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P. HUGO ESTRADA, sdb.

SANACIÓN
EN LOS
SACRAMENTOS

EDITORIAL SALECIANA
GUATEMALA 2014

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INDICE
Pág.
Portada ……………………………………………………………………….. 1
Índice…………………………………………………………………………… 4
1. Sanación en los Sacramentos.............................................. 5
2. Sanación en el 8autismo................................................................ 9
3. Sanación en la Confirmación..................................................... 15
4. Sanación en la Confesión (l).......................................................22
5. Sanación en la Confesión (ll)......................................................31
6. Sanación en la Eucaristía.............................................................40
7. Sanación en la Unción de los enfermos……………………....52
8. Sanación en el Matrimonio.........................................................62
9. Sanación en el Orden Sacerdotal..............................................72
10. Sanación y liberación en los Sacramentos........................ 81
11. Sanación en la Iglesia (l)........................................................... 89
12. Sanación en la Iglesia (ll).......................................................... 96
13. María, madre sanadora en la Iglesia………………………..108
Contraportada…………………………………………………………… 117

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SANACIÓN EN LOS
SACRAMENTOS

Después del Sermón de la Montaña, Jesús bajó del monte y


comenzó a curar a muchas personas. Jesús no se quedó solamente
en la teoría de lo que era el reinado de Dios: descendió al campo de
la práctica. La sanación es una evidencia de que el reino de Dios se
manifiesta en las personas; en el Evangelio todos pueden apreciar
cómo llega la salvación y sanación de Dios a las personas. Ante la
sanación, no queda más que decir con frase bíblica: "El dedo de Dios
está aquí" (Lc 11,20). Un sacramento ha sido definido como un
«signo eficaz de la Gracia». El sacramento por medio del Espíritu
Santo, convierte en realidad lo que indica el signo. Todo
sacramento, en alguna forma, trae la sanación de Dios para la
persona.
En todo sacramento desempeña un papel especial la "liturgia de
la Palabra". La Palabra de Dios es eminentemente sanadora. San
Marcos recuerda que cuando Jesús fue a la sinagoga y comenzó a
predicar, un individuo empezó a contorsionarse y a gritar. Algo
malo se le revolvió al oír la Palabra viva. .Jesús inmediatamente
procedió a liberarlo del mal que lo estaba oprimiendo. En la Ultima
Cena, Jesús les dijo a sus apóstoles: " Ustedes ya están limpios por
la palabra que yo les he dicho" (Jn 15,3). La Palabra limpia, sana.
Prepara el corazón para ser llenado por la Gracia que confiere el
Sacramento.
En todo sacramento hay un «ministro» que ha recibido poder
de parte de Dios para administrar el sacramento. A sus discípulos
Jesús los envió a " predicar, a exorcizar y a sanar a los enfermos"
(Lc. 9,1-2). San Lucas narra que después de una misión
evangelizadora, los discípulos, emocionados, le dijeron a Jesús:
"¡Hasta los demonios nos obedecían en tu nombre!" (Lc 1 0, 1 7). El
Señor les contestó que no debían sorprenderse de eso, pues les
había dado poder para caminar sobre serpientes y alacranes (Lc 10,
19). El ministro del sacramento va revestido con el poder que Dios
le ha dado.
Jesús se servía de "signos" para curar a las personas. Empleaba
el agua, el lodo, la saliva, los suspiros. Jesús no necesitaba de esos

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signos para sanar a las personas. Eran los enfermos los que
necesitaban de esos signos para que les ayudaran a abrirse a la fe,
para que Jesús los pudiera curar. Todo sacramento tiene un signo
que indica lo que se opera en la persona. Muchos de los signos
sacramentales ayudan a la persona para abrirse a la sanación de
Dios. El agua indica purificación, el vino simboliza la sangre de
Cristo, que limpia de la lepra del pecado. El aceite tiene relación con
el derramamiento del Espíritu Santo, que trae paz, salud. Todos los
sacramentos, en alguna forma, contribuyen a la sanación y
liberación espiritual o física de la persona.
A Zaqueo, que estaba subido en un árbol para ver pasar a Jesús,
el Señor de dijo: "Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que
hospedarme en tu casa" (Lc 1 9,5). Más tarde, cuando Zaqueo hace
una confesión de sus pecados ante todos, y promete reparar el mal
causado a otros, Jesús le dice: "Hoy ha llegado la salvación a esta
casa" (Lc 19,9). Siete veces, en el Evangelio de san Lucas, se repite
el HOY, como momento de Gracia. Cuando nace el Mesías, los
ángeles les dicen a los pastores'. "HOY les ha nacido en la ciudad de
David, un Salvador" (Lc 2,11) Jesús, al presentarse en la sinagoga
de Nazaret, al leer el libro de Isaías, que anuncia lo que hará el
Mesías, dice: " Hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura que
acaban de escucha/' (Lc 4,21). Ante la curación de los tullidos, la
gente gritaba: "HOY hemos visto cosas extraordinarias" (Lc 5,26).
El último HOY de Lucas lo encontramos en el Calvario, cuando Jesús
le dice al buen ladrón: "HOY estarás conmigo en el paraíso" [c
23,43).
Al comentar estos "hoy" de san Lucas, escribe Ansel Crüm:
"Podríamos comparar estos siete “hoy” con los siete sacramentos.
A través de ellos, hoy nos sucede lo mismo que ocurrió entonces
por medio de Jesús. Hoy, nosotros nacemos de nuevo; hoy, somos
ungidos por el Espíritu Santo; hoy, son perdonados nuestros
pecados; hoy son curadas nuestras enfermedades; hoy Jesús
celebra una comida con nosotros, y hoy, nos muestra sus bienes y
su amistad. Hoy, experimentamos, en la celebración de la muerte y
resurrección de Jesús, que ya hemos sido introducidos en el
paraíso, dispuesto para que participemos de la gloria de la
resurrección" ("Jesús, imagen de los hombres", Verbo Divino,
Navarra, 2003).
Karl Ecker, un párroco en la ciudad de Wels (Austria), que tiene
mucha experiencia con respecto al don de sanación, apunta: "junto
a la oración más personal por la curación, contamos todavía con la
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gran oferta del Señor en la celebración de los sacramentos. En cada
sacramento podemos encontrarnos con el Resucitado. En cada
sacramento nos otorga él su salvación, porque, a veces, tiene
también efectos curativos para el cuerpo. Aquí se ha de mencionar,
sin duda, en primer lugar, el sacramento de la unción de los
enfermos, pero también los demás sacramentos son "canales" para
la experiencia del Espíritu de Dios, que, en ocasiones, no sólo sana
el alma, sino también el cuerpo.
El sacramento de la penitencia otorga la curación de las
oposiciones contra Dios. Junto con el perdón de los pecados otorga
también una curación y una liberación interiores. El sacramento del
matrimonio proporciona también un saneamiento de las relaciones
personales, con frecuencia, muy dañadas.
Un rasgo especial adquiere la celebración de la Eucaristía. El
Señor mismo celebra con nosotros el misterio de su muerte y su
resurrección, el misterio de nuestra redención. Si nosotros tenemos
un anhelo auténtico de él, entonces él podrá inundarnos con su
fuerza purificadora, liberadora y salvadora. ("Los dones del
Espíritu hoy", Secretariado Trinitario, Salamanca 1987).
Aquí, no se trata de algo "automático". Muy bien lo puntualiza
el Padre Salvador Carrillo Alday, cuando aclara: "Es diferente
recibir los sacramentos que vivirlos. Es necesario recibirlos para
poderlos vivir, pero puede darse el caso de que se reciban y no se
vivan, o, al menos, no se vivan en plenitud. Es urgente, pues, vivir
los sacramentos, esto es vivir lo que significan y causan. Los ritos
del sacramento pasan, pero la gracia que producen permanece.
Este es el punto capital. También es de suma importancia lo que
indica el teólogo Heribert Mühlen: "El que en la recepción de un
sacramento se dé una experiencia personal e incluso emocional de
la presencia del Espíritu Santo depende de la apertura y disposición
personal de cada uno" (El Espíritu Santo y la Iglesia, Ediciones
Secretariado Trinitario Salamanca, #9)
Por medio de cada sacramento, se hace realidad nuestro “hoy”
de Gracia. Jesús se nos acerca para seguirnos salvando, liberando y
sanando. Por medio de los sacramentos revivimos el Evangelio en
nosotros. Nos sentimos tocados por Jesús, que nos libera, nos sana
y reina más en nosotros como Salvador y Señor.
Mucha gente, aturdida por su enfermedad, va a buscar sanación
en muchos lugares. En su desconcierto, va a caer en manos de
brujos, de espiritistas, de muchos engañadores, que lo que buscan
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no es la salud de la gente, sino su dinero. Es impresionante cómo
personas con valiosos títulos universitarios, van a parar a esos
lugares y con qué facilidad les "sacan" grandes cantidades de
dinero. Se olvidan que Jesús nos entregó los sacramentos para
seguir entre nosotros, salvándonos y sanándonos. Tal vez la
pregunta sería si la misma Iglesia le está dando la importancia
debida a la "sanación" de los enfermos por medio de los
sacramentos.
Un día, tuve una discusión con un sacerdote que protestaba
porque había oído hablar de una "misa de sanación". El sacerdote
sostenía que toda misa es de sanación. Y tenía razón. Lo que sucede
es que por hablar tanto en "abstracto" de que toda misa es de
sanación, se olvida la atención personalizada que hay que ofrecer a
los enfermos en misas que son especialmente para ellos, porque ahí
encuentran una atención, no en "abstracto", sino en " concreto", con
respecto a su sufrimiento, a su enfermedad.
En la misa llamada "de sanación" (nombre "vulgar" para
referirse a las misas especiales "para enfermos", como también hay
misas especiales "para niños", en esas misas, la predicación va
orientada hacia la sanación de Jesús, que nos sigue sanando y que
nos envía a sanar a los enfermos. Se le da gran importancia a la fe
para abrirse a la sanación del Señor.
Las personas que atienden a los enfermos en la misa de
sanación, lo hacen con mucho amor, que es una parte integrante de
la sanación. La pregunta que nos hicimos al principio, nos vuelve a
cuestionar seriamente: ¿No será que la gente va a los brujos,
espiritistas y charlatanes, porque su Iglesia no los atiende como
Jesús le ordenó que lo hiciera por medio de los sacramentos, que
son medios inigualables de sanación?

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SANACIÓN EN
EL BAUTISMO

El Bautismo es la primera gran sanación que recibimos en


nuestra vida. Bautizarse quiere decir «hundirse». En el bautismo,
por la fe, somos hundidos en Jesús: en la sangre y el agua que
brotaron de su costado. La sangre es la que destruye el pecado. El
agua simboliza la nueva vida en el Espíritu Santo. En el bautismo,
primero, somos limpiados del pecado «original», con el que todos
llegamos al mundo. «En pecado me concibió mi madre» (Sal 51),
decía el salmista David. En nuestro nacimiento biológico,
adquirimos la «contaminación» con la que el mundo nos toca en
nuestro ingreso en la vida' Con la «regeneración» del bautismo,
somos sanados del pecado original, raíz de mal con que nacemos, y
somos llenados con la presencia sanadora del Espíritu Santo.
Dice el Catecismo católico: "Este sacramento es llamado
también baño de regeneración y renovación del Espíritu Santo" (Tt
3,5), porque significa y realiza ese nacimiento del agua y del
Espíritu sin el cual nadie puede entrar en el Reino de Dios (in 3,5).
"Nos separa del destino colectivo de una humanidad fatalmente
sometida al poder del pecado, y borra el pecado original y los
pecados actuales, que hubiera podido cometer el bautizado"
("Catecismo para adultos”, BAC, Madrid, 1984).
La regeneración es para nosotros la primera gran sanación de
la contaminación del mal con el que todos llegamos al mundo. Por
medio del Bautismo, el Espíritu Santo inicia su acción sanadora
profunda en nosotros. En el Bautismo, el Espíritu Santo nos "sella",
como consagrados, hijos de Dios y templos del Espíritu Santo.
En el bautismo, se nos hace la señal de la cruz en la frente. La
cruz es para nosotros signo de salvación, de purificación y sanación.
EI profeta Isaías dice: "Por sus llagas hemos sido sanados" (Is 53,5).
La primera gran sanación de nuestra vida nos viene de la cruz de
Cristo. Por medio de la sangre de Jesús somos sanados del pecado
y de toda contaminación maligna.
Muy sabia la Iglesia, cuando antes de bautizarnos, lleva a cabo
un "exorcismo". Se pide en nombre de Jesús que seamos librados
de toda presencia maléfica, que nos haya tocado en nuestro ingreso
en el mundo. Esto es de suma importancia. Muchas veces el niño, ya

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en el mismo seno materno, es tocado por el mal, por el pecado. Las
riñas entre sus papás, las infidelidades matrimoniales, la amenaza
de divorcio, el alejamiento de Dios, todo este mal del mundo toca al
niño en el mismo seno materno. Por eso, sabiamente, nuestra
Iglesia hace un exorcismo antes de que seamos bautizados para que
seamos liberados de toda presencia maligna, que nos haya tocado
al ingresar al mundo.

Agua y aceite
El mismo hundimiento en el agua del bautismo, es símbolo de
nuestra muerte al «hombre viejo», que es la raíz de todos nuestros
males físicos, espirituales y psicológicos. Según san Pablo, en el
Bautismo somos "sepultados" con Jesús para resucitar también
como Jesús (Rm 6,4). En el bautismo es sepultado nuestro hombre
viejo, y resucita el hombre nuevo con la Gracia del Espíritu Santo.
El agua del bautismo también es signo de sanación. Ezequiel, en
una visión, observó cómo del templo en ruinas salía un chorrito de
agua que se convertía en un torrente, que se introducía en el Mar
Muerto. Este mar se caracteriza por sus aguas estériles: no tiene
peces ni vegetación alrededor. En la visión de Ezequiel, el agua del
templo sanea el Mar Muerto, y comienzan a aparecer peces de
varios colores. En las riberas principian a brotar árboles frutales .El
agua del bautismo brota del costado de Cristo. Nos sana de la
enfermedad del pecado original, y principia a producir en nosotros
el fruto del Espíritu Santo: amor, gozo, paz, paciencia, bondad,
benignidad, fe, mansedumbre, templanza (Ca 5,22).
La unción del bautismo también indica sanación. En la
antigüedad, el aceite se empleaba como medicina. En el Bautismo,
el aceite simboliza el derramamiento del Espíritu Santo, que nos
restaña toda herida espiritual que el mundo nos hubiera causado.
Además, nos fortalece contra el mal del mundo que nos rodea.
En el rito del Bautismo, hay un momento en que el sacerdote
toca los oídos y la boca del que es bautizado, y dice: "Effatá" , que
quiere decir: "Ábrete". Por el pecado original, nuestro oído viene
enfermo, "bloqueado" para oír la Palabra de Dios. Por medio del
Bautismo queda sanado nuestro oído espiritual, habilitado para
que en todo tiempo esté atento a la voz del Espíritu Santo, que nos
guía por el camino de la voluntad de Dios. También nuestra lengua

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es tocada y sanada de todo bloqueo para que se suelte totalmente
para hablar con Dios, para alabarlo y bendecirlo.

Nuestra nueva familia


Por medio del bautismo se ingresa a la Iglesia; se comienza a
formar parte del "Cuerpo místico de Cristo". Según san Pablo, la Iglesia
es como un cuerpo humano: Jesús es la cabeza y nosotros somos los
miembros (1Co 1 2, 12). En el bautismo se nos regala una Iglesia, una
«familia espiritual, para que nos acompañe en la vida en el Espíritu, y
para que nos sane y fortalezca del cuerpo y del espíritu por medio de
los sacramentos. La Iglesia como familia, se compromete a ayudarnos
para prevenir que el espíritu del mal nos hiera, y para que sanemos de
nuestro corazón, cuando el pecado nos contamine y nos derrote.
Por medio del Bautismo, Jesús nos confía a su Iglesia, que como
una madre se encarga de cuidar al recién nacido a la vida en el
Espíritu. La Iglesia, además, se compromete, como madre, a buscar la
sanación constante del bautizado por medio de los Sacramentos,
sobre todo de la Reconciliación, de la Eucaristía y de la vida de amor
en la comunidad cristiana en la Iglesia. Con el sacramento del
Bautismo se inicia la gran sanación, que Jesús opera en nuestra vida
por medio de los sacramentos, que son canales de Gracia, de salvación,
de salud espiritual, física y psicológica.
En el bautismo se nos entrega una vestidura blanca, que señala
que hemos sido limpiados del pecado original y de todo mal que nos
hubiera tocado. Dice san Pablo: "Todos los que han sido bautizados
en Cristo, se han revestido de Cristo" (Ga 3, 27)."
En el bautismo se nos entrega la armadura cristiana: Cristo
mismo, que nos reviste, nos defiende contra el mal del mundo, que
intentará manchar y rasgar nuestra vestidura blanca. Es
sumamente consolador y sanante sentirse revestido con la fuerza
de Jesús, que nos cubre y nos defiende de todo el mal, que Satanás
quiere ocasionarnos.

La luz de Jesús
La vela encendida, que se nos entrega el día de nuestro
bautismo, es una luz sanadora, que nos va acompañar el resto de
nuestra vida. Los primeros cristianos, al bautismo lo llamaban, en
griego, "photism", es decir, "iluminación”. “Dios es luz", dice la
Biblia (1Jn 1,5). Ese día se nos entrega la luz de Dios para que nos

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ilumine en nuestro camino. A los primeros cristianos, el día de su
bautismo se les colocaba, al inicio, viendo hacia el poniente, lugar
de las tinieblas. Si aceptaban a Jesús, como luz del mundo, como
Salvador y Señor, tenían que voltearse hacia el oriente, donde nace
la luz. Por medio del bautismo pasamos de las tinieblas de Satanás,
a la luz de Jesús: para eso debe haber en nosotros una "conversión"
un "voltearnos" de las tinieblas hacia la luz. De Satanás a Jesús.
Cuando hay algún apagón repentino y nos encontramos en un
lugar público, nos llega el miedo, el pavor. La luz de Jesús se nos
entrega desde niños para que nos acompañe siempre. Para que no
tengamos miedo, para que sepamos que Jesús va con nosotros. Dice
el Salmo 119: " Lámpara es tu Palabra a mis pasos, luz en mi
sendero". Mientras nuestra vela permanezca encendida, vamos a
caminar sin temor en la vida. Vamos a estar seguros que la luz de
Jesús nos acompaña. Vivir en la luz es confortante, nos llena de
confianza, ayuda a nuestra salud espiritual y física.

Toda la familia
En la ceremonia del bautismo, a los papás y padrinos del niño
les toca hacer una "renuncia" a lo malo del mundo. Es una promesa
a Dios de buscar un ambiente no contaminado para el niño que es
bautizado. La familia más Cercana al niño, se compromete a buscar
un ambiente de luz, de pureza, de justicia, para defender del mal del
mundo al niño. Si se cumple esta promesa de padres y padrinos, se
está entregando al niño una "medicina preventiva", que lo
preservará de tantos males, que tocan a los miembros de las
familias, que están contaminadas por el adulterio, las borracheras,
el odio, la lujuria, la falta de fe y amor en los hogares.
Un bautismo es una oportunidad de bendición para la familia.
El libro de Hechos recuerda el caso de la familia de un militar
romano, llamado Cornelio. El día que fue bautizado con toda su
familia, todos experimentaron la presencia viva del Espíritu Santo
y comenzaron a hablar en lenguas y a bendecir con gozo al Señor
(Hch 10, 46). El bautismo de un miembro de la familia puede traer
mucha bendición, purificación y sanación para toda la familia, si se
"participa" en la ceremonia del bautismo, no como en un acto
puramente social, sino con fe, con verdadera devoción. Es un día de
gracia para toda la familia: hay que aprovecharlo.

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Por otra parte, cuando el sacramento del bautismo se toma
como pretexto para organizar una fiesta pagana, en donde abunda
el licor y lo puramente mundano, entonces, en lugar de bendición y
sanación de la familia, se le abre, nuevamente, la puerta de la casa
al mal, que acaba de ser expulsado, en nombre de Jesús, en la
ceremonia del bautismo. Muchas familias por su paganismo, en
lugar de recibir bendición el día del bautismo de su hijo, reciben
aumento del mal que ingresa en su hogar. Ese mal repercute, de
alguna manera, contaminando a toda la familia, enfermándola.

Revivir nuestro bautismo


San Francisco de Sales acostumbraba visitar con frecuencia la
pila bautismal, donde había sido hecho cristiano. Se quedaba
meditando largamente en lo que ese acontecimiento de gracia
significaba en su vida. Lastimosamente, para muchos, el bautismo,
que recibieron de niños, se ha quedado como un acontecimiento sin
mayor relevancia en su vida. Es porque nunca se les ha enseñado
en su familia a descubrir ese tesoro de bendición, que recibieron el
día que fueron bautizados. Hay que recordar que el bautismo es un
regalo que nadie ganó a puro pulso. No hay necesidad de tener uso
de razón para recibir un regalo de Dios. Juan Bautista recibió el don
del Espíritu Santo, cuando todavía estaba en el seno materno (Lc
1,15).
Hay dos fechas en el año litúrgico en que, de manera especial,
nuestra madre, la Iglesia, nos invita a revivir nuestro bautismo: el
primer domingo después de Epifanía, cuando meditamos en el
Bautismo de Jesús, y la "vigilia pascual", cuando en comunidad,
renovamos nuestras promesas bautismales y damos gracias por el
don de nuestro Bautismo.
En el Bautismo de Jesús, según el Evangelio, se dieron tres
signos: se abrieron los cielos, se posó una paloma, símbolo del
Espíritu Santo, sobre la cabeza de Jesús, y se escuchó la voz del
Padre, que decía: "Éste es mi Hijo amado en quien me complazco"
(Mt 3,17).
Revivir, a menudo, nuestro bautismo, es recordar que también
para nosotros se dieron estos signos el día de nuestro Bautismo.
También para nosotros se abrió el cielo ese día. Debido a los
méritos de Jesús, que se nos aplicaron en el bautismo, fuimos
colocados en "estado de salvación". El cielo se abrió para nosotros.

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Hay en el cielo una "morada" reservada para mí. Jesús me lo
aseguró, cuando dijo: "En la casa de mi Padre hay muchas
moradas... voy a prepararles una" (Jn 14,2). Es muy sanante ver
hacia el cielo y estar seguro de que Jesús tiene para mí una morada
en el cielo. Este pensamiento no me lleva a evadir mis
responsabilidades aquí en la tierra, sino que me da alas para ir por
el camino de Jesús, que me obliga a amar a Dios y a mis hermanos.
El día de mi bautismo, también sobre mí resonó la voz de Dios,
llamándome "su hijo". Esto es sumamente consolador y sanador
contra el miedo y temor al futuro. Jesús me ordena que no me debo
“afanar" por el vestido y la comida, pues el afán es propio sólo de
los que no creen en un Padre que está en el cielo y que vela por ellos.
Jesús, únicamente, me invita a buscar primero "el reino de Dios y su
justicia", y me garantiza que lo necesario, "la añadidura", no me
faltará nunca (Mt 6, 25-33).
El día del mi bautismo, también sobre mí se posó el Espíritu
Santo, que permanecerá para siempre dentro de mí. El Espíritu
Santo es mi "Paráclito", mi abogado para momentos de emergencia;
el que levanta mi ánimo cuando me invade la depresión; el que me
enseña todas las cosas acerca de Jesús. En mi bautismo, el Espíritu
Santo me "selló" como propiedad, que Dios se compromete a
defender. Por medio del Espíritu Santo, yo experimento "el amor de
Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por medio del
Espíritu, que nos ha sido concedido" (Rm 5, 5).
Si, como san Francisco de Sales, reviviéramos, con frecuencia,
nuestro bautismo, experimentaríamos la presencia sanadora de
Dios contra miedos e inquietudes. Descubriríamos en nuestra
historia personal ese cielo que Dios nos abrió desde el día de
nuestro bautismo. Oiríamos la voz de Dios que no cesa de
demostrarnos que somos sus hijos muy amados. Encontraríamos
muy dentro de nosotros la presencia del Espíritu Santo, que nos
habla y nos guía por el camino que más nos conviene. Vivir el
bautismo, es vivir en una actitud de sanación continua contra el
miedo y la inquietud. Vivir el bautismo es sentir la presencia fuerte
de Jesús, nuestro Buen Pastor, que nos defiende siempre, con su
bastón y su vara, y nos lleva a verdes pastos y a aguas tranquilas
(Salmo 23). Vivir el bautismo es vivir en la salud espiritual
constante, que Dios Padre quiere para nosotros.

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SANACION EN LA
CONFIMACIÓN

Los judíos, tienen una ceremonia que se realiza junto al "Muro


de las Lamentaciones”, en Jerusalén, cuando el joven llega a los l3
años. En esa ocasión, se le entrega al joven la Torá (los cinco
primero libros de la Biblia); ya puede leer la Torá, en la sinagoga. El
joven, en ese momento, ha llegado a la mayoría de edad religiosa,
por eso se le llama a ocupar su lugar en la sinagoga.

Tradición bíblica
En nuestra Iglesia, por motivos pastorales, se administra la
confirmación, cuando el joven se encuentra entre los 14 y los 18
años, más o menos. Es el momento en que el joven ya tiene la
capacidad intelectual suficiente para aceptar a Jesús
personalmente. En nuestra Iglesia, el bautismo y la confirmación
forman un solo bloque. Lo que se inicia en el bautismo, se
complementa en la confirmación.
Esta es la costumbre bíblica, que se puede apreciar en el
capítulo octavo del libro de los hechos de los Apóstoles (Hch 8,1 1-
17).En este capítulo se narra cómo el diácono Felipe bautiza a
muchos en Samaria. Al ser bautizados, ya habían recibido el
Espíritu Santo. Pero los apóstoles intuyeron que hay una
progresión en la manifestación de Dios y en la comunicación de su
Espíritu; por eso mandaron a Pedro y Juan, para que les impusieran
las manos y recibieran una nueva efusión del Espíritu Santo. Ésta
tradición bíblica es la que se conserva en la Iglesia católica con
relación a la confirmación. El cristiano recibe el Espíritu Santo
desde su bautismo, que se va manifestando, progresivamente, en su
vida conforme va madurando espiritualmente. "Como toda vida,
también la vida cristiana basada en el bautismo tiene que crecer y
madurar. Este proceso de crecimiento es fruto de la gracia de Dios.
El sacramento de la confirmación sirve sobre todo para fortalecer
y perfeccionar la gracia del bautismo" (Catecismo para adultos,
BAC, Madrid, 1979)

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La sanación interior
La confirmación es un sacramento que lleva mucha sanación al
joven en su paso de la niñez a la juventud. Es una etapa muy difícil
para el adolescente, que comienza a ser joven. Acaba de tener su
encuentro con el concepto de pecado, con el mal del mundo. Su
despertar a la sexualidad lo ha turbado, lo ha desconcertado. Su fe
de niño, de pronto, se ha visto minada por las dudas, que surgen en
el adolescente, cuando comienza a estudiar, a escuchar, en la
Secundaria y en la Universidad, puntos de vista que nunca había
considerado.
Se podría hablar de una “sanación intelectual” del joven. De
niño ha concebido, muchas veces, imágenes de Dios, que no son las
adecuadas. Su familia, el ambiente en que vive, le han presentado, a
veces, un Dios tremendo al que se le debe tener miedo. El joven,
durante la preparación para su confirmación, a la luz de la Biblia,
descubre que Jesús es la imagen visible de Dios, que es invisible,
siente un alivio espiritual. Se encuentra con un Dios “papá”
bondadoso, que quiere en todo su bien.
También el joven experimenta una “sanación de su intelecto",
cuando le explican los principales enfoques de la Biblia con
respecto a Dios, al hombre, al cosmos. Muchas veces, el joven siente
la angustia de tener que confrontar la ciencia con la religión. En su
familia y en tu entorno le han explicado, por ejemplo, que el hombre
fue fabricado del barro y que Dios hizo el mundo en seis días.
Cuando en el bachillerato escucha las explicaciones de sus
maestros, a la luz de la ciencia, se siente “angustiado” al tener que
sostener lo que se le ha enseñado en un ambiente familiar no
puesto al día con lo que expone la ciencia. Durante la preparación a
la confirmación, al joven se le aclaran sus dudas. Se le hace ver lo
que es un "género literario,, por medio del cual lo único que la Biblia
quiere afirmar es que Dios es el creador del mundo y del hombre.
Lo que se dice del hombre y del cosmos podría ampliarse a muchos
otros tópicos que el joven quiere que se le expliquen a la luz de la
Biblia y de la ciencia. Cuando el joven llega a comprender que no
hay contradicción entre la ciencia y la religión, experimenta una
“sanación de su intelecto".
Lo mismo podría decirse acerca de una "sanación de la
conciencia". La moral que, muchas veces, exponen las abuelitas y
las mamás sin mayores estudios es muy "rigorista". Todo es pecado.
Esto crea una conciencia escrupulosa. Cuando el joven en su

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preparación para la confirmación recibe una orientación madura
acerca de la moral cristiana, experimenta también una "sanación de
su conciencia". Se siente liberado de muchos tabúes, que la
sociedad le había impuesto con respecto a la moral, sobre todo con
respecto a la sexualidad.

La nueva efusión del


Espíritu Santo
Los apóstoles recibieron un adelanto del, Espíritu Santo el
mismo día de la resurrección; Jesús sopló sobre ellos y les dijo:
"Reciban el Espíritu Santo" (Jn 20,22). Pero, en ese momento, los
apóstoles no estaban del todo preparados para ser llenados por el
Espíritu Santo. Por eso, el Señor los envió a un largo retiro
espiritual, en el que en una perseverante oración de amor y
meditación acerca de la muerte y resurrección del Señor, se
prepararon para recibir la experiencia de la llenura del Espíritu
Santo, en Pentecostés.
No es lo mismo tener el Espíritu Santo que "estar llenos del
Espíritu Santo". Por nuestra debilidad humana y nuestra
desobediencia en seguir las inspiraciones del Espíritu,
"entristecemos al Espíritu Santo" (Ef 4,30), es decir, bloqueamos su
acción en nosotros, impedimos que "nos llene".
En el bautismo somos "llenados" por el Espíritu Santo, pero, por
nuestra deficiencia espiritual, todavía no se manifiesta con todo su
poder y carismas en nosotros. La confirmación es el momento de la
apertura mayor al Espíritu. Y, en este sentido, debe ser preparado
el joven para la confirmación para que tenga un "Pentecostés
personal". Lastimosamente, esto, en la mayoría de los casos, no se
cumple porque los jóvenes no llegan a tener una conversión más
profunda, ya que están bloqueados todavía por muchas cosas
mundanas.
La nueva efusión del Espíritu Santo, que el joven recibe en la
confirmación, lo lleva a una sanación interior muy necesaria. Podría
hablarse de una "sanación de los malos recuerdos", sobre todo de
pecados graves de tipo sexual, en los que algunos jóvenes han caído.
Es el momento en que el joven logra aceptar el perdón de Dios, y se
libera del complejo de culpa; se siente limpio, con una conciencia
tranquila.

17
Por medio del Espíritu Santo, que se puede manifestar más en
él, el joven tiene una experiencia mayor de sentir a Dios como un
padre bueno. Muchos jóvenes han pasado por la mala experiencia
de su inadecuada relación con su papá. Muchos no conocieron a su
papá; otros sufrieron el trauma de ver cómo su papá dejaba el hogar
para irse con otra mujer. Otros más, tuvieron una mala relación con
un papá sumamente autoritario, Que anuló su personalidad. El
encuentro con un Dios Padre, por medio del Espíritu Santo, lleva a
una sanación interior muy grande, a una reconciliación con su
padre o con su madre.
Dice la Carta a los Romanos: “Ustedes no recibieron un espíritu
que de nuevo los esclavice al miedo, sino el Espíritu que los adopta
como hijos y les permite clamar: ¡Abba! ¡Padre! (Rm 8,15). El
encuentro más profundo con un Dios, que es papá bueno, sana al
joven de su miedo al futuro, del temor de no saber qué será de su
vida. Al encontrarse con la figura de un Dios papá, sabe que ese
padre lo ha enviado al mundo con un plan de amor. Ese padre, al
"sellarlo" en el bautismo, por medio del Espíritu Santo, se
comprometió a no abandonarlo nunca. A guiarlo siempre hacia
aguas tranquilas y verdes pastos.
La preparación a la confirmación, por eso, no debe consistir
sólo en adquirir conocimientos de tipo doctrinal. Sobre todo debe
buscarse que el joven llegue a una "segunda conversión”, A una fe
de adulto. Hay que propiciar que el encuentro del joven con Jesús
no sea sólo de «oídas», sino una experiencia personal. El
sacramento de la confirmación logra que el joven se sienta
perdonado por Dios. Amado. Fortalecido en su nueva etapa
existencial. La gracia propia, que comunica el Sacramento de la
Confirmación, le trae al joven cierto equilibrio espiritual y
fortalecimiento para sus luchas diarias contra las tentaciones; de
manera especial lo fortifica contra la tentación de tipo sexual, que
turba a todo joven de manera especial. Esta preparación lo fortalece
contra las infaltables dudas contra la fe, que el mundo le presentará.
Ésta es una sanación de gran valor para el joven, al iniciar su
período tan delicado de la juventud.

