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Celularitis

Ya lo había dicho yo: mucho cuidadito con los tales celulares, que taran a la gente, la idiotizan y podrían causar
algún desastre. Y hace unas semanas, paf: ocurrió la tragedia de Galicia, España. El maquinista de un tren de alta
velocidad se puso a hablar por el celular cuando iba a 200 kilómetros por hora, se distrajo y no tuvo tiempo de
frenar en una curva que debía haber tomado a 80. Resultado: 79 muertos y más de cien heridos.

No crean que soy de esos dinosaurios que rechazan toda tecnología nueva y quieren seguir escribiendo a mano y
oyendo discos de 78 rpm. Si no fuera por los maravillosos inventos electrónicos de los últimos veinte años no
podría trabajar cómodamente en calzoncillos en mi casa vía internet mientras oigo música por el i-Pod, como lo
estoy haciendo ahora.

El problema es que los clientes de los nuevos aparatos los han convertido en extensiones de su cuerpo sin las
cuales no pueden vivir, dormir, caminar, ni comer. La celulitis es una enfermedad cruel, pero es más grave la
celularitis. No exagero. Las reuniones de familia son ahora asambleas de parientes que fingen disfrutar juntos pero
en realidad solo comparten un espacio, porque de resto cada uno está conectado a su celular, su i-Phone o su
tableta.

En el comedor, cuando uno cree que sonríe porque le gusta la sopa, en realidad lo hace porque acaba de leer un
trino divertido en el chéchere que sostiene a escondidas de los demás. Y luego nota uno que sus manos se mueven
como si padeciera tembladera y alterna la mirada entre la familia y el teclado. En ese momento podrían ponerle en
el plato una serpiente cascabel viva y no se daría cuenta.

Pero tampoco lo notarían sus hermanas ni sus sobrinos, porque todos ellos viven entregados a sus propias
conexiones –que parecen alias de mafiosos: el Guasapo, el Chato, el Escái, el Carelibro– mientras disimulan
malamente su escasa participación en el almuerzo. Más de una vez he enviado a mi mujer desde mi puesto en la
mesa un SMS para hacerle caer en cuenta de que nadie le presta atención a nadie. Pero no me responde, porque
ella también está tuiteando.

Vuelvo al celular, que es lo que más me inquieta. Después del horrible accidente en Galicia, la televisión divulgó
videos grabados clandestinamente en las cabinas de mando de trenes argentinos. En ellos se veía a los
maquinistas en trance de dormir, de leer y, lo peor de todo, de charlar por celular. Ni siquiera miraban el tablero de
controles. Mientras tanto, pasaban a mil por las ventanillas casas, árboles, puentes, postes y avisos que ordenaban
reducir la velocidad.

No recuerdo las cifras, pero las autoridades de tránsito afirman que es altísimo el porcentaje de accidentes debidos
a la mezcla letal de timón y celular. Si a ella agregamos el ingrediente alcohol, el estrellón es seguro. Raro es, sin
embargo, ver conductores que no estén hablando, peleando, riendo o enamorando por el celular mientras manejan.
Está totalmente prohibido, pero los policías de tráfico nunca lo sancionan. Claro: ellos no los ven, porque también
se la pasan hablando por el celular.

Lo peor es la calle. Antes, cuando uno veía que un tipo caminaba por la acera haciendo eses, era porque se trataba
de un borracho. Ahora todos los peatones se comportan como los carritos locos del parque de diversiones: paran
de repente, giran sin avisar, se atraviesan, frenan, dan la vuelta, aceleran, todo al ritmo de la conversación que les
marque en el móvil. El celular tara. Por eso sus usuarios pasan la calle sin mirar si hay peligro, hablan a gritos en
el bus, susurran fastidiosamente en plena película creyendo que nadie los oye, forman un guirigay en los
restaurantes y ni siquiera se abstienen de usarlo en el ascensor.

Queridos lectores: por lo que más quieran, recuperen la normalidad, tiren a la caneca el celular, záfense de la
esclavitud de los aparatos electrónicos, vuelvan a ser libres, gocen la vida…

SAMPER, Daniel. Celularitis. Carrusel. El tiempo. Bogotá (21 de agosto de 2013)

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