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El mundo urbano: ordenamiento, sociabilidad y trabajo en las ciudades ilustradas del

continente europeo

Javier Esteve Martí

Toda investigación que pretenda analizar el panorama urbano europeo durante el


siglo XVIII se encuentra rápidamente con un gran inconveniente. En dicha centuria no
existía una definición única de qué era –y qué no era- una ciudad. Por ejemplo, en ciertas
regiones de Francia se consideraba que una ciudad era todo conjunto de edificaciones que
se encontraba rodeado por una muralla y contaba con un representante de la justicia real.
Evidentemente, esta definición era problemática, más aún en un siglo en que algunas de las
principales ciudades europeas comenzaron a descuidar su perímetro fortificado. A su vez,
en Polonia la condición urbana se fundaba en el reconocimiento institucional. Lo cierto es
que esta definición también era conflictiva, pues el paso del tiempo podía convertir una
población que siglos atrás había sido reconocida como ciudad en una pequeña aldea. Por su
parte, algunos historiadores han pretendido que lo que convertiría a una población humana
en una ciudad sería un estilo de vida característico. En realidad, esto también es
problemático, pues en el siglo XVIII tal definición de ciudad ignoraría a muchos núcleos
urbanos de tamaño reducido en los que una parte significativa de la población se dedicaba a
labores agrarias. Esto era muy frecuente en países que, como Suecia, contaban con un
poblamiento poco concentrado. De hecho, solamente diez de las cien ciudades con que
Suecia contaba en el siglo XVIII superaban los 7.000 habitantes y, ciertamente, las urbes
con apenas unos pocos miles de moradores tenían una conexión muy estrecha con el mundo
rural.

La solución a esta cuestión tampoco puede residir en otorgar el rango de ciudad a


toda población que supere un determinado número de habitantes. El motivo es sencillo: ni
había consenso respecto a la cifra mínima en el siglo XVIII, ni lo hay en la actualidad. De
hecho, en Francia ha sido habitual considerar que toda aglomeración humana que pretenda
ser una ciudad debe contar con al menos 2.000 habitantes. A su vez, en Inglaterra esta cifra
se ha elevado, históricamente, hasta los 5.000 habitantes. En consecuencia, en 1801 se
consideraba que el 25% de la población inglesa habitaba en ciudades. Ahora bien, el
porcentaje de población urbana de Inglaterra a comienzos del siglo XIX alcanzaría el 40%
del total si también considerásemos como ciudades –tal y como en la época se hacía en
Francia- a las poblaciones de entre 2.000 y 5.000 habitantes. Desde luego, las diferencias
entre regiones y países no se reducían a qué tipo de núcleos humanos se caracterizaban
como ciudades, pues la urbanización del continente europeo también fue un proceso
tremendamente desigual. Por un lado, las Provincias Unidas de los Países Bajos
concluyeron el siglo XVIII con más de la mitad de la población radicada en ciudades. De
hecho, el censo de 1795 establecía que, en la provincia de Overijssel –que no era
precisamente de las más urbanizadas-, la población urbana superaba el 45%. Por otro lado,
en la Rusia zarista la población instalada en urbes difícilmente superaba el 3% del total
hacia 1724. A finales de la centuria el crecimiento de la población urbana rusa seguía
progresando lentamente, pues sólo un 4% de la población se concentraba en ciudades. Es
más, en el ocaso del siglo XIX –ya a las puertas de la Revolución rusa- el porcentaje de la
población del Imperio ruso que habitaba en áreas urbanas apenas alcanzaba un modesto
13%.

En otro orden de cosas, cabe evitar el común error de considerar la urbanización


como un fenómeno que, en el siglo XVIII, tenía como único o principal escenario el
continente europeo. No obstante, en Latinoamérica existían numerosas ciudades –entre las
cuales pueden citarse Ciudad de México, con más de 100.000 habitantes y Río de Janeiro o
Buenos Aires, cuya población oscilaba entre las tres y las cinco decenas de millar- e incluso
en las Trece Colonias se estima que un 10% de los 200.000 colonos habitaba en pequeñas
urbes como Boston (7.000), Filadelfia (4.000) o Nueva York (3.900). Además, a mediados
del siglo XVIII la urbanización era un fenómeno muy notorio en diversas regiones de Asia.
De hecho, más del 20% de la población del Japón –que ya contaba con 26 millones de
habitantes y estaba densamente poblado- se concentraban en ciudades. Fruto de todo lo
anterior, Europa sólo contaba con cinco –Londres, Estambul, París, Nápoles y San
Petersburgo- de las diecinueve ciudades del planeta que, hacia el año 1800, se estima que
habían superado los 300.000 habitantes.

