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Indice

Rezar no es nada fácil


1. ¿ES FÁCIL REZAR?
Indispensable hablar con Dios
Comunicación imposible
¿Comunicación directa con Dios?
2. LA ORACIÓN NO SE IMPROVISA
Calentar el motor
Hay que dejarlo hablar
Un caso muy especial
Dos brazos
3. JESÚS NOS ENSEÑA A REZAR
Un Dios padre
La alabanza
Hágase
Nuestro pan
Perdónanos
Líbranos
Oración comunitaria
Amén
4. El Espíritu Santo, Nuestro Maestro de Oración
¿Manipular a Dios?
No sabemos qué pedir
Hay que aceitar la oración
En todo tiempo
¿Con poder?
Hacia la alabanza
Ante una lámpara
5. EL TACÓN ALTO EN LA ORACIÓN
El monólogo no puede ser oración
La oración cerebral
La altanería en la oración
La oración individualista
La oración que Dios no quiere resistir
Punto de arranque
6. UN HOMBRE QUE NO SABÍA REZAR
Abraham es un gran oyente
La oración de las preguntas
Abraham, el gran intercesor
Somos intercesores
7. LA ORACIÓN DE PETICIÓN

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Las condiciones indispensables
Lo oscuro en la oración de petición
El enigmático tiempo de Dios
Más bien hay que examinarse
8. LA ORACIÓN TAMBIEN ES COSA DE BOXEO
La táctica del amigo inoportuno
La táctica de la Fe que mueve montañas
La táctica de la humildad
9. LA INTERCESIÓN, UNA ORACIÓN DE AGONÍA
Una agónica lucha
Las manos limpias
Los fracasados y los triunfadores
Tres intercesores
En mi nombre...
Sobre nuestros hombros
10. CUALIDADES DEL QUE ORA INTERCEDIENDO POR OTROS
Una condición muy descuidada
En nuestra carpa
11. LA ORACIÓN EN LA FAMILIA Y EN LA COMUNIDAD
Familias ejemplares
El sacerdocio de los papás
La oración en el hogar
No es nada fácil
La Virgen María en el hogar
Babel o Caná
La oración en la comunidad
Amontonar corazones
Dos o tres
12. MARÍA, MODELO DE ORACIÓN
La oración en silencio
La oración de adoración
La oración de la entrega
La oración con la Biblia en la mano
La oración de intercesión
La oración ante la cruz
La oración de la noche de la muerte
La oración en la Iglesia
13. LA ALABANZA, UNA ORACIÓN MUY DESCUIDADA
Una fe profunda
Un Corazón sanado
Portador de gozo
En todo momento

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Obediencia a la Palabra
Todo tiene sentido
14. A DIOS LE AGRADA NUESTRA ALABANZA
Sacrificio de alabanza
¿Gracias en la tribulación?
Un don de Dios
Un culto de alabanza
15. LAS BENDICIONES DE LA ORACIÓN DE ALABANZA
Contra nuestros demonios interiores
El sugestionador
No se turbe su corazón
Sana corazones
El discernimiento
Muchos muros caerían

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P. Hugo Estrada

Rezar no es nada fácil

Ediciones San Pablo, Guatemala

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NIHIL OBSTAT

Pbro. Dr. Angel Roncero, sdb

15 de marzo 1987

CON LICENCIA ECLESIASTICA

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Sobre el autor

EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del Instituto


Teológico Salesiano de Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en la
Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene programas por radio y televisión.
Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”.
Ha publicado 46 obras de tema religioso, cuyos títulos aparecen en la solapa de este
libro. Además de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno
tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo
Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la
cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías” y “Selección de mis cuentos”.

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Sobre el libro

REZAR NO ES NADA FÁCIL. El autor en uno de los capítulos del libro expresa una
idea que, tal vez, resume la intención de esta obra:
“El niño pequeño se acerca al piano y con un dedo comienza a tocar una melodía. ‘¡Ya
sé tocar el piano!’, dice el niño. Por ser niño, se le perdona su ‘optimismo’. Si quiere
llegar a ser un pianista, tendrá que pasar largos años bajo la guía de un experto maestro.
Con la oración nos suele acontecer lo que al niño del piano: por unas cuantas fórmulas
que mascullamos, creemos que ya sabemos rezar. La verdad: rezar no es nada fácil.
A veces se escucha hablar de la oración como de algo sumamente fácil. Y no es así. Si
fuera fácil rezar, abundarían los santos; y este no es un ‘producto’ que se exhiba con
frecuencia en nuestras vitrinas. Si fuera fácil rezar, seríamos nosotros los primeros que
no nos quejaríamos de que nos ‘cuesta’ tanto mantener un alto nivel de espiritualidad”.

