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La primera vez que vi Londres, la encontré francamente fea. Yo debía tener trece años.

Dos señoras
del pueblito de Surrey al que me habían mandado para, según parece, perfeccionar mi inglés, me
llevaron a pasar un día a Londres, adonde de vez en cuando, iban de compras. No estoy demasiado
seguro a qué se debió mi decepción; quizás al hecho de que el día sobre todo consistió en ir de
tienda en tienda, cosa que en la época me interesaba más bien poco. Me acuerdo de que fuimos a
ver el cambio de Guardia, que paseamos por Hyde Park, cuyo lago, aprendí, se llamaba “La
Serpentina” y que una de sus calles, llamada Rotten Row (“la callejuela podrida”) debía su nombre
muy simplemente a la antigua denominación francesa “ruta del Rey”. Creo que también fuimos a
ver el museo de cera de Madame Tussaud. En todo caso, al final del día quedé reventado…

En aquella época, George VI todavía era el rey de Inglaterra; la carne, el té, los dulces seguían
estando racionados.

Desde entonces, volví a Londres varias veces, a veces por algunas horas, a veces por alguno días.
Apenas despegado, el avión nocturno comienza su descenso sobre Heathrow. Y cada vez que,
minutos antes de aterrizar, atraviesa la capa de nubes y descubrimos, más allá del horizonte la
cuadrícula infinita de faroles de resplandor amarillo naranja, sentimos que estamos llegando a la
ciudad de ciudades. Y aun cuando Londres ya no sea desde hace mucho la metrópolis más grande
del mundo, aún sigue siendo el símbolo de lo que es una ciudad: algo tentacular y perpetuamente
inacabado, una mezcla de orden y de anarquía, un gigantesco microcosmos donde ha venido a
amontonarse todo lo que los hombres han producido en el curso de los siglos. Un simple hecho
idiomático da cuenta de esta exacerbación ciudadana: ahí donde los franceses apenas tienen siete
palabras para designar lo que genéricamente llamamos calle “calle, avenida, bulevar, plaza, paseo,
callejón sin salida, callejuela”, los ingleses tienen al menos veinte ​(street, avenue, place, road,
crescent, row, lane, mews, gardens, terrace, yard, square, circus, grove, greens, houses, gate,
ground, way, drive, walk​, etc.); lo cual no deja de plantear algunos problemas al que busca una
dirección porque, por ejemplo, Cambridge Circus, Cambridge House, Cambridge Place, Cambridge
Road, Cambridge Square, Cambridge Street, Cambridge Terrace no están todos situados en el
mismo barrio…

Dos sorpresas esperan al viajero venido del continente cuando llega por primera vez a
Londres. La primera tiene que ver con sus reflejos: antes de cruzar una calle, mirará instintivamente
a su izquierda, mientras que los vehículos vendrán por la derecha; le hará falta algún tiempo para
que los músculos del cuello se adapten a esta situación nueva; pero quizás se deba a esa muy
pequeña diferencia que Londres parezca una ciudad tan “extranjera”, en la que las leyes que
habitualmente rigen en nuestras ciudades las relaciones entre los peatones y los autos resulten
ligeramente modificadas.

La segunda sorpresa provendrá de los autobuses, de esos famosos autobuses rojos de dos
pisos; el viajero extranjero posiblemente empiece por desconcertarse por la aparente complejidad de
la red y el número de estaciones terminales: Camden Town, Kensal Rise, Epping, etc.,
evidentemente no le dirán nada; si se decide a tomarlos, lo que constituye una de las maneras más
agradables de recorrer la ciudad, y si como espero, elige viajar en la parte superior, tendrá la rara
sorpresa de descubrir una ciudad a la altura del primer piso de una casa; en eso también, la
diferencia parece mínima, sin embargo todo aquello que estamos acostumbrados a ver se presentará
aquí de una manera un tanto nueva, extraña tanto para la mirada como para el espíritu.

“Dos semanas bastan apenas, incluso para un viajero infatigable que se contente con echar
un vistazo superficial, para hacerse una idea un poco clara de Londres y de sus alrededores”. Este
anuncio tan sucinto como perentorio figura al principio del Baedeker de 1907. Y cuarenta años
antes, Élisée Reclus, en su ​Londres illustrado ​no se mostraba mucho más alentador con los
desdichados turistas: “El extranjero que no le teme ni a la fatiga del cuerpo ni a la del espíritu
puede, si es preciso, visitar todas las curiosidades de Londres en el espacio de ocho días; pero
resulta imposible que las visite con provecho. Los tesoros artísticos encerrados en el Museo
Británico, las galerías de cuadros exigirían por sí solas un estudio prolongado de varias semanas, y
muy pocos son los extranjeros que después de una estadía de algunos meses, pueden afirmar que
conocen la inmensa ciudad”.

Hoy, esas alertas no perdieron pertinencia: entre el British Museum y la National Gallery,
entre los muelles y los parques, entre el Parlamento y la Torre, el viajero sólo podrá experimentar
una sensación de intensa desazón, y aunque recorriera las calles once horas por día, como lo hizo
Stendhal cuando llegó por primera vez a Londres en 1817, no podría ver en diez días ni un cuarto de
lo que le habría gustado visitar.

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