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Værøy

Por

Víctor Selden


La serpiente Mídgard vomitará tanto veneno que el aire y las aguas se


llenarán de él. Habrá un invierno, el Gran Invierno, tres inviernos sucesivos
sin verano y soplarán de todos los confines del mundo tormentas de nieve (...)
El mar se volcará sobre la tierra y Naglfar, la nave hecha con las uñas de los
muertos, navegará sobre las aguas tempestuosas.
Snorri Sturluson, Edda prosaica
Los planteamientos a largo plazo son irrelevantes, dado que a largo plazo
todos estaremos muertos.
John Maynard Keynes, La teoría cuantitativa del dinero

Yo volaba desde Londres, ella desde Copenhague. Los dos debíamos


encontrarnos en el aeropuerto de Oslo. Mi vuelo llegaba a las 12:50, el suyo a
las 14:20. Así que tras recuperar mi equipaje y pasar el control de pasaportes
me dispuse a esperarla frente a las puertas de la terminal de llegadas, junto a
los conductores y personal de empresa que exhibían carteles con los nombres
de los viajeros a quienes habían acudido a recoger.
Para entretener la espera me fijé en los carteles. Los había perfectamente
impresos, otros consistían en tipos móviles intercambiables pegados sobre
paneles con el logotipo de una compañía, algunos eran simples pedazos de
cartón cortados a tirón y rotulados torpemente a mano. Muchos de los
nombres eran de origen escandinavo, con profusión de å, ø, æ y otros grafemas
característicos; pero había también algún nombre latino. Siguiendo con tan
inocua distracción traté de establecer la procedencia de los viajeros por el
nombre. Me desconcertó un Dr. Formosa al que no supe atribuir un origen
preciso, ¿portugués?, ¿asiático? Tal vez una mezcla cocinada en algún país
proclive a exóticos mestizajes, como Norteamérica o Brasil. Sobre uno de los
carteles aparecían trazados con precisión dos sinogramas, probablemente
coreanos.
Como quedaba aún media hora para la llegada de su vuelo y tenía hambre,
se me ocurrió probar alguna especialidad noruega. Solo vi en la zona donde
me encontraba un puesto de perritos calientes. Pedí uno y me lo sirvieron con
mucha cebolla frita. Lo comí y volví a mi lugar de espera.
Me sorprendió ver en los paneles que el vuelo de SAS procedente de
Copenhague llegaba a las 14:30 y no a las 14:20, por lo que deduje que se
había retrasado diez minutos, si bien bajo la indicación "remark"
correspondiente se señalaba "on time". Saqué un libro de mi equipaje de mano
y me dispuse a leer. Pero me resultó imposible concentrarme en la lectura. Al
fin, en el panel de llegadas apareció junto al vuelo de Copenhague la palabra
"landed". Cada vez que llegaba un nuevo vuelo y comenzaba a irrumpir la
gente por las puertas correderas, levantaba la vista de mi libro y trataba de
atisbar su melena corta de color rubio platino entre la multitud de melenas
cortas de color rubio platino que transitan por los aeropuertos nórdicos. No
apareció.
Eran las 15:00 y hacía ya medía hora que, en lo concerniente a su vuelo, el
panel indicaba "arrived", cuando le envié a través del celular el siguiente
mensaje de texto coherente con mi particular dialecto: “¿Adónde te escondiste,
amada, y me dejaste con gemido?”. Su respuesta, coherente con el suyo, no se
hizo esperar: “Estoy frente a la puerta de llegadas, bajo un cartel que dice
"Velkommen" y al lado de un coche deportivo de color rojo en exposición”.
“No lo veo por ninguna parte, aquí hay… Espera, preguntaré en información”.
Me acerqué al mostrador donde se encontraba una mujer rubia vestida con
un traje de chaqueta azul cobalto y un pañuelo turquesa al cuello, le expliqué
en inglés la situación y enseguida pareció darse cuenta del problema:
-Están ustedes en dos aeropuertos distintos. Ella en Gardemoen y usted en
el aeropuerto de Torp en Sandefjord a 110 km. de Oslo.
-¿Y qué puedo hacer?
Miró su reloj de pulsera y yo, por reflejo, el mío: eran las 15:15.
-Dentro de 15 minutos, en la estación de Råstad, no lejos de aquí, para un
tren con destino a Oslo. Si toma ahora mismo un taxi a la salida del aeropuerto
tiene el tiempo justo para cogerlo. Dígale a ella que le espere en
Sentralstasjon.
Ella acababa de enviarme otro mensaje: “Estás en el aeropuerto de Torp”.
“Lo sé, voy a intentar alcanzar un tren a Oslo que sale en breve de una
estación cercana. Espérame en Sentralstasjon.”
Salí corriendo a la calle. En la parada había un solo taxi. Le expliqué al
conductor que tenía que tomar el tren de las 15:30 a Oslo en la estación de
Råstad y le pregunté si llegaríamos a tiempo, faltaban diez minutos para la
salida y la estación al parecer se encontraba a cierta distancia. El conductor
aseguro que lo cogía de sobra. Y qué iba a decir.
Durante el camino medité qué había podido ocurrir. Estaba seguro de haber
sacado un billete de avión a Oslo, así al menos se indicaba en la página web en
la que había hecho mi reserva; pero, dada la gran demanda de vuelos al norte
que tenía lugar en verano, me había visto obligado a reservar plaza en una
aerolínea de bajo coste, de esas que dicen llevarte a Oslo pero en realidad te
llevan a otro aeropuerto relativamente cercano, perteneciente a una localidad
que por sí sola no le dice nada al viajero low cost estándar, de ahí que
utilizaran el nombre de la ciudad principal como reclamo. Como ejemplo de
los conocimientos geográficos de tales viajeros, recordé la anécdota,
profusamente comentada en los tabloides ingleses, suscitada por unos turistas
británicos que habiendo sacado billete y reservado hotel en Gerona creyendo
que viajaban a Génova (Genoa en inglés), habían pasado una semana en la
ciudad catalana sin percatarse en ningún momento de su error hasta que a su
regreso comentaron el viaje y exhibieron las fotos a sus amigos.
En no más de cinco minutos llegamos a la estación, un edificio de madera
pintado de rojo. Por suerte, el tren todavía no había llegado.
Saqué un billete a Oslo en la taquilla y justo cuando recibía el cambio llegó
el tren. Subí al vagón y tomé asiento en la única plaza libre, junto a un
individuo que acababa de ocupar el asiento contiguo, al lado de la ventanilla.
Se trataba de un tipo de unos cincuenta años y vago aspecto oriental, con los
cabellos negros untuosos peinados hacia atrás, traje bien cortado y gesto
atildado. Llevaba unas gafas redondas de carey a través de las cuales me miró
un instante y se puso a leer Trønder-Avisa, un diario del país que acababa de
sacar de su portafolios.
Me distraje mirando por la ventanilla la sucesión de suaves praderas y de
pequeñas arboledas, abedules, olmos, acebos; aquí y allá una casa de madera
rojo punzó, amarillo bario o gris pizarra. Las nubes rodaban y se iban
agrupando hasta formar un cielo encapotado. No tardaría en llover.
-No tardará en llover -aseguró el tipo de al lado en perfecto inglés como si
leyera mi pensamiento.
Me quedé mirándolo con gesto de perplejidad y él aprovechó para
presentarse:
-Soy el doctor Formosa -dijo mientras me tendía la mano.
Su nombre me dejó aún más estupefacto si cabe.
-¿Pero no habían ido a recogerlo al aeropuerto? -pregunté de un modo casi
reflejo, evocando el cartel con su nombre que había visto en la terminal de
llegadas, sin reparar en que mi pregunta podía denotar cierto conocimiento
previo de su persona que acaso interpretara de un modo suspicaz y que,
ciertamente, hizo que me mirara un instante con recelo y preguntara:
-¿Es usted miembro de Morderne?
-No sé de qué me habla. Vi su nombre en un cartel mientras esperaba en la
terminal de llegadas.
Mi respuesta no logró desvanecer la prevención de su rostro. Guardó
silencio un instante, llevó el índice a la comisura de los labios como si
reflexionara sobre algo crucial e inquirió:
-Dice que esperaba, y supongo que se refiere a alguien, pero ha tomado el
tren solo, ¿acaso la persona que esperaba no ha llegado?
Me pareció demasiado fatigoso referir toda la historia de la confusión de
aeropuertos, así que dije sin más:
-Así es. Pero usted sí ha llegado y alguien le esperaba exhibiendo un cartel
con su nombre. Sin embargo, lo veo embarcado en el tren en lugar de en un
coche.
Sonrió mientras cabeceaba, esta vez haciendo un gesto de negación:
-Podía haberme esperado un taxi para llevarme a la estación.
-Naturalmente -dije y pensé: “Es evidente que lo estaban esperando no solo
para llevarlo a la estación, si no ¿por qué me ha preguntado suspicaz si yo
pertenecía a Morderne en cuanto he sugerido que sabía que habían ido a
buscarlo al aeropuerto?”
-O podría haber tenido motivos para no darme a conocer a quien me
aguardaba, por lo que pasé al lado del cartel y de quien lo exhibía sin hacerle
el menor caso.
Con cierta sequedad, convine que, en efecto, era muy libre de pasar sin
hacer caso al lado de todos los carteles del mundo, incluidos los que
anunciaban su nombre. Él captó la indirecta y volvió a su periódico. No
obstante, durante todo el viaje, advertí que aquel extraño no había depuesto su
actitud recelosa hacia mí.
La lluvia comenzó a golpear los cristales del vagón. Tras hora y media de
viaje el tren se detuvo en la Estación Central de Oslo. Me despedí para
siempre de mi accidental compañero de viaje. O al menos eso creí entonces.
***
Ella me esperaba sentada en un banco. La localicé antes de que me viera y
la observé durante unos instantes. Escrutaba a los viajeros que llegaban,
esperando localizarme entre la multitud, tal como yo había hecho en Torp.
Cuando me vio, vino hacia mí y me abrazó. Noté lágrimas en sus mejillas.
Resultaba evidente que, de no haber llevado el celular (yo era bastante
renuente al uso de estos aparatos, que por entonces no se había generalizado
como ahora) no hubiéramos logrado encontrarnos hasta el día siguiente en que
teníamos que tomar juntos un vuelo a Bodø tras pernoctar en Oslo.
Hubiéramos estado esperándonos, cada uno en su aeropuerto de llegada. Ella
atormentada por la posibilidad de que me hubiera ocurrido algún percance o
simplemente le hubiera dado plantón. Yo, una vez hubiera averiguado que me
encontraba en un aeropuerto distinto, atormentado por el hecho seguro de que
ella se estaba atormentando por las razones señaladas.

