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Værøy narra el viaje de una pareja a una pequeña isla en el norte de Noruega, y su encuentro con un singular y enigmático personaje. Se trata de un relato de espionaje en el que se desarrolla una intriga relacionada con el cambio climático, todo ello bajo el omnipresente sol de medianoche y en el marco de los fantásticos escenarios del archipiélago de las Lofoten.
Værøy narra el viaje de una pareja a una pequeña isla en el norte de Noruega, y su encuentro con un singular y enigmático personaje. Se trata de un relato de espionaje en el que se desarrolla una intriga relacionada con el cambio climático, todo ello bajo el omnipresente sol de medianoche y en el marco de los fantásticos escenarios del archipiélago de las Lofoten.
Værøy narra el viaje de una pareja a una pequeña isla en el norte de Noruega, y su encuentro con un singular y enigmático personaje. Se trata de un relato de espionaje en el que se desarrolla una intriga relacionada con el cambio climático, todo ello bajo el omnipresente sol de medianoche y en el marco de los fantásticos escenarios del archipiélago de las Lofoten.
La serpiente Mídgard vomitará tanto veneno que el aire y las aguas se
llenarán de él. Habrá un invierno, el Gran Invierno, tres inviernos sucesivos sin verano y soplarán de todos los confines del mundo tormentas de nieve (...) El mar se volcará sobre la tierra y Naglfar, la nave hecha con las uñas de los muertos, navegará sobre las aguas tempestuosas. Snorri Sturluson, Edda prosaica Los planteamientos a largo plazo son irrelevantes, dado que a largo plazo todos estaremos muertos. John Maynard Keynes, La teoría cuantitativa del dinero
Yo volaba desde Londres, ella desde Copenhague. Los dos debíamos
encontrarnos en el aeropuerto de Oslo. Mi vuelo llegaba a las 12:50, el suyo a las 14:20. Así que tras recuperar mi equipaje y pasar el control de pasaportes me dispuse a esperarla frente a las puertas de la terminal de llegadas, junto a los conductores y personal de empresa que exhibían carteles con los nombres de los viajeros a quienes habían acudido a recoger. Para entretener la espera me fijé en los carteles. Los había perfectamente impresos, otros consistían en tipos móviles intercambiables pegados sobre paneles con el logotipo de una compañía, algunos eran simples pedazos de cartón cortados a tirón y rotulados torpemente a mano. Muchos de los nombres eran de origen escandinavo, con profusión de å, ø, æ y otros grafemas característicos; pero había también algún nombre latino. Siguiendo con tan inocua distracción traté de establecer la procedencia de los viajeros por el nombre. Me desconcertó un Dr. Formosa al que no supe atribuir un origen preciso, ¿portugués?, ¿asiático? Tal vez una mezcla cocinada en algún país proclive a exóticos mestizajes, como Norteamérica o Brasil. Sobre uno de los carteles aparecían trazados con precisión dos sinogramas, probablemente coreanos. Como quedaba aún media hora para la llegada de su vuelo y tenía hambre, se me ocurrió probar alguna especialidad noruega. Solo vi en la zona donde me encontraba un puesto de perritos calientes. Pedí uno y me lo sirvieron con mucha cebolla frita. Lo comí y volví a mi lugar de espera. Me sorprendió ver en los paneles que el vuelo de SAS procedente de Copenhague llegaba a las 14:30 y no a las 14:20, por lo que deduje que se había retrasado diez minutos, si bien bajo la indicación "remark" correspondiente se señalaba "on time". Saqué un libro de mi equipaje de mano y me dispuse a leer. Pero me resultó imposible concentrarme en la lectura. Al fin, en el panel de llegadas apareció junto al vuelo de Copenhague la palabra "landed". Cada vez que llegaba un nuevo vuelo y comenzaba a irrumpir la gente por las puertas correderas, levantaba la vista de mi libro y trataba de atisbar su melena corta de color rubio platino entre la multitud de melenas cortas de color rubio platino que transitan por los aeropuertos nórdicos. No apareció. Eran las 15:00 y hacía ya medía hora que, en lo concerniente a su vuelo, el panel indicaba "arrived", cuando le envié a través del celular el siguiente mensaje de texto coherente con mi particular dialecto: “¿Adónde te escondiste, amada, y me dejaste con gemido?”. Su respuesta, coherente con el suyo, no se hizo esperar: “Estoy frente a la puerta de llegadas, bajo un cartel que dice "Velkommen" y al lado de un coche deportivo de color rojo en exposición”. “No lo veo por ninguna parte, aquí hay… Espera, preguntaré en información”. Me acerqué al mostrador donde se encontraba una mujer rubia vestida con un traje de chaqueta azul cobalto y un pañuelo turquesa al cuello, le expliqué en inglés la situación y enseguida pareció darse cuenta del problema: -Están ustedes en dos aeropuertos distintos. Ella en Gardemoen y usted en el aeropuerto de Torp en Sandefjord a 110 km. de Oslo. -¿Y qué puedo hacer? Miró su reloj de pulsera y yo, por reflejo, el mío: eran las 15:15. -Dentro de 15 minutos, en la estación de Råstad, no lejos de aquí, para un tren con destino a Oslo. Si toma ahora mismo un taxi a la salida del aeropuerto tiene el tiempo justo para cogerlo. Dígale a ella que le espere en Sentralstasjon. Ella acababa de enviarme otro mensaje: “Estás en el aeropuerto de Torp”. “Lo sé, voy a intentar alcanzar un tren a Oslo que sale en breve de una estación cercana. Espérame en Sentralstasjon.” Salí corriendo a la calle. En la parada había un solo taxi. Le expliqué al conductor que tenía que tomar el tren de las 15:30 a Oslo en la estación de Råstad y le pregunté si llegaríamos a tiempo, faltaban diez minutos para la salida y la estación al parecer se encontraba a cierta distancia. El conductor aseguro que lo cogía de sobra. Y qué iba a decir. Durante el camino medité qué había podido ocurrir. Estaba seguro de haber sacado un billete de avión a Oslo, así al menos se indicaba en la página web en la que había hecho mi reserva; pero, dada la gran demanda de vuelos al norte que tenía lugar en verano, me había visto obligado a reservar plaza en una aerolínea de bajo coste, de esas que dicen llevarte a Oslo pero en realidad te llevan a otro aeropuerto relativamente cercano, perteneciente a una localidad que por sí sola no le dice nada al viajero low cost estándar, de ahí que utilizaran el nombre de la ciudad principal como reclamo. Como ejemplo de los conocimientos geográficos de tales viajeros, recordé la anécdota, profusamente comentada en los tabloides ingleses, suscitada por unos turistas británicos que habiendo sacado billete y reservado hotel en Gerona creyendo que viajaban a Génova (Genoa en inglés), habían pasado una semana en la ciudad catalana sin percatarse en ningún momento de su error hasta que a su regreso comentaron el viaje y exhibieron las fotos a sus amigos. En no más de cinco minutos llegamos a la estación, un edificio de madera pintado de rojo. Por suerte, el tren todavía no había llegado. Saqué un billete a Oslo en la taquilla y justo cuando recibía el cambio llegó el tren. Subí al vagón y tomé asiento en la única plaza libre, junto a un individuo que acababa de ocupar el asiento contiguo, al lado de la ventanilla. Se trataba de un tipo de unos cincuenta años y vago aspecto oriental, con los cabellos negros untuosos peinados hacia atrás, traje bien cortado y gesto atildado. Llevaba unas gafas redondas de carey a través de las cuales me miró un instante y se puso a leer Trønder-Avisa, un diario del país que acababa de sacar de su portafolios. Me distraje mirando por la ventanilla la sucesión de suaves praderas y de pequeñas arboledas, abedules, olmos, acebos; aquí y allá una casa de madera rojo punzó, amarillo bario o gris pizarra. Las nubes rodaban y se iban agrupando hasta formar un cielo encapotado. No tardaría en llover. -No tardará en llover -aseguró el tipo de al lado en perfecto inglés como si leyera mi pensamiento. Me quedé mirándolo con gesto de perplejidad y él aprovechó para presentarse: -Soy el doctor Formosa -dijo mientras me tendía la mano. Su nombre me dejó aún más estupefacto si cabe. -¿Pero no habían ido a recogerlo al aeropuerto? -pregunté de un modo casi reflejo, evocando el cartel con su nombre que había visto en la terminal de llegadas, sin reparar en que mi pregunta podía denotar cierto conocimiento previo de su persona que acaso interpretara de un modo suspicaz y que, ciertamente, hizo que me mirara un instante con recelo y preguntara: -¿Es usted miembro de Morderne? -No sé de qué me habla. Vi su nombre en un cartel mientras esperaba en la terminal de llegadas. Mi respuesta no logró desvanecer la prevención de su rostro. Guardó silencio un instante, llevó el índice a la comisura de los labios como si reflexionara sobre algo crucial e inquirió: -Dice que esperaba, y supongo que se refiere a alguien, pero ha tomado el tren solo, ¿acaso la persona que esperaba no ha llegado? Me pareció demasiado fatigoso referir toda la historia de la confusión de aeropuertos, así que dije sin más: -Así es. Pero usted sí ha llegado y alguien le esperaba exhibiendo un cartel con su nombre. Sin embargo, lo veo embarcado en el tren en lugar de en un coche. Sonrió mientras cabeceaba, esta vez haciendo un gesto de negación: -Podía haberme esperado un taxi para llevarme a la estación. -Naturalmente -dije y pensé: “Es evidente que lo estaban esperando no solo para llevarlo a la estación, si no ¿por qué me ha preguntado suspicaz si yo pertenecía a Morderne en cuanto he sugerido que sabía que habían ido a buscarlo al aeropuerto?” -O podría haber tenido motivos para no darme a conocer a quien me aguardaba, por lo que pasé al lado del cartel y de quien lo exhibía sin hacerle el menor caso. Con cierta sequedad, convine que, en efecto, era muy libre de pasar sin hacer caso al lado de todos los carteles del mundo, incluidos los que anunciaban su nombre. Él captó la indirecta y volvió a su periódico. No obstante, durante todo el viaje, advertí que aquel extraño no había depuesto su actitud recelosa hacia mí. La lluvia comenzó a golpear los cristales del vagón. Tras hora y media de viaje el tren se detuvo en la Estación Central de Oslo. Me despedí para siempre de mi accidental compañero de viaje. O al menos eso creí entonces. *** Ella me esperaba sentada en un banco. La localicé antes de que me viera y la observé durante unos instantes. Escrutaba a los viajeros que llegaban, esperando localizarme entre la multitud, tal como yo había hecho en Torp. Cuando me vio, vino hacia mí y me abrazó. Noté lágrimas en sus mejillas. Resultaba evidente que, de no haber llevado el celular (yo era bastante renuente al uso de estos aparatos, que por entonces no se había generalizado como ahora) no hubiéramos logrado encontrarnos hasta el día siguiente en que teníamos que tomar juntos un vuelo a Bodø tras pernoctar en Oslo. Hubiéramos estado esperándonos, cada uno en su aeropuerto de llegada. Ella atormentada por la posibilidad de que me hubiera ocurrido algún percance o simplemente le hubiera dado plantón. Yo, una vez hubiera averiguado que me encontraba en un aeropuerto distinto, atormentado por el hecho seguro de que ella se estaba atormentando por las razones señaladas.
