Está en la página 1de 3

La flor lejana

Las montañas esconden aun pueblos donde no llega el tendido eléctrico ni los caminos
están asfaltados, y en donde la tradición de invocar las ánimas y consultar brujas es
habitual como la siembra, la siega, la recolecta y el granero. Pero quedan pocos
hombres que se atrevan con la soledad de estos valles y la rutina infinita de la
naturaleza. Uno de ellos vive con su mujer en el interior de la cordillera, donde las
nieves rodean casi todo el año un pequeño pueblo en el que solo están los dos desde
mozos.
Este hombre entiende que la tierra ampara lo que entierra en ella, confía en que el
maíz crezca cada primavera y la cebolla cada otoño, y sabe que los ratones no
alcanzarán nunca lo alto del granero donde la cosecha estará a salvo durante el año. Su
mujer nunca ha dejado de ayudarle en estas tareas.
Pero, o bien la naturaleza de su mujer no es como la naturaleza de la tierra, o bien su
propia semilla está seca, pues no tiene hijos. Y aunque en su momento fue esto causa de
mucho dolor, el silencio hace tiempo que lo enterró todo apagándolo. Ahora la
costumbre y el sonido del valle tapan en su vejez el silencio de las voces que debieran
ser de críos juguetones, o rabiosos, o de aguerridos ciudadanos que vendrían cada dos
meses de la ciudad a visitarles con nietos otra vez juguetones o rabiosos. Siempre han
vivido solos en ese pueblo en el que no queda nadie.

Cuando eran jóvenes les gustaba cambiarse de casa cada año. Arreaban las vacas de
establo en establo siempre en mayo y donde se encontraban cómodas decidían quedarse
también ellos. Rehabilitaban la madera, tomaban de otras habitaciones somieres,
colchones, lámparas de grasa y cuadros si es que los encontraban bonitos. Ella empezó a
coleccionar cuadros de familias. Eran fotografías en blanco y negro en las que la gente
posaba como para ser pintados, eran cuadros de vaqueiros y labriegos en los que se
hacían pasar por burgueses de la ciudad. Ella recortaba imágenes que le gustaran y las
juntaba sobre un cartón grande que colgaba en la cabecera de la cama. Él nunca dijo
nada al respecto. Fueron muy felices en aquella época.
Pero de un año para otro cambió todo. Ella se volvió arisca y agresiva. Al principio
rechazaba sus caricias y cualquier contacto, y después empezó a golpearle siempre sin
razón alguna y a gritarle. Durante un año él la amenazó con irse a vivir a otro lado, pero
lo máximo que hizo fue dormir en alguna otra casa del pueblo o esconderse en alguna
cueva. Y ella le encontraba siempre. Le golpeaba y él no se defendía, tampoco se
quejaba, y aunque no le doliera físicamente, le destrozaba el alma. También mientras
trabajaban ella criticaba cada una de sus acciones, procuraba disponer todo para que se
equivocara y poder gritarle aún más y golpearle y quedarse por fin llorando sin aceptar
siquiera que él se acercara a consolarla aunque reprochándole que no lo hiciera.
Vivieron así durante un año hasta que apareció la bruja.

Las brujas andan por los montes herrando de un pueblo a otro. Duermen bajo los
robles y conocen el idioma de las culebras y de los lobos. Nunca mienten, pero tampoco
dicen la verdad. Y esto, que es sabido por todo el mundo que habita los valles
asturianos, es la razón por la que cualquiera que acuda a ellas con sus problemas puede
encontrar respuesta, aunque deberá enfrentarse a cosas que muy probablemente no le
gustará escuchar.
Aurelio encontró a la bruja dormida bajo un roble cerca de la cueva donde había ido
con los perros a descansar.
- ¡Quita! Le dijo ella. Saca tus animales fuera de aquí. Intento dormir.
Se disculpó e intentó sujetarlos, ya que estaban verdaderamente curiosos con la
presencia de la mujer. Se escaparon de nuevo y abalanzándose sobre ella le lamieron la
cara y olieron su pelo sucio.
- ¡Es que quieres que me maten! ¡Qué habré venido a hacer yo a este pueblo donde
los robles dan tan poca sombra y la semilla está seca y no da fruto!
Y al escuchar su invocación el campesino se ofendió y quiso discutir con ella. Lo que
pasa es que es muy difícil discutir algo a una bruja, imposible, y por supuesto, terminó
explicándole su problema y pidiéndole consejo.
Antes de contestar, la bruja se quitó una cuerda que utilizaba a la cadera como cinto
para la falda y se la lanzó.
- Toma, niño – le gritó – amarra tus animales al árbol y sentémonos en las rocas de
la cueva. – Diciendo esto caminó hacia allí mientras él ataba sus perros al árbol
donde ella había estado, y cuando se hubieron calmado y dejado de aullar empezó
de nuevo su charla.
Solo si conseguía la flor lejana – le explico – y se la hacía tomar a su esposa cambiaría
su situación. Su esencia es capaz de alterar cualquier estado y volverlo diferente desde
su ingesta en adelante. Pero es difícil de conseguir. Debería subir el monte en su busca
para encontrarla. Es una seta terrosa, pequeña, con forma de pezón, que crece en las
cuevas de los osos junto a sus excrementos, justo al fondo donde todo es húmedo y
oscuro y el olor insoportable.
¿Dónde encontraría Aurelio al oso? Ella también le indicó. Y en aquel mismo
momento, sin proveerse de agua ni alimento, salió subiendo la montaña seguido de los
perros.

