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RAFAEL ALBERTI

TEATRO
E L H O M B R E D E S H A B IT A D O

TERCERA EDICION

E D IT O R IA L LO SA D A , S. A.
BUENOS AI R EI
Queda hecho el depósito que
previene la ley núm. 11.723

(§ ) Editorial Losada^ S. A.
Buenos A irts, 1950.

Primera edición: 12 - V I · 1950


Segunda edición: 15 · V I . 1956
Tercera edición: 10 - X II - 1959

PRINTED IN ARGENTINA

Este libro se terminó de imprimir cl día 10 de diciembre de 1959, en Arte«


Gráfica* Bartolomé U. Cbiesino, S. A. Ameghino 838, Avellaneda * Bs. Aire«.
EL HOMBRE DESHABITADO
{Auto en un prólogo , un acto y un epilogo)

193 0

Estrenado en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, en 1931.


PER SO N A JES

El hom bre = E l caballero


El v ig il a n t e n o c t u r n o

Los CINCO SENTIDOS:


La Vista
El O ído
El O lfato
El G usto
El T acto
La m uchacha = La m u je r

La t e n t a c ió n

C ria d o 1

C r ia d o 2

DOS BUZOS DEL SUBSUELO

V oces
PRÓLOGO

D e c o r a c i ó n : E n el centro de la escena, y en prim er térm ino, la


gran boca cerrada de una alcantarilla■ A su derecha, y al borde,
clavados en la tierra, tres hierros retorcidos, unidos por u n cordel.
(E l más próxim o a la alcantarilla tendrá atado en la punta un tra~
pajo blanquecino.) Sobre un m o n tó n de ladrillos, y en medio del
triángulo que form an estos tres hierros, un farolillo rojo de lux
parpadeante. A l lado izquierdo de la escena, sobre una plancha de
acero con ruedas, u n gran cono de carbón. Y al derecho, sobre una
tabla, una gran pirám ide de cal. Am bos m ontones, clavados de
palas. Esparcidos por distintos lugares, cinco toneles, polvorientos,
y piquetas, m artillos, cubost sacos, pedazos de raíles, etc. E n penúl­
tim o térm ino, y haciendo bocacalle, dos vallas: una de latones m o ·
hosos y otra de maderaç destrozadas. C ontra el fondo negro, u n
poste m edio tum bado, de lu z eléctrica, del que pende un largo
cable roto.
A l abrirse el telón, se oye el silencio nocturno, lleno de ruidos
lejanos. D e pronto, silencio absoluto. Sola, se abre la boca de hierro
de la alcantarilla, y , de uno en uno, escupe cuatro o cinco adoqui­
nes. A continuación sube u n buzo del subsuelo, coge una piqueta,
un cubo y se va. Luego, otro que hace lo m ism o, y se va tam bién·
V uelve a escupir la boca de la alcantarilla tres o cuatro adoquines.
Y , tras el resplandor m ortecino de una lu z de acetileno, asciende,
torpe, inflada hasta la exageración su máscara de buzo, E l h o m b r e
d e s h a b it a d o . S? sienta ju n to al pozo, al lado de la lu z .
E l h o m b r e d e s h a b it a d o . — ¡Sombras, sombras, sombras por codas
partes! A rriba y abajo. O scuridades llenas de aguas corrompidas,

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Rafael Alberti

tubos rotos, martillazos, silbidos y humedades eternas, O tinie­


blas inundadas de carbones, cales, tubos fríos, tablas r o t a s . ..
(&* despereza. A l caer sus brazos, sus víanos enguantadas tropie­
zan sordamente contra los adoquines dispersos. Tom a uno.) ¡Ah!
En todas partes tú , piedra violenta, duro m artirio de los hombres
subterráneos. N o te quiero. V ete lejos de m i, lejos, adonde mis
manos no puedan resquebrajarse contra tus malas aristas. (Lo
arroja a distancia.) Voy a dorm irm e. (Apaga la lu z de carburo,
vuelve a desperezarse, desinflándose con u n largo, opaco pitido
y se duerme. E l trapajo blanquecino pendiente del hierro contor­
sionado, se let'anta m ovido por el aire de u n ventilador oculto.
Por el fondo , tiznada la careta, bajo una capbrucha de hule, entra
E l v ig il a n t e n o c t u r n o '.)
E l v ig il a n t e n o c t u r n o (enfocando a E l h o m b r e la lu z blanca
de una linterna y dándole con el pie). — Buenas noches. (E l,
h o m b r e ronca. E l v ig il a n t e vuelve a puntearle con violencia.)
H e dicho que buenas noches·
E l h o m b r e d e s h a b it a d o (sin m overse). — jA h!, eres tú . O tra
sombra que viene a golpear mi cansancio. Vete. N o quiero darte
las buenas noches, porque todas son malas. Déjam e dormir.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o — Esto sales perdiendo: no sabes quién
soy.
E l h o m b r e d e s h a b it a d o . — U n ave nocturna con un solo ojo
luminoso para tu rb a r el sueño de u n hombre.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — D e un hom bre deshabitado, que no
quiere v er la luz.
E l h o m b r e d e s h a b it a d o . — La única que conozco no puede ser
m ás desagradable ni hacer m ás daño a la vista· Si acaso existe
o tra, tú lo sabrás. En cuanto a eso de que soy un hom bre des­
h a b ita d o ... E x p líc a m e ... N o lo comprendo.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Verás. (Apaga su linterna, am onto-
na los adoquines esparcidos y se sienta.) U n hom bre deshabitado
es como u n saco vacío, como la funda vacía de una espada, que
necesitan llenarse de carbón o de acero para poder siquiera estar
de pie.
E l h o m b r e d e s h a b it a d o -----¡Bah! Vienes a decirme que soy un
pellejo sin ajre.

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El hombre deshabitado

El, v ig il a n t e n o c t u r n o * — Algo menos: u n cuero sucio, despo­


blado. Ciudades, naciones enteras, se m ueren rebosadas de hom ­
bres como tu : trajes huecos que no desean nada, movidos tan
sólo pro u n aburrim iento sin rum bo. Mira. (Prolonga una lu z
amarilla de su linterna;, y enfocándola hacia el ángulo superior de­
recho de uno de los batidores del fo n d o , aparece la esquina de
una calle cualquiera.) ¿Ves? Esta esquina van a doblarla hombres
y mujeres sin vida, m uertos de pie, que andan a tropezones por
todas las calles de! U niverso. (Sin pisar, pasan pendientes de un
alambre, trajes vacíos, fláccidos, de señoras, de caballeros, m ili­
tares, curas, jóvenes, niños, colgados de caretas horribles, pinta­
das, con ojos y sin ellos. Carrusel triste, silencioso, sin orden.) H u ­
manidad hastiada, viviendas vacías, repintadas por fuera para disi­
m ular el abandono y oscuridad en que viven por dentro. Todo lo
que desfila p or esta calle del m undo es u n páram o, un desierto m o­
vido p o r el frío. Faldas, chaquetas, sombreros, pantalones, m ásca­
ras lívidas, pertenecientes a m ujeres y hombres deshabitados como
tú . N in g u n o sabe nada, ninguno desea nada, ninguno ve nada.
Tropiezan diariam ente los unos contra los otros. Se dan codizos,
pisotones, y m aldicen a media voz, pero nunca jamás se insultan.
Son cobardes y feos, feos, hasta el espanto. Aquellos afirm an
que es una mujer- Y que es ¡oven y que además es guapa. Pero
yo te digo que es sólo el molde hueco de una careta de albayalde.
A quello o tro que parece el « m a jo yeco de un árbol, aseguran que
es u n anciano y que es noble y hermoso. Pero no hagas caso: es
solamente unas podridas barbas de estopa, que hasta el mismo
fuego desprecia. U n m uchacho, un adolescente, dicen que es aque­
llo que ahora va a doblar la esquina. Y yo te juro que es sólo
una chaqueta, u n traje ciego, sin camino. E n esta calle helada
nadie tiene memoria. Todos la han perdido. Es como un duelo
hacia la m uerte de m aniquíes sonámbulos, olvidados de su alma·
(Apaga la linterna y la calle desaparece.) ¿Viste? H abla. ¿Por
qué no contestas?
E l h o m b r e d e s h a b it a d o . — Porque hasta poblado mi sueño de fan­
tasmas incomprensibles.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — U no de esos fantasm as es el tuyo.

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Rafael Alberti

El h o m b r e d e s h a b it a d o .— Me dices y me enseñas cosas terribles


que mi cansancio no in ten ta descifrar.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Porque ya te lo dije antes: eres un
hom bre deshabitado, sin m emoria, sin alma, como esos que hace
un m om ento han desfilado por tu s ojos.
E l h o m b r e d e s h a b it a d o . — Sin m e m o ria ... sin a l m a ... Yo no
sé lo que quieres decirm e. Y o soy u n hom bre del subsuelo, una
sombra que se ha m ovido siempre entre tinieblas y aguas corrom ­
pidas. Vienes a despertarm e con visiones y palabras que para m í
no tienen sentido: la lu z. . . la m em oria. . . el alm a. . . el alm a. . .
el a lm a .. . <Qué es eso?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Algo que tú y esa gente que has visto
necesitáis.
E l h o m b r e d e s h a b it a d o . — ¿Y c ó m o es?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o · — Com o tú quieras que sea.
E l h o m b r e d e s h a b it a d o . — ¿Y dónde está?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Allá lejos, en un lugar recóndito de
la atm ósfera. M íralo. (Proyecta una lu z verde de su linterna y
hacia el ángulo superior izquierdo de uno de los bastidores del{
fondoy aparecen las almas de los hom bres: blancos moldes de
.escayola, de distintos tamaños, m udos y oscilantes, igual que
péndulos.) Éste es el lugar de las almas de los hombres desha-
bitados. U na de ést?s es la tuya. Viven extáticas, aburridas, es­
perando algunas volver al cuerpo que las despreció, que las olvi­
dó, o que jam ás quiso recibirlas. O tras, las más viejas, aguardan
ansiosamente la m uerte de ese cuerpo que les pertenecía y no
pudieron habitar. Son las m ás tristes. Penan porque saben que en
el m undo les corresponde una vivienda, una casa que les cerró sus
puertas injustam ente, dejándolas al albedrío de las oscuridades
yertas de la noche. M íralas bien. ¡Levántate, hom bre perezoso,
hom bre deshabitado, y ten piedad de tu alma! ¡Llámala! ¡G rí­
tale! ¡Suplícale que descienda hasta tu cuerpo! Dale lo que le per­
tenece, lo que es suyo. ¡Pronto! Y yo te prom eto liberarte de
ese sótano, de esa funda que cohibe tu vida, para hacerte el más
feliz de los hombres·
E l h o m b r e d e s h a b it a d o (levantándose torpem ente y avanzando

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El hombre deshabitado

unos pasos }>acia el lugar de las almas) . — N o sé cual es la mía.


