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continente europeo
Ciertamente, las ciudades europeas no eran una excepción, pero ello no debe
hacernos dudar acerca de que el siglo XVIII estuviese marcado por la creciente
urbanización del continente europeo. Para analizar cómo se produjo este proceso, resulta
útil tomar en consideración casos como el de la ciudad francesa de Burdeos, cuya población
creció de los 45.000 (1700) a los 110.000 habitantes (1790). La población de esta urbe
aumentó a un ritmo destacable y, de hecho, Burdeos superó la tasa de crecimiento de la
mayoría de las ciudades francesas del periodo. Lo realmente interesante es que en el
Burdeos de 1735-1790 el índice de natalidad no superó la tasa de muertes registrada en la
ciudad. Por tanto, puede afirmarse que la población de la urbe no crecía de forma natural.
De hecho, su crecimiento era exógeno y sólo era posible gracias a los movimientos
migratorios. En realidad, este fenómeno sería aplicable a la mayor parte de las urbes
europeas que prosperaron durante el siglo XVIII.
Las ciudades, que permitían a los jornaleros y campesinos más afortunados escapar
del hambre, también podían ser entornos sumamente hostiles para la mayor parte de los
migrantes. De hecho, en el París de finales del siglo XVIII los extranjeros –término con el
que entonces se denominaba a las personas provenientes de otros estados, pero también de
otras regiones francesas- ocupaban los oficios más duros y peor retribuidos. Así, una parte
importante de los aguadores procedían de la Auvernia y muchos de los vendedores
ambulantes que saturaban las calles de París provenían de la Lorena. Aunque las grandes
ciudades importaban maestros artesanos, grandes comerciantes, artistas y científicos –cuyas
retribuciones podían llegar a ser muy generosas-, la gran mayoría de los migrantes nutría
las filas de un proletariado urbano que vivía y moría en condiciones miserables. En esta
línea, se estima que en el París inmediatamente anterior a la Revolución francesa (1789)
morían anualmente 20.000 personas, de las cuales cerca de 5.000 eran migrantes que
terminaban sus días desahuciados, alojados en hospitales y enterrados en fosas comunes.
Otro síntoma de la miseria imperante en el París de finales del siglo XVIII es que todos los
años varios miles de recién nacidos eran abandonados. Y lo cierto es que un porcentaje
significativo de estos expósitos eran vástagos de migrantes.
Como ya se ha apuntado, en el siglo XVIII fueron numerosas las urbes –sobre todo
capitales- que se convirtieron en escaparates de la modernidad. El progreso de ideas
ilustradas e higienistas, la creencia de que el crecimiento urbano debía planificarse y el
crecimiento de las inversiones en el embellecimiento de las ciudades se tradujo, en regiones
como Polonia, en avances en la limpieza de las calles, medidas para prevenir incendios y
mejoras en la higiene pública. De hecho, las principales ciudades polacas se dotaron –desde
1765- de comisiones cuya meta era promover el progreso de las urbes. En la capital,
Varsovia, estas comisiones favorecieron la pavimentación de las calles y la construcción de
sistemas de alcantarillado. Ahora bien, la ordenación y la planificación urbana tuvieron
importantes límites que, en muchos casos, no eran precisamente nuevos. No obstante,
durante toda la Edad Moderna las medidas que prohibían la erección de nuevas
construcciones en las áreas más saturadas de las ciudades fueron poco efectivas. De hecho,
se saldaron con la división de edificios preexistentes y la construcción fraudulenta en patios
antiguos y pasajes secundarios. Aunque en realidad, los límites de la ordenación y la
planificación urbana no se debieron únicamente a problemas provenientes del urbanismo
medieval y moderno: incluso las ciudades que, como San Petersburgo, nacieron en el siglo
XVIII, terminaron plagadas de calles deficientemente asfaltadas y tortuosas.
