez, un gran arquitecto. Me refiero a Pedro Machuca, toledano
que marchó a Italia y que al regresar se afincó en Granada, donde
inmortalizó su nombre como arquitecto del inacabado palacio de
Carlos V en la Alhambra. Cultivó, como digo, la pintura y trabajó
para la Orden de Santiago en Uclés y dejó otras obras en distintos
lugares de Andalucía. La gran revelación del Machuca pintor tuvo
lugar cuando el Museo del Prado adquirió la Virgen del Sufragio
[lám. 77], pintada en época italiana y fechada en 1517. Sus fuentes
parecen ser, por el noble acento italiano plenamente purista, Rafael
y Correggio. Algo más tarde contrató varias pinturas para un reta-
blo en la capilla Real de Granada que, en líneas generales, confir-
man el estilo de la Virgen del Prado. Hay otros retablos de
Machuca en la sala capitular de la Catedral de Jaén. Lo cierto es que
la nobleza de su estilo no debió tener demasiado eco, quizá por su
éxito como arquitecto.
Resta referirse a una figura que plantea el problema de su situa-
ción cronológica. Estoy hablando de Luis de Morales, llamado el
Divino. Nacido probablemente hacia 1510, algunos historiadores,
basándose en la insistencia del apellido en Sevilla, supusieron que
podía estar emparentado con ellos, sin embargo no está documen-
tado en la ciudad y, en cambio, en 1546 está fechada la Virgen del
Pajarito para Badajoz, y allí continuaba en 1576. Como dice
Checa: «[...] ante Luis de Morales nos encontramos con una de las
manifestaciones más plenas de un concepto de imagen influido por
la Contrarreforma. Se han señalado como fuentes inspiradoras de
su arte a Leonardo, Durero, Schongauer... y a pintores manieristas
como Bencafuni o Goltzius»96. Así que, mientras la Virgen del
Pajarito [lám. 78] está dentro de un contexto naturalista, en reali-
dad el resto de su obra ha de adscribirse a la época de la
Contrarreforma que, superando la dicotomía entre clasicismo y

265
Ana María Arias de Cossío

emocionalismo, sitúa la imagen en un mundo conceptual. En todo


caso cabe decir que Morales se encuentra en la pintura española
como paréntesis de independencia, fuera del tiempo, y, casi como
una reacción al manierismo reinante, sigue la línea marcada por
Rosso o Pontormo. A su manierismo hay que añadir una intensa
influencia de Leonardo, que en su pintura se traduce en la preocu-
pación por el movimiento y por la luz; el esfumado de sus rostros,
en cambio, hace pensar en Baccafuni. Su técnica pictórica es muy
minuciosa y en los temas de la maternidad de la Virgen, del que hay
muchísimas versiones, la relación Madre-Hijo se expresa con una
alineación casi musical. Pintó también versiones del Ecce Homo o
del Cristo Varón de Dolores, en los que han desaparecido todo lo
que pudiera haber de dramatismo. Otro de sus temas favoritos y
dentro de los mismos parámetros que pinta Morales es la Piedad
[lám. 79], valga de ejemplo ésta de la Academia de San Fernando.
Sabemos que estuvo en Arroyo para pintar un retablo en torno
a 1565 y que en el año anterior se había comprometido a estar tres
meses en Évora. A finales de la década de los setenta trabajaba en
Valencia para el obispo Ribera, el futuro beato al que, por cierto,
hizo un retrato, el único que conocemos salido de su pincel. Por
último, si la noticia que da Palomino es cierta, la fama adquirida
por Morales hizo que Felipe II lo llamara a El Escorial y después
de pintar allí unos cuadros de devoción parece que le despidió.
Morales debió de poseer un taller bastante activo y prueba de ello
es que en alguna de las composiciones requeridas se comprometió
sólo a pintar rostros y manos. Con Luis Morales hemos entrado ya
en otra etapa histórica. Es una etapa nueva para el arte y un sesgo
importante en la historia nacional.

266
El arte del Renacimiento español

Notas

1 Jover Zamora, J.M., Carlos V y los españoles, Rialp, Madrid 1985, p. 35.
2 Elliot, G.H., La España Imperial, 1469-1716, Vicens-Vives, Barcelona 1974,
pp. 150 y 151.
3 Ib., pp. 153 y 154.
4 Carretero Zamora, J.M., «La profecía de una reina o ‘La suerte de Matías’.

Consideraciones sobre un período de crisis política en Castilla (1498-1516)», en


Actas de la VII Reunión Científica de la Fundación Española de Historia
Moderna (Madrid, junio de 2004), vol. I, Madrid 2005, p. 52. Reunión
Coordinada por M.a López Cordón y Gloria Franco.
5 Ib. pp. 37 y 38. En este trabajo, el profesor Carretero recopila las crónicas

donde se recogen estas fases de la Reina Católica: Santa Cruz, A., Crónica de los
Reyes Católicos, edición y estudio de Marta Carriazo, Sevilla 1951, y Galíndez de
Carvajal, L., Memorial o Registro Breve de los Reyes Católicos, introducción de
Juan Carretero, Segovia 1992.
6 Elliot, J.H., op. cit., p. 170.
7 Valbuena Prat, A., Historia de la literatura española, vol. I, Gustavo Gili,

Barcelona 1947, p. 366.


8 A. de Valdés, Clásicos Castellanos, XXXIX-XCVI, edición de I.F.

Montesinos (de aquí tomo las citas textuales).


9 Para todo lo relacionado con el erasmismo véase Bataillon, M., Erasmo y

España, FCE, México1950; véase, además, catálogo de la Exposición Erasmo y


España, Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior, septiembre 2002-enero
2003, Salamanca.
10 Elliot, J.H., op. cit., pp. 171-172.
11 Fernández de Oviedo, G., Historia general y natural de las Indias, BAE,

vol. XXII.
12 Tomo la referencia de A. Valbuena Prat, Historia de la literatura española,

vol. I, Gustavo Gili, Barcelona 1937, p. 408.


13 Tomo la referencia de BAE, vol. XIII, Epístolas.
14 Bassegoda y Hugas, B., «Notas sobre las fuentes de las Medidas del

Romano de Diego de Sagredo», Boletín del Museo del Instituto Canón Aznar n.
XXII (1985), pp. 117-129. Véase, además, Introducción a la edición de las
‘Medidas del Romano’, de Marías, F., y Bustamante, A., Madrid 1986.
15 Nieto Alcaide, V., «Renovación e indefinición estilística, 1488-1526»,

en Arquitectura del Renacimiento en España 1488-1599, Cátedra, Madrid 1997,


p. 94.
16 Boscán, Obras poéticas, M. de Riquer, A. Comas y J. Molas (eds.),

Barcelona 1957, p. 89.


17 Eisler, W., «Arte y Estado bajo Carlos V», Fragmentos n. 3, Ministerio de

Cultura y Patrimonio Nacional, Madrid 1984, pp. 21-39.


18 Checa Cremades, F., Carlos V y la imagen del Héroe en el Renacimiento,

Taurus, Madrid 1987, p. 12. Para el aspecto de la relación de Carlos V con el arte
remito al lector a este interesantísimo estudio. Asimismo resulta útil consultar el
catálogo de la Exposición El linaje del emperador, Sociedad Estatal para la
Commemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, Cáceres 2001.

267
Ana María Arias de Cossío

19 Gómez Moreno, M., Las águilas del Renacimiento español, Xarait Editores,

Madrid 1983, p. 99.


20 Ib., p. 106.
21 Morales, A.J., «La nueva imagen del poder», en Arquitectura del

Renacimiento en España, 1488-1599, Cátedra, Madrid 1997, p. 101.


22 Gómez Moreno, M., op. cit., p. 107.
23 Chueca Goitia, F., «Arquitectura del siglo XVI», Ars Hispaniae, vol. XI,

Plus Ultra, Madrid 1953, pp. 216-217.


24 Sebastián, S., Arte y Humanismo, Cátedra, Madrid 1978. He tomado esta

referencia de Morales, A., op. cit., p. 105.


25 Checa Cremades, F., op. cit., pp. 63-66.
26 Rosenthal, E.E., The Palace of Charles V in Granada, Princeton 1985, p.

220. Tomo la referencia de Morales, A., op. cit., p. 104.


27 Gómez Moreno, M., op. cit., p. 41.
28 Ib., p. 45.
29 Ib., p. 55.
30 Ib., p. 59.
31 Rosenthal, E.E., The Cathedral of Granada. A study in the Spanish

Reneissance, Princeton 1981, pp. 126-130.


32 Chueca Goitia, F., op. cit., pp. 234-236.
33 Nieto Alcaide, V., La luz símbolo y sistema visual, Cátedra, Madrid 1977, p. 106.
34 Morales, A.J., op. cit., p. 131.
35 Todo el proceso de la construcción de la Catedral de Málaga está puntual-

mente estudiado en Camacho Martínez, R., Málaga barroca, Málaga 1981, pp.
131-181.
36 Gómez Moreno Calera, J.M., «La Catedral de Guadix en los siglos XVI y

XVII», Cuadernos de Arte, XVIII (1987), Universidad de Granada.


37 Morales, A., op. cit., p. 134. Y del mismo autor, La obra renacentista del

Ayuntamiento de Sevilla, Sevilla 1981, p. 29.


38 Para la intervención de Riaño en esta obra véase Morón de Castro, M.F., La

iglesia de San Miguel Arcángel de Morón de la Frontera (inédito). Tomo la refe-


rencia de Morales, A., Arquitectura del Renacimiento..., op. cit., p. 134.
39 Morales, A., La obra renacentista del Ayuntamiento de Sevilla, Sevilla 1981.
40 Morales, A., «La definición del nuevo estilo. Los grandes creadores», cap. V

de La Arquitectura del renacimiento..., op. cit., pp. 138-139.


41 Chueca Goitia, F., op. cit., p. 250.
42 Chueca Goitia, F., Andrés de Vandelvira, arquitecto, Jaén 1971, pp. 184-185.
43 La obra de Quijano ha sido estudiada por Gutiérrez-Cortines Corral, C.,

«Jerónimo Quijano. Un artista del Renacimiento español», Goya n. 139 (1977).


44 Santamaría Conde, Q., y García-Saúco Beléndez, L., La iglesia de Santa

María del Salvador de Chinchilla (estudio histórico-artístico), Albacete 1981.


45 Morales, A., «La definición del nuevo estilo. Los grandes creadores», cap. V

de La Arquitectura del Renacimiento..., op. cit., p. 163.


46 Banda y Vargas, Q., El arquitecto andaluz Hernán Ruiz II, Sevilla 1974.

Este libro es un estudio de la vida y la obra del arquitecto. Existe una segunda ver-
sión del mismo autor, Hernán Ruiz II, Sevilla 1975.
47 Navascués Palacio, P., El libro de Arquitectura de Hernán Ruiz, el Joven,

Madrid 1974.

268
El arte del Renacimiento español

48 Navascués Palacio, P., Hernán Ruiz y la Giralda de Sevilla, Giralda, Madrid

1982, p. 44.
49 Chueca Goitia, F., «La arquitectura del siglo XVI», op. cit., p. 269.
50 Morales, A., «La definición del nuevo estilo. Los grandes creadores», cap. V

de La Arquitectura del renacimiento..., op. cit., p. 169.


51 Rodríguez Gutiérrez de Ceballos, A., Bartolomé de Bustamante y los oríge-

nes de la arquitectura jesuítica en España, Roma 1967.


52 Chueca Goitia, F., «La arquitectura del siglo XVI», op. cit., p. 271.
53 Para el estudio de este arquitecto véanse: Morales, A., La obra renacentista

del Ayuntamiento de Sevilla, Sevilla 1981; La sacristía Mayor de la Catedral de


Sevilla, Sevilla 1984; La capilla Real de Sevilla, Sevilla 1979.
54 Marías, F., La arquitectura del Renacimiento en Toledo (1541-1631), vol. I,

Instituto Provincial de Investigaciones y Estudios Toledanos, Toledo 1983. Aquí


se estudia en profundidad la obra de Covarrubias y de otros arquitectos toleda-
nos. Estudio definitivo en el sentido que aporta un copioso aparato de fuentes y
documentos.
55 Chueca Goitia, F., «La arquitectura del siglo XVI», op. cit., p. 153.
56 Marías, F., op. cit., vol. I, p. 233.
57 Para el estudio del Alcázar madrileño véase Gerard, V., De castillo a palacio.

El Alcázar de Madrid en el siglo XVI, Bilbao 1984. También Castillo Oreja, M.A.,
«La eclosión del Renacimiento: Madrid entre la tradición y la Modernidad», catá-
logo de la Exposición Madrid en el Renacimiento, Madrid 1986.
58 Chueca Goitia, F., op. cit., p. 180.
59 Para el estudio del Renacimiento en Cuenca véase Rokiski Lázaro, M.L.,

Arquitectura del siglo XVI en Cuenca, Cuenca 1985.


60 Chueca Goitia, F., op. cit., p. 315.
61 Ib., p. 322.
62 Para la explicación de este programa iconográfico véase Sebastián, S., «El

programa neoplatónico de la Universidad de Salamanca», Actas del XXIII CIHA,


vol. II, Granada 1972, pp. 406-409.
63 Villalón, C., Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente, Valladolid

1539. Edición de Serrano y Sanz, Madrid 1898.


64 Artista estudiado por F. Marías y por ello el mejor conocido de estos her-

manos. Véase Marías, F., op. cit., pp. 303-325.


65 Morales, A., op. cit., p. 204.
66 Marías, F., La arquitectura del Renacimiento..., op. cit., pp. 330-355.
67 Hoag, J.D., Rodrigo Gil de Hontañón. Gótico y Renacimiento en la arqui-

tectura española del siglo XVI, Madrid 1985. Se trata del estudio más completo
sobre el artista.
68 Chueca Goitia, F., op. cit., p. 332.
69 Hoag, J.D., op. cit., p. 124.
70 Camón Aznar, J., «La intervención de Rodrigo Gil en el manuscrito de

Simón García», Archivo Español de Arte (1940-1941), vol. XIV, pp. 300-305.
71 Chueca Goitia, F., op. cit., p. 184.
72 Azcárate Ristori, J.M., Alonso Berruguete, cuatro ensayos, Valladolid 1963,

p. 13.
73 Sánchez Cantón, F., Fuentes literarias para la Historia del Arte Español, vol.

I, Madrid 1923-1945, p. 461.

269
Ana María Arias de Cossío

74 Checa Cremades, F., Pintura y Escultura del Renacimiento en España, 1450-

1600, Cátedra, Madrid 1983, p. 137.


75 Gómez Moreno, M., Las águilas del Renacimiento español, Xarait Editores,

Madrid 1983, doc. XXXV, pp. 222 y 223.


76 Portela Sandoval, F.J., La escultura del siglo XVI en Palencia, Diputación

Provincial de Palencia, Palencia 1977, p. 173. Estudio completo y riguroso sobre


el tema, es el único estudio del conjunto de esta importante escuela escultórica del
siglo XVI.
77 Martín González, J.J., Juan de Juni, Instituto Diego Velázquez, CSIC,

Madrid 1954, pp. 10 y 11.


78 Tomo la cita de Azcárate Ristori, J.M., «La escultura del Siglo XVI», Ars

Hispaniae, vol. XIII, Plus Ultra, Madrid 1958, p. 168.


79 Azcárate Ristori, J.M., op. cit., pp. 174 y 175, y Portela Sandoval, F.J., op.

cit., pp. 172-195.


80 Portela Sandoval, F.J., op. cit., pp. 205 y 206.
81 Martín González, J.J., «Miguel de Espinosa, entallador e imaginario», Goya

n. 21 (1957), p. 147.
82 Portela Sandoval, F.J., op. cit., p. 214.
83 Tormo y Monzó, E., Las iglesias del antiguo Madrid, ed. de 1972.
84 Parrado del Olmo, J.M., Los escultores seguidores de Berruguete en

Palencia, Universidad de Valladolid, Valladolid 1981.


85 Salas Bosch, X., «Escultores renacientes en el Levante español: Martín Díez

de Liatzasolo», en Anales y Boletín de los Museos de Arte de Barcelona, I, 1943,


p. 93.
86 Checa Cremades, F., op. cit., p. 221.
87 Albi, J., Joan de Joanes y su círculo artístico, 3 vols., Valencia 1979. Es en este

extenso estudio donde su autor aclara los extremos documentales que venían per-
turbando la biografía y la obra del pintor valenciano, así como la definitiva situa-
ción en relación a su padre, Vicente Masip. Además, en este mismo año se hizo
una exposición en Madrid y Valencia, entre diciembre de 1979 y febrero de 1980,
organizada por la Dirección General del Patrimonio Artístico del Ministerio de
Cultura.
88 Checa Cremades, F., op. cit., pp. 156 y 157.
89 Mateo Gómez, I., Juan Correa de Vivar, Instituto Diego Velázquez, CSIC,

Madrid 1983.
90 Tormo y Monzo, E., Varios estudios de artes y letras: la pintura española del

s. XVI, Madrid 1902. Tomo la referencia de Mateo Gómez, op. cit., p. 39.
91 Angulo Íñiguez, D., Pedro de Campaña, Universidad de Sevilla, Sevilla

1951.
92 Lafuente Ferrari, E., Breve historia de la pintura española, Tecnos, Madrid

1953, pp. 183 y 184.


93 Tomo las referencias de Pacheco en Angulo Íñiguez, D., «Pintura del siglo

XVI», Ars Hispaniae, vol. XII, Plus Ultra, Madrid 1954, pp. 212-216.
94 Post, Ch., A History of Spanish painting, vol. IX, Cambridge s/f.
95 Angulo Íñiguez, D., «Pintura del siglo XVI», op. cit., p. 215.
96 Véase Angulo Íñiguez, D., op. cit., p. 220, y Gaya Nuño, J.A., «Pequeña

historia de la valoración de Morales», Revista Extremeños XVI (1960). Checa


Cremades, F., op. cit., p. 328.

270
CAPÍTULO IV

IV.1. La época de Felipe II

La época que bajo el signo de la universalidad se había iniciado con


la llegada del Emperador se caracterizó, como ya vimos, por el predo-
minio de los hombres de armas y por la constante relación con el
humanismo europeo, representado por los erasmistas. Ahora, cuando
el César, cansado de las glorias mundanas y de su atrafagada vida, deci-
de retirarse al monasterio jerónimo de Yuste, el signo político, cultu-
ral e incluso vital cambia por completo, ya que la huella que su hijo, el
Rey Prudente, imprime a su época es radicalmente diferente.
Puede decirse, pues, que con la retirada de Carlos V a Yuste se
iniciaba simbólicamente el triunfo de la ascética sobre el mundo
heroico, y, de hecho, en cualquiera de los aspectos del reinado de
Felipe II que se quieran señalar hay un repliegue, una mirada hacia
dentro que genera una tensión espiritual cuya raíz religiosa arran-
ca ya desde la prerreforma de Cisneros y culmina en la rigidez de
la Contrarreforma tridentina. Se afirma así el neoescolasticismo
de línea tridentina, cuyo foco principal es la Universidad de
Salamanca, como veremos más adelante.
Desde el punto de vista político los historiadores distinguen en
el reinado de Felipe II tres momentos destacables. El primero de

271
Ana María Arias de Cossío

ellos es el gran triunfo español en la batalla de San Quintín contra


los franceses al reanudarse la guerra (1557), interrumpida por la
tregua de Vaucelles. Muy poco tiempo después, gracias a la «paz
católica» de Cateau-Cambrésis, acaba la etapa de crisis entre
Carlos V, Francisco I y Enrique II, inaugurándose en Occidente el
despliegue de la política de la Contrarreforma. Las crecientes ame-
nazas del calvinismo en Francia hacen que Enrique II reconozca el
protagonismo del rey Felipe II en las ya inminentes guerras de reli-
gión. Por otra parte, levantado el asedio de Malta, la hegemonía
española parece totalmente consolidada. En 1563 termina el conci-
lio de Trento y la Iglesia católica adquiere la solidez y el espíritu
militante indispensables para lanzarse a la reconquista de los países
que habían adoptado el protestantismo. Dentro de España, la
Inquisición acaba con los últimos residuos del erasmismo y supri-
me los focos protestantes. En el Mediterráneo, el predominio oto-
mano de la época de Carlos V entra en crisis y Malta, que, en frase
de Braudel, es la «prueba de fuerza», se resuelve a favor de España.
En un segundo momento la réplica hispánica a la presión calvi-
nista e islámica condicionó el viraje de Felipe II, que presidiría un
reducto español, acuñado especialmente por Castilla, como un ele-
mento diferenciado de la Europa moderna, es decir, la de los países
más o menos moldeados por el racionalismo filosófico y la bur-
guesía capitalista. Ello tiene lugar en torno a 1568 y los factores
determinantes en el plano internacional son: la rebelión calvinista
en Occidente, con las guerras de religión en Francia y la subleva-
ción de los Países Bajos; en el plano interno la sublevación de los
moriscos granadinos y la presión otomana en el Mediterráneo, que
secundaron los moriscos de Andalucía y Valencia. La réplica de
Felipe II y de sus aliados logró apuntarse éxitos espectaculares: en
el Mediterráneo la victoria naval de Lepanto; en Flandes, los triun-
fos del duque de Alba, y en Francia, la matanza de los hugonotes
en la llamada Noche de San Bartolomé.