P. Angel Roncero Marcos, s.d.b.


Director del Instituto Teológico Salesiano

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1. ¿ES FÁCIL REZAR?

Me gusta observar a los niños cuando juegan fútbol: está por marcarse un penalty; el
que juega de portero, esboza apresuradamente la señal de la cruz y se dispone a defender
su portería. También me llama la atención observar a algunos adultos que, cuando
relampaguea o truena, automáticamente, hacen la señal de la cruz; algunos añaden:
“¡Jesús, María!” Me pregunto: ¿será oración la del niño que está bajo la portería? ¿Habrá
intentado unirse con Dios, o su gesto conlleva algo de superstición? La gente que,
“automáticamente”, se santigua, al relampaguear, ¿está pensando en Dios, o busca
librarse de algo malo, echando mano de rito con cierto sentido mágico? Sólo Dios lo
sabe. Lo cierto es que muchas de nuestras llamadas oraciones se quedan en simples
gestos o fórmulas que son producto de nuestro miedo o de la costumbre. Lo cierto
también es que cuando no existe un “hablar” con Dios, no puede haber oración, por más
gestos que se hagan o fórmulas que se repitan. La oración esencialmente es “hablar con
Dios”. Y, como Dios es Espíritu, solamente se puede hablar con El por medio del
corazón.
Si sometiéramos muchas de nuestras oraciones a un examen más crítico y profundo,
tal vez, tendríamos que llegar a una triste conclusión: allí hay gestos, hay actitudes,
fórmulas, ceremonias; pero no hay oración.
Abundan las escuelas de oración. No es raro que en algunas de esas escuelas se dé
mucha importancia a la técnica, a los métodos, y se olvide algo esencial: que el único que
nos puede enseñar a orar es Dios por medio del Espíritu Santo. La carta a los Romanos
lo expone palpablemente: “No sabemos rezar como es debido, pero el Espíritu mismo
ruega a Dios por nosotros, con gemidos que no se pueden expresar con palabras” (Rm
8, 26). El Espíritu Santo, en la Biblia, nos ha dejado muchas indicaciones, que son como
pistas por las que debe deslizarse necesariamente nuestra oración.
Cuando vamos a una ciudad desconocida, pedimos un mapa para orientarnos; la Santa
Biblia expone alguna normas precisas que Dios ha dejado a sus hijos para que no se
extravíen en el no fácil camino de la oración.

Indispensable hablar con Dios

El Apóstol Santiago es muy preciso cuando hace notar que “no sabemos” rezar, que
pedimos mal. Dice santiago: “Piden y no reciben porque piden mal, pues lo quieren
para gastarlo en sus placeres” (St 4, 3). Esta afirmación, tan clara, de Santiago, me hace
pensar en las ocasiones en que me invitan para bendecir algún “negocio”, alguna tienda,
una farmacia, un almacén, una casa, un vehículo. Se capta en el ambiente que la
finalidad por la cual han llevado sacerdote es para que “les vaya bien”. Esta es la
expresión que se emplea para pedirle dinero a Dios. Las personas no piensan
propiamente en Dios para darle gracias por ese negocio, por ese local, por ese vehículo.

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Piensan en sí mismas, en obtener dinero, en ser preservadas de algún accidente. Dios
pasa a un segundo plano. No se busca a Dios, sino el propio interés, nada más.
La esposa que suplica que su marido se convierta; que deje el licor, la mala vida, en el
fondo ¿que está pretendiendo? Muy subconscientemente lo que anhela es que mejore la
situación conflictiva de su casa; que cesen tantos problemas. Posiblemente no piensa en
Dios. Su mente está centrada en el problema familiar.
Lo esencial de una oración es “hablar” con Dios. Si existe ese “hablar con Dios”,
necesariamente se comenzará por bendecirlo, darle gracias; por reconocer nuestra
poquedad, nuestra limitación. Si se habla con Dios, habrá la imperiosa necesidad de
“santificar su nombre”. Cuando Santiago recalca que “pedimos mal”, está apuntando uno
de nuestro grandes defectos en la oración: buscarnos a nosotros mismos y no a Dios.
Pensar en la oración no como “un hablar” con nuestro Padre, sino como un medio para
buscar una solución para nuestro problemas.
Si con sinceridad determináramos analizar muchas de nuestras pretendidas oraciones,
nos encontraríamos con que Dios, propiamente, está ausente. Estamos muy presentes
nosotros. Nos buscamos a nosotros mismos y no a Dios.