Había conocido a Siv en un congreso sobre medio ambiente y cambio


climático celebrado en Roma hacía unos meses. Ambos interveníamos en él en
calidad de traductores. Tras las conferencias de la primera jornada habíamos
salido a tomar unas copas un pequeño grupo de intérpretes y azafatas
habituales en el circuito de los congresos internacionales. Lo primero que me
atrajo de ella, supongo que a ella le ocurriría otro tanto, fue la circunstancia de
ser las únicas personas del grupo que aún no se conocían. El hecho de ser
formalmente presentados estableció una excusa para iniciar una conversación
privada. Tras varias copas y una charla que derivó con naturalidad en un
animado flirteo, decidimos disgregarnos del grupo para acabar cenando en un
pequeño restaurante del Trastévere. De vuelta al hotel, habíamos follado
satisfactoriamente, circunstancia que se repitió durante los cinco días que duró
el congreso, concluido el cual cada uno partió hacia su respectiva ciudad. Pero
algo pendiente había quedado entre nosotros, cierta voluntad de reincidir,
acaso la sospecha de que los cinco días no habían sido suficientes para
explorar las múltiples posibilidades que cada uno de nosotros (y hasta ahora
no parecía haber nada escrito en contra) atesorara. Así que, tras varios
encuentros más o menos planificados, uno de ellos durante una conferencia en
Toronto, otro en Barcelona, habíamos decidido hacer juntos este viaje al norte
de Noruega, tierra crepuscular donde, entre otras cosas que más adelante
referiré, habría de dirimirse, a través de la convivencia diaria en un variado
espectro de ambientes y circunstancias, nuestra idoneidad como pareja y,
como consecuencia (dada la gravedad del asunto, confío en que el lector sabrá
perdonar esta elaborada perífrasis), el posible despunte auroral de una relación
más formal.
En Oslo habíamos reservado habitación en un bed & breakfast donde
pasaríamos la noche. Al día siguiente, a primera hora de la mañana,
tomaríamos el antedicho vuelo a Bodø donde embarcaríamos en un ferry
rumbo al archipiélago de las Lofoten.
Cuando llegamos al albergue el personal ya se había acostado, no sin
dejarnos una nota de bienvenida y la llave bajo el felpudo. Nos instalamos,
dimos un paseo por la ciudad casi desierta, y cenamos en el único lugar que
hallamos abierto, un döner kebab (debo señalar que aquella fue sin duda la
mejor comida que haría durante toda mi estancia en Noruega). Mientras
cenábamos relaté a Siv mi aventura en Sandefjord y las vicisitudes que había
tenido que afrontar para encontrarme con ella. Siv me escuchaba distraída.
Solo cuando mencioné al Dr. Formosa, me miró con repentino interés.
-¿El Dr. Formosa, dices? ¿No se tratará del ilustre ornitólogo?
-Jamás hasta hoy había oído hablar de él.
-Por lo que sé es una eminencia en el campo de la biología y la máxima
autoridad mundial en frailecillos, unos pájaros muy graciosos que veremos en
las islas. Es también una de las voces más críticas contra el cambio climático,
el calentamiento global y la despreocupación de los gobiernos sobre el tema.
-Uno de esos ecologistas radicales, supongo.
-Creo que es algo más que eso. Pero veo por tu tono que no estás muy a
favor de los ecologistas.
Un fantasma recorría el mundo, el fantasma del ecologismo. Un
movimiento relativamente nuevo que iba poco a poco imponiendo sus criterios
entre algunas instituciones por lo común de izquierda y bien intencionadas.
No, para ser sincero, no sentía la menor simpatía por los ecologistas ni por sus
ideas puristas, casi hitlerianas, respecto a las especies autóctonas o invasoras.
Y sin embargo uno no dejaba de sentirse incómodo a la hora de criticar a
algunos movimientos, corrientes y actitudes socialmente críticas,
comprometidas o supuestamente solidarias. La crítica a cualquier movimiento
crítico al sistema, ya fuera ecologista, feminista, pacifista, animalista, etc.,
chocaba de inmediato con la barrera de lo políticamente correcto. El discurso
crítico contra el sistema había sido colonizado y rentabilizado por todo tipo de
intereses espurios, y el atractivo, y también la impunidad que le proporcionaba
a cualquier aventurero, delincuente u oportunista que se instalaba en él para
medrar y mangonear bajo la bandera de la solidaridad, radicaba
paradójicamente en esa intocabilidad. En estos tiempos de corrección política
ya no podía uno tomarse a broma ni lo sagrado.
Así que, con cierta prudencia, o quizás simple cobardía, respondí:
-Creo que no estoy ni a favor ni en contra.
-¿De verdad no te preocupa el futuro de nuestro planeta?
-Creo que el ecologismo, y corrígeme si me equivoco, parte de la idea de
que el ser humano se encuentra fuera del determinismo natural. La arrogancia
de su antropocentrismo le lleva a intervenir en la naturaleza con la excusa de
salvarla, como si ésta fuera ajena al hombre y éste a su vez ajeno a ella,
cuando en realidad el ser humano es un agente tan natural como una planta o
un rinoceronte y, por tanto, cualquier intervención humana en la naturaleza no
puede dejar de ser natural.
-En cualquier caso esa es la misma convicción que tiene el capitalismo
¿No serás uno de esos negacionistas del cambio climático?
-Y tú ¿no serás una de esas pseudomísticas que abrazan árboles? -dije y
exhibí precavido una sonrisa inocente de oreja a oreja.
-Por mi mala cabeza me he visto obligada a abrazar algún que otro
alcornoque-contestó ella mostrando una sonrisa en consonancia.
Sin detenerme a averiguar en qué género me encuadraba dentro de su
particular taxonomía botánica, resolví:
-Ni niego ni afirmo. Pero si la codicia del hombre acaba cargándose el
planeta será porque no ha podido ser de otro modo. Y creo que me resultará
del todo indiferente.
-El problema -respondió, y ya comenzaba a advertir de qué pie cojeaba
Siv- es que consideras que el hombre es más fiel al determinismo, es decir,
más natural, cuando destruye la tierra que cuando trata de salvarla. Si el
capitalismo desregulado que esquilma por codicia los recursos del planeta
constituye una fuerza de la naturaleza sujeta a su determinismo, ¿por qué no
va a serlo también el ecologismo que trata de evitarlo?
-Ya tenemos armada la batalla entre el bien y el mal. Obviamente el
concepto que tenemos de nosotros mismos dista mucho del que la naturaleza
tiene, a juzgar por lo prescindibles que somos para ella. Quizás toda esta
inquina que parecemos tenerle y nuestro aparente afán destructor contra ella
no sean en el fondo más que simple despecho. En cualquier caso tenemos todo
el derecho a sentirnos ofendidos.
-Yo no me ofendo por el trato recibido. Jamás he tenido de mí misma la
menor idea narcisista, megalómana o trascendente. Si, como sugeriste antes,
soy un agente natural prescindible, ¿por qué iba a ofenderme por ser lo que
soy?
Tras esta conversación, sobre un tema para mí más bien indiferente, tomé
conciencia de lo poco que Siv y yo nos conocíamos. Hasta ahora nuestros
breves e idílicos encuentros, marcados por la urgencia y la pasión, se habían
limitado en lo que al intercambio de opiniones se refiere, a nuestras
preferencias sobre determinado libro, película, vino o plato, así como a
algunos aspectos de nuestra profesión y, en un terreno más personal, a alguna
que otra confidencia sobre nuestras experiencias sentimentales anteriores y a
delimitar esas líneas imaginarias que cada uno de nosotros había ido trazando
por el mundo en su discurrir vital y laboral, tratando de hallar en ellas algún
posible punto de intersección o paralelismo entre ambos. Ahora, con una
mezcla a partes iguales de curiosidad e inquietud, me preguntaba ¿qué tipo de
revelaciones sobre el otro, o incluso sobre uno mismo, nos depararía aquel
viaje?
***
Al día siguiente abandonamos el B&B antes del amanecer. Nadie se había
levantado todavía, así que tuvimos que renunciar al desayuno. Dejamos el
dinero del alojamiento y la llave en el buzón (aún no había ocurrido lo de
Utøya y Noruega seguía siendo un país ingenuo en el que todavía se confiaba
en la buena voluntad de la gente, y no íbamos a ser nosotros quienes lo
sacáramos de su error), y un taxi nos llevó al aeropuerto donde tomamos el
avión a Bodø.
Una vez allí dimos un paseo hasta la hora de salida del ferry y para matar
la espera compramos una papeleta de gambas cocidas en el puerto y nos
sentamos sobre una gran bita de amarre a comerlas mientras contemplábamos
el panorama náutico y el discreto skyline de los mástiles.
-Las gambas de aquí son bastante insípidas -sentencié.
-En Noruega todo es bastante insípido -dijo ella-. Espero que no te hagas
demasiadas ilusiones respecto a eso, el país más rico del mundo es también el
país donde peor se come del mundo.
-Me parece justo -concluí.
-En Dinamarca, sin embargo, comemos un poco mejor. Si te digo el motivo
probablemente te reirás.
-Prometo no hacerlo -dije alzando la mano con fingida solemnidad.
-Si comemos mejor se debe a la influencia de la cocina inglesa en nuestra
dieta.
-Argggh.
-Lo ves. Quizás te interese saber que en Copenhague tenemos el mejor
restaurante del mundo -arremetió inflada de patriotismo.
-Claro, Noma, comí una vez allí, fue una experiencia tan extraña como
fastuosa.
-Voy a confesarte un pecado del que no me enorgullezco, pero tampoco me
arrepiento, pues por si aún no lo sabes tengo un espíritu bastante aventurero.
Una vez comí ballena, precisamente en la isla a la que vamos. La carne de
ballena, cargos de conciencia aparte, no estaría mal si se cocinara como se
hace con la ternera, en estofado, fricandó o a la milanesa. Pero aquí se prepara
con abundante nata que con el calor de la cocción se corta lastimosamente
arruinando todo el guiso y haciéndolo incomestible.
-¿Y a qué más cosas además de la comida se extiende tu espíritu
aventurero?
-Eso es algo que irás descubriendo durante el viaje -zanjó mostrando una
sonrisa pícara.
Tomados de la mano paseamos sin rumbo fijo por el puerto y el paseo
marítimo. Entre la gente que abarrotaba el lugar creí ver al doctor Formosa,
pero acaso se tratara de un oriental cualquiera, al fin y al cabo, al menos para
los occidentales, todos ellos se parecen.
Al fin embarcamos en el ferry y, tras cinco horas de travesía en la que
atracamos en varias islas del archipiélago de las Lofoten para que una hueste
de individuos maduros cargados con juveniles mochilas y un tropel de
jovencillos cargados con anticuados petates militares fuera embarcando y
desembarcando, llegamos a nuestro destino.
Værøy, que así se llamaba, era una pequeña isla, situada a 150 Km al norte
del Círculo polar ártico, compuesta por dos poblaciones, Sørland y Nordland,
es decir, tierra del sur y tierra del norte, formadas por pequeños caseríos
diseminados principalmente en los lugares costeros. Una zona montañosa se
deslizaba hasta convertirse en llano. Numerosos secaderos armados con
maderos cruzados para colgar bacalao se desplegaban como el escenario
preparado para una crucifixión multitudinaria, con el cadáver (a modo de mal
ladrón o al menos de ladrón frustrado) de algún pajarraco colocado aquí y allá
de espantapájaros entre las cruces vacías, pues las pesquerías y la campaña de
secado del bacalao comenzaban más tarde.
Me sorprendió el considerable número de individuos que se paseaban por
la isla en coches deportivos y descapotables, y se lo hice notar a Siv.
-Aquí -aclaró ella- la gente trabaja durante la campaña de la pesca, se
embolsan una gran cantidad de dinero que no tienen en qué gastar en la isla,
pasan el resto del año en Ibiza o Canarias, y el tiempo en que están ociosos se
dedican a dar vueltas en sus coches lujosos que no les sirven para ir a ninguna
parte. La mayoría son alcohólicos de fin de semana que beben casi hasta el
coma. A muchos de ellos sus esposas les han puesto con las maletas en la
calle. Noruega tiene uno de los índices más altos de violencia contra la mujer.
Nos alojamos en el único albergue que había en la isla, que por esas fechas
se hallaba completamente vacío; si bien Kjetil, el dueño, nos informó que a
partir del día siguiente irían llegando más viajeros, un grupo de climatólogos
franceses y un matrimonio de nudistas suecos, entre otros. Así que nos
instalamos en la habitación que más nos gustó. Y tras deshacer el equipaje
fuimos al supermercado y compramos algunas cosas esenciales de higiene y
alimentación, pues en la isla no había restaurantes.
Nos encontrábamos a principios de julio, en pleno verano ártico, y el día de
nuestra llegada pudimos bañarnos en una playa de aguas color turquesa y
arena tan fina y blanca que nada tenía que envidiar a las más exóticas playas
del Caribe. El agua estaba fría, pero pese a todo nadé con la sensación heroica
de hacerlo al norte del Círculo polar.
Aquel mismo día, ya avanzada la tarde, hicimos una excursión por los
acantilados. Comimos arándanos silvestres y disfrutamos de un interminable
atardecer ártico. Cuando miré el reloj y comprobé que eran las doce de la
madrugada, mi sensación de extrañeza se exacerbó de forma extraordinaria.
En aquella época del año, por aquellas latitudes, el sol no se ponía en toda la
noche y quedaba suspendido en poniente desde donde se desplazaba en
dirección a levante, hacia la línea de salida, sin abandonar nunca el horizonte.
Caminar a las doce de la madrugada por aquellos parajes agrestes
extemporáneamente iluminados resultaba algo realmente extraño. Bajo el sol
de medianoche uno tiene la sensación de profanar la intimidad de un mundo
que debería permanecer oculto a nuestra vista, de espiar el sueño de las cosas,
como si el mundo fuera una doncella despojada del manto de la noche, una
triste doncella desnuda e indefensa temblando ante tus ojos miserables.
***
Regresamos al albergue, comimos unas deliciosas frikadeller que Siv,
previendo la pereza que nos acometería a la vuelta, había dejado preparadas
antes de salir, y nos acostamos. Inopinadamente no follamos, ¿cansancio?,
¿apatía?, ¿aquella luz intempestiva e inquisitiva como el ojo de un dios? Quién
sabe.
A las tres de la madrugada la luz excesiva que invadía la habitación me
despertó. Miré por la ventana sin persianas y vi el mar sombrío bajo un cielo
anaranjado. El sol seguía suspendido sobre el mar como un bañista indeciso.
Siv dormía apaciblemente.
Bajé a la cocina para prepararme una infusión y ya en la escalera oí unas
voces que procedían de abajo. Pensé en regresar al dormitorio, pero la
curiosidad me venció. Justo cuando me encontraba en el último escalón vi al
fondo del salón-comedor a dos hombres. Uno de ellos, el situado de espaldas a
mí, se hallaba sentado a la mesa y bebía una taza de té o de café. El otro se
encontraba en frente, de pie, al otro lado de la mesa. Ambos charlaban en
noruego o en alguna otra lengua escandinava.
Me sorprendió hallar allí gente cuando Kjetil, el dueño del albergue, nos
había informado de que no llegarían huéspedes hasta la mañana siguiente. El
individuo que se encontraba de pie frente a mí era un hombre alto y
corpulento, rubio, de aspecto nórdico, y un rostro sanguíneo que me resultó
familiar. Había visto a aquel hombre en algún lugar y en unas circunstancias
que no lograba recordar. El otro, el que se hallaba de espaldas, era de
complexión más bien pequeña y de cabello negro y liso. La conversación que
mantenían me pareció mesurada y casi amistosa, por tanto, lo que ocurrió acto
seguido me produjo mucha más impresión que si ésta se hubiera desarrollado
en términos hostiles.
El hombre de cabello oscuro se levantó y, por encima de la mesa, con un
gesto rápido, le pasó al otro la mano por el cuello como si tratara de
dispensarle una sorpresiva caricia. El hombre alto y rubio dio un breve paso
hacia atrás, molesto o sorprendido por el exceso de familiaridad que parecía
implicar aquel gesto en apariencia jovial. Luego se tambaleó y puso los ojos
en blanco mientras un torrente de sangre brotaba de su garganta.
Quedé petrificado, con el corazón latiéndome desbocado. Mientras el
hombre rubio se convulsionaba en el suelo, el hombre moreno dejó ver en la
mano un objeto afilado, un escalpelo o cuchillo de disección que limpió con
un pañuelo. Justo entonces volvió el rostro a medias y, con inmenso estupor,
reconocí las facciones del doctor Formosa, el ilustre ornitólogo.
Lo que aconteció acto seguido, mi modo de pensar y de actuar en ese
momento, habría de servirme más adelante como un frágil asidero de cordura
para no hundirme en la convicción de que lo que acababa de ver no había sido
consecuencia del sueño o del delirio.

