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Estado, Mercado y Sociedad - Políticas e Instituciones de Acción Económica y Social en América Latina Desde 1900.
Estado, Mercado y Sociedad - Políticas e Instituciones de Acción Económica y Social en América Latina Desde 1900.
Colin M. Lewis
Introducción
Las investigaciones más recientes de las ciencias sociales sobre América Latina se
han enfocado en las instituciones que cambian el papel y el comportamiento del
Estado. Convencionalmente, se identifican tres fases o ciclos en las configuraciones
de mercado-estado estatal: primero, la construcción del Estado y la extrema pasividad
del gobierno durante el periodo de mayor crecimiento basado en las exportaciones,
que abarca desde 1870 hasta 1930; segundo, el estado económica y socialmente activo
del periodo que va de los años 30 a los 60: esta es la fase del welfarismo y la
industrialización “forzada”; tercero, el actual ciclo caracterizado por el hegemónico
modelo de la nueva economía (ampliamente descrito como neo-liberal o neo-
conservador) y los “objetivos sociales limitados”. Tradicionalmente, cada una de estas
frases se caracteriza por las estructuras específicas del “Estado” y el “mercado”: el
Estado oligárquico del siglo XX se describe como el responsable de los esfuerzos
iniciales para “formar” mercados; el Estado populista del segundo tercio del siglo
veinte presidie al “desarrollo directo”; el “Estado más amigable con el mercado” (o
neo-populista) se puede interpretar tanto como un mecanismo restaurador del mercado
o, por primera vez en la historia de América Latina, como el que genera las
condiciones para el funcionamiento de un mercado sin trabas.
Este capítulo se basa en una serie de suposiciones: primero, a lo largo de casi todo el
siglo XX, la mayoría de los Estados trataron de “encajar” en el mercado; este objetivo
fue general para los estados oligárquicos de fines del siglo XIX, para los estados
“desarrollistas” de mediados del siglo XX y para los regímenes que a fines del mismo
siglo adoptaron una postura política neo-liberal; segundo, alrededor de los años treinta
se aplicó una política social destinada a promover y sostener un cambio estructural; y,
tercero, la acción económica y social del estado no fue percibida como incompatible
con el objetivo fundamental de sostener el desarrollo capitalista “nacional”, aún
durante el periodo de en que se implementó el Modelo de Sustitución de
Importaciones. El incremento de las acciones gubernamentales en áreas como la
seguridad social y la educación, paralelo a un papel más trascendental en la
disposición de la infraestructura económica (particularmente en campos como el
transporte y la energía), puede hacer suponer que las agencias sociales y el gasto
favorecieron el desarrollo y el orden sociopolítico.
En varios países, el Estado oligárquico estuvo bajo presión durante las primeras
décadas del siglo XX. ¿Las demandas por el cambio, que emanan “desde abajo”, se
dispararon precisamente por el tipo de desarrollo social que identificó Furtado en las
repúblicas del River Plate [1977], o fue el reordenamiento de las instituciones
políticas una reacción a esas demandas? Más aún, ¿fue el aumento en la volatilidad
del sector externo la que minó los acuerdos políticos creados o sustentados por los
flujos de los recursos que genera la inserción a la economía mundial? Sin duda, la
economía internacional estaba cambiando: el precio de los productos estaba cayendo,
la tasa de crecimiento en el volumen de exportaciones iba a la baja y los flujos de
capital se volvían más inconstantes. Muchas de estas tendencias se exacerbaron con la
Primera Guerra Mundial, lo que generó una consiguiente sobreproducción de
productos primarios y desarticuló a los mercados que previamente habían consumido
las exportaciones latinoamericanas. La Guerra también aceleró otros procesos que por
fuerza desestabilizaron varias economías latinoamericanas, como el hecho de que
EE.UU. haya sustituido al Reino Unido en su rol del líder internacional más
importante y que haya debilitado el papel británico como el agente ecualizador de los
flujos comerciales y financieros del mundo. Para América Latina, las consecuencias
de estas tendencias se intensificaron durante y después de la Segunda Guerra Mundial
y recordaron a los consumidores latinoamericanos, a quienes diseñan las políticas y a
los pensadores cuáles eran los costos de la dependencia en la importación (Thorp
[1998]; Cardoso y Helwege [1992]; Sheaham [1987]).