Creo que nunca la tuve. Enséñamela tú .
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — T u alma es aquella que se hastía en­
tre las más jóvenes.
E l h o m b r e d e s h a b it a d o . — ¿Y cóm o la llamo? ¿Cómo le digo
que venga a m í? Seguram ente no querrá descender hasta un saco
tan miserable.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Basta con que la desees en tu corazón.
E l h o m b r e d e s h a b it a d o . — ¿Y seré feliz? ¿N o m e en g añ as?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Y serás fe liz , te lo juro.
E l h o m b r e d e s h a b it a d o ( com o dorm ido). — T e d e s e o ... te d e ­
s e o .. . B a j a ... v e n . . . v e n . . . ven.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o (Apaga la linterna y el lugar de las almas
desaparece. Con unas grandes tijeras abre el traje del bu zo y sale
de él, vestido de fra c, un C a b a l l e r o : joven, máscara pálida y
bigotillo negro). — Buenas noches. ¿Q uién es usted?
E l c a b a l l e r o * — P u e s .. . n o lo se.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — ¿Cómo se llama?
E l c a b a l l e r o . — P u e s .. . tam poco lo sé.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — ¿Q ué hace aquí a estas horas, en una
noche tan fría?
E l c a b a l l e r o . — Lo ig n o ro ·
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — ¿Q ué desea usted?
E l c a b a l l e r o . — N ada.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — ¿Qu®ve usted?
E l c a b a l l e r o ---- N ada.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — - ¿Oye usted algo?
E l c a b a l l e r o . — N o oigo n ad a.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o (tom ándole una mano bruscam ente y
dejándosela). — ¿Siente usted algo?
E l c a b a l l e r o . — N o siento nada.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — N i ve, ni oye, ni entiende. ( A l p ú ­
blico·) C laro, señoras y señores, está m uy claro. Este caballero
es un alma encerrada d en tro de un cuerpo en el que no se han
despertado todavía los cinco sentidos: ver, o ír, oler, gustar y tocar.
( A l ir pronunciando estas cinco palabras, manda un rayo d e lu z
de su linterna a cada uno de los cinco toneles dispersos por el

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Rafael Alberti

escenario, y los cinco sentidos asoman las cabezas. La. vista es


un m onstruo todo lleno de ojos; E l o íd o , todo lleno de orejas; E l
o l f a t o , de narices; E l g u s t o *, de bocas, y E l tact , de manos·)
Y yo voy a despertárselos. Con ellos le abro a su alma cinco
grandes balcones para que pueda asomarse al m unuo. Abramos
el primero. U sted, caballero, naturalm ente, nunca ha visto una
estrella. T odavía está usted com o un recién nacido que no ha
abierto los ojos. Pues yo, ahora mismo, voy a concederle el sen­
tido de la vista por medio de una estrella. Mírela. (Enfoca la
linterna contra el telón del fondo y en lo alto se enciende una.)
E l c a b a l l e r o . — ¡Oh!
El v ig il a n t e n o c t u r n o .— Es hermosa, la m ás grande del cielo.
Se ha ilum inado para usted solo. Contém plela. M írela y aprén­
dasela de memoria. Existen otras, menores, (se van encendiendo.)
ya agrupadas en form as caprichosas, o solas, vagabundas, erran­
tes por el firm am ento. Am igo m ío, está usted en presencia de
las esferas celestes. Sus ojos se han abierto a los astros.
E l c a b a l l e r o . — ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Pero lo que usted pisa, caballero, ee
la tierra. Esto. (Le enseña los terrenos removidos.) N o lo olvide.
E l c a b a l l e r o . — N o sé lo que es esto.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — P ronto lo sabrá por usted mismo.
Pero antes necesita poseer otras cosas. Abrám osle su alma al sc-
gundo balcón. (Finge u n remolino de lu z con la linterna y se
oyen unos zum bidos que van aum entando poco a poco.)
E l c a b a l l e r o — ¡Oh! ¿Que oigo?
E l v ig il a n t e n q c t u r n o . — La torm enta de los cielos, que se apro­
xim a. P ro n to se borrarán las estrellas, y los vientos nocturnos
traerán la lluvia y los relámpagos. (A u m en ta n los zum bidos lle­
nos de resplandores, y las estrellas se apagan. Todo queda a oscu­
ras por unos instantes·) Escuche las melodías de la atm ósfera y
alégrese en su corazón porque sus oídos se han abierto a las m ú ­
sicas celestiales. Dos vientos enemigos se pelean. Oiga cómo se
hieren. D e u n m om ento a otro, uno de los dos será vencido, y
su cuerpo, electrocutado por los rayos, será precipitado en la
nada. Dejará de llover, y en el cielo se extenderá, de norte a sur,

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El hombre deshabitado

el arco de la victoria. (Cesan los ruidos, y con las estrellas se


enciende el arco iris.)
E l c a b a l l e r o . — ¡O h! ¿Qué es eso?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — E l arco iris, que, como señal de paz,
aparece siempre después de las batallas.
E l c a b a l l e r o . — Lo que veo y oigo me llenan de algo indefinible.
E l v i g i l a n t e n o c t u r n o . — Es que su alma está despertada a la
vida. Pero aún desconoce el perfum e del m undo. E l tercer bal­
cón da a los jardines terrenales. Abrámosle· ( Enfoca la linterna
hacia lo alto y cae una gran rosa blanca .)
E l c a b a l l e r o . — ¿Q ué es cso 9ue c**do de las estrellas?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Aspírelo-
E l c a b a l l e r o . — (aspirando p ro fu n d a m en te). — ¡Oh!
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Es una flor- Se llama rosa.
E l c a b a l l e r o (tom ándola y aspirándola ansioso). — ¡Oh! ¡Oh!
¡Oh! ¡U na rosa, una rosa!
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — U na rosa blanca.
E l c a b a l l e r o · — ¡U na rosa blanca, una rosa blanca! La quiero.
Démela. (Subrayando las palabras com o un niño.) — Y.o quie-ro
una ro-sa blan-ca.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Para usted, es suya. (Se la prende en
el ojal.)
E l c a b a l l e r o (aspirándola otra vez·) — Su perfum e me hace de­
sear cosas que desconozco· ¿Q ué es lo que yo deseo? Dígam elo.
(Respira trabajosamente.) .¿Por qué la pechcra de m i camisa sube
y baja de este modo? ¿De qué se está llenando m i cuerpo? E x-
plíquemelo. D ígam elo, por favor.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Más adelante, cuando le abramos a
su alma los dos balcones que aún le falta n para poder dom inar
la tierra, usted lo com prenderá todo sin que yo se lo explique.
T odavía, caballero, no tiene usted boca: carece de lo m ás im ­
po rtan te para andar p o r el mundo· U sted ya ha visto los astros, ha
escuchado la música del U niverso, ha aspirado el olor de las flo ­
res, pero ¿y su paladar? Ignora usted a lo que saben las cosas,
y yo voy a enseñárselo en seguida por medio de una fru ta.
(E nfoca la linterna hacia lo alto y cae una gran naranja.) Esto
es una fru ta : se llama naranja.

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Rafael Alberti

E l c a b a l l e r o . — ¡Oh, no lo sabía!
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — U na fru ta exquisita que va usted a
probar ahora mismo.
E l c a b a l l e r o . — ¡Oh!
E l v ig il a n t e n o c t u r n o (La monda y le da un g ajo)-----Tome.
A bra la boca y m astique, m astique suavemente. A sí, así. Le gusta,
tiene que gustarle. Es dulce y está llena de agua. Sirve para qui­
ta r la sed en el desierto, para aliviar la fatiga de los calores y
despertar en la sangre la pasión por el infinito.
E l c a b a l l e r o . — Siento que se me atirantan los labios y que un
tem blor inexplicable me sacude la lengua. Quiero más, más. La
quiero toda, toda. Démela. H ay algo que me achicharra la g ar­
ganta, algo q u e .. .
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Déjela. (La tira sobre el carbón.)
M uy pronto, así que su alma sepa lo que son los contactos y se
estremezca al roce del aire o bajo ia presión caliente de unos
dedos, no sólo para aliviar su sed deseará una naranja, sino otras
fru tas mejores, algunas difíciles, m u y difíciles de conseguir en
un solo día, que irán saliéndole ai encuentro por todas las ca­
lles y lugares del mundo.
E l c a b a l l e r o . — O tras fru tas m e jo re s ... d if íc i le s ..., m uy d i­
fíciles. . .
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Lo com prenderá usted en seguida, no
se im paciente. Ya dentro de su cuerpo, su alma se desvive, sal­
tando, por saberlo todo. Y antes de que el amanecer borre esas
estrellas, yo le juro que será sabia y dispondrá de esos cinco bal­
cones que le pro m etí al principio para poder dom inar el U n i­
verso. Ya sólo le falta el últim o, el que se abre a las caricias in ­
finitas: el tacto. (Enciende la linterna, la enfoca hacia abajo y
con el pie golpea la tierra por tres veces. Se abre u n escotillón
y asciende una figura enrollada como las momias en una cinta
blanca.)
E l c a b a l l e r o . — ¡Oh! ¿Q ué es eso que sube de las profundidades
de la tierra?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — U n misterio enfundado en una cin­
ta blanca.
E l c a b a l l e r o . — U n m iste rio .. . ¿Y qué es un misterio?

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El hombre deshabitado

El v ig il a n t e n o c t u r n o . — D ém e la m ano. Tome. Vaya desenro­


llando esta cinta. (L e da u n cabo, y E l c a b a l l e r o va girando
alrededor de la figura, hasta dejar al descubierto una m uchacha
dormida, con m aillot blanco y cabellos rubios, sueltos, sobre la
espalda. E l c a b a l l e r o hace u n gesto m u d o de asombro.) T ó -
quela. Déle la m ano. A caricíele los cabellos.
E l c a b a l l e r o . — ¡O h! <Qué nueva m aravilla se ha levantado ante
mis ojos?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Tóquela sin tem or. Es una m uchacha
dorm ida. ( A l tocarla, Los c in c o s e n t id o s , encendiendo cada uno
una linterna roja, abandonan sus toneles y corren a rodear a E l
C a b a l l e r o y L a M u c h a c h A.J
L o s c in c o s e n t id o s (sim ultáneam ente) . — .¡E s una m uchacha
dorm ida, es una m uchacha dormida! ( E l c a b a l l e r o la sigue aca­
riciando.)
L a v ista . — Es m uy bella, la m ás bella del m undo. M ucho m ás be­
lla que los astros.
E l o l f a t o . — H uele m ejor que las rosas.
E l g u s t o . — Sabe m ejor que las naranjas·
E l t a c t o . — Tiene la piel de las flores.
E l o íd o . — ¡Chisssl Silencio. Su corazón late profundo, hundido en
el sueño. N o la despertéis.
L a v ista . — Pues yo quisiera saber e! color de sus ojos.
E l g u s t o . — Y yo, d e c irle a lo q u e saben sus labios.
E l o l f a t o . — Yo ya sé que toda ella huele m ucho m ejor que las
naranjas.
^ L t a c t o . — Vam os a despertarla.
L a v ista . — Querem os que nos mire.
E l o íd o . — Silencio. Ya despertará sola.
L a v ista (a E l t a c t o 'J . — N o, despiértala tú.
E l t a c t o . — N o me atrevo, tem o que se asuste·
E l o l f a t o . — A q u í estoy yo para aliviarla con el olor de una
rosa.
E l o íd o (a E l t a c t o J . — D espiértala, despiértala, que quiero o ír
su voz.
E l c a b a l l e r o * — ¡Dejadla! Desearía recordar antes qué es esto que
duerm e en tre mis brazos.

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Rafael Alberti

E l v ig il a n t e n o c t u r n o s — Ya se lo dije: una m uchacha.


E l c a b a l l e r o . — ¿Y para qué duerme?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Para que usted la despierte.
E l c a b a l l e r o *. — ¿Cómo?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Besándola en la boca. N ada más.
E l c a b a l l e r o (besándola tres veces) . — ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
La M u c h a c h a (despertando) . — ¿Dónde estoy? ¿Quién es usted?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o ^ — 'E stá s en el m undo. Y este caballero
es tu amigo, tu acom pañante p or la tierra. Señor, esta criatura
perfecta, venida de las profundidades de la nada, es su esposa. Pue­
de darle el brazo y m archarse con ella·
E l c a b a l l e r o . — ¿Cómo? ¿Qué dice usted?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Q ue se vaya con ella a d isfru tar de
todo. Y o le prom etí dar la felicidad, y aquí la tiene. U n cuerpo
y un alma puros como los suyos, necesitan otros semejantes.
Mírelos. A quí están. Y o se los entrego, se los confío· U sted, al
final de su vida, me responderá de ellos. Ya lo sabe. Guárdelos
cuidadosamente, como cosas m uy delicadas. Se los doy vírgenes.
Le regalo el cuerpo y el alma de una doncella creada por m í a
su im agen y semejanza. C onviértala en m ujer, caballero, en su
m ujer, en su esposa· Dele su sangre, su vida, todo. Y vivan uste­
des felices y tranquilos hasta que yo los necesite. (Saca una gran
cartera.) Esta cartera, amigo m ío, contiene el dinero suficiente para
su bienestar aquí abajo. Si necesita más, arriesgúelo en negocios,
con la seguridad de que yo siempre le ayudaré desde lejos. U na
advertencia de m ucha im portancia he de hacerle a usted solo,
caballero, antes de que nos despidamos. Estos cinco compañeros
inseparables que van a seguirle p or todos los lugares de la Tierra,
pueden, si su alma no sabe conducirlos, jugarle una mala par­
tida. La traición, el robo y hasta el asesinato se esconden debajo
de esas apariencias monstruosas. Le aconsejo m ucha vigilancia
para que no se le desmanden. Su salvación y perdición están en
ellos. N o lo olvide. Y ahora, m iren ustedes hacia el fondo: do­
blando, tan to a la derecha como a la izquierda, se encontrarán
con las calles del m undo. Yo íc las ofrezco, se las regalo. A unos
doscientos pasos de estos terrenos removidos que han presenciado
su despertar a la vida, les aguardan. Vayan a ellas· E ntren en