Había conocido a Siv en un congreso sobre medio ambiente y cambio
climático celebrado en Roma hacía unos meses. Ambos interveníamos en él en calidad de traductores. Tras las conferencias de la primera jornada habíamos salido a tomar unas copas un pequeño grupo de intérpretes y azafatas habituales en el circuito de los congresos internacionales. Lo primero que me atrajo de ella, supongo que a ella le ocurriría otro tanto, fue la circunstancia de ser las únicas personas del grupo que aún no se conocían. El hecho de ser formalmente presentados estableció una excusa para iniciar una conversación privada. Tras varias copas y una charla que derivó con naturalidad en un animado flirteo, decidimos disgregarnos del grupo para acabar cenando en un pequeño restaurante del Trastévere. De vuelta al hotel, habíamos follado satisfactoriamente, circunstancia que se repitió durante los cinco días que duró el congreso, concluido el cual cada uno partió hacia su respectiva ciudad. Pero algo pendiente había quedado entre nosotros, cierta voluntad de reincidir, acaso la sospecha de que los cinco días no habían sido suficientes para explorar las múltiples posibilidades que cada uno de nosotros (y hasta ahora no parecía haber nada escrito en contra) atesorara. Así que, tras varios encuentros más o menos planificados, uno de ellos durante una conferencia en Toronto, otro en Barcelona, habíamos decidido hacer juntos este viaje al norte de Noruega, tierra crepuscular donde, entre otras cosas que más adelante referiré, habría de dirimirse, a través de la convivencia diaria en un variado espectro de ambientes y circunstancias, nuestra idoneidad como pareja y, como consecuencia (dada la gravedad del asunto, confío en que el lector sabrá perdonar esta elaborada perífrasis), el posible despunte auroral de una relación más formal. En Oslo habíamos reservado habitación en un bed & breakfast donde pasaríamos la noche. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, tomaríamos el antedicho vuelo a Bodø donde embarcaríamos en un ferry rumbo al archipiélago de las Lofoten. Cuando llegamos al albergue el personal ya se había acostado, no sin dejarnos una nota de bienvenida y la llave bajo el felpudo. Nos instalamos, dimos un paseo por la ciudad casi desierta, y cenamos en el único lugar que hallamos abierto, un döner kebab (debo señalar que aquella fue sin duda la mejor comida que haría durante toda mi estancia en Noruega). Mientras cenábamos relaté a Siv mi aventura en Sandefjord y las vicisitudes que había tenido que afrontar para encontrarme con ella. Siv me escuchaba distraída. Solo cuando mencioné al Dr. Formosa, me miró con repentino interés. -¿El Dr. Formosa, dices? ¿No se tratará del ilustre ornitólogo? -Jamás hasta hoy había oído hablar de él. -Por lo que sé es una eminencia en el campo de la biología y la máxima autoridad mundial en frailecillos, unos pájaros muy graciosos que veremos en las islas. Es también una de las voces más críticas contra el cambio climático, el calentamiento global y la despreocupación de los gobiernos sobre el tema. -Uno de esos ecologistas radicales, supongo. -Creo que es algo más que eso. Pero veo por tu tono que no estás muy a favor de los ecologistas. Un fantasma recorría el mundo, el fantasma del ecologismo. Un movimiento relativamente nuevo que iba poco a poco imponiendo sus criterios entre algunas instituciones por lo común de izquierda y bien intencionadas. No, para ser sincero, no sentía la menor simpatía por los ecologistas ni por sus ideas puristas, casi hitlerianas, respecto a las especies autóctonas o invasoras. Y sin embargo uno no dejaba de sentirse incómodo a la hora de criticar a algunos movimientos, corrientes y actitudes socialmente críticas, comprometidas o supuestamente solidarias. La crítica a cualquier movimiento crítico al sistema, ya fuera ecologista, feminista, pacifista, animalista, etc., chocaba de inmediato con la barrera de lo políticamente correcto. El discurso crítico contra el sistema había sido colonizado y rentabilizado por todo tipo de intereses espurios, y el atractivo, y también la impunidad que le proporcionaba a cualquier aventurero, delincuente u oportunista que se instalaba en él para medrar y mangonear bajo la bandera de la solidaridad, radicaba paradójicamente en esa intocabilidad. En estos tiempos de corrección política ya no podía uno tomarse a broma ni lo sagrado. Así que, con cierta prudencia, o quizás simple cobardía, respondí: -Creo que no estoy ni a favor ni en contra. -¿De verdad no te preocupa el futuro de nuestro planeta? -Creo que el ecologismo, y corrígeme si me equivoco, parte de la idea de que el ser humano se encuentra fuera del determinismo natural. La arrogancia de su antropocentrismo le lleva a intervenir en la naturaleza con la excusa de salvarla, como si ésta fuera ajena al hombre y éste a su vez ajeno a ella, cuando en realidad el ser humano es un agente tan natural como una planta o un rinoceronte y, por tanto, cualquier intervención humana en la naturaleza no puede dejar de ser natural. -En cualquier caso esa es la misma convicción que tiene el capitalismo ¿No serás uno de esos negacionistas del cambio climático? -Y tú ¿no serás una de esas pseudomísticas que abrazan árboles? -dije y exhibí precavido una sonrisa inocente de oreja a oreja. -Por mi mala cabeza me he visto obligada a abrazar algún que otro alcornoque-contestó ella mostrando una sonrisa en consonancia. Sin detenerme a averiguar en qué género me encuadraba dentro de su particular taxonomía botánica, resolví: -Ni niego ni afirmo. Pero si la codicia del hombre acaba cargándose el planeta será porque no ha podido ser de otro modo. Y creo que me resultará del todo indiferente. -El problema -respondió, y ya comenzaba a advertir de qué pie cojeaba Siv- es que consideras que el hombre es más fiel al determinismo, es decir, más natural, cuando destruye la tierra que cuando trata de salvarla. Si el capitalismo desregulado que esquilma por codicia los recursos del planeta constituye una fuerza de la naturaleza sujeta a su determinismo, ¿por qué no va a serlo también el ecologismo que trata de evitarlo? -Ya tenemos armada la batalla entre el bien y el mal. Obviamente el concepto que tenemos de nosotros mismos dista mucho del que la naturaleza tiene, a juzgar por lo prescindibles que somos para ella. Quizás toda esta inquina que parecemos tenerle y nuestro aparente afán destructor contra ella no sean en el fondo más que simple despecho. En cualquier caso tenemos todo el derecho a sentirnos ofendidos. -Yo no me ofendo por el trato recibido. Jamás he tenido de mí misma la menor idea narcisista, megalómana o trascendente. Si, como sugeriste antes, soy un agente natural prescindible, ¿por qué iba a ofenderme por ser lo que soy? Tras esta conversación, sobre un tema para mí más bien indiferente, tomé conciencia de lo poco que Siv y yo nos conocíamos. Hasta ahora nuestros breves e idílicos encuentros, marcados por la urgencia y la pasión, se habían limitado en lo que al intercambio de opiniones se refiere, a nuestras preferencias sobre determinado libro, película, vino o plato, así como a algunos aspectos de nuestra profesión y, en un terreno más personal, a alguna que otra confidencia sobre nuestras experiencias sentimentales anteriores y a delimitar esas líneas imaginarias que cada uno de nosotros había ido trazando por el mundo en su discurrir vital y laboral, tratando de hallar en ellas algún posible punto de intersección o paralelismo entre ambos. Ahora, con una mezcla a partes iguales de curiosidad e inquietud, me preguntaba ¿qué tipo de revelaciones sobre el otro, o incluso sobre uno mismo, nos depararía aquel viaje? *** Al día siguiente abandonamos el B&B antes del amanecer. Nadie se había levantado todavía, así que tuvimos que renunciar al desayuno. Dejamos el dinero del alojamiento y la llave en el buzón (aún no había ocurrido lo de Utøya y Noruega seguía siendo un país ingenuo en el que todavía se confiaba en la buena voluntad de la gente, y no íbamos a ser nosotros quienes lo sacáramos de su error), y un taxi nos llevó al aeropuerto donde tomamos el avión a Bodø. Una vez allí dimos un paseo hasta la hora de salida del ferry y para matar la espera compramos una papeleta de gambas cocidas en el puerto y nos sentamos sobre una gran bita de amarre a comerlas mientras contemplábamos el panorama náutico y el discreto skyline de los mástiles. -Las gambas de aquí son bastante insípidas -sentencié. -En Noruega todo es bastante insípido -dijo ella-. Espero que no te hagas demasiadas ilusiones respecto a eso, el país más rico del mundo es también el país donde peor se come del mundo. -Me parece justo -concluí. -En Dinamarca, sin embargo, comemos un poco mejor. Si te digo el motivo probablemente te reirás. -Prometo no hacerlo -dije alzando la mano con fingida solemnidad. -Si comemos mejor se debe a la influencia de la cocina inglesa en nuestra dieta. -Argggh. -Lo ves. Quizás te interese saber que en Copenhague tenemos el mejor restaurante del mundo -arremetió inflada de patriotismo. -Claro, Noma, comí una vez allí, fue una experiencia tan extraña como fastuosa. -Voy a confesarte un pecado del que no me enorgullezco, pero tampoco me arrepiento, pues por si aún no lo sabes tengo un espíritu bastante aventurero. Una vez comí ballena, precisamente en la isla a la que vamos. La carne de ballena, cargos de conciencia aparte, no estaría mal si se cocinara como se hace con la ternera, en estofado, fricandó o a la milanesa. Pero aquí se prepara con abundante nata que con el calor de la cocción se corta lastimosamente arruinando todo el guiso y haciéndolo incomestible. -¿Y a qué más cosas además de la comida se extiende tu espíritu aventurero? -Eso es algo que irás descubriendo durante el viaje -zanjó mostrando una sonrisa pícara. Tomados de la mano paseamos sin rumbo fijo por el puerto y el paseo marítimo. Entre la gente que abarrotaba el lugar creí ver al doctor Formosa, pero acaso se tratara de un oriental cualquiera, al fin y al cabo, al menos para los occidentales, todos ellos se parecen. Al fin embarcamos en el ferry y, tras cinco horas de travesía en la que atracamos en varias islas del archipiélago de las Lofoten para que una hueste de individuos maduros cargados con juveniles mochilas y un tropel de jovencillos cargados con anticuados petates militares fuera embarcando y desembarcando, llegamos a nuestro destino. Værøy, que así se llamaba, era una pequeña isla, situada a 150 Km al norte del Círculo polar ártico, compuesta por dos poblaciones, Sørland y Nordland, es decir, tierra del sur y tierra del norte, formadas por pequeños caseríos diseminados principalmente en los lugares costeros. Una zona montañosa se deslizaba hasta convertirse en llano. Numerosos secaderos armados con maderos cruzados para colgar bacalao se desplegaban como el escenario preparado para una crucifixión multitudinaria, con el cadáver (a modo de mal ladrón o al menos de ladrón frustrado) de algún pajarraco colocado aquí y allá de espantapájaros entre las cruces vacías, pues las pesquerías y la campaña de secado del bacalao comenzaban más tarde. Me sorprendió el considerable número de individuos que se paseaban por la isla en coches deportivos y descapotables, y se lo hice notar a Siv. -Aquí -aclaró ella- la gente trabaja durante la campaña de la pesca, se embolsan una gran cantidad de dinero que no tienen en qué gastar en la isla, pasan el resto del año en Ibiza o Canarias, y el tiempo en que están ociosos se dedican a dar vueltas en sus coches lujosos que no les sirven para ir a ninguna parte. La mayoría son alcohólicos de fin de semana que beben casi hasta el coma. A muchos de ellos sus esposas les han puesto con las maletas en la calle. Noruega tiene uno de los índices más altos de violencia contra la mujer. Nos alojamos en el único albergue que había en la isla, que por esas fechas se hallaba completamente vacío; si bien Kjetil, el dueño, nos informó que a partir del día siguiente irían llegando más viajeros, un grupo de climatólogos franceses y un matrimonio de nudistas suecos, entre otros. Así que nos instalamos en la habitación que más nos gustó. Y tras deshacer el equipaje fuimos al supermercado y compramos algunas cosas esenciales de higiene y alimentación, pues en la isla no había restaurantes. Nos encontrábamos a principios de julio, en pleno verano ártico, y el día de nuestra llegada pudimos bañarnos en una playa de aguas color turquesa y arena tan fina y blanca que nada tenía que envidiar a las más exóticas playas del Caribe. El agua estaba fría, pero pese a todo nadé con la sensación heroica de hacerlo al norte del Círculo polar. Aquel mismo día, ya avanzada la tarde, hicimos una excursión por los acantilados. Comimos arándanos silvestres y disfrutamos de un interminable atardecer ártico. Cuando miré el reloj y comprobé que eran las doce de la madrugada, mi sensación de extrañeza se exacerbó de forma extraordinaria. En aquella época del año, por aquellas latitudes, el sol no se ponía en toda la noche y quedaba suspendido en poniente desde donde se desplazaba en dirección a levante, hacia la línea de salida, sin abandonar nunca el horizonte. Caminar a las doce de la madrugada por aquellos parajes agrestes extemporáneamente iluminados resultaba algo realmente extraño. Bajo el sol de medianoche uno tiene la sensación de profanar la intimidad de un mundo que debería permanecer oculto a nuestra vista, de espiar el sueño de las cosas, como si el mundo fuera una doncella despojada del manto de la noche, una triste doncella desnuda e indefensa temblando ante tus ojos miserables. *** Regresamos al albergue, comimos unas deliciosas frikadeller que Siv, previendo la pereza que nos acometería a la vuelta, había dejado preparadas antes de salir, y nos acostamos. Inopinadamente no follamos, ¿cansancio?, ¿apatía?, ¿aquella luz intempestiva e inquisitiva como el ojo de un dios? Quién sabe. A las tres de la madrugada la luz excesiva que invadía la habitación me despertó. Miré por la ventana sin persianas y vi el mar sombrío bajo un cielo anaranjado. El sol seguía suspendido sobre el mar como un bañista indeciso. Siv dormía apaciblemente. Bajé a la cocina para prepararme una infusión y ya en la escalera oí unas voces que procedían de abajo. Pensé en regresar al dormitorio, pero la curiosidad me venció. Justo cuando me encontraba en el último escalón vi al fondo del salón-comedor a dos hombres. Uno de ellos, el situado de espaldas a mí, se hallaba sentado a la mesa y bebía una taza de té o de café. El otro se encontraba en frente, de pie, al otro lado de la mesa. Ambos charlaban en noruego o en alguna otra lengua escandinava. Me sorprendió hallar allí gente cuando Kjetil, el dueño del albergue, nos había informado de que no llegarían huéspedes hasta la mañana siguiente. El individuo que se encontraba de pie frente a mí era un hombre alto y corpulento, rubio, de aspecto nórdico, y un rostro sanguíneo que me resultó familiar. Había visto a aquel hombre en algún lugar y en unas circunstancias que no lograba recordar. El otro, el que se hallaba de espaldas, era de complexión más bien pequeña y de cabello negro y liso. La conversación que mantenían me pareció mesurada y casi amistosa, por tanto, lo que ocurrió acto seguido me produjo mucha más impresión que si ésta se hubiera desarrollado en términos hostiles. El hombre de cabello oscuro se levantó y, por encima de la mesa, con un gesto rápido, le pasó al otro la mano por el cuello como si tratara de dispensarle una sorpresiva caricia. El hombre alto y rubio dio un breve paso hacia atrás, molesto o sorprendido por el exceso de familiaridad que parecía implicar aquel gesto en apariencia jovial. Luego se tambaleó y puso los ojos en blanco mientras un torrente de sangre brotaba de su garganta. Quedé petrificado, con el corazón latiéndome desbocado. Mientras el hombre rubio se convulsionaba en el suelo, el hombre moreno dejó ver en la mano un objeto afilado, un escalpelo o cuchillo de disección que limpió con un pañuelo. Justo entonces volvió el rostro a medias y, con inmenso estupor, reconocí las facciones del doctor Formosa, el ilustre ornitólogo. Lo que aconteció acto seguido, mi modo de pensar y de actuar en ese momento, habría de servirme más adelante como un frágil asidero de cordura para no hundirme en la convicción de que lo que acababa de ver no había sido consecuencia del sueño o del delirio.