Comunicación imposible

Cuando los esposos riñen, se corta la comunicación. Viven en la misma casa, se


intercambian algunas indispensables palabras, pero entre ellos no hay comunicación.
Quedó cortada. El profeta Isaías se vale de figuras muy impresionistas para indicar cuál
es la actitud de Dios ante el que pretende “hablar con El”, mientras hay pecado en su
corazón. Dice Isaías: “Las maldades cometidas por ustedes han levantado una barrera
entre ustedes y Dios; sus pecados han hecho que él se cubra la cara y que no los
quiera oír” (Is 59, 2). Las figuras que emplea Isaías son muy ilustrativas con respecto a
la “falta de comunicación” entre Dios y el pecador. Una muralla los separa. Esa
“muralla” no la ha levantado Dios. Es el pecador el que levanta ese muro de
incomunicación.
La actitud de Dios, que se cubre la cara para no oír, es muy impresionante: Dios
siempre es misericordioso y comprensivo; pero el pecado le impide “poder oír y ver”. De
aquí que oración y pecado no pueden cohabitar. No se puede orar mientras el corazón
continúa alimentando el pecado. Es un contrasentido.
En la liturgia antigua, había una ceremonia muy expresiva; el sacerdote, antes de subir
a las gradas del altar, hacía un acto penitencial con toda la asamblea. En el Antiguo
testamento, antes de que el sacerdote ingresara al Tabernáculo, tenía que pasar por una
fuente en la que se purificaba. Antes de pretender iniciar una oración, tenemos que
revisar nuestra conciencia: no podemos aspirar a platicar con Dios, si hemos levantado
un muro entre El y nosotros: si estamos en pecado. Es imposible platicar con Dios, si al
mismo tiempo estamos en “intimidad” con el mal.
El Salmo 66 lo expresa concretamente: “Si tuviera malos pensamientos, el Señor no

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me escucharía” (Sal 66, 18). Dios mismo nos ha prevenido: El se tapará el rostro para no
escucharnos, si con pecado en el corazón, tratamos de tener con él una amable charla.
Imposible.
El profeta Ezequiel también nos advierte que Dios no puede comunicarse con
nosotros, si hay ídolos en nuestro corazón. Dice el Señor: “Estos hombres se han
entregado por completo al culto de sus ídolos y han puesto sus ojos en lo que les hace
pecar. ¿Y acaso voy a permitir que me consulten?” (Ez 14, 3). El silencio es la respuesta
de Dios en este caso.
En sentido bíblico, ídolo es todo aquello que le quita el primer lugar a Dios en nuestra
vida. Todos podemos tener nuestros ídolos. El trabajo es algo santo; pero un trabajo que
aparta de Dios es un ídolo. El amor es la esencia de la santidad; pero un afecto en
nuestra alma que le quite el primer lugar a Dios es un ídolo.
Como hombres modernos, creemos que la idolatría está reservada para los pueblos
primitivos, para tribus incivilizadas. El ansia de dinero, de poder, de placer son nuestros
modernos ídolos. Nos postramos ante ellos. Es fácil creer que no somos idólatras. Dios
conoce las profundidades de nuestro corazón, detecta ídolos, y no responde. No puede
respondernos. Está rota la comunicación. Lo único que hace es enviar al Espíritu Santo
que nos “golpee”, llamándonos a la conversión.
Todo el que se acerca a Dios no puede hacerlo con altivez. A Dios nos acercamos
como mendigos. Nos sentimos hijos, de Dios, pero muy limitados. Esa actitud no puede
ser sólo una “pose”. Por eso Dios mismo, por medio del libro de los Proverbios, nos
dice: “El que no atiende los ruegos del pobre, tampoco obtendrá ayuda cuando la pida”
(Pr 21, 13). Esto podría complementarse con lo que afirma Jesús; “Con la misma
medida con que ustedes midan con ésa serán medidos” (Lc 6, 38).
No podemos simular humildad ante Dios, si hemos esgrimido altanería ante el pobre
que se acerca a nosotros. El pobre es un retrato muy fiel de Jesús. “Todo lo que hagan a
estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hacen”, asegura Jesús. Si hemos medido al
pobre con corazón de hierro, esa misma será la medida que se usará con nosotros.
En los santos se aprecia una oración muy poderosa. Su corazón estaba abierto en gran
manera al pobre. Por así decirlo, se habían olvidado de ellos mismos para pensar en los
necesitados, en los pedigüeños. La falta de amor hacia el necesitado nos cierra la
comunicación con Dios. La caridad hacia el pobre, es llave maestra que nos abre la
puerta de la oración.

