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Un carrusel

a orillas
del Sena
Eloy B.D.

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ÍNDICE

1. El carrusel familiar..................... 3
2. Kodran, el ballenero .................. 7
3. El león de madera .................... 15
4. La manifestación ...................... 18
5. Amigos ...................................... 24
6. Yasira......................................... 30
7. Un remedio diferente .............. 38
8. Los trabajos de Marcel............. 42
9. El jeroglífico .............................. 50
10. El organillo ............................... 57
11. En el museo .............................. 61
12. El genio escultor....................... 66
13. Un talento oculto ..................... 73
14. El despertar .............................. 79
15. La estatua .................................. 84
16. Los deseos se cumplen ............ 87

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El carrusel familiar

Era una época de cambios, progreso y modernidad.


La ciudad de París se hallaba en el foco de los avances
tecnológicos e industriales que estaban fraguándose con el
fin de siglo. Cientos de trabajadores se afanaban en la
construcción de una gigantesca torre de hierro que se
elevaría por encima de cualquier otra estructura construida
hasta entonces por el hombre; mientras, a su alrededor, se
desarrollaba una actividad incesante que debía culminar con
la inauguración de una prometedora y ambiciosa Exposición
Universal.
Muy cerca de aquella grandiosidad, de aquel frenético
hormiguero formado por obreros, arquitectos e ingenieros,
un hombre sencillo llamado René Carré trataba de ganarse la
vida a diario con su modesto carrusel. Instalado a orillas del
Sena, el tiovivo despertaba la admiración de los niños ―y no
tan niños―, que se sentían atraídos como insectos por las
luces hacia aquella plataforma giratoria en la que subían y
bajaban suavemente dos filas de animales de madera,
finamente tallados y pintados con colores alegres y
brillantes. La mayor parte de ellos eran figuras de caballos,
pero había también un avestruz, un tigre de Bengala, una
jirafa y un majestuoso león, cuya melena había sido tallada
con tanta perfección que a veces daba la impresión de
ondularse con el viento cuando René ponía en
funcionamiento el carrusel. A lomos de aquel espléndido
león de madera dormía muchas noches un gato negro
callejero, hermoso y astuto, por el cual René Carré sentía
especial aprecio. Había intentado convertirlo en su gato
dándole de comer salmón ahumado y paté de hígado; pero

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Noir, así lo llamaban todos, despreciaba aquellas
exquisiteces culinarias con orgullo e indiferencia. El gato
prefería alimentarse rebuscando en los cubos de basura.
La limpieza, el mantenimiento de las piezas y el engranaje
que hacían funcionar la vistosa atracción de feria corrían a
cargo de Marcel, el hijo de René. Marcel tenía veinte años y
una habilidad innata para entenderse con todo tipo de
maquinarias y mecanismos. Estaba entusiasmado con los
cambios que estaba experimentando la ciudad, algo en lo
que se mostraba totalmente en desacuerdo con su padre, un
hombre muy conservador y amante de las tradiciones.
―La torre del señor Eiffel es una maravilla de la
ingeniería, papá ―solía comentarle con un brillo de
admiración en sus ojos claros e inteligentes―. Y es increíble
la velocidad a la que está siendo construida. Los obreros
trabajan con tanto orden y precisión que parecen músicos de
una orquesta sinfónica.
―No es más que un amasijo de hierros ―replicaba René
con escepticismo―. Y no es precisamente música lo que
producen esos obreros con sus martillazos. Ojalá sea cierto
eso que dicen, que desmantelarán la torre cuando todo este
despilfarro concluya.
―¿Cómo puedes ser tan cerrado de mente, papá? Ayer
mismo presencié unas pruebas de luces con eso que llaman
electricidad, y te puedo asegurar que te quedarías sin
palabras si las vieras con tus propios ojos. El futuro ya está
aquí, te pongas como te pongas ―se indignaba Marcel.
―¿Y cómo puedes tú defender algo que está perjudicando
claramente nuestro negocio? ―le discutía su padre con
vehemencia―. El polvo, el humo y el estruendo de las obras
ahuyentan a las familias de este lugar, que siempre ha sido
muy tranquilo. Ni siquiera los domingos ganamos dinero
suficiente para cubrir gastos; si esto continúa así, seremos

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nosotros los que nos veamos obligados a desmontar el
carrusel y marcharnos de aquí.
Marcel callaba cuando su padre hablaba de irse a otra
parte. Le hubiera gustado decirle que aquella era una
excelente idea, porque hacía tiempo que anhelaba viajar y
descubrir mundo. Dar vueltas y más vueltas en el tiovivo
estaba aprisionando su corazón, ahogándolo poco a poco.
Sin embargo, sabiendo cuánto significaba aquel rincón junto
al Sena para su padre, disimulaba sus verdaderos
sentimientos. No quería preocuparlo más de lo que ya
estaba. Y de ese modo, la comunicación entre padre e hijo se
iba deteriorando casi imperceptiblemente.
Había una persona que se daba perfecta cuenta de lo que
pasaba por la mente de Marcel, sufriendo en silencio por el
enfrentamiento entre padre e hijo. Se trataba de Monique,
madre de Marcel y esposa de René. Ella también trabajaba en
el negocio familiar, accionando el manubrio de un viejo
organillo que amenizaba las vueltas del carrusel con sus
alegres canciones. El organillo había pertenecido al abuelo
de Monique, un hombre culto y trotamundos que la adoraba.
Poco antes de morir, encontrándose en cama muy enfermo,
mandó llamar a su nieta, que por aquel entonces era una
niña de doce años, para confiarle en herencia su más
preciada posesión.
―Querida nieta ―le dijo―, tú eres la única persona de esta
familia que aprecia tanto como yo este viejo organillo. Por
eso quiero que te lo quedes tú; sé que cuidarás de él y que no
lo venderás en cuanto yo falte, como harían los demás. Te
contaré algo sobre este extraordinario instrumento,
Monique. El comerciante alemán que me lo vendió me dijo
que se trataba de uno de los primeros organillos que se
habían fabricado en el mundo, y que era muy especial, no
solo por eso, sino porque la música que sale del cilindro

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alojado en sus entrañas es capaz de curar todas las
enfermedades que entristecen el alma de las personas: la
soledad, el desengaño, el pesimismo... Bueno, quizá ahora no
lo entiendas, porque eres muy joven; pero cuando seas
mayor comprenderás de qué te estoy hablando. Cuida bien
de él, Monique, y nunca te olvides de tu abuelo.
Cuando tuvo al pequeño Marcel, Monique pensó que ya
tenía a quien cederle el organillo cuando ella muriese, pero
ahora ya no estaba tan convencida. Era cierto que Marcel
entendía muy bien el mecanismo de funcionamiento del
vetusto instrumento; lo había reparado muchas veces, pero
no sentía la misma pasión que ella por la música que salía de
su interior.
Todo eso hacía que se sintiera triste y desesperanzada,
aunque últimamente había descubierto que su abuelo tenía
razón. La música del organillo alejaba de su corazón los
oscuros presagios y los sentimientos negativos, aliviándola
mejor que cualquier medicina convencional. Sin embargo,
unos sucesos muy desagradables estaban a punto de alterar
la vida de la familia Carré, entristeciendo aún más a la
bondadosa Monique.

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Kodran, el ballenero

Era un día festivo, y parecía que todos los parisienses


hubiesen salido a la calle para celebrar la llegada de la
primavera. Las mujeres lucían con elegancia sus nuevos
vestidos y tocados, atravesando los puentes sobre el Sena en
hermosos carruajes y protegiéndose del sol con sombrillas.
Los hombres, más sobrios en su vestimenta, competían entre
sí por llevar el sombrero más a la moda. Discutían
acaloradamente sobre diversos temas, pero la inminente
celebración de la Exposición Universal acaparaba casi todas
las conversaciones. Ajenos al mundo de los mayores, los
niños disfrutaban de los gigantescos parques y jardines de
París, correteando y ensuciándose sin remordimientos ante
la desesperación de sus niñeras. Después de muchas
semanas de escasos ingresos, se presentaba un magnífico día
para el negocio de los carruseles. René Carré no dejaba de
vender boletos, mientras su hijo Marcel ayudaba a los niños
a subirse o a bajarse de los animales de madera, vigilando
que todo transcurriese con normalidad mientras el tiovivo
daba vueltas. Aquel día primaveral Marcel estaba
especialmente contento, y cada vez que el giro de la
plataforma le hacía pasar por el lugar donde su madre
tocaba el organillo, le lanzaba besos o le dedicaba palabras
corteses y divertidas.
Después de la hora del almuerzo comprobó que la
maquinaria del carrusel funcionaba a la perfección, y luego
fue a decirle a su padre que quería darse un paseo para
distraerse. Estaba siendo una jornada dura de trabajo.
―No te demores, hijo. Dentro de una hora esto volverá a
llenarse de críos. Te necesitamos.
―Descuida, papá. Regresaré a tiempo.

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Cada vez que Marcel se tomaba un rato libre cruzaba
corriendo el puente para admirar de cerca la imponente torre
de hierro. Pero ese domingo en particular era un día
especial. La razón por la cual estaba más contento que de
costumbre se debía a que su amigo Antoine, que trabajaba
como remachador de la empresa Eiffel, le había prometido
colarlo en la obra para mostrarle cómo funcionaba una grúa
de vapor. Y tal vez podría convencerlo para que le dejara
subir por las escaleras de una de las bases hasta el segundo
nivel de la torre. Desde allí arriba tendría una vista
privilegiada del Sena y del Campo de Marte.
Así pues, Marcel caminaba ilusionado al encuentro con su
amigo Antoine; pero su entusiasmo desapareció cuando lo
vio acompañado de una bella joven que llevaba el pelo
castaño recogido en un elaborado moño, un sencillo vestido
blanco de algodón y el talle ajustado con un apretado corsé.
Antoine se aproximó con rostro serio.
―¡Hola, Marcel! ¿Cómo estás, amigo mío? ―lo saludó con
premura.
―¿Quién es ella? ―preguntó Marcel sin responder al
saludo. Adivinaba lo que iba a pasar y empezaba a sentir un
gran disgusto.
―Es Sophie, mi novia. Oye, Marcel, ¿te importa que
dejemos lo que habíamos planeado para el próximo
domingo? Sophie ha venido a visitarme por sorpresa desde
Reims y queremos ir a ver una obra de teatro. ¿Lo
comprendes, verdad?
―Claro ―forzó una sonrisa Marcel. Era evidente que
intentaba disimular su enojo―. Ya se presentará otra ocasión
para que me muestres las obras. Id y pasadlo bien.
Antoine le dio unas palmadas en el hombro.
―Eres un buen amigo, Marcel. Oye, en la cuadrilla
tenemos a varios hombres enfermos. ¿No te gustaría trabajar

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como remachador conmigo? Ya le he hablado a mi jefe de tus
cualidades y estaría encantado de aceptarte.
«¿Trabajar en la torre? Eso sería fantástico ―pensó por un
momento Marcel―. Vería la ciudad cada día desde más
altura y formaría parte de algo histórico. Debería aceptar el
ofrecimiento sin pensármelo».
Pero al instante cayó en la cuenta de la trascendencia que
tendría una decisión como esa. ¿Dónde encontrarían sus
padres a alguien que le sustituyese en las tareas que él
desempeñaba?
―Gracias por la oferta, Antoine, pero ahora es imposible
que pueda aceptarla. Tal vez más adelante.
―Pues no tardes en decidirte, Marcel. Las obras avanzan a
un ritmo muy rápido. En fin, ya sabes dónde encontrarme si
cambias de opinión. Cuídate, amigo mío. Hasta pronto.
Marcel se despidió de Antoine y de su novia, y luego
empezó a caminar junto al río. Todavía no tenía ganas de
volver al trabajo. Vio pasar una embarcación de recreo y
correspondió al saludo que le hacían unos niños desde la
cubierta. Entonces se acordó de su amigo Kodran, al que
hacía tiempo que no visitaba. Decidió que era un buen
momento para hacerlo. Kodran era un marinero noruego
que vivía en una vieja barcaza atracada en el margen
izquierdo del Sena, cerca del Pont del l'Alma. Había
trabajado muchos años como arponero en un ballenero, y
para Marcel era un verdadero misterio que alguien como
Kodran hubiese acabado viviendo prácticamente como un
ermitaño en esta zona de París. Solo bajaba a tierra cuando
era imprescindible, y raramente se alejaba demasiado de su
barcaza. El marinero y Marcel habían entablado amistad
cuando el primero estuvo trabajando unos días en el
carrusel, encargándose de restaurar la pintura de algunas
figuras deterioradas por el paso del tiempo y por la

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corrosión del agua. Kodran era también un hábil carpintero,
aficionado a tallar figuras de madera.
Cuando Marcel llegó a la barcaza de Kodran, lo llamó en
voz alta varias veces sin obtener respuesta. Era muy
improbable que hubiera salido un día domingo, supuso el
joven; así que subió a bordo, avanzó por la cubierta hasta la
cabina de proa y volvió a llamarlo. Esperó unos segundos y
después bajó por la escalerilla que conducía a su camarote.
El marinero estaba roncando, sentado con la cabeza apoyada
en una mesa pequeña y cuadrada; en una mano sostenía una
botella vacía y en la otra un vaso de vino. El aposento estaba
sucio y desordenado.
―Kodran, despierta. Soy yo, Marcel. He venido a verte
―dijo el joven.
El marinero se agitó en su silla y murmuró:
―El ojo. El ojo me está mirando. ¡Apártate, no me juzgues,
honorable Bergdis!
Entonces, dio un respingo y despertó sobresaltado. Al ver a
Marcel en el camarote se tranquilizó.
―Ah, eres tú. Me alegro de verte, muchacho. ¿Querrías
preparar un poco de café para este viejo lobo de mar?
―Al instante ―respondió Marcel, dirigiéndose al rincón
donde había instalada una precaria cocinilla. No era la
primera vez que encontraba a Kodran en aquellas
circunstancias, ni tampoco la primera vez que tenía que
despejarle la mente con una taza de café bien cargado. En
tales ocasiones, a Marcel le gustaba acompañarlo tomándose
con él una taza de cacao caliente; pero esta vez tuvo que
conformarse con hacerse té, ya que la lata donde conservaba
el cacao estaba vacía.
―Tenías una pesadilla con un ojo que te juzgaba o algo así
―comentó Marcel, esperando a que hirviera la cafetera.
―Olvídalo, no tiene importancia ―repuso Kodran con un

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tono de impaciencia. Marcel comprendió que aquello le
incomodaba y dejó de hablar del tema.
―¿Me contarás alguna historia mientras bebemos,
Kodran? Por favor. Pero que sea corta, tengo que volver al
trabajo pronto. Hoy luce el sol y la gente llena las calles de
París. Es un día de mucho trabajo en el carrusel.
A Marcel le encantaba escuchar las aventuras que Kodran
había vivido durante los años en los que estuvo enrolado en
la tripulación del ballenero noruego. Eran tan fantásticas que
Marcel dudaba mucho de su veracidad. Aun así, y sin que lo
supiera Kodran, las estaba recopilando en un cuaderno, en
cuya tapa había escrito De las cosas que vio y vivió el ballenero
Kodran.
―No lo sé, muchacho. Hoy tengo un mal día. Malos
recuerdos me asaltan y los remordimientos comprimen mi
alma. Pero bueno, quizá compartiendo esta historia contigo
deje de atormentarme por un rato. En el fondo, y aunque
siempre me notes reacio a hablar de mi pasado, sé que eso
me haría bien. Siéntate, voy a contarte lo que nos sucedió
una vez al adentrarnos por un fiordo, siguiendo la estela de
un cachalote.
Cuando Marcel le puso la taza de humeante café por
delante, Kodran tomó un sorbo y luego comenzó el relato.
Sus ojos brillaron, atravesando el tiempo y la distancia que le
separaban de las costas escandinavas.
―El caso es que ninguno de nosotros conocía aquel
estrecho brazo de mar que se abría entre inmensas
montañas. Nuestro capitán andaba nervioso e inquieto,
jurando una y otra vez que aquel lugar no debía estar allí, ya
que ni siquiera figuraba en los mapas que llevábamos a
bordo.
―¿Cómo era eso posible? ―le interrumpió Marcel, quien
ya se había metido de lleno en la historia.

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―Eso mismo decía nuestro capitán ―prosiguió Kodran―.
Tal vez sus mapas no eran muy buenos, no teníamos forma
alguna de saberlo. Pero eso no le impidió dar la orden de
seguir al cachalote fiordo adentro. Entonces, a medida que el
valle se iba estrechando y las montañas en ambas orillas nos
iban encajonando más y más entre sus laderas nevadas, una
espesa niebla se fue formando a nuestro alrededor. Dejamos
de preocuparnos por nuestra presa al escuchar una voz
pidiendo ayuda. La niebla se disipó un poco y nuestros
corazones se encogieron temerosos cuando distinguimos al
ser que reclamaba nuestra ayuda desde tierra. Te lo podrás
creer o no, pero se trataba de un gigante, alto y pétreo como
la torre de un castillo. Estaba encadenado con gruesos
grilletes a la base de la montaña. ¿Quién podía tener la
fuerza suficiente para haberlo hecho prisionero? Aquel
pensamiento nos inquietó aún más, pues temíamos que cerca
de allí hubiese algún gigante, más fuerte y poderoso aún,
acechando nuestro barco. Quisimos dar la vuelta y volver a
mar abierto sin demora, pero el prisionero tiró de sus
cadenas con violencia, implorando que le liberásemos.
«Romped mis cadenas, marineros. Os lo suplico, no me
dejéis aquí. Hacedlo y os revelaré un secreto que os hará
inmensamente ricos para el resto de vuestras vidas», nos dijo
con una voz ronca que retumbaba por todo el fiordo.
―Ahora ya sé que la historia no termina bien, Kodran ―le
interrumpió Marcel de nuevo―. Lo sé porque no eres
inmensamente rico, ja, ja.
―A veces las apariencias engañan, muchacho ―. Kodran
le guiñó un ojo―. O tal vez fui inmensamente rico antes de
conocerte y lo perdí todo, excepto esta vieja barcaza.
¿Continúo?
―Tienes razón, perdóname. Continúa, por favor.
―Como iba diciéndote, el gigante nos prometió riquezas

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incalculables por ayudarle a romper sus cadenas. «¿Por qué
íbamos a fiarnos de ti?», le preguntó entonces nuestro
capitán. «Que el rayo de Odín me fulmine al instante si estoy
mintiendo ―replicó el gigante―. Lo que os digo es cierto.
Conozco un islote en medio del mar, una roca solitaria que
guarda un tesoro escondido desde hace cientos de años. Os
revelaré dónde se halla exactamente en cuanto tenga libres
las manos». La codicia nos convenció y nos cegó. Con
martillos y cinceles comenzamos a horadar las piedras en las
que estaban sujetos los grilletes. Un cuerno resonó entonces
en la distancia. «Más deprisa ―exigió el gigante,
inquietándose en su cautiverio»―. Creyendo que otro
gigante, más fiero y fuerte, se aproximaba, aplicamos todas
nuestras energías al trabajo. Finalmente las rocas cedieron y
el reo logró arrancar las cadenas que le aprisionaban.
«Cumple ahora con tu palabra ―le recordó entonces nuestro
capitán―, y dinos dónde hallaremos ese tesoro». El gigante
nos reveló entonces la ubicación exacta del islote, que se
encontraba cerca de las costas francesas. «Debéis daros prisa
―añadió―. Ese islote lleva mucho tiempo en el sitio que os
he revelado, como os he dicho, pero también podría
desaparecer en cualquier momento. Y es muy esquivo al ojo
humano, os lo advierto». El cuerno sonaba cada vez más
próximo, y todos nos impacientamos asustados como niños.
Embarcamos, y el capitán ordenó poner la proa del ballenero
rumbo a mar abierto. De nuevo nos vimos inmersos en una
espesa niebla, a través de la cual nos llegaron con nitidez las
carcajadas del gigante que acabábamos de liberar. Yo temía
que, una vez liberado de su promesa de revelarnos la
ubicación del islote, hubiera decidido acabar con nuestras
vidas lanzando un peñasco sobre el barco. Pero tras unos
minutos que se hicieron eternos, salimos indemnes del
fiordo. La niebla se disipó completamente y nuestros

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corazones se alegraron al contemplar el débil sol que brillaba
en el cielo. De inmediato, me di cuenta que ya nadie pensaba
en cazar ballenas. El anhelo de encontrar el tesoro del
gigante se había apoderado de nuestros corazones.
La historia de Kodran había absorbido tanto a Marcel, que
este no se dio cuenta que el tiempo había pasado volando.
Solo cuando sus ojos se posaron sobre el reloj que el
marinero tenía sobre un barril de arenques, fue consciente
del tiempo que llevaba allí escuchándole.
― ¡Qué tarde es! Debo irme, Kodran. Mis padres estarán
preguntándose dónde me he metido.
Kodran se levantó para acompañarle hasta cubierta.
―Volveré para que me digas cómo termina este cuento,
Kodran.
―Cuando quieras, muchacho. Y muchas gracias por el
café. Eres un buen amigo.
Marcel se despidió de él, saltó a tierra y corrió en
dirección hacia la plaza del Trocadero. Kodran regresó a su
camarote y no pudo resistir la tentación de servirse otra copa
de vino. Mientras tomaba un trago vio de nuevo el gran ojo
acuoso y sin vida que se adueñaba a menudo de sus
pesadillas. «Ojalá se tratase solo de un cuento, amigo mío»,
se dijo amargamente en voz alta.