Subir una escalera de madera intentando que los peldaños no emitan


sonido alguno es uno de los ejercicios más aterradores y extenuantes que
puede acometer un ser humano.
Era evidente que la conversación que los dos contendientes que se hallaban
en el comedor habían mantenido en el momento de mi llegada, aun en un tono
quedo y mesurado, les había impedido oír mis pasos. Ahora, sin embargo,
exceptuando un leve estertor que parecía emitir la víctima, aunque también
podía producirlo el sobrealiento de su asesino, el silencio en la casa era total y,
por tanto, el menor gemido que yo pudiera arrancar a la madera delataría mi
presencia.
Por suerte el lugar donde me hallaba, aunque me proporcionaba una visión
general de la cocina-comedor con solo asomar discretamente la cabeza
sorteando un ligero tabique, no resultaba fácilmente visible desde el fondo del
salón. Solo una cosa tenía clara, debía evitar a toda costa que el Dr. Formosa
me viera, alguien capaz de matar con tanta facilidad a otro individuo que le
doblaba en volumen, tenía que ser necesariamente un consumado asesino que,
de descubrirme en aquel lugar tras ser testigo de su terrible acción, no dudaría
en despacharme en menos tiempo del que había tardado en deshacerse del
otro.
No sabría decir cuánto tiempo me llevó efectuar el giro que me colocó en
la dirección correcta para emprender el ascenso, acuciado como estaba por el
temor de que al doctor Formosa se le ocurriera dirigirse a la escalera y
sorprenderme. Recuerdo que pensé en la palabra ascensión, palabra que jamás
antes hubiera relacionado con el mero hecho de subir un breve tramo de
escaleras (la habitación se hallaba en el primer y único piso de la casa además
de la planta baja), pero que en aquellas circunstancias cobraba pleno sentido,
pues aquel breve tránsito se transformaba en algo tan agónico como los
últimos metros que el alpinista debe recorrer para alcanzar la cima del Everest.
Recordé (pero esto sin duda lo pensé después) que un autor argentino había
escrito unas instrucciones para subir una escalera, con el propósito de
convertir, mediante un ejercicio de extrañamiento, un acto cotidiano en el que
por lo general no reparamos, en algo tan aterrador (o gozoso) como todo lo
que se acomete por vez primera. Yo me hallaba de algún modo ante el reto de
subir por vez primera una escalera. Toda mi experiencia, por decirlo de algún
modo, escalerística, debía ser revisada en aquellos momentos minuciosamente,
tenía que aprender a subir una escalera de un modo no solo consciente en un
grado extremo sino además excomulgando a mi cuerpo y a mi materialidad del
sacramento de la gravedad.
Una vez mi cuerpo, tras realizar el giro antedicho, estuvo orientado hacia
la cumbre levanté el pie derecho para colocarlo en el primer escalón, y con la
punta tanteé la madera. Cualquier superficie flexible emite sonido cada vez
que un cuerpo imprime en ella determinada presión, pero también cuando este
mismo cuerpo la libera. Es decir, la madera iba a sonar no solo cuando el peso
de mi pie se apoyara en ella forzándola a combarse, sino también cuando
librara esa presión al levantarlo y ésta volviera a su posición normal. Recordé
entonces que en algunas películas de aventuras el protagonista evitaba que la
chica o el desafortunado amigo y secundario sucumbieran al caer en una
trampa o en una mina explosiva de las que se activan por alivio de presión,
colocando sobre ella un peso equivalente justo antes de que sus incautos
acompañantes retiraran los pies de ella. Pero las minas del campo que yo tenía
que recorrer actuaban mediante los dos mecanismos, por presión y por alivio
de presión, así que la única solución que tenía era volverme ingrávido.
Por fin apoyé el pie en el peldaño, aunque sin imprimir demasiada fuerza,
y éste respondió con la amenaza de un inminente crujido. Lo retiré en el acto
aterrado. Sentía mi espalda desguarecida, vulnerable, vuelta hacia el lugar del
crimen, expuesta alegremente a la muerte. Giré con aprensión el rostro y
entones reparé en la forma de la barandilla, dos gruesas vigas de madera
sujetas por pilastras que se afianzaban no en los escaños de la escalera, a la
que sujetaban, sino en el firme suelo de la casa, y una tercera viga baja
formando el barandal. En un principio pensé en ponerme a caballo sobre el
pasamanos y ascender lentamente dándome impulso, pero el riesgo de caída
era considerable, así que opté al final por ascender caminando sobre el
barandal inferior, es decir, el madero que se hallaba más cerca del suelo. Sin
pensármelo dos veces coloqué los pies sobre él mientras me sujetaba al
pasamanos. Mis pasos eran lentos y dificultosos, no solo porque el barandal se
hallaba, como era su obligación, en rampa sino porque la madera barnizada era
muy resbaladiza y más de la mitad de mis pies quedaba suspendida en el aire,
por lo que la posibilidad de dar un resbalón y caer estrepitosamente era grade.
Tenía además que sortear los numerosos balaustres que formaban la
barandilla. Sin embargo, el barandado, hecho de madera sólida y compacta, no
emitió sonido alguno.
Lentamente alcancé el primer rellano, puse los pies en él con enorme
cuidado y encaré el siguiente tramo de escaleras mediante el mismo
procedimiento. Al fin, tras un esfuerzo de concentración sobrehumano llegué
arriba. Atravesé el corredor de puntillas y penetré en la habitación.
Cuando entré sentí la presencia ausente de Siv, el calor estabular de su
cuerpo dormido y su leve ronquido, como el sonido de engranaje de un
elaborado y plácido sueño. Cerré la puerta con todas las vueltas de llave que la
cerradura permitía y me dirigí a la ventana. Afuera, el sol de medianoche
iluminaba los imponentes riscos verticales del cercano islote de Hamnøy
nimbados por un vaho de oro. La ventana de nuestra habitación no daba a la
entrada del albergue sino a la parte posterior, pero desde ella podía percibirse
sin duda, en el silencio total de la soleada noche, cualquier sonido que delatara
la entrada o salida de alguien en la casa.
Permanecí largo rato pegado al cristal sin oír el menor ruido en el exterior.
Tampoco percibí, desde donde me encontraba, movimiento alguno en el
interior del albergue. Necesitaba constatar que el doctor Formosa había
abandonado la casa antes de llamar a la policía, pues sentía un terror cerval
ante la posibilidad de que éste oyera cualquier sonido procedente de nuestra
habitación, irrumpiera en ella y nos liquidara con la misma facilidad con que
había liquidado a aquel desgraciado. No tenía la menor duda de que lo haría.
Pero ningún ruido reveló actividad alguna en el interior o exterior de la casa.
¿Qué debía hacer? Despertar a Siv, contarle lo sucedido y, confiando en
que me creyera, idear un plan de actuación, me parecía demasiado arriesgado
teniendo en cuenta que, a juzgar por las circunstancias, el asesino seguía en la
casa, y no podía contar con que Siv mantuviera la calma una vez despierta y
puesta al corriente de lo sucedido. Sin duda pensaría que se trataba de una
pesadilla y, no viendo motivo para extremar las precauciones y habida cuenta
de que, al menos para ella, el albergue, a excepción de nosotros, se hallaba
vacío, soltarme cualquier reconvención en voz alta que sin duda llegaría a los
oídos del doctor Formosa quien probablemente se encontraba aún en el lugar
de su crimen, acaso intentando borrar sus huellas o entregado a cualquier otra
precaución similar. Esta posibilidad me decidió a acercarme a la puerta del
dormitorio, de nuevo de puntillas, y a pegar el oído en ella. Pero el resultado
seguía siendo el mismo. Decidí permanecer en silencio hasta que llegara el
día, el mundo despertara y los sonidos me facilitaran un marco de actuación y
una posibilidad de movimiento.
En la mayoría de los lugares de la tierra, el amanecer venía determinado
por la claridad, por la aparición de la luz, pero en el solsticio de verano ártico
no era la luz ya omnipresente sino los sonidos del comienzo de la actividad del
mundo lo que indicaba la llegada del día. La actividad diurna era como un
bajo continuo, una tesitura grave que hacía que los sonidos concretos se
integraran y desaparecieran en una especie de gran sinfonía; no obstante, en la
noche, sin ese rumor de fondo, cualquier sonido se convertía en solista. Pero
en el verano ártico el silencio de la noche adquiría un carácter apocalíptico, era
un silencio iluminado, un silencio bajo foco. Sirva esta explicación, no exenta
de didactismo, para hacer comprender siquiera vagamente la sensación de
absoluta desolación que me embargaba en aquellos momentos bajo el denso
silencio crepuscular, intentando con desesperación que el sonido de mi
existencia no se propagase en aquel simulacro de noche.
De nuevo de puntillas me dirigí a la cama, me tumbé sobre ella al lado de
Siv e, inopinadamente, extenuado por el esfuerzo y la tensión sobrehumanos
de aquella pavorosa noche, me quedé dormido.
***
El doctor Formosa, ataviado con un chaquetón azul y una gorra de lobo de
mar, nos había invitado a realizar en el Morderne I, su viejo balandro, una
travesía para contemplar el Maelström, el gigantesco y legendario remolino
que se encuentra entre la isla de Værøy y la de Moskenesøya, a escasas millas
de donde nos hallábamos, y que constituía uno de los atractivos de nuestra
estancia en la isla. Yo, que durante los preparativos del viaje había releído el
cuento de Poe que narraba un descenso al fondo del vórtice, tenía del
fenómeno una idea romántica, casi mágica, y una enorme curiosidad por
contemplarlo.
Mientras navegábamos hacia el inmenso remolino, el doctor Formosa, sin
dejar de dar profundas caladas a su pipa de espuma de mar, nos ilustraba con
una detallada explicación del fenómeno que, lejos de coincidir con el relato
científico que lo atribuía a la confluencia de varias corrientes enfrentadas, se
basaba libremente en la idea (ya aventurada por Kircher en su Mundus
subterraneus) de que en el centro del canal del Maelström había un abismo que
atravesaba el globo y desembocaba en alguna región distante. La tesis del
doctor Formosa conjeturaba la existencia de un agujero en el fondo del
Maelström que haciendo la función de sumidero terminaría tragándose toda el
agua del mar. El propósito de la expedición (a aquellas alturas la original
excursión había adoptado el carácter de expedición y aun de misión) consistía
en descender al fondo del vórtice y colocar en el agujero un enorme tapón que
evitara la fuga total del agua del mar. Este tapón, que colgaba sobre el puente
del balandro amarrado a la verga del mástil, tenía el aspecto de un descomunal
chupete infantil. Siv y yo debatíamos las implicaciones psicoanalíticas del
caso, cuando la embarcación llegó al borde del gigantesco remolino. Nuestras
voces dejaron de oírse ante el estrépito que las agitadas aguas producían. La
nave se escoró peligrosamente a estribor y se lanzó a un vertiginoso descenso
girando dentro de aquella especie de sima gravitacional. En ese momento
advertí que me hallaba solo y en equilibrio sobre una tabla de surf y que tanto
Siv como el doctor Formosa como su balandro habían desaparecido. Descendí
gradualmente en círculos hasta llegar al fondo del torbellino donde fui
engullido por el agujero, que ciertamente había al final, como por el desagüe
de un lavabo y fui a dar a una habitación que me resultó familiar. Tardé en
reconocer que se trataba de la habitación del albergue en la que me hallaba
dormido. Bajo la luz de la medianoche me vi tendido sobre la cama con la
ropa puesta, durmiendo despreocupado al lado de Siv y, a juzgar por el
movimiento de mis ojos tras los cerrados párpados, en plena fase MOR. Sin
saber por qué sentí el apremio de que debía estar despierto y alerta, así que me
acerqué al lecho donde dormía, tendí la mano hacia mí propio hombro y
sacudí mi cuerpo con violencia.
Me desperté sobresaltado sin saber dónde me hallaba, pero con la
conciencia cierta de que algo catastrófico había ocurrido. Miré el reloj, eran
las siete y media de la mañana. Había dormido casi tres horas. Siv seguía
roncando con suavidad, ajena a cualquier perturbación o peligro. En el exterior
la claridad era ya la del sol amanecido.
Me acerqué a la puerta de la habitación, la abrí y salí al corredor. Sin hacer
ruido caminé hacia la escalera y la encaré con cautela, pero esta vez pisando
los peldaños que, ironías de la materia, no emitieron sonido alguno. Cuando
llegué al final contuve la respiración mientras mi corazón latía con violencia
en mi percho anticipando la escena que, como sabía, iba a encontrar. Abajo,
unas voces me sobresaltaron. Llegué al último peldaño y, furtivamente, igual
que por la noche, eché un vistazo a la cocina-comedor.
En el lugar donde había ocurrido la terrible escena de la que había sido
testigo, en vez del cuerpo, la sangre o cualquier otro signo de violencia, vi
algo que me dejó perplejo y paralizado, haciéndome dudar de si aquello que
había visto durante la noche y todo lo acontecido después no había sido, como
el descenso al Maelström, un simple sueño. Ante la mesa que habían ocupado
el Dr. Formosa y su víctima, se hallaba ahora sentada una pareja de afables
ancianos que desayunaban completamente desnudos. Mi asombro fue tan
grande que no advertí que había dado unos breves pasos sonámbulos y
penetrado en el salón. Al cabo de unos instantes, la mujer que se encontraba de
frente reparó en mi presencia y alzó la mano mientras me saludaba
cordialmente en inglés. Ante su gesto, su compañero se volvió hacia mí y con
una sonrisa amable en los labios alzó también la mano para saludarme.

¿Cómo había conseguido el Dr Formosa deshacerse del cadáver y limpiar


la sangre abundante que yo había visto brotar del cuello de su víctima
salpicando el suelo, la mesa, las sillas y la pared, hasta no dejar el menor rastro
de su crimen, con tanta facilidad, en tan poco tiempo y en tan absoluto
silencio? Hasta quedarme dormido, había permanecido alerta durante largo
rato sin escuchar el menor ruido ¿Cómo era posible que no me hubiera llegado
señal alguna de cualquier tipo de maniobra, no digamos la que supone
arrastrar un cuerpo en un lugar abarrotado de muebles que previamente hay
que desplazar para manejar con eficacia el cadáver, o de un exhaustivo trabajo
de limpieza? Todo ello sin duda se había llevado a cabo en aquel lugar con una
eficiencia y una discreción prodigiosas, casi milagrosas.
Cuando subí a la habitación, Siv ya se había despertado y se dirigía a la
ducha. Me entretuve mirando el paisaje por la ventana hasta que regresó
envuelta en una toalla blanca, con su cabellera dorada húmeda y fragante.
Esperé a que terminara de arreglarse y bajamos juntos a desayunar.
Una vez más sopesé la posibilidad de ponerle al corriente de lo ocurrido,
pero sin rastro de cadáver, sangre o cualquier otra prueba, ¿qué sentido tenía
informarla o avisar a la policía? Y, de hacerlo, probablemente sería tomado por
loco y todo mi relato por una alucinación o, en el mejor de los casos, uno de
esos sueños que, al parecer, bajo la luz del sol de medianoche, adquieren una
sensación de claridad y de realidad inusitadas.
Saludamos al matrimonio sueco, que cortésmente se presentaron como
Pernilla y Per-Otto Östgård, y ocupamos la mesa contigua.
Siv, a quien la presencia de los dos suecos completamente desnudos no
parecía causar el menor efecto, inició de inmediato una conversación con la
pareja utilizando su lengua danesa, comprensible para un sueco o noruego. Yo,
sin apenas apetito, traté de pensar en los atractivos del viaje, en las bellezas
naturales de la isla aún por explorar, en la grata compañía de Siv, en las noches
de sexo que disfrutaría con ella durante aquel viaje e, incluso, en las razones
últimas que me habían traído a aquel remoto lugar y que aún no me habían
sido reveladas. Pero nada lograba distraerme de aquella terrible escena.
Pernilla se levantó y se dirigió hacia la cafetera exhibiendo sin el menor
pudor su cuerpo arrugado y pecoso, largo, desgarbado y un poco combado. En
Europa, las mujeres han perdido ese porte y esa elegancia en los movimientos
que tenían sus abuelas porque ya nadie lleva en la cabeza los cántaros, cestos o
alcuzas que todavía llevan las mujeres africanas y asiáticas, pensé de forma
inconveniente (seré asqueroso machista), antes de desviar púdicamente la
mirada hacia el papel pintado que cubría las paredes de madera del comedor,
dibujos geométricos que producían una falsa ilusión de tridimensionalidad.
Recordé que esa noche, tras regresar de la excursión, Siv y yo no habíamos
follado. Ninguno de los dos había dado el paso, quizás pensando que el otro no
se hallaba receptivo. Esto sin duda revelaba falta de confianza, quizás timidez.
Me fundí en mi taza de café y en el falso espacio tridimensional del papel
pintado del que había, por decirlo así, hecho ciudadana la mirada. Una ilusión
óptica. Una ilusión. Toda aquella desaforada dispersión de ideas constituía sin
duda un intento de postergar algo que no terminaba de admitir y que pretendía
a toda costa desdibujar en mi mente hasta convertirlo en un sueño o en una
alucinación. Al fin y al cabo, como nadie ignora, me repetía una y otra vez, los
sueños bajo la luz de la medianoche adquirían una extraña capacidad de
convicción, un extra de verosimilitud. ¿Acaso no había resultado igualmente
real, desde su lógica de sueño, el episodio del Maelström, soñado a
continuación del sueño del asesinato (qué alivio me producía esta conclusión),
a pesar de los elementos absurdos que lo salpimentaban? En aquella doble
sesión de sueño en tecnicolor, el primero había sido, aunque absurdo y algo
gore, un sueño realista, y el segundo un sueño de género fantástico con algún
elemento streampunk. De repente vino a mi mente la palabra "Morderne" que
Formosa había utilizado en el tren de forma irreflexiva, casi refleja y con gesto
de preocupación, casi de temor, al preguntarme si yo pertenecía a esa supuesta
entidad. Al principio había asociado la palabra, llevado quizás por algún atisbo
de falsa amistad entre mi lengua y la lengua noruega o tal vez debido a la
común herencia latina, con alguna variante de "moderno", concepto
compatible con cualquier razón social, corporación o start-up que tratara de
atraer la atención de clientes fácilmente seducibles por la promesa de lo nuevo
o de lo último. ¿Cómo no pensar en una empresa tras ver un nombre escrito en
un cartel en la terminal de llegadas de un aeropuerto? Ahora, sin embargo,
puesta en relación con mis nociones de lenguas germánicas (aunque ignoraba
las lenguas escandinavas, yo traducía del inglés y el alemán), la cosa cambiada
radicalmente. La palabra "morderne" parecía tener una relación directa con la
palabra alemana "mörder" y con la inglesa "murder". En ese momento,
interrumpiendo su conversación con Pernilla, pregunté a Siv qué significaba
"morderne".
Nada más pronunciar aquella palabra, como si en mitad de un sermón
dominical alguien hubiese invocado a una deidad maléfica, un silencio denso y
helado se hizo en el salón. Tanto Per-Otto como Pernilla volvieron la mirada
hacia mí y me escrutaron de forma inquisitiva, esta última con sus ojillos
lapones achicados y suspicaces. Siv abrió de forma desmesurada sus hermosos
ojos azules. Esta reacción duró unos segundos. Al fin, Siv, sin deponer del
todo su expresión de sorpresa, respondió, tal como yo había deducido, que
tanto en danés como en noruego "morderne" era el plural de la palabra
"morder", es decir, "asesinos", y que la palabra "moderno", si es que en
realidad me refería a ella, se escribía "moderne", sin esa "r" que con tan poco
esfuerzo transformaba la modernidad en crimen. Aunque quizás Formosa
había dicho "moderne" y no "morderne", pues las dos palabras eran
homófonas, como había comprobado al oír pronunciarlas a Siv y, además,
¿qué grupo o entidad, incluidas las más crueles, devastadoras y
desvergonzadas sociedades secretas hamponas, mafiosas o satánicas, elegiría
para anunciarse el nombre de "asesinos", a excepción de un grupo de fanáticos
persas del medioevo (y aun a estos les había sido atribuido el nombre no tanto
por sus hábitos criminales como por su afición al hachís). Y entonces
comprendí lo que había ocurrido: de forma inconsciente, a través de mi
conocimiento de las lenguas germánicas, yo había relacionado la palabra con
su (acaso) verdadero significado, y mi subconsciente había establecido, con
una libertad rayana en el libertinaje, la ecuación "Formosa=asesino", hasta
convertir en el relato del sueño al pacífico ornitólogo en un criminal sin
escrúpulos, y el despiadado sol de medianoche (otra vez él) había hecho el
resto. Aquella conclusión, aunque tomada por los pelos, si bien me indujo
cierto alivio, produjo en mí un nuevo motivo de preocupación, la posibilidad
simple y llana de estar perdiendo el juicio.
Llevábamos sentarnos a la mesa apenas diez minutos y solo había logrado
ingerir media taza de café, cuando de pronto oí que alguien bajaba por la
escalera de madera, volví la vista en esa dirección, y vi a un doctor Formosa
fresco y exultante, silbando una cantata de Bach. Mi sobresalto fue tan
violento que no pasó desapercibido a Siv ni a la pareja de suecos, no obstante,
por prudencia, procuré conservar la calma. La aparición de Formosa me
devolvió la confianza en mi cordura, si bien al precio de constatar
definitivamente que todo lo vivido la noche anterior no había sido un sueño o
una alucinación sino una terrible realidad a la que debía de nuevo enfrentarme.
En cuanto me vio me reconoció y se dirigió hacia mí con una sonrisa
afable en el rostro.
-Vaya, qué agradable sorpresa -me tendió la mano, la misma que había
sujetado el escalpelo, y yo se la estreché con aprensión-. Veo que por fin
apareció la persona a la que esperaba -añadió lanzando una mirada a Siv- ¿No
va a presentarme a esta encantadora señorita?
De mala gana presenté a Siv y al Dr. Formosa. Éste le tomó la mano y la
besó ceremonioso.
No soporto esas galanterías anticuadas aunque las dispense un vejete verde
medio embalsamado, viniendo de un asesino ecologista, del mismísimo doctor
Fu Manchu adaptado a las peculiaridades del siglo, el gesto resultaba de lo
más inquietante.
-Como ya sabrá, su compañero y yo nos conocimos en el tren de camino a
Oslo y la casualidad ha querido que volvamos a encontrarnos. Eso, sin duda,
debe de tener algún significado. El destino, que no suele ser pródigo en este
tipo de carambolas, no reúne a dos personas más de una vez si no tiene
preparado algún plan para ellas.
Cuando oí la palabra casualidad tuve un destello de clarividencia, intuí,
más que vi, cierto propósito en todo aquello.
-Imagino que habrán venido a las Lofoten a disfrutar de sus paisajes y de
sus bellezas naturales.
-Desde luego -respondió Siv- Y a usted ¿qué le trae por la isla, profesor,
algún estudio sobre la fauna local?
-En parte. Como supongo que ya sabe, mi especialidad es el frailecillo
(lunde, como se le conoce aquí), pero también estoy interesado en el
lundehund, una raza de perro que se desarrolló en esta isla con el propósito de
dar caza a esas aves. Este animal, que tiene la peculiaridad de poder girar la
cabeza y doblar la columna vertebral hasta casi alcanzar sus patas traseras,
habilidad que le fue inducida a su raza por el hombre para poder acceder a las
estrechas grietas donde anidan sus presas, constituye un claro ejemplo de la
instrumentalización de algunas especies por parte del hombre.
-Pero ¿aún se cazan frailecillos? -preguntó Siv horrorizada.
-Por fortuna hoy es una especie protegida, así que el lundehund se utiliza
como perro de compañía.
Siv fue al frigorífico, sacó la fuente de frikadeller que habían sobrado la
noche anterior, las calentó en el microondas y ofreció algunas tanto a los
suecos como al doctor Formosa. Todos ellos rechazaron la invitación y se
disculparon alegando que eran vegetarianos.
La verdad es que nuestro doctor no dejaba de sorprenderme, por un lado su
vegetarianismo, por otro su condición de asesino, si es que esto suponía una
contradicción en un ecologista.
Tras esta reflexión no pude evitar aventurar un sarcasmo:
-Supongo que es usted vegetariano porque deplora la crueldad contra los
animales.
-Lo soy básicamente por motivos medioambientales, la producción de
carne mediante ganadería intensiva y la agricultura asociada a ella son hoy el
mayor azote contra los ecosistemas y la principal causa de emisiones de gas
invernadero a la atmósfera. Considero por tanto que comer carne es un crimen
a medio y largo plazo.
La respuesta de aquel criminal a plazo cumplido, de algún modo me
tranquilizó, al menos en lo que se refería (cuán largo me lo fiaba) a mí
condición de carnívoro y, por tanto, de criminal a medio o largo plazo. Y no
obstante, cómo era posible que aquel hombre, a quién yo había visto con mis
propios ojos matar a otro sin vacilar, pudiera presentarse como un benefactor
de la humanidad y arrogarse la prerrogativa de hablar en nombre de los otros
sobre la necesidad de salvar al mundo.
Siv, que sonreía y parecía hallarse de lo más interesada en el personaje,
intervino:
-Por cierto, profesor, le oí hablar en la conferencia de París sobre el cambio
climático y reconozco que no puedo estar más de acuerdo con usted. No
entiendo por qué los gobiernos se muestran tan reacios a cumplir sus
compromisos de reducir las emisiones.
-Hay demasiados intereses en juego, querida -respondió el aludido-. La
mayoría de los estados se niegan a cumplir los objetivos pactados en los
Protocolos de Kioto, no por la dificultad de imponer a sus ciudadanos políticas
restrictivas, pues bien supieron decretarlas e imponer austeridad durante la
última crisis financiera, cuando se trataba de apoyar a las élites y rescatar al
sistema bancario (según ellos para beneficio del ciudadano) sino porque no
interesa frenar un cambio climático en el que dichas élites tienen puestas sus
mayores expectativas de negocio. El calentamiento global no es solo la
consecuencia de un mal uso y abuso de los recursos energéticos sino que
forma parte de un plan deliberado de algunas potencias, grandes compañías y
organizaciones criminales para obtener beneficios a corto o medio plazo de
fuentes y reservas todavía inexploradas por el hombre como las del Ártico. En
definitiva, el calentamiento global se ha convertido en sí mismo en una
especie de tecnología, una sofisticada maquinaria de perforación del hielo
superior a todos los costosos rompehielos atómicos fabricados por Rusia.
-Pero ¿de qué sirve obtener beneficios si el planeta y la vida desaparecen? -
objetó Siv.
-En un futuro próximo todos los inversores en futuros y derivados
climáticos o en cualquier otro tipo de futuros habrán muerto; por tanto invertir
en el Paraíso, al menos en la tierra, no parece un negocio muy rentable. Y ahí
radica el conflicto entre capitalismo y cambio climático, en una simple
cuestión de plazos.
-Con todo -objetó Siv-, ¿la sola codicia puede ser un argumento sólido para
destruir el planeta?
El doctor Formosa la miró por encima de sus gafas de concha, como el
maestro que evalúa las capacidades de una alumna, meditó unos instantes y
dijo:
-Puede que tenga usted razón y que haya algo más ¿No se pregunta por qué
han fracasado todas las tentativas de ensayar estilos de vida bajos en carbono?
¿Por qué a la humanidad le cuesta tanto destetarse, y perdone la expresión, de
él? Existe en nuestra civilización un apego al carbono comparable a una
adicción a la heroína a escala global que ha impedido que las renovables, cada
vez más baratas, eficientes y absolutamente más limpias se impusieran
definitivamente a pesar de que el metabolismo de nuestro sistema se encuentra
ya preparado para la transición. El desenganche del carbono requiere una
voluntad universal de vida contra la seductora voluntad de muerte en la que
estamos estancados. Quizás nuestra adicción al carbono se encuentre en
relación directa con la saturación, el cansancio y la decadencia de nuestra
civilización, es decir, con un secreta y profunda voluntad de extinción. Nuestra
civilización se alimenta de los restos de una antigua extinción de la que han
derivado los combustibles fósiles y, como carbono que somos, esa suerte de
delirio caníbal nos conduce a otra extinción, la nuestra. En resumidas cuentas
quizás solo se trate de un simple asunto de familia.
Toda aquella cháchara comenzaba a crisparme y a sublevarme así que dije:
-¿Y no ha pensado usted que el cambio climático quizás sea nuestra única
salida, que el calentamiento global acaso suponga la salvación de la especie al
propiciar la desaparición de una parte de ella?
-Lo he pensado a menudo -respondió después de meditar un momento-, y
creo que es así y que esa posibilidad ha sido calculada por las élites
negacionistas mientras tratan de extender, a través de sus laboratorios de
opinión, la teoría de que el cambio climático es una conjura para requerir más
intervención en el sistema de libre mercado y rebajar por tanto sus privilegios.
Saben que el desastre es inminente y, precisamente porque saben que es
inevitable, no están interesados en hacer el menor esfuerzo para evitarlo. Estas
élites, que ya están adquiriendo terrenos y edificando sus bunkers en Alaska o
el sur de Nueva Zelanda donde protegerse de las oleadas migratorias y las
epidemias futuras, aguardan impacientes que el cambio climático, del que
poseen aunque lo nieguen un conocimiento fehaciente, ocurra, pues su
advenimiento supondrá no solo las ventajas económicas que ya he señalado
sino la supervivencia de los más adaptados, según la propia Ley del Mercado,
y la desaparición de la mayor parte de la población mundial. Tenga usted en
cuenta que la mayoría de los países ricos se encuentran situados en el
hemisferio norte y que el cambio climático tendrá en principio un efecto
favorable para ellos. El clima se tornará ligeramente más cálido, lo que
supondrá una aceleración de las cosechas, y el deshielo del Ártico permitirá un
acceso directo a grandes recursos y a nuevas rutas para el comercio. Pero
sobre todo determinará la supervivencia y por tanto la supremacía de los ricos
frente a los pobres, de los blancos frente a los seres de color. A la espera de
transferir sus mentes a una computadora y de acceder a un futuro paraíso
digital, el calentamiento global constituye para las élites un gran triunfo, el
triunfo del supremacismo blanco, el sueño de Hitler hecho realidad.
Si todavía albergaba alguna duda sobre la salud mental de aquel individuo,
sus últimas palabras la disiparon.
De acuerdo, pensé, el neoliberalismo ha conseguido barrer cualquier atisbo
de solidaridad o de altruismo en el ser humano, ha atomizado al individuo y lo
ha aislado hasta convertirlo en un animalito de laboratorio que en su jaula
hipotecada aprieta el botón que le procura una gratificación inmediata. Y yo
me pregunto: ¿realmente merece la humanidad ser salvada?
-¿Piensa usted entonces que el mundo, tal como lo conocemos, tiene los
días contados? -preguntó Siv.
-Así lo creo. Sabemos que la tierra se va a pique, y las élites, por su propia
seguridad e interés, tratan de evitar que cunda el pánico mientras preparan su
estrategia de huida y esperan que la tecnología les procure algún medio de
escape. Las élites están aparejando sus pateras tecnológicas.
-Me horroriza que el panorama sea tan desolador -dijo Siv impresionada
por las fantasías apocalípticas de aquel aciago profeta.
-Sin embargo, querida amiga, su rubio país es un ejemplo para todos los
demás estados en lo relativo a su política de apoyo a las energías verdes, todo
ello contra las presiones del fundamentalismo del mercado y sus tratados de
libre comercio.
Ni que decir tiene que durante la conversación yo me había encontrado
terriblemente incómodo. Por suerte la cosa derivó hacia el tema de la
ornitología. Los pájaros que anidaban en la cabeza de aquel científico loco
volvieron a adoptar su aspecto real y mucho más amable. Al final, lleno de
entusiasmo, se prestó a enseñarnos la isla y nos invitó a que le acompañáramos
en una de sus salidas de campo para observar frailecillos.
-Como veo que muestra un vivo interés por todas estas cuestiones -dijo
sonriendo a Siv-, estaré encantado de acompañarlos en una excusión y
mostrarles todas las bellezas naturales que guarda la isla.
Siv aceptó entusiasmada. Yo traté de oponerme alegando algunas excusas
endebles, pero ella, rebatiendo de forma insidiosa cada una de ellas, se mostró
encantada y aceptó sin que pudiera evitarlo.
Cuando abandonábamos el comedor advertí que el doctor Formosa hacía
un gesto casi imperceptible a los nudistas suecos. Entonces comprendí que
aquella afable pareja de ancianos eran sus cómplices y que sin duda había
hecho desaparecer con su ayuda todas las pruebas de su crimen.
-¿Por qué has aceptado la invitación de ese científico chiflado? – solté en
tono de reproche una vez estuvimos en nuestra habitación.
-Creo que es un privilegio tener como guía a una eminencia como él. Y así
deberías considerarlo.
Al margen de los sentimientos que me producía el doctor Formosa en
particular, como ya había insinuado en otro lugar, no podía dejar de sentir en
general por los ecologistas y la ecología una antipatía rayana en la
abominación. Los consideraba iluminados fomentadores de una ideología que
se aproximaba en sus métodos y presupuestos a los más terribles absolutismos.
El último pogromo perpetrado en mi ciudad a instancias de estos supuestos
salvadores de la naturaleza había sido la eliminación sistemática de todos los
ejemplares de cotorra argentina y cotorra de Kramer, tras convencer a las
autoridades de que aquellos hermosos, verdes, inteligentes y bulliciosos
pájaros no pertenecían a la categoría de especies autóctonas, y eran por tanto
una especie invasora que ponía en peligro la supervivencia de otras especies
con carta de ciudadanía. El brazo secular, a instancias de estos bucólicos
inquisidores, había procedido a capturar a todas las cotorras, a gasearlas y a
hacerlas desaparecer en hornos crematorios (¿les suena?). El problema del
ecologismo consistía a mi parecer en considerar los sistemas naturales como
estructuras cerradas, sin tener en cuenta que ninguna especie ha sido nunca
originalmente autóctona, que la historia natural ha sido siempre una continua
invasión de especies que se han ido asentando, sobreviviendo o
extinguiéndose en un sistema vivo y cambiante, enormemente dinámico y
sujeto a todo tipo de fluctuaciones. El mismo criterio se podía establecer con
respecto a la historia humana. Mantenerse en una posición purista en relación
a este asunto y llevarla hasta sus últimas consecuencias, como pretendían los
ecologistas, debería haber implicado la persecución y eliminación de los
propios ecologistas, especie advenediza donde las haya en el sistema social y
político. Sus criterios puristas siempre me habían recordado a los de aquellos
restauradores que ante una iglesia o capilla construida durante diversas épocas
a partir, por ejemplo, de una estructura románica a la que se habían ido
añadiendo a lo largo del tiempo elementos góticos, renacentistas y barrocos,
decidían destruir todos los estratos hasta dejar la estructura original, sin tener
en cuenta que el arte debía concebirse como un palimpsesto y que tan
fundamental era la primera estructura como los demás elementos añadidos.
Pero sus criterios puristas y sus métodos depurativos evocaban procedimientos
mucho más siniestros. Por muy cruel y horripilante que sea una experiencia,
siempre hay en ella algo aprovechable. La de los campos de exterminio nazis
había sido de gran utilidad para los mataderos industriales, como lo había sido
la experimentación con humanos en esos mismos campos para el desarrollo de
la medicina actual. Al parecer los ecologistas también habían acabado por
encontrar algo aprovechable en tan trágico asunto. Pero el doctor Formosa,
como ecologista radical, no solo suponía una amenaza para las especies
animales no autóctonas sino que, dando una vuelta de tuerca a los
presupuestos del ecologismo, parecía que también podía serlo y de hecho lo
era para las especies humanas autóctonas, a juzgar por el aspecto escandinavo
de su víctima.

Aquella misma tarde nos encontramos con él en la puerta del albergue. El


ilustre biólogo había cambiado su impecable traje habitual por una especie de
sahariana, acaso anticipándose a una inminente saharización del Ártico. Hacía
bastante frío y yo me había puesto mi anorak de vinalon, una fibra coreana
elaborada a partir de antracita, una deliberada provocación a las manifiestas
aprensiones de Formosa respecto al carbono.
La primera sorpresa fue las bicicletas que el científico se había procurado
para la excursión.
-En Værøy -declaró el excéntrico sabio- las bicicletas andan sueltas como
los Mustang en Wyoming, solo hay que echarles el lazo y domarlas. He dado
por sentado que los dos saben montar en ellas, pero si no es así, podemos
hacer el recorrido andando.
Tanto Siv como yo aceptamos el vehículo y nos pusimos en camino. El
doctor Formosa tomó la delantera de inmediato, por mi parte enseguida me
quedé rezagado en aquel estrambótico pelotón. De vez en cuando Siv aflojaba
la marcha para esperarme y yo podía observar su hermoso trasero expuesto
sobre el sillín, tirando de mí como un delicioso bocado energético.
Tras un breve trayecto dejamos la carretera y nos adentramos en un
sendero pedregoso que nos condujo al pie de una abrupta montaña, por lo que
debimos dejar las bicicletas e iniciar la subida a pie. La ascensión fue terrible
para mí, pues me hallaba en pésima forma. Mis compañeros, sin embargo, no
mostraban la menor fatiga. Llegamos al fin a la cumbre y el doctor Formosa,
como un genio que mostrara un regalo gigante, nos señaló una vista
sobrecogedora. En lo alto de la montaña, desde la vertiente que daba al mar en
forma de acantilado, se divisaba un panorama de islas de aspecto paradisiaco y
el impresionante muro de las Lofoten por el que ascendían rebaños de
cúmulos.
Siv, para drenar el impacto emocional que le producía la visión de aquel
panorama deslumbrante, se aferró a mí y emitiendo un suspiro exclamó:
-Uff, parece un paisaje de otro planeta.
-Sí -respondió el doctor Formosa-, de un planeta en el que apetecería vivir.
-Maestro, qué bien se está aquí, hagamos tres tiendas -dije sin poder
contener un pujo de ironía.
-Qué gilipollas eres -me amonestó Siv.
Y entonces, como si la naturaleza, sintonizando con mi dudoso sentido del
humor, decidiera retomar la cita evangélica y con idéntica ironía completarla,
una nube se alzó desde el abismo y una densa neblina nos cubrió durante unos
instantes. No sin inquietud, aguardé a que de la nube que nos cubría saliera
una voz que refiriéndose al doctor Formosa exclamara: “Este es mi Hijo
amado en quien tengo puestas todas mis complacencias. Escuchadle.”
-No se muevan hasta que la nube pase -dijo el doctor.
Pasó la nube deshilachada y vana y quedamos los tres al descubierto, y otra
vez apareció ante nosotros el sobrecogedor paisaje de las Lofoten recién
lavado y restaurado, como si un arcoíris le hubiese transfundido toda su gama
de colores.
Cuando el doctor Formosa señaló en una dirección indicando la situación
del Maelström tuve una incómoda sensación de déjà vu. `
-Allá, en aquellas paredes rocosas cubiertas de nubes se encuentra la cima
de Helsegga en la isla de Moskenes, desde donde el narrador del cuento de
Poe contempla el Maelström. Si lo desean, recalaremos en Moskenes el día
que salgamos al mar a ver frailecillos y ascenderemos a la cumbre para
contemplar desde allí el Moskenstraumen, el canal donde confluyen las
corrientes.
Pensé en los motivos que aquel ser tan racional en apariencia y, a su
manera pedante, encantador, podría haber tenido para matar a aquel tipo. De
nuevo evoqué nuestra primera conversación en el tren camino de Oslo y su
pregunta: “¿No pertenecerá usted a Morderne?“, probablemente, como ya
había deducido por el nombre, una organización criminal implicada en alguna
trama urdida en su propia cabeza. Y entonces reparé en dónde había visto a
aquel hombre rubio al que el Dr. Formosa había despachado sin
contemplaciones, era el tipo que sujetaba en el aeropuerto el cartel con su
nombre. Me pareció que dado que Formosa no parecía un criminal, quizás
hubiera actuado en defensa propia y, tras rehuir el encuentro con aquel tipo en
el aeropuerto, había venido huyendo hasta este remoto lugar en el que su
perseguidor lo había encontrado. Pero, en caso de que así fuera, ¿qué motivos
podía tener nadie para perseguir y, en su caso, eliminar a un ilustre científico?
¿Se hallaba acaso en poder de una fórmula revolucionaria codiciada por las
potencias, los servicios secretos o las mafias? Que el doctor Formosa no era un
sabio despistado e inofensivo era evidente, yo mismo podía dar fe de ello. La
forma en que había actuado aquella noche, disipaba cualquier idea previa
sobre un sabio inofensivo para convertirlo en un individuo justificadamente
perseguible por el motivo que fuese. De ser así, esta vez el Dr. Formosa había
tenido suerte y había conseguido librarse de su perseguidor, pero ¿terminaría
ahí la persecución o aquella supuesta organización que al parecer seguía sus
pasos (en la realidad o en su alterada imaginación) enviaría nuevos sicarios?
¿Tendría todo esto algo que ver con el motivo, el otro, que me había traído a
Værøy? De ser así, no lo sabría hasta el próximo día en el que, siguiendo las
instrucciones recibidas, efectuara la llamada a Londres que tenía pendiente.
Desde la altura, el mar parecía una lámina de metal batido. Un barco a lo
lejos, como una cizalla laser, iba cortando la compacta plancha marina. El
verde sombreado del brezo daba a los montes un cromatismo cambiante, como
el de la piel de algunos reptiles. Me sorprendió ver surgir un arcoíris de la
arena blanca de una playa lejana. Para mí, hasta ahora, el arcoíris siempre
había surgido más allá de algo, una montaña, un horizonte, la lejanía. Se
trataba por tanto de un fenómeno cuyo comienzo o final resultaban tan
inaprensibles que había llegado a generar la leyenda de que tras ellos se
hallaba enterrado un caldero lleno de monedas de oro. Jamás había conseguido
observar su anclaje con la tierra. Ahora, al hacerlo, podía refutar cualquier tipo
de mito o leyenda. El anclaje del arcoíris con la tierra resultaba tan espectral,
vago y efímero como el de cualquier otro elemento real o imaginario. Estoy
aquí, pensé, en el lugar donde los mitos nacen y al nacer mueren, porque
verlos nacer es verlos morir; el lugar donde revelan su origen, su mecanismo
desnudo, su falsedad, su aliento humano.
Miré a mi izquierda, vi el rostro sonriente del doctor Formosa y supuse
que, tal como había ocurrido con mi predicción de la lluvia en el tren de Oslo,
por una suerte de razonamiento deductivo holmesiano, aquel hombre había
seguido toda la secuencia de mi pensamiento. Y de repente me asaltó el temor
de que, de algún modo, hubiera tenido también noticia de mi conocimiento de
su crimen y que, a la menor oportunidad, me arrojase por una de aquellas
simas abismales, y no solo a mí sino también a Siv, testigo de su nuevo
crimen.
Mientras ella se entretenía recogiendo arándanos con idea de hacer un
pastel, el Dr. Formosa me apartó unos metros. En ese momento temí que la
sospecha de que iba a arrojarme por el cercano acantilado (casi estábamos al
borde) se iba a cumplir. Al tomarme del brazo debió notar mi tensión y mi
pánico, pues me tranquilizó diciendo que solo deseaba mostrarme una curiosa
formación dendrítica y, mientras me señalaba el suelo en donde no había más
que una vulgar roca rodeada de brezo, susurró cerca de mi oído:
-Disimule, pero ¿cuánto hace que conoce a Siv?
La pregunta me pilló tan de sorpresa que no pude evitar responderla de un
modo mecánico.
-Alrededor de seis meses ¿por qué lo pregunta?
-¿Sabe cuál es su trabajo?
-Claro, es traductora e intérprete en congresos, como yo.
-No me refiero a ése, sino a su verdadero trabajo.
-No sé de qué me habla.
-Si no lo sabe pregúntele a ella, quizás se lo diga.
-¿Qué es lo que trata de insinuar?
-Le diré algo que quizás le resulte extraño, me encuentro en peligro. Hay
unos individuos que me buscan para matarme.
-¿Quiénes le buscan y por qué?
-El porqué es simple, soy un tipo incómodo para ellos y para sus intereses,
pero créame sus intereses son nefastos para la continuidad de la vida en el
planeta, por tanto mi lucha contra ellos está sancionada por la tácita
aquiescencia de toda la humanidad. El quiénes es un poco más complicado.
-¿Y por qué me cuenta todo esto?
-Porque usted me mereció confianza desde la primera vez que lo vi.
-¿De veras piensa que ella forma parte de un complot para matarle? Por
favor no me haga reír -inquirí observando a Siv mientras llevaba a cabo su
animada e inocente recolección, al tiempo que recordaba su reacción durante
el desayuno al preguntarle por la palabra “morderne”.
-No exactamente, pero tengo serías razones para creer… Pero ¡atención, se
acerca! Le pondré al corriente de todo este misterio en otro momento.
La sombra de Siv, por efecto del sol bajo (y quizás también de las recientes
insinuaciones del Dr. Formosa), alargada hasta adquirir la dimensión de una
sombra soñada o delirada, se proyectó sobre nosotros, la vi venir con su bolso
de tela repleto de arándanos, hermosa y salvaje y, acaso, cruel como una diosa
viking.
-Le decía a su amigo que las miosotis y el cornejo enano están en todo su
esplendor en esta época del año. Le ruego acepté este sencillo bouquet.
Y, con un gesto ceremonioso, entregó a Siv un ramillete de flores silvestres
que, como un ilusionista, parecía haber sacado de la nada.

De vuelta al albergue, tras una cena rápida y ligera en el comedor vacío a


base de fiskekaker industriales y fruta, nos retiramos a la habitación. Notaba a
Siv cansada pero a la vez exultante tras la estimulante excursión y sus variadas
amenidades, y mientras subíamos a la habitación me preguntaba dos cosas
esenciales, la primera: ¿quién era en realidad aquella hermosa mujer que se
hallaba a mi lado?, la segunda: ¿follaríamos al fin esta segunda noche? La
respuesta a la segunda pregunta no se hizo esperar. Nada más cruzar la puerta
del dormitorio, Siv se me vino encima como una ola sobre un peñasco. ¿Tan
rígido me hallaba como para emplear esta imagen? En principio sí. Al
cansancio de la expedición se unían las dudas suscitadas por el Dr. Formosa
con relación a la verdadera identidad de mi compañera. Poco a poco, sin
embargo, me fui dejando envolver por la dulzura de sus besos, por la suavidad
y la sensualidad de su cuerpo, por la lluvia de oro de su rubio cabello sobre mi
piel, esa precipitación áurea que me arrebataba de un modo incontenible.
Follamos como si no hubiera un mañana y acaso no lo hubiera para nosotros
como pareja o para la humanidad como especie, si nos ateníamos a los aciagos
auspicios del doctor Formosa y sus correligionarios.
***
Nos enteramos de que el advenimiento del cambio climático iba a
producirse en breve y que las agencias medioambientales y los observatorios
astronómicos habían calculado, con la precisión con que se predice un eclipse
o se pronostica una borrasca, que éste acontecería justo a las 9:30 del día 19 de
octubre, día de Odín (naturalmente consulté con escepticismo el santoral unos
días después y dio la casualidad de que ese día se conmemoraba la onomástica
de San Odín Abad). La gente se desplazaba a los Polos en masa, como en una
gran kumbamela, para presenciar el inmediato deshielo de los casquetes.
Siv y yo viajamos a Ambarchik, en la Siberia oriental, para asistir al
deshielo del permafrost, la capa de tierra de las regiones periglaciales que se
mantiene helada desde hace cientos de miles de años y que guarda en su
interior billones de toneladas métricas de gas metano, un gas cuyo efecto
invernadero es treinta veces más potente que el CO2. Como si de la liberación
de un ser querido preso se tratara o de la ascensión de un Mesías a los cielos,
nadie quería perderse la liberación a la atmósfera de todo aquel gas prisionero
en la tierra helada desde hacía milenios. Había gran expectación en la tundra y
algunos vendedores, aprovechando la concentración de gente, anunciaban a
los turistas climáticos todo tipo de género local, pieles, artesanía y alimentos
exóticos, venado o pescado seco, tortas de bayas, pelmeni o kisel burduk.
A la hora señalada la tierra comenzaba a deshelarse y a esponjarse, luego
empezó a temblar como si se produjera un enorme terremoto de máximo grado
en la escala de Richter. A varias verstas de donde nos hallábamos emergió de
repente una enorme montaña. Se trataba de un pico vertical que tendría
aproximadamente una altura de 5000 majovayas.
-¿Se estará produciendo un nuevo plegamiento tectónico? – pregunte.
-No, fíjate -respondió Siv-, no se trata de una montaña, es un cuerno, un
gigantesco cuerno de bovino.
Como confirmando la absurda deducción de Siv, a unas mil quinientas
verstas de donde había emergido la montaña córnea, se alzó otra del tamaño
del cuerno de África. Luego volvió a temblar la tierra y de la deshelada capa
de permagel emergió por fin al completo la propietaria de aquella desmesurada
cornamenta, una gigantesca vaca lechera de color negro con manchas blancas
y unas grandes ubres del tamaño del subcontinente indio puesto en pie. El rabo
tenía la extensión de Baja California. El animal que ocupaba la totalidad del
territorio de Siberia norte, dejó escapar por sus fauces un apocalíptico mugido.
Su esquilo, del tamaño de Irlanda, producía el sonido de un planetoclasmo.
Levantó el rabo, lo que hizo que la mayor parte de Mongolia Exterior se
sumiera en sombras, y exhaló una larga y satisfecha ventosidad. El gas metano
expelido por su ano hizo que el cielo se oscureciera y una noche eterna se
cernió sobre la tierra. Hubo un clamor general entre la multitud por encima del
cual se oyó la voz del Dr. Formosa proclamando: “La ambición es la vaca que
rumiará el mundo”.
***
Tras aquel ridículo sueño me desperté cansado y con una tremenda
sensación de extrañeza. Tardé unos instantes en recordar dónde me hallaba y
casi un minuto en determinar si era noche o día. El sol de medianoche produce
una sensación extraña, un desequilibrio entre el reloj interno de las personas
no habituadas al fenómeno y la persistencia de la luz solar, una especie de
disritmia circadiana o descoordinación del sueño muy similar a la del jet lag.
El cuerpo no termina de desconectar del todo y el sueño adquiere el carácter
de una extemporánea siesta crepuscular.
Siv se hallaba ya vestida y preparada para bajar a desayunar, fresca como
una rosa y con el aspecto de haber dormido un sueño largo y reparador.
-No termino de acostumbrarme a esta luz perpetua, es como si sufriera un
síndrome de abstinencia de oscuridad. Y esta absurda costumbre local de
prescindir de persianas… ¿No sé cómo puedes conciliar el sueño?
-Estoy acostumbrada al fenómeno. He pasado largas temporadas en
Groenlandia y en el norte de Noruega, así que el sol nocturno ni me impide
dormir ni produce un efecto especial en mis sueños.
Sin duda Siv llevaba la impronta del sol de medianoche en su ADN. Sus
antepasados nórdicos, adaptados desde los albores de la humanidad a los
solsticios árticos, se habían convertido en seres crepusculares, habían creado
una mitología poblada de dioses y semidioses climáticos y de leyendas
climáticas como el Fimvulbetr de la Edda Menor, que describía el fin del
mundo bajo el advenimiento de una catástrofe medioambiental tal como nos lo
anunciaban los nuevos predicadores del apocalipsis. Si bien es cierto que de
entonces a hoy nuestro karma climático se ha enmierdado de forma
exponencial.
-Espera un momento -dijo ella-, creo que tengo algo que puede ayudarte.
Y se puso a rebuscar en su enorme neceser de viaje hasta que halló un
antifaz para dormir de los que se utilizan en los aviones.
-Toma, usa esto. A partir de hoy serás el superhéroe enmascarado que
venció al sol de medianoche.
¿Quién era en realidad aquella hermosa mujer que me sonreía con
desvergonzada falacidad? Esto era algo que todavía no me atrevía a averiguar.
Sabía que fuera cual fuera la respuesta supondría el fin de nuestra relación.
***
Aquella mañana el comedor se hallaba muy animado. El anunciado grupo
de climatólogos franceses habían aterrizado de madrugada en el helipuerto de
la isla. Estaba compuesto por tres individuos, dos hombres de alrededor de
cincuenta años y una muchacha muy guapa de no más de veinticinco. En su
mesa habitual se hallaba el matrimonio de nudistas suecos que no había
alterado su ausencia de indumentaria del día anterior a excepción de una gorra
blanca y negra de aspecto marinero que lucía Per-Otto, similar a las que usan
los estudiantes de la Universidad de Uppsala. Ni rastro del doctor Formosa.
En tanto Siv tomaba su místico desayuno compuesto de fruta y cereales
con yogur, yo me preparé una gigantesca tostada (en Noruega el pan es un
artículo de lujo, la patata hervida hace de pan y el pan es la ambrosía cósmica
con la que se alimentan en el Valhalla los gloriosos guerreros muertos en
combate y los dioses) sobre la que coloqué aceite de oliva virgen envasado en
un frasco de cristal repujado, comprado a precio de oro en la farmacia-
perfumería de la isla, una gruesa loncha de salmón ahumado y encima de ella
un huevo a la plancha, sencilla y sublime arquitectura culinaria que los
noruegos están todavía lejos de descubrir. Mientras trasegaba en la cocina y
daba cuenta luego de mi monumental colación, observaba a los huéspedes y
escuchaba sus conversaciones.
Per-Otto y Pernilla relataban a la concurrencia sus visitas anteriores a la
isla, sus avistamientos de ballenas, sus seguimientos de frailecillos, sus
idílicos baños en las playas de arena blanca y aguas color turquesa bajo el sol
de medianoche, los alegres días de juventud en una humilde rorbu. Y yo los
imaginaba desnudos en su cabaña de pescadores, fornicando entre el olor a
grasa rancia y a pescado seco. Hablaron luego con encono de un alto (el más
alto, enfatizaron) mandatario norteamericano, con nombre de mala hierba o
pelo de coño, que ya solo pensaba en seguir su política de desprotección
medioambiental y acelerar la catástrofe ecológica, para lo cual estaba
dispuesto a fracturar la corteza terrestre en busca de gas y a remover montañas
en busca de carbón. Aquel supervillano estaba al parecer decidido, hiciera
falta o no, a derretir los casquetes polares él solo. Casi me conmovía la
ingenuidad militante de aquellos afables vejestorios. Pero al instante los
imaginaba deshaciéndose del cadáver de la víctima del doctor Formosa,
limpiando a conciencia los restos de la escabechina, y toda la simpatía y
condescendencia que en principio me despertaban se diluía en una mezcla de
horror y perplejidad. Si la figura del anciano perverso, circunscrita por lo
común, dada la aparente (y todas luces engañosa) contradicción en los
términos, al ámbito de la ficción y habitual en los esperpentos
cinematográficos, las novelas decimonónicas o el gótico sureño, no había
tenido para mí un referente real, ahora se encarnaba de forma dramática en
aquellos dos suecos de apariencia bondadosa.
Como quiera que siempre se referían al pasado al hablar de sus andanzas
por la isla, me preguntaba si la pareja abandonaba alguna vez el albergue y si,
de hacerlo, seguía siendo fiel a su credo nudista, dado que las temperaturas
habían bajado de forma considerable desde el primer día, el único que podría
calificarse de veraniego desde nuestra llegada.
Pregunté a uno de los cazadores de nubes franceses, un tal Edmond
Karabudjan de humor, por lo que había observado hasta ahora, un tanto
atrabiliario, si pensaba que el mal tiempo proseguiría y me contestó que, por lo
que él sabía, no existía tiempo bueno o malo fuera de la tendencia maniquea
del ser humano a atribuir al clima falaces atributos antropomórficos en función
de sus deseos y expectativas, y que, por lo que a él respectaba, la única
cualidad que podía atribuirse al tiempo no era la de ser bueno, malo o regular
sino incorregible y (sobre esto último me pidió que le guardara el secreto)
bastante imprevisible.
Advertí que Pernilla no quitaba sus inquisitivos ojillos lapones de los
recién llegados, en especial de Ottilie, la joven y hermosa climatóloga que
escuchaba a su colega sin intervenir en la conversación, mientras lanzaba
impacientes miradas hacia la escalera que daba a los dormitorios y hacia la
puerta del albergue.
Además de mis aprensiones derivadas de su complicidad con Formosa, la
presencia de aquella pareja desnuda, lejos de convertirse en algo, por habitual,
invisible o indiferente, me ponía cada vez más nervioso, sobre todo la de ella.
Era como si pretendiera utilizar su desnudez como un arma intimidatoria, algo
que le daba una ventaja táctica sobre los demás. Me había cruzado con ella en
dos ocasiones en el corredor que conducía a los dormitorios y en la escalera de
aciago recuerdo, y no había podido evitar mi embarazo del que ella sin duda se
había apercibido dándomelo a entender con una sonrisa entre irónica y
condescendiente y, en cualquier caso, de lo más irritante, mientras hacía algún
comentario trivial acerca del tiempo o cualquier recomendación sobre un
rincón de la isla especialmente salvaje que ella y Per-Otto habían descubierto
en alguna de sus anteriores estancias vacacionales (que inmediatamente
suscitaba en mí el inevitable interrogante de si habían visitado el lugar
desnudos o vestidos). Había un instante en el cual, sin que pudiera evitarlo,
mis ojos se demoraban en su blanco, ralo y despoblado vello púbico o en sus
senos declinantes, para desviarse luego avergonzados hacia el suelo o hacia el
techo, mientras sentía una incómoda sensación de quemazón en el rostro. Por
otra parte, yo tenía una vaga experiencia en el trato con colectivos
excluyentes. En determinados momentos de mi vida me había visto obligado a
asumir la condición de seglar ante los religiosos, la de gentil ante los judíos, la
de infiel ante los musulmanes, la de payo ante los gitanos, yo había sido
especista frente a los animalistas, negacionista frente a los cambioclimatistas,
y ahora, frente al nudismo de Per-Otto y Pernilla, a todas las cosas excluyentes
que ya era, debía añadir además la condición de textil. Uno iba por el mundo
recibiendo títulos sin haber hecho nada para merecerlos, títulos que jamás se
atribuiría a sí mismo.
Comenté con Siv mi sensación de incomodidad ante los suecos y ésta trató
de quitar hierro al asunto con una exposición didáctica sobre las
peculiaridades sexuales de aquel país de grandes ideales sociales y anhelos
utópicos fatalmente enderezados hacia lo distópico; un país, por lo que yo
sabía, donde el anhelo de independencia individual, fomentado por el propio
estado, había llegado a tal extremo que había sido preciso habilitar centros
especiales donde los suecos intentaban aprender a vencer la repugnancia y el
terror a tocarse unos a otros.
-En Suecia el nudismo es algo tan natural como la respiración. Pero aunque
no tiene nada que ver con el sexo, su percepción como algo natural es la
consecuencia de una correcta educación sexual, y en Sucia, desde principios
de los años treinta, se establecieron programas de educación sexual en las
escuelas, se legalizó el aborto y se potenció el uso de anticonceptivos. Si a
Suecia le hubiera sido dado gozar de un clima tropical, lo que no podemos
descartar en el futuro como consecuencia del cambio climático, todo el mundo
iría desnudo.
-Si Suecia tuviera un clima tropical los suecos tendrían una mentalidad y
una moral adaptada a ese clima -intervino Edmond, el escéptico cazador de
nubes, que al parecer había estado atento a nuestra conversación.
-¿Cree usted que la mentalidad, la moral y, en consecuencia, la sexualidad
son algo asociado al clima? -preguntó Siv.
-No tengo la menor duda. Como nadie ignora, en los países tropicales las
costumbres sexuales son más relajadas que en los de climas fríos. Sin embargo
en algunos países nórdicos, especialmente en los de religión luterana, la
relajación en las relaciones sexuales, así como el alcoholismo, están
determinadas por el clima. Podría señalarle algunos casos claros de la
influencia del clima extremo en las relaciones sexuales, como la poliandria
practicada en el Tíbet o la prostitución hospitalaria entre los inuit.
-Y ¿qué interés especial tiene esta isla para un climatólogo o sexólogo? -
pregunté.
-Se da la circunstancia -intervino Bertrand, el otro climatólogo- de que,
debido a la corriente del Golfo, Værøy es el lugar que registra las temperaturas
más altas del mundo en relación con su latitud, esta es una peculiaridad que
siempre atrajo a meteorólogos y climatólogos a esta isla. El motivo de nuestra
presencia actual se debe a que al revisar los últimos climogramas, hemos
detectado un aumento relevante de la temperatura en el último decenio.
-El cambio climático, supongo.
-Puede ser, pero también podría tratarse de variaciones regionales
aleatorias. Es difícil establecer patrones, los cambios no suelen ser constantes
a largo plazo por lo menos desde que tenemos mediciones precisas.
-El clima -prosiguió Edmond- es una cosa complicada que afecta incluso a
la política del mismo modo en que la política afecta al clima. Los italianos
tienen una expresión que deja establecida esta relación: “Piove, governo
ladro!”
-Al ser humano, que no soportaría la idea, con perdón de la mesa, de
cagarse en el plato en que come, le resulta absolutamente natural utilizar como
basurero el aire que respira. Esta es una relación que a la mentalidad humana
le cuesta establecer -dijo Pernilla zanjando la conversación.
***
Tal como habíamos acordado me encontré con el doctor Formosa en
Sørland, en una taberna llamada Kornelius. Había dejado a Siv en la
habitación preparándose para la próxima excursión y había salido con la
excusa de acercarme al colmado a comprar cualquier cosa imprescindible, así
que tomé una de las bicicletas salvajes de las que había apoyadas en la pared
del albergue y me dirigí al lugar de la cita.
El científico se hallaba sentado en una mesa apartada y bebía una taza de té
Lipton. En cuanto tomé asiento frente a él, me dijo:
-En nuestro primer encuentro, tras hacerme una observación que me puso
en guardia, le pregunté a usted si pertenecía a Morderne. Creo que debe saber
quién compone esa organización y cuáles son sus fines. Pero antes debo
ponerle al corriente de algunas cuestiones esenciales. Hasta ahora las grandes
corporaciones y algunas agencias gubernamentales norteamericanas
interesadas en negar el cambio climático se habían contentado con financiar
laboratorios de ideas, gabinetes estratégicos o think tanks, puntas de lanza
ideológicas del capitalismo desregulado dedicadas a elaborar estrategias en
favor de la negación del calentamiento global y a difundirlas. Hoy,
considerando que esa labor es insuficiente para sus propósitos, habida cuenta
de que muchos gobiernos están empezando a tomarse en serio la tesis del
cambio climático y a adoptar duras medidas contra las emisiones, y ante el
temor de que otros en el futuro hagan lo mismo, han decidido crear
organizaciones criminales o financiar otras ya existentes con el objeto de
silenciar (aquí puede imaginar toda la gama de posibilidades, desde el soborno
y la amenaza, al asesinato) a los científicos y activistas que tratamos de
demostrar las consecuencias del calentamiento global, desenmascarar y
denunciar con pruebas irrefutables a los poderes corporativos que tienen un
interés en que éste se produzca y las actividades desarrolladas por ellos para
acelerarlo atraídos por los dividendos que los grandes desastres derivados del
clima les proporcionarán. Uno de estos grupos de acción anti warmists, es
decir, anti-alarmistas del calentamiento global, como nos llaman
despectivamente los negacionistas, es Morderne, una organización criminal
compuesta por agentes rusos, norteamericanos y noruegos, que trabaja con el
apoyo extraoficial de sus gobiernos, que son las potencias más interesadas en
explotar los recursos que atesora el Ártico, cuyo acceso va a facilitar el cambio
climático.
-¿Por qué alguien iba a tener un interés especial en que el mundo se fuera
al carajo y además estar dispuesto a matar para asegurarse de que eso ocurra? -
pregunté tratando de parecer ingenuo.
-¿Le parece extraño que alguien llegue a matar por preservar el sistema
capitalista? Para muchos conservadores, incluso para los más honrados y bien
intencionados, las medidas para evitar el cambio climático suponen una
intervención drástica de los Estados en la economía de libre mercado, es decir,
un control estricto de lo público sobre lo privado. Por lo que no es extraño que
estas élites consideren que el anuncio del cambio climático forma parte de una
estrategia para imponer el comunismo a escala global o al menos para destruir
el sistema de libre mercado tal como lo conocemos ahora. Es decir, de acabar
con el capitalismo. Por otra parte, y como ya le dije, el calentamiento global y
el deshielo del Ártico va a proporcionar una riqueza inmensa a quien sepa
aprovecharse, pues en esa región se encuentra el 22% de las reservas
mundiales de petróleo y más del 30% de los recursos de gas natural, además
de oro, níquel, uranio y diamantes. El cambio climático ha abierto la puerta a
la explotación del mayor yacimiento de recursos energéticos del mundo que
hasta ahora se había mantenido virgen. No olvidemos tampoco el negocio que
supone para las empresas dedicadas a la seguridad o a la creación de
infraestructuras las catástrofes en general y muy especialmente, por su
creciente virulencia, las generadas por el cambio climático. La industria
armamentística ya ve negocio en el asunto, no digamos las compañías
farmacéuticas que husmean en las consecuencias de las sequías, inundaciones
y pandemias una inmejorable oportunidad de negocio, o el lobby de las
aseguradoras y de los promotores inmobiliarios que aprovechan cualquier
guerra o catástrofe para aumentar exponencialmente sus ingresos. Hasta la
mafia rusa, que también está interesada en el calentamiento global, está
acumulando grandes extensiones de tierra en las estepas siberianas, con el fin
de apoderarse no de los billones de toneladas métricas de gas metano que se
encuentran bajo la capa de permafrost sino del marfil de los millones de
mamuts sepultados en ella. Con todo esto en juego comprenderá que el solo
hecho de levantar la voz para manifestar y denunciar públicamente todas estas
cuestiones supone un enorme riesgo para la seguridad y la vida de quienes lo
hacen.
-¿Quiere hacerme creer que un solo individuo puede constituir una
amenaza para el orden corporativo? Sus delirios megalomaníacos exceden los
de cualquier sabio loco decidido a dominar el mundo.
Formosa, me miró un instante con fijeza. Él no era desde luego un sabio
loco decidido a dominar o destruir el mundo, él estaba decidido a salvarlo.
-Soy simplemente un antisistema en el peor sentido de la expresión, sobre
todo para algunos. Morderne y quienes los apoyan intentan impedir que lea mi
informe sobre el cambio climático en la próxima Conferencia de las Naciones
Unidas sobre el clima a la que he sido invitado y que revele ante el mundo sus
maquinaciones. Tengo en mi poder todo tipo de cifras, datos, documentos
secretos e informes, aportados por un equipo especializado en el análisis y la
publicación de leaks informativos y varios hackers y agentes ecologistas
militantes infiltrados en el Departamento de Estado americano, en la Cámara
de Comercio y la Agencia de Protección del Medio Ambiente de dicho país,
así como en los gabinetes homólogos de Rusia y Noruega, que prueban de
forma fehaciente no solo la evidencia de dicho cambio y de sus efectos
devastadores sino la activa participación en la aceleración del proceso tanto de
algunos Estados como de grandes corporaciones.
La de aquel individuo era sin duda una paranoia a lo grande, de amplio
espectro, con subtextos, con corrientes subterráneas; una paranoia, en suma,
polifacética, con múltiples elementos en primer y segundo plano.
-¿No le parece extraño que una organización se haga llamar a sí misma
“asesinos”? -dije tratando de enfrentarlo con su propio delirio.
-Se trata de un nombre en clave con fines operacionales, que a la vez es
acrónimo de Movimiento Operativo de Recusación De Energías Renovables y
Nuevas Estrategias. Tenga en cuenta que hablamos de una asociación secreta
que, como es obvio, no está inscrita en ningún registro de sociedades, ni se
publicita más allá de sus miembros y sus amos, así que gozan de una libertad
absoluta para ser sinceros y proclamar ante sí mismos su condición. Aunque
quizás se trate de un homenaje a los secuaces del Viejo de la Montaña, a
Chesterton o a Stevenson. Sin duda quien le puso el nombre -aquí esbozó una
sonrisa irónica- debía de ser un romántico incurable.
-¿Pertenecía a Morderne el hombre que le estaba esperando en el
aeropuerto?
-El hombre que había acudido a recogerme en Torp, aunque se hacía pasar
por un activista de Acción Climática, un grupo ecologista internacional con
sede en Oslo, con cuyos miembros había acordado reunirme, pertenecía en
realidad a Obštšak, una organización mafiosa de Estonia subcontratada por
Morderne, hoy día hasta los asesinos se subcontratan. Este individuo hizo
desaparecer al verdadero activista al que suplantaba. Por suerte fui advertido a
tiempo y pasé ante su cartel sin darme por aludido.
-Y no obstante ese individuo le siguió la pista hasta aquí -solté como si
hablara conmigo mismo.
Al Dr. Formosa no pareció sorprenderle la revelación de que me hallaba al
tanto de su encuentro con aquel individuo en la isla y por tanto de su crimen.
Bebió un sorbo de té Lipton y dijo:
-Sé perfectamente que me vio, también sé que no va a denunciarme, no
habiéndolo hecho aún. Pero, aunque lo hiciera, ¿qué lograría? La historia
resultaría inverosímil, sobre todo para la policía de aquí que lo más grave a lo
que se ha enfrentado en décadas ha sido a un pescador borracho armando
escándalo en una taberna. Además no existe ya el menor rastro ni prueba. La
persona que usted vio morir tenía ciertamente la intención de matarme. Este
individuo primero intentó comprarme ofreciéndome una suma elevadísima a
cambio de los documentos y pruebas que mostraré en la Conferencia, y al no
ceder, su siguiente paso era eliminarme, actué por tanto en legítima defensa.
Con disimulo sacó del bolsillo de su gabardina una curiosa pistola de
reducido tamaño. Pensé que aquel loco peligroso iba a dispararme a la vista de
todo el mundo.
-No se alarme, no pienso hacerle daño. El arma que le muestro es una
pistola PSS de fabricación rusa que emplea como munición cartuchos sellados
y es tan silenciosa que solo emite un leve chasquido al ser disparada. Estaba
en el bolsillo del individuo que eliminé y me hubiera disparado con ella sin la
menor vacilación. Como ya le he dicho se trataba de un sicario estonio
llamado, según consta en su pasaporte, Tõnis Ratas, hasta el nombre predica a
gritos, con todo mi respeto a sus homónimos roedores, su vil condición. Con
su muerte, no le quepa duda, el mundo sale ganando.
-Y el matrimonio de nudistas suecos, ¿qué papel juegan ellos en todo esto?
-Las personas que usted conoce como Per-Otto y Pernilla Östgård, son
agentes míos, ambos me ayudaron a limpiar el escenario y a deshacerme del
cadáver que actualmente da vueltas en el remolino del Maelström. Los dos
pertenecen a un grupo de activistas pro-justicia climática llamado Carbono
Cero, un grupo cada vez más numeroso de oposición no solo a la cultura del
carbono sino a la economía capitalista, con sus propias rutas de pago al
margen del sistema financiero, inspiradas en la hawala, y otros medios de
cambio mutualistas y descentralizados sustentados en las redes P2P, el
software libre y los sistemas de cadena de bloques. Como puede ver ni
desdeñamos la tecnología ni somos, como pretenden hacer creer nuestros
enemigos, unos nostálgicos del candil.
-¿Qué es exactamente lo que ha venido a hacer a este lugar?
-El motivo por el que me encuentro en este apartado rincón del mundo no
es solo ponerme a salvo, al menos hasta que pronuncie mi conferencia, sino
también reunirme en secreto con un grupo de activistas locales para desarrollar
un plan de acción contra la empresa estatal noruega Statoil, una de las
compañías petroleras más productivas y agresivas del mundo. Aunque como
ya ha visto, cuando se trata de Morderne, resulta difícil ocultarse, disponen de
los más avanzados métodos y recursos, como programas de monitorización
masiva mediante instalación de puertas traseras en todo tipo de dispositivos
electrónicos, exploits de día cero, sistemas de control remoto de malware e
incluso satélites espías. Además cuentan con todo un ejército de sicarios.
Morderne no va a dejar de enviarme a sus agentes con intención de
eliminarme. En el grupo de climatólogos franceses que ha llegado hoy a la isla
con seguridad habrá alguno.
Contagiado por su paranoia miré a mi alrededor. Varios individuos con
pinta de lugareños bebían sus cervezas. Apercibido de mi inquietud dijo:
-No se preocupe, todas las personas que se encuentran en la taberna son
miembros activos de Carbono Cero y de Acción Climática. Con la excusa de
la celebración de un evento hemos alquilado el local para todo el día. No
podíamos exponer nuestro encuentro a los ojos del enemigo.
-¿Y por qué me cuenta todo esto, qué es lo que espera de mí?
-Se lo cuento porque confío en usted.
Tomo un maletín que tenía sobre el suelo a su izquierda y sacó de él una
abultada carpeta.
-Solo le pido -prosiguió- que, por el bien de la humanidad, me guardé estos
documentos, son las pruebas de las que le hablé.
Vacilé un instante, miré directamente a los ojos de aquel hombre que tan
ciega y absurdamente confiaba en mí y hallé en ellos una mirada limpia,
trasparente y cándida, una mirada que solo podía tener origen en la santidad o
en la locura. Luego tomé la carpeta que me ofrecía y la oculté en el enorme
bolsillo interior de mi coreana de vinalon altamente carbónica.
-Insisto, ¿por qué se fía de mí?
-Porque me mereció confianza desde el momento en que lo vi en el tren.
Creo que la providencia, como ya sugerí, lo puso ante mí con un fin. Usted
además no es un warmist ni tampoco abiertamente negacionista, mantiene una
moderada y razonable posición escéptica que jamás levantaría las sospechas
de Morderne y sus secuaces.
-¿Y por qué no le entrega los documentos a Per-Otto o a Pernilla?
-Porque, como yo, también ellos se encuentran en peligro. Hemos
protegido toda la información sensible de que disponemos, desde nuestras
bases de datos a nuestros listados de activistas mediante cifrado negable y
contraseñas señuelo, y utilizamos sistemas OpenPuff y similares para
cualquier intercambio de información. Podemos pues proteger hasta cierto
punto nuestro legado, pero no nuestras vidas, jamás lograremos estar a salvo
de tan poderoso enemigo. La amenaza pende especialmente sobre el activista
que se halle en posesión de estos documentos originales, documentos creados
directamente en papel, con las firmas de los intervinientes y los logos de las
corporaciones y de las agencias estatales a las que pertenecen. Estas pruebas
documentales que no se pueden falsificar, que no son entes virtuales
producidos por un algoritmo matemático, son las que deben mostrarse al
mundo. El papel en el que están impresas constituye en sí mismo una terrible
metáfora de lo que hoy es la realidad: naturaleza a la que se han añadido
agentes de blanqueado óptico; pero, con todo, una pequeña cosa material que
podemos tocar con un poco de esperanza. Así que debe saber que al aceptarlos
también corre un riesgo. Pero, créame -sonriendo travieso-, con esa prenda de
vinalon nadie sospecharía de usted.
-¿Qué debo hacer con ellos?
-Solo guardarlos. En caso de que a mí y a mis amigos nos ocurriera algo,
alguien se los pedirá.
-¿Cómo sabré que la persona que me los pide no es un agente de
Morderne?
-Porque se presentará ante usted con las únicas palabras con que un agente
de Morderne jamás se presentaría: “Soy agente de Morderne”.
-Muy ingenioso.
Durante unos instantes guardamos un silencio que aproveché para echar un
vistazo a los figurantes que ocupaban las mesas del local, en su mayoría
hombres jóvenes de aspecto escandinavo, con largos cabellos desteñidos por el
sol y rostros curtidos, que sin duda podían pasar por pescadores locales
matando el tiempo en la taberna entre dos campañas pesqueras. Luego
pregunté:
-¿A qué vino el otro día en la excursión su prevención contra Siv, no
pretenderá hacerme creer que es una agente de Morderne?
-Puedo asegurarle que no lo es, pero tampoco es quien dice ser.
-¿Y cómo sabe usted eso?
-Recuerde que si sigo vivo es por la razón de que estoy bien informado.
Pero respóndame a una pregunta, ¿fue ella la que le propuso venir aquí?
De repente recordé algo y me invadió una vaga sensación de inquietud.
-Lo decidimos de mutuo acuerdo -respondí tras una vacilación.
-¿Está seguro?
-Bueno, Siv ya conocía este lugar -dije con precaución-, así que es posible
que ella lo propusiera, aunque la decisión de venir al norte de Noruega la
tomamos de mutuo acuerdo.
-¿Y todavía no le ha preguntado para quién trabaja?
-Para qué iba a hacerlo, sé muy bien en qué consiste su trabajo.
-Pues hágalo -dijo.
Se levantó, salió de la taberna, tomó la bicicleta que tenía aparcada junto a
la terraza, amarró su maletín al soporte y se marchó pedaleando.
Aún permanecí diez minutos sentado. Apuré la cerveza ya tibia, miré el
reloj y, siguiendo las instrucciones recibidas antes de emprender el viaje, tomé
la bicicleta y me acerqué a la única cabina telefónica que había en Værøy.
Introduje la tarjeta que había adquirido el primer día en el colmado y marqué
el número de Londres que había memorizado. Tras varios tonos, una voz
femenina dijo las palabras previamente convenidas y acto seguido hice lo
mismo. Al otro lado de la línea la voz femenina desgranó las instrucciones que
esperaba. Tan solo dijo ocho palabras, pronunciadas con una lentitud casi
exasperante, las repitió, esperó a que le confirmara la recepción correcta
repitiéndolas a mi vez y colgó. Las instrucciones que aguardaba para cumplir
el objetivo que me había traído a la isla me habían sido comunicadas sin
novedad. Me sentía aliviado al conocer por fin los detalles de la misión. No
me sorprendió que, tal como había sospechado, los acontecimientos acaecidos
durante los días anteriores estuvieran relacionados con ella. Debía actuar
rápido, pero extremando la cautela.
***
Me encontré con Siv en la habitación del albergue. Se había bañado y se
daba los últimos retoques antes de salir.
Durante mi conversación con el Dr. Formosa había recordado que justo
antes de proponerle a Siv viajar al norte de Noruega, ella me había expresado
su deseo de hacerlo, y, como si me hubiera leído el pensamiento, había
nombrado Værøy. Lo que había juzgado en principio una especie de
sincronicidad y un augurio de entendimiento perfecto entre nosotros, se me
revelaba ahora, a la luz de las insinuaciones del Dr. Formosa, una burda
maniobra para arrastrarme a aquel lugar quién sabe con qué aciago propósito.
Y de repente me sentí atrapado dentro de uno de esos videojuegos, a los
que tan aficionados son los adolescentes sociópatas de hoy día, y por los que
jamás he sentido atracción alguna, en uno llamado… no sé ¿"Klimátika"?
-¿Para quién trabajas? -le espeté de sopetón mientras se daba un ligero
toque de brillo en los labios. Siempre he pensado que una mujer en el
momento de sujetarse las medias, de peinarse o maquillarse, es decir, en esos
momentos en los que de algún modo se disfraza, por una simple necesidad de
compensación, se hallaba más predispuesta a decir la verdad.
Ella me miró, compuso un gesto de sorpresa y dijo:
-Ya lo sabes, soy intérprete como tú.
-Sí, eso ya lo sé, y tengo la convicción de que interpretar se te da muy bien,
pero también sé que ese no es tu verdadero trabajo sino tu tapadera.
-¿Te lo ha dicho el doctor Formosa?
-Sí -admití.
-Está bien, en realidad no es nada de lo que deba avergonzarme. Trabajo
para el gobierno danés, concretamente para el PET (Politices
Efterretningstjeneste), el servicio de inteligencia de mi país. Informo de todo
lo que ocurre entre bambalinas en los congresos y cumbres sobre cambio
climático y calentamiento global, y señalo a los activistas más destacados en
contra del fenómeno. El gobierno danés tiene un interés muy especial en el
tema.
-Así que tu rubio país -dije haciendo una mala imitación de la voz del
doctor Formosa-, a pesar de haber apostado por las renovables, también sopesa
las ventajas del calentamiento global
-Mi país posee grandes reservas de petróleo en Groenlandia, cuyo coste
actual de extracción supera con creces el precio del producto en el mercado, de
ahí que también se encuentre interesado en las consecuencias del
calentamiento global.
-Entiendo, tu país pone una vela a dios y otra al diablo.
-Somos conscientes de las consecuencias catastróficas del calentamiento y
hemos puesto todos los medios a nuestro alcance para evitarlo. Pero si los
casquetes polares se derriten por las políticas insensatas de otros países, no
seremos tan estúpidos como para no aprovecharnos.
-Por cierto, ¿cuál es el motivo por el que decidiste que viniéramos aquí,
tiene algo que ver con tu trabajo de espía?
-Sabía por los servicios secretos de mi país que el doctor Formosa estaría
aquí y se me envió para averiguar el motivo.
-¿Y lo has averiguado?
-Estoy en ello ¿Y tú? Que yo recuerde también mostraste un interés
especial por venir aquí.
-Me habían hablado de sus bellezas naturales y había leído Un descenso al
Maelström -mentí sin dejar de decir la verdad.
Antes de que abandonara la habitación, ya en el umbral, le pregunté:
-¿Qué sabes de Morderne?
-¿Qué?
-Cuando te pregunté por su significado reaccionaste como si nombrará al
mismo diablo.
-No sé de qué me hablas -mintió.
***
Siv salió de la habitación y yo aproveché para abrir la carpeta y ver lo que
había en ella. Allí, como ya esperaba, había de todo, contratos de minería con
comisiones ilegales e informes de investigación falseados; corporaciones
eximidas de rendir cuentas por las consecuencias ambientales; miles de
correos filtrados intercambiados entre directivos de empresas, políticos y altos
funcionarios en relación a concesiones mineras y petroleras bajo mano;
denegaciones pactadas de incentivos a las energías limpias en paquetes de
estímulo económico; gobiernos que decretaban “impuestos al sol” bajo la
presión de las compañías eléctricas; sobornos a senadores norteamericanos por
las corporaciones petroleras; destrucción de acuíferos; deforestación; vertidos;
genocidios perpetrados contra tribus africanas y amazónicas; pruebas
incontrovertibles de la complicidad entre dictaduras y compañías petroleras en
el asesinato de miles de opositores a la expropiación de tierras para
prospección y explotación de pozos; imágenes clasificadas de satélites espías
norteamericanos que mostraban el impacto del calentamiento en los casquetes
polares y la Antártida oriental; enajenación ilegal de tierras tribales para
construir plantas de biodiesel; estafadores climáticos que se embolsan fortunas
mediante el comercio fraudulento de bonos de carbono de fantasía, y, por
último, el listado al completo de los miembros de la organización Morderne,
sus subcontratas mafiosas y sus vinculaciones con varias corporaciones
petroleras y mineras, gobiernos, think tanks y agencias estatales
norteamericanas. En definitiva allí estaba al completo todo el who’s who con
nombres y apellidos en el tema del crimen y la corrupción ambiental, todos los
nombres del calentamiento global.
Como el doctor Formosa había explicado, aquellos documentos parecían
ser originales y por tanto, con independencia de las copias que pudieran
existir, únicos. Nuevamente volví a plantearme las dudas que ya me habían
asaltado al recibir la carpeta. ¿Cómo podía aquel hombre, que no dejaba
traslucir el menor atisbo de ingenuidad y que sabía protegerse a sí mismo de la
forma en que ya había visto, confiar en un extraño hasta el punto de entregarle
unos documentos que, auténticos o no, consideraba vitales? ¿Habría en todo
aquello un plan secreto que se me escapaba? Sin duda había algo extraño en la
confianza que el doctor Formosa había depositado en mí. En nuestra ascensión
al monte, si bien por consideraciones ajenas a su propia conducta y mediante
la interpretación un tanto irónica de ciertos fenómenos natrales, yo había
creído percibir en él un atisbo de locura mesiánica. Pero si el amor
incondicional de Cristo por la humanidad hasta dejarse matar por ella hacía
dudar de su cordura, la confianza del doctor Formosa en mí no solo hacía
dudar de la suya sino que además parecía indicar un deseo, consciente o no, de
expiación o de martirio; una necesidad, consciente o no, de entregarse a la
justicia kármica. Al fin y al cabo aquel individuo, pacífico en apariencia, había
matado a un hombre, al menos que yo supiera, y quién sabe si no habría
matado a más; y aunque, según él, lo había hecho por una buena causa y en
legítima defensa, y su víctima era, o al menos así parecía, una peligrosa
alimaña, algún remordimiento tenía que atormentarle. Si era así, si todo
aquello obedecía a una necesidad de sacrificio, no había duda de que, en la
representación de este biathanatos a mí me había tocado el papel de Judas.
Bajé al comedor y comprobé que se hallaba vacío. Todo el mundo se
encontraba entregado a sus excursiones o actividades públicas o secretas. Me
acerqué a la chimenea. Quedaba un débil rescoldo. Un corazón de fuego
latiendo entre la ceniza. Tomé de la leñera varias ramas de abedul y las fui
colocando sobre la brasa. Aguardé hasta que brotaron las llamas y arrojé en
ellas la carpeta que me había entregado Formosa. Todos aquellos datos
minuciosamente filtrados, aquellos documentos comprometedores quedaron
reducidos a cenizas en el tiempo que me hubiera llevado apurar un cigarrillo
de haber podido fumar en aquel lugar sin arriesgarme a una severa condena.
Cuando me di la vuelta para dirigirme de nuevo a la habitación me encontré
sobre el primer peldaño de la escalera a Ottilie, la joven climatóloga francesa,
que sin duda había estado observando toda la operación y me sonreía con aire
cómplice.

Aquella tarde se celebró una pequeña fiesta en el albergue, a la que el


doctor Formosa no asistió. Se había disculpado alegando ser un firme objetor
de conciencia auricular al black metal noruego y otras corrientes satánicas
similares, y habíamos acordado encontrarnos con él más tarde en el puerto
desde el que saldríamos a navegar hasta Moskenes para ver el Maelström bajo
el sol de medianoche.
Pernilla había horneado unos pasteles de mazapán típicos de su país, para
cuya preparación había usado un delantal. Siv había preparado su pastel con
los arándanos recogidos en la excursión del día anterior. Y Kjetil apareció con
una buena provisión de cerveza Nøgne y algunos discos, todo ello de altísimo
octanaje, por lo que bajo el estridor apocalíptico de las bandas de death y
black metal noruego pudimos entregarnos a la bebida a la manera escandinava,
sin perder tiempo, trago o ripio en charlas de conveniencia y otras ceremonias
sociales.
Durante la fiesta aproveché un descuido para ponerle a Siv en su vaso de
gløgg dos comprimidos de Stilnox y dos de Orfidal, que previa y
clandestinamente había pulverizado, un cóctel de derivados bencénicos,
altamente carbónico, calculado para cimentar y remozar su ya de por sí
robusta arquitectura del sueño, seguida de una leve amnesia enterógrada, todo
ello sin descartar la posibilidad de algún cuadro alucinatorio, perfectamente
achacable al sol de medianoche, ese gran perturbador de sueños y vigilias.
Como coadyuvante del cóctel inicié un animado flirteo con Ottilie consistente
en una serie de gritos al oído tratando de sortear los elementos atmosféricos,
en especial el vendaval sonoro provocado por Storm detonation de Zyklon,
una banda noruega de blackened.
-Me encanta esta música, es total -gritó en mi oído Ottilie que llevaba
puesta una camiseta negra con la palabra “Assassin” estampada a la altura del
pecho, que hacía referencia no a sí misma sino a un grupo de hardcore hip-hop
de los suburbios parisinos, y la leyenda: “On n'est pas tous des rats, certains
sont des jaguars”, y en sus ojos azules, en contraste con su corto cabello negro,
centelleaban sus dilatadas pupilas- ¿Y a ti?
-Yo soy de Beethoven para arriba -grité en su oído.
-¿Doom? ¿Thrash? ¿Death? ¿Black? -gritó y sentí su aliento cálido,
alcohólico y cannábico.
-Un poco de todo, probablemente más de lo que hubiera podido soportar -
no sé si esto lo grité o lo pensé, en cualquier caso parecía demasiado largo
para gritarlo en un oído, aun en un oído tan voraz como el de aquella
muchacha.
Ottilie me ofreció un porro que, siguiendo un estricto orden jerárquico,
había circulado por todo el resto de climatólogos franceses y que rechacé
asqueado.
-Nunca en horas de trabajo -grité al oído de aquella joven climatóloga
probablemente más diestra en manejar una Glock (polímero y fibra de
carbono) que en interpretar un diagrama ombrotérmico.
En menos de veinte minutos Siv comenzó a mostrar síntomas de confusión
y ataxia, rompió varios vasos y cayó encima de Bertrand, uno de los estirados
climatólogos. Así que la llevé a la habitación a trompicones y la dejé
durmiendo pesadamente en la cama.
Luego bajé con discreción la escalera. La fiesta proseguía en el salón,
aunque había decaído bastante. Traté de alcanzar la puerta del albergue sin que
Otilie me viera, pero, como ya había observado durante la fiesta, la joven
climatóloga no quitaba ojo de la escalera y de la puerta. Salí a la calle. El sol
de medianoche daba al aire un matiz sangriento. Saqué mi cortaplumas y rajé
las ruedas de todas las bicicletas salvajes que había apoyadas en la pared del
hostal excepto una. Monté en ella y me dirigí al puerto donde había quedado
en reunirme con el doctor Formosa. Cuando había recorrido un trecho
prudente me detuve, me di la vuelta y miré en dirección al albergue. Ottilie,
tras verificar que las bicicletas se hallaban inservibles, ante la imposibilidad de
seguirme, me miraba impotente con los brazos en jarras. A penas advirtió que
la observaba alzó, sin la menor cordialidad, el dedo cordial en mi dirección.
Yo le dediqué la mejor de mis sonrisas.
Me reuní con el doctor Formosa en el puerto. Éste había acordado con el
patrón de un barco que salía a pescar lenguado y bacalao de primavera, que
nos desembarcaría en Moskenes y nos recogería de madrugada a la vuelta.
El científico se había puesto una chaqueta de polartec perfectamente
ecológica, confeccionada a partir de fibra extraída de botellas de plástico
recicladas, y llevaba a la espalda una pequeña mochila y unos prismáticos
colgados al cuello.
Al advertir que Siv no me acompañaba se interesó por su ausencia.
-No se encontraba muy bien y ha preferido quedarse en la cama. Le ruega
que la disculpe.
-¿No estará enferma?
-Ya sabe, esos días que las mujeres suelen tener, en ella son especialmente
incapacitantes.
El doctor Formosa mostró un gesto de preocupación, no exento de ese un
tanto anticuado pudor tan característico en él.
-¿Le preguntó para quién trabaja?
-Sí.
-Y le satisfizo su respuesta.
-A medias, pero no creo que suponga la menor amenaza para usted.
-De eso estoy seguro.
Embarcamos y Formosa me presentó al patrón, un típico lobo de mar de
aquellas latitudes, con densa barba rojiza, rostro rojizo e impermeable rojizo,
todo él rojizo como un diablo. Zarpamos enseguida. Me senté sobre la aduja
del cable de amarre y mí acompañante se colocó a mi lado de pie, sujeto al
barandal de la toldilla. La noche era fría y roja. Un viento en salmuera
marinaba el mundo.
-Por cierto, ¿de dónde es usted? -le pregunté tratando de satisfacer al fin la
curiosidad que su nombre había suscitado en mí al verlo escrito en un cartel.
-¿Qué importancia tiene de dónde yo sea?
-Me llamó la atención su nombre al verlo escrito en aquel cartel en el
aeropuerto.
-Soy una mezcla de muchas culturas. Pero legalmente tengo el estatuto de
apátrida, lo que me hace ser de todas partes y de ninguna.
-Pero sin duda no ha llegado del cielo o del espacio para anunciar el
advenimiento del cambio climático, en algún lugar habrá nacido.
-Mi padre era brasileño, mi madre taiwanesa, yo nací en Irving (Texas),
donde mis progenitores trabajaban para la corporación mayor y más perversa
del mundo, radicada en ese lugar, así que puedo asegurarle que he conocido el
imperio del mal desde muy temprano y desde muy cerca.
-Supongo que eso aclara algunas cosas. Pero ¿es usted realmente
ornitólogo o se trata de una tapadera?
-Lo soy. Gracias a mis actitudes para el estudio y a una beca de ping pong,
conseguí acceder a la prestigiosa Universidad de Rice, donde estudie biología;
luego me doctore en el MIT en ingeniería medioambiental y ecología
cuantitativa, burlando un destino que me abocaba inevitablemente al American
Enterprise Institute, vivero de ideas y estrategias de la gigantesca y criminal
corporación para la que trabajaban mis padres.
Llevábamos una hora de travesía cuando el motor del barco se detuvo y el
patrón llamó la atención del doctor Formosa. Nos desplazamos al lado de
estribor y a no más de cincuenta metros de donde nos encontrábamos vimos
agitarse las aguas violentamente como si se estuviera produciendo un
maremoto.
-¡El Maelström! -grité.
-No -dijo el doctor Formosa-, espere y verá.
Unos instantes después vimos elevarse una densa nube a unos veinte
centímetros del agua.
-De er sild! -gritó el patrón.
-Son arenques -tradujo el Doctor Formosa
La masa de peces, todo un banco al parecer, hormigueaba sobre el agua
presa de un pánico inexplicable. De pronto, de las profundidades del mar
emergieron unas fauces inmensas que se tragaron la agitada nube de peces.
-Ballenas jorobadas -dijo el doctor Formosa-. Los peces tratan de huir de
ellas saltando fuera del agua. Es tal el horror y la desesperación que sienten
ante la amenaza que buscan la salvación en un medio completamente hostil
para ellos.
Poco a poco fueron apareciendo aves acuáticas atraídas por la agitación de
las aguas al reclamo del festín.
-La naturaleza es dura -dije.
-No lo crea, tan solo es un sistema de fuerzas que busca su equilibrio.
Aunque pueda parecer estúpido, su respuesta me tranquilizó.
De repente oímos el llanto de un niño seguido del barrito de un elefante
alternado por un fuerte tableteo y un rugido de león.
-Es el canto de las yubartas. No es extraño que los antiguos navegantes las
confundieran con sirenas.
Aquel canto híbrido tenía en verdad algo de animal fabuloso, de monstruo
mitológico en el que no solo se daban los registros referidos sino todo tipo de
entonaciones variadas: mimosas, quejumbrosas, displicentes, interpelativas,
admonitorias… Durante largo rato contemplamos a las ballenas jorobadas
mientras cantaban y realizaban saltos acrobáticos, toda una exhibición, un
cortejo, quizás un vano y desesperado intento de comunicarnos un secreto
inefable.
Al cabo de dos horas de travesía desembarcamos en el pequeño puerto de
Å y, tras un largo y accidentado camino, comenzamos la ascensión.
El sol de medianoche se dejaba ver de vez en cuando entre las densas
nieblas que se descolgaban de la ladera. Llegamos a la cumbre de Helsegga y
caminamos por el mar de nubes hasta alcanzar el borde acantilado desde
donde se divisaban, entre los girones de la bruma, las turbulentas aguas del
canal.
-Ahí está el Maelström -gritó el doctor Formosa triunfal.
Me acerqué con temor al precipicio de 600 metros que se abría ante mis
pies y contemplé abajo las agitadas aguas. Sentí una tremenda sensación de
vértigo. El abismo me hablaba y me decía lo que todo abismo dice a quien a él
se asoma, da un paso adelante, da un paso hacia mí. A mi lado sentía la
respiración del doctor Formosa y su voz describiendo el Maelström y sus
causas. Excéntrico entre los excéntricos, me hablaba de excentricidades,
excentricidades de la Eclíptica, excentricidades de las órbitas terrestres,
lunares y solares, tratando de explicar un fenómeno que en mi mente se
traducía en una especie de correlato humano. Así era el mundo, un choque de
fuerzas que en su violenta convergencia formaban ese tremendo Maelström
que era la historia humana en toda su despiadada crudeza.
Extendí la mano y empujé suave y deliberadamente al Dr. Formosa hacia el
borde del acantilado. Las últimas palabras que salieron de su boca antes de ser
interrumpido por el sorpresivo empujón, y que respondían a la secuencia
lógica de su relato del torbellino y a la explicación mítica del fenómeno que se
señalaba en las Eddas, fueron “la ambición es el molino que molerá el
mundo”. Se tambaleó mientras el suelo se separaba de sus pies y antes de
precipitarse en el abismo me lanzó una mirada de infinita tristeza, una mirada
que quedaría grabada en mi memoria para siempre.
Vi como el doctor Formosa, pedaleando como si cayera al vacío en su
habitual bicicleta, se perdía en el mar de nubes. Un silencio absoluto, que era
el silencio aquiescente de los dioses, cayó sobre el mundo.
Como el Dr. Formosa había intuido, la providencia nos había puesto en
contacto con un fin, aunque estaba lejos de sospechar cuál era. O quizás sí,
quizás lo sabía y, abandonando a sus discípulos, se había entregado dócilmente
a su pasión voluntariamente aceptada. Su confianza en mí había sido una
suerte de hamartia, un error necesario para desencadenar el destino trágico, y
yo había sido tan solo el instrumento de su plan.
Miré el sol suspenso en el horizonte como si Josué, con su gesto
imperioso, lo hubiera detenido prolongando el día hasta el amanecer para
ganar la batalla a los gabaonitas. Yo había ganado esta batalla para mis amos
de Londres cuyas instrucciones habían sido claras: “Acallar al doctor Formosa
por los medios disponibles”, eliminando a aquel hombre que pretendía
oponerse a sus beneficios, a su codicia que se anteponía a la vida e incluso a la
posibilidad de un futuro. Todo aquello era sin duda terrible, el mundo seguiría
muriendo y lo haría más rápido de lo que ya lo hacía. Pero es lo que hay.

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