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GRAVE

por Bento

Nos habíamos juntado por lo de Iván. Yo estaba en la puerta de la capilla esperando al Seba. Era el

único que faltaba. Los demás ya habían entrado. Al Seba se le había complicado en el laburo, por eso

llegaba después. Yo estaba inquieto porque él tenía novedades sobre Iván y no me las quería dar por

teléfono, el muy choto. Qué choto, pensaba yo, sabiendo lo preocupado que estoy por Iván. La cuestión

es que yo estaba ahí parado y se me acerca un tipo, de capucha y bigote, y me pone una mano en el

hombro y me dice: el cielo es impermeable. Me daba una bronca que me dijera eso, pero no llegaba a

reaccionar porque justo me sonaba el celu. Saco el celu del bolsillo y cuando miro la pantalla veo la

cara del Seba, con nariz de payaso. El Seba me decía que estaba llegando y al mismo tiempo que decía

estoy llegando, doblaba la esquina.

Venía avanzando sin mover los pies, venía como deslizándose por un hule enjabonado, como si

unas manos invisibles lo empujaran sobre un hule jabonoso. Entonces llegaba y me decía que Iván

estaba grave. No saben si pasa la noche, me decía. Yo me reangustiaba pero no sé por qué me

empezaba a reír. Me reía fuerte y de la boca me salían palabras. O sea, yo me reía con la boca abierta y

veía que de la boca me salían letras que formaban palabras, que flotaban un poco por acá arriba y

después se desgranaban, como un pan duro cuando lo agarrás y le hacés así con las manos. No sé, la

cuestión es que yo me reía a propósito, me reía para arrancarme la angustia. Era como esa tos que uno

hace a propósito para aflojar una flema arraigada y escupirla

De golpe me dejo de reír y con el Seba queremos abrir la puerta, pero no podemos porque se

hundió en un pasillo muy largo y está lejos. Ahora la puerta es un contorno de luz que destella al final

de un pasillo oscuro. Entramos en el pasillo. El Seba dice: qué frío. La frase retumba y el eco, en vez de

apagarse como todos los ecos del planeta, crece, crece y crece y aturde. Corro hacia a la puerta

agarrándome del piso. Me agarro del piso como si fuera una tela y me empujo hacia delante. Al eco
insoportable se le suman los rezos, el rumor de los rezos que son como un zumbido del que emerge,

cada tanto, el nombre de Iván, y cuando emerge produce el efecto de un globo estallándote en la cara.

Y ese nombre, esa palabra se va convirtiendo en el sonido predominante, hasta acabar siendo, en el

preciso momento en que pongo la mano sobre el picaporte de la puerta, lo único que soy capaz de

escuchar y de golpe se apaga.

Abro la puerta. Despacio. El pasillo se ilumina de a poco. Todavía no puedo ver qué hay del

otro lado, porque es muy fuerte esa luz. Sé que están los chicos, sé que están rezando por Iván, pero

cuando puedo ver, veo que no, que hay toda gente que no conozco. Se dan vuelta y me miran como si

fuera un intruso, y todos tienen la misma cara: la del Seba. Se levantan de golpe, todos a la vez, y

empiezan a venir. Vienen. Se mueven como robots sincronizados. Vienen. Lento, pero vienen, y yo

reculo, pero más lento de lo que ellos vienen. Y cuando se acercan a mí, se acercan también entre ellos

hasta fusionarse. Ahora no parecen más que uno. Hay un solo Seba y lo tengo pegado a la cara. Me

agarra de los hombros, me sacude, abre los ojos bien grandes y me sacude y me dice cosas que no

entiendo, y me sacude tan fuerte que siento un crac y cuando me quiero dar cuenta no tengo más brazos

y de un agujero me sale una planta que.

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