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El león de madera

Cuando Marcel llegó al carrusel, su padre lo estaba


esperando de muy mal humor:
—¿Dónde estabas, si puede saberse? ¿Es así como
cumples tu palabra? Tu madre y yo hemos tenido que
trabajar el doble para cubrir tu ausencia. Estarás contento.
—Lo siento, papá —se disculpó el muchacho—. Pero no
creo que sea para tanto. Solo me he demorado un poco
tomándome un té en la barcaza de Kodran.
—Ya veo, encima perdiendo el tiempo con ese
vagabundo. Ese marinero chiflado se cree que es la única
persona con problemas de todo París. Si todos fuésemos
como él, nadie trabajaría.
—Eres muy injusto, papá —replicó enojado Marcel—.
Kodran no le hace daño a nadie, es una buena persona.
—Calmaos los dos, por favor —intervino Monique
disgustada—. ¿No veis que la gente os está mirando? Anda,
Marcel, échale un vistazo al león, ¿quieres? Un niño que se
ha montado en él me ha avisado de que no funciona. Hemos
tenido que darle otro billete para que se montara en un
caballito al siguiente viaje.
—¿Ves lo que sucede cuando uno no está concentrado en
su trabajo? —dijo René con un tono impertinente— Ese león
viene fallando desde hace tiempo y tú eres incapaz de
arreglarlo.
—Si crees que no lo hago bien deberías reemplazarme por
otra persona —repuso Marcel—. Yo podría encontrar otro
trabajo mejor, ¿sabes, papá? Precisamente hoy me han
ofrecido uno muy bueno. Y voy a aceptarlo, ahora que lo
pienso. Ya estoy harto de dar vueltas en este carrusel. Pero
no te preocupes, que antes de irme arreglaré el león. Él no

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tiene la culpa de tu cabezonería.
Monique sintió una gran tristeza al escuchar la decisión
de su hijo. Para que su familia no la viese llorar, corrió al
barracón de madera que les servía de vivienda durante el día
y se encerró en él. René fue tras ella. Marcel, convencido de
que llevaba la razón en aquella disputa con su padre, pero
sintiéndose extrañamente descontento consigo mismo, subió
a la plataforma y caminó hacia la figura del león. El gato
Noir estaba recostado sobre el lomo de aquel, y no se inmutó
cuando Marcel se puso a inspeccionar la barra que transmitía
el movimiento alternativo hacia arriba y hacia abajo de la
figura del carrusel. Por simple rutina, el joven comprobó que
la barra no estuviese atascada, aunque sabía a ciencia cierta
que no lo estaba. Había revisado a conciencia muchas veces
el carrusel, y no lograba entender por qué el león no
sincronizaba sus movimientos con los demás animales. En
cambio, en el curso de sus inspecciones había descubierto
algo sumamente desconcertante. Era algo completamente
inexplicable que nunca había compartido con nadie, excepto
con el gato Noir. Una vez más, Marcel quiso cerciorarse de
que lo que había descubierto hacía tiempo continuaba
sucediendo.
—Apártate un momento, Noir. Quiero escuchar sus
latidos.
Perezosamente, el gato estiró su cuerpo, se incorporó, y
con movimientos lentos y precisos saltó a lomos del caballito
más próximo. Marcel miró de reojo a uno y otro lado. La
gente, viendo que el carrusel no estaba funcionando, se había
aglutinado en torno a las otras atracciones y tenderetes de la
explanada. Nadie parecía observarle, así que pegó su oreja al
costado del león y escuchó con atención. Allí estaban. Eran
latidos fuertes, inconfundibles. Colocando la mano sobre la
madera, podían sentirse claramente las vibraciones que

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producían. Era como si dentro del león palpitase un corazón
vivo.
—Sigue latiendo, Noir —le dijo al gato en voz baja—.
Aunque tú ya lo sabías, ¿verdad?
Por aquellas palpitaciones, Marcel había llegado a la
conclusión de que su fabricante había alojado algún tipo de
mecanismo dentro de la estructura de madera, un artefacto
que simulaba los latidos de un corazón real. Lo que no podía
imaginar Marcel eran los motivos por los cuales alguien
había hecho algo tan fuera de lo corriente. ¿Qué función
cumplía un artefacto de esa naturaleza en el interior del
león? A lo mejor, dedujo, lo único que pretendía era dotar a
la escultura de mayor realismo. La otra conclusión a la que
había llegado Marcel era que a Noir le gustaban aquellos
latidos, tanto que podía decirse que el gato veía al león como
un animal tan vivo como él mismo, y que lo consideraba un
verdadero congénere. Fuera como fuese, Marcel no lograba
comprender qué relación había entre aquel corazón
mecánico y las averías ocasionales del león. Lo que más
intrigaba al joven Carré era que solo creyendo que el león era
un ser vivo, podía encontrar justificaciones a tales averías. Y
en esta ocasión no fue diferente, a tenor de lo que Marcel
confesó al gato:
—Parece que a tu amigo no le gusta que haya tanta gente
hoy aquí, ¿no crees, Noir? Si te digo la verdad, a mí tampoco
me gusta mucho, aunque eso le venga bien al negocio. Por
eso creo que me gustará trabajar en la torre. Allá en las
alturas nadie puede ir a molestarte. No como aquí abajo, eso
seguro. ¿A ti te parece bien que me vaya, Noir? Claro que sí,
a ti no te gusta estar atado a ningún sitio; siempre andas de
acá para allá, sin nadie que te diga a cada momento cómo
tienes que hacer las cosas. Eso me desespera, ¿sabes? En fin,
ya te he aburrido bastante con mis problemas, Noir. Creo

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que tu amigo el león se las arreglará si te quedas un rato aquí
con él. Tú eres el único que lo entiendes y consigues
calmarlo. Ojalá yo tuviera a alguien así con quien poder
desahogarme de vez en cuando.
Marcel descendió de la plataforma y se alejó. Noir dio un
salto y volvió a subirse a lomos del león.

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La manifestación

A más de cien metros de altura, los obreros se


concentraban en su trabajo para no cometer ningún desliz
que pudiese ocasionar un accidente de consecuencias fatales.
Se respiraba un ambiente de alegre camaradería entre ellos,
sobre todo después que les hubiesen subido el salario tras la
última huelga. Aunque el señor Eiffel considerase que
trabajar a tanta altura era tan seguro como hacerlo a nivel del
suelo, los obreros habían conseguido el aumento por
peligrosidad que habían estado reclamando de manera
insistente. Marcel opinaba que el señor Eiffel tenía razón: él
sentía la misma confianza trabajando en la torre que en el
carrusel; pero el aumento de sueldo le había venido muy
bien, porque le había permitido irse a vivir a una pensión, y
aún le sobraba un poco de dinero para gastar los fines de
semana. Aparte de Antoine, con quien mejor se llevaba en el
trabajo era con Jean Pierre, un joven de su misma edad,
bastante ingenioso y creativo. Siempre estaba hablando de
los artefactos diseñados por Leonardo Da Vinci, afirmando
con total convicción que si el gran inventor italiano viviese
en el presente, contribuiría a que todos los adelantos que

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estaban beneficiando a la humanidad se multiplicaran por
mil.
Cuando Marcel y Jean Pierre trabajaban juntos se pasaban
todo el tiempo hablando del futuro, de máquinas y de
inventos imposibles.
―¿Has visto ya alguno de esos carros impulsados por
máquinas de vapor? ―preguntaba Jean Pierre.
―Sí, son demasiado aparatosos en mi opinión ―respondía
Marcel sentado en el andamio―. Ojalá descubran un modo
de hacerlos mover utilizando la electricidad.
―Eso sucederá algún día. Seguro que Julio Verne también
lo ha imaginado ya ―afirmaba Jean Pierre―. Incluso el
carrusel de tu familia funcionará gracias a la electricidad en
un plazo no muy lejano, Marcel.
Cuando le mencionaban el carrusel, o simplemente
cuando se acordaba de sus padres, Marcel no podía evitar
buscar con la mirada la querida atracción de feria, que desde
allá arriba parecía un juguete en miniatura. Todos los días, al
finalizar su jornada laboral, Marcel iba a saludar a sus
padres. Monique esperaba con ansiedad ese momento del
día, y siempre tenía preparado algo de comida para su hijo.
René también se alegraba de verlo, pero no perdía ocasión
de dirigirle algún comentario negativo sobre la torre o de
insinuarle que su nuevo trabajo era muy agotador y sin
futuro alguno.
―No le hagas caso a tu padre. Es un viejo pesado
―reaccionaba Monique, temiendo que Marcel no fuera más a
visitarlos para no tener que escuchar aquellos comentarios
despectivos.
―¿Y el león, mamá? ―preguntaba Marcel cambiando de
tema―¿Continúa dando problemas?
―La verdad es que se atasca a menudo y deja de
funcionar caprichosamente por un tiempo. Y te voy a contar

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algo que sucedió ayer mismo. Un niño se bajó de él llorando;
decía que el león le había rugido. Después comprobé que el
niño había estado pintarrajeándole el lomo con un lápiz de
cera. ¿No te parece extraño?
Marcel no dijo nada, pero aquel suceso le pareció muy
significativo.
Varios días después de tener esta conversación con su
madre, Marcel se hallaba en su puesto de trabajo cuando uno
de sus compañeros le tocó en el hombro.
―Jean Pierre te está llamando ―le avisó, señalando con el
dedo a su derecha.
Marcel miró hacia el otro extremo de la torre y vio que
Jean Pierre se dirigía hacia ellos haciendo aspavientos con las
manos. El ruido de los martillazos impedía que pudieran
oírle.
―Parece que trata de llamar tu atención sobre algo que
ocurre allá abajo, al otro lado del río ―comentó el obrero que
le había tocado en el hombro.
Entonces Marcel se apoyó en la barandilla y escudriñó el
suelo en busca de algo que se saliera de lo corriente. Al
instante divisó una pequeña columna de humo negro,
alrededor de la cual se agolpaba una muchedumbre, agitada
de modo que semejaba un avispero. Era una manifestación
de un centenar de hombres aproximadamente, que portaban
pancartas y que seguramente estaban profiriendo gritos
contra alguien. Al joven Carré le dio un vuelco el corazón
cuando se percató de que la humareda provenía del carrusel
de sus padres.
―No es posible. ¿Qué está ocurriendo? ―acertó a
balbucear en voz alta.
Jean Pierre había llegado a su lado.
―Hoy había una manifestación de grupos que se oponen
a la construcción de la torre, Marcel. Deben ser ellos

20
―conjeturó.
―¿Pero por qué le han prendido fuego al carrusel? No lo
entiendo.
―Yo tampoco ―dijo Jean Pierre―. Desde aquí, todo lo que
sucede allá abajo parece irreal.
―Tengo que ir a ayudar a mis padres. Ojalá hubiera un
modo de llegar hasta ellos sin tener que utilizar los
andamios. Tardaré demasiado.
―Bueno, en realidad conozco un medio, si confías en mí,
Marcel ―dijo Jean Pierre.
―Claro que confío en ti, amigo. Pero no me tengas en
ascuas, dime ya qué se te ha ocurrido.
Jean Pierre se quitó la mochila que llevaba a la espalda y
se la ofreció a Marcel. Mientras estaba trabajando en la torre,
Jean Pierre no se separaba nunca de aquella mochila. Todos
creían que llevaba en ella libros y tal vez algo de ropa, pero
estaban equivocados.
―Póntela, Marcel. Con ella llegarás al suelo en unos pocos
segundos.
―¿Cómo es posible? Explícate bien, Jean Pierre, no estoy
para bromas.
―No es ninguna broma, te lo aseguro. Dentro de la
mochila hay un paracaídas. ¿Sabes lo que es?
―Sí ―respondió Marcel―. Sé que los llevan los pasajeros
en los globos aerostáticos. ¿Cómo es que tienes uno?
―Bueno, te confieso que me daba miedo trabajar en las
alturas cuando comencé. Este lo fabriqué yo mismo
basándome en un modelo ideado por Leonardo Da Vinci.
Pero no perdamos más el tiempo. Cuando saltes, tira de esa
anilla que sobresale de la mochila para que el paracaídas se
abra. ¿Entendido?
Marcel se lanzó al vacío sin pensárselo dos veces.
Algunos de sus compañeros comentaron que se había vuelto

21
loco, mientras que otros proferían gritos de ánimo.
―No hay duda de que ese muchacho quiere mucho a sus
padres ―opinó Antoine―. Ni el miedo ni el vértigo han
podido detener su determinación.
―¡Mira, ya se ha abierto el paracaídas! ―señaló a su lado
Jean Pierre.
En efecto, el saco de tela con forma piramidal se había
desplegado completamente al tirar Marcel de la anilla. Jean
Pierre se sintió orgulloso al comprobar que su invento
funcionaba a las mil maravillas. Aunque no había tenido
tiempo de explicarle a Marcel cómo tirar de los hilos para
controlar la dirección de la caída, comprobó con alivio y
satisfacción que el sentido y la velocidad del viento eran
oportunamente favorables. En cuestión de segundos, Marcel
se encontró rodando por el suelo muy cerca del carrusel. Con
apenas unas rozaduras sin importancia, se libró del
paracaídas que tiraba de él y se puso en pie. El grupo de
manifestantes se estaba disolviendo ya. Se alejaban a la
carrera del lugar, entonando cánticos contra la torre de
hierro y contra los artefactos modernos que estaban
acabando con las tradiciones y el buen gusto.
Angustiado por la suerte que pudiera haber corrido su
familia, Marcel rodeó el tiovivo, que estaba envuelto en
llamas, hasta que encontró a su madre arrodillada. Monique
sostenía la cabeza ensangrentada de su marido, quien estaba
tumbado e inconsciente.
―¡Mamá, ¿qué ha sucedido?! ―preguntó Marcel aturdido,
al tiempo que la ayudaba a sostener el peso de su padre
herido.
―¡Hijo, qué desgracia ha caído sobre nosotros! Solo tu
presencia puede aliviar mi dolor en estos momentos. Esos
hombres se comportaban como si estuvieran locos ―afirmó
Monique con la voz rota por el dolor y la indignación―. Nos

22
gritaron cosas horribles y sin fundamento. Decían que las
máquinas estaban acabando con la dignidad del hombre,
que dejarían a todos sin trabajo. Proclamaban que la torre
Eiffel era una muestra del dominio de la tecnología sobre el
hombre, y que era necesario paralizar su construcción.
Acusaron al carrusel de ser un peligro para los niños, otro
aparato inútil más que no servía para nada. Ya te digo que
actuaban como seres irracionales. Tu padre se enfrentó a
ellos, pero no estaban dispuestos a ceder. Alguien le golpeó
en la cabeza con un palo, y después incendiaron el carrusel.
―Aguanta un poco, mamá. Voy a pedir ayuda.
La situación era desesperada. Si Marcel no actuaba
rápidamente, el carrusel iba a ser devorado completamente
por las llamas. Sin embargo, a pesar de la gravedad del
incendio, debía preocuparse primero por la salud de su
padre y encontrar un carro que lo transportase al hospital
más cercano. Ya estaba resignado a perder para siempre la
posesión más valiosa de la familia, cuando escuchó que
alguien gritaba su nombre. Se volvió y vio a Kodran saliendo
del río, acompañado por varios hombres fuertes y de aspecto
rudo. Acarreaban cubos de agua, y en sus ojos era fácil
adivinar la determinación de extinguir el fuego a toda costa.
―Son trabajadores de los muelles, Marcel. Nos hemos
organizado en cuanto hemos visto el humo negro.
―No sé cómo agradecéroslo, amigo. Mi padre está herido,
tengo que encontrar un carro que lo lleve al hospital.
―No te entretengas entonces, muchacho. Corre.
Aunque a Marcel se le hizo eterno aquel rato, lo cierto es
que su rápida intervención logró que René fuera trasladado
urgentemente al Hotel-Dieu, el hospital más antiguo de la
ciudad, cerca de Notre-Dame. Y, aunque seriamente dañado,
Kodran y sus compañeros consiguieron salvar el carrusel de
una completa destrucción.