Como un caballero andante


Durante la ceremonia de la confirmación, a veces, el obispo le
da una palmada en la mejilla al joven. Con este gesto se quiere
simbolizar la fortaleza que el sacramento de la confirmación le

18
comunica al joven, para que no se «avergüence» de su actitud
cristiana en toda circunstancia de su vida. Sobre todo en un mundo
que se burla del que no sigue sus normas y consignas.
En la Edad Media había una ceremonia muy significativa para
armar al que deseaba ser un "caballero andante", para ir por el
mundo defendiendo a los necesitados y haciendo el bien. Antes de
recibir su armadura, el candidato pasaba la noche "velando sus
armas". En la confirmación sucede algo parecido. El joven, al salir
de la niñez, es llamado por la Iglesia para ser un caballero andante
de Jesús, un evangelizador. Por eso, se le prepara y se le entrega su
armadura para el combate contra el mal, contra la contaminación
de las presencias diabólicas, que según la Carta a los Efesios,
pululan en el mundo (Ef 6,12).
El día de su confirmación, el joven recibe el "Casco de la
salvación", para que en todo momento experimente a Jesús como
su Salvador personal y el Señor de su vida. Se le entrega la "Coraza
de la justicia", que debe acompañarlo siempre contra las lanzadas
de la "injusticia", de lo torcido, de lo que va contra la ley del Señor,
que el mundo le estará tratando de hundir. El "Cinturón de la
Verdad" debe rodear siempre su cintura, ya que el espíritu del mal
buscará enredarlo en sus mentiras. Jesús al Espíritu del mal, lo
llama "padre de la mentira". Al mismo tiempo, Jesús se presenta
como la Verdad: "Yo soy la Verdad y la Vida"( Jn 14,6 ). El joven
recibe el "Escudo de la fe" para que guarde su corazón contra las
tentaciones de desconfianza en Dios, con que el enemigo quiere
atravesarle el corazón. La fe es el don que ha recibido como semilla
en el Bautismo y que debe cuidar y acrecentar por medio de la
meditación de la Palabra y de la oración. El escudo de la fe debe
proteger al cristiano contra las flechas del fuego de la desconfianza
en Dios, que Satanás procura lanzarle, sobre todo, en momentos
difíciles de su vida. Al joven también se le entrega la "Espada del
Espíritu Santo”, que es la Palabra de Dios, que debe estar siempre
en su mente y corazón para defenderse de los engaños, que los
falsos profetas predican como emisarios del mal. Al joven la Iglesia
le ofrece el "Calzado del Evangelio de la paz". Unos zapatos
claveteados, como los del soldado romano, para que por medio de
la predicación del Evangelio, se sienta bien plantado en la roca de
la salvación, que es la Palabra de Dios.
Con esta armadura del cristiano (Ef 6, 13-17), que se le entrega
al joven el día de su confirmación, el joven renueva sus promesas
bautismales y se compromete a ser un caballero andante, que va a
19
llevar el Evangelio a todos, como "poder de Dios para salvación del
que cree" (Rm 1,16). Desde un punto de vista espiritual, la
confirmación es un sacramento que le trae al joven la sanación de
su mente y el fortalecimiento para vivir como discípulo de Jesús.
Sobre todo en el ambiente juvenil, que se encuentra en crisis de
valores y desestabilizado por los pecados sexuales y el alejamiento
de la Iglesia de Jesús.

En la corriente del Espíritu


El profeta Ezequiel tuvo una visión; contempló que del templo
en ruinas comenzaba a salir un chorrito de agua, que fue creciendo
cada vez más y más. Un personaje le dijo al profeta que se metiera
al agua. Al principio, el agua le llegaba al tobillo, después a la rodilla,
a la cintura; hasta que tuvo que ir a nado, llevado por la impetuosa
corriente. La vida en el Espíritu así es: se comienza con un chorrito,
pero lo normal del cristiano maduro es que vaya nadando en el
Espíritu. El joven, por lo general, lleva una vida espiritual bastante
mediocre. Le falta maduración, compromiso en lo que respecta a las
cosas de Dios. La confirmación debe ser para él su "Pentecostés
personal". No puede contentarse con que el agua del Espíritu le
llegue sólo al tobillo. Debe ir nadando en el Espíritu. Su
"Pentecostés personal" debe "sanarlo" de su mediocridad
espiritual. Debe aprovechar la gracia de su confirmación para ser
llenado por el Espíritu, para comenzar una nueva vida en el
Espíritu, que debe caracterizarse por los "ríos de agua viva", que
broten de su interior. La confirmación debe ser una "segunda
conversión" en su edad adulta.
El especialista en la teología del Espíritu Santo, Heriber
Mühlen, dice: "El que en la recepción de un sacramento se dé una
experiencia personal e incluso emocional de la presencia del
Espíritu Santo, depende de la apertura y disposición personal de
cada uno." (El Espíritu Santo y la iglesia, Ediciones Secretariado
Trinitario, Salamanca, #9). En muchos jóvenes no se perciben los
signos carismáticos propios de la confirmación, porque falta una
conversión más profunda y una mayor apertura al Espíritu. De aquí
que la mayor o menor intensidad de "sanación interior", obrada por
el Espíritu Santo, depende de la preparación con que el joven se
acerque a recibir este sacramento.
El aceite con que se unge a los jóvenes en la confirmación tiene
un significado sanador muy importante. El aceite, en la antigüedad,

20
era signo de sanación. El joven llega a la confirmación, al salir de la
niñez y la adolescencia. Por así decirlo, lleva dentro "el niño
herido", que todos llevamos al entrar en la juventud. Niño herido
por haber sido, tal vez, abusado por algún familiar, por la tiranía del
padre o por la superprotección de la madre; por todas las cosas
adversas que lo han golpeado en su vida. Casi nunca ha podido
hablar de estas cosas con ninguno. La preparación para la
confirmación es un momento privilegiado para hacer un recuento
de esta situación lacerante, y ayudar al joven para una sanación
interior. El aceite de la confirmación, el santo crisma, es un aceite
oloroso, que le debe correr por la frente como signo de la "sanación
interior", que Dios quiere obrar en su vida por medio del Espíritu
Santo. Ese aceite perfumado debe recordarle que Jesús lo está
sanando y lo envía para convertirse en "sanador" de tantos otros
jóvenes heridos, a quienes les puede llevar el Evangelio de Jesús y
el testimonio valiente de su vida cristiana. La confirmación,
recibida con esta disposición de fe, hace que este sacramento no se
quede, como para muchos, en un rito cualquiera al que se llega por
costumbre, sino que se convierta en un punto de partida para que
el joven tenga un encuentro personal con Jesús, que debe marcar su
nueva vida en el Espíritu Santo.

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SANACIÓN EN
LA CONFESION (1)

La sociedad actual tiene pavor del sida, del cáncer; pero acepta el
pecado como la cosa más natural; no ha descubierto que es la
"enfermedad" peor de todas, la raíz de todos nuestros males. El
pecado nos enferma no sólo el alma, sino también el cuerpo.
Recuerdo el caso de una señora a quien después de bastante tiempo
de verla en silla ruedas, la vi en una gran asamblea de oración,
levantarse de su silla de ruedas y ponerse a caminar. A los pocos
días quise preguntarle qué había sucedido. Me contó que durante
la asamblea, después de poderosa predicación y mucha oración,
había logrado perdonar a su esposo, a quien odiaba desde hacía
muchos años. Cuando pudo perdonar de corazón, comenzó a sentir
que la sangre corría por sus piernas. Oyó que el sacerdote decía:
"Levántate y camina". Ella, de pronto, se puso a caminar. El pecado
de odio había sido veneno que había paralizado a aquella señora.
Ahora, que había podido perdonar, nuevamente le volvía la salud.
En el Éxodo, se recuerda que debido al pecado de murmuración,
aparecieron serpientes venenosas, como juicio dc Dios contra su
ingrato pueblo, que había olvidado todos los signos y prodigios que
Dios había hecho a favor del pueblo de Israel. Las serpientes
causaron gran mortandad en el pueblo. Cuando el pueblo reconoció
su pecado: y pidió perdón, el Señor le prometió que quedarían
sanos los que vieran la imagen de una serpiente de bronce, que
había mandado poner en lo alto de un palo. Este acontecimiento del
Antiguo Testamento, cobra significado cuando escuchamos que
Jesús le dice a Nicodemo: "Así como Moisés levantó la serpiente en el
desierto, así también el Hijo del Hombre tiene que ser levantando
para que todo el que cree en él no se pierda, sino tenga vida eterna"
(Jn 3, 14-1 5).
En el Antiguo Testamento, el remedio contra el veneno de las
serpientes consistía en confiar en la Palabra de Dios y ver la imagen
de la serpiente en lo alto de un palo. En el Nuevo Testamento, el
remedio contra el veneno del pecado, es ver con fe a Jesús en la cruz
y aceptar su muerte redentora, por medio de la cual nos sana del
pecado y de la muerte eterna. El valor de la sangre de Jesús se nos

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aplica por medio del sacramento de la Reconciliación, que Jesús
entregó a su Iglesia el día de su resurrección.

El Sacramento
Los apóstoles se encontraban encerrados en el Cenáculo (lugar
de la Última Cena). Tenían pavor de que llegara la guardia romana
a llevárselos de un momento a otro. San Marcos afirma que estaban
"llorando" por su pecado de haber negado y abandonado a Jesús
(Mc 1 6, 10). La agonía había invadido sus mentes y corazones. Eran
personas enfermas del alma y del cuerpo, que languidecía. De
pronto, sin que se abrieran puertas ni ventanas, se les apareció
Jesús resucitado. La primera impresión fue de' miedo: creían que
era un "fantasma". Jesús los calmó y comenzó diciéndoles:
"Shalom"; "La paz con ustedes". Luego les mostró las huellas de su
sacrificio en las manos y costado. De esta manera, el Señor les
indicó que el precio del perdón, de la paz, que les estaba otorgando,
se debía a su sangre derramada en la cruz. La paz, entonces,
comenzó a entrar en los corazones de los apóstoles.
Jesús, después de haber perdonado a sus apóstoles, los
convirtió en instrumentos de perdón para la comunidad; les dijo: "
A quienes ustedes les perdonen los pecados, les quedarán
perdonados; a quienes no se los perdonen, les quedarán sin
perdonar" ()n 20,23). Ahí estaban presentes sólo los apóstoles, los
sacerdotes que Jesús había ordenado en la Ultima Cena. Fue,
precisamente, el día de la resurrección, cuando Jesús entregó a su
Iglesia el Sacramento del perdón. Los apóstoles, después de ser
perdonados por Jesús, se sintieron "sanados" del alma y también de
su cuerpo, que comenzó a reaccionar: ya pudieron levantar los
brazos con júbilo, diciendo: "¡Aleluya!" Por medio de la sangre de
Jesús, fueron sanados del veneno del pecado, que les había traído
enfermedad de alma y cuerpo.
En el sacramento de la reconciliación, Jesús nos aplica el valor
de su sangre preciosa, derramada en la cruz. Nos vuelve a decir:
"Miren mis manos y mi costado". Así como los apóstoles quedaron
sanados del veneno del pecado y recobraron la salud del alma y del
cuerpo, también nosotros, en la confesión, somos sanados del
veneno del pecado. Y la salud vuelve a nuestros corazones y a
nuestros cuerpos.
Con acierto escribió san Agustín; "Pedro bautiza, Jesús bautiza;
Judas bautiza, Jesús bautiza". Es el mismo Jesús, que fue levantado

23
en la cruz y resucitó, el que nos perdona. El que nos vuelve a decir:
"Miren mis manos y costado". No importa que el sacerdote, sentado
en el confesionario, se llame Pedro o Judas. En el confesionario el
sacerdote es un simple instrumento, un canal por medio del cual
Jesús ha querido hacernos llegar el valor de su sangre preciosa, que
nos sana del veneno mortal del pecado. La confesión es un
sacramento eminentemente sanador, pues, nos cura de la
enfermedad más terrible y contagiosa, el pecado.
Algunos casos bíblicos nos pueden ayudar a profundizar en lo
que significa el pecado y el perdón de Dios en nuestras vidas. En la
confesión es el mismo Jesús que nos busca y se vale de todos los
recursos de su misericordia para encontrarnos y ayudarnos a
confesar nuestro pecado, para que él pueda perdonarnos, sanarnos
de ese mal tan deleznable, que origina en nosotros tantos males de
tipo espiritual, físico y psicológico.

Hay que salir del escondite


El gozo fue la característica de Adán y Eva, cuando recibieron la
bendición de Dios en el paraíso terrenal. Un ambiente de armonía
los envolvía. Apenas pecaron, todo cambió: sus almas se inundaron
de miedo, de depresión. Su cuerpo también languidecía. Lo único
que se les ocurrió fue esconderse de Dios. Creyeron que así todo
quedaba solucionado.
Adán y Eva escondidos, temblando de miedo, angustiados, son
el prototipo del enfermo espiritual, que se siente invadido por la
depresión. Antes, Adán y Eva rebosaban salud: se desplazaban con
agilidad por el jardín del Edén. Ahora, se encontraban totalmente
inmóviles, escondidos. En vano eran dueños de un hermoso jardín
del que no podían gozar. El pecado enferma: paraliza el alma y el
cuerpo.
Dios, en su misericordia, no los aniquiló: los fue a buscar. Los
dos pecadores escondidos, al ser encontrados, alegaban que se
habían ocultado porque estaban desnudos; pero que nada de
especial había sucedido. Una de las cosas más difíciles es aceptar
que somos pecadores" siempre encontramos una "excusa" a la
mano para justificar nuestras actitudes incorrectas delante de Dios.
Dios misericordioso no los dejó escondidos, temblando de
miedo, muertos de angustia. Los comenzó a "convencer" de pecado.
Los ayudó a salir. Cuando, al fin, aceptaron dejar su escondite,

24
cuando reconocieron que eran pecadores, Dios, inmediatamente,
les echó encima unas pieles, ya que estaban desnudos (Gen 3,21).
Estas pieles simbolizan la misericordia de Dios, que envuelve al
pecador que se arrepiente.
El caso de los primeros pecadores, Adán y Eva, es típico del ser
humano; cree que con esconder su pecado va a solucionar su
problema de angustia, de miedo, de complejo de culpa. Dios, en su
misericordia, comienza a buscar al pecador por todos los medios
posibles, pero no puede echarle encima sus pieles de su perdón, de
su paz, hasta que no haya salido de su escondite para reconocer que
es pecador y arrepentirse.
Adán y Eva, ya perdonados, volvieron a experimentar la paz
que habían perdido. Volvieron a sentir deseos de gozar de su
amistad con Dios, de las maravillas del Edén. Se sentían, ahora,
sanados del alma y del cuerpo. El perdón de Dios es la medicina más
eficaz para el alma angustiada por el complejo de culpa. En el
santoral de la Iglesia católica oriental aparecen Adán y Eva en la
lista de los santos. La tradición ha intuido que los primeros
pecadores, que se atrevieron a salir de su escondite para entregarse
nuevamente a Dios, aprovecharon la nueva oportunidad que Dios
les daba, se convirtieron y fueron santificados.
En su misericordia, el Señor también fue a buscar a Caín,
después que asesinó a su hermano. El Señor, para ayudarle a Caín a
salir de su escondite de pecado, le dijo: "Caín, ¿dónde está tu
hermano?" (Gn 1,9). Caín alegó que él no era el custodio de su
hermano para saber dónde estaba, y siguió corriendo. No aceptó el
diálogo con Dios (la oración); siguió corriendo aceleradamente. No
quiso reconocer y confesar su pecado.
Caín es descrito en la Biblia como un hombre atormentado por
su conciencia, siempre huyendo. Dios lo buscó; también a él quería
echarle encima las pieles de su perdón, pero él no quiso confesar su
pecado, y siguió corriendo con el gran complejo de culpa que
llevaba sobre sus espaldas por el asesinato de su hermano.
El poeta francés, Víctor Hugo, tiene un poema en que narra que
Caín, después de haber asesinado a su hermano, comenzó a ver un
ojo que lo perseguía por todas partes. Había huido a las montañas,
a los valles, a los bosques, a la selva: en todos los lugares se le
aparecía el ojo que lo atormentaba. Sus hijos le hicieron un refugio
subterráneo para que no viera más el ojo perseguidor. Pero, al no

25
más ingresar Caín en su refugio, lo primero que dijo fue: "¡Ahí está
el ojo!".
También el profeta Jonás pensó que huyendo de Dios podía
tranquilizar su conciencia. Dios lo había enviado a predicar a la
ciudad pagana de Nínive: pero como él odiaba a los paganos, se fue
huyendo en un barco a la ciudad de Tarsis. El método de Dios para
buscar a Jonás, fue suscitar una tormenta. Los marineros
supersticiosos buscaron entre los tripulantes al culpable por la
tormenta. Encontraron al profeta durmiendo en la bodega del
barco. Jonás no quería ver su realidad, por eso trataba de dormir
mientras los paganos rezaban a sus dioses en lo más rudo de la
tormenta.
Dios se sirvió de los marineros para hacerle un examen de
conciencia a Jonás. Los marineros, al encontrar a aquel raro
personaje durmiendo durante la tormenta, le preguntaron: "¿Quién
eres? ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas?" Preguntas básicas para
todo ser humano. Jonás admitió que debido a su pecado, Dios había
provocado la tormenta. Además, él mismo les dio la solución del
problema. Les dijo que lo echaran al mar. En todo el sentido de la
palabra, Jonás quería castigarse. Es la gran tentación nuestra,
cuando el complejo de culpa nos aplasta; queremos castigarnos
nosotros mismos. Judas no soportó el remordimiento de su
conciencia y terminó suicidándose. Lo que Jonás les proponía a los
marineros, propiamente, era un "suicidio indirecto".
Al ser lanzado al mar, Jonás fue tragado por un gran cetáceo. El
vientre del cetáceo fue para Jonás como la casa de retiro espiritual
a donde lo llevó el Señor para que se arrepintiera de su pecado y
pidiera perdón. Apenas Jonás clamó al Señor, pidiendo perdón, la
ballena lo vomitó en la playa. El Señor lo perdonó y le concedió una
nueva oportunidad de rehabilitarse.
El confesionario es el vientre de la ballena, a donde vamos a
vomitar nuestros pecados. En su misericordia, el Señor, suscita
tormentas en nuestra vida, y permite que vayamos a parar al oscuro
vientre de ballenas de conflictos para que recapacitemos en
nuestra situación de pecado y nos entreguemos en sus manos de
Padre. La confesión, precisamente, es entregarse en manos de Dios,
para ir por su camino de salvación y abandonar nuestro camino de
perdición.
El complejo de culpa es terrible: enferma a las personas, les
quita el gozo, la paz. De una situación espiritual y psicológica
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enfermas, nacen muchas otras enfermedades de todo tipo. La
confesión fue el gran medio que Jesús nos dejó para reconciliarnos
con Dios y con nosotros mismos. Por eso dice la carta de san Juan:
" Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para
perdonarnos y limpiarnos de toda maldad" (1jn 1, 9). Nada tan
saludable contra el complejo de culpa como la confesión, por medio
de la cual salimos de nuestro escondite de pecado y pedimos
perdón a Dios. En ese momento, experimentamos las pieles de
perdón de la misericordia de Dios, que nos devuelve la paz, la salud,
que el pecado nos había arrancado.

La doble personalidad
El caso del Rey David es un caso típico que ilustra lo que le
sucede al pecador, que no ha logrado vomitar su pecado. David cayó
en adulterio con la bella Betsabé. Cuando Betsabé quedo
embarazada, el problema se complicó, pues el esposo de Betsabé
era un general del ejército de David, que estaba en la guerra. Lo
único que se le ocurrió David, fue poner en lo más arduo de la
batalla al esposo de Betsabé; a sus generales, David, les ordeno que
lo dejaran solo, y, claro está, lo mataron. David se sintió libre para
seguir en su relación con Betsabé. Y comenzó a vivir una doble
personalidad. Por un lado era el piadoso rey que componía bellos
Salmos, que todos entonaban en el Templo; por otro lado, era el
adultero rey asesino, que sabía esconder bien su pecado.
Como extraordinario poeta que era. David pudo expresar,
maravillosamente, su situación psicológica y espiritual durante el
tiempo que vivió en adulterio: su terrible enfermedad del alma que
se proyectó a su cuerpo y lo enfermó. En el Salmo 32, escribió
David: "Mientras no confesé mi pecado, mi cuerpo iba decayendo por
mi gemir de todo el día, pues de día y de noche tu mano pesaba sobre
mí. Como flor marchita por el calor del verano, así me sentía
desfallecer" (Sal 32 3-4).
Muy gráficamente, David hace hincapié en cómo la enfermedad
de su alma, "su gemir de todo el día”, se proyecta sobre su cuerpo,
que va decayendo; por eso David se siente "como flor marchita”. En
otro tiempo, a David lo habíamos encontrado como el jubiloso
joven a quien llamaban para que, al compás de su cítara, entonara
bellos cánticos, que ahuyentaban la terrible depresión del
conflictivo Rey Saúl. Ahora, en cambio, el deprimido era el mismo
David; era él que necesitaba que lo ayudaran a salir de su depresión

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profunda. Aquí se describe, lo que los médicos llaman una
enfermedad psicosomática. Una enfermedad del cuerpo, que tiene
su origen en el alma.
Muchas de nuestras enfermedades tienen su origen en el
pecado, que nos ha traído maldición y nos ha privado de lo principal
de nuestra vida: la bendición de Dios. Muchos andan buscando la
salud de su cuerpo, y se olvidan de buscar, en primer lugar, la raíz
de su mal en su alma en pecado.
Me viene a la mente el caso de un “religioso” de votos, que
durante muchos años había sido atendido por un psicólogo, sin
resultados evidentes. Un día, platicando con este religioso, le
pregunté: “y ¿qué dice el psicólogo de sus pecados sexuales?” Me
respondió que nunca habían tratado el tema del pecado. Me quedé
asombrado. Un religioso, que buscaba la solución de su problema
sólo por el camino de la psicología, y se olvidaba del camino de la
Gracia, que Dios nos ofrece por medio de los sacramentos de la
Confesión y Comunión. Un psicólogo cristiano de corazón puede
ayudar mucho a su paciente religioso. Un psicólogo, que no toma en
cuenta los principios del Evangelio, lleva a la persona a "dar palos"
al aire, sin quebrar la piñata, repleta de complejos de culpa.
David expresó, maravillosamente, lo que sucedió en su vida,
cuando, al fin, logró vomitar su pecado de adulterio ante el profeta
Natán, que Dios le había enviado para que lo ayudara a ver su
realidad pecaminosa y su juego de doble personalidad. Cuando, al
fin, David reconoció su pecado y pidió perdón, el profeta le aseguró
que el Señor lo perdonaba. Es lo que hace el confesor con el
penitente. Le ayuda a identificar su pecado y a vomitarlo. Luego, en
nombre de Dios, le asegura que Dios perdona al que está
sinceramente arrepentido y tiene propósito de enmienda.
Hay algo más que habría que acentuar en el caso de David. El
Señor lo perdonó, cuando lo vio llorando arrepentido ante el
profeta Natán; pero por medio del mismo profeta el Señor, al
mismo tiempo que le aseguraba que lo perdonaba, le dijo: " Pero
como has ofendido gravemente al Señor, tu hijo recién nacido
tendrá que morir" (2S 12,14). David comenzó a clamar con gemidos
al Señor; durante varios días durmió en el suelo y ayunó; pero el
niño murió, como había dicho el Señor. Después de la muerte de su
hijo, apunta el texto bíblico: " David se levantó del suelo, se bañó, se
perfumó y se cambió de ropa, y entró en el templo para adorar al
Señor" (2S 12,20).

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Esta actitud de David habla muy bien de lo que es una
reconciliación total con el Señor. David, no fue al templo para
reclamarle al Señor lo que había sucedido con su hijo, sino para
adorarlo, para alabarlo. Aceptó el juicio del Señor, como antes había
aceptado su pecado y el perdón de Dios. Muchas personas son
perdonadas, pero ellas "no perdonan” a Dios por las consecuencias
de sus pecados. Como que Dios fuera el culpable de lo que les
sucede. Sembraron espinas y quieren cosechar rosas. La sanación
profunda nos llega, cuando no sólo aceptamos el perdón de Dios,
sino también su juicio contra nosotros, que es expresión de su amor
de Padre, que, aunque le duela , necesita “podarnos” para que
seamos liberados de las raíces de mal, que podrían retoñar en
nosotros y llevarnos nuevamente la perdición. Este aspecto de la
sanación por medio de la confesión y el juicio de Dios, muchas
veces, se silencia, y hasta se busca ignorar: tenemos miedo de ver
la realidad. Lo cierto es que nuestra manera de demostrarle a Dios
nuestro agradecimiento por su perdón, es aceptando en todo su
voluntad. Alabarlo, aún en medio de la desgracia, como hizo David,
después de la muerte de su hijo.
El Doctor David Belgum, al comentar que el 75% de los
enfermos de los hospitales de Estados Unidos sufren de
enfermedades, que tienen un origen de tipo emocional, escribió:
"Sus síntomas físicos y sus colapsos pueden ser sus CONFESIONES
involuntarias de su culpa". Muchos de nuestros comportamientos
enfermizos tienen su origen en problemas espirituales no
resueltos. Nuestra alma necesita ser sanada para que no siga
sangrando y haciendo sufrir a los que nos rodean.
Escribe Ansel Grüm: "Ningún otro sacramento se parece tanto
a las entrevistas terapéuticas como la confesión. Y al mismo tiempo,
psicólogos y psiquiatras envidian este sacramento en el que no sólo
se habla de las propias culpas, sino que, además, por medio de un
rito, que se adentra en las profundidades del inconsciente, se
concede de manera eficaz, el perdón de esas culpas" ( "La
penitencia" , San Pablo, Madrid, 2OO2). Los sacerdotes, que
tenemos muchos años de comprobar con los penitentes y en
nuestra propia vida la experiencia que narra David, damos gracias
a Dios por el regalo del sacramento de la Penitencia, que Jesús
entregó a su Iglesia, precisamente, el día de su resurrección.
En el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel tenía un día que
llamaba de la expiación, el "Yon Kippur"' Tomaban un cordero sin
mancha y sin defecto, y todos ponían sobre él sus manos como para
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transmitirle sus pecados. Luego precipitaban ese cordero en un
abismo o hacían que se perdiera en el desierto. De esta manera se
sentían liberados de sus culpas. En el confesionario, nosotros, no
hacemos otra cosa que echar encima de Jesús nuestros pecados.
Jesús, Cordero sin mancha y sin defecto, en la cruz, se llevó nuestros
pecados. En el confesionario, nos aplica el valor de su sangre
preciosa. Por eso, al salir de un confesionario, como el Rey David,
podemos decir: "Pero te confesé sin reservas mi pecado y mi
maldad; decidí confesarte mis pecados, v tú Señor, los perdonaste...
Tú eres mi refugio: me proteges del peligro, me rodeas de gritos de
liberación" (Sal 32, 5-7). Si los confesionarios pudieran hablar, nos
contarían miles y miles de historias de personas que llegaron como
"flores marchitas" y se retiraron del confesionario entonando
"gritos de liberación"' Por medio del sacramento de la
Reconciliación, Jesús sigue sanando a los que estamos enfermos del
alma o del cuerpo.

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SANACIÓN EN
LA CONFESION (II)

Cuando yo era niño, en mi diminuto catecismo de primera


comunión, leí: "Para hacer una buena confesión son necesarias
cinco cosas: Primero, examen de conciencia; segundo, dolor de los
pecados; tercero, propósito de enmienda; cuarto, decir los pecados
al confesor; quinto, cumplir con la penitencia". Después de muchos
años de confesar a muchas personas, como sacerdote, me admiro
de cómo, en tan breves y sencillas líneas, el catecismo de niños
presentaba un proceso maravilloso de lo que debe ser la confesión,
que implica un itinerario de conversión, que lleva a una de las
grandes sanaciones de toda persona que acude al sacramento de la
Reconciliación.
Cuando leo la parábola del Hijo pródigo, constato que, con una
didáctica inigualable, Jesús detalla los pasos esenciales que deben
darse para una auténtica conversión y sanación del alma. Según el
proceso, que indica Jesús, la conversión se inicia con un examen del
corazón, Que lleva al arrepentimiento sincero por la ingratitud
contra nuestro Padre, Dios, y culmina con una confesión de los
pecados y la aceptación de la fiesta que Dios nos hace para
recibirnos nuevamente en su casa.

El cuidador de cerdos
El hijo pródigo, de la parábola de Jesús (Lc 15, 11-24), se sintió
la persona más infeliz del mundo cuando cayó en la cuenta que
había malgastado en diversiones mundanas y lujuriosas, la
herencia, que por adelantado, le había pedido con altanería a su
padre. Cuando se quedó sin dinero, y lo único que le ofrecieron de
trabajo fue cuidar cerdos, evaluó hasta dónde había descendido en
el resbaladero del pecado. Fue, entonces, que comenzó a oír más
clara la voz de Dios en lo profundo de su conciencia. Meditó en la
bondad de su padre, en la paz y abundancia que tenía en su casa .Le
dolió el corazón por haberse comportado con su padre con tanta
altanería, y haber derrochado el dinero, que tanto trabajo le había
costado a su padre. Pero no se quedó sólo en lamentaciones; de
pronto dijo: "Me levantaré e iré a la casa de mi padre, y le diré:
"Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme
tu hijo, trátame como a uno de tus sirvientes" (Lc 15, l9).

31
La soledad del campo, la miseria en que se encontraba, le
ayudaron a profundizar en su realidad y aflojar su duro corazón en
pecado; en lo profundo de su alma, comenzó a oír con más fuerza la
voz de Dios, que trataba de convencerlo de pecado. Este "examen
de conciencia" lo llevó a la urgencia de "confesar" su pecado ante
su padre: " Le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti " (Lc
15, 18). En nuestra situación de pecado, nos ayuda la soledad, la
intranquilidad que Dios pone en nuestro corazón. Es el Espíritu
Santo, que trata de "convencernos de pecado" (Jn 16,8). Es la voz de
Dios que vuelve a decir'. "Adán, ¿dónde estás?, Caín, ¿dónde está tu
hermano?". La voz fuerte de Dios nos lleva a la urgencia de confesar
nuestro pecado, de vomitarlo. No es por miedo, sino amor a ese
Padre que hemos ofendido gravemente. Es porque no podemos
vivir lejos de la casa de nuestro buen Padre.

La figura sanadora del Padre


Inigualable la imagen del Padre, que Jesús exhibe en la parábola.
El Padre" que se queda oteando el horizonte, día a día, para ver si
vuelve el hijo descarriado. El padre que sale corriendo a recibir al
hijo, que regresa enfermo del alma y del cuerpo. Viene andrajoso,
descalzo, hediondo, hambriento, llorando. El padre no lo deja
recitar el discurso que se había venido preparando durante todo el
camino. Lo abraza, lo besa, le cambia de vestiduras, le consigue un
nuevo anillo y sandalias. Y no sólo eso: le prepara una fiesta
grandiosa para que se sienta a gusto en su casa nuevamente.
Aquel muchacho frustrado y deprimido, sintió que renacía, al
experimentar el amor de su padre, que no terminaba de abrazarlo
y besarlo, mientras lloraba de gozo. Fue la mejor medicina contra
su frustración y depresión. De pronto, sintió que le volvía la vida,
como que le hubieran aplicado algún bálsamo mágico, que lo había
librado de su angustia. Se le había ido la fiebre, que casi lo hacía
delirar. Por medio de sus lágrimas pudo expulsar todo el completo
de culpa, que se había anidado en su corazón. Se sentía una nueva
persona.

La vivencia sanadora de la parábola


El que, después de haberse preparado debidamente, acude con
fe al confesionario para un encuentro con Jesús, va a comprobar
que la parábola del hijo pródigo no es un mito, sino una vivencia
32
espiritual, que, día a día, muchas personas siguen experimentando.
El que con fe se acerca a un confesionario, derrotado por el pecado,
sucio, desnudado de la Gracia, hediondo a maldad, con cáncer en el
alma, experimenta lo mismo que el joven de la parábola. En el
confesionario siente que es Jesús el que le quita sus andrajos y
suciedad de pecado. Experimenta el abrazo de Dios, que lo recibe y
le consigue un nuevo anillo de Gracia y le regala unas sandalias de
misericordia para su nuevo caminar en el Espíritu. Además, como
David, después de su "gemir de todo el día" y de sentirse como “flor
marchita" (Sal 32, 3.4), comienza a sentir que del fondo de su
corazón empiezan a resonar “gritos de liberación" (Sal 32, 7).
Esto no es fantasía, ni romanticismo. Todos, un día, experimen-
tamos la parábola del hijo pródigo. Todos damos fe de que todo lo
que describe Jesús en su parábola es totalmente cierto. Lo hemos
vivido, lo hemos sufrido y gozado. El que nunca haya vivido en
carne propia la parábola del hijo pródigo, todavía no es cristiano,
porque el auténtico cristiano lo es porque se ha sentido perdonado,
salvado y recibido en la casa del Padre. El que crea que nunca ha
sido hijo pródigo, debería cuestionarse seriamente, acerca de si, de
veras, es cristiano.
Nada tan sanador como experimentar la parábola del hijo
pródigo por medio de la confesión. El pecado enferma el alma, y el
alma enferma se encarga de enfermar al cuerpo. Dios, por medio
del Espíritu Santo, pone desasosiego y tristeza profunda en el
corazón. Eso lleva al pecador a verse obligado a descender al cuarto
oscuro de su corazón para encontrarse con su pecado y tratar de
liberarse de él. Cuando logra vomitar con arrepentimiento su
pecado, experimenta el valor limpiador y sanador de la sangre de
Cristo, que lo purifica y le devuelve la paz que había perdido. Ésa es
la gran sanación que Jesús nos proporciona por medio del
sacramento de la confesión. Así como el alma enferma se encarga
de enfermar al cuerpo, así también el alma sanada proyecta salud a
todo el cuerpo.