En este punto, también hubo una mayor competencia ideológica; las ideologías
combativas confrontaron a un Liberalismo que, en muchos aspectos, fue el paradigma
dominante en el siglo XIX. Las ideas del conflicto entre las clases (o modelos que
pretendieron adoptar la colaboración nacional) objetaron a las predicciones que los
Whigs había hecho sobre el progreso. Anarquistas y socialistas rechazaron los
ortodoxos conceptos liberales del Estado que después cuestionarían los Keynesianos.
La derecha y la izquierda han reconsiderado el papel y la posición del Estado – tanto
en la sociedad como en la economía (Love [1994]; Kay [1989]). Discutiblemente,
muchas de las reevaluaciones más sofisticadas de los preceptos liberales se
observarían en América Latina. En Uruguay, el batllismo consistió en enfatizar el
distribucionismo social y el intervencionismo económico anterior a Keynes, así como
del “reformismo” adoptado que más bien se asocia con la acción social Católica
Romana (Finch [1981]). Procesos contemporáneos similares en la Argentina, sobre
todo durante el primer periodo presidencial de Yrigoyen (1916-1922), y en México,
durante el sexenio de Cárdenas (1934- 1940), fueron testigos cuando menos de la
retórica de un Estado social y económicamente pro-activo. En estos países, el apoyo
que dio el gobierno para expandir los servicios de la educación y aumentar la
provisión del seguro social para los grupos salariales y de asalariados
estratégicamente ubicados es ilustrativo. Las estrategias de apoyo estatal para los
sectores productivos y el énfasis en la modernización de la infraestructura (lo que
incluye la construcción de carreteras y la nacionalización de las vías ferroviarias) son
igualmente esclarecedoras (Thorp [1998 y 1984]; Cardoso y Helwege [1992]; Weaver
[1980]; Cardoso y Pérez Brignoli [1979]); aunque es cuestionable que esta acción
pueda describirse como “proto-populista”. Lo que no se puede negar es el hecho de
que estos regímenes exteriorizaron una propuesta para los desafíos sociales diferente a
la de varios de sus antecesores.
El antiguo orden fue el primero en colapsar y un buen ejemplo de ello tuvo lugar en
México entre 1910 y 1911, donde hubo un cataclismo social de tal magnitud, que no
puede comparársele con ningún otro en América Latina. El derribamiento del
porfiriato se ha explicado como una especie de esclerosis del régimen, como la
inercia burocrática y el error de cálculo ante la creciente oposición, la consolidación
de una élite que se oponía al sistema, el nacionalismo multiclasista , la sed de tierras
que tenían los campesinos, el descontento social y la pobreza denotados por décadas
de una excesiva desigualdad compuesta por el costo de las políticas de ajuste
asociadas con el cambio hacia el patrón oro (Knight [1986]). Aunque en distinto
grado, otros regímenes también tuvieron dificultades similares, a pesar de que
ninguno se enfrentó a una oposición campesina tan organizada como lo hizo el
Porfiriato a principios del siglo XX. Quizás fueron el nacionalismo y las demandas
de la tan numerosa clase media urbana por acceder al poder las fuerzas que en mayor
medida apoyaron el cambio en muchas de las grandes economías. Esto fue muy
marcado en el Cono Sur, y fue personificado por la administración de Batlle Ordóñez,
en Uruguay, la ascendencia radical, en Argentina, y las presidencias Alessandri, en
Chile (Skidmore y Smith [1992]; Weaver [1980]). Al haberse articulado con
anterioridad, estas demandas parecieron adaptarse con más facilidad en Uruguay; por
su parte, en Argentina y en Chile, las crisis del sector de exportador desarmonizaron
los ajustes políticos.
En este periodo, los debates sobre las políticas y desarrollo de las instituciones
influenciaron las estrategias en el Modelo de Sustitución de Importaciones posterior a
la Segunda Guerra Mundial. A mediados de los treinta, la relativamente rápida
recuperación de la mayoría de las economías latinoamericanas ante el impacto de la
depresión influenció de manera similar las ideas posteriores, al proyectar una
competencia burocrática y un manejo macroeconómico efectivo. Aún así, sería un
error que en este periodo se retomaran las expectativas y programas de las décadas
posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Durante los años treinta, la política
económica se implementó gradualmente y estuvo dirigida hacia la sustitución
exportaciones – “domestización económica” – en vez de la industrialización per se.