272
El arte del Renacimiento español

El último momento abarca entre 1580 y 1598, cuando el


Imperio hispánico conoce sus primeros retrocesos. En 1580, Felipe
II incorpora Portugal a su corona. Muerto el rey Sebastián en la
batalla de Alcazarquivir, en África, y tras el efímero reinado del
cardenal Enrique, el monarca español logra que las Cortes lusita-
nas, reunidas en Thomar, le reconocieran como rey de Portugal, lo
que le permitió el dominio de la gran fachada del Atlántico occi-
dental, indispensable para la lucha con Inglaterra. El apoyo del Rey
a la Liga Católica, al mismo tiempo que la creciente intervención
inglesa a favor de los rebeldes de los Países Bajos, además de los
continuos ataques ingleses al Imperio hispánico, hacen inminente
la ruptura con Inglaterra; de manera que Felipe II en España e
Isabel I en Inglaterra personifican los dos bloques, católico y pro-
testante, de la Europa de las guerras de religión. El desastre de la
Armada Invencible (1588) da nuevas alas a los rebeldes de los
Países Bajos y debilita la posición de Felipe II en Francia.
Unos años después (1596), por el tratado de Greenwich, se
forma una coalición muy poderosa entre Inglaterra, Francia y
Holanda contra el Imperio hispánico de Felipe II, así que en sus
últimos días el monarca español tuvo que firmar la paz de Vervins
con Francia y otorgó un régimen autónomo a los Países Bajos,
cuya soberanía cedió a su hija Isabel Clara Eugenia, casada con el
archiduque Alberto de Austria, con el acuerdo de que si tenían des-
cendencia reinaría allí una dinastía española, de lo contrario, que
fue lo que ocurrió, los Países Bajos volverían a la soberanía espa-
ñola. Las provincias católicas del sur, la actual Bélgica, lo acepta-
ron; en cambio, las del norte, la actual Holanda, cuya independen-
cia habían reconocido ya Inglaterra y Francia al firmar el tratado
de Greenwich, lo rechazaron y prosiguieron las hostilidades con-
tra España1.
En perfecta simbiosis con las diferentes fases de este proceso
histórico que va del universalismo carolino al repliegue de la

273
Ana María Arias de Cossío

monarquía hispánica, la España de Felipe II se convierte en la cuna


de las grandes figuras de la mística y la ascética, es la España en la
que los humanistas se hacen escriturarios; la poesía, que había sido
artificio de ninfas y pastores, se hace severa y moral y pasa a can-
tar los destinos de la cristiandad hispánica; cambia asimismo el
tono de la novela pastoril hacia un ideal de serenidad casi estoica.
El idioma llano y sobrio abandona el patrón cortesano y se fragua
la lengua de todos. «En este período de los grandes místicos —ha
dicho Menéndez Pidal— predomina la fonética de Castilla la Vieja
sobre la de las otras regiones y el idioma alcanza su edad madura,
porque la lengua hablada adquiere los caracteres fonéticos que hoy
la distinguen y la lengua escrita produce la obra sin duda más her-
mosa que jamás se escribió en España»2.
Ya veremos cómo esa unidad que se da en el idioma se alcanza
también en las formas artísticas. De manera que es perceptible un
sedimento de tradiciones y un incremento de los valores esenciales
españoles, especialmente el sentimiento y el pensamiento religioso
e incluso el mismo cierre del Imperio a las luchas y divisiones de la
Europa de la segunda mitad del siglo XVI, hasta tal punto que
puede hablarse de una determinada cultura, una línea de conducta
que debe entenderse como un verdadero hecho cultural por enci-
ma de cualquier otra consideración. Es como una suma de valores
que se agrupan en torno a la figura del Rey y a quien por eso
mismo la historia nos ha hecho ver como la personificación de esa
posición y de ese estilo.
El proceso cultural hacia ese ensimismamiento que caracteriza
la época de Felipe II puede quizá señalar tres puntos de apoyo,
representados por tres ciudades que simbolizan los tres momentos
de dicho proceso. Ya ha quedado señalado en el capítulo anterior
el papel de Alcalá de Henares y su Universidad como foco del eras-
mismo característico de la universalidad de la época de Carlos V. El
puente desde esa época a la de Felipe II puede ser la ciudad de

274
El arte del Renacimiento español

Sevilla, navegable por el Guadalquivir y por ello abierta a grandes


influjos, rica además, con una escuela literaria y artística brillante
que se había ido formando en academias particulares con formas
ampulosas, casi escenográficas, en sus pintores y escultores; su
catedral, grandiosa, muestra del último gótico, atraía para su deco-
ración a pintores, escultores, orfebres y vidrieros en un alarde de
pluralidad y riqueza sencillamente extraordinarias. Por contraste,
Salamanca era la ciudad mediatizada por el neoescolasticismo de su
Universidad, en la que la cultura tendrá el tono sobrio y reposado
del reinado de Felipe II. Es verdad que un andaluz, Nebrija, había
llevado allí la ciencia de las humanidades y que allí se había con-
cretado una buena parte de la decoración arquitectónica en la for-
mulación risueña y expansiva de los primeros años del siglo, pero
tras todo esto habrían de surgir eruditos completamente de inte-
rior, de meseta, como el extremeño Sánchez de las Brozas, y
momentos en los que el grutesco de la primera hora refrenara su
alegría y se hiciese más puramente clásico.
Una figura genial, fray Luis de León, representa a la perfección
el estilo de esta nueva época. En cada una de sus facetas, ya sea la
neoescolástica de sus obras latinas, o la poética o la del excelso pro-
sista, encontramos un común denominador constituido por el ele-
mento religioso característico de la mentalidad filipina. Incluso en su
vida de agustino del siglo XVI existen los aspectos suficientes para
erigirle en modelo de su tiempo y de los problemas que caracterizan
ese tiempo: el presunto origen judío, las luchas en la vida universita-
ria de Salamanca, el proceso inquisitorial, el problema de las escritu-
ras en lengua vulgar, etc., son todos hondos aspectos de los graves
problemas propios de su generación. A su lado es necesario consig-
nar el nombre de un teólogo escriturario, Arias Montano, otro caso
de conducta ejemplar tan austera como la de fray Luis.
Un hecho histórico, las guerras de Flandes, unió los nombres
del Rey y del teólogo Arias Montano, que nació y murió en las

275
Ana María Arias de Cossío

mismas fechas que Felipe II. Siguió una política casi paternal de
consejos humanos al monarca respecto de la conducta a seguir con
los flamencos. Contra lo que muchas veces se ha creído, Arias fue
antimaquiavelista, como era de esperar en una ética tan diáfana
como la suya; fue más bien un neoescolástico que, como Vitoria y
Suárez, funde el tomismo con las ideas del Renacimiento. Como
en fray Luis, la teología de Arias Montano debe mucho a san
Agustín, y el fundamento de su doctrina, como la de aquél, tam-
bién está en el conocimiento directo de las Escrituras. En torno a
la figura de fray Luis de León adquiere enorme importancia el
género literario del tratado religioso, la mística y la ascética, y es de
sobra conocido que fue en la orden carmelita donde se dieron las
cumbres de la mística española y, en general, de toda la europea de
la época: santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, cada uno
representa uno de los caminos de la fe católica y la creación artísti-
ca de índole religiosa. Una tendencia es popular, sensorial si se
quiere, ésa es la que representa la santa de Ávila, cuya prosa es el
habla de Castilla que se distingue por su sencillez y por su realis-
mo y que vamos a ver reflejada en una de las vías de expresión plás-
tica que, generada en esta segunda mitad del siglo XVI, se concre-
ta en la primera mitad del siguiente.
Por su parte, san Juan de la Cruz representa la vía de la creación
poética inefable de un lado y ceñidamente intelectual de otro,
como ocurre asimismo en otra de las líneas de la expresión artísti-
ca. La orden de Santo Domingo se caracterizó desde sus orígenes
por su severa formación teológica. De entre los que viven en esta
época de Felipe II, merece la pena destacar a fray Luis de Granada
(1504-1588), andaluz de imaginación abundante, sentido de lo fino y
del detalle, fue un enamorado de la naturaleza y de ese amor nace su
ferviente religiosidad. Toda la primera parte de la Introducción del
símbolo de la fe, su obra maestra, es un comentario de la belleza de
las cosas creadas, para elevarnos por ellas al conocimiento de Dios.

276
El arte del Renacimiento español

Por lo que respecta a la novela pastoril, que tan amplio eco clá-
sico había tenido en el reinado de Carlos V, cambia ahora en un
relato cuya intimidad y sosiego contrastaban con el fragor de las
armas en los libros de caballería. Buscando en la literatura españo-
la el ejemplo más típico de la novela bucólica intelectual, la Diana
de Montemayor nos puede ofrecer algún ejemplo donde siempre
hay un tono elevado para describir la naturaleza, como en la
Galatea de Cervantes. Sin embargo, la que fija el género pastoril en
nuestra lengua es la de Montemayor, que fue, además, la que efec-
tuó el tránsito del mundo poético de la égloga a una novela de prosa
finamente matizada como la de Gil Polo, publicada en 1564, en la
que la descripción de la naturaleza vuelve a la impresión directa.
El tratamiento de la historia en este período participa de los ras-
gos austeros del carácter de Felipe II. Igual que él, que fracasó
en las grandes empresas universales y ordenó perfectamente los
pequeños asuntos que podía abarcar con la mirada, los historiado-
res de su reinado prefieren limitar los temas a perderse en laberin-
tos de generalización, de manera que se analizaban y se desmenu-
zaban las cosas inmediatas perdiéndose, en cambio, las grandes
perspectivas históricas del reinado anterior; los historiadores de
Felipe II descubren las fuentes históricas de los archivos e incor-
poran al relato la numismática y la epigrafía. Es, en suma, la narra-
ción de la precisa documentación. De ello es buen ejemplo el ara-
gonés Zurita.
Ambrosio de Morales aprende humanismo en Salamanca y
viaja por varias ciudades de España. Tiene en cuenta documentos
no literarios y publica el Libro de las antigüedades de las ciudades
de España. Por último, fray José de Sigüenza, religioso jerónimo,
que fue bibliotecario en El Escorial y estuvo muy en relación con
Arias Montano. En su Historia de la Orden de San Jerónimo, en
los libros segundo y cuarto de la tercera parte, sigue con todo
detalle la Historia de la fundación del Monasterio de San Lorenço,

277
Ana María Arias de Cossío

el Real, fábrica del Rey Don Felipe. Con estilo severo y elegante
describe la fábrica y todo lo relacionado con el monasterio con la
minuciosidad de un orfebre. En cuanto a la historiografía de Indias,
hay que decir que pasa por un nuevo período. La fiebre de «El
Dorado», ensueño de fantasías aventureras, brinda sus encantos a
los conquistadores de Venezuela. La figura de Lope de Aguirre es
significativa al respecto, llega a retar en sus cartas al Rey y a sepa-
rarse de su vasallaje. Otro aspecto es el del historiador que se iden-
tifica con el medio, como Bernardino de Sahagún, que redactó
primero en azteca y luego en castellano su Historia General de las
cosas de Nueva España. Un verdadero inca, aunque de ascendencia
española, surge entre los prosistas de temas americanos, se trata del
Inca Garcilaso. Por último, consignar que la compenetración
del español y el americano tuvo lugar en un caso destacable. Un sol-
dado de la conquista supo cantar sobriamente la epopeya de una raza
heroica que sólo a sangre y fuego pudo ser dominada, se trata de
Alonso de Ercilla, un madrileño de ascendencia vasca que vivió en
el ambiente cortesano. Pasó todavía joven a América y participó
en la guerra de Chile y, en parte, escribe mientras pelea La Araucana,
poema de exaltación, aunque muy sobriamente escrito, a los venci-
dos. Se lo dedicó a Felipe II y, de vuelta a España, murió en 1594.
Finalmente, para entender el paralelismo de este proceso de
recogimiento en el campo de las artes plásticas no se puede olvidar
que Felipe II, además de soberano del Renacimiento, lo era tam-
bién de la Contrarreforma, y que desde el primer momento estuvo
completamente entregado a la empresa de su monarquía absoluta
en la que él mismo dirigiría y moldearía toda actividad artística. Sin
embargo, como soberano le toca vivir uno de los períodos más crí-
ticos del mundo occidental, un mundo en el que todo el orden esta-
mental de la Edad Media se agrieta. Ha de contemplar y tomar par-
tido en la escisión entre el temperamento arcaico y tradicional del
Mediodía católico y del Norte protestante. En esta polaridad de

278
El arte del Renacimiento español

tensiones, la monarquía de derecho divino encarnada en los


Habsburgo, herederos de la idea tradicional del Sacro Imperio
Romano, toma una postura definitiva: la de convertirse en guar-
dianes de la antigua ley. Carlos V, último gran emperador de
Occidente, siente esta misión con grandeza casi agónica y toda su
vida es un esfuerzo gigantesco para sostener un mundo en proceso
de descomposición. Su fracaso en tal sentido sella el fin de las anti-
guas estructuras. Su hijo, con su inmenso poder, ya no puede arti-
cular su política desde una plataforma europea y occidental y
entonces cambia de táctica y convierte la península Ibérica en
baluarte y El Escorial en ciudadela de ese baluarte. No debe sor-
prendernos, pues, que a raíz de la victoria de San Quintín, el 10 de
agosto de 1557, madurara ya el plan de construcción de su monas-
terio, monumento complejo que, en expresión de su pensamiento,
habría de ser monasterio jerónimo con su iglesia, palacio y panteón
real, además de seminario, biblioteca y centro de cultura huma-
nística.

IV.2. El arte entre 1560 y 1600

No existe la menor duda de que Felipe II dio enorme impulso


al arte de su época, que contempla como característica general la
plena asimilación del modelo clasicista al que acompaña ahora toda
una serie de discusiones y propuestas teóricas que desarrollan los
temas que se habían formulado ya en Italia. A Felipe II le interesó
el arte siempre, protegió a los artistas, fue un gran constructor y
bajo su reinado hubo por primera vez un arte de Corte y, en con-
traste con la libérrima actividad de la primera mitad del siglo,
vemos ahora surgir un arte impulsado desde arriba, doctrinario,
purista, atenido a un sistema y partidario de unos límites que el
propio Rey trató de no rebasar nunca. De manera que el arte que

279
Ana María Arias de Cossío

él impulsó fue todo reflejo de orden, gusto, sistema, severidad


grandiosa y seria concepción del mundo y de sus estrechos deberes
de gobernante. Todo ello no resulta extraño. Su padre, consciente
del importante papel que iba a recaer sobre su persona, se preocu-
pó de que su educación fuese exquisita: «Cuando el príncipe Felipe
cumple quince años, en 1541, su preceptor, el humanista Juan
Calvete de la Estrella, compra al librero Juan Medina el tratado de
Medidas del Romano, de Diego de Sagredo. Al año siguiente,
adquiere la Geometría y la Arquitectura de Durero. El mismo año
pasan a la biblioteca del Príncipe varios ejemplares de Vitruvio, un
Sebastián Serlio, en toscano, que trata de arquitectura y la Esfera de
Oroncio Fineo»3.
Además, había también en la biblioteca del joven Príncipe libros
de Euclides, o Sacrobosco, y, todo ello, indica lo interesado que
estaba en los conceptos de simetría y proporción como elementos
fundamentales de la estética. Sin embargo, estos criterios no fueron
nunca excluyentes, porque no hay que olvidar que el gusto de
Felipe II fue lo bastante amplio para saborear a la vez la desbor-
dante fantasía de El Bosco, el objetivismo infalible de los Van Eyck,
el arte noble y sensual de Tiziano, la honrada y mas íntima concep-
ción pictórica de Navarrete y el impecable realismo de sus retratis-
tas de Corte, como Antonio Moro o Alonso Sánchez Coello.
Supongo que esta amplitud de criterio se debe, además de a su
cultura humanística, a los viajes realizados por Italia y el norte de
Europa, como señala Checa, y que consignó Juan Calvete en El
felicísimo viaje. Unos años después estuvo en Inglaterra con moti-
vo de su matrimonio con María Tudor y también en los Países
Bajos; las crónicas del viaje dejan el testimonio del entusiasmo de
Felipe por algunas casas de campo y sus jardines en Inglaterra, por-
que parecía sumergirle en el mundo de las novelas de caballería.
No es menos cierto que Felipe II tuvo, desde el momento que
fue regente en ausencia del Emperador, la obsesión por continuar

280
El arte del Renacimiento español

y concluir las obras iniciadas por su padre, como, por ejemplo, el


palacio junto a la Alhambra, que no estaba terminado y, sobre
todo, la idea era construir un palacio que sirviera de asentamiento
a la Corte y que por su grandeza monumental sirviera de repre-
sentación a la monarquía. Esa grandeza monumental seguiría las
pautas del clasicismo que exhibía el palacio granadino, pero ya ple-
namente asimilado gracias a los conocimientos de los tratados de
Serlio, Vignola y otros, y, por supuesto, con total ausencia de cual-
quier reminiscencia decorativa que pudiese recordar las alegrías pla-
terescas. A esto había que añadir un problema de no poca importan-
cia: la falta de un arquitecto que pudiese ponerse en pie de igualdad
con los italianos, y, por lo tanto, había que plantear una reorganiza-
ción de la arquitectura como profesión. «Éste es el papel que Felipe
II va a cumplir en el debate arquitectónico español del siglo XVI, del
que acabará convirtiéndose en su principal factotum»4.
Todo ello iba a verse en el monasterio de San Lorenzo de El
Escorial, cuya grandiosa silueta custodia la sierra de Guadarrama.
Es la expresión sintética del pensamiento del Rey, de su concepto
de la realeza con su sentido divino y carismático, de su idea de la
religión y la monarquía del mundo antiguo y del moderno huma-
nismo. En pocas palabras, es la utopía de conciliar lo antiguo con
lo nuevo. Quiere reencarnar la ley mosaica manteniendo el espíri-
tu arcaico de los reyes de Israel, y para ello colocó en la fachada de
la iglesia seis estatuas colosales de seis reyes del pueblo hebreo.
Además quiso mantener el espíritu monacal de la Edad Media a
través de una orden en todo dependiente de su persona. Luego este
cenobio medieval se convirtió en trono, palacio y sepulcro de un
rey cabeza de un estado teocéntrico y quiso, por último, que todo
esto fuera compatible con el impulso del humanismo renacentista
y con la revitalización del ideal clásico que presidió el mundo gre-
colatino. El reinado de Felipe II ha quedado indisolublemente liga-
do a la colosal empresa de este monasterio, capaz de simbolizar

281
Ana María Arias de Cossío

además la situación temporal de las artes y los ideales espirituales


de su tiempo; no es fácil encontrar en la historia un monumento
tan cargado de resonancias.