Como Varsovia, Londres, que en el siglo XVIII alcanzó los 850.000 habitantes, vio
aparecer el adoquinado en las calles, las primeras conducciones de agua potable y asistió a
un fuerte avance en la iluminación de los espacios públicos. Además, en esta centuria
también se concluyó la construcción de grandes plazas como Golden Square, Grosvenor
Square, Berkeley Square, Red Lion Square o Kensington Square. Con ello, Londres imitaba
a París, ciudad en que el corsé de las murallas estaba en proceso de desaparición y en que
cada vez más predominaban las grandes plazas y las calles anchas, más adecuadas a las
crecientes necesidades comerciales y de circulación de carruajes. Ahora bien, pese a la
brillante reforma del centro de la ciudad, en la periferia no se detuvo el crecimiento
desordenado que se había iniciado en el siglo XVII y que se materializó en la proliferación
de barriadas sórdidas –que como Whitechapel, concentraban buena parte de la creciente
criminalidad- y asentamientos provisionales. En consecuencia, en el extrarradio londinense
de la segunda mitad del siglo XVIII coexistieron las nuevas construcciones industriales con
chabolas y criaderos de cerdos que se alimentaban de los desperdicios urbanos. En Londres,
pero también en ciudades como Ámsterdam, la planificación urbana permitió la
segregación de las zonas reservadas a ricos y pobres y el desplazamiento de las industrias
más molestas hacia la periferia, pero no evitó el surgimiento de suburbios desordenados y
miserables. En el caso de la capital holandesa, la construcción de los distritos que estaban
comenzando a surgir en el suroeste de la ciudad fue encomendada a empresas poco
escrupulosas que levantaron edificios mal cimentados.
Tal vez, fue en Portugal donde los efectos de la planificación urbana se hicieron más
visibles. De hecho, los cambios introducidos en Lisboa durante la segunda mitad del siglo
XVIII anticiparon las transformaciones que algunas de las principales ciudades europeas
observarían durante la siguiente centuria. La ciudad, antaño laberíntica, fue reconstruida
después del catastrófico terremoto de 1755 de acuerdo con planteamientos que perseguían
la mejora de la higiene pública y la dotación de grandes espacios abiertos. Fruto de ello, la
nueva Lisboa se dotó de calles amplias, limpias y con aceras bien adoquinadas, plazas
enormes, un buen sistema de alcantarillado e incluso suministro de agua para gran parte de
las viviendas. La capital portuguesa también sobresalió por su sistema de recogida de
basuras, otro de los problemas que cada vez recibió mayor atención por parte de los
gobiernos ilustrados. Por último, el reformismo ilustrado del marqués de Pombal también
se extendió a la seguridad pública. De hecho, el estadista portugués respondió al aumento
de la delincuencia con una reforma de la policía portuguesa y con la creación de una oficina
que debía supervisar su actuación. Ahora bien, éste no fue un caso excepcional, pues París
también creó una policía local permanente que incluso contaba con un departamento de
detectives dedicado a la investigación de crímenes.
En otro orden de cosas, el siglo XVIII estuvo marcado por el auge de la sociabilidad
de las élites y las burguesías europeas, que se plasmó en múltiples espacios, entre los cuales
destacaban las sociedades literarias y científicas cultas –herederas de las tertulias del siglo
XVII-, las sociedades reformistas agrarias y técnicas –que reunían a intelectuales,
empresarios y propietarios-, los clubes, las logias masónicas, los cafés y los salones. Por
tanto, encontramos que, en el plano de la sociabilidad, las instituciones formales coexistían
con espacios de relación informales. En general, tanto en los espacios de sociabilidad
formal, como en los informales, las diferencias estamentales se diluían en favor de la
asociación libre e igualitaria. Ciertamente, la ruptura de los límites estamentales en los
espacios de sociabilidad no era un fenómeno nuevo, pero la etapa ilustrada se caracterizó
por una mezcla social más acusada. Ahora bien, tampoco conviene exagerar dicho
fenómeno: en los salones y las sociedades científicas y recreativas ilustradas, la nobleza
convivía con el Tercer Estado, pero en la mayoría de los casos este último sólo estaba
representado por integrantes de la burguesía acomodada.
