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La premisa básica de quien espera algo es que no necesita salir a buscarlo, porque
para eso está el azar, Dios, los dioses o cualquier otra habitual sinonimia, que en
una oscura y afortunada maniobra suya le hará merecedor de ese anhelo, así sin más,
como quien gana la lotería o forma parte de la lista de subsidios del destino.
Como todo el que anhela, creí encontrarte muchas veces: en el primer y fallido
intento de beso, en el primer beso, en la primera caricia secreta, en la primera
comunión de las miradas, en el primer silencio compartido, en el primer aullido a
dos voces, cuerpo a cuerpo, bajo la luna solar de la entrega. Después, incrédulo
pero no tanto, sospeché encontrarte varias veces tras las ventanas del metro, en la
fila del cine, en las películas, en los páramos, en toda mirada furtiva que me
decía (o en la que yo leía): “Entra. Ya estás en casa”. Luego, sórdido y vencido,
decidí buscarte como símbolo, como metáfora, y creí hallarte en mis amigos, en mis
mascotas, en mis guitarras, en la imbesable imaginación.
Reanimado por un par de eventos felices —que una vez más te los atribuí a vos—
empecé a sospechar que, en efecto, te había encontrado, pero quizá me había
empecinado tanto en seguir buscándote que te dejé pasar, por incrédulo, por imbécil
o por ambas. Quizá la costumbre de la incredulidad me había convertido en un
buscador que ya no quería encontrar lo que buscaba, vaya el azar a saber por qué.
Pero no duró mucho la ilusión, afortunadamente: una simple regla de tres (es decir,
cuando los terceros no sobran) me dio la dulce bofetada que necesitaba. Vos seguías
allá afuera, y no había tiempo que perder.
Como ya habrás calculado, no fue la multiplicación de los panes sino de las penas,
las propias y las ajenas, pero me sirvió para descubrir (o para que me fuera
revelado) que mis movimientos hacia vos compartían un desacierto fundamental,
fallaron todos por la misma razón, es decir, por la misma locura: salí a buscarte
con las puertas cerradas, sin luces de bengala, sin estrella de Belén hacia el
pesebre de mi alma, sin dejar que vos también me buscaras a mí. Me pregunté,
entonces, con el amor en vilo, con el amor sangrante: ¿y si estuvimos cara a cara,
vida mía? ¿y si nos encontramos y fue mi culpa que te fueras, y fue mi culpa no
dejarte entrar a casa? ¿y si eres una entre todas las estrellas y sólo una para
esta lamentable noche que he sido sin tu lumbre?
Fue entonces, después de la sombra y del vino, cuando vi todo claramente. Sólo una
catástrofe de tal magnitud podía haberme traído la revelación subsiguiente, el
eslabón perdido, la piedra filosofal. Te encontré en todos los besos, todas las
furias, todos los paroxismos del alma, todas las eucaristías del vientre, todas las
mujeres que han sido vos y han sabido encontrarme a pesar de mis ventanas cerradas,
de mis llaves perdidas, te encontré y te sigo encontrando en cada rincón glorioso
del mundo, en todos los seres y las cosas que me han hecho a imagen y semejanza de
tu anhelo, tu anhelo que tampoco me esperó y salió a buscarme porque sí, porque
asistimos al signo del encuentro como al de la vida, porque nunca estuvimos
separados, porque nunca lo estaremos.
Hoy me acechas nuevamente en esa esquina que doblaré o estoy doblando, hoy elegirás
un rostro familiar o desconocido, hoy tendrás unos dioses o ninguno, hoy tocarás a
mi puerta o yo a la tuya. Pase lo que pase, no quiero seguir buscando. Sé
exactamente quien quieras ser, ignora la mala puntería de mi imaginación y de mis
sentidos. Sólo aparécete con la desnudez final de la entrega, con la categórica
sencillez del para siempre. Yo, ya estoy desnudo.