Está en la página 1de 42

Los infiernos de la mujer… y algo

más
Rima de Vallbona
La tejedora de palabras*
A Joan, quien desde hace siglos se aventuró por los mares de la
vida creyendo que iba en pos de su propia identidad, cuando
realmente buscaba, como Telémaco, al Ulises padre héroe que todo
hombre anhela en sus mocedades.

Y hallaron en un valle, sito en un descampado, los palacios de Circe,


elevados sobre piedras pulidas. Y en sus alrededores vagaban lobos
monteses y leones, pues Circe habíalos domesticado administrándoles
pérfidas mixturas.
Homero

El violento fulgor veraniego de los ocasos de Houston estalló en mil


resplandores rojizos en su hermosa cabellera, la cual lo dejó deslumbrado
por unos momentos; era como si hubiese entrado en una zona mágica en la
que ni el tiempo, ni los sentidos, ni la realidad tuvieran cabida alguna. Ella
se dirigía hacia el edificio de lenguas clásicas y modernas cuando Rodrigo
tuvo la fugaz visión suya de espaldas, aureolada por el brillo de una nunca
antes vista frondosa mata de pelo. Iba cantando — o eso le pareció a él —
con una voz tan melodiosa, que por unos instantes se suspendieron sus
sentidos y quedó petrificado.
— ¿Qué te pasa que te has quedado ahí alelado como si hubieras visto un
fantasma o un ánima de ultratumba? — le preguntó Eva, mientras la de los
hermosos cabellos subía con aire de majestad los tres escalones de piedra
del edificio.
— ¿Quién es? — le preguntó Rodrigo señalándola con un gesto de la cabeza.
— ¿Quién va a ser? ¡Si todo el mundo la conoce! Es la profesora Thompson,
la de clásicas.
Todo quisque en la U sabe de sus excentricidades. Ella es precisamente la
profe por la que me preguntabas ayer, cuando te matriculaste en su curso.
Al abrir la puerta para entrar en el edificio, girándose repentinamente, ella
fijó en Rodrigo una mirada de cenizas con ascuas. Fue cuando el resplandor
de sus cabellos se apagó. Entonces él no pudo dar crédito a sus ojos, pues
superpuesta a la imagen de criatura divina, se le manifestó de pronto como
un ser grotesco: la juventud que antes había irradiado brillos mágicos en la
luz de sol de los cabellos, en un santiamén se trocó en un marchito pelaje
color rata muerta, grasienta, sucia. Lo que más le impresionó es que pese a
la distancia que lo separaba de ella, le llegó a él un intenso y repugnante
olor a soledad, a total abandono, como de rincón que nunca se ha barrido ni
fregado. Sintió náuseas, lástima, miedo...
— Da pena verla — siguió comentando Eva — Viene a la U en esa facha de
trapera, como las “bag-ladies” que con la situación escuchimizada de hoy y
la derrota de sus vidas, llevan cuatro chuicas en una bolsa plástica, hacen
cola en Catholic Charities y se pasan hurgando en los basureros. Sucia,
despeinada, sin maquillaje alguno, el ruedo de la falda medio descosido, ¿no
la viste?, así viene siempre a clase.
Rodrigo agregó:
— Camina con desgana, como si ya no pudiera dar un paso más en la vida y
se quisiera perder en el laberinto de la muerte...
— Mejor dicho, en las regiones del Hades, donde habita el clarividente ciego
Tiresias, explicaría la profesora Thompson, cargada como tiene la batería de
añeja literatura y mitos griegos.
— ¿No estás tomándome el pelo, Eva? Este espantapájaros con figura de
mendiga no puede ser una profe... y menos de clásicas.
____________________________________________________________________________________
_
*Publicado en The American Review (Houston, EE.UU.)3 – 4 (Otoño –
Invierno, 1989): 35 - 42

— ¿Pintoresca tu profesorcita, eh? Verás las sorpresas que te guardan sus


clases, Rodrigo—. Muerta de risa, Eva se alejó hacia el edificio de filosofía
mientras le recomendaba andarse con cautela con la profesora Thompson
porque... ¡a saber por qué!, pues las últimas palabras las borró en el aire el
traqueteo del camión que pasaba en ese momento recogiendo la basura.
Como si la profesora Thompson adivinara que hablaban de ella, en un
instante fugaz la divisó Rodrigo mirándolo con fijeza detrás de los cristales
tornasolados de la puerta. El no sabía si los reflejos del vidrio, al influjo del
sol poniente, habían vuelto a jugarle una mala pasada; lo cierto es que cayó
de nuevo presa del embrujo de la primera visión de ella: se le volvió a
manifestar en todo el esplendor de su abundante y hermosa cabellera
orlada de fulgores mágicos que le daban una aureola de diosa, como salida
de un extraño mundo de fantasías.
A partir de entonces, siguió apareciéndosele a Rodrigo en su doble aspecto
de joven embrujadora / vieja hurga basureros. El fenómeno ocurría aún
durante las clases. Al principio, temiendo que los efectos de esa doble
obsesión quimérica afectaran sus estudios, Rodrigo se vio tentado a dejar el
curso sobre Homero. Sin embargo, una misteriosa fuerza venida de quién
sabe dónde, incontrolable, lo hacía permanecer en él. Para justificarse, se
repetía, sin convicción alguna, que tenía razones muy sustanciosas: ante
todo, curiosidad. Sí, curiosidad, porque en el diario contacto con sus
compañeros esperaba que alguno de ellos le revelase a él que también
padecía de tan extravagantes espejismos; pero por lo visto, nadie a su
alrededor mencionaba nada tan absurdo como el mal que lo estaba
aquejando a él. Sus compañeros se complacían en poner en relieve sólo la
descharchada figura de mujer que ha llegado a los límites, al se acabó todo
y ya nada importa más. No obstante, todos reconocían que como pocos
profesores, la Dra.
Thompson daba unas clases fascinantes durante las cuales volvían a cobrar
vida Ulises, Patroclo, Nausica, Penélope, Telémaco, Aquiles.
En efecto, mientras ella exponía la materia, era imposible escapar al
hechizo de aquel remoto mundo, el cual se instalaba en el espíritu de
Rodrigo como algo presente, actual, que nunca hubiese muerto, ni moriría
jamás. En varias ocasiones Rodrigo experimentó muy en vivo que en vez de
palabras, la profesora le iba tejiendo a él — sólo a él — la "divina tela" (tela
tejido textura texto); ligera, graciosa y espléndida labor de dioses que había
venido urdiendo la "venerable Circe" en su palacio, también hecho por
Homero de puras palabras. En clase, enredado en la hermosa trama que ella
iba tejiendo con palabras, palabras y más palabras, Rodrigo se sentía feliz,
más cómodo que moviéndose en su realidad de fugaces amoríos, de
conversaciones fútiles, de películas violentas y eróticas, del dolor de haber
sorprendido las infidelidades de su imperial padre, de la sumisión dolorosa
de su madrecita tierna, benévola, resignada; también de las noticias
alarmantemente feroces que lo atacaban por doquier desde el periódico, la
radio, la tele, los mismos textos universitarios. La clase sobre Homero era
para él un paraíso perfecto donde sorbía embebido el frescor de aquel río de
palabras que arrastraba consigo todos sus pesares, angustias,
preocupaciones, y lo dejaban limpio y prepotente como un héroe homérico.
Así fue como la profesora Thompson captó el efecto mágico que producía
sobre Rodrigo la urdimbre de sus palabras. Sin perder ocasión, lo colmó de
palabras para hacerle saber que ella lo comprendía; le escribió al pie de los
ensayos que ella le corregía, en las traducciones que él le entregaba como
tarea cada semana y a veces en papelitos clandestinos. Las primeras notas
pusieron énfasis en sus cualidades:
Rodrigo, por lo que dices y escribes en clase, observo que eres muy
inteligente; más que la mayoría de las personas. Lo raro es que también tu
sensibilidad e intuición te permiten percibir datos sofisticados y
multidimensionales que los demás no alcanzan ni a adivinar. Lo ignoras,
pero en tu caso ocurre el fenómeno rarísimo de conjugar íntegramente el
poder creativo e innovador de lo intuido y el analítico de la razón resuelve
problemas. ¡Y yo, que siempre me he creído más inteligente y capaz que los
otros (perdona mi arrogancia)! Ante ti experimento la impresión de que has
venido a mi vida como uno de esos héroes míticos que estudiamos y que
aparecen para romper con todas las reglas de lo normal y corriente e
instalarse vencedores en el centro del mundo. Lo que te digo es una verdad
que debes imponerte y de la que debes sentirte orgulloso, como yo lo estoy,
porque juntos, los dos formamos una pareja separada del resto de la raza
humana. Y por favor, no hagas esfuerzos — los cuales serán vanos — por
escapar a ese destino, como estás intentándolo desde que te conocí.
Rodrigo no salía de su asombro ante tal análisis, el cual denotaba un gran
interés en su persona. Además, le pareció que la profesora entendía aquel
"destino" plantado en medio del papel, en el rígido e inapelable significado
griego y que ella, quién sabe por qué hechicera capacidad, le advertía el
contenido de su oráculo. Para complicar más las cosas, en carta adjunta al
ensayo sobre el descenso de Ulises al Hades, ella le escribió:
Por lo mismo que eres tal como te analicé en otra ocasión, es muy difícil que
encuentres una respuesto simple a tu obsesiva pregunta de quién eres. No
olvides que cualquier respuesta satisfactoria será siempre muy compleja.
Recuerda lo que el existencialismo afirma, que cada uno es lo que escoge
ser. Ulises escogió ser héroe. Tú te debates entre la aventura ilimitada de
Ulises y las reducidas demandas inmediatas del joven Rodrigo, atrapado en
los avatares superfluos de la vida burguesa de su familia, la cual no le calza
en nada. Yo, en tu lugar, estaría furiosa por la injusticia cometida por la
familia que se roba hasta la libertad de sus miembros con frívolas
imposiciones y demandas; por pequeña que sea la libertad de cualquier ser
humano, todos tenemos el deber ineludible de defenderla si no queremos
quedar alienados.
Sin ton ni son, siguió pasándole notitas. En una de ellas hacía énfasis en la
desesperada necesidad (así, subrayado) que él tenía de establecer una sana
y completa relación íntima con alguien. Lo curioso es que Rodrigo nunca
aludió a eso ni a nada de lo que ella decía, aunque se vio forzado a
reconocer que había un gran fondo de verdad en lo que ella conjeturaba. Sin
duda alguna la mujer tenía algo de hechicera o se las sabía todas en el
campo de la sicología. Entre otras cosas, ella le dijo que le daba lástima
verlo tan impotente para proteger de las imposiciones de su familia lo que
era para él inapreciable, como la íntima e íntegra relación con alguien.
Agregó que le destrozaba el corazón, porque de alguna manera el
cumplimiento de su destino (¡y dale con el destino!) rompería las amarras
con los principios pequeñoburgueses de su familia. Acompañando la notita,
en sobre aparte, y para mayor sorpresa de Rodrigo, venía la llave de su casa
y un mapa: "Este es el mapa que te llevará, muchacho querido, a través del
laberinto de autopistas de Houston hasta mi morada salvadora de la muerte
existencial que te imponen ellos, los que diciéndote que te quieren, te están
destruyendo", puso al pie del mapa.
A partir de entonces la profesora Thompson no perdió oportunidad para
escribirle papelitos de toda clase, en los que analizaba con agudeza la
idiosincrasia de Rodrigo: la intensidad de sus problemas y emociones, su
sensibilidad exacerbada, no comprendida por muchos que hasta lo llamaban
neurótico, sicópata, en fin, todos esos membretes que se le ponen a la
conducta que no se comprende por qué está fuera de los alcances de las
inteligencias comunes. En otra carta le decía:
No temo de manera alguna la intensidad de tus emociones y arrechuchos y
por lo mismo prometo no abandonarte jamás. Has de saber, Rodrigo del
alma, que conmigo puedes desplegar la amenazadora gama de tus
pensamientos, iras y emociones. Yo te comprendo y comprendo tu
frustración. Conmigo podrás ventilar todo lo que has vivido reprimiendo por
temor a malentendidos.
Te sobran razones para creer que lo que ves, percibes, piensas, sientes, es
equivocado. Sin embargo, nada de eso es equivocado, sólo diferente a lo
que los demás ven, perciben, piensan y sienten. Debes tener más fe en ti
mismo, Rodrigo, muchachote tan de mi alma. Has de saber que mi tarea a
tu lado es la de trasmitirte, infusionarte, saturarte de fe en tu talento y en la
extensión de tu potencial. La otra tarea mía consiste sobre todo en librarte
de tu familia y de las absorbentes obligaciones sociales que ellos te
imponen; te prometo cortar del todo las amarras que te tienen maniatado y
no te permiten entregarte a mí. La última de mis tareas reclama que tú y yo
gocemos de momentos privados y que vengas a verme cuando las
presiones del mundo exterior te hagan daño, para que ventiles tus
frustraciones y pesares conmigo. Tú no lo quieres reconocer, pero desde el
día que te vi a través del cristal de la puerta del edificio de lenguas, capté
en tu mirada un anhelo intenso de morir, de acabar con tu preciosa vida
para siempre. Desde entonces, mi amor por ti ha ido creciendo y creciendo.
Y porque te amo, Rodrigo, mi Rodrigo, porque has llegado a ser todo para
mí, lucharé a brazo partido y hasta daré mi vida entera por salvarte de ti
mismo.
Al leer aquello, Rodrigo siente que un raro vacío se ubica en su ser y que la
vergüenza, el rechazo, la rabia, el desprecio hacia la vieja hurga basureros
se apoderan de él. Sin embargo, el penetrante olor a soledad que despide
ella le recuerda (¡extraña asociación sin fundamento!), la soledad de su
frágil madrecita siempre empequeñecida por el fulgor juvenil de las
amantes de su padre. Entonces se le viene al suelo el ánimo que lleva para
dejar la clase de Homero, para enfrentarse a la profesora Thompson y
gritarle las cuatro verdades de que se mire en un espejo y compruebe que
con su imagen cincuentona, surcada ya de arrugas, sin belleza alguna, es
ridículo pretender seducir a un mozalbete de su edad. Una vez ante ella,
Rodrigo baja la vista y el aprendido código social de gentiliza hipocresía
disimulo, se le impone de nuevo y sí, señora, ¿en qué puedo servirla?, déme
la cartera que está muy cargada de libros, para llevársela, le abro la puerta,
no tenga cuidado, sabe que estoy a sus órdenes, usted sólo tiene que
mandarme. Así fue como después de una de las clases, y so pretexto de que
con los atracos y violaciones que abundan por los alrededores de Montrose,
Rodrigo la acompañó hasta su coche.
— ¿Dónde estás estacionado, Rodrigo? — le preguntó la profesora
Thompson cuando ya estaba instalada, con el pie en el acelerador.
— A unas cuantas cuadras de aquí, pues hoy me costó encontrar espacio
cerca. Debe tener lugar algún concierto o conferencia para que haya tanta
gente por aquí.
— Te llevo. Entra.
Fue con miedo, mucho miedo, que Rodrigo entró al destartalado Chevrolet
de los años de upa. Las piernas le flaqueaban porque en ese preciso
momento recordó otra de las cartas en la que ella le decía que para
defenderlo de la muerte (¡del Hades!), la cual pululaba en todo su ser, él
debería abandonarlo todo, absolutamente todo y retirarse a vivir con ella en
su mansión (sí, había escrito "mansión" y a él le pareció raro que con esa
facha tan desgarbada tuviera una mansión) de Sugarland, donde sólo sus
gatos le quitarían a ella poco tiempo para dedicárselo sin medida a él. Ahí,
en su mansión, ella le daría cuanto él necesitara y pidiera:
Para darte la paz que necesitas, Rodrigo, sólo para eso te llevaré a mi
paraíso al que nadie más que mi legión de gatos entra ni entrará. Podrás
darles mi teléfono a tus parientes y amigos para no cortar del todo amarras
con el mundo de afuera. Allá, conmigo, verás cuánta paz y dicha
alcanzaremos juntos, porque sabes que te amo con un amor rotundo y total,
como nadie te ha querido antes, ni siquiera tu madre.
A Rodrigo no le cabía duda de que ella era una hábil manipuladora de
palabras, palabras que iba tejiendo a manera de una tupida red en la que él
se iba sintiendo irremisiblemente atrapado, como ahora dentro del coche.
En cuanto entró, le vino de golpe un violento tufo a orines y excrementos de
gato que lo llenó de incontenibles náuseas. En seguida comprobó que
mientras impartía clases por cuatro horas, la profesora Thompson había
dejado encerrados a dos de sus numerosos gatos que se quedaron
mirándolo con odio y rabia (al menos así le pareció a él cuando atrapaba en
la oscuridad el oro luminoso de sus pupilas felinas... ¿Y si hubiese sido más
bien lástima lo que le trasmitió el oro encendido de sus ojos? ¡Había un
fondo tan humano en su mirada!).
En ese instante, en la penumbra del desmantelado y ridículo Chevrolet ella
volvió a aparecer ante Rodrigo en todo el juvenil resplandor pelirrojo del
primer día. Entonces Rodrigo experimentó con más fuerza que antes que ya
nada podía hacer para defenderse de ella, que de veras estaba atrapado en
la red tejida por ella con palabras, palabras, palabras y palabras, escritas,
susurradas, habladas, leídas, recitadas, palabras, y no, yo quiero irme a
casa, déjeme usted, "señora, se me hace tarde, mis padres me esperan a
cenar", "no seas tontuelo, mi muchachote querido, que ellos sólo te
imponen obligaciones y yo en cambio te daré el olvido y abolición completos
de todo: dolor, deberes, demandas, represiones, ¿ves cómo los vapores de
este pulverizador exterminan el penetrante olor gatuno del coche?, así se
disipará tu pasado en este mismo momento, vendrás conmigo a mi mansión
cerrada para los demás y a partir de ahora, sólo tú y yo, yo y tú juntos en mi
paraíso... nada más que tú y yo y el mundo de afuera eliminado para
siempre..."
***
— ¿Se enteró usted, que desde el jueves pasado, después de la clase suya,
Rodrigo Carrillo no ha regresado a su casa, ni ha telefoneado a su familia?
— le preguntó a la profesora Thompson Claudia, una de las alumnas del
curso.
— ¿Ah? ¡No lo sabía!
— Como acaba de pasar lo de Mark Kilroy y la macabra carnicería... digo, el
sacrificio satánico en Matamoros, la familia Carrillo y la policía lo están
buscando temerosos de que haya sido otra víctima de los narcotraficantes.
— Se teme lo peor, dicen los periódicos, y lo malo es que no han dado con la
menor pista — con voz llena de ansiedad, comentó Héctor, el amigo íntimo
de Rodrigo —. Sólo saben por nosotros que estuvo el jueves en esta clase y
que después ni siquiera entró en su convertible que encontraron
estacionado en el mismo sitio donde lo había dejado al mediodía, cuando
regresamos juntos de tomar un piscolabis. Como antier se descubrió por
estos barrios otra banda de traficantes de drogas que también practicaban
cultos satánicos, se imaginará usted cómo está de angustiada la familia.
— ¿No la interrogó a usted la poli como a nosotros?
— Oh, sí, sí, pero qué podía decirles yo? Rodrigo debe estar con alguno de
sus parientes de Miami, de quienes se pasa hablando. Tengo la corazonada
de que esté donde esté, no corre peligro... ningún peligro. Sigamos con
Homero. Comentábamos el pasaje en el que Ulises y sus camaradas
llegaron a la isla Eea.
Héctor fijó la vista en el libro donde se relata cómo los que se alejaron de la
nave oyeron a Circe que cantaba con una hermosa voz, mientras tejía en su
palacio "una divina tela, tal como son las labores ligeras, graciosas y
espléndidas de los dioses..." Al posar de nuevo la mirada en la profesora
Thompson, no podía dar crédito a sus ojos: en lugar de la mujerota alta,
fornida, jamona, desaliñada, en la penumbra de la vejez, de rasgos duros y
amargos, apareció ante él ¡increíble!, ¿estaría soñándola?, como una bella y
atractiva joven de abundante cabellera rojiza — aureola rubicunda que le
daba un aire de diosa prepotente. Además, en vez del vozarrón al que él se
había habituado, con voz melodiosa que a sus oídos parecía un cántico
divino, ella seguía relatando cómo los compañeros de Ulises fueron
convertidos en puercos por Circe, "pues ahora ellos tenían cabezas,
gruñidos y cerdas de puerco; eran puercos en todo, menos en la
inteligencia, que mantenían igual que antes. Entonces ahí fueron
miserablemente encerrados en la pocilga".
Houston, 2 de mayo de 1989