23
5
Amigos

René llegó inconsciente al hospital. Fue atendido de


inmediato por los médicos de guardia, que aconsejaron su
internamiento con el fin de hacerle un reconocimiento más
exhaustivo. Marcel y Monique se instalaron en la sala de
espera del hospital, aguardando conocer los ansiados
resultados. Unos gendarmes estuvieron interrogando a
Monique sobre los pormenores de la agresión,
prometiéndole que hallarían al culpable y que este acabaría
respondiendo ante la justicia por su cobarde agresión. Había
oscurecido ya cuando Kodran se presentó en la sala de
espera. Tenía aspecto cansado y parecía incómodo, fuera de
lugar, con su gorra de marinero en las manos. Marcel se
alegró de verlo, consciente de que a su amigo no le atraían
demasiado los compromisos sociales. Después de saludar a
Marcel y de presentar sus respetos a Monique, el noruego se
sentó en silencio al lado de su amigo. Cuando hubo pasado
el tiempo que juzgaba conveniente para abordar el tema, dijo
en voz muy baja, como si temiera estar incumpliendo alguna
norma del hospital:
―Los chicos y yo conseguimos apagar el incendio. Pero el
carrusel ha quedado bastante deteriorado, me temo.
―Gracias de corazón, Kodran ―dijo Marcel, embargado
por la pena―. Mi familia está en deuda contigo.
―No digas tonterías, muchacho. Para eso están los
amigos. Además, quiero que sepas que te ayudaré a reparar
el carrusel, si está en mis manos.
Marcel iba a darle las gracias de nuevo cuando vio que un
doctor con bata blanca y un cuadro médico bajo el hombro se
dirigía hacia ellos cabizbajo. Kodran se retiró
silenciosamente a una sala contigua. No quería interferir en

24
asuntos familiares. Marcel y su madre se levantaron de sus
asientos, agarrándose las manos para darse fuerzas el uno al
otro. Al llegar a ellos, el doctor se presentó.
―Buenas tardes. Soy el doctor Pinaud. ¿Ustedes son los
familiares del paciente René Carré, no es cierto?
Monique y Marcel asintieron. El médico tomó el cuadro
médico y le echó un vistazo, aunque sabía perfectamente lo
que había escrito en él.
―El paciente está estable, pero continúa inconsciente a
causa del fuerte traumatismo sufrido en la frente ―anunció
con tono suave pero firme―. Aún es pronto para realizar un
diagnóstico concluyente, pero es muy probable que esta
situación se prolongue durante varios días. Señora Carré, no
le ocultaré que el estado de su marido nos preocupa, aunque
se trata de un hombre muy fuerte y luchador, lo cual nos
hace ser optimistas.
―¿Puedo verlo, doctor? ―acertó a preguntar Monique,
muy afectada por la noticia recibida.
―Ahora mismo le están practicando unas curas, pero
después lo trasladarán a una habitación de la segunda
planta. Podrá verlo entonces y quedarse con él si lo desea.
Daré instrucciones a la enfermera jefe para que le preparen a
usted un sillón confortable y una almohada.
―Es usted muy amable, doctor Pinaud. Me siento más
tranquila ahora que sé que mi marido está en buenas manos.
El médico recibió el halago con una mezcla de humildad y
prudencia.
―Gracias, señora Carré. Ahora, si me lo permite,
continuaré con mis obligaciones. Estaré en continuo contacto
con ustedes para informarles de cualquier novedad.
Monique y Marcel se despidieron del doctor,
agradeciéndole otra vez sus atenciones. Media hora después,
una enfermera les dijo que podían entrar en la habitación a la

25
cual había sido trasladado el herido. Madre e hijo quedaron
bastante impresionados cuando vieron a René postrado en
cama, todavía inconsciente y con un aparatoso vendaje
cubriendo su cabeza. Monique se echó a llorar sobre el
hombro de Marcel, buscando el consuelo y las fuerzas que
necesitaba.
―¿Qué va a ser de nosotros ahora, hijo mío? Hemos
perdido nuestro único medio de vida. Papá y yo somos ya
viejos para empezar de cero, y apenas tenemos dinero
ahorrado.
―No te preocupes por eso, mamá. Kodran dice que el
carrusel tal vez tenga arreglo. Si es así, trabajaré día y noche
para conseguir el dinero que haga falta para costear su
reparación.
―Eres mi ángel, hijo mío ―dijo Monique, abrazándose a
Marcel.
―Para empezar ―dijo este―, hablaré con Kodran y le
pediré que me deje vivir con él en su barco durante una
temporada. Así me ahorraré el dinero que estoy pagando
actualmente en la pensión. Estoy seguro que él estará
encantado de ayudarme.
―Sí. Kodran ha demostrado hoy que es un buen amigo
tuyo y de la familia ―reconoció Monique―. La opinión que
tu padre tiene de él es injusta. Así se lo haré ver en cuanto se
haya recuperado.
―Gracias, mamá ―dijo Marcel sonriendo. Sabía lo
convincente que podía llegar a ser su madre cuando se lo
proponía.
―Vete ahora a hablar con Kodran. Id a descansar un rato,
os lo habéis merecido. Yo me quedaré aquí cuidando a tu
padre.
Marcel dio un beso a su madre y se despidió de ella
diciéndole que la quería mucho. Antes de marcharse tomó la

26
mano de su padre y se la apretó. Fue una sensación rara para
él comprobar que las fuerzas habían abandonado por
completo a su padre, un hombre siempre lleno de energía y
vitalidad.
Aquella misma tarde Marcel trasladó sus cosas a la
barcaza de Kodran. El marinero se mostró encantado de
recibir a su amigo. Lo único que lamentaba era no poder
ofrecerle un camarote propio, dado el espacio reducido del
interior de su morada flotante. Pero a Marcel no le molestó
en absoluto instalarse en la parte superior de la litera donde
dormía Kodran. No obstante, cuando llegó la hora de
acostarse, Marcel comenzó a dar vueltas en la cama, en parte
por la incomodidad del catre, en parte por el recuerdo de los
acontecimientos del día. Dándose cuenta de aquella
circunstancia, Kodran le preguntó si deseaba escuchar el
final de la historia que había empezado a contarle semanas
atrás, a lo cual Marcel contestó que era precisamente lo que
necesitaba para distraer su mente.
―Recordarás que el gigante nos había revelado la posición
de un islote rocoso donde supuestamente se escondía un
gran tesoro ―retomó Kodran su relato―. Pues bien, puedo
asegurarte que desde aquel instante ninguno de los
tripulantes del ballenero pudo pensar en otra cosa, de
manera que el capitán ordenó poner rumbo de inmediato al
punto señalado por el gigante. Durante el tiempo que duró
la travesía, nuestros corazones se dividieron entre el temor a
que la confesión del gigante no fuera más que una burda y
cruel patraña, y el miedo a que, siendo cierta, no fuésemos
capaces de dar con el paradero del islote. Cuando llegamos a
nuestro destino, pensamos que nuestros temores se habían
hecho realidad. Estábamos rodeados de agua por todas
partes, y ninguno de los avezados marineros que oteaban el
horizonte eran capaces de distinguir nada. El desánimo

27
empezaba a apoderarse de nuestros corazones cuando Olaf,
el sobrecargo, advirtió que su perro ladraba furiosamente
asomado a una batayola. Olaf confiaba ciegamente en el
olfato y el instinto de su perro, así que se puso a observar
con atención el lugar hacia el cual el can dirigía sus ladridos.
«Allí, allí, algo sobresale del agua», gritó como un loco un
minuto después. Algunos grumetes creyeron que estaba
desvariando, pues poco antes habían estado escudriñando la
misma zona de la superficie marina sin descubrir nada
interesante. Pero Olaf y su perro tenían razón; cuando
fijamos la mirada en aquel punto lejano pudimos distinguir
claramente una roca que las olas batían formando un halo
espumoso.
El capitán dispuso que sus cinco hombres de más
confianza se subieran a un bote e inspeccionaran de cerca el
saliente rocoso. Entre esos hombres me encontraba yo, así
que puedo contarte de primera mano lo que nos
encontramos cuando llegamos remando hasta el islote.
Había un cofre de madera con protecciones de hierro
encajonado entre dos rocas. El marinero Svenson y yo
tratamos de sacarlo de allí, pero nos resultó imposible. Me
pregunté de qué manera habían podido incrustarlo entre las
rocas. Impaciente, Olaf nos ordenó que rompiésemos el
cofre. Era la única manera de saber qué contenía. Svenson
cogió el hacha que llevábamos en el bote y golpeó la tapa del
cofre. Al hacerlo, sentimos que el islote entero temblaba. No
tuvimos tiempo de regresar a la seguridad del bote;
habíamos despertado a un gigante de piedra, pues eso y no
otra cosa era aquel islote engañoso. Las piedras entre las
cuales se encontraba encerrado el cofre eran sus manos. Una
de ella se alzó en el aire amenazando con rompernos la
crisma. Svenson y yo tuvimos los reflejos suficientes para
arrojarnos de cabeza al mar, pero el resto de nuestros

28
compañeros corrieron peor suerte. El puñetazo del gigante
hizo añicos el bote, mientras los cuerpos de los tres
marineros salían despedidos por los aires como simples
marionetas de cartón. El gigante había alzado su cabeza;
desde el agua pude ver sus ojos de piedra, negros como el
carbón, hundidos y llenos de furia. El gigante del fiordo nos
había conducido a una trampa mortal, sin que él hubiese
tenido que incumplir su promesa. Ahora resultaba obvio que
el gigante del islote era un pariente o algún camarada suyo.
Pensé que mis días en este perro mundo habían llegado a su
fin, que el gigante se volvería para rematarnos, pero no fue
así. Su atención se fijó en el ballenero. Vi que el barco levaba
anclas y forzaba máquinas, tratando de eludir el desastre
que les venía encima. Pero no tuvieron tiempo de escapar. El
gigante cayó sobre ellos, destrozando con uno solo de sus
brazos el velamen, haciendo astillas la cubierta y abriendo
un agujero en la amura de estribor por el que comenzó a
entrar el agua a borbotones. El buque se fue a pique sin dar
tiempo a que la tripulación escapase en los botes salvavidas.
Mientras se hundía el ballenero, el gigante no dejaba de
gritar con su voz cavernosa que no permitiría que ningún
humano insignificante le arrebatase su valioso tesoro. Una
vez eliminado el peligro que nosotros suponíamos para él, se
alejó del lugar del naufragio caminando entre las olas,
llevándose bajo el brazo el cofre que nos había conducido a
nuestra perdición. Busqué a Svenson, pero también él se
había ahogado. Solo quedaba yo, pero no duraría mucho
tiempo. Sentía que el agua fría entumecía mis músculos;
pronto se agarrotarían y paralizarían, arrastrándome al
fondo del mar junto a mis desdichados compañeros.
―¿Cómo pudiste salir vivo de allí? ―preguntó Marcel,
quien a pesar de la increíble magnitud del relato de Kodran
no dudaba de su veracidad.

29
―Eso, querido amigo ―respondió el arponero―, te lo
contaré mañana. Ya es muy tarde, y mañana debemos
levantarnos temprano. Tenemos que evaluar los daños del
carrusel y comenzar su restauración.
―Tienes razón, Kodran. Buenas noches.
―Buenas noches, Marcel.

6
Yasira

El motor del carrusel se negaba a funcionar, y la mayor


parte de las figuras habían sido afectadas por el fuego. Iba a
costar mucho dinero y esfuerzo devolverlas a su estado
original. Algunas tendrían que ser sustituidas, pues las
quemaduras habían traspasado la capa de pintura y habían
dañado seriamente su estructura de madera. Para
desconsuelo de Marcel, la más irrecuperable de todas era la
figura del león. Era lamentable ver su cuerpo devorado por
las llamas. El gato Noir daba vueltas alrededor del carrusel
sin atreverse a subirse a la plataforma, maullando de vez en
cuando como si estuviera llamando a alguien. Después de
retrasar el momento inconscientemente, Marcel se acercó al
león y colocó una mano sobre su pecho. La madera aún
estaba caliente. Se había convencido a sí mismo de que no
volvería a escuchar el latido del corazón del león, y por eso
mismo se llevó una sorpresa mayúscula cuando lo sintió, un
latido débil e irregular, casi imperceptible. Durante un largo
rato estuvo Marcel con una oreja apoyada en la escultura de
madera, presintiendo que el corazón del león se apagaba
como el resplandor de una vela moribunda, hasta que
Kodran advirtió su extraño comportamiento y le preguntó
qué estaba haciendo. Al principio, Marcel se mostró reacio a

30
desvelarle el secreto a su amigo, por miedo a que este le
tomase por un loco. Pero después llegó a la conclusión de
que Kodran era la única persona de su entorno que podía
comprender algo así. De manera que, tratando de resumir lo
más posible la historia, le puso al tanto de todo.
Después de comprobar con sus propios sentidos que
Marcel no deliraba, el marinero noruego se rascó la cabeza
pensativo diciendo:
―¿Qué misterio hay detrás de esto? Parece cosa de
hechicería.
―Entonces, ¿tú también lo sientes, Kodran? No se lo había
contado antes a nadie por miedo a que se rieran de mí.
―No te preocupes, muchacho. Oigo igual que tú el latido
de un corazón que está debilitándose. Y si dices que antes se
escuchaba latir con fuerza, podemos deducir que este
corazón, sea natural o artificial, va a dejar de palpitar en
cualquier momento.
―¿Crees que podríamos hacer algo para evitarlo?
―preguntó Marcel un poco angustiado.
―Hum, déjame pensar... No sé, quizá sea un poco
descabellado, pero lo único que se me ocurre es que
podríamos consultar la opinión de Yasira.
―¿Yasira? ¿Quién es Yasira?
―Oh, es una joven y prometedora escultora africana que
reside en Montmartre. He coincidido con ella varias veces
mientras ambos tratábamos de vender nuestras tallas de
madera en la calle. A Yasira le encanta recordar las historias
de la tribu donde nació. Ella cree que ciertos objetos pueden
cobrar vida, porque algún espíritu ha penetrado en ellas con
el poder de la magia. Son leyendas muy entretenidas; te
gustaría escucharlas. Ya te digo, Yasira es la única persona
que conozco que podría aclararnos algo sobre el corazón del
león. En todo caso, no perdemos nada con intentarlo.

31
―¿Sabes dónde encontrarla? ―se interesó Marcel.
―Sí. Ella es de costumbres fijas. Sé dónde se pone cada
jueves a vender sus esculturas; si nos damos prisa, la
encontraremos en la calle antes de que recoja su mercancía y
se vaya a almorzar.
Antes de marcharse, Marcel guardó en el cobertizo de
madera el organillo de su madre, que había estado expuesto
a la intemperie desde el día anterior. El joven se entristeció al
no ver a su madre junto al organillo. Por primera vez fue
consciente de la importancia que tenía para Monique aquel
viejo instrumento, pues nunca se separaba de él, y recordó
que su música le había estado acompañando desde su
nacimiento.
En el tranvía que los trasladaba a Montmartre, Marcel y
Kodran calcularon el dinero que se necesitaría para
reconstruir el carrusel.
―Por la mano de obra no tienes que preocuparte ―ofreció
su ayuda Kodran―. Se me da bien trabajar la madera y no
soy mal pintor.
―Gracias, amigo ―dijo Marcel―. Creo que yo mismo
podré arreglar el motor. Le pediré a Jean Pierre que me eche
una mano, se le da bien la mecánica. Aun así, el coste de los
materiales será bastante elevado. No tendré más remedio
que buscarme algún trabajo extra.
Kodran asintió.
―Levantémonos. Estamos llegando a nuestra parada.
Descendieron del tranvía sin esperar a que se detuviese, y
caminaron deprisa entre el gentío hasta llegar a una plaza
invadida por artistas callejeros, cuyas vestimentas reflejaban
las estrecheces en las que vivían. No obstante, se escuchaban
risas y bromas entre ellos, pues eran felices haciendo lo que
más les gustaba. Kodrán estiró el cuello para escudriñar por
encima de los caballetes y de las boinas de los pintores,

32
tratando de localizar a Yasira. La descubrió sentada en una
acera, frente al portal de una vivienda. Junto a ella, sobre una
alfombra desgastada y descolorida, había unas cuantas
esculturas de ébano muy originales y llamativas, varias
máscaras de rasgos exageradamente desproporcionados y
muchos objetos decorativos tales como vasijas, joyeros,
figuras de animales...
Todo eso, sin embargo, no llamó tanto la atención de
Marcel como la propia Yasira. Los bellos y exóticos rasgos de
su cara, su delicada y brillante piel oscura, así como el
sencillo y colorido vestido que realzaba sus bonitas formas,
hicieron que el corazón de Marcel latiese con más fuerza que
de costumbre. Y cuando Kodran los presentó y Marcel
estrechó su mano, este se sintió extrañamente reconfortado.
Los ojos de ambos se encontraron un instante, y al mismo
tiempo apartaron la mirada con timidez y arrobo.
Aparentemente ajeno a esta reacción, Kodran comenzó la
conversación con la joven africana.
―Me alegro de volver a verte, Yasira. ¿Cómo te va?
―No puedo quejarme. Vendí un par de esculturas que me
ayudaron a superar el invierno. Los alquileres están muy
caros, y no todos tenemos una barcaza donde vivir.
―Ja, ja. Pero no vayas a pensar que vivir en el Sena no
tiene sus desventajas, querida amiga ―replicó Kodran―.
Tanta humedad no es buena para los huesos.
―Pero supongo que ustedes dos no habéis venido a
hablar conmigo de la humedad del Sena; ni siquiera a
admirar mis esculturas. ¿Estoy en lo cierto?
―En efecto, Yasira. Marcel y yo hemos venido a pedirte
consejo sobre un asunto que nos preocupa. Esperábamos que
pudieras ayudarnos a resolver un misterio.
El rostro de Yasira se contrajo, ligeramente sorprendido.
¿Qué podía saber ella que sirviera para ayudarles? Sin

33
embargo, sintió un vivo deseo de poder ser útil a Marcel, lo
cual la confundió un poco. ¿Por qué le caía tan bien aquel
recién conocido?
Kodran hizo un gesto con la mirada a Marcel, instándole
a que fuese él quien contase el motivo que les había hecho
venir a hablar con ella. Marcel titubeó, temiendo que Yasira
pudiese creer que la historia que iba a contarle era una burla
ridícula o, peor aún, que él estaba loco de remate. Pero
cuando vio que Yasira le prestaba su atención con gesto serio
y concentrado, tomó rápidamente confianza y le desveló con
todo lujo de detalles la historia de los extraños latidos que se
oían en el interior del león del carrusel, el incendio que había
sufrido este y el sospechoso efecto que las llamas habían
provocado en los latidos del león. Cuando Marcel terminó de
hablar, Yasira se alejó unos metros para reflexionar. Parecía
preocupada y asombrada al mismo tiempo, en opinión de
Marcel. Kodran intuyó que el relato había despertado algún
recuerdo en ella. Y así era, en efecto, pues al cabo de un
minuto Yasira volvió junto a los dos hombres para contarles
lo que opinaba de la fabulosa historia que acababa de
escuchar de labios de Marcel.
―O mucho me equivoco ―dijo la escultora―, o tu familia
lleva años conviviendo con Mabud.
―¿Mabud? ―repitió Kodran.
―Cuando yo era pequeña ―prosiguió Yasira―, mi abuela
me contaba muchas historias para que me quedase dormida
por las noches. La más triste de todas, y quizá por eso la que
más me gustaba, era la historia de Mabud, el león. Mi abuela
juraba que era tan cierta como el sol o la luna, y cuando yo
era niña también lo creía, pues la abuela jamás me mentía.
Pero ahora que me ofrecéis pruebas de la existencia de
Mabud, apenas puedo creerlo.
Las palabras de Yasira tenían en ascuas a Kodran y a