IV.2.a. La arquitectura

Nunca insistiremos bastante en que Felipe II tuvo desde sus


años de príncipe muy clara la necesidad de crear un programa
arquitectónico que representara lo que significaba la monarquía
católica. Para ello tiene, en primer lugar, que continuar las obras de
su padre y, en segundo lugar, depurar el lenguaje arquitectónico
hasta lograr un clasicismo de raíz serliana que él considera acorde
para dicha representación.
En relación con lo primero encuentra a Alonso de Covarrubias, ya
muy viejo, y a Luis de Vega como arquitectos de las obras reales en
Madrid, Toledo y Sevilla. Ellos reúnen un grupo de maestros que for-
man la primera generación de arquitectos reales. En ese grupo desta-
can Francisco de Villalpando y Gaspar de Vega como los arquitectos
más cercanos a los gustos del entonces príncipe Felipe que, en estos
años cuarenta y mediante la Junta de Obras y Bosques, controla todo
el amplio programa constructivo que se ha propuesto. Desde el punto
de vista del estilo que quiere imponer a esas obras Felipe se mueve
entre el clasicismo y los recuerdos del mundo flamenco, sin que la
balanza se incline decididamente por uno de los dos lenguajes. La
inclinación hacia el clasicismo comienza en 1552, cuando se edita en
Toledo la traducción de Villalpando de los libros Tercero y Quarto de
Serlio que dedica al príncipe Felipe. En el prólogo Villalpando plan-
tea: «La arquitectura es uno de los campos en los que el Rey ha de
manifestar su poder y su gloria [...] señala el sentido ejemplar que tie-
nen las ruinas de los romanos que se pueden ver en Italia y otros luga-
res de Europa y el valor modélico del tratado de Vitruvio»5.

282
El arte del Renacimiento español

Fernando Checa señala en el texto que venimos citando la exis-


tencia de un manuscrito de arquitectura de autor desconocido que
se guarda en la Biblioteca Nacional de Madrid, que se concibe
como una preparación arquitectónica del Príncipe a la hora de
emprender la construcción de El Escorial6. Alguna de las su-
gerencias de estos textos pueden verse en las últimas obras de
Covarrubias, sin que el maestro pueda desprenderse del todo de un
cierto papel reservado a la decoración. Como se ve, el carácter teó-
rico que estaba adquiriendo la práctica arquitectónica iba ganando
terreno. En este sentido la figura de Villalpando cobra protagonis-
mo con relación a los arquitectos formados en el lenguaje tradicio-
nal, como el único capaz de llevar el lenguaje de la arquitectura al
clasicismo que ya se deseaba y, aunque su implicación en las obras
reales provocó cierta polémica, no cabe duda de que era el llamado
a intervenir en ellas y a asentar definitivamente el clasicismo. Su
muerte prematura le privó de ese papel.
Luis de Vega es, al parecer, el autor principal de la Casa Real de
El Pardo y, junto a Covarrubias, inicia las obras del Alcázar de
Madrid y del conjunto de Valsaín, que terminó su sobrino Gaspar
de Vega. Es este arquitecto el que representa el gusto por lo fla-
menco que tuvo Felipe II en el momento inicial de su programa
arquitectónico. Había ido con el Príncipe en su viaje a los Países
Bajos y, en algún momento, pudo ser consejero del futuro monar-
ca, posibilidad que ciertas desavenencias no la hicieron efectiva. A
estos arquitectos que intervinieron en Valsaín, El Pardo o La
Fresneda les cupo también la responsabilidad de la reordenación de
los parques y jardines, según modelos que el príncipe Felipe había
visto en sus viajes, en un capítulo nuevo de la arquitectura espa-
ñola del siglo XVI. En todo caso, aparte de los desacuerdos de
Gaspar Vega más o menos explícitos con el Rey, lo que ocurre es
que la decisión de Felipe II en 1561 de trasladar la Corte a Madrid
marca un punto de inflexión, porque el Rey empieza a pensar en

283
Ana María Arias de Cossío

la construcción de El Escorial y para ello llama a Juan Bautista de


Toledo. Por tanto, ha triunfado la opción por un clasicismo rigu-
roso que forzosamente relega a Gaspar de Vega a obras de menor
entidad como Valsaín o La Fresneda. Aquí deja su huella en curio-
sas chimeneas de aire nórdico, las cubiertas a dos aguas terminadas
en dientes de sierra y, como queda dicho, en el entorno natural del
edificio. Por lo que respecta a Juan Bautista de Toledo, las dudas
que todavía hoy plantea la biografía de este artista en relación con
el lugar y la fecha de su nacimiento no disminuyen un ápice el inte-
rés y la importancia que tiene en el desarrollo de la arquitectura
de la época de Felipe II7. Efectivamente, desde que el Rey regresa de
su segundo viaje por las tierras del norte de Europa, los cambios
son ya perceptibles, sobre todo porque se empieza a plantear la
obra de El Escorial y comienzan asimismo las obras en el palacio
de Aranjuez. Estos y otros proyectos de gran relevancia son asu-
midos por Juan Bautista, que desde 1559 se le nombra de manera
explícita «arquitecto de las obras reales». Checa publica varios
párrafos de un expediente que se guarda en el archivo general de
Simancas8, en el cual el veedor de las construcciones de Madrid,
Luis Hurtado, informa al Monarca de lo que se está haciendo en la
ciudad que pronto será Corte, para lo cual previene de la necesidad
de conservar ciertos entornos; ello pone de manifiesto la preocu-
pación por la ciudad en su conjunto urbano y esto es también una
novedad. En este mismo legajo hay otros documentos que señalan
la necesidad de construir en Madrid una catedral, así como un cole-
gio para la enseñanza religiosa dada la importancia que en la polí-
tica de Felipe II tenía la defensa de la religión católica. Sin embar-
go, fue algo que no se llevó a cabo porque el Rey reservó ese papel
al monasterio de El Escorial y decidió convertir la ciudad de Madrid
en capital administrativa del reino. En toda esta planificación juega
un papel muy importante Juan Bautista de Toledo, así como en
el programa de las obras públicas que propone este informe:

284
El arte del Renacimiento español

remodelación de la calle real nueva y de los siete caños del Peral,


empedrados, etc. También se pensó en la construcción de conven-
tos como corresponde a la mentalidad contrarreformista, de mane-
ra que «lo que se comenzaba a plantear desde la llegada de Juan
Bautista de Toledo a la Corte era un verdadero plan general de
intervención, que iba a tener a Madrid y al monasterio de El
Escorial como ejes capitales»9.
Todo este aspecto de las obras de remodelación está estudiado
de manera pormenorizada por Rivera Blanco10. Entre los conven-
tos madrileños hay que mencionar el que doña Juana de Austria
(hija del Emperador, viuda del heredero al trono de Portugal y
madre de don Sebastián de Portugal), fundó en 1559, el de las
Descalzas Reales. Parece ser que en principio existió allí el palacio
de don Alonso Gutiérrez, tesorero general del Emperador, y en
cuyas habitaciones éste y la familia real se habían alojado varias
veces. La casa y la iglesia fueron desde entonces y hasta hoy de
patronazgo real. No hay duda de que el arquitecto que llevó a cabo
la transformación de las casas señoriales en convento fue Antonio
Sillero el Mozo y, según opinión de Rivera, debió de serlo también
de la iglesia; lo que ya no está tan claro es que lo fuera de la facha-
da [lám. 80], en primer lugar porque la sencillez enteramente clasi-
cista de la misma tiene poco que ver con algunas decoraciones de
lo hecho por Sillero. La polémica por lo que respecta a la fachada
es larga y compleja y por el momento seguimos la propuesta de
Rivera Blanco: «Son tres los candidatos para asignarles la referida
fachada: Juan Bautista, apoyado por la tradición y el estilo;
Vergara el Mozo según documentos que permanecen inéditos y
que sólo vio Íñiguez Almech y Francesco Paciotto, que lo afirma
personalmente en Italia [...] en la fachada se aprecia un sabor pura-
mente clasicista, un carácter geométrico horizontal, esa utilización
bicrómica de la piedra y el ladrillo, el lenguaje de las placas y los
recuadros, la composición de las alturas, es decir, un conjunto de

285
Ana María Arias de Cossío

rasgos que obligan a recordar el palacio y la capilla de Aranjuez, los


corredores del Alcázar, etc. Todo parece querer proclamar que se
trata de una obra realizada en común entre Paciotto y Toledo»11.
Otra de las obras en las que intervino Juan Bautista de Toledo
fue el Alcázar de Madrid. En él venían interviniendo Covarrubias
y Luis de Vega, y de Juan Bautista de Toledo se conservan las tra-
zas de los pasillos, anotados y modificados por Felipe II; de esas
trazas lo que se puede deducir es que su intervención trató de
incorporar el lenguaje del Renacimiento. En su estudio M. Morán
y F. Checa12 señalan la novedad que supuso la intervención de
Toledo en el palacio de Aranjuez al plantear un tipo de palacio en
el que la relación con la naturaleza se produce de manera distinta a
como se había producido hasta entonces. Todo está sometido a la
regularidad y a la simetría que había aprendido en Italia y además
todo se supedita al desarrollo de la fachada.
La construcción de El Escorial fue, sin ningún género de dudas,
la obra de mayor envergadura de todas las acometidas en la época
de Felipe II y, además, la única que ha llegado intacta hasta noso-
tros. Como ya hemos indicado, el Rey se propone construir un
edificio que reúna las funciones de palacio y cenobio además de
panteón, y como el motivo inmediato fue la coincidencia de la vic-
toria en San Quintín con el día de San Lorenzo, se justificó asimis-
mo la construcción de un templo conmemorativo en honor de este
santo. Desde que el Rey hizo venir de Italia a Juan Bautista de
Toledo, la misión principal de éste era la proyección de este edifi-
cio; en el libro de Rivera Blanco se narra cómo se exploró la sierra
madrileña hasta que Felipe II eligió el lugar que le pareció más idó-
neo. Del proyecto inicial, tan distinto de lo que luego resultó, sólo
se mantuvo la inmensa superficie rectangular; ese espacio se dividía
en dos partes y la basílica, que constituía lo más importante, emer-
gía visualmente. Con todo, la creación magna del arquitecto es el
patio de los Evangelistas [lám. 81], que a su muerte se encontraba

286
El arte del Renacimiento español

ya a la altura del primer piso, dórico, y el segundo, jónico; todos


los historiadores están de acuerdo en que es enteramente suyo y,
desde luego, es una de las creaciones más claras y definitivas del
Renacimiento universal. En palabras de Chueca: «La belleza de sus
proporciones, irreprochable; la cadencia de su ritmo, grandiosa y
melódica; la pureza de sus perfiles, imposible de superar. El suave
modelado que dan a sus superficies los fustes de las columnas; la
carencia de todo ornato superfluo; la perfección vitruviana con que
se relacionan los órdenes, todo en él es cálido y acogedor»13.
En 1564 el proyecto sufrió un cambio decisivo que modificó su
aspecto exterior de manera casi absoluta. Sucedió así por presiones
de la comunidad, que quería que el número de monjes se duplica-
ra y como consecuencia había que duplicar las celdas. No merece
la pena entrar a valorar las continuas exigencias de la comunidad,
pero ello se explica por las continuas fricciones entre Juan Bautista
de Toledo, el prior, fray Juan de Huete, y el aparejador Tolosa, que
entorpecieron las obras hasta la muerte del arquitecto en 1567. En
este momento sólo emergían de los cimientos parte de la modifica-
da torre de la Botica, el zócalo ataludado del mediodía, parte de los
arcos de la plataforma y de los claustros chicos, cuyo planteamien-
to, así como el de los Evangelistas, estaba resuelto casi por com-
pleto. A la muerte de Juan Bautista de Toledo, tres eran los hom-
bres destinados a sucederle en tan magna obra: Juan de Valencia,
Jerónimo Gili y Juan de Herrera. Felipe II decidió enviar a Juan
de Valencia a las obras de Madrid y El Pardo, junto a Gaspar de
Vega; a Jerónimo Gili a las de Aranjuez y Aceca y, finalmente, a
Juan de Herrera a El Escorial.
Fue Herrera el mejor formado de los tres y el que culmina la
idea planteada por su maestro, un arquitecto culto e intelectual.
Asimismo, dota a la profesión de aquellos instrumentos que, de
acuerdo con la época, convierten la arquitectura en ciencia. La
biblioteca del monasterio guarda el Libro de las Armelas, cuyos

287
Ana María Arias de Cossío

dibujos realizó Herrera cuando residía en Alcalá de Henares por


encargo del preceptor del príncipe don Carlos. Se trata de las
copias de uno de los códices de Alfonso X el Sabio. Antes, había
ido en el séquito del entonces príncipe Felipe en el viaje por los
Países Bajos, y luego fue soldado en Italia y Flandes; por último,
sirvió en Yuste hasta la muerte del Emperador. Curiosamente, aun-
que ya había trabajado con Juan Bautista de Toledo en la obra de
El Escorial, no le sucedió de inmediato, ya que el Rey tuvo unos
momentos de duda y pareció inclinarse por Juan Bautista, el
Bergamasco, hasta que en 1572 firma una instrucción por la que
Felipe II le encarga las obras del monasterio.
Siguiendo los deseos del Monarca para aumentar la capacidad
del edificio, se decide elevar su altura. La parte más importante del
conjunto es la iglesia, para la que se presentan varios proyectos que
probablemente sirvieron a Herrera para el trazado definitivo. La
iglesia ocupa el centro de la planta [lám. 82], es de cruz griega, con
gran cúpula central, bóvedas de cañón en los brazos y cúpulas
rebajadas en los ángulos, según el esquema de San Pedro del
Vaticano, aunque los brazos terminan en plano.
La capilla mayor es profunda y muy elevada, para albergar bajo
ella la cripta de los enterramientos reales; a los pies el templo se
prolonga en toda su anchura. Gracias a esta prolongación, que ape-
nas influye en el efecto interior, se forma un coro alto casi al nivel
de la capilla mayor. A los lados del altar mayor están los monu-
mentos funerarios de Carlos V y Felipe II, de los que hablaremos
más adelante. Debido a la gran elevación de la capilla, la planta alta
del palacio queda a su mismo nivel, de tal forma que el Rey puede
seguir los oficios religiosos desde su aposento, que mira directa-
mente al altar mayor. La gran cúpula del crucero y las dos torres de
los pies de la iglesia, junto con las cuatro de los ángulos del monas-
terio, rematadas en chapiteles de pizarra de gusto flamenco y que
tanta influencia tendrían en la arquitectura española posterior, son

288
El arte del Renacimiento español

elementos decisivos en el efecto de conjunto del exterior de tan


grandioso monumento [lám. 83].
La fachada principal es, según Chueca14, «una de las más pode-
rosas y monumentales composiciones del Renacimiento, desnuda
por completo de decoración». Responde al tipo de fachada religio-
sa de dos órdenes que se formulaba por entonces en Italia. Como
dijo Unamuno: «En esta fachada comprendemos cómo la simetría,
la euritmia, pueden transfigurar en música la más imponente masa,
hecha todo proporción, grandeza sin afanosidad, nos permite
gozar con el goce más refinado y raro, cual es el de la contempla-
ción del desnudo arquitectónico»15.
La fachada opuesta a esta principal por el patio de los Reyes es
una ordenación magistral de índole puramente abstracta a la mane-
ra de Vignola, donde domina el efecto superficie. El patio de los
Reyes es el atrio, la preparación para entrar en la iglesia guarda el
orden de la primera proporción de Vitruvio y, como dice el padre
Sigüenza, «no hay cosa o son muy raras, que no guarde en esta
fábrica las reglas del arte»16.
Efectivamente, la convergencia está plenamente lograda, los
muros lisos convergen en la fachada de la iglesia que resalta por su
altura, su potencia y su casi tratamiento pictórico por el volumen
y las sombras que genera. Siete peldaños corridos dan majestad al
conjunto elevando la iglesia sobre una especie de pedestal. Las
imponentes figuras de los seis reyes dan mayor solemnidad al con-
junto, si es que ello fuera posible [lám. 84].
Es muy fácil suponer el prestigio de Herrera por esta obra y por
la cercanía al Rey, de manera que intervino en más obras reales
como el Alcázar de Toledo o el palacio de Aranjuez, y también en
obras civiles como La Lonja de Sevilla, que se hizo a instancia del
arzobispo Cristóbal de Rojas Sandoval, quien planteó a Felipe II la
necesidad de construir un edificio de esta naturaleza dada la activi-
dad comercial de la ciudad. Herrera no pudo desplazarse a Sevilla

289
Ana María Arias de Cossío

por trabajos en El Escorial, pero mandó allí a Juan de Mijares para


que corriera con la construcción. Herrera plantea un edificio de
planta cuadrangular y de dos plantas, todo ello de una enorme
depuración arquitectónica. El patio forma un cuadrado dentro de
otro, coordinados ambos, y las galerías con la más extrema perfec-
ción modular. Las fachadas exteriores son lineales y abstractas, de
poco relieve, procurando que no se destaque ningún elemento. Lo
único que desdice de tanta pureza son las desproporcionadas pirá-
mides que Mijares colocó en sus ángulos.
Por último, Herrera tomó el trabajo de la Catedral de
Valladolid. Muerto Rodrigo Gil el año 1577, la construcción de la
colegiata de Valladolid se apagó del todo. Resulta lógico que Felipe
II quisiera honrar a su villa natal con un templo significativo. Por
sus trazas se ve lo grandioso de la idea pero quedó inconclusa; tiene
planta rectangular, con dos torres grandes a los pies y dos menores
en el testero.
Un palacio construido en el Viso del Marqués completa la gran-
deza de la arquitectura serena y limpia de esta época. Lo constru-
yó don Álvaro de Bazán en ese municipio cercano a Valdepeñas,
que, como señala Checa, puede considerarse excepcional en el sen-
tido de que es un edificio cuya novedad es su desornamentación,
según la pauta de los palacios del Quattrocento. El arquitecto fue
Juan Bautista Castello, el Bergamasco, y entre su arquitecto y los
pintores que lo decoraron, y a los que nos referiremos más adelan-
te, constituye uno de los capítulos más interesantes de la relación
entre España e Italia. Se articula en torno a un patio y está flan-
queado por cuatro torres, retomando el tema de la villa fortificada
relacionada con ejemplos españoles17.
En el último tercio del siglo XVI se trazan las primeras catedra-
les americanas. En realidad es el último capítulo de las catedrales
renacentistas españolas. Son de planta rectangular. La de México se
debe a Claudio de Arciniega, y tiene tres naves más dos de capillas,

290
El arte del Renacimiento español

con pilares cruciformes con medias columnas dóricas en sus fren-


tes. Es probable que se trazara en un principio según el modelo de
Siloé. Se fecha en 1563. La Catedral de México es la obra magna de
la dominación española. La de Puebla repite en lo esencial el
mismo modelo. Las grandes catedrales peruanas son la de Lima
(1572-1578) y la de Cuzco (1573-1578). La de Lima parece que se
debe a Francisco Becerra.