18
El hombre deshabitado

ellas, en este mismo instan te en que com ienzan a salir de las som­
bras. (U na lu z am arillenta va ilum inando la escena.)
E l c a b a l l e r o y L a m u c h a c h a ( cayendo de rodillas con L os c in c o
s e n t id o s ). — ¡Señor!
E l c a b a l l e r o . — ¿A quién debemos tantísim os favores?
L a m u c h a c h a . — ¿Q uién es usted, Señor? D íganos su nombre·
E l c a b a l l e r o . — Le debemos la vida, necesitamos saberlo. ¿Cómo
se llama?
L a m u c h a c h a (besándole las m anos). — Señor, dígalo. Quiero lle­
varlo siempre escrito en m i corazón.
E l c a b a l l e r o (lo m ism o ). — Y yo en mi sangre.
L a m u c h a c h a . — D íganos su nom bre, Señor. Sea bueno.
E l c a b a l l e r o . — Ya ve usted, Señor, se lo pedimos llorando y de
rodillas.
L a m u c h a c h a . — D íganoslo, por favor.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Bien. Y o s o y . . . Más adelante lo sa­
brán. Váyanse.
E l c a b a l l e r o (levantándose con la m uchacha) . — Lo que usted
m ande, Señor. (A m bos, cogidos del brazo, avanzan hacia el fo n d o ,
cortejados por Los c in c o s e n t id o s . La lu z del amanecer aumenta.
Se abre el escotillón, y E l v ig il a n t e n o c t u r n o comienza a h u n ­
dirse lentam ente. Cuando ya casi van a desaparecerle los hombros,
E l c a b a l l e r o vu elve la cabeza, y levantando el brazo le indica la
claridad que va ilum inando la escena.) ¿Y esto, Señor, qué es esto?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o (desapareciendo). — Eso, caballero, es
la luz.

t e l ó n

19
A C T O

D e c o r a c ió n : La escena, partida en tres partes desiguales. La de la


derecha, m ayor en extensión que la de la izquierda y centro, corres­
ponde a u n jardin. Es la primavera· Cuatro árboles en los extrem os
y uno en medio, al pie de un estanque bajo, redondo, sobre u n plana
inclinado hacia los espectadores. A l fondo, m uro blanco de casa.
Puerta en el centro, ventana grande, baja, a la derecha, y otra alta
a la izquierda. La parte central de la escena, que es la más pequeña,
comunicada con la anterior por medio de un arco, corresponde a una
tapia baja de ladrillos rojos. Sobre ella, franja ancha de m ar y cielo
alto. A n te ella, u n m ontón de azufre y tejas rotas. Puerta lateral
izquierda a la playa. La parte izquierda de la escena corresponde a
u n granero oscuro. Haces de trigo por el suelo. Toneles altos y
bajos, llenos de enormes escobas y varas de bambú. U n carrillo vo l­
cado. Y grandes telarañas pintadas por las paredes. C om unica con
la parte central por una puertecilla.
A l descorrerse el telón, E l h o m b r e , soñoliento, con un libro m e­
dio cerrado en la m ano, se halla sentado en un banco de madera,
situado al pie del árbol izquierdo del térm ino segundo. L a m u j e r ,
distraída, al borde del estanque, mirando al agua. L os c i n c o s e n t i ­
d o s , aletargados, tam bién están en el jardín. L a v i s t a , detrás de E l
h o m b r e , apoyado en el tronco del árbol inm ediato al banco. E l
o íd o , sobre una escalerilla alta, al nivel de las hojas del árbol situa-
do en prim er térm ino izquierda· E n su copa habrá posado u n gran
pájaro de latón. E l o l f a t o ! se encuentra sentado en la tierra, bajo
el árbol, cubierto de grandes flores, tam bién del prim er térm ino de­
recha. E l g u s t o , en lo alto de otra escalerilla, más baja que la de
E l o íd o , bajo el árbol cargado de grandes fru to s, del segundo té r ­

20
El hombre deshabitado

m ino derecha. Y E l t a c t o , de pie, al borde del estanque, contra el


tronco del centro. Es m ediodía. Calor. Se oye el chirrido m etálico
y artificial de una chicharra. D e pronto, silencio· E l h o m b r e se
despierta, desperezándose. L a v ista se despierta tam bién. Canta el
pájaro. E l h o m b r e escucha. E l o íd o , despierto, atiende, balancean·
do los pies en la escalera. E l h o m b r e vuelve a desperazarse, aspi­
rando con fuerza el aire del jardín. E l o l f a t o , sim ultáneam ente,
hace lo mismo*

El hom bre (después de haber mirado largam ente a L a m u je r ) .—


¿Q ué haces a h í tA nto tie m p o en esa m ism a p o s tu ra ?
L a m u j e r (fingiendo distracción). — ¿Y si y o te d ije ra q u e vinieses
a verlo?
E l hom bre (acercándole y sentándose ju n to a ella, precediendo a
L a v is t a , qu e seguirá todos sus m ovim ientso. — Más de prisa
que tu mism o d e s e o ... A q u í estoy. (Se sienta.) ¿Q ué veías?
L a m u j e r . — V e í a .. . la prim avera en el fondo del agua . . . ¿Pero
cs'^ue tú no ves lo que yo v.'o allá abajo? M ira, m i r a . . .
E l h o m b r e . — ¡Oh!
L a v ista (de pie, tras E l h o m b k e , como sonám bulo)-----H a y ciu­
dades que yo no he visto nunca Ésta es una de ellas. Sus m u ­
rallas dentadas y derruidas, sus jardines perdidos, sus habitantes
andrajosos y nristes, me hacen pen*ar en alguna ciudad antigua,
hoy venida a nen o s. Sería dichoso yo con pasearme por sus calles
ruinosas, ver de cerca la pena carcom ida de sus gentes y levantar
piedra a piedra, en mi im aginación, su pasado prestigio.
L a m u j e r . — ¡O h! H a desaparecido. N u n ca estuvim os en ella.
E l h o b r e . — Sí, era una ciudad desoconocida. U na ciudad antigua
que saldremos a buscar este verano. Q uiero que conozcas todos
los rincones del m undo.
L a m u j e r . — ¿Y crees tú que la encontrarem os?
E l h o m b r e . — Seguro.
L a m u j e r . — t¿Y có m o , si n o sabem os su n o m b re n i su s itu a c ió n
en m edio de la tie rra ?
El hom bre. — Para nosotros no h a y nada imposible· N o te ap u res.

21
Rafael A l be r t i

Es la pureza de nuestras almas la que nos hace hallar fácilm ente


lo desconocido. ¿Estás contenta?
L a m u j e r . — Sí.
E l h o m b r e . — ¿Muy contenta en este ja rd ín tan apartado del pue­
blo y de la gente?
L a m u j e r . — ¡O h, sí, m u y c o n t e n t a !
E l h o m b r e . — ¿N unca has estado triste ju n to a m í?
L a m u j e r -----¿Q ué es eso? T r i s t e . .. Es la prim era vez que escu­
cho esa palabra.
E l h o m b r e . — Y yo la prim era vez que la d ig o .. . N i sé qué sig­
nifica.
La m u je r . — ¿Algo malo?
El hom bre. — A lgo q u e n i t ú n i yo conocem os. (Se quedan pensa­
tivos.)
L a m u j e r . — ¿Te acuerdas de nuestros viajes? Mira o tra vez hacia
el fondo del agua. ,¿Qué ves ahora allá abajo, sobre el limo?
E l h o m b r e . — U n desierto blanco.
L a v ista . — La nieve, es el país de la nieve.
L a m u j e r . — E n aquel trinco tirado por seis renos resbalamos nos­
otros. M írate, aquel eres tú·
E l h o m b r e (tocándole las mejillas a L a m u j e r ) . — ¡Oh! Se noi
han helado las caras.
E l t a c t o . — Estoy m uerto de f r í o . . . N ie v a . . .
E l h o m b r e . — La noche nos sorprendió en un bosque de abetos, y
encendimos una hoguera para espantar a los lobos.
E l o l f a t o . — H uelo a pino quemado, a nieve derretida en bufandas
de la n a . . .
La m u j e r . —- E l v ie n to y los lobos m e q u ita ro n el su eáo . ¿Re­
cuerdas?
E l h o m b r e . — Yo v elé hasta el alba ju n to a la hoguera y mi fusil.
T ú dorm iste tranquila. (Pausa.)
L a m u j e r . — ¡Oh!
E l h o m b r e — ¿Qué?
La m u j e r . — Ahora vamos en autom óvil. <Qué ha sido de la nie­
ve? Los árboles se han convertido en postes de la luz eléctrica.
E l h o m b r e . — ¿La conoces? ¿Reconoces esta ciudad? U na de las
mayores del m undo.

22
El hombre des h * b i i λ do

L a m u j e r . — ¡O h, sí! La reconozco. E n ella hay m uchos bares,


muchos· Todo ella es como un inm enso bar.
E l g u s t o . — T engo sed y c a l o r .. . La boca m e sabe t plomo de­
rretido.
E l o íd o , — Me silban, me sangran los o í d o s ... N o oigo lo que
me dicen.
L a v ista . — Es la ciudad de hierro y los arcos voltaicos. Sus torres
quisieran irru m p ir en la gloria y derribar a los ángeles. Veo hom ­
bres que pasan con u n fajo de oro en una m ano y en la o tra el
revólver del crim en. H e aquí la ciudad cuya sangre se precipita
hacia la m uerte, sin volver la cabeza, entre el hum o de los trenes
y las fábricas.
E l h o m b r e . — Subimos, bajamos por sus avenidas in m e n s a s ... Te
c a n s a ste .. . E ntram os en u n bar.
E l t a c t o . — Me alivian los dedos, enfriándom elos, una copa de v i­
drio y una cucharilla de plata.
E l g u s t o . — Se m e escarcha la fiebre de la lengua.
L a m u j e r . — ¡Q ué fino, qué exquisito aquel helado!
E l h o m b r e . — Luego, inm ediatam ente, subimos al hotel. Y a l l í . . .
L a m u j e r . — (pasándole u n brazo por el hom bro). — Y a l l í . . . (Sr
miran lárgamente com o recordando.)
L a v ista . — L u z . . . L u z en to rn ad a . . .
E l t a c t o . — Piel, sábanas fre s c a s .. .
E l g u s t o · — Sabor a nieve t o d a v ía .. . A f r u t a . . .
E l o l f a t o . — A c a c ia s .. . N a r d o s .. . M a r . . .
E l o í d o . — S ile n c io ... Zum bido d e ascensores le ja n o s ... Silen­
cio absoluto. Sueño. (Pausa.)
L a m u j e r (m irando otra v e z al a g ü é ).— ¡Oh!
E l h o m b r e (m irando ta m b ién ). — A hora sólo te veo entre los li­
qúenes del fondo, abrazada a m í.
L a m u j e r . — Me has besado en todos los lugares del m undo pero
nunca d en tro del agua de este estanque.
E l h o m b r e . — ¿Quieres? ¿N o temes que nos lo interrum pa algún
pez colorado?
L a m u j e r . — N o, bésame. ( E l h o m b r e la besa. Los c in c o s e n ­
t id o s , sim ultáneam ente, suspiran p ro fundo . Sf levanta.) Estoy

23
Ra f λ el A l ber ti

contenta. Quiero jugar a algio. ¡Anda! (Corre unos pasos.) ¡A l­


cánzame!
Los c in c o s e n t id o s · — ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja! (A l levantarse E l
hcxmbre , E l o l f a t o se levanta también.)
E l h o m b r e (alcanzando a La m u j e r ). — Ya te alcancé.
L a m u j e r . — Me he dejado alcanzar.
E l h o m b r e · — Sí, p ara que y o . . . (La besa.)
L a m u j e r . — ¡Mentira!
E l h o m b r e . — ¡Verdad!
L a m u j e r . — No.
E l h o m b r e . — Sí.
L a m u j e r . — ¿Eres u n to n to ?
E l h o m b r e · — ¿Y tú una tonta?
L a m u j e r . — N o.
E l h o m b r e . — Sí.
La m u je r (sacándole la lengua). — ¡Tonto!
El h o m b r e (¡o m is m o ).— ¡Tonta!
L a m u j e r (corriendo y desapareciendo por la puerta de la casa). —
Pues anda, alcánzame otra vez.
E l h o m b r e (tras L a m u j e r J . — Lo verás. (Entra también en
la casa.)
Los c in c o s e n t id o s . — ¡Ji, ji, ji, ji, ji, ji, jí!
E l t a c t o . — El alma del h o m b re está contenta.
L a v ista . — Su alma es la más feliz del Universo·
E l o l f a t o . — E l hombre ha dejado sus cinco sentidos en el jardín.
E l o íd o . — Celebremos nosotros la alegría del hombre.
E l g u st o . — ¡Juguemos! ( E l g u st o y E l oídoi descienden de sut
escalerillas. La vista vuelve al pie del árbol. Juego de Los c i n ­
c o se n t id o s .)
L a vista (avanzando un p a so ).— Y o soy ver. Todo lo veo. (R e ·
trocede.)
E l g u st o (lo m ism o). — Yo, gustar. Todo lo gusto. (Retrocede)
E l o l f a t o (lo -mismo). — Yo, oler. Yo todo lo huelo. (Retrocede.)
E l o íd o (lo m ism o). — Y yo, oir. Todo lo escucho. (Retrocede·)
E l t a c t o . — Pues yo de vosotros rodeado,
todo lo toco: soy el tacto.
Toco el agua y saldrá un pez.