De hecho, la extensa producción industrial doméstica fue un componente importante
en este proceso, pero como parte en lugar de como un todo. A principios de los
treinta, fue imposible convencer a quienes diseñaban las políticas de América Latina
que la demanda exterior de exportaciones no recuperaría ni los mercados de capital
extranjero ni la reapertura. Por lo tanto, la supremacía de la ortodoxia en muchas de
las esferas de la política económica doméstica procura servir a la deuda externa y se
esfuerza por proteger a los exportadores. ¿Cómo podría ser de otra manera, cuando
los intereses de exportación son políticamente poderosos y cuando los recursos
fiscales se derivaron en su mayoría de los impuestos del comercio exterior y los
préstamos? Sólo después de 1936, las políticas económicas obtuvieron un carácter
más emprendedor y heterodoxo – y desplegaron la voluntad de aprovechar la gran
rivalidad de poder (Thorp [1998]; Abel y Lewis [1991]).
Las respuestas a los desafíos del periodo variaron a lo largo del continente. Se pueden
identificar tres categorías de estados: primero, aquellos que emplearon una ‘ideología’
o ‘proyecto nacional’ siguiendo la moda Gershenkroniana, con el fin de actualizar la
legitimidad estatal y la competencia y, con ello, proyectar la imagen de un manejo
eficaz en las relaciones domesticas y externas; segundo, los regímenes que, debido a
que no lo necesitaban (o eran incapaces de hacer algo más), sólo instituyeron
limitadas modificaciones en el status quo; finalmente, están los Estados que renuncian
a un grado sustancial de independencia para sobrevivir a las inclemencias de la
recesión global, crecientes tensiones nacionales e internacionales. Países como
Brasil, Chile y México fueron buenos ejemplos del primer grupo. En Chile y Brasil,
un proyecto nacional basado en el crecimiento industrial y en la regeneración
económica regional acentuó la competencia que enfrentaba el Estado central en el
manejo de las relaciones con los sectores e intereses (Sikkink [1991]; Weaver) [1980];
Bielschowsky [1988]; Wirth [1970]; Mamalakis [1976]; French-Davis [1973]; Muñoz
[1968]; Cárdenas [1996]; Solís [1985];). En el caso de México, estos objetivos se
resumieron en la “ideología” – y la iconografía – de la Revolución (Knight [1986]).
La regeneración interna de la economía perteneciente a la fase destructiva de la
Revolución y al impacto de la Depresión entre guerras culminó en el radicalismo del
sexenio de Cárdenas, que presenció la acción masiva del Estado en el sector urbano y
rural. A medida que aumentaban los retos para la administración central, las políticas
nacionales y regionales se tornaron más violentas en Brasil y en Chile durante los
años veinte y los treinta. Esta inestabilidad estaba vinculada con la debilidad de los
sectores de exportación más importantes, situación que hizo más urgente y,
posiblemente, también más exitosa la tarea de re-establecer la autoridad central.
Resulta ilustrativo que, a pesar de las diferentes posturas que se presentaron al
comienzo, los Estados centrales en Brasil, Chile y México hayan adoptado un rol tan
intervencionista. En estos tres países, se intensificaron los programas de bienestar
social (reformas educativas, extensión en los programas de seguridad social y
legislaciones laborales). México y Chile fueron los primeros países de América Latina
en implementar cuerpos oficiales que después emergerían como organismos
nacionales de desarrollo (Nacional Financiera [NAFINSA] y CORFO,
respectivamente); así mismo, proliferaron organismos de sustentación de precios de
los principales productos domésticos y de exportación; de este modo, salvo contadas
excepciones, los productos básicos estaban bajo el firme control del gobierno central .
En Brasil y México, estos organismos exhibían distintas tenencias corporativistas,
generando que trabajadores, empleados, productores, consumidores e incluso el
Estado estuvieran “representados”. (Sikkink [1991]; Gordon-Asworth [1984]). El
intervencionismo gubernamental en la comercialización de productos básicos
desplazó a un sector privado que con frecuencia era extranjero; así mismo, la mayor
participación del gobierno en el sector bancario facilitó la implementación de
aventuradas estrategias monetarias, cambiarias y de deuda externa.
Posiblemente, países como Argentina y Colombia sean un buen ejemplo del segundo
grupo de Estados. En ellos, a pesar de las similitudes en el sector bancario y en el
mercado de productos básicos, la “ideología” y el “proyecto” se presentaron en menor
grado. En los años treinta, el compromiso con el liberalismo económico y el patrón
prevaleciente en las actividades económicas era menos intrincado o, posiblemente,
enfrentaba menos desafíos; tal vez la presión que se ejercía para llevar a cabo una
redefinición radical que llegara el Estado era menor; quizás, las políticas nacionales
eran demasiado equilibradas (o las fuerzas rivales demasiado balanceadas) como para
permitir que emergiera la posibilidad de un cambio que resultara de la destrucción
positiva de las obsoletas organizaciones o instituciones. Esto puede ser una lección de
la creciente oleada de violencia política en Colombia en los años cuarenta, y la
ruptura en la historia política argentina representada por el Peronismo en 1946
(Palacios [1980]; Peralta Ramos [1993]; Rock [1989]). Los tan exitosos esfuerzos a
mediano plazo diseñados para preservar la esencia de los acuerdos institucionales
existentes llevaron a re-configuraciones más violentas durante la década del cuarenta.