Subir una escalera de madera intentando que los peldaños no emitan
sonido alguno es uno de los ejercicios más aterradores y extenuantes que puede acometer un ser humano. Era evidente que la conversación que los dos contendientes que se hallaban en el comedor habían mantenido en el momento de mi llegada, aun en un tono quedo y mesurado, les había impedido oír mis pasos. Ahora, sin embargo, exceptuando un leve estertor que parecía emitir la víctima, aunque también podía producirlo el sobrealiento de su asesino, el silencio en la casa era total y, por tanto, el menor gemido que yo pudiera arrancar a la madera delataría mi presencia. Por suerte el lugar donde me hallaba, aunque me proporcionaba una visión general de la cocina-comedor con solo asomar discretamente la cabeza sorteando un ligero tabique, no resultaba fácilmente visible desde el fondo del salón. Solo una cosa tenía clara, debía evitar a toda costa que el Dr. Formosa me viera, alguien capaz de matar con tanta facilidad a otro individuo que le doblaba en volumen, tenía que ser necesariamente un consumado asesino que, de descubrirme en aquel lugar tras ser testigo de su terrible acción, no dudaría en despacharme en menos tiempo del que había tardado en deshacerse del otro. No sabría decir cuánto tiempo me llevó efectuar el giro que me colocó en la dirección correcta para emprender el ascenso, acuciado como estaba por el temor de que al doctor Formosa se le ocurriera dirigirse a la escalera y sorprenderme. Recuerdo que pensé en la palabra ascensión, palabra que jamás antes hubiera relacionado con el mero hecho de subir un breve tramo de escaleras (la habitación se hallaba en el primer y único piso de la casa además de la planta baja), pero que en aquellas circunstancias cobraba pleno sentido, pues aquel breve tránsito se transformaba en algo tan agónico como los últimos metros que el alpinista debe recorrer para alcanzar la cima del Everest. Recordé (pero esto sin duda lo pensé después) que un autor argentino había escrito unas instrucciones para subir una escalera, con el propósito de convertir, mediante un ejercicio de extrañamiento, un acto cotidiano en el que por lo general no reparamos, en algo tan aterrador (o gozoso) como todo lo que se acomete por vez primera. Yo me hallaba de algún modo ante el reto de subir por vez primera una escalera. Toda mi experiencia, por decirlo de algún modo, escalerística, debía ser revisada en aquellos momentos minuciosamente, tenía que aprender a subir una escalera de un modo no solo consciente en un grado extremo sino además excomulgando a mi cuerpo y a mi materialidad del sacramento de la gravedad. Una vez mi cuerpo, tras realizar el giro antedicho, estuvo orientado hacia la cumbre levanté el pie derecho para colocarlo en el primer escalón, y con la punta tanteé la madera. Cualquier superficie flexible emite sonido cada vez que un cuerpo imprime en ella determinada presión, pero también cuando este mismo cuerpo la libera. Es decir, la madera iba a sonar no solo cuando el peso de mi pie se apoyara en ella forzándola a combarse, sino también cuando librara esa presión al levantarlo y ésta volviera a su posición normal. Recordé entonces que en algunas películas de aventuras el protagonista evitaba que la chica o el desafortunado amigo y secundario sucumbieran al caer en una trampa o en una mina explosiva de las que se activan por alivio de presión, colocando sobre ella un peso equivalente justo antes de que sus incautos acompañantes retiraran los pies de ella. Pero las minas del campo que yo tenía que recorrer actuaban mediante los dos mecanismos, por presión y por alivio de presión, así que la única solución que tenía era volverme ingrávido. Por fin apoyé el pie en el peldaño, aunque sin imprimir demasiada fuerza, y éste respondió con la amenaza de un inminente crujido. Lo retiré en el acto aterrado. Sentía mi espalda desguarecida, vulnerable, vuelta hacia el lugar del crimen, expuesta alegremente a la muerte. Giré con aprensión el rostro y entones reparé en la forma de la barandilla, dos gruesas vigas de madera sujetas por pilastras que se afianzaban no en los escaños de la escalera, a la que sujetaban, sino en el firme suelo de la casa, y una tercera viga baja formando el barandal. En un principio pensé en ponerme a caballo sobre el pasamanos y ascender lentamente dándome impulso, pero el riesgo de caída era considerable, así que opté al final por ascender caminando sobre el barandal inferior, es decir, el madero que se hallaba más cerca del suelo. Sin pensármelo dos veces coloqué los pies sobre él mientras me sujetaba al pasamanos. Mis pasos eran lentos y dificultosos, no solo porque el barandal se hallaba, como era su obligación, en rampa sino porque la madera barnizada era muy resbaladiza y más de la mitad de mis pies quedaba suspendida en el aire, por lo que la posibilidad de dar un resbalón y caer estrepitosamente era grade. Tenía además que sortear los numerosos balaustres que formaban la barandilla. Sin embargo, el barandado, hecho de madera sólida y compacta, no emitió sonido alguno. Lentamente alcancé el primer rellano, puse los pies en él con enorme cuidado y encaré el siguiente tramo de escaleras mediante el mismo procedimiento. Al fin, tras un esfuerzo de concentración sobrehumano llegué arriba. Atravesé el corredor de puntillas y penetré en la habitación. Cuando entré sentí la presencia ausente de Siv, el calor estabular de su cuerpo dormido y su leve ronquido, como el sonido de engranaje de un elaborado y plácido sueño. Cerré la puerta con todas las vueltas de llave que la cerradura permitía y me dirigí a la ventana. Afuera, el sol de medianoche iluminaba los imponentes riscos verticales del cercano islote de Hamnøy nimbados por un vaho de oro. La ventana de nuestra habitación no daba a la entrada del albergue sino a la parte posterior, pero desde ella podía percibirse sin duda, en el silencio total de la soleada noche, cualquier sonido que delatara la entrada o salida de alguien en la casa. Permanecí largo rato pegado al cristal sin oír el menor ruido en el exterior. Tampoco percibí, desde donde me encontraba, movimiento alguno en el interior del albergue. Necesitaba constatar que el doctor Formosa había abandonado la casa antes de llamar a la policía, pues sentía un terror cerval ante la posibilidad de que éste oyera cualquier sonido procedente de nuestra habitación, irrumpiera en ella y nos liquidara con la misma facilidad con que había liquidado a aquel desgraciado. No tenía la menor duda de que lo haría. Pero ningún ruido reveló actividad alguna en el interior o exterior de la casa. ¿Qué debía hacer? Despertar a Siv, contarle lo sucedido y, confiando en que me creyera, idear un plan de actuación, me parecía demasiado arriesgado teniendo en cuenta que, a juzgar por las circunstancias, el asesino seguía en la casa, y no podía contar con que Siv mantuviera la calma una vez despierta y puesta al corriente de lo sucedido. Sin duda pensaría que se trataba de una pesadilla y, no viendo motivo para extremar las precauciones y habida cuenta de que, al menos para ella, el albergue, a excepción de nosotros, se hallaba vacío, soltarme cualquier reconvención en voz alta que sin duda llegaría a los oídos del doctor Formosa quien probablemente se encontraba aún en el lugar de su crimen, acaso intentando borrar sus huellas o entregado a cualquier otra precaución similar. Esta posibilidad me decidió a acercarme a la puerta del dormitorio, de nuevo de puntillas, y a pegar el oído en ella. Pero el resultado seguía siendo el mismo. Decidí permanecer en silencio hasta que llegara el día, el mundo despertara y los sonidos me facilitaran un marco de actuación y una posibilidad de movimiento. En la mayoría de los lugares de la tierra, el amanecer venía determinado por la claridad, por la aparición de la luz, pero en el solsticio de verano ártico no era la luz ya omnipresente sino los sonidos del comienzo de la actividad del mundo lo que indicaba la llegada del día. La actividad diurna era como un bajo continuo, una tesitura grave que hacía que los sonidos concretos se integraran y desaparecieran en una especie de gran sinfonía; no obstante, en la noche, sin ese rumor de fondo, cualquier sonido se convertía en solista. Pero en el verano ártico el silencio de la noche adquiría un carácter apocalíptico, era un silencio iluminado, un silencio bajo foco. Sirva esta explicación, no exenta de didactismo, para hacer comprender siquiera vagamente la sensación de absoluta desolación que me embargaba en aquellos momentos bajo el denso silencio crepuscular, intentando con desesperación que el sonido de mi existencia no se propagase en aquel simulacro de noche. De nuevo de puntillas me dirigí a la cama, me tumbé sobre ella al lado de Siv e, inopinadamente, extenuado por el esfuerzo y la tensión sobrehumanos de aquella pavorosa noche, me quedé dormido. *** El doctor Formosa, ataviado con un chaquetón azul y una gorra de lobo de mar, nos había invitado a realizar en el Morderne I, su viejo balandro, una travesía para contemplar el Maelström, el gigantesco y legendario remolino que se encuentra entre la isla de Værøy y la de Moskenesøya, a escasas millas de donde nos hallábamos, y que constituía uno de los atractivos de nuestra estancia en la isla. Yo, que durante los preparativos del viaje había releído el cuento de Poe que narraba un descenso al fondo del vórtice, tenía del fenómeno una idea romántica, casi mágica, y una enorme curiosidad por contemplarlo. Mientras navegábamos hacia el inmenso remolino, el doctor Formosa, sin dejar de dar profundas caladas a su pipa de espuma de mar, nos ilustraba con una detallada explicación del fenómeno que, lejos de coincidir con el relato científico que lo atribuía a la confluencia de varias corrientes enfrentadas, se basaba libremente en la idea (ya aventurada por Kircher en su Mundus subterraneus) de que en el centro del canal del Maelström había un abismo que atravesaba el globo y desembocaba en alguna región distante. La tesis del doctor Formosa conjeturaba la existencia de un agujero en el fondo del Maelström que haciendo la función de sumidero terminaría tragándose toda el agua del mar. El propósito de la expedición (a aquellas alturas la original excursión había adoptado el carácter de expedición y aun de misión) consistía en descender al fondo del vórtice y colocar en el agujero un enorme tapón que evitara la fuga total del agua del mar. Este tapón, que colgaba sobre el puente del balandro amarrado a la verga del mástil, tenía el aspecto de un descomunal chupete infantil. Siv y yo debatíamos las implicaciones psicoanalíticas del caso, cuando la embarcación llegó al borde del gigantesco remolino. Nuestras voces dejaron de oírse ante el estrépito que las agitadas aguas producían. La nave se escoró peligrosamente a estribor y se lanzó a un vertiginoso descenso girando dentro de aquella especie de sima gravitacional. En ese momento advertí que me hallaba solo y en equilibrio sobre una tabla de surf y que tanto Siv como el doctor Formosa como su balandro habían desaparecido. Descendí gradualmente en círculos hasta llegar al fondo del torbellino donde fui engullido por el agujero, que ciertamente había al final, como por el desagüe de un lavabo y fui a dar a una habitación que me resultó familiar. Tardé en reconocer que se trataba de la habitación del albergue en la que me hallaba dormido. Bajo la luz de la medianoche me vi tendido sobre la cama con la ropa puesta, durmiendo despreocupado al lado de Siv y, a juzgar por el movimiento de mis ojos tras los cerrados párpados, en plena fase MOR. Sin saber por qué sentí el apremio de que debía estar despierto y alerta, así que me acerqué al lecho donde dormía, tendí la mano hacia mí propio hombro y sacudí mi cuerpo con violencia. Me desperté sobresaltado sin saber dónde me hallaba, pero con la conciencia cierta de que algo catastrófico había ocurrido. Miré el reloj, eran las siete y media de la mañana. Había dormido casi tres horas. Siv seguía roncando con suavidad, ajena a cualquier perturbación o peligro. En el exterior la claridad era ya la del sol amanecido. Me acerqué a la puerta de la habitación, la abrí y salí al corredor. Sin hacer ruido caminé hacia la escalera y la encaré con cautela, pero esta vez pisando los peldaños que, ironías de la materia, no emitieron sonido alguno. Cuando llegué al final contuve la respiración mientras mi corazón latía con violencia en mi percho anticipando la escena que, como sabía, iba a encontrar. Abajo, unas voces me sobresaltaron. Llegué al último peldaño y, furtivamente, igual que por la noche, eché un vistazo a la cocina-comedor. En el lugar donde había ocurrido la terrible escena de la que había sido testigo, en vez del cuerpo, la sangre o cualquier otro signo de violencia, vi algo que me dejó perplejo y paralizado, haciéndome dudar de si aquello que había visto durante la noche y todo lo acontecido después no había sido, como el descenso al Maelström, un simple sueño. Ante la mesa que habían ocupado el Dr. Formosa y su víctima, se hallaba ahora sentada una pareja de afables ancianos que desayunaban completamente desnudos. Mi asombro fue tan grande que no advertí que había dado unos breves pasos sonámbulos y penetrado en el salón. Al cabo de unos instantes, la mujer que se encontraba de frente reparó en mi presencia y alzó la mano mientras me saludaba cordialmente en inglés. Ante su gesto, su compañero se volvió hacia mí y con una sonrisa amable en los labios alzó también la mano para saludarme.
¿Cómo había conseguido el Dr Formosa deshacerse del cadáver y limpiar
la sangre abundante que yo había visto brotar del cuello de su víctima salpicando el suelo, la mesa, las sillas y la pared, hasta no dejar el menor rastro de su crimen, con tanta facilidad, en tan poco tiempo y en tan absoluto silencio? Hasta quedarme dormido, había permanecido alerta durante largo rato sin escuchar el menor ruido ¿Cómo era posible que no me hubiera llegado señal alguna de cualquier tipo de maniobra, no digamos la que supone arrastrar un cuerpo en un lugar abarrotado de muebles que previamente hay que desplazar para manejar con eficacia el cadáver, o de un exhaustivo trabajo de limpieza? Todo ello sin duda se había llevado a cabo en aquel lugar con una eficiencia y una discreción prodigiosas, casi milagrosas. Cuando subí a la habitación, Siv ya se había despertado y se dirigía a la ducha. Me entretuve mirando el paisaje por la ventana hasta que regresó envuelta en una toalla blanca, con su cabellera dorada húmeda y fragante. Esperé a que terminara de arreglarse y bajamos juntos a desayunar. Una vez más sopesé la posibilidad de ponerle al corriente de lo ocurrido, pero sin rastro de cadáver, sangre o cualquier otra prueba, ¿qué sentido tenía informarla o avisar a la policía? Y, de hacerlo, probablemente sería tomado por loco y todo mi relato por una alucinación o, en el mejor de los casos, uno de esos sueños que, al parecer, bajo la luz del sol de medianoche, adquieren una sensación de claridad y de realidad inusitadas. Saludamos al matrimonio sueco, que cortésmente se presentaron como Pernilla y Per-Otto Östgård, y ocupamos la mesa contigua. Siv, a quien la presencia de los dos suecos completamente desnudos no parecía causar el menor efecto, inició de inmediato una conversación con la pareja utilizando su lengua danesa, comprensible para un sueco o noruego. Yo, sin apenas apetito, traté de pensar en los atractivos del viaje, en las bellezas naturales de la isla aún por explorar, en la grata compañía de Siv, en las noches de sexo que disfrutaría con ella durante aquel viaje e, incluso, en las razones últimas que me habían traído a aquel remoto lugar y que aún no me habían sido reveladas. Pero nada lograba distraerme de aquella terrible escena. Pernilla se levantó y se dirigió hacia la cafetera exhibiendo sin el menor pudor su cuerpo arrugado y pecoso, largo, desgarbado y un poco combado. En Europa, las mujeres han perdido ese porte y esa elegancia en los movimientos que tenían sus abuelas porque ya nadie lleva en la cabeza los cántaros, cestos o alcuzas que todavía llevan las mujeres africanas y asiáticas, pensé de forma inconveniente (seré asqueroso machista), antes de desviar púdicamente la mirada hacia el papel pintado que cubría las paredes de madera del comedor, dibujos geométricos que producían una falsa ilusión de tridimensionalidad. Recordé que esa noche, tras regresar de la excursión, Siv y yo no habíamos follado. Ninguno de los dos había dado el paso, quizás pensando que el otro no se hallaba receptivo. Esto sin duda revelaba falta de confianza, quizás timidez. Me fundí en mi taza de café y en el falso espacio tridimensional del papel pintado del que había, por decirlo así, hecho ciudadana la mirada. Una ilusión óptica. Una ilusión. Toda aquella desaforada dispersión de ideas constituía sin duda un intento de postergar algo que no terminaba de admitir y que pretendía a toda costa desdibujar en mi mente hasta convertirlo en un sueño o en una alucinación. Al fin y al cabo, como nadie ignora, me repetía una y otra vez, los sueños bajo la luz de la medianoche adquirían una extraña capacidad de convicción, un extra de verosimilitud. ¿Acaso no había resultado igualmente real, desde su lógica de sueño, el episodio del Maelström, soñado a continuación del sueño del asesinato (qué alivio me producía esta conclusión), a pesar de los elementos absurdos que lo salpimentaban? En aquella doble sesión de sueño en tecnicolor, el primero había sido, aunque absurdo y algo gore, un sueño realista, y el segundo un sueño de género fantástico con algún elemento streampunk. De repente vino a mi mente la palabra "Morderne" que Formosa había utilizado en el tren de forma irreflexiva, casi refleja y con gesto de preocupación, casi de temor, al preguntarme si yo pertenecía a esa supuesta entidad. Al principio había asociado la palabra, llevado quizás por algún atisbo de falsa amistad entre mi lengua y la lengua noruega o tal vez debido