Ciertamente, las ciudades europeas no eran una excepción, pero ello no debe
hacernos dudar acerca de que el siglo XVIII estuviese marcado por la creciente
urbanización del continente europeo. Para analizar cómo se produjo este proceso, resulta
útil tomar en consideración casos como el de la ciudad francesa de Burdeos, cuya población
creció de los 45.000 (1700) a los 110.000 habitantes (1790). La población de esta urbe
aumentó a un ritmo destacable y, de hecho, Burdeos superó la tasa de crecimiento de la
mayoría de las ciudades francesas del periodo. Lo realmente interesante es que en el
Burdeos de 1735-1790 el índice de natalidad no superó la tasa de muertes registrada en la
ciudad. Por tanto, puede afirmarse que la población de la urbe no crecía de forma natural.
De hecho, su crecimiento era exógeno y sólo era posible gracias a los movimientos
migratorios. En realidad, este fenómeno sería aplicable a la mayor parte de las urbes
europeas que prosperaron durante el siglo XVIII.

Evidentemente, el hecho de que la ciudad de Burdeos fundase su crecimiento en la


inmigración nos lleva a preguntarnos por qué hubo miles de campesinos franceses –y de
origen extranjero- que se trasladaron a esta urbe a lo largo del siglo XVIII. En líneas
generales, la clave residía en la diferencia existente entre los salarios que se pagaban en la
ciudad y los que se abonaban en el medio rural. Y es que durante la segunda mitad del siglo
XVIII el mundo rural francés asistió a un lento crecimiento de los salarios nominales que,
debido a la fuerte subida del precio del pan, se saldó con un descenso del poder adquisitivo
de la mayor parte de la población. Ello convirtió a ciudades como Burdeos –en que los
salarios nominales crecieron lo suficiente como para contrarrestar el alza generalizada de
los precios- en espacios sumamente atractivos para un proletariado rural cada vez más
empobrecido. Y lo cierto es que este fenómeno no se circunscribió al hinterland de
Burdeos: eventos muy parecidos sucedieron en toda Francia y en la mayor parte de Europa.

Las ciudades, que permitían a los jornaleros y campesinos más afortunados escapar
del hambre, también podían ser entornos sumamente hostiles para la mayor parte de los
migrantes. De hecho, en el París de finales del siglo XVIII los extranjeros –término con el
que entonces se denominaba a las personas provenientes de otros estados, pero también de
otras regiones francesas- ocupaban los oficios más duros y peor retribuidos. Así, una parte
importante de los aguadores procedían de la Auvernia y muchos de los vendedores
ambulantes que saturaban las calles de París provenían de la Lorena. Aunque las grandes
ciudades importaban maestros artesanos, grandes comerciantes, artistas y científicos –cuyas
retribuciones podían llegar a ser muy generosas-, la gran mayoría de los migrantes nutría
las filas de un proletariado urbano que vivía y moría en condiciones miserables. En esta
línea, se estima que en el París inmediatamente anterior a la Revolución francesa (1789)
morían anualmente 20.000 personas, de las cuales cerca de 5.000 eran migrantes que
terminaban sus días desahuciados, alojados en hospitales y enterrados en fosas comunes.
Otro síntoma de la miseria imperante en el París de finales del siglo XVIII es que todos los
años varios miles de recién nacidos eran abandonados. Y lo cierto es que un porcentaje
significativo de estos expósitos eran vástagos de migrantes.

Aunque numerosas ciudades –como Burdeos- aumentaron significativamente de


población durante el siglo XVIII, sería un error pensar que todas las urbes europeas
crecieron: aunque la urbanización fue un fenómeno generalizado, algunos centros urbanos
vieron disminuir el número de sus moradores. En consecuencia, surge una nueva pregunta:
¿qué tipo de ciudades fueron las que crecieron? Una primera respuesta implicaría a las
capitales, que se convirtieron en las urbes privilegiadas por el reforzamiento del poder
estatal durante el siglo XVIII. En consecuencia, las capitales se convirtieron en los
principales escaparates de la modernidad, dotándose de aceras, faroles, bombas de vapor o
sistemas de conducción y distribución de agua potable. Frecuentemente la reforma de las
capitales implicó enormes dispendios. De hecho, en Turín se invertían más de la mitad de
las 2.750.000 liras que el ducado de Saboya recaudaba anualmente hacia 1700. Ello causó
que intelectuales como Jean-Jacques Rousseau considerasen que Francia sería más
poderosa si no tuviese que alimentar a París, pero resulta imposible negar la contribución
de las grandes capitales a la articulación de los mercados nacionales. Aunque también fue
fundamental la eliminación de los peajes y las aduanas interestatales, la creciente
animación del transporte terrestre y fluvial o la extensión del librecambismo, las grandes
necesidades de consumo de las capitales resultan fundamentales para comprender el
creciente flujo de mercancías.