El tercer grupo de Estados talvez esté mejor representado por Cuba y Nicaragua. Es
posible que estos Estados hayan adquirido un cierto grado de integridad nacional y de
organización a comienzos del siglo XX; sin embargo, durante el periodo entre
guerras, se cedieron (o re-cedieron) elementos de soberanía a oficiales y negocios pro-
consulares norteamericanos, ya que se necesitaba de una abierta asistencia externa
para mantener y reorganizar la autoridad dentro del territorio nacional (Dunkerley
[1988]; Pérez [1988]; Domínguez [1978]).
Los niveles de desarrollo obtenidos durante el periodo entre guerras, las estructuras
institucionales y el grado de apertura económica explican tanto la elección del
momento adecuado como la forma de las políticas que desde entonces se
implementaron. En su momento, el nivel de desarrollo, los factores determinantes en
las políticas económicas y la capacidad del Estado para “negociar” con fuerzas tanto
internas como externas estaban condicionados por la mezcla de productos básicos que
había dado forma al patrón de crecimiento en las exportaciones previo a los años
treinta.
Desencadenado por los factores externos y las fuerzas nacionales de la las décadas de
los trenita y los cuarenta, algunos de los débiles, disfuncionales y altamente
personalizados Estados del continente (que típicamente se asocian con los países de
América Central, el Caribe y el interior de América del Sur) experimentaron una
serie de reclamaciones por parte de individuos o grupos organizados, aunque fueron
capaces de ignorar las esporádicas protestas populares, sin importar cuán violentas
fueran. Sin embargo, al igual que subalterno Estado cubano, fueron incapaces de
construir políticas activas de respuesta ante las crisis. En otras partes, a pesar de
enfrentar terribles dificultades, estados como el mexicano, el brasileño y,
posiblemente, el chileno tuvieron la capacidad de interiorizar los conflictos (a la
Oszlak [1981]), y demostrar su capacidad para diseñar un programa económico
autónomo y, con el tiempo, desplazarse desde las medidas re-activas hacia las pro-
activas. Como ya se ha dicho, este grupo de Estados empleó las políticas sociales y
los programas como un mecanismo conciente, destinado a reconsolidar el orden
nacional. Aún así, hubo Estados que implementaron pragmáticas políticas domésticas
dentro de una estrategia económica internacional que ha cambiado poco. Como se
expresa anteriormente, el estado argentino es quien mejor caracteriza esta respuesta
semi-pasiva: se combinaron medidas altamente innovadoras en materia económica,
diseñadas para contrarrestar los efectos de la crisis, con una propuesta bastante
ortodoxa de las relaciones comerciales y financieras externas. El resultado fue un
proyecto intervencionista, aunque no concientemente desarrollista (Abel y Lewis
[1991]).
En 1948, los análisis y prescripciones cepalistas cayeron sobre suelo fértil, ya que en
ese el momento fue cuando se estableció la comisión en Santiago. Aprendiendo sobre
la marcha mientras duró la Segunda Guerra Mundial, y ya que muchos de los países
en América Latina habían resuelto los problemas de la depresión de manera mucho
más efectiva que los países de Europa, varias de las administraciones estaban
preparadas para adoptar una propuesta aún más inversionista. La CEPAL proporcionó
tanto la justificación como el diseño para hacerlo. Las reservas de divisas que se
acumularon durante la Segunda Guerra Mundial, el rápido crecimiento de la
producción manufacturada que se produjo entre 1930 y principios de 1940 en varias
de las economías, un modesto crecimiento del tratado intra-regional durante la guerra
(particularmente en el Cono Sur) y la proliferación de organismos estatales fueron
factores que generaron confianza. Las reservas acumuladas, temporalmente sostenidas
por los altos precios de las exportaciones, que se unieron a la suposición de que países
como México y Brasil seguirían gozando de la ayuda de los EE.UU. en el periodo
inmediato de la posguerra, prometieron facilitar la transición que implica cambiar de
un patrón de crecimiento a otro.