¿Comunicación directa con Dios?

Nadie tiene un teléfono directo con Dios. Todos necesitamos acudir al “teléfono
público”, el teléfono de la comunidad. Toda comunicación interrumpida con los otros,
automáticamente, interrumpe también la comunicación con Dios. Jesús dijo: “Si al llevar
tu ofrenda ante el altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu
ofrenda allí mismo delante del altar y ve primero a ponerte en paz con tu hermano.

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Entonces podrás volver al altar y presentar tu ofrenda” (Mt 5, 23-24). Jesús tenía en
mente las ceremonias en el templo. Todos hacían fila, con su corderito al lado, para llegar
hasta el sacerdote que lo sacrificaba. Jesús puntualiza que si en el corazón hay algo
contra el hermano, esa ofrenda no tiene ningún sentido. No podemos intentar “hablar con
Dios”, si nuestra comunicación con el hermano está cortada.
San Vicente de Paúl se encontraba ya revestido para iniciar la Eucaristía. Se acordó,
en ese momento, que el día anterior había tenido un altercado con un hermano;
inmediatamente se quitó los ornamentos sacerdotales, y fue a reconciliarse con su
hermano. Los santos toman muy en serio las palabras de Jesús.
San Pedro, en su carta, les hace notar a los esposos que las malas relaciones entre
ellos “estorban” la oración (1P 3, 7). Para Dios cuenta mucho la relación que tengamos
con uno de sus hijos. Ese hijo –bueno o malo– es su imagen viva. Cortar la
comunicación con ese hijo es cortar la relación con Dios. Pretender “hablar con Dios” sin
antes “hablar con los hijos de Dios”, no tiene sentido ante el Señor.
En ocasiones no hay gozo en nuestra oración. Nos sentimos a disgusto en ella. No es
raro que exista algún rencor escondido en lo profundo de nuestra conciencia. Por medio
del Espíritu Santo, Dios deposita esa tristeza en nuestra alma –el Espíritu Santo está
entristecido– y nos mueve a desterrar el rencor y a reconciliarnos con el hermano. Para
poder hablar con Dios, antes hay que hablar con los hermanos. Con Dios sólo podemos
comunicarnos por medio del teléfono “público”, el teléfono de la comunidad.
Si existieran “detectores de conciencias”, podríamos darnos cuenta de algo terrible:
muchos de nuestros supuestos rezos se quedan en simples gestos, ceremonias y
fórmulas: no hay fe y, por eso mismo, no alcanzan la categoría de una oración auténtica.
Dice Santiago: “Tienen que pedir con fe, sin dudar nada; porque el que duda es como
una ola del mar, que el viento lleva de un lado a otro. Quien es así, no crea que va a
recibir nada del Señor...” (St 1, 6-7). Nuestras oraciones son arrastradas de un lado
hacia otro por la rutina, por el mecanismo, por la duda. Si el detector de conciencia
pudiera señalar nuestro grado de fe, tal vez, nos daríamos cuenta de que, desde un
principio, estamos pidiendo algo, pero la menor convicción de que las cosas “puedan
cambiar”.
Jesús afirmó que con la mínima fe, del tamaño de un grano de mostaza, podríamos
“mover montañas”. Nuestra fe es tan deficiente que, a veces, apenas logra que se
muevan mecánicamente nuestros labios. “Sin la fe es imposible agradar a Dios”, nos
dice la carta a los Hebreos. Sin la fe no puede haber oración. Sin fe creemos que estamos
hablando con Dios, pero en realidad estamos hablando con nosotros mismos.
Orar no es nada fácil. Tampoco algo imposible. Dios quiere “platicar con sus hijos”.
En el Génesis, Dios baja a “platicar” con Adán y Eva. Ellos no tienen mayor dificultad en
comunicarse con Dios; se sienten felices. A pesar de que el hombre levantó, con el
pecado, un muro entre Dios y él, el Señor, a través de todos los siglos, no ha dejado de
intentar comunicarse con sus hijos.
La oración es un “regalo” –algo gratis– que Dios nos quiere conceder. Hay que pedirla
y buscarla; pero, únicamente, de la manera que el Señor nos indica en la Sagrada