a la común herencia latina, con alguna variante de "moderno", concepto compatible con cualquier razón social, corporación o start-up que tratara de atraer la atención de clientes fácilmente seducibles por la promesa de lo nuevo o de lo último. ¿Cómo no pensar en una empresa tras ver un nombre escrito en un cartel en la terminal de llegadas de un aeropuerto? Ahora, sin embargo, puesta en relación con mis nociones de lenguas germánicas (aunque ignoraba las lenguas escandinavas, yo traducía del inglés y el alemán), la cosa cambiada radicalmente. La palabra "morderne" parecía tener una relación directa con la palabra alemana "mörder" y con la inglesa "murder". En ese momento, interrumpiendo su conversación con Pernilla, pregunté a Siv qué significaba "morderne". Nada más pronunciar aquella palabra, como si en mitad de un sermón dominical alguien hubiese invocado a una deidad maléfica, un silencio denso y helado se hizo en el salón. Tanto Per-Otto como Pernilla volvieron la mirada hacia mí y me escrutaron de forma inquisitiva, esta última con sus ojillos lapones achicados y suspicaces. Siv abrió de forma desmesurada sus hermosos ojos azules. Esta reacción duró unos segundos. Al fin, Siv, sin deponer del todo su expresión de sorpresa, respondió, tal como yo había deducido, que tanto en danés como en noruego "morderne" era el plural de la palabra "morder", es decir, "asesinos", y que la palabra "moderno", si es que en realidad me refería a ella, se escribía "moderne", sin esa "r" que con tan poco esfuerzo transformaba la modernidad en crimen. Aunque quizás Formosa había dicho "moderne" y no "morderne", pues las dos palabras eran homófonas, como había comprobado al oír pronunciarlas a Siv y, además, ¿qué grupo o entidad, incluidas las más crueles, devastadoras y desvergonzadas sociedades secretas hamponas, mafiosas o satánicas, elegiría para anunciarse el nombre de "asesinos", a excepción de un grupo de fanáticos persas del medioevo (y aun a estos les había sido atribuido el nombre no tanto por sus hábitos criminales como por su afición al hachís). Y entonces comprendí lo que había ocurrido: de forma inconsciente, a través de mi conocimiento de las lenguas germánicas, yo había relacionado la palabra con su (acaso) verdadero significado, y mi subconsciente había establecido, con una libertad rayana en el libertinaje, la ecuación "Formosa=asesino", hasta convertir en el relato del sueño al pacífico ornitólogo en un criminal sin escrúpulos, y el despiadado sol de medianoche (otra vez él) había hecho el resto. Aquella conclusión, aunque tomada por los pelos, si bien me indujo cierto alivio, produjo en mí un nuevo motivo de preocupación, la posibilidad simple y llana de estar perdiendo el juicio. Llevábamos sentarnos a la mesa apenas diez minutos y solo había logrado ingerir media taza de café, cuando de pronto oí que alguien bajaba por la escalera de madera, volví la vista en esa dirección, y vi a un doctor Formosa fresco y exultante, silbando una cantata de Bach. Mi sobresalto fue tan violento que no pasó desapercibido a Siv ni a la pareja de suecos, no obstante, por prudencia, procuré conservar la calma. La aparición de Formosa me devolvió la confianza en mi cordura, si bien al precio de constatar definitivamente que todo lo vivido la noche anterior no había sido un sueño o una alucinación sino una terrible realidad a la que debía de nuevo enfrentarme. En cuanto me vio me reconoció y se dirigió hacia mí con una sonrisa afable en el rostro. -Vaya, qué agradable sorpresa -me tendió la mano, la misma que había sujetado el escalpelo, y yo se la estreché con aprensión-. Veo que por fin apareció la persona a la que esperaba -añadió lanzando una mirada a Siv- ¿No va a presentarme a esta encantadora señorita? De mala gana presenté a Siv y al Dr. Formosa. Éste le tomó la mano y la besó ceremonioso. No soporto esas galanterías anticuadas aunque las dispense un vejete verde medio embalsamado, viniendo de un asesino ecologista, del mismísimo doctor Fu Manchu adaptado a las peculiaridades del siglo, el gesto resultaba de lo más inquietante. -Como ya sabrá, su compañero y yo nos conocimos en el tren de camino a Oslo y la casualidad ha querido que volvamos a encontrarnos. Eso, sin duda, debe de tener algún significado. El destino, que no suele ser pródigo en este tipo de carambolas, no reúne a dos personas más de una vez si no tiene preparado algún plan para ellas. Cuando oí la palabra casualidad tuve un destello de clarividencia, intuí, más que vi, cierto propósito en todo aquello. -Imagino que habrán venido a las Lofoten a disfrutar de sus paisajes y de sus bellezas naturales. -Desde luego -respondió Siv- Y a usted ¿qué le trae por la isla, profesor, algún estudio sobre la fauna local? -En parte. Como supongo que ya sabe, mi especialidad es el frailecillo (lunde, como se le conoce aquí), pero también estoy interesado en el lundehund, una raza de perro que se desarrolló en esta isla con el propósito de dar caza a esas aves. Este animal, que tiene la peculiaridad de poder girar la cabeza y doblar la columna vertebral hasta casi alcanzar sus patas traseras, habilidad que le fue inducida a su raza por el hombre para poder acceder a las estrechas grietas donde anidan sus presas, constituye un claro ejemplo de la instrumentalización de algunas especies por parte del hombre. -Pero ¿aún se cazan frailecillos? -preguntó Siv horrorizada. -Por fortuna hoy es una especie protegida, así que el lundehund se utiliza como perro de compañía. Siv fue al frigorífico, sacó la fuente de frikadeller que habían sobrado la noche anterior, las calentó en el microondas y ofreció algunas tanto a los suecos como al doctor Formosa. Todos ellos rechazaron la invitación y se disculparon alegando que eran vegetarianos. La verdad es que nuestro doctor no dejaba de sorprenderme, por un lado su vegetarianismo, por otro su condición de asesino, si es que esto suponía una contradicción en un ecologista. Tras esta reflexión no pude evitar aventurar un sarcasmo: -Supongo que es usted vegetariano porque deplora la crueldad contra los animales. -Lo soy básicamente por motivos medioambientales, la producción de carne mediante ganadería intensiva y la agricultura asociada a ella son hoy el mayor azote contra los ecosistemas y la principal causa de emisiones de gas invernadero a la atmósfera. Considero por tanto que comer carne es un crimen a medio y largo plazo. La respuesta de aquel criminal a plazo cumplido, de algún modo me tranquilizó, al menos en lo que se refería (cuán largo me lo fiaba) a mí condición de carnívoro y, por tanto, de criminal a medio o largo plazo. Y no obstante, cómo era posible que aquel hombre, a quién yo había visto con mis propios ojos matar a otro sin vacilar, pudiera presentarse como un benefactor de la humanidad y arrogarse la prerrogativa de hablar en nombre de los otros sobre la necesidad de salvar al mundo. Siv, que sonreía y parecía hallarse de lo más interesada en el personaje, intervino: -Por cierto, profesor, le oí hablar en la conferencia de París sobre el cambio climático y reconozco que no puedo estar más de acuerdo con usted. No entiendo por qué los gobiernos se muestran tan reacios a cumplir sus compromisos de reducir las emisiones. -Hay demasiados intereses en juego, querida -respondió el aludido-. La mayoría de los estados se niegan a cumplir los objetivos pactados en los Protocolos de Kioto, no por la dificultad de imponer a sus ciudadanos políticas restrictivas, pues bien supieron decretarlas e imponer austeridad durante la última crisis financiera, cuando se trataba de apoyar a las élites y rescatar al sistema bancario (según ellos para beneficio del ciudadano) sino porque no interesa frenar un cambio climático en el que dichas élites tienen puestas sus mayores expectativas de negocio. El calentamiento global no es solo la consecuencia de un mal uso y abuso de los recursos energéticos sino que forma parte de un plan deliberado de algunas potencias, grandes compañías y organizaciones criminales para obtener beneficios a corto o medio plazo de fuentes y reservas todavía inexploradas por el hombre como las del Ártico. En definitiva, el calentamiento global se ha convertido en sí mismo en una especie de tecnología, una sofisticada maquinaria de perforación del hielo superior a todos los costosos rompehielos atómicos fabricados por Rusia. -Pero ¿de qué sirve obtener beneficios si el planeta y la vida desaparecen? - objetó Siv. -En un futuro próximo todos los inversores en futuros y derivados climáticos o en cualquier otro tipo de futuros habrán muerto; por tanto invertir en el Paraíso, al menos en la tierra, no parece un negocio muy rentable. Y ahí radica el conflicto entre capitalismo y cambio climático, en una simple cuestión de plazos. -Con todo -objetó Siv-, ¿la sola codicia puede ser un argumento sólido para destruir el planeta? El doctor Formosa la miró por encima de sus gafas de concha, como el maestro que evalúa las capacidades de una alumna, meditó unos instantes y dijo: -Puede que tenga usted razón y que haya algo más ¿No se pregunta por qué han fracasado todas las tentativas de ensayar estilos de vida bajos en carbono? ¿Por qué a la humanidad le cuesta tanto destetarse, y perdone la expresión, de él? Existe en nuestra civilización un apego al carbono comparable a una adicción a la heroína a escala global que ha impedido que las renovables, cada vez más baratas, eficientes y absolutamente más limpias se impusieran definitivamente a pesar de que el metabolismo de nuestro sistema se encuentra ya preparado para la transición. El desenganche del carbono requiere una voluntad universal de vida contra la seductora voluntad de muerte en la que estamos estancados. Quizás nuestra adicción al carbono se encuentre en relación directa con la saturación, el cansancio y la decadencia de nuestra civilización, es decir, con un secreta y profunda voluntad de extinción. Nuestra civilización se alimenta de los restos de una antigua extinción de la que han derivado los combustibles fósiles y, como carbono que somos, esa suerte de delirio caníbal nos conduce a otra extinción, la nuestra. En resumidas cuentas quizás solo se trate de un simple asunto de familia. Toda aquella cháchara comenzaba a crisparme y a sublevarme así que dije: -¿Y no ha pensado usted que el cambio climático quizás sea nuestra única salida, que el calentamiento global acaso suponga la salvación de la especie al propiciar la desaparición de una parte de ella? -Lo he pensado a menudo -respondió después de meditar un momento-, y creo que es así y que esa posibilidad ha sido calculada por las élites negacionistas mientras tratan de extender, a través de sus laboratorios de opinión, la teoría de que el cambio climático es una conjura para requerir más intervención en el sistema de libre mercado y rebajar por tanto sus privilegios. Saben que el desastre es inminente y, precisamente porque saben que es inevitable, no están interesados en hacer el menor esfuerzo para evitarlo. Estas élites, que ya están adquiriendo terrenos y edificando sus bunkers en Alaska o el sur de Nueva Zelanda donde protegerse de las oleadas migratorias y las epidemias futuras, aguardan impacientes que el cambio climático, del que poseen aunque lo nieguen un conocimiento fehaciente, ocurra, pues su advenimiento supondrá no solo las ventajas económicas que ya he señalado sino la supervivencia de los más adaptados, según la propia Ley del Mercado, y la desaparición de la mayor parte de la población mundial. Tenga usted en cuenta que la mayoría de los países ricos se encuentran situados en el hemisferio norte y que el cambio climático tendrá en principio un efecto favorable para ellos. El clima se tornará ligeramente más cálido, lo que supondrá una aceleración de las cosechas, y el deshielo del Ártico permitirá un acceso directo a grandes recursos y a nuevas rutas para el comercio. Pero sobre todo determinará la supervivencia y por tanto la supremacía de los ricos frente a los pobres, de los blancos frente a los seres de color. A la espera de transferir sus mentes a una computadora y de acceder a un futuro paraíso digital, el calentamiento global constituye para las élites un gran triunfo, el triunfo del supremacismo blanco, el sueño de Hitler hecho realidad. Si todavía albergaba alguna duda sobre la salud mental de aquel individuo, sus últimas palabras la disiparon. De acuerdo, pensé, el neoliberalismo ha conseguido barrer cualquier atisbo de solidaridad o de altruismo en el ser humano, ha atomizado al individuo y lo ha aislado hasta convertirlo en un animalito de laboratorio que en su jaula hipotecada aprieta el botón que le procura una gratificación inmediata. Y yo me pregunto: ¿realmente merece la humanidad ser salvada? -¿Piensa usted entonces que el mundo, tal como lo conocemos, tiene los días contados? -preguntó Siv. -Así lo creo. Sabemos que la tierra se va a pique, y las élites, por su propia seguridad e interés, tratan de evitar que cunda el pánico mientras preparan su estrategia de huida y esperan que la tecnología les procure algún medio de escape. Las élites están aparejando sus pateras tecnológicas. -Me horroriza que el panorama sea tan desolador -dijo Siv impresionada por las fantasías apocalípticas de aquel aciago profeta. -Sin embargo, querida amiga, su rubio país es un ejemplo para todos los demás estados en lo relativo a su política de apoyo a las energías verdes, todo ello contra las presiones del fundamentalismo del mercado y sus tratados de libre comercio. Ni que decir tiene que durante la conversación yo me había encontrado terriblemente incómodo. Por suerte la cosa derivó hacia el tema de la ornitología. Los pájaros que anidaban en la cabeza de aquel científico loco volvieron a adoptar su aspecto real y mucho más amable. Al final, lleno de entusiasmo, se prestó a enseñarnos la isla y nos invitó a que le acompañáramos en una de sus salidas de campo para observar frailecillos. -Como veo que muestra un vivo interés por todas estas cuestiones -dijo sonriendo a Siv-, estaré encantado de acompañarlos en una excusión y mostrarles todas las bellezas naturales que guarda la isla. Siv aceptó entusiasmada. Yo traté de oponerme alegando algunas excusas endebles, pero ella, rebatiendo de forma insidiosa cada una de ellas, se mostró encantada y aceptó sin que pudiera evitarlo. Cuando abandonábamos el comedor advertí que el doctor Formosa hacía un gesto casi imperceptible a los nudistas suecos. Entonces comprendí que aquella afable pareja de ancianos eran sus cómplices y que sin duda había hecho desaparecer con su ayuda todas las pruebas de su crimen. -¿Por qué has aceptado la invitación de ese científico chiflado? – solté en tono de reproche una vez estuvimos en nuestra habitación. -Creo que es un privilegio tener como guía a una eminencia como él. Y así deberías considerarlo. Al margen de los sentimientos que me producía el doctor Formosa en particular, como ya había insinuado en otro lugar, no podía dejar de sentir en general por los ecologistas y la ecología una antipatía rayana en la abominación. Los consideraba iluminados fomentadores de una ideología que se aproximaba en sus métodos y presupuestos a los más terribles absolutismos. El último pogromo perpetrado en mi ciudad a instancias de estos supuestos salvadores de la naturaleza había sido la eliminación sistemática de todos los ejemplares de cotorra argentina y cotorra de Kramer, tras convencer a las autoridades de que aquellos hermosos, verdes, inteligentes y bulliciosos pájaros no pertenecían a la categoría de especies autóctonas, y eran por tanto una especie invasora que ponía en peligro la supervivencia de otras especies con carta de ciudadanía. El brazo secular, a instancias de estos bucólicos inquisidores, había procedido a capturar a todas las cotorras, a gasearlas y a hacerlas desaparecer en hornos crematorios (¿les suena?). El problema del ecologismo consistía a mi parecer en considerar los sistemas naturales como estructuras cerradas, sin tener en cuenta que ninguna especie ha sido nunca originalmente autóctona, que la historia natural ha sido siempre una continua invasión de especies que se han ido asentando, sobreviviendo o extinguiéndose en un sistema vivo y cambiante, enormemente dinámico y sujeto a todo tipo de fluctuaciones. El mismo criterio se podía establecer con respecto a la historia humana. Mantenerse en una posición purista en relación a este asunto y llevarla hasta sus últimas consecuencias, como pretendían los ecologistas, debería haber implicado la persecución y eliminación de los propios ecologistas, especie advenediza donde las haya en el sistema social y político. Sus criterios puristas siempre me habían recordado a los de aquellos restauradores que ante una iglesia o capilla construida durante diversas épocas a partir, por ejemplo, de una estructura románica a la que se habían ido añadiendo a lo largo del tiempo elementos góticos, renacentistas y barrocos, decidían destruir todos los estratos hasta dejar la estructura original, sin tener en cuenta que el arte debía concebirse como un palimpsesto y que tan fundamental era la primera estructura como los demás elementos añadidos. Pero sus criterios puristas y sus métodos depurativos evocaban procedimientos mucho más siniestros. Por muy cruel y horripilante que sea una experiencia, siempre hay en ella algo aprovechable. La de los campos de exterminio nazis había sido de gran utilidad para los mataderos industriales, como lo había sido la experimentación con humanos en esos mismos campos para el desarrollo de la medicina actual. Al parecer los ecologistas también habían acabado por encontrar algo aprovechable en tan trágico asunto. Pero el doctor Formosa, como ecologista radical, no solo suponía una amenaza para las especies animales no autóctonas sino que, dando una vuelta de tuerca a los presupuestos del ecologismo, parecía que también podía serlo y de hecho lo era para las especies humanas autóctonas, a juzgar por el aspecto escandinavo de su víctima.