Lo más difícil de la confesión


Después de muchos años de ser confesor de muchísimas
personas, he llegado a la conclusión de que lo más difícil del
sacramento de la confesión es aceptar, definitivamente, el perdón
de Dios, y no castigarse con complejos de culpa. El padre del hijo
pródigo no dudó en prepararle una fiesta solemne a su hijo, para

33
que se le fuera todo complejo de culpa, para que se sintiera
totalmente aceptado de nuevo en su casa. Pero al hijo, eso no le
pasaba por la mente; por eso, al pedir perdón, le dijo a su Padre: "Ya
no soy digno de llamarme tu hijo; trátame como a uno de tus
sirvientes" (Lc 15,19) Los sirvientes, en ese tiempo, eran los
esclavos. El hijo quería que su padre, como consecuencia de su mala
vida, lo tratara como a un esclavo. Quería que lo castigara.
Es muy difícil aceptar totalmente el perdón; creer que Dios ya
nos perdonó, que no se acordará más de nuestros pecados.
Recuerdo el caso de una anciana de más de ochenta años, que
estaba a punto de morir. En un tiempo de su vida había sido
prostituta. Ya se había arrepentido y confesado varias veces, pero,
ahora, en su grave enfermedad, gritaba: "¡Dios no me va a perdonar,
no me va a perdonar!" Y nada lograba consolarla.
Cuando una persona no se ha aferrado con fe a la Palabra de
Dios, es muy difícil que pueda creer en el perdón de Dios, que
nuestros pecados nunca más nos serán echados en cara. Eso es,
precisamente, lo que el Señor nos promete, cuando por medio del
profeta Isaías, nos dice'. "Aunque los pecados de ustedes sean rojos
como la grana, quedarán más blancos que la nieve" (Is 1 ,18).
También por medio del profeta Jeremías, nos asegura: "No me
acordaré más de sus pecados" (Jr 31 ,34). Nada tan consolador y
curativo como estar seguros de que nuestro pasado de pecado ha
sido sepultado en el fondo del mar (Mi 7,19), que en el libro de la
vida, sólo van aparecer nuestras buenas obras y no nuestros
pecados. Ésta es la expresa promesa del Señor en su Palabra.
El hijo pródigo no pensaba en ninguna fiesta, sino en que su
padre lo castigara tratándolo como a uno de sus esclavos. Atreverse
a ingresar en la fiesta, que Dios nos prepara, después de haber sido
perdonados, es lo más curativo que puede darse para el alma y el
cuerpo. Al referirnos a la confesión, nosotros hablamos de "celebrar
el sacramento de la Reconciliación". Parece sin sentido que
vayamos a vomitar nuestra suciedad espiritual a un confesionario
y que, al mismo tiempo, digamos que vamos a "celebrar el
sacramento de la penitencia". ¿Se puede celebrar toda nuestra
historia de pecado, de ingratitud? No. Lo que celebramos en la
confesión es que esa historia negra de pecado ha sido anulada por
la sangre de Jesús, que se nos aplica en la confesión. Lo que
celebramos es que, sin merecerlo, nuestro Padre nos ha preparado
una fiesta de reconciliación, para que no tengamos ningún complejo

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de culpa. Celebramos que hemos pasado de la hedionda pocilga de
los cerdos a la acogedora casa de nuestro padre.
El Evangelio afirma que Jesús sacó siete demonios de María
Magdalena. Siete, en la Biblia, indica muchos. Según la tradición de
algunos Padres de la Iglesia, María Magdalena había llevado una
vida licenciosa. Cuando lloró ante Jesús por sus pecados, fue
perdonada y tuvo una gran conversión, que la llevó a la santidad.
En el Evangelio, a María Magdalena se la encuentra siempre como
una mujer gozosa, sin ningún complejo de culpa. Había aceptado
con fe el perdón de Dios. No tenía ningún reparo en estar
continuamente junto a Jesús. Es impresionante que a la primera
persona a quien se apareció Jesús resucitado fue a María
Magdalena. No fue a Pedro ni a Juan. Para Jesús la historia negra de
María Magdalena había sido olvidada por completo. Jesús ya no se
acordaba de sus pecados; sólo tomaba en cuenta su mucho amor,
demostrado en toda circunstancia. María Magdalena se sentía
"blanca como la nieve". Estaba segura de que Jesús nunca más le
echaría en cara sus "muchos pecados".
David Seamands, en su libro, "Curación para los traumas
emocionales", cuenta el caso de un pastor protestante muy
conflictivo; en sus prédicas, indisponía a toda la asamblea, trataba
muy mal a su esposa, que era muy buena, la criticaba en todo. Se
descubrió el motivo: durante la guerra había estado en Japón en
donde había ido varias veces a visitar a una prostituta. Había
pedido perdón a Dios, pero él no había podido perdonarse. Su
enfermedad espiritual se manifestaba en su manera agresiva de
tratar a sus fieles y a su esposa. Se le ayudó a recibir de corazón el
perdón de Dios, y, entonces, se notó su cambio en su manera de ser.
Mientras alguien no se haya atrevido a ingresar en la fiesta del
perdón, a la que Dios nos invita – sólo invita, no obliga a entrar -, no
podrá curarse de su complejo de culpa, que lo llevará a sufrir mucho
y a hacer sufrir a los que se relacionen con él.

La confesión del buen ladrón


Según la tradición, el ladrón, crucificado a la derecha de Jesús,
se llamaba Dimas; el Evangelio afirma que al principio, los dos
ladrones insultaban a Jesús. Contra él descargaban su odio
acumulado contra todo el mundo. Eran dos enfermos graves no sólo
del alma, sino también de sus cuerpos agotados y maltratados.

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¿Qué le ayudó al buen ladrón para sanar su corazón y para
tener una conversión impresionante, en horas extra de su
existencia? La clave la podemos encontrar en el Evangelio de san
Marcos; dice el evangelista que a Jesús lo crucificaron a las nueve
de la mañana, y que murió a las tres de la tarde. Durante esas seis
interminables horas de sufrimiento, el buen ladrón pudo escuchar
"las siete palabras de Jesús". Lo vio sufrir, llorar, clamar a Dios
pidiendo perdón por los que lo martirizaban. Fue una
evangelización rápida y eficaz. La palabra de Jesús comenzó a
convertirse para el buen ladrón en "espada de doble filo" (Hb 4,12),
que le fue penetrando hasta lo más íntimo de su ser, hasta dejar al
desnudo sus pensamientos e intenciones ( Hb 4,1 31. Cada palabra
de Jesús se convirtió para él en martillo, que golpe a golpe, le fue
rajando el corazón; por alguna rajadura se le metió la Gracia, que lo
llevó a la conversión y a la sanación de su corazón endurecido por
sus delitos y pecados.
Dice la Carta a los Romanos "La fe viene como resultado de oír
la Palabra" (Rn 10,17). Al buen ladrón se le metió la Palabra en el
corazón y, de pronto, comenzó a sentirse pecador" Por eso
reprendió al otro ladrón, que continuaba insultando a Jesús, y le
dijo: " ¿Ni siquiera temes a Dios tu que estás en el mismo suplicio?
Lo nuestro es justo, pues estamos recibiendo lo que merecen
nuestros actos, pero éste no ha hecho nada malo" (Lc 23, 40 41).
Propiamente: fue una confesión que hizo el buen ladrón ante todos
los que estaban alrededor de su cruz. Una característica de los
delincuentes es que no aceptan su pecado, le echan toda la culpa de
su desgracia a los otros, a la sociedad. A lo primero que la Palabra
al buen ladrón fue a reconocer que era pecador.
Cuando la Palabra de Dios se introduce en el alma, como espada
de «doble, filo, logramos bajar al oscuro y abandonado cuarto de
nuestra subconsciencia. La Palabra, martillazo a martillazo, nos va
rajando el corazón de piedra; por la más leve hendidura se nos mete
la Gracia y comienza a enfrentarnos con nuestros pecados. El
Espíritu Santo nos “convence de pecado" (Jn 16,8), y provoca en
nosotros la fuerza para expulsar el pecado por medio de la
confesión, con sincero arrepentimiento y propósito de enmienda.
El buen ladrón, como el hijo pródigo, no se quedó sólo
lamentando su triste historia de pecado. Acudió a quien podía
salvarlo. Le dijo al Señor: " Jesús, acuérdate de mí cuando estés en
tu reino". (Lc 23 ,42). A pesar de que veía a Jesús en la cruz,
derrotado, ultrajado, humillado, impotente, lo llamó rey: le pidió
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que lo aceptara en su reino. Como resultado de oír la Palabra, le
había llegado la fe al buen ladrón: " La fe viene como resultado de
oír la Palabra" (Rom 10,17). Por medio de la predicación, de la
lectura de la Biblia, nos llega la fe o es aumentada la medida de fe
que tenemos. Es la fe la que nos lleva a confiar en la misericordia de
Jesús; por eso no sólo nos atrevemos a confesar nuestros pecados,
sino que también nos atrevemos a pedirle que nos acepte
nuevamente en su casa.
La respuesta de Jesús fue contundente: " le aseguro que hoy
estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43). A Jesús le basta ver un
corazón arrepentido para darle pasaporte y visa hacia la salvación.
Así lo experimentó David, cuando escribió: "Un corazón humillado
y contrito, tú no lo desprecias" (Sal 51 ,17). Santo Tomás decía que
cuando con las debidas condiciones nos acercamos a un
confesionario, ya vamos perdonados, pues apenas Dios detecta el
sincero arrepentimiento, nos perdona inmediatamente.
Al oír la respuesta de Jesús, cambió, inmediatamente, la actitud
del ladrón arrepentido. De blasfemo pasó a ser un alabador de
Jesús. Lo llamó rey, cuando los demás lo llamaban engañador, falso
profeta. Seguramente los ahí presentes pudieron comprobar el
cambio de semblante del ladrón arrepentido. Del odio pasó al amor.
Su rostro amargado se volvió un rostro lleno de paz. De mal ladrón
se convirtió en un piadoso hombre, que rezaba desde su cruz. De
delincuente pasó a ser san Dimas, ya que Jesús lo "canonizó" ese
mismo día en el Calvario. Después de su confesión y absolución, le
llegó la salud de su corazón angustiado y lleno de odio.
La confesión nos libera de la carga más pesada de nuestra vida:
el pecado. Después de confesarnos, con sinceridad y
arrepentimiento, escuchamos la voz de Jesús que nos dice, como al
buen ladrón: ,,Te aseguro ya estás ya en mi reino", es decir: “En este
momento yo estoy reinando en tu corazón”.
Al avaro Zaqueo, Jesús se le metió en su casa. Él lo recibió por
motivos de tipo social: para lucirse delante de la sociedad como el
anfitrión de aquel personaje famoso. Jesús, una vez dentro de la
casa de Zaqueo, comenzó a hablar. Su Palabra se le hundió a Zaqueo
en las profundidades del alma. Cuando se dio cuenta, ya se había
puesto de pie. Los demás, tal vez, creían que Zaqueo iba a hacer un
“brindis” en la cena que habría organizado. Pero no era un brindis,
sino una "confesión" de sus pecados la que hizo Zaqueo delante de
todos sus invitados. No sólo se confesó; también prometió reparar

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con amplitud el mal que había hecho. Cuando Jesús recibió la
confesión de Zaqueo, le dilo: "Hoy ha entrado la salvación a tu casa"
(Lc 19, 9). Es lo mismo que nos dice Jesús en un confesionario por
medio del sacerdote: "Hoy ha regresado la salvación a tu vida”.

Hay que entregarse


Raskolnikov es un personaje atormentado, que presenta el
novelista ruso Dostoyesvki, en su novela ''Crimen y Castigo".
Raskolnikov ha cometido un crimen; la policía durante mucho
tiempo no ha logrado descubrirlo; pero Raskolnikov no encuentra
paz en ningún lado. l-e parece que todos lo persiguen. La vida se le
ha vuelto imposible. Es entonces, cuando Sonia, la mujer que lo
ama, le da la clave para que cese su tortura espiritual. Debe
entregarse a las autoridades. Es el único camino que Raskolnikov
encuentra para recobrar la paz que había huido de su vida.
Con el pecado sucede lo mismo. Una vez que se ha caído en el
pozo sin fondo del pecado, la paz huye de nosotros v hace su
aparición la angustia, que nos enferma el alma y, muchas veces,
también el cuerpo. Jesús nos entrega la clave para reconciliarnos
con Dios. Les dijo a los apóstoles: " A quienes ustedes les perdonen
los pecados, les serán perdonados, a quienes no se los perdonen, les
quedarán sin perdonar" (ln 20,23). Jesús entregó a su Iglesia el
ministerio del perdón para liberarnos del pesado fardo del pecado.
Por eso san Juan dice: "Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo
es Dios para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad" (1 Jn 1,9).
Confesarse es entregarse. Dios promete perdonar y limpiar,
pero sólo a los que, como Adán y Eva, salen de su escondite de
pecado y confiesan su culpa. El perdón de Dios no está prometido a
los que, como Caín, no quieren dialogar con Dios, y siguen huyendo
velozmente, creyendo que de esa manera van a sosegar su
convulsionada conciencia.
Me ha llamado la atención el concepto que tiene acerca de la
confesión, el escritor protestante Kurt Koch. El Doctor Koch ha
ejercido un ministerio de exorcismo con mucho éxito a nivel
internacional. En su libro "Entre Cristo y Satanás", escribe: "En la
Biblia la confesión es un acto natural y voluntario. Los cristianos
protestantes, a menudo, se oponen a ello; sin embargo, en mi
ministerio de consejero espiritual, no he encontrado jamás un caso de
persona subyugada por el ocultismo, que pudiera deshacerse de esté
poder sin la ayuda de una confesión" (Ob. Cit. Editorial Clie, Barcelona,

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1974). Los exorcistas católicos, también concuerdan en que la
confesión es indispensable para la liberación definitiva del que está
enfermo por alguna contaminación diabólica. El enfermo de este
terrible mal tiene que comenzar por entregarse en manos de Jesús por
medio de la confesión. De otra suerte, le tocará continuar su loca
carrera de angustia, como Caín. No puede entrar la Gracia, si antes no
se ha expulsado el poder maléfico.
No hay nada tan sanador para el alma angustiada y enferma por el
pecado como experimentar a Jesús que, como el padre del hijo
pródigo, vuelve a aceptar en su casa al pecador, con abrazos y besos y
con una fiesta solemne. No es raro observar cómo cambia el semblante
del que sale de un confesionario. Se percibe en él la paz, la
tranquilidad. Bien decía san Pablo: "El que está en Cristo es nueva
criatura, lo viejo ya ha pasado, ahora todo es nuevo"(1Co 5,17). El que
sale de un confesionario, es un Lázaro que ha sido rescatado de la
tumba y, ahora, se siente liberado de sus vendas mortuorias. Los que
vieron a Lázaro salir de su tumba, pudieron hacer la comparación
entre su pálido rostro de muerto y el rostro sonriente del que volvía a
la vida.
A Naamán, alto funcionario en la corte de Siria, que tenía lepra,
enfermedad horrorosa e incurable en aquella época, una de sus
sirvientas lo animó a ir a su tierra a buscar al profeta Eliseo, que tenía
el don de sanación. En lo primero que Naamán pensó fue en
deslumbrar al profeta con valiosísimos regalos. Eliseo no lo pudo
atender, como Naamán quería; únicamente le dijo que se fuera a bañar
siete veces en el río Jordán. Naamán se puso furioso. No era posible
que hubiera hecho un viaje tan largo para que sólo le dijeran que se
fuera a bañar en el río Jordán. Sus amigos tuvieron que presionarlo
para que hiciera lo que le había mandado el profeta. Cada vez que
Naamán descendía al río Jordán, bajaba el nivel de su orgullo y subía
el nivel de su fe; poco a poco se iba sanando. Hasta que su piel quedó
limpia como la de un niño. Quedó totalmente sanado. (2R 5 ,1 -27).
Bajar a un confesionario es humillante. Siempre encontramos
pretextos para no hacerlo. Los que se humillan y se atreven a confiar
en ese medio de perdón y sanación, como Naamán, podrán comprobar
la sanación del alma, y, muchas veces también del cuerpo, que brota
del Jordán de la misericordia de Dios, que es el confesionario. Betesda
significa: "Casa de la misericordia". El confesionario es una casa de
misericordia. El que se atreva a hundirse en esa piscina de Betesda,
saldrá totalmente sanado. Nada como un confesionario para
comprobar que Jesús está vivo, que sigue perdonando y sanando a los
que se le acercan con fe y arrepentimiento.

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SANACIÓN EN
LA EUCARISTÍA

Cerca de Jerusalén estaba la piscina de Betesda. Dice el


Evangelio que llegaban muchos enfermos y que, cuando las aguas
eran movidas por el ángel del Señor, el que se metía en la piscina
recibía sanación (Jn 5,4). Para nosotros, la santa Misa, es la piscina
de sanación que el Señor nos ha dejado. Es el acto de culto más
importante de nuestra Iglesia, donde más se mueven las "aguas
sanadoras" de Dios.
A la Misa se la llama la "renovación del sacrificio de la cruz". No
la "repetición" del sacrificio de la cruz, pues, según la Biblia, Jesús
murió una sola vez para siempre. En la Misa "se actualiza" por la fe
lo que Jesús hizo por nosotros en la cruz. Dice el profeta Isaías: "
Por sus llagas hemos sido sanados" (Is 53, 5). De manera
especialísima, en la Misa, se nos aplica la salvación y sanación, que
Jesús nos consiguió con su muerte expiatoria en la cruz.
El buen ladrón fue de los primeros beneficiados por la salvación
que fluía de la cruz. Al principio, dice el Evangelio, los dos ladrones
insultaban a Jesús; volcaban sobre él todo el odio que tenían contra
la sociedad, que los había condenado a muerte. Después de varias
horas de escuchar las “siete palabras”, del Señor, el corazón del
ladrón de la «derecha comenzó a ser quebrantado. De pronto,
reprendió al otro ladrón, que insultaba a Jesús; el buen ladrón
afirmó que ellos eran criminales, pero que Jesús era Justo.
Propiamente estaba haciendo una “confesión” en público. Pero no
se quedó allí. Inmediatamente se dirigió al que podía salvarlo, y le
dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lc 23,42)
"La fe viene como resultado de oír la palabra de Jesús”, dice san
Pablo. L-a fe le llegó al ladrón por la palabra de Jesús, que le abrió
el corazón y lo llevó a una conversión profunda en horas extra de
su vida. De la cruz le llegó la salvación al delincuente, que estaba a
la derecha de Jesús. De la cruz nos llega la salvación, la sanación.
Bien decía san pablo: Cada vez que ustedes comen de este pan y
beben de este cáliz, proclaman la muerte del Señor hasta que él
vuelva” (1Co 11, 26). En la Misa se “actualiza”, por la fe, esa
salvación de Jesús. También a nosotros nos llega esa salvación,
cuando nos acercamos al místico Calvario de la cruz con fe
profunda.

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Jesús prometió: " Donde dos o tres están reunidos en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,2O). El ambiente
“comunitario” es algo indispensable para que se manifieste Jesús
con su salvación y sanación. Pero para eso hay que cuidar de que,
de veras, haya una verdadera comunidad reunida en nombre del
Señor. No basta que haya un salón lleno de gente. Es indispensable
que los fieles se hayan puesto "de acuerdo”, que se perdonen, que
se acepten mutuamente, que se ayuden, que todos canten y oren
"unánimes", formando un solo corazón. Éste es un problema,
muchas veces, en nuestras eucaristías, en donde hay mucha gente
con una piedad "intimista". Muchos sólo piensan en sí mismos y no
en el hermano que está a su lado y que es la mejor imagen de Jesús.
Donde no hay fieles que se han puesto de acuerdo en nombre de
Jesús, allí el Señor no ha prometido manifestarse en salvación y
sanación.
Durante la semana, por nuestra debilidad humana, nos vamos
llenando del lodo de resentimientos, de impurezas, de
mundanismo, que nos "enferman" física y espiritualmente. La misa
del domingo es nuestra santa piscina de sanación, en la que Jesús
se acerca a cada uno de nosotros para ofrecernos la sanación de
alma y cuerpo, que tanto necesitamos.

La señal de la Cruz
La Misa la iniciamos con el signo de la cruz, un signo
ampliamente curativo. Acercarnos a la cruz, quiere decir
exponernos a ser limpiados, y sanados por la sangre de Cristo, por
el valor de sus llagas. A los que habían sido mordidos por las
serpientes venenosas, en el desierto, el Señor, por medio de Moisés,
los envió a mirar una serpiente de bronce sobre un palo, para que
quedaran sanados. La sanación no venía de la imagen de la
serpiente, sino de la fe que ponían en la palabra de Dios. A
Nicodemo, el Señor le dijo que también él iba a ser levantado como
la serpiente del desierto para traer salvación al que creyera en él.
En el Calvario místico de la Misa, de manera especial, vamos a mirar
a Jesús en la Cruz. Por eso san Pablo dice: “Cada vez que comen de
este Pan y beben de este cáliz, proclaman la muerte del Señor hasta
que él vuelva" (1 Co 11 ,26). En la Misa no vamos a ver la imagen de
una serpiente de bronce. Vamos a mirar a Jesús, vamos a centrar
nuestra atención en lo que significa para nosotros la muerte y la
resurrección del Señor.

41
San Juan, que estuvo junto a la cruz del Señor, dio testimonio de
que había visto que del costado de Jesús, traspasado por una lanza,
había brotado sangre y agua. San Juan Crisóstomo decía que la
sangre de Jesús es lo único que puede borrar el pecado, y que el
agua de su costado es la nueva vida en el Espíritu Santo, que Jesús
concede al que ha sido perdonado, limpiado con su sangre. En la
Misa, se nos aplica el valor de la cruz de Jesús, de la que nos llega el
perdón de nuestros pecados y la nueva efusión del Espíritu Santo.
Todo eso queremos entender, cuando iniciamos la Misa haciendo
con devoción la señal de la cruz.

Acto Penitencial
A Jesús le presentaron un paralítico, postrado en una camilla,
para que lo curara. El Señor le dijo al paralítico que primero tenía
que curarlo del alma, pues había pecado en su corazón. El Señor,
como buen maestro, lo ayudó a arrepentirse de su pecado, y lo
perdonó. Luego lo curó de la parálisis. La enfermedad más terrible
es el pecado. Nos puede causar la muerte eterna. El pecado impide
que nuestra oración llegue al Señor, que nos dice por medio del
profeta Isaías: "Las maldades cometidas por ustedes han levantado
una barrera entre ustedes y Dios; sus pecados han hecho que él se
cubra la cara y que no los quiera oír” ( Is 59,2). El pecado nos cierra
la puerta a la bendición. Impide que nos llegue la sanación de Dios
por eso, antes de pensar en sanación, hay que buscar la purificación
de todo pecado.
Muy sabiamente, nuestra Madre y Maestra, la Iglesia, antes de
iniciar la Eucaristía, nos invita a un serio examen de conciencia. No
es fácil aceptar que uno es pecador. Inconscientemente, tratamos
de justificar nuestros pecados. Adán y Eva, después de pecar, se
fueron a esconder. Dios en su misericordia, los fue a buscar, los
llamó. Ellos no querían aceptar que habían pecado; decían que se
habían escondido sólo porque "estaban desnudos". Dios tuvo que
ayudarlos a reconocer su pecado. Cuando lo hicieron y salieron de
su escondite, Dios les echó encima unas pieles para cubrir su
desnudez. Esas pieles son el símbolo de la misericordia de Dios, de
su perdón.
Dios, como Padre, nos busca para sacarnos de nuestro escondite
de pecado; pero no puede echarnos encima las pieles de su perdón
hasta que no hayamos salido del escondite y reconozcamos que
somos pecadores. El Rey David cayó en adulterio. Durante mucho

42
tiempo trató de justificar su situación. Nadie como él, dio
testimonio de su "enfermedad de alma y cuerpo", mientras vivió en
pecado. En su salmo 32, David describió cómo se sentía con el
pecado en el corazón; decía David: "Mientras no confesé mi pecado,
mi cuerpo iba decayendo por mi gemir de todo el día, pues de día y
de noche tu mano pesaba sobre mí. Como flor marchita por el calor
del verano, así me sentía decaer" (Sal 32,3-4).
El pecado enferma el alma y el cuerpo. Mientras no extirpemos
ese cáncer del alma, no podremos pretender ninguna sanación.
David con gozo expresó cómo se, sintió inundado de "gritos de
liberación", cuando pudo confesar su pecado (Sal 32,7). El Señor
prometió que "si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios
para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad" (1Jn 1,9). El profeta
Isaías, al verse ante la presencia de Dios, inmediatamente, se sintió
de "labios impuros". Apenas el profeta se reconoció pecador ante
Dios, un ángel le pasó un carbón encendido sobre los labios para
que tuviera la certeza de que Dios lo había perdonado. El mismo
profeta dio testimonio de lo que significa el perdón de Dios, cuando
dijo: "aunque los pecados de ustedes sean rojos como la grana, van a
quedar blancos como la nieve" (Is 1,18).
En el salmo 24, los peregrinos hacen una pregunta esencial;
"¿Quién puede subir al Monte del Señor?" En el mismo salmo se les
da la respuesta: "El de manos limpias y corazón puro". La única
manera de poder acercarnos al Señor en la Misa, para implorar
nuestra sanación, es con el corazón puro. De otra suerte, el Señor
ya nos anticipó que "volteará su rostro para no escucharnos" (Is
59,2)
La finalidad del acto penitencial es ayudarnos a ver nuestra
conciencia para estar seguros de que nuestras manos y corazón
están limpios. Es una lástima que este rito penitencial, muchas
veces, se realiza a la carrera, mecánicamente. No se da el debido
espacio de silencio para que cada uno oiga la voz del Espíritu Santo,
que, primero, nos "convence de pecado", antes de llenarnos de
bendición.
Con mucha frecuencia se me acercan personas que quieren que
haga una especie de oración "mágica", para que sean sanadas de sus
males. Cuando, antes de la oración, les pregunto si se encuentran
en gracia de Dios, sin pecado grave, viene el problema: quieren ser
sanados, pero no quieren confesarse. Están agarrados por el
pecado. Bien decía el Señor, por medio del profeta Isaías, que

43
mientras no quitemos el muro del pecado, que nos impide llegar a
Dios, no hay que pretender que Dios escuche nuestra oración. El
acto penitencial tiene esa finalidad: dejar que el Espíritu Santo nos
convenza de pecado y nos ayude para pedir perdón de todo
corazón.
El himno del Gloria es como un complemento del acto
penitencial. En el Evangelio, los que eran liberados, perdonados o
sanados, salían gritando de alegría y agradecimiento. El Gloria es
un himno de alabanza y acción de Gracias. La oración de alabanza
es ampliamente curativa. En la oración de alabanza no tratamos de
pedirle cosas a Dios. Lo único que hacemos es centrar nuestra
mente en lo bueno que Dios ha sido con nosotros. Por eso le damos
gracias, lo alabamos, lo bendecimos. La oración de alabanza le
agrada mucho a Dios. No es una oración en la que se busca
conseguir los dones de Dios, sino en la que se le da gracias por los
dones recibidos. Eso de centrar nuestra atención en el poder y
bondad de Dios, abre el corazón ampliamente para ser sanados y
bendecidos. Por medio del himno del Gloria, al mismo tiempo que
alabamos y bendecimos a Dios, nos vamos liberando de todo el
negativismo y frustración, que se han ido depositando en nuestro
corazón y que bloquean nuestra sanación física y espiritual.
El Gloria, como el salmo l 50, nos invitan, a una grandiosa
alabanza a nuestro Buen Dios, con salterio, cítaras, flautas, oboes,
panderos y tambores, para demostrarle a Dios que no nos hemos
olvidado de su misericordia y su bondad. Esta gozosa oración de
alabanza nos va vaciando del pesimismo que bloquea nuestra
sanación.

Liturgia de la Palabra
Los discípulos de Emaús, ante la muerte de Jesús, propiamente,
se escandalizaron, perdieron la fe; por eso regresaban a su pueblo
Emaús. Iban defraudados, agresivos, discutiendo entre ellos. Iban
enfermos del alma. Lo primero que Jesús hizo para sanarlos, fue
aplicarles la terapia de la Palabra de Dios. Comenzó a darles una
clase bíblica en la calle. Les repasó todos los pasajes de la Escritura,
que explicaban el significado de la muerte y resurrección del
Mesías. Los discípulos comenzaron a sentir que les "ardía el
corazón”. Estaban experimentando lo que san Pablo había
comprobado: "La fe viene como resultado de oír el mensaje que nos
habla de Jesús" (Rm 10, 17). El Señor, por medio de una liturgia de

44
la Palabra, estaba suscitando la fe de aquellos discípulos y los
estaba preparando para el momento en que "les partiría el pan" y
complementaría su sanación, durante una cena.
Por medio de la Liturgia de la Palabra, se nos muestra a Jesús,
que es " el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 8,13). Eso quiere decir
que Jesús es el mismo del Evangelio: no se le ha olvidado perdonar,
sanar, liberar. Cuando llegamos a encontrarnos, por medio de la
Biblia, con el mismo Jesús del Evangelio, también a nosotros nos
arde el corazón: nos llenamos de la fe necesaria para que nos pueda
llegar la sanación, que Jesús ofrece al que cree con el corazón y no
sólo con la mente.
En una visión del Apocalipsis, san luan fue invitado a comerse
el libro, que le presentaba un ángel. San Juan recordaba que, al
hacerlo, sintió dulzor en la boca y ardor en el estómago (Ap 10,10).
La Palabra de Dios, nos causa ardor, nos cuestiona, detecta lo malo,
nos deja al descubierto nuestros pensamientos e intenciones ( Hb
4,12 ).Extrae de nosotros lo malo, lo canceroso, y nos llena del
dulzor del amor de Dios, de su perdón, de su sanación y liberación.
En la última Cena, el Señor evangelizó ampliamente a sus
discípulos, luego les dijo: " Ustedes ya están limpios por la Palabra
que yo les he dicho' (Jn 15,3). La Palabra de Dios, nos limpia, nos
prepara para ser sanados y liberados de lo que le desagrada a Dios
en nosotros, y que impide nuestra sanación y liberación. La Palabra
nos limpia, nos sana, nos libera.
A los predicadores, con frecuencia, se nos acerca la gente y nos
dice: "Su sermón era expresamente para mí; el Señor me habló
específicamente". Lo que sucede es que el Espíritu Santo es un
maravilloso "cartero". Conoce bien las direcciones exactas; a cada
uno nos lleva el mensaje apropiado que Dios nos envía por medio
de la predicación de su Palabra.
San Marcos recuerda que, en cierta oportunidad, Jesús fue a
predicar a la sinagoga; mientras lo hacía, un mal espíritu comenzó
a revolverse dentro de un hombre, que comenzó a gritar. Jesús,
inmediatamente, liberó a aquel hombre. Mientras se predica la
Palabra, lo malo se revuelve dentro de nosotros. Es el Espíritu
Santo, que por medio de la Palabra, lleva a cabo su obra de
purificación. Es el "ardor" de la Palabra, que nos libera de las malas
presencias dentro de nosotros. En la liturgia de la Palabra, es Jesús
el que nos vuelve a repetir las mismas Palabras del Evangelio. Lo
malo dentro de nosotros, no puede resistir la espada de doble filo,

45
que penetra hasta los recovecos más oscuros de nuestra
subconsciencia.
Un piadoso militar se presentó a Jesús para pedirle que fuera a
su casa a sanar a su sirviente, que estaba gravemente enfermo.
Jesús aceptó inmediatamente. Pero el militar, sabiendo que a un
judío no le era permitido ingresar a la casa de un pagano, le dijo: "
Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola
palabra y mi siervo quedará sano" (Mt 8,8). Aquel militar pagano
tenía absoluta fe en una sola palabra de Jesús para la sanación de
su sirviente. Durante la liturgia de la Palabra, es el momento
apropiado para que el Señor nos vaya sanando con su Palabra. Sólo
nos pide la fe de nuestra parte. Por eso, le pedimos al Espíritu Santo
poder decir también nosotros: "Señor, di una sola palabra y mi alma
quedará sana".