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Escritura.

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2. LA ORACIÓN NO SE IMPROVISA

En Jerusalén hay un lugar muy impresionante; le llaman el “Muro de las


lamentaciones”. Se dice que ese muro enorme, ante el cual van a rezar muchas personas,
es resto del antiguo templo de Jerusalén. Me extraña la manera rara con que inician sus
rezos los que van a orar junto al muro: comienzan a balancearse, a formar rondas,
agarrados de las manos, a mirar hacia uno y otro lado. Le pregunto a un judío que está
junto a mí: ¿Esto es rezar? El judío, sonriendo, me responde: “Están calentando
motores”. Me quedo observando más tiempo. Después de estos ritos iniciales, los orantes
van ingresando en una oración profunda que no deja de causar admiración. Me digo para
mis adentros: “¡Qué pueblo tan sabio: todavía tiene muchas cosas que enseñarnos con
respecto a la oración”.

Calentar el motor

La oración no se puede improvisar. No podemos pretender ingresar a una iglesia y,


automáticamente, encontrarnos rezando con devoción. Nuestro corazón tiene que ser
“calentado” para que pueda estar en “sintonía” con Dios. Este paso previo se olvida con
mucha frecuencia. Creemos que es fácil entrar en oración y, por eso mismo,
descuidamos “preparar” la oración.
En la mañana, cuando intentamos arrancar nuestro vehículo, el motor está frío; antes
de funcionar correctamente necesita “calentarse”. De otra forma el vehículo “corcovea”
como un caballo. Lo mismo sucede con la oración: No se puede improvisar; necesita ser
“preparada”.
El Padre Caffarel, en su libro “Los gestos en la oración”, sostiene que a los hombres
modernos, llenos de tensiones y preocupaciones, los “gestos” en la oración nos ayudan
para “relajarnos” y lograr ingresar en una oración más profunda. A Jesús, en el
Evangelio, lo observamos haciendo gestos para orar. Jesús se inclina; Jesús grita; Jesús se
tiende sobre la grama; Jesús mira hacia el cielo. Cada uno debe servirse de los medios
que mejor le ayuden a “calentar” su mente y su corazón para poder entrar en diálogo con
Dios.
En otras ocasiones, el motor del carro se encuentra “muy acelerado”. Tampoco
funciona bien. Hay momentos en que estamos tan tensos y oprimidos que no logramos
comunicarnos con Dios. Necesitamos primero sosegar nuestra mente; dejar que el
corazón vaya tranquilizando.
Cuando comencé a llegar a los “grupos de oración”, me molestaba el inicio bullicioso,
que se llama “avivamiento”. Se entonan cantos muy alegres, la gente con mucha libertad
hace gestos, se mueve, palmea. Yo pensaba que eso “no iba conmigo”. Más tarde, he
descubierto la sabiduría popular que, sin saber nada de sicología, ha encontrado una pista
muy sencilla y segura para “calentar” el corazón o para “liberarlo” de opresiones y

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tensiones.
La improvisación en la oración es uno de nuestros más frecuentes fallos. Para hablar
con Dios, a veces, hay que hacer una larga antesala. No es capricho de Dios que nos
quiera hacer esperar. Es deficiencia nuestra: no estamos debidamente preparados para
comenzar a platicar con Dios.