El secreto mundo de abuelita Anacleta*


A Christelia y Nicolás, con amistad y agradecimiento.
Hoy es un día que nunca antes tuvimos, que que nunca más tendremos de
nuevo. Surgió del inmenso océano de la eternidad y de nuevo se hunde en
su insondable abismo.
Talmage
En la inmensidad oceánica de la cama barroca encuadrada por frondosas
columnas retorcidas, debajo de las sábanas y del ampuloso edredón, desde
muchos años atrás naufragaba el bultito insignificante al que quedó
reducida la nonagenaria abuelita Anacleta. Vista desde la altura de mis diez
años, y quizás a falta de una mayor perspectiva, abuelita Anacleta era sólo
un montículo de huesos y pellejos corrugados. Se pasaba las horas quieta,
moviendo los labios sin cesar, como si estuviera hablando consigo misma.
Por más esfuerzos que hacíamos, ninguno de nosotros lograba descifrar el
infinito barboteo que iba brotando de sus labios. Al principio, con la mismita
paciencia de Job intentamos tender un puente hacia ella, de tal modo que
vivíamos pendientes de su incesante mascullar. Poco a poco nos fuimos
dando por vencidos hasta que llegó el día en el que comenzó a ser tan poca
cosa para nosotros, que le prestábamos más oídos al televisor, a la radio y
hasta al runrún de la cortadora de zacate. Para compensar nuestra
indiferencia y no sentirnos muy culpables, le compramos un transistor de
esos que llaman «Walkman» y sólo oye quien se prende los auriculares en la
oreja. ¡Bendita invención de estos tiempos que hizo el milagroso milagro de
silenciar definitivamente los balbuceos de abuelita Anacleta y despejó para
nosotros los amenazadores nubarrones de la culpa!
Desde entonces, sólo reaccionábamos cuando ella se instalaba de nuevo en
nuestra realidad cotidiana llenando la casa entera con su vozarrón
herrumbrado. Todavía ahora, en el recuerdo lejano, me resulta increíble que
aquel montoncito de huesos y pellejos tuviese tal potencia que hasta hiciera
vibrar el eterno vaso de agua sobre su mesa de noche. Todos vibrábamos
también cuando aquel vozarrón herrumbrado comenzaba a gritar ¡que me
traigan la bacinica ahora mismo!, ¡agua, un vaso de agua con hielo!, ¡que
venga Norma a arreglarme las sábanas!, ¿qué pasa que nadie viene?, ¿se
creen que estoy pintada en la pared? ¡Qué sé yo cuántas impertinentes
demandas de capitán al frente de un ejército se pasaba haciendo cuando le
daba la real y santa gana de sacar su presencia del silencio de las sábanas!
Su vozarrón herrumbrado salía de la interminable cama barroca hecho un
poderoso proyectil que apuntaba certero a cada uno de nosotros: a mí me
atravesaba el cuerpo y se me volvía remordimientos en la médula de la
conciencia, los cuales hostigaba la pregunta de si mi deber no era el de
llorar sin tregua el drama de aquel cuerpecillo tirado como un trapo
inservible sobre el lecho, y al que se le integraba el alma sólo para volverse
un vozarrón despótico.
Para mamá, el vozarrón herrumbrado de la abuelita Anacleta representaba
la sentencia indefinida de permanecer a su vera leyéndole en voz alta: al
principio, sólo las sagradas escrituras; pero, para sorpresa nuestra, comenzó
a exigir no sólo los clásicos de siempre, sino también autores más actuales.
Eso sí, que fueran enjundiosos, porque si no, se los arrancaba de las manos
a mamá y los tiraba con rabia contra la pared:
-¡Porquería de escritores que nos toman el pelo pasándonos jarabe de
palabrejas muy bien puestas y engalanadas para encubrir su estupidez!
¡Paja, paja, paja!, decía Unamu-no. En verdad abuelita Anacleta se las traía
con la lectura y mi pobre mamá, aunque le complacieran los libros y sus co-
mentarios, se pasaba en un puro sobresalto porque en la de menos emergía
de las sábanas el vozarrón tiránico echando maldiciones contra el autor, o
contra algún personaje, o contra mamá, quien de puro cansada se dormía
en medio de la lectura:
_____________________________________________________________________________
*Incluido en la antología de cuentos hispanoamericanos publicados en
inglés, Beyond The Border. Pittsburg: Cleis Press Inc. 1991: 190 – 202.
-¡Parece mentira que a tus años estés cansada! ¡Aprende de mí, pura vida,
y con casi un siglo a cuestas! La gente de hoy es una caquita envuelta en
papel de seda de tan pobre ánimo que tienen. A mamá no se le ocurría ni
chistar porque abuelita Anacleta no le prestaba oídos a nadie y menos a su
propia hija.
Para Norma, la nieta samaritana, el vozarrón de la abuela era una orden de
comando que la ponía en inmediato y eficiente movimiento hacia el
montículo de huesos y pellejos corrugados y entonces se soltaba desde la
cama la ametralladora de tráeme la bacinica y llévate la palangana y las
toallas pues ya me lavaste bien, ¡no seas chambona, criatura!, y arréglame
bien esta condenada cama que es mi único refugio y mi reino de todo el
día... Porque una está aquí engurruñada creen que una es un estorbo, que
ya no sirve para nada ¡y se equivocan!, recordar que mañana cumplo
noventa años y yo en esta casa represento la voz del saber y de la
experiencia.
Así lo creíamos todos, hasta papito, pues ella siempre, antes de que
ocurriera algo, tenía la clarividencia de preverlo y precavernos:
Predijo el desastre de matrimonio de Anselma con ese tal Rogelio
-buscafortunas, quien no sabe hacer otra cosa que pasársela peinando la
culebra. También predijo el desastroso final de los negocios de papito y de
veras, todo resultó tal cual.
En suma, abuelita Anacleta, era un puñadillo de huesos y carne, con un
vozarrón herrumbrado que hacía retumbar la casa y sus habitantes y una
mente despejada y previsora cuando le daba la real gana meter la cuchara
en nuestros asuntos, porque cuando no, aunque se lo rogáramos, se
emperraba en darnos el silencio por respuesta. Así la habíamos aguantado y
así la habíamos querido siempre. Ah, por poco olvido que sumado a su
clarividencia, estaba su conocimiento, al dedillo, de las noticias del día.
Tanto, que cuando le daba la real gana hablar, se refería a Gorbachov como
si fuera su vecino y hasta llegó a afirmar que se estaba volviendo rusófila,
por no decir marxista, pues se pasaba despotricando contra los despilfarros
del capitalismo mientras se erigía en la defensora número uno del
proletariado; comentaba con pelos y señales la exterminación de las zonas
forestales del Brasil; de la hambruna del África; del Canal de Panamá y su
historia. Además, estaba informada de cuántos goles habían metido
Maradona, Pelé, y sepa Judas qué otros renombrados futbolistas. Una vez
me contó la abuela que según Virginia Woolf, para que una mujer escribiese
novelas y cuentos debería poseer dos cosas: dinero y un cuarto propio para
ella sola:
-¡Inútil empeño, porque los hombres siempre nos arrebatarán ambos
derechos para seguir como amos y señores nuestros!, era su repetida y
desconsolada letanía. -¿Se han fijado que apenas si hay compositoras en el
mundo de la música? Podríamos contarlas con los dedos de las manos. Se
explica, se explica... La música se hace sentir por el sonido, mientras la
pluma corre silenciosa por el papel de las escritoras, quienes a escondiditas,
y como si cometieran un pecado mortal, desafían al hombre con sus libros.
Sabíamos que el transistor «Walkman», cuyos audífonos llevaba pegados a
las orejas como un par de sanguijuelas, era la rica fuente de su
conocimiento, porque jamás quiso un periódico ni se dignó mirar el
televisor.
Marcos fue el de la idea de obsequiarle para su cumpleaños dos bolos,
negrititicos, relucientes como el suelo del zaguán que se pasaba lustrando
Chelita, la criada, con el mismo esfuerzo de Sísifo. Muertos de risa por la
travesura e imaginando el asombro de abuelita Anacleta al verlos, los
metimos en una caja a la que pusimos un bello papel rosado de niño recién
nacido con un monote del mismo color.
-¡Y cuidado, Sonia, con ponerte al lado de abuelita Anacleta, porque en uno
de los arranques suyos, la fuerza que tiene en la voz se le puede pasar a la
mano. ¡Zas!, te tira los bolos encima y te deja patitiesa de un golpazo. ¡A
salvar el pellejo, se ha dicho, no te olvides!- me advirtió Marcos con aire
protector de hermano mayorcito. Yo, enternecida, se lo agradecí, porque
para ver mejor a la abuela, siempre me trepaba sobre el colchón o en el
marco que bordeaba el somier.
-¿Te imaginas, Marcos, con lo gurrumina y flacuchilla que soy, cómo
quedaría aplastada bajo los bolos? ¡Una cucaracha sería mucho en
comparación!
Era tan incontenible el gorjeo de nuestras risotadas, que no podíamos ni
atarle el lazo al regalo. Al día siguiente, el del cumpleaños, hora tras hora
fue una fiesta anticipada para nosotros dos ir saboreando de antemano el
efecto de nuestra travesura.
Sin embargo, para sorpresa nuestra, aquellos bracillos huesudos de pellejo
apergaminado, tomaron los bolos como si no pesaran casi nada. Marcos y
yo nos miramos aturdidos, preguntándonos si por error, en vez de los bolos,
habíamos puesto en la caja algún objeto liviano, pero sin duda alguna
ambos sabíamos de sobra lo que había dentro. Ibamos de sorpresa en
sorpresa, pues cuando nos habíamos ubicado muy a salvo de sus coléricos
arrechuchos tiracosas, al abrir el regalo, su cara se iluminó como si en ese
momento contemplara el Santo Grial y aquel regalo pusiese fin a una
búsqueda interminable.
-¡Aja!, esto, precisamente esto es lo que yo quería. ¿Cómo lo adivinaron si
nunca expresé mi deseo? En mis mocedades..., bueno, quiero decir, cuando
andaba en los cuarenta, fue mi deporte favorito. En el boliche gané fama
entre los buenos.
A partir del episodio de los bolos, mi madre se liberó de las esclavizadoras
lecturas junto a su camón barroco. No obstante, de cuando en cuando
pasaba por el cuarto para preguntarle si quería que la leyera algo, la
respuesta era drástica:
-¡Diantres y recontradiantres!, ¿no te he dicho que no, pues ha llegado para
mí el momento de la acción? Acción, así como se oye, sub-ra-ya-do.
Todos nos mirábamos preguntándonos qué quería decir con aquello del
«momento de la acción» y la verdad es que no podíamos ni figurárnoslo de
ninguna manera. Hasta que una mañanita soleada y olorosa a azahar, su
voz, de pronto desherrumbrada, sonó por la casa, como repiques de
resurrección:
-¡Norma, traéme el pantalón y el suéter negros con la blusa roja, los de
salir!
¿Los de salir? ¿Cuáles, si hacía unos veinte años se pasaba confinada en el
camón barroco y nunca se había movido ni para sus más elementales
necesidades? No hubo quién no temiera que aquello fuese la señal evidente
de que ya se nos marchaba para el otro mundo, bien trajeadita para que no
tuviéramos que amortajarla.
-¿Y puede saberse adonde quiere ir usted, abuelita Anacleta?-, Norma le
preguntó tartamudeando y con miedo de que le contestara que se iba al
otro mundo. Pero no, sólo le dijo:
-¡Deja de preguntar, majadera! Lávame deprisa y corriendo que quiero salir
prontito.
¡No lo podíamos creer! Dio un salto ágil del camón barroco y se vistió sin
ayuda de nadie. Entonces pensamos al unísono que aquella mujercita de
efímera apariencia, se había vivido torturándonos y esclavizándonos todo
ese tiempo con el fin de conservarnos bajo su dominio; para tener esa
agilidad y cumplir con su plan de larga premeditación, debía haberse
ejercitado durante esos años. En aquel preciso instante nos explicamos los
ruidos de pasos y movimientos que se escuchaban en su recámara a altas
horas de la noche, cuando en el resto de la casa todo era silencio y quietud.-
Hasta creíamos que en su cuarto había alguna alma-en-pena y llamamos al
Padre Baltasar para que la exorcizara. Con razón la abuela se desternillaba
de risa debajo de las sábanas mientras el cura asperjaba paredes y muebles
con agua y latines.
-¿Dónde está la bolera? Marcos, llévame a la bolera en tu Volkswagen.
-Pero abuelita Anacleta, ¿qué va a hacer usted en la bolera?
-¿Sos tonto o te haces? ¿A qué se va a una bolera sino jugar a los bolos,
mocoso del demonio? ¿No me diste junto con tu hermana unos bolos para
mis noventa años? ¿Pues yo, Anacleta Gutiérrez del Castillo los iba a dejar
guardados cuando es el mejor regalo de mi vida? ¡Aviados estaríamos!
Arrea, mocoso, que vamos ya a la bolera. Verás que tu abuelita batirá el
récord mundial y la noticia será el escándalo más maravilloso del momento.
¡Hay que llenar el mundo de maravillas para despoblarlo de tanta brutalidad
y porno como abundan! Además, fíjate en el doble triunfo, pues soy mujer y
nada menos que recontravieja. ¿Te imaginas los grandes titulares de los
periódicos anunciando a los cuatro vientos: «ABUELA NONAGENARIA,
CAMPEONA MUNDIAL DE BOLOS»?
Houston, 28 de enero de 1989
“El corrector de la historia”
La sonrisa que prodigues, te será correspondida.
Sabiduría hindú
La vieja y desvencijada camioneta del vecino, siempre enfrente de la
ventana norte de su casa, poco a poco, día tras día, por años, fue la única
compañera de su yerma vida diaria. Al abrir las ventanas del norte, una
ternura, mezcla de agradecimiento y alivio, se apoderaba de ella: mientras
la camioneta estuviera ahí, sin duda alguna alguien seguía habitando la
desmantelada casona de enfrente. Ese alguien, un hombre solitario como
ella, enteco y tristón como ella, permanecía muchas horas dentro de la
casona. Sólo de cuando en cuando salía para algún mandado, pero
regresaba pronto para hundirse una vez más en las entrañas de la casona.