El crecimiento de los estados, que conllevó la acumulación de recursos


administrativos y militares, fue un factor de crecimiento urbano que no solamente impactó
en las capitales. A modo de ejemplo, la base naval de Karlskrona se convirtió, hacia 1700,
en la tercera ciudad más poblada de Suecia. Ahora bien, la instalación de grandes
contingentes militares en las ciudades también podía tener consecuencias adversas. Así
quedó demostrado cuando, en 1749, buena parte de la ciudad de Breslau fue destruida
después de que un rayo impactase en el principal almacén de pólvora del ejército prusiano.
En todo caso, que el crecimiento de los estados europeos –y con ellos de los ejércitos y los
cuerpos de funcionarios- alimentó el crecimiento de ciudades como Berlín resulta
innegable. Y es que en 1783 esta ciudad contaba con 140.000 habitantes, de los cuales unos
30.000 eran soldados –o familiares de soldados- y otros 10.000 eran burócratas del Estado
prusiano o familiares de éstos. Si a estas cifras sumamos que los funcionarios y sus familias
empleaban a cerca de 10.000 criados, la conclusión es que más de un tercio de los
habitantes de Berlín dependían económicamente del Estado prusiano. En consecuencia,
resulta evidente que la cercanía respecto al poder estatal era un factor que podía aumentar
rápidamente la población de las ciudades. Por el contrario, el distanciamiento del poder
estatal podía debilitar a urbes que, durante siglos, habían sido importantes. Así, en 1785 el
traslado de la corte del Palatinado de la ciudad de Mannheim a Múnich supuso que la
primera de ambas urbes perdiese un tercio de su población.

Lógicamente, la proximidad respecto al creciente poder de los estados europeos no


fue el único factor que alimentó el crecimiento demográfico urbano. También fueron
fundamentales las distintas funciones económicas de las ciudades, que no sólo funcionaban
como centros de consumo, sino también como espacios de producción y comercio. En el
terreno de la producción, en el siglo XVIII fueron numerosas las urbes europeas que
aumentaron su población gracias a su pujanza económica. A modo de ejemplo puede citarse
el caso de la ciudad de Valencia, que recuperó buena parte de la población que había
perdido desde finales de la Edad Media –periodo en que había sido un gran centro
comercial- gracias al desarrollo de una potente industria textil centrada en la manufactura
de la seda. Como ocurrió habitualmente en la Europa del siglo XVIII, la industria textil
valenciana se aprovechó del medio rural más próximo a través del putting-out system, por
medio del cual delegó en la población rural la cría de gusanos de seda, el cultivo de moreras
–su principal alimento-, la recolección de capullos y la obtención y estiramiento de la fibra
de seda en bruto. El predominio de la ciudad se materializaba en el hecho de que era en ésta
en la que se llevaban a cabo las fases más especializadas y rentables del proceso
productivo, relacionadas con el hilado y el tejido de la seda.
Aunque las actividades comerciales e industriales o la presencia masiva de soldados
y funcionarios fueron las principales vías hacia el crecimiento demográfico, hubo urbes que
fundaron su prosperidad en otros factores. No obstante, el éxito también estaba reservado
para los principales centros culturales y educativos. Así, unos meses antes del comienzo de
la Revolución francesa, la ciudad de Toulouse contaba con 60.000 habitantes. Es cierto que
la urbe contaba con un pequeño parlamento que la convertía en un centro administrativo
provincial, pero el principal atractivo de la ciudad era su imponente universidad. Asimismo,
los seminarios estatales fundados por José II contribuyeron a engrandecer ciudades checas
como Praga –que también albergó la sede de la Real Sociedad de las Ciencias de Bohemia-
y Olomouc. En este sentido, no hay que olvidar que la Ilustración ha sido caracterizada
como un fenómeno cultural con un marcado carácter urbano. Y es que fue en las ciudades
donde se concentraron los editores, las sociedades eruditas, los cafés y las universidades.
Significativo de la casi total concentración de las instituciones educativas en las ciudades es
que en algunas regiones este fenómeno llegó a causar una diferenciación lingüística entre
las urbes y el mundo rural. Así, en Bohemia era frecuente que en las ciudades se hablase en
alemán y en el campo se emplease el checo y en Lituania era común que las élites urbanas
se expresasen en polaco y los campesinos en lituano.