Caminó dos días enteros casi sin comer ni pensar en lo que estaba haciendo. La
imagen de su esposa en la cabeza alimentaba sus fuerzas, era todo lo que necesitaba
para caminar. Aunque los perros en algún momento encontraron los restos de un animal
del que se alimentaron, no quiso comer, y solo cuando tiraron de él en dirección a un
arrollo accedió y se dejó llevar para beber y comer algunas moras que crecían cerca.
A los dos días descubrió en la corteza rota de los árboles un indicio de que había
llegado a la región del oso. Los perros estaban nerviosos y no quisieron seguir, pero él
sí, siguió solo. Y encontró la cueva a las pocas horas tal como la bruja le había dicho.
Allí dentro estaba el animal aunque él no lo viera, y más atrás estaba la flor lejana que
debía conseguir.

Se acercó sigiloso. Pero el animal lo oyó y salió imponente levantándose sobre sus
patas traseras. Su cuerpo, más bien redondeado cuando camina, se estiró para atacar
tapando entera la entrada. Rugió. El sonido debió oírse abajo en el pueblo, o al menos
así lo pensó el hombre, e imaginó que su mujer sabría al oírlo que era él quien se
enfrentaba al oso por ella. Pero un zarpazo tan solo fue suficiente para derribarlo y
hacerle perder el sentido.
Cuando despertó seguía frente a la cueva. Desperezó sus huesos, se recompuso del
dolor, y gritó hacia el interior para llamar la atención. El oso le contestó. Su cuerpo
voluminoso se oyó moviéndose en la oscuridad. El hombre gritó de nuevo, pero antes
de terminar el aire de sus pulmones, una masa parda se lanzó sobre él y lo estrelló
contra el suelo.
Sentía el aliento del animal y veía sus dientes cerca, pero en ningún momento pensó
que pudiera morir. Se quedó rígido y esperó que se cansara de golpearlo en algún
momento poniendo todo su empeño en no perder esta vez el sentido.
Al rato la bestia se echó a un lado. El hombre notó su cuerpo cerca y sintió el suyo
propio en cada articulación comprobando si podría moverse. No sin esfuerzo se sentó
manteniendo la distancia, y sacó del bolso algunas moras que había guardado cuando
comió junto al arrollo. Comió ahora parte de ellas y le ofreció otras, pero él volvió sobre
el hombre, y rebuscando en sus bolsillos se las llevó todas y regresó de nuevo a la
cueva.
Lloró entonces durante mucho tiempo. Hasta que llevado por la ira, olvidó su cuerpo
magullado y se lanzó corriendo a la cueva. Pero perdió el sentido al primer zarpazo.

Esta vez, cuando despertó estaba dentro. Se acostumbró pronto a la oscuridad, y sintió
al animal cerca que respiraba pesadamente, como si durmiera, aunque no fuera así
puesto que sus ojos negros le miraban. Entonces el hombre empezó a hablar. Habló
durante horas sin pensar qué decir en el minuto siguiente, simplemente habló y habló
como nunca lo había hecho, describiendo el pueblo cuando era pequeño, contando de
sus hermanos, de aquella mujer a la que amaba tanto y cómo se fueron quedando solos
en el valle, del color del cielo en otoño y en las mañanas de invierno, del grano apilado
en el hórreo, y de los pájaros y de los aparatos que atraviesan a veces el cielo. Dijo que
no lamentaba estar allí enfrente de él. Comenzó a tratarle de esta manera y el oso iba
cerrando los ojos o abriéndolos de nuevo según el momento del relato. Aurelio pensaba
que el oso lo imaginaba todo y empezó a contar la historia de lo mal que le trataba su
mujer. Le habló también de la bruja describiéndole cómo iba vestida y cómo le había
dado una cuerda para que atara a sus perros. Sacó la cuerda del bolsillo y se la enseñó,
el oso abrió los ojos para verla. Luego la guardó de nuevo y le contó cómo había llegado
hasta allí. Finalmente, su cuerpo le venció y se quedó dormido.
Cuando despertó de nuevo esta vez el animal no estaba. Agarró un palo cercano
pensando que lo había dejado para él y apoyándose caminó hasta el fin del la cueva. Allí
encontró la flor lejana junto a los excrementos del oso.

Después de unos días de haber salido de la cueva llegó por fin al pueblo. Se había
encontrado en el camino con los perros, que le esperaban en el arrollo, y ellos le habían
ayudado con el viaje de vuelta. Fue muy difícil llegar.
En la casa, en la misma en que se habían establecido antes de que él marchara sin
avisar, estaba ella. La vio de lejos junto a la cuadra atando fardos de paja para las vacas,
no dejó lo que estaba haciendo cuando le vio.
Pero él se acercó y le contó todo, absolutamente todo, como había hecho con el animal
no dejó nada por decir. Estuvo hablando durante mucho tiempo. Ella escuchaba aun sin
dejar de trabajar. Finalmente, cuando terminó, ella se sentó e hizo lo mismo. Y cuando
los dos hubieron hablado así, supieron que no volverían a hacerlo de nuevo, y no
hablaron más. Aun hoy siguen así, en silencio, apenas las palabras necesarias para sacar
adelante la rutina del campo. En invierno cuando madrugan para catar las vacas buscan
tiempo si está despejado para observar el amanecer tras la montaña nevada, si no es así
no se quejan tampoco.
En cuanto a la flor lejana, no la han utilizado aun. Antes la llevaban siempre consigo
en cada mudanza, ahora que están viejos y no tienen fuerzas para desplazarse con las
vacas y las cosas la guardan sobre la mesa en la cocina, visible, cuando se sientan junto
a la cocina de leña a ver nevar al calor está ahí junto a la ventana la flor lejana.

También podría gustarte