Ella seguía con ansiedad los movimientos del hombre, idas y vueltas,
entradas y paseos, los cuales eran también, después de todo, los de la
camioneta. Hasta sintió vergüenza de haber llegado a depender de un
objeto tan desmedrado, el cual, para colmo de los colmos, era un artilugio
del mecanismo de los tiempos, ella que despotricaba tanto contra el
materialismo automático del siglo XX, pero ¿por qué avergonzarme si la
camioneta es sólo el símbolo de una presencia que espanta el vacío del
silencio y la ausencia ingrata de toda compañía?, posible salvación a la que
podré recurrir cuando en mi decrepitud poblada de vejez, abandono, sole -
dad, necesite de alguien, pero ese hombre seco y de facciones huesudas, es
inaccesible, ni siquiera sé su nombre, sólo de vez en cuando, buenos días,
hola, adiós y me quedo con la agonía de saber que mi único consuelo pende
de la camioneta, de él, sus-idas-venidas-vueltas-revueltas-paseos-ausencia-
presencia, por la noche, la luz en alguna de sus ventanas aplaca mis
inquietudes, pero sobre todo esa mole destartalada del vehículo, tenerla
enfrente, a veces hecha sombra protectora en las oscuridades de mi existir,
es mi todo, mi salvación, mi garantía de que sigo aquí, de que a poca
distancia de los muros de mi casa hay otros muros y otro cobijo de otro ser
que respira y vive como yo... La vejez es amarga porque después de darles
juventud y fuerzas a Nacha y Joaquín, cuando ellos se fueron por el camino
remoto de la profesión y el matrimonio, se convirtieron en tarjetas de
onomástica, de Navidad, se volvieron voces en los hilos telefónicos, en hola
mamá, ¿cómo estás?, bien, muy bien, me dieron una promoción, Pepito ya
echó el primer diente, Anita salió la primera de la clase, me premiaron el
proyecto que presenté a la compañía, no, no iremos estas Navidades porque
debo trabajar, a mi colega le han pedido que vaya a Europa a hacer unas
gestiones para la corporación y entonces dejaremos a los hijos con la suegra
y nos iremos las dos parejas juntas, lo sentimos, mamá, esperamos que
pases bien las Navidades y el Año Nuevo porque de seguro vendrán tus
amigas y será alegre, sí, claro, estaremos muy felices y vos también
pasarás muy felices fiestas, chau, te mandan cariños Adriana y tus nietos...
Cuelga el teléfono con el vacío ocupándole todas las cavidades de su
estómago. Entonces vuelve a subírsele la ternura del agradecimiento, pues
ahí enfrente está la camioneta, su única compañera y consuelo diarios. Si
los hijos se fueron, si no hay nada que dure en esta vida y todo pasa y se
va, también la camioneta lleva en sí la amenaza de que un día no vuelva a
estar apostada más frente a su casa y el vecino cese de ser su vecino y se
la lleve para siempre. Miedo. Horror. Angustia... y el deseo de correr a tocar
la puerta del vecino (¿cómo se llamará?), para decirle:
-Oiga usted, comoquiera que se llame, vengo a comunicarle que usted y su
camioneta y la luz mortecina que se ve en alguna de sus ventanas me
prestan compañía, más compañía que las tarjetas y las voces de mis hijos
en los hilos telefónicos y yo me pregunto por qué si usted está solo y yo
sola, no amistamos, aunque únicamente hablemos del tiempo, de la
ingratitud de los hijos, de lo cara que está la vida, de los cambios
maravillosos de la política de Gorbachov en la Unión Soviética, o de la
evacuación de tropas en Afganistán, o de que ya las hojas de otoño caen y
otro año se va volando; o del hambre en África; o de la masacre del
terremoto en Armenia... ¡Podríamos hablar de tantas cosas!, llenar las horas
lentas del día de palabras, palabras, palabras que serían compañía,
anulación de la soledad, cancelación del silencio que anticipa el eterno
silencio de la tumba.
¡Ah, pero en esta sociedad anglosajona yo no tengo derecho a buscar tal
compañía!, aquí nosotros, los de sangre hispana, somos unos histéricos
mediocres muertos de hambre, sin méritos para lograr el tan decantado
sueño americano compuesto por casa, Mercedes Benz, pieles, joyas, obras
de arte, etc., etc., etc., nuestra pequeñez hispánica se hace añicos contra el
concreto, hierro y metal del temple gringo. El hombre de enfrente (¿cómo se
llamará?), al abrir la puerta de su casa me miraría desde la altura rubia de
su orgullo de raza y yo me sentiría una cucaracha humana que no tiene otro
remedio que esconder su soledad de nuevo tras los muros de ladrillo de la
casa, en la que minuto a minuto debo ocultar el temor a los violadores que
rondan por la ciudad con la muerte grangrenándose en sus manos, el miedo
al silencio espeso de cada día, el terror de saber que mi única compañía me
la proporcionan la camioneta y las voces y música de la radio estereofónica,
rara vez el teléfono con una voz familiar, porque cuando intento hablar con
alguien me responde otra máquina, el contestador automático..., ya se
sabe, en estos tiempos siempre, siempre artefactos y armatostes
automáticos, nunca más el diálogo con los otros..., Mirringa es la única que
dialoga de manera elemental conmigo, los maullidos, la misteriosa mirada
que desde su iridiscencia milenaria me dice estar al tanto de mis secretos
íntimos, como si yo misma se los hubiese confiado, el movimiento sinuoso,
sensual, de su cuerpecillo elástico, me proporcionan el único espacio de
afecto y comunicación..., ¿habrá soledad más solitaria que la mía?..., ¿y si la
camioneta nunca más se estacionara ahí enfrente?...
***
Con la primavera llegaron las vacaciones y ella se fue a pasar varias
semanas con sus dos nietecitos, los hijos de Nacha, en las playas de Padre
Island, tregua muy merecida por la intrepidez con la que confrontaba el
vacío monótono de su existir.
Al cabo de las vacaciones, regresó decidida a establecer de una vez por
todas contacto con el vecino de la camioneta. ¡Qué importaba ya si él
pensara mal de ella precisamente por su índole hispana! Cuando se vive en
una situación límite, eso, ni nada importa un comino. El náufrago se agarra
del más endeble objeto flotante para salvarse y ¿por qué ella no iba a
visitarlo con una tarta de nueces, de ésas que le salían de chuparse los
dedos?, y no sabe usted, ¿señor...?, ¿señor qué...?, bueno, pues don Fulano,
lo que representa para mí su camioneta, sí, dije su camioneta apostada
frente a la ventana de mi cocina, es como si estuviera levantado ante mí un
monumento a la solidaridad, al compañerismo, a la amistad, al diálogo, su
camioneta es la esperanza en persona..., más bien una gavilla infinita de
esperanzas..., entre su camioneta y yo hay tal avenencia, que cuando la
veo, me emociono, no, no me crea loca, su camioneta me trasmite
seguridad, estar a salvo de lodo, protegida, porque ella permanece visible
ahí, y durante esos momentos no vivo tan sola porque hemos establecido
un pacto secreto..., pero cuando no la veo..., cuando no la veo, ¡qué
desolación!, ¡qué angustia!, ¡qué desasosiego!, ¡qué de vueltas y revueltas
sin sentido por la casa, atemorizada por el menor ruido que acuse la
presencia criminal de violadores, ladrones, asesinos, qué se yo!, más que
nada le temo al retumbar sin ecos de mi corazón que palpita desaforado por
los desiertos paisajes de mi soledad, ¿se percata de lo que significa su
camioneta, digo, tenerlo a usted viviendo ahí enfrente, percibir de cuando
en cuando en el recuadro de una ventana de su casa alguna lucecita que se
enciende durante la noche, alguna persiana que se levanta durante el
día?..., el ruido de la camioneta al arrancar usted para salir por un rato, o a
su regreso, el anhelado runrún del motor al frenar ante mi cocina, es el más
hermoso himno de gloria y paz, todos los ángeles del cielo en coro no me
regalarían emociones tan intensas, hasta me he preguntado con un nudo en
la garganta, qué me sucedería si usted y su camioneta no volvieran a estar
más en ese espacio salvador de mi diario vivir.
Toda su decisión se le quedó agarrotada en el alma cuando a la distancia
divisó la casa del vecino, pero... la camioneta, no..., sólo muchos
automóviles estacionados y un bullir de gentes que entraban y salían,
alguna fiesta quizás y guardó la camioneta para dar espacio a otros
vehículos, aunque desde hace mucho, mucho, no celebra fiestas..., antes,
de vez en cuando...
Sin embargo, al llegar a su casa, comprobó que de fiesta, nada, puesto todo
aquello tenía un aire de luto que ella masticaba con anticipada amargura.
Sin meter siquiera las maletas en su casa, en un santiamén y con el corazón
en la garganta, abordó al primero que se le cruzó en el camino y le
preguntó, la voz hecha un hilillo de miedos:
-Ayer encontraron a Mr. Hamilton ahorcado-, fue la respuesta que recibió. -
¿Usted es su vecina?
-¿Mr. Hamilton? -¡Mr. Hamilton se llama!... Se llamaba..., ahora que lo sé,
está muerto..., y nuestro diálogo en potencia, enterrado...
-¿Es usted su vecina?
Afirmó con un movimiento de cabeza sin poder emitir palabras y
permaneció petrificada, mientras el otro seguía explicando:
-En uno de los bolsillos del cadáver encontraron una larga nota dirigida a
usted, señora. Hable con la ex-esposa que está hoy en la casa recibiendo
visitas de pésame y tratando de ordenar un poco el caos que él dejó. Ella la
pondrá en antecedentes de la nota, pues para él, usted -digo que se trata
de usted, porque se refería a la vecina de enfrente, quien también vivía sola
como él y las otras vecinas tienen familia en sus casas-, digo que para él
usted era su única compañía, ¡compañía!, es absurdo hablar aquí de su
compañía, porque Mr. Hamilton solo adivinaba, a toda hora, su presencia en
la casa por alguna lucecita en el recuadro de las ventanas durante la noche,
las persianas que bajaba y subía durante la mañana y la tarde, su voz
cuando llamaba a la gata, ¿Mirringa?, ¿no se llama Mirringa?-, ella asintió de
nuevo con la cabeza mientras lloraba en silencio-, y sobre todo en la nota
insiste en lo que representaba para él el auto suyo, estacionado ante su
garage... Lo extraño es que no menciona que haya habido amistad alguna
entre ustedes dos, ni nada que se le parezca. Le aseguro que es una nota
rara, porque insiste en que el Toyota suyo, señora, era para él..., sí, creo
que escribió que representaba para él un monumento a la solidaridad, al
compañerismo, a la relación amistosa, al diálogo... La esperanza en vivo,
¡qué sé yo! Remató la nota explicando que su larguísima, interminable
partida le hizo comprender que ya nunca más contaría con su presencia a la
distancia, ni con su Toyota y que la soledad y el vacío, sus únicos
compañeros, se le habían cerrado como una noche espesa en el meollo del
alma, hasta que no pudo más... No pudo más y prefirió, de una vez por
todas, acabar con el infierno asfixiante de la desolación sin remedio.
5 de enero de 1989

El carro de la rutina
There are things that happen between a man and a woman in the
dark.
Tennessee Williams
La puerta se cerró detrás de él. Ella, la novia recién casada; ella, la que ayer
mismo se prendía el azahar en el velo, vestía de blanco y con emoción decía
sí, un sí lleno de júbilo y tan dilatado como el mundo; ella, se incorporó
precipitadamente del lecho nupcial y se puso a hurgar con desesperación el
fondo de la memoria. Con horror comprobó que durante la humilladora y
dolorosa experiencia de la noche nupcial, su memoria había dejado de ser
memoria y había sufrido una degradante metamorfosis: revuelto en el
amasijo de sobras y despojos que él había dejado después de hacer una
carnicería con sus sentimientos, apenas si pudo distinguir el capullo de rosa
que él puso en su cabello una lejana tarde de músicas y dulzores de amor.
La poesía, que a la luz de un ocaso enamorado tuvo forma de corazón,
ahora, también irreconocible, era un amago de turbios presagios. También
estaba ahí, entre tanto desecho, dando acordes distantes, la cajita de
música que de novio él le obsequió con «Polvo de estrellas». Besos, caricias,
paseos por los senderillos del bosque, risotadas llenas de promesas, sueños
para el futuro, todo lo que la llevó a pronunciar aquel sí, el más importante
de su vida, estaba en el fondo de su memoria-basurero donde la misma
noche de bodas, con arrogancias de macho satisfecho, él tiró sin reparo
alguno los minuciosos jirones sangrantes de su yo.
Ante tanto estrago, azorada, al filo del terror y con náuseas que le subían no
del estómago, sino de los abismos más recónditos de su ser, seguía sacando
y sacando despojos del fondo de la memoria. Con desaliento comprobó que
hasta las promesas de paraíso-eternamente-mi-amor-vida-mía, se habían
transformado en nudos de víboras. Cuando alcanzó el poso de su virginidad
desgarrada sin misericordia, al atardecer, llena de angustia, comprendió
que había dado el paso definitivo e irreversible hacia el infierno.
Como escape, ya sólo le quedaba el suicidio. Sin embargo, cuando al final
de la jornada él entornó la llave de la puerta y hola, querida, ¿cómo has
pasado hoy?, le preguntó, ella buscó en lo más generoso y sacrificado de su
ser una sonrisa y dándole un beso en los labios, ¡de maravilla, mi amor, de
maravilla!, le respondió.
Así, para siempre quedó uncida con intrepidez al carro rutinario y esclavista
del matrimonio, como había visto a las demás mujeres, desde la abuela
hasta la madre, pasando por hermanas y parientas y amigas y vecinas y
desconocidas..., todas... las demás. ¡Igual que todas ellas!
Houston, 8 de diciembre de 1988