Aquella misma tarde nos encontramos con él en la puerta del albergue. El
ilustre biólogo había cambiado su impecable traje habitual por una especie de sahariana, acaso anticipándose a una inminente saharización del Ártico. Hacía bastante frío y yo me había puesto mi anorak de vinalon, una fibra coreana elaborada a partir de antracita, una deliberada provocación a las manifiestas aprensiones de Formosa respecto al carbono. La primera sorpresa fue las bicicletas que el científico se había procurado para la excursión. -En Værøy -declaró el excéntrico sabio- las bicicletas andan sueltas como los Mustang en Wyoming, solo hay que echarles el lazo y domarlas. He dado por sentado que los dos saben montar en ellas, pero si no es así, podemos hacer el recorrido andando. Tanto Siv como yo aceptamos el vehículo y nos pusimos en camino. El doctor Formosa tomó la delantera de inmediato, por mi parte enseguida me quedé rezagado en aquel estrambótico pelotón. De vez en cuando Siv aflojaba la marcha para esperarme y yo podía observar su hermoso trasero expuesto sobre el sillín, tirando de mí como un delicioso bocado energético. Tras un breve trayecto dejamos la carretera y nos adentramos en un sendero pedregoso que nos condujo al pie de una abrupta montaña, por lo que debimos dejar las bicicletas e iniciar la subida a pie. La ascensión fue terrible para mí, pues me hallaba en pésima forma. Mis compañeros, sin embargo, no mostraban la menor fatiga. Llegamos al fin a la cumbre y el doctor Formosa, como un genio que mostrara un regalo gigante, nos señaló una vista sobrecogedora. En lo alto de la montaña, desde la vertiente que daba al mar en forma de acantilado, se divisaba un panorama de islas de aspecto paradisiaco y el impresionante muro de las Lofoten por el que ascendían rebaños de cúmulos. Siv, para drenar el impacto emocional que le producía la visión de aquel panorama deslumbrante, se aferró a mí y emitiendo un suspiro exclamó: -Uff, parece un paisaje de otro planeta. -Sí -respondió el doctor Formosa-, de un planeta en el que apetecería vivir. -Maestro, qué bien se está aquí, hagamos tres tiendas -dije sin poder contener un pujo de ironía. -Qué gilipollas eres -me amonestó Siv. Y entonces, como si la naturaleza, sintonizando con mi dudoso sentido del humor, decidiera retomar la cita evangélica y con idéntica ironía completarla, una nube se alzó desde el abismo y una densa neblina nos cubrió durante unos instantes. No sin inquietud, aguardé a que de la nube que nos cubría saliera una voz que refiriéndose al doctor Formosa exclamara: “Este es mi Hijo amado en quien tengo puestas todas mis complacencias. Escuchadle.” -No se muevan hasta que la nube pase -dijo el doctor. Pasó la nube deshilachada y vana y quedamos los tres al descubierto, y otra vez apareció ante nosotros el sobrecogedor paisaje de las Lofoten recién lavado y restaurado, como si un arcoíris le hubiese transfundido toda su gama de colores. Cuando el doctor Formosa señaló en una dirección indicando la situación del Maelström tuve una incómoda sensación de déjà vu. ` -Allá, en aquellas paredes rocosas cubiertas de nubes se encuentra la cima de Helsegga en la isla de Moskenes, desde donde el narrador del cuento de Poe contempla el Maelström. Si lo desean, recalaremos en Moskenes el día que salgamos al mar a ver frailecillos y ascenderemos a la cumbre para contemplar desde allí el Moskenstraumen, el canal donde confluyen las corrientes. Pensé en los motivos que aquel ser tan racional en apariencia y, a su manera pedante, encantador, podría haber tenido para matar a aquel tipo. De nuevo evoqué nuestra primera conversación en el tren camino de Oslo y su pregunta: “¿No pertenecerá usted a Morderne?“, probablemente, como ya había deducido por el nombre, una organización criminal implicada en alguna trama urdida en su propia cabeza. Y entonces reparé en dónde había visto a aquel hombre rubio al que el Dr. Formosa había despachado sin contemplaciones, era el tipo que sujetaba en el aeropuerto el cartel con su nombre. Me pareció que dado que Formosa no parecía un criminal, quizás hubiera actuado en defensa propia y, tras rehuir el encuentro con aquel tipo en el aeropuerto, había venido huyendo hasta este remoto lugar en el que su perseguidor lo había encontrado. Pero, en caso de que así fuera, ¿qué motivos podía tener nadie para perseguir y, en su caso, eliminar a un ilustre científico? ¿Se hallaba acaso en poder de una fórmula revolucionaria codiciada por las potencias, los servicios secretos o las mafias? Que el doctor Formosa no era un sabio despistado e inofensivo era evidente, yo mismo podía dar fe de ello. La forma en que había actuado aquella noche, disipaba cualquier idea previa sobre un sabio inofensivo para convertirlo en un individuo justificadamente perseguible por el motivo que fuese. De ser así, esta vez el Dr. Formosa había tenido suerte y había conseguido librarse de su perseguidor, pero ¿terminaría ahí la persecución o aquella supuesta organización que al parecer seguía sus pasos (en la realidad o en su alterada imaginación) enviaría nuevos sicarios? ¿Tendría todo esto algo que ver con el motivo, el otro, que me había traído a Værøy? De ser así, no lo sabría hasta el próximo día en el que, siguiendo las instrucciones recibidas, efectuara la llamada a Londres que tenía pendiente. Desde la altura, el mar parecía una lámina de metal batido. Un barco a lo lejos, como una cizalla laser, iba cortando la compacta plancha marina. El verde sombreado del brezo daba a los montes un cromatismo cambiante, como el de la piel de algunos reptiles. Me sorprendió ver surgir un arcoíris de la arena blanca de una playa lejana. Para mí, hasta ahora, el arcoíris siempre había surgido más allá de algo, una montaña, un horizonte, la lejanía. Se trataba por tanto de un fenómeno cuyo comienzo o final resultaban tan inaprensibles que había llegado a generar la leyenda de que tras ellos se hallaba enterrado un caldero lleno de monedas de oro. Jamás había conseguido observar su anclaje con la tierra. Ahora, al hacerlo, podía refutar cualquier tipo de mito o leyenda. El anclaje del arcoíris con la tierra resultaba tan espectral, vago y efímero como el de cualquier otro elemento real o imaginario. Estoy aquí, pensé, en el lugar donde los mitos nacen y al nacer mueren, porque verlos nacer es verlos morir; el lugar donde revelan su origen, su mecanismo desnudo, su falsedad, su aliento humano. Miré a mi izquierda, vi el rostro sonriente del doctor Formosa y supuse que, tal como había ocurrido con mi predicción de la lluvia en el tren de Oslo, por una suerte de razonamiento deductivo holmesiano, aquel hombre había seguido toda la secuencia de mi pensamiento. Y de repente me asaltó el temor de que, de algún modo, hubiera tenido también noticia de mi conocimiento de su crimen y que, a la menor oportunidad, me arrojase por una de aquellas simas abismales, y no solo a mí sino también a Siv, testigo de su nuevo crimen. Mientras ella se entretenía recogiendo arándanos con idea de hacer un pastel, el Dr. Formosa me apartó unos metros. En ese momento temí que la sospecha de que iba a arrojarme por el cercano acantilado (casi estábamos al borde) se iba a cumplir. Al tomarme del brazo debió notar mi tensión y mi pánico, pues me tranquilizó diciendo que solo deseaba mostrarme una curiosa formación dendrítica y, mientras me señalaba el suelo en donde no había más que una vulgar roca rodeada de brezo, susurró cerca de mi oído: -Disimule, pero ¿cuánto hace que conoce a Siv? La pregunta me pilló tan de sorpresa que no pude evitar responderla de un modo mecánico. -Alrededor de seis meses ¿por qué lo pregunta? -¿Sabe cuál es su trabajo? -Claro, es traductora e intérprete en congresos, como yo. -No me refiero a ése, sino a su verdadero trabajo. -No sé de qué me habla. -Si no lo sabe pregúntele a ella, quizás se lo diga. -¿Qué es lo que trata de insinuar? -Le diré algo que quizás le resulte extraño, me encuentro en peligro. Hay unos individuos que me buscan para matarme. -¿Quiénes le buscan y por qué? -El porqué es simple, soy un tipo incómodo para ellos y para sus intereses, pero créame sus intereses son nefastos para la continuidad de la vida en el planeta, por tanto mi lucha contra ellos está sancionada por la tácita aquiescencia de toda la humanidad. El quiénes es un poco más complicado. -¿Y por qué me cuenta todo esto? -Porque usted me mereció confianza desde la primera vez que lo vi. -¿De veras piensa que ella forma parte de un complot para matarle? Por favor no me haga reír -inquirí observando a Siv mientras llevaba a cabo su animada e inocente recolección, al tiempo que recordaba su reacción durante el desayuno al preguntarle por la palabra “morderne”. -No exactamente, pero tengo serías razones para creer… Pero ¡atención, se acerca! Le pondré al corriente de todo este misterio en otro momento. La sombra de Siv, por efecto del sol bajo (y quizás también de las recientes insinuaciones del Dr. Formosa), alargada hasta adquirir la dimensión de una sombra soñada o delirada, se proyectó sobre nosotros, la vi venir con su bolso de tela repleto de arándanos, hermosa y salvaje y, acaso, cruel como una diosa viking. -Le decía a su amigo que las miosotis y el cornejo enano están en todo su esplendor en esta época del año. Le ruego acepté este sencillo bouquet. Y, con un gesto ceremonioso, entregó a Siv un ramillete de flores silvestres que, como un ilusionista, parecía haber sacado de la nada.
De vuelta al albergue, tras una cena rápida y ligera en el comedor vacío a
base de fiskekaker industriales y fruta, nos retiramos a la habitación. Notaba a Siv cansada pero a la vez exultante tras la estimulante excursión y sus variadas amenidades, y mientras subíamos a la habitación me preguntaba dos cosas esenciales, la primera: ¿quién era en realidad aquella hermosa mujer que se hallaba a mi lado?, la segunda: ¿follaríamos al fin esta segunda noche? La respuesta a la segunda pregunta no se hizo esperar. Nada más cruzar la puerta del dormitorio, Siv se me vino encima como una ola sobre un peñasco. ¿Tan rígido me hallaba como para emplear esta imagen? En principio sí. Al cansancio de la expedición se unían las dudas suscitadas por el Dr. Formosa con relación a la verdadera identidad de mi compañera. Poco a poco, sin embargo, me fui dejando envolver por la dulzura de sus besos, por la suavidad y la sensualidad de su cuerpo, por la lluvia de oro de su rubio cabello sobre mi piel, esa precipitación áurea que me arrebataba de un modo incontenible. Follamos como si no hubiera un mañana y acaso no lo hubiera para nosotros como pareja o para la humanidad como especie, si nos ateníamos a los aciagos auspicios del doctor Formosa y sus correligionarios. *** Nos enteramos de que el advenimiento del cambio climático iba a producirse en breve y que las agencias medioambientales y los observatorios astronómicos habían calculado, con la precisión con que se predice un eclipse o se pronostica una borrasca, que éste acontecería justo a las 9:30 del día 19 de octubre, día de Odín (naturalmente consulté con escepticismo el santoral unos días después y dio la casualidad de que ese día se conmemoraba la onomástica de San Odín Abad). La gente se desplazaba a los Polos en masa, como en una gran kumbamela, para presenciar el inmediato deshielo de los casquetes. Siv y yo viajamos a Ambarchik, en la Siberia oriental, para asistir al deshielo del permafrost, la capa de tierra de las regiones periglaciales que se mantiene helada desde hace cientos de miles de años y que guarda en su interior billones de toneladas métricas de gas metano, un gas cuyo efecto invernadero es treinta veces más potente que el CO2. Como si de la liberación de un ser querido preso se tratara o de la ascensión de un Mesías a los cielos, nadie quería perderse la liberación a la atmósfera de todo aquel gas prisionero en la tierra helada desde hacía milenios. Había gran expectación en la tundra y algunos vendedores, aprovechando la concentración de gente, anunciaban a los turistas climáticos todo tipo de género local, pieles, artesanía y alimentos exóticos, venado o pescado seco, tortas de bayas, pelmeni o kisel burduk. A la hora señalada la tierra comenzaba a deshelarse y a esponjarse, luego empezó a temblar como si se produjera un enorme terremoto de máximo grado en la escala de Richter. A varias verstas de donde nos hallábamos emergió de repente una enorme montaña. Se trataba de un pico vertical que tendría aproximadamente una altura de 5000 majovayas. -¿Se estará produciendo un nuevo plegamiento tectónico? – pregunte. -No, fíjate -respondió Siv-, no se trata de una montaña, es un cuerno, un gigantesco cuerno de bovino. Como confirmando la absurda deducción de Siv, a unas mil quinientas verstas de donde había emergido la montaña córnea, se alzó otra del tamaño del cuerno de África. Luego volvió a temblar la tierra y de la deshelada capa de permagel emergió por fin al completo la propietaria de aquella desmesurada cornamenta, una gigantesca vaca lechera de color negro con manchas blancas y unas grandes ubres del tamaño del subcontinente indio puesto en pie. El rabo tenía la extensión de Baja California. El animal que ocupaba la totalidad del territorio de Siberia norte, dejó escapar por sus fauces un apocalíptico mugido. Su esquilo, del tamaño de Irlanda, producía el sonido de un planetoclasmo. Levantó el rabo, lo que hizo que la mayor parte de Mongolia Exterior se sumiera en sombras, y exhaló una larga y satisfecha ventosidad. El gas metano expelido por su ano hizo que el cielo se oscureciera y una noche eterna se cernió sobre la tierra. Hubo un clamor general entre la multitud por encima del cual se oyó la voz del Dr. Formosa proclamando: “La ambición es la vaca que rumiará el mundo”. *** Tras aquel ridículo sueño me desperté cansado y con una tremenda sensación de extrañeza. Tardé unos instantes en recordar dónde me hallaba y casi un minuto en determinar si era noche o día. El sol de medianoche produce una sensación extraña, un desequilibrio entre el reloj interno de las personas no habituadas al fenómeno y la persistencia de la luz solar, una especie de disritmia circadiana o descoordinación del sueño muy similar a la del jet lag. El cuerpo no termina de desconectar del todo y el sueño adquiere el carácter de una extemporánea siesta crepuscular. Siv se hallaba ya vestida y preparada para bajar a desayunar, fresca como una rosa y con el aspecto de haber dormido un sueño largo y reparador. -No termino de acostumbrarme a esta luz perpetua, es como si sufriera un síndrome de abstinencia de oscuridad. Y esta absurda costumbre local de prescindir de persianas… ¿No sé cómo puedes conciliar el sueño? -Estoy acostumbrada al fenómeno. He pasado largas temporadas en Groenlandia y en el norte de Noruega, así que el sol nocturno ni me impide dormir ni produce un efecto especial en mis sueños. Sin duda Siv llevaba la impronta del sol de medianoche en su ADN. Sus antepasados nórdicos, adaptados desde los albores de la humanidad a los solsticios árticos, se habían convertido en seres crepusculares, habían creado una mitología poblada de dioses y semidioses climáticos y de leyendas climáticas como el Fimvulbetr de la Edda Menor, que describía el fin del mundo bajo el advenimiento de una catástrofe medioambiental tal como nos lo anunciaban los nuevos predicadores del apocalipsis. Si bien es cierto que de entonces a hoy nuestro karma climático se ha enmierdado de forma exponencial. -Espera un momento -dijo ella-, creo que tengo algo que puede ayudarte. Y se puso a rebuscar en su enorme neceser de viaje hasta que halló un antifaz para dormir de los que se utilizan en los aviones. -Toma, usa esto. A partir de hoy serás el superhéroe enmascarado que venció al sol de medianoche. ¿Quién era en realidad aquella hermosa mujer que me sonreía con desvergonzada falacidad? Esto era algo que todavía no me atrevía a averiguar. Sabía que fuera cual fuera la respuesta supondría el fin de nuestra relación. *** Aquella mañana el comedor se hallaba muy animado. El anunciado grupo de climatólogos franceses habían aterrizado de madrugada en el helipuerto de la isla. Estaba compuesto por tres individuos, dos hombres de alrededor de cincuenta años y una muchacha muy guapa de no más de veinticinco. En su mesa habitual se hallaba el matrimonio de nudistas suecos que no había alterado su ausencia de indumentaria del día anterior a excepción de una gorra blanca y negra de aspecto marinero que lucía Per-Otto, similar a las que usan los estudiantes de la Universidad de Uppsala. Ni rastro del doctor Formosa. En tanto Siv tomaba su místico desayuno compuesto de fruta y cereales con yogur, yo me preparé una gigantesca tostada (en Noruega el pan es un artículo de lujo, la patata hervida hace de pan y el pan es la ambrosía cósmica con la que se alimentan en el Valhalla los gloriosos guerreros muertos en combate y los dioses) sobre la que coloqué aceite de oliva virgen envasado en un frasco de cristal repujado, comprado a precio de oro en la farmacia- perfumería de la isla, una gruesa loncha de salmón ahumado y encima de ella un huevo a la plancha, sencilla y sublime arquitectura culinaria que los noruegos están todavía lejos de descubrir. Mientras trasegaba en la cocina y daba cuenta luego de mi monumental colación, observaba a los huéspedes y escuchaba sus conversaciones. Per-Otto y Pernilla relataban a la concurrencia sus visitas anteriores a la isla, sus avistamientos de ballenas, sus seguimientos de frailecillos, sus idílicos baños en las playas de arena blanca y aguas color turquesa bajo el sol de medianoche, los alegres días de juventud en una humilde rorbu. Y yo los imaginaba desnudos en su cabaña de pescadores, fornicando entre el olor a grasa rancia y a pescado seco. Hablaron luego con encono de un alto (el más alto, enfatizaron) mandatario norteamericano, con nombre de mala hierba o pelo de coño, que ya solo pensaba en seguir su política de desprotección medioambiental y acelerar la catástrofe ecológica, para lo cual estaba dispuesto a fracturar la corteza terrestre en busca de gas y a remover montañas en busca de carbón. Aquel supervillano estaba al parecer decidido, hiciera falta o no, a derretir los casquetes polares él solo. Casi me conmovía la ingenuidad militante de aquellos afables vejestorios. Pero al instante los imaginaba deshaciéndose del cadáver de la víctima del doctor Formosa, limpiando a conciencia los restos de la escabechina, y toda la simpatía y condescendencia que en principio me despertaban se diluía en una mezcla de horror y perplejidad. Si la figura del anciano perverso, circunscrita por lo común, dada la aparente (y todas luces engañosa) contradicción en los términos, al ámbito de la ficción y habitual en los esperpentos cinematográficos, las novelas decimonónicas o el gótico sureño, no había tenido para mí un referente real, ahora se encarnaba de forma dramática en aquellos dos suecos de apariencia bondadosa. Como quiera que siempre se referían al pasado al hablar de sus andanzas por la isla, me preguntaba si la pareja abandonaba alguna vez el albergue y si, de hacerlo, seguía siendo fiel a su credo nudista, dado que las temperaturas habían bajado de forma considerable desde el primer día, el único que podría calificarse de veraniego desde nuestra llegada. Pregunté a uno de los cazadores de nubes franceses, un tal Edmond Karabudjan de humor, por lo que había observado hasta ahora, un tanto atrabiliario, si pensaba que el mal tiempo proseguiría y me contestó que, por lo que él sabía, no existía tiempo bueno o malo fuera de la tendencia maniquea del ser humano a atribuir al clima falaces atributos antropomórficos en función de sus deseos y expectativas, y que, por lo que a él respectaba, la única cualidad que podía atribuirse al tiempo no era la de ser bueno, malo o regular sino incorregible y (sobre esto último me pidió que le guardara el secreto) bastante imprevisible. Advertí que Pernilla no quitaba sus inquisitivos ojillos lapones de los recién llegados, en especial de Ottilie, la joven y hermosa climatóloga que escuchaba a su colega sin intervenir en la conversación, mientras lanzaba impacientes miradas hacia la escalera que daba a los dormitorios y hacia la puerta del albergue. Además de mis aprensiones derivadas de su complicidad con Formosa, la presencia de aquella pareja desnuda, lejos de convertirse en algo, por habitual, invisible o indiferente, me ponía cada vez más nervioso, sobre todo la de ella. Era como si pretendiera utilizar su desnudez como un arma intimidatoria, algo que le daba una ventaja táctica sobre los demás. Me había cruzado con ella en dos ocasiones en el corredor que conducía a los dormitorios y en la escalera de aciago recuerdo, y no había podido evitar mi embarazo del que ella sin duda se había apercibido dándomelo a entender con una sonrisa entre irónica y condescendiente y, en cualquier caso, de lo más irritante, mientras hacía algún comentario trivial acerca del tiempo o cualquier recomendación sobre un rincón de la isla especialmente salvaje que ella y Per-Otto habían descubierto en alguna de sus anteriores estancias vacacionales (que inmediatamente suscitaba en mí el inevitable interrogante de si habían visitado el lugar desnudos o vestidos). Había un instante en el cual, sin que pudiera evitarlo, mis ojos se demoraban en su blanco, ralo y despoblado vello púbico o en sus senos declinantes, para desviarse luego avergonzados hacia el suelo o hacia el techo, mientras sentía una incómoda sensación de quemazón en el rostro. Por otra parte, yo tenía una vaga experiencia en el trato con colectivos excluyentes. En determinados momentos de mi vida me había visto obligado a asumir la condición de seglar ante los religiosos, la de gentil ante los judíos, la de infiel ante los musulmanes, la de payo ante los gitanos, yo había sido especista frente a los animalistas, negacionista frente a los cambioclimatistas, y ahora, frente al nudismo de Per-Otto y Pernilla, a todas las cosas excluyentes que ya era, debía añadir además la condición de textil. Uno iba por el mundo recibiendo títulos sin haber hecho nada para merecerlos, títulos que jamás se atribuiría a sí mismo. Comenté con Siv mi sensación de incomodidad ante los suecos y ésta trató de quitar hierro al asunto con una exposición didáctica sobre las peculiaridades sexuales de aquel país de grandes ideales sociales y anhelos utópicos fatalmente enderezados hacia lo distópico; un país, por lo que yo sabía, donde el anhelo de independencia individual, fomentado por el propio estado, había llegado a tal extremo que había sido preciso habilitar centros especiales donde los suecos intentaban aprender a vencer la repugnancia y el terror a tocarse unos a otros. -En Suecia el nudismo es algo tan natural como la respiración. Pero aunque no tiene nada que ver con el sexo, su percepción como algo natural es la consecuencia de una correcta educación sexual, y en Sucia, desde principios de los años treinta, se establecieron programas de educación sexual en las escuelas, se legalizó el aborto y se potenció el uso de anticonceptivos. Si a Suecia le hubiera sido dado gozar de un clima tropical, lo que no podemos descartar en el futuro como consecuencia del cambio climático, todo el mundo iría desnudo. -Si Suecia tuviera un clima tropical los suecos tendrían una mentalidad y una moral adaptada a ese clima -intervino Edmond, el escéptico cazador de nubes, que al parecer había estado atento a nuestra conversación. -¿Cree usted que la mentalidad, la moral y, en consecuencia, la sexualidad son algo asociado al clima? -preguntó Siv. -No tengo la menor duda. Como nadie ignora, en los países tropicales las costumbres sexuales son más relajadas que en los de climas fríos. Sin embargo en algunos países nórdicos, especialmente en los de religión luterana, la relajación en las relaciones sexuales, así como el alcoholismo, están determinadas por el clima. Podría señalarle algunos casos claros de la influencia del clima extremo en las relaciones sexuales, como la poliandria practicada en el Tíbet o la prostitución hospitalaria entre los inuit. -Y ¿qué interés especial tiene esta isla para un climatólogo o sexólogo? - pregunté. -Se da la circunstancia -intervino Bertrand, el otro climatólogo- de que, debido a la corriente del Golfo, Værøy es el lugar que registra las temperaturas más altas del mundo en relación con su latitud, esta es una peculiaridad que siempre atrajo a meteorólogos y climatólogos a esta isla. El motivo de nuestra presencia actual se debe a que al revisar los últimos climogramas, hemos detectado un aumento relevante de la temperatura en el último decenio. -El cambio climático, supongo. -Puede ser, pero también podría tratarse de variaciones regionales aleatorias. Es difícil establecer patrones, los cambios no suelen ser constantes a largo plazo por lo menos desde que tenemos mediciones precisas. -El clima -prosiguió Edmond- es una cosa complicada que afecta incluso a la política del mismo modo en que la política afecta al clima. Los italianos tienen una expresión que deja establecida esta relación: “Piove, governo ladro!” -Al ser humano, que no soportaría la idea, con perdón de la mesa, de cagarse en el plato en que come, le resulta absolutamente natural utilizar como basurero el aire que respira. Esta es una relación que a la mentalidad humana le cuesta establecer -dijo Pernilla zanjando la conversación. *** Tal como habíamos acordado me encontré con el doctor Formosa en Sørland, en una taberna llamada Kornelius. Había dejado a Siv en la habitación preparándose para la próxima excursión y había salido con la excusa de acercarme al colmado a comprar cualquier cosa imprescindible, así que tomé una de las bicicletas salvajes de las que había apoyadas en la pared del albergue y me dirigí al lugar de la cita. El científico se hallaba sentado en una mesa apartada y bebía una taza de té Lipton. En cuanto tomé asiento frente a él, me dijo: -En nuestro primer encuentro, tras hacerme una observación que me puso en guardia, le pregunté a usted si pertenecía a Morderne. Creo que debe saber quién compone esa organización y cuáles son sus fines. Pero antes debo ponerle al corriente de algunas cuestiones esenciales. Hasta ahora las grandes corporaciones y algunas agencias gubernamentales norteamericanas interesadas en negar el cambio climático se habían contentado con financiar laboratorios de ideas, gabinetes estratégicos o think tanks, puntas de lanza ideológicas del capitalismo desregulado dedicadas a elaborar estrategias en favor de la negación del calentamiento global y a difundirlas. Hoy, considerando que esa labor es insuficiente para sus propósitos, habida cuenta de que muchos gobiernos están empezando a tomarse en serio la tesis del cambio climático y a adoptar duras medidas contra las emisiones, y ante el temor de que otros en el futuro hagan lo mismo, han decidido crear organizaciones criminales o financiar otras ya existentes con el objeto de silenciar (aquí puede imaginar toda la gama de posibilidades, desde el soborno y la amenaza, al asesinato) a los científicos y activistas que tratamos de demostrar las consecuencias del calentamiento global, desenmascarar y denunciar con pruebas irrefutables a los poderes corporativos que tienen un interés en que éste se produzca y las actividades desarrolladas por ellos para acelerarlo atraídos por los dividendos que los grandes desastres derivados del clima les proporcionarán. Uno de estos grupos de acción anti warmists, es decir, anti-alarmistas del calentamiento global, como nos llaman despectivamente los negacionistas, es Morderne, una organización criminal compuesta por agentes rusos, norteamericanos y noruegos, que trabaja con el apoyo extraoficial de sus gobiernos, que son las potencias más interesadas en explotar los recursos que atesora el Ártico, cuyo acceso va a facilitar el cambio climático. -¿Por qué alguien iba a tener un interés especial en que el mundo se fuera al carajo y además estar dispuesto a matar para asegurarse de que eso ocurra? - pregunté tratando de parecer ingenuo. -¿Le parece extraño que alguien llegue a matar por preservar el sistema capitalista? Para muchos conservadores, incluso para los más honrados y bien intencionados, las medidas para evitar el cambio climático suponen una intervención drástica de los Estados en la economía de libre mercado, es decir, un control estricto de lo público sobre lo privado. Por lo que no es extraño que estas élites consideren que el anuncio del cambio climático forma parte de una estrategia para imponer el comunismo a escala global o al menos para destruir el sistema de libre mercado tal como lo conocemos ahora. Es decir, de acabar con el capitalismo. Por otra parte, y como ya le dije, el calentamiento global y el deshielo del Ártico va a proporcionar una riqueza inmensa a quien sepa aprovecharse, pues en esa región se encuentra el 22% de las reservas mundiales de petróleo y más del 30% de los recursos de gas natural, además de oro, níquel, uranio y diamantes. El cambio climático ha abierto la puerta a la explotación del mayor yacimiento de recursos energéticos del mundo que hasta ahora se había mantenido virgen. No olvidemos tampoco el negocio que supone para las empresas dedicadas a la seguridad o a la creación de infraestructuras las catástrofes en general y muy especialmente, por su creciente virulencia, las generadas por el cambio climático. La industria armamentística ya ve negocio en el asunto, no digamos las compañías farmacéuticas que husmean en las consecuencias de las sequías, inundaciones y pandemias una inmejorable oportunidad de negocio, o el lobby de las aseguradoras y de los promotores inmobiliarios que aprovechan cualquier guerra o catástrofe para aumentar exponencialmente sus ingresos. Hasta la mafia rusa, que también está interesada en el calentamiento global, está acumulando grandes extensiones de tierra en las estepas siberianas, con el fin de apoderarse no de los billones de toneladas métricas de gas metano que se encuentran bajo la capa de permafrost sino del marfil de los millones de mamuts sepultados en ella. Con todo esto en juego comprenderá que el solo hecho de levantar la voz para manifestar y denunciar públicamente todas estas cuestiones supone un enorme riesgo para la seguridad y la vida de quienes lo hacen. -¿Quiere hacerme creer que un solo individuo puede constituir una amenaza para el orden corporativo? Sus delirios megalomaníacos exceden los de cualquier sabio loco decidido a dominar el mundo. Formosa, me miró un instante con fijeza. Él no era desde luego un sabio loco decidido a dominar o destruir el mundo, él estaba decidido a salvarlo. -Soy simplemente un antisistema en el peor sentido de la expresión, sobre todo para algunos. Morderne y quienes los apoyan intentan impedir que lea mi informe sobre el cambio climático en la próxima Conferencia de las Naciones Unidas sobre el clima a la que he sido invitado y que revele ante el mundo sus maquinaciones. Tengo en mi poder todo tipo de cifras, datos, documentos secretos e informes, aportados por un equipo especializado en el análisis y la publicación de leaks informativos y varios hackers y agentes ecologistas militantes infiltrados en el Departamento de Estado americano, en la Cámara de Comercio y la Agencia de Protección del Medio Ambiente de dicho país, así como en los gabinetes homólogos de Rusia y Noruega, que prueban de forma fehaciente no solo la evidencia de dicho cambio y de sus efectos devastadores sino la activa participación en la aceleración del proceso tanto de algunos Estados como de grandes corporaciones. La de aquel individuo era sin duda una paranoia a lo grande, de amplio espectro, con subtextos, con corrientes subterráneas; una paranoia, en suma, polifacética, con múltiples elementos en primer y segundo plano. -¿No le parece extraño que una organización se haga llamar a sí misma “asesinos”? -dije tratando de enfrentarlo con su propio delirio. -Se trata de un nombre en clave con fines operacionales, que a la vez es acrónimo de Movimiento Operativo de Recusación De Energías Renovables y Nuevas Estrategias. Tenga en cuenta que hablamos de una asociación secreta que, como es obvio, no está inscrita en ningún registro de sociedades, ni se publicita más allá de sus miembros y sus amos, así que gozan de una libertad absoluta para ser sinceros y proclamar ante sí mismos su condición. Aunque quizás se trate de un homenaje a los secuaces del Viejo de la Montaña, a Chesterton o a Stevenson. Sin duda quien le puso el nombre -aquí esbozó una sonrisa irónica- debía de ser un romántico incurable. -¿Pertenecía a Morderne el hombre que le estaba esperando en el aeropuerto? -El hombre que había acudido a recogerme en Torp, aunque se hacía pasar por un activista de Acción Climática, un grupo ecologista internacional con sede en Oslo, con cuyos miembros había acordado reunirme, pertenecía en realidad a Obštšak, una organización mafiosa de Estonia subcontratada por Morderne, hoy día hasta los asesinos se subcontratan. Este individuo hizo desaparecer al verdadero activista al que suplantaba. Por suerte fui advertido a tiempo y pasé ante su cartel sin darme por aludido. -Y no obstante ese individuo le siguió la pista hasta aquí -solté como si hablara conmigo mismo. Al Dr. Formosa no pareció sorprenderle la revelación de que me hallaba al tanto