24
El hombre deshabitado

La vista ----- Si es p la te a d o .. .
El gu sto. — ¡Sabrá salado!
La v ista . — Si es co lo rad o .. .
Ei. g u st o . — ¡Sabrá a m iel! ( E l t a c t o saca un gran pez rojo.)
El t a c t o (a E l o íd o ) . — Tom a, vivo te doy el pez. (Se lo da·)
El o í d o . — ¿Para qué?

El t a c t o . — Para que escuches en él. (V uelve a su sitio.)


El o í d o ------ Ercucho en sus ojos y oigo e n sus escamas

el barco, la vela, la brisa y el agua. ( A E l o l f a t o ^ .


Tom a, el vivo te doy el pez. (Se lo da.)
E l o l f a t o . — ¿Para qué?
E l o íd o . — P a ra q u e huelas en él. (V u elve a su sitio.)
E l o l f a t o . — Yo huelo en sus alas y huelo en su cola
la estrella m arina, las algas, las rosas. ( A L a v is t a .J
Tom a, vivo te doy el pez. (Se lo da.)
L a vista . — ¿Para qué?
E l o l f a t o . — Para que veas en él. (V uelve a su sitio.)
L a v ista . — Veo en sus agallas y veo en sus ojos
las velas partidas y los barcos rotos· (A E l g u s t o .J
Tom a, vivo te doy el pez. (Se lo da.)
E l g u s t o . — ¿Para qué?
L a v is t a . — Para que gustes de él. (V u elve a su sitio.)
E l g u st o · — Yo g u s to en las p ú as fin as de sus d ien tes,
n i m iel n i salitre, sino san g re y m u e rte .
(Lo aprieta, ahogándolo.) (A E l t a c t o .j
M uerto te devuelvo el pez. (Sf lo da.)
E l t a c t o . — ¿Para qué?
E l g u st o * — Para que des en el agua con él. (V uelve a su sitio.
E l t a c t o arroja el pez al agua.)
E l t a c t o . — Todo lo toco. Yo soy tocar.
La v ista . — Todo lo veo· Y o soy ver.
E l oríoo. — Todo lo oigo. Yo soy oír.
E l g u s t o . — Todo lo g u sto . Yo soy g u sta r.
E l o l f a t o . — Todo lo huelo. Yo soy oler.
L a v ista . — Ver-
E l o íd o . — O ír.
E l o l f a t o . — Oler.

25
Rafael Alberti

El g u st o — Gustar.
El t a c t o *. — Y tocar. jY o soy tocar!
¡N unca m e prodréis alcanzar!
( Todos corren tras él, alrededor del eitanque.)
V o z de m u j e r (en la pláya). — ¡Socorroooooo! (T u m u lto y golpes
tras la puerta de la tapia, en la parte central de la escena· Los
c in c o se n t id o s interrumpen el juego y escuchan asustados.)
V oces d is t in t a s . — ¡A quí, aquí! ¡É sta es la casa! ¡Auxilioooo!
V oz d e m u j e r . — ¡Malos hombres! ¡Cobardes!
O tra s v o c es . — ¡Abrid! ¡Abran pronto la puerta! ¡Abrid, abrid!
V oz de m u j e r . — ¡Socorroooooo! ( Mientras sigue el tum ullo, salen
de la casa E l h o m b r e y los C riados 1 y 2. Los c in c o se n t id o s
vuelven a sus árboles.)
E l h o m b r r e , — ¿Qué sucede? ¿Qué pasa? Seguidme.
C r ia d o 1. — H abrán herido a alguien·
C riado 2. — Lo habrán asesinado.
E l h o m b r e (intentando abrir la puerta.) — ¡Horrible! Está duro el
cerrojo.
V oz d e m u j e r · — ¡Por favor! (Siguen los golpes y el tum ulto.)
C r iad o 1. — Perm ítam e, señor, yo lo abriré.
E l h o m b r e . — ¡Pronto! De prisa. Algo horrible sucede. (Queda
abierta la puerta, y aparece en su marco, sola, descalza, desgreñada
y medio desnuda, una muchacha·. L a t e n t a c i ó n . E s m u y bella.)
E l h o m b r e y Los C r ia d o s 1 y 2. — ¡Oh!
L a t e n t a c ió n (Jébihnente). — A g u a ... Tengo s e d . . .
E l h o m b r e . — P e r o ... ¿tú sola? ¿Quiénes alborotaban?
La t e n t a c ió n (apoyándose contra el quicio). — N a d ie ... N o
s é . . . Vengo m uerta.
C r ia d o 2 (asomándose a la playa). — ¿Nadie?
E l h o m b r e . — ¿Y los que te seguían, los que te gritaban o ape­
dreaban? ¿Dónde e«tán?
La t e n t a c ió n . — A g u a. . . Dame ag u a. . .
El. h o m b r e . — E ntra. (L a t e n t a c ió n da un paso y medio se des­
vanece. E l h o m b r e y Los criados la levantan. La t e n t a c ió n
vuelve en st. Sostenida pos los tres, la hacen andar lentamente.)
Al j a r d ín .. . al esta n q u e .. . al e sta n q u e .. .
L a t e n t a c ió n . — Calor. . . M uerta. . . A g u a. . . Calor. . .

26
El hombre deshabitado

C r ia d o 1 . — Cuidado.
C r ia d o 2. — N o tro p ie c e .. .
E l h o m b r e . — A quí. (Sientan a L a t e n t a c i ó n al borde del es-
tanque. E l h o m b r e la sostiene, pasándole u n brazo por la cin­
tura. Mientras, con la otra mano, moja su pañuelo en el agua y
le refresca la frente. Los c r i a d o s 1 y 2 permanecen de pie, a dis­
tancia. L a t e n t a c i ó n , de pronto, quita el pañuelo a E l h o m ­
b r e , lo desgarra con los dientes y lo arroja al agua· Mira después
a E l h o m b r e con fijeza. Luego, a Los c r ia d o s . Y otra vez a
E l h o m b re .)
L a t e n t a c ió n . — Dile a ¿sos que se vayan.
E l h o m b r e (extrañado.) — Retírense.
C riadoIj 1 y 2. — S e ñ o r ... (Inclinan la cabeza y desaparecen por
la puerta de la casa.)
E l h o m b r e . — Se han ido.
L a t e n t a c ió n (después de mirarle largam ente). — N o tenía sed,
era m entira.
E l h o m b r e (asombrado, pero contenido). — ¿Quién eres? N unca
te he visto.
L a t e n t a c ió n (seca) . — Era m entira. Q uería en trar en tu casa.
Verte. H ablar contigo. Saber cómo e r a s ... Y aquí estoy ante
ti. N o pienso irme.
E l h o m b r e (después de mirarla impasible, levantándose bruscamen­
te ) . — N i te conozco ni me im porta. ¡Fuera! ¡Pronto! ¡Fuera de
este jardín!
La t e n t a c ió n (colérica). — N o me voy. H e llamado a tu casa
para pasar la noche, o quizá toda la vida. Ya lo sabes: para pasar
la noche o la vida entera. Y tendrás que m atarm e, que arrastrar­
me después de m uerta hasta la playa. Y aun así no te verás libre
de mi persona, de este cuerpo macizo que tú aún no conoces: el
m ar y el viento volverán a arrojarm e contra los muros de tu
alcoba, contra la misma cabecera de tu cama. Si me echas, te
quedarás sin sueño, te lo juro. M uerta, continuaré presente en
todos tus instantes.
E l h o m b r e (sentándose desconcertado). — ¿Qué dices? (Más sua­
ve.) H abíam e c la r o .. . Es que no te comprendo.
La t e n t a c ió n (más suave y suplicante) . —. Yo sabía que existías

27
Rafael Alberti

y he venido a verte. Sé bueno. Déjame pasar a tu lado unas horas


tan sólo.
E l h o m b r e (dudoso). — Nio, no p u e d o ... Q u is ie ra ... Te expli­
caría. . . N o . . . N i se quien eres.
L a t e n t a c ió n . — . . .A unque sea en el granero, entre los sacos de
trigo y las arañas. Déjame dorm ir. (Casi llorando.) \ rengo des­
calza. H e andado mucho» Las piedras y la arena me han mor*
dido los pies. Míralos. Están sangrando.
E l h o m b r e (más tierno). — Es v e r d a d ... Estás sa n g ra n d o ...
Vienes cansada. Y a v e r m e ... Pero y o . . . N i sé quién e r e s ...
N i por qué me has m e n tid o .. . N o sé n a d a .. .
L a t e n t a c ió n . — . . . Λ v e rte . . . a v e r t e .. . Sólo a t i . . .
L a vista (a E l h o m b r e , y a media v o z ). — N o dudes, déjala pasar
I3 noche en tu casa. F íjate bien en ella. Más fuerte, más hermosa
que tu mujer.
L a t e n t a c ió n . — . . . T e conocía de oídas, m u c h o ... Yo había
preguntado cómo e r a s ... Y e r a s ... como eres: joven, inteligen·
te, bueno, herm oso. . .
E l o íd o (a media v o z). — Dime. ¿Cuándo escuchaste otra voz
como la suya? ¿Quién en el m undo se encolerizó, te suplicó y
acarició con esc tim bre? N o permitas que suene para otros oídos.
L a t e n t a c ió n . — . . .Q ue eras rico, dichoso; que vivías en un be­
llísimo jardín cerca del m ar; que tu alm a. . .
E l o l f a t o (a media v o z ). — Huele a sol, a ola, a ciclo, a viento libre.
Si la dejas m archar, será como quedarte sin aire.
La t e n t a c ió n . — . . .Q ue tu alma era pura. La que más resplan­
decía en el m undo. Y yo quería verte, vértela, cegarme de ella,
bañarme en ella, p ro b á rte la .. . (Lo besa.)
E l g u st o (acercándose, a inedia v o z ). — A sí, amigo m ío, así. A ca­
bas de estrenar otros labios. Y son mejores éstos: más nuevos,
desconocidos totalm ente para ti. N o dejes que se vayan. (Vuelve
a su árbol.)
L a t e n t a c ió n (dejando de besar a E l h o m b r e ) . — N o me habían
engañado. T u alma, tu a l m a ... ;Q ué bien sabe tu alma! Me la
he bebido toda. Siento ya cómo arde dentro de la m ía. Te quie­
ro . . . La quiero. D ám ela. . . sí, s í . . . (Se queda como dormida·)
E l t a c t o (acercándose, a media v o z ). — Ya es tu y a . Acaricíala

28
El hombre deshabitado

ahora. Mira que cuerpo. R etén lo a tu lado. Tócalo. E stá duro y


tirante como las piedras de la playa· Tócalo sin tem or, eres el
hombre. ( E l h o m b r e la toca desde la fren te hasta los pechos.
L a m u j e r , inocente , aparece en la puerta de la casa.)
L a m u j e r . — ¿Qué es? ¿Qué sucede?
E l h o m b r e (levantándose sobresaltado). — ¿Cómo has ta rd a d o ta n ­
to en venir?
L a m u j e r (acercándose intrigada). — ¿Qué es?
E l h o m b r e . — ¿N o te d ije ro n los criados que b ajaras al ja rd ín ,
q u e y o te necesitab a c o n u rg en cia?
L a m u j e r · — ¿Quién es esta joven? ¿Qué le pasa? ¿Cuándo ha
llegado?
E l h o m b r e . — N o sé quién es esta joven. La han traíd o unos
hombres de la playa. La encontraron sin conocimiento sobre unas
rocas, cerca del m ar. N i ellos ni yo sabemos nada. A ún no ha
abierto los ojos. ¿Y tú ? |¿Cómo has tardado tanto? Ordené a
los criados que te avisaran en seguida.
La m u j e r · — Me habrán buscado sin hallarme. N o es extraño. Yo
había subido a la torre para dar de comer a las palomas. Luego,
como no estabas en tus habitaciones, pensé que te encontraría
en el jard ín . H e bajado a buscarte, porque hace más de media
hora que vivimos separados.
E l h o m b r e . — ¿Q ué hacemos con esta pobre m uchacha? Es triste.
N o sabemos quién es ni por qué se encontraba desmayada a la
orilla del mar.
L a m u j e r . — ¿Qué dijeron los que la traían?
E l h o m b r e . — Sólo eso. L o d em ás se ig n o ra.
L a m u j e r ( arrodillándose ante L a t e n t a c i ó n y to cá n d o la ). —
¡Oh! Es m uy hermosa. Está helada y llena de arañazos. ¡Pobre!
Tiene los pies heridos. Pero vive.
E l h o m b r e (fingiendo inqu ietu d ). — Vive, ¿verdad?
L a m u j e r . — Los pulsos le laten débilmente-
E l h o m b r e . — T al vez esta m u c h a c h a h a b rá intentado ahogarse.
L a m u j e r . — i¿Ahogarse?
E l h o m b r e . — Sí, quitarse la vida, creyendo así tocar más pronto
las estrellas.
L a m u j e r . — N o, yo creo que no, yo c r e o ... N o puede s e r . ..