Las diferencias entre los regímenes que aplican el neo-liberalismo y los que emplean
el neo-estructuralismo son igualmente claras (Sunkel [1993]; Sunkel y Zuleta [1990];
Bitar [1988]; Ffrench-Davis [1988]). Las medidas neo-estructurales se aplicaron
marcos políticos ligeramente menos violentos que en el caso de las neoliberales; o,
posiblemente, la fase de represión fue más corta y menos brutal. Además, mientras
todos regímenes neo-autoritarios justificaban el recurso de la coerción como
herramienta para promover el crecimiento y la estabilidad, las administraciones que
aplicaron tratamientos neo-estructurales tuvieron que construir casi de inmediato un
nuevo consenso político a favor de la “reforma”. El crecimiento no fue la única fuente
de legitimidad: también hubo referencias explícitas en la política social; sin duda,
estos fueron los rasgos del milagro brasileño (Baer [1989]; Skidemore [1988]). En
otros lugares, los pactos sociales reaparecieron gradualmente en las agendas (Teitel
[1992]). Para el neo-estructuralismo, la cohesión social era un asunto relativo a las
políticas y reducía la desigualdad con objetivos a largo plazo; de hecho, se creía que
un menor grado de desigualdad contribuiría al desarrollo sustentable. El
neoliberalismo reconocía que los altos niveles de pobreza absoluta restringían el
crecimiento del mercado y representaban ineficiencia sistémica, pero supuso que el
progreso social se generaría a partir de los efectos de “pasar abajo” del crecimiento.
Los neo-liberales exaltaron las virtudes de la terapia shock con la finalidad de llevar a
cabo distorsiones y cambiar las expectativas y las actitudes; en contraste, los neo-
estructuralistas favorecieron las reformas por fases. Las medidas neoliberales se
centraron en lo micro – la eliminación de los elementos que inhibían los impactos de
las señales reales de los precios – y apostaron por los mecanismos del mercado. Los
neo-estructuralistas, inevitablemente, estaban más preocupados por el desequilibrio
sectorial y la ineficiencia institucional; así, sostenían que los mercados estaban lejos
de ser perfectos y que había muchos ejemplos en la falla de los mercados de América
Latina: el Estado podía y debía generar y asignar factores de forma efectiva. Por lo
tanto, a pesar de que los neo-estructuralistas y los neo-liberales aceptaron la necesidad
de tener un Estado eficiente, fueron los neo-estructuralistas quienes afrontaron un rol
gubernamental continuo e indicativo; por su parte, los neo-liberalistas dieron por
sentado que la acción económica del gobierno debía ser minimalista y neutra. Para la
década del ochenta, los neo-estructuralistas, sin dejar a México de lado, argumentaban
que la inversión creciente en eficiencia era la antesala de la apertura internacional y
retaban las suposiciones neoliberales que postulaban que, una vez que se le dejara
funcionar, el mercado por sí mismo adoptaría una asignación eficiente de los recursos
y las ganancias en productividad (Cárdenas [1996]; Roett [1992]). Por sobre todas las
cosas, los neo-estructuralistas percibían la industrialización como un elemento
esencial para el desarrollo económico; en cambio, los neoliberales estaban más
preocupados por maximizar las ventajas comparativas y pensaron que la producción
manufacturera crecería con el regreso a la estabilidad macroeconómica, en paralelo
con la recuperación de otros sectores.
Quedaban muchas lecciones por aprender del éxito inicial y de la última falla en la
estabilización heterodoxa; primero, al igual que con la estabilización de los noventa,
la recuperación de la confianza no gatilló el crecimiento fuerte del ahorro, como lo
predijeron quienes diseñan las políticas, sino un consumo de ostentación que fatigó
tanto la capacidad productiva doméstica como la posición de la reserva. Las
economías que se establecieron “tardíamente” en los años noventa fueron alteradas de
acuerdo a la necesidad de protegerse ante el boom de los consumidores, como había
ocurrido en Brasil y Argentina en los años ochenta. Las estabilizaciones heterodoxas,
tales como el Plan Austral y el Plano Cruzado, habían ocasionado una rápida (aunque
de corta vida) recuperación en la confianza del consumidor, que tomó por sorpresa a
los diseñadores de las políticas y a los productores y que, finalmente, terminó por
menoscabar la estabilidad (Thorp [1988]; Dornbucsh y Edwards [1992]; Teitel
[1992]). Los reformadores neo-liberales de la década del noventa estaban por lo tanto
conscientes de la necesidad de fortalecer la posición de la reserva adelantándose a la
estabilización. Reservas sustanciales facilitaron tanto la expansión de la capacidad
productiva en el mediano plazo y de las importaciones en el corto plazo que reducir la
presión inflacionaria que se asocia a la oleada en la demanda. Una vez dicho esto, los
proyectistas de los noventa pensaron que para ellos sería mucho más fácil acumular
reservas que para sus predecesores de los ochenta, cuando los precios de los productos
básicos estaban deprimidos a causa de la recesión y cuando los mercados
internacionales de capital estaban deprimidos como consecuencia de la dimensión de
la deuda y manifestaron un sesgo contra América Latina. La segunda lección que se
aprendió de las fallas de los ochenta fue la necesidad de tomar prontas acciones para
resolver el déficit fiscal. Los regímenes que aplicaron políticas heterodoxas en los
ochenta estaban más preocupados por el déficit político y social que por la situación
fiscal, y trataron de expandir la inversión social y económica. Tal vez, para la década
del noventa, las primeras fallas habían inducido un mayor grado de realismo o
tolerancia por parte de los electorados.