de su encuentro con aquel individuo en la isla y por tanto de su crimen. Bebió un sorbo de té Lipton y dijo: -Sé perfectamente que me vio, también sé que no va a denunciarme, no habiéndolo hecho aún. Pero, aunque lo hiciera, ¿qué lograría? La historia resultaría inverosímil, sobre todo para la policía de aquí que lo más grave a lo que se ha enfrentado en décadas ha sido a un pescador borracho armando escándalo en una taberna. Además no existe ya el menor rastro ni prueba. La persona que usted vio morir tenía ciertamente la intención de matarme. Este individuo primero intentó comprarme ofreciéndome una suma elevadísima a cambio de los documentos y pruebas que mostraré en la Conferencia, y al no ceder, su siguiente paso era eliminarme, actué por tanto en legítima defensa. Con disimulo sacó del bolsillo de su gabardina una curiosa pistola de reducido tamaño. Pensé que aquel loco peligroso iba a dispararme a la vista de todo el mundo. -No se alarme, no pienso hacerle daño. El arma que le muestro es una pistola PSS de fabricación rusa que emplea como munición cartuchos sellados y es tan silenciosa que solo emite un leve chasquido al ser disparada. Estaba en el bolsillo del individuo que eliminé y me hubiera disparado con ella sin la menor vacilación. Como ya le he dicho se trataba de un sicario estonio llamado, según consta en su pasaporte, Tõnis Ratas, hasta el nombre predica a gritos, con todo mi respeto a sus homónimos roedores, su vil condición. Con su muerte, no le quepa duda, el mundo sale ganando. -Y el matrimonio de nudistas suecos, ¿qué papel juegan ellos en todo esto? -Las personas que usted conoce como Per-Otto y Pernilla Östgård, son agentes míos, ambos me ayudaron a limpiar el escenario y a deshacerme del cadáver que actualmente da vueltas en el remolino del Maelström. Los dos pertenecen a un grupo de activistas pro-justicia climática llamado Carbono Cero, un grupo cada vez más numeroso de oposición no solo a la cultura del carbono sino a la economía capitalista, con sus propias rutas de pago al margen del sistema financiero, inspiradas en la hawala, y otros medios de cambio mutualistas y descentralizados sustentados en las redes P2P, el software libre y los sistemas de cadena de bloques. Como puede ver ni desdeñamos la tecnología ni somos, como pretenden hacer creer nuestros enemigos, unos nostálgicos del candil. -¿Qué es exactamente lo que ha venido a hacer a este lugar? -El motivo por el que me encuentro en este apartado rincón del mundo no es solo ponerme a salvo, al menos hasta que pronuncie mi conferencia, sino también reunirme en secreto con un grupo de activistas locales para desarrollar un plan de acción contra la empresa estatal noruega Statoil, una de las compañías petroleras más productivas y agresivas del mundo. Aunque como ya ha visto, cuando se trata de Morderne, resulta difícil ocultarse, disponen de los más avanzados métodos y recursos, como programas de monitorización masiva mediante instalación de puertas traseras en todo tipo de dispositivos electrónicos, exploits de día cero, sistemas de control remoto de malware e incluso satélites espías. Además cuentan con todo un ejército de sicarios. Morderne no va a dejar de enviarme a sus agentes con intención de eliminarme. En el grupo de climatólogos franceses que ha llegado hoy a la isla con seguridad habrá alguno. Contagiado por su paranoia miré a mi alrededor. Varios individuos con pinta de lugareños bebían sus cervezas. Apercibido de mi inquietud dijo: -No se preocupe, todas las personas que se encuentran en la taberna son miembros activos de Carbono Cero y de Acción Climática. Con la excusa de la celebración de un evento hemos alquilado el local para todo el día. No podíamos exponer nuestro encuentro a los ojos del enemigo. -¿Y por qué me cuenta todo esto, qué es lo que espera de mí? -Se lo cuento porque confío en usted. Tomo un maletín que tenía sobre el suelo a su izquierda y sacó de él una abultada carpeta. -Solo le pido -prosiguió- que, por el bien de la humanidad, me guardé estos documentos, son las pruebas de las que le hablé. Vacilé un instante, miré directamente a los ojos de aquel hombre que tan ciega y absurdamente confiaba en mí y hallé en ellos una mirada limpia, trasparente y cándida, una mirada que solo podía tener origen en la santidad o en la locura. Luego tomé la carpeta que me ofrecía y la oculté en el enorme bolsillo interior de mi coreana de vinalon altamente carbónica. -Insisto, ¿por qué se fía de mí? -Porque me mereció confianza desde el momento en que lo vi en el tren. Creo que la providencia, como ya sugerí, lo puso ante mí con un fin. Usted además no es un warmist ni tampoco abiertamente negacionista, mantiene una moderada y razonable posición escéptica que jamás levantaría las sospechas de Morderne y sus secuaces. -¿Y por qué no le entrega los documentos a Per-Otto o a Pernilla? -Porque, como yo, también ellos se encuentran en peligro. Hemos protegido toda la información sensible de que disponemos, desde nuestras bases de datos a nuestros listados de activistas mediante cifrado negable y contraseñas señuelo, y utilizamos sistemas OpenPuff y similares para cualquier intercambio de información. Podemos pues proteger hasta cierto punto nuestro legado, pero no nuestras vidas, jamás lograremos estar a salvo de tan poderoso enemigo. La amenaza pende especialmente sobre el activista que se halle en posesión de estos documentos originales, documentos creados directamente en papel, con las firmas de los intervinientes y los logos de las corporaciones y de las agencias estatales a las que pertenecen. Estas pruebas documentales que no se pueden falsificar, que no son entes virtuales producidos por un algoritmo matemático, son las que deben mostrarse al mundo. El papel en el que están impresas constituye en sí mismo una terrible metáfora de lo que hoy es la realidad: naturaleza a la que se han añadido agentes de blanqueado óptico; pero, con todo, una pequeña cosa material que podemos tocar con un poco de esperanza. Así que debe saber que al aceptarlos también corre un riesgo. Pero, créame -sonriendo travieso-, con esa prenda de vinalon nadie sospecharía de usted. -¿Qué debo hacer con ellos? -Solo guardarlos. En caso de que a mí y a mis amigos nos ocurriera algo, alguien se los pedirá. -¿Cómo sabré que la persona que me los pide no es un agente de Morderne? -Porque se presentará ante usted con las únicas palabras con que un agente de Morderne jamás se presentaría: “Soy agente de Morderne”. -Muy ingenioso. Durante unos instantes guardamos un silencio que aproveché para echar un vistazo a los figurantes que ocupaban las mesas del local, en su mayoría hombres jóvenes de aspecto escandinavo, con largos cabellos desteñidos por el sol y rostros curtidos, que sin duda podían pasar por pescadores locales matando el tiempo en la taberna entre dos campañas pesqueras. Luego pregunté: -¿A qué vino el otro día en la excursión su prevención contra Siv, no pretenderá hacerme creer que es una agente de Morderne? -Puedo asegurarle que no lo es, pero tampoco es quien dice ser. -¿Y cómo sabe usted eso? -Recuerde que si sigo vivo es por la razón de que estoy bien informado. Pero respóndame a una pregunta, ¿fue ella la que le propuso venir aquí? De repente recordé algo y me invadió una vaga sensación de inquietud. -Lo decidimos de mutuo acuerdo -respondí tras una vacilación. -¿Está seguro? -Bueno, Siv ya conocía este lugar -dije con precaución-, así que es posible que ella lo propusiera, aunque la decisión de venir al norte de Noruega la tomamos de mutuo acuerdo. -¿Y todavía no le ha preguntado para quién trabaja? -Para qué iba a hacerlo, sé muy bien en qué consiste su trabajo. -Pues hágalo -dijo. Se levantó, salió de la taberna, tomó la bicicleta que tenía aparcada junto a la terraza, amarró su maletín al soporte y se marchó pedaleando. Aún permanecí diez minutos sentado. Apuré la cerveza ya tibia, miré el reloj y, siguiendo las instrucciones recibidas antes de emprender el viaje, tomé la bicicleta y me acerqué a la única cabina telefónica que había en Værøy. Introduje la tarjeta que había adquirido el primer día en el colmado y marqué el número de Londres que había memorizado. Tras varios tonos, una voz femenina dijo las palabras previamente convenidas y acto seguido hice lo mismo. Al otro lado de la línea la voz femenina desgranó las instrucciones que esperaba. Tan solo dijo ocho palabras, pronunciadas con una lentitud casi exasperante, las repitió, esperó a que le confirmara la recepción correcta repitiéndolas a mi vez y colgó. Las instrucciones que aguardaba para cumplir el objetivo que me había traído a la isla me habían sido comunicadas sin novedad. Me sentía aliviado al conocer por fin los detalles de la misión. No me sorprendió que, tal como había sospechado, los acontecimientos acaecidos durante los días anteriores estuvieran relacionados con ella. Debía actuar rápido, pero extremando la cautela. *** Me encontré con Siv en la habitación del albergue. Se había bañado y se daba los últimos retoques antes de salir. Durante mi conversación con el Dr. Formosa había recordado que justo antes de proponerle a Siv viajar al norte de Noruega, ella me había expresado su deseo de hacerlo, y, como si me hubiera leído el pensamiento, había nombrado Værøy. Lo que había juzgado en principio una especie de sincronicidad y un augurio de entendimiento perfecto entre nosotros, se me revelaba ahora, a la luz de las insinuaciones del Dr. Formosa, una burda maniobra para arrastrarme a aquel lugar quién sabe con qué aciago propósito. Y de repente me sentí atrapado dentro de uno de esos videojuegos, a los que tan aficionados son los adolescentes sociópatas de hoy día, y por los que jamás he sentido atracción alguna, en uno llamado… no sé ¿"Klimátika"? -¿Para quién trabajas? -le espeté de sopetón mientras se daba un ligero toque de brillo en los labios. Siempre he pensado que una mujer en el momento de sujetarse las medias, de peinarse o maquillarse, es decir, en esos momentos en los que de algún modo se disfraza, por una simple necesidad de compensación, se hallaba más predispuesta a decir la verdad. Ella me miró, compuso un gesto de sorpresa y dijo: -Ya lo sabes, soy intérprete como tú. -Sí, eso ya lo sé, y tengo la convicción de que interpretar se te da muy bien, pero también sé que ese no es tu verdadero trabajo sino tu tapadera. -¿Te lo ha dicho el doctor Formosa? -Sí -admití. -Está bien, en realidad no es nada de lo que deba avergonzarme. Trabajo para el gobierno danés, concretamente para el PET (Politices Efterretningstjeneste), el servicio de inteligencia de mi país. Informo de todo lo que ocurre entre bambalinas en los congresos y cumbres sobre cambio climático y calentamiento global, y señalo a los activistas más destacados en contra del fenómeno. El gobierno danés tiene un interés muy especial en el tema. -Así que tu rubio país -dije haciendo una mala imitación de la voz del doctor Formosa-, a pesar de haber apostado por las renovables, también sopesa las ventajas del calentamiento global -Mi país posee grandes reservas de petróleo en Groenlandia, cuyo coste actual de extracción supera con creces el precio del producto en el mercado, de ahí que también se encuentre interesado en las consecuencias del calentamiento global. -Entiendo, tu país pone una vela a dios y otra al diablo. -Somos conscientes de las consecuencias catastróficas del calentamiento y hemos puesto todos los medios a nuestro alcance para evitarlo. Pero si los casquetes polares se derriten por las políticas insensatas de otros países, no seremos tan estúpidos como para no aprovecharnos. -Por cierto, ¿cuál es el motivo por el que decidiste que viniéramos aquí, tiene algo que ver con tu trabajo de espía? -Sabía por los servicios secretos de mi país que el doctor Formosa estaría aquí y se me envió para averiguar el motivo. -¿Y lo has averiguado? -Estoy en ello ¿Y tú? Que yo recuerde también mostraste un interés especial por venir aquí. -Me habían hablado de sus bellezas naturales y había leído Un descenso al Maelström -mentí sin dejar de decir la verdad. Antes de que abandonara la habitación, ya en el umbral, le pregunté: -¿Qué sabes de Morderne? -¿Qué? -Cuando te pregunté por su significado reaccionaste como si nombrará al mismo diablo. -No sé de qué me hablas -mintió. *** Siv salió de la habitación y yo aproveché para abrir la carpeta y ver lo que había en ella. Allí, como ya esperaba, había de todo, contratos de minería con comisiones ilegales e informes de investigación falseados; corporaciones eximidas de rendir cuentas por las consecuencias ambientales; miles de correos filtrados intercambiados entre directivos de empresas, políticos y altos funcionarios en relación a concesiones mineras y petroleras bajo mano; denegaciones pactadas de incentivos a las energías limpias en paquetes de estímulo económico; gobiernos que decretaban “impuestos al sol” bajo la presión de las compañías eléctricas; sobornos a senadores norteamericanos por las corporaciones petroleras; destrucción de acuíferos; deforestación; vertidos; genocidios perpetrados contra tribus africanas y amazónicas; pruebas incontrovertibles de la complicidad entre dictaduras y compañías petroleras en el asesinato de miles de opositores a la expropiación de tierras para prospección y explotación de pozos; imágenes clasificadas de satélites espías norteamericanos que mostraban el impacto del calentamiento en los casquetes polares y la Antártida oriental; enajenación ilegal de tierras tribales para construir plantas de biodiesel; estafadores climáticos que se embolsan fortunas mediante el comercio fraudulento de bonos de carbono de fantasía, y, por último, el listado al completo de los miembros de la organización Morderne, sus subcontratas mafiosas y sus vinculaciones con varias corporaciones petroleras y mineras, gobiernos, think tanks y agencias estatales norteamericanas. En definitiva allí estaba al completo todo el who’s who con nombres y apellidos en el tema del crimen y la corrupción ambiental, todos los nombres del calentamiento global. Como el doctor Formosa había explicado, aquellos documentos parecían ser originales y por tanto, con independencia de las copias que pudieran existir, únicos. Nuevamente volví a plantearme las dudas que ya me habían asaltado al recibir la carpeta. ¿Cómo podía aquel hombre, que no dejaba traslucir el menor atisbo de ingenuidad y que sabía protegerse a sí mismo de la forma en que ya había visto, confiar en un extraño hasta el punto de entregarle unos documentos que, auténticos o no, consideraba vitales? ¿Habría en todo aquello un plan secreto que se me escapaba? Sin duda había algo extraño en la confianza que el doctor Formosa había depositado en mí. En nuestra ascensión al monte, si bien por consideraciones ajenas a su propia conducta y mediante la interpretación un tanto irónica de ciertos fenómenos natrales, yo había creído percibir en él un atisbo de locura mesiánica. Pero si el amor incondicional de Cristo por la humanidad hasta dejarse matar por ella hacía dudar de su cordura, la confianza del doctor Formosa en mí no solo hacía dudar de la suya sino que además parecía indicar un deseo, consciente o no, de expiación o de martirio; una necesidad, consciente o no, de entregarse a la justicia kármica. Al fin y al cabo aquel individuo, pacífico en apariencia, había matado a un hombre, al menos que yo supiera, y quién sabe si no habría matado a más; y aunque, según él, lo había hecho por una buena causa y en legítima defensa, y su víctima era, o al menos así parecía, una peligrosa alimaña, algún remordimiento tenía que atormentarle. Si era así, si todo aquello obedecía a una necesidad de sacrificio, no había duda de que, en la representación de este biathanatos a mí me había tocado el papel de Judas. Bajé al comedor y comprobé que se hallaba vacío. Todo el mundo se encontraba entregado a sus excursiones o actividades públicas o secretas. Me acerqué a la chimenea. Quedaba un débil rescoldo. Un corazón de fuego latiendo entre la ceniza. Tomé de la leñera varias ramas de abedul y las fui colocando sobre la brasa. Aguardé hasta que brotaron las llamas y arrojé en ellas la carpeta que me había entregado Formosa. Todos aquellos datos minuciosamente filtrados, aquellos documentos comprometedores quedaron reducidos a cenizas en el tiempo que me hubiera llevado apurar un cigarrillo de haber podido fumar en aquel lugar sin arriesgarme a una severa condena. Cuando me di la vuelta para dirigirme de nuevo a la habitación me encontré sobre el primer peldaño de la escalera a Ottilie, la joven climatóloga francesa, que sin duda había estado observando toda la operación y me sonreía con aire cómplice.