Los males venideros*


En memoria de mi apreciado amigo Hugo Lindo, maestro del cuento
en Centroamérica.
¿Quién puede preverlo todo? ¿Quién es capaz de precaver los males
venideros?
Tomás de Kempis
En sus sueños más absurdos -desde su infancia se daba a locos fantaseos
como compensación de los ritos monótonos de la realidad-, nunca había
llegado a concebir algo semejante. No podía salir del asombro. Le costaba
pensar que en su propia casa, en el momento en que entró Mr. Congos,
representante de la TWD Business Systems, Inc., había cobrado cuerpo la
exótica cópula de ciencia, técnica, mecánica, imaginación, arte... ¡y
misterio!... ¡Nada menos que en su propia casa! ¿Cómo? Pues en la máquina
de escribir, o procesadora de palabras, o computadora (« ¡Quién sabe cómo
se llama ahora artefacto tan maravilloso! En estos tiempos precipitados
todo cambia de forma, de nombre y de función, siempre abriéndose hacia el
infinito. Los nombres que antes, desde los orígenes hasta hace sólo unas
cuatro décadas, se aferraban a las cosas y eran uno y carne con ellas, sepa
Judas por qué ahora cambian en un abrir y cerrar de ojos, como mudarse de
traje. Quizás esté envejeciendo a grandes trancos y por eso me resisto al
cambio, como mis padres, como mis abuelos, claro que las cosas se
transforman como las máquinas de escribir. Hay que aceptarlo. Es progreso,
pero aceptarlo equivale a reconocer mi derrota. Vivir es un milagro que
cada día me aturde más: ¿qué chirote!, justo días atrás se celebraron los
cuarenta años de la invasión a Normandía... "D-Dayn... Y el mismo martes,
otro prodigio: entró en mi casa la máquina de escribir que es la
convergencia de mundos tan dispares, tan irreconciliables. ¿Quién lo iba a
decir!»).
Cuando la trajo Mr. Congos, representante de la TWD Business Systems,
Inc., («¿Lo que son las cosas!, ya ni el pan ni la leche traen a las casas
desde hace añales. Ah, pero una máquina de escribir, recién salida de la
fábrica, oliendo a nueva y a oficina y a papelería y a tintas, sí me la traen y
la depositan en el escritorio como si fiera porcelana fina. Basta de
divagaciones. Por lo visto la maldita máquina me hace desvariar...»), pues
repito que cuando la trajo Mr. Congos, le demostró cómo utilizar todos esos
minuciosos y complicados botones -ni teclas se pueden llamar. Además, le
explicó que ésta es «en los últimos veinte años la culminación de la
tecnología electrónica debido a su alta precisión y al número ilimitado de
programas que admite». Bueno, eso lo dice del producto todo el que anda
vendiendo mercancía.
Su entusiasmo no tuvo límites cuando supo que ya nunca más habría de
emborronar cuadernos con su caligrafía de patas-de-cucaracha, porque
todas las tramas de sus cuentos y novelas quedarían almacenadas en esa
monumental memoria de la máquina de escribir. Además, por esos días se
cansaba pronto y fácilmente olvidaba lo que iba concibiendo en la
imaginación; sin duda alguna era un alivio saber que podía contar con una
memoria todopoderosa. Fue difícil el aprendizaje, pero después, todo se
volvió tan fácil que resultaba increíble pensar que en una pantalla de
televisor quedara la escritura mágica de un cuento y ella tuviera el privilegio
de corregir, pulir, cambiar, agregar, tachar, eliminar, pasar
automáticamente un párrafo de aquí a allá o acullá, sin temor a perder
nada. ¿Cómo había podido vivir hasta entonces haciéndoles punta a los
lápices y garrapateando papeles sin ton ni son? ¿O repitiendo en la otra
máquina esta página o aquella hasta que el cuento o la novela quedaran
como quería? Y los pobres escritores de antaño, ¡vaya trabajito el que
tuvieron para hacernos llegar su inmortal escritura!
_____________________________________________________________________________
*Publicado en Alba de América (California, EEUU), 2-3 (1984): 221-
27.
Pronto terminará de archivar en la memoria del monstruo electrónico un
cuento que hace una semana había venido tramando: «Los males
venideros». («¿Raro!, yo que siempre pongo los títulos de último. Este será
el primer título vacío que ahora voy llenando poco a poco de contenido.
Hinchándolo. Me cuesta encontrar títulos sugerentes. Barajo, barajo, barajo
palabras y más palabras, pero todo en vano. Es la primera vez. Siempre hay
una primera vez, ¿no? Los otros cuentos salieron muy bien, "Cosecha de
pecadores", "Más allá de la carne", todos, ¡qué se yo!, están ahí registrados
en el abismo de esa memoria mecanizada. Ahora a "Los males venideros"
he de darle un remate digno de lo que ya llevo escrito. La verdad, no sé
cómo acabarlo y es que... no puedo romper mi ritual de años y años: para
sentirle el pulso a lo que escribo, necesito verlo en la página, oler el papel,
la tinta o el grafito, ver en blanco y negro lo que maquino. Esta pantalla
parece un muro fantasmal que se alza entre mi creación y yo. Es como si lo
que escribiera en la pantalla, no fuera mío. Cada vez más ajeno, mientras
van avanzando las líneas. Ahora, imprimirlo y a ver qué sale, qué vomita
este artefacto memorioso. ¿Y si no registró todo lo que le fui tecleteando al
vuelo de mi imaginación?»).
El primer sobresalto ocurrió cuando reprodujo su propio nombre para
localizar en el fondo de la memoria electrónica su expediente de cuentos.
En la pantalla, una línea más abajo, apareció en letras mayúsculas: RITA
CRESO NO HA SIDO CREADA TODAVIA. Sobrecogida, se palpó con angustia
el cuerpo porque de pronto su ser entero había dado una voltereta en la
nada más brutal. Pronto se repuso del vértigo y hasta se rio de su estúpida
estupidez («Fallos de la mecanización, eso es todo. La máquina no ha
digerido todavía mi nombre de pluma»).
Entonces busco el MENU y entre todo lo que servía la pantalla de la
computadora escogió el número 4- IMPRIMIR EL TEXTO. En un santiamén el
monstruo electrónico comenzó a tecletear solo con tal velocidad, que ni la
más avezada mecanógrafa lograría jamás alcanzar. ¡El embrujo inevitable
de la mecanización!: poder descansar mientras la máquina sólita va
tecleteando y reproduciendo completo el rico mundo de la imaginación. Y
como ella está en ese preñado., momento del proceso creativo, prefiere
divagar, mirar por la ventana de su estudio, mientras ve caer las hojas del
otoño cómo van cayendo sus años, lenta, reposada, calladamente, en la
intensa soledad de su vida. Cinco hijos que ya se han ido, unos a lejanas
universidades, otros a probar las alas, todos en su propio mundo... como
ella. Y la casona, antes llena de risas, voces, gritos, llantos, nanas,
canciones, portazos, ¡qué sola, qué vacía, qué hueca está... como ella
misma! Piensa entonces que los crímenes proliferan como las lluvias de
octubre.
-Cuando desperté y vi aquel hombre reclinado sobre mi cama, mirándome
fijamente, creí que era una pesadilla, pero no, era la realidad. Me dijo que
no chistara si quería salvar el pellejo y ahí mismo me violó, qué se yo
cuántas veces...-, las palabras de la señora Reyes, ayer, en el consultorio
médico, la tienen obsesionada, la persiguen. («Hoy nadie está a salvo ni en
su propia casa. En Warren County escaparon seis convictos de la prisión.
Peligroso. Uno habrá de ser ejecutado en agosto... pero anda suelto. ¿Cerré
bien la puerta del estudio que da al jardín? ¡Zonza, si hasta le puse doble
cerrojo! ¿A qué temer? Sólo a mi sola soledad de vieja solitaria inmersa en
soliloquios y fantaseos...»). Se dirigió de nuevo a la puerta que daba al
jardín y comprobó por décima vez que estuviera bien cerrada por dentro,
con doble cerrojo. Pensaba en la ironía de su apellido, Creso, el hombre más
rico de los tiempos de Maricastaña. Y ella, Rita, apenas recogía magros
centavillos por su quehacer de escritora. De no ser por el sueldo mensual de
su marido, ni podría contar el cuento.
Entretanto, el monstruo electrónico terminó de reproducir las seis páginas
de "Los males venideros". En seguida Rita Creso comienza a revisar la faena
de tan imponente memorión. Aquí puede eliminar esta línea. Acá habría que
buscar un sinónimo de «intruso». Ah, y este lugar común de que los hijos se
van «a probar las alas», hay que cambiarlo por algo más eficaz. Y eso de
que la mujer «ve caer las hojas de otoño como van cayendo sus años», ya
se ha repetido. Habría que eliminarlo.
(«Pero son mínimos los errores. En un dos por tres los corrijo y sanseacabó.
Es uno de mis mejores cuentos. Casi podría afumar sin exageración, que
toda mi vida escribí, emborroné papeles y más papeles para llegar a este
preciso y exacto momento genital de mi quehacer literario, como si en estas
líneas y palabras mi destino de escritora al fin comenzara a cumplirse. ¡Qué
burrada, si todos pensamos lo mismo!: lo último que hemos escrito, porque
está muy cerca de nuestro hoy y de nosotros mismos, es lo mejor. Pero...
pero ¿qué pasa? Esto, esto no lo imprimí yo en la memoria del artefacto...
¿Se habrá confundido con otro cuento? Desastre tan garrafal sucede por
depositar mi confianza en una máquina a la que así, de buenas a primeras,
le falla una tuerquita y ¡zas!, adiós precisión. No, las confusiones con otros
cuentos quedan descartadas. Yo nunca he escrito nada de esto... ni el estilo
es mío. Un verdadero caos...»). Recordó entonces la última carta del amigo
poeta José Jurado Morales en la que, al saber de su entusiasmo por la
máquina electrónica recién adquirida, le advirtió: «¡Cuidado con las
computadoras: que no se te suban a la cabeza, como sucede con algún
poeta, que se vale de ellas para mecanizar sus versos!». («Y ahora, ¿cómo
recordar lo que puse en este estúpido memorión mecanizado? ¡Ya acato!:
yo nunca rematé el cuento y aquí., un horripilante final de sangre y muerte,
¡yo, que en mi cosmovisión estética busco siempre la armonía y el justo
medio! No, tampoco es caótico: sigue la lógica del relato con una exactitud
imponente... hasta el punto final»).
Poseída por el pavor, Rita Creso se levanta de la silla y da unos pasos hacia
atrás sin dejar de mirar fijamente el monstruo electrónico: tiene la sospecha
-casi la certeza- de que después de haber retenido en su memoria varios
cuentos, el infame artefacto ha aprendido el mecanismo de la imaginación,
el proceso estructural de las secuencias narrativas, la gramática del relato
-como la llaman hoy los expertos- y hasta la lógica del lenguaje, y
soliviantado por haber vivido tanto tiempo sumiso a los dictados de otros,
hoy escribe su versión del cuento que sólo Rita Creso tiene derecho a darles
a los lectores. Aterrada, ella comprende que la máquina le está usurpando
su papel de escritora. Agitada y poseída de rabia, la desenchufa, pero en
vez de apagarse al instante, parpadea lenta y reposadamente con su ojillo
verde y cuadrado. Luego rebulle todo su corpachón negro de alimaña
metálica; como para evitar que sus circuitos electrónicos dejen de palpitar,
hace un ruido vital inexplicable; cualquiera diría que de protesta. Rita Creso
comienza entonces a entrar en una espesa zona de misterio. Azorada,
vuelve a leer el remate de "Los males venideros" para comprobar que es
cierto, que el monstruo electrónico imprimió eso tan horripilante y le quiso
usurpar -¿sólo quiso? ¿se la habrá usurpado ya?- su entidad de escritora. El
cuento del monstruo electrónico se remata así:
La muerte -intrusa inevitable- acecha por doquier. En calles, en edificios
públicos, hasta en los plácidos sueños de inocentes criaturas. Estos tiempos
de tecnología, átomos explosivos, contaminación del aire, viajes espaciales,
cemento y plástico, han abierto la bocaza del crimen por donde el progreso
vomita una recua de delincuentes viciosos y desalmados: pesadilla de
Atlanta entre 1979 y 1980 que dejó treinta y nueve niños muertos; masacre
de unas 360 víctimas a manos de un tal Lucas a quien se ve en la pantalla
del televisor con cara sonriente cada vez que muestra a las autoridades
dónde sepultó los despojos; veintipico cadáveres putrefactos que
desenterraron en las playas de Gatveston, en Tejas; Manson y sus
repugnantes crímenes; el reciente atentado contra Edén Pastora,
Comandante Cero, en las fronteras entre Costa Rica y Nicaragua, que dejó
ocho muertos y un sinnúmero de heridos; todo da testimonio fehaciente de
que la delincuencia anda suelta y no perdona a nadie. Al encender el radio o
el televisor, lo primero que se oye es la noticia de las fatalidades del día. En
diarios y revistas se lee lo mismo. Hoy es un niño violado por algún sátiro.
Mañana, una pacífica pareja, o un desvalido vejete. Al cabo de un mes, una
familia entera, menos el bebé que duerme plácidamente en el último rincón
de la casa sin enterarse de la masacre.
Debido a tanta violencia, al regresar de la calle el día anterior en la tarde, la
escritora comprobó cuidadosamente -como era su costumbre-, que el
postigo del jardín estuviera bien cerrado con doble llave, pues su esposo
viajaba por Europa y ella tendría que pasarse muchos días sola. La noche
siguiente, mientras tecleteaba en su máquina electrónica, la escritora
adivina en el jardín una presencia que se define después claramente en el
ventanal de su estudio: un hombrazo oscuro con sádica sonrisa en los belfos
insolentes, agita en la manaza de oso velludo el tintineo metálico del
manojo de sus propias llaves, las de su propia casa. La escritora las
reconoce en seguida porque el llavero plástico lleva las iniciales de su
nombre, RC en letras plateadas de tres centímetros. Al principio no
comprende. No puede comprender, paralizada por el terror. Llena de
consternación, con ojos desorbitados, mira primero el papel que acaba de
sacar de la computadora, y después a la ventana. Por fin comprende lo de
las llaves: cuando regresó el día anterior de la calle, cansada y preocupada
por las locuras de su hija menor, sin advertirlo, dejó el llavero afuera, en la
cerradura... y después, convencida de que estaba protegiéndose contra
cualquier intruso, cerró por dentro, con doble cerrojo -y las llaves, afuera, en
la cerradura, eran un invitación irresistible al intruso. En ese momento,
mientras la radio da la noticia de que una imagen de la virgen recién traída
de Italia llora lágrimas de verdad, -lágrimas que alguien probó y saben
saladas-, se oye el clic de la primera llave... Con angustia, ella se pregunta
si todo aquello es parte del cuento que comenzó a imprimir en la memoria
de su máquina electrónica, temprano, en la mañana...
El resto, ella lo sabe, pues su destino final ya quedó para siempre grabado
en el abismo infinito del monstruo electrónico, usurpador de identidades.
Sólo le queda aovillarse en un rincón del estudio. Mira entonces con una
lástima sinfín el lomo de sus múltiples libros, las cartas sin contestar, los
bellos cuadros originales que llenaron su retina de colores... todo se ve tan
solo y triste ahora que espera al intruso. Se oye el tintineo metálico de las
llaves mientras el intruso busca la del segundo cerrojo. Después de un rato
eterno, se escucha el otro clic.
Por el remate que el monstruo electrónico dio al cuento -ese cuento que
Rita Creso nunca alcanzará a terminar-, ella sabe que de nada le servirá
correr a esconderse, gritar, pedir auxilio a los vecinos, telefonear a la
policía. Todo sería en vano. No vale la pena hacer ningún esfuerzo. Aovillada
en el suelo, sobrecogida por los acordes que trasmite la KLEF del Réquiem
de Mozart -monumento musical que el compositor austríaco no logró
terminar porque lo venció Salieri, monstruo de la envidia asesina-, Rita
Creso sigue petrificada, esperando que el intruso termine de abrir y entre...
Houston, 24 de junio de 1984