Como ya se ha apuntado, en el siglo XVIII fueron numerosas las urbes –sobre todo
capitales- que se convirtieron en escaparates de la modernidad. El progreso de ideas
ilustradas e higienistas, la creencia de que el crecimiento urbano debía planificarse y el
crecimiento de las inversiones en el embellecimiento de las ciudades se tradujo, en regiones
como Polonia, en avances en la limpieza de las calles, medidas para prevenir incendios y
mejoras en la higiene pública. De hecho, las principales ciudades polacas se dotaron –desde
1765- de comisiones cuya meta era promover el progreso de las urbes. En la capital,
Varsovia, estas comisiones favorecieron la pavimentación de las calles y la construcción de
sistemas de alcantarillado. Ahora bien, la ordenación y la planificación urbana tuvieron
importantes límites que, en muchos casos, no eran precisamente nuevos. No obstante,
durante toda la Edad Moderna las medidas que prohibían la erección de nuevas
construcciones en las áreas más saturadas de las ciudades fueron poco efectivas. De hecho,
se saldaron con la división de edificios preexistentes y la construcción fraudulenta en patios
antiguos y pasajes secundarios. Aunque en realidad, los límites de la ordenación y la
planificación urbana no se debieron únicamente a problemas provenientes del urbanismo
medieval y moderno: incluso las ciudades que, como San Petersburgo, nacieron en el siglo
XVIII, terminaron plagadas de calles deficientemente asfaltadas y tortuosas.

Como Varsovia, Londres, que en el siglo XVIII alcanzó los 850.000 habitantes, vio
aparecer el adoquinado en las calles, las primeras conducciones de agua potable y asistió a
un fuerte avance en la iluminación de los espacios públicos. Además, en esta centuria
también se concluyó la construcción de grandes plazas como Golden Square, Grosvenor
Square, Berkeley Square, Red Lion Square o Kensington Square. Con ello, Londres imitaba
a París, ciudad en que el corsé de las murallas estaba en proceso de desaparición y en que
cada vez más predominaban las grandes plazas y las calles anchas, más adecuadas a las
crecientes necesidades comerciales y de circulación de carruajes. Ahora bien, pese a la
brillante reforma del centro de la ciudad, en la periferia no se detuvo el crecimiento
desordenado que se había iniciado en el siglo XVII y que se materializó en la proliferación
de barriadas sórdidas –que como Whitechapel, concentraban buena parte de la creciente
criminalidad- y asentamientos provisionales. En consecuencia, en el extrarradio londinense
de la segunda mitad del siglo XVIII coexistieron las nuevas construcciones industriales con
chabolas y criaderos de cerdos que se alimentaban de los desperdicios urbanos. En Londres,
pero también en ciudades como Ámsterdam, la planificación urbana permitió la
segregación de las zonas reservadas a ricos y pobres y el desplazamiento de las industrias
más molestas hacia la periferia, pero no evitó el surgimiento de suburbios desordenados y
miserables. En el caso de la capital holandesa, la construcción de los distritos que estaban
comenzando a surgir en el suroeste de la ciudad fue encomendada a empresas poco
escrupulosas que levantaron edificios mal cimentados.

Tal vez, fue en Portugal donde los efectos de la planificación urbana se hicieron más
visibles. De hecho, los cambios introducidos en Lisboa durante la segunda mitad del siglo
XVIII anticiparon las transformaciones que algunas de las principales ciudades europeas
observarían durante la siguiente centuria. La ciudad, antaño laberíntica, fue reconstruida
después del catastrófico terremoto de 1755 de acuerdo con planteamientos que perseguían
la mejora de la higiene pública y la dotación de grandes espacios abiertos. Fruto de ello, la
nueva Lisboa se dotó de calles amplias, limpias y con aceras bien adoquinadas, plazas
enormes, un buen sistema de alcantarillado e incluso suministro de agua para gran parte de
las viviendas. La capital portuguesa también sobresalió por su sistema de recogida de
basuras, otro de los problemas que cada vez recibió mayor atención por parte de los
gobiernos ilustrados. Por último, el reformismo ilustrado del marqués de Pombal también
se extendió a la seguridad pública. De hecho, el estadista portugués respondió al aumento
de la delincuencia con una reforma de la policía portuguesa y con la creación de una oficina
que debía supervisar su actuación. Ahora bien, éste no fue un caso excepcional, pues París
también creó una policía local permanente que incluso contaba con un departamento de
detectives dedicado a la investigación de crímenes.

En otro orden de cosas, el siglo XVIII estuvo marcado por el auge de la sociabilidad
de las élites y las burguesías europeas, que se plasmó en múltiples espacios, entre los cuales
destacaban las sociedades literarias y científicas cultas –herederas de las tertulias del siglo
XVII-, las sociedades reformistas agrarias y técnicas –que reunían a intelectuales,
empresarios y propietarios-, los clubes, las logias masónicas, los cafés y los salones. Por
tanto, encontramos que, en el plano de la sociabilidad, las instituciones formales coexistían
con espacios de relación informales. En general, tanto en los espacios de sociabilidad
formal, como en los informales, las diferencias estamentales se diluían en favor de la
asociación libre e igualitaria. Ciertamente, la ruptura de los límites estamentales en los
espacios de sociabilidad no era un fenómeno nuevo, pero la etapa ilustrada se caracterizó
por una mezcla social más acusada. Ahora bien, tampoco conviene exagerar dicho
fenómeno: en los salones y las sociedades científicas y recreativas ilustradas, la nobleza
convivía con el Tercer Estado, pero en la mayoría de los casos este último sólo estaba
representado por integrantes de la burguesía acomodada.

Puesto que la Ilustración fue un fenómeno eminentemente urbano y estuvo marcado


por un auge en la sociabilidad, no resulta sorprendente que la esfera pública urbana
terminase transformándose. En esta línea, resulta destacable la proliferación de cafés,
espacios de sociabilidad eminentemente burguesa y de tabernas, espacios de sociabilidad
popular. Asimismo, no debe olvidarse la generalización del hábito del paseo, que se
orientaba de forma predilecta hacia espacios abiertos como las alamedas y los bulevares.
Entre otras cosas, porque dicha costumbre favoreció que la nueva planificación urbana
contemplase este tipo de vías, que en el caso de la monarquía hispánica surgieron en
ciudades como Valencia, Sevilla o Barcelona. A estos espacios, que pueden ser
considerados como propios de la sociabilidad informal, acudían gentes de diversa condición
con el objetivo de observar, ser observados y disfrutar de los placeres de la conversación y
el trato mutuo. En cuanto a los cafés, en los que era frecuente la lectura y discusión de
prensa periódica, era habitual que en ellos se congregasen nobles, militares y artesanos.
Aunque la mayoría de los cafés no prohibían la entrada a los miembros de las clases
populares, en la práctica era difícil que estos pudiesen afrontar los precios de los productos
que en tales establecimientos se consumían. Ello convertía a los cafés en un espacio a
medio camino entre los salones exclusivamente aristocráticos y las tabernas, frecuentadas
por un público plebeyo.

Otra de las características de los cafés del siglo XVIII es que su clientela era
estrictamente masculina, algo que también diferenciaba a dichos establecimientos de los
salones. Ahora bien, estos espacios de sociabilidad sufrieron fuertes alteraciones en cuanto
al tono de la conversación y a sus protagonistas. Si en el siglo XVII eran frecuentes las
conversaciones mundanas e ingeniosas, en la siguiente centuria se impuso la especulación
científica y literaria. Al tiempo que se producía un cambio en los temas de conversación,
también se produjo un importante descenso de la presencia femenina en los salones. De
hecho, incluso la salonnière –mujer que presidía, al menos honoríficamente, las reuniones
que tenían lugar en los salones- vio reducidas sus funciones ante al creciente protagonismo
de los hombres de letras. Además, el declive de los espacios mixtos de encuentro social y
cultural fue de la mano del auge de espacios en que las mujeres normalmente estaban
excluidas, tales como las sociedades y academias científicas. En realidad, ello anticipaba la
exclusión de las mujeres de la esfera pública y política, hecho que no sería revertido por la
Revolución y que se mantendría en los regímenes liberales decimonónicos.

Puesto que una de las principales funciones económicas de las urbes era la
productiva, en las ciudades del siglo XVIII también proliferaron talleres manufactureros
orientados a sectores tan diversos como el del papel, el vidrio, el metal o el textil. En
general, quienes trabajaban en dichos talleres veían variar su jerarquía y salario de acuerdo
con tres factores: el género, la edad y la formación. En lo que respecta a la edad y el género,
las mujeres y los niños –que en sectores como el textil podían constituir hasta el 50% de la
fuerza laboral- eran empleados en labores no cualificadas y percibían salarios más
reducidos que los varones adultos. Además, los trabajadores jóvenes, que constituían una
mano de obra relativamente volátil –pues era habitual que se ausentasen temporal o
definitivamente de sus puestos de trabajo- también sufrían frecuentes malos tratos por parte
de sus superiores. En cuanto a estos últimos, al frente de las incipientes fábricas había
especialistas que no habían aprendido el oficio en los gremios, sino ejerciendo el trabajo.
Muchos de ellos provenían de regiones especializadas en la fabricación de productos
prestigiosos, tales como la fábrica de cristal de Bohemia, la fundición de Valonia, la
artesanía de la porcelana de Sajonia, el tejido de la seda de Lyon o la mecánica de la cuenca
del Jura. Constituían una mano de obra sumamente especializada que gozaba de unas
condiciones laborales envidiables, pues no sólo percibía pagos en dinero, sino también en
forma de alimento, alojamiento y recursos para la iluminación y calefacción de su vivienda.