Plegaria Eucarística
Por medio de la presentación de las ofrendas, se nos va
preparando para ingresar en la parte central de la Misa: la
consagración y la comunión. Por medio de las ofrendas, que se
presentan, nos queremos ofrecer nosotros mismos a Jesús para
unirnos a la actualización, por la fe, de su sacrificio.
Ofrecer algo a Dios, es desprendernos de algo material, para
entregarlo a la casa de Dios para servicio de la comunidad, para
atención a los pobres, obras de evangelización, gastos propios de
una comunidad, que debe proyectarse a los necesitados. La ofrenda
para que valga debe "dolernos", decía la Madre Teresa. En nuestra
Iglesia muchos, a la hora de las ofrendas, dan "limosna" en todo el
sentido de la palabra. Pero Dios no es "limosnero", para que le
entreguemos los "desperdicios" de nuestra vida. Es por eso más
adecuado hablar de una "ofrenda", que debemos entregar al Señor.
Algo de lo que nos desprendemos, que nos duele, pero, que, al
mismo tiempo, nos sirve de liberación de lo material que nos ata.
Esta actitud de generosidad, abre nuestro corazón a la sanación,
que le pedimos al Señor. El libro del Eclesiástico es muy concreto,
cuando, al que pide sanación, le señala un camino directo para
llegar a Dios. Dice el Eclesiástico: "Hijo, cuando estés enfermo, no
seas impaciente; pídele a Dios, y él te dará la salud. Huye del mal y
de la injusticia, y purifica tu corazón de todo pecado. Ofrece a Dios
sacrificios agradables y OFRENDAS CENEROSAS de acuerdo con tus
recursos" (Eclo 38,9-11). No podemos pretender que Dios sea

46
generoso, cuando nosotros nos mostramos tacaños al no colaborar
para las obras del Señor. La ofrenda generosa es una condición para
abrirse a la sanación que le imploramos al Señor.
La Plegaria Eucarística es un grandioso himno de alabanza, que
nos va llevando al momento de la consagración, cuando el
sacerdote invoca al Espíritu Santo para que convierta el pan y el
vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Sólo por la fe se puede llegar
a aceptar este milagro. Ahora, la presencia de Jesús no es sólo
espiritual, sino real. Es el momento esencial de la Misa en que nos
postramos de corazón, y como el apóstol Tomas, decimos con fe:
"Señor mío y Dios mío" (Jn 20,28)"
Los amigos del paralítico, que lo llevaron a Jesús, en lo único que
pensaron para la sanación del enfermo, fue en acercarlo lo más
posible al Señor. Todo el rito de la Eucaristía nos va llevando y
preparando para acercarnos a Jesús por medio de la Consagración
en la Misa. Ese acercamiento real se complementa en la santa
Comunión.
Antes de la comunión con Jesús, por medio de su cuerpo y de su
sangre dentro de nosotros, se nos invita a rezar el Padrenuestro,
que nos enseñó el mismo Jesús. Los Padres de la Iglesia afirmaban
que antes de la comunión, por medio de esta oración, nos referimos,
sobre todo, a dos peticiones "Danos nuestro pan" y "Perdónanos
como nosotros perdonamos".
El Padre nuestro nos ayuda a recordar que Jesús nos reveló que
a Dios debemos dirigirnos con la confianza que un hijo se dirige a
su papá. Ese Papá es el que nos entrega a Jesús como alimento. Por
eso, antes de recibir la comunión, pedimos al Padre que sea él
mismo el que nos dé el Maná del Nuevo Testamento, el Cuerpo y la
Sangre de Jesús. También le pedimos que no haya ningún rencor en
nosotros, ningún odio, pues, Jesús mismo nos anticipó que nuestra
ofrenda sería rechazada por Dios, si detectaba falta de perdón en
nosotros. De esta forma, nos disponemos a cruzar el umbral de la
Eucaristía, que nos lleva directamente al encuentro más íntimo,
personal y físico, con Jesús en la comunión.

La Comunión
Una mujer, que sufría de hemorragias desde hacía 12 años, al
ver que no se podía acercar a Jesús para hablarle y pedirle su
sanación, pensó, únicamente, en tocar la punta de su manto con

47
toda la fe de su alma. El Evangelio narra que quedó sanada
instantáneamente. Muchos eran los que apretujaban al Señor
buscando ser sanados; pero, en esa oportunidad, sólo la mujer de
las hemorragias fue sanada. Sólo ella se dejó tocar por la fe en Jesús.
Muchos tocaban a Jesús, pero no tenían la fe necesaria para ser
tocados por la sanación de Jesús. Para llegar a la comunión,
tratamos de prepararnos lo mejor posible, para no ser del montón
que apretuja a Jesús, pero que no tienen la fe necesaria para ser
tocados por la bendición del Señor.
La comunión es el momento más apropiado para la sanación del
alma o del cuerpo. Fátima, Lourdes son testimonios fehacientes de
los milagros de sanación, que se obran en el momento de la
comunión, de la procesión con el Santísimo Sacramento. A los que
habían sido mordidos por las serpientes venenosas del desierto,
para ser sanados, se les pedía que vieran una serpiente de bronce,
colocada en lo alto de un palo. En la comunión no vamos a ver a
Jesús en lo alto de la cruz; vamos a ser tocados por é1. Vamos a
tratar de dejarnos tocar por la fe. Hemos sido mordidos por tantas
enfermedades físicas, psicológicas, y espirituales. Acudimos a Jesús,
como la mujer hemorroísa, tratando de ser tocados por él.
Hubo un tiempo en que san Agustín se dejó tentar por el
racionalismo. Llegó a decir que los milagros eran únicamente para
la iglesia incipiente, porque los necesitaba para su expansión. Pero
Agustín tuvo que cambiar su manera de pensar. Cuando fue
nombrado obispo y le tocó estar más cerca del pueblo fervoroso,
dio testimonio de los muchos milagros que había comprobado,
sobre todo, en el momento de la comunión.
Creo que muchas veces, nos acercamos a la comunión como el
gentío que apretujaba a Jesús, tratando de conseguir alguna gracia.
Pero por su falta de fe, la mayoría se quedaba solo en novelería. Lo
importante es acercarse a Jesús como la hemorroísa. Esa fe que
mueve montañas, no la podemos fabricar nosotros mismos con
todos nuestros libros de teología ni con la Biblia en la mano. Es un
don de Dios. Ante la triste constatación de nuestra débil fe, no nos
queda sino imitar al padre del muchacho epiléptico, en el Evangelio.
Casi llorando, le dijo a Jesús. “Señor, si tú puedes hacer algo..." Jesús
le respondió: “Todo es Posible para el que cree" (Mc 9, 23). Aquel
padre afligido hizo un examen de conciencia y comprobó que su fe
era muy poca; por eso dijo, apenado: “Señor, yo creo; pero ayuda a
mi poca fe” (Mc 9, 24). Al Señor le bastó esa oración sincera; le
concedió la sanación de su hijo. Al Señor le agrada que nos
48
presentemos a él sin máscaras. Como somos. Que no confiemos en
nuestro poder, sino en su misericordia.

Momento de Liberación
La carta a los Efesios nos revela que vivimos en un mundo
poblado de presencias diabólicas, que nos circundan y quieren
derrotarnos (Ef 6,12). Muchas personas se han acercado, más de la
cuenta, al mal; le han abierto las puertas de su vida por medio del
pecado, del espiritismo, de la adivinación, del mundanismo. La
comunión, el contacto con el Cuerpo y la Sangre del Señor, es
poderosísimo para ahuyentar esas malas presencias. Los que
tienen experiencia en exorcismo y liberación, dan testimonio del
poder de la Santa Comunión contra las fuerzas del mal. En la
sinagoga bastó que Jesús se hiciera presente para que un mal
espíritu se agitara dentro de un individuo y para que luego saliera
dando gritos (Mc 1,23-17). En la comunión, Jesús, de manera
extraordinaria, está presente. No hay fuerza del mal que pueda
resistirlo. Razón tenía san Ignacio de Antioquía (+ año 1 10), que
conoció a alguno de los apóstoles, cuando escribió: "Pongan
empeño en reunirse con frecuencia para celebrar la Eucaristía de
Dios y tributarle gloria. Porque cuando, apretadamente, se
congregan en uno, se derriban las fortalezas de Satanás, y por la
concordia de su fe, se destruye la ruina que les procura".
El gran genio de la humanidad, santo Tomás de Aquino, por su
parte, también anotó: "Los que comulgan son leones que soplan
fuego, temibles a los demonios". Fue san Pedro el que describió al
demonio como un "león rugiente” (1P 5, 8), que anda viendo a quién
devorar: quiere causarnos mal, apartarnos de Dios. Cuando
nosotros con fe recibimos la Santa Comunión, nos volvemos leones
que soplan fuego, el fuego del Espíritu de Jesús que está dentro de
nosotros.
La liberación de presencias maléficas es parte de nuestra
sanación. Esas malas presencias quieren impedir que Dios nos
toque. El poder del fuego del Señor ahuyenta y destruye esas malas
presencias. La Santa Comunión, sin lugar a duda, es sobremanera
liberadora. El espíritu del mal no puede resistir la presencia de
Jesús en nosotros.

49
Vayan en Paz
Después de la muerte de Jesús, los apóstoles se encontraban
encerrados en el cenáculo, lugar en donde.se había realizado la
Ultima Cena. Estaban temblando de miedo, con un gran complejo
de culpa por haber negado a Jesús, y llenos de angustia. Estaban
enfermos del alma y del cuerpo. De pronto, Jesús resucitado se les
apareció. Lo primero que les dijo fue: "Shalom", " La paz con
ustedes". Al principio se asustaron; creyeron que era un fantasma.
Jesús los tranquilizó. Inmediatamente les mostró las manos y el
costado ( )n 20, 20). Por medio de este gesto, Jesús los invitaba a
aceptar el valor de su sangre derramada en la cruz. La paz, que les
daba, se debía al valor de su sangre derramada por ellos en la cruz.
Por medio de su sacrificio redentor, Jesús les estaba entregando la
sanación de su alma y de su cuerpo. Los apóstoles, de la angustia,
del complejo de culpa, pasaron a cantar aleluya con todo el gozo de
su alma. Les llegó la salud del alma y del cuerpo.
A la Misa llegamos, el domingo, agobiados por el peso del "duro
cotidiano" de la vida. Nos sentimos manchados por nuestras
flaquezas humanas, por nuestras infidelidades. Durante la Misa,
Jesús nos va sanando con el poder de su sangre. La Misa es la
"actualización", por la fe, del sacrificio de la cruz. Por eso
procuramos vivir lo que decía san pablo: "Cada vez que comen de
este pan y beben de esta copa, proclaman la muerte del Señor hasta
que vuelva". Es durante la comunión, de manera especial, que Jesús
nos vuelve a aplicar el valor de su sangre, y nos repite: "Shalom",
que, significa: "Reciban mi paz"', que es salud de alma y cuerpo.
Purificación, restauración, fortalecimiento contra el mal.
Después que Jesús les partió el pan a los discípulos de Emaús,
ellos comprobaron que su angustia, su frustración, su cólera se
había evaporado. En vez de seguir huyendo hacia Emaús,
regresaron a Jerusalén para compartir con los demás el Evangelio,
la buena noticia de su encuentro personal con Jesús resucitado. Eso
significa: "Pueden ir en paz”, el saludo con el que el sacerdote
concluye la santa Misa. Propiamente quiere decir: "Como los
discípulos de Emaús, después de haber sido bendecidos y sanados,
vayan a llevar, su paz, su gozo a todos los demás. Vayan a
evangelizar".
Todos los domingos, acudimos a la casa del Señor. Nos sentimos
manchados por nuestras debilidades humanas, nos sentimos
agobiados por preocupaciones y problemas de toda índole. Como

50
en la Última Cena, Jesús les lavó los pies a sus apóstoles, así, ahora,
durante la Misa, Jesús nos lava los pies, nos sana nuestras heridas;
la sangre de Cristo, en la comunión, nos limpia de todo pecado, que
no es grave. La santa comunión es eminentemente curativa, cuando
se recibe con fe.
Todos los domingos acudimos a la Misa como a nuestra gran
piscina de Betesda. Sabemos que no hay acto de culto en que se
muevan más las aguas sanadoras de Jesús, que nos limpian y nos
proporcionan salud de alma y cuerpo. A veces, tenemos mucha fe
en pastillas, jarabes e inyecciones. Nos falta la fe en la medicina más
efectiva, que Jesús nos ha entregado, su Cuerpo y su Sangre que, por
la fe, nos actualizan el valor de sus llagas sanadoras. "Por sus llagas
hemos sido sanados", dice Isaías (53,5). En la Misa, en nuestra
piscina de Betesda, todos los domingos, Jesús se nos vuelve a
acercar y nos pregunta. " ¿Quieres ser sanado"? Un 5,6). Nosotros,
por nuestra falta de fe, como el enfermo de la piscina de Betesda, le
respondemos: " Señor, no tengo quién me meta en la piscina" (Jn
5,7). El Señor nos responde: "No te pregunto si tienes quién te
empuje a la piscina” Sólo te pregunto si crees que yo, en este
momento, te puedo sanar". Es por todo esto que afirmamos con
gozo que la santa Misa es nuestra piscina de Betesda, en la que el
Señor se nos acerca para sanarnos'

51
SANACION EN
LA UNCION DE
LOS ENFERMOS

La Unción de los enfermos es un sacramento acerca del cual hay


mucha ignorancia y deficiente apreciación acerca de su poder
curativo. El nombre antiguo de "Extremaunción" fue un mal
enfoque de la finalidad con la que Jesús entregó este Sacramento a
la Iglesia. Expresamente el Evangelio de san Marcos afirma que
desde la primera misión evangelizadora, Jesús envió a sus
discípulos con órdenes expresas de ir a sanar a los enfermos. Dice
san Marcos: "Ellos salieron a predicar y exhortaban a la conversión.
Expulsaban muchos demonios, UNGIAN con aceite a muchos
enfermos y los SANABAN" (Mc 6,12). Lo mismo se colige de la Carta
de Santiago, en la que se ordena llamar a los presbíteros de la
Iglesia para que oren por los enfermos; se promete que cuando se
ore con fe, el Señor restaurará al enfermo (St 5, 14-16). Jesús,
entonces, no entregó el Sacramento de la Unción para los
moribundos, sino para los enfermos.
Fue en la Edad Media, cuando se le dio el nombre de
"Extremaunción" a este sacramento. Con el nombre se introdujo
también la mentalidad de que debía reservarse para los que
estaban gravemente enfermos, a punto de morir. Fue un desacierto.
Algunos Padres durante el Concilio de Trento protestaron contra
esta mentalidad con respecto al Sacramento de la Unción; pero no
logró cambiarse ni el nombre ni la mentalidad con respecto a este
sacramento.
Fue el Concilio Vaticano ll el que sugirió el cambio de nombre
para la Extremaunción' Propuso que se le llamara "Unción de los
enfermos". Con el cambio de nombre se introdujo una nueva
mentalidad. Ahora, ya no es el Sacramento para los moribundos (la
Extremaunción), sino el Sacramento para los enfermos. No
obstante, hay que hacer constar que muchos continúan con la idea
de que este Sacramento es para el que ya está al borde de la muerte.
Además, muchos le aplican un sentido "mágico" a este sacramento.
Basta que el enfermo lo reciba - aunque sea en estado de coma - y
ya todo queda arreglado. No es así. La fe es indispensable para que
el sacramento pueda comunicar la “Gracia”. Cuando se administra
al que está inconsciente es porque no sabemos si escucha o no lo
52
que se está diciendo. Porque creemos en la oración de intercesión
a favor del que se encuentra en un estado, que para nosotros es
totalmente desconocido.

La Historia
Según el estudio de Greshake , desde el año 200 consagraba el
aceite, para que el Espíritu Santo obrara por medio de él la sanación
de los enfermos. Según una carta del año 416, el Papa Inocencio I
llama Sacramento a la Unción de los enfermos. Según este
documento, este sacramento no era administrado sólo por los
sacerdotes. Eran los mismos fieles los que lo llevaban y
administraban a los enfermos. Desde el siglo V, el jueves santo, el
obispo consagraba el aceite y lo entregaba a los fieles para que lo
llevaran a sus casas para atender a sus enfermos.
Ansel Grün escribe: "Sería conveniente reconsiderar esta
práctica en un momento en que buscamos formas adecuadas para
la Unción de los enfermos y discutimos sobre su administración por
parte de agentes pastorales". ("La unción de los enfermos", San
Pablo, Madrid, 2000). Habría que recordar la carta del Papa
Inocencio por la que se nos informa que en los primeros tiempos de
la Iglesia también los laicos administraban el sacramento de la
Unción de los enfermos.

La Enfermedad
Antes de reflexionar en el Sacramento de la Unción de los
enfermos, es preciso reflexionar sobre la situación del enfermo. La
enfermedad provoca, por lo general, una crisis en el enfermo. Es
tiempo de tentación, en que el espíritu del mal aprovecha para
sembrar la cizaña del temor, de la desesperanza. El enfermo se
enfrenta, primero, con el dolor, la debilidad; luego con sus
consecuencias: a veces, escasez de dinero para médicos y
medicinas; imposibilidad de trabajar, de movilizarse. El enfermo se
da cuenta de que los demás no lo pueden atender como él quisiera,
que se olvidan de él. El enfermo, entonces, comienza a sentirse
como "una carga pesada" para su familia. Piensa que los demás lo
abandonan. Hasta llega a pensar que Dios lo ha abandonado
también.

53
El caso de Job es muy típico al respecto. Al principio, Job, ante
todas sus calamidades, decía: " Dios me lo dio, Dios me lo quitó" (Jb
1 ,21). Todo muy ejemplar. Pero, conforme fueron arreciando las
interminables desgracias, Job comenzó a cuestionar la acción de
Dios. Job se consideraba bueno, ¿por qué, entonces, Dios lo
castigaba de esa manera? En sus razonamientos negativos, Job
pensaba llevar a Dios a un juzgado con la seguridad que ganaría el
pleito, pues él era bueno: no había motivo justificado para que Dios
lo tuviera en esa calamitosa situación.
A Job le fallaron su familia y su comunidad. Su esposa,
exasperada por todo lo que sucedía, le dijo: " Maldice a Dios y
muérete" (Jb 2,9). Sus amigos, con complejo de teólogos, lo
hundieron más, porque se empecinaron en que si lob estaba
pasando por esa situación tan espantosa, debía ser porque tenía
algún pecado grave escondido. Más tarde, cuando interviene Dios,
les dice a estos falsos teólogos: "Ustedes hablaron mal de mí" (Jb
42,7). Es decir, ese Dios que ustedes presentan, no soy yo. Una
familia poco cristiana, le va fallar a su enfermo. Personas con
criterios antievangélicos con respecto a la enfermedad, no son las
personas apropiadas para "consolar" al enfermo.
Un enfermo con conceptos no cimentados en la Biblia, puede
hundirse más él mismo. Algunos, por ejemplo, dicen: "Esta
enfermedad que Dios me envió..." Esto va contra la revelación del
mismo Dios en la Biblia. Dios es un "papá" bueno. Un padre bueno
no le envía enfermedades a sus hijos' Los que creen que Dios se está
vengando de ellos, manifiestan un concepto de un Dios futbolista,
que devuelve las patadas que le dan. Este concepto de Dios no le
ayuda para nada al enfermo para su sanación.
Hacia el final del libro de lob, ante los cuestionamientos, llenos
de rebeldía de Job, Dios interviene y somete a Job a un test como de
unas setenta preguntas. En resumidas cuentas, Dios le preguntaba:
"¿Dónde estabas tú cuando yo creaba el cielo, la tierra, los montes,
los animales?" Job quedó apabullado. Se dio cuenta de su error.
Hundió la frente en el polvo y pidió perdón por su proceder retador.
En ese momento, Job quedó totalmente sanado. Pero Dios no le dio
ninguna "explicación" de por qué había permitido todas esas
calamidades para él. Y eso es lo que no debemos perder de vista. El
mal, el sufrimiento son un misterio. A Dios no lo podemos someter
a un test de retadoras preguntas. Ante Dios, no nos queda más que,
como Job, taparnos la boca y permanecer hincados, sabiendo que él

54
es Padre bondadosísimo, y que "todo resulta para bien de los que
aman a Dios" (Rm 8,28).

Encontrarle sentido a la enfermedad


Pablo tenía una "espina", que lo hacía sufrir. Algunos creen que
fueran ataques epilépticos o enfermedad de la vista. Pablo, después
de rezar muchas veces para obtener la sanación, sin lograrla,
recibió la revelación de Dios: el Señor le dijo que esa espina la había
"permitido" para que no se envaneciera por sus muchos dones
espirituales. Pablo, entonces, decía que se sentía fuerte cuando se
sentía débil, porque lo que prevalecía en él era el poder de Dios
(2Co12, 10). Pablo, de esta forma, le había encontrado sentido a su
"espina".
Walter Scott y Lord Byron eran dos famosos escritores. Los dos
eran cojos. Walter Scott se mostraba sereno, con gozo. Era un
cristiano convencido. Byron, en cambio, era un hombre lujurioso y
amargado. No había logrado encontrarle sentido a su enfermedad.
Junto a la cruz de Jesús había dos ladrones. Los dos, al principio,
insultaban y maldecían a Jesús. Uno de los ladrones, al oír a Jesús y
verlo cómo se entregaba a Dios por la salvación del mundo, se
convirtió. De la maldición pasó a la oración. Le encontró sentido a
su sufrimiento. No basta sufrir para santificarse. El dolor a unos los
hace mejores, a otros les endurece el corazón. La diferencia
consiste en que los cristianos, a la luz de la cruz, le encuentran
sentido a su enfermedad, a sus sufrimientos, y pasan de la rebeldía
a la oración. Esta conversión abre sus corazones para la salvación,
que Jesús quiere llevarles.

Jesús viene a sanar


Por medio de la Unción de los enfermos, Jesús se le acerca al
enfermo como el buen samaritano, que con aceite quiere sanar sus
heridas. Por medio del sacramento de la Unción, el enfermo se
acuerda de que Jesús afirmó que venía a "vendar los corazones
heridos" (Is 61, 1). Se acuerda también del Señor' que, al acercarse
al enfermo de la piscina de Betesda, le dijo: " ¿Quieres ser sanado?".
O le viene a la mente el caso del leproso, que se acerca a Jesús y le
dice: "Si quieres, puedes sanarme", y al Señor que le responde: "Sí,
quiero. Queda limpio" (Mc 1,41). Todas estas escenas le pueden

55
ayudar al enfermo para sentirse como uno de los enfermos a los qr-
re se le acercó el Señor y lo sanó.
Jesús no sólo vino a sanar, sino que también envió a sus
discípulos a sanar a los enfermos y a expulsar espíritus malos. En
lo que respecta a los laicos, esto se evidencia mejor en el capítulo
décimo de san Lucas, en donde el Señor envía a otros 72 discípulos
también a sanar y expulsar espíritus malos. A los72 discípulos Jesús
les ordena: " Sanen a los enfermos que haya allí, y díganles: el reino
de Dios se ha acercado a ustedes" (Lc 10,9) San Marcos describe con
exactitud qué fue lo que hicieron los discípulos en su misión; dice
Marcos: "Ellos salieron a predicar y exhortaban a la conversión.
Expulsaban muchos demonios, UNGIAN con aceite a muchos
enfermos y los sanaban" (Mc 6,12). Según este texto de Marcos,
parte integrante de la evangelización era la sanación de los
enfermos.
Esto también se ve reflejado en la orden que da Santiago de
llamar a los presbíteros para que unjan a los enfermos en una
oración de fe para que sean sanados. Cuando Jesús envía a sus
discípulos, los respalda con su poder. Por eso dice Jesús: "En mi
nombre impondrán las manos y los enfermos quedarán sanados" (Mc
16,18). Todo cristiano es enviado por el Señor con "su poder" , para
evangelizar, para sanar y para expulsar espíritus malos. Esto no es
algo "optativo", sino un "mandato" del Señor para todos sus
discípulos. Habría que preguntarse si nos sentimos enviados con el
poder del Señor, no sólo para evangelizar, sino también para sanar
a los enfermos y expulsar espíritus malos. La experiencia
demuestra que en nuestra Iglesia la inmensa mayoría, de
sacerdotes y laicos, no se siente incluida en este mandato del Señor.

La fe del enviado
Y, aquí, un problema muy delicado. El enviado, muchas veces,
tiene que suplir la poca o nula fe del enfermo. En el caso del
paralítico, que le llevaron en camilla a Jesús (Mt 9,2), lo que contó
fue la fe de sus amigos. Se valieron de todos los recursos para
acercar al enfermo a Jesús. El texto bíblico anota que Jesús "viendo
la fe de ellos, sanó al paralítico" (Mt 9, 2). Lo que contó fue la fe de
los amigos. Fue la fe de la madre cananea, la que valió ante el Señor
para la sanación de la hija (Mc 7,26). Fue la fe del centurión romano,
la que obtuvo la sanación de su sirviente. Fue la fe del alto oficial, la
que logró que Jesús sanara a distancia a su hijo, que estaba

56
gravemente enfermo (Jn 4 ,50)' Por eso, cuando un cristiano,
cruelmente, le dice al enfermo: "Usted no se cura porque no tiene
fe", se está acusando él mismo, ya que ante Jesús cuenta, de manera
especial, la fe del intercesor, del enviado a sanar. Los enfermos,
muchas veces, se encuentran en una crisis muy grande de fe, y lo
que cuenta, en ese momento, es la fe del que ha sido enviado por
Jesús para sanar'.

Sentido de la Muerte
Hay circunstancias en que el enviado a orar por el enfermo tiene
que aceptar que al enfermo le falta poco tiempo, que tiene una
enfermedad terminal. Entonces, sin ningún temor, debe
industriarse para ayudarlo a ver la realidad y a prepararse para ese
paso tan decisivo de su vida. Al profeta Isaías le tocó, de parte de
Dios, llevarle la noticia al Rey Ezequías de que pronto iba a morir.
Ezequías se deprimió totalmente, pero con fe inquebrantable
comenzó a clamar a Dios entre lágrimas, suplicándole que lo
sanara. El profeta Isaías ya estaba por salir del palacio, cuando el
Señor le ordenó que regresara y que le dijera al rey que le concedía
quince años más de vida. Este caso es sumamente aleccionador. A
veces el médico ya dictaminó que al enfermo le quedan pocos días,
pero resulta que es el médico el que muere y el enfermo continúa
viviendo. Lo cierto es que sólo Dios sabe la fecha exacta de nuestra
muerte.
El tema de la muerte, por lo general, se elude en nuestra
sociedad. El hombre moderno cree que con sólo no hablar de la
muerte, las cosas se van arreglar solas. No es así. Hay que ayudar al
enfermo con enfermedad terminal a prepararse para ese paso
importantísimo de su existencia. No se le hace ningún mal. Todo lo
contrario, se le hace un gran bien.
La Unción de los enfermos, en este caso, se convierte en la
extrema unción, que prepara al enfermo para que no se sienta solo,
para que confíe en que Jesús lo acompañará. Él dijo: "En la casa de
mi Padre hay muchas moradas. Voy a prepararles una, y cuando la
prepare volveré para llevarlos, para que ustedes estén donde yo
estoy" (Jn 14,2-3). Sería el caso de enfocar la muerte como nuestro
encuentro tan deseado con Jesús. La consecución de la salud total,
ya no habrá médicos, ni medicinas, ni ambulancias. Dice el
Apocalipsis que en nuestra nueva y definitiva morada no habrá
"luto, ni dolor, ni lágrimas" (AP 21 ,4).

57
San Juan Bosco estilaba hacer, mensualmente, con sus jóvenes,
lo que llamaba el "ejercicio de la buena muerte". Cada mes se hacía
un breve retiro espiritual, en el que cada uno se preguntaba cómo
se encontraba en ese instante, si Dios lo llamara a la eternidad. Los
jóvenes habían asimilado con naturalidad el tema de la muerte.
Tanto es así, que cuando Don Bosco, con su don de "palabra de
ciencia", anunciaba que dentro de dos meses iban a morir dos
jóvenes del oratorio, no cundía el pánico; al contrario, todos se
aprestaban a encontrarse en buena relación con Dios por si acaso
les tocaba pasar a la eternidad.
En ese trance hacia la eternidad, la Unción de los enfermos, más
que nunca, tiene el sentido de viático, para sentirse acompañados y
dirigidos por Jesús hacia la morada que nos ha preparado en la
eternidad.

EL RITO DE LA UNCION DE
LOS ENFERMOS
La Aspersión

Un Sacramento es "un signo eficaz de la Gracia”. Lo importante


es que no se quede sólo en signo, sino en que la Gracia pueda llegar
al que recibe el Sacramento. En la Unción de los enfermos, hay
variedad y riqueza de símbolos, que deben ayudar al enfermo a
abrirse a la sanación, que se está implorando por él.
Se inicia el rito con una "aspersión" con agua bendita, que nos
recuerda que en nuestro Bautismo hemos sido hundidos en Jesús,
limpiados con su sangre preciosa, constituidos templos del Espíritu
y, Santo y hechos hijos de Dios. El pensamiento de nuestro
Bautismo, que nos ha limpiado y convertido en hijos de Dios, es
sumamente curativo. Nos recuerda que estamos en manos de Dios
Padre, que nos envió al mundo con un proyecto de amor, y quiere
que ese proyecto se cumpla al pie de letra en nosotros. Quiere lo
mejor para nosotros, a pesar de que las circunstancias de la
enfermedad y el dolor, tal vez, lleven a pensar en lo contrario. En su
bautismo, Jesús escuchó la voz del Padre que decía: "Éste es mi Hijo
amado". En nuestro bautismo resonó la misma voz; Dios dijo: "Tú
eres mi hijo amado". En la enfermedad, este recuerdo nos ayuda a

58
confiar en la bondad de Dios, que se sigue preocupando por
nosotros. Debe ser una "vivencia sanadora".
El agua bendita con que se rocía la habitación del enfermo,
también es símbolo del poder de Jesús contra las presencias
malignas. La carta a los Efesios, expresamente, nos asegura que
estamos rodeados de influencias diabólicas, que quieren
destruirnos, pero que contamos con la armadura de Dios para no
ser vencidos. El agua bendita nos invita a invocar el poder de Jesús
contra toda mala presencia que quiere impedir nuestra sanación y
liberación. Hay que tener presente que muchas casas están
contaminadas de presencias malas por culpa de sus habitantes, que
han frecuentado centros de espiritismo, de adivinación, de brujería;
por vivir constantemente desligados de la bendición de Dios. El
agua bendita debe invitar a invocar el poder, que Jesús nos ha dado
contra el mal.

La proclamación de la Palabra
Por medio de la lectura y comentario de algún pasaje de la Biblia,
el enfermo puede volver a escuchar a Jesús que habla. Si se escoge un
pasaje de sanación, seguramente, el enfermo escuchará la "buena
noticia" de Jesús, que lo ayudará para el aumento de su fe, ya que,
como dice la misma Biblia: "La fe viene como resultado de oír el mensaje
que nos habla de Jesús" (Rom 10,17). Si el corazón del enfermo está
cerrado por el pecado, la Palabra se le va hundir como espada de doble
filo y llegará hasta los rincones oscuros de su corazón para
iluminarlos.
Sobre todo, lo importante es que el enfermo pueda escuchar a
Jesús que le dice: "Vengan a mí los que están agobiados y cansados, yo
los haré descansar. Tomen mi yugo y aprendan de mí que soy manso
y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas" (Mt 11
,28-29). También la Palabra le ayudará a visualizar a Jesús, que le dice:
" ¿Quieres sanarte?" (Jn 5,6)Cuando Ezequiel se "comió" el libro de la
Palabra, la sintió como miel en sus labios (Ez 3,3). La Palabra de Jesús
por medio de la Biblia será para el enfermo consuelo, fortalecimiento,
sanación.

Rito Penitencial
Todo lo anterior, prepara al enfermo para que el Espíritu Santo
lo "convenza" de pecado, y lo ayude a sacarlo de su corazón. Cuando

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a Jesús le llevaron un paralítico para sanarlo, el Señor detectó
pecado en el enfermo, y, por eso, antes de sanarlo, lo ayudó a
arrepentirse de sus pecados. Luego lo sanó. El pecado en el corazón,
impide que ingrese la sanación de Dios. Es de suma importancia
que el enfermo comience por limpiar su corazón. El libro del
Eclesiástico, muy claramente, indica que el enfermo para obtener la
sanación, debe comenzar por "purificar su corazón de todo pecado"
(Eclo 38,10).
Santiago promete curación para el enfermo, cuando hay oración
de fe, pero también dice: "Confiésense unos a otros sus pecados y
oren unos por otros para ser sanados" (St 5, 1 6). La confesión ayuda
a limpiar el corazón y a abrirse a la sanación.
Muchos de los enfermos, llevan mucho tiempo sin confesar sus
pecados. Este momento de crisis física y psicológica es propicio
para que se afloje su corazón y acepten confesarse y recibir el
perdón y la sanación. La Unción de los enfermos no es un "rito
mágico", que surte efecto con sólo administrarlo. Se necesita la
cooperación del enfermo: la fe, el arrepentimiento, la confesión de
los pecados.

