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El familista amoral

Joan F. Mira

Hace más de cincuenta años, un sociólogo norteamericano de nombre Edward C. Banfield se


instaló en un pueblecito de la región de Lucània, en el sur profundo de la península italiana,
entre Apúlia y Calabria, y salió con las notas de campo y con las ideas para uno de los libros
más interesantes y discutidos que se hayan publicado nunca en el estudio de las sociedades
mediterráneas. Banfield fue un personaje peculiar, conservador de pensamiento, que se
dedicaba tanto a la sociología urbana como a la rural, a la ciencia política como a la
elaboración de proyectos gubernamentales. No era un antropólogo, pero aquel libro nacido de
Lucània, The moral bases of a backward society, publicado el 1958, tengo la impresión que
justamente han sido los antropólogos quienes lo han valorado más que nadie. Incluso con
réplicas, debates y críticas feroces. En el pueblo de Montegrano (nombre imaginario, como se
suele hace en estos casos), Banfield encontró cosas que no esperaba, que nadie había
observado como él, y que supuso que explicaban hechos y situaciones que tampoco nadie
había explicado, más allá de las habituales fórmulas sobre el subdesarrollo y la precariedad de
las economías rurales.

En “los fundamentos morales de una sociedad atrasada” encontró un componente que él


denominó “amoral familism”, expresión que es ya tan clásica como controvertida en los
estudios sobre la sociedad tradicional (o no sólo tradicional) de los países europeos de base
cultural más o menos mediterránea, que van desde Grecia a Portugal, pasando obviamente por
Italia y España. Me permitiré, pues, hacer un pequeño inventario, con traducción casi literal, de
algunos rasgos de este “familismo amoral”, principio según el cual los individuos velan sobre
todo, o sólo, por ellos mismos y por su familia, y cualquier cosa que hagan en beneficio propio
o de los parientes próximos (o por los amigos próximos y equivalentes: ¿la Mafia no es también
“La Familia”?) será moralmente positivo y reconocido como tal. Y cualquier cosa que hagan
para engañar o aprovecharse de las instituciones, del Estado o de cualquier instancia pública,
fiscal, legal o administrativa, será prueba de habilidad y de inteligencia y reconocida como valor
positivo. En consecuencia, explica Banfield, en una sociedad de familistas amorales, nadie
procurará el interés de grupo o de la comunidad excepto si encuentra alguna ventaja privada. Y
añadiré yo: reflexionen ustedes sobre algunos de los casos más espectaculares de la vida
hispánica (mallorquina y valenciana incluida) de los que se pueden leer en la prensa.

Y continúa la relación de Banfield: en una sociedad de familistas amorales ( diremos s.f.a.,


para abreviar) sólo los funcionarios y quienes tienen un cargo se ocuparán de los asuntos
públicos, porque sólo a ellos les pagan para hacerlo. Si un ciudadano privado tiene un interés
serio por un problema público, será visto como una cosa anormal o incluso inconveniente. Y en
consecuencia, en una sociedad de estas características, habrá poco control de los cargos
públicos o de los funcionarios, porque este control es únicamente cosa de los mismos
funcionarios o cargos. Y añadiré yo: ¿conocen ustedes mucha gente normal y corriente, gente
de la calle, que, de manera eventual o regular, vaya más allá de decir “Esto es cosa del
gobierno”, o del ayuntamiento, o de la consejería, o de quién sea, pero no cosa mía? ¿Mucha
gente que participa no solamente en la protesta sino en la solución, implicándose de manera
efectiva? Continuemos con Banfield, por lo tanto: en una s.f.a. será muy difícil de formar y
mantener organizaciones para el bien público, con actuación consciente y concertada. Una

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condición de las organizaciones con éxito es que los miembros deben tener confianza entre
ellos y lealtad a la organización misma. En una organización con moral alta, se supone que
harán sacrificios, incluso importantes, en favor de la organización. Pero, añadiré yo, en estas
tierras meridionales de Europa, ¿cuánta gente practica esta lealtad y hace este tipo de
sacrificios?

Más todavía. En una s.f.a., quienes ocupan un lugar de funcionario, como no sienten ninguna
identificación con las finalidades del organismo público, no trabajarán más de lo necesario para
conservar sus lugares o (si esto está dentro de sus posibilidades) conseguir una promoción. De
hecho, una posición oficial o una calificación especial serán consideradas armas para usarlas
en beneficio propio. En consecuencia, el familista amoral que ocupa un lugar o cargo público
aceptará un soborno, directo o indirecto, cuando piensa que no le pasará nada. Pero tanto si lo
acepta como si no, la gente del pueblo, de la ciudad o del país (con el mismo tipo de moral)
supondrán que lo hace. Y añadiré: no es extraño, por lo tanto, que alcaldes o presidentes de
diputación, públicamente reconocidos como sobornados y sobornables, corruptos y
corruptibles, sean objeto de cenas de homenaje por parte de sus conciudadanos. Bien cerca de
casa, tengo ejemplos insignes.

Y acabaremos con un resumen muy resumido de algunos otros rasgos definitorios. En una
s.f.a. los débiles favorecerán un régimen que mantenga el orden con mano fuerte (repasamos
la historia reciente…). En una s.f.a., la pretensión de cualquier persona o institución de ser
inspirado por el celo del interés público más que por la ventaja privada será considerada un
engaño. En una s.f.a. no habrá conexión entre los principios políticos abstractos (la ideología) y
el comportamiento concreto en la vida cotidiana. El familista amoral valorará las ganancias que
consigue la comunidad sólo si a él también lo benefician o no le perjudican: a menudo, medidas
que se toman en beneficio general provocarán la protesta de quienes piensan que no
participan, o no suficientemente. En una s.f.a. el votante depositará poca confianza en las
promesas de los partidos. En una s.f.a. se asumirá que cualquier grupo que ocupa el poder es
corrupto y lo hace en beneficio propio (“todos los políticos son iguales”... ¿no es cierto?). Y en
fin, no les aburriré más.

Curiosamente, o no curiosamente, los países del Europa del sur que son el espacio propio de
este tipo de sociedades, Portugal, Italia, Grecia, España (las iniciales de los cuales, PIGS,
tienen en inglés un significado poco halagador), circulan ahora con abundancia por la prensa
general y más todavía por la prensa económica: la Europa meridional, la de fiscalidad
irresponsable, la de los gobiernos ineficientes, la de la economía llamada sumergida, la del
fraude fiscal metódico, la del tan escaso y tan precario sentido cívico, la de la extensa
corrupción municipal y más que municipal, la del Estado-teta, y etcétera. No debe de ser
casualidad. Y más de un político, sociólogo, economista o predicador tendría que leer
atentamente el libro de Banfield.

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Publicado por Avui -k argitaratua

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