IV.2.b. La escultura

El manierismo italiano empezó a llegar muy pronto a la escul-


tura española del Renacimiento. De hecho, hemos visto cómo las
figuras de Berruguete alargaban su canon conforme a las pautas del
manierismo florentino, aunque bien es verdad que ello servía para
una expresión de dramatismo que convenía a la religiosidad del
momento y que se representaba mediante figuras que se retorcían
para evidenciar su tensión. Esa fórmula de representación, al
mismo tiempo que recordaba ciertos goticismos, sentaría las bases
de nuestra imaginería barroca. Sin embargo, al acabar el segundo
tercio del siglo XVI las sugerencias que llegan de Italia cambian de
signo y ahora se impone una fórmula que se llama manierismo, y
al que también se denomina «romanismo» porque viene funda-
mentalmente de los círculos romanos que se habían formado en
torno a Miguel Ángel. La diferencia se establece en que ahora se
prefiere la monumentalidad de la figura humana, en contraposición
a los tipos enjutos y nerviosos que hemos visto en los escultores que
antes habían traído los ecos del arte italiano. Esa monumentalidad se
logra a base de tratar la materia escultórica con amplitud en masas
y volúmenes. Además, la anatomía se cuida particularmente para,
con su expresión, simbolizar la grandeza moral del personaje
representado. Esta nueva corriente tiene como introductor en España

291
Ana María Arias de Cossío

a Gaspar Becerra, que fue colaborador de Vasari y de Daniel


Volterra en Roma; de ambos tomó las fórmulas miguelangelescas,
aunque en el caso de Becerra las figuras no tienen la pasión de
Miguel Ángel.
La otra gran novedad, como señala García Gaínza, está en la
traza del retablo, que se convierte en un «dispositivo arquitectó-
nico de gran monumentalidad, ordenado racionalmente por
medio de la superposición de tres o más cuerpos divididos en
calles y entrecalles»18.
Efectivamente, los retablos pierden decoración y las líneas
arquitectónicas, en cambio, aparecen muy evidentes. En general en
las columnas se superponen los órdenes y la decoración a partir de
este momento ya no recubre los fustes y los frisos, sino que apare-
cen ahora casi siempre estriados. Los motivos decorativos se sim-
plifican y se prefiere la cartela típicamente manierista que ya se
había utilizado en el período anterior, los roleos, motivos geomé-
tricos y, en cambio, disminuye el uso del grutesco.
Sin duda el término «viñolesco» que se utiliza para este tipo de
retablo explica muy bien lo que se prefiere para designar las nuevas
trazas, de acuerdo con la influencia del tratado Reglas de los cinco
órdenes de la Arquitectura Civil, que publicó Vignola en 1561. A
partir de ahora ya no se dirá un retablo «a lo romano», sino un
retablo «vignolesco».
Dos circunstancias fuera del trabajo de los artistas favorecerán
el desarrollo de esta novedad en la traza de los retablos: la primera
se relaciona directamente con el rey Felipe II, que fue quien intro-
dujo el estilo de Vignola en España, y de hecho el retablo mayor de
El Escorial muestra ya esta fórmula con absoluta pureza, por otra
parte en total consonancia con la austeridad del monasterio. En
segundo lugar la Iglesia, triunfante tras el concilio de Trento, toma-
rá este manierismo vignolesco como la fórmula adecuada para la
propaganda de su fe.

292
El arte del Renacimiento español

Por último, y en el plano general, decir que son tres los grandes
centros escultóricos en esta época: primero, Castilla la Vieja, con
Valladolid como centro y con el arte de Gaspar Becerra como refe-
rente; las huellas de su estilo grandioso, que aporta una visión de
Miguel Ángel diferente de la patética de Berruguete, adoptando
una interpretación en clave heroica y monumental, se difunden por
Castilla hasta Navarra y Aragón, donde las difunde el escultor
Anchieta. Segundo, este monumentalismo escultórico llega tam-
bién al País Vasco y hacia el oeste a tierras gallegas. Tercero, en el
sur siguen activos los focos de Sevilla y Granada. En todo caso, lo
que resulta una novedad en el reinado de Felipe II es que por pri-
mera vez hay un arte propiamente cortesano que se concreta en El
Escorial o en la escultura que se hace en Madrid en torno a la
Corte, que se relaciona muy estrechamente con la que se hace en
Toledo.
En la zona de Castilla la Vieja el punto de partida es el impacto
del retablo de Gaspar Becerra en la Catedral de Astorga, unido a
lo que en Valladolid había hecho Juan de Juni. Así las cosas, el reta-
blo de Santa Clara en Briviesca (Burgos) es la empresa escultórica
de más envergadura en los momentos iniciales del romanismo
miguelangelesco y, además, une a sus grandes proporciones la
extraordinaria calidad de la escultura y una riquísima labor deco-
rativa que cubre toda su altura. Según noticias documentales, su
ejecución tuvo lugar entre 1551 y 1556, estando a cargo en sus
comienzos Diego Guillén, quien debió de intervenir escasamente.
Pasó luego a manos del artista de Miranda de Ebro, Pedro López
de Gámiz, que es, a juzgar por los documentos, el responsable
principal de la obra.
Azcárate, sin embargo, piensa que en este retablo intervinieron
otros maestros y cita expresamente a Juan de Anchieta: «A su ser-
vicio debió trabajar muy activamente en el retablo el joven Juan de
Anchieta, quien en 1565 residía en Valladolid y a quien en 1569

293
Ana María Arias de Cossío

menciona en su testamento el escultor Juan Bautista Beltrán,


como deudor de un préstamo que le hizo para poder trasladarse a
Briviesca. La relación de este retablo con la obra posterior de
Anchieta en Navarra y Aragón, según veremos, es indudable,
eclipsando la personalidad de López de Gámiz»19.
En cualquier caso, y contando con la incertidumbre de lo hecho
por López Gámiz, aunque C. García Gaínza piensa que es el res-
ponsable principal de este retablo, lo cierto es que se trata, efecti-
vamente, de una obra extraordinaria en sus proporciones y en su
realización, de líneas arquitectónicas perfectamente delimitadas:
consta de un banco, cuatro cuerpos muy altos y un ático, lo que
configura una estructura que se adapta perfectamente a la forma
ochavada del ábside. El retablo está dedicado a la Virgen y, aunque
el programa escultórico es muy amplio, los grupos de la calle cen-
tral merecen especial mención, primero porque la iconografía del
árbol de Jessé no es corriente en la época, luego la Virgen con el
Niño y la Asunción, realizadas sobre el modelo clasicista que irre-
misiblemente hacen pensar en Miguel Ángel y en Sansovino, como
ya dijera Weise20. Las columnas están todavía recubiertas de finísi-
ma labor de ramas entrelazadas con algunas figuras. El retablo fue
tasado por Juan de Juni en 1576 [lám. 85].
De la importancia de este retablo parten varias escuelas, como
señala Camón Aznar, por La Rioja, Navarra, el País Vasco, Aragón
y Castilla la Vieja21. Por proximidad a este retablo se debe atribuir,
según Weise, a López de Gámiz el retablo mayor del monasterio de
Vileña, cerca de Burgos, porque existen semejanzas en la traza,
aunque el estilo escultórico es algo diferente si bien está dentro de
la influencia del romanismo miguelangelesco.
El poso que dejó Juni se manifiesta en la labor poco determina-
da que debemos a su hijo Isaac de Juni. Debió iniciar su formación
en el taller paterno y cuando contaba más o menos veinte años,
entre 1556 y 1557, está documentado en Cuenca trabajando en el

294
El arte del Renacimiento español

taller de Jamete. Después trabajó en otro taller, el de Diego de


Tiedra. En 1570 consta que está en Valladolid, presumiblemente
colaborando con su padre, según se desprende del testamento de
éste. Al final del siglo aparece documentado en Galicia, pero no
está claro en qué obras colaboró. Murió este desconcertante artis-
ta en Valladolid a fines de 1597 y consta entonces que hizo un reta-
blo para Santa Clara de Cuéllar y que junto a Benito Celma con-
trató un retablo para el convento de la Merced de Valladolid que no
llegó a hacer.
Otro de los discípulos de Juni, obviamente de mucho mayor
calado que su hijo, fue Francisco de la Maza. Está documentado
entre 1568 y por lo menos hasta 1585. Entre sus obras hay que
mencionar el retablo de la Piedad en la iglesia del Salvador de
Simancas, fechado en 1571, que recuerda bastante a los Santos
Entierros del maestro de Salamanca y Segovia y que además están
en consonancia con el romanismo de este último tramo del siglo
XVI. Por último, entre sus obras significativas, aparte de interven-
ciones en otras, queda mencionar el retablo de Villabáñez
(Valladolid), que debió terminar en torno al año 1573. Consta de
banco con apostolado y con las imágenes de santa Lucía y santa
Catalina; dos cuerpos en tres calles con grandes escenas, la
Adoración de los pastores, la Flagelación y el Camino del Calvario,
que recuerdan mucho a Juan de Juni. Sin duda esta obra sitúa a
Francisco de la Maza entre los escultores más interesantes de la
escuela vallisoletana.
Sin embargo, el escultor de mayor prestigio de este momento es
Esteban Jordán, posiblemente hijo del escultor francés del mismo
nombre que trabajó en León con Juan de Juni. Debió nacer en esa
ciudad hacia 1530, pero su vida transcurre por entero en Valladolid,
desde donde llevó a cabo una labor enorme entre obras, tasaciones
e informes, lo que demuestra su gran influencia. Si tuviéramos que
definir su estilo en pocas palabras, diríamos que en él confluyen

295
Ana María Arias de Cossío

influencias de Juni y Berruguete, y todo ello fundido en el arte de


Gaspar Becerra, con quien es posible que trabajara en Astorga. Su
gran reputación se inicia en la década de 1570 con el retablo del
Calvario en la iglesia de la Magdalena de Medina del Campo, en
donde sobresale el grupo del Calvario, que recuerda a los de Juni.
Enseguida contrata la que es su mejor obra en la ciudad de
Valladolid: el retablo mayor de la iglesia de la Magdalena (1571),
que sigue el tipo de los retablos de Becerra, tres cuerpos de tres
calles sobre banco con virtudes recostadas y remate con ático y
Calvario. Llaman la atención los santos por parejas en el primer
cuerpo, que acompañan la escena central de la Traslación de la
Magdalena. El resto son escenas de la Pasión y Resurrección de
Cristo, aunque incomprensiblemente aparece también la escena
de la Epifanía. En esta misma iglesia está el sepulcro de don Pedro de
la Gasca, que contrató al mismo tiempo que el retablo, donde la
figura yacente aparece sobre una sencilla cama de jaspe y está muy
pulcramente tallada, con un espléndido estudio de los paños.
Unos años después Jordán está trabajando en el trascoro de la
Catedral de León, organizado a la manera de un arco triunfal que
curiosamente permite ver por el arco central el interior del coro,
algo que contradice su nombre de trascoro. La explicación es que
fue contratado como un antecoro y así se hizo, hasta que en el siglo
XVIII fue trasladado a la parte trasera del coro donde actualmente
está. La decoración escultórica se contrató en 1574 por Juni y
Jordán, pero no se debió hacer casi nada porque tres años después
la contrata Jordán en solitario y la termina en 1585, según la docu-
mentación existente. Los cuatro grandes relieves que realizó
demuestran un auténtico virtuosismo técnico; están compuestos en
varios planos y se culmina con la Asunción, que claramente está ins-
pirada en la de Astorga, y cuatro santos tallados en madera que tie-
nen una concepción miguelangelesca. Estando en León realizó tam-
bién el sepulcro del obispo Juan de San Millán en la iglesia leonesa de

296
El arte del Renacimiento español

la Compañía, documentado por M.C. Rodicio y S. Llamazares22.


Otra de las obras dignas de mencionarse en la labor de Esteban
Jordán fue la terminación del retablo de Medina de Rioseco que
trazó Becerra y que comenzó Juni, quien murió antes de terminar-
lo. El contrato de Jordán tiene fecha de 1577 y lo que él hizo mues-
tra una gran dependencia de Becerra. Sin embargo, la obra en la que
culmina todo lo hecho por Jordán es el retablo mayor de Santa
María en Alaejos (Valladolid). En su traza está directamente influi-
do por el de Medina de Rioseco y representa escenas de la vida de
la Virgen y de la infancia de Cristo presididas por una Coronación
que es de lo mejor que salió de su mano. Es muy característico el
tipo de relieve, que tiende a una mayor volumetría, y el remate es
un Calvario magistral. Tondos con el Nazareno y el Ecce Homo,
que se deben al escultor Francisco del Rincón. El conjunto, como
digo, es la obra culminante de Jordán23.
Hay además un grupo de escultores, de importancia menor en
relación con los anteriores, a los que Azcárate reúne bajo el epí-
grafe de «eclécticos»: el antes mencionado Francisco del Rincón,
Manuel Álvarez, su hijo Adrián, Pedro de la Cuadra y otros24,
que extienden su arte por Palencia o Soria en una escultura mucho
menos trascendente.
La escultura gallega del último tercio del siglo XVI se relaciona
íntimamente con el arte vallisoletano, bien directamente, bien a tra-
vés de maestros leoneses. Dentro de la influencia del taller de Juni
se justifica por la llegada a Galicia en 1560 de un maestro anónimo
denominado el maestro de Sobrado, cuya obra más importante es
el Entierro de Cristo, en el monasterio de Sobrado de los Monjes.
Inspirado directamente en el de Juni, repite una serie de rasgos con
gran atención a la anatomía, insistiendo en ella de forma algo
machacona25.
Luego está la influencia de los escultores de la generación siguien-
te a Juni cuyo paradigma es Esteban Jordán, con la particularidad de

297
Ana María Arias de Cossío

que, en tierras gallegas y durante este período, las obras más desta-
cadas no son los retablos, sino las sillerías de coro. La influencia de
Jordán está en primer lugar en la obra del leonés Juan de Angés el
Mozo, hijo del colaborador de Juni del mismo nombre. Su activi-
dad en Galicia se documenta desde 1585 hasta 1597, año en que
muere. Su llegada a Orense está en relación con el encargo de la
sillería del coro de la catedral, que realizó con Diego de Solís y
cuyas trazas aprobó Esteban Jordán. Sigue el tipo habitual de dos
órdenes de sillas, en el inferior figuras de medio cuerpo y entero en
el superior, todo ello con el recuerdo de Juni en la sillería de San
Marcos de León y el canon más esbelto utilizado por Jordán.
Juan Dávila y Gregorio Español, ambos de origen y forma-
ción castellana, realizan a partir de 1599 el coro de la Catedral de
Santiago. Puede decirse que esta sillería es ecléctica en su estilo
porque los relieves que corresponden a Dávila mezclan la influen-
cia de Juni con los expresivismos de Berruguete y el romanismo de
Jordán, mientras que Gregorio Español muestra en su participa-
ción preferencia por el estilo de Becerra.
En esta etapa atraviesa un momento de crisis el centro artístico
de Santiago de Compostela, que muy pronto, ya en años del barro-
co, iba a convertirse en la escuela más importante de entre todas las
gallegas.
Un artista polifacético de este momento es el aragonés, afincado
en Santiago, Juan Bautista Celma, cuya estancia en la ciudad se
documenta entre 1568 y el último decenio del siglo. Fue pintor,
escultor, broncista; como escultor su labor se reduce al sepulcro de
doña Mencía de Andrade, en la capilla de la Azucena de la catedral,
obra que tiene como modelos los sepulcros medievales; como bron-
cista, los bellísimos relieves de los púlpitos de la catedral composte-
lana directamente inspirados en la custodia de Antonio de Arfe.
Un portugués, Mateo López, es el que introduce el manierismo
cortesano en Santiago, especialmente en el capítulo de los sepulcros,

298
El arte del Renacimiento español

para los que utiliza el modelo de los sepulcros reales de los Leoni.
Pero su mejor aportación artística está en la arquitectura, y de
ello es muestra la fachada de la iglesia de San Martín Binario, aun-
que las figuras son muy alargadas, sin la más mínima idea de la
belleza formal.
Finalmente hay una última generación de artistas nacidos en el
siglo XVI que entran en el XVII, es decir que sirven de puente
entre el manierismo y el barroco. Ejemplos son el portugués
Alonso Martínez y el vizcaíno Juan de Muniátegui.
En La Rioja trabaja fundamentalmente el escultor Pedro
Arbulo de Marguvete, que es probable que fuese natural de Santo
Domingo de la Calzada, donde residía en 1565. Coetáneo
de Anchieta, debió iniciar su actividad en torno al retablo de
Briviesca, pero enseguida fue captado por el gran artista vasco, con
quien debió de mantener amistad. Inicia en 1569 el retablo mayor
de San Asensio (Logroño), tasado en 1575, y la sillería del coro,
lamentablemente destruido todo ello. En Santo Domingo de la
Calzada se le atribuye el retablo de San Andrés en una capilla de
la girola; muy estrechamente relacionado con el de Briviesca, en él
se ve la falta de monumentalismo típico de Anchieta. Pedro Arbulo
murió en Briones en 1608, aunque antes hizo un retablo para una
capilla del lado norte de la iglesia.
Pero, sin duda, el escultor más importante de este último tercio
del siglo XVI es Juan de Anchieta, nacido en Azpeitia en torno a
1540 y muerto en 1588. Su relevancia se debe no sólo aque fuera el
más genial entre los representantes del manierismo miguelangelesco,
sino a que trabajó en Burgos, el País Vasco, Navarra y Aragón, con
lo que su influencia fue muy extensa. El primer problema que plan-
tea este artista es el de su formación. Ceán Bermúdez dice que
estuvo en Florencia, pero esa estancia no está documentada y
parece mucho más probable que esa formación tuviera lugar en
Valladolid, ya que en 1565 se bautiza allí a un hijo suyo y aún

299
Ana María Arias de Cossío

estaba allí en 1569, y a juzgar por el testamento del escultor Juan


Bautista Beltrán tenía muy poco dinero, pues en dicho documento
se reclama un préstamo que le había hecho: «[...] que le presté agora
cuando fue la postrera vez a Briviesca»26.
Aparte de la pobreza, esta frase demuestra su contacto directo
con el retablo de Briviesca, verdadero punto de partida y lazo de
unión de todos estos artistas, porque permite que se le asigne una
parte de la escultura. Por otra parte, se relaciona muy claramente
con sus trabajos posteriores y, además, le permite relacionarse
directamente no sólo con López de Gámiz, sino con el círculo
de los escultores de Valladolid: Jordán, Inocencio Berruguete,
J. Bautista Beltrán y muy especialmente con Juni. Este último le
tuvo en el mayor aprecio, como puede verse en el juicio que vierte
en su testamento, donde le nombra como el maestro ideal para
finalizar el retablo de Santa María de Medina de Rioseco que ha
dejado sin terminar debido a su enfermedad: «A Juan de Anchieta,
escultor residente en Vizcaya que es persona muy perita, hábil y
suficiente y de los más esperitos que hay en todo el rreyno de
Castilla... que Dios me da a entender no hay otra persona ninguna
del dicho arte de quien se pueda fiar la dicha obra, lo qual digo y
declaro por descargo de mi conciencia»27.
A partir de 1570 se marcha de Valladolid y debió de establecer-
se en Burgos, porque es en esta década cuando hace en la vieja ciu-
dad castellana dos obras: la primera, su intervención en el retablo
mayor de la catedral, en el que hace la Asunción y la Coronación de
la Virgen, que evidencian el entronque con las figuras de Briviesca,
por un lado, y con la obra de Becerra en Astorga, por el otro. La
segunda obra, de gran importancia, la contrata antes de 1579 en
colaboración con Martín Ruiz de Zubiate y por encargo del obis-
po de Pamplona. Se trata del retablo del capítulo del monasterio de
Las Huelgas de Burgos, del que subsisten tres relieves que, des-
montados, están en el pasillo de paso a las Claustrillas. Representan