Hay que dejarlo hablar

Si orar es “hablar con Dios”, no puede existir entonces “monólogo” en la oración. Para
que sea “diálogo” hay que permitirle a Dios que nos pueda hablar también El. Alguien
expuso que nosotros, en la oración, nos parecemos al cartero con prisa; toca el timbre de
una casa; pero está tan impaciente que no espera a que le abran la puerta. Cuando se
abre la puerta, ya el cartero se ha marchado. Acudimos con tanta premura a la oración,
que cuando Dios quiere hablarnos, ya nosotros vamos muy lejos. Según nosotros fuimos
a “hablar con Dios”; lo cierto es que no hubo diálogo. No le dimos oportunidad a El.
El fariseo de la parábola, en el templo, elaboró un brillante “discurso” ante Dios.
Según él fue a rezar; se le olvidó darle la oportunidad a Dios para que le dijera unas
“cuantas verdades”. Para el fariseo “su oración” consistió en una “terapia” de palabras.
Habló consigo mismo. Dios estuvo ausente en su interminable “monólogo”.
Cuando el joven Samuel estaba iniciándose en la oración, comenzó a desconcertarse
porque escuchaba voces en la noche. Acudía al sacerdote Elí, creyendo que él lo estaba
llamando. El sacerdote Elí le dio un consejo extraordinario; le dijo que no se moviera,
que simplemente dijera: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Así lo hizo Samuel; allí
empezó su vida de oración. Inició su “hablar con Dios”. Comenzó a escucharlo. Llegó a
ser uno de los grandes profetas del pueblo de Israel.
Pablo, como buen fariseo, también se embelesaba en sus bien elaborados “discursos”
ante Dios. La auténtica oración de Pablo sólo apareció aquel día cuando estaba en el
suelo, lleno de polvo, y dijo: “Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hch 22, 10). Ese día
Pablo comenzó a platicar con Dios. A oír lo que Dios quería decirle.
Si le permitiéramos al Señor hablarnos, ¡cuántas cosas nos señalaría que le disgustan
en nuestra vida! Nos podría indicar el plan de amor que tiene para nosotros. ¡Nos cuesta
tanto saber callar y esperar a que Dios hable! Nos encerramos en nuestros elegantes
monólogos y creemos que estamos rezando. En realidad solamente estamos desahogando
nuestro corazón por medio de una “terapia de palabras”.
En nuestro terco monólogo, en nuestras dificultades, hasta nos permitimos “sugerirle”
a Dios lo que debe hacer. Terminamos dándole órdenes. Alguna señora hasta ha llegado a
pedirle que le envíe una “enfermedad” a su marido para que no lleve una vida tan
disoluta. Nos permitimos “hacerle sugerencias” a Dios, como que no confiáramos en su
Sabiduría. Como que El no supiera lo que debe hacer.
En el evangelio de San Juan, aparece un oficial que tiene gravemente enfermo a su
hijo. Se acerca a Jesús y le dice: “Señor, ven pronto a mi casa”. Al examinar el texto,

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vemos que Jesús se encuentra, en ese momento, a cinco kilómetros de la casa del oficial.
El angustiado papá le exigía a Jesús que “pronto” emprendiera un viaje de cinco
kilómetros. No le pasaba por la mente que Jesús podía curar a distancia. Jesús
únicamente le dijo: “Vete a tu casa; tu hijo vive” (Jn 4, 49-50).
Muy distinta la actitud de la Virgen María. En las bodas de Caná, Ella no puede
permanecer con los brazos cruzados ante el inminente chasco de la familia que está por
quedarse sin vino para la fiesta. Se acerca a su Hijo. Le hace ver la dificultad. El Señor
no le da una respuesta concreta. Más bien parece que no le resuelve nada. La Virgen
María no se pone a “sugerirle” a Jesús que allí cerca hay unas tinajas con agua, que
podría hacer “algo”.
No. La Virgen María sencillamente les dice a los sirvientes: “Hagan lo que El les
diga”. La Virgen María únicamente expuso la pena de los de aquella familia, y lo dejó
todo en manos de su Hijo. El tenía la suficiente Sabiduría y poder para saber qué
determinación tomar.
Si nuestras oraciones fueran pasadas por un “colador”, tal vez, no alcanzarían la
categoría de “diálogos con Dios”, de oraciones auténticas.