29
R ë f ae l A l b e r t i

Ella hablará, ella nos lo contará todo, porque v iv e .. . Pero está


como el mármol- Necesita calor y aire en la f r e n t e ... Espera.
Abanícala m ientras con tus manos, con tu p a ñ u e lo ... Vuelvo
en seguida.
E l h o m b r e . — N o tard es. (L a m u j e r entra en la casa.)
L a t e n t a c ió n (incorporándose de sú b ito). — ¿Quién es esa m ujer
que se ha perm itido tocarm e y compadecerme? ¿Quién, quién
es? Dím elo pronto.
E l h o m b r e . —■Esa m ujer que se ha perm itido acariciarte y elogiar
tu hermosura es mi esposa.
L a t e n t a c ió n . — ¡Imbécil! ¿Crees tú que lo ignoraba? Desde an­
tes de nacer siento un odio, un asco profundo hacia ella. Sus
caricias y elogios me han hendido los arañazos del cuerpo y abier­
to más aún las heridas· Me escuecen hasta las raíces del alma,
como si me las hubieran espolvoreado con raspaduras de vidrio.
E l h o m b r e . — ¿Q ué te hizo m i m ujer para que la insultes y des­
precies de ese modo? Ella es inocente.
La t e n t a c ió n . — Su inocencia es lo que hace remover las heces de
mi alma. Lo que más me asesina en el m undo es la inocencia·
La mataré.
E l h o m b r e . — ¿Qué dices? ¿Quién eres? ¿De dónde salen tus pa­
labras? ¿De qué cueva sin aire, llena de malos ecos, vienen hasta
m i? ¿Qué quieres, por favor?
L a t e n t a c ió n . — Q u ie r o ... (Xa m u j f r entra, trayendo al brazo
u n gabán de pieles.)
La m u j e r . — ¡Cómo! ¡Qué aleg ría!
E l h o m b r e . — Ya despertó de su desmayo· H ace un momento.
Tenía sed. H a bebido en mi mano agua del estanque y he re­
frescado la fiebre de su frente con mi pañuelo. Se ha incorpo­
rado sola. Me ha mirad .0 con asombro y ha dicho, en el instante
en que tú aparecías, su primera palabra.
La m u j e r . — ¿Qué ha dicho?
E l h o m b r e . — Q u ie r o ... N ada más· Enmudeció al verte.
L a m u j e r (sentándose ju n to a La t e n t a c ió n ) . — ¿Qué es lo que
quieres? Dilo. Si puedes hablar, habla tranquila.
L a t e n t a c ió n (suavem ente). — Irme. Quiero irme.
E l h o m b r e (sobresaltado). — ¿Irte?

30
El hombre deshabitado

La m u je r .— Yo traía para abrigarte este gabán de pieles, y estas


vendas de Kilo para cubrirte las heridas. (Saca un rollito blanco
de uno de los bolsillos del gabán. Em pieza a oscurecer en el
jardín.)
L a t e n t a c ió n . — Gracias. M uchas gracias. Tengo que irme·
E l h o m b r e . — ¿Así? ¿Descalza, sangrando, casi desnuda como es­
tás? N i mi m ujer ni yo lo consentiremos.
L a t e n t a c i ó n . — ¿Qué queréis? Tengo que seguir adelante. Me
esperan allá le jo s .. .
L a m u j e r · — N o puede ser. Se está poniendo el sol. D entro de
poco, hacia las proximidades del cabo, el m ar cerrará la playa.
Y ya no hay camino para andar por la noche. Tendrías miedo.
E l h o m b r e . — Q uédate a pasarla con nosotros. ¿A dónde vas?
L a m u j e r . — ^Quiénes te aguardan allá lejos? ¿De dónde vienes?
¿Qué te ha pasado?
L a t e n t a c i ó n . — Me esperan siempre, desde hace m ucho tiempo,
los míos, todos los que son míos. Vengo de dar la vuelta al m u n ­
do. Me escapé de mí casa cuando cum plí mis quince años. Ahora
vuelvo o tra vez, al cabo de cinco. H e andado errante por la
fierra. Vuelvo cansada y pobre. Ya cerca de esta casa, cuando
intentaba saltar una roca de la orilla, me tem blaron las piernas,
se me nublaron los ojos y . . . Decidme vosotros lo demás*
La m u j e r . — Te recogieron unos hombres de la playa y te entre­
garon a mi marido. Él, con su propio pañuelo, refrescó la fiebre
de tu frente. Y has despertado ju n to a él, cuando yo te traía
mi misma ropa para abrigar tu cuerpo.
L a t e n t a c i ó n . — Gracias, amigos míos. (Se levanta y da un beso
a L a MUJER·J Ahora, dejadme m archar.
La m u j e r . — ¿ T e vas? Yo que iba a prepararte mi c a m a ...
E l h o m b r e . — N o puede ser. Ya es de noche y la marea ha cerrado
el único camino. H asta m uy entrada el alba no se puede pasar.
Quédate.
L a m u j e r ----- P or la m a ñ a n a te aco m p añ arem o s h asta doblar el
cabo.
L a t e n t a c i ó n . — Imposible. (Da unos pasos, pero se cae.)
E l h o m b r e (sosteniéndola). — Lo im posible es p e rm itir q u e te v a ­
yas así, en este estad o , cay é n d o te.

31
Rafael A i ber t i

La m u j e r . — ¿Te quedas?
La t e n t a c ió n -----Sí, hasta la madrugada.
La m u j e r . — jO h, que alegría! (A E l h a m b r e .) ¡Se queda!
E l h o m b r e . — Tenía que ser así. Sin m ás remedio. (Pausa.) Aho­
ra, abrígala en tus pieles, véndale las heridas y acompáñala hasta
tu cuarto. Está cansada y tendrá sueño·
La t e n t a c ió n . — Mis heridas son antiguas y no me duelen. H an
ido siempre al aire y las vendas me las lastim arían. Puedo an­
dar sin molestia.
L a m u j e r . — Pero acepta mi gabán sobre tus hombros. Estás he­
lada· (Se lo echa sobre ellos.)
La t e n t a c ió n . — Sí, hace frío.
E l h o m b r e . — Mucho, aunque la noche está templada y en los
árboles se han parado las hojas. (Λ L a m u j e r .,) Acompáñala.
Yo iré a dorm ir dentro de un rato. (Van andando, parándose.)
La t e n t a c ió n . — Tengo sueño.
La m u j e r . — Dormirás en mi cama.
L a t e n t a c ió n . — Eres m uy buena. Soy m uy amiga tuya· Despiér­
tam e al amanecer.
La m u j e r . — ¿Cómo te llamas? Todavía no nos hemos dicho nues­
tros nombres. Dime primero el tuyo. ( E l h o m b r e escucha
atento.)
La t e n t a c ió n (a media vo z, ya en los escalones de la p u e rta ).—
¿El mío? ¿Mi nombre? ¿Quieres saber mi nombre? Verás. Yo
me lla m o .. . (Entran en la casa.)
E l h o m b r e (cayendo al filo del esta n que). — N o puedo más. N o
sé ya quién soy. (Los c in c o se n t id o s le rodean, encendiendo
cada uno su linterna.)
E l t a c t o . — Levanta, hombre dichoso, levanta*
E l o íd o . — ¿Has oído? Va a pasar la n o ch e en t u m ism o lecho.
La v i s t a . — N ingún hombre del m undo verá lo que tú.
E l g u st o . — G ustará lo que tú.
E l o l f a t o · — Aspirará las esencias celestes que tú vas a aspirar
en esta noche.
E l h o m b r e . — ¡Dejadme, por favor! ¡N o os conozco! N o sé quié­
nes sois. N unca os he visto. Me espantan vuestras voces, vues­
tras máscaras horribles y monstruosas. Quiero dormir.

32
El hombre deshabitado

La vista . — ¿Dorm ir? ¿Dorm ir ahora, q u e vas a ver las estrellas


no vistas, los ciclos desconocidos?
E l h o m b r e . — N o me hables de ver. A rráncam e los ojos y déja­
me sin luz, antes de que otras sombras entenebrezcan mi alma.
Arroja mis pupilas al mar. Q ue los salitres más hondos me las
quemen. Q uiero sentirm e ciego.
E l t a c t o . — ¿Que dices, cobarde? ¡Dormir! Levanta y m íram e de
frente. ¿N o conoces mis manos, mi piel llena de tactos infinitos?
¿Quién soy? Niégame ahora que m e ves cara a cara. Duérm ete
ahora que voy a llevarte más allá de los centros del goce
y de las caricias·
E l h o m b r e . —- Si te conozco, no quiero conocerte. Anestésiame el
cuerpo. Déjamelo más insensible que el de un perro atacado de
parálisis. Descuájame los brazos de raíz, los labios, la lengua,
todo mi ser. Q ue mis manos se queden sin memoria. ( E l tacto >
lo zamarrea por ¡os hombros.) N o, no me toques· ¡Déjame! Es­
toy muerto.
E l t a c t o . — ¡Mentira! Tienes miedo. Estás m uerto de miedo.
¡ Q u / vergüenza! Me da asco ser tuyo. T e abandono. Me voy·
(Hace com o que se va.)
E l h o m b r e (levantándose de un salto). — ¡N o, no! ¡N o me dejes
ahora! ¿Qué sería yo sin ti? U n río sin agua, una vena sin san­
gre, un cuerpo sin cuerpo. Llévame adonde quieras, arrástram e
hasta más allá de la fiebre y del crimen.
E l o íd o · — ¡El crimen! Estás loco.
E l t a c t o . — ¡Loco, loco! N o sabe lo q u e dice.
E l h o m b r e . — Sé m uy bien lo que digo. ¡Yo loco! Sé que estáis
conspirando contra m í para perderme y m atar la inocencia de un
arcángel. ¿Qué os ha hecho mi m ujer? Decídmelo. ¿Por qué
queréis que yo la traicione, y con otra m ujer a quien ni entien­
do ni conozco ni me im porta? H abladm e claro.
E l o íd o . — ¡Perderte! ¡Traicionar! ¡Pobre hombre ignorante! Me
da pena o írte esas palabras. Ahora sí que estás m uerto. N o es­
peres ya de mí el en trarte en tu oído nuevam ente esa voz des­
conocida, ese tim bre suavísimo que te suspende el alma hasta
más allá del séptim o cielo del goce y de la música. Voy a ce­
rrarm e para ti. Ya no oirás nunca nada.

33
Rafael Alberti

La vista . — Voy a llorar sobre tí, hombre difunto.


E l h o m b r e . — ¡Llorad! ¡Gemid! Tapadme los oídos con dos cla­
vos candentes. Abandonadme. Algo horrible me acecha, y vos­
otros no queréis explicármelo. N o sé ya ni quién soy en medio
de mis mismas tinieblas.
L a vista . — El más dichoso de los hombres: eso eres tú. Y no
quieres comprenderlo, obstinado en ensombrecer con remordimien­
tos y dudas inútiles tu propia claridad.
E l g u st o . — ¡Alégrate! Yo te voy a hacer gustar un nuevo Pa­
raíso. El que ahora posees lo conoces. T e aburres m ucho en él.
Te hastías. Estás hastiado. Confiésalo.. Confiésatelo a ti, a m í, no
seas cobarde. Tienes que comprobar que existe otro más bello·
E l o l f a t o . — O tro, lleno de otros perfumes, que algún día, ya
en recuerdo, te harán revivir las horas y los cielos más felices.
¡Qué hombre de suerte!
La v i s t a . — ¡Nadie c o m o é l !
E l o íd o . — ¡Valiente! ¡Decidido!
E l g u sto *. — ¡Un verdadero hombre!
E l t a c t o (dándole una palmada en el hom bro), — ¡Bravo!
E l h o m b r e (deshecho, apoyándose contra el árbol del centro) . —
Haced de m í lo que queráis. Me abandono a vosotros. Tendrá que
ser así. N o puedo más.
Los c i n c o s e n t i d o s (quedam ente). — ¡Ji, ji, ji, j¡! (Apagan las lin­
ternas· Todo se queda a oscuras.)
L a m u j e r (asomándose a la puerta mientras que se ilumina Ja ven -
tana alta y La t e n t a c ió n escucha). — ¿Dónde estás? N o te veo.
E l h o m b r e (débilm ente). — Aquí.
L a m u j e r . — ¿Por qué ta rd a b as ta n to ?
E l h o m b r e . — Hace calor.
L a m u j e r . — ¿Vienes? Se ha quedado dormida.
E l h o m b r e (sordamente) . — Sí, voy. (Entra en la casa con La
m u j e r y cierra la puerta al mismo tiem po que La t e n t a c ió n
apaga la luz de su cuarto. Silencio corto, Ueno de ruidos y silbi­
dos nocturnos.)
1* voz. — ¿Qué presagios oscuros desvelan esta noche el sueño del
agua? ¿Qué manos de sangre se lo inquietan, tiñiéndoselo? Árboles
del jardín, respondedme. Soy la voz del estanque.

34
El hombre deshabitado

2* voz. — N uestras hojas tam poco duermen, sobrecogidas de espan-


to. Ignoramos qué fuegos angustiosos, qué llamas ocultas nos las
incendian. Larvas, insectos mudos que vivís y trabajáis en ellas,
vosotros, ¿qué decís? Contestad a los árboles. (Silencio.) N o dicen
nada. H an m uerto de temores.
3’ vo z (lejos). — ¡Ay! ¡Ay! (Lejtsim o, suena el quejido de una
rena.)
4 ’ voz. — El m ar pide socorro a lo lejos. ¿Qué sucede esta noche?
¿Qué pasa, que nosotros, pobres cañas, haces de trigo, objetos
tristes y arrumbados en este granero sin día no podemos cerrar
los ojos?
y v o z . — Paso, sigo de prisa. ¡Qué dolor detenerme en este sitio!
Paso. Soy el aire.
6* voz. — Silencio de muerte· Yo soy la noche. (Sale, sigilosa, casi
desnuda, L a t e n t a c ió n .^
L a t e n t a c ió n (quedam ente). — ¿Dormís?
Los c in c o se n t id o s (encendiendo las linternas) . — N unca.
L a t e n t a c ió n . — ¿Hemos vencido al hombre?
Los c in c o s e n t id o s . — Creemos que sí·
L a t e n t a c ió n . — Callad. Venid conmigo. Seguidme. (Sin ruido, en
fila, la siguen hasta el granero.) Escuchadme. El hom bre está
vencido. Lo sé. Tam poco duerme. Ya no podrá dorm ir jamás.
D entro de unos instantes, lo veréis, subirá como un sonámbulo a
mi alcoba. El deseo le hará buscarme a tientas por todos los rin-
cones de la casa, hasta caer, como un loco sin ojos, en el jardín.
A llí le esperaremos, ju n to al estanque. Estad siempre conmigo. Os
necesito más que nunca. V endrá desesperado, fatal, sin dominio,
a entregárseme todo, como si la órbita pura que seguía su alma
tuviera irremisiblemente que term inar en m i. Y él ignora que para
conseguirme aún tiene que rodar por el últim o abismo que le falta.
¿Sabéis cuál es? ¿N o lo sabéis?
Los c in c o s e n t id o s ( q u e d a m e n t e ) N o.
La t e n t a c ió n . — El más hondo. Os lo diré al oído. Acercaos más.
(Dice algo que no se oye.)
Los c in c o s e n t id o s . — ¡Oh!
L a t e n t a c ió n . — Tenéis que ayudarme. V osotros. . . (V uelve a
decir algo que tampoco se oye.) ¿Lo haréis?

35
Rafael Alberti

Los c in c o se n t id o s . — Sí, sí.


La t e n t a c ió n . — Presenciaréis los últim as fulgores de una buena
conciencia. Con ella el hombre va a librar su últim a batalla. Su­
plicará, llorará, deseará la m uerte, p e r o ... T odo inútil. Está
perdido. Para ganarm e a mí hay antes que perder. (Silencio. E l
h o m b r e enciende ¡a lu z de la alcoba donde antes se hallaba La
t e n t a c ió n . Ve que no hay nadie. Apaga.) Vamos hacia el jardín.
El hombre se aproxima· Seguidme en silencio.
(Los c in c o se n t id o s apagan las linternas y salen tras L a t e n t a ­
c ió n . En el jardín se ordenan, cada uno al pie de su árbol. L a
t e n t a c ió n , ju n to a E l t a c t o , cerca del estanque. Sale E l h o m b r e .)
E l h o m b r e . — .¿Dónde estáis? ¿Me oyes? N o te veo. N o veo nada.
(Silencio.) Contéstame. O riéntam e hacia ti. Ando a oscuras. (Si­
lencio. Luego, más alto.) ¿Te has marchado? ¿Te has ido? ¿Será
posible? (Gritando.) ¡ A y ! ...
L a t e n t a c ió n (tapándole la boca, mientras Los c in c o se n t id o s
encienden sus linternas). — Silencio. Todos duermen. Te esperaba.
E l h o m b r e (angustiado)· — N o estabas en tu cuarto, creí, c r e í . . .
¡Qué angustia! ¡Hubiera sido horrible!
L a t e n t a c ió n . — Hace calor. Q uería hablarte en el jardín. Acércate.
E l h o m b r e (tocándola al acercarse). — ¡Oh! Estás desnuda.
La t e n t a c ió n (separándolo con la m ano). — Si, pero no me toques.
Todavía no.
E l h o m b r e . — ¿Todavía no?
L a t e n t a c ió n . — Espera.
E l h o m b r e . — E sp e ra r.. . E sp e ra r.. . ¿Más aún? Eres mi a g o n ía .. .
L a t e n t a c ió n . — Soy tu felicidad. Ven junto a m í.
E l h o m b r e (acercándose, intenta besarla). — ¡Oh! Quemas·
La t e n t a c ió n (alejándolo con la mano). — Sí, p ero n o m e beses.
Todavía no. Es pronto. Sepárate.
E l h o m b r e (com o sonámbulo). — Todavía n o . . . Es p r o n t o . . .
Sepárate. . . ¿Qué quieres de m í? ¿Por qué haces esto?
La t e n t a c ió n . — Por amor.
E l h o m b r e (sordamente, colérico). — ¡Mentira! Para arrastrarme
no sé a dónde, perdiéndome.
La t e n t a c ió n . — Para llevarte con más fuerza a mi cuerpo. Ven·
Ven. Ya es tuyo. Acércate otra vez. ( E l h a m b r e lo hace tim i·

36
El hombre deshabitado

damcntc.) Más aún. A sí. Ahora, bésame. (V a a besarla, pero ella


interpone su mano entre su boca y la de E l h o m b r e .) Espera,
espérate un momento. El últim o. Sólo el últim o. Se me olvidaba
algo. Tom a. (Deja en su mano u n puñal.)
E l h o m b r e . — ¿ Q u é es esto?
L a t e n t a c ió n . — La libertad. Vuelve en seguida. Entonces seré
tuya. N o tardes·
E l h o m b r e . — iQ ué tristeza, qué desesperación infinitas! ¿Por qué
me pides eso? N o lo haré.
L a t e n t a c ió n . — Sí, lo h arás, p o rq u e y o te lo m an d o .
Los c in c o s e n t id o s . — Y nosotros te lo exigimos, si n o . . .
La vista . — Se te secarán los ojos y v iv irá s in m ó v il en una eterna
noche c e r r a d a . . .
E l h o m b r e . — Ella es inocente. ¿Por q u é m e pedís eso?
E l o íd o . — . .. S i n voces y sin r u id o s ... Sordo, como una piedra
caída en el centro del m a r . . .
El gustoj . — ...S e c a la lengua, partida entre los dientes, llagada
por tu propia s a n g re .. .
E l h o m b r e . — ¡Horrible, horrible! N o lo haré.
E l o l f a t o . — . . .Parados tus pulmones, heridos de nostalgias celes­
tes. ..
E l tacto · — Acribillada tu carne, fija, sin movim iento. . .
L a t e n t a c i ó n . — Es decir, como m uerto en la vida, o como vivo
en la m uerte, con tus cinco sentidos, pero paralizados.
La vista . — Y q u e rrá s v er, y ya n o verás n ada.
E l o íd o . — Y q u errás o ír , y y a to d o será silencio.
E l o l f a t o . — Y querrás respirar, y ya en la tierra se habrá secado
el aire·
E l g u s t o . — Y la v id a ya n o te sabrá m ás que a cu ev a v a c ía .
E l t a c t o . — Y n ad a sen tirás, a u n q u e te des c u e n ta de todo.
La t e n t a c ió n . — U n m uerto vivo. La m ayor pena. La desgracia más
desoladora del mundo· Eso serás tú. Cum ple lo que te mando.
Anda. N o tardes. Vuelve en seguida.
E l h o m b r e . — ¡Sombras malas! ¡Voces malas, turbias, crueles, ca­
llaos! N o quiero oíros. ¿A dónde me lleváis? N o iré.
La t e n t a c ió n (em pujándolo). — Ve. Se alegrará tu alma, respi­
rará libre. Sufres mucho. Deja ya de una vez esta pesadilla. ¡Ven
pronto!
37
Rafael Alberti

El h o m b r e . — ¡Infame, infame! Ahora ya sé quién eres. N o hace


falta que me jures tu nombre. N o quiero oírlo· Te he conocido
bien. Voy a golpearte, a asesinarte con el mismo puñal que
hes dejado en mi mano para m atar la inocencia, que es lo
que más te duele. Llamaré. G ritaré para que ella me oiga y
salte de su sueño» y yo le cuente de rodillas, y yo le descubra,
llorando, desgarrándome con las uñas la poca luz que aún le
queda a mi alma, tu crimen, el doble crimen que traías en tu
sangre, que amasabas con hiel en la corriente negra de tu san·
gre, desde antes que el m undo, el fuego, el viento, el m ar, o lo
que sea,te escupiera de un golpe contra los muros felices de
mi casa. P e r o ... N o, no la despertaré, aún n o . . . Duerme
tranquila. (Levantando lentamente el puñal.) Antes voy a m a­
tarte. Quiero que te vea m uerta, q u ie ro ...
L a t e n t a c ió n . — ¡Ja, ja, ja, ja, ja! (Enseñándole el pecho.) Anda·
Hazlo. A quí tienes mi pecho. Hazlo. Abre en él una cueva de
sangre y entra tu mano hasta mi corazón. Retenlo fuerte. Aprié­
talo más fuerte. Más aún. ¡Ay! Ya me siento tus dedos. ¡Qué
alegría! Después, arráncamelo, y en medio de las sombras levántalo
ya m uerto hasta tus oídos. Verás qué dice. Escucha bien lo que
te dice. ¡Oh confesión final! ¡Oh pasión anterior al nacimiento
de las llamas, al vértigo de los astros! Te lo dirá m uy suavemente,
m uy sordamente, para que las estrellas y los ángeles no desciendan
a oírlo. Luego, tápatelos, suéldate los oídos con dos piedras, pero
para toda la vida. N o vuelvas a escuchar nada. Prométemelo. Que
nunca jamás otras palabras caigan sobre las tuyas, se mezclen con
las de su secreto. Anda. Ven. (Cogiéttdole el brazo y apoyándose
ella misma en la punta del puñal.) Mátame. Empuja. Lentamente.
O de golpe. Me da lo mismo. Mi corazón lo espera, saltando, para
hablarte.
E l h o m b r e (cayéndosele el brazo, sin fuerza). — N o . . . no pue­
d o . . . Me es imposible. ¡Ay! (Da la vuelta, en dirección de la
casa. Los c in c o se n t id o s dejan sus árboles y se ordenan, hacién­
dole camino. L a vista y E l o íd o , a un lado, junto a L a t e n t a ­
c ió n , y E l o l f a t o , E l g u st o y E l t a c t o , al otro. E l h o m b r e ,
lentamente, abstraído, sórdido, monótono, andando fjacia la alcoba,
donde duerme La m u j e r .)