34
Marcel. Al joven vástago de los Carré le parecía increíble que
alguien al fin pusiese nombre a los misteriosos latidos que
había estado escuchando durante tantos años.
―Dinos, Yasira, ¿qué te contó tu abuela sobre Mabud, y
qué relación guarda con la figura quemada en el carrusel de
los Carré? ―preguntó Kodran.
―Hace muchos años ―reveló Yasira―, Mabud era un león
que dominaba la llanura africana donde vivía. Su porte
majestuoso y su poderoso rugido podían paralizar de miedo
al corazón más templado. Pero su fama traspasó fronteras y
atrajo la atención de los cazadores más renombrados. Uno de
ellos llegó a la sabana con el firme propósito de capturar
vivo a Mabud para vendérselo a algún zoológico. Le llevó
meses conseguir que Mabud cayese en una de sus trampas,
pues el león no solo era fuerte e inteligente, sino que además
poseía un espíritu indomable que le hacía desconfiar de
cualquier cosa que llevara impregnada el inconfundible olor
a humano. Pero la perseverancia del cazador obtuvo
finalmente su fruto. Mabud fue enjaulado y transportado por
barco hasta Londres, donde se hallaba su nuevo hogar o,
mejor dicho, su prisión. Recluido en los jardines zoológicos,
el desdichado Mabud perdió las ganas de vivir. Se rindió
ante el infortunio que el destino le había deparado y dejó de
comer. Enfermó rápidamente, y donde antes se apreciaban
músculos y tendones poderosos, asomaron las costillas como
presagio de un desenlace trágico. Sus cuidadores decidieron
que lo único que podían hacer ya, pues lo habían intentado
todo para que el león se adaptase a su nuevo hábitat, era
sacrificarlo para acabar con su sufrimiento. Sin embargo,
había en los jardines zoológicos un encargado de la limpieza
de las jaulas que, siendo como Mabud originario de África y
teniendo secretos conocimientos de magia y brujería, se
propuso salvar la vida del león. Talló un corazón de ébano, y

35
la noche antes del día previsto para el sacrificio,
murmurando frases arcanas frente a la jaula de Mabud,
traspasó el espíritu del moribundo león a la talla de madera
que alzaba entre sus manos. El cuerpo de Mabud quedó
inerte tras los barrotes. Al día siguiente el brujo se despidió
del zoológico y no volvió a saberse nada más de él. No
obstante, pronto comenzaron a circular rumores sobre lo que
había pasado aquella noche, y empezaron las especulaciones
sobre la localización y el destino del corazón de Mabud. Si lo
que me habéis contado es cierto, el misterio se habría
resuelto al fin.
―Pero si el corazón de ébano late gracias al espíritu del
león, eso quiere decir que Mabud morirá si aquel deja de
latir ―dedujo Marcel―. ¿Qué deberíamos hacer para que eso
no suceda?
―Supongo que podríamos extraer el corazón del interior
de la figura con la ayuda de un martillo y un cincel ―se
anticipó Kodran―. Y no sé bien cómo, pero tendríamos que
proteger el corazón encerrándolo en otra figura de madera.
Pero solo es una suposición, claro.
―Tú lo has dicho, Kodran ―intervino Yasira―. No es más
que una conjetura. Antes de actuar debemos recabar más
información. Si actuamos a la ligera, Mabud podría pagarlo
con su vida. Dejadme que indague en la comunidad africana;
averiguaré los detalles del hechizo que encerró el alma de
Mabud en el corazón de madera y si existe algún modo de
revertir el proceso.
―Tu propuesta me parece muy sensata ―opinó Marcel,
deslumbrado por la sagacidad de la muchacha―. Mientras tú
indagas en el asunto, Kodran y yo sacaremos a Mabud del
carrusel y lo guardaremos en el cobertizo propiedad de mi
familia. Lo cubriremos con una manta y le daremos los
cuidados que estimemos convenientes para que su «salud»

36
no empeore.
―Entonces, ¿nos vamos ya? ―quiso saber Kodran, quien
tenía ganas de comenzar a trabajar en el carrusel.
―Si no te importa, regresa tú solo, Kodran ―dijo Marcel―.
En este distrito hay muchos negocios donde podría
encontrar trabajos a tiempo parcial. Necesito ingresos extras
para cubrir los gastos que se nos vienen encima. Lo que me
pagan en la torre es insuficiente.
―Si quieres, puedo acompañarte ―se ofreció Yasira―.
Conozco un par de sitios cercanos donde están buscando
siempre nuevos empleados.
―Muchas gracias, Yasira. Es muy amable por tu parte
―aceptó encantado Marcel.
Kodran, que empezaba a darse cuenta de la mutua
atracción que había nacido entre los dos jóvenes, se despidió
de ellos y se dirigió a la parada del tranvía, cavilando
taciturno sobre las posibilidades reales que existían de
rescatar el espíritu de Mabud encerrado en el corazón de
ébano. La desdicha de Mabud había avivado en su mente el
recuerdo de la honorable y protectora Bergdis, consiguiendo
que volviese a él la vieja melancolía que lo acompañaba
desde hacía años.

37
7
Un remedio diferente

Monique se paseaba nerviosa por la habitación.


Habían transcurrido ya dos semanas desde el incendio del
carrusel y René no experimentaba ninguna mejoría
apreciable. Solamente las visitas diarias de su hijo alegraban
la existencia de Monique. Pero aquellas eran demasiado
breves, ya que Marcel disponía de muy poco tiempo libre.
Gracias a la ayuda de Yasira, había encontrado dos trabajos
por horas en Montmartre. Uno de ellos era un trabajo de
camarero en una cafetería frecuentada por pintores,
escritores y demás bohemios de la noche parisiense. Por la
tarde se dirigía al Hotel Nairobi, donde ejercía labores como
mozo de mantenimiento en horario nocturno. Era un trabajo
tranquilo que le permitía dormitar unas horas antes de
incorporarse a su puesto de remachador en la torre Eiffel.
Todo el dinero que ganaba, incluidas las propinas, lo invertía
en materiales para la reconstrucción del carrusel, apartando
solo lo necesario para los gastos del hospital y su propia
subsistencia.
Después de las visitas de su hijo, Monique salía un rato
del hospital para despejar la mente y alejar las ideas tristes
que la asaltaban. Fue durante uno de esos paseos cuando
descubrió al doctor Pinaud sentado en una esquina,
contemplando la actuación de un músico callejero que
interpretaba al acordeón viejas canciones populares. El
médico hacía anotaciones en un cuaderno con un lápiz, y a
su lado, sobre la acera, había una jaula con un ratoncito
blanco en su interior, cuyo comportamiento parecía observar
el doctor de vez en cuando.
La primera reacción de Monique al observar la escena fue
de enfado hacia el doctor Pinaud. Tuvo la egoísta impresión

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de que el médico desperdiciaba su valioso tiempo. En su
opinión, el doctor Pinaud no debería estar pensando en otra
cosa que en sanar a su marido. El músico dejó de tocar;
entonces el médico se guardó el cuaderno en un bolsillo, se
incorporó y cogió la jaula del ratón. Concentrado en sus
pensamientos, pasó junto a Monique sin advertir su
presencia. Aquello hizo que aumentase el enojo de la mujer.
Todo el día estuvo dándole vueltas al asunto en la habitación
del hospital. Pero poco a poco se fue calmando y dándose
cuenta de que sus pensamientos eran demasiado infantiles.
Al fin y al cabo, el doctor Pinaud tenía derecho a hacer lo
que quisiese con su tiempo libre.
A la mañana siguiente, cuando el médico llegó a la
habitación para examinar la evolución de René, Monique le
comentó de pasada que le había visto sentado en la acera el
día anterior. El doctor Pinaud se turbó ligeramente, como un
niño que hubiese sido sorprendido al realizar alguna
travesura.
―Oh, eso. Forma parte de una investigación que estoy
desarrollando para comprobar una teoría un tanto
descabellada y absurda en la que creo. Pero no quiero
aburrirla con mis excentricidades, madame Monique.
Monique presintió que había mencionado un tema que
apasionaba al doctor, de modo que aprovechó la ocasión
para satisfacer su curiosidad:
―No me aburre, doctor Pinaud. Al contrario, estaría
encantada de que compartiera conmigo esa teoría suya.
No fue necesario que insistiera. El doctor Pinaud estaba
deseando encontrar un público atento a quien exponer las
ideas que le obsesionaban.
―Pues verá ―comenzó su discurso después de examinar
las pupilas de René―, el caso es que yo estoy firmemente
convencido de las propiedades curativas de la música.

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Aunque le parezca absurdo, pienso que existe una melodía
apropiada para curar cada una de las enfermedades que
padecemos. Y si no existe, se puede componer. A esas
canciones curativas las denomino remedios musicales.
―Es una teoría bastante original, doctor ―reconoció
Monique―. Nunca había oído nada semejante. Sin duda, es
usted un hombre con muchísimo talento e imaginación.
El doctor Pinaud se ruborizó por el comentario de
Monique.
―Bueno, es solo una teoría. Y estoy aún muy lejos de
poder demostrarla, porque aún no he conseguido identificar
ninguna canción que sirva para eliminar los síntomas de
algún mal concreto. Y eso que a lo largo de mi carrera he
recopilado varias partituras que me parecían candidatas
idóneas para convertirse en remedios musicales. ¿Recuerda
el ratón que llevaba ayer en una jaula?
―Sí, sentí curiosidad por saber qué hacía usted con él.
―El pobrecillo está infectado por un virus muy agresivo.
Yo creía saber qué canción podía acabar con los efectos del
virus, así que le pedí a un acordeonista amigo mío que la
tocara cerca del ratón, y así comprobar si mis suposiciones
eran ciertas. Lamentablemente no lo eran. El ratón continúa
enfermo, me temo.
―Qué lástima ―comentó Monique―. Pero no debe usted
rendirse, doctor Pinaud. Yo confío en sus conocimientos. Si
alguien persevera en lo que cree de corazón, al final siempre
acaba recibiendo los frutos deseados. Además, quizá exista
alguna canción que pueda sacar a mi marido del estado en
que se encuentra.
―Le agradezco su apoyo y confianza, madame Monique.
En lo que respecta a su marido, confieso que a estas alturas
esperaba que hubiese manifestado ya evidentes signos de
mejoría. Pero no es así. Los medicamentos que le estamos

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administrando no parece que surtan los efectos deseados
―explicó el doctor con manifiesto desánimo.
Una mezcla de abatimiento y desesperación se apoderó de
Monique al escuchar las palabras del médico. El resto del día
no se separó de la cama de su marido, reflexionando sobre
qué podía hacer ella, por insignificante que fuese, para lograr
su completo restablecimiento. Agotada de tanto pensar, se
quedó dormida con la cabeza apoyada en el brazo del sillón.
A medianoche despertó con el cuello dolorido, pero con la
cabeza despejada. Había estado soñando que tocaba el
organillo en el claro de un bosque. La música hacía que de la
espesura surgieran las figuras del carrusel, convertidas en
animales que se ponían a danzar alrededor de ella. Alguien
le habló, y cuando miró a su izquierda vio a su abuelo, tal y
como ella lo recordaba. «No me olvides, querida nieta», le
dijo con ternura. Después, el abuelo se evaporó en el sueño y
Monique continuó tocando el organillo. Aquel sueño sirvió
para que germinase una idea en la mente de Monique, una
idea que sopesó y maduró durante el resto de la noche, de
modo que al clarear el día estaba totalmente convencida de
llevarla a cabo.

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8
Los trabajos de Marcel

Gracias a la intermediación de Yasira, Marcel había


obtenido dos empleos por horas, los cuales, unidos a su
trabajo en la torre Eiffel, le mantenían ocupado todo el día.
La motivación que sentía por reunir pronto el dinero
necesario para sufragar los gastos de la reconstrucción del
carrusel familiar le proporcionaba la energía y el ánimo
requeridos para no caer rendido al final del día. Por las
mañanas, desde las ocho hasta las diez y media, servía
desayunos en el café Dumas, un local frecuentado por
escritores, poetas y extranjeros alojados en el aledaño Hotel
Nairobi. Después, cumplía con sus obligaciones como
remachador en la torre, cuyas obras avanzaban a ritmo
vertiginoso. Una fugaz visita a sus padres en el hospital daba
paso a su trabajo como mozo de mantenimiento en el citado
Hotel Nairobi, un establecimiento con mucha tradición cuyas
instalaciones se estaban quedando obsoletas, lo cual obligaba
a Marcel a multiplicarse desatascando cañerías, reparando
cerraduras rotas o reforzando las barandillas de las escaleras.
En poco tiempo, y debido a su buena predisposición al
trabajo, Marcel se ganó la consideración y la estima de sus
jefes, así como el afecto de los clientes con los que trataba.
Yasira desayunaba todas las mañanas en la cafetería
Dumas antes de irse a vender sus esculturas en la calle.
Comunicaba a Marcel las pesquisas que estaba realizando
para hallar un medio de salvar el espíritu de Mabud. Hasta
el momento no había conseguido averiguar nada que
pudiera servir de ayuda, pero Yasira no cejaba en su
empeño. Las cortas conversaciones matutinas en la cafetería
consiguieron que Yasira y Marcel se hicieran pronto muy

42
buenos amigos; ambos esperaban con ilusión su reencuentro
cada mañana, el cual siempre les daba ánimos para afrontar
el resto del día.
Junto a la mesita que Marcel reservaba para Yasira había
otra que estaba permanentemente ocupada por un hombre
bastante peculiar. Aunque trataba de ocultar sus rasgos
afilados y angulosos, no lograba que pasara desapercibida la
extremada blancura de su rostro y de sus manos. Nunca se
quitaba el sombrero de hongo que llevaba, ni el abrigo largo
que usaba. Parecía tener siempre frío, hiciese la temperatura
que hiciese, y cuando caminaba lo hacía de un modo lento y
pesado, tambaleándose como si fuese un niño que estuviese
aprendiendo a caminar. Se pasaba horas y horas escribiendo
en un cuaderno azul, mientras bebía a sorbos una taza tras
otra de café. Aunque Marcel le servía la bebida muy caliente,
advirtió que la taza se enfriaba con mucha rapidez al
contacto con la mano rígida y helada de André Bosko, que
tal era la identidad de aquel curioso y extraño personaje.
El ambiente cosmopolita y artístico del barrio propició,
pues, que Marcel entrase en contacto con personas muy
interesantes y distintas a las que estaba acostumbrado a
tratar. En el hotel Nairobi conoció a un grupo de bailarinas
que trabajaban por las noches en un cabaré cercano. Eran
unas muchachas muy alegres y divertidas, que siempre
estaban gastándose bromas entre ellas. A Marcel le caía
especialmente bien una de las bailarinas, llamada Penélope,
que parecía menos extrovertida y dicharachera que las
demás. Tenía la costumbre de leer libros cuando tomaba el
ascensor del hotel. En una ocasión en la que ambos
coincidieron en el ascensor, Penélope iba garabateando
números con un lápiz en una revista italiana. Marcel no
pudo evitar formularle una pregunta:
―¿Sabe hablar italiano, señorita Penélope?

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―Un poco ―respondió la bailarina levantando la vista de
la revista―. Pasé una temporada viviendo en Milán, pero se
me da mejor leerlo que hablarlo.
―Y por lo que veo, también sabes escribirlo, ¿no?
Entonces Penélope le enseñó lo que estaba haciendo.
―Es una revista de pasatiempos matemáticos. Trato de
resolver un cuadrado mágico.
Marcel no tenía idea de lo que era un cuadrado mágico.
―Vaya, resulta extraño ver a una bailarina tratando de
resolver un enigma matemático.
Nada más pronunciar esa desafortunada frase, Marcel se
arrepintió de haberlo hecho.
―¿Por qué? ―replicó agriamente Penélope―. ¿Acaso
piensas que las bailarinas somos unas cabezas huecas que no
sabemos sumar dos más dos? Pues entérate bien, las
apariencias engañan. Sería capaz de ganar a cualquiera
resolviendo acertijos.
Marcel se disculpó torpemente. El ascensor se detuvo en
la planta de recepción y Penélope salió, despidiéndose
fríamente de Marcel. Este no pudo dormir en toda la noche
pensando en lo grosero de su inconsciente comportamiento.
Al día siguiente, de camino al café Dumas, compró un ramo
de rosas con la intención de regalárselas a Penélope para
hacer las paces por la tarde. Al llegar a la cafetería puso el
ramo en un jarrón con agua antes de comenzar a servir las
mesas. Yasira estaba ya sentada en su sitio habitual,
esperando con ilusión que Marcel se acercase a saludarla. Al
verlo entrar con las rosas se ilusionó aún más, imaginándose
que eran un regalo para ella, de manera que sufrió una gran
decepción cuando Marcel se presentó ante ella sin el ramo y
saludándola distraídamente, pues su mente aún estaba
adormilada por la noche de insomnio. Yasira se levantó de
golpe, arrastrando la silla. Después, dijo a Marcel con un

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tono agrio:
―Hoy te iba a hablar de algo que he descubierto
relacionado con el corazón de Mabud. Pero pensándolo
mejor, acabo de recordar que tengo cosas más importantes
que hacer. Que pases un buen día, Marcel.
Dicho esto, se marchó apresuradamente del local.
Incluso el gélido André Bosko percibió la rudeza inusual
en la actitud de la muchacha, y cuando Marcel lo miró como
si buscase una explicación por parte de alguien objetivo, le
dijo:
―No soy muy bueno para juzgar los sentimientos de las
personas, pero me parece que la señorita está enojada con
usted por algún motivo.
«Eso no me ayuda mucho», estuvo a punto de contestarle
Marcel, pero se contuvo y no dijo nada. El resto del día
permaneció callado y con el rostro marcado por el cansancio
y la tristeza. Ni siquiera tuvo ganas de buscar a Penélope
para disculparse con ella y entregarle el ramo de flores.
Kodran lo advirtió nada más verle cuando llegó a la barcaza,
e intentó averiguar la razón de su lamentable estado.
―¿Has ido hoy a visitar a tu padre?
―¿Qué? ¿Mi padre? ―dijo Marcel con aire distraído―. Ah,
sí, claro. Sigue igual, sin cambios. Mi madre parece un poco
trastornada. Quiere que mañana le llevemos el organillo al
hospital.
―¿El organillo? ¿Para qué? ―se extrañó Kodran.
―Eso mismo le pregunté yo. Dijo que lo necesitaba para
hacer unas pruebas o algo así. Qué sé yo, todas las mujeres
parecen haberse vuelto locas hoy.
Marcel contó a su compañero los desencuentros que había
tenido con Penélope y con Yasira. Kodran se formó una idea
bastante acertada de los motivos por los cuales las dos
jóvenes habían reaccionado así, pero se abstuvo de

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comentarlos con su amigo.
―La vida es tan complicada, Kodran. Es tan imprevisible
e injusta... Hace apenas unas semanas yo soñaba con viajar,
conocer mundo, vivir aventuras apasionantes que poder
contar algún día a mis nietos... Y sin embargo, aquí me ves,
trabajando de sol a sol, con mi familia viviendo en el hospital
y sin saber por qué se enfadan conmigo mis amigas.
Kodran suspiró. Le disgustaba ver a su amigo tan
preocupado y desorientado.
―Sí, Marcel, sé muy bien que la vida está llena de
obstáculos y dificultades; pero tienes que comprender que
forman parte del aprendizaje. Cada obstáculo que superes te
hará madurar, cada problema al que te enfrentes te
convertirá en una persona mejor y más fuerte. Si el camino
fuera llano y libre de peligros, no aprenderíamos nada de la
vida ni la valoraríamos como se merece.
―Tienes razón, Kodran ―condescendió Marcel―.
Perdóname, es solo que me encuentro demasiado cansado
para pensar con claridad.
―Lo entiendo, muchacho. Déjame decirte que lo estás
haciendo muy bien. El esfuerzo que estás realizando por tu
familia es digno de elogio, y además sacas tiempo para
ocuparte de tus amigos y de Mabud. Yo te aprecio mucho, y
sé que Yasira también te ha tomado cariño; no debes
preocuparte por lo que ha hecho hoy. Seguro que mañana
todo volverá a la normalidad.
―Ojalá tengas razón. Nunca he tenido intención de
molestarla. Ni a Penélope tampoco.
―Ya verás como no me equivoco. Y no te agobies
pensando que no se cumplirán tus sueños de viaje; eres muy
joven aún y seguro que podrás hacerlo más adelante, cuando
las cosas vuelvan a su cauce habitual. Pero recuerda que
también los viajes están plagados de peligros y momentos

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malos. Los que yo realicé terminaron por enfrentarme al reto
más difícil de mi vida, el de tener que perdonarme por lo
que fui y por lo que hice en el pasado. Aún hoy trato de
superar lo que pasó, buscando el modo de tranquilizar mi
conciencia y de continuar adelante. Hay momentos que lo
consigo y otros en que solo encuentro la paz encerrándome
en esta barcaza y aislándome del mundo exterior.
Kodran había vuelto a ser el hombre melancólico y
apesadumbrado que Marcel conocía tan bien. Era evidente
que sobre su conciencia llevaba una carga muy pesada.
―¿Qué fue lo que te sucedió, Kodran? ―indagó Marcel―
¿Qué pasó después que el gigante de piedra os atacara? ¿Es
la muerte de tus compañeros lo que te atormenta?
Kodran meneó la cabeza, arrugando la frente y frotándose
la nuca con las manos.
―No, no es eso ―masculló entre dientes―. O no es solo
por eso. Es por Bergdis, la magnánima y honorable Bergdis.
―¿Bergdis? Ya te he escuchado pronunciar ese nombre
con anterioridad. ¿Quién es?
―Bergdis es la ballena que me salvó de morir ahogado.
Después que el gigante se alejase tras haber hundido nuestro
barco, no pasó mucho tiempo antes de que mis músculos se
fatigaran y comenzaran a ponerse rígidos por culpa de las
congeladas aguas en las que me encontraba. En cuestión de
minutos me resultaría imposible continuar asido al madero
que me mantenía a flote. Empezaba a despedirme de este
mundo cuando sentí que se formaba un remolino bajo mis
pies. Pensé que el mar me iba a tragar, pero sucedió justo lo
contrario. De repente tuve un suelo en el que apoyarme y mi
cuerpo se elevó sobre el agua. Creí que una isla se había
formado de la nada, incluso llegué a temer que otro cruel
gigante hubiese venido solo para rematar la faena que había
comenzado su compañero; pero no era nada de eso. Un

47
chorro de agua vaporizada emergió de un orificio de aquella
superficie oscura que me sostenía, y entonces comprendí que
estaba navegando a lomos de una ballena. Me costó
identificar que se trataba de una ballena gris, pues hacía más
de doscientos años que nadie veía a una de su especie en
aquellas aguas. Sin duda se trataba de un animal muy
especial, y se me ocurrió que debía ponerle un nombre. La
llamé Bergdis, que en noruego significa “protección divina”.
Se desplazaba lentamente sobre las olas, y quise creer que lo
hacía en consideración a la ligera carga que transportaba
sobre su espalda. Cuando cogí confianza caminé hacia su
cabeza; hubo un momento en que pude ver su enorme y
magnífico ojo, rebosante de vida y de bondad. Ese instante,
querido amigo, cambió mi percepción de la realidad para
siempre. Comprendí cuánto daño había infligido sin motivo
justificable a esos majestuosos seres vivos ejerciendo mi
profesión. ¿Por qué no me había dado cuenta antes del daño
irreparable que causaba quitándoles la vida a unos animales
tan nobles y bondadosos? Me había pasado muchos años
persiguiendo y acosando ballenas por los siete mares, y
ahora una de ellas me salvaba de perecer ahogado. Un
sentimiento angustioso de culpabilidad se apoderó de mí; las
rodillas comenzaron a temblarme de tal modo que me vi
obligado a sentarme sobre Bergdis. Quería darle las gracias y
pedirle perdón, pero no sabía cómo. Percibí que nos
acercábamos a tierra. Pretendía dejarme lo más cerca posible
de la costa para que yo pudiera alcanzarla a nado. Entonces
surgieron por el oeste las velas de un ballenero, cuyos
tripulantes habían descubierto la silueta de la ballena gris
rasgando la superficie marina. Al poco tiempo los arponeros
acechaban a Bergdis, la cual, asustada y estresada, empleaba
todas sus fuerzas en intentar zafarse del acoso. Por primera
vez en mi vida, me hallaba del lado de los perseguidos y no

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de los perseguidores. La nueva perspectiva me daba la
ocasión de sentir el temor, la angustia y el miedo que las
ballenas sufren al ser arponeadas. Agité los brazos y les grité
que dejaran en paz a mi salvadora, pero hicieron caso omiso
de mis súplicas. En aquellos hombres pude ver la misma
ciega determinación con la que yo solía conducirme en mi
profesión. Cuando el frío arpón se clavó en el costado de
Bergdis, salí despedido por los aires violentamente y caí de
cabeza al mar. Las aguas estaban agitadas a mi alrededor por
culpa de la batalla por la supervivencia que estaba librando
Bergdis. Con su cola golpeaba furiosamente la superficie, y
su sangre teñía el mar de rojo. Vi su ojo, grande y cristalino,
dirigirme una última mirada llena de dolor, de súplica y de
incertidumbre. Luego, un vacío infinito se apoderó de mi
alma cuando entendí que su vida se había extinguido.
Aquellos marineros me rescataron, y a sus preguntas de
cómo había llegado hasta allí respondí con un silencio
mezcla de ira contenida e indignación. Yo solo podía pensar
que la última mirada de Bergdis me atormentaría el resto de
mi vida. Cada día lucho por perdonarme a mí mismo todas
las muertes de indefensas ballenas que pesan sobre mi
conciencia. Pero es algo que no creo que consiga nunca,
Marcel. ¿Cómo pude estar tan ciego y no ver el daño
innecesario que ocasionaba?
Marcel no sabía que contestar. Ahora que conocía las
razones que habían empujado a su amigo Kodran a vivir en
soledad y tan lejos de su patria, sus propios problemas le
parecían algo insignificante.
―Es una historia muy triste, Kodran ―se atrevió a decir
finalmente―. Pero no debes sentirte tan mal. Pienso que si
Bergdis supiese que su muerte sirvió para que dejases de
cazar ballenas, te hubiese salvado no una, sino mil veces
aquel día.

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―A pesar de tu juventud, eres una persona sabia, Marcel.
Es un honor tenerte como amigo ―dijo Kodran,
profundamente conmovido.
―¡Caray! Esta sí que es una historia increíble ―exclamó
Marcel, queriendo terminar con el tono dramático de la
conversación―. Si enlazara la historia de Bergdis la ballena
con la de Mabud el león, podría escribir un libro de mucho
éxito. ¿No lo crees?
―Sin duda, amigo mío. Sin duda.

9
El jeroglífico

Marcel despertó al día siguiente de mejor ánimo. Y con


mucha hambre. Después de dar buena cuenta de un
suculento desayuno, comprobó que Kodran aún seguía
durmiendo y luego se vistió para ir al trabajo. Aún estaba
oscuro cuando salió de la barcaza. Antes de tomar el tranvía
se pasó por el carrusel para ver cómo marchaban las obras
de reconstrucción. Para su sorpresa, Jean Pierre ya estaba
allí, lubricando el motor a la luz de una lámpara de aceite.
―Buenos días, compañero ―le saludó Marcel, contento de
encontrarse con él―. No esperaba encontrarte aquí tan
temprano.
―Ni yo tampoco a ti ―respondió sonriente Jean Pierre―.
Te hacía ya camino de la cafetería. Verás, anoche tuve una
inspiración; se me ocurrió una manera de mejorar el
rendimiento del motor, así que no pude esperar y me vine
para ponerla en práctica. Aunque ahora me doy cuenta que
necesitaré ir a comprar un par de piezas en cuanto abran los

50
talleres.
Marcel se sacó la cartera del bolsillo de su chaqueta y
entregó varios billetes a Jean Pierre:
―Toma, para los gastos. Oye, ¿no pasarás por casualidad
cerca del Hotel-Dieu?
―Bastante cerca, ¿por qué?
―Había quedado con mi madre en llevarle hoy el
organillo al hospital, pero con los horarios de trabajo que
tengo me supone un verdadero trastorno. Me preguntaba si
no podrías tú...
―Claro. Dalo por hecho. Alquilaré un carro para cargar el
organillo y se lo llevaré a tu madre ―se ofreció Jean Pierre
desinteresadamente.
―No sabes cuánto te lo agradezco, amigo. Toma, te dejaré
unos francos más para el carro.
―De acuerdo ―dijo Jean Pierre tomando el dinero―.
Esperaré a que venga Kodran para que me ayude a cargarlo
en el carro. ¿Cómo es que no viene contigo? Él acostumbra a
llegar antes que yo.
Marcel sonrió.
―El viejo lobo de mar necesitaba descansar. Pero seguro
que hoy se levanta con ganas de vivir renovadas. Debo
marcharme ya, Jean Pierre. Llego tarde al trabajo.
―Que pases un buen día, Marcel.

**

Al llegar a la cafetería Dumas, Marcel se colocó con


rapidez el delantal de servir. De reojo había observado que
Yasira estaba sentada en su mesita habitual, esperando que
alguien le llevara el desayuno. Marcel no quería que nadie se
le adelantase, así que preparó una bandeja con una taza de
chocolate caliente, un croissant crujiente, mantequilla y un

51
tarrito de mermelada. Añadió una rosa que había comprado
en la floristería de la esquina y una servilleta en la que había
escrito unas palabras pidiendo perdón a la joven africana.
Poniendo cara de niño arrepentido, fue hasta la mesa de
Yasira y puso la bandeja encima del mantel.
―Eres muy amable, Marcel. Y gracias por la rosa ―dijo
Yasira leyendo la servilleta―. Perdóname tú también por
haberme comportado ayer como una tonta. Pero olvidemos
eso ya; tengo algo muy importante que contarte. ¿Puedes
sentarte unos minutos?
Marcel miró a su alrededor. La única mesa ocupada a esas
horas era la del señor Bosko, quien, como en él era habitual,
se hallaba enfrascado en sus escritos y bebiendo café.
―Me sentaré unos minutos. Parece que la clientela se está
retrasando hoy un poco más de lo habitual ―se justificó
Marcel mientras ocupaba la silla frente a Yasira―. ¿Qué es
eso tan importante que tienes que contarme?
Yasira parecía ansiosa por compartir lo que había
averiguado.
―Es una historia asombrosa, Marcel. ¿Por dónde
empiezo? Ah, sí, ya sé. Verás, preguntando aquí y allá me
hablaron de un anticuario que está especializado en objetos
mágicos y místicos. Me habían dicho que era un apasionado
de la cultura africana y que poseía una memoria excepcional.
Fui a verle a su tienda y le dije que estaba interesada en
adquirir un libro o cualquier cosa relacionada con Mabud,
un león africano que había vivido un tiempo en un zoo de
Londres. El anticuario miró hacia el techo, como si tratase de
recordar algo, musitando: «Mabud, Mabud... Sí, déjeme que
piense un poco. Claro que sí, por supuesto. Debo tenerlo en
la trastienda, criando polvo en alguna estantería. Aguarde
un momento aquí. Iré a buscarlo.» Antes de marcharse cerró
la puerta de la tienda y colgó un cartel avisando que volvería

52
a estar abierta en una hora. Después desapareció tras unas
cortinas y lo sentí trastear, apartando cajas y papeles de
alguna estantería. Imagínate mi nerviosismo y mi
impaciencia mientras esperaba frente al mostrador de la
tienda.
―Me lo imagino ―dijo Marcel, deseando que Yasira le
revelase cuanto antes el final de aquella historia. Por un
instante levantó la cabeza y observó que André Bosko había
dejado de escribir y no se perdía detalle de la conversación
entre Yasira y él. Al darse cuenta de que Marcel lo miraba,
trató de disimular volviendo a su ocupación. Marcel sintió
compasión por el señor Bosko. Realmente le parecía una
buena persona, aunque extremadamente tímido.
―Después de un rato que me pareció eterno ―continuó
hablando Yasira―, el anticuario reapareció llevando en sus
manos un pergamino enrollado, que desplegó en el
mostrador para que yo pudiese apreciarlo. A primera vista
no me impresionó mucho. Es más, me desilusioné al ver que
el pergamino estaba lleno de símbolos extraños y dibujos
incomprensibles. Era un jeroglífico, y parecía muy complejo.
El anticuario me dijo: «Seguramente no signifique nada para
usted, señorita, pero en este pergamino se encuentra la clave
de la misteriosa y apasionante historia del león Mabud.»
Entonces me contó cómo había llegado a sus manos.
―Estoy impaciente por saberlo ―dijo Marcel, removiéndose
inquieto en su silla.
―Bien, pues escucha esto. Según el anticuario, el
encantamiento que se utilizó para extraer el espíritu de
Mabud de su cuerpo trasladándolo al corazón de madera
solo era conocido por siete brujos africanos, pertenecientes a
siete clanes familiares. Para preservar y conservar el secreto
del hechizo, cada uno de los brujos debía encargarse de
transmitir oralmente el hechizo a su aprendiz antes de morir.

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Así ocurrió generación tras generación, hasta que en época
reciente uno de los siete brujos guardianes del secreto viajó a
Inglaterra, porque había escuchado que en Europa vivían
animales africanos en cautividad y quería averiguar si con su
magia podía hacer algo por mejorar sus condiciones de vida.
Aquel brujo, como ya habrás podido deducir, fue quien
utilizó el hechizo con Mabud. Pero sucedió que el brujo se
hallaba gravemente enfermo. Viendo cercana su muerte,
confió el corazón de madera a un carpintero amigo suyo, y
después decidió que había llegado el momento de revelarle
las palabras secretas del hechizo a alguien que lo mereciera.
Pensó en un joven de su tribu a quien había transmitido gran
parte de sus conocimientos, el cual, por lo que el brujo sabía,
aún seguía viviendo en el mismo poblado donde ambos
habían nacido. ¿Pero, cómo hacerle llegar el valiosísimo
mensaje? Al brujo se le presentó una oportunidad
pintiparada. Oyó hablar de un geógrafo famoso que había
organizado una expedición para explorar la zona de África
donde se hallaba ubicado su poblado. El brujo escribió
entonces las palabras del hechizo en un pergamino, y para
cerciorarse de que únicamente la persona apropiada
entendiese lo que había escrito en él, codificó el mensaje con
un jeroglífico cuya clave sólo conocían él y su aprendiz.
Luego, fue a visitar al explorador y le confió el pergamino,
rogándole por favor que fuese a su poblado y se lo entregase
al brujo de la tribu, de quien le proporcionó una descripción
detallada. El explorador aceptó el encargo de buen grado,
mas poco antes de iniciar el viaje descubrió que no disponía
de fondos suficientes para completar la expedición tal como
la había planeado. Discurriendo la manera de conseguir el
dinero que le faltaba, cayó en la tentación de vender el
pergamino, que suponía de enorme valor. Habiéndose
enterado de que el viejo brujo acababa de fallecer, no tuvo

54
escrúpulos en faltar a la promesa que había hecho y vendió
el pergamino a un millonario aficionado al mundo de la
magia y conocedor de los poderosos encantamientos
africanos. Este ambicioso hombre de negocios se gastó otra
fortuna en intentar descifrar el jeroglífico. Él creía que si lo
conseguía tendría a su disposición un arma poderosa, un
hechizo con el que podría amenazar a cualquier persona,
obligándola a obedecer todos sus caprichos.
Afortunadamente no logró sus perversos propósitos, ya que
no encontró a nadie capaz de traducir al lenguaje común los
complicados símbolos dibujados en el pergamino.
Decepcionado, el millonario acabó vendiéndolo por un
precio irrisorio a nuestro anticuario, que lo ha conservado
hasta ahora por simple interés erudito y coleccionista.
Yasira tomó un sorbo de su chocolate, que a esas alturas
estaba solo tibio. Marcel la observó con admiración. Yasira
no solo era inteligente y decidida, también era una joven
muy hermosa. Cuando ella le miró con sus ojos negros
brillantes, Marcel desvió azorado los suyos y percibió que el
señor Bosko seguía sin perderse detalle de las palabras de
Yasira.
―¿Y ese anticuario estaría dispuesto a vendernos el
pergamino? ―retomó Marcel la conversación.
―De hecho, sí. Es más, ya se lo he comprado, a cambio de
dos esculturas mías y una pequeña cantidad de dinero. Creo
que hice un trato muy conveniente ―declaró Yasira con
cierto orgullo―. Lo he traído conmigo, quiero que lo veas.
La joven cogió un bolso grande de tela que había colgado
en el respaldo de su silla y sacó de él un pergamino
enrollado con un lazo rojo. Marcel despejó un poco la mesa
para poder desplegar sobre ella el valioso objeto adquirido
por su amiga. Después de apreciar durante un minuto los
dibujos sin sentido que contenía, proclamó desilusionado:

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―Es un descubrimiento excepcional, Yasira. Pero mucho
me temo que estamos como al principio, ¿no crees? Por lo
que has dicho, ya han intentado antes descifrar este
jeroglífico sin éxito. Y debían ser los mejores expertos en la
materia; no creo que ese millonario reparase en gastos.
¿Dónde encontraríamos nosotros a alguien dispuesto a
ayudarnos?
―Ejem, ejem ―carraspeó el señor Bosko para llamar la
atención―. Disculpen la intromisión, jóvenes. Pero quizá yo
conozca a alguien capaz de realizar la tarea que estáis
comentando. De hecho, tal vez sea la única persona en París
que pueda ayudaros.
Yasira se volvió sorprendida hacia el gélido y casi
transparente cliente del Dumas. La voz del escritor sonaba
metálica e impersonal. A ella y a Marcel les resultó llamativo
y desconcertante que se entrometiera en su conversación
alguien que normalmente se mostraba distante con todas las
personas. Marcel le respondió desconfiado:
―¿Y qué interés podría tener esa persona en ayudarnos,
señor Bosko?
El escritor no aparentó sentirse molesto por el tono
cortante con el que Marcel había formulado la pregunta.
―Oh, el profesor Bertrand es un reputado científico, un
hombre de gran vocación al cuál solo le mueve su interés por
la ciencia y el conocimiento.
―¿Y cuál es la especialidad de ese profesor? ―intervino
Yasira.
―Pues precisamente la de descifrar las escrituras
jeroglíficas del Egipto Antiguo que se conservan en el museo
del Louvre. El profesor Bartolomé Bertrand es un gran
conocedor de las lenguas muertas. Si ustedes lo desean,
podemos ir a visitarlo en cuanto la señorita termine su
desayuno. Él siempre está trabajando en su despacho del

56
museo.
―A mí me parece una excelente idea, señor Bosko ―dijo
Yasira―. ¿Qué opinas tú, Marcel? ¿Crees que podrás venir?
―Tal vez pueda conseguir que el jefe me dé permiso esta
mañana. No hay muchos clientes; mi compañero podrá
apañárselas solo para atender las mesas, supongo.
―Perfecto, entonces ―sonrió Yasira―. Tengo ganas de
visitar otra vez el museo, ya hace tiempo que no me doy una
vuelta por sus salas.