Un caso muy especial

Abraham y Jacob son dos de los grandes orantes que nos demuestra la Biblia.
Comenzaron pésimamente su vida de oración. Abraham tiene una visión en la que Dios
le ofrece su bendición. Abraham en lugar de alegrarse y agradecer, alega que no tiene un
heredero. Esta primera oración de Abraham es un desastre.
Abraham se va dejando moldear por Dios. Si su primera oración había sido pésima, en
el capítulo 18 del Génesis lo encontramos como el gran intercesor en favor de Sodoma;
se atreve a “regatear” con Dios acerca del número necesario de justos para que se salve
la pervertida ciudad. Su oración es un bello diálogo lleno de audacia y también de
discernimiento. Hay un momento en que Abraham, con sabiduría divina, comprende que
no debe continuar en su porfía.
Jacob inicia también catastróficamente su vida de oración. Va huyendo de su hermano
Esaú a quien robó la primogenitura con trampas. Durante el sueño tiene la visión de una
escalera que baja del cielo; Dios le promete su protección; le asegura que está con él.
Jacob se despierta atemorizado. Lo primero que se le ocurre es hacer un sacrifico, y reza:
“Si Dios me acompaña y me cuida en este viaje que estoy haciendo, si me da qué
comer y con qué vestirme, y si regreso sano y salvo a la casa de mi padre, entonces el
Señor será mi Dios” (Gn 28, 20). Una oración desde todo punto de vista “ritualista”.
Más que oración es un intento de superar su miedo por medio de un rito mágico. Jacob le
pone un sinnúmero de “condiciones” a Dios para poderlo declarar “su Dios”. Aquí no
hay alabanza, no hay agradecimiento, ni petición de perdón.
Muchas de nuestras oraciones son producto de nuestro “susto” a causa de la pena por
la que estamos pasando. No nacen del corazón, sino de la circunstancia adversa que nos

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lleva a desahogarnos por medio de las palabras. Creemos que rezamos, pero solamente
estamos profiriendo palabras. Hablamos con nosotros mismos. Dios es alguien de quien
nos queremos valer para que nos saque del apuro. No le demostramos amor, sino que le
presionamos para que soluciones nuestro problema.
Los golpes de la vida fueron madurando a Jacob. Dios aprovechó esas circunstancias
adversas para moldear el corazón de su hijo. El Jacob que encontramos en el capítulo 32
del Génesis es muy distinto del orante improvisado que levantó un altar después de que
tuvo la visión de la escalera. Jacob recibe la tremenda noticia de que su hermano Esaú
viene hacia él con mucha gente. Con seguridad llegaba para “vengarse”. Jacob aleja a su
familia y se queda solo bajo el cielo estrellado. Esa noche de amargura Jacob hace una
oración muy distinta de la ya mencionada. Jacob le dice a Dios: “Señor Dios de mi
abuelo Abraham, y de mi padre Isaac, que me dijiste que regresara a mi tierra y a mis
parientes, y que harías que me fuera bien; no merezco la bondad y fidelidad con que
me has tratado. Yo crucé este río Jordán sin llevar nada más que mi bastón, y ahora he
llegado a tener dos campamentos. ¡Por favor sálvame de las manos de mi hermano
Esaú!” (Gn 32, 9-11). Es la oración de un hombre que ha madurado espiritualmente. No
es la oración de un principiante. Comienza reconociendo la grandeza de Dios, dando
gracias por todo lo que le ha regalado; reconoce su poquedad y su pobreza. Luego pide
ser librado del peligro. Esta oración no es producto del miedo. Brota del corazón
atribulado, es cierto, pero no por eso deja de alabar a Dios, de darle gracias, de pedir
perdón y auxilio.
Nadie nace sabiendo rezar. El orante no se improvisa; el orante madura por la acción
del Espíritu Santo que lo va moldeando e introduciendo en lo que es auténtico “diálogo
con Dios”, la oración.

Dos brazos

Nunca vamos a insistir suficientemente en lo que acentúa San Pablo “No sabemos
rezar como es debido” (Rm 8, 26). Desde niños estamos rezando; nuestra escuela de
oración no termina nunca; siempre hay algo nuevo que el Señor nos quiere revelar.
Afortunadamente, no estamos solos. Jesús nos dejó a su Espíritu Santo para que nos
guiara y nos enseñara a rezar. San Pablo recalca: “El Espíritu ruega a Dios por nosotros
con gemidos que no se pueden explicar con palabras. Y Dios, que examina los
corazones, sabe qué es lo que el Espíritu quiere decir, porque el Espíritu ruega,
conforme a la voluntad de Dios, por los que le pertenecen” (Rm 8, 26-27).
Indispensable que nuestra oración sea guiada por el Espíritu Santo. Todas las escuelas de
oración no sirven de nada, si no se le da al Espíritu Santo el puesto que la Biblia le otorga
como maestro de oración.
La carta a los Hebreos dice que Jesús es un sacerdote que ora ante el Padre de
nosotros. San Juan aconseja, por eso mismo, que nuestra oración sea elevada a Dios “en
nombre de Jesús”. La figura de Jesús, que intercede por nosotros ante el Padre, no debe