La Comunión
Nada tan consolador y sanador como la santa comunión en el
momento de la enfermedad. La mujer hemorroísa con sólo tocar el
manto de Jesús quedó sanada. Hay que hacerle ver al enfermo que
él va a tocar el Cuerpo de Cristo; que Jesús lo va a tocar a él. Que la
santa Comunión es la mejor medicina para los males de su espíritu
y de su cuerpo. Las demás personas, que están presentes, si están
preparadas, pueden comulgar también. ¡Qué mejor apoyo para el
enfermo que acompañarlo con la santa comunión! En Lourdes y en
Fátima, las grandes sanaciones se realizan en el momento de la
comunión o de la procesión con el Santísimo Sacramento.

La Unción
Con todos estos preparativos, el enfermo ya está preparado
para experimentar la Unción con el óleo de los enfermos. Por medio
de la imposición de manos del sacerdote y de los miembros de la
familia, el enfermo debe experimentar el amor de Jesús, que, como
buen samaritano, se inclina hacia él y lo unge con el aceite de su

60
amor. Dice la carta a los Romanos: “El amor de Dios ha sido
derramado por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido
concedido" (Rm 5,5).
Al leproso, que se acercó a Jesús pidiendo sanación, el Señor
comenzó por imponerle las manos para que viera que no le tenía
repugnancia. Luego oró por él y lo sanó. La imposición de manos de
los familiares del enfermo simboliza el amor de Jesús, que se sirve
de la comunidad para llegar al enfermo. Jesús prometió que a los
que creyeran les acompañarían señales; Jesús detalla una de esas
señales, cuando promete: " Impondrán las manos sobre los enfermos
y quedarán sanados" (Mc 16 ,18).
El aceite en la antigüedad era símbolo de purificación y
sanación. Se usaba como medicina. El Sacramento de la Unción
quiere hacerle experimentar al enfermo el amor y la sanación del
Señor, que se acerca a él, para sanarlo totalmente o para
fortalecerlo contra la enfermedad y el sufrimiento. El Ritual
presenta varias oraciones, que se pueden hacer por el enfermo. Las
oraciones espontáneas, que cada uno de los presentes hace, logran
que el enfermo se sienta amado, tomado en cuenta, que
experimente el amor de Dios por medio del amor de sus hermanos,
que lo rodean e interceden por él en ese momento crítico de su vida.
La "Bendición final" del rito es como una síntesis de lo que el
Sacramento de la Unción realiza en el enfermo. Dice el Ritual:
"Jesucristo, el Señor, esté siempre a tu lado para defenderte. Que él
vaya delante de ti para guiarte y vaya tras de ti para ayudarte. Que
él vele por ti, te sostenga y te bendiga. La bendición de Dios
todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre nosotras
y nos acompañe siempre. Amen".
Con frecuencia, la gente tiene fe en medicinas, en inyecciones,
en hierbas, en brujos, en curanderos, y no tiene fe en el Sacramento
de la Unción, que Jesús dejó, precisamente, para los enfermos. El día
que, por medio de una "nueva Evangelización", los fieles descubran
el valor curativo del Sacramento de la Unción de los enfermos, van
a comprobar lo que dice el Evangelio de San Marcos, al referirse a
la actividad de los discípulos. Dice el texto bíblico: "UNGIAN a
muchos enfermos y los SANABAN" (Mc 6, 13). A través del
Sacramento de la Unción de los enfermos, Jesús por medio del
sacerdote y la comunidad, sigue sanando a los enfermos, porque
"Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre" ( Hb 8,13)

61
SANACION EN
EL MATRIMONIO

Es muy frecuente que se llegue al matrimonio después de un


noviazgo de duras peleas e incomprensiones, en que los novios se
han herido mutuamente. No es raro que a esto se sume también la
experiencia de pecado, de relaciones prematrimoniales o de
embarazos prematuros. A todo esto se añade el miedo al futuro, el
temor de no haber escogido a la persona apropiada para vivir el
resto de la vida, y el nerviosismo familiar que precede la boda.
Muchos matrimonios se inician «enfermos», con todas estas
situaciones psicológicas y espirituales, que impiden la serenidad,
que debería acompañar a los novios antes de hacer una opción tan
trascendental, como es la del sacramento del Matrimonio.
En estas circunstancias, el sacramento del Matrimonio,
recibido con las debidas condiciones, trae un efecto sanador para la
pareja de novios. La confesión previa al matrimonio, la oración, la
bendición propia del sacramento logran que los novios se sientan
perdonados, amados por Dios, bendecidos y equipados
espiritualmente para iniciar el peregrinaje por la vida en compañía
del cónyuge, después de haberse perdonado mutuamente. El
sacramento del Matrimonio introduce en la vida de los novios un
efecto sanador, que los ayuda a iniciar algo nuevo en sus vidas.

La fe necesaria
Pero el sacramento del Matrimonio no consiste en una simple
fórmula de tipo químico que, una vez realizada, produce el efecto
esperado. Para recibir la gracia del Sacramento y los efectos
sanadores del mismo, se necesita fe. Fara muchos el sacramento del
Matrimonio se reduce a un rito religioso, que se realiza por fuerza
de la costumbre. Habría que preguntarse si los novios, en estas
circunstancias, de veras, han recibido la bendición de Dios para su
vida matrimonial.
Adán y Eva - la primera pareja -, al principio, recibieron la
bendición de Dios; platicaban con él, había armonía con Dios y
entre ellos mismos. Luego optaron por un camino distinto del que
Dios les había señalado" Escogieron el camino engañoso del

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pecado. Fue en ese momento en que después del gozo del principio,
los encontramos «escondidos», enfermos, temblando de miedo.
Dios los fue a buscar. Ellos creían que los iba a aniquilar. En cambio
Dios los buscó y les echó encima unas pieles, pues estaban
totalmente desnudos, desamparados. Dios no los aniquiló, sino que
les dio una nueva oportunidad: podían volver al paraíso, después
de una larga purificación.
A muchos matrimonios les sucede lo mismo que a la primera
pareja: después de los esplendores del principio, se introducen los
pleitos, las incomprensiones, los insultos, la infidelidad
matrimonial. Vienen, entonces, el resentimiento, el odio, la
frustración. Ya no platican con Dios. Se "esconden" de Dios, como
Adán y Eva. El matrimonio se «enferma». Un matrimonio enfermo
comienza a ser una sucursal del infierno.
Afortunadamente Dios nunca nos deja solos. Siempre nos va a
buscar, cuando andamos huyendo de su presencia; siempre nos
echa encima las pieles de su misericordia. Cuando los matrimonios
se dejan encontrar con Dios, él los libra del miedo, del terror, los
perdona y los ayuda a perdonarse. Los anima a reanudar el diálogo,
que se había interrumpido.

Como en el arca de Noé


El arca de Noé es una buena imagen del matrimonio, que pasa
por momentos tormentosos. Para Noé y su familia, en al arca,
fueron días de crisis durante el diluvio: miedo, incertidumbre,
tragedia a su alrededor. Cuando Noé quiso salir del arca para llevar
nuevamente una vida normal, primero, envió fuera del arca una
paloma y un cuervo para saber si las aguas ya habían bajado. El
cuervo no regresó, porque encontró un exquisito plato de
podredumbre que flotaba en las aguas. Lo putrefacto le encantó, La
paloma volvió inmediatamente. Noé dedujo que las aguas no
habían bajado todavía, pues la paloma sólo se puede posar sobre lo
limpio.
Después de varios días, Noé envió otra paloma, que volvió con
un ramo de olivo en el pico. Noé dedujo que las aguas todavía
llegaban hasta las copas de los árboles. Esperó unos días más antes
de enviar otra paloma, que ya no volvió. Noé, entonces, dedujo que
ya habían bajado totalmente las aguas, pues la paloma había podido
posarse en lugares limpios. Por eso no había regresado.

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Con el matrimonio pasa lo mismo. Hay momentos de crisis en
los que abundan el temor, la ira, la frustración. Lo primero que hay
que hacer para que se pueda volver a la normalidad, es expulsar del
arca de la familia el cuervo del pecado: adulterio, borracheras,
odios, rencores. Mientras el cuervo del pecado habite dentro del
hogar, no hay bendición de Dios. El pecado no puede cohabitar con
la bendición. La paloma del Espíritu Santo, que trae el ramito de
olivo de la paz, sólo puede posarse en un lugar limpio. Donde reina
la Gracia de Dios.
El segundo paso que dio Noé, fue abrir la ventana para que
ingresara la paloma, que traía un "ramito de olivo", signo de la paz.
Una vez expulsado el pecado, hay que abrir la ventana de la
humildad. El resentimiento es un taladro que destruye la vida
matrimonial. Perdonar quiere decir humillarse, ceder. San Pedro,
que tuvo experiencia de casado, les escribió a los cónyuges'.
"Tengan un mismo pensar y un mismo sentir, sean compasivos,
ámense como hermanos, sean misericordiosos y humildes" (1P
3,8). Pedro acentúa lo que significa la humildad para que en el
matrimonio haya un "mismo pensar y sentir". Mientras por orgullo
no se abra la ventana del perdón, no podrá ingresar la paloma del
Espíritu Santo, que es portadora de la paz de Jesús.
Los psicólogos y psiquiatras pueden ayudar a la familia para
que busquen caminos de reconciliación y armonía; pero mientras
del arca del hogar no se haya expulsado el cuervo del pecado y no
se haya abierto la ventana del perdón, no se puede llegar a una vida
de paz y salud espiritual y psicológica en el matrimonio. Está bien
que los de la familia busquen ayuda de consejeros matrimoniales,
de terapeutas. Lo cierto es que mientras Jesús sea un ausente en el
hogar, no podrá ingresar la paz de Dios, que sólo nos puede dar
Jesús por medio del Espíritu Santo. Una paz muy distinta de la que
ofrece el mundo.
Cuando los apóstoles afrontaron la tormenta en el mar, se
llenaron de miedo, de terror. Hubo gritos, regaños, nerviosismo.
Apenas despertaron a Jesús, que dormía en la barca, todo cambió:
la tormenta se convirtió en una paz inigualable. Mientras los de la
familia en conflicto no despierten a Jesús por medio de la oración y
la reconciliación, no pueden esperar la paz de Jesús.
En el Apocalipsis, Jesús resucitado se exhibe tocando a la puerta
de una casa y diciendo: " He aquí que estoy a la puerta y llamo; si
alguno oye y abre, entraré y cenaré con él " (Ap 3, 20). Jesús quiere

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ingresar en los hogares enfermos, para llevarles sanación espiritual
en las crisis que atacan a los hogares. Jesús ofrece cenar con la
familia, pero la familia tiene que abrir la puerta: Jesús no ingresa a
la fuerza; respeta la libertad. Toda familia, que se expone a la
predicación bíblica o a la meditación de la Palabra de Dios y a la
oración familiar, podrá escuchar con claridad los toques de Jesús a
la puerta de su casa. Si se atreven a abrirle, no para que sea un
huésped, sino el Señor de su casa, van a experimentar lo que es la
paz de Dios, que supera todo entendimiento (Flp 4,7).
Lo indispensable es que cuando lleguen las tormentas, que
nunca faltan, los de la familia, estén seguros de que Jesús va en su
barca, y que pueden "despertarlo" con una oración clamorosa
salida del corazón. Bien decía san Pablo: " Si el Señor está con
nosotros, ¿quién contra nosotros?”(Rom 8,31). Si el Señor va en la
barca familiar, se tiene la garantía de que toda tormenta se calmará
ante la voz de mando del Señor.

El problema económico
Uno los problemas más comunes, que enferman a los
matrimonios, son los asuntos de tipo económico. Según los
investigadores matrimoniales, es un problema que suscita muchas
crisis matrimoniales. Un matrimonio cristiano, debe tener muy
presente que Jesús se anticipó a sanar, preventivamente, este
problema familiar, cuando dijo: "No se AFANEN diciendo: “¿Qué
vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?"
(Mt 6,31). Los padres de familia, al oír estas palabras, pensarán:
"¿Cómo que no nos vamos a afanar por la comida y el vestido, si es
por lo que nos tenemos que matar a diario?" Lo que hay que
acentuar en las palabras de Jesús es el verbo "afanarse" es decir,
preocuparse más de la cuenta, hasta el punto de llegarse a
"enfermar" psicológica y físicamente.
Jesús da la solución a este problema familiar, cuando dice: " Por
esas cosas se afanan los paganos; su Padre celestial ya sabe que
ustedes necesitan de todo eso" (Mt 6, 32). El que cree de corazón
que Dios es Padre bueno y bondadoso, no va a pensar que ese Padre
bueno lo va a dejar abandonado. Pero... atención: Jesús añade algo
esencial. “Busquen primero el reino de Dios y su justicia, y lo demás
se les dará por añadidura. Así que no se preocupen del mañana: el
mañana se preocupará de sí mismo. A cada día le basta con su
propio afán" (Mt 6,33-34).

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La promesa de Jesús no es para todos. Es sólo para los que
"buscan primero el reino de Dios y su justicia". Por otra parte, Jesús
no está prometiendo piñatas de dólares. Está garantizando que “lo
necesario", no les faltará a los que crean en un Dios Padre, pero que,
al mismo tiempo, vayan por el camino de la bendición, que señala
ese Padre bueno. Si alguien va por el camino de la maldición, de
antemano, el Señor le dice: "Ahí, no estoy yo. Ahí no está mi
bendición". Vivir con este pensamiento en un Dios Padre, es
sumamente liberador y sanador para todo matrimonio, para su
familia.

Una sola carne


"Una sola carne", fue la acertada expresión que empleó Dios
cuando habló del matrimonio. Dos que buscan ser una sola persona.
“Un mismo pensar y un mismo sentir", dice san Pedro (1P 3,8). La
unión íntima entre los esposos es la expresión perfecta de su amor,
bendecido por Dios con un sacramento.
El castigo sexual, es una de las plagas que enferma a los
matrimonios. Produce resentimiento, odio, frustración, desquites.
El castigo sexual, muchas veces, empuja a uno de los cónyuges al
adulterio. Muchos hijos, "nacidos en la calle", como dice el pueblo,
son producto de esos "castigos", que enferman de gravedad a los
matrimonios. San Pablo puso sobre aviso a los matrimonios,
cuando escribió: "No se nieguen el uno al otro (...) No sea que por
no poder dominarse, Satanás los haga caer” (1Co 7 ,5). Muy claro:
no es la voluntad de Dios que el "castigo sexual" sea una arma
mortífera, de la que se eche mano en el matrimonio. A la larga, la
medicina se convierte en veneno. Por el contrario, el perdón, la
misericordia, son medicinas espirituales que sanan y devuelven la
salud al matrimonio enfermo.

Oración en pareja
La Biblia expone el caso de dos novios, que tenían muchas
dificultades para su casamiento. Sara había tenido malas
experiencias en sus matrimonios anteriores: siempre se le había
muerto el esposo la noche de su boda. La Biblia da a entender que
existía de por medio una presencia maligna. Por eso lo primero que
hizo el novio Tobías la noche de su boda, fue invitar a su esposa a
ponerse de rodillas y a enfrentar el porvenir con la bendición de

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Dios. La oración fue poderosa y logró terminar con la raíz de mal
que había en la vida de Sara (Tb 8).
La oración de los esposos desata un poder sanador
inimaginable. Cuando los esposos están orando de rodillas, se
derrama sobre ellos el Espíritu Santo. Dios invade sus corazones,
los sana, los protege contra el mal. No hay como la oración en pareja
para alejar toda presencia maligna y para atraer las bendiciones de
Dios. No hay como la oración de los esposos para que Dios sane sus
corazones enfermos y para que los llene de la presencia sanadora
de su Espíritu Santo.
Alguien escribió que es imposible divorciarse de la esposa con
la que se reza todos los días. Y así es. Porque en medio de ellos está
el poder de Dios. Pero, lo cierto es que muchas parejas no conocen
lo que es la oración familiar. Tienen «vergüenza»; creen que es algo
«raro)), cuando debería ser lo normal de todos los días que esposo
y esposa oraran juntos, si de veras creen en Dios. Es muy difícil la
sanación espiritual de los matrimonios en los que la oración está
ausente, en donde se recurre a la oración sólo en los momentos de
emergencia económica o ante alguna tribulación muy grande.
Los novios de la boda de Caná de Galilea tuvieron la maravillosa
idea de invitar a su fiesta a la mamá de Jesús. Eso los salvó de un
chasco muy grande. Cuando se terminó el vino, la Virgen María
corrió a donde estaba Jesús, para exponerle el delicado caso de
aquel incipiente matrimonio. Jesús cambió el agua de seis tinajas en
el rico vino, que tanto agradó a los comensales. La Virgen María ha
sido dejada por Jesús como Madre de la Iglesia, de los matrimonios;
sobre todo, en favor de los matrimonios con problemas.
Todo matrimonio cristiano no deja de imitar a los novios de
Caná de Galilea: invita a la Virgen María. Ya se sabe que en los
momentos críticos, que nunca faltan en los matrimonios, la Virgen
María no se quedará de brazos cruzados. Ella es «especialista» en
auxiliar a sus hijos en problemas. La presencia de la Virgen María
en un hogar es una presencia sanadora, porque ya se sabe que ella,
al encenderse la luz roja de los problemas, saldrá corriendo hacia
Jesús para implorar su milagrosa intervención. Son muchos los
matrimonios cristianos que pueden dar fe de que la Virgen María
no ha permitido que les falte el vino de la armonía, de la bendición
de Dios.

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La renovación
Es muy saludable que los matrimonios, con frecuencia,
«renueven» sus votos matrimoniales. El motivo salta a la vista. Con
mucha facilidad, los esposos se hieren mutuamente, se distancian
espiritualmente, aunque sigan viviendo bajo el mismo techo. La
infidelidad matrimonial una de las plagas de nuestra sociedad
moderna, lo mismo que el alcoholismo: han desequilibrado a
muchos hogares. Es por eso muy conveniente que los esposos
escojan algún momento oportuno, para «renovar» sus votos
matrimoniales. Para renovar su juramento de amor, de fidelidad.
Para revisar si su «alianza» con Dios no se ha roto o está muy
deteriorada.
No se trata de «repetir» el sacramento del Matrimonio, ya que
este sacramento «imprime carácter» para siempre y, por eso,
solamente, se administra una sola vez a la misma pareja. De lo que
se trata es de ponerse de acuerdo en la presencia de Dios para
renovar la alianza matrimonial, que se ha deteriorado de alguna
manera. Para esto se pueden aprovechar las «misas de
casamiento», a las que con frecuencia son convidados los cónyuges.
Al mismo tiempo que acompañan, espiritualmente, a los novios,
pueden revisar su matrimonio en la presencia de Dios. Pueden
aprovechar la ceremonia de la misa de matrimonio para renovar
sus votos matrimoniales, su alianza con Dios.
Un caso muy repetido es el de los matrimonios que asistieron a
la ceremonia sacramental de su matrimonio, pero sin tener las
debidas condiciones para hacerlo. Algunos carecían de fe auténtica.
Otros, recibieron el sacramento en pecado mortal. Dios es tan
bueno y misericordioso que, como a Adán y Eva, les da una nueva
oportunidad de rehacer sus vidas. Dios tiene "retenida" la
bendición matrimonial, que no pudieron recibir por falta de fe o por
estar en pecado grave. El Señor está dispuesto a entregarles la
bendición matrimonial "retenida” a los cónyuges, que se la vuelvan
a solicitar con fe y en gracia de Dios.
Debido a un cristianismo «de nombre», y no «de vida», es muy
común el caso de los que acudieron a la ceremonia religiosa de su
boda, pero que se quedaron sin recibir la bendición de Dios, porque
no tenían las debidas condiciones para recibir el sacramento. Es
urgente que estos matrimonios, después de una adecuada
preparación, renueven sus votos matrimoniales. Que su matrimo-
nio sea sanado «en la raíz» por la misericordia de Dios. Es urgente

68
que su casa deje de estar edificada sobre arena y que comience a
estar cimentada sobre la roca la palabra de Dios. Estas
«renovaciones» de los votos matrimoniales son de las sanaciones
más necesarias para muchos, y que pueden revolucionar su vida
cristiana y matrimonial para siempre.

Sanación en la Eucaristía
Nada tan sanante para los matrimonios y la familia entera
como la Eucaristía del domingo. En el Evangelio se lee que en la
piscina de Betesda (Jn 5,2), el ángel del Señor removía las aguas; los
enfermos que se metían a la piscina quedaban sanados. Nuestra
piscina de Betesda es la Eucaristía semanal. La santa Misa es el acto
de culto más importante de nuestra. Iglesia, y cuenta con elementos
muy apropiados para la salud espiritual de toda la familia. Durante
la misa es cuando más se remueven las aguas de sanación espiritual
y física.
Al inicio de la Misa, en el acto penitencial, se hace una
exhortación a quitar todo lo que impide que la gracia de Dios
ingrese en los corazones. En la Eucaristía sólo se puede participar
con el corazón limpio. San Pablo, en su carta a los Corintios invita a
"examinarse", antes de recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor, pues
el que comulga en pecado grave, come "su propio castigo” (1 Col
11,29). Se recuerda también lo que decía Jesús: “Si vas a presentar
tu ofrenda ante el altar y te acuerdas de qué tu hermano tiene algo
contra ti, deja tu ofrenda ante el altar y ve, primero, a reconciliarte
con tu hermano” (Mt 5, 23_ 24). Los esposos saben que el Señor les
exige "reconciliarse" mutuamente, si quieren que les llegue la
bendición, propia de Dios en la misa. Así comienza la sanación
espiritual en la Eucaristía.
La liturgia de la palabra es también muy cuestionante. San .luan
afirma que en una visión, cuando se comió el libro de la palabra,
sintió dulzor en la boca y ardor en el estómago (Ap 10,10).
Palabra nos cuestiona, nos arde dentro del corazón; nos exhibe
lo malo, lo que desagrada a Dios. Luego nos "endulza" con la
consolación y la iluminación de Dios. En la liturgia de la palabra el
Espíritu Santo habla a los esposos y les pide sacar lo malo de sus
corazones para poderlos llenar de su gozo, de su sanación. Por
medio de la palabra les indica cuál es la voluntad de Dios para ellos.

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El ofertorio es el momento del ofrecimiento. El pan, el vino, las
frutas, lo típico es algo muy simbólico. Pero lo que Dios les pide a
los esposos, en ese momento, es su corazón, su yo, que se entreguen
ellos mismos para hacer en todo su voluntad. San pablo nos invita
a ofrecernos “como hostias puras y agradables a Dios” (Rom 12, l).
En el ofertorio, los esposos le ofrecen a Dios su vida matrimonial,
su familia, su trabajo.
Algo más. Dios les pide a los esposos una ofrenda generosa; no
una limosna: Jesús no es limosnero. El desprenderse de algo
material para entregarlo a la casa del Señor, es muy sanante. Libera
del materialismo, que entorpece la vida espiritual del matrimonio.
La Madre Teresa decía que para que valga nuestra ofrenda nos debe
doler. Los esposos que con generosidad hacen su ofertorio
material, experimentan que eso es parte de su sanación de todo
materialismo, que, muchas veces, ahoga su vida espiritual.
Antes de la comunión se invita a los fieles a darse el abrazo de
la paz. Es una oportunidad de oro para que el esposo y la esposa
aprovechen ese gesto para pedirse y darse perdón por las malas
circunstancias, que han provocado durante la semana. Más que las
palabras, ese abrazo apretado en la presencia de Dios, lo expresa
todo. Es como decir: “perdóname lo que te hice sufrir esta semana;
tengo la buena voluntad de no repetir esas situaciones”.
Todo lo anterior, ha sido una preparación la comunión, para
cuando, de manera especialísima, somos. "tocados,, por el cuerpo y
la sangre de Cristo. La mujer hemorroísa del evangelio con solo
tocar el manto de Jesús quedó sanada de su enfermedad. Los
esposos deben confiar en ese toque extraordinario de Jesús en la
comunión. Jesús dijo: “el que come mi cuerpo y bebe mi sangre, tiene
vida eterna” (Jn 6, 54).
En el Evangelio de san Juan, “vida eterna”, significa la vida de
Dios, que comunica purificación, fortaleza, salud espiritual o física.
Los esposos deben estar seguros de que por la fe están siendo
limpiados en profundidad por la sangre de Jesús (1 Jn 1,7). Jesús los
sana de todo lo que entristece al Espíritu Santo. El mismo Espíritu
Santo los llena de la vida misma de Dios. La comunión con el Cuerpo
y la Sangre de Jesús es lo más sanate que nos podamos imaginar.
Pueden ir en paz es la despedida que el sacerdote hace a todos
los fieles, que han participado en la Eucaristía. Todo el que ha vivido
la misa, va con la paz de Jesús en su corazón. Siente el gozo del
Espíritu Santo. Esa paz y ese gozo son los que los esposos llevan a
70
su casa para iniciar su nueva semana de Gracia. La misa es la mayor
sanación que pueda haber para el matrimonio cristiano.

Un Adán y una Eva


Cuando Dios vio que Adán se encontraba solitario en el paraíso
dijo: "No está bien que el hombre esté sólo; le voy a hacer una ayuda
adecuada" (Gen 2,18). Adán, al recibir a su esposa, se emocionó y
dijo: "¡Ésta sí que es carne de mi carne!" Dios bendijo el primer
matrimonio y les entregó el universo para que fueran felices. La
Biblia afirma que ese primer matrimonio "hablaba con Dios" (Gen
3,8-9). Es decir, tenían íntima comunión con Dios; gozaban de su
bendición. A través de esta breve frase, captamos la esencia de un
matrimonio rebosante de gozo, de salud espiritual y física.
Si el matrimonio es una pareja, un Adán y una Eva que hablan
con Dios y experimentan el gozo del Espíritu Santo, deben alabar y
bendecir a Dios por esa gracia inigualable; pero hay que advertirles
a esos esposos que no se duerman, porque "la serpiente antigua"
(Ap 20,2) no ha muerto y quiere, a toda costa, meterse en su hogar.
Si el matrimonio es una pareja de un Adán y una Eva que ya no
hablan con Dios, que se esconden de Dios, que son un matrimonio
enfermo porque les falta lo principal: la comunión con Dios, hay que
recordarles que Dios fue a buscar a Adán y Eva, cuando se
escondieron y estaban temblando de angustia. Hay que invitarlos a
salir de su escondite, a confesar sus pecados, y asegurarles que
experimentarán las pieles de perdón del Señor sobre sus vidas y
que su matrimonio quedará totalmente sanado.
Dios no unió a los esposos frente a un altar para que fueran un
par de infelices, sino para que fueran una ayuda adecuada el uno
para el otro en el peregrinaje de la vida, y para que con el gozo del
Espíritu Santo caminaran con toda su familia hacia su morada
eterna, hacia la casa no hecha por mano de hombre, que Dios les ha
preparado en la eternidad.

71
SANACION EN EL
ORDEN SACERDOTAL

Vocación

Todo sacerdote es un "llamado" por Dios para una vida


consagrada totalmente a él en servicio de su pueblo. Cuando el
profeta Jeremías fue llamado por Dios, se puso a llorar; se
consideraba muy niño para poder cumplir con un compromiso tan
enorme. El Señor lo consoló y le dijo que no debía temer, porque él
lo acompañaría; le daría poderes para "arrancar" y también para
"plantar"; lo convertiría en una «muralla de bronce» contra los que
se le opusieran (Jn 1, 18).
El profeta Isaías también cuenta cómo fue su vocación. Al ver la
majestad de Dios, se sintió totalmente indigno del ministerio de
profeta al que Dios lo llamaba. Reconoció que era un hombre de
«labios impuros». Entonces, el Señor envió un ángel con un carbón
encendido para que le purificara la boca (Is 6,2-8).
Cuando Dios llama, se compromete a dar la Gracia necesaria - el
don _ para el ministerio que confía. Es lo que se llama «la Gracia de
estado». El sacramento del Orden Sacerdotal le confiere al
sacerdote la Gracia para cumplir el ministerio al que Dios lo llama.
Esto es una «sanación» muy grande contra el sentido de indignidad
y de temor, que experimenta todo el que es llamado al sacerdocio.
Durante todo su seminario, el candidato se pregunta si no se habrá
equivocado en enfilar por ese camino; si no será una vana
pretensión. Por medio del sacramento del Orden Sacerdotal, el
«purifica» Señor lo con el carbón encendido de su misericordia, y lo
convierte en «muralla de bronce, para hacer frente a las fuerzas del
mal. por medio de la “imposición de manos, del obispo, en el rito de
la ordenación sacerdotal, el ministro experimenta la sanación
espiritual, por medio de la cual se siente animado a seguir adelante
en la vocación a la que el Señor lo ha llamado.

La Biblia
Lo primero que Dios le pidió a Ezequiel, cuando lo llamó al
ministerio de profeta, fue que se «comiera» el libro de la Escritura

72
(Ez 3,1) El joven profeta experimentó que aquel libro era dulce
como la miel (Ez 3,3). También al apóstol Juan se le ordenó que se
comiera el libro de la palabra. San Juan testificó que había
experimentado «dulzor en la boca» y «ardor en el estómago» (Ap
10, l0). Al que es ordenado sacerdote, el obispo, en nombre de Dios
y de la Iglesia, le entrega la Biblia, que lo cuestionará, seriamente,
al mismo tiempo que lo consolará. Le servirá para cuestionar a
otros y también, para consolarlos. Eso significa el ardor y el dulzor,
que produce la Biblia cuando nos la comemos.
Para el sacerdote es un gran alivio que, por adelantado, le
entreguen el mensaje que debe llevar como profeta a la comunidad.
El sacerdote sabe que es un «heraldo» de Dios. Tiene que llevar el
mensaje de su Señor y no su propio mensaje. Esto le proporciona
seguridad y descanso en su ministerio sacerdotal.
Además, sabe que la Biblia será «lámpara a sus pies y antorcha
en su sendero» (Sal 119) Está seguro que se le entrega la Biblia en
nombre de Dios y de la Iglesia, para que sea su «Espada del Espíritu
Santo» (Ef 6,17), para que se defienda del «enemigo», y para que
defienda a la grey, que le ha sido encomendada. Esto es un gran
alivio para el joven sacerdote, que recibe con alegría la Biblia de
manos del obispo.
A Jeremías, muchas veces, el Señor lo envió con mensajes de
fuego para las ciudades: destrucción, muerte. Esto le acarreó serios
problemas no sólo con el pueblo, sino, sobre todo, con los falsos
profetas, que, para contentar al pueblo, llevaban mensajes
mentirosos de triunfo, que el Señor no les habría dado. Un día,
Jeremías se sintió totalmente deprimido, con ganas de tirar la toalla
en su ministerio de profeta.
Con desilusión, Jeremías comenzó a decirle al Señor: " Señor,
tú me has seducido y yo me dejé seducir " (Jr 20,7). Jeremías sufrió
inmensamente al ver que todos se volteaban contra é1. También
sus amigos sacerdotes. Le dolió que el mismo jefe de los sacerdotes,
Pasur, mandara que lo golpearan y le pusieran un cepo.
Jeremías quería apartarse de su ministerio de profeta; pero no
pudo hacerlo. El mismo profeta nos expone el motivo, cuando
escribe: "Si digo: No pensaré más en el Señor, no volveré a hablar más
en su nombre, entonces tu palabra en mi interior se convierte en un
fuego que me devora, que me cala hasta los huesos. Trato de
contenerla, pero no puedo" (Jr 20,9).

73
La Palabra de Dios, que lo había invadido totalmente, no
permitió que jeremías abandonara su ministerio profético.
Jeremías, después de su terrible crisis, al sentirse interpelado él
mismo por la Palabra de Dios, que lo quemaba por dentro, terminó
por decir; "Señor, tú estás conmigo como un guerrero invencible".
Sentir la presencia fuerte de Dios en su vida, le levantó totalmente
al ánimo a Jeremías, y de la queja pasó a la alabanza: " Canten al
Señor, alaben al Señor, pues salva al afligido"( Jr 20,13).
El sacerdote, como el sacerdote Jeremías, también tiene que
afrontar situaciones similares. Le toca pasar por momentos
difíciles, por depresiones, por predicar la Palabra, por denunciar la
injusticia y no contemporizar con los poderosos. También el
sacerdote en sus crisis espirituales, ante las murmuraciones y
contradicciones, es fortalecido por la Palabra de Dios, que, como
fuego dentro de él, le hace experimentar la presencia viva de Jesús
resucitado, que le dice, como al apóstol Juan: “No temas, yo soy el
primero y el último y el que vive” (Ap 1,17). Entonces el sacerdote,
pasa del lamento a la alabanza. Nada tan sanador para el sacerdote
como la oración de alabanza, por medio de la cual renueva su
compromiso profético con Dios. La palabra "Eucaristía" viene del
griego y significa: "Acción de gracias". Nada tan curativo para el
sacerdote en sus crisis espirituales como la Eucaristía, ese culto de
alabanza que lo fortalece y sana para continuar siendo portador del
mensaje de Dios para su pueblo.

Vestiduras
Tres son las vestiduras especiales que recibe el sacerdote para
ejercer su ministerio sacerdotal: el alba, la estola y la casulla.
EL ALBA - Blanca túnica de lino - le indica al sacerdote la pureza,
que Dios le exige en su ministerio sacerdotal.
EL CÍNGULO, cordón, que se ciñe alrededor de la cintura, le
recuerda que el Señor lo quiere como el fiel servidor, que tiene
siempre los «lomos ceñidos» en actitud de servicio al pueblo de
Dios.
LA ESTOLA es signo del poder, que, en nombre de Dios, se le
entrega al sacerdote para servir a la comunidad. Jesús a sus
discípulos los enviaba con «poderes». Poder para predicar, para
sanar, para expulsar espíritus malos. Estos tres poderes se le
confieren de manera especialísima al aspirante a ministro en su

74
ordenación sacerdotal. Un día, regresaron los discípulos
emocionados y le dijeron al Señor: « ¡Hasta los demonios nos
obedecían en tu nombre!» (Lc 10,17) Señor les respondió que no
debían extrañarse de eso, pues les había dado poder para caminar
sobre serpientes y escorpiones (Lc 10, 19). Todo sacerdote es
apartado y enviado con poder para ser otro Cristo en medio del
pueblo.
LA CASULLA, que significa «casita», es como una casita en la que se
deposita al sacerdote. Una casita de santidad y compromiso con
Dios y con los hombres. Esta casulla nos hace recordar el EFOD, que
usaba el sacerdote del Antiguo Testamento. Era como una especie
de delantal sobre la túnica y el manto. En cada hombrera llevaba
una piedra preciosa con seis nombres: los doce nombres de las
tribus de Israel. El sacerdote lleva sobre sus-hombros el peso de su
pueblo. Sobre el mismo efod, iba el pectoral: una bolsa cuadrada;
dentro iban doce piedras preciosas con los nombres de las doce
tribus de Israel. El sacerdote, al acercarse al altar, lleva junto a su
corazón los nombres de toda la comunidad que representa. La
casulla es signo del compromiso con Dios y con el pueblo. El
sacerdote está metido dentro de esa «casita» de Dios: ha sido
apartado para servir al pueblo en nombre de Dios. Para servir a
Dios en nombre del pueblo.
Gedeón era un hombre insignificante. El Señor lo llamó para
que fuera el líder de su pueblo. Gedeón le pidió al Señor varias
pruebas de que era él quien lo llamaba. El Señor se las concedió.
Cuando Gedeón comenzó a obedecer las órdenes del Señor, el texto
bíblico afirma: «El Espíritu del Señor se revistió de Gedeón» (Jc 6,
34). Según los críticos, ésta es la traducción literal del texto hebreo.
Las vestiduras sacerdotales le recuerdan al sacerdote que está
revestido de Cristo. Cristo se ha revestido del sacerdote para seguir
sirviendo a su pueblo. Esto, sin lugar a duda, es una «sanación»
enorme para el sacerdote, que está seguro que es Jesús el que sigue
actuando por su medio. El sacerdote tiene muy presente lo que
decía san Agustín: «Pedro bautiza, Jesús bautiza; Judas bautiza,
Jesús bautizar». El sacerdote, al verse revestido con ornamentos
sacerdotales, sabe que Jesús le ha prestado su vestidura, para que
sirva a su pueblo como él lo hacía.
Todo esto viene a complementarse con la unción de las manos
del candidato a sacerdote, que lleva a cabo el obispo. El aceite
significa consagración. Las manos del sacerdote quedan consa-

75
gradas para servir en las cosas santas. El aceite, en la antigüedad,
era considerado como una medicina. Su consagración con aceite,
símbolo del Espíritu Santo, le trae consolación al sacerdote. El
aceite le habla de la fuerte «unción del Espíritu Santo», que, de
manera especialísima, se le concede para el ministerio al que ha
sido llamado. Este aceite es «medicina» contra el temor al fracaso,
contra el miedo al serio compromiso, que Dios deposita en las
manos del sacerdote.

Intercesor
Un tipo del oficio de intercesor del sacerdote se encuentra en la
escena en que Moisés, en un monte, está orando con los brazos
levantados, para que su pueblo gane la batalla. Mientras Moisés
tiene levantadas las manos, el pueblo gana la batalla. Cuando
Moisés baja las manos por el cansancio, el pueblo comienza a
perder. Moisés comprende el valor de su oración intercesora. Pide
que le sostengan las manos. Aarón y Hur sientan a Moisés sobre una
piedra y le sostienen las manos para que estén siempre levantadas.
El sacerdote tiene un ministerio de, “intercesor” por excelencia.
Pero es débil; sus manos se cansan y se vienen para abajo. Esto le
causa frustración. Pero el sacerdote sabe que sus manos son
sostenidas por las oraciones del pueblo. Eso lo cura de su
frustración y lo anima, para dejarse sostener las manos por la
comunidad.
Otra estampa de Moisés como intercesor. El pueblo lo llama
para que vaya a la Carpa de los Encuentros, para pedir
discernimiento al Señor acerca de lo que tiene que hacer el pueblo
(Ex 33, 8-10). Moisés va a la Carpa de los Encuentros. Mientras él
está orando, cada uno del pueblo permanece a la entrada de su
tienda de campaña, unido en oración comunitaria. Si algo consuela
y sana al sacerdote, es saber que su ministerio no es «en solitario».
Está respaldado por la oración de la comunidad. Sus fieles saben
que su sacerdote, como hermano, es débil como todos; por eso la
comunidad se encarga de sostener en alto las manos de su
sacerdote por medio de la oración y su comprensión. Eso libera en
profundidad al sacerdote del temor que lo invade ante el cansancio,
propio del ministerio sacerdotal.

76
Sanados del Miedo
La ordenación sacerdotal de sus primeros sacerdotes la realizó
Jesús durante la última Cena. Después de consagrar el pan y el vino,
les dijo expresamente: «Hagan esto en memoria mía» (1Co 11,24).
Fue una orden tajante del Señor. Esta ordenación sacerdotal, por
así decirlo, fue complementada el día de la resurrección. Los
apóstoles se encontraban asustados, enfermos, en el cenáculo, con
un gran complejo de culpa porque habían negado a Jesús. De
pronto, el Señor se les apareció y comenzó su sanación espiritual.
Primero, el Señor comenzó diciéndoles: «Shalom». Con esta
palabra quiso que entendieran que los perdonaba y les entregaba
su paz. Les hizo ver que esa paz, que les regalaba, era el precio de
su sangre; por eso "les mostró las manos y el costado" (Jn20, 2O).
Luego añadi6 «Reciban el Espíritu Santo» (Jn 20,22). A sus primeros
sacerdotes el Señor les concedió un «adelanto» de Pentecostés.
Después les entregó el «ministerio del perdón», cuando les dijo: A
quienes ustedes les perdonen los pecados, les serán perdonados; a
quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar (Jn 20,23).
También los volvió a «enviar» como sus heraldos por todo el
mundo para anunciar el Evangelio.
En la ordenación del sacerdote, se renuevan estos dones
espirituales, que Jesús les entregó a sus apóstoles el día de la
resurrección. Los que son ordenados, reciben la paz de Dios, su
perdón, su amor, como resultado del valor de su sangre preciosa.
Luego reciben una «especial unción del Espíritu Santo»; se les
entrega el ministerio del perdón, y se les envía para ser «otros
cristos, en medio de la comunidad.
Cuando los apóstoles vieron aparecer a Jesús resucitado, se
asustaron sobremanera. Luego les fue llegando la sanación
espiritual, que Jesús les otorgaba por medio de su perdón y de su
paz. Se llenaron de alegría y experimentaron el amor de Dios en
ellos por medio del Espíritu Santo. En su ordenación sacerdotal, el
sacerdote, se asusta por la enorme responsabilidad que implica el
llamamiento de Jesús, pero, al mismo tiempo, se siente sanado del
miedo y fortalecido por la "Unción del Espíritu Santo", que Jesús le
concede. Esto lo anima para cumplir su misión de ser «otro Cristo»
en medio del pueblo de Dios.

77
La presencia sanadora
de la Virgen María

Junto a la cruz estaba el recién ordenado sacerdote Juan. Era


el único de los apóstoles, que se había atrevido a estar junto a la
cruz del Señor. Los demás estaban escondidos; la cruz los había
escandalizado. Fue en ese momento en que el Sumo y Eterno
Sacerdote, Jesús, llamó a Juan y le hizo un gran regalo; le dijo: " Hijo,
he ahí a tu Madre" (Jn 19, 27). Le entregó a la Virgen María. Dice el
Evangelio que Juan se la llevó a su casa. Le tocó vivir bajo el mismo
techo de la Madre de Jesús.
Ciertamente, la presencia de la Virgen María en la casa de Juan
fue para él una presencia sanadora. Juan veía en la Madre de Jesús
el modelo de lo que debe ser el cristiano. Jesús dijo:
"Bienaventurado el que escucha la Palabra de Dios y la pone en
práctica" (Lc 11, 28). La Virgen María es descrita en el Evangelio
como la que "guarda y medita" en la Palabra de Dios (Lc 2,19). Para
Juan, como joven sacerdote, María fue el ejemplo de cómo vivir el
Evangelio y de cómo estar pendiente siempre de la Palabra de Dios.
Cuando Juan, como sacerdote, celebraba la Eucaristía, muchas
veces, observaría a la Virgen María participando con humildad y
gozo en la Cena del Señor. Ella había sido Sagrario de Jesús durante
nueve meses, ahora, esperaba, como todos, el momento de la
comunión para volver a revivir los días en que había llevado en su
seno a su hijo Jesús. No es aventurado pensar en la "palabra de
consejo" de María para Juan, en su acertada palabra de consuelo en
los días críticos, que le tocó vivir a la iglesia perseguida. María era
una presencia sanante para Juan.
Todo sacerdote, como Juan, recibe a la Virgen María como un
regalo para su vida. Se la lleva a su casa. El sacerdote no tiene una
esposa, pero tiene una madre constantemente junto a él: la Virgen
María, la madre, que Jesús le entregó. Para el sacerdote es muy
sanador sentirse acompañado de esa madre "Auxiliadora", que
ruega por él, para que no le falte el vino de la unción del Espíritu
Santo y de la Sabiduría de Dios. Una madre piadosa que
constantemente le señala a Jesús, y le repite: "Hazlo que él diga".
Ahí está el secreto para convertir el agua de lo cotidiano en el vino
de la bendición para todos.

78
Jean Jagot, en una meditación sobre la Virgen María , se imagina
a la Madre de Jesús consolando y sanando las heridas físicas de
Pedro y juan , cuando salen de la cárcel después de ser azotados y
van a la casa de Juan, donde vivía la Virgen María. Nada más normal
para el sacerdote, la presencia de la Virgen María en su vida, es la
presencia maternal, que experimentó el Sumo y Eterno Sacerdote,
Jesús, cuando tuvo a la Virgen María a su lado en los
acontecimientos clave de su vida como redentor. Cuando el
sacerdote se siente en la cruz de su ministerio, sabe que al pie de
esa cruz, está la Virgen María cumpliendo su misión de ser la madre
del sacerdote.
Me tocó participar en un congreso de diez mil sacerdotes de
todo el mundo, en el Vaticano. Antes de la misa, se introdujo en
procesión un icono de la Virgen María. Todos los sacerdotes
levantamos nuestros pañuelos blancos para saludar con cariño y
emoción a la Madre, que Jesús nos dejó. Pude contemplar que
muchos sacerdotes estaban llorando: seguramente recordaban la
presencia maternal y sanadora de la Virgen María en sus vidas. Es
difícil encontrar a un sacerdote, que no tenga en un lugar de
privilegio a la Madre que Jesús le regaló. Todo sacerdote se siente,
como un Juan junto a la cruz, y escucha que Jesús, el Sumo y Eterno
Sacerdote, le dice: "Hijo, he ahí a tu madre". Mientras en la vida y en
la casa del sacerdote viva la Madre de Jesús, ahí no faltará nunca el
vino de la bendición de Jesús y el aceite sanador de la unción del
Espíritu Santo.

¿Cómo le pagare?
Todo sacerdote se siente indigno de la «elección» de Dios. Su
manera de expresarlo ante la comunidad, es su oración de
«postración» durante su ordenación sacerdotal. El sacerdote se
tiende en el suelo y le demuestra al Señor y al pueblo que se
reconoce indigno del ministerio que el Señor le concede.
Ante esta gracia tan grande, que el Señor le ha regalado, el
sacerdote, muchas veces, con el salmo 116, se pregunta: « ¿Cómo le
pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?». El mismo Señor le
responde indicándole qué es lo que debe hacer. Por eso, el
sacerdote, inspirado por el Espíritu Santo, dice: "Levantaré el cáliz
de la salvación.... Cumpliré mis votos en presencia de su pueblo". La
manera de expresarle al Señor el agradecimiento por la elección es
«levantar el cáliz»: cumplir fielmente el ministerio sacerdotal
79
"Cumplir los votos" equivale a dar un testimonio de consagrado
ante el pueblo de Dios. Cuando el sacerdote se esfuerza en
«levantar el cáliz» y en cumplir sus votos ante el pueblo,
experimenta la paz de Dios, pues sabe que en su debilidad está
haciendo lo posible por demostrarle a Dios y al pueblo su sincero
agradecimiento por haber sido llamado al ministerio sacerdotal.
Todo sacerdote sabe que ha siclo llamado de manera especial
por Jesús, para ser «pescador de hombres», un evangelizador, que
llame a la conversión y a la santidad de vida. Por eso el sacerdote,
con frecuencia, medita en las «pescas milagrosas» del Evangelio.
Recuerda que Pedro quería darle clases a Jesús acerca de la hora
conveniente para pescar. Pero Pedro recapacitó y dijo: «Pero en tu
nombre echaré las redes» (Lc 5, 5). Y llegó la pesca milagrosa. Algo
que consuela al sacerdote. Es saber que cuando eche las redes «en
nombre de Jesús», tendrá pescas milagrosas.
El sacerdote también recuerda la escena después de la
resurrección, cuando siete sacerdotes en una barquita se sentían
fracasados porque durante toda la noche no habían podido pescar
nada. De pronto, de la orilla alguien les gritó: "Echen la red a la
derecha de la barca". Y hubo otra pesca milagrosa (Jn 21, 6).
Recordando este incidente, el sacerdote se consuela en sus
momentos de fracaso pastoral. Se anima pensando que el Señor
nunca lo abandona. Y que, de un momento a otro, le gritará hacia
qué lado de la barca deben lanzarse las redes, para que se repitan
las pescas milagrosas. Este pensamiento libera al sacerdote de
temores infundados. Lo anima a seguir pescando hombres. A
continuar en su misión de sacerdote, que ha sido llamado por Jesús
para ser su «doble» - otro Cristo - en medio de su pueblo.

80
SANACIÓN Y
LIBERACIÓN EN
LOS SACRAMENTOS

Para muchos el diablo es «un cuentecito medieval, para asustar


a los ingenuos. Piensan que es algo anticuado hablar de ese
personaje. Lo triste del caso es que hasta algunos teólogos temen
tocar este tema: sospechan que se van a desprestigiar. Por eso, muy
bien afirmaba un escritor que uno de los grandes triunfos del
demonio es hacerse pasar por una leyenda, para poder manipular
mejor a los hombres.
El Papa Pablo VI, ante cierta desorientación en la Iglesia, con
respecto al demonio, se vio precisado a exponer los puntos básicos
del magisterio de la Iglesia con respecto al Espíritu del mal. Decía
pablo VI que el mal "no es solamente una DEFICIENCIA, sino una
EFICIENCIA, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor". Y
añadía el recordado pontífice: “Se sale del cuadro de la enseñanza
bíblica y eclesiástica, quien se niegue a reconocer su existencia; o
bien la explica como una pseudorrealidad, una personificación
conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras
desgracias".
Por otra parte, nos encontramos a cada paso con personas que
en todo quieren ver al demonio; que, le echan la culpa de todo lo
malo que les sucede. Esta postura tampoco es cristiana. Ante ciertos
fenómenos extraños, misteriosos y desconcertantes, no es
adecuado afirmar, simplemente, que es el diablo el autor de todo
ese mal. Antes hay que tener un discernimiento muy profundo;
debemos dejarnos ayudar por la ciencia, la psicología, la
psiquiatría.
El Evangelio no nos enseña a presentar al diablo como un
"antidios", sino como un ser creado bueno por Dios y que se
pervirtió y continúa pervirtiendo a los hombres. Nunca podemos
poner en el mismo plano a Dios y al diablo. El Evangelio, a su vez,
nos enseña a no centrar nuestra atención en el Espíritu del mal, sino
en Jesús, que es el Señor de la vida y de la muerte.
En el Antiguo Testamento se habla poco del diablo; los
especialistas de la Biblia sostienen que para evitar que el pueblo de
Israel creara un «segundo dios». En cambio, en el Nuevo
81
Testamento, repetidas veces, se menciona al Espíritu del mal. Ya el
pueblo israelita se había afianzado en la idea de un solo Dios; por
eso el Nuevo Testamento habla sin ambages del Espíritu del mal; lo
llama Satán (adversario), Diablo (calumniador); también se le
menciona como «Espíritu inmundo».
San Lucas, después de describir las tentaciones de Jesús en el
desierto, apunta... “Acabada la tentación, el diablo se alejó de él hasta
un tiempo oportuno" (Lc 4, 13). Ese “tiempo oportuno”, fue la pasión
de Jesús: el combate final de su vida.
San Juan identifica el mal con las tinieblas. Al referirse a ludas,
asegura que el diablo se le metió en el corazón; y añade Lucas: «Era
de noche» (Jn 13,30). También observa que cuando muere Jesús,
«las tinieblas cubrían el cielo de Jerusalén» (Mt 27,45). Era la hora
del poder de las tinieblas.
La gran buena noticia del Evangelio, es, precisamente, que Jesús
vence a la muerte y al poder de Satanás, y que Jesús nos comunica
a sus seguidores su poder contra el Espíritu del mal; es por eso que
nosotros los cristianos, en lugar de hablar en demasía del diablo,
hablamos del poder liberador de Jesús. Ese poder de Jesús contra
las fuerzas malignas, que "pueblan el cosmos" - frase de San Pablo
en Efesios -, se nos comunica, sobre todo, por medio de los
sacramentos, que Jesús mismo instituyó para conferirnos su gracia.
En cada sacramento, recibido con fe, es Jesús mismo quien se
acerca y nos aplica su poder liberador, que nos adquirió con su
muerte y resurrección. Muy bien decía San Agustín: «Pedro bautiza,
Jesús bautiza; Judas bautiza, Jesús bautiza». Lo que cuenta no es el
instrumento humano, sino la Iglesia a quien Jesús encomendó los
Sacramentos como medios de salvación.
Sobre todo, quisiera referirme a cuatro sacramentos que, de
manera especial, en nuestra vida cotidiana, nos liberan de las
fuerzas malignas y nos protegen contra ellas: el Bautismo, la
Reconciliación, la Comunión y la Unción de los enfermos.

Bautismo
Los paganos se bañaban en la sangre de un toro, para que les
fuera transmitida la fuerza del toro. Nosotros, en el bautismo, nos
hundimos, nos bañamos, simbólicamente, en Jesús para ser
cubiertos con los méritos, que el Señor nos adquirió con su muerte

82
y resurrección. Bautizarse es revestirse de Jesús. Una de las
primeras ceremonias del bautismo consiste en un "exorcismo”. El
mundo ha quedado contaminado desde un principio por el pecado
de origen de la humanidad.
Cuando nosotros ingresamos en el mundo, llegamos a un
cosmos contaminado con el pecado, con el mal, que nos toca desde
nuestro ingreso en el mundo. Muchas veces somos tocados desde
el seno materno. Hay madres que han concebido a sus hijos en
condiciones psicológicas y espirituales, que en nada podían
favorecer a su hijo. La Iglesia, con el poder que Jesús le ha
concedido, pide en nombre de Jesús que ese mal, que ha tocado al
niño en el seno materno, sea expulsado. En eso consiste el
exorcismo el día del bautismo. Nuestra Iglesia nos hunde desde
niños en Jesús, ora por nosotros para que seamos liberados de toda
contaminación maligna. Desde el momento del bautismo somos
“sellados” (Ef 1, l3) como hijos de Dios, y protegidos contra el
Espíritu del mal, que buscará, por todos los medios, echar a perder
el plan de amor con que Dios nos envía al mundo.
Después de su bautismo, Jesús fue tentado por el demonio; pero
no pudo nada contra él; Jesús lo derrotó. En nuestro bautismo se
nos comunica el poder de Jesús para no ser derrotados por las
asechanzas del Espíritu del mal. El sacramento del Bautismo tiene
un poder liberador contra el mal; es también un "escudo" de fe
contra las flechas encendidas del demonio. El sello del Espíritu
Santo, que recibimos en el Bautismo, es nuestra gran sanación y
liberación contra las fuerzas enemigas, que, a toda costa, quieren
contaminarnos y enfermarnos del alma y del cuerpo. Al ser
hundidos en Jesús en el Bautismo, nuestro hombre viejo,
contaminado por el mal, queda sepultado, y del agua sale un
hombre nuevo, revestido con la Gracia de Jesús, con el poder de
Jesús contra el mal y la muerte eterna.

La Reconciliación
K. Menninger escribió un libro titulado: “¿Qué se ha hecho del
pecado?" El autor sostiene que el mundo actual ha perdido la
noción de lo que es un pecado. Difícil poder definir qué es un
pecado. Es un abismo insondable; nuestra mente queda turbada. En
última instancia, habría que ver a Jesús en la cruz, escupido,
maltratado, sanguinolento, para poder tener una idea desteñida de
lo que significa un pecado. Lo cierto es que nuestro mundo

83
moderno le teme a muchas cosas: hechizos, brujerías, maleficios,
cáncer, sida; pero no le teme al pecado, que es el “mayor mal” que
pueda existir en el mundo; lo peor que nos pueda acontecer.
Por el pecado nos zafamos de la mano de Dios, como el niño,
que en medio de una feria, en la noche, se desprende de la mano de
su papá y queda a merced de mil peligros. Al alejarnos de Dios por
el pecado, quedamos totalmente desprotegidos y a merced de las
fuerzas malignas, que nos zarandean a su antojo. Una persona, que
estaba en adulterio, me pedía un poco de agua bendita para echar
en su casa, para que se fuera "lo raro" que estaba sucediendo. Le
hice ver que mientras estuviera en pecado, el agua bendita no tenía
ningún significado para ella; hasta podría convertirse en una
"superstición". El agua bendita únicamente es símbolo de nuestra
fe en el poder de Dios; pero ese poder solamente se nos comunica,
cuando abrimos nuestra puerta a Jesús. El Señor no puede ingresar
en nuestra vida, mientras tengamos tapiada nuestra puerta con el
pecado mortal, un pecado grave.
Muchas personas llegan pidiendo que vaya un sacerdote a su
casa a echar agua bendita, porque se escuchan "ruidos raros",
porque se evidencian fenómenos turbadores. Lo primero que hago
es preguntarles si se confiesan y comulgan. La casi totalidad de las
veces responden que no. Cuando les indico que lo primero que
deben hacer es confesarse, ponerse en gracia de Dios, se disgustan,
se rebelan; ellos quieren soluciones instantáneas, algo mágico en
que no tengan que molestarse mayormente. Estas soluciones
"instantáneas" no existen a la luz de la Palabra. El Evangelio exige
conversión, sinceridad. No podemos pretender tener paz, cuando
hemos introducido, por el pecado, la causa de la mayoría de
nuestros conflictos. No podemos gozar de la bendición de Dios,
cuando por el pecado cerramos nuestra puerta a la Gracia.
Es muy significativo que fue el día de la resurrección, cuando el
Señor entregó el "ministerio del perdón" a su Iglesia. Después de
mostrarles a los apóstoles sus llagas, símbolo de su cruz, de su
pasión, les dijo: "Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes les
perdonen los pecados, les quedarán perdonados. A quienes no se los
perdonen, les quedarán sin perdonar" (Jn 20,22-23). Antes,
solamente los había enviado con poderes para "predicar, expulsar
espíritus malos y sanar a los enfermos". Ahora, después de su
muerte y resurrección, les concede el poder para perdonar
pecados, es decir, para liberar a los que estuvieran atados por el
mal mayor del mundo: el pecado.
84
Dice la Biblia: " Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es
Dios para perdonamos y limpiarnos de toda maldad" (1Jn 1, 9). Es
una promesa explícita de Dios. Cuando con fe, con sinceridad, con
arrepentimiento confesamos nuestros pecados, quedamos
liberados del mal por el poder de Jesús. Somos limpiados por la
sangre preciosa de Jesús, que no mancha, sino limpia. La confesión
es una de nuestras principales medicinas contra el veneno del
maligno.
He mencionado ya que me ha llamado la atención el aprecio que
tiene el pastor protestante, Dr. Kurt Koch, muy conocido a nivel
internacional por su ministerio de liberación. En su libro "Entre
Cristo y Satanás", hace notar, que a pesar de que los protestantes
no aceptan la confesión, él ha comprobado que ninguno se puede
liberar de las fuerzas del ocultismo, si antes no ha hecho una buena
confesión. (Ob. cit. pag.54. Editorial Clie, Barcelona, 1974).
Ésta es una experiencia vivida durante muchos siglos en
nuestra Iglesia católica. Una de las vivencias más comunes para un
sacerdote en un confesionario es comprobar cómo la fuerza
maligna, que durante muchos años ha atado a un individuo, queda
rota cuando la persona con arrepentimiento y fe confiesa sus
pecados. Se evidencia aquí la promesa de la Biblia; "Si confesamos
nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonarnos y limpiarnos”
(1Jn 1, 9). Por medio de la confesión la persona queda desatada del
mayor mal que puede oprimirla: el pecado. El individuo queda
protegido contra las fuerzas del mal, que quieren zarandearlo.
Mientras se mantenga en el camino del Evangelio, el Espíritu del
mal será, una y otra vez, derrotado como lo fue en el desierto por
Jesús.

La Eucaristía
La Eucaristía es la cumbre de la vida cristiana; así lo afirma el
Vaticano ll. Cuando Jesús, en la Ultima Cena, consagró el pan y el
vino, dijo: “Ésta es mi sangre derramada por muchos para el perdón
de los pecados" (Mt26, 28). En la comunión, recibida con fe, se nos
comunica el valor de la sangre de Cristo. Somos purificados en
profundidad. En la santa Comunión nos comemos, por la fe, el poder
limpiador y liberador que Jesús nos regala. San pablo indica: " Cada
vez que comen de este pan y beben de este cáliz, proclaman la
muerte del Señor hasta que él vuelva" (1Co 11, 26). Proclamar la
muerte del Señor, no es sólo recordarla, sino apropiarse el valor de
85
la muerte redentora de Jesús, que es, esencialmente, liberadora
contra todo el mal. Cada vez que comulgamos, somos limpiados de
las presencias malignas que nos turban y desarmonizan; somos
fortalecidos contra el diablo, contra el mal, que puebla el cosmos.
San Agustín, cuando meditaba en el martirio de San Lorenzo,
que, serenamente, padecía mientras lo asaban en una parrilla
ardiente, decía: "Ya sé de dónde saca su fuerza: se alimenta de la
carne del Cordero". Una reunión eucarística tiene una fuerza
liberadora inigualable. Tenía razón San Ignacio de Antioquía, que
conoció a los apóstoles, cuando escribió: "Pongan empeño en
reunirse con frecuencia, para celebrar la Eucaristía de Dios y
tributarle gloria. Porque cuando apretadamente se congregan en
uno, se derriban las fortalezas de Satanás, y por la concordia de su
fe se destruye la ruina que les procura" (Ad. Ef 13, 1).
San Ignacio de Antioquía destaca varios factores que deben
prevalecer en la Eucaristía. Habla de "congregación apretada"; se
refiere al sentido de "comunidad de fe y de amor", que es
indispensable para que haya una auténtica Eucaristía. Habla
también de "poner empeño" en reunirse "con frecuencia". Se trata
de Eucaristías vividas, buscadas, y no de aquellas misas a las que se
va por compromiso. Dice San Ignacio: "Por la concordia de su fe".
Fe y caridad son indispensables para que Jesús se haga presente en
la comunidad durante la santa Misa. Cuando se dan estas
condiciones, entonces «se vienen abajo las fortalezas de Satanás y
la ruina que nos quiere procurar».
La Eucaristía es un momento privilegiado para quedar
liberados de las fuerzas malignas, sicológicas y espirituales, que nos
dominan y desarmonizan. Por medio de la santa Comunión somos
liberados del mal y fortalecidos contra la tentación. Los que tienen
experiencia de Eucaristías vividas en la fe y el amor, pueden dar
testimonio del poder liberador de la santa Comunión en nuestras
enfermedades físicas y espirituales. La Eucaristía es el sacramento,
en que de manera especialísima se nos aplica el poder liberador,
que Jesús nos adquirió con su muerte y resurrección.

La Unción de los enfermos


La enfermedad grave es una circunstancia crucial para todo
enfermo. Desde un punto de vista psicológico, frecuentemente, el
enfermo se siente inútil, abatido, solitario, incomprendido,

86
abandonado por sus mismos familiares. Desde un punto de vista
espiritual, el enfermo, con enfermedad terminal, emprende su
"batalla final". El demonio tiene que aprovechar su "última
oportunidad”. Procura turbar al enfermo, hacerle creer que Dios no
puede perdonarlo; que sus pecados de la vida pasada por algún
motivo no han sido cancelados. El demonio lucha por convencer al
enfermo, para que dude de la bondad de Dios, para que le tenga
miedo y no se arrepienta ni se confiese.
El apóstol Santiago, como buen pastor, dio algunas normas para
esas circunstancias. Escribió Santiago: "Si alguno está enfermo, que
llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren por é1, que lo unjan con
aceite, y la oración de fe salvará el enfermo, y el Señor hará que se
levante, y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados” (St 5,
14-15). Santiago resalta la "oración comunitaria”. Se llama a los
presbíteros para que oren con la familia. Es un momento decisivo
en la vida del enfermo; necesita ser respaldado por una comunidad.
A muchos enfermos les fallan sus propios familiares, porque no
saben rezar o no se atreven a hacerlo. El sacerdote no puede estar
continuamente presente junto al lecho del enfermo: hay muchas
otras personas que lo reclaman. Es allí donde la familia debe poner
en juego su "carácter sacerdotal": todos deben perseverar en la
oración, ayudando al enfermo a ser fuerte contra el mal, que lo
asecha en ese momento crítico de su vida"
Santiago habla de la "unción del enfermo”. El aceite es símbolo
de la fuerza del Espíritu Santo. En una de las parábolas, el buen
samaritano unge con aceite las heridas del que ha sido asaltado por
los bandidos. El aceite le indica al enfermo que Jesús el buen
samaritano está junto a él, ungiéndolo con su misericordia y su
bondad, ahora que se encuentra caído a la vera del camino de la
vida. El aceite también le recuerda al enfermo que fue ungido como
“hijo de Dios" en el bautismo, que es templo del Espíritu Santo, algo
sagrado. Que Dios lo ama como padre y que lo envió al mundo con
un plan de amor, que quiere que se lleve a cabo en su totalidad.
La unción del enfermo va precedida por la confesión de sus
pecados, y seguida por la Santa Comunión. Nada tan liberador como
la comunión y la confesión. Recibir el perdón de Dios y la santa
Comunión por medio de la Iglesia de Jesús, son de las cosas más
consoladoras y confortantes para un enfermo. Por medio de la
Unción de los enfermos se le aplica al doliente el poder de Jesús
contra la muerte y contra el diablo. Es la mejor medicina contra la

87
turbación y el miedo, que el Espíritu del mal quiere provocar en el
enfermo durante su dura enfermedad o durante su batalla final.

El mal se revuelve
San Marcos recuerda, en su evangelio, que un día Jesús fue a la
sinagoga; mientras estaba predicando, alguien de la asamblea,
comenzó a retorcerse; estaba dominado por un mal espíritu. Jesús
suspendió, momentáneamente, su discurso y oró por aquel
individuo para que fuera liberado (Mc 1, 21-28). Todo sacramento
nos pone en contacto con la Palabra, que, como espada de doble filo,
se va hasta lo más profundo de nuestra subconciencia. Ante la
Palabra de Jesús se revuelve cualquier mal, que haya dentro de
nosotros; es expulsado. Todo sacramento nos acerca a Jesús, que es
la luz del mundo. Ante esa luz maravillosa, las tinieblas se ponen en
fuga. Quedamos totalmente liberados.
Jesús nos enseñó a pedir: " Líbranos de todo mal" (Mt 6,13).
Cada sacramento, recibido con las debidas condiciones, es una
liberación del mal que se opera en nosotros, y un fortalecimiento
por medio de la Gracia, que se nos otorga. El cristiano no centra su
atención en el demonio y en sus nefastas obras; el seguidor de Jesús
tiene su mirada fija en el Señor; por eso no le teme al mar
embravecido, sino que camina sobre las revueltas y rugidoras olas
del mar. El seguidor de Jesús no teme al demonio, porque se ha
puesto el casco de la salvación, la coraza de la justicia, el cinturón
de la verdad, y lleva en sus manos el escudo de la fe y la espada del
Espíritu Santo, la Palabra de Dios ( Ef 6, 14-16). Nuestro cosmos
está poblado de presencias maléficas, pero el cristiano no teme
porque está revestido de Cristo, cubierto con su sangre preciosa,
que lo fortalece contra el mal y lo inunda de santidad y de poder.

88
SANACION EN
LA IGLESIA (I)

La "Lumen gentium" llama a la Iglesia "Sacramento de


salvación". Porque es un signo eficaz de la Gracia, instituido por
Jesús. En la Iglesia, Jesús nos sigue hablando por medio de la
predicación bíblica. Por medio de los Sacramentos, Jesús sigue
presente en la Iglesia, dándonos su gracia para las varias etapas de
nuestra vida. El día de nuestro Bautismo, fuimos insertados en el
Cuerpo Místico de Jesús, la Iglesia. Comenzamos a formar parte de
la Iglesia de Jesús. La Iglesia comienza a ser nuestra familia
espiritual, nuestra Madre, que nos alimenta y nos cuida. La madre
se preocupa de la salud de su niño, lo defiende contra toda infección
y enfermedad. Lo ayuda a crecer, a fortalecerse contra el mal. La
Iglesia es uno de los grandes regalos, que Jesús nos entrega el día
de nuestro Bautismo. Por medio de la Iglesia, Jesús sigue cuidando
de nosotros, de nuestra santificación, de nuestra salud espiritual y
física. Por medio de la Iglesia, Jesús nos atiende de manera especial,
en el momento crítico de la enfermedad. La Iglesia, para nosotros,
es un sacramento de sanación.

De La iglesia
El P. Bernardo Háring tiene un precioso libro sobre la sanación:
"La fe, fuente de salud". En este libro, el P. Háring expresa una triste
constatación acerca del descuido que, muchas veces, se ha dado en
la Iglesia con respecto a la sanación de los enfermos. Dice Háring:
"La Iglesia no siempre consiguió en igual medida entender y ver la
diaconía de los enfermos como parte integrante de su misión
global, ni llegó a entender hasta qué punto existe una relación
interna entre la proclamación de la salvación, el servicio salvífico y
el servicio sanitario de las personas y de las comunidades
enfermas" (Ob. cit. pá9. B). Esto me hace pensar en el enfermo de la
piscina de Betesda, al que se refiere el capítulo quinto de San Juan.
Aquel enfermo llevaba 38 años junto a la piscina y no tenía quién lo
"empujara" hacia el agua en el momento oportuno para su curación.
«No tengo quien me empuje hacia la piscina, (Jn 5,7), es el lamento
de este paralítico. La misma queja podrían proferir en nuestra
Iglesia muchísimas personas, que se sienten como marginadas en

89
su enfermedad. No hay quién los atienda como es debido desde un
punto de vista eminentemente evangélico. Nadie se ha acercado,
como Jesús, para preguntarles: "¿Quieres ser curado?" (Jn 5, 6).
El médico, san Lucas, de manera especial, hace resaltar que
Jesús buscó colaboradores, apóstoles y discípulos, una Iglesia para
difundir el reinado de Dios. Tanto a los apóstoles como a los 72
discípulos, el Señor les dio la orden expresa de llevar a todas partes
el Evangelio; además, les dio «poderes», para que acompañaran con
signos su predicación. Con tres verbos se podrían resumir esos
poderes que el Señor entregó a sus apóstoles y discípulos; les envió
a «predicar», a «exorcizar» y a «sanar».
Dice el texto evangélico: “Jesús reunió a sus doce discípulos, y
les dio poder y autoridad para EXPULSAR toda clase de demonios y
para SANAR enfermedades. Los envió a ANUNCIAR el reino de Dios
y a sanar a los enfermos" (Lc9, 1 2). A los setenta y dos discípulos,
les dice Jesús: «Sane n a los enfermos que haya allí, y díganles: “El
reino de Dios ya está cerca de ustedes”» (Lc 10, B9). El mismo
médico Lucas, en su libro Hechos de los Apóstoles, hace ver cómo
la Iglesia puso en práctica las órdenes, que Jesús le había dado de
predicar, exorcizar y sanar a los enfermos.
El P. Háring, en su libro ya mencionado, remarca mucho que la
Iglesia debe resaltar el lazo íntimo que existe entre "la
proclamación del mensaje y la sanación de los enfermos”. Esto no
ha penetrado todavía en muchas esferas. Algunos no quieren oír
hablar de la sanación de los enfermos, como que no fuera algo
propio de la Iglesia católica. Mucho menos quieren que se mencione
la palabra «exorcismo». Es un tabú para muchos. Sería bueno
revisar los pasajes del Evangelio, en que se evidencian las tajantes
órdenes que Jesús dio, tanto a los apóstoles como a los discípulos,
de «predicar, exorcizar y sanar». El mismo Háring anota: “Los
enviados de Jesús, encargados de proclamar su salvación, no
pueden contentarse con consolar a los pacientes, limitándose a
poner la esperanza de éstos en la vida del más allá. En la fuerza del
amor y de la fe, deberán SANAR A LOS ENFERMOS por medio de la
oración rebosante de confianza y siendo fieles a los carismas
recibidos (Ob. cit. pág. 32).
El médico Lucas es también el que da importancia al hecho de
que, después que Jesús predicó, exorcizó y curó ante sus discípulos,
los envió a hacer lo mismo que él había hecho delante de ellos. Pero
antes tuvo que instruirlos y prepararlos. No se trata sólo de ir,

90
automáticamente, a cumplir un encargo. Para ser instrumentos
eficaces de la Gracia, hay que participar activamente en el poder
salvador y sanador de Jesús para hacer frente victoriosamente a las
fuerzas del mal. Por eso Jesús a sus discípulos les advierte que
deben ir preparados espiritualmente. A los apóstoles les indica que
no deben llevar nada para el camino: ni bastón, ni bolsa, ni pan, ni
dinero, ni ropa de repuesto (Lc 9, 3). Jesús quiere que sus enviados
no vayan confiados en sus propias fuerzas y poderes. Los quiere
totalmente desprendidos, humildes. Entonces podrán participar de
«su poder», al predicar, exorcizar y sanar.
Cuando regresan los 72 discípulos, con gozo afirman: " ¡Hasta
los demonios nos obedecen en tu nombre!". Jesús les adelanta que
deben tener cuidado: Satán cayó por el orgullo (Lc 10, 17-20). El
Señor quiere que no se olviden sus discípulos que sus poderes les
vienen de Dios; que el resultado maravilloso no depende de sus
propios poderes, sino del poder que viene de lo alto. También les
enseña que el Padre revela sus secretos a los humildes y los
esconde a los sabios y entendidos (Lc 10, 21). Los que reciben el
reinado de Dios con la sencillez de los niños, se convierten en
profetas, en exorcistas y en sanadores.
Cuando los apóstoles fracasan ante el joven epiléptico, es
porque todavía no han logrado introducirse en esa atmósfera de fe
y humildad. Ellos creen que bastan unas oraciones y unos gestos
para que se cure el joven epiléptico. Fracasan. Jesús llega; cura al
muchacho y se lo entrega sano a su padre. Cuando los apóstoles le
preguntan a Jesús el motivo de su fracaso, el Señor les suelta una
frase muy dura: " ¡Gente sin fe y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que
estar con ustedes y soportarlos?" (Lc 9, 41).
Una característica de nuestros santos, en nuestra tradición
católica, es su humildad: se presentan sin aspavientos, sin
máscaras, sin escenario. Sin bolsa, sin dinero, sin ropa de repuesto.
Y Dios se manifiesta poderosamente en ellos por medio de
milagrosas curaciones. Dios les manifiesta sus secretos. Mientras
Pedro es un engreído y autosuficiente, no se evidencian milagros en
su vida. Cuando pedro llora amargamente y se reconoce pecador,
entonces, hasta la sombra de Pedro cura a los enfermos (Hch 5,15).
Mientras Pablo cabalga con la frente levantada, lleno de su teología,
no hay enfermos que acudan a él. Cuando Pablo ha caído de su
caballo; cuando se "gloría de sus debilidades", entonces todos
buscan los delantales y pañuelos de Pablo, porque Dios se
manifiesta por medio de estas reliquias ( Hch I9,12).
91
En el mundo existen muchísimas piscinas de Betesda, atestadas
de enfermos, que no tienen quién los empuje hacia el agua. Se
necesitan discípulos que crean en los poderes que Jesús les ha
regalado y que se acerquen con fe y amor a los enfermos para
decirles, como Jesús: « ¿Quieren ser curados?, Ésa es la urgente
misión sanadora de la Iglesia, como madre sanadora, que Jesús ha
dejado para sus hijos enfermos.

Participar en los sufrimientos de Jesús


El día de la resurrección, los apóstoles estaban escondidos.
Como Adán v Eva, pretendían huir de Dios y de su conciencia.
Estaban enfermos de angustia y de un tremendo complejo de culpa.
Como Dios fue a buscar a los primeros seres humanos, que en su
escondite estaban temblando de miedo, así Jesús fue a buscar a los
apóstoles. Lo primero que hizo fue mostrarles sus manos y su
costado; luego les dijo: "La paz, esté can ustedes". Inmediatamente,
les entregó el ministerio del Perdón. Les dijo: «A quienes ustedes
les perdonen los pecados, les serán perdonados; a quienes no se los
perdonen, les quedarán sin perdonar, (Jn 20, 20-22). Lo primero,
que Jesús quiso que los miedosos apóstoles comprendieran, era
que las llagas de sus manos y de su costado eran el «precio, de la
paz y la salud espiritual que, ahora, les podía entregar. No sólo los
perdonaba, debido a esas llagas de sus manos y de su costado, sino
que, además, los convertía en instrumentos de perdón y sanación
para los que estuvieran atribulados y enfermos como ellos.
Más tarde, San Pedro recordaría esto en su carta, cuando escribe:
"ustedes no fueron redimidos con oro o plata, corruptibles, sino con la
sangre preciosa de Jesús, cordero sin mancha y sin defecto" (1P 1, 18-
19). El mismo Pedro, recordando lo que ya había dicho Isaías acerca
del Mesías, dirá: "Por sus llagas ustedes fuero,” sanados" (1P 2,24).
Ahora comprendemos perfectamente lo que Jesús le había
adelantado a Nicodemo, cuando le dijo que sería levantado como la
serpiente de bronce, que Moisés había puesto en lo alto de un palo,
en el desierto. Al mirar la serpiente, los israelitas quedaban curados
de las mordeduras mortíferas de las serpientes.
Al ver a Jesús resucitado, que les mostraba las señales de la cruz
en sus manos y costado, los apóstoles quedaron curados de su
complejo de culpa, de su neurosis, de su angustia. Una vez que se
sintieron perdonados, que la paz volvió a sus corazones, que el gozo
del Espíritu Santo había inundado sus almas, comenzaron a

92
celebrar el acontecimiento por medio de una jubilosa cena en
compañía de Jesús resucitado.
El precio de nuestra salud mental y física está en las llagas de
Jesús, que representan lo que significa su pasión y resurrección
para concedernos perdón, salvación y salud. Por eso con fe
repetimos: “por sus llagas hemos sido curados”. De aquí se
desprende una conclusión evidente. Para que una persona pueda
ser instrumento muy eficaz de la sanación, que nos viene de las
llagas de Jesús, debe estar muy cerca de la cruz del Señor. Todo
seguidor de Jesús, que pretenda llevar a otros la salud, que Jesús
nos otorga, debe poder mostrar sus llagas. Debe poder decir como
Jesús: «Miren mis manos y mi costado».
San Pablo llegó a comprender perfectamente esta regla de la
vida evangélica; por eso pudo escribir: "Completo en mi cuerpo lo
que falta a los padecimientos de Cristo por su cuerpo, que es la
Iglesia" (Col 1 , 24). San pablo, por el Evangelio, había sido azotado,
encarcelado, había naufragado, era perseguido continuamente.
pablo, como Jesús, podía decir: "Miren mis manos y mi costado”.
Pablo podía mostrar las huellas del sufrimiento por Cristo. Por eso
mismo la gente buscaba a Pablo, y la sanación de Jesús se
manifestaba hasta por medio de los delantales de Pablo ( Hch
19,12).
El padre Pío y San Francisco de Asís llevaban en su cuerpo
estigmas, símbolo de las llagas de Cristo. Eran instrumentos
valiosísimos de la sanación de Jesús. San Juan Bosco había recibido
de manera excepcional el don de sanación; pero é1, como lo había
definido su médico, era "un gabinete patológico ambulante". Don
Bosco sufría de várices, de terribles jaquecas; casi no veía; sufría
mucho al tener que estar sentado en las largas entrevistas que
atendía. Estaba muy cerca de los padecimientos de Cristo. Como
Pablo, tenía también una aguda «espina» que lo martirizaba; pero
también él era un instrumento valiosísimo de sanación para los
demás.
En la película "Jesucristo Superestrella" hay una escena
impactante. Todos los enfermos, los leprosos, los ciegos, los cojos,
los sordos se abalanzan sobre Jesús para pedir su curación. Casi lo
aplastan. Esta escena responde muy bien a lo que describe San
Marcos: los enfermos acosaban en todo momento a Jesús. El
ministerio de sanación es muy bello, pero, al mismo tiempo, muy
sacrificado. El que recibe ese don de Dios será perseguido por

93
muchas personas inoportunas, que buscarán que Dios las cure por
intermedio de su instrumento humano. Aquí es donde el discípulo
siente el peso de la cruz de Cristo, al servir a los hijos de Dios con
paciencia, amor y mucha fe. Entre más cerca esté el discípulo de los
sufrimientos de Cristo, más podrá participar de la gracia sanante
que brota de la cruz.

Luz en los ojos y en el alma


El ciego de nacimiento, de que nos habla san Juan, estaba a la
vera del camino con las tinieblas en sus ojos y en su triste corazón.
Pasó Jesús a su lado; no se puso a gritarle, como el ciego Bartimeo,
porque, seguramente, no lo conocía. Fue Jesús el que se le acercó y
comenzó a ayudarlo, para que reaccionara positivamente para su
curación. Le puso lodo en los ojos y lo envió a lavarse a la piscina de
Siloé. Todos se admiraban de aquella curación. Cuando la gente le
preguntó al ciego por el nombre de su sanador, contestó: " Ese
hombre que se llama Jesús” (Jn 9, 11). Los dirigentes religiosos
sometieron u un duro interrogatorio al ciego acerca de la persona
que lo había curado. Ahora, el ciego dice que cree firmemente que
Jesús es “un profeta”. Más tarde cuando ya lo han expulsado de la
sinagoga y se encuentra a Jesús por la calle, el Señor le pide que lo
acepte como Mesías. El ciego sanado cae de rodillas, ante Jesús, y le
dice: “Creo, Señor”. En la vida espiritual del ciego de nacimiento
hubo un largo proceso hasta encontrarse personalmente con Jesús
como Mesías, como Dios. Primero, cree que sea un simple hombre
con poderes maravillosos. Luego, lo considera como un "profeta".
Termina llamándolo “Señor”, Dios. El reinado de Dios se manifestó,
entonces, en aquel individuo. Por medio de su enfermedad llegó a
conocer a Dios y a “postrarse” ante Jesús. Bien les había dicho Jesús
a sus apóstoles que ese ciego no había nacido así por culpa del
pecado de sus padres o de sus propios pecados. Ese ciego estaba allí
vera del camino, para gloria de Dios (Jn 9,3).
A algunos el reino de Dios se les manifiesta en sanación, en gozo.
A otros enfermos no les llega la curación -misterio de Dios-; pero sí
les llega el reinado de Dios cuando, con fe, con amor, aceptan la
voluntad de Dios y se convierten en portadores del Evangelio por
medio del sufrimiento aceptado con gozo. El reinado de Dios es
tanto para los sanos como para los enfermos. Pablo es un enfermo
«con su espina», y es también portador de la salud de Dios para
muchos. Varios de nuestros santos son enfermos que, con su dolor

94
a cuestas, llevado con fe, con gozo, son «la buena noticia, de lo que
significa el reinado de Dios en los corazones de buena voluntad.
Todos, un día, como el ciego de nacimiento, estábamos a la vera
del camino con nuestra ceguera ante Jesús y su Evangelio. El Señor,
amorosamente, por medio de su Iglesia, se acercó a nosotros;
comenzó por quitar el lodo de nuestros pecados. Nos hizo ver la luz.
Tal vez, al principio, seguimos a Jesús por simple agradecimiento.
Pero, un día, por medio de la predicación de la Palabra,
descubrimos a Jesús como nuestro Señor y Salvador. Como el ciego,
nos postramos ante él y le dijimos: "Creo, Señor"' En ese momento,
el reinado de Dios llegó a nuestras vidas, convertido en justicia, paz
y gozo en el Espíritu Santo.
Esa paz, ese gozo en el Espíritu, que nos trae el enviado de Dios,
hay que conservarlo. Se puede perder. El "árbol de la ciencia del
bien y del mal" siempre se encuentra, tentadoramente, a la vera del
camino con sus frutos envenenados. La mejor manera de conservar
y cultivar esa salud mental y física, que produce paz, es no
indigestarse con los frutos del árbol prohibido. A través de nuestro
éxodo hacia la tierra prometida, el Señor nos vuelve a recalcar que
si cumplimos sus mandamientos, él se hace garante de ser nuestro
SANADOR. Entonces con la Gracia de Dios, la paz y el gozo, que el
Señor nos concede, podremos, como Jesús, acercarnos a los
millares de enfermos, que están tullidos por el sufrimiento, junto a
las inmensas piscinas de Betesda del mundo. Como Jesús, con su
poder, podremos acercarnos a ellos y preguntarles con amor y fe:
"¿Quieren ser sanados?" Esa es la misión sanadora que Jesús le ha
encomendado a su Iglesia. Todos somos Iglesia. Todos, como
discípulos de Jesús, hemos sido enviados, no sólo a predicar, sino
también a "sanar y exorcizar”. Que en los próximos años alguien,
como el P. Háring, no tenga que escribir un libro para criticar a la
Iglesia su descuido de los enfermos, sino para alabar la misión
sanadora de la Iglesia de Jesús.

95
SANACION EN
LA IGLESIA (II)

A la iglesia se la llama "Sacramento de salvación". Un


sacramento es un signo sensible y eficaz de la gracia, instituido por
Jesús. La Iglesia fue instituida por Jesús; no sólo es un signo, sino
también es eficaz, porque por medio de la Palabra y los
sacramentos nos comunica la gracia de Dios. La Iglesia fue dejada
por Jesús como madre y maestra para los fieles. Nadie mejor que la
madre para preocuparse, cuando su hijo está sufriendo por la
enfermedad. La Iglesia es una madre solícita ante el sufrimiento de
sus hijos por ataduras de tipo diabólico o por las enfermedades
físicas, espirituales o psicológicas. La Iglesia, como "sacramento de
salvación", es también "sacramento de sanación", porque la
sanación, según se aprecia en el Evangelio, es parte integrante de la
salvación, del reino de Dios, que avanza derrotando el reino de las
tinieblas.
La Historia de la Iglesia es la historia de la madre amorosa, que
siempre se ha preocupado de sus hijos enfermos. La historia de la
Iglesia es también la historia de los fieles, que han recibido de Dios
el "don de sanación" para ser instrumentos de Dios para llevar
salud a los enfermos.
Michael Green hizo un estudio acerca de la evangelización de
los primeros cristianos, titulado "La evangelización en la iglesia
primitiva". Este historiador resalta el papel determinante de la
sanación de enfermos como parte esencial de la evangelización de
los primeros cristianos. Apunta Creen: "Pero había aun otra
dimensión de este poder. Era la que involucraba La sanidad y los
exorcismos, cosas que resultaban factor de incalculable
importancia para la expansión del evangelio en un mundo carente
de servicios médicos adecuados y que sufría la opresión de fuerzas
demoníacas". Creen añade: "Esto continuó no sólo a través de la era
apostólica, sino que penetró en los siglos II y III y también más allá.
Los cristianos anduvieron por el mundo como exorcistas,
sanadores y, al mismo tiempo, como predicadores. El libro de los
Hechos está repleto de señales y maravillas de exorcismo y sanidad,
que respaldaban las afirmaciones cristianas relativas a que Jesús
había derrotado en la cruz a las fuerzas demoníacas y que había
traído la salvación o la salud al hombre íntegro y no meramente a
su alma".
96
Desde el inicio del cristianismo, se puede apreciar cómo la
Iglesia le da suma importancia a la atención de los enfermos y cómo
abunda el don de sanación y de exorcismo en los primeros
evangelizadores. Pedro, después de haber sido llenado por el
Espíritu Santo en Pentecostés, apenas ve al tullido, que siempre
está a la puerta del templo, le dice: "No tengo oro ni plata; pero en
nombre de Jesús levántate y camina" (Hch 3, 6). Aquel tullido sanó
por el poder de Dios que le cayó encima. El texto bíblico lo presenta
ingresando al templo con saltos y alabanzas a Dios. Pedro también
resucita a la piadosa mujer Dorcas. Y tanto se evidencia el don de
sanación en Pedro, que el libro de Hechos llega a afirmar que
"bastaba que la sombra de Pedro tocara a los enfermos para que
quedaran sanados" (Hch 5,15).
Lo mismo va a suceder con Pablo. También Pablo tiene el don
de sanación. Cura a un tullido en Listra (Hch 14,10). Resucita al
joven Eutico, que había caído del tercer piso de una casa y había
muerto ( Hch 20,10). También el texto bíblico afirma que bastaba
que les aplicaran a los enfermos los pañuelos «,r delantales de
Pablo para que les llegara la sanación (Hch 19,12). Pablo se
enfrenta a una .joven adivina de Éfeso, y la libera del mal espíritu
de adivinación que la tenía poseída (Hch 16,18).
Los resultados de estas sanaciones en la iglesia primitiva
tuvieron como consecuencia la afluencia de muchos, que del
paganismo pasaban al cristianismo. Dice Creen: "Pedro y Juan no se
limitaron a proclamar la "buena nueva" al lisiado, que estaba a la
puerta del templo, sino que en el nombre de Jesús de Nazaret, le
concedieron la capacidad de caminar. Debido a las sanidades y
exorcismos practicados por los apóstoles, así como a la predicación
de éstos, los que creían en el Señor aumentaban más, y el Señor
añadía a la Iglesia a los que habían de ser salvos. El auténtico poder
del nombre de Jesús para sanar, pronunciado con fe, fue lo que
convenció a Simón el Mago, de que era un simple aficionado en
asuntos de magia y le hizo solicitar el bautismo; y así, una vez más,
la sanidad y el exorcismo fueron los factores gemelos, que
produjeron esta convicción de poder divino".
Los apóstoles y los primeros discípulos habían aprendido de
Jesús que la sanación era parte integrante de la evangelización.
Toda sanación, que se operaba en nombre del Señor, era señal
evidente de que el reino de Dios iba avanzando en el mundo
pagano. Los no cristianos, al ver los signos de sanación y exorcismo,
se convencían de que, de veras, Jesús se manifestaba vivo en su
97
Iglesia, madre y maestra, salvadora, sanadora y liberadora. Es
alentador rastrear en la historia de la Iglesia, cómo Jesús se sigue
manifestando en su Iglesia, sobre todo por medio de sus
Sacramentos, que son eminentemente sanadores.

Período patrístico (100.600)


La actividad sanadora, física y espiritual, de la Iglesia, como
madre y como sacramento de salvación, no concluyó cuando
murieron los apóstoles. La era llamada "patrística", de los padres
de la Iglesia, santos y doctos cristianos, que conocieron a los
apóstoles o que fueron discípulos de los que conocieron a los
apóstoles, continuó con esta misión sanadora, que Jesús les había
encomendado. Se puede seguir el rastro de cómo la Iglesia, como
madre, continuó cuidando con amor de esa porción predilecta, los
enfermos. Podemos recordar algunos sanadores y sanaciones, que
reporta la historia de la Iglesia.
SAN JUSTINO (100-165). Fue un filósofo famoso, que se
convirtió al cristianismo. Uno de sus libros se titula "Apología", en
el que defiende la causa del cristianismo ante los paganos. En sus
libros, dice san Justino: "Muchos de nuestros hombres cristianos han
exorcizado a innumerables endemoniados en nombre de Jesucristo -
el que fue crucificado bajo Poncio Pilato- a través del mundo entero
y en vuestra propia ciudad. Allí donde todos los otros exorcistas y
expertos en encantamientos y en medicinas han fracasado, los
nuestros han sanado y todavía sanan, dejando impotentes a los
demonios y expulsándolos” (Cod.6:190)
SAN IRENEO (140-203). Fue obispo de Lyón (Francia). Al
referirse al don de sanación, que muchos presentan en la Iglesia,
escribe en su libro “Contra los herejes": "Sanan a los enfermos
imponiéndoles las manos, y quedan sanados. Así es, además, como
dijera, hasta los muertos han resucitado y se quedan con nosotros
durante muchos años”.
TERTULIANO (160-220). Fue un historiador. Su libro famoso
se titula “Historia de la Iglesia”. Tertuliano se convirtió al
cristianismo. En su libro "A Escápula", capítulo 5, escribe: “Cuántos
hombres notables (sin contar a las personas comunes) fueron
liberados de demonios y sanados de varias enfermedades. Hasta
Severo mismo, padre de Antonio (un emperador romano), fue
generoso con los cristianos, porque buscó al cristiano de nombre

98
Próculus, de sobrenombre Torpación, el mayordomo de Euhodias,
y en gratitud por haberlo cuidado una vez, por medio de la unción,
lo mantuvo en su palacio hasta el día de su muerte,, (Cod.: 3,102).
SAN JERONIMO (331-420). Fue un especialista en la Biblia.
Tradujo la Escritura al latín, la lengua popular de esa época. En su
libro “Vida de san Hilario", narra el caso de una mujer ciega, que
había gastado su dinero en médicos sin obtener curación. Se le
presentó llorando a san Hilario, para que la curara. El santo,
siguiendo el ejemplo de Jesús, le untó saliva en los ojos, y la mujer
quedó sanada.
SAN AMBROSIO (339-397). San Ambrosio fue nombrado obispo
de Milán (Italia). Lo primero que hizo, al ser ordenado obispo, fue
repartir sus riquezas entre los pobres .En su libro "El Espíritu
Santo", escribe: "Así como el Padre da el don de sanidades, así
también el Hijo lo da. Así como el Padre da el don de lenguas, así el
Hijo también lo concede". San Ambrosio resalta el don de sanidad y
el de lenguas, en un tiempo en que algunos comenzaban a dudar de
estos dones.
SAN AGUSTIN (354-430). Fue un famoso filósofo y teólogo. Se
convirtió del paganismo al cristianismo. El caso de san Agustín es
interesante en lo que concierne a los milagros de sanación. Al
principio, san Agustín expuso que los milagros eran para los
primeros tiempos de la Iglesia. Ahora, ya no se necesitaban, pues,
estaban para eso la medicina y los médicos. Cuando a san Agustín,
como obispo, le tocó trabajar entre el pueblo, como pastor, cambió
totalmente su mentalidad acerca de la sanación. Tuvo que escribir
las que se han llamado sus "retractaciones". En su famosísimo libro
"La ciudad de Dios", escribe: "Algunas veces se afirma que los
milagros que los cristianos afirman que sucedieron, ya no ocurren...
La verdad es que aún hoy se realizan milagros en el nombre de
Cristo, algunas veces mediante sus sacramentos y algunas veces
mediante las reliquias de sus santos" ( "La ciudad de Dios", libro 22,
cap. 28). San Agustín afirma que en sólo dos años, se han dado unos
70 milagros en su diócesis. El santo pasa a recordar algunos de esos
milagros. Inocencia, de Cartago, fue sanada de cáncer en el seno.
Recuerda la sanación total de un niño endemoniado, al que el mal
espíritu le arrancó el ojo y lo dejó colgando de una arteria.
Menciona al Obispo Lucio Sinite, curado de una fístula. Menciona a
un niño, que fue atropellado por un carro y quedó sanado como si
nada hubiera sucedido. Afirma que una monja fue resucitada, lo
mismo que el hijo de un amigo suyo. El antes incrédulo Agustín,
99
concluye diciendo: "Los milagros no escasean en nuestros días. Y el
Dios que obra milagros de los que leemos en las Escrituras, emplea
cualquier medio y manera que quiera".
GRECORIO DE TOURS (538-594) Este escritor publicó muchos
libros; en su obra "Diálogos", narra el caso de un santo monje
llamado Eleuterio. Había un niño que tenía un mal espíritu, que lo
atormentaba todas las noches. Las monjas del convento, donde
vivía el niño, le expusieron el caso a Eleuterio; el monje se lo llevó
a su habitación y esa noche el niño durmió tranquilamente.
Entonces, las mismas religiosas le rogaron al monje que se lo
llevara a su monasterio. Mientras el niño estuvo en el monasterio,
el mal espíritu no lo molestó para nada. Un día, Eleuterio, les dijo a
los demás monjes: "El diablo bromeó con las hermanas, pero una
vez que se encontró con verdaderos siervos de Dios, ya no se
atrevió a acercarse a este niño". En ese momento, el mal espíritu
volvió a perturbar al niño delante de todos. Eleuterio cayó en la
cuenta de que se había dejado llevar por el orgullo. Se puso a llorar
y, al instante él y todos los monjes se dedicaron a una intensa
oración y ayuno, hasta que el niño fue nuevamente liberado del mal
espíritu para siempre.
Son innumerables las sanaciones recopiladas en el período de
los padres de la Iglesia. Esta época es muy importante, porque
refleja la mentalidad de los, que habían sido discípulos de los
apóstoles o de alguno que había conocido a los apóstoles. Estas
sanaciones muestran una Iglesia, que es consciente de que el don
de sanación de los enfermos, es algo esencial de su ministerio de
evangelización. Este período de los padres de la Iglesia (los
primeros setecientos años de la Iglesia) es importantísimo, porque
estos doctos y santos cristianos son tos testigos de primera mano
de la tradición de la Iglesia.

Historia de sanaciones
A través de toda la historia de la Iglesia, siempre encontramos
personas en quienes brilla de manera especialísima el don de
sanación. Se recuerda a san Francisco de Asís (1181_1226). Entre
las varias sanaciones, se alude al caso de un hombre llamado Pedro,
que estaba totalmente paralizado en cama. Sólo podía mover la
lengua y abrir los ojos. Francisco le hizo una amplia señal de la cruz
en todo el cuerpo y aquel hombre quedó totalmente sanado. Se
menciona el caso de Santa Clara de Asís (1195_1253) y las clarisas

100
que sanaban de epilepsia, de lepra (enfermedad incurable en aquel
tiempo) y de otras enfermedades. Se podría recordar a San Felipe
Neri (1515 - 1595) de quien se cuenta que antes de que el médico
impusiera el hierro caliente, sobre el percho con cáncer de una
mujer, Felipe le impuso las manos. Cuando llego el médico, ya no
encontró el cáncer. Mención especial merecen san Vicente de paúl
y María Luisa de Marillac, que, al mismo tiempo que recibieron el
don de sanación, juntos se dedicaron con mucha fe y amor a la
atención de los enfermos, fundando hospitales para gente de
escasos recursos.
En los tiempos modernos, hay que recordar, sobre todo, a dos
santos con un carisma excepcional de sanación: Don Bosco (1815-
1888) y el Padre Pío (1887-1968). Don Bosco era un enfermo
crónico. En su vejez, su médico le dice: "Usted es un gabinete
patológico ambulante". Don Bosco sufría de muchas enfermedades,
pero era un instrumento maravilloso de sanación. Muchísimos eran
curados instantáneamente por medio de Don Bosco. Al Papa Pío IX
le llevaron a un niño sordo, mudo y paralítico para que orara por su
curación. El Papa, con humildad reconoció que él no tenía ese
carisma; indicó que llevaran a aquel niño a Don Bosco. El santo oró
por el niño, que quedó totalmente sanado. Don Bosco
acostumbraba predicar al aire libre en un lugar de mercado
llamado Porta Palazzo. Un joven rebelde de apellido Botta comenzó
a burlarse e interrumpir la predicación. Don Bosco le dijo: "Si
quedaras ciego en este momento, ¿escucharías las Palabra de Dios?
El joven se carcajeó con sorna. Al momento quedó ciego. Comenzó
a gritar desesperado. Don Bosco lo ayudó a arrepentirse a
confesarse, luego el joven volvió a ver. Este milagro sirvió para la
conversión de otros jóvenes, que también se burlaban mientras
Don Bosco predicaba. La gente perseguía a Don Bosco; le cortaban
pedazos de su sotana para tenerlos como reliquias para ser
sanados, como eran sanados los enfermos a los que les aplicaban
los delantales de san Pablo. Las sanaciones en la vida de Don Bosco
eran el pan de cada día.
Caso parecido es el del padre pío. El padre pío desde joven era
muy enfermizo. Durante toda su vida sufrió muchísimo por las
enfermedades que lo atacaban, comenzando por los dolores, que le
causaban los estigmas de Jesús, que le aparecieron en sus manos,
pies y costado. El padre pío era un instrumento poderoso de Dios
para llevar sanación espiritual y física a millares de personas. El
padre pío liberó de malos espíritus a muchas personas, al mismo

101
tiempo, que él mismo era duramente atacado, muchas veces, por el
espíritu del mal, que lo golpeaba inclementemente. También Don
Bosco fue duramente atacado por el espíritu del mal en una época
de su vida.
Sor Teresa Salvadores sufría un cáncer en el estómago y tenía una
aortitis; su estómago no toleraba ningún alimento o medicina.
Según los médicos le quedaban pocos días de vida. Monseñor
Damiani, vicario de la diócesis de Salto, Uruguay, le aplicó al
corazón y al estómago un guante, que había pertenecido al Padre
Pío. La religiosa contó que durante el sueño se le había acercado un
capuchino con barba, que había rezado por ella y había soplado
sobre su cabeza. La hermana quedó inmediatamente sanada.
Cuando le enseñaron la foto del padre pío, la religiosa reconoció al
religioso que durante el sueño se le había acercado. Esta sanación
está confirmada por el Doctor Morelli, profesor de la Universidad
de Montevideo".

Una corriente de Gracia


Después del Concilio Vaticano ll, debido a una nueva y fuerte
irrupción del Espíritu Santo en la Iglesia, como una corriente de
gracia, se ha renovado de manera excepcional el "don de sanación".
De manera extraordinaria se ha manifestado en muchos
eclesiásticos y laicos, que, como los primeros cristianos, son usados
por Dios como instrumentos poderosos de sanación. De manera
especial hay que recordar el caso del Padre Emiliano Tardif, que
viajó por más de 74 países, predicando y sanando a millares de
personas con los excepcionales dones que el Señor le concedió. El
Padre Tardif estuvo al borde de la muerte por cáncer terminal en
los pulmones. Un grupo de sencillos laicos de la renovación
carismática católica fueron a orar por é1. El Padre Tardif cuenta
que él no creía en eso. Su sanación fue inmediata y total. Eso
provocó en él una conversión en su ministerio sacerdotal. De
pronto comenzó a ver que las personas se sanaban, cuando él oraba
por ellas. Además, tenía el don de "palabra de ciencia", por medio
del cual Dios le indicaba qué personas se estaban sanando y de qué
enfermedad. Somos muchísimas las personas, que tuvimos la gran
bendición de comprobar los carismas de sanación y "palabra de
ciencia", que de manera extraordinaria Dios le había concedido al
Padre Tardif. Los libros del Padre Tardif, "Jesús está vivo" y "La

102
vuelta al mundo sin maleta", son preciosos testimonios de que Jesús
sigue sanando a sus hijos por medio de la Iglesia, madre sanadora.
Recuerdo uno de los primeros retiros espirituales para
sacerdotes en Antigua Guatemala. Habíamos unos 73 sacerdotes de
varias naciones. Estaba comenzando la Renovación Carismática
Católica. Muchos sacerdotes no disimulaban su desconfianza en las
sanaciones de las que tanto se hablaba. La primera noche del retiro,
el padre Tardif _ cosa que no acostumbraba hacer con sacerdotes el
primer día de retiro -, dijo que iba a orar por sanación. Algunos se
mostraron molestos. Después de la oración, el Padre Francisco
Dardón (+) dio su testimonio. Había llegado al retiro muy
atribulado, porque casi no podía ver. Andaba a tropezones y no
podía leer la Biblia. Durante la oración, comenzó a ver claramente
un cuadro del Vía crucis; sacó inmediatamente la Biblia de letra
pequeña y pudo leer perfectamente. Todos dimos gracias a Dios.
Pienso que fue una señal fuerte para que los sacerdotes
comenzáramos el retiro, cuestionando nuestro acendrado
racionalismo ante las señales del Señor. Pasado algún tiempo, le
pregunté al padre Dardón que cómo seguía de la vista. Me
respondió que desde aquella noche del retiro espiritual se
encontraba muy bien.
Le escuché al padre Tardif un testimonio muy bello. Se
encontraba en una Universidad de Estados Unidos hablando de que
Jesús estaba vivo y que seguía sanando a sus hijos. Tomó la palabra
uno de los médicos presentes y quiso “aclararle” al sacerdote lo que
sucedía, por medio de términos psicológicos, parasicológicos,
haciendo ver que todo era de tipo natural. En eso estaba, cuando
una señora, muy conocida en la Universidad, porque siempre iba en
silla de ruedas, se puso a caminar por el pasillo central del salón.
Todos alabaron a Dios. El médico de las "aclaraciones" cayó de
rodillas pidiendo perdón a Dios.
Dos meses antes de su muerte, el padre Tardif vino a Guatemala.
Me tocó la bendición de estar a la par de él en un almuerzo. El Padre
Tardif aprovechó para darme el pésame por la muerte de mi
hermano, el sacerdote René Estrada, a quien Dios le había
concedido el don de exorcismo. En esa oportunidad, el Padre Tardif
me dijo que sentía que Dios lo estaba llamando también a é1. Yo le
hice ver que todavía lo necesitábamos por mucho tiempo. Él insistió
en que le parecía que Dios lo estaba llamando. Dos meses después,
nos dieron la terrible noticia de que el padre Tardif habría muerto
en Argentina, mientras se preparaba para una segunda plática en
103
un retiro espiritual para sacerdotes. Sin lugar a duda, el padre
Emiliano Tardif ha sido uno de los grandes profetas de nuestro
tiempo, que el Señor nos envió para hacernos ver que sigue vivo
entre nosotros, que ,,es el mismo ayer, hoy y siempre" ( Hb B,t 3),
que no se le ha olvidado predicar, sanar y exorcizar. Para muchos
ha sido una bendición haber conocido al Padre Tardif y haber
comprobado cómo Dios lo usaba extraordinariamente, a nivel
mundial, ante obispos, sacerdotes y laicos.

Cómo debe tratar la Iglesia a


los enfermos
A Jesús le llevaron un sordomudo para que lo curara. Jesús
comenzó por aislarlo de la gente, lo sacó de la ciudad. Luego le
metió los dedos en los oídos, le puso un poco de saliva en la lengua;
suspiró, vio hacia el cielo. Ciertamente, el Señor no necesitaba de
tantos gestos para curar al sordomudo. El enfermo no podía
comunicarse con Jesús por su mudez y por su sordera. Por eso el
Señor se valió de todos estos gestos para poderse comunicar con el
enfermo. A Jesús no le interesaba únicamente curar su oído, su
lengua; Jesús quería una curación integral: alma y cuerpo.
El Señor, en esta escena, parece un curandero de aquellos
tiempos. Por medio de los gestos, Jesús quiere ayudar al
sordomudo para que «reaccione» positivamente desde un punto de
vista psicológico y espiritual. Alma y cuerpo. Muchos enfermos
están bloqueados psicológicamente por algún trauma de su vida.
Necesitan que se les ayude a desbloquearse. Jesús se sirve de todos
los medios humanos de aquel tiempo para ayudar al paciente a
superar su embotamiento psicológico. Esto nos hace recordar otras
curaciones similares. A un ciego le pone un poco de lodo en los ojos
y lo manda a lavarse a la piscina de Siloé. Mientras el ciego va a la
piscina, su fe se va acrecentando hasta que ya puede confiar
plenamente en Jesús y queda curado. Lo mismo les sucedió a los
leprosos. El Señor los envió a presentarse al sacerdote. Mientras
van corriendo, su fe se va activando y les llega la curación.
Para Jesús los enfermos no eran piezas de un engranaje
humano. Jesús atendía personalmente a los enfermos... Se metía en
su situación, en su problema. Ante el sordomudo, Jesús «suspira».
De esta manera quiere comunicar que se identifica con su pena, con
su tragedia. Jesús, además, «mira hacia el cielo». Él no quiere que lo

104
confundan con un «curandero»; el sordomudo debe darse cuenta que
Jesús, al mirar al cielo, está orando, y no llevando a cabo una curación
de tipo mágico.
El Señor nos enseña, en este pasaje de San Marcos (Mc 7, 31-35),
cómo la Iglesia, Sacramento de Salvación, debe atender a sus hijos
enfermos. El que sufre por la enfermedad debe ser atendido
personalmente. Debe tratarse por todos los medios disponibles, de
que exista « empatía» con el paciente. El enfermo no debe sentirse
como una «pieza» más del enorme engranaje humano. Todos los
recursos humanos y sobrenaturales deben emplearse para que el
enfermo pueda sentirse «amado», «comprendido», para que pueda
superar sus bloqueos psicológicos y espirituales. Jesús no se
avergonzó de emplear tantos gestos para curar al sordomudo; no hay,
entonces, ningún motivo para que nosotros desperdiciemos esta clase
de recursos. La Iglesia en sus sacramentos y sacramentales, hace gala
de gestos de tipo visual y psicológico: el agua, el aceite, la sal, la luz, las
manos. Santiago en su carta, manda que se unja con aceite al enfermo.
La imposición de manos, como lo hizo Jesús, es un medio para que el
enfermo se sienta protegido y amado.

Le abrió el oído
Lo primero que hizo el Señor con el sordomudo, fue meterle los
dedos en los oídos. Le dijo: "Effatá”, "Ábrete'. Dice la carta a los
Romanos: “La fe viene como resultado de oír, y lo que se oye es el
mensaje de Cristo” (Rm 10, 17). Lo primero que la Iglesia debe hacer
con el enfermo, es "abrirle el oído,, j la palabra de Dios. Por medio de
la palabra se revoluciona nuestra vida. La Palabra nos entra por el
oído y barrena nuestra alma. De aquí viene la conversión. Cuando
alguien acude a una predicación, a la lectura de la Biblia, se está
«exponiendo» a ser barrenado por la Palabra, y a que la fe venga o se
acreciente. Un enfermo, en primera instancia, debe ser expuesto a la
Palabra, para que el terreno sea abonado y se encuentre preparado
para recibir la curación que Jesús le quiere donar. Un enfermo con su
oído bloqueado a la Palabra, va a poner mucha resistencia a su
curación, porque le va a faltar la dimensión de la fe.

Le soltó la lengua
Luego el Señor le soltó al mudo la traba de la lengua. Una vez
que se ha destapado el oído, hay que dejar que el enfermo hable. La
Iglesia, madre y maestra, debe ayudar al enfermo a que ,'se

105
desahogue". Al verbalizar su problema, él mismo se está
psicoanalizando. Está buscando la raíz de su mal, que, muchas
veces, es de origen psicológico o espiritual. Al enfermo le hace muy
bien hablar. Es de gran importancia que haya alguien, que «acepte»
con paciencia escuchar las interminables historias del enfermo. En
el mundo moderno, tan acelerado, nadie tiene tiempo para
escuchar al otro. Una gran medicina para el enfermo es que alguien
con «caridad» lo escuche. Tiene tanto que decir. Por medio de las
palabras quiere desembuchar mucha amargura. Por medio de su
hablar interminable ya se está operando la sanación. Sobre todo,
hay que buscar que el enfermo intente hablar con Dios. El primer
diálogo debe ser una «confesión». El salmo 32 lo dice claramente:
«Mientras no confesé mi pecado, mi cuerpo iba decayendo por mi
gemir de todo el día... Pero te confesé sin reservas mi pecado y mi
maldad; decidí confesarte mis pecados, y tú, Señor, los perdonaste».
Una confesión detenida y sincera ayuda mucho para la curación. En
el fondo del corazón del enfermo hay un complejo de culpa. A veces
piensa que Dios lo está castigando por algún pecado. Por eso hay
que ayudarle a que se le «destrabe» la lengua; que después de
hablar con nosotros, hable con Dios por medio de una buena
confesión sacramental. La paz espiritual derriba bloqueos que
impiden la sanación.

EI aislamiento
Antes de curar al sordomudo, Jesús lo apartó de la multitud. Hay
circunstancias, en que los demás impiden escuchar con claridad la
voz de Dios. El médico, a veces, necesita aislar al paciente; aparece
en la habitación un rótulo que dice: «NO SE PERMITEN VISITAS».
Ni la esposa, ni los hijos. El paciente necesita soledad para poder
clarificar su situación. Con algún enfermo sucede lo mismo. Su
enfermedad también es producto de su aturdimiento, de su manera
vertiginosa de vivir. Necesita ser "hospitalizado" espiritualmente.
Tiene que escuchar con claridad lo que Dios quiere de él. Tiene que
analizar su relación con los demás. Para este efecto, la Iglesia
organiza retiros espirituales, noches de oración, pláticas religiosas,
reflexiones bíblicas. Hay que buscar que el enfermo tenga la
suficiente soledad y tranquilidad, para que pueda escuchar lo que
Dios tiene que decirle y para que pueda clarificar su situación
delante de Dios y de los hermanos.

106
Dejarse “trabajarte”
Dios siempre tiene un plan de amor para cada uno de nosotros.
Lo mejor que podemos hacer para nuestra curación o la de otros
enfermos, es ponernos en sus manos con confianza. El sordomudo
tuvo el acierto de abandonarse en las manos de Jesús. Dejó que el
Señor lo «trabajara» a su modo. Jesús le metió los dedos en los
oídos, le puso un poco de saliva en la lengua, lo sacó de entre la
multitud y lo llevó aparte antes de imponerle las manos Jesús
suspiró y vio hacia el cielo. El sordomudo le permitió a Jesús todos
estos gestos; no puso ninguna resistencia. Eso es lo que Jesús nos
enseña a hacer en la Iglesia, con los enfermos. Hay que ayudarlos a
buscar el silencio. El enfermo debe sentir a la Iglesia que se afana
en destaparle los oídos para que escuche a Jesús. Debe sentir que la
Iglesia toca sus labios y le enseña a rezar, a acudir, en primer lugar,
a Dios. El enfermo debe ver que su Iglesia "suspira y mira al cielo":
que es una Iglesia, que como madre intercesora ruega por él y lo
acompaña en su sufrimiento.
Alguien ha dicho que la Iglesia es como un hospital. Todos, en
alguna forma, estamos enfermos del alma o del cuerpo. Jesús dejó
su Iglesia como ese hospital de misericordia para que, al curarnos
unos a otros, sintamos a nuestro lado al mismo Jesús, que es el
mismo "ayer., hoy y siempre". El mismo Jesús, que continúa
sintiendo compasión y que sigue perdonando y liberando. El mismo
Jesús, que, en su primer sermón, aseguró que venía para “sanar los
corazones heridos". Cuando la Iglesia obra de esta manera,
demuestra que está cumpliendo la misión que Jesús le dejó: ser
Sacramento de salvación y sanación para todos.

107
MARÍA MADBE
SANADORA DE LA
IGLESIA

Algunos pintores representan a la Virgen María desmayada al


pie de la cruz. Es un cuadro lleno de dramatismo, pero no
concuerda con la verdad histórica. El evangelista Juan, que estuvo
junto a la Virgen María en ese momento trágico, afirma que María
"estaba junto a la cruz”. De pie. No era momento para desmayos; la
Madre fuerte tenía que animar con su presencia al Hijo, que estaba
siendo sacrificado cruelmente por la salvación del mundo.
La Virgen María junto a la cruz pudo comprobar el valor de la
sangre de Jesús. Pudo ver cómo el ladrón de la derecha, que, al
principio, como el otro ladrón, también insultaba a Jesús, de pronto,
aceptaba que era delincuente, se confesaba en público y pedía a
Jesús que lo admitiera en su reino. El “buen ladrón” fue de los
primeros beneficiados con la sangre de Cristo. Fue sanado de la
enfermedad más terrible: del pecado.
La Virgen María también pudo observar al pie de la cruz, cómo
el rabino Nicodemo tuvo un “nuevo nacimiento", al estar junto a la
cruz de Cristo. A Nicodemo, una noche, el Señor le había advertido
que "s¡ no volvía a nacer del agua y del Espíritu, no podría ingresar
en el reino de los cielos". Nicodemo, entonces, le preguntó a Jesús
qué debía hacer. Jesús le contestó que debía hacer lo mismo que
Moisés, cuando las serpientes venenosas habían mordido a los
murmuradores en el desierto. Moisés, por mandato de Dios, había
colocado una serpiente de bronce en lo alto de un palo. Los que con
fe en la promesa de Dios veían esa serpiente, quedaban sanados.
Jesús le dijo a Nicodemo que él mismo iba a ser levantado también,
como la serpiente, para que todo el que volviera con fe se salvara
(Jn 3, 14-15).
En el Calvario, Nicodemo entendió, totalmente, lo que Jesús le
había dicho. Él fue de los primeros en ser salvado por la sangre de
Cristo. Nicodemo no fue al Calvario a mirar una serpiente de
bronce, sino al Cordero de Dios, que en la cruz se había llevado los
pecados del mundo.
Mientras Nicodemo veía al Cordero del Nuevo Testamento, la
Virgen María observaba cómo aquel rabino recibía un "nuevo
108
nacimiento”, una conversión profunda. Mientras los demás
discípulos se escandalizaban de Jesús, Nicodemo, valientemente, se
exponía a ser expulsado de la sinagoga judía por estar junto a la
cruz de Jesús. Nicodemo fue de los primeros en recibir la sanación,
que brotaba del costado abierto de Cristo, de su sangre preciosa. Se
cumplía así lo que había predicho el profeta Isaías: " Por sus llagas
hemos sido sanados” (Is 53,5).
La Virgen María, al estar junto a la cruz, quedó totalmente
salpicada por la sangre de su Hijo. Fue, en ese momento, que Jesús,
la llamó para decirle: " Mujer, he ahí a tu hijo”. Ahora que Jesús ya
no iba a estar físicamente presente en la tierra, le encomendaba a
la Virgen María al nuevo Jesús místico, la Iglesia, el "Sacramento de
Salvación”, Que Jesús dejaba a su nueva familia espiritual.
Junto a la cruz, la Virgen María, por la sangre de Cristo, que la
salpicó, recibió el encargo de cuidar a su nuevo hijo, Juan, que
representaba a toda la Iglesia. Del Calvario, la Virgen María bajó con
su túnica ensangrentada. Ahora, que ya no iba estar el Sanador,
quedaba la Madre del Sanador, a quien había llevado en su seno y a
quien había cuidado maternalmente durante toda su vida terrenal.
Propiamente, junto a la cruz, la Virgen María recibió el don de
sanación para ser la madre sanadora de la Iglesia, que es
Sacramento de salvación, y, por consiguiente, de sanación.
Cuando los hijos se enferman, la madre corre inmediatamente
a buscar el médico, la medicina. Ésa iba a ser la nueva misión de la
Virgen María con sus nuevos hijos, con la Iglesia. Su misión es
llevarlos al médico de médicos, a Jesús. Ella no está para mostrar
una serpiente de bronce en lo alto de un palo, sino para señalar la
cruz, en donde ella vio cómo el buen ladrón y Nicodemo quedaban
sanados del pecado y comenzaban una nueva vida.

Intercesora ante el Intercesor


En nuestro peregrinaje por la vida, somos mordidos, por las
serpientes de las depresiones, del pecado, de las enfermedades
físicas y espirituales. La Virgen María repite lo que hizo en Caná de
Galilea: nos lleva al Sanador, al que puede convertir el agua del
sufrimiento, de la enfermedad del cuerpo o del alma, en el vino de
la sanación, de la salvación.

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Dice la 1Tm 2,5, que el único Mediador entre Dios y los hombres
es Jesús. La Virgen María, en nuestras enfermedades del alma o del
cuerpo, como en Caná, acude al único Mediador: él es el único que
puede hacer milagros. A la Virgen María le corresponde poner al
servicio de sus hijos el poder de su oración ante su Hijo Jesús. Bien
decía Santiago: " La oración del justo tiene mucho poder” (St 5,6)
En la Biblia, se llama "justo" al santo. La Biblia, a la Virgen María la
llama "Bendita entre todas las mujeres", " Llena de Gracia" Ella es
la más santa. La Santísima. Por eso su oración ante el único
Mediador es incomparable.
Los jóvenes esposos de Caná habían comenzado con mucho
gozo su fiesta de bodas. Al poco rato, todo era angustia,
desesperación. Se había terminado el vino. ¡Qué vergüenza para la
familia: tenían que decirles a todos que se había terminado la fiesta!
Pero, pronto la angustia se convirtió en gozo inenarrable: debido a
la intervención de María, Jesús había convertido en vino el agua de
seis tinajas. ¡Qué sanación de la angustia y del miedo para la familia
de Caná!
Un día, una madre angustiada acudió a Jesús para suplicar la
sanación de su hija, que estaba atormentada por un mal espíritu.
Jesús no pudo resistir la plegaria de la madre atribulada. Alabó su
fe y curó instantáneamente y a distancia a la Joven enferma. La
mujer, que pedía la sanación de su hija, era una pagana, una
cananea. La Virgen María es la llena de Gracia, la Madre del Señor.
Su plegaria por sus hijos enfermos es atendida inmediatamente por
Jesús. Como el Señor se compadeció ante la mujer cananea, que a
gritos suplicaba a Jesús que la atendiera, así también se compadece
de su Madre, cuando acude a él suplicando por los hijos, a quienes
falta el vino de la salud de alma o cuerpo.
El día de Pentecostés, la multitud compungida le preguntó a
Pedro qué debían hacer para tener el don del Espíritu Santo, como
se veía en los apóstoles y discípulos. Pedro les indicó que lo
primero era una conversión, un cortar con el pecado; en seguida
debían bautizarse para que esos pecados fueran borrados; luego
vendría sobre ellos el Espíritu Santo. Lo que Pedro pedía era una
religión de conversión y fe. Lo mismo hizo la Virgen María en Cana.
Les hizo ver a todos que la solución del tremendo problema que
tenían, estaba en "hacer lo que Jesús dijera". "Hagan lo que él les
diga", fueron las textuales palabras de la Virgen María. Era como
que les dijera, que si querían que su problema se solucionara, se
debían abandonar en las manos de Jesús. Debían ir por el camino
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de su voluntad; debían hacer, puntualmente, todo lo que él indicara.
Ése era el secreto. Y ése sigue siendo el secreto para obtener la
sanación: comenzar por romper con el pecado, ponerse en las
manos de Jesús e ir por el camino del Evangelio. Muy bien se
encuentra especificado el mismo mandato en el libro del
Eclesiástico, cuando se le aconseja al enfermo.. "Hijo mío, cuando
estés enfermo, no seas impaciente: pídele a Dios y ét te dará la
salud. Huye del mal y de la injusticia, y purifica tu corazón de todo
pecado" ( Eclo 38,9-1 0).

Ministerio de sanación
El libro de Hechos expone que pedro y pablo tenían un
extraordinario “don de sanación”. Seguramente era tanta la gente
que deseaba ser favorecida por ese don, que, por eso mismo, el
Señor le concedió a Pedro que con que su sombra tocara a los
enfermos, ya quedaban sanados (Hch 5,15). A Pablo el Señor le
concedió que los enfermos, al tocar sus pañuelos y delantales,
quedaran sanados (Hch 19,12).
No es nada aventurado pensar que la Virgen María tenía un don
de sanación muy superior al de Pedro y Pablo. La misión que Jesús
le había encomendado de cuidar al "Jesús místico”, la Iglesia, era un
ministerio de extraordinaria responsabilidad.
En el Evangelio de san Marcos, se recoge la escena en que la
multitud de enfermos se echan encima de Jesús (Mc 3,.1 0). Todos
querían ser sanados; temían quedarse sin la sanación que tanto
anhelaban. Ahora, que ya no estaba Jesús, ciertamente los enfermos
habían intuido que la Virgen María era la Madre sanadora, que Jesús
les había dejado. Seguramente, "perseguirían" por donde quiera a
la Madre del Señor, como se persigue a los que tienen el don de
sanación. Dura carga llevaría la Virgen María. Pero, ciertamente,
ella, al igual que Jesús, sentiría compasión por los enfermos y se
entregaría en cuerpo y alma para atenderlos con amor y muchísimo
sacrificio.
La Virgen María no podía olvidar la misión que Jesús le había
encomendado: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Cada cristiano es un hijo de
María. Como la madre cuida de manera especial de los hijos
enfermos, de los lisiados, de los "especiales", así la Virgen María
cumple su ministerio de Madre sanadora con los enfermos del alma
o del cuerpo. Por eso, en nuestras enfermedades, pensamos

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inmediatamente en ella, que siempre está presta para llevarnos a
Jesús y decirle: "Les falta el vino de la salud, de la alegría”.

Testimonio de los sanados


A través de todo el mundo, se encuentran innumerables
templos dedicados a la Virgen María, en donde abundan los
exvotos, que son una evidencia abrumadora de lo que significa la
oración de la Virgen María ante Jesús. Lourdes, Fátima, Guadalupe,
son testimonios fehacientes de la experiencia de sanación, que
muchísimos devotos de la Virgen María han experimentado en sus
vidas.
El indiecito Juan Diego tiene una angustia muy grande. Su tío se
encuentra gravemente enfermo. Juan Diego corre, apresura-
damente, a buscar un médico. En el camino se le aparece la Virgen
María. Le pregunta por su aflicción. Cuando el indígena le comenta
que va a llamar al doctor porque su tío se está muriendo, la Virgen
María le dice: “¿y no estoy yo aquí que soy tu madre?" El tío de Juan
Diego fue sanado milagrosamente.
La experiencia de luan Diego es la de muchos devotos de la
Virgen María, que se ha manifestado como madre bondadosa, que
intercede ante Jesús por la salud de los enfermos. Todo cristiano
está seguro de que la oración de la Virgen María ante el Mediador,
Jesús, es poderosísima. Se constata lo que afirmaba Santiago.
" La oración del justo tiene mucho poder”. Nadie más santo que
la Madre del Señor. Nadie más poderoso en la oración de
intercesión que la Virgen María.
Cada santuario mariano en el mundo es la expresión de tantos
cristianos, que experimentaron la mano sanadora de la Madre de
Jesús en sus vidas.

Del testimonio de san Juan Bosco


Hacia el final de su vida, Don Bosco escribió: "Sean devotos de
María Auxiliadora y verán lo que son los milagros". Esta frase de
Don Bosco es como la síntesis de las muchas gracias, que Bosco
obtuvo de Jesús por intercesión de la Virgen María.
Cuando Don Bosco era niño, Jesús, en un sueño visión, le
encomendó la tarea de trabajar entre los jóvenes descarriados para

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convertirlos, de fieras, en mansos corderos. El niño Juan Bosco se
puso a llorar, pues lo que Jesús le pedía le parecía una tarea
imposible. Jesús le prometió darle una maestra, le entregó a la
Virgen María. Lo que sucedió en el sueño, Don Bosco lo comprobó
en su vida; experimentó que la Virgen María era una "auxiliadora",
que Jesús le había proporcionado para ayudar a muchísimas
personas necesitadas. Las sanaciones por intercesión de la Virgen
Auxiliadora son incontables en la vida de san luan Bosco.
Recordemos algunas.
Don Bosco, en señal de gratitud a la Virgen María, quiso
levantarle un templo grandioso, lo que ahora se llama la Basílica de
María Auxiliadora, en Turín, Italia. Sus recursos económicos eran
escasos; pero Don Bosco confió en la Virgen María, que le había
pedido ese templo para beneficio de muchas personas necesitadas.
Un día, Don Bosco no tenía el dinero suficiente para pagar la costosa
planilla de los obreros. Puso a varios niños a rezar ante el
Santísimo, y él se lanz6 a la calle a la aventura de Dios.
Después de caminar sin dirección, un desconocido se le
presenta; le dice que el señor donde trabaja lo mandó a buscar y a
llevarlo a su casa, ya que estaba muy enfermo. Don Bosco fue. El
enfermo era un rico señor. Don Bosco intuyó que la Divina
Providencia lo quería ayudar. De entrada le preguntó al señor si
estaría dispuesto a hacer una generosa ofrenda para el Santuario
de María Auxiliadora en construcción, si la Virgen María lo sanaba.
El enfermo contestó que ya estaba cansado de médicos y medicinas
sin obtener ninguna mejoría; que estaría dispuesto a donar una
gran cantidad, si la Virgen lo sanaba. Don Bosco lo preparó y le dio
lo que él llamaba la "Bendición de María Auxiliadora”. El enfermo
quedó inmediatamente curado. La familia se encontró en apuros
para buscar pantalón y saco para el enfermo, que tenía que ir al
banco para sacar lo que iba a ofrendar a la Virgen María. Hacía
muchos años que no se levantaba de la cama. Con la sanación de
aquel rico enfermo, la Virgen María sacó de su apuro económico a
Don Bosco.
Monseñor Costamagna, bajo juramento, dio testimonio ante las
autoridades eclesiásticas de lo que había visto en la casa de sus
padres, en Cúneo (Italia). Habían invitado a Don Bosco, todos los
del pueblo querían recibir su bendición, por eso unas seiscientas
personas abarrotaron la casa. Llevaron a una ancianita que, casi
arrastrándose, se presentó con sus muletas pidiendo que Don
Bosco la bendijera. Don Bosco sólo le preguntó si tenía fe en la
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Virgen María. La anciana contestó que sí. Entonces Don Bosco le
dijo que se hincara. La anciana alegó que ella apenas lograba
moverse, que no podía hincarse. Don Bosco la animó a demostrar
la fe que tenía en la Virgen, poniéndose de rodillas. La anciana con
gran esfuerzo se hincó. Don Bosco le dio la bendición de María
Auxiliadora. La ancianita quedó inmediatamente sanada. Regresó a
su casa caminando normalmente. Monseñor Costamagna,
aseguraba que durante muchos años después había visto a aquella
anciana caminando normalmente por su pueblo sin muletas.
En Marsella (Francia) le presentaron a Don Bosco a la señorita
Perier, que tenía cáncer y estaba desahuciada por los médicos. Don
Bosco le dio la bendición de María Auxiliadora; la joven quedó
inmediatamente sanada. Los médicos lo comprobaron y dieron fe
de la sanación. En agradecimiento por su sanación, la joven sanada
se hizo religiosa de las Hijas de María Auxiliadora. Cuando Don
Bosco escribió: "Sean devotos de María Auxiliadora y verán lo que
son los milagros", no hacía sino exteriorizar lo que él había
comprobado, que era la intercesión de la Virgen María ante Jesús.

La bendición de María
Auxiliadora
Para ayudar a las personas a confiar en la intercesión de la
Virgen María ante Jesús, Don Bosco compuso lo que él llamó la
“Bendición de María Auxiliadora". Esta fórmula de bendición está
constituida por el Ave María, en la que se repiten las Palabras del
Arcángel Cabriel, de parte de Dios, a María, llamándola “llena de
gracia”. Se mencionan también las alabanzas de santa Isabel, que,
inspirada por el Espíritu Santo, le dijo a su prima: “Bendita entre
todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Se concluye con
la oración, compuesta por la Iglesia, que, después del Concilio de
Éfeso (año 431), comenzó a llamar, oficialmente, a la Virgen “Madre
de Dios". Ya antes el pueblo la llamaba de esta manera sin ningún
complejo teológico.
La otra parte de la fórmula de la bendición está integrada por la
oración más antigua que se conoce a la Virgen María, que dice: "Bajo
tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios, no desoigas
nuestras suplicas, antes bien, líbranos de todos los peligros, Oh,
Virgen siempre gloriosa y bendita”. Según los investigadores, esta
oración data del siglo tercero. En esta invocación ya se llama a

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María “Madre de Dios”. El pueblo sencillo se adelantó a llamarla así,
antes de que la Iglesia declarara como “dogma” la maternidad
divina de la Virgen María.
La bendición concluye con una oración en la que se recuerda
que María Santísima fue sagrario de Jesús, y se pide por su
intercesión “ser librados de todos los peligros y de la muerte
eterna”. Todo termina con la bendición trinitaria.
Esta bendición de María Auxiliadora tiene una larga y rica
historia de milagros, de sanaciones recibidas por multitud de
personas, que se han confiado a la intercesión de la Virgen María
ante su Hijo Jesús.

Madre sanadora en la Iglesia


San Agustín decía que la Iglesia nació del costado de Cristo,
dormido en la cruz. Fue ahí, junto a la cruz, que la Virgen María fue
nombrada Madre de la Iglesia, que es Sacramento de salvación, de
sanación. Del Calvario bajó la Virgen María con su título de Madre
de la Iglesia. Desde entonces no ha dejado de rogar por sus hijos
necesitados, por los enfermos del alma o del cuerpo.
A todos, como a Juan Diego, la Virgen, cuando nos ve enfermos
o preocupados por nuestros enfermos, nos repite; "¿No estoy yo
aquí que soy tu Madre?”. En la historia de sanaciones en la Iglesia,
la Virgen María tiene un papel de primerísima importancia. Por eso
la llamamos en las letanías "salud de los enfermos". La experiencia
de San Bernardo, gran devoto de la Virgen María, está plasmada en
la oración en que le dice: “Jamás se ha oído decir que ninguno de
cuantos han acudido a ti, haya sido abandonado por ti". Ésta es
también la experiencia de los devotos de la Virgen María. Nadie se
ha sentido abandonado por ella en la enfermedad. Todo lo
contrario: los enfermos, en su lecho de dolor, han experimentado
que la Virgen María sigue cumpliendo a perfección el encargo que
Jesús le entregó desde la cruz: "Mujer, he ahí a tú hijo”. El milagro
de Caná, sigue repitiéndose para todos los devotos de la Virgen
María. y ella, como Madre amorosa y exigente, sigue repitiéndoles
a los que acuden a ella en busca de auxilio: “Hagan lo que él les diga".

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