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Donde ronda el zopilote

Pocos recuerdan lo sucedido, mi padre es uno de ellos, aunque hoy es ya un señor de edad,
evoca muy bien lo que pasó cuando era niño allá en Tierra Azul, aquél pueblo dejado de la
mano de Dios en la sierra oaxaqueña.

Era la tarde de un día en la época de siembra de maíz de 1952, el sol estaba a punto de
ocultarse. Lucio Sarabia y su esposa Catalina llegaron corriendo casi exhaustos buscando a
mi abuelo Cándido que en ese momento limpiaba la milpa de su terreno junto con Adrián, mi
padre, que tendría 8 años.

—¡Por favor, necesitamos ayuda! ¡no encontramos a nuestro hijo!

Lucio y Catalina habían salido muy temprano a trabajar su tierra, de madrugada, con el cielo
casi a oscuras, como se acostumbra pues. Dejaron a sus dos hijos dormidos como otras
veces habían hecho. Al despertar, los niños no vieron a nadie, se levantaron y tomaron el
desayuno, pero al poco rato comenzaron a extrañar a sus padres, cada momento salían a
ver el camino terroso cercado por hierbas no muy altas, abrían la puerta de madera vieja y se
asomaban, o corrían al patio deseando que llegaran sus papás, miraban por la ventana y
muchas veces apuntaron la vista a lo lejos, esperando. Pero no llegó nadie, al menos eso
pensaron.

El menor de ellos estaba desesperado, abrió la puerta y salió corriendo al patio para ver
mejor el camino, al salir tropezó con la figura de una mujer alta, pálida y en sumo delgada,
casi esquelética, de greñas tan largas que no dejaban ver el rostro que apenas se adivinaba
pardo y de ojos hinchados. Con una mano tomó al niño del brazo, con la otra le tapó la boca,
y con pasos mudos como si fuera una sombra hueca se marchó. La mujer lanzó una última
mirada hacia atrás, a la ventana donde el otro niño observaba frío y tembloroso, abrió la boca
voraz y surgió un sonido parecido al de un cerdo cuando lo están sacrificando. Después de
un par de pasos, levantó vuelo.

Al regresar a casa ya muy tarde, los papás sólo encontraron a uno de sus hijos.

—¿Y tu hermano?— Preguntaron al mayor.


—Vino una señora y se lo llevó.— Fue lo único que dijo el niño, aún asustado.

Ahora pedían la ayuda de todo el pueblo para encontrar a su hijo. Algunos fueron al monte,
otros a los campos y a las cuevas, unos más a las barrancas o a cualquier otro lugar donde
pudieran ubicar al niño o a aquella extraña señora, no podían andar tan lejos por lo
empinado y boscoso de los caminos.

Pasaron cinco o seis días y no encontraron nada. Entonces alguien sugirió hacer lo mismo
que cuando se pierde una vaca, un burro o un chivo por varios días:

—Hay que buscar por donde ronda el zopilote, donde esté dando de vueltas y vueltas,
entonces cuando baje ir para allá.
Bastante lejos vieron las alas negras del zopilote en su giro insistente y repetitivo, como si
bailara hipnotizado, luego bajando poco a poco de lado, inclinándose parecido a un papalote
renegrido y macabro. Todos caminaron hasta aquél cerro, al punto marcado por el pajarraco.

Allí estaban los huesitos blancos del niño, atorados en la copa de un gran árbol alto y
frondoso, enredados entre las hojas. No había rastros de ropa, sólo los huesos entre las
ramas aquí y allá.

“No nos esperen, hagan sus cosas, jueguen o entreténganse cuando estén solos” me
aconseja mi padre y a mis hermanos. Porque es la espera, la ansiedad o tal vez la
desesperanza, esa sensación de extrañar mucho a alguien. Esos sentimientos son los que
llaman a los malos espíritus, a las brujas y duendes que se llevan a los niños.

Esa angustia y desasosiego atrajo aquél mal, el cual se encuentra también donde ronda el
zopilote.

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