10
El organillo

―¡Doctor Pinaud! ¡Doctor Pinaud! ―. La señora Carré


trataba de alcanzar al médico antes de que este doblara la
esquina de una calle adyacente al hospital. Llevaba la jaula
con uno de aquellos ratones blancos que usaba para sus
investigaciones, y caminaba como siempre con aire ausente y
distraído. Monique consiguió llegar hasta él y tocarle en el
hombro:
―Doctor Pinaud, siento molestarle, pero tengo algo
importante que decirle. ¿Puede usted acompañarme?
―Naturalmente, señora Carré. ¿Le sucede algo a su
marido? No advertí nada anormal en su estado cuando le
visité ayer por la noche.
―Oh, no. No se trata de él. Mi marido sigue igual,
lamentablemente. Por eso he pensado que debería ayudarle
a demostrar su teoría musical.
―Señora Carré, yo...
―Monique, por favor. Llámeme Monique, doctor Pinaud.

57
―Está bien, Monique. Cuando le conté mi extravagante
teoría de que pueden curarse determinadas enfermedades
con la música apropiada, no pretendía generar en usted
falsas expectativas.
―No son falsas, doctor. Estoy convencida de que su teoría
es cierta, y que sus aplicaciones prácticas serían un
importante avance de la Medicina. Si me acompaña un
momento, podré explicarle de qué modo pretendo serle de
ayuda. Le prometo que si no le convenzo ya no le molestaré
más con este asunto.
El doctor Pinaud miró a la mujer a los ojos y descubrió su
determinación en lo que estaba proponiéndole. Era el mismo
convencimiento que le llevaba a él a no abandonar su
trabajo. Sin tener idea cierta de por qué lo hacía, accedió a
acompañarla. Monique lo condujo hasta una de las entradas
traseras del hospital. Allí los estaba esperando el bueno de
Jean Pierre custodiando el organillo. Su innata curiosidad le
había impulsado a abrir el instrumento para comprender
para qué servía cada una de las piezas mecánicas que se
alojaban en su interior. Cuando llegó la madre de Marcel,
Jean Pierre estrechó su mano llena de grasa con la del
médico:
―Encantado de conocerle, doctor.
―Él es Jean Pierre, un amigo de mi hijo ―le presentó
Monique―. Y este de aquí es mi querido organillo. Le he
pedido a Jean Pierre que lo trajera porque creo que gracias a
él podremos demostrar que su teoría funciona en la práctica.
―¿Cómo? ¿Y de qué manera se imagina usted que
haremos eso? ―preguntó el doctor Pinaud con escepticismo.
―Pues verá, usted me comentó que, en teoría ―comenzó a
explicarse la señora Carré―, una determinada canción puede
curar una enfermedad específica, del mismo modo que una
segunda canción distinta de la anterior sanaría a los

58
enfermos afectados por una enfermedad diferente. Usted ha
intentado, sin éxito hasta ahora, encontrar alguna canción
que cumpla con esa premisa, ¿no es así?
―Correcto ―certificó el doctor―. Puedo contarle que, por
ejemplo, había elaborado una lista de canciones populares
que, según mis investigaciones, debía contener la melodía
exacta que curase la parálisis que sufre uno de mis
ratoncillos blancos en sus patitas traseras. Pero ya he hecho
que varios músicos interpreten la lista completa delante del
ratoncillo sin que el pobre animalillo experimente mejoría
alguna. Eso me ha llevado a la conclusión de que, o bien la
canción que lo curaría no se encuentra en la lista que hice, o
bien, y me parece que esto es lo más probable, mi teoría está
equivocada y las canciones no pueden curar.
―Hay una tercera posibilidad ―dijo Monique―. Que la
canción sí se encuentre entre las que usted ha elegido, pero
que solo muestre sus propiedades curativas si es
interpretada con el instrumento adecuado. Quiero decir que
no es lo mismo escuchar una melodía tocada con un
acordeón que con un violín, por poner un ejemplo. ¿No está
usted de acuerdo?
―Entiendo, entiendo ―dijo el doctor Pinaud―. Es un
punto de vista muy interesante que no había tenido en
cuenta. Pero al mismo tiempo es una idea desconcertante y
desmoralizadora. Si a la dificultad de encontrar una canción
que sane una determinada enfermedad le añadimos el hecho
de que existen cientos de instrumentos, las posibilidades de
acertar se reducen drásticamente.
―Lo sé, lo sé ―admitió Monique sin desanimarse―, pero
es ahí donde interviene el organillo. Aunque no le parezca
un argumento demasiado científico, sé que se trata de un
instrumento muy especial. Cuando mi abuelo me lo dejó en
herencia, me contó que era capaz de curar la soledad y la

59
tristeza. Nunca le concedí demasiada importancia, pero
ahora estoy totalmente convencida de que lo que decía mi
abuelo no era solo una metáfora. El cilindro que lleva en su
interior es el antídoto perfecto contra algunos tipos de
trastornos afectivos o psicológicos; pero si lo cambiamos por
otro cilindro que reproduzca otra melodía, sanará una
enfermedad distinta.
―Demostrar eso requeriría un esfuerzo colosal y mucha
tenacidad, señora Carré ―arguyó el doctor Pinaud―. Para
empezar, habría que fabricar rodillos con las canciones que
deberían escuchar los enfermos. ¿Cuántas caben en un solo
cilindro?
―Unas diez ―contestó Monique.
―Yo puedo encargarme de esa tarea ―se ofreció
espontáneamente Jean Pierre―. He estudiado el interior del
organillo mientras esperaba y creo que sería capaz de
fabricarlos si pudiera conseguir las herramientas adecuadas.
En mi casa tengo planos de un piano que suena como un
violonchelo. Fue diseñado por el mismísimo Leonardo Da
Vinci. Nunca sospeché que pudiera aplicar en la práctica sus
conocimientos, pero creo que ahora me servirán de gran
ayuda.
―Gracias, Jean Pierre. Eres un chico estupendo; mi hijo
está rodeado de amigos excelentes ―lo elogió Monique,
agradecida.
―En ese caso ―tomó la palabra de nuevo el doctor
Pinaud―, yo podría habilitar una sala del hospital a la cual
llevaríamos los enfermos para que escuchasen la música del
organillo. Elaboraríamos un registro de las canciones que
oyen y de las mejorías que experimentan, hasta dar con
aquellas que curan sus males con mayor efectividad.
―¿Podría incluir a mi marido en la lista de enfermos que
se sometan a sus experimentos, doctor? ―casi suplicó

60
Monique.
―No veo por qué no. Es un candidato ideal. Ya hemos
intentado todo lo que la medicina tradicional puede hacer
por él.
―Genial. ¿A qué estamos esperando entonces? ―preguntó
con entusiasmo Jean Pierre?―. Doctor Pinaud, deme una lista
de canciones con la que pueda empezar a trabajar ahora
mismo.
Monique y el médico sonrieron. El entusiasmo juvenil de
Jean Pierre era francamente contagioso. Sin percatarse de
ello, habían establecido un equipo de investigación
dispuesto a revolucionar el mundo de la Medicina.

11
En el museo

André Bosko parecía estar bastante familiarizado con los


pasillos y galerías del museo del Louvre. Mientras les
conducía hasta la planta dedicada al arte egipcio, Marcel iba
pensando que la frialdad de las salas casaba a la perfección
con la personalidad del escritor. Cuando subían por unas
bellas escalinatas de mármol, Yasira le susurró al oído a
Marcel que el museo sería un hogar estupendo para el señor
Bosko. Con las manos en los bolsillos, Marcel asintió con una
leve sonrisa. Era divertido que Yasira fuera pensando en lo
mismo que él. Ascendía reflexionando sobre lo poco que
sabía realmente acerca de aquel misterioso personaje que se
pasaba el día tomando café en el Dumas, mientras escribía
no se sabe qué. A Marcel no le constaba que hubiese
publicado novelas ni poesías, ni tampoco que alternase con

61
otros escritores. A pesar de todo ello, había que reconocerlo,
André Bosko lograba inspirar un aura de confianza y
tranquilidad en quienes se acercaban a él.
En un rellano de la escalinata, André Bosko se detuvo al
cruzarse con un hombre bajo y fornido que llevaba una bata
blanca manchada con virutas de mármol.
―¿Tanto he cambiado que ya no me reconoce, padre? ―le
preguntó André Bosko con un tono algo molesto.
El hombre miró a André con desconfianza, hasta que en
su rostro acabó formándose una sonrisa amistosa.
―¡André, qué alegría verte de nuevo! ¿Qué haces por
aquí?
―Venimos a hablar con el profesor Bernard. ¿Sabe si se
encuentra en su despacho?
―¿Dónde si no? Nunca sale de allí. Pero dime, ¿te pasarás
después por mi taller? Podría aprovechar la ocasión para
retocarte un poco la nariz. La encuentro un poco
desproporcionada.
Marcel y Yasira asistían perplejos a aquella conversación
incongruente. ¿Por qué André Bosko había llamado padre a
aquel hombre, cuando ambos representaban tener más o
menos la misma edad? ¿Y qué podía pensarse de la
sugerencia formulada a André Bosko para que se arreglase la
nariz en el taller de su supuesto padre? Eso tenía menos
sentido aún. Sin embargo, el propio André respondió con
suma naturalidad a la cuestión planteada:
―La verdad es que me cuesta un poco respirar, padre.
Pero si no te importa, me pasaré por el taller otro día que
disponga de más tiempo.
―Como quieras, André ―se conformó el hombre de la
bata blanca―. Dime, ¿cómo va tu novela? ¿Has conseguido
que algún editor se fije en ella?
―No, padre. Todos la rechazan argumentando que le falta

62
alma, corazón, sentimiento. Es un poco descorazonador.
―Bueno, hijo. No te desanimes. Algún día aparecerán esas
cualidades reflejadas en tus libros. Todos los artistas
necesitamos adquirir experiencia para madurar, y tú eres
aún muy joven. Ya madurarás.
Aquella afirmación desconcertó aún más a Marcel y a
Yasira, por cuanto André Bosko aparentaba rozar los
cincuenta años, si no más.
―Gracias, padre. Seguiré perseverando. Me he alegrado
de verte.
―Lo mismo digo, André. Cuídate mucho. Encantado de
haberos conocido, muchachos. Que os vaya bien.
Marcel y Yasira respondieron que estaban igualmente
encantados, y después continuaron subiendo la escalinata
detrás de André. Al llegar al rellano, giraron a la derecha
siguiendo un pasillo flanqueado por hileras de sarcófagos
egipcios pertenecientes a diversas dinastías de faraones. Al
final del pasillo había tres puertas enormes de madera muy
antiguas, con placas de latón en las que podía leerse el
nombre de los directores de departamentos a los que
pertenecían las dependencias que había tras ellas. André se
dirigió directamente a la puerta en cuya placa estaba inscrito
el nombre del profesor Bertrand Garnier, golpeándola con
sus nudillos hasta que alguien descorrió un cerrojo desde
dentro y gritó:
―Pasa, pasa, André. He reconocido tu inconfundible
manera de llamar. Acércate a mi mesa, estoy examinando
una piedra con jeroglíficos que acaba de llegar desde la
mismísima Luxor.
La voz que sonaba era ronca y fuerte, aunque algo
cansada. André abrió la puerta y pasó al interior
precediendo a Marcel y a Yasira. Avanzó con cuidado por
entre varias pilas de libros amontonados en el suelo e

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instrumentos de investigación almacenados en vitrinas
cerradas con llave. Desde el fondo de la habitación, el
profesor hizo señas a los tres para que se acercasen a la mesa
donde examinaba con una lupa una piedra con bajorrelieves.
―Buenos días, profesor ―le saludó André con respeto―.
Espero que no le importunemos demasiado. Mis amigos y yo
hemos venido a consultarle algo de extrema importancia
para ellos.
―No te preocupes, André ―dijo el profesor―. Es cierto
que apenas dispongo de tiempo, pero sabes que me caes
muy bien. Además, me conviene distraerme un poco. Estoy
considerando la posibilidad de contratar a un ayudante, pero
todavía no he podido encontrar a nadie capacitado para el
puesto. Descifrar jeroglíficos no está al alcance de cualquiera,
por muchos títulos universitarios que posea. Pero dejémonos
de chácharas, ¿qué es eso que habéis venido a consultarme?
Marcel dio un paso adelante y se presentó:
―Profesor Bertrand, gracias por atendernos. Me llamo
Marcel Carré y esta de aquí es mi amiga Yasira. La historia
que nos ha traído hasta usted es muy enrevesada, así que si
no le importa iré al grano. Yasira, por favor, muéstrale al
profesor el pergamino.
―Con mucho gusto ―dijo Yasira―. Con su permiso,
profesor, lo extenderé sobre su mesa―. El profesor apartó
unos papeles y la joven desenrolló el pergamino comprado
al anticuario para que pudieran analizarlo los ojillos
despiertos del experto egiptólogo.
A medida que pasaban los minutos, la cara del profesor
Bertrand Garnier pasó de la simple curiosidad a un
profundo interés erudito, para terminar reflejando el
desencanto y la frustración de un niño que no puede resolver
un complicado rompecabezas.
―¡Es imposible! ―se rindió al fin, llevándose las manos a

64
la nuca y mirando al techo como si pidiera que la solución le
lloviese del cielo―. Es el mayor reto al que me he enfrentado
en toda mi carrera. La mente prodigiosa de quien haya
cifrado este mensaje es muy superior a mi intelecto. Lo único
que puedo aventurar es que tras estos símbolos se esconde
una frase escrita en alguna lengua africana, posiblemente el
suajili. Los que más se repiten son los que se corresponden
con vocales, es evidente, pero no consigo ir más allá. Lo
siento.
―No se preocupe, profesor. Le agradezco que haya hecho
todo lo posible ―dijo cortésmente Marcel, apesadumbrado
por el fracaso de aquella tentativa.
―¿Y si se queda usted con el pergamino? ¿Cree que con el
tiempo acabaría descifrándolo? ―preguntó Yasira
agarrándose a una última posibilidad.
―Lo dudo mucho ―contestó el profesor Bertrand,
mesándose la barbilla con evidente disgusto―. Tendría que
dedicarle todo mi tiempo, y aun así no habría garantía
alguna de éxito. Ya os digo que estoy buscando un ayudante
que alivie la carga de trabajo que tengo actualmente. Y es
evidente que la edad me está haciendo perder facultades.
No, definitivamente, esto es algo que me supera...
―No diga eso, profesor ―replicó André Bosko―. Usted
posee una mente brillante, y sigue siendo el mejor en su
campo. Es solo que está saturado con tanto trabajo. Debería
descansar.
El profesor Bertrand, echando un último vistazo al
pergamino, asintió con la cabeza. Luego, lo enrolló y se lo
devolvió a Yasira.
―Si alguna vez encontráis a alguien que resuelva este
enigma, venid a contármelo por favor. Me gustaría mucho
conocer a la persona que sea capaz de hacerlo. Y ahora, si no
os importa, seguiré con mi trabajo.

65
―No faltaba más, profesor ―dijo Yasira―. Muchas gracias
por su tiempo.
Los tres abandonaron el museo del Louvre desalentados y
sumidos en sus propios pensamientos. El más abatido era
Marcel, que no podía apartar de su cabeza la idea de que el
destino del león que agonizaba lentamente en el cobertizo
del carrusel era más terrible e incierto que nunca.

12
El genio escultor

Habían transcurrido ya cuatro días desde la infructuosa


visita al estudio del profesor Bertrand Garnier. Era
mediodía, y Marcel se afanaba en colocar remaches en el
último nivel de la cada vez más imponente torre de la
compañía Eiffel. El tiempo había empeorado un poco en
París y hacía frío en las alturas, aunque Marcel no lo sentía.
Estaba demasiado enfrascado en tristes pensamientos. Sin
embargo, un rayo de luz estaba a punto de abrirse camino en
el negro horizonte que se dibujaba ante él. Su amigo Antoine
fue el primero que lo vio:
―Oye, Marcel, no me habías contado que el carrusel de
tus padres estuviese reparado. ¿Quién lo ha puesto en
funcionamiento?
Marcel dirigió su mirada más allá del río y descubrió con
gran sorpresa por su parte que Antoine llevaba razón. Las
atrayentes luces del tiovivo estaban encendidas, y la
atracción giraba con elegante parsimonia. Una cálida
emoción invadió el corazón de Marcel, que inmediatamente

66
se acordó de sus padres. Ojalá estuvieran allí para poder
contemplar aquella maravillosa imagen.
―Ja, ja ―rio nerviosamente―, esos tramposos de Kodran y
Jean Pierre me han estado mintiendo. Esta misma mañana
me habían dicho que aún les quedaba mucho trabajo. Habían
cubierto el carrusel con una lona para que no pudiera darme
cuenta de sus verdaderos progresos.
―¿Estás contento? ―le preguntó Antoine, sintiéndose feliz
de ver la cara de alegría que ponía su amigo. Últimamente lo
veía siempre amargado e introvertido.
―¿Cómo no iba a estarlo? Es una magnífica noticia. Pero
las dos horas que me quedan todavía de trabajo se me van a
hacer interminables. Estoy deseando bajar y comprobar
cómo ha quedado todo.
―Bueno, pues no tendrás más remedio que aguantarte.
Esta vez no pienso dejar que utilices ese artilugio infernal
que te prestó Jean Pierre para lanzarte al vacío la última vez.
Casi me muero del susto cuando saltaste ―dijo Antoine.
―Ja, ja. Está bien. Me aguantaré hasta las dos ―respondió
Marcel, a quien el ánimo le había cambiado completamente.
El rayo de luz había despertado la esperanza dormida en su
interior.
A la conclusión de su jornada laboral, Marcel descendió
de la torre a la carrera y tardó escasos segundos en cruzar el
puente y plantarse junto al remozado carrusel. El aspecto de
este era impecable: las figuras de animales relucían con sus
policromas capas de pintura, mientras que el resto del
armazón, completamente nuevo, llamaba la atención por sus
bellos decorados. Kodran, que ayudaba a un niño a subirse a
uno de los caballitos, le saludó haciéndole un gesto con la
mano.
―¿Qué te parece, Marcel? ¿Te gusta cómo ha quedado?
―Estoy atónito. Has hecho una auténtica obra de arte ―le