38
El hombre deshabitado

U na paloma blanca
duerme en la nieve.
Quisiera despertarse,
pero no puede.
¡Ay, pero no puede!
Quisiera despertarse,
ir por la nieve.
Pero no puede, ¡ay!,
ir por la nieve.

(Se enciende ia ventana baja de la casa. Y sobre un lecho, inclina-


do hacia el jardín, con el cabello desordenado sobre el hombro, y
el brazo desnudo sobre la sábana, duerme tranquila L a m u j e r . Se
ve entrar sólo el brazo de E l h o b r e , levantando el puñal. T o -
davia se oye, triste y lejana, su vo z.)

. . .Quisiera despertarse,
pero no p u e d e .. .
¡Ay!
U na paloma b lan ca. . .

(Silencio. Y baja el puñal, m u y despacio, hacia el corazón de


La m u j e r . U n m om ento antes de clavarlo, se hace el oscuro. Y ,
simultáneamente, Los c i n c o s e n t i d o s , respirando hondo en el
jardín, apagan sus linternas. Oscuridad absoluta.)
La t e n t a c i ó n (m u y bajo). — H a m u e r t o . (Pausa.)
E l h o m b r e (saliendo, cerrando la puerta, como sonámbulo, aún
con el puñal). — ¿Dónde estoy? ¿Cómo me llamo? Me arden los
d e d o s .. .
L a t e n t a c i ó n . — Amor.
E l h o m b r e . — La tierra y mis espaldas se agrietan, se parten sacu­
didas de temblores. El m ar es una trom ba de sangre. Me he que­
mado las m a n o s.. .
La t e n t a c i ó n . — Am or, amor.
E l h o m b r e . — ¿Tienen voc«s las sombras? ¿Quién vive, quién habla
en esta cueva?
La t e n t a c i ó n (tom ándole por la espalda mientras Los c i n c o s e n -

39
Ra f a e / Alberti

TiDOS vuelven a encender sus lin tern a s). — Y o soy la que te


Hablo, la que te beso. (Lo besa.)
E l h o m bre (como enajenado, sht recordat). — T ú . . . T ú ...
¿Quien eres?
La — Yo, tu nueva vida.
t e n t a c ió n .
El h o m b r e (d ó cilm en te). — D é ja m e ... Voy hacia el -océano, ha­
cia el m ar, hacia las olas heladas.
L a t e n t a c ió n (quitándole el puñal , arrojándolo al agua y sepa-
rendóse un poco de ¿/). — Vienes hacia m i, hacia mi boca, hacia
mi cuerpo.
E l h o m b r e . — N o, v .o y ... a enfriar estas manos, a apagármelas
en los mares más fríos. . .
La t e n t a c ió n . — N o, v a s .. . a encendértelas más en este fuego co­
rriente de mi sangre. . .
E l h o m b r e ( mirándose las manos). — ¡Oh sangre, sangre, sangre, su
sangre! (Llevándoselas a los ojos.)
La t e n t a c i ó n (Deteniéndoselas) . — ¡No, no! ¡No te toques los
ojos, te quedarías ciego! ¿A qué llorar, dime? Deja esas lágrimas
inútiles que te impiden m irar mi hermosura, mi cuerpo lleno de
alegría, ( t e limpia las lágrimas.) Míralo, míralo ahora levantarse
ante ti, en medio de la noche. Es tuyo todo él. Tócalo.
E l h o m b r e . — Tocar. . . tocar. . . (V uelve a mirarse las manos en­
sangrentadas.) ¡Oh, qué angustia! Te a ch ich arra ría.. . Se te hu n ­
dirían mis manos hasta más allá de tus huesos. T ocar. . . tocar. . .
¡Oh imposible!
L a t e n t a c ió n . — No. Ven. Tráeías. (Se las coge.) Quiero que ellas
me acaricien. (lavándoselas en el estanque.) pero lim pias. . .
f r í a s .. . sin m ancha. . .
E l h o m b r e (mirando el agua). — Su misma sangre enturbia su re­
flejo, el reflejo de ella, vivo siempre en este agua.
L a t e n t a c ió n . — Deja. N o recuerdes. M írame sólo a m i. (A g i·
ta el agua con las manos.) Ya se ha aclarado el agua. M írame junto
a tí, en el fondo.
E l h o m b r e . — Sólo veo u n p u ñ al y u n pez m u erto .
L a t e n t a c ió n (apartándose del estanque). — D eja. N o recuerdes»
S écate tus m anos en m i pelo. ( E l h o m b r e se las seca.) Así, así.

40
El hombre deshabitado

(Le hace levantar la cabeza hacia lo alto.) ¡Oh! ¡Tiemblan las es­
trellas! Bésame.
E l h o m b r e (después de besarla) ----- ¡Oh crim en sin castigo!
La t e n t a c ió n . — Deja. N o recuerdes. Ven. (Lo coge del brazo.) Ya
me has besado. Ahora, déjate guiar. Ven donde yo te lleve* (Len­
tam ente van andando hacia el granero. Los c in c o s e n t id o s , en
fija, los siguen.)
E l h o m b r e . — Llévame adonde quieras. Me abandono a ti.
1 a t e n t a c ió n · — A m í, sólo a m i.
E l h o m b r e . — A ti, sin remedio.
L a t e n t a c ió n . — A m í sólo.
E l h o m b r e . — Para siempre.
La t e n t a c ió n . — Para siempre- (A l entrar, el granero se oscurece
hasta no verse nada. Los c in c o « s e n t id o s quedan alineados a lo
largo del m uro de la puerta.)
L a v ista . — Feliz.
E l o íd o . — Dichoso.
E l o l f a t o (aspirando) . — ¡Oh!
E l g u st o . — Feliz.
E l t a c t o . — ¡Amor! ¡Amor!
La m u j e r (en espectro, transparentándose una teia de araña del fo n -
do del granero, aparece, empuñando un revólver). — ¡Amor!
¡Amor! (Pega un tiro a E l h o m î r e y desaparece.)
E l h o m b r e (cayendo sobre los haces de tr ig o ). — ¡S eñ o r!.. . ¡Se­
ñor! . . . ¡Señor!. . .
Los c in c o s e n t id o s (sim ultáneam ente, con estridencia, apagando las
linternas) . — ¡Ji, ji, ji, ji! (Empieza a clarear·)
La t e n t a c ió n (saliendo del granero). — El hombre ha m uerto.
Amanece. Sigamos adelante. (Seguida de Los c in c o s e n t id o s ,
huye por la puertecilla que da a la playa. A l pasar junto al m on­
tón de azufre, se incendia solo. La lu z de la mañana aumenta.
Sobre el mar remonta, inmenso, el sol. Una enorme araña de ten%
táculos negros baja, lentam ente, hasta cubrir la cara de E l h o m ­
b r e . Soñoliento, uno de los criados abre la puerta de la casa.
La vida sigue.)

TELÓN

41
E P Í L O G O

D e c o r a c ió n : La misma que en el prólogo. Está oscureciendo.


E l v ig il a n t e n o c t u r n o aparece sentado sobre las piedras, como
aburrido. Enciende su pipa. Bosteza. Fuma, siguiendo atentamente las
bocanadas de hum o. Por el fondo entra E l h o m b r e . Viene muerto,
cayéndose, con u n balazo en la frente, cIx>rrcándole la sangre por
la cara y la pechera blanca de la camisa. E l v ig il a n t e n o c t u r n o ,
al verlo, se levanta. Disimuladamente, como para no ser visto, da
la vuelta por la derecha, hasta caer a espaldas de E l h o m b r e .

E l v ig il a n t e n o c t u r n o (dándole con suavidad una palmada en el


hom bro). — Buenas tardes, caballero· (E l h o m b r e se para. N o
responde.) ¿Cómo usted a estas horas tan raras por estos sitios
abandonados? Dígame. (D entro, lejos, suena un disparo de re-
volver.)
1’ v o z. — ¡Muerto! ¡Está m uerto!
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Me extraña m ucho su silencio, amigo
mío· ¿Qué tiene? ¿Por qué no me habla? ¿Se ha olvidado de m í?
¿N o me reconoce? Es raro todo esto, caballero, verdaderamente
raro. Incomprensible. Claro q u e .. . ( E l h o m b r e se inclina, rigi­
do, como para caerse. E l v ig il a n t e n o c t u r n a lo sostiene.)
P e r o ... ¿qué le sucede, amigo mío? {¿Por qué se cae? Míreme.
» ( E l h o m b r e vuelve a quedar inm óvil.) Le encuentro a usted m uy
cambiado: envejecido, triste, sin color en la cara, d é b il.. . (F i­
jándose, de pronto, en la sangre.) P e r o ... dígame: ¿qué es esto
rojo que le baja de la frente hasta la camisa, caballero? N o me
había fijado. ..
21 voz. — ¡Sangre! ¡Es sangre!

42
El hombre deshabitado

E l v i g i l a n t e n o c t u r n o , — Amigo, algo terrible le sucede, confié-


semelo, algo terrible que usted mismo no se atreve a contar. ¿No
es así? (E l h o m b r e continúa m udo.) Prim eram ente, caballero, me
he asombrado m uchísim o de verle aparecer a estas horas por estos
lugares intransitables, sonámbulo, medio cayéndose, como un hom ­
bre beodo. Después, de su silencio, amigo m ío, de su sile n c io ...
Esa tristeza, esa lividez en su cara, es3 herida en su f r e n te .. . Lue­
g o . . . ¿sabe usted, caballero, lo que más asombro ha despertado
en m i, más que su palidez, que su sangre, que su mutismo? Su
soledad, amigo, su soledad. Viene usted solo, com pletam ente solo,
sin nadie. ¿Me comprende usted, caballero? ¡Sin nadie! ¿Será ca­
paz de responderme ahora a esta pregunta, amigo mío? ¿A esta
sola pregunta? Perdóneme. D ígam e: ¿Y su mujer? ¿Dónde está?
¿Cómo no viene cogida de su brazo? Contésteme.
3’ voz. — ¡Muerta!
1* voz. — La mató.
2* v o z .— ¡La asesinó!
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — ¡Ay, caballero! Todo está perdido. Aho­
ra empiezo a ver claro· Viene usted m uerto, por eso no me habla.
Es natural, amigo m ío, es natural. ¿Cómo iba usted a responderme?
¡Pobre hombre! Le dejo. Ya se acabó todo. Adiós. (H ace como
que se ta , y vuelve.) P e r o .. ., vamos a ver, caballero, vamos a
ver. N o quiero abandonarlo sin enterarm e antes de una cosa. Y
ahora va a contestarm e, porque yo se lo mando. Respóndame.
¿A qué ha venido aquí? ¿Qué fuerza le ha empujado hacia estos
lugares? (Tocándole el corazón.) Hable. (Se ha hecho de noche, y
las estrellas empiezan a encenderse.)
E l h o m b r e (cayendo de rodillas.) ¡Señor!
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Ya hablaste, por fin. ¿Qué quieres?
E l h o m b r e (su p lica n te).— ¡Señor! ¡Señor!
E l v ig il a n t e n o c t u r n o ----- ¿Qué me suplicas arrodillado y solo?
Alguien te falta a tu derecha. ¿Dónde está?
E l h o m b r e . — Señor, no me preguntes.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — ¿Dónde está?
E l h o m b r e . — ¡Por favor! ¡N o hagas m over mi lengua, déjamela
m uerta, pesada entre mis dientes! T ú debes saberlo todo.

43
Rafael Alberti

El v ig il a n t e n o c t u r n o . — N o la veo junto a ti. ¿Dónde está?