300
El arte del Renacimiento español

estos relieves la Conversión de san Pablo, la Degollación de san


Juan Bautista y la Imposición de la casulla a san Ildefonso; espe-
cialmente estas dos últimas son muy interesantes, ya que funde en
un evidente manierismo las influencias de Juni y Becerra. A este
mismo retablo perteneció una Virgen con el Niño, de pequeño
tamaño pero de muy fina talla.
También por estas fechas contrata el retablo de San Miguel de
Vitoria en colaboración con Estaban de Velasco, al que sustituyó
luego Lope de Larrea. Sin que sepamos por qué, la obra se inte-
rrumpió y de ella sólo se conservan dos relieves: la Flagelación y la
Coronación de espinas, que estaban en el banco y cuyo estilo des-
cubre la mano de Anchieta. Y por último, antes de que le encon-
tremos establecido en Pamplona, contrata el retablo de San Pedro
de Zumaya junto al ensamblador Martín de Arbizu. Es una obra
mucho más austera que el resto y las estatuas de la Vocación y la
Liberación del santo titular pueden ponerse en relación con las de
Briviesca por su canon hercúleo, que se va haciendo constante en el
artista. Como se ha dicho, en torno al año 1580 Anchieta abre taller
en Pamplona, desde donde atiende encargos de Aragón, el País
Vasco y la propia Navarra en una actividad incesante. Tanto Camón
Aznar como Azcárate dan por seguro el retablo de la Trinidad de la
Seo de Jaca, mientras que C. García Gaínza lo señala como «atri-
buido tradicionalmente». Sin embargo creemos que el estilo no deja
sombra a la duda, ya que la representación en el centro de la
Trinidad [lám. 86], con el Padre Eterno y las dos figuras del Ángel
y san Agustín que lo flanquean, plantean unas imágenes y una téc-
nica por entero miguelangelescas, solventadas con una seguridad
asombrosa en la que ya hace tantos años se fijó Camón: «Es una de
las creaciones más grandiosas de la escultura española y la réplica
más exacta que existe del Moisés de Miguel Ángel»28.
En Navarra contrata varios retablos: el de Cáseda, el de Aoiz y
el de Tafalla. En el primero, traza sobre el banco tres cuerpos y

301
Ana María Arias de Cossío

ático rematado con frontones decorados con ignudi; pueden desta-


carse el grupo de la Virgen y el Niño, tratada con la serenidad de
una matrona romana y con magnífica técnica en los plegados, y los
grupos de la Asunción y la Coronación. Del de Aoiz no se conoce
la traza original, ya que se modificó y se repintó en el siglo XVIII,
pero algunos grupos descubren la influencia de Miguel Ángel. Por
último, el retablo mayor de Santa María de Tafalla [lám. 87] es no
sólo la última obra de Anchieta sino la más monumental. Lo con-
trata en 1588 y sólo llegó a comenzarlo, aunque su mano se descu-
bre en los relieves del sotabanco, especialmente en los óvalos del
Nacimiento y de la Adoración de los pastores, junto con los de la
Anunciación y la Visitación; en el banco, el Entierro y la Piedad
recuerdan mucho los tipos de Juni. Puede decirse que: «Desde el
punto de vista artístico Anchieta es un manierista expresivo de
gran temple, al que acompaña el dominio de una excelente técnica
capaz de dominar los secretos del modelado de los cuerpos y la
blandura de las telas. Su estilo es esencialmente miguelangelesco
tanto en los tipos humanos que tienden a lo monumental y hercú-
leo como en los esquemas y composiciones»29. La realización de
los cuerpos de este retablo la realizó Pedro González de San
Pedro, discípulo destacado de Anchieta, que siguió fielmente las
trazas del maestro. Probablemente sea Anchieta uno de los escul-
tores que más discípulos directos dejó, pues, además de San Pedro,
se encuentra Ambrosio de Bengoechea, navarro nacido en
Cabrero donde abrió taller. En todo caso, un número considerable
de seguidores del gran escultor de Azpeitia prolongaron su estilo
en el siglo XVII. Para su estudio, que rebasa los márgenes de este
libro, remito al lector a los trabajos de los autores que los han estu-
diado pormenorizadamente30.
El último tercio del siglo en Andalucía y especialmente en
Sevilla es particularmente importante porque es en este momento
cuando se crea una verdadera escuela de imagineros, base de la gran

302
El arte del Renacimiento español

escultura barroca andaluza. Lo primero que hay que señalar es la


continua llegada de escultores formados en Toledo en su mayor
parte, aunque también de italianos que traen los aires de un
Renacimiento avanzado pero que, influidos por el ambiente,
encauzan el arte hacia la buena ejecución, la corrección y la belle-
za, en un idealismo naturalista que sienta las bases de los imagine-
ros del barroco. El verdadero iniciador de la escuela es Juan
Bautista Vázquez el Viejo, a quien ya hemos visto actuar. Su
estancia en Sevilla se documenta a partir de 1557, pero hasta poco
tiempo después no contrata su primera obra: la terminación del
retablo de la cartuja de las Cuevas, que había dejado inacabado
Isidro de Villoldo. Siguen a este trabajo otras intervenciones para
terminar también obras iniciadas por otros escultores, hasta que
trabaja en el retablo mayor de Santa María, en Carmona. Es un
conjunto que había comenzado Nufro Ortega, a quien debe perte-
necer el banco, pero en los cuatro cuerpos divididos en cinco calles
se nota el sentido clásico de Vázquez: en la calle central la Virgen
con el Niño, en el segundo cuerpo la Adoración de los pastores o la
Anunciación dan buena prueba de ello. En 1572 contrata el retablo
de San Mateo en Lucena (Córdoba), que terminó hacia 1580 con la
colaboración de su discípulo Jerónimo Hernández. En él se cuen-
tan escenas de la infancia y Pasión de Cristo, pero entre ellas hay
que destacar la escena de la Visitación [lám. 88], donde puede verse
la extraordinaria maestría del escultor tanto en el plegado de los
paños como en el canon esbelto de las figuras y la serenidad de las
actitudes. Cuando todavía está trabajando en Lucena, contrata en
1575 el retablo mayor de Santa María de Medina Sidonia, que ya
estaba muy avanzado en su ejecución pero que en algunas escenas
deja ver muy bien su mano. También trabajó Vázquez como escul-
tor en piedra y en este capítulo es de destacar la belleza de las vir-
tudes teologales de la portada del Hospital de la Sangre en Sevilla
[lám. 89] y, muy especialmente, en el sepulcro del inquisidor

303
Ana María Arias de Cossío

Antonio del Corro que está en San Vicente de la Barquera en


Santander, una de las obras más representativas del virtuosismo
técnico y del sentido clásico del reposo en la efigie melancólica del
inquisidor, recostado, meditando en la lectura. En los últimos años
de su vida (murió en 1589) dirigió la decoración de las salas capi-
tulares de la catedral sevillana, gran conjunto de esculturas y relie-
ves entre los que se le atribuyen los situados en lugar preferente.
El otro escultor que junto a Vázquez forjó la escuela sevillana
de este momento es Jerónimo Hernández. Nacido en Ávila en
torno a 1540, llega a Sevilla siendo muy joven y entra en el taller de
Vázquez, que es su principal maestro; sin embargo, como señala
Azcárate, «en su formación intervienen varios factores; entre ellos,
su innata habilidad para el dibujo que ya elogia Pacheco; la cola-
boración con Villoldo en el retablo de la cartuja de las Cuevas y su
aprendizaje —según Ceán— con el enigmático Pedro Delgado,
además del concienzudo estudio del pintor Pedro de Campaña y
por último la influencia del medio familiar, ya que contrajo matri-
monio con la hija del arquitecto Hernán Ruiz, de quien aprendería
su magistral técnica como tracista de retablos»31. Aunque su vida
fue corta (murió antes de cumplir los cincuenta años), su labor es
fundamental para el desarrollo de la escuela sevillana porque enla-
za y unifica la tradición castellana con la sevillana, y ello es así
debido a la creación de un importante taller pero, sobre todo, a la
innovación de tipos iconográficos marianos y del Niño Jesús, que
tendrán un amplio desarrollo en la escultura andaluza posterior.
Entre sus primeras obras conservadas se encuentra el San Jerónimo
del retablo de la Visitación, en la catedral hispalense, que es un
magnífico estudio anatómico en el que se reconoce a los maestros
castellanos, desde luego muy superior al de Torrigiano del Museo
de Sevilla, tanto en su expresión como en su movimiento [lám. 90].
Su última obra fue la intervención en el retablo de Santa María en
Arcos de la Frontera, que se documenta en 1585, aunque debió

304
El arte del Renacimiento español

hacer poco. Parece que sólo se hicieron algunas escenas según sus
trazas, pero la confusión con otros escultores que también partici-
paron hace difícil su identificación. Entre ambas obras cabe citar
las imágenes que se conservan del retablo mayor de la iglesia de la
Madre de Dios en Sevilla, en la actualidad rehecho, entre las que
destaca una imagen de la Virgen con el Niño sedente que es de lo
mejor de la iconografía mariana andaluza. Esta documentada inter-
vención parece que confirma la atribución del retablo de los Santos
Juanes de la misma iglesia, como sugiere López Martínez y sigue
Hernández Díaz, sobre todo en lo que se refiere al retablo de San
Juan Evangelista32.
Otra de sus bellas creaciones marianas es la Virgen de la O de
Ubrique, que procede del retablo de Carmona, imagen de gran
sentido clásico y suavidad de modelado. También debe citarse la
Virgen de la parroquia de Guillena (Sevilla) por lo que tiene de
antecedente de las imágenes marianas de Montañés. En 1582 se
fecha un Cristo resucitado en la parroquia de Santa María
Magdalena, clásico y naturalista con cierto aire praxiteliano que se
repetirá en días del siglo siguiente.
Entre los italianos que colaboran en la formación de la escuela
sevillana está el veneciano Juan Marín, cuya estancia en Sevilla se
documenta entre 1561 y 1577, fecha en que como arquitecto y
maestro de fortificaciones se traslada a Cádiz, donde aún vivía en
1588. Arquitecto y escultor, su labor es algo confusa. Consta que
dio modelos para el facistol de la catedral y se cree reconocer su
estilo en unos relieves italianizantes con cantores, ministriles y
organistas y también ángeles músicos, pero lo que interesa de su
presencia en Sevilla es que allí debió contribuir al triunfo sereno
del manierismo italiano, además de en otros lugares de Andalucía.
Otro escultor toledano, Diego de Velasco, recaló en Sevilla en
1579, donde entra al servicio de la catedral, de la que llega a ser
escultor mayor en 1582 y cuatro años después maestro mayor de

305
Ana María Arias de Cossío

las obras del Cabildo. Su labor más importante son los relieves de
la sala capitular de la Catedral de Sevilla, en los que consta su inter-
vención en el de la Expulsión de los mercaderes.
Diego de Pesquera aparece en Granada en 1563 y luego se
trasladó a Sevilla, donde está hasta 1580. Su estilo revela unos
contactos con el arte toledano ligado al estilo de Berruguete, pero
al mismo tiempo muestra un contacto directo con el arte italiano,
especialmente con Miguel Ángel, por dos motivos fundamenta-
les: uno, la preferencia por los temas profanos y, otro, la prefe-
rencia de trabajar en piedra. Como tal escultor profano tienen
importancia las esculturas de Julio César y Hércules de la Alame-
da de Sevilla y por el modelo para la fuente de Mercurio, que dio
en 1577 y que está en los jardines del Alcázar, además del Marte
de los jardines de Las Delicias. Al final de su vida interviene en
los relieves de la antesala capitular de la Catedral de Sevilla con
temas bíblicos, evangélicos y teológicos, en los que además inter-
vinieron otros escultores.
Gaspar Núñez Delgado se debió formar en Castilla y luego en
Sevilla con Jerónimo Hernández, donde su fama y su importancia
fue muy grande. En Sevilla está documentado entre 1581 y 1606, en
que otorga testamento. Se sabe de su primera obra que es un Cristo
de marfil (1585), de muy buena técnica, que está en una colección
particular de Puebla en México. De este mismo tipo es el Cristo del
Palacio Real de Madrid. Hay también en otra colección privada de
Sevilla una cabeza del Bautista en barro cocido, conforme a la
mejor tradición de la técnica andaluza. Por último, está también un
Ecce Homo de barro cocido de la colección Gómez Moreno.
Otros escultores andaluces son ya prácticamente una genera-
ción puente entre los siglos XVI y XVII, como Juan de Oviedo o
Vázquez el Mozo y otros de menor importancia, con la particula-
ridad de que hacia 1600 se nota en Sevilla la influencia del retablo
de El Escorial, que inspira el retablo del Hospital de las Cinco

306
El arte del Renacimiento español

Llagas de Sevilla, trazado por Asensio de Maeda, y el de la casa


profesa de los jesuitas, diseñado por el hermano Alonso Matías.
El capítulo desligado del desarrollo de la escultura española que
acabamos de mencionar lo constituye la escuela cortesana, porque
los escultores al servicio del Rey van a definir un arte oficial que
traduzca la imagen de la monarquía, para lo cual utilizarán mate-
riales nobles, bronce y mármol, y una indudable inspiración en el
clasicismo de la Antigüedad. Los escultores cortesanos más impor-
tantes del siglo XVI son dos italianos de Arezzo, aunque vecinos
de Milán, que son padre e hijo: León y Pompeyo Leoni, respecti-
vamente. Primero estuvieron algún tiempo al servicio de Carlos V,
coincidiendo con la labor de Becerra y, sobre todo, con la evolu-
ción de la escultura española hacia un clasicismo depurado y
sobrio, cuando ya están trabajando para El Escorial de Felipe II,
donde se conservan sus obras más famosas.
León Leoni, nacido en 1509, entra como escultor al servicio del
Emperador en torno al año 1548, pero ya antes había trabajado
para él labrando medallas y monedas que su hijo trasladaba luego
a España. Prácticamente desde mediada la década de los cincuenta
acaparan todos los encargos reales, que el padre realiza en su taller
de Milán y el hijo retoca e instala en España. Las esculturas que de
ellos conocemos son, pues, fruto de la colaboración de ambos hasta
que el padre muere en 1590.
Hay en primer lugar un grupo de obras realizadas en bronce de
los años sesenta, entre las que destaca el Carlos V venciendo al
furor [lám. 91] del Museo del Prado, de enorme virtuosismo técni-
co en donde el Emperador aparece representado con gran sereni-
dad y cierto aire melancólico en contraste con la figura del furor.
Esta obra es importante en la evolución del retrato de la segunda
mitad del siglo XVI porque, como dice F. Checa: «A lo largo del
siglo XVI se ha ido definiendo un peculiar concepto de retrato cor-
tesano cuya evolución, de acuerdo con el propio desarrollo político

307
Ana María Arias de Cossío

de la idea de poder, tiende hacia la presentación de una imagen del


soberano cada vez más fría y distanciada. De esta manera, el prín-
cipe aparece ante los ojos del espectador como algo lejano y casi
divinizado»33.
A la definición de este tipo de retrato, ya sea pictórico o escul-
tórico, contribuyeron influencias diversas, la de Tiziano o la de
Antonio Moro por ejemplo. En el campo de la escultura el nombre
de los Leoni, especialmente Pompeyo pero también su padre, tie-
nen un papel relevante en la culminación de este tipo de retrato
áulico en los días de Felipe II. En este grupo de obras, aparte de
bustos en bronce del propio Carlos V, o de Felipe II, o de María
de Austria, todos ellos realizados por León Leoni, hay un retrato de
cuerpo entero de la emperatriz Isabel que está en el Museo del
Prado. Es obra de primerísima calidad en el tratamiento de la ima-
gen, serena y al mismo tiempo absorta, y con una serie de matices
técnicos de extraordinaria maestría en la representación de su indu-
mentaria. El rostro, que parece inspirado en el retrato de Tiziano,
es sin duda de una belleza sublime [lám. 92].
Pompeyo Leoni terminó por afincarse en España y su verdade-
ra valía se ve en dos tipos de obras: los mausoleos y las esculturas
del retablo mayor de la iglesia de El Escorial. En cuanto a los pri-
meros y antes de los de El Escorial, decir que realizó varios para
personas de la familia real o para altos personajes eclesiásticos.
Valgan como ejemplo dos de ellos. En 1574 se encomienda a
Jacobo de Trezzo la obra del sepulcro de la infanta Juana de
Austria, para las Descalzas Reales de Madrid, pero a Pompeyo
Leoni le corresponde el retrato funerario hecho en mármol de
Carrara y firmado por él. La obra es de una finura exquisita y
demuestra el dominio sobre la talla en mármol, de lo que es buen
ejemplo la caída majestuosa del manto. Es un retrato orante ideali-
zado, también lejano para el espectador y puede decirse que tiene
un tratamiento casi pictórico por la forma de utilizar el recurso de

308
El arte del Renacimiento español

la luz. En cambio, el sepulcro del inquisidor Valdés en la iglesia de


Salas (Asturias), terminado en 1582, es de distinta naturaleza. Está
organizado como un gran retablo de tres calles y ático con figuras
de la Caridad y la Esperanza a los lados y la Fe derrotando a la
Herejía en el centro, pero lo que sorprende es la figura orante del
inquisidor en el centro, a quien acompaña un diácono un poco por
detrás que le sostiene la mitra, y llama la atención porque es un
retrato realizado en clave naturalista, lo cual será importante a la
hora de considerar la evolución hacia el naturalismo que seguirá el
arte español del siglo XVII. Parece que la escritura de contrato
especificaba que fuera «con el retrato al natural tan al propio como
sea posible», y desde luego no puede decirse que no complaciera
esa exigencia. La técnica es, como siempre, magistral y el escultor
se deleita en el detalle de bordados y adornos como si de un orfe-
bre se tratara. Además, la escultura tiene un juego entre los volú-
menes y la luz ciertamente extraordinario [lám. 93].
Sin embargo, la obra culminante de Pompeyo Leoni y la que le
ha dado más fama son los enterramientos reales en la basílica de El
Escorial. Estos enterramientos los trazó Juan de Herrera en 1587,
colocados a ambos lados del presbiterio, y comprenden una arqui-
tectura consistente en dos columnas dóricas, en el centro los gru-
pos escultóricos y, como remate, los escudos imperial y real entre
columnas jónicas. Trabaja en estas dos obras en el último decenio
del siglo y cuenta con varios colaboradores, entre ellos su hijo
Miguel, Milán Vimercado, Baltasar Mariano, Juan de Arfe y
Martín Pardo. En el lado del Evangelio está el que corresponde a
Carlos V, arrodillado y acompañado de la Emperatriz, seguidos de
las hermanas del Emperador, Leonor y María, y por último María,
hija de esta última. Magníficas figuras de gran empaque y dignidad
y al mismo tiempo acabadísimos retratos idealizados y conforme a
la estética italiana, realizados con una técnica inmejorable [lám. 94].
En el lado de la Epístola, la figura de Felipe II y Ana de Austria, de

309
Ana María Arias de Cossío

rodillas igualmente y seguidos por las otras dos esposas del Rey,
Isabel de Valois y María de Portugal, además del príncipe Carlos,
que exactamente igual que en el otro caso constituyen un grupo
extraordinariamente grandioso con vistosos ropajes tallados con
una técnica magistral, combinando las labores del bronce y la poli-
cromía de las piedras incrustadas, particularmente en los grandes
mantos que son desmontables. Los retratos, aunque idealizados,
respetan el parecido [lám. 95]. La labor de El Escorial se completa
con las figuras del retablo trazado por Juan de Herrera. Es funda-
mentalmente de pintura, como veremos, pero tiene estatuas en las
hornacinas laterales: Padres de la Iglesia, evangelistas y santos, y
todo ello coronado por un magnífico Calvario en el cual el Cristo
es una pieza extraordinaria.
La documentación demuestra que Pompeyo Leoni realizó un
Crucifijo de madera que algunos historiadores identifican con el
que está en la Real Academia de San Fernando de Madrid.
El foco toledano tiene una relación con el foco escurialense sin
romper del todo con la escultura tradicional. Se trata de Juan
Bautista Monegro, toledano de nacimiento y de formación presu-
miblemente italiana, a juzgar por el carácter italiano de sus obras.
En Toledo trabajó en esculturas públicas como la Santa Leocadia
para la puerta del Cambrón o el San Julián del puente de San
Martín, pero también trabajó en retablos como el de Santo
Domingo el Antiguo, que luego albergaría las primeras pinturas de
El Greco en España, en el que le corresponden las figuras de las
Virtudes y profetas. Otra de sus obras magistrales es el retablo de
Santa Clara o de la Encarnación. Sin embargo las obras más signi-
ficativas son las de El Escorial, realizadas entre 1583 y 1593. En
primer lugar la monumental estatua de San Lorenzo de la fachada
y los reyes de Judá en la fachada de la iglesia, obras de canon gran-
dioso que suma una exacta valoración del juego de volúmenes y no
pierden un ápice en el contexto del no menos grandioso escenario.