67
respondió Marcel, tratando de buscar unas palabras de
agradecimiento adecuadas.
―Y el motor funciona a las mil maravillas. Jean Pierre
sabe lo que se trae entre manos.
―¿Dónde está? Quisiera felicitarlo.
―Se marchó al hospital hace un rato. Se toma muy en
serio el trabajo que le ha encomendado tu madre. Es un
muchacho muy servicial.
Marcel asintió. Inconscientemente se avergonzó un poco
al pensar que Jean Pierre acudía al hospital más a menudo
que él mismo. Trató de evitar ese pensamiento negativo
centrándose en la idea de que todo cuanto había hecho en los
últimos tiempos lo había hecho pensando en sus padres.
Miró hacia el cobertizo y vio que el gato Noir se colaba en él
por la puerta entreabierta.
―¿Cómo está Mabud? ―preguntó a Kodran temiendo la
respuesta.
―Sus latidos siguen siendo muy débiles, pero al menos se
han estabilizado ―dijo Kodran―. La compañía de ese gato
negro le ayuda bastante, en mi opinión. La soledad es algo
malo para la salud, según se ve. Y a propósito de eso,
Marcel, quisiera comentarte una cosa.
―Adelante, Kodran. Dime.
―Desde que te conté mi historia con la ballena Bergdis no
he dejado de pensar que me convendría salir de nuevo a la
mar y realizar un largo viaje. Llevo demasiado tiempo
varado en este muelle, amigo. Y ahora que el carrusel está
arreglado, tú podrías dejar alguno de tus trabajos y
encargarte de él hasta que tu padre se recupere. ¿Qué
opinas?
A Marcel no le gustó nada la idea de perder a su amigo.
Pero recordó que él también había sentido la necesidad de
viajar lejos de París, y que le hubiese gustado contar con el

68
apoyo y la comprensión de su familia cuando les habló de
sus proyectos.
―Creo que es una excelente idea, Kodran. Dame unos
días para que pueda despedirme de la cafetería y del hotel.
Compaginaré solo mi trabajo en la torre con el cuidado del
carrusel. Tú organiza mientras tanto tu partida. ¿Adónde
irás?
―No lo tengo aún decidido ―contestó el marino―. Puede
que regrese a Noruega, o tal vez vaya más lejos que eso.
―Ojalá pudiera acompañarte, amigo mío. Ojalá pudiera
―comentó Marcel en tono melancólico.
El joven Carré almorzó con Kodran junto al carrusel y
después descansó durante un rato antes de marcharse.
Todavía era temprano para incorporarse a su turno de
trabajo en el hotel Nairobi, por lo que decidió pasarse
primero por el café Dumas para hablar con el dueño de la
cafetería acerca de su intención de dejar su trabajo de
camarero. Al entrar en la cafetería divisó en su rincón
preferido al señor André Bosko y se acercó a saludarlo. Iba a
echar de menos su amigable y educada “frialdad” cuando se
despidiera del trabajo, pensó mientras se aproximaba a su
mesa.
―Buenas tardes, Marcel. ¿Cómo le va? ―le saludó el señor
Bosko con educada reverencia―. Siéntese, por favor. Siéntese
para que charlemos.
Marcel ocupó una silla frente al escritor y después
respondió:
―Bien, bien. He tenido una mañana muy halagüeña. El
carrusel de mi familia vuelve a funcionar.
―Cuánto me alegro de oír eso. Es una estupenda noticia.
Y dígame, en cuanto a nuestro asunto del manuscrito
cifrado, ¿hay alguna novedad?
El rostro de Marcel se ensombreció momentáneamente.

69
―Ninguna ―admitió.
―Una lástima, una verdadera lástima ―dijo André Bosko
sin saber qué añadir.
Marcel deseaba cambiar de conversación, de manera que
preguntó directamente al escritor:
―Dígame, señor Bosko. ¿Quién era aquel hombre al que
saludó en las escalinatas del Louvre? Creí escuchar que
usted le llamaba padre, pero no es posible que fuera su
padre biológico, ¿verdad? Y después oí cómo le citaba para
retocarle su nariz...
El señor Bosko se puso nervioso, pues no esperaba una
pregunta tan directa.
―Ciertamente, ciertamente ―vaciló en dar su respuesta―.
Entiendo que le llamara la atención. En fin, usted es una
persona inteligente y digna de confianza, así que le confiaré
mi secreto. Es muy posible que no me crea, pero le aseguro
que lo que voy a contarle es totalmente verídico: yo antes era
una estatua de mármol.
―Perdón, ¿cómo dice? ―. Marcel parpadeó repetidas
veces y arrugó la frente. Concentró toda su atención en el
rostro y las palabras del señor Bosko.
―Le digo que yo nací de un bloque de mármol. El hombre
que conociste en el museo es un magnífico escultor. Se llama
Dominique Fabre y fue él quien talló mi figura.
―¿Pero cómo logró darte vida? Eso es imposible.
―Solo los genios artísticos más sublimes poseen ese don,
parece ser. Si consiguen crear una auténtica obra maestra,
una obra que alcance la perfección absoluta, tienen la
facultad de concederle la vida simplemente golpeándola con
un cincel y pronunciando una sola palabra: ″Habla.″ Eso fue
lo que hizo conmigo Dominique Fabre, y por eso le llamo
padre, porque fue él quien me dio la vida. Si te fijas, todavía
se nota en mi frente la marca que me quedó al golpearme

70
con su cincel. Y como es tan perfeccionista, siempre que me
ve me observa algún defecto que quiere corregirme. Como el
de la nariz. Ja, ja, es como un padre de verdad.
Marcel estaba absolutamente maravillado. Ahora que se
fijaba bien en él, se daba cuenta de que las facciones de
André Bosko se correspondían con los cánones de belleza
que podían contemplarse en las estatuas clásicas que se
exhibían en el Louvre y otros museos de París. Incluso podía
apreciar esa cicatriz producida, según afirmaba el propio
André, por el golpe de un cincel.
―Desde que cobré vida trato de aprender a vivir, por así
decirlo. Observo cuanto pasa a mi alrededor, escucho lo que
dicen las personas, cómo se relacionan entre ellas... En
definitiva, trato de alimentar mi espíritu para
“humanizarme” lo más posible. Por suerte, París es la mejor
ciudad del mundo para eso. Y esta cafetería en particular es
un excelente observatorio de las almas humanas. Aquí he
descubierto mi vocación de escritor, y algún día espero
publicar una novela sobre las personas que he conocido en el
café Dumas. Y Yasira y tú seréis unos personajes destacados
en la novela, por supuesto.
―Eso sería genial ―dijo Marcel―. ¿Puedo contarle a ella la
historia de tu origen? Sé que ella sabría guardar el secreto.
―Claro. Yasira es una chica estupenda. Ojalá en mi novela
pueda contar cómo ustedes dos se declaráis mutuo amor y
sois felices juntos para siempre.
Marcel se ruborizó.
―Vaya, sí que es usted un buen observador, señor Bosko.
No se le escapa una ―comentó con timidez.
―El amor es difícil de ocultar, es algo que salta a la vista.
Eso es lo que he aprendido ―replicó el escritor.
Marcel continuó preguntando a André Bosko más cosas
sobre su vida y sobre la relación que seguía manteniendo

71
con su padre y creador. Entonces, de repente, tuvo una
revelación. Sin pretenderlo, acababa de tropezarse con una
solución perfecta que podría resolver el problema de Mabud.
Si Dominique Fabre esculpiese una estatua de un león tan
real que pudiese cobrar vida, entonces... Pero para que el
plan funcionase, sería necesario previamente traspasar el
espíritu de Mabud desde el corazón de madera alojado en la
figura del carrusel hasta la estatua tallada por el célebre
escultor. Sí, eso haría que Mabud volviese a ser un león de
carne y hueso, tal como lo era el propio André Bosko. Si tan
solo hubiera una persona en el mundo capaz de resolver
aquel endemoniado jeroglífico ideado por el brujo africano...
―¿En qué estás pensando? ―preguntó André Bosko a
Marcel, notando que estaba como ausente. Marcel no
contestó. Su mente saltaba vertiginosamente de una idea a
otra, estrujándose por hallar una salida al laberinto en el que
se hallaba. Y en el lugar más inesperado de sus recuerdos
encontró una débil esperanza, una solución insospechada y
sorprendente. ¿Sería ella la persona indicada?, se preguntó.
No se perdía nada con intentarlo, caviló.
Incorporándose de un salto, dejó a André Bosko
estupefacto al despedirse de él sin dilación.
―Tengo que irme ahora, señor Bosko. Pero si todo sale
bien volveré pronto a pedirle que haga algo por mí.
―Si está en mi mano realizarlo, lo haré encantado,
muchacho.
―Muchas gracias ―. Y después de decir esto, Marcel salió
precipitadamente del café Dumas, dejando al antiguo
hombre de mármol solo y desconcertado.

72
13
Un talento oculto

Aunque Marcel creía que la intuición que había tenido


aquella tarde en la cafetería era cierta, a medida que se
acercaba al cabaré Bulles comenzaba a considerar también
que se trataba de una idea inverosímil. El cabaré era un
edificio con una fachada vistosa y moderna. La gente
empezaba a hacer cola en las taquillas para adquirir las
entradas de la función de noche. Marcel dio la vuelta al
edificio y llamó a la puerta trasera del mismo, aquella por la
que entraban los artistas y los trabajadores del cabaré. Un
portero con cara de aburrimiento le preguntó qué quería.
―Necesito ver un momento a mi amiga Penélope Étoile.
―Las coristas se están preparando para salir al escenario.
No puedes entrar ahora.
―Es muy urgente, señor. Se lo ruego. Dígale que soy
Marcel Carré, el mozo de mantenimiento del hotel Nairobi.
Ella sabe quién soy.
―Espera aquí un momento ―resopló con desgana el
portero.
Mientras aguardaba su regreso, Marcel arregló el nuevo
ramo de rosas que había comprado, y se cercioró de que no
había perdido el pergamino enrollado que llevaba por
dentro de su chaqueta. La puerta del cabaré se abrió, pero en
lugar del portero apareció la estilizada y bella figura de
Penélope. La joven lucía un espectacular vestido rojo con un
sombrero de plumas blancas y amarillas. Estaba maquillada
con mucho colorete y largas pestañas postizas. Su semblante
era serio; aún parecía enfadada con Marcel.
―Hola. ¿Qué sucede, por qué has venido a verme?
―preguntó Penélope con un tono cortés pero distante.
Marcel tragó saliva y le entregó el ramo de rosas.

73
―Quería disculparme por mi desafortunado comentario
del otro día. En absoluto pienso que las coristas del cabaré
seáis poco inteligentes y cultas. Es más, creo que tú eres muy
lista. Además de bonita, quiero decir.
Marcel se sonrojó al piropearla. El rostro de Penélope se
suavizó, aceptando de buen grado la disculpa y el ramo de
rosas.
―Está bien, Marcel. Te perdono. Eres un buen chico, y yo
no debí ser tan dura contigo. Tengo un carácter muy fuerte,
ja, ja.
Marcel se relajó y se rio también.
―Ahora que volvemos a ser amigos, quisiera pedirte un
gran favor, Penélope.
―¿De qué se trata?
Marcel se sacó el pergamino del bolsillo de su chaqueta y
se lo mostró a la joven artista.
―Quiero que resuelvas este jeroglífico. Es muy importante
para mí. Contiene unas frases en idioma suajili que me
servirían para ayudar a un ser muy querido para mí.
Penélope tomó el pergamino y le echó un vistazo.
―Parece muy complicado. ¿Puedo quedármelo? Ahora no
tengo tiempo, pero después de la función podría estudiarlo
en mi camerino.
―Te lo agradecería enormemente, Penélope. Quédatelo el
tiempo que haga falta.
Marcel no quiso decirle con cuánta urgencia necesitaba
saber lo que decía el documento para no ponerla nerviosa.
―Ya sabes dónde encontrarme si descubres algo
―añadió―. Ahora te dejo en paz. Yo también tengo prisa, mi
turno en el hotel comienza pronto. Muchas gracias,
Penélope, y no te olvides de poner esas rosas en agua.
―Son preciosas, Marcel. Gracias por venir a verme. Eres
un encanto.

74
Marcel se sonrojó nuevamente y después se marchó. De
camino al hotel Nairobi se sentía muy bien por haber
arreglado sus diferencias con Penélope. Era estupendo tener
una amiga como ella.
Bien avanzada la madrugada, Penélope regresó al hotel
junto a varias coristas. Estaba cansada y somnolienta. Pidió
sus llaves en recepción y preguntó por Marcel. El
recepcionista le dijo que lo había visto una hora antes
revisando una moqueta suelta en la tercera planta. Penélope
tomó el ascensor y se bajó en dicha planta, caminó por el
pasillo y encontró a Marcel dormido en una silla, con la
cabeza apoyada en una mesita rococó sobre la que había un
jarrón de porcelana china.
Penélope le acarició el pelo con dulzura.
―Pobrecillo. Trabajas demasiado ―susurró. Después,
levantó el jarrón y colocó sobre la mesita el pergamino que le
había dado Marcel y una nota escrita de su puño y letra.
Luego, volvió a colocar el jarrón encima―. Buenas noches,
amigo. Que tengas dulces sueños.
Penélope volvió al ascensor. Ella también estaba deseando
irse a dormir.
Había salido el sol ya cuando los cantos de unos gorriones
en la ventana despertaron a Marcel. Enfadado consigo
mismo por haberse quedado dormido, estuvo a punto de
pasar por alto el pergamino debajo del jarrón. Al levantarlo
vio el otro papel dejado por Penélope. Lo cogió, y al leerlo
tuvo que pellizcarse para asegurarse de que no seguía
dormido. “Querido amigo ―decía el papel―, creo que he
logrado descifrar el mensaje que me diste. Desconozco el
suajili, así que no lo sé con certeza. Ya me dirás si lo hice
bien. Un beso.” Marcel le dio la vuelta al papel y vio que
Penélope había escrito en él varias frases en un idioma
extranjero. Las piernas le temblaron de emoción y tuvo que

75
volver a sentarse para no desmayarse. ¿De verdad era
posible que estuviese leyendo el mágico encantamiento de
los brujos africanos? Sintió la necesidad de salir corriendo y
encontrar a Yasira para contarle la extraordinaria noticia.
También hubiese querido subir a la habitación de Penélope a
darle las gracias y felicitarla por su hazaña. Pero todo eso
debía esperar. Había algo más importante y urgente que
hacer. Terminó su trabajo lo más rápidamente que pudo, y
después se dirigió a toda prisa al café Dumas, que a aquella
hora estaba recién abierto. A pesar de ser muy temprano,
Marcel tenía la completa seguridad de que encontraría a
André Bosko sentado en su rincón, consumiendo la primera
taza de café del día y atento a la llegada de los clientes
habituales, esos a los que observaba en sus comportamientos
cotidianos para desarrollar los personajes de sus novelas. Y,
en efecto, allí estaba. Sin mayores preámbulos lo saludó
diciéndole:
―Buenos días, señor Bosko. ¿Sería tan amable de
acompañarme esta mañana al museo del Louvre? Necesito
ver de nuevo al profesor Bertrand. Y tenemos que encontrar
a tu padre, debo hacerle un encargo muy importante.
―No faltaría más, muchacho. Pero déjame que te invite
primero a desayunar; tienes cara de no haber probado
bocado en muchas horas. En cuanto te hayas restablecido
tomaremos el primer tranvía que nos deje en el Louvre.
Hasta entonces no se había dado cuenta Marcel del vacío
que sentía en su estómago. Agradecido, accedió a la
invitación del escritor y desayunó con él, aprovechando la
ocasión para contarle todo lo que había sucedido desde que
lo dejase la tarde anterior, e informándole de los planes que
pretendía llevar a cabo.
La mañana en el museo resultó muy fructífera. Marcel
informó al profesor Bertrand Garnier sobre la resolución del

76
enigma del pergamino. Le mostró el papel que le había
dejado Penélope, el cual estudió el egiptólogo con gran
interés y perplejidad. Después de analizar el documento, se
rindió a la evidencia echándose hacia atrás en su silla y
declarando:
―No sé si es más increíble que tú hayas encontrado a
alguien capaz de resolver el misterio tan pronto, o que esa
chica amiga tuya sea el talento más asombroso que ha tenido
Francia desde la época de Champollion.
―Entonces, ¿considera que la traducción que ha hecho del
pergamino es la correcta? ―preguntó Marcel.
―Brillantemente correcta, diría yo ―reconoció el
profesor―. Es más, puedo asegurarte que esa joven ocupará
algún día mi puesto. Yo me encargaré de que así sea.
Resuelta aquella cuestión, Marcel y André Bosko fueron a
buscar al escultor Dominique Fabre, que se hallaba
trabajando en la restauración de una estatua renacentista
exhibida en el museo. El artista se alegró sobremanera de ver
otra vez a su “hijo” en tan breve lapso de tiempo y escuchó
atentamente la petición de Marcel. Este le explicó de la mejor
manera posible la historia de Mabud y el papel que
desempeñaba en ella el pergamino descifrado por Penélope.
Después, le rogó que esculpiese la estatua de un león, tan
real y perfecta que pudiese cobrar vida de la misma manera
que lo había hecho André Bosko.
―No importa el precio, señor Fabre. Trabajaré toda la vida
si es preciso para pagarle.
Al escultor no le hizo falta demasiado tiempo para
meditar la respuesta. Su espíritu artístico se sintió
conmovido por la historia del león atrapado en la figura del
carrusel, de manera que no le costó trabajo tomar una
decisión:
―No tendrás que pagarme nada, Marcel. Haré el trabajo

77
gratis encantado. Para mí será un honor y una enorme
responsabilidad esculpir esa estatua.
Marcel tuvo que contenerse para no abrazarse al escultor
de manera efusiva, pero se deshizo en palabras de
agradecimiento hacia él y hacia André Bosko por haber
facilitado aquel encuentro.
―¿Cuándo cree que podrá tenerla terminada? ―preguntó
este último a su “padre”.
―Entiendo la gravedad y la urgencia de la situación, así
que me pondré manos a la obra de inmediato y no
descansaré sino para comer y dormir. Calculo que en un mes
más, aproximadamente, la tendré terminada.
El plazo le pareció excesivo a Marcel, pero no tenía más
remedio que conformarse. Tras aquel anuncio, Marcel se
propuso extremar los cuidados dispensados a Mabud, y
hacer todo lo humanamente posible para mantenerlo con
vida hasta que la obra de Dominique Fabre estuviese
concluida.

78
14
El despertar

El restaurado carrusel volvía a generar los beneficios de


antaño, los cuales, aunque seguían siendo escasos debido a
las obras de la Exposición, permitieron a Marcel dejar los
trabajos que había estado desempeñando en el café Dumas y
en el hotel Nairobi. Le dolió dejar de ver a diario a muchos
amigos que había hecho en ambos establecimientos,
especialmente a Penélope y al señor Bosko, pero, al mismo
tiempo, estaba contento por disponer de más tiempo libre
para estar en el hospital acompañando a sus padres. Poco a
poco se involucró en el proyecto de investigación
encabezado por el doctor Pinaud, lo cual agradeció sobre
todo su amigo Jean Pierre, a quien comenzó a ayudar en la
construcción de los cilindros musicales que requerían los
experimentos médicos. Las constantes visitas al hospital le
sirvieron también a Marcel para consultar a distintos
médicos y enfermeras con quienes se encontraba
casualmente, sobre los mejores y más efectivos cuidados que
podían aplicarse a alguien que estuviese delicado del
corazón. Los consejos que recibió fueron oportunamente
puestos en práctica para lograr a cualquier precio que los
latidos en el interior del león de madera no se extinguiesen.
Marcel y Kodran se afanaban en dicho empeño noche y día,
aunque ambos eran conscientes de que la mejor ayuda que
tenía el león provenía del gato Noir, que no se separaba ni
un solo instante de su amigo. La conexión entre los dos
felinos se había hecho más patente en los últimos tiempos,
hasta el punto de que el gato Noir parecía estar también
debilitándose paulatinamente, como si le estuviera
traspasando a Mabud la energía que este necesitaba para
mantenerse vivo. Marcel procuraba alimentar

79
convenientemente al gato, pero el pobre animal había
perdido el apetito.
Una tarde, Marcel y Jean Pierre se encontraban en la sala
del hospital donde habían llevado el organillo. Encima del
instrumento habían colocado la jaula con el ratoncillo blanco
afectado de parálisis en sus patitas traseras. Una canción tras
otra, un rodillo tras otro, los jóvenes tachaban de una lista las
melodías que el doctor Pinaud intuía que tenían propiedades
sanadoras. Cuando colocaron el último cilindro dentro del
organillo, los dos amigos estaban ya desanimados. Marcel
accionó con desgana la manivela y la melodía comenzó a
sonar. Jean Pierre observaba al ratón, que al principio no
mostró reacción alguna. Sin embargo, cuando sonó el
estribillo de la canción por primera vez, sus orejas se
irguieron y su cuerpecillo empezó a temblar de un modo
llamativo.
—¡Mira, Marcel! ¡Sus patas, se están moviendo!
Sin dejar de darle a la manivela, Marcel se fijó en el ratón.
Al son de la música, el desdichado roedor trataba de caminar
dentro de la jaula.
—¡Venga, amiguito! ¡Tú puedes conseguirlo, casi lo tienes
ya! —le animaba Jean Pierre emocionado.
Y el ratoncito, haciendo un supremo esfuerzo, se apoyó en
sus patitas y dio unos pasitos cortos e inestables. La canción
terminó y el ratoncito se tumbó sobre el suelo de la jaula.
Con sus ojillos parecía suplicar ayuda a los dos humanos.
—Repite la canción, Marcel. Parece que nos pide eso.
La canción volvió a sonar y el ratoncito se irguió de
nuevo. Esta vez sus pasos fueron más seguros y confiados. Y
después de cinco o seis repeticiones de la melodía, corría por
la jaula y escalaba por los barrotes como si nunca hubiese
estado enfermo. Jean Pierre también bailaba al son de la
música, tanto o más feliz que el propio ratón.

80
—Voy a avisar al doctor Pinaud. Tiene que ver esto.
—Trae también a mi madre, por favor —dijo Marcel—. Se
va a llevar una alegría tremenda.
El médico y Monique, a pesar del convencimiento que
tenían en sus revolucionarias teorías, no dieron crédito a sus
ojos cuando vieron al ratón saltando de alegría dentro de su
jaula. Los cuatro se abrazaron y se felicitaron los unos a los
otros por el rotundo éxito de su investigación. El doctor
Pinaud interrogó minuciosamente a Marcel y a Jean Pierre
con el propósito de recomponer paso a paso los actos que
estos habían ejecutado antes del feliz desenlace. Recabados
todos los datos que le interesaban, los anotó detalladamente
en su libreta.
Tras aquel primer éxito, los avances se sucedieron
vertiginosamente en la sala de experimentaciones del
hospital. Y así, llegó el día en que el doctor Pinaud entró en
la habitación ocupada por el paciente René Carré
acompañado por dos enfermeros que manejaban una
camilla. El ruido de esta despertó a Monique.
—¿Qué sucede, doctor?
—No se inquiete, Monique. Vamos a trasladar a su
marido a la sala de experimentaciones. Su hijo y Jean Pierre
ya se encuentran allí con todo el “material” listo y dispuesto.
—¿Quiere eso decir...? —. A Monique le tembló la voz.
—Creo que he dado con la música que sacará a René del
coma en el que está sumido —corroboró el doctor—. Solo
falta que tu providencial organillo produzca sus beneficiosos
efectos en el cerebro de René.
Con los nervios a flor de piel, Monique siguió a los
camilleros y al doctor por los pasillos del hospital. Todos
quienes la conocían después de tanto tiempo de estancia en
la clínica la saludaban deseándole suerte. Muchos médicos y
enfermeras estaban al tanto de lo que iba a suceder. Marcel

81
se abrazó a su madre cuando la vio entrar en la sala, y luego,
cogidos de la mano, se colocaron a los pies de la camilla. El
doctor comprobó el estado de las pupilas del paciente, y
después dio la orden a Jean Pierre para que diese comienzo a
la prueba. El sonido familiar y alegre del organillo reverberó
en la amplia sala. Al igual que había ocurrido con el
afortunado ratoncillo, al sonar por primera vez el estribillo
de la canción el enfermo reaccionó positivamente. En esta
ocasión fueron los párpados de René los que se agitaron,
como si estuviese tratando de despertarse. Monique apretó
con fuerza la mano de su hijo e hizo un ademán de llamar a
su marido, pero el doctor Pinaud le indicó con un gesto que
permaneciese en silencio. Era imprescindible que el oído del
enfermo estuviese concentrado en el estímulo benéfico del
organillo. Al finalizar la canción, el doctor Pinaud pidió a
Jean Pierre que la repitiese desde el principio. Pero no fue
necesario. La mente de René no solo había asimilado el
efecto medicinal de la canción, sino que también había
despertado en ella el recuerdo placentero del organillo de su
amada esposa. Abriendo los ojos de par en par, recorrió
rápidamente la desconocida habitación en la que se hallaba
hasta posarse en los sonrientes rostros de su familia.
—Hola, Monique. Hola, hijo. ¿Dónde estoy, y por qué está
aquí el organillo? ¿Podéis darme un poco de agua? Me
muero de sed —dijo con voz pastosa y débil.
Monique ya no pudo resistirse más y se abalanzó para
abrazarse al cuello de su marido. A Marcel se le saltaron las
lágrimas al entender que había llegado a su fin la pesadilla
de los Carré.
Fueron días felices en el seno de la familia. René recibió el
alta entre las efusivas muestras de cariño de quienes lo
habían estado atendiendo en el hospital. Una vez
restablecido por completo, no dejó de hacer preguntas hasta

82
enterarse de todo lo que había ocurrido mientras él había
permanecido inconsciente. Monique y Marcel advirtieron
enseguida que el carácter de René se había suavizado
notoriamente; se mostraba mucho más cariñoso con ellos que
antes, se reía bastante más y apreciaba los pequeños y
cotidianos placeres de la vida como si nunca antes los
hubiera disfrutado. Un día llamó a su hijo para decirle:
—Tu madre me ha contado las cosas que ha hecho tu
amigo Kodran por esta familia. Me comporté como un
auténtico cretino al juzgarlo de un modo tan injusto. Es un
hombre leal, un verdadero caballero. También contigo me he
portado mal. Discúlpame, hijo, por haber sido tan
intransigente con tus deseos y aspiraciones. Espero que
sepas perdonarme de corazón.
Marcel besó a su padre.
—No tengo nada que perdonarte, papá. Sé que todo lo
que me dices es pensando en mi bien y en mi felicidad. He
madurado mucho últimamente, y sé que todo lo que soy o lo
que pueda llegar a ser te lo deberé a ti y a mamá. Pero
tendrás que hacer algo por mí para compensarme por el
tiempo que no has estado aquí.
—¿Qué cosa? —preguntó René intrigado.
—Tendrás que reconocer que la torre Eiffel va a ser un
monumento único e incomparable, el faro que alumbrará
esta ciudad en los siglos venideros.
—Ja, ja. Me pides mucho, hijo, ja, ja. Aunque debo
reconocer que ya no me parece el amasijo de hierros que me
parecía en sus orígenes. Ahora se alza majestuosa y elegante.
Creo que la extrañaría si no estuviera ahí. Cada vez que la
miro pienso que tú estás aportando tu granito de arena para
construirla, y eso me hace verla con otros ojos, a la par que
me llena de orgullo.
—Con esa respuesta me vale —declaró Marcel riendo de

83
felicidad.
—Y ahora, tú tendrás que hacer algo por mí —dijo René—
. Quiero conocer a esa tal Yasira de la que tu madre me ha
hablado tanto. Me ha contado que tú la aprecias mucho.
—Oh, ella te encantará, papá. Es una chica estupenda y
una artista maravillosa. Le diré que quieres conocerla y
seguro que vendrá a verte enseguida. Ella es muy especial
para mí.
—Ya veo, hijo. Ya veo —sonrió René complacido.

15
La estatua

André Bosko aguardaba a Marcel al pie de la torre Eiffel.


Cuando este le vio, supo enseguida que había llegado el
ansiado momento que había estado esperando mucho
tiempo.
—Mi padre ha terminado la estatua, Marcel. Me ha
pedido que venga a avisarte.
—¿La has visto?
—Es una obra soberbia. No creo que nadie pueda
contemplar esa escultura sin sentir temor de que el león se
ponga a rugir en cualquier instante.
—Magnífico —dijo Marcel—. Entonces, pongamos en
marcha el plan previsto. Ya está todo preparado.
El mismo carro que había servido para llevar el organillo
de Monique hasta el hospital, fue utilizado para transportar
al agonizante león de madera hasta el estudio del escultor
Dominique Fabre. En el pescante viajaban Kodran, que
llevaba las riendas del carruaje, y André Bosko. En la parte

84
de atrás, cuidando de que Mabud sufriese lo menos posible
los traqueteos del viaje, iban Jean Pierre y Marcel. El último
componente del grupo no era otro que el gato Noir, quien
parecía presentir la trascendencia del momento por la
cautela que aplicaba a todos sus movimientos.
A las puertas del vetusto edificio donde el escultor tenía
su estudio de trabajo les estaba esperando Yasira, ataviada
con un colorido vestido de ceremonias africano. Avisada
también de antemano por André Bosko, llevaba ya allí un
buen rato ensayando una y otra vez en voz alta las frases en
suajili descifradas por Penélope. Cuando el carruaje llegó a
su destino, los hombres bajaron a Mabud con cuidado y lo
entraron en el edificio. Dominique los condujo hasta su
estudio, en cuyo centro podía verse un gran bulto oculto bajo
una enorme lona verde. En un rincón había una jaula de
gruesos barrotes, abierta de par en par. Colocaron la figura
de madera con el corazón de Mabud en un pedestal a pocos
pasos del bulto.
Dominique pidió a Kodran y a Jean Pierre que le
ayudasen a quitar la lona, y entonces todos pudieron
admirar la belleza y el realismo del imponente león de
mármol que había esculpido el genio singular de Dominique
Fabre.
Sin embargo, nadie dirigió palabras de elogio o de
felicitación al artista. Todos los presentes estaban tan
ansiosos por comprobar si las palabras del hechizo obrarían
el milagro esperado, que no podían pensar en otra cosa. Así,
cuando Yasira sintió que todas las miradas se posaban sobre
ella, se acercó lentamente a la estatua de mármol, puso sus
manos sobre la cabeza del león y, con los ojos cerrados,
pronunció en voz alta el ancestral encantamiento de los
brujos africanos. Apenas unos segundos después de
pronunciar la última palabra en suajili, un resplandor

85
anaranjado inundó el estudio. El fulgor irradiaba del león de
madera, lanzando rayos y bolas de fuego en dirección hacia
el otro león inerte. El gato Noir, asustado, saltó a los brazos
de Marcel buscando refugio. El fenómeno se prolongó un
par de minutos, transcurridos los cuales todo pareció volver
a la normalidad. Nada hacía sospechar que se hubiese
producido cambio alguno en la naturaleza de las dos figuras.
Marcel depositó al gato Noir en el suelo, y luego se aproximó
al pedestal del león del carrusel con el corazón en un puño.
Aunque aplicó su oído con la máxima concentración, no
logró escuchar ningún latido. Con el temor de haber perdido
para siempre a Mabud, se acercó al león de mármol para
repetir la operación.
—¡Tampoco distingo sus latidos aquí! —exclamó
asustado.
Kodran apoyó también su oreja al frío y blanco mármol.
—Es cierto —confirmó—. No se oye nada.
El desánimo comenzaba a cundir en el grupo, pero
Dominique Fabre mantuvo la calma necesaria. Tenía
confianza ciega en su trabajo. Cogió un martillo de una mesa
y, colocándose delante de la cabeza de su escultura, le
propinó un golpe seco y débil entre los ojos, al mismo
tiempo que decía:
—¡Vive, Mabud! Sal ya de este cautiverio de mármol.
Luego se apartó, dando dos pasos hacia atrás. Ante el
asombro general, la pétrea y veteada representación de
Mabud se fue transformando gradualmente en un león de
carne y hueso, blanco como la nieve pero con vetas negras
iguales a las del mármol del que había surgido. El asombro
se convirtió en miedo cuando el león bajó de su pedestal y
dio unos cuantos pasos cautelosos por la estancia. Pero antes
de que el león tuviese tiempo de fijar su atención en los
humanos, el gato Noir empezó a restregar su pequeño

86
cuerpo contra las patas del león, consiguiendo tranquilizar al
gigantesco y fiero felino. Mabud demostró que se sentía
cómodo en aquel extraño entorno emitiendo un ronco
ronroneo de satisfacción. Con lentos movimientos, el gato lo
fue conduciendo hasta el interior de la jaula, y cuando el
león introdujo completamente su cuerpo en ella, Kodran y
Jean Pierre la cerraron por fuera, tal como lo habían
ensayado previamente. Solo entonces respiraron con alivio
todos los presentes. La alegría y la felicidad se desbordó—
aunque André Bosko no abandonó su proverbial frialdad, se
le notaba extremadamente contento—. Dominique Fabre
descorchó una botella de champán, y juntos brindaron por el
exitoso desenlace de la operación.
Kodran, Marcel y Yasira formaron un corrillo aparte.
Tenían que discutir los detalles de los siguientes pasos que
habían acordado dar los tres juntos.

16
Los deseos se cumplen

Penélope salía del hotel Nairobi cuando fue abordada por


un hombrecillo nervioso con traje gris bastante gastado por
el uso, sobre todo en las coderas, lentes pequeñas con los
cristales muy sucios y un sombrero de color rojo claramente
pasado de moda.
—Señorita Penélope, permítame que le robe unos minutos
de su tiempo. Tengo algo importante que proponerle.
Penélope le dirigió una mirada desconfiada. Aquel
caballero no tenía aspecto peligroso, sino más bien lo

87
contrario. No obstante, una chica que trabajaba cada noche
en los cabarés tenía que ser forzosamente cautelosa con los
admiradores.
—No puedo entretenerme mucho, lo siento. ¿Qué desea
usted?
—Verá, yo... —el hombrecillo era tímido y daba la
sensación de hallarse fuera de su ambiente habitual—. Yo he
venido a proponerle que trabaje conmigo, para mí, quiero
decir para el museo. Para el museo del Louvre en concreto.
Penélope pensó que estaba siendo objeto de alguna broma
retorcida.
—¿Un trabajo? Pero si ni siquiera le conozco. ¿Quién es
usted, señor? ¿Y cómo sabe mi nombre?
—Oh, discúlpeme, señorita. Yo me llamo Bertrand, doctor
Bartolomé Bertrand Garnier. Soy catedrático de Egiptología
y trabajo para el museo del Louvre. Y sé su nombre porque
me lo dijo Marcel, el joven Marcel Carré, ¿sabe de quién le
hablo, no es así? Y también me dijo dónde encontrarla,
naturalmente.
La mención de Marcel consiguió que Penélope se
tranquilizase y prestase más atención al profesor Bertrand. Y
cuando este le dijo que conocía el manuscrito africano
cifrado, el interés de Penélope creció aún más. El profesor
alabó su talento para resolver antiguos jeroglíficos con
palabras muy elogiosas, y después le ofreció una plaza de
ayudante fija, bien remunerada y con claras posibilidades de
ascenso en el futuro. Aquello supondría un cambio radical
en el estilo de vida de la joven, pero Penélope no se lo pensó
dos veces: aceptó encantada la proposición hecha por el
egiptólogo. Ella había soñado desde siempre dedicarse a lo
que más le gustaba, resolver enigmas, descifrar mapas
ocultos; y aquel trabajo le permitiría dar rienda suelta a su
curiosidad intelectual. No podía dejar escapar semejante

88
oportunidad.
—Tendré que buscar a Marcel para darle también a él las
gracias —comentó Penélope—. Si no hubiese sido por él, no
estaría ahora aquí haciendo realidad mis sueños.
—Entonces tendrá que darse prisa, señorita Penélope —
dijo el profesor Bertrand, revelándole una noticia que había
conocido recientemente a través de André Bosko—. Marcel
va a embarcarse esta misma mañana junto con otros amigos
rumbo a África. Pasará mucho tiempo antes de que podamos
volver a verlo, supongo.
Informada por el profesor desde qué lugar tenía previsto
zarpar aquel barco, Penélope quedó en ir aquella misma
tarde al museo para incorporarse a su nuevo trabajo, y
después corrió a la parada del tranvía que podía dejarla
cerca de la explanada del Campo de Marte.
En el muelle se había reunido una pequeña comitiva de
despedida a los expedicionarios. Allí estaban los padres de
Marcel para decirle adiós a su hijo; también habían acudido
Jean Pierre, Antoine, André Bosko y el doctor Pinaud. Todos
desearon la mejor de las suertes a los tres tripulantes que
estaban a punto de iniciar un largo periplo que los
conduciría hasta las lejanas costas africanas: Kodran, Marcel
y Yasira. Los tres se habían juramentado para liberar a
Mabud en la sabana donde había nacido, prometiendo no
descansar hasta que el león volviese a correr libre y salvaje
por la llanura africana.
Penélope llegó justo a tiempo para cumplir su deseo de
darle las gracias a Marcel.
—Al contrario, Penélope. Soy yo quien debería darte las
gracias una vez más. Sin ti, hoy no sería posible este viaje.
Monique y René dieron un largo abrazo de despedida a
su hijo, pidiéndole que tuviera mucho cuidado y que cuidase
también de Yasira.

89
—Lo haré, mamá. No te preocupes.
Marcel y Yasira subieron a bordo. Kodran ya estaba a los
mandos del timón. Antoine y Jean Pierre soltaron las
amarras del puerto, y la barcaza-vivienda del arponero
noruego comenzó a alejarse lentamente. Desde tierra firme,
el gato Noir maulló fuerte y prolongadamente,
despidiéndose de su amigo Mabud. El león le correspondió
con un rugido poderoso que, a buen seguro, pudo
escucharse en todos los rincones de la ciudad. Yasira tomó
de la mano a Marcel para sentirse protegida.
—¿Crees que África me gustará? —le preguntó el joven.
—Te encantará. Estoy convencida.
Marcel miró hacia el cielo, hacia la gigantesca y bella torre
que estaba cambiando la fisonomía de París para siempre.
Luego, dirigió una última mirada a los seres queridos que
agitaban sus pañuelos en el puerto. Ya empezaba a echarlos
de menos. En su jaula, el majestuoso león blanco se recostó
tranquilamente, con la mirada perdida en las revueltas y
oscuras aguas del Sena.

FIN

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