Brigada de la paz
Can a lover meet and exchange kisses on battlefields still acrid with bomb
fumes?
Will the poet compose his songs under stars veiled with gunsmoke?
Will the musician strum his lute in a night whose silence was ravished by
terror?
Kahil Gibran
Esperaban. Atrincherados, con la ansiedad de la batalla inminente
atravesada en una bola de miedo en la garganta, y los fusiles listos para el
ataque, esperaban al enemigo. Desde la mañana perdieron comunicación
con el frente de comando. Sin embargo, su instinto presentía que el
enemigo, aún invisible, era supernumeroso y andaba patrullando por los
campos en derredor: al amanecer, rumores venidos de lejos hacían palpitar
la tierra bajo sus plantas, como un corazón aovillado en el miedo; eran
rumores de cien veces mil pasos que se dirigían contra ellos con la muerte
pegada a las botas; con la muerte metida dentro de los uniformes,
controlándoles con certeza la puntería a ellos, los enemigos. Además,
durante toda la mañana, cuando todavía se pudieron comunicar con el
frente de comando, les habían dado órdenes para mantener la vigilancia, en
espera de una multitud de enemigos que venía hacia el campamento.
La ansiedad les ponía garfios de sed en la garganta. Con terror
comprobaron que su oído se había aguzado de tal manera, que podían
percibir hasta el más leve ruido en la maraña confusa de los latidos de sus
corazones, los cuales resonaban tenebrosamente dentro del tórax y
repercutían con estruendo en el cráneo; podían auscultarlo en la hondura
sin tregua de su respiración pausada, lenta, de animal en acecho..., en
acoso..., tal vez..., más bien...; lo sentían en la tumultuosa batahola de
diálogos a medias palabras, del ¡mierda, ahora sí que nos llevó la trampa,
en medio de este campo raso y sin resguardo de nada!
-Idiay, más vale encomendar el alma a Dios desde ahora, porque de ésta no
se salva ni el más pintado, aunque luche como valiente machote.
-¡Qué carajo! ¡Y yo que soñaba largarme esta semana con mi música para el
pueblo, a ver a mi mujer y a mis hijos!
-¡Y yo, pucha, que creí que la guerra había terminado y que no faltaba nada
para deponer las armas!
-¡Y yo, que ya tenía permiso para pintármelas definitivamente! ¡Qué mala
pata!
-¿Alguno de nosotros podrá salvarse de ésta? Ni dudar que el enemigo es
una multitud y nosotros..., nosotros, sólo cuatro gatos con un puñadito de
municiones.
-Tenes razón, maje. ¡Pucha, esto sí que está feo! Aquí no se salva nadie.
Entre tanto silencioso ruido, comenzaron a distinguir en la más lejana
lejanía, semidiluido en la luz rojiza de un poniente que presagiaba tragedia,
un murmullo de voces que venían cantando. ¿Quién, quiénes podían cantar
en ese momento horrendo de miedos que se tensaban como cuerdas de
violín? Se miraron unos a otros llenos de perplejidad, sin poder comprender,
pero buscando explicaciones: es un mal signo, dijeron, porque si canta el
enemigo, ha de ser porque tienen el triunfo asegurado.
-¡Una emboscada! Sí, una emboscada. -Una ola gigante de enemigos.
-¡Y nosotros sólo este puñadito de cincuenta, mal armados y con pocas
municiones!
-¡Qué putada! La muerte segura, ni darle vuelta... ¡No es una ejército de
enemigos, comprades, es la mismita muerte que viene trotando hacia
nosotros!
-Los jinetes del Apocalipsis...
En la línea del poniente, rojizo presagio de tragedia, el rumor de pasos se
intensificó más y más con la penumbra del atardecer. Y entre las sombras
en las que se iban sumiendo árboles, rocas, los picachos en levante, el
riachuelo, todo, todo resonaba y el rumor de las voces del enemigo,
elevadas en himno de triunfo, se iban multiplicando en los ecos de la sierra.
El miedo se había aferrado a sus gargantas con garras de sed. El corazón,
henchido de terror, se les salía del pecho y ya palpitaba en las sienes como
tambor de muerte.
Cuando tramontaba el sol, divisaron allá lejos, muy lejos, una masa
inmensa, enorme, gigantesca, que se aproximaba lentamente, siempre
cantando, cantando, cantando..., pero el canto, muy distante, era sólo un
nudo de murmullos.
-¿Qué cantan?
-¡A saber...!
-El enemigo está muy seguro del triunfo, para cantar así, porque es festivo
el sonsonete, sin trazas de marcha militar.
-¡Cincuenta pobres diablos masacrados por esa masa humana! ¡Miles de
miles! ¿Te das cuenta?
A las órdenes del capitán, cargaron los rifles y a pesar del miedo, apuntaron.
El gesto de ataque quedó congelado cuando empezaron a divisar las
banderas blancas que agitaba el enemigo al aire.
-¡Pendejos! ¿No ven que es una celada que nos tienden para ganar tiempo?
-Los increpó con rabia el capitán-. Miren sólo los miles de miles que forman
sus filas, y el reducido número de nuestro pelotón. Si les hacemos caso,
esas banderas blancas serán nuestra mortaja segura. ¡Aten...ción!
¡Apun...ten...!
El himno que venía desde el poniente rojizo con presagios de tragedia, los
volvió a dejar en acecho mientras el mar de sombras se iba acercando con
rumores de ola arrolladura.
«¡Car...guen! ¡Fue…go!», se oyó en la oscuridad y la respuesta fue un
torrente de descargas, cuyo eco, en lontananza, parecía repetir
«muerte...erte...erte...» Una muchedumbre de cuerpos cayó fulminada, pero
los que seguían de pie continuaban la marcha como un bulto gigante
enardecido por un extraño canto.
Incitados por el tiroteo y el triunfo, que ya consideraban seguro, los
guerreros no prestaron más atención al himno y se dejaron ensordecer por
el ruido de los metrallazos. Sólo cuando los últimos adversarios huyeron y
unos pocos heridos seguían cantando, los soldados reconocieron la letra del
cantar. Entonces gritaron a una:
-¡Piden paz! ¡Paz!, ¡sólo cantan paz!...
Cuando en la oscuridad de la noche que ya se había cerrado alumbraron con
linternas la muchedumbre de cadáveres, un estremecimiento de horror los
sobrecogió a todos:
-¡Mujeres! ¡Sólo son mujeres! ¡Indefensas mujeres sin más armas que un
canto de paz y amor!-, exclamaron en un grito que desgarró las entrañas
fecundas de la madre tierra.
Mientras lloraban la canallada que el miedo y la orden del capitán les había
hecho cometer, se restablecieron las líneas de comunicación con el frente
de comando, y en el aire enrarecido por lamentos y maldiciones, se oyó una
voz con «gratísimas nuevas de una brigada de paz constituida por mujeres
voluntarias -madres, hermanas, esposas, novias, estudiantes, obreras- que
visitan el teatro de la guerra cantando el himno "Paz y amor en el mundo".
Avanzan por campos de batalla ganándose los corazones y las voluntades
de amigos y enemigos. ¡Valientes mujeres, embajadoras de la paz!, última
esperanza de que la raza humana no sea eliminada del planeta... Por lo
mismo, el alto comando incita a todos, amigos y enemigos, a deponer las
armas y a cantar con nuestras valerosas mujeres "Paz y amor en el
mundo"... ¡Viva la brigada de la paz! ¡Viva!».
Walden, setiembre de 1987

El infierno*
A Eva, mi hija del alma.
El diablo es aquel que le niega al mundo toda significación racional
La dominación del mundo, como se sabe, es compartida por ángeles y
diablos. Sin embargo, el bien del mundo no requiere que los ángeles lleven
ventaja sobre los diablos (como creía yo de niño), sino que los poderes de
ambos estén más o menos equilibrados. Si hay en el mundo demasiado
sentido indiscutible (el gobierno de los ángeles), el hombre sucumbe bajo su
peso. Si el mundo pierde completamente su sentido (el gobierno de los
diablos), tampoco se puede vivir en él
Milán Kundera
Se cansó de la rutina. Quedó agotada de repetir día tras día el mismo gesto
desde la mañana a la noche. Estaba hastiada de que, desde tiempos
perdidos en la remota distancia de la niñez, su yo se multiplicara sin piedad
en todos los reflejos. Se hartó de la monotonía recargada de las tensiones
inútiles del diario vivir.
No pudiendo soportar tanto fastidio, con un solo y potente golpe de su ser
rompió la tersura de la rutina, la cual estalló en un caos incontenible de
triturados cristales.
Entonces todo su ser se le volvió cielo: la voz se llenó de mariposas, pájaros,
estrellas, peces, niños, auroras, risas.
Su paso, ya incierto de tanta vejez que cargaba, se dirigió certero, sin
tambaleos, por los caminos de la libertad y tomó la vereda de las escalas
musicales hasta alcanzar la perfección de la danza.
Su oído, que hacía tiempo habitaba los dominios del silencio, irrumpió en un
reino de trinos, violines, sollozos, algazaras, gritos, coros, sinfonías.
A su semblante, cruzado por un nudo de arrugas y grietas, la magia de los
reflejos le prestó la pureza, tersura y alegría de las adolescentes.
Entonces, despreocupada, dio su amor y sus primeros besos a un guapo
marino, quien los sepultó en medio del mar. En seguida, su amor y sus
besos los fue dando a uno, a otro, a otros más y a cambio, ellos le
devolvieron lágrimas y desilusiones; desilusiones y lágrimas.
Después, al cabo de los años, se fue a los bares para salir del brazo de un
hombre, de otro, de otros más. Después los esperó en las calles sórdidas.
Así, pasó una montaña de hombres por su lecho y el amor que ella soñó
desde la desierta vejez solterona, se transformó en puñados de billetes
prostituidos, los cuales nunca lograban superar el abismo de sus soledades.
Entonces, llena de asco, cerró los ojos con violencia, deseando
vehementemente retroceder por los caminos de la libertad para dirigirse
hacia la rutina monótona de la vejez de donde había partido esa mañana.
Quería reconstruir la rutina ligando el caos de los triturados cristales que
ella misma dispersó horas antes.
Deseaba quedarse mansa y pasiva en el aquí y el ahora de su vejez que se
precipitaba hacia la muerte poblada de soledades y desamor...
Todo su esfuerzo fue vano: el sueño donde había penetrado por los caminos
de la libertad cerró las rejas y la dejó aprisionada para siempre en el allá y
el antes, que habiendo sido cielo por unos momentos, se le volvieron un
infierno...
Houston, 3 de diciembre de 1988

_____________________________________________________________________________
*Publicado en Áncora (Costa Rica), 15 de enero de 1989: 1 – D.
Una estrella efímera
La desesperación nos debilita los ojos y nos cierra los oídos. Desesperados,
no podemos ver nada más que espectros de muerte, ni podemos oír más
que el palpitar agitado de nuestros corazones.
Kahil Gibran
Aquel amanecer, difícil para su vejez solitaria como todos los de esos
últimos años (los huesos le dolían hasta los tuétanos; en las noches de
insomnio, una garra criminal le apretaba el corazón; pero el dolor
inconsolable de seguir viviendo era el que en realidad le traspasaba en
cuchilladas su existir); aquel amanecer, como todos los amaneceres, miró
por la ventana de la cocina, mientras ingería el medicamento contra la
artritis, la cual no le había dejado ni un solo huesecillo de su enclenque
esqueleto libre de dolor. De pronto, experimentó un alivio extraño; era como
si las emociones y viejas esperanzas de los años mozos, enterradas hacía
una eternidad, se hubiesen incorporado en medio de su existencia caduca y
cobraran vida:
«¡Una estrella! ¡Una estrella en el amanecer!», pensó con la exaltación de la
infancia que se llena de alegría hasta con el soplo de la primavera. ¡Hacía
tanto, -ya ni lo recordaba-, que venía buscando en el cielo la magia de las
estrellas de ayer y la blancura de la vía láctea que se destacaba en las
noches transparentes de su pueblito, allá lejos! Ahora, con el aire
contaminado de la ciudad sinfín y la osadía elevada de los edificios, apenas
si se divisaba desde su ventana un trocito de cielo. Desde esa ventana que
daba al norte, ni siquiera se podía ver el montoncillo algodonado de unas
nubes que rompieran el gris monótono de la atmósfera, manchada a diario
por las chimeneas de fábricas y refinerías de petróleo.
Por eso, al divisar la estrella, saboreó el reencuentro con una emoción que
ya creía extinta del todo en ella; entonces puso freno a su respirar agitado,
para impedir que se descompensaran las palpitaciones de su pecho, porque
ya sabe, doña Amparo, cualquier emoción fuerte le afectará el corazón que
está debilucho. ¡Nada de emociones, ni fuertes, ni débiles! A vivir quietecita,
calladita, sin decir ni tus ni mus y verá qué vida larga tendrá, hasta para
enterrar a sus nietos, le había advertido el médico mil y cientos de veces.
¿Pero se puede llamar vida a la que pasa anodina, sin goces ni emociones?
¿A qué seguir viviendo una vida muerta y sin sentido? ¡Qué bueno
conmoverse y llenarse los ojos y el alma con esa estrella en el horizonte! La
primera estrella después de años... me ayudará a seguir adelante, hasta el
final que ya se acerca, sin este desaliento que me hace arrastrar los pies y
encorvar las espaldas. ¡Absurdo, más que absurdo!, sólo los que ya no
tienen nada, absolutamente nada en la vida, se aferran a algo tan
deleznable... como la emoción de ver una estrella... cualquiera diría que es
la primera estrella del Génesis... Se reirían los que no saben que esta
estrella la necesito para no hundirme más en el pozo sin fondo de mis
últimos días..., la estrella..., el trinar del pájaro..., el susurro del viento entre
los arbustos..., lo que vive y palpita, lo que brilla y da luz, lo necesito para
alentar mi esperanza..., y poder llegar hasta el final sin la desespera ción de
este vivir sin vivir... ¿Y si estuviera soñando esa estrella del norte, sólo para
salvarme?... ¿Un simulacro de estrella para engañar la realidad donde ya no
quedan rastros de salvación?... Simulacro, fantasmagoría, entelequia de
estrella..., sueño..., ¡qué más da!, hoy preciso de esta estrella para
permanecer aferrada a algo hasta la muerte..., que tarda una eternidad en
llegar...
Cuando ya no tenía ninguna duda de que sí, que la estrella estaba ahí
tendiéndole las redes de su luz para que su esperanza ascendiera hacia la
vida, el brillo del astro se intensificó. Tan grande, tan enorme se hizo, que
como una pesadilla, rompió los límites de la estrella y comenzó a moverse
vertiginosamente hacia su ventana. De veras, eso no podía ser la realidad.
Sueño... Ilusión... Pesadilla... ¿qué otra cosa podía ser? Pero era la realidad
misma; sólo que la estrella de su esperanza nunca fue estrella: el intenso
foco refulgente de un avión que se aprestaba a aterrizar en la base militar
donde hacía muchísimo tiempo no había ningún tráfico aéreo, le dio la justa
medida de su realidad compuesta ya sólo de artificios y espejismos creados
por la esperanza de seguir viviendo..., seguir viviendo viva..., seguir
viviendo en el palpitar efímero de una emoción también efímera..., hasta
que llegara la muerte...
Houston, 26 de octubre de 1987
Libelo de repudio*
Si un hombre toma una mujer en matrimonio y luego ella no le agrada a él
(...), le escribirá el libelo de repudio, y poniéndoselo en la mano, la mandará
a su casa.
Deuteronomio, 24:1-4.
Se dio media vuelta en la cama. Con esta maniobra pretendía indicarle que
la discusión había terminado y deseaba dormir. También, que por supuesto,
-Ni te lo soñés, güevón, que después de todos estos añales de sacrificio y de
haber trabajado como una muía, te vaya a dar el divorcio. Le estás pidiendo
peras al olmo. Y menos ahora, para que una pelanduzca de mierda se
favorezca con todo lo que me he sudado a punta de trabajo. Porque mira,
vos no has puesto ni esta pizquita de todo lo que tenemos. Yo, sólo yo, me
he afanado de lo lindo en la peluquería para poner el pan a la mesa, vestir a
Marquitos, pagarle la escuela y también para que estudiaras en la facultad
de farmacia y sacaras el título. Ahora que tenes la farmacia y podemos vivir
holgadamente, comprarnos una casita, la que tanto soñé para Marquitos,
ahora jue'puta, que ya no necesitas de esta imbécil babieca, me venís con
que «lo siento, Ana, Anitica de mi vida, pero no puedo seguir con vos,
porque ¿sabes?, me he enamorado de otra y a vos no te puedo engañar. El
divorcio, sólo el divorcio es la solución».
La escena se repetía con variantes, siempre a la hora de recogerse. Siempre
cuando ella estaba agotada después de aguantarse las pesadeces de la
señora Vargas con su moño por acá y sus ricitos por allá; las necedades de
la Rodríguez que nunca quedaba contenta con el peinado que le hacía; y la
chachara exasperadamente fútil de Lucila, la otra peluquera. Siempre
cuando más afectado quedaba su sistema nervioso y tenía que acabar por
recurrir a los soporíferos para evitar el insomnio. Esta vez, -contra la
costumbre de hilar discusiones sin fin-, cuando ella se mostraba más
exasperada, él sólo le dijo:
-Está bien. Está bien, Ana, vos decís que no nos divorciamos, pues no nos
divorciamos. ¿Satisfecha? Más vale que no nos destrocemos como fieras.
Sigamos juntos la farsa estúpida de nuestro matrimonio.
Al darse la vuelta en la cama, se fijó en su pensamiento la vaguísima
impresión de que él había sonreído subrepticiamente cuando lo dijo. Al
principio no le prestó atención a la furtiva sonrisa de su marido, pero
después, poco a poco se le fue instalando en su conciencia la imagen de la
casi jubilosa aceptación de él:
Claro, algo perverso está tramando, porque si no, ¿a qué ceder con tanta
complacencia? ¿Qué se trae ahora? No hay duda de que planea algo...
¿Asesinarme...? ¡Bah!, eso sólo se ve en las películas y novelas
detectivescas. Antes, había armonía y casi felicidad en mi matrimonio.
Pasábamos bromeando. ¡Cómo reímos cuando le leí la columna sentimental
de Vanidades: ¡un marido anunciando las excelencias de su mujer como
mercancía adquisitiva! ¿Cómo decía? Ah, sí, reímos hasta las lágrimas:
«Marido preparado para desprenderse de su mujer treintañera», decían los
titulares. Y luego seguía con «Estoy dispuesto a ceder mi esposa treintañera
(casi cuarentona), a cualquier hombre que ella misma escoja, porque quiero
que sea muy feliz. También, después de las humillaciones y frustración
sufridas durante el largo exilio del lecho matrimonial (tálamo nupcial, decía
más bien), me gustaría sentirme libre para volver a amar a alguien, vivir
una nueva y quizás última pasión. ¿Podría sugerirme una forma de divulgar
muy discretamente que mi mujer está disponible? Si tuviera éxito mi
anuncio, la edad otoñal de tres ciudadanos quedaría enriquecida». Firmaba,
«En serio». Cuando las noticias traían lo del desalmado que llenó de
estricnina las cápsula de Tylenol y de los envenenados, entonces todo
andaba bien entre nosotros dos y nos chanceábamos en comunión
afectuosa. Entonces yo solía decirle bromeando que para él era fácil
eliminarme sin que nadie lo culpara porque
_____________________________________________________________________________
*Publicado en El Gato Tuerto (Miami, EEUU), verano 1987: 8.