Otra de las características de los cafés del siglo XVIII es que su clientela era
estrictamente masculina, algo que también diferenciaba a dichos establecimientos de los
salones. Ahora bien, estos espacios de sociabilidad sufrieron fuertes alteraciones en cuanto
al tono de la conversación y a sus protagonistas. Si en el siglo XVII eran frecuentes las
conversaciones mundanas e ingeniosas, en la siguiente centuria se impuso la especulación
científica y literaria. Al tiempo que se producía un cambio en los temas de conversación,
también se produjo un importante descenso de la presencia femenina en los salones. De
hecho, incluso la salonnière –mujer que presidía, al menos honoríficamente, las reuniones
que tenían lugar en los salones- vio reducidas sus funciones ante al creciente protagonismo
de los hombres de letras. Además, el declive de los espacios mixtos de encuentro social y
cultural fue de la mano del auge de espacios en que las mujeres normalmente estaban
excluidas, tales como las sociedades y academias científicas. En realidad, ello anticipaba la
exclusión de las mujeres de la esfera pública y política, hecho que no sería revertido por la
Revolución y que se mantendría en los regímenes liberales decimonónicos.
Puesto que una de las principales funciones económicas de las urbes era la
productiva, en las ciudades del siglo XVIII también proliferaron talleres manufactureros
orientados a sectores tan diversos como el del papel, el vidrio, el metal o el textil. En
general, quienes trabajaban en dichos talleres veían variar su jerarquía y salario de acuerdo
con tres factores: el género, la edad y la formación. En lo que respecta a la edad y el género,
las mujeres y los niños –que en sectores como el textil podían constituir hasta el 50% de la
fuerza laboral- eran empleados en labores no cualificadas y percibían salarios más
reducidos que los varones adultos. Además, los trabajadores jóvenes, que constituían una
mano de obra relativamente volátil –pues era habitual que se ausentasen temporal o
definitivamente de sus puestos de trabajo- también sufrían frecuentes malos tratos por parte
de sus superiores. En cuanto a estos últimos, al frente de las incipientes fábricas había
especialistas que no habían aprendido el oficio en los gremios, sino ejerciendo el trabajo.
Muchos de ellos provenían de regiones especializadas en la fabricación de productos
prestigiosos, tales como la fábrica de cristal de Bohemia, la fundición de Valonia, la
artesanía de la porcelana de Sajonia, el tejido de la seda de Lyon o la mecánica de la cuenca
del Jura. Constituían una mano de obra sumamente especializada que gozaba de unas
condiciones laborales envidiables, pues no sólo percibía pagos en dinero, sino también en
forma de alimento, alojamiento y recursos para la iluminación y calefacción de su vivienda.
En las grandes ciudades los trabajos físicos más duros y aquéllos que precisaban una menor
especialización solían recaer en los inmigrantes, que participaban en tareas como el transporte,
la venta ambulante y, en los mejores casos, se empleaban en pequeñas tiendas.
San Petersburgo fue fundada por el zar Pedro el Grande en 1703. Para su erección se eligió un
enclave poco recomendable, pues la proximidad del mar contribuyó a que la urbanización de la
nueva capital fuese lenta y costosa. Desde el comienzo, la población de la nueva urbe fue peculiar,
pues más de una cuarta parte de sus habitantes eran marineros y cadetes que, en ocasiones, residían
en la ciudad junto a su familia. La abundancia de militares, sumada a la importación de miles de
varones jóvenes que se empleaban como criados, terminó produciendo un enorme desequilibrio
entre la población masculina y la población femenina que habitaba la ciudad.
En Ámsterdam, el barrio de Jordaan, cuya urbanización fue deficiente, atrajo a un proletariado
heterogéneo fruto de la emigración. Hoy, debido a un controvertido proceso de gentrificación, se ha
convertido en un barrio de moda de la capital holandesa.