En líneas generales, las empresas manufactureras a las que se está haciendo


referencia acostumbraban a ocupar establecimientos reducidos, pues lo habitual era que
contasen con entre cinco y veinte empleados, aunque en casos poco comunes podían
superar la centena. Las condiciones de trabajo en dichas factorías eran poco higiénicas y,
además, sus trabajadores sufrían frecuentes crisis de desempleo, pues debido al imperio de
la agricultura en la economía europea, una parte sustancial del público consumidor
dependía de los resultados de las últimas cosechas. Por lo general, el calendario laboral
durante el siglo XVIII comprendía unos 270 días laborables, cifra más reducida en las
regiones católicas, donde las festividades religiosas eran especialmente numerosas. Pero
esto pronto cambiaría: a partir de 1770 las autoridades tomaron medidas para reducir el
número de días feriados. Por último, cabe destacar que algunos de estos talleres
funcionaban dentro del entramado institucional de los gremios, pera que éste no era el caso
de la mayoría. Así, en los suburbios de Londres la mayoría de los oficios eran
desempeñados de forma libre, sin las limitaciones de los gremios –que se oponían a la
libertad de mercado, a ciertas innovaciones técnicas y a nuevas formas de organización-,
pero también sin la protección que éstos ofrecían. Por tanto, el declive de los gremios fue
fundamental para el triunfo del capitalismo, pero también implicó un empeoramiento de las
condiciones de vida de aquéllos que pronto integrarían las filas del incipiente proletariado.
A comienzos del siglo XVIII, la ciudad de Edo (actual Tokio) contaba con más de medio millón de
habitantes y era más populosa que Londres y París. Sólo una ciudad europea tenía un volumen de
habitantes similar: Estambul, centro del Imperio Otomano.

En las grandes ciudades los trabajos físicos más duros y aquéllos que precisaban una menor
especialización solían recaer en los inmigrantes, que participaban en tareas como el transporte,
la venta ambulante y, en los mejores casos, se empleaban en pequeñas tiendas.
San Petersburgo fue fundada por el zar Pedro el Grande en 1703. Para su erección se eligió un
enclave poco recomendable, pues la proximidad del mar contribuyó a que la urbanización de la
nueva capital fuese lenta y costosa. Desde el comienzo, la población de la nueva urbe fue peculiar,
pues más de una cuarta parte de sus habitantes eran marineros y cadetes que, en ocasiones, residían
en la ciudad junto a su familia. La abundancia de militares, sumada a la importación de miles de
varones jóvenes que se empleaban como criados, terminó produciendo un enorme desequilibrio
entre la población masculina y la población femenina que habitaba la ciudad.
En Ámsterdam, el barrio de Jordaan, cuya urbanización fue deficiente, atrajo a un proletariado
heterogéneo fruto de la emigración. Hoy, debido a un controvertido proceso de gentrificación, se ha
convertido en un barrio de moda de la capital holandesa.

La imagen muestra el proyecto de reconstrucción de la zona baja de Lisboa tras su completa


destrucción, causada por el terremoto, tsunami e incendio que tuvieron lugar en noviembre de 1755.
Debido a que este espacio de sociabilidad era frecuentado por las clases populares, resulta difícil
encontrar representaciones gráficas de las numerosas tabernas que proliferaron durante el siglo
XVIII. De hecho, este cuadro –obra de David Teniers- fue pintado en 1658.

En el siglo XVIII se inauguraron numerosas vías públicas destinadas al paseo. Este fue el caso de
las Ramblas, uno de los espacios preferidos por las clases populares y la burguesía de Barcelona
para caminar, encontrarse, conversar, observar y mostrarse.
Entre el mundo rural y el mundo urbano: el surgimiento de un nuevo tipo de pobreza

Javier Esteve Martí

En el siglo XVIII el arquetipo de la riqueza y el prestigio seguía dependiendo de la


propiedad de la tierra. Poco importaba que las posibilidades de rápido enriquecimiento en
realidad estuviesen ligadas a otros sectores económicos, tales como la banca y el comercio.
Por otra parte, conviene recordar que la propiedad de la tierra no sólo era motivo de
prestigio, pues en algunas regiones daba acceso a ciertos derechos. A modo de ejemplo, en
numerosas circunscripciones electorales del Reino Unido la propiedad de una explotación
agraria era imprescindible para gozar del derecho a sufragio. Todo esto explica que a lo
largo del siglo XVIII el precio de la propiedad llegase a triplicarse en ciertas localizaciones,
en un proceso en el que también tomó parte la especulación y el agotamiento de las tierras
susceptibles de ser roturadas. Por todo lo anterior, la nobleza no dejó de adquirir tierras,
pero lo más destacable es que al mercado de la tierra también se sumaron agricultores
acomodados, vendedores de granos, recaudadores de impuestos, letrados o taberneros. Su
elevado interés en adquirir propiedades agrarias se hizo visible cuando, en las regiones en
que se ponía trabajas a la compra de tierras por parte del Tercer Estado, estos nuevos
burgueses emplearon a nobles como testaferros.