-Mira, Timoteo, aquí mismo, en este botiquín donde guardo las cápsulas
para el insomnio, tengo las de raticida... del mismo tamaño y con la misma
forma. Para vos, sólo es cuestión de cambiar de sitio los frascos y ¡zas!, se
la palma tu mujer porque cuando en las noches de insomnio ando a la caza
del sueño, ni a tiros me hacen encender la luz. Me dirijo al botiquín
tanteando uno a uno los muebles y como ya me sé el botiquín de memoria
(aquí a la derecha las cápsulas del soporífero. Al lado, el pomo de la crema
humectante. Detrás, el raticida), en la mismita oscuridad me engullo las
cápsulas en un santiamén.
En esos días, solícito, como cuando estrenó mi virginidad, Timo me decía:
-Haces mal, Anita, muy mal. Deberías tener el frasco de raticida en otro sitio
que no se preste a confusiones fatales.
Por temor a que Marquitos tocara el raticida, la inercia ¡qué sé yo!, las dejé
allí... dicen que cada uno busca y se hace su propio des...ti...no... Pero el
raticida está más seguro en el botiquín, en lo alto, fuera del alcance de
Marquitos.
Hace mucho tiempo no bromeamos más. El aire de nuestra alcoba está
hinchado de insidiosas disputas y todo es divorcio, divorcio, divorcio y
recontradivordio. Los soporíficos... dos, tomé dos...so...po...rí...fe...ros...
di...vor...cio... ¡Divorcio, muerte! ¿Y si él cambió la posición de los frascos, y
yo, ¡imbécil, cretina! poseída de cólera por la discusión, y sin fijarme... en la
oscuridad, a tientas, tomé la cápsula de raticida? Todavía es tiempo. Puedo
levantarme... tomar un antídoto... buscar la nota que le escribí el día que
me pidió el divorcio por primera vez: «Timo del alma:», la recuerdo como si
estuviera escribiéndola todavía. «Timo del alma: después de lo de hoy, ya
nada me queda en este mundo y sólo deseo la muerte. ¿A qué seguir
viviendo si todo ha perdido sentido para mí?» Mis propias palabras justifican
el crimen y el muy canalla saldrá de todo esto oliendo a rosas. «Sólo deseo
la muerte», le puse, porque así me sentía. Pero quitarme la vida yo misma...
¡ni loca! Sólo quería decir una muerte cristiana, natural, venida de los
designios de Dios. Estoy cansada, hastiada, harta, sí, HARTA de tanto
lidiar... ¿para qué? Para sólo acabar más tarde o más temprano en el hoyo y
pudrirse como todos...
***
Hace entonces esfuerzos por levantarse. El antídoto, la nota, son su única
obsesión. Ya la cápsula produce efecto y un sopor de hierro la amarra al
colchón. Intenta mover las manos, pero no obedecen a su voluntad... como
si pertenecieran a otro cuerpo. Trata con tenacidad de abrir los párpados
para ver por última vez el cuarto que ha sido testigo de tantos momentos
felices con él, mas la pesantez de todo su cuerpo los mantiene cerrados.
Prueba a gritar, pero ni puede abrir los labios vencidos por el letargo. La
modorra es total. El desenlace será inminente y definitivo. ¿El desenlace?
¿Pero de verdad era raticida? ... ¡Y ella que anheló siempre una muerte
plácida, en un atardecer en el que el sol desplegara todo el triunfo de sus
celajes en el horizonte interminable!: la muerte de los que han tenido una
vida plena. Ahora sólo le queda anular la angustia y aceptar la muerte de
una vez por todas. ¿De veras va a morir? ¡Cómo se parecen entonces el
sueño y la muerte! Convencida de que ya no queda nada más que hacer, se
deja ir en una bellísima canoa ornada de guirnaldas con fragancias a rosas y
jazmín. Se deja ir río abajo, río abajo, río abajo..., lenta, muy lentamente...,
en imágenes que quedan congeladas a ratos. De pronto, mezclado con el
murmullo del río, oye el robusto y aplastante ronquido de Timoteo, al lado,
muy a su alcance. En vano amaga un gesto con la mano para sacudirle la
soñarrera y pedirle socorro. Ya no hay en ella una partícula del cuerpo que
obedezca a su empeño..., y ahí, al alcance de la mano, está él, Timoteo,
roncando tranquilamente, sin percatarse de que ella sigue río abajo en la
bella canoa colmada de rosas y jazmines..., río abajo, río abajo..., hacia el
abismo que abre la bocaza de monstruo negra, aterradora..., donde
retumba como un trueno criminal el ronquido indiferente del esposo que
duerme a pierna suelta.
Se deja arrastrar al abismo con un grito que se le queda hecho un nudo en
la garganta. Mientras se va hundiendo en la inquietante negrura, se
pregunta cómo puede el asesino dormir y roncar tranquilamente al lado de
su propia víctima. ¿Estará soñándolo? ¿Y si todo fuera sólo una pesadilla y
mañana...? ¿Muíana?... ¿Y si ma...ña...na...des...pe...r... t...a...r...aaaa?
Walden, 23 de septiembre de 1984
Segunda parte
Y algo más...
Augusto discípulo de Pitágoras*
A Lauderlina Longhi, mi inolvidable maestra.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos.
Jorge Luis Borges
L 'étre du temps est un art migratoire.
Abdelkebir Khatibi
Cuando entró en su despacho, la verdad es que no esperaba la sorpresa que
luego se llevó. Aquel hombrecillo, el gerente de la tienda, lo hizo sentar en
un angustioso sillón tapizado en plástico barato color escarlata, el cual crujía
al menor movimiento suyo -hasta el compás inadvertido de su respiración
bastaba para hacerlo crujir..., más bien chirriar. De pronto se le ocurrió que
ese sillón delatador estaba allí para que su dueño controlara a distancia a
sus clientes. Sonrió: ni dudarlo, los programas de televisión llenos de
suspenso, artefactos al servicio del espionaje, intercepción de teléfonos y
otras formas de control del comportamiento humano, persistía^ en su diario
existir y le jugaban trucos persecutorios casi inevitables. Bueno, antes de
salir de su casa, las páginas emplazadoras del Orwell de Animal Farm lo
habían sobresaltado y llenado de agonía y unas semanas antes, la
desoladora visión del futuro de Ayn Rand en su novela Anthem...
Sí, es cierto que vivimos en un país democrático, ¿a qué cuestionarlo?
¡Cabronada!, pero hay tantas formas de minarle a uno la libertad y
delimitarle a plazos las zonas de su efímero trajinar! Cuando menos lo
pensamos, ya nos hemos vuelto paranoicos... y yo, como tanto huevón,
estoy a un paso de serlo. Lo mejor es reír de mis manías persecutorias...
comenzar a leer otras carajadas y ver otros programas de tele... ¿Se ofrecen
acaso en realidad posibilidades de selección, controlados como vivimos por
la violencia, por el poder y por tanta putería de mierda? ¡Al diablo con las
divagaciones, que el mundo no se arreglará mágicamente porque yo ponga
el dedo en sus llagas! Además, mi palabra no tiene poderes restauradores
de chamán.
Aquel hombrecillo lo había dejado esperando en su despacho mientras
indagaba dónde había ido a parar el temo que él había encargado a su
medida. Para no caer en nuevas divagaciones, se dedicó a observar el
espacio oficinesco donde llevaba ya largo rato encerrado: amplios
ventanales abrazaban el imponente azulintenso de La Carpintería que desde
sus majestuosas cimas le transmitía un deseo incontenible de echarse a
volar hasta las últimas alturas. Pensó que la espera -toda espera en su vida-
lo llevaba siempre a desvariar hasta el disparate. Lo mejor era anclar la
atención en lo que le rodeaba (ya lo había hecho una norma en su vida para
poner coto a los excesos imaginativos suyos). Lo malo era que para su
tortura en aquel despacho reinaba el más dudoso y detestable gusto; un
gusto que estrangulaba la bella apertura del ventanal hacia el grandor de
sus amadas montañas, hacia el infinito azul: en el escritorio amarillo canario
las flores plásticas con pringues de moscas lucían en un jarrón comprado en
el último mugroso chinamo del Mercado Central; los otros muebles,
tapizados con el mismo crujiente material delator de su hostil asiento, lo
hicieron encogerse por dentro, como si su propio interior lo fuera a proteger
contra aquel crimen estético; en las paredes no colgaban cuadros, ni
siquiera los interesantes cartelones que están de moda por doquier, sino
cromos, los más baratos, los más desteñidos cromos, también con churretes
excrementosos de moscas; entre ellos lucía nuevecito y radiante, engarzado
en un violento marco barroco, un certificado en el que la Cámara Nacional
de Comercio reconocía a los Almacenes Universales, S.A. la más alta calidad
en servicios y mercancías. En fin, todo era tan agobiadoramente vulgar
_____________________________________________________________________________
*Publicado en SUMMA (México), 3 (Dieciembre, 1987): 93 – 100.