El Nuevo Modelo: eficiencia económica y sociedad
¿Cuándo fue que México tomó el camino hacia el neoliberalismo? ¿Fue acaso hacia
fines de 1982, cuando el presidente de la administración entrante, De la Madrid,
heredó el caos que había dejado el régimen de López Portillo (que había culminado
con la devaluación y la nacionalización de la banca que pertenecía a privados) junto
con los tan denunciados delitos fiscales y el populismo financiero? Si esto fue así, es
porque ya había pasado muchos pasos para atrás. Sin embargo, durante el sexenio de
Miguel De la Madrid, México accedió al GATT (lo que implicó el abandono del
proteccionismo). La “victoria” de Salinas de Gortari (quien se supone fue el
arquitecto de la estrategia económica de Miguel De la Madrid) en las elecciones
presidenciales de 1988 parecía confirmar esta tendencia. La pieza clave de la segunda
mitad de la administración salinista fue el tratado de libre comercio – el TLCAN –
que se firmó con Canadá y EE.UU. en 1993 (Cárdenas [1996]; Roett [1996]; Solís
[1990]). La apertura económica – y la privatización – pueden haber estado en la
agenda económica de Argentina de mediados de los setenta y, nuevamente, en la de
mediados de los ochenta, pero sólo alcanzaron su efecto total en la última parte de la
primera administración de Menem, tras las intensas sacudidas que sufrió el neo-
estructuralismo hacia finales de los ochenta. Existe poca evidencia que demuestre la
existencia de un neoliberalismo cuidadoso y en marcha en los gabinetes de Menem
que comprenden el periodo 1989-1990 (Acuña [1995]; Lewis y Torrents[1993]). En
Perú, el apoyo al neoliberalismo se formó en la elección presidencial de 1990. La
saliente administración de Alan García (1985-1990) había puesto en práctica la
ortodoxia y el “colectivismo estatal”. Mientras la campaña electoral estaba en marcha,
este país experimentó una hiperinflación. El candidato favorecido, Mario Vargas
Llosa, quien ganó la primera vuelta, defendía la transparencia de la estrategia
neoliberal, mientras que el candidato que finalmente salió victorioso, Alberto
Fujimori, implementó un programa de “monetarismo–populista” (Crabtree y Thomas
[1988]). Para Brasil, el paso al neoliberalismo fue aún más lento y más indeciso que
para la Argentina, y se asoció con el programa que Enrique Cardoso lanzó en 1990,
primero como ministro de economía y después como presidente (Willumsen y
Gianetti de Fronseca [1996]).
Hoy en día, los rasgos del neoliberalismo están bien establecidos. La característica
que lo define es la disciplina fiscal: el gasto estatal debe estar cubierto por los
ingresos (o préstamos limitados) y no por la monetización del déficit, lo que implica
reformas fiscales y presupuestarias; así, para muchos regímenes ha sido más fácil
reducir el gasto que aumentar los ingresos adicionales. En muchos países, el sistema
de impuestos se ha simplificado y el sistema de recolección de impuestos ha
mejorado, sin olvidar los esfuerzos por erradicar la evasión. Cada vez más, la reforma
presupuestaria implica la devolución de gastos (y la distribución de ingresos) a los
niveles más bajos de gobierno. En algunos países, el rol del Estado central también ha
sido limitado por la reforma constitucional, que ha deslindado las responsabilidades
del gasto social a las provincias (o, en el caso de previsiones para los pensionados, al
mercado). La segunda característica en importancia es la desregulación. Internamente,
esto se ha traducido en la necesidad de asegurar que el mercado sea quien determine
los precios: la legislación ha ido inhibiendo progresivamente el rol fijador (o
indicador) del Estado en el precio de los factores, bienes y servicios. Externamente,
esto significa la apertura del mercado: reducir aranceles, simplificar los regímenes
arancelarios y eliminar las barreras no arancelarias del comercio; liberar las divisas y
los mercados financieros; estabilizar la moneda, ya sea a través de una paridad
flexible con el dólar norteamericano (lo que significa la “libre flotación”) o mediante
la “quasi dolarización”.