En el siglo XVIII se inauguraron numerosas vías públicas destinadas al paseo. Este fue el caso de
las Ramblas, uno de los espacios preferidos por las clases populares y la burguesía de Barcelona
para caminar, encontrarse, conversar, observar y mostrarse.
Entre el mundo rural y el mundo urbano: el surgimiento de un nuevo tipo de pobreza
En otro orden de cosas, la división del trabajo entre el mundo urbano y el mundo
rural nunca ha sido completamente operativa. De hecho, en el siglo XVIII la mayoría de las
ciudades europeas seguían ligadas a actividades rurales y una parte de sus habitantes eran
pastores y labradores que trabajaban en los huertos y dehesas aledañas. Asimismo, no sería
anecdótico que, en el año 1746, las autoridades venecianas prohibiesen la cría de cerdos en
la ciudad, pues la mayoría de urbes albergaban corrales y granjas en los suburbios. Por otra
parte, no hay que olvidar que las aldeas también contaban con espacios artesanales, tales
como las herrerías. Y es que los espacios manufactureros no estaban estrictamente
limitados al mundo urbano. Por último, también era frecuente que muchos de los obreros
que trabajaban en las fundiciones metalúrgicas y los talleres urbanos proviniesen del mundo
rural, en el que buena parte de ellos aún conservaba pequeñas propiedades agrícolas. En
consecuencia, parte del incipiente proletariado urbano estaba constituido por personas que,
al mismo tiempo, eran pequeños campesinos o jornaleros. Precisamente por ello, no era
raro que los ritmos laborales del mundo rural tuviesen impacto en las ciudades, donde
muchas manufacturas se veían obligadas a suspender actividades durante los periodos
fundamentales del calendario agrícola, cuando buena parte de sus trabajadores regresaban
al campo.
Durante algún tiempo, la confluencia del putting-out system con las crecientes
oportunidades para los trabajadores rurales –que fruto de la progresiva ampliación del
mercado laboral podían emplearse en el transporte marítimo y terrestre, la venta ambulante,
la tala de árboles, la construcción, los diversos sectores manufactureros relacionados con la
madera, industrias especializadas como la cría de gusanos de seda, la minería, la
fabricación de cristal, la fundición de hierro y el trabajo del metal o el textil- permitió que
familias sin tierras o con propiedades de tamaño reducido pudiesen sobrevivir. Ahora bien,
esta supervivencia sólo fue posible a costa de una auto-explotación que fue recrudeciéndose
debido a que los salarios no crecían al mismo ritmo que los precios de los bienes agrícolas.
Este fenómeno fue tan importante, que últimamente algunos historiadores han destacado
que en la industrialización de Europa fue fundamental la posibilidad de disponer de mano
de obra barata, factor que redujo el riesgo que los empresarios corrían al iniciar sus
negocios. De hecho, hay historiadores que indican que, para el inicio de la revolución
industrial, fue más importante la disponibilidad de trabajadores a los que se podía pagar
salarios miserables que la acumulación de capital o la aparición de grandes innovaciones
técnicas como la water frame de Richard Arkwright, la spinning jenny de James
Hargreaves, la spinning mule de Samuel Crompton o la máquina de vapor de James Watt.
A la altura del siglo XVIII la pobreza no era, ni mucho menos, un fenómeno nuevo.