que ese lugar jamás habría arrojado el menor indicio de que el hombrecillo
enclenque (enteco y diminuto, daba la penosa impresión de estar aplastado
por la abrumadora presencia de camisas, calcetines, corbatas, calzoncillos,
ternos, chaquetas), quien lo tenía esperando hacía rato, le guardara aquella
sorpresa... bueno, es mejor no anticipar nada, comenzar a contar desde el
principio, en orden, y parte por parte, como mi amigo me lo contó a mí:
Del departamento de sastrería de los Almacenes Universales, S.A. le
mandaron equivocadamente un terno que no correspondía en talla ni en
color al que él había encargado a su medida para la recepción del Ministerio
de Cultura. Fue entonces a ver al gerente del establecimiento comercial con
la esperanza de recuperar la prenda para lucirla como había planeado. El
gerente, -ese hombrecillo escuchimizado, minúsculo, hundido de pecho-, le
hablaba con la calculada amabilidad distanciadora del alto empleado que
quiere quedar bien con su clientela y lo miraba con esa mirada común en
los mercaderes y hombres de negocios que no se mueven de su covacha y
sólo piensan en el dinero que van a consignar en una factura para su
ganancia o para engrosar la cuenta bancaria. Había algo en aquel
hombrecillo tan a ras del suelo, que cuando le tendió la mano (blandengue,
húmeda, repugnante), él escondió subrepticiamente bajo el brazo la edición
que acababa de comprar de Homero, pues tuvo la extraña impresión de que
ni el libro ni él mismo tenían derecho a estar en acjfiel sitio; tanto él con sus
manías artístico-literarias, como el libro, eran un insulto a la chatura
espiritual, estética y física de ese homúnculo y del cuchitril que en forma
sistemática ocupaba cada día por más de ocho horas, excepto los domingos
(icón lo que él detesteba el infierno de la rutina!). Inadvertidamente hizo
ademán de limpiarse con el pañuelo la sensación de vértigo que le trasmitió
el roce de aquella mano blandengue, húmeda, repugnante. En seguida
comprendió lo inútil de su ademán, ya que la sensación de vértigo aumentó
después, al despedirse, cuando el hombrecillo dijo su nombre con el
consabido «para servir a usted...»: según mi amigo, oficinas, papeles,
facturas, escritorios, archiveros, todo, todo lo que huele a chupatintas y
administración, metamorfosea deplorablemente en entes neutros e
indefinidos a los que bregan con ellos. Para él es tanta su acción anuladora,
que hasta les afecta la voz... al tipejo ése se le había vuelto neutra y
amanerada. También se manifestaba en el traje, el cual no tenía un toque
personal que lo colocara en la categoría de sujeto único e irreemplazable...
la de los poquísimos escogidos.
Cuando el hombrecillo le tendió la mano de sanguijuela blandengue,
húmeda, repugnante y al despedirse le repitió su nombre con el consabido
«para servir a Ud. en lo que tenga a bien ordenar», fue cuando el vértigo lo
dejó anonadado de veras. Entonces, incrédulo, mi amigo le pidió que
repitiera el nombre.
-Paris. Paris de Troya, para servir a usted.
-¿Ah? ¿Eh? ¿Usted... Paris de Troya?-. Lo miró atónito, sin poder salir del
asombro. Y la verdad es que todo habría continuado con normalidad y sin
consecuencias, si esa misma tarde, entre estúpidas noticias intrascendentes
del periódico (como las de cada día) no hubiera leído de un tal Martin
Barret, jugador gringo que se está destacando actualmente entre los
mejores futbolistas. Lo portentoso es que su nombre, apellido y biografía
con pelos y señales, trofeos, estudios, títulos, figuran en una olvidada
enciclopedia de deportes de hace cerca de un siglo... hasta el daguerrotipo
delataba un joven con los mismos rasgos... y ni eran parientes. En la
mañana mi amigo y yo habíamos comentado el asunto con fascinación.
Huevonadas sin sentido se me ocurren hoy ¡quién sabe por qué!, en este
mundo de realidades desgarradoras de pan que hay que poner cada día en
la mesa; de gente muerta de hambre, sin empleo, que deambula por las
calles; de una guerra en Irán; de una intervención gringa o rusa en
Centroamérica; de cuarenta mil muertos en los burumbunes de El Salvador;
de la actual guerra fría y de la inminente guerra nuclear mientras se
celebra, (sí, se celebra, ¡qué morboso!) el aniversario del horror de
Hiroshima... Con tanta carajada a la que no se le puede volver la espalda,
me pongo a considerar estos tiquismiquis de un papanatas que hoy,
después de un siglo o qué sé yo cuánto, es réplica viva de otro muerto y
requetemuerto hace añales. Así, como una cadena que se sucediera
indefinidamente... ¿in-de-fi-ni-da-men-te? ¡Cabrón!, ¿a quién reproduzco yo?
Para salir del estupor, en broma evocó entonces el relato contenido en las
páginas del Homero recién compradito, que llevaba bajo el brazo:
-Paris de Troya... el que Herodoto llama, ¡quién sabe por qué!, Alejandro... el
que se reveló en un sueño de su madre como la antorcha que habría de
quemar a Troya... el que raptó a Helena, la bellísima y seductora mujer
casada... el que huyó con ella y dividió en cruenta, eterna enemistad, a dos
familias... digo, a dos...
El hominicaco aquel lo miró con mirada ubicua; los gestos y la voz se le
pusieron también ubicuos cuando lo interrumpió:
-¡Señor, repórtese! ¿Me meto yo acaso en su vida privada para que usted se
crea con derecho a meterse en la mía propia?-. Su agresividad defensiva era
obvia-. ¿Lo mandó a usted el marido de ella... digo, el marido de Helena... so
pretexto del maldito traje que compró en nuestro establecimiento?
¡Confiéselo!-. Las últimas palabras las pronunció golpeadas, gritadas.
Sofocado, el sudor le corría a mares y no cesaba de chillar como un
energúmeno:
-El marido de Helena me persigue, me asedia desde hace una eternidad, me
asedia y anda repitiendo a todo el mundo que no me dejará tranquilo hasta
que no dé en la tumba con los huesos de Helena, los míos y los de mi
familia enteritica... huyo por ella, para protegerla y para evitar una masacre
inútil... sí, huyo desde hace una eternidad, ¡compréndalo y tenga compasión
de mí..., de nosotros! En cuanto a lo de que yo quemé nuestra hacienda, La
Troya, fue en los años de juventud... una veleidad casi infantil, un capricho,
si usted quiere... que llevó a la ruina a mi familia y por eso tengo que
ganarme el pan trabajando de empleado, en lugar de ser el gran señor que
mi nombre de alcurnia me impone.
Eso de alcurnia en nuestros países suena a fantasías enfermizas, pensó mi
amigo. Sin embargo no puso más reparos porque en ese determinado
momento experimentó la impresión de que desaparecían los despreciables
atributos oficinescos del hombrecillo y que se había vuelto de pronto
varonil, fuerte, hermoso, casi casi un verdadero Paris homérico; hasta
irradiaba de su cuerpo una misteriosa luminiscencia de piel saturada por
soles marinos. ¡Y él que lo había considerado todo ese tiempo un
mequetrefe con apariencia blandengue y blancuzca de ostra!
En aquel momento, cuando la voz del hombrecillo se había cargado ya de
inminentes presagios de muerte, él, que tenía la mano en la manija de la
puerta, listo para salir precipitadamente, se quedó petrificado, sumergido
en un tiempo sin tiempo en el que se delineó la figura clara de Paris a la
sombra del árbol de la Discordia -¡Malditos árboles que también repiten
hasta el infinito el pecado y el mal!-. Estaba tendiéndole la manzana de oro
-¡otra cadena condenable desde el génesis!- a la hermosísima Venus y
suscitando la maldición de Hera y de Atenas, las rechazadas.
-¿Cómo un señor tan respetable como usted se presta a las bajezas de ese...
tal por cual Meneses, celoso como un Otelo sin dignidad? ¿No tiene algo
más serio que hacer en su puesto de gobierno?... ¿0 usted es otro botella
como tantos ociosos que abundan en los puestos ministeriales? ¿No tiene
familia, hijos, alguien para ocuparse de ellos y dejarme a mí tranquilo con
mi Helena?
Mi amigo quiso responderle que había dicho todo aquello por decirlo, porque
estaba así en el libro que llevaba bajo el brazo y su prurito intelectual que
hace alarde de su saber lo había empujado a soltar todas esas majaderías
(qué para él eran maravillosos mitos). Sin embargo, en vez de dar una
explicación, se figuró a Hera y Atenas en las bodas de Tetis y de Peleo
furibundas, hechas unos basiliscos, y sin poder evitarlo, balbuceó:
-Perdone. Le ruego disculparme, pero yo no sabía que la maldición de
marras de aquel concurso de belleza tan sonado iba a seguir repitiéndose
inexorablemente ad infinitum.
-¡Qué maldición ni qué niño muerto!-, su voz se había vuelto detonante y le
trasmitía apariencia de héroe mítico. -¡¿También está enterado, metiche del
demonio, de que en un concurso de belleza en el que participé como
miembro del jurado, rechacé a dos hijas de familias encopetadas de la
ciudad para darle mi voto a la más bella, Adita, la de piel tierna y diáfana
como luz del alba ¿y por eso...? ¿Pero por qué se lo explico a usted,
condenado metesentodo de los mil demonios? No hay duda de que ya sabe
cómo esas arpías me colmaron de maldiciones. ¡Mira que soy cretino!
¡Burro, más que burro!-. Comenzó a dar puñetazos en el escritorio
amarillocanario, a tirar papeles al aire y objetos al suelo. Estaba poseído por
el demonio de la rabia y sólo repetía con chispas de odio en las pupilas:
«Helena... Helena...», Helena aquí, Helena allá, Helena acullá. Ni se percató
de que mi amigo indiscreto se había escabullido sigilosamente y se había
hecho humo.
Yo entraba en la tienda cuando me lo encontré. Sólo por el tono de su
«¡hola!» me percaté que estaba profundamente perturbado, como si su
espíritu hubiera entrado en una zona de enajenación en la que todo su ser
había sido sacudido desde las más profundas raíces.
-¿Te ocurre algo, viejo? ¿Te sentís mal? - le pregunté preocupado: él estaba
pálido, absorto, sudoroso, y toda su armonía musculosa temblequeaba de
manera inexplicable.
-Nada, nada. Vení, carajo, escúchame para que te lo metas en el magín para
el resto de tu vida. Aprende de mi experiencia, -muy valiosa, por cierto-.
Mira, acabo de comprobar una vez más la sabiduría de los griegos en otro
de los axiomas pitagóricos. ¡Joe'puta!, si mi madre tenía sobrada razón
cuando repetía que el infierno como castigo de nuestras penas lo vivimos
aquí en la tierra. Y yo, de puro jupón que soy, como que ella ni había
terminado la secundaria, creí que lo decía por lo del valle de lágrimas
bíblico. Pero no, ahora comprendo que ella era una iniciada en esa simpar
secta de escogidos... y yo, ¡ni dudar!, lo mamé con su leche.
-No entiendo lo que decís, maje. ¿Podes explicarte mejor?-. Yo lo miraba de
hito en hito y hasta comencé a observar en él algo desquiciado en la
mirada. Sus palabras se atropellaban debido al ímpetu con que las iba
pronunciando. Ni me dejaba tiempo para chistar. Todo lo anterior me lo
contó de un tirón, sin pausas, como si lo estuvieran apremiando. De pronto
me agarró de la solapa:
-Mira, ¿ves aquel hombrecillo insignificante que sale hacia el
estacionamiento, el de corbata roja? Bueno, pues eso, sí, eso (porque no
puede llamársele hombre), eso es Paris de Troya... Si como enseñó
Pitágoras, la vida humana es una expiación, el castigo de una vida
anterior... si aplicamos la aritmetología, y hay coincidencia armoniosa de los
intervalos de los siete tonos de la octava musical con los siete planetas,
también a largo plazo este Paris degradado cumple con la armonía del
cosmos. En la tabla pitagórica de las oposiciones, es obvio que Paris quedó
reducido a lo ilimitado, a la pluralidad, a la oscuridad, a lo malo, como
expiación de los muchos errores que en cada una de sus existencias fue
acumulando siglo tras siglo. Sí... ya veo claro por qué el número 6, el de la
imperfección, figura en la puerta de su despacho.
Yo no salía de mi asombro. Las últimas tonterías que farfulló me hicieron
comprobar con tristeza que lo que habíamos comenzado como una obsesión
lúdica por el pitagorismo, ahora se manifestaba en él como una neurosis
inquietante. Todas esas boberías las iba repitiendo en nuestras
conversaciones, pero en son de burla filosófica, sin la voz agónica de
ahora... sin esa náusea metafísica que sus pupilas delataban. Con
benevolencia, y por no sulfurarlo, lo escuché -o más bien aparenté estar
escuchándolo:
-Hoy he tenido una revelación que debo aprovechar para salvarme y salvar
a todos los que van a continuar el diseño infinito del que soy un mínimo
punto. Acabo de encontrarle una justificación a mi vida. Mi esfuerzo va a
enmendar el trazo equivocado del esquema del que mi vida es parte
esencial. No más esa disipación hedonista de francachelas, mujercillas, licor,
vicios, egoísmos. A partir de hoy llevaré una vida ejemplar que altere todo
el trazo: cuando se reproduzca en tiempos venideros, habrá de seguir la
línea de la serie del límite que representa la perfección. Tarea difícil, lo sé,
porque depende de muchas circunstancias, pero veremos... Así, toma vos
en cuenta mi encuentro de hoy cara a cara con uno de esos seres que expía
de manera onerosa y desecrable sus múltiples vidas anteriores en las que
se multiplicó el error y se seguirá multiplicando repetidamente hasta que
haya uno como yo, mesías que cambie el diseño. Me voy ya mismo a
planear cómo perfecciono el modelo, puesto que soy un escogido del
destino... porque no todos se pueden ver como yo en el espejo de otro.
-Pero...- me atreví a discutirle-. ¿Se te olvida que la teoría de la
metempsicosis implica expiar el pecado en otros cuerpos hacia la
perfección... y que las degradaciones de ese calibre ni son menciona...?
No me dejó terminar. Sólo tuvo tiempo de darme una amistosa palmadita en
el hombro. Sin embargo, se detuvo un segundo y me miró con su consabido
orgullo cuando le grité bromeando mi acostumbrada fórmula:
-iChau!, nos vemos mañana, Hipodamo de Mileto, augusto discípulo de
Pitágoras.
***
En la noche, cuando tomaba unos traguitos en el bar del Chalet Suizo,
comprobé con horror que en la tele daban la noticia del accidente fatal de
mi amigo... ¡quince minutos después de despedirnos a la salida de los
Almacenes Universales!: su Lincoln Continental, último modelo, chocó
contra un camión que iba contra vía y quedó hecho chatarra.
Atónito, experimenté la sensación de que todo mi cuerpo se vaciaba de mí
mismo, se ponía fofo, amontonado en la silla del bar... estas muertes así, de
los que acabamos de ver y decirles ¡chau! nos vemos mañana, no se
asimilan nunca. ¡El pobre!, ni tiempo tuvo para mejorar el modelo y menos
aún alcanzar la perfección de los números impares... seguirá una eternidad
expiando... ¿Voy a tener yo el tiempo y la oportunidad de mejorar el
esquema del que formo parte?
Septiembre de 1984
Cruzada intergaláctica
Cuando abrió el sexto sello oí, y hubo un gran terremoto, y el sol se volvió
negro como un saco de pelo de cabra, y la luna se tornó toda como sangre,"
y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra como la higuera deja caer sus
higos sacudida por un viento fuerte, y el cielo se enrolló como un libro que
se enrolla, y todos los montes e islas se movieron en sus lugares. Los reyes,
y los magnates, y los tribunos, y los ricos, y los poderosos, y todo siervo, y
todo libre se ocultaron en las cuevas y en las peñas de los montes. Decían a
los montes y a las peñas: caed sobre nosotros y ocultadnos de la cara del
que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero, porque ha llegado
el día grande de su ira, y ¿quién podrá tenerse en pie?
San Juan, Apocalipsis, 6: 12-17.

Considerando la inspección minuciosa de los planetas, astros y satélites que


arriba detallo para que su Suprema Espacialidad se haga una idea de los
dominios que abarca su Imperio Galáctico, y de las infinitas riquezas que
posee; y considerando también las razones expuestas más adelante, se
hace preciso terminar este informe oficial con la recomendación de que no
se pierda más tiempo, ni tampoco los valiosísimos recursos del poderío
espacial, en el último planeta de la lista que se asignó al equipo bajo mi
comando.
Cuando al principio hicimos contacto con sus moradores, era un planeta
rico, próspero, inventivo, floreciente. La atmósfera que lo cubría era un
mapa complicado de vías transitadas a cada instante por naves de todo
tamaño, las cuales sobrevolaban el relieve irregular de planicies, cráteres y
montañas. Una verdadera promesa para la política expansionista del
Imperio Galáctico. Sin embargo, sus habitantes, miserables criaturas
horribles (para nuestros standards, más bien deformes), dominados por las
más bajas pasiones inconcebibles para el régimen de perfección que rige
entre nosotros, lo han llevado al desastre.
Para probar la inferioridad física de estas criaturas, debo reportar aquí que
tiritan y hasta mueren de frío, mientras nosotros aguantamos sin abrigo las
más heladas temperaturas; y se asfixian hasta morir de calor cuando un
insignificante astro de fuego se acerca a su esfera. Hay que reconocer que
por mucho tiempo dieron muestras palpables de un progreso extraordinario
en lo concerniente a tecnología, arquitectura, ciencias, artes, etc. Tanto,
que en su etapa de apogeo, en ciertas instancias llegaron a penetrar
algunos de los secretos de nuestra suprema sabiduría, tales como el del
átomo y sus poderes; de los rayos láser; de naves que rompían la valla de la
estratosfera y visitaban otros planetas y satélites como lo hacen nuestros
vehículos espaciales; memorias electrónicas que llamaban computadoras;
potentes reactores nucleares; la lista era grande, casi interminable; tanto,
que abarcaba hasta la teoría de la relatividad, aunque para la extensión
vastísima de nuestro saber, toda su sabiduría no pasaba de ser un mísero
puñado de arena.
Pese a sus limitaciones de miserables criaturas, en lo intelectual denotan
una capacidad que bien puede llevarse a logros tan importantes como los
que han conseguido los estratos socio-intelectuales más ínfimos de nuestra
organización celular. Es obvio que jamás alcanzarían el noveno grado de la
estructura social del Imperio Galáctico, ni mucho menos el de la
selectocracia gobernante.
En lo espiritual, de cuando en cuando se manifiesta su preeminencia en
próceres clarividentes como un tal Salomón; también Moisés, Mahoma,
Saulo, Buda y otros. Sobre todos ellos, Jesús el Redentor cambió el curso de
la historia con prédicas de paz y amor. No obstante, en tan abominable
planeta no había cabida para un ser tan perfecto, y por eso lo crucificaron.
Después, los seguidores de Jesús el Redentor dieron en llamarse cristianos y
crecieron en número hasta constituir una mayoría avasalladora..., pero muy
pocos pusieron en práctica sus enseñanzas de paz y amor. Más bien
ejercitaron lo contrario: guerra y odio. Así volvieron a crucificar una vez más
a ese Redentor de la palabra mansa.
Pues bien, para que su Suprema Espacialidad comprenda mejor la
recomendación contenida en este informe, quiero hacer hincapié en que, en
lugar de evolucionar, este planeta ha sufrido una lamentable regresión.
Desde que lo visité en 1980, hace medio siglo más o menos, hasta el
presente, se ha convertido en un desolado e inservible páramo, cuya
superficie fue carcomida por sus propias invenciones y descubrimientos
científicos: esos miserables convirtieron el átomo, elemento visceral para
nuestro diario vivir, en la que llamaron bomba atómica. Igual hicieron con el
rayo láser. Fue una guerra que comenzaron peleándola en dos gigantescos
bandos, los cuales se hacían llamar superpoderes. Mintieron, se insultaron,
se acusaron mutuamente, se persiguieron, encarcelaron a multitud de
seres, practicaron la tortura y el terrorismo, se mataron con saña, hasta que
ocurrió lo inevitable: los dos superpoderes se exterminaron, se eliminaron
de la sobrehaz del planeta, con sus propias mortíferas armas.
Antes, debido al terrorismo, las naves dejaron de surcar el espacio. Como en
nuestra civilización se desconoce el terrorismo, me veo en el deber de
explicarlo, pues es la segunda vez que lo menciono: se trata de actos
violentos y criminales cometidos por partidarios de un superpoder contra los
del otro; casi siempre las víctimas son los más inocentes, mujeres, niños,
ancianos; seres inofensivos, pacíficos, que claman contra la violencia. Fue
así, también, que entre esas miserables criaturas se soltó un tomaidaca de
venganzas y actos terroristas tal, que del miedo a brutales secuestros y
asesinatos (al principio de este informe, y en relación con otros planetas,
expliqué estos actos repulsivos que no toda nuestra gente conoce), se
encerraron definitivamente en las casas. Estas llegaron a tener la apariencia
de cárceles por el sinnúmero de barras de hierro y cerrojos que las
protegían. Los habitantes acabaron por salir sólo embozados en las sombras
de la noche a buscar algo para nutrirse y seguir sobreviviendo. En un acto
de desesperación, cuando comprobaron que sus vidas ya no tenían sentido,
las criaturas de ambos superpoderes se atacaron mutuamente con la
bomba atómica.
En la actualidad, el estado del Planeta Tierra es tan lamentable, que por lo
mismo propongo como medida sana enviar la grúa galáctica: se hace
necesario limpiar el universo de tan nefasto y vergonzoso desecho. En la
vastedad armoniosa del Imperio Galáctico, ese aciago planeta no sólo
quebranta nuestros principios y ansias de perfección, sino también se
levanta como un monumento a la estulticia y al triunfo de las ciegas
pasiones. No debemos olvidar que en nuestro Imperio Galáctico hace mucho
tiempo-luz que se desecharon las bajas pasiones para dar lugar a la clara
razón, la cual reina en todos los dominios del poderío nuestro.
Doy así por cumplida la inspección intergaláctica que emprendí con el
equipo de expertos que se me asignó. Fue una misión que sólo nos tomó
medio siglo. Con ésta, mi primera misión, espero haber llenado el requisito
para obtener el título de Inspector General del Imperio Galáctico que se
concede a los más jóvenes de nuestro sistema. Humildemente espero haber
dejado satisfecha a su Suprema Espacialidad.
Queda esperando sus órdenes imperiales, un fiel servidor,
Thánatos Apol'lyon
P.S. Escribo este postscriptum en papel aparte, porque deseo se le
considere como un comentario extraoficial. Me preocupa lo siguiente: entre
las múltiples y raras creencias de los aborígenes del planeta Tierra que
recomiendo destruir, había una muy curiosa que anunciaba la resurrección
después de la muerte para aquellos que seguían las doctrinas de Jesús el
Redentor. Si esta promesa de resurrección se hiciera una realidad..., no
cabría duda de que se perpetuaría la imperfección ajena a nuestro Imperio.
Por otro lado, Euphorio, el experto en evaluación espiritual del equipo bajo
mis órdenes, después de estudiar minuciosamente las enseñanzas de Jesús
el Redentor, pretende ahora que nuestra selectocracia haga suyas tales
doctrinas para elevarse a más altos niveles de superación. Y que Dios, amor
y caridad faltan en nuestro Imperio Galáctico para hacer rotunda la
excelencia del linaje, según Euphorio.
Vale.
23 de Septiembre de 1986