El tercer rasgo más distintivo del neoliberalismo es la privatización. El tamaño del
Estado, y su rol en la economía, se reduce considerablemente cuando se dispone de
las corporaciones estatales. Gracias a la reducción del Estado y a la capacidad del
mercado para tomar decisiones libres, la privatización ha ayudado a que se cumplan
una gran cantidad de objetivos; ha eliminado uno de los principales factores de
presión en el gasto – el déficit operacional de las corporaciones estatales fue en buena
parte el responsable del déficit fiscal.– La privatización también ha sido utilizada para
aligerar la carga de la deuda y ha fortalecido el proceso de apertura económica, ya que
los consorcios extranjeros han adquirido la antiguas empresas estatales. En lo anterior
queda implícito que la apertura económica (reinserción global) es el cuarto rasgo más
importante. Este proceso ha sido institucionalizado no tanto a través de las reformas
arancelarias unilaterales, sino, como se ha planteado, a través de la privatización y los
tratados internacionales – lo que incluye la membresía a la organización Mundial de
Comercio (OMC) y la adhesión a bloques regionales de libre comercio tales como el
MERCOSUR/L, el Grupo Andino y el TLCAN.– Una característica final y mucho
más reciente en muchos países han sido las políticas de seguridad social (o
despliegue de la retórica del reformismo social) – lo que implica modificaciones a los
regímenes de seguridad social y salud, así como al código laboral (BID [1997]). Una
vez más, estas medidas son coherentes con los otros “elementos del paquete”.
Transformar la legislación y los regímenes de seguridad social implica reducir el rol
que tiene el Estado al determinar el precio (o mejor dicho, el costo) del trabajo. Al
disponer de las empresas estatales, las pensiones de financiamiento y la salud (junto
con la educación estatal) representaron los elementos restantes que ejercieron presión
sobre el presupuesto.
Conclusiones
North [1990] presenta dos escenarios en los que podría ocurrir el cambio institucional;
el primero implica un shock profundo en el sistema, un shock que podría originarse
desde dentro (por ejemplo, la Revolución mexicana) o desde fuera (como la Primera
Guerra Mundial); el segundo ocurre cuando las organizaciones están de acuerdo en
que el orden institucional existente ya no funciona y que el cambio es esencial. En el
último caso, el cambio puede ser consecuencia de la reconstrucción de las relaciones
entre organizaciones o del nacimiento de nuevos grupos. La formación del Estado
oligárquico en tercio de en medio de la mitad del siglo XIX puede ser descrito como
el resultado de la formación de un nuevo consenso entre los grupos existentes – la
comprensión de que el orden institucional existente ya no sirve. La formación del
Estado populista posterior al treinta tradicionalmente se ha presentado como señal de
ruptura: el antiguo orden fue destruido por el periodo de depresión entre guerras, el
cual deterioró las organizaciones oligárquicas y permitió que nuevas formaciones
sociales se establecieran sobre la nueva estructura, aunque esta visión puede ser
refutada. El Estado proto-populista más bien debe ser comprendido como el ajuste
que los grupos existentes hicieron para ajustarse y absorber los vestigios del antiguo
orden. Hubo una apariencia de cambio en el orden institucional, pero el elenco de
jugadores, al menos en el inicio, continuó siendo esencialmente el mismo. ¿Cómo
puede el orden neo-autoritario (que sentó las bases para el orden neoliberal) ser
comprendido? Discutiblemente, el orden neo-autoritario reflejó el último esfuerzo que
hicieron las poderosas organizaciones nacionales por preservar la esencia del antiguo
sistema, mientras que el neoliberalismo representa el creciente predominio de la
perspectiva de las organizaciones existentes, el cual plantea que la antigua estructura
institucional no pudo mantenerse, por lo que tuvo que acordarse una nueva.