310
El arte del Renacimiento español

También corresponden a Monegro las figuras de los Evan-


gelistas en su patio. Resultan algo teatrales, considerándose mejo-
res las figuras de San Lucas y San Marcos. Mientras trabajaba en
El Escorial contrató los bultos orantes de los condes de Barajas
para dicha villa (Madrid), desaparecidos en la guerra civil. Hizo
otros bultos funerarios que demuestran que, de alguna manera,
influyó en los sepulcros de principios del siglo XVII. En este
momento en que vuelve a Toledo y realiza esos sepulcros parece
que realizó el busto de Juanello Turriano, que, aunque recuerda
algo a los Leoni, es de una fuerza extraordinaria y profundamen-
te realista [lám. 96].
También en Toledo, El Greco, el pintor que engrandeció la ciu-
dad con sus obras, hizo esculturas de pequeño tamaño. Parece la
consecuencia de una costumbre de los pintores venecianos que El
Greco utilizó, dejándonos dos desnudos de Adán y Eva y un bello
Cristo resucitado ajeno al naturalismo, además de un óvalo con la
imposición de la casulla a san Ildefonso en el marco del Expolio en
la sacristía de la Catedral de Toledo, de una armonía de líneas muy
cuidada.
Un escultor nacido en Vitoria en 1535 llamado Domingo
Beltrán se hizo cierto nombre como escultor de la Compañía de
Jesús en Alcalá de Henares. Trabajó en Medina del Campo,
Murcia, Madrid y Toledo. Debió formarse en Italia porque no
parece que sus obras puedan compararse con las de ningún taller
castellano anterior. Su primera obra documentada es una serie de
imágenes para la iglesia de los Jesuitas de Medina del Campo, hoy
parroquia de Santiago. De entre esas imágenes, la Virgen con el
Niño, de pie en situación de avanzar, movimiento que no va en detri-
mento de su monumentalidad. Hizo también obras para el perdido
retablo de San Esteban de Murcia y, además, aunque no hay docu-
mentación que lo demuestre, parece que en alguna ocasión fue
requerido por Felipe II para El Escorial y que renunció a ello.

311
Ana María Arias de Cossío

IV.2.c. La pintura

La pintura del último tercio del siglo XVI es menos homogénea


que la arquitectura o la escultura y, aunque se mantiene siempre
dentro del manierismo italiano, alterna las fuentes de inspiración.
Así, como hemos visto al hablar de la escultura de Becerra, hay un
primer momento de miguelangelismo pleno, porque Becerra es
también en la pintura quien abre el capítulo de las formas hercúleas
del maestro de la Sixtina. Pero Becerra muere en 1570 sin dejar dis-
cípulos importantes que prolonguen su estilo y entonces el migue-
langelismo se extingue casi diríamos bruscamente en la pintura
española, que a su vez mira a otra escuela italiana, la veneciana, y
es ahora Fernández Navarrete el Mudo quien, algo cansado de su
inicial inclinación por Miguel Ángel, se fija en la pintura de man-
chas del viejo Tiziano, en el manierismo atormentado de Tintoretto
y en los juegos de luz de los Bassanos.
En la década de los ochenta el miguelangelismo vuelve con fuer-
za porque en 1577 Pablo de Céspedes ha regresado de Roma, pero
sobre todo llega en 1586 a El Escorial Peregrino Tibaldi, y también
Cambiasso. Además, hay una nueva oleada de manierismo, princi-
palmente romano, y otros pintores italianos como Arbiasa, Pérez
de Alessio y los hermanos Peroli se instalan en Andalucía y
Castilla, y Hermes en Cataluña.
La influencia de Tiziano que había representado Navarrete se
mantiene en la pintura gracias a la presencia en España de un repre-
sentante de tanta calidad como El Greco.
Tanto los pintores españoles como los extranjeros tienen sus
miras puestas en El Escorial, donde el Rey quiere decorar su
monasterio con los mejores artistas. Se forma, por tanto, una
escuela escurialense donde, aunque predominan los pintores
extranjeros, también hay españoles. En el plano de la técnica cabe
decir que la pintura mural vuelve a tener gran predicamento, y en

312
El arte del Renacimiento español

los cuadros de caballete se opta por los grandes formatos y por el


lienzo como soporte. Ese arte oficial cuyo centro se establece en El
Escorial tiene en los retratistas de la Corte un capítulo importante.
El miguelangelismo está representado por Gaspar Becerra, que
como ha quedado dicho debió nacer en torno a 1520. Veinte años
más tarde se encuentra ya documentado en Roma, donde pasa bas-
tantes años, hasta que lo encontramos de regreso en Castilla, con-
cretamente como vecino de Valladolid, trabajando en el retablo de
Astorga.
Mientras estuvo en Italia trabajó con Vasari y con Volterra, de
manera que se formó en la más clara admiración por Miguel Ángel.
Parece que la primera colaboración fue con Vasari, a quien el car-
denal Farnesio había encargado unos frescos para el salón del pala-
cio de la Cancillería romana. Ante el poco tiempo que tenía el pin-
tor para realizar el encargo, lo distribuyó entre sus discípulos, y,
entre ellos, a dos españoles, uno Becerra y otro Rubiales. Más
tarde el propio Vasari cuenta otra de las colaboraciones de Becerra
en Roma, esta vez cuando Volterra está decorando la capilla de
Lucrecia della Róvere en la Trinidad del Monte, que encomienda a
nuestro artista uno de los frescos del cartón de la Natividad de la
Virgen; trabajando con Volterra al mismo tiempo estaban
Pellegrino Tibaldi, Marco de Siena, Rossetti y otros. Quede, pues,
constancia de que Becerra trabajaba como fresquista y lo hacía en
uno de los lugares donde el manierismo miguelangelesco tenía más
fuerza.
Felipe II, que tan bien conocía la marcha del arte y que tan pre-
ocupado estuvo siempre del ornato de sus palacios y la importan-
cia de sus colecciones, lo llamó en 1562 para la decoración del
Palacio de Madrid y para el de El Pardo. Las del Alcázar madrile-
ño, perdidas en el incendio de 1734, sólo las conocemos por el tes-
timonio de Carducho, quien dice que representó los cuatro ele-
mentos en el paso a la sala de las Audiencias en la torre de poniente.

313
Ana María Arias de Cossío

También otra sala semicircular de ese mismo lado, dedicada por el


Rey a guardar las trazas, donde representó las Artes Liberales y,
por último, la bóveda y las paredes de la Torre Dorada, todo ello al
fresco. Pero, como se ha dicho, en el pavoroso incendio de 1734
pereció todo, pinturas y palacio.
La decoración realizada en El Pardo hacia 1563 cuenta la histo-
ria de Perseo [lám. 97], desarrollada en nueve compartimentos
enmarcados en riquísimas molduras. En el central, el descenso del
héroe llevando la cabeza de la Gorgona. En torno a esta escena cen-
tral están las que se refieren a distintos episodios de la vida del pro-
tagonista. Todas ellas son buen testimonio de la sabiduría dibujís-
tica del pintor, además de su conocimiento de los secretos de la
composición, renunciando a un manierismo formal y planteando
un sentido grandioso de las figuras y las formas. Pero no fueron
éstas sus únicas pinturas, pues en el Museo del Prado se guardan la
Flagelación y la Magdalena y en las Descalzas Reales hay un San
Juan y un San Sebastián que trasladan a la imagen religiosa la inter-
pretación manierista que hemos comentado para la decoración
de El Pardo. Hay que decir que Becerra fue, según el testimonio de
Pacheco, un artista intelectual que se interesó por los problemas
artísticos que se plantearon en su época y a cuyas soluciones inten-
tó siempre contribuir. Es también Pacheco el que nos da la noticia
de que fue él quien hizo las láminas de la Anatomía publicada en
Roma en 1556. Ocurrió que Becerra murió pronto y eso le privó
de una carrera artística de mucha mayor proyección.
Incomprensiblemente retrasada, dada la predilección de Felipe
II por los cuadros venecianos en general y por los de Tiziano en
particular, llega la influencia veneciana a nuestra pintura en los pin-
celes de Juan Fernández Navarrete, un pintor que murió joven y
cuya vida fue una permanente lucha con la enfermedad que le dejó
completamente sordo a muy corta edad, con lo que tampoco pudo
aprender a hablar, de manera que a su nombre se sigue siempre la

314
El arte del Renacimiento español

aclaración de «el Mudo». El padre Sigüenza es quien da más noti-


cias de su vida y dice que en un monasterio de su orden un fraile le
dio ciertas clases de pintura, para la que siempre tuvo muy buena
disposición y sobre todo convenció a sus padres para que le per-
mitieran ir a Italia.
Una vez allí, estuvo en Roma, Florencia, Milán, Nápoles y
Venecia, y trabajó en casa de Tiziano. Es fácil suponer lo que este
peregrinaje dejaría en los ojos del muchacho, ávido como estaba de
aprender. Su primera obra conocida es el Bautismo de Cristo del
Museo del Prado [lám. 98], donde emplea un estilo que correspon-
de al de Becerra, aunque sin el dramatismo de los seguidores de
Miguel Ángel. La pintura es luminosa, con gamas muy claras que
recuerdan las de los frescos italianos y con un dibujo cuidadísimo
al mismo tiempo que suave. Éste fue el cuadro que trajo de mues-
tra cuando en 1568 fue llamado a El Escorial. Trabajó en el monas-
terio unos diez años. Murió en Toledo en 1579. Ciertamente puede
decirse que en El Escorial y en la vecindad había magníficas mues-
tras de la escuela veneciana, por lo que su estilo se decantó hacia esa
escuela, a pesar de que no agradaba a los puristas de la época que
se diera en ella más importancia al color y a la mancha que al dibu-
jo y que tampoco gustara la inclinación a los detalles cotidianos
que se incluían en sus cuadros. Navarrete no pareció impresionar-
se por estos juicios, pues en el cuadro de la Sagrada Familia, con-
servado en El Escorial, coloca en primer término la lucha domésti-
ca de un perro y un gato.
Otra de las preocupaciones de la pintura veneciana de ese
momento, igualmente poco aconsejable para el academicismo de
algunos maestros, tuvo también eco en la obra de Navarrete, me
refiero a la utilización de la nueva preocupación por los efectos
luminosos que él explicitó en la Adoración de los pastores con abso-
luta frescura, iluminando la escena con una potente diagonal que
deja a la Virgen y al Niño en el golpe de luz, mientras que las otras

315
Ana María Arias de Cossío

figuras quedan en un contraluz muy potente; no cabe duda de que


La Noche del Correggio había dejado una fuerte impronta en
la iconografía del tema. Esta tendencia continuará más tarde en la
pintura de Pantoja de la Cruz y ya en el umbral de nuestra gran
escuela barroca lo utilizará Ribalta en sus primeras obras.
En todo caso, la obra más relevante de Navarrete es el Martirio
de Santiago, que firma en 1571 y que también está en El Escorial.
Por la concepción de la escena con el punto de vista tan alto que
eleva la línea del horizonte, por el empleo de violentos escorzos y
el intenso claroscuro que invade la escena, Angulo señala que el
pintor sigue a Tintoretto y aduce como prueba el recuerdo del cua-
dro de San Jorge del maestro veneciano34. De todos modos es evi-
dente que Navarrete no se ciñó únicamente a la propuesta de
Tintoretto, sino que narró la escena con un realismo de raíz hispá-
nica, el rictus de muerte en el santo, la cabeza casi desprendida y la
fuerza que con el cuchillo hace el verdugo sólo pueden represen-
tarse teniendo el realismo asumido como un elemento de su propio
léxico pictórico. En tal sentido, la frase lapidaria del padre
Sigüenza respecto del cuadro lo deja muy claro: «Jurarán los que lo
vieren que comienza ya a espirar». Como ha señalado Yarza: «El
concepto de la imagen de Navarrete el Mudo se liga a las corrien-
tes espiritualistas de tipo místico del siglo XVI, pero cualquier
veleidad intelectualista aparece mitigada por un acercamiento
directo a la realidad propio de la escuela de Venecia»35.
Por último, en la actividad escurialense del Mudo queda por
mencionar las parejas de Apóstoles que pintó para los retablos de la
iglesia. Son de gran tamaño y con ellos procura una composición
grandiosa acorde con la del conjunto arquitectónico.
La muerte temprana de Navarrete propició la llegada de otros
pintores italianos, fundamentalmente fresquistas y decoradores,
especialidades en las que nadie podía rivalizar con ellos en cuanto
al dominio de la técnica. Llegaron así tres pintores: Lucca

316
El arte del Renacimiento español

Cambiaso, Peregrino Tibaldi y Federico Zúccaro, que representan


el estilo manierista y academicista que impera en Roma en torno a
los últimos años de los setenta y principios de los ochenta. Lucca
Cambiaso había nacido en Génova, fue discípulo de su padre y
entró al servicio de Felipe II en 1583; murió en El Escorial tres
años después. Pinta al fresco en la bóveda y muros del coro alto de
la basílica, donde representó la Gloria, la Anunciación, San
Jerónimo, San Lorenzo y las Virtudes. En la bóveda del presbiterio
pintó la Coronación de la Virgen. La verdad es que son unas pin-
turas poco gratas, excesivamente dibujísticas y con uso del color
desafortunado, lo que indica que trabajó con excesiva rapidez y sin
preparar suficientemente las composiciones.
Tanto Tibaldi como Zúccaro son pintores más significativos
dentro de la labor decorativa del monasterio. Peregrino Tibaldi
nace en torno a 1525 y comienza su formación en Bolonia, luego
pasa a Roma donde coincide con Gaspar Becerra; los años que pasa
en Roma fueron decisivos a la hora de entender la pintura, ya que
pasó el resto de su vida repitiendo el estilo de Miguel Ángel, del
que tomó las cualidades externas, es decir, las formas y las propor-
ciones. Llegó a El Escorial en 1586, y todavía trabajaba en el
monasterio en 1594. Consta que murió poco después, ya en Italia.
Sin duda es Tibaldi el pintor de más relevancia de todos los italia-
nos que vinieron a trabajar a El Escorial. Como casi siempre, su
labor al servicio del Rey se divide en dos capítulos: los retablos y
los frescos. Entre los primeros está el retablo mayor de la basílica,
cuya escena central debida a Tibaldi representa el martirio de san
Lorenzo en una interpretación del todo manierista, haciendo alar-
de de escorzos, monumentalidad y forzadas anatomías; también se
deben a Tibaldi el Nacimiento y la Adoración de los pastores. El
resto, la Flagelación, Subida al Calvario, Asunción, Resurrección y
Pentecostés están realizadas por Zúccaro, dentro también del
manierismo tibaldiano. Con todo, la impresión del conjunto del

317
Ana María Arias de Cossío

altar es realmente grandiosa [lám. 99]. Es una obra de un sobrio


clasicismo en el que está implicada la arquitectura de Herrera, las
esculturas de Leoni y las pinturas recién mencionadas y, todo ello,
envuelto en el dorado del bronce. Los diversos tonos de los már-
moles y la policromía de las pinturas dan como resultado un altar
de proporciones grandiosas y de un reposado y severo clasicismo.
Los altares de la iglesia recibieron igualmente pinturas de Tibaldi y
de los otros artistas italianos, que culminan dentro de la iglesia un
significativo programa iconográfico típico de la Contrarreforma.
Otro de los ciclos iconográficos en los que trabaja Tibaldi es el
del claustro grande del monasterio. El padre Sigüenza destaca la
importancia del lugar: «Una de las cosas más importantes y sagra-
das que hay en las religiones son los claustros; y en la orden de San
Jerónimo el todo, como si dijésemos, y el ser de ella, donde como
en la misma iglesia se guarda siempre silencio, y en particular en el
bajo... por donde andan las procesiones y se entierran los religio-
sos»36. Los frescos, hoy muy restaurados, repiten la historia de la
Redención en el estilo miguelangelesco que es habitual en el pintor,
pero quedan bien encuadrados en el marco clasicista del edificio
gracias a que el artista inserta en las composiciones arquitecturas
también clásicas, como el claustro; además, rodea el patio de los
evangelistas. El conjunto es realmente sobrio.
Sin embargo, la intervención que más fama ha dado a Tibaldi en
El Escorial es la decoración de la biblioteca, magnífico ámbito
donde Felipe II quiso continuar la tradición medieval en la que los
monasterios no eran sólo casas de religión sino también centros del
saber [lám. 100]. El programa consta de las Alegorías de las Artes
Liberales, que, como dice una vez más el padre Sigüenza, «unen a
las dos cabezas y principios que el hombre trata: la Filosofía y la
Teología», todo ello contado a base de figuras mitológicas e histó-
ricas de léxico miguelangelesco, como no podía ser de otro modo,
y se completa con escenas a su vez históricas o mitológicas que se

318
El arte del Renacimiento español

refieren a las dos ramas en las que se dividió la ciencia en el


Renacimiento. Un saber racionalista relacionado con «los studia
humanitatis», de los que hablábamos en el capítulo I, y donde se
discutía de filosofía y de humanismo. La presencia de un programa
de estas características en la corte de Felipe II indica que, como
demostró Bataillon y asume Checa, «la existencia de residuos eras-
mistas en el monasterio están representados por los ‘biblistas’ diri-
gidos por el bibliotecario Arias Montano. De esta manera estos
círculos intelectuales habrían inspirado la parte del programa basa-
da en el Trivium (Gramática, Retórica y Dialéctica), que recogía la
tradición humanista del Renacimiento»37.
Federico Zúccaro es, con Tibaldi, el artista más representativo
de cuantos vinieron a El Escorial. Viajó por Francia, Inglaterra y
los Países Bajos ejecutando trabajos de cierta importancia, de
manera que al llegar a El Escorial venía precedido de gran fama. El
padre Sigüenza, una vez más, tiene al respecto otra de sus frases y
nos dice que «faltó poco para que la comunidad saliese a recibirle
bajo palio». De hecho, nada más llegar, en 1586, Felipe II le nom-
bró su pintor. Sin embargo la desilusión llegó pronto y, dos años
después, el Rey le concedía un permiso para un viaje a Italia.
Trabajó con Tibaldi en el retablo. Pintó asimismo los armarios
donde se guardaban las reliquias, de las que Felipe II era un apa-
sionado coleccionista, pero esas pinturas se retocaron con poste-
rioridad. Tanto en el retablo como en la pintura de los relicarios
hace figuras monumentales, aunque sin los alardes de Tibaldi y,
quizá, lo que hay que valorar en él es el interés por los efectos de
luz. Tuvo varios ayudantes que se despidieron muy pronto y el
único que permaneció en España fue Bartolomé Carducho, que
murió en Madrid en 1608 y de quien dan noticias los tratadistas
de la pintura española. Parece que en El Escorial aprendió más de
Tibaldi que de Zúccaro al ayudar en la pintura de la biblioteca. En
relación con Federico Zúccaro decir, por último, que dejó una