En realidad, el acceso a la propiedad agraria de dichos plebeyos no era conflictivo,


pues muchos de ellos llevaban tiempo relacionándose económica y socialmente con la
nobleza. Por otra parte, no parece que propietarios nobles y propietarios plebeyos difiriesen
demasiado en la forma de explotación de sus propiedades. Esto quedaría demostrado por el
hecho de que ambos sectores fueron perseguidos con igual saña durante el “Gran Miedo”
(1789), uno de los primeros episodios violentos de la Revolución francesa. Por el contrario,
los testimonios de la época permiten deducir que el régimen de explotación en las tierras
pertenecientes a la Iglesia, a asociaciones benéficas o universidades sí era algo más
benigno. Pero en general, el aumento de los precios de la tierra se tradujo en el
acrecentamiento de las cantidades pecuniarias que los arrendatarios debían satisfacer a
cambio del derecho a explotar una propiedad agraria. Lo cierto es que fueron precisamente
estos arrendatarios, cada vez más presionados por las crecientes rentas –que habían de
pagar en dinero y que se renegociaban cada poco tiempo-, los principales agentes del
progreso agrario, que se fundó en la introducción del cultivo de forrajes, arroz y choclo o la
transición al sistema de tres cosechas anuales.

En otro orden de cosas, la división del trabajo entre el mundo urbano y el mundo
rural nunca ha sido completamente operativa. De hecho, en el siglo XVIII la mayoría de las
ciudades europeas seguían ligadas a actividades rurales y una parte de sus habitantes eran
pastores y labradores que trabajaban en los huertos y dehesas aledañas. Asimismo, no sería
anecdótico que, en el año 1746, las autoridades venecianas prohibiesen la cría de cerdos en
la ciudad, pues la mayoría de urbes albergaban corrales y granjas en los suburbios. Por otra
parte, no hay que olvidar que las aldeas también contaban con espacios artesanales, tales
como las herrerías. Y es que los espacios manufactureros no estaban estrictamente
limitados al mundo urbano. Por último, también era frecuente que muchos de los obreros
que trabajaban en las fundiciones metalúrgicas y los talleres urbanos proviniesen del mundo
rural, en el que buena parte de ellos aún conservaba pequeñas propiedades agrícolas. En
consecuencia, parte del incipiente proletariado urbano estaba constituido por personas que,
al mismo tiempo, eran pequeños campesinos o jornaleros. Precisamente por ello, no era
raro que los ritmos laborales del mundo rural tuviesen impacto en las ciudades, donde
muchas manufacturas se veían obligadas a suspender actividades durante los periodos
fundamentales del calendario agrícola, cuando buena parte de sus trabajadores regresaban
al campo.

En realidad, la presencia de campesinos y jornaleros en las nuevas factorías se debía


a que en el siglo XVIII el mundo rural comenzó a sufrir el peso de la creciente presión
demográfica. Entre 1700 y 1750 los historiadores han estimado un crecimiento de la
población de entre el 15 y el 16% y en la segunda mitad de la centuria esta cifra aumentó
hasta un 23-30%. En general, el crecimiento de la población fue estimulado por el descenso
de la edad de acceso al matrimonio, que derivó en un aumento del número de hijos. Aunque
hasta 1740 no se alcanzó el número de habitantes con que Europa contaba antes de la
Guerra de los Treinta Años (1618-1648), en la segunda mitad del siglo las consecuencias
del crecimiento demográfico comenzaron a ser dramáticas. Y es que, pese al aumento de las
cosechas, los precios de los productos agrícolas aumentaron rápidamente debido a que
faltaban alimentos para saciar a una población en crecimiento. De hecho, el precio del trigo
casi se duplicó en territorios tan dispares como Dinamarca, Reino Unido o el norte de Italia.
A la postre, el crecimiento de los precios agrícolas implicó un aumento del volumen de
población en situación marginal, al tiempo que el encarecimiento de la tierra provocó que
muchos campesinos viesen frustradas sus esperanzas de acceder a la propiedad. Lo cierto es
que fue todo esto lo que contribuyó a generalizar un éxodo rural que alimentó el
crecimiento demográfico de las ciudades europeas.

Durante algún tiempo, la confluencia del putting-out system con las crecientes
oportunidades para los trabajadores rurales –que fruto de la progresiva ampliación del
mercado laboral podían emplearse en el transporte marítimo y terrestre, la venta ambulante,
la tala de árboles, la construcción, los diversos sectores manufactureros relacionados con la
madera, industrias especializadas como la cría de gusanos de seda, la minería, la
fabricación de cristal, la fundición de hierro y el trabajo del metal o el textil- permitió que
familias sin tierras o con propiedades de tamaño reducido pudiesen sobrevivir. Ahora bien,
esta supervivencia sólo fue posible a costa de una auto-explotación que fue recrudeciéndose
debido a que los salarios no crecían al mismo ritmo que los precios de los bienes agrícolas.
Este fenómeno fue tan importante, que últimamente algunos historiadores han destacado
que en la industrialización de Europa fue fundamental la posibilidad de disponer de mano
de obra barata, factor que redujo el riesgo que los empresarios corrían al iniciar sus
negocios. De hecho, hay historiadores que indican que, para el inicio de la revolución
industrial, fue más importante la disponibilidad de trabajadores a los que se podía pagar
salarios miserables que la acumulación de capital o la aparición de grandes innovaciones
técnicas como la water frame de Richard Arkwright, la spinning jenny de James
Hargreaves, la spinning mule de Samuel Crompton o la máquina de vapor de James Watt.