Pero sí lo era la crónica subalimentación de una parte significativa de la población. Y es
que hasta entonces no era frecuente que la población con trabajo sufriese penurias excepto
en momentos puntuales. De hecho, salvo en periodos de malas cosechas y epidemias, la
pobreza estaba reservada a viudas, huérfanos, inválidos, personas con problemas
psicológicos o peregrinos, que habitualmente se refugiaban en las ciudades. Por el
contrario, en el siglo XVIII apareció un nuevo perfil de pobre: el varón campesino en edad
de trabajar que se veía afectado por la falta de tierra o por salarios incapaces de enfrentar el
aumento de los precios de los alimentos. Pese a la difusión de las ideas ilustradas, este
cambio en la pobreza no implicó una transformación en su concepción tradicional: ésta
siguió mayoritariamente asociada a la degradación moral. En consecuencia, las soluciones
propuestas tendieron a regirse en base a viejas premisas, que oscilaban entre la práctica de
la caridad y la acción punitiva. Así, el combate contra la pobreza continuó, en líneas
generales, en manos de instituciones eclesiásticas y municipales que, en el mejor de los
casos, fundaban casas de beneficencia, pero que también recurrieron a la construcción de
“asilos” y “centros correccionales” en que se internaba a los pobres en edad de trabajar. En
algunos casos, la respuesta al aumento en el número de pobres fue marcadamente punitiva
y, de hecho, algunos estados llegaron a recurrir a la conscripción forzosa y la deportación
de los menesterosos. Así, en España Carlos III instituyó, en 1775, el servicio militar
obligatorio para todos los desempleados de entre 17 y 26 años. A su vez, en París llegaron a
concederse recompensas a quien detuviese a pobres en edad de trabajar, algunos de los
cuales fueron deportados a posesiones ultramarinas como la Guayana.
Una de las consecuencias del alarmante aumento de la pobreza fue el incremento del
crimen en el mundo rural. De hecho, en la década de 1770 viajar por el interior de regiones
como el norte de Francia, la Corona de las Dos Sicilias o el bosque de Bohemia volvió a ser
peligroso, pues una parte de los desempleados y de los vagabundos se unieron para formar
bandas criminales. Asimismo, también hubo un incremento de la violencia en el interior de
las ciudades, especialmente en aquéllas en que, como ocurría en Bruselas, los hombres en
edad de trabajar sufrían altas tasas de desempleo. Debido al aumento de la violencia en las
ciudades y al miedo de algunos gobiernos a irritar a la incipiente opinión pública urbana, en
muchas ocasiones se prefirió aumentar la presión fiscal sobre los terratenientes antes que
hacerlo sobre las ciudades. Y es que, en Italia, el proyecto de abolir los subsidios que se
daban a la ciudad de Nápoles para adquirir aceite de oliva levantó tal clamor popular que
las autoridades no llevaron adelante tal resolución. Ahora bien, esto no significa que la
población rural no se resistiese a los incrementos fiscales. Y es que de hecho, en 1788 los
granjeros que vivían en las proximidades de Oudenaarde (Flandes) se revolvieron
violentamente contra la recaudación de impuestos sobre el ganado y el constante aumento
de las rentas, dos fenómenos que empeoraban su calidad de vida.
El trabajo a domicilio o putting-out system permitió que muchas familias campesinas pudiesen
sobrevivir pese a contar con cultivos reducidos. Ahora bien, en muchas ocasiones esto sólo fue
posible a costa de una verdadera auto-explotación de la unidad familiar. Por otro lado, el trabajo
domicilio fue fundamental para aumentar la producción industrial en un periodo en que, a diferencia
de lo que ocurriría en el siglo XIX, las grandes fábricas escaseaban.
La imagen representa una fábrica de cristal en el Londres del siglo XVIII. En el grabado puede
verse una factoría ubicada en las afueras de la capital inglesa en la que se empleaba mano de obra
masculina, tanto adulta como infantil. Esto era especialmente frecuente en sectores industriales que,
al contrario que la cristalería, requerían de un nivel de especialización de la mano de obra limitado.
Aunque la imagen superior representa el aspecto del Saint James workhouse en 1808, el mapa de
Londres que le sigue demuestra que los workhouses –cuya función benéfica se veía claramente
desbordaba por el afán moralista e incluso represivo de las autoridades- eran una realidad muy
presente en la capital inglesa ya en el último tercio del siglo XVIII.