Aquella tarde se celebró una pequeña fiesta en el albergue, a la que el
doctor Formosa no asistió. Se había disculpado alegando ser un firme objetor de conciencia auricular al black metal noruego y otras corrientes satánicas similares, y habíamos acordado encontrarnos con él más tarde en el puerto desde el que saldríamos a navegar hasta Moskenes para ver el Maelström bajo el sol de medianoche. Pernilla había horneado unos pasteles de mazapán típicos de su país, para cuya preparación había usado un delantal. Siv había preparado su pastel con los arándanos recogidos en la excursión del día anterior. Y Kjetil apareció con una buena provisión de cerveza Nøgne y algunos discos, todo ello de altísimo octanaje, por lo que bajo el estridor apocalíptico de las bandas de death y black metal noruego pudimos entregarnos a la bebida a la manera escandinava, sin perder tiempo, trago o ripio en charlas de conveniencia y otras ceremonias sociales. Durante la fiesta aproveché un descuido para ponerle a Siv en su vaso de gløgg dos comprimidos de Stilnox y dos de Orfidal, que previa y clandestinamente había pulverizado, un cóctel de derivados bencénicos, altamente carbónico, calculado para cimentar y remozar su ya de por sí robusta arquitectura del sueño, seguida de una leve amnesia enterógrada, todo ello sin descartar la posibilidad de algún cuadro alucinatorio, perfectamente achacable al sol de medianoche, ese gran perturbador de sueños y vigilias. Como coadyuvante del cóctel inicié un animado flirteo con Ottilie consistente en una serie de gritos al oído tratando de sortear los elementos atmosféricos, en especial el vendaval sonoro provocado por Storm detonation de Zyklon, una banda noruega de blackened. -Me encanta esta música, es total -gritó en mi oído Ottilie que llevaba puesta una camiseta negra con la palabra “Assassin” estampada a la altura del pecho, que hacía referencia no a sí misma sino a un grupo de hardcore hip-hop de los suburbios parisinos, y la leyenda: “On n'est pas tous des rats, certains sont des jaguars”, y en sus ojos azules, en contraste con su corto cabello negro, centelleaban sus dilatadas pupilas- ¿Y a ti? -Yo soy de Beethoven para arriba -grité en su oído. -¿Doom? ¿Thrash? ¿Death? ¿Black? -gritó y sentí su aliento cálido, alcohólico y cannábico. -Un poco de todo, probablemente más de lo que hubiera podido soportar - no sé si esto lo grité o lo pensé, en cualquier caso parecía demasiado largo para gritarlo en un oído, aun en un oído tan voraz como el de aquella muchacha. Ottilie me ofreció un porro que, siguiendo un estricto orden jerárquico, había circulado por todo el resto de climatólogos franceses y que rechacé asqueado. -Nunca en horas de trabajo -grité al oído de aquella joven climatóloga probablemente más diestra en manejar una Glock (polímero y fibra de carbono) que en interpretar un diagrama ombrotérmico. En menos de veinte minutos Siv comenzó a mostrar síntomas de confusión y ataxia, rompió varios vasos y cayó encima de Bertrand, uno de los estirados climatólogos. Así que la llevé a la habitación a trompicones y la dejé durmiendo pesadamente en la cama. Luego bajé con discreción la escalera. La fiesta proseguía en el salón, aunque había decaído bastante. Traté de alcanzar la puerta del albergue sin que Otilie me viera, pero, como ya había observado durante la fiesta, la joven climatóloga no quitaba ojo de la escalera y de la puerta. Salí a la calle. El sol de medianoche daba al aire un matiz sangriento. Saqué mi cortaplumas y rajé las ruedas de todas las bicicletas salvajes que había apoyadas en la pared del hostal excepto una. Monté en ella y me dirigí al puerto donde había quedado en reunirme con el doctor Formosa. Cuando había recorrido un trecho prudente me detuve, me di la vuelta y miré en dirección al albergue. Ottilie, tras verificar que las bicicletas se hallaban inservibles, ante la imposibilidad de seguirme, me miraba impotente con los brazos en jarras. A penas advirtió que la observaba alzó, sin la menor cordialidad, el dedo cordial en mi dirección. Yo le dediqué la mejor de mis sonrisas. Me reuní con el doctor Formosa en el puerto. Éste había acordado con el patrón de un barco que salía a pescar lenguado y bacalao de primavera, que nos desembarcaría en Moskenes y nos recogería de madrugada a la vuelta. El científico se había puesto una chaqueta de polartec perfectamente ecológica, confeccionada a partir de fibra extraída de botellas de plástico recicladas, y llevaba a la espalda una pequeña mochila y unos prismáticos colgados al cuello. Al advertir que Siv no me acompañaba se interesó por su ausencia. -No se encontraba muy bien y ha preferido quedarse en la cama. Le ruega que la disculpe. -¿No estará enferma? -Ya sabe, esos días que las mujeres suelen tener, en ella son especialmente incapacitantes. El doctor Formosa mostró un gesto de preocupación, no exento de ese un tanto anticuado pudor tan característico en él. -¿Le preguntó para quién trabaja? -Sí. -Y le satisfizo su respuesta. -A medias, pero no creo que suponga la menor amenaza para usted. -De eso estoy seguro. Embarcamos y Formosa me presentó al patrón, un típico lobo de mar de aquellas latitudes, con densa barba rojiza, rostro rojizo e impermeable rojizo, todo él rojizo como un diablo. Zarpamos enseguida. Me senté sobre la aduja del cable de amarre y mí acompañante se colocó a mi lado de pie, sujeto al barandal de la toldilla. La noche era fría y roja. Un viento en salmuera marinaba el mundo. -Por cierto, ¿de dónde es usted? -le pregunté tratando de satisfacer al fin la curiosidad que su nombre había suscitado en mí al verlo escrito en un cartel. -¿Qué importancia tiene de dónde yo sea? -Me llamó la atención su nombre al verlo escrito en aquel cartel en el aeropuerto. -Soy una mezcla de muchas culturas. Pero legalmente tengo el estatuto de apátrida, lo que me hace ser de todas partes y de ninguna. -Pero sin duda no ha llegado del cielo o del espacio para anunciar el advenimiento del cambio climático, en algún lugar habrá nacido. -Mi padre era brasileño, mi madre taiwanesa, yo nací en Irving (Texas), donde mis progenitores trabajaban para la corporación mayor y más perversa del mundo, radicada en ese lugar, así que puedo asegurarle que he conocido el imperio del mal desde muy temprano y desde muy cerca. -Supongo que eso aclara algunas cosas. Pero ¿es usted realmente ornitólogo o se trata de una tapadera? -Lo soy. Gracias a mis actitudes para el estudio y a una beca de ping pong, conseguí acceder a la prestigiosa Universidad de Rice, donde estudie biología; luego me doctore en el MIT en ingeniería medioambiental y ecología cuantitativa, burlando un destino que me abocaba inevitablemente al American Enterprise Institute, vivero de ideas y estrategias de la gigantesca y criminal corporación para la que trabajaban mis padres. Llevábamos una hora de travesía cuando el motor del barco se detuvo y el patrón llamó la atención del doctor Formosa. Nos desplazamos al lado de estribor y a no más de cincuenta metros de donde nos encontrábamos vimos agitarse las aguas violentamente como si se estuviera produciendo un maremoto. -¡El Maelström! -grité. -No -dijo el doctor Formosa-, espere y verá. Unos instantes después vimos elevarse una densa nube a unos veinte centímetros del agua. -De er sild! -gritó el patrón. -Son arenques -tradujo el Doctor Formosa La masa de peces, todo un banco al parecer, hormigueaba sobre el agua presa de un pánico inexplicable. De pronto, de las profundidades del mar emergieron unas fauces inmensas que se tragaron la agitada nube de peces. -Ballenas jorobadas -dijo el doctor Formosa-. Los peces tratan de huir de ellas saltando fuera del agua. Es tal el horror y la desesperación que sienten ante la amenaza que buscan la salvación en un medio completamente hostil para ellos. Poco a poco fueron apareciendo aves acuáticas atraídas por la agitación de las aguas al reclamo del festín. -La naturaleza es dura -dije. -No lo crea, tan solo es un sistema de fuerzas que busca su equilibrio. Aunque pueda parecer estúpido, su respuesta me tranquilizó. De repente oímos el llanto de un niño seguido del barrito de un elefante alternado por un fuerte tableteo y un rugido de león. -Es el canto de las yubartas. No es extraño que los antiguos navegantes las confundieran con sirenas. Aquel canto híbrido tenía en verdad algo de animal fabuloso, de monstruo mitológico en el que no solo se daban los registros referidos sino todo tipo de entonaciones variadas: mimosas, quejumbrosas, displicentes, interpelativas, admonitorias… Durante largo rato contemplamos a las ballenas jorobadas mientras cantaban y realizaban saltos acrobáticos, toda una exhibición, un cortejo, quizás un vano y desesperado intento de comunicarnos un secreto inefable. Al cabo de dos horas de travesía desembarcamos en el pequeño puerto de Å y, tras un largo y accidentado camino, comenzamos la ascensión. El sol de medianoche se dejaba ver de vez en cuando entre las densas nieblas que se descolgaban de la ladera. Llegamos a la cumbre de Helsegga y caminamos por el mar de nubes hasta alcanzar el borde acantilado desde donde se divisaban, entre los girones de la bruma, las turbulentas aguas del canal. -Ahí está el Maelström -gritó el doctor Formosa triunfal. Me acerqué con temor al precipicio de 600 metros que se abría ante mis pies y contemplé abajo las agitadas aguas. Sentí una tremenda sensación de vértigo. El abismo me hablaba y me decía lo que todo abismo dice a quien a él se asoma, da un paso adelante, da un paso hacia mí. A mi lado sentía la respiración del doctor Formosa y su voz describiendo el Maelström y sus causas. Excéntrico entre los excéntricos, me hablaba de excentricidades, excentricidades de la Eclíptica, excentricidades de las órbitas terrestres, lunares y solares, tratando de explicar un fenómeno que en mi mente se traducía en una especie de correlato humano. Así era el mundo, un choque de fuerzas que en su violenta convergencia formaban ese tremendo Maelström que era la historia humana en toda su despiadada crudeza. Extendí la mano y empujé suave y deliberadamente al Dr. Formosa hacia el borde del acantilado. Las últimas palabras que salieron de su boca antes de ser interrumpido por el sorpresivo empujón, y que respondían a la secuencia lógica de su relato del torbellino y a la explicación mítica del fenómeno que se señalaba en las Eddas, fueron “la ambición es el molino que molerá el mundo”. Se tambaleó mientras el suelo se separaba de sus pies y antes de precipitarse en el abismo me lanzó una mirada de infinita tristeza, una mirada que quedaría grabada en mi memoria para siempre. Vi como el doctor Formosa, pedaleando como si cayera al vacío en su habitual bicicleta, se perdía en el mar de nubes. Un silencio absoluto, que era el silencio aquiescente de los dioses, cayó sobre el mundo. Como el Dr. Formosa había intuido, la providencia nos había puesto en contacto con un fin, aunque estaba lejos de sospechar cuál era. O quizás sí, quizás lo sabía y, abandonando a sus discípulos, se había entregado dócilmente a su pasión voluntariamente aceptada. Su confianza en mí había sido una suerte de hamartia, un error necesario para desencadenar el destino trágico, y yo había sido tan solo el instrumento de su plan. Miré el sol suspenso en el horizonte como si Josué, con su gesto imperioso, lo hubiera detenido prolongando el día hasta el amanecer para ganar la batalla a los gabaonitas. Yo había ganado esta batalla para mis amos de Londres cuyas instrucciones habían sido claras: “Acallar al doctor Formosa por los medios disponibles”, eliminando a aquel hombre que pretendía oponerse a sus beneficios, a su codicia que se anteponía a la vida e incluso a la posibilidad de un futuro. Todo aquello era sin duda terrible, el mundo seguiría muriendo y lo haría más rápido de lo que ya lo hacía. Pero es lo que hay.