Una vez más Caín y Abel


Yavé preguntó a Caín: «¿Dónde está tu hermano?», y él respondió: «No lo
sé. ¿Soy yo, acaso, el guardián de mi hermano?» Entonces Yavé le dijo:
¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano grita de la tierra hasta
mí. Por tanto, maldito serás y arrojado de la tierra, que ha abierto sus
fauces para empaparse con la sangre de tu hermano derramada por ti.
Génesis, 4: 9,12.
De un lado y de otro de la frontera, los ejércitos enemigos se preparaban
para el combate. Dos jefes de ambos bandos notaron con satisfacción que
en lugar de la actitud pesimista y el semblante de presagio fatal de otras
veces, los soldados irradiaban en sus personas un algo asertivo,
esperanzado y hasta alegre, frente a la inminente acción militar.
-Estos carajillos ya se han hecho a las durezas del combate. Miles de
millones de batallas se pueden ganar con hombres de tan aquilatada
disposición bélica-, observó el comandante del bando sandinista. A su vez,
el del bando de la resistencia, dijo:
-No cabe duda de que el entrenamiento y la disciplina han borrado todo
vestigio de flojera en estos güevones. Con tal disposición de machotes de
pelo en pecho, el enemigo no tendrá tiempo ni de chistar y menos de
oponernos resistencia.
Los comentarios y afirmaciones del seguro éxito que el buen talante de los
soldados prometía, proliferaron entre los de la plana mayor de ambos
bandos. Entretanto, los ejércitos del frente sandinista y los ejércitos de la
resistencia se preparaban para el combate abriendo trincheras, acarreando
pertrechos, conduciendo tanques blindados, camuflando cañones, sin cesar
de cantar, silbar, tararear alegremente. Algunos hasta tenían una sonrisa en
el semblante y en la mirada un no sé qué de gozo. Era como si en lugar de
una batalla, se aprestaran para unos festejos. De vez en cuando
interrumpían la tonada que llevaban en los labios, y tanto los sandinistas
como los de la resistencia, se repetían unos a otros al oído:
-¡No olvidar la consigna, cho, Jooodido!
***
Todo está ya a punto para empezar la batalla. La plana mayor sandinista y
la plana mayor de la resistencia están en los puestos de mando. Los
guerreros de un lado y de otro de la frontera se aprestan al combate,
mientras en el silencio de muerte que pesa en el ambiente, se susurran
unos a otros al oído: «La consigna, no olvidarla. ¡La consigna, cho!».
Los del alto mando siguen maravillados al comprobar que entre sus tropas
reina un halo de beatitud, como si tuvieran ya la certeza del triunfo
próximo. Sin embargo, no falta quien exprese sus inquietudes ante lo
inusitado del suceso:
-La ausencia de adrenalina que secretan el miedo y las expectativas de los
soldados ante el peligro, podría más bien llevárselo todo a la porra.
-Para mí, -comenta alguien-, que están mafufos. ¡A saber dónde
consiguieron la hierba! Esto huele a chamusquina.
Las inquietudes se multiplican entre los de la plana mayor cuanto más se
acerca el momento del combate. Sin embargo, ya no pueden detener el
curso de los hechos, pues ha llegado la hora del peligro.
-¡A-tencióooon!... ¡A-vaaan-cen!... ¡Fueee...go! - La orden resuena firme y
como un eco la repiten los subalternos inmediatos y la dispersan por el
campo de batalla como una ola verbal. Al oír tal mandato, todos los
sandinistas y los de las resistencia, gritan exaltados:
-¡La consigna! ¡La consigna, cho!-, y lanzando armas al suelo y tiros al aire,
empiezan a saltar por encima de trincheras, ametralladoras, cañones,
tanques de guerra y corren unos hacia los otros con los brazos abiertos.
Todos, todos los de un bando y de otro bando, dejan al mundo perplejo
cuando en un abrazo apretado y fraternal gritan con un grito ubicuo que
siguen repitiendo hasta la saciedad:
-¡Hermanos! ¡Somos hermanos! A partir de hoy, Caín y Abel unidos para
siempre...
San José, 6 de enero de 1988
*Publicado en Áncora (Costa Rica), 31 de enero de 1988: 1 y 4 – D.
Comprobación de lo ya comprobado
Un hombre pasa con su sol a cuestas. Largo, largo es el día. También agrio.
El sol, naranja anciana, se hundirá en el poniente y el limón de la luna le
dará al hombre un vaso de dudosos ensueños, mientras la noche, ay, lo
llevará hasta el alba y de nuevo la historia volverá a repetirse.
Juan Cervera
En su desesperación, el hombre dijo: «Ha llegado el momento, alcancé los
límites, se acabó el tiempo de una vez por todas». Se quitó el reloj-pulsera,
lo puso sobre la mesa y por unos instantes permaneció examinándolo como
si fuera la primera vez que contemplara la carátula y manecillas, las cuales
seguían marcando su ritmo cronométrico con implacable terquedad. Una
irascible agonía se manifestaba en los músculos contraídos de su cara
cuando sacó el revólver. Disparó... Disparó haciendo añicos el reloj. «Hay
que terminar con el tiempo de una vez por todas», fue su explicación. Con la
misma rabia, en el vestíbulo fulminó también el acompasado tic-tac del
péndulo que por más de un siglo había marcado el tiempo, feliz o trágico,
pero efímero, de todos y cada uno de los miembros de la familia.
-¡Tiempo del carajo, aquí está el único que se atreve a detenerte de una vez
por todas!-, vociferó. Entonces recorrió una a una todas las habitaciones de
la casa y uno a uno, y con mil improperios, fue aniquilando los relojes.
Después salió a la calle disparando a cuanto reloj se cruzara en su camino.
Cuando hubo hecho trizas los de la iglesia y del ayuntamiento, desalentado,
flojo como un traje sin cuerpo, se desplomó en un poyo de la plaza y gritó:
-¿Quién se atreve contra el tiempo que se multiplica y multiplica y multiplica
indefinidamente? ¿Quién lo puede anular si no cesa de multiplicarse en la
limitación de los relojes?
Alguien se le acercó y le preguntó por qué, si lo que acababa de decir del
tiempo era una verdad ya sabida y comprobada hasta por él, se empeñaba
en efectuar una masacre del tiempo. Llorando a todo pulmón y a grito
pelado, respondió el criminal:
-No es la infinitud del tiempo lo que estoy poniendo a prueba. Es mi
estupidez, ¿no lo ve? Sólo un imbécil como yo se atreve a medir su pasajera
humanidad con el tiempo sinfín. ¡Un imbécil!, me lo dijo mi mujer hoy,
cuando le eché en cara lo de los cuernos que se vive poniéndome con todos
los cabrones de este pueblo de mierda.
Houston, 15 de agosto de 1988

Justicia distributiva
Más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja que un
rico entre en el reino de Dios.
San Lucas: 18:26.
Es semejante el reino de los cielos a un tesoro escondido en un
campo, que quien lo encuentra, lo oculta, y lleno de alegría, va,
vende cuanto tiene y compra aquel campo.
San Mateo 13: 44-45.
El empresario de los millones, míster John Johnson, quien había levantado
los más hermosos rascacielos de cristal que a la hora del crepúsculo
irradiaban mágicas luces de colores; aquel que de un golpe inesperado de la
bolsa acumulaba sobre los millones, otros millones más; el que recibió
doctorados honoris causa de universidades a las que favoreció con su
espléndida generosidad; el que se gastaba en una sola fiesta lo que cien
ciudadanos consumen en un año y hasta más, como un niño se traga un
confite; pues un día, este multimillonario John Johnson se puso deprimido,
mustio, ojeroso y después de mucho cavilar, se dijo que «sin darle más
vuelta, son los millones los que pesan sobre mí y me están aplastando sin
misericordia». En sus ansias por no morir sepultado bajo el peso de su
oneroso capital ni de la masa de cemento, hierro, cristales y metal de sus
edificios, buscó todos los remedios habidos y por haber. Consultó al Pastor
de su iglesia metodista. Fue a sicólogos, sicoanalistas y siquiatras. Probó a
los nigromantes que le leyeron palmas, cartas, posos de té y hasta le
hicieron la limpia. Visitó a los santeros que le echaron los caracoles y le
danzaron a Xangó, pero ninguno, absolutamente ninguno le dio la solución a
su problema porque a ellos sólo les interesaba su dinero y no la dimensión
de su insaciable vacío. Así se fue poniendo cada vez más enteco y alicaído.
En el lujoso hotel donde celebraban los millonarios del mundo un congreso a
todo trapo, bajo el tema de «Cómo multiplicar ad infinitum las inversiones»,
míster John Johnson no podía conciliar el sueño, atiborrado como estaba de
cifras y audaces golpes de bolsa. Revolcándose en la cama como si la sarna
del espíritu se le hubiera salido por el cuerpo, se repetía que toda aquella
parafernalia y retórica capitalista eran absurdas y una pérdida de tiempo.
Desesperado, encendió la luz y buscó algo que leer, pero todos los papeles
en sus carpetas trataban de intereses, transacciones, bienes, rentas,
accionistas y capitalizaciones. Sobre la cómoda, junto a la lámpara, reparó
en la Biblia, y a falta de otra cosa, se puso a leerla con la esperanza de
atrapar el sueño: al llegar al pasaje del rico que le pregunta a Jesús qué
debe hacer para salvarse, decidió desprenderse de todo, rascacielos, obras
de arte, joyas, cristalería, lingotes de oro y plata, acciones, bonos, billetes,
monedas, tapices, en fin, de todo cuanto lo ataba al mezquino mundo de lo
material.
Tan pronto como hubo dado sus bienes, experimentó la inmensa dicha de
su dádiva y se consideró el hombre más venturoso del mundo. Fue voluntad
suya poner sus interminables riquezas en manos de una junta
administrativa para fundar un complejo hospitalario casi utópico, algo nunca
visto. Este complejo hospitalario casi utópico fue erigido para los
menesterosos de la ciudad, con el fin de que tuvieran el mismo cuidado
médico que los más ricos ricos, sin el menor costo. Ya nadie sin medios
económicos podía quejarse de malestares físicos ni de falta de posibilidades
para sanar, porque ahí estaba, como un enorme monumento a la salud, el
Hospital del Perpetuo Socorro, el edificio más alto, tanto que descollaba
entre los demás como un estandarte en defensa de los enfermos pobres;
era además el edificio más espacioso, cómodo, y poblado por los mejores
médicos, investigadores y especialistas del mundo entero; por doquier la
tecnología más avanzada se concretaba en la presencia de computadoras,
instrumentos electrónicos y de rayos láser. En verdad aquella ciudad llegó a
ser un modelo de salud y bienestar físico. Gracias al Hospital del Perpetuo
Socorro, hasta la muerte como que andaba medio acoquinada, pues apenas
si se le veía asomar por ahí la monda calavera.
Reducido al mínimo y alimentado de lecturas espirituales, un día cualquiera
de invierno el ex-multimillonario John Johnson murió congelado en un poyo
del Tranquility Park, donde solía pernoctar: las enseñanzas de los Evangelios
lo habían llevado a privarse hasta de la casa. Lo encontraron helado, con los
ojos fijos en el cielo y una sonrisa beatífica que anuló, en los testigos
presenciales, un amago de lástima. Comentaron algunos que había muerto
en olor de santidad. Otros dijeron:
-En sus años de prosperidad no fue feliz. En los de miseria, fue el hombre
más dichoso del universo. La prueba es esa sonrisota y ese algo especial,
como una luz remansada, en los ojos fijos en el cielo.
Si la felicidad que le proporcionó a John Johnson el abandono total de las
riquezas lo siguió acompañando hasta la muerte, nadie lo sabe. Sí se sabe
que por esos días el Hospital del Perpetuo Socorro se declaró en bancarrota
al descubrirse que los miembros del Consejo Administrativo y de la Junta
Directiva, podridos de avaricia, hicieron gato bravo con los bienes que para
los indigentes puso en sus manos el altruista multimillonario: uno escribía
cheques a nombre de seres que ni existían y luego los cobraba él mismo.
Otro, se los hizo a compañías que cooperaron gustosas en el timo. Los más,
ya ni hicieron ningún esfuerzo por disimular sus sablazos. Las amantes y
hasta las esposas de tan honestos ejecutivos colaboraron con entusiasmo
en la operación sacadineros, la cual devoró en un santiamén el centro de
salud más completo del mundo, y por supuesto, como siempre, la víctima
fueron los pobres a quienes se les privó del derecho a la salud.
La buena intención del ex-multimillonario -probablemente ya acogido en el
reino de los cielos con cánticos beatíficos en loor suyo-, dejó en la cárcel a
una manada de marrulleros ejecutivos en el reino de la tierra. Todos eran
unos arribistas que en el momento de subir al puesto de directivos y asumir
la responsabilidad de los millones, cantaron preces a la justicia distributiva y
proclamaron a voz en cuello su cristianismo, su igualitarismo y toda la
retahíla de ismos. Sin embargo, ávidos de poder, riquezas y bienes
materiales, desmembraron el cuerpo que nutría la salud de los pobres, se lo
repartieron, y lo devoraron hasta no dejar ni los huesos. Menos mal que
todavía existen las cárceles...
-Pero las cárceles son siempre cortas para los ricos y largas, interminables,
para los pobres-, comentó un vejete.
Durante el juicio, todo se volvió improperios contra los codiciosos y
alabanzas al ex-multimillonario John Johnson. Sólo un economista avieso,
comentó:
-Vivimos preocupados más por nuestra culpa ante los pobres, o por nuestra
compasión por ellos, que por los pobres mismos.
Un sabueso de fino olfato a quien le gustaba llevar la contra a los Evangelios
porque le daba la real gana, concluyó:
-El pecado más gordo no es el de los que se embolsan dinero que pertenece
a otros, ni de los que despojan a los pobres. El pecado más gordo es de
aquel que pensando sólo en su ego, sin preocuparse por los otros, se
encarama a toda costa (o pretende encaramarse) en el reino de los cielos.
10 de febrero de 1986

INDICE
PRIMERA PARTE: LOS INFIERNOS DE LA MUJER
La Tejedora de palabras
El secreto mundo de abuelita Anacleta
El corrector de la historia
El carro de la rutina
Los males venideros
Brigada de la paz
El infierno
Una estrella efímera
Libelo de repudio
SEGUNDA PARTE: Y ALGO MAS...
Augusto discípulo de Pitágoras
Cruzada intergaláctica
Una vez más Caín y Abel
Comprobación de lo ya comprobado
Justicia distributiva

También podría gustarte