319
Ana María Arias de Cossío

descripción de El Escorial en clave mitológica que se dio a conocer


hace ya muchos años38.
Con anterioridad a la llegada de estos pintores que acabamos de
comentar, ya habían llegado otros pintores italianos que, o bien lla-
mados por el Monarca, o bien con la esperanza de que lo hiciera,
pretendían trabajar en el Monasterio. Estos artistas, quizá de
menor relevancia que los anteriores, estaban en España en torno a
1580. Nicolás Granello y Francisco de Urbino vinieron siendo
muy jóvenes como auxiliares del Bergamasco, y a ellos pueden
agregarse Fabricio Castello (hijo del Bergamasco) y por último
Rómulo Cincinato.
Nicolás Granello era genovés y se formó con Octavio Semini.
Se casó en España y murió en El Escorial en 1593. En todos sus tra-
bajos tuvo como auxiliar a su hermanastro Fabricio Castello.
Aunque se le conoce por su labor escurialense, se sabe que trabajó
también con Castello en la Armería en Alba de Tormes. En El
Escorial pintó techos y bóvedas en las salas capitulares, donde el
programa religioso se enmarca en unos bellísimos grutescos. «Y
así, entre el juego y la religión, los grutescos de las salas capitula-
res, obra de Granello y Castello, nos hablan de la pluralidad de
alternativas que una imagen contrarreformista de la religión como
es la escurialense permite a un arte versátil como es el del manie-
rismo»39.
Fabricio Castello era hijo del Bergamasco y se formó ayudan-
do a su hermano mientras trabajaba en El Escorial y quizá duran-
te esos años aprendiera también con Francisco de Urbino. En 1584
fue nombrado pintor del Rey. En El Escorial su labor aparece mez-
clada con la de otros artistas, pero en ese ámbito había lugar para
la expresión de los distintos intereses que poseía el Monarca, y uno
de ellos era la expresión del tema heroico. Precisamente en la gale-
ría de los Aposentos hay un fresco enorme que representa la famo-
sa batalla de La Higueruela que es obra de Castello. Es pintura de

320
El arte del Renacimiento español

dibujo muy seco y algo duro. Castello murió en Madrid entrado ya


el siglo XVII.
Francisco de Urbino vino a España como auxiliar del Berga-
masco y con él aprendió el oficio de pintor. A la muerte del maes-
tro quedó pintando en el Alcázar. Murió muy joven, en 1582. En
la celda prioral dejó un Juicio de Salomón que nos permite ver su
estilo típicamente florentino en el uso de amplias y monumentales
arquitecturas.
Rómulo Cincinato era de Florencia, donde fue discípulo de
Salviati. Llegó a España bastante pronto, en 1567, pero el Rey le
permitió trasladarse a Guadalajara en donde residió algún tiempo
para decorar el palacio del Infantado, con escenas históricas, mito-
lógicas y al grutesco. Es particularmente interesante la sala con la
decoración de Cronos y los doce signos del Zodiaco; también hay
otras salas con decoración cinegética y de grutescos. En El Escorial
hizo varios retablos, entre ellos el de San Mauricio para reemplazar
el de El Greco. Como tal discípulo de Salviati, su manierismo es de
raíz rafaelesca; una de sus obras más celebradas es la Circuncisión
de la Academia de San Fernando. Luego, en las pinturas de las esta-
ciones del claustro, que son posteriores a Tibaldi, se inclina por
figuras más corpulentas.
En las últimas décadas del siglo XVI, gracias a la actividad de
Gaspar Becerra en la decoración de los palacios y la llegada
de todos estos pintores italianos para decorar El Escorial, se extiende
la popularidad de la pintura al fresco y así llegan a la Península
otros fresquistas italianos que pintan de manera muy similar a la de
los que trabajan en El Escorial. Los hermanos Peroli, Juan
Bautista y Francisco, llevaron a cabo el conjunto de pinturas
murales profanas del Renacimiento que, afortunadamente, en bas-
tante buen estado de conservación, se encuentran en el lugar para el
que fueron realizadas. Me refiero a la decoración que les encomen-
dó don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, para su palacio del

321
Ana María Arias de Cossío

Viso del Marqués en la provincia de Ciudad Real, el cual, como


hemos visto, construyó Juan Bautista Castello, el Bergamasco. El
programa pictórico reúne la totalidad de las bóvedas y los muros en
un conjunto que no sólo comprende el programa iconográfico en
sí, sino además lo decorativo, en el que fueron ayudados por César
Arbasia pues, como en El Escorial, los grutescos cubren una buena
parte de los paramentos; son los grutescos que se pusieron de moda
en Italia por esos años y que se extendieron por toda Europa en un
repertorio que comprendía, además de los grutescos, cartelas,
arquitecturas fingidas, puntas de diamantes, etc. En cuanto al pro-
grama iconográfico el tema es la exaltación militar del marqués de
Santa Cruz, de manera que en las dos galerías, la baja y la alta, se
representan las topografías donde él había intervenido militarmen-
te junto con escenas de esas batallas. Los ángulos de cada una de
esas galerías se decoran con alegorías de España, Italia y otros paí-
ses. En el salón de los Linajes [lám. 101], se retrata al fundador de
la familia con su mujer y los descendientes primogénitos asomados
a una galería, a la manera italiana. Hay otras salas, una dedicada al
mayorazgo y otra al asalto a la fortaleza que en 1487 llevó a cabo
el propio don Álvaro de Bazán. Este cortejo está acompañado de
figuras mitológicas o bíblicas, como, por ejemplo, la figura de
Neptuno en alusión a la condición de almirante del marqués, todo
ello en un alarde riquísimo de la pintura manierista de la época.
Además, siguiendo la moda europea, la decoración del palacio se
completa con un jardín.
Al lado de esta pléyade de pintores italianos que trabajan para
el Rey en El Escorial hay también pintores españoles, aunque el de
más relevancia es el ya citado Navarrete el Mudo, pero quizá hay
que tener en cuenta a Luis de Carvajal, un discípulo de Juan de
Villoldo que pintó en 1587 dos grandes trípticos dedicados a la
Adoración de los Pastores y a la Adoración de los Reyes; otra de las
obras escurialenses de este pintor son las parejas de santos, algo

322
El arte del Renacimiento español

monótonas y entre las cuales resulta la mejor la de San Antonio y


San Pedro, porque se despegan del tono manierista tan reiterativo
que emplea.
En la pintura española de este último tercio del siglo XVI, y
ligado a la corte de Felipe II, se da un hecho tan importante como
la formación de una escuela española de retratística áulica.
Ciertamente las bases para esa escuela estaban bien consolidadas
gracias al tipo de retrato que había fijado Tiziano en su abundante
obra de y para la Corte española desde los días del emperador
Carlos. Sin embargo, el origen inmediato de la escuela que ahora se
forma está en Flandes en torno al pintor Antonio Moro (1519-
1579), que entra en el entorno de los Austrias a mediados de siglo,
cuando Tiziano retrata al entonces príncipe Felipe durante su viaje
por los Países Bajos. La formación pictórica de Moro suma la pre-
cisión flamenca de su maestro Jan van Scorel y la admiración por
Tiziano. «Los retratos que Moro hace de Felipe II en esas fechas
nos presentan una imagen cortesana del príncipe como puede verse
en la tabla del Museo de Bellas Artes de Bilbao, y en la misma línea
que la que proporciona el taller de Tiziano en su Felipe II con
jubón negro con forro de piel»40.
Enseguida Antonio Moro empezó a desplazarse por distintas
cortes europeas, en una prueba evidente del éxito de su manera de
hacer retratos. En esos desplazamientos llegó a la Corte española
en torno a 1557, en lo que parecía iba a ser una estancia definitiva
al servicio del rey Felipe II, pero tres años después esa carrera
quedó truncada al tener que regresar temporalmente a Flandes por
problemas con la Inquisición. Tras su marcha entra en el escenario
cortesano su discípulo Alonso Sánchez Coello (1531-1588), naci-
do cerca de Valencia. Se trasladó con su familia a Portugal, cuyo
rey Juan III le envió a Flandes para que allí estudiara con Antonio
Moro en casa del cardenal Granvela, a cuyo servicio estaba enton-
ces Moro. Es muy probable que el viaje se realizase hacia 1550, año

323
Ana María Arias de Cossío

en el que Moro pasó por Lisboa. Lo cierto es que esa relación con
Moro y su estancia en Flandes le puso en relación con la Corte
española, a la que primero acompañó en Valladolid, luego en
Toledo y finalmente en Madrid. Nombrado pintor de cámara, vivió
en la Torre del Tesoro del Alcázar madrileño, donde, según cuenta
Pacheco, le visitaba el propio Rey que gustaba de verle pintar. En
el estilo de Sánchez Coello es fundamental el magisterio de Moro
pero es también muy importante el de Tiziano, que fue, casi puede
decirse, su segundo maestro. No menos evidente es que sus retra-
tos están muy por debajo de los del pintor de Venecia y que tam-
poco tienen el tono penetrante de los de Moro, pero, en cambio,
ofrecen la presencia del retratado de manera tan directa y tan inme-
diata que se puede ver que sobre las influencias de sus dos maestros
ha creado un nuevo tipo de retrato. Fue el gran retratista de la
familia real. Todo parece indicar que uno de los primeros retratos
realizados es el del príncipe Carlos del Museo del Prado [lám. 102],
pero aun así es ya de un lenguaje totalmente maduro; no fue el
único que le hizo y en todos trató la imagen del príncipe con
mucha delicadeza, disimulando su cuerpo deforme. A Felipe II le
hizo varios, casi todos desaparecidos en el incendio del Alcázar, y
el que se le atribuye con el Rey de medio cuerpo con el rosario en la
mano [lám. 103] es de Sofonisba Anguissola, la pintora milanesa
que viajó con la Corte española por las fechas en que parece que se
realizó el retrato (1575). También retrató a las esposas del Rey en
cuadros memorables. Pero lo que más fama le ha dado son los
retratos de las hijas del Rey. De Isabel Clara Eugenia y Catalina
Micaela hizo varios, desde que eran muy pequeñas hasta ya adul-
tas; son retratos magníficos, puntuales en el dibujo, en la expresión
distante y en el asombroso trabajo de la indumentaria, las joyas y
todos los detalles. El resultado son unos retratos majestuosamente
distantes. Tanto el retrato de Isabel Clara Eugenia del Museo del
Prado, firmado en 1579, ataviada en tonos marfileños, como el de

324
El arte del Renacimiento español

Catalina Micaela de traje oscuro, son dos obras maestras y una


gran lección de técnica pictórica.
Su pintura religiosa no es demasiado significativa y lo más inte-
resante son las parejas de santos para los retablos de El Escorial,
aunque también hace algunos retablos en Colmenar Viejo, pero no
añaden nada a lo hecho en el monasterio. Muere en 1588.
El heredero del taller de Sánchez Coello es Juan Pantoja de la
Cruz, pintor vallisoletano nacido en 1535 que se convierte en el
retratista de la corte de Felipe II y Felipe III. Muere en Madrid
en 1608. En general, el estilo del retrato de Pantoja se mantiene
dentro de los rasgos generales definidos por Sánchez Coello, pero den-
tro de eso Pantoja fue capaz de enfrentar el modelo con criterio
naturalista trasvasando lo que era, en cierta medida, el criterio del
momento. De su dependencia con Sánchez Coello hablan los retra-
tos de Felipe III joven del Museo de Viena y el de Ana de Austria
niña de las Descalzas Reales, de 1602. Son retratos algo más rígidos
que los del maestro aunque quizá lo que haya que ver en ellos es
una peor mano en la conjunción de volumen, dibujo y color.
Cuando logra librarse de esa obligada moda, Pantoja es capaz de
pintar un retrato como el de fray Hernando de Rojas, donde des-
cubre un fino sentido naturalista. El Pantoja de los días de Felipe
III se entrega a las minucias excesivas de la moda del momento,
encajes, joyas y bordados de forma fatigante y, en cambio, consi-
gue en los rostros un modelado blando, lo que da al retrato un cier-
to aire de duplicidad, como si el rostro y el cuerpo pertenecieran a
dos personas distintas.
En conjunto se trata de una escuela del retrato áulico que por
primera vez surge en la Corte española. Fernando Checa lo resume
así: «Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz son los pintores que, a
caballo entre los dos siglos, formularon toda una idea del retrato en
paralelo con las tendencias imperantes en el resto de las cortes
europeas. Junto a ellos, un italiano, Pompeyo Leoni que, afincado

325
Ana María Arias de Cossío

en España, es el autor de alguno de los conjuntos más impresionan-


tes de retratos cortesanos del siglo XVI en toda Europa. [...] Sánchez
Coello y Pantoja de la Cruz proponen un retrato en el que la majes-
tad del retratado se logra con la insistencia en los rasgos congelados
de los rostros, el estatismo de la postura y en la importancia que
adquiere el estudio minucioso de la indumentaria, en Pompeyo
Leoni asistimos a la prolongación del concepto de retrato de apara-
to definido en Italia por Tiziano o por su padre León Leoni...»41.
En este último tercio del siglo XVI las escuelas regionales de-
caen bastante. En Sevilla hablamos de pintores que cruzan el siglo
y que mantienen un manierismo anodino. Aun así, existen talleres
que se encargan de la formación de los pintores que serán protago-
nistas en el siglo XVII, es el caso de Francisco Pacheco, a cuya
enseñanza acudió Velázquez. Sin embargo, Pacheco debe ser recor-
dado por su contribución a las fuentes de la pintura española con
El libro de los retratos, que es un documento precioso sobre los
pintores españoles.
Muchos de los pintores que trabajan en Toledo, Segovia y otros
lugares de Castilla trabajaron asimismo en El Escorial de manera
más esporádica; alguno de esos nombres son Diego de Urbina o
Luis de Carvajal. En Valladolid la personalidad más significativa
es Gregorio Martínez y en Segovia puede citarse el nombre de
Alonso de Herrera.
En Toledo el manierismo típico de esta etapa está representado
por Blas de Prado, que murió prácticamente con el siglo. Lo curio-
so de este pintor es el encargo que le hace Felipe II de viajar a
Marruecos para retratar a la familia del sultán, y allí pasó bastante
tiempo. Su obra más importante es la Virgen de Alonso de Villegas
del Museo del Prado, firmada y fechada en 1589. Pacheco dice que
pintó cuadros de frutas aunque no se conoce ninguno.
En Toledo vivió un pintor que constituye en la pintura españo-
la un paréntesis de independencia. Se trata de Domenikos

326
El arte del Renacimiento español

Theotokopoulos, llamado en España Domenico Greco, o simple-


mente El Greco. Nacido en Candía (hoy Heraklion), en Creta en
1541, y muerto en Toledo en 1614. Allí, en su ciudad natal, se
formó dentro de la manera posbizantina característica en la isla,
donde obtuvo el título de maestro en 1563. Probablemente se
formó en uno de los talleres más avanzados en el que se le enseña-
ron las dos maneras empleadas en la isla, la «griega» y la «latina».
Sólo se conocen tres obras del pintor realizadas en Creta: San
Lucas pintando el icono de la Virgen en el Museo Benaki, la
Dormición de la Virgen en la iglesia de la Dormición de la Virgen
en Ermoupolis y la Adoración de los Reyes, también en el Museo
Benaki, que tienen la particularidad de mostrar cómo en ese perío-
do de formación de El Greco han estado presentes modelos bizan-
tinos y también occidentales.
A principios de 1567 se traslada a Venecia, estancia de la que no
hay datos seguros y sólo testimonios contemporáneos aducen que
El Greco estuvo en el taller de Tiziano; desde luego, en su obra
hay huellas del gran maestro veneciano pero también las hay
de Tintoretto, de Bassano e incluso de Veronés. La obra central de
este período veneciano es el Tríptico de Módena, un pequeño altar
portátil con una tabla central y dos alas pintadas por ambas caras y
que, según Álvarez Lopera, «realizado con toda probabilidad hacia
1568-1569, en medio de su período veneciano, revela a la vez la
profundidad de la técnica del pintor en Creta y la fuerza de su
intento por expresarse siguiendo esquemas figurativos e iconográ-
ficos occidentales»42.
Poco tiempo después El Greco se traslada a Roma. El docu-
mento de su presencia en la ciudad es una carta de Giulio Clovio al
cardenal Alejandro Farnesio en la que le dice que «ha llegado a
Roma un joven Candiota, discípulo del Tiziano, que a mi juicio
figura entre los excelentes en pintura» y además le pide que le dé
alojamiento en su palacio. Efectivamente, allí vivió El Greco al

327
Ana María Arias de Cossío

menos hasta el verano de 1572, pero dada la escasa documentación


que siempre ha habido sobre la figura del pintor no puede saberse
por qué fue expulsado del palacio; sólo hay una carta al cardenal
del propio Greco quejándose de haber sido expulsado por acusa-
ciones falsas. En todo caso es seguro que esta estancia fue muy pro-
vechosa para él, pues, aunque no le encargaron ninguna obra
importante, tuvo acceso a las magníficas colecciones de los
Farnesio, Clovio y Fulvio Orsini y, desde el punto de vista intelec-
tual, allí tuvo ocasión de tratar al selecto grupo de literatos, eruditos
y artistas, lo que le valdría para una visión amplia y rica de la cultu-
ra de la época, como más tarde demostraría su biblioteca en España.
Después de abandonar el palacio Farnesio, El Greco cumplió con el
paso obligado del ingreso en la Academia de San Lucas, que era
imprescindible para poder abrir taller propio y ejercer libremente
como pintor en Roma. De las obras realizadas en Roma sólo cuatro
se relacionan con su estancia bajo la protección del cardenal
Farnesio, el Retrato de Giulio Clovio, el Soplón, la Vista del monte
Sinaí y la Curación del ciego, hoy en la Galería Nacional de Parma.
En esos mismos momentos realizaría la Expulsión de los mercaderes
del templo, hoy en la Galería Nacional de Washington [lám. 104], y
una segunda versión de la Curación del ciego, hoy en la Galería de
Pinturas de Dresde. Ambas concebidas a escala monumental, que
contrasta con el pequeño formato, las dos resultan muy venecianas
por el uso del color, por la inclusión de elementos anecdóticos y,
sobre todo, por la utilización de esas arquitecturas de fondo con
amplias perspectivas asimétricas que dan a la composición un aire
bastante escenográfico. Es evidente el dominio del lenguaje del
Renacimiento veneciano en lo que respecta a esos fondos arquitec-
tónicos y esas perspectivas. Sin embargo, en la composición y la dis-
tribución de las figuras hay todavía cierta inseguridad, superada en
la segunda versión de la Expulsión que ahora está en el Instituto de
Arte de Minneapolis, donde puede saludarse la madurez del pintor.