Sin embargo, algunos Estados estaban mejor posicionados que otros para sacar
provecho de las oportunidades. Los Estados fuertes, como el chileno y brasileño (que
emergieron como entidades institucionales coherentes inmediatamente después del
periodo de independencia), pudieron maximizar las ganancias nacionales a través de
la inserción internacional. Otros, como Argentina y México, sólo lograron la
estabilidad institucional con la “globalización” del siglo XIX. En contraste, otros
Estados estaban tan debilitados por la independencia y las fuerzas centrífugas que
desencadenó, que la globalización pareció ser una amenaza más que una oportunidad.
En el siglo XIX, los Estados fuertes pudieron adoptar un capitalismo nacional
moderno; los débiles, por su parte, fueron menos capaces de socorrer a los organismos
locales que, en consecuencia, se encontraban agobiados – o absorbidos – por los
actores externos. Desde 1930 hasta la década del 60, los Estados fuertes se fueron
haciendo cada vez más activos. En términos económicos, hubo una tendencia a
expandir el espectro de los precios – de factores, servicios, artículos y productos – que
serían “administrados” o “fijados” por el Estado. Estos rasgos no fueron exclusivos de
América Latina, pero sólo en las economías socialistas de Europa de Este y Asia el
sector estatal era más grande. En muchos países, la administración de las políticas
también se fue incrementado, ya sea por civiles o por regímenes militares. Hubo
partidos políticos (y uniones comerciales) del Estado y organizaciones políticas que se
comportaban como si fueran el Estado. La economía y la política se tornaron
estatalistas y nacionalistas: las fronteras entre lo público y lo privado se
desvanecieron. Aunque hubo excepciones, estas tendencias abarcaron casi todo un
continente. En sociedades más grandes y pluralistas, las tendencias se
institucionalizaron y se formalizaron. En el caso de América Central y el Caribe, los
regímenes cleptocráticos se personalizaron. El estatismo latinoamericano trajo
consigo la unión del gobierno con el sector privado; inicialmente, confinada a los
negocios nacionales privados, esta alianza subsecuentemente indujo las corporaciones
trasnacionales (CTN). En algunas repúblicas, el trabajo organizado también fue
incluido dentro de la unión, pero siempre como “socio asociado”. El balance del
poder entre el Estado y los hombres de negocios varió a lo largo del continente y se
fue transformando con el paso de tiempo. El sector privado tuvo mayor influencia en
Colombia y México, mientras que en Brasil el gobierno fue quien asumió el rol
directivo más fuerte, muy claramente en los setenta. Así, entre fines de los cuarenta y
fines de los sesenta, la industrialización fue el objetivo principal de las políticas
gubernamentales a lo largo de la región, incluso en las economías “pasivas” y
agrícolas de América Central. En los casos de Brasil, México y las repúblicas del
Cono Sur, la industrialización bien pudo haber sido puesta en marcha antes de que el
proceso se dignificara con el sello de aprobación que proveyó el cepalismo. Otros
países como Colombia y Cuba llegaron tardíamente y solo absorbieron la ideología de
los sesenta. Para la mayor parte de las economías, los rasgos más importantes del
periodo de “desarrollo estabilizador” (de muy rápido crecimiento) fueron las
ganancias en bienestar y la inflación. No obstante, la progresiva volatilidad en las
cuentas externas y fiscales, así como la creciente inflación, suscribieron la sacudida
hacia el neo-estructuralismo y el neoliberalismo de fines de los sesenta y principios de
los setenta. El desarrollo estabilizador fue percibido como el desestabilizador social
de la volatilidad macroeconómica. Las manifestaciones más obvias de esto fueron: el
terrorismo urbano en Argentina y Uruguay, el descontento rural en muchas regiones,
el miedo a una Guerra civil en Chile en 1973 y el conflicto en América Central
cuando los desacreditados gobiernos de la región se dieron cuenta de que era
imposible refrenar las protestas de los excluidos políticos. La petición emergente del
neoliberalismo posterior a mediados de los ochenta también fue asociada con la
violencia, particularmente la violencia económica desencadenada por la fallida
heterodoxia. La hiperinflación, incluso en mayor medida que el terrorismo
institucionalizado de las fuerzas armadas de los setenta, destruyó las alianzas que
habían conseguido el desarrollismo posterior a la Segunda Guerra Mundial y los
proyectos neo-desarrollistas. A fines de la década del ochenta, el ambiente
internacional también había cambiado; el aparente fin (o aminoramiento) de las crisis
de la deuda y el colapso del comunismo en Europa y África parecían validar el
sistema capitalista global. Ciertamente, la influencia de los “organismos de
Washington” se incrementó.
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