A la altura del siglo XVIII la pobreza no era, ni mucho menos, un fenómeno nuevo.
Pero sí lo era la crónica subalimentación de una parte significativa de la población. Y es
que hasta entonces no era frecuente que la población con trabajo sufriese penurias excepto
en momentos puntuales. De hecho, salvo en periodos de malas cosechas y epidemias, la
pobreza estaba reservada a viudas, huérfanos, inválidos, personas con problemas
psicológicos o peregrinos, que habitualmente se refugiaban en las ciudades. Por el
contrario, en el siglo XVIII apareció un nuevo perfil de pobre: el varón campesino en edad
de trabajar que se veía afectado por la falta de tierra o por salarios incapaces de enfrentar el
aumento de los precios de los alimentos. Pese a la difusión de las ideas ilustradas, este
cambio en la pobreza no implicó una transformación en su concepción tradicional: ésta
siguió mayoritariamente asociada a la degradación moral. En consecuencia, las soluciones
propuestas tendieron a regirse en base a viejas premisas, que oscilaban entre la práctica de
la caridad y la acción punitiva. Así, el combate contra la pobreza continuó, en líneas
generales, en manos de instituciones eclesiásticas y municipales que, en el mejor de los
casos, fundaban casas de beneficencia, pero que también recurrieron a la construcción de
“asilos” y “centros correccionales” en que se internaba a los pobres en edad de trabajar. En
algunos casos, la respuesta al aumento en el número de pobres fue marcadamente punitiva
y, de hecho, algunos estados llegaron a recurrir a la conscripción forzosa y la deportación
de los menesterosos. Así, en España Carlos III instituyó, en 1775, el servicio militar
obligatorio para todos los desempleados de entre 17 y 26 años. A su vez, en París llegaron a
concederse recompensas a quien detuviese a pobres en edad de trabajar, algunos de los
cuales fueron deportados a posesiones ultramarinas como la Guayana.

Una de las consecuencias del alarmante aumento de la pobreza fue el incremento del
crimen en el mundo rural. De hecho, en la década de 1770 viajar por el interior de regiones
como el norte de Francia, la Corona de las Dos Sicilias o el bosque de Bohemia volvió a ser
peligroso, pues una parte de los desempleados y de los vagabundos se unieron para formar
bandas criminales. Asimismo, también hubo un incremento de la violencia en el interior de
las ciudades, especialmente en aquéllas en que, como ocurría en Bruselas, los hombres en
edad de trabajar sufrían altas tasas de desempleo. Debido al aumento de la violencia en las
ciudades y al miedo de algunos gobiernos a irritar a la incipiente opinión pública urbana, en
muchas ocasiones se prefirió aumentar la presión fiscal sobre los terratenientes antes que
hacerlo sobre las ciudades. Y es que, en Italia, el proyecto de abolir los subsidios que se
daban a la ciudad de Nápoles para adquirir aceite de oliva levantó tal clamor popular que
las autoridades no llevaron adelante tal resolución. Ahora bien, esto no significa que la
población rural no se resistiese a los incrementos fiscales. Y es que de hecho, en 1788 los
granjeros que vivían en las proximidades de Oudenaarde (Flandes) se revolvieron
violentamente contra la recaudación de impuestos sobre el ganado y el constante aumento
de las rentas, dos fenómenos que empeoraban su calidad de vida.
El trabajo a domicilio o putting-out system permitió que muchas familias campesinas pudiesen
sobrevivir pese a contar con cultivos reducidos. Ahora bien, en muchas ocasiones esto sólo fue
posible a costa de una verdadera auto-explotación de la unidad familiar. Por otro lado, el trabajo
domicilio fue fundamental para aumentar la producción industrial en un periodo en que, a diferencia
de lo que ocurriría en el siglo XIX, las grandes fábricas escaseaban.

La imagen representa una fábrica de cristal en el Londres del siglo XVIII. En el grabado puede
verse una factoría ubicada en las afueras de la capital inglesa en la que se empleaba mano de obra
masculina, tanto adulta como infantil. Esto era especialmente frecuente en sectores industriales que,
al contrario que la cristalería, requerían de un nivel de especialización de la mano de obra limitado.
Aunque la imagen superior representa el aspecto del Saint James workhouse en 1808, el mapa de
Londres que le sigue demuestra que los workhouses –cuya función benéfica se veía claramente
desbordaba por el afán moralista e incluso represivo de las autoridades- eran una realidad muy
presente en la capital inglesa ya en el último tercio del siglo XVIII.

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