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apartarse de nuestra mente mientras rezamos.
Los que sostenían los brazos levantados de Moisés en oración eran: Aarón, un
sacerdote, y Hur, un paje. Nuestra oración debe ser sostenida por nuestro sacerdote
intercesor, Jesús, y por el Paráclito, el Espíritu Santo. No puede existir oración si no va
en “nombre de Jesús” y no está controlada por el Espíritu Santo.
En la primera época de su vida espiritual Abraham y Jacob no se distinguían por su
oración ejemplar. Dios moldeó sus corazones; ellos le permitieron a Dios intervenir en
sus vidas y llegaron a ser los grandes orantes que nos presenta la Biblia. Nos parecemos
mucho a Abraham y a Jacob en lo que respecta a la inmadurez con relación a la oración.
Si le permitimos a Dios que nos vaya moldeando, también nosotros podemos llegar a ser
grandes intercesores, como Abraham, y a gozar de una oración profunda, como la de
Jacob en la noche que le tocó pelear con Dios.

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3. JESÚS NOS ENSEÑA A REZAR

Para el buen LADRÓN, hablarle a Jesús, fue decisivo para su salvación. Primero fue
“tocado” por las siete palabras de Jesús en la cruz, que provocaron la fe en él. La fe le
impulsó a hablar con Jesús, a clamar por su salvación. Ese “clamor” del buen ladrón a
Jesús es lo que llamamos oración. Rezar es tratar de hablar con Dios, de comunicarse
con él. Parece imposible poder entablar una comunicación con Dios. Pero ha sido Dios
mismo el que nos ha indicado que desea hablar con nosotros, comunicarse con nosotros.
El Dios de la Biblia habla continuamente. Se comunica con sus hijos. Provoca el diálogo
con los buenos y con los malos. Es a través del diálogo –la oración– que Dios nos
comunica el poder que destruye nuestro pecado y nos trae la salvación.
Por eso, es determinante para todo ser humano saber rezar. Y no es nada fácil. Es fácil
engañarse y creer que uno sabe rezar, que hablamos con Dios, cuando en realidad
estamos hablando con nosotros mismos. La oración no es una terapia mental por medio
de la cual nos metemos en nuestro yo profundo. La oración es un salir de nosotros para
entrar en Dios. Para hablarle con el corazón. Para oír su voz. El fariseo de la parábola de
Jesús, estaba convencido de que sabía rezar. Lo hacía con elegancia y orgullo. Pero
Jesús le dio un “reprobado” en la oración, cuando afirmó que ese hombre había salido
con un pecado más del templo. El fariseo creía que estaba orando: según Jesús, estaba
“pecando”. De aquí la importancia vital de saber rezar. De estar seguros de que estamos
tratando de hablar con Dios.
El buen ladrón, al principio, en compañía del otro delincuente hablaban con Jesús: le
sugerían que se bajara de la cruz y que los bajara a ellos, si de veras, era tan poderoso
como decía. Cuando el buen ladrón abrió su corazón a la Palabra de Jesús, entonces, con
fe aprendió a hablar correctamente con Dios y le llegó la salvación.
Los Apóstoles, un día, llegaron a la conclusión de que no sabían orar. Fue una gran
iluminación del Espíritu Santo. Los Apóstoles, como buenos judíos, frecuentaban la
sinagoga; repetían salmos, entonaban himnos. Tenían el hábito de la oración. Pero
cuando se fijaron cómo oraba Jesús, llegaron a la conclusión de que estaban en pañales
en lo concerniente a la oración. Por eso le rogaron a Jesús que les enseñara a rezar. El
señor, por medio del Padrenuestro, les trazó las líneas esenciales de lo que debe ser una
auténtica oración. (Cfr. Mt 6, 9-13).

Un Dