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Rima de Vallbona
La tejedora de palabras*
A Joan, quien desde hace siglos se aventuró por los mares de la
vida creyendo que iba en pos de su propia identidad, cuando
realmente buscaba, como Telémaco, al Ulises padre héroe que todo
hombre anhela en sus mocedades.
El carro de la rutina
There are things that happen between a man and a woman in the
dark.
Tennessee Williams
La puerta se cerró detrás de él. Ella, la novia recién casada; ella, la que ayer
mismo se prendía el azahar en el velo, vestía de blanco y con emoción decía
sí, un sí lleno de júbilo y tan dilatado como el mundo; ella, se incorporó
precipitadamente del lecho nupcial y se puso a hurgar con desesperación el
fondo de la memoria. Con horror comprobó que durante la humilladora y
dolorosa experiencia de la noche nupcial, su memoria había dejado de ser
memoria y había sufrido una degradante metamorfosis: revuelto en el
amasijo de sobras y despojos que él había dejado después de hacer una
carnicería con sus sentimientos, apenas si pudo distinguir el capullo de rosa
que él puso en su cabello una lejana tarde de músicas y dulzores de amor.
La poesía, que a la luz de un ocaso enamorado tuvo forma de corazón,
ahora, también irreconocible, era un amago de turbios presagios. También
estaba ahí, entre tanto desecho, dando acordes distantes, la cajita de
música que de novio él le obsequió con «Polvo de estrellas». Besos, caricias,
paseos por los senderillos del bosque, risotadas llenas de promesas, sueños
para el futuro, todo lo que la llevó a pronunciar aquel sí, el más importante
de su vida, estaba en el fondo de su memoria-basurero donde la misma
noche de bodas, con arrogancias de macho satisfecho, él tiró sin reparo
alguno los minuciosos jirones sangrantes de su yo.
Ante tanto estrago, azorada, al filo del terror y con náuseas que le subían no
del estómago, sino de los abismos más recónditos de su ser, seguía sacando
y sacando despojos del fondo de la memoria. Con desaliento comprobó que
hasta las promesas de paraíso-eternamente-mi-amor-vida-mía, se habían
transformado en nudos de víboras. Cuando alcanzó el poso de su virginidad
desgarrada sin misericordia, al atardecer, llena de angustia, comprendió
que había dado el paso definitivo e irreversible hacia el infierno.
Como escape, ya sólo le quedaba el suicidio. Sin embargo, cuando al final
de la jornada él entornó la llave de la puerta y hola, querida, ¿cómo has
pasado hoy?, le preguntó, ella buscó en lo más generoso y sacrificado de su
ser una sonrisa y dándole un beso en los labios, ¡de maravilla, mi amor, de
maravilla!, le respondió.
Así, para siempre quedó uncida con intrepidez al carro rutinario y esclavista
del matrimonio, como había visto a las demás mujeres, desde la abuela
hasta la madre, pasando por hermanas y parientas y amigas y vecinas y
desconocidas..., todas... las demás. ¡Igual que todas ellas!
Houston, 8 de diciembre de 1988
Brigada de la paz
Can a lover meet and exchange kisses on battlefields still acrid with bomb
fumes?
Will the poet compose his songs under stars veiled with gunsmoke?
Will the musician strum his lute in a night whose silence was ravished by
terror?
Kahil Gibran
Esperaban. Atrincherados, con la ansiedad de la batalla inminente
atravesada en una bola de miedo en la garganta, y los fusiles listos para el
ataque, esperaban al enemigo. Desde la mañana perdieron comunicación
con el frente de comando. Sin embargo, su instinto presentía que el
enemigo, aún invisible, era supernumeroso y andaba patrullando por los
campos en derredor: al amanecer, rumores venidos de lejos hacían palpitar
la tierra bajo sus plantas, como un corazón aovillado en el miedo; eran
rumores de cien veces mil pasos que se dirigían contra ellos con la muerte
pegada a las botas; con la muerte metida dentro de los uniformes,
controlándoles con certeza la puntería a ellos, los enemigos. Además,
durante toda la mañana, cuando todavía se pudieron comunicar con el
frente de comando, les habían dado órdenes para mantener la vigilancia, en
espera de una multitud de enemigos que venía hacia el campamento.
La ansiedad les ponía garfios de sed en la garganta. Con terror
comprobaron que su oído se había aguzado de tal manera, que podían
percibir hasta el más leve ruido en la maraña confusa de los latidos de sus
corazones, los cuales resonaban tenebrosamente dentro del tórax y
repercutían con estruendo en el cráneo; podían auscultarlo en la hondura
sin tregua de su respiración pausada, lenta, de animal en acecho..., en
acoso..., tal vez..., más bien...; lo sentían en la tumultuosa batahola de
diálogos a medias palabras, del ¡mierda, ahora sí que nos llevó la trampa,
en medio de este campo raso y sin resguardo de nada!
-Idiay, más vale encomendar el alma a Dios desde ahora, porque de ésta no
se salva ni el más pintado, aunque luche como valiente machote.
-¡Qué carajo! ¡Y yo que soñaba largarme esta semana con mi música para el
pueblo, a ver a mi mujer y a mis hijos!
-¡Y yo, pucha, que creí que la guerra había terminado y que no faltaba nada
para deponer las armas!
-¡Y yo, que ya tenía permiso para pintármelas definitivamente! ¡Qué mala
pata!
-¿Alguno de nosotros podrá salvarse de ésta? Ni dudar que el enemigo es
una multitud y nosotros..., nosotros, sólo cuatro gatos con un puñadito de
municiones.
-Tenes razón, maje. ¡Pucha, esto sí que está feo! Aquí no se salva nadie.
Entre tanto silencioso ruido, comenzaron a distinguir en la más lejana
lejanía, semidiluido en la luz rojiza de un poniente que presagiaba tragedia,
un murmullo de voces que venían cantando. ¿Quién, quiénes podían cantar
en ese momento horrendo de miedos que se tensaban como cuerdas de
violín? Se miraron unos a otros llenos de perplejidad, sin poder comprender,
pero buscando explicaciones: es un mal signo, dijeron, porque si canta el
enemigo, ha de ser porque tienen el triunfo asegurado.
-¡Una emboscada! Sí, una emboscada. -Una ola gigante de enemigos.
-¡Y nosotros sólo este puñadito de cincuenta, mal armados y con pocas
municiones!
-¡Qué putada! La muerte segura, ni darle vuelta... ¡No es una ejército de
enemigos, comprades, es la mismita muerte que viene trotando hacia
nosotros!
-Los jinetes del Apocalipsis...
En la línea del poniente, rojizo presagio de tragedia, el rumor de pasos se
intensificó más y más con la penumbra del atardecer. Y entre las sombras
en las que se iban sumiendo árboles, rocas, los picachos en levante, el
riachuelo, todo, todo resonaba y el rumor de las voces del enemigo,
elevadas en himno de triunfo, se iban multiplicando en los ecos de la sierra.
El miedo se había aferrado a sus gargantas con garras de sed. El corazón,
henchido de terror, se les salía del pecho y ya palpitaba en las sienes como
tambor de muerte.
Cuando tramontaba el sol, divisaron allá lejos, muy lejos, una masa
inmensa, enorme, gigantesca, que se aproximaba lentamente, siempre
cantando, cantando, cantando..., pero el canto, muy distante, era sólo un
nudo de murmullos.
-¿Qué cantan?
-¡A saber...!
-El enemigo está muy seguro del triunfo, para cantar así, porque es festivo
el sonsonete, sin trazas de marcha militar.
-¡Cincuenta pobres diablos masacrados por esa masa humana! ¡Miles de
miles! ¿Te das cuenta?
A las órdenes del capitán, cargaron los rifles y a pesar del miedo, apuntaron.
El gesto de ataque quedó congelado cuando empezaron a divisar las
banderas blancas que agitaba el enemigo al aire.
-¡Pendejos! ¿No ven que es una celada que nos tienden para ganar tiempo?
-Los increpó con rabia el capitán-. Miren sólo los miles de miles que forman
sus filas, y el reducido número de nuestro pelotón. Si les hacemos caso,
esas banderas blancas serán nuestra mortaja segura. ¡Aten...ción!
¡Apun...ten...!
El himno que venía desde el poniente rojizo con presagios de tragedia, los
volvió a dejar en acecho mientras el mar de sombras se iba acercando con
rumores de ola arrolladura.
«¡Car...guen! ¡Fue…go!», se oyó en la oscuridad y la respuesta fue un
torrente de descargas, cuyo eco, en lontananza, parecía repetir
«muerte...erte...erte...» Una muchedumbre de cuerpos cayó fulminada, pero
los que seguían de pie continuaban la marcha como un bulto gigante
enardecido por un extraño canto.
Incitados por el tiroteo y el triunfo, que ya consideraban seguro, los
guerreros no prestaron más atención al himno y se dejaron ensordecer por
el ruido de los metrallazos. Sólo cuando los últimos adversarios huyeron y
unos pocos heridos seguían cantando, los soldados reconocieron la letra del
cantar. Entonces gritaron a una:
-¡Piden paz! ¡Paz!, ¡sólo cantan paz!...
Cuando en la oscuridad de la noche que ya se había cerrado alumbraron con
linternas la muchedumbre de cadáveres, un estremecimiento de horror los
sobrecogió a todos:
-¡Mujeres! ¡Sólo son mujeres! ¡Indefensas mujeres sin más armas que un
canto de paz y amor!-, exclamaron en un grito que desgarró las entrañas
fecundas de la madre tierra.
Mientras lloraban la canallada que el miedo y la orden del capitán les había
hecho cometer, se restablecieron las líneas de comunicación con el frente
de comando, y en el aire enrarecido por lamentos y maldiciones, se oyó una
voz con «gratísimas nuevas de una brigada de paz constituida por mujeres
voluntarias -madres, hermanas, esposas, novias, estudiantes, obreras- que
visitan el teatro de la guerra cantando el himno "Paz y amor en el mundo".
Avanzan por campos de batalla ganándose los corazones y las voluntades
de amigos y enemigos. ¡Valientes mujeres, embajadoras de la paz!, última
esperanza de que la raza humana no sea eliminada del planeta... Por lo
mismo, el alto comando incita a todos, amigos y enemigos, a deponer las
armas y a cantar con nuestras valerosas mujeres "Paz y amor en el
mundo"... ¡Viva la brigada de la paz! ¡Viva!».
Walden, setiembre de 1987
El infierno*
A Eva, mi hija del alma.
El diablo es aquel que le niega al mundo toda significación racional
La dominación del mundo, como se sabe, es compartida por ángeles y
diablos. Sin embargo, el bien del mundo no requiere que los ángeles lleven
ventaja sobre los diablos (como creía yo de niño), sino que los poderes de
ambos estén más o menos equilibrados. Si hay en el mundo demasiado
sentido indiscutible (el gobierno de los ángeles), el hombre sucumbe bajo su
peso. Si el mundo pierde completamente su sentido (el gobierno de los
diablos), tampoco se puede vivir en él
Milán Kundera
Se cansó de la rutina. Quedó agotada de repetir día tras día el mismo gesto
desde la mañana a la noche. Estaba hastiada de que, desde tiempos
perdidos en la remota distancia de la niñez, su yo se multiplicara sin piedad
en todos los reflejos. Se hartó de la monotonía recargada de las tensiones
inútiles del diario vivir.
No pudiendo soportar tanto fastidio, con un solo y potente golpe de su ser
rompió la tersura de la rutina, la cual estalló en un caos incontenible de
triturados cristales.
Entonces todo su ser se le volvió cielo: la voz se llenó de mariposas, pájaros,
estrellas, peces, niños, auroras, risas.
Su paso, ya incierto de tanta vejez que cargaba, se dirigió certero, sin
tambaleos, por los caminos de la libertad y tomó la vereda de las escalas
musicales hasta alcanzar la perfección de la danza.
Su oído, que hacía tiempo habitaba los dominios del silencio, irrumpió en un
reino de trinos, violines, sollozos, algazaras, gritos, coros, sinfonías.
A su semblante, cruzado por un nudo de arrugas y grietas, la magia de los
reflejos le prestó la pureza, tersura y alegría de las adolescentes.
Entonces, despreocupada, dio su amor y sus primeros besos a un guapo
marino, quien los sepultó en medio del mar. En seguida, su amor y sus
besos los fue dando a uno, a otro, a otros más y a cambio, ellos le
devolvieron lágrimas y desilusiones; desilusiones y lágrimas.
Después, al cabo de los años, se fue a los bares para salir del brazo de un
hombre, de otro, de otros más. Después los esperó en las calles sórdidas.
Así, pasó una montaña de hombres por su lecho y el amor que ella soñó
desde la desierta vejez solterona, se transformó en puñados de billetes
prostituidos, los cuales nunca lograban superar el abismo de sus soledades.
Entonces, llena de asco, cerró los ojos con violencia, deseando
vehementemente retroceder por los caminos de la libertad para dirigirse
hacia la rutina monótona de la vejez de donde había partido esa mañana.
Quería reconstruir la rutina ligando el caos de los triturados cristales que
ella misma dispersó horas antes.
Deseaba quedarse mansa y pasiva en el aquí y el ahora de su vejez que se
precipitaba hacia la muerte poblada de soledades y desamor...
Todo su esfuerzo fue vano: el sueño donde había penetrado por los caminos
de la libertad cerró las rejas y la dejó aprisionada para siempre en el allá y
el antes, que habiendo sido cielo por unos momentos, se le volvieron un
infierno...
Houston, 3 de diciembre de 1988
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*Publicado en Áncora (Costa Rica), 15 de enero de 1989: 1 – D.
Una estrella efímera
La desesperación nos debilita los ojos y nos cierra los oídos. Desesperados,
no podemos ver nada más que espectros de muerte, ni podemos oír más
que el palpitar agitado de nuestros corazones.
Kahil Gibran
Aquel amanecer, difícil para su vejez solitaria como todos los de esos
últimos años (los huesos le dolían hasta los tuétanos; en las noches de
insomnio, una garra criminal le apretaba el corazón; pero el dolor
inconsolable de seguir viviendo era el que en realidad le traspasaba en
cuchilladas su existir); aquel amanecer, como todos los amaneceres, miró
por la ventana de la cocina, mientras ingería el medicamento contra la
artritis, la cual no le había dejado ni un solo huesecillo de su enclenque
esqueleto libre de dolor. De pronto, experimentó un alivio extraño; era como
si las emociones y viejas esperanzas de los años mozos, enterradas hacía
una eternidad, se hubiesen incorporado en medio de su existencia caduca y
cobraran vida:
«¡Una estrella! ¡Una estrella en el amanecer!», pensó con la exaltación de la
infancia que se llena de alegría hasta con el soplo de la primavera. ¡Hacía
tanto, -ya ni lo recordaba-, que venía buscando en el cielo la magia de las
estrellas de ayer y la blancura de la vía láctea que se destacaba en las
noches transparentes de su pueblito, allá lejos! Ahora, con el aire
contaminado de la ciudad sinfín y la osadía elevada de los edificios, apenas
si se divisaba desde su ventana un trocito de cielo. Desde esa ventana que
daba al norte, ni siquiera se podía ver el montoncillo algodonado de unas
nubes que rompieran el gris monótono de la atmósfera, manchada a diario
por las chimeneas de fábricas y refinerías de petróleo.
Por eso, al divisar la estrella, saboreó el reencuentro con una emoción que
ya creía extinta del todo en ella; entonces puso freno a su respirar agitado,
para impedir que se descompensaran las palpitaciones de su pecho, porque
ya sabe, doña Amparo, cualquier emoción fuerte le afectará el corazón que
está debilucho. ¡Nada de emociones, ni fuertes, ni débiles! A vivir quietecita,
calladita, sin decir ni tus ni mus y verá qué vida larga tendrá, hasta para
enterrar a sus nietos, le había advertido el médico mil y cientos de veces.
¿Pero se puede llamar vida a la que pasa anodina, sin goces ni emociones?
¿A qué seguir viviendo una vida muerta y sin sentido? ¡Qué bueno
conmoverse y llenarse los ojos y el alma con esa estrella en el horizonte! La
primera estrella después de años... me ayudará a seguir adelante, hasta el
final que ya se acerca, sin este desaliento que me hace arrastrar los pies y
encorvar las espaldas. ¡Absurdo, más que absurdo!, sólo los que ya no
tienen nada, absolutamente nada en la vida, se aferran a algo tan
deleznable... como la emoción de ver una estrella... cualquiera diría que es
la primera estrella del Génesis... Se reirían los que no saben que esta
estrella la necesito para no hundirme más en el pozo sin fondo de mis
últimos días..., la estrella..., el trinar del pájaro..., el susurro del viento entre
los arbustos..., lo que vive y palpita, lo que brilla y da luz, lo necesito para
alentar mi esperanza..., y poder llegar hasta el final sin la desespera ción de
este vivir sin vivir... ¿Y si estuviera soñando esa estrella del norte, sólo para
salvarme?... ¿Un simulacro de estrella para engañar la realidad donde ya no
quedan rastros de salvación?... Simulacro, fantasmagoría, entelequia de
estrella..., sueño..., ¡qué más da!, hoy preciso de esta estrella para
permanecer aferrada a algo hasta la muerte..., que tarda una eternidad en
llegar...
Cuando ya no tenía ninguna duda de que sí, que la estrella estaba ahí
tendiéndole las redes de su luz para que su esperanza ascendiera hacia la
vida, el brillo del astro se intensificó. Tan grande, tan enorme se hizo, que
como una pesadilla, rompió los límites de la estrella y comenzó a moverse
vertiginosamente hacia su ventana. De veras, eso no podía ser la realidad.
Sueño... Ilusión... Pesadilla... ¿qué otra cosa podía ser? Pero era la realidad
misma; sólo que la estrella de su esperanza nunca fue estrella: el intenso
foco refulgente de un avión que se aprestaba a aterrizar en la base militar
donde hacía muchísimo tiempo no había ningún tráfico aéreo, le dio la justa
medida de su realidad compuesta ya sólo de artificios y espejismos creados
por la esperanza de seguir viviendo..., seguir viviendo viva..., seguir
viviendo en el palpitar efímero de una emoción también efímera..., hasta
que llegara la muerte...
Houston, 26 de octubre de 1987
Libelo de repudio*
Si un hombre toma una mujer en matrimonio y luego ella no le agrada a él
(...), le escribirá el libelo de repudio, y poniéndoselo en la mano, la mandará
a su casa.
Deuteronomio, 24:1-4.
Se dio media vuelta en la cama. Con esta maniobra pretendía indicarle que
la discusión había terminado y deseaba dormir. También, que por supuesto,
-Ni te lo soñés, güevón, que después de todos estos añales de sacrificio y de
haber trabajado como una muía, te vaya a dar el divorcio. Le estás pidiendo
peras al olmo. Y menos ahora, para que una pelanduzca de mierda se
favorezca con todo lo que me he sudado a punta de trabajo. Porque mira,
vos no has puesto ni esta pizquita de todo lo que tenemos. Yo, sólo yo, me
he afanado de lo lindo en la peluquería para poner el pan a la mesa, vestir a
Marquitos, pagarle la escuela y también para que estudiaras en la facultad
de farmacia y sacaras el título. Ahora que tenes la farmacia y podemos vivir
holgadamente, comprarnos una casita, la que tanto soñé para Marquitos,
ahora jue'puta, que ya no necesitas de esta imbécil babieca, me venís con
que «lo siento, Ana, Anitica de mi vida, pero no puedo seguir con vos,
porque ¿sabes?, me he enamorado de otra y a vos no te puedo engañar. El
divorcio, sólo el divorcio es la solución».
La escena se repetía con variantes, siempre a la hora de recogerse. Siempre
cuando ella estaba agotada después de aguantarse las pesadeces de la
señora Vargas con su moño por acá y sus ricitos por allá; las necedades de
la Rodríguez que nunca quedaba contenta con el peinado que le hacía; y la
chachara exasperadamente fútil de Lucila, la otra peluquera. Siempre
cuando más afectado quedaba su sistema nervioso y tenía que acabar por
recurrir a los soporíferos para evitar el insomnio. Esta vez, -contra la
costumbre de hilar discusiones sin fin-, cuando ella se mostraba más
exasperada, él sólo le dijo:
-Está bien. Está bien, Ana, vos decís que no nos divorciamos, pues no nos
divorciamos. ¿Satisfecha? Más vale que no nos destrocemos como fieras.
Sigamos juntos la farsa estúpida de nuestro matrimonio.
Al darse la vuelta en la cama, se fijó en su pensamiento la vaguísima
impresión de que él había sonreído subrepticiamente cuando lo dijo. Al
principio no le prestó atención a la furtiva sonrisa de su marido, pero
después, poco a poco se le fue instalando en su conciencia la imagen de la
casi jubilosa aceptación de él:
Claro, algo perverso está tramando, porque si no, ¿a qué ceder con tanta
complacencia? ¿Qué se trae ahora? No hay duda de que planea algo...
¿Asesinarme...? ¡Bah!, eso sólo se ve en las películas y novelas
detectivescas. Antes, había armonía y casi felicidad en mi matrimonio.
Pasábamos bromeando. ¡Cómo reímos cuando le leí la columna sentimental
de Vanidades: ¡un marido anunciando las excelencias de su mujer como
mercancía adquisitiva! ¿Cómo decía? Ah, sí, reímos hasta las lágrimas:
«Marido preparado para desprenderse de su mujer treintañera», decían los
titulares. Y luego seguía con «Estoy dispuesto a ceder mi esposa treintañera
(casi cuarentona), a cualquier hombre que ella misma escoja, porque quiero
que sea muy feliz. También, después de las humillaciones y frustración
sufridas durante el largo exilio del lecho matrimonial (tálamo nupcial, decía
más bien), me gustaría sentirme libre para volver a amar a alguien, vivir
una nueva y quizás última pasión. ¿Podría sugerirme una forma de divulgar
muy discretamente que mi mujer está disponible? Si tuviera éxito mi
anuncio, la edad otoñal de tres ciudadanos quedaría enriquecida». Firmaba,
«En serio». Cuando las noticias traían lo del desalmado que llenó de
estricnina las cápsula de Tylenol y de los envenenados, entonces todo
andaba bien entre nosotros dos y nos chanceábamos en comunión
afectuosa. Entonces yo solía decirle bromeando que para él era fácil
eliminarme sin que nadie lo culpara porque
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*Publicado en El Gato Tuerto (Miami, EEUU), verano 1987: 8.
-Mira, Timoteo, aquí mismo, en este botiquín donde guardo las cápsulas
para el insomnio, tengo las de raticida... del mismo tamaño y con la misma
forma. Para vos, sólo es cuestión de cambiar de sitio los frascos y ¡zas!, se
la palma tu mujer porque cuando en las noches de insomnio ando a la caza
del sueño, ni a tiros me hacen encender la luz. Me dirijo al botiquín
tanteando uno a uno los muebles y como ya me sé el botiquín de memoria
(aquí a la derecha las cápsulas del soporífero. Al lado, el pomo de la crema
humectante. Detrás, el raticida), en la mismita oscuridad me engullo las
cápsulas en un santiamén.
En esos días, solícito, como cuando estrenó mi virginidad, Timo me decía:
-Haces mal, Anita, muy mal. Deberías tener el frasco de raticida en otro sitio
que no se preste a confusiones fatales.
Por temor a que Marquitos tocara el raticida, la inercia ¡qué sé yo!, las dejé
allí... dicen que cada uno busca y se hace su propio des...ti...no... Pero el
raticida está más seguro en el botiquín, en lo alto, fuera del alcance de
Marquitos.
Hace mucho tiempo no bromeamos más. El aire de nuestra alcoba está
hinchado de insidiosas disputas y todo es divorcio, divorcio, divorcio y
recontradivordio. Los soporíficos... dos, tomé dos...so...po...rí...fe...ros...
di...vor...cio... ¡Divorcio, muerte! ¿Y si él cambió la posición de los frascos, y
yo, ¡imbécil, cretina! poseída de cólera por la discusión, y sin fijarme... en la
oscuridad, a tientas, tomé la cápsula de raticida? Todavía es tiempo. Puedo
levantarme... tomar un antídoto... buscar la nota que le escribí el día que
me pidió el divorcio por primera vez: «Timo del alma:», la recuerdo como si
estuviera escribiéndola todavía. «Timo del alma: después de lo de hoy, ya
nada me queda en este mundo y sólo deseo la muerte. ¿A qué seguir
viviendo si todo ha perdido sentido para mí?» Mis propias palabras justifican
el crimen y el muy canalla saldrá de todo esto oliendo a rosas. «Sólo deseo
la muerte», le puse, porque así me sentía. Pero quitarme la vida yo misma...
¡ni loca! Sólo quería decir una muerte cristiana, natural, venida de los
designios de Dios. Estoy cansada, hastiada, harta, sí, HARTA de tanto
lidiar... ¿para qué? Para sólo acabar más tarde o más temprano en el hoyo y
pudrirse como todos...
***
Hace entonces esfuerzos por levantarse. El antídoto, la nota, son su única
obsesión. Ya la cápsula produce efecto y un sopor de hierro la amarra al
colchón. Intenta mover las manos, pero no obedecen a su voluntad... como
si pertenecieran a otro cuerpo. Trata con tenacidad de abrir los párpados
para ver por última vez el cuarto que ha sido testigo de tantos momentos
felices con él, mas la pesantez de todo su cuerpo los mantiene cerrados.
Prueba a gritar, pero ni puede abrir los labios vencidos por el letargo. La
modorra es total. El desenlace será inminente y definitivo. ¿El desenlace?
¿Pero de verdad era raticida? ... ¡Y ella que anheló siempre una muerte
plácida, en un atardecer en el que el sol desplegara todo el triunfo de sus
celajes en el horizonte interminable!: la muerte de los que han tenido una
vida plena. Ahora sólo le queda anular la angustia y aceptar la muerte de
una vez por todas. ¿De veras va a morir? ¡Cómo se parecen entonces el
sueño y la muerte! Convencida de que ya no queda nada más que hacer, se
deja ir en una bellísima canoa ornada de guirnaldas con fragancias a rosas y
jazmín. Se deja ir río abajo, río abajo, río abajo..., lenta, muy lentamente...,
en imágenes que quedan congeladas a ratos. De pronto, mezclado con el
murmullo del río, oye el robusto y aplastante ronquido de Timoteo, al lado,
muy a su alcance. En vano amaga un gesto con la mano para sacudirle la
soñarrera y pedirle socorro. Ya no hay en ella una partícula del cuerpo que
obedezca a su empeño..., y ahí, al alcance de la mano, está él, Timoteo,
roncando tranquilamente, sin percatarse de que ella sigue río abajo en la
bella canoa colmada de rosas y jazmines..., río abajo, río abajo..., hacia el
abismo que abre la bocaza de monstruo negra, aterradora..., donde
retumba como un trueno criminal el ronquido indiferente del esposo que
duerme a pierna suelta.
Se deja arrastrar al abismo con un grito que se le queda hecho un nudo en
la garganta. Mientras se va hundiendo en la inquietante negrura, se
pregunta cómo puede el asesino dormir y roncar tranquilamente al lado de
su propia víctima. ¿Estará soñándolo? ¿Y si todo fuera sólo una pesadilla y
mañana...? ¿Muíana?... ¿Y si ma...ña...na...des...pe...r... t...a...r...aaaa?
Walden, 23 de septiembre de 1984
Segunda parte
Y algo más...
Augusto discípulo de Pitágoras*
A Lauderlina Longhi, mi inolvidable maestra.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos.
Jorge Luis Borges
L 'étre du temps est un art migratoire.
Abdelkebir Khatibi
Cuando entró en su despacho, la verdad es que no esperaba la sorpresa que
luego se llevó. Aquel hombrecillo, el gerente de la tienda, lo hizo sentar en
un angustioso sillón tapizado en plástico barato color escarlata, el cual crujía
al menor movimiento suyo -hasta el compás inadvertido de su respiración
bastaba para hacerlo crujir..., más bien chirriar. De pronto se le ocurrió que
ese sillón delatador estaba allí para que su dueño controlara a distancia a
sus clientes. Sonrió: ni dudarlo, los programas de televisión llenos de
suspenso, artefactos al servicio del espionaje, intercepción de teléfonos y
otras formas de control del comportamiento humano, persistía^ en su diario
existir y le jugaban trucos persecutorios casi inevitables. Bueno, antes de
salir de su casa, las páginas emplazadoras del Orwell de Animal Farm lo
habían sobresaltado y llenado de agonía y unas semanas antes, la
desoladora visión del futuro de Ayn Rand en su novela Anthem...
Sí, es cierto que vivimos en un país democrático, ¿a qué cuestionarlo?
¡Cabronada!, pero hay tantas formas de minarle a uno la libertad y
delimitarle a plazos las zonas de su efímero trajinar! Cuando menos lo
pensamos, ya nos hemos vuelto paranoicos... y yo, como tanto huevón,
estoy a un paso de serlo. Lo mejor es reír de mis manías persecutorias...
comenzar a leer otras carajadas y ver otros programas de tele... ¿Se ofrecen
acaso en realidad posibilidades de selección, controlados como vivimos por
la violencia, por el poder y por tanta putería de mierda? ¡Al diablo con las
divagaciones, que el mundo no se arreglará mágicamente porque yo ponga
el dedo en sus llagas! Además, mi palabra no tiene poderes restauradores
de chamán.
Aquel hombrecillo lo había dejado esperando en su despacho mientras
indagaba dónde había ido a parar el temo que él había encargado a su
medida. Para no caer en nuevas divagaciones, se dedicó a observar el
espacio oficinesco donde llevaba ya largo rato encerrado: amplios
ventanales abrazaban el imponente azulintenso de La Carpintería que desde
sus majestuosas cimas le transmitía un deseo incontenible de echarse a
volar hasta las últimas alturas. Pensó que la espera -toda espera en su vida-
lo llevaba siempre a desvariar hasta el disparate. Lo mejor era anclar la
atención en lo que le rodeaba (ya lo había hecho una norma en su vida para
poner coto a los excesos imaginativos suyos). Lo malo era que para su
tortura en aquel despacho reinaba el más dudoso y detestable gusto; un
gusto que estrangulaba la bella apertura del ventanal hacia el grandor de
sus amadas montañas, hacia el infinito azul: en el escritorio amarillo canario
las flores plásticas con pringues de moscas lucían en un jarrón comprado en
el último mugroso chinamo del Mercado Central; los otros muebles,
tapizados con el mismo crujiente material delator de su hostil asiento, lo
hicieron encogerse por dentro, como si su propio interior lo fuera a proteger
contra aquel crimen estético; en las paredes no colgaban cuadros, ni
siquiera los interesantes cartelones que están de moda por doquier, sino
cromos, los más baratos, los más desteñidos cromos, también con churretes
excrementosos de moscas; entre ellos lucía nuevecito y radiante, engarzado
en un violento marco barroco, un certificado en el que la Cámara Nacional
de Comercio reconocía a los Almacenes Universales, S.A. la más alta calidad
en servicios y mercancías. En fin, todo era tan agobiadoramente vulgar
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*Publicado en SUMMA (México), 3 (Dieciembre, 1987): 93 – 100.
que ese lugar jamás habría arrojado el menor indicio de que el hombrecillo
enclenque (enteco y diminuto, daba la penosa impresión de estar aplastado
por la abrumadora presencia de camisas, calcetines, corbatas, calzoncillos,
ternos, chaquetas), quien lo tenía esperando hacía rato, le guardara aquella
sorpresa... bueno, es mejor no anticipar nada, comenzar a contar desde el
principio, en orden, y parte por parte, como mi amigo me lo contó a mí:
Del departamento de sastrería de los Almacenes Universales, S.A. le
mandaron equivocadamente un terno que no correspondía en talla ni en
color al que él había encargado a su medida para la recepción del Ministerio
de Cultura. Fue entonces a ver al gerente del establecimiento comercial con
la esperanza de recuperar la prenda para lucirla como había planeado. El
gerente, -ese hombrecillo escuchimizado, minúsculo, hundido de pecho-, le
hablaba con la calculada amabilidad distanciadora del alto empleado que
quiere quedar bien con su clientela y lo miraba con esa mirada común en
los mercaderes y hombres de negocios que no se mueven de su covacha y
sólo piensan en el dinero que van a consignar en una factura para su
ganancia o para engrosar la cuenta bancaria. Había algo en aquel
hombrecillo tan a ras del suelo, que cuando le tendió la mano (blandengue,
húmeda, repugnante), él escondió subrepticiamente bajo el brazo la edición
que acababa de comprar de Homero, pues tuvo la extraña impresión de que
ni el libro ni él mismo tenían derecho a estar en acjfiel sitio; tanto él con sus
manías artístico-literarias, como el libro, eran un insulto a la chatura
espiritual, estética y física de ese homúnculo y del cuchitril que en forma
sistemática ocupaba cada día por más de ocho horas, excepto los domingos
(icón lo que él detesteba el infierno de la rutina!). Inadvertidamente hizo
ademán de limpiarse con el pañuelo la sensación de vértigo que le trasmitió
el roce de aquella mano blandengue, húmeda, repugnante. En seguida
comprendió lo inútil de su ademán, ya que la sensación de vértigo aumentó
después, al despedirse, cuando el hombrecillo dijo su nombre con el
consabido «para servir a usted...»: según mi amigo, oficinas, papeles,
facturas, escritorios, archiveros, todo, todo lo que huele a chupatintas y
administración, metamorfosea deplorablemente en entes neutros e
indefinidos a los que bregan con ellos. Para él es tanta su acción anuladora,
que hasta les afecta la voz... al tipejo ése se le había vuelto neutra y
amanerada. También se manifestaba en el traje, el cual no tenía un toque
personal que lo colocara en la categoría de sujeto único e irreemplazable...
la de los poquísimos escogidos.
Cuando el hombrecillo le tendió la mano de sanguijuela blandengue,
húmeda, repugnante y al despedirse le repitió su nombre con el consabido
«para servir a Ud. en lo que tenga a bien ordenar», fue cuando el vértigo lo
dejó anonadado de veras. Entonces, incrédulo, mi amigo le pidió que
repitiera el nombre.
-Paris. Paris de Troya, para servir a usted.
-¿Ah? ¿Eh? ¿Usted... Paris de Troya?-. Lo miró atónito, sin poder salir del
asombro. Y la verdad es que todo habría continuado con normalidad y sin
consecuencias, si esa misma tarde, entre estúpidas noticias intrascendentes
del periódico (como las de cada día) no hubiera leído de un tal Martin
Barret, jugador gringo que se está destacando actualmente entre los
mejores futbolistas. Lo portentoso es que su nombre, apellido y biografía
con pelos y señales, trofeos, estudios, títulos, figuran en una olvidada
enciclopedia de deportes de hace cerca de un siglo... hasta el daguerrotipo
delataba un joven con los mismos rasgos... y ni eran parientes. En la
mañana mi amigo y yo habíamos comentado el asunto con fascinación.
Huevonadas sin sentido se me ocurren hoy ¡quién sabe por qué!, en este
mundo de realidades desgarradoras de pan que hay que poner cada día en
la mesa; de gente muerta de hambre, sin empleo, que deambula por las
calles; de una guerra en Irán; de una intervención gringa o rusa en
Centroamérica; de cuarenta mil muertos en los burumbunes de El Salvador;
de la actual guerra fría y de la inminente guerra nuclear mientras se
celebra, (sí, se celebra, ¡qué morboso!) el aniversario del horror de
Hiroshima... Con tanta carajada a la que no se le puede volver la espalda,
me pongo a considerar estos tiquismiquis de un papanatas que hoy,
después de un siglo o qué sé yo cuánto, es réplica viva de otro muerto y
requetemuerto hace añales. Así, como una cadena que se sucediera
indefinidamente... ¿in-de-fi-ni-da-men-te? ¡Cabrón!, ¿a quién reproduzco yo?
Para salir del estupor, en broma evocó entonces el relato contenido en las
páginas del Homero recién compradito, que llevaba bajo el brazo:
-Paris de Troya... el que Herodoto llama, ¡quién sabe por qué!, Alejandro... el
que se reveló en un sueño de su madre como la antorcha que habría de
quemar a Troya... el que raptó a Helena, la bellísima y seductora mujer
casada... el que huyó con ella y dividió en cruenta, eterna enemistad, a dos
familias... digo, a dos...
El hominicaco aquel lo miró con mirada ubicua; los gestos y la voz se le
pusieron también ubicuos cuando lo interrumpió:
-¡Señor, repórtese! ¿Me meto yo acaso en su vida privada para que usted se
crea con derecho a meterse en la mía propia?-. Su agresividad defensiva era
obvia-. ¿Lo mandó a usted el marido de ella... digo, el marido de Helena... so
pretexto del maldito traje que compró en nuestro establecimiento?
¡Confiéselo!-. Las últimas palabras las pronunció golpeadas, gritadas.
Sofocado, el sudor le corría a mares y no cesaba de chillar como un
energúmeno:
-El marido de Helena me persigue, me asedia desde hace una eternidad, me
asedia y anda repitiendo a todo el mundo que no me dejará tranquilo hasta
que no dé en la tumba con los huesos de Helena, los míos y los de mi
familia enteritica... huyo por ella, para protegerla y para evitar una masacre
inútil... sí, huyo desde hace una eternidad, ¡compréndalo y tenga compasión
de mí..., de nosotros! En cuanto a lo de que yo quemé nuestra hacienda, La
Troya, fue en los años de juventud... una veleidad casi infantil, un capricho,
si usted quiere... que llevó a la ruina a mi familia y por eso tengo que
ganarme el pan trabajando de empleado, en lugar de ser el gran señor que
mi nombre de alcurnia me impone.
Eso de alcurnia en nuestros países suena a fantasías enfermizas, pensó mi
amigo. Sin embargo no puso más reparos porque en ese determinado
momento experimentó la impresión de que desaparecían los despreciables
atributos oficinescos del hombrecillo y que se había vuelto de pronto
varonil, fuerte, hermoso, casi casi un verdadero Paris homérico; hasta
irradiaba de su cuerpo una misteriosa luminiscencia de piel saturada por
soles marinos. ¡Y él que lo había considerado todo ese tiempo un
mequetrefe con apariencia blandengue y blancuzca de ostra!
En aquel momento, cuando la voz del hombrecillo se había cargado ya de
inminentes presagios de muerte, él, que tenía la mano en la manija de la
puerta, listo para salir precipitadamente, se quedó petrificado, sumergido
en un tiempo sin tiempo en el que se delineó la figura clara de Paris a la
sombra del árbol de la Discordia -¡Malditos árboles que también repiten
hasta el infinito el pecado y el mal!-. Estaba tendiéndole la manzana de oro
-¡otra cadena condenable desde el génesis!- a la hermosísima Venus y
suscitando la maldición de Hera y de Atenas, las rechazadas.
-¿Cómo un señor tan respetable como usted se presta a las bajezas de ese...
tal por cual Meneses, celoso como un Otelo sin dignidad? ¿No tiene algo
más serio que hacer en su puesto de gobierno?... ¿0 usted es otro botella
como tantos ociosos que abundan en los puestos ministeriales? ¿No tiene
familia, hijos, alguien para ocuparse de ellos y dejarme a mí tranquilo con
mi Helena?
Mi amigo quiso responderle que había dicho todo aquello por decirlo, porque
estaba así en el libro que llevaba bajo el brazo y su prurito intelectual que
hace alarde de su saber lo había empujado a soltar todas esas majaderías
(qué para él eran maravillosos mitos). Sin embargo, en vez de dar una
explicación, se figuró a Hera y Atenas en las bodas de Tetis y de Peleo
furibundas, hechas unos basiliscos, y sin poder evitarlo, balbuceó:
-Perdone. Le ruego disculparme, pero yo no sabía que la maldición de
marras de aquel concurso de belleza tan sonado iba a seguir repitiéndose
inexorablemente ad infinitum.
-¡Qué maldición ni qué niño muerto!-, su voz se había vuelto detonante y le
trasmitía apariencia de héroe mítico. -¡¿También está enterado, metiche del
demonio, de que en un concurso de belleza en el que participé como
miembro del jurado, rechacé a dos hijas de familias encopetadas de la
ciudad para darle mi voto a la más bella, Adita, la de piel tierna y diáfana
como luz del alba ¿y por eso...? ¿Pero por qué se lo explico a usted,
condenado metesentodo de los mil demonios? No hay duda de que ya sabe
cómo esas arpías me colmaron de maldiciones. ¡Mira que soy cretino!
¡Burro, más que burro!-. Comenzó a dar puñetazos en el escritorio
amarillocanario, a tirar papeles al aire y objetos al suelo. Estaba poseído por
el demonio de la rabia y sólo repetía con chispas de odio en las pupilas:
«Helena... Helena...», Helena aquí, Helena allá, Helena acullá. Ni se percató
de que mi amigo indiscreto se había escabullido sigilosamente y se había
hecho humo.
Yo entraba en la tienda cuando me lo encontré. Sólo por el tono de su
«¡hola!» me percaté que estaba profundamente perturbado, como si su
espíritu hubiera entrado en una zona de enajenación en la que todo su ser
había sido sacudido desde las más profundas raíces.
-¿Te ocurre algo, viejo? ¿Te sentís mal? - le pregunté preocupado: él estaba
pálido, absorto, sudoroso, y toda su armonía musculosa temblequeaba de
manera inexplicable.
-Nada, nada. Vení, carajo, escúchame para que te lo metas en el magín para
el resto de tu vida. Aprende de mi experiencia, -muy valiosa, por cierto-.
Mira, acabo de comprobar una vez más la sabiduría de los griegos en otro
de los axiomas pitagóricos. ¡Joe'puta!, si mi madre tenía sobrada razón
cuando repetía que el infierno como castigo de nuestras penas lo vivimos
aquí en la tierra. Y yo, de puro jupón que soy, como que ella ni había
terminado la secundaria, creí que lo decía por lo del valle de lágrimas
bíblico. Pero no, ahora comprendo que ella era una iniciada en esa simpar
secta de escogidos... y yo, ¡ni dudar!, lo mamé con su leche.
-No entiendo lo que decís, maje. ¿Podes explicarte mejor?-. Yo lo miraba de
hito en hito y hasta comencé a observar en él algo desquiciado en la
mirada. Sus palabras se atropellaban debido al ímpetu con que las iba
pronunciando. Ni me dejaba tiempo para chistar. Todo lo anterior me lo
contó de un tirón, sin pausas, como si lo estuvieran apremiando. De pronto
me agarró de la solapa:
-Mira, ¿ves aquel hombrecillo insignificante que sale hacia el
estacionamiento, el de corbata roja? Bueno, pues eso, sí, eso (porque no
puede llamársele hombre), eso es Paris de Troya... Si como enseñó
Pitágoras, la vida humana es una expiación, el castigo de una vida
anterior... si aplicamos la aritmetología, y hay coincidencia armoniosa de los
intervalos de los siete tonos de la octava musical con los siete planetas,
también a largo plazo este Paris degradado cumple con la armonía del
cosmos. En la tabla pitagórica de las oposiciones, es obvio que Paris quedó
reducido a lo ilimitado, a la pluralidad, a la oscuridad, a lo malo, como
expiación de los muchos errores que en cada una de sus existencias fue
acumulando siglo tras siglo. Sí... ya veo claro por qué el número 6, el de la
imperfección, figura en la puerta de su despacho.
Yo no salía de mi asombro. Las últimas tonterías que farfulló me hicieron
comprobar con tristeza que lo que habíamos comenzado como una obsesión
lúdica por el pitagorismo, ahora se manifestaba en él como una neurosis
inquietante. Todas esas boberías las iba repitiendo en nuestras
conversaciones, pero en son de burla filosófica, sin la voz agónica de
ahora... sin esa náusea metafísica que sus pupilas delataban. Con
benevolencia, y por no sulfurarlo, lo escuché -o más bien aparenté estar
escuchándolo:
-Hoy he tenido una revelación que debo aprovechar para salvarme y salvar
a todos los que van a continuar el diseño infinito del que soy un mínimo
punto. Acabo de encontrarle una justificación a mi vida. Mi esfuerzo va a
enmendar el trazo equivocado del esquema del que mi vida es parte
esencial. No más esa disipación hedonista de francachelas, mujercillas, licor,
vicios, egoísmos. A partir de hoy llevaré una vida ejemplar que altere todo
el trazo: cuando se reproduzca en tiempos venideros, habrá de seguir la
línea de la serie del límite que representa la perfección. Tarea difícil, lo sé,
porque depende de muchas circunstancias, pero veremos... Así, toma vos
en cuenta mi encuentro de hoy cara a cara con uno de esos seres que expía
de manera onerosa y desecrable sus múltiples vidas anteriores en las que
se multiplicó el error y se seguirá multiplicando repetidamente hasta que
haya uno como yo, mesías que cambie el diseño. Me voy ya mismo a
planear cómo perfecciono el modelo, puesto que soy un escogido del
destino... porque no todos se pueden ver como yo en el espejo de otro.
-Pero...- me atreví a discutirle-. ¿Se te olvida que la teoría de la
metempsicosis implica expiar el pecado en otros cuerpos hacia la
perfección... y que las degradaciones de ese calibre ni son menciona...?
No me dejó terminar. Sólo tuvo tiempo de darme una amistosa palmadita en
el hombro. Sin embargo, se detuvo un segundo y me miró con su consabido
orgullo cuando le grité bromeando mi acostumbrada fórmula:
-iChau!, nos vemos mañana, Hipodamo de Mileto, augusto discípulo de
Pitágoras.
***
En la noche, cuando tomaba unos traguitos en el bar del Chalet Suizo,
comprobé con horror que en la tele daban la noticia del accidente fatal de
mi amigo... ¡quince minutos después de despedirnos a la salida de los
Almacenes Universales!: su Lincoln Continental, último modelo, chocó
contra un camión que iba contra vía y quedó hecho chatarra.
Atónito, experimenté la sensación de que todo mi cuerpo se vaciaba de mí
mismo, se ponía fofo, amontonado en la silla del bar... estas muertes así, de
los que acabamos de ver y decirles ¡chau! nos vemos mañana, no se
asimilan nunca. ¡El pobre!, ni tiempo tuvo para mejorar el modelo y menos
aún alcanzar la perfección de los números impares... seguirá una eternidad
expiando... ¿Voy a tener yo el tiempo y la oportunidad de mejorar el
esquema del que formo parte?
Septiembre de 1984
Cruzada intergaláctica
Cuando abrió el sexto sello oí, y hubo un gran terremoto, y el sol se volvió
negro como un saco de pelo de cabra, y la luna se tornó toda como sangre,"
y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra como la higuera deja caer sus
higos sacudida por un viento fuerte, y el cielo se enrolló como un libro que
se enrolla, y todos los montes e islas se movieron en sus lugares. Los reyes,
y los magnates, y los tribunos, y los ricos, y los poderosos, y todo siervo, y
todo libre se ocultaron en las cuevas y en las peñas de los montes. Decían a
los montes y a las peñas: caed sobre nosotros y ocultadnos de la cara del
que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero, porque ha llegado
el día grande de su ira, y ¿quién podrá tenerse en pie?
San Juan, Apocalipsis, 6: 12-17.
Justicia distributiva
Más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja que un
rico entre en el reino de Dios.
San Lucas: 18:26.
Es semejante el reino de los cielos a un tesoro escondido en un
campo, que quien lo encuentra, lo oculta, y lleno de alegría, va,
vende cuanto tiene y compra aquel campo.
San Mateo 13: 44-45.
El empresario de los millones, míster John Johnson, quien había levantado
los más hermosos rascacielos de cristal que a la hora del crepúsculo
irradiaban mágicas luces de colores; aquel que de un golpe inesperado de la
bolsa acumulaba sobre los millones, otros millones más; el que recibió
doctorados honoris causa de universidades a las que favoreció con su
espléndida generosidad; el que se gastaba en una sola fiesta lo que cien
ciudadanos consumen en un año y hasta más, como un niño se traga un
confite; pues un día, este multimillonario John Johnson se puso deprimido,
mustio, ojeroso y después de mucho cavilar, se dijo que «sin darle más
vuelta, son los millones los que pesan sobre mí y me están aplastando sin
misericordia». En sus ansias por no morir sepultado bajo el peso de su
oneroso capital ni de la masa de cemento, hierro, cristales y metal de sus
edificios, buscó todos los remedios habidos y por haber. Consultó al Pastor
de su iglesia metodista. Fue a sicólogos, sicoanalistas y siquiatras. Probó a
los nigromantes que le leyeron palmas, cartas, posos de té y hasta le
hicieron la limpia. Visitó a los santeros que le echaron los caracoles y le
danzaron a Xangó, pero ninguno, absolutamente ninguno le dio la solución a
su problema porque a ellos sólo les interesaba su dinero y no la dimensión
de su insaciable vacío. Así se fue poniendo cada vez más enteco y alicaído.
En el lujoso hotel donde celebraban los millonarios del mundo un congreso a
todo trapo, bajo el tema de «Cómo multiplicar ad infinitum las inversiones»,
míster John Johnson no podía conciliar el sueño, atiborrado como estaba de
cifras y audaces golpes de bolsa. Revolcándose en la cama como si la sarna
del espíritu se le hubiera salido por el cuerpo, se repetía que toda aquella
parafernalia y retórica capitalista eran absurdas y una pérdida de tiempo.
Desesperado, encendió la luz y buscó algo que leer, pero todos los papeles
en sus carpetas trataban de intereses, transacciones, bienes, rentas,
accionistas y capitalizaciones. Sobre la cómoda, junto a la lámpara, reparó
en la Biblia, y a falta de otra cosa, se puso a leerla con la esperanza de
atrapar el sueño: al llegar al pasaje del rico que le pregunta a Jesús qué
debe hacer para salvarse, decidió desprenderse de todo, rascacielos, obras
de arte, joyas, cristalería, lingotes de oro y plata, acciones, bonos, billetes,
monedas, tapices, en fin, de todo cuanto lo ataba al mezquino mundo de lo
material.
Tan pronto como hubo dado sus bienes, experimentó la inmensa dicha de
su dádiva y se consideró el hombre más venturoso del mundo. Fue voluntad
suya poner sus interminables riquezas en manos de una junta
administrativa para fundar un complejo hospitalario casi utópico, algo nunca
visto. Este complejo hospitalario casi utópico fue erigido para los
menesterosos de la ciudad, con el fin de que tuvieran el mismo cuidado
médico que los más ricos ricos, sin el menor costo. Ya nadie sin medios
económicos podía quejarse de malestares físicos ni de falta de posibilidades
para sanar, porque ahí estaba, como un enorme monumento a la salud, el
Hospital del Perpetuo Socorro, el edificio más alto, tanto que descollaba
entre los demás como un estandarte en defensa de los enfermos pobres;
era además el edificio más espacioso, cómodo, y poblado por los mejores
médicos, investigadores y especialistas del mundo entero; por doquier la
tecnología más avanzada se concretaba en la presencia de computadoras,
instrumentos electrónicos y de rayos láser. En verdad aquella ciudad llegó a
ser un modelo de salud y bienestar físico. Gracias al Hospital del Perpetuo
Socorro, hasta la muerte como que andaba medio acoquinada, pues apenas
si se le veía asomar por ahí la monda calavera.
Reducido al mínimo y alimentado de lecturas espirituales, un día cualquiera
de invierno el ex-multimillonario John Johnson murió congelado en un poyo
del Tranquility Park, donde solía pernoctar: las enseñanzas de los Evangelios
lo habían llevado a privarse hasta de la casa. Lo encontraron helado, con los
ojos fijos en el cielo y una sonrisa beatífica que anuló, en los testigos
presenciales, un amago de lástima. Comentaron algunos que había muerto
en olor de santidad. Otros dijeron:
-En sus años de prosperidad no fue feliz. En los de miseria, fue el hombre
más dichoso del universo. La prueba es esa sonrisota y ese algo especial,
como una luz remansada, en los ojos fijos en el cielo.
Si la felicidad que le proporcionó a John Johnson el abandono total de las
riquezas lo siguió acompañando hasta la muerte, nadie lo sabe. Sí se sabe
que por esos días el Hospital del Perpetuo Socorro se declaró en bancarrota
al descubrirse que los miembros del Consejo Administrativo y de la Junta
Directiva, podridos de avaricia, hicieron gato bravo con los bienes que para
los indigentes puso en sus manos el altruista multimillonario: uno escribía
cheques a nombre de seres que ni existían y luego los cobraba él mismo.
Otro, se los hizo a compañías que cooperaron gustosas en el timo. Los más,
ya ni hicieron ningún esfuerzo por disimular sus sablazos. Las amantes y
hasta las esposas de tan honestos ejecutivos colaboraron con entusiasmo
en la operación sacadineros, la cual devoró en un santiamén el centro de
salud más completo del mundo, y por supuesto, como siempre, la víctima
fueron los pobres a quienes se les privó del derecho a la salud.
La buena intención del ex-multimillonario -probablemente ya acogido en el
reino de los cielos con cánticos beatíficos en loor suyo-, dejó en la cárcel a
una manada de marrulleros ejecutivos en el reino de la tierra. Todos eran
unos arribistas que en el momento de subir al puesto de directivos y asumir
la responsabilidad de los millones, cantaron preces a la justicia distributiva y
proclamaron a voz en cuello su cristianismo, su igualitarismo y toda la
retahíla de ismos. Sin embargo, ávidos de poder, riquezas y bienes
materiales, desmembraron el cuerpo que nutría la salud de los pobres, se lo
repartieron, y lo devoraron hasta no dejar ni los huesos. Menos mal que
todavía existen las cárceles...
-Pero las cárceles son siempre cortas para los ricos y largas, interminables,
para los pobres-, comentó un vejete.
Durante el juicio, todo se volvió improperios contra los codiciosos y
alabanzas al ex-multimillonario John Johnson. Sólo un economista avieso,
comentó:
-Vivimos preocupados más por nuestra culpa ante los pobres, o por nuestra
compasión por ellos, que por los pobres mismos.
Un sabueso de fino olfato a quien le gustaba llevar la contra a los Evangelios
porque le daba la real gana, concluyó:
-El pecado más gordo no es el de los que se embolsan dinero que pertenece
a otros, ni de los que despojan a los pobres. El pecado más gordo es de
aquel que pensando sólo en su ego, sin preocuparse por los otros, se
encarama a toda costa (o pretende encaramarse) en el reino de los cielos.
10 de febrero de 1986
INDICE
PRIMERA PARTE: LOS INFIERNOS DE LA MUJER
La Tejedora de palabras
El secreto mundo de abuelita Anacleta
El corrector de la historia
El carro de la rutina
Los males venideros
Brigada de la paz
El infierno
Una estrella efímera
Libelo de repudio
SEGUNDA PARTE: Y ALGO MAS...
Augusto discípulo de Pitágoras
Cruzada intergaláctica
Una vez más Caín y Abel
Comprobación de lo ya comprobado
Justicia distributiva