¿Qué has hecho de ella?
E l i i o m b r l . — Eres cruel, S e ñ o r... Le di m u e r te ... La asesiné.
T ú no lo ignoras.
E l v i g i l a n t e n o c t u r n o (levantando a E l h o m b r e brucamen-
te ). — ¿Y por qué la m ataste, dime? ¿Era mala contigo?
E l h o m b r e (desesperado). — Señor, no me atormentes- T ú lees den­
tro de m í. Ahórrame las palabras.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Responde a mi pregunta.
E l h o m b r e · — Fui vencido, Señor, fui vencido.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — N o mientas en tus últimos instantes.
Te dejaste vencer.
E l h o m b r e . — ¿Y tú , en tanto, q u é hacías? ¿Por q u é no viniste
en mi socorro?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Sólo pronunciaste mi nombre en el
m om ento de tu muerte. Cuando no había remedio. Mientras fuiste
dichoso, jamás te acordaste de m i.
E l h o m b r e . — N o te necesitaba.. . P e r o .. . ¡mi m uerte, Señor, mi
muerte! ¡Que sombra más oscura! ¿Quién me quitó la vida?
¿Cuándo la perdí? Nado en las tinieblas.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Cuando entre los haces de trigo y las
arañas cometías tu segundo crimen.
E l h o m b r e · — Ya recuerdo, S e ñ o r.. . Pero fu e ella. . m i mujer.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — N o: fu é su e s p e c tr o . . .
E l h o m b r e . — . . .Su sombra asesinada, su espectro, el que me dio
la m u e rte ...
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Sí, de u n tiro .
E l h o m b r e . — Pero, dime, Señor, ¡ella era tan b u e n a ! ... ¿Cómo
pudo hacer eso?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o · — Se lo mandé yo. Yo le entregué el re­
vólver del castigo.
E l h o m b r e (con miedo, al ver aparecer por el fondo y con el m is­
mo traje que llevaba cuando disparó contra él, a L a m u j e r , que
avanza lenta y débilmente iluminada, llevando aún el revólver en
¡a mano ca íd a ).— |O h! ¿Quién avanza hacia m í, Señor?
E l v i g i l a n t e n o c t u r n o . — U n remordimiento hecho sombra. (L a
m u j e r sigue avanzando basta pasar cerca de E l h c* m b re que,

44
El hombre deshabitado

atónito, hace ademán de tocarla.) Es inútil que intentes que­


m arte los dedos en la sangre helada de un crimen·
E l h o m b r e *— ¡Pero si es ella, es ella la que pasa! Deja que me arro­
dille. Déjame que toque siquiera el aire de su túnica.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — H az la prutba, si puedes.
E l h o m b r e (intentando acercarse a L a m u j e r , anhelante, pero sin
conseguir moverse del sitio donde está) . — Me has clavado, Señor,
entre estos escombros para que ni la súplica de perdón que estre­
mece mi lengua pueda llegar a ella, restañándole, cosiéndole esa
herida por donde se le fué el soplo de su alma. (L a m u j e r « ya de
espaldas a E l h o m b r e , sigue, borrosa, su camino hacia el fondo.
Pausa.)
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — N i te ha reconocido. N o sabe ya quién
eres.
E l h o m b r e . — ¿Y serás tú capaz de dejarme esta pena para toda la
vida de mi m uerte. Señor? Va a desaparecer. Perm ítem e una sola
palabra, un grito, algo que la conmueva un segundo. ¡Que se Heve
en su oído un eco de mi angustia, una sílaba de mi arrepenti·
miento!
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — H az la prueba, te digo·
E l h o m b r e (sin lograr m ovim iento) . — Ya que me es imposible
detenerla, que me oiga, Señor, te lo suplico, aunque sea sin m i­
rarme, sin volver la cabeza hacia esta desesperación aún en for­
ma de hombre.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o (al mismo tiem po que La m u j e r desapare­
ce), — Los desaparecidos ya no pueden oír.
E l h o m b r e (después de un silencio lleno de estupor). — Señor, per­
dóname- Acércate hasta m í. Concédeme esta gracia.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o (acercándose). — ¿Por q u é no?
E l h o m b r e (al o íd o ). — Eres un criminal.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o (retrocediendo). — ¿Qué has dicho? ¿Có­
mo te atreves contra tu creador? Estás condenado. Se agrietará
la tierra dentro de unos instantes y de su boca saltarán diez mil
lenguas de fuego. Los azufres más verdes te arrancarán la gar­
ganta, arrasándote las enci-is y . ..
E l h o m b r e · — ¡Mi creador! ¡Un crimina!, Señor, un criminal! T ú ,
en vida, me rodeaste de monstruos sólo para perderme. T ú , en

45
Rafael A l ber t i

vida, cuando era más feliz, me mandaste un demonio, u n ángel


del abismo, para arrastrarm e ahora al fondo de la tierra. ¡Mi
creador! jU n asesino, si! Porque tú , Señor, puesto que ya lo
sabías todo, lo manejabas todo, conocías todos los resortes y secre­
tos nublados de mi alma en el mundo, bien pudiste evitar estas
catástrofes, mandándome una luz, un aviso celeste, o habiéndome
creado de otro modo. Yo no tengo la culpa, y o . . .
E l v ic il a n t e n o c t u r n o . — ¡Cállate! La tienes, sólo tú.
E l h o m b r e . — ¡Mentira!
E l v ig il a n t e n o c t u r n o · — ¡Hombre rebelde, me das pena! Estás
ardiendo ya. Yo, al principio, cuando te traje al mundo, te
advertí que tuvieras cuidado, que aquellos cinco amigos in ­
separables que ce d i como acompañantes de tu vida, eran m uy
peligrosos, si no sabías conducirlos con tacto. Y te añadí, ade­
más, acuérdate bien, que tu salvación o perdición estaba en
ellos.
E l h o m b r e . — ¡Y me han perdido, Señor, y me han perdidol Y
tú ya lo sabías desde m ucho antes de dármelos. Y me los diste
para esto, sólo para esto, escúchalo: para que un cuerpo más, el
m ío, aum entara la altura de las llamas, espesando la tristeza,
la negrura, la agonía del humo. Te odio, Señor, te odio· N o me
asusta decírtelo.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o 1. — Estás ardiendo ya. Hablas como los
ángeles rebeldes que sacuden con sus alas el sueño subterráneo
de las chispas.
E l h o m b r e . — Estoy ardiendo ya, lo sé· Y ojalá que este fuego
que ya empieza a consumirme las raíces del alma, saliera por mis
poros, y te dejara a oscuras, ciego, hecho cenizas, sin comprender
nada, como tú me has dejado a m í. (De la boca Je la alcantarilla
empieza a desprenderse u n hum o blanquecino.)
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — C o m p ren d er.. . , com prender.. .
1’ v o z s u b t e r r á n e a . — ¡Ay! ¡Ay!
E l h o m b r e (asustado). — ¿Quién se queja, Señor?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Las sombras, tus amigas·
E l h o m b r e (cayendo de rodillas, suplicante). — Señor, tengo mie­
d o . . . N o sé nada. Perdóname.
2* v o z s u b t e r r á n e a . — ¡Ven! ¡Ven! ¡Ven!

46
El hombre deshabitado

H l h o m b r e . — «Q ue g r ita n , señor?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Llaman* Te están llamando.
E l h o m b r e . — ¿A m í?
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — A ti. Levántate.
E l h o m b r e . — Señor, déjame aquí clavado, de rodillas, para siem­
pre, ¿A dónde me llevas? N o m e martirices.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o (levantándolo)· — Levanta. (Llevándo­
lo hacia la boca de la alcantarilla.) Ahora vas a asomarte a tu
nuevo camino. (Y a delante de la boca.) Mira hacia abajo.
E l h o m b r e (tapándose los ojos y retrocediendo). — ¡Oh!
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Ese camino oscuro te bajará hasta los
séptimos pozos de la tierra.
E l h o m b r e · — ¡Señor, perdóname! Yo luché, com batí contra tus
cinco m o n s tru o s ... G rité, me desesperé hasta caer r e n d id o ...
¡No quería, Señor, no quería! T ú tam bién lo s a b e s ... F ui de­
rrotado, porque q u i s i s t e . p o r q u e tú así lo habías dispuesto
desde mil siglos antes de concederme la vida. Y hubiera sido in ­
ú til toda súplica, todo llanto, toda llamada a t i . . .
E l v ig il a n t e n o c t u r n o (sin hacerle caso) . — Allá en lo hondo,
en la últim a cueva, te espera nuevam ente tu crimen. Toda la
eternidad» de segundo en segundo, como en sueños, volverás a
repetirlo. Fíjate. ¡Toda la eternidad! ¡Siempre! Cuando llegues
abajo, un puñal de sangre, avivada con fuego, saldrá a recibirte.
(A u m en ta el hum o de la alcantarilla.)
La t e n t a c ió n (sacando medio cuerpo por la boca de la alcantarilla,
mientras Los c in c o s e n t id o s asoman sus máscaras por los toneles,
encendidas las linternas)· — Soy yo, mi amor, la que sale a tu en­
cuentro. Vas a vivir conmigo para siempre. Es la hora de la llama.
Acércate. N o te había olvidado. ¡Ven!
E l h o m b r e . — ¡Esa m ujer, Señor, esa m ujer! ¡Que yo nunca la
oiga! ¡Y estos m onstruos, Señor! ¡Q uítalos de mi vista! ¡Que no
se queden dentro de mis ojos cerrados! ¡Que sea la oscuridad
más absoluta y no esas cinco lámparas siniestras la que viva por
siempre en mis cuencas vacías. (L a vista se aproxima a E l
h o m b r e , enfocándole la linterna a los ojos·) Sí, tú eras mi vista,
los ojos que me hicieron ver la luz de los a s tr o s ... (X a vista
ipaga su linterna, volviendo a su tonel.)

47
Rafael Alberti

El v ig il a n t e n o c t u r n o v — . . .pero que tú volviste noche negra,


cerrada.
El hom bre (al acercarse E l o íd o ) . — Te reconozco. Eras mi oído,
e( que me hiciste o ír sobre la tierra las músicas celestes. . .
(V uelve a su tonel.)
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — . . .pero que tú volviste silencio pro­
fundo·
E l h o m b r e (al acercarse E l o l f a t o ) . — ¡Ah! ¡Qué recuerdo de
ti! ¡El olor de su piel, entre los jazmines y a z a h a re s!... (V uel­
ve a su tonel.)
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — . . . pero que tú cerraste para el aire
que precipita el pulso del deseo.
E l h o m b r e (al acercarse E l g u st o ) , — N o te vayas. Se me agrietan
los labios de zum o de limón y en la lengua me cantan sales mari­
nas. . . (V uelve a su tonel.)
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — . . .pero que tú descaste que te supiera
sólo a muerte.
E l h o m b r e (al acercarse E l t a c t o ) . — ¡No! ¡Ya no puedo! ¡Vete!
¡Pero no, no te vayas! Mis manos están llenas de m e m o ria ...
¡Que yo, Señor, pierda todo menos esto!. . . (V uelve a su tonel.)
E l v ig il a n t e n o c t u r n o s — . . .tú mismo las helaste, hasta dejar­
las insensibles.. . Ya todo m urió en ti.
La t e n t a c ió n . — Sólo te quedo yo. Lo demás ya no existe. Vamos.
E l h o m b r e . — ¡Esa m ujer, Señor, esa mujer! ¡Esa voz, que me
hunde! ¡Que yo nunca la oiga! Ella tuvo la culpa. T ú me la
mandaste, Señor, para que atravesara mis oídos y me hiciera rodar
hasta el abismo de este horno. ¿Por qué lo perm itiste tú , Señor,
por qué lo permitiste? ¡Tú, tan bueno, que me creaste solamente
para la felicidad y la alegría! D ím do, antes de que esta boca se
cierre, devorándome a la lu z de los astros. ¡Que no me hunda en
esta cueva sin saberlo! ( E l h o m b r e mira hacia lo alto en el ins-
tante en que se apagan las estrellas·)
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — ¿Ves? Se han apagado las estrellas.
¿Comprendes? (El. h o m b r e se encoge Je hombros, sin entender.)
E n m í todo es secreto. ¿Por qué voy a revelártelo a ti?
E l h o m b r e . — Arderé odiándote, Señor.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o *. — Hablas como los ángeles caídos· Pero

48
El hombre deshabitado

aun eres menos que el últim o de todos: ¡un simple hombre con'
denado! {A um enta el hum o mientras L a t e n t a c i ó n se hunde
m u y lentam ente.)
V o c es s u b t e r r á n e a s . — ¡Señor! ¡Señor! ¡Señor!
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Oye sus voces: me llaman para malde­
cirme.
E l h o m b r e . — Yo tam bién te maldigo.
E l v i g i l a n t e n o c t u r n o (cogiéndole por el cuello de la chaqueta
y haciendo ademán de levantarlo para arrojarle por la boca da
la alcantarilla) · — Ya no eres de este mundo. T u alma ya es
desprecio de las llamas. Ahora va a arder tam bién tu cuerpo.
( Despacio , lo hace descender.)
E l h o m b r e . — Eres injusto.
E l v ig il a n t e n o c t u r n o . — Sé m uy bien lo que hago.
E l h o m b r e . — Te aborreceré siempre.
E l v i g i l a n t e n o c t u r n o . — Y yo a ti, por toda la eternidad- (D·"*-
aparce E l h o m b r e . La boca arroja una espesa columna de hum o
negro. E l v i g i l a n t e n o c t u r n o lo ahoga , echándole la tapa·
Luego , la cierra, dándole varias vueltas a su llave.) Así. Mis ju i­
cios son un abismo profundo. (A oscuras, en silencio , desaparece
por el fondo.)

te ló n

4i)

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