328
El arte del Renacimiento español

El primer documento de El Greco en Toledo es un pago a cuen-


ta del Expolio, fechado el 2 de julio de 1577, sin embargo su llega-
da a la ciudad debió de producirse unos meses antes porque hay
una Memoria redactada por don Luis de Castilla sobre los retablos
de Santo Domingo el Antiguo que muestra que, en principio, El
Greco iba a encargarse únicamente de las pinturas y de entregar
diseños para las estatuas del retablo mayor y la custodia que se
colocaría en él. Las trazas se habían encargado a otros artistas, pero
finalmente las hizo el cretense. El programa iconográfico parece
estar determinado por el hecho de que el presbiterio iba a ser capi-
lla funeraria de doña María de Silva y de su hijo don Diego de
Castilla, de manera que se debía explicitar la fe en la salvación gra-
cias a la redención de los hombres por Cristo y el papel de la
Virgen como intercesora y corredentora, así en los altares laterales
el comienzo de la vida terrestre de Cristo y su triunfo sobre la
muerte. En el retablo mayor, que es el que más nos interesa desta-
car, arriba la Trinidad, la aceptación de Dios Padre del sacrificio del
Hijo, y en el cuerpo inferior la Asunción, que afirmaba la pureza de
María y la creencia en su intervención como mediadora. Que el
propio pintor se dio cuenta de que había encontrado su fórmula
queda claro al ver la firma: «Domenikos Theotokopoulus, creten-
se, lo creó 1577». Evidentemente la Asunción es una pintura en la
que las figuras están plenamente logradas, de una volumetría casi
escultórica y con un colorido muy grato. Lo mismo puede decirse
de la Trinidad.
En cuanto al Expolio [lám. 105], ponía al pintor ante un tema
inusual probablemente sugerido por el Cabildo y por el lugar des-
tinado al lienzo, el vestuario de la sacristía, y en el que la figuración
del despojo de las vestiduras de Cristo adquiría un valor simbóli-
co. La solución del lienzo es extraordinaria. Para representar el
agobio moral sufrido por Cristo, le rodeó literalmente con las figu-
ras de los sayones que llenan opresivamente el espacio. El Cristo es

329
Ana María Arias de Cossío

una figura serena en contraposición de la agitación de sus enemigos


y su túnica roja domina la composición; cierran la composición en
un lado las figuras de las Marías, que provocaron la llamada de
atención del Cabildo, y el muchacho que abre los agujeros en la
cruz. El cuadro es una mezcla de bizantinismo y Renacimiento
veneciano en una conjunción perfecta que todavía hoy impresiona.
Poco tiempo después de que El Greco terminara el Expolio y las
pinturas de Santo Domingo el Antiguo, Felipe II le encargó un
lienzo cuyo tema debía ser el martirio de San Mauricio y la legión
tebana para uno de los altares de la basílica escurialense. Era la oca-
sión que aguardaba, por lo que cabe suponer el interés que pondría
en su realización. El pintor relega a un plano secundario la escena
misma del martirio y pone en primer plano el grupo de San
Mauricio, apuntando hacia el cielo, acompañado por sus capitanes
que asienten a sus palabras y aceptan serenamente el martirio; por
detrás de este grupo varios caballeros vestidos a la moderna que
miran fijo al espectador, recurso habitual en la pintura italiana y
que El Greco hizo suya con dos finalidades: «[...] una conceptual
(la invitación a penetrar en la escena, a gozar de su contemplación
espiritual, extrayendo su significado profundo) y otra consistente
en relacionar la historia representada con hechos modernos, alu-
diendo a las circunstancias del encargo o al lugar o al patrono para
los que se pintó»43.
Sin duda el pintor puso todo su interés en demostrar al Rey su
valía, pero en conocida frase del padre Sigüenza: «De un Dome-
nico Greco que ahora vive y hace cosas excelentes en Toledo,
quedó aquí un cuadro de san Mauricio y sus soldados que no le
contentó a su Majestad porque contenta a pocos, aunque dicen es
de mucho arte y que su autor sabe mucho, y se ve en cosas exce-
lentes de su mano»44.
Lo cierto es que el cuadro es de un refinamiento manierista
excelso subrayado por el empleo de la luz y del color y con un

330
El arte del Renacimiento español

rompimiento de gloria que anuncia lo que serán cuadros posterio-


res. El pintor no volvió a tener otro encargo del Rey y, cerradas las
puertas de la Corte, Toledo se convertiría en su ciudad donde la
protección y el aprecio de una serie de personajes cultos e influ-
yentes le ayudarían a asimilar el fracaso. El medio toledano le per-
mitió pintar retratos y obras de devoción, y por ello se plantea la
creación de un taller que a su vez le permita hacerse cargo de la pin-
tura de retablos, dado que se le habían cerrado las puertas de El
Escorial y la catedral. El Greco se va haciendo a Toledo hasta que
recibe de una modesta iglesia toledana un encargo a la altura de sus
facultades. Se trata del cuadro que más fama iba a darle, el Entierro
del conde de Orgaz, para la iglesia de Santo Tomé y que realizó
entre 1586 y 1588.
El argumento del lienzo es una vieja tradición toledana, un
milagro humilde que sucedió en época medieval: el entierro de don
Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de la villa de Orgaz, en la propia
iglesia de Santo Tomé a manos de san Esteban y san Agustín en
recompensa por su bondad y su devoción a los santos. El párroco
dijo al pintor cómo debía representarlo: en un oficio de difuntos
aparecen los santos y cómo llevaron el cuerpo del conde a la sepul-
tura en presencia de mucha gente. Efectivamente El Greco hizo en
la parte baja del lienzo lo que el párroco quería: en el centro, pero
avanzando hacia la izquierda, san Agustín y san Esteban llevan a la
tumba el cuerpo del conde, en el extremo de la derecha el sacerdo-
te lee el oficio de difuntos y, contemplando la escena, tal y como
decía el contrato, el pintor fingió «mucha gente que estaba miran-
do». Poco tiempo después, en 1612, Francisco de Pisa ya dijo que
están allí «retratados muy al vivo muchos insignes varones de
nuestro tiempo». Efectivamente, son retratos de contemporáneos
vestidos a la usanza del siglo XVI que asisten al milagro con abso-
luta naturalidad, sólo algunos gestos, las manos de todos ellos alar-
gadas y blancas se destacan sobre fondo oscuro poniendo ritmo

331
Ana María Arias de Cossío

sereno y contenido a una escena solemne. No trató el pintor la


escena como un asunto histórico sino que la acercó a su tiempo
mediante la inclusión de los retratos. Curiosamente el entierro se
celebra en un espacio indeterminado, en el que la esfera terrestre de
la celebración y el celeste de la parte alta se funden en esa indeter-
minación. En la parte alta del lienzo, la Gloria es una explosión de
color; como dice Cossío: «Encima de tanta belleza, claramente
comprensible, aparecía de pronto una Gloria, con todo aquello que
‘a tan pocos había contentado’ en el San Mauricio [...]. No ya la
concentración, la sencillez y sobriedad, sino hasta la claridad sime-
tría de la parte baja revélase en la Gloria, compuesta con tan pocos
elementos como son las cuatro grandes figuras, dispuestas en
forma de rombo, de alto a bajo: Cristo, la Virgen, san Juan y aquel
único ángel, lleno de vigor, que lleva en sus brazos el alma del
Conde...»45.
Por su fusión de naturalismo e idealismo, de búsqueda de la
belleza en sí y de la expresión de lo sobrenatural, por su creación
de una atmósfera en la que el milagro cobra todas las apariencias de
lo cotidiano, el Entierro «es la obra central de la carrera de El
Greco y la primera en la que, por encima de los italianismos de
juventud, y quién sabe si de alguna de sus convicciones profundas,
se nos manifiesta atrapado por el aire de Toledo, interpretando una
sociedad y una religiosidad que, aun suponiendo que no fuesen las
suyas, supo captar como nadie»46.
A partir de ahora retratos como el del Caballero de la mano al
pecho, que es el que más literatura ha provocado, o el del Doctor
Rodrigo de la Fuente y tantos otros muestran a El Greco en un
medio, el toledano, en el que se siente respaldado por personajes
significativos de la ciudad. Un gran retablo en el Colegio de doña
María de Aragón marca un punto de inflexión en la carrera de El
Greco. El contrato se hizo en 1596 y el pintor lo entregó en 1600.
Fue un retablo de dos cuerpos con tres calles, con la Adoración de

332
El arte del Renacimiento español

los pastores, la Encarnación y el Bautismo de Cristo en el cuerpo


inferior, y la Resurrección de Cristo, la Crucifixión y el Pentecostés
en el ático. Todos los cuadros están hoy en el Museo del Prado,
salvo la Adoración de los pastores, que está en el Museo Nacional
de Arte de Rumania. Las pinturas de este retablo marcan el inicio
de la fase final del artista, que se caracteriza por una exacerbación
expresiva que no dejará de crecer con el tiempo. Desde ahora en
adelante, tanto en retablos como en cuadros de altar, El Greco pre-
senta un universo transfigurado en el que se funde lo terrenal y lo
celestial, con figuras convulsas, y todo ello en espacios inverosími-
les con no menos inverosímiles saltos de escala.
Otros retablos en estos últimos años del siglo XVI son: el de la
capilla de San José, el del Colegio de San Bernardino y, mientras
está trabajando en este último, recibe el encargo de realizar el reta-
blo para la capilla mayor de la iglesia del Hospital de la Caridad en
Illescas. El encargo consistiría en la arquitectura y la escultura del
gran retablo que debía albergar la imagen de la Virgen de la
Caridad, las de otros dos laterales por dos esculturas de Isaías y
Simeón, además de cuatro pinturas: la Caridad para el ático del
retablo mayor, la Coronación de la Virgen para el centro de la
bóveda del presbiterio, la Encarnación y la Natividad para los
lunetos de arranque laterales de las bóvedas. Como se ve, todo el
programa iconográfico gira en torno a la Virgen de la Caridad,
encima de la cual iba la pintura de la Caridad y a los lados de ésta
las estatuas de la Fe y de la Esperanza.
El lienzo de la Virgen de la Caridad fue trasladado a principios
del siglo XX a un altar del lado de la epístola, donde está actual-
mente. Para esa pintura, que termina en un medio punto, El Greco
acudió a la fórmula iconográfica medieval de la Virgen de la
Misericordia acogiendo bajo su manto a los fieles. La Virgen es muy
voluminosa, con las piernas en primer plano, y la forma ahusada del
cuerpo con una cabeza inusitadamente pequeña en relación con el

333
Ana María Arias de Cossío

cuerpo se explica por el lugar de colocación primitivo. Aparte de


estas pinturas para el retablo y el presbiterio, El Greco realizó dos
cuadros: unos Desposorios hoy perdidos y un San Ildefonso que
está en la iglesia y con el que creó un nuevo tipo iconográfico a la
vez que sentaba el precedente de los santos en su escritorio en
la pintura española del siglo XVII. Está representado sentado,
en el momento en que se le aparece la Virgen, con la pluma sus-
pendida en una de las cabezas de más intenso y sereno realismo
que se prolonga en los utensilios del escritorio y en todo el espa-
cio de la escena.
En este cambio de siglo El Greco vuelve a temas ya tratados,
incluso desde su etapa italiana, en cuadros de devoción como la
Oración del huerto o la Magdalena penitente, también San
Sebastián o incluso temas reelaborados como la Expulsión de los
mercaderes, de la que hizo dos versiones, la de la Colección Frick
de Nueva York y la de la Galería Nacional de Londres.
A partir de 1600 El Greco y su taller produjeron varias series de
cuadros representando a Jesús y sus discípulos que supusieron una
novedad en el arte de la época. Se conocen como «apostolados», y
los dos más importantes son el de la sacristía de la Catedral de
Toledo y el del Museo de El Greco. Son también de este momento
retratos memorables como el de Antonio de Covarrubias (Museo
del Louvre), de enorme penetración psicológica y caracterización
individual, con una pincelada suelta y valiente que da enorme
modernidad al retrato. En cambio, el retrato del cardenal Niño de
Guevara es de cuerpo entero; el cardenal está representado con
todos los atributos, exhala una energía prodigiosa en la mirada,
algo atrabiliaria a pesar de la economía de medios empleados.
Por lo poco frecuente en la pintura española de paisajes llama la
atención cómo El Greco los utilizó como fondo de sus pinturas
religiosas y sobre todo cómo los pintó como género independien-
te. El paisaje de Toledo del Museo Metropolitano de Nueva York

334
El arte del Renacimiento español

no es en realidad un paisaje de toda la ciudad, sino de uno de sus


perfiles más significativos: el que baja bruscamente desde el
Alcázar hasta el puente de Alcántara y sube hasta el castillo de San
Servando, todo ello con un cielo de tormenta que ilumina los edi-
ficios y somete todo el espacio a una visión casi tétrica.
Los últimos años de su vida es de suponer que el pintor no
tuviera la misma actividad, pero sus facultades se mantuvieron
intactas hasta el final como demuestran los cuadros del Laoconte,
la Inmaculada de la capilla Oballe, la vista y plano de Toledo, la
Visión de San Juan o la Adoración de los pastores que pintó para su
propia tumba. Lo que caracteriza esta última fase de la obra de El
Greco es, según Cossío, «un solo rasgo, mantenido ahora, no oca-
sional ni esporádicamente como hasta ahora, sino con persistencia
y continuidad en las composiciones, el espíritu y la técnica de esta
época: la exacerbación de todas las cualidades que, desde antiguo,
vienen formando su original carácter. El resorte al límite extremo
de tensión [...] parece como si fondo y forma descorporeizarse,
convertirse en algo vaporoso, fantástico o simbólico pintado no
con la voluntad, sino con el pensamiento»47.
Valgan como ejemplo de este último período el retablo de la
iglesia del Hospital Tavera, su último gran conjunto, y el retrato
del cardenal Tavera [lám. 106], realizado cuando ya había muerto
y que según frase popular no hizo más que abrir los ojos a la mas-
carilla funeraria, tal es su realismo y lo inerte de su postura, aunque
con un juego brillante de color.
La Visión del Apocalipsis fue conocida, antes de ser mutilada en
el siglo XIX, con el nombre de Amor divino y amor profano. En
realidad es una interpretación de la Visión de la Apertura del
Quinto Sello, descrita por san Juan en el Apocalipsis y en ella El
Greco ha fundido la visión de san Juan con la resurrección de los
muertos en el momento que precede al Juicio Final, he aquí las des-
proporciones, los saltos de escala, renunciando a toda lógica de la

335
Ana María Arias de Cossío

representación. Todavía más sorprendente es el Laoconte de la


Galería Nacional de Washington [lám. 107]. Es sabido que la his-
toria del Laoconte había cobrado gran popularidad a raíz del des-
cubrimiento en 1506, en Roma, del grupo escultórico de época
helenística que representaba al sacerdote y sus hijos mordidos por
las serpientes. Como no podía ser de otro modo, El Greco se acer-
có al tema de una manera muy personal: en primer lugar no siguió
el texto de Virgilio, sino que se basó en textos griegos más anti-
guos, y en segundo lugar se alejó todo lo que pudo de la represen-
tación helenística. Colocó el grupo ante Toledo y buscó el modelo
de las figuras en sus propias obras, ahora exacerbadas al máximo, y
en representaciones de escorzos atrevidísimos que, por otra parte,
el pintor ya había utilizado. Parece que la hipótesis más aceptada
en cuanto a su significado es la de que se trata de una cristianiza-
ción de la fábula antigua, interpretando las dos figuras de la dere-
cha como Adán y Eva, que sostiene la manzana; según Álvarez
Lopera, la hipótesis de Palm es perfectamente sostenible. Es como
si el pintor, haciendo un paralelismo entre la caída de Laoconte y
la de nuestros primeros padres, hubiera querido en su vejez expo-
ner una lección moral de validez universal.
Murió El Greco el 7 de abril de 1614. Tenía setenta y tres años
y fue enterrado en una bóveda de Santo Domingo el Antiguo, la
iglesia para la que había pintado su primera obra en España.

Notas

1 La síntesis está hecha apoyándome en el texto de Reglá Campistol, J., «La

Edad Moderna», en Introducción a la Historia de España, Teide, Barcelona 1963,


pp. 266-287.
2 Menéndez Pidal, R., «El lenguaje del siglo XVI», Cruz y Raya n. 6 (1933),

pp. 7-63.
3 Checa Cremades, F., «La imagen definitiva y precisa, la arquitectura del

Rey», en Arquitectura del Renacimiento en España, 1488-1599, Cátedra, Madrid


1997, p. 254.

336
El arte del Renacimiento español

4 Ib., p. 256.
5 Ib., p. 257.
6 Marías, F., y Bustamante, A., «Un tratado inédito de arquitectura de hacia

1550», en Boletín del Museo Instituto Camón Aznar, XIII (1983), pp. 41-47.
7 Rivera Blanco, I., Juan Bautista de Toledo y Felipe II. Implantación del cla-

sicismo en España, Valladolid 1984.


8 Checa Cremades, F., op. cit., pp. 266 y 267, más notas 30, 31 y 32 en p. 400.
9 Checa Cremades, F., «El Escorial y los palacios de Felipe II», en Fragmentos

4 y 5 (1984), pp. 5-19.


10 Rivera Blanco, J., op. cit., p. 101.
11 Ib., pp. 269-272.
12 Morán, M., y Checa Cremades, F., Las Casas del Rey, Casas de Campo,

cazaderos y jardines, siglos XVI y XVII, Madrid 1986.


13 Chueca Goitia, F., «Arquitectura del siglo XVI», Ars Hispaniae, vol. XI,

Plus Ultra, Madrid 1953, p. 367.


14 Ib., p. 370.
15 Unamuno, M., Obras completas, vol. III, Aguilar, Madrid 1978, p. 278.
16 Sigüenza, F.J., Fundación del Monasterio de El Escorial, Aguilar, Madrid

1963, p. 82.
17 Checa Cremades, F., op. cit.
18 García Gaínza, M.C., «La escultura en el último tercio del siglo XVI», en El

Renacimiento, vol. III de Historia del Arte Hispánico, Alhambra, Madrid 1978,
pp. 139-141.
19 Azcárate Ristori, J., «La Escultura del siglo XVI», Ars Hispaniae, vol. XIII,

Plus Ultra, Madrid 1958, p. 276.


20 Tomo la referencia de Weise en García Gaínza, op. cit., p. 142.
21 Camón Aznar, J., «El estilo trentino», en RIE n. 12 (1945), p. 435.
22 Rodicio, M.C., y Llamazares, S., «La escultura del obispo Juan de San

Millán, obra documentada de E. Jordán», en BSAA, Valladolid 1977.


23 Sobre Esteban Jordán véase Martín González, J.M., Esteban Jordán,

Valladolid 1977.
24 Azcárate Ristori, J.M., op. cit., pp. 288-300.
25 Martín González, J.J., «El maestro de Sobrado», en BSAA, Valladolid 1966.
26 Tomo la cita de García Gaínza, M.C., op. cit., p. 146.
27 Tomo la cita de Martín González, J.J., Juan de Juni, vida y obra, Madrid

1974, p. 304.
28 Camón Aznar, J., El escultor Juan de Anchieta, Pamplona 1943, pp. 50-51.
29 Ib., p. 76.
30 Andrés Ordax, S., La escultura romanista en Álava, Vitoria 1973; «El escul-

tor Pedro López de Gámiz», Goya (1975), p. 156; El escultor Lope de Larrea,
Vitoria 1976. García Gaínza, M.C., La escultura romanista en Navarra. Discípulos
y seguidores de J. de Anchieta, Pamplona 1969; «Navarra entre el Renacimiento y
el Barroco», ponencia al XXIII Congreso Internacional de Historia del Arte,
Granada 1973, p. 290.
31 Azcárate Ristori, J.M., op. cit., p. 327.
32 López Martínez, C., Desde Jerónimo Hernández hasta Martínez Montañés,

Sevilla 1929; Hernández Díaz, J., Imaginería hispalense del Bajo Renacimiento,
Sevilla 1951.

337
Ana María Arias de Cossío

33 Checa Cremades, F., Pintura y Escultura del renacimiento en España, 1450-

1600, Cátedra, Madrid 1983, pp. 349 y ss.


34 Angulo Íñiguez, D., «Pintura del Renacimiento», Ars Hispaniae, vol. XII,

Plus Ultra, Madrid 1954, p. 257.


35 Yarza Luaces, J., «Aspectos iconográficos de la pintura de Juan Fernández

Navarrete el Mudo y relaciones con la Contrarreforma», BSAA, 36 (1970), pp. 43


y ss.
36 Sigüenza, F.J., Fundación del Monasterio de El Escorial, Aguilar, Madrid

1963, p. 228.
37 Checa Cremades, F., op. cit., p. 368.
38 Domínguez Bordona, J., «Federico Zúccaro en España», AEAR (1927),

pp. 77-79.
39 Checa Cremades, F., op. cit., pp. 365 y 366.
40 Ruiz Gómez, L., «Retratos de Corte en la Monarquía Española (1530-

1560)», en catálogo de la Exposición El Retrato Español de El Greco a Picasso,


Museo del Prado, Madrid octubre 2004-febrero 2005.
41 Checa Cremades, F., op. cit., p. 78.
42 Álvarez Lopera, J., El Greco, col. Grandes Maestros, Alianza, Madrid 2005,

p. 43. El libro clásico sobre El Greco es el de Manuel B. Cossío, El Greco,


Victoriano Suárez, Madrid 1908; hay una edición de 1972. Véase también Wethey,
I., El Greco and His Schoo, Princenton Univ. Press, 1962, además de los porme-
norizados estudios de J. Álvarez Lopera sobre La fortuna crítica o el Colegio de
doña María de Aragón, entre otros.
43 Ib., p. 68.
44 Sigüenza, F., op. cit., p. 235.
45 Cossío, M.B., El Greco, RM, Barcelona 1972, p. 154.
46 Álvarez Lopera, J., op. cit., p. 78.
47 Cossío, M.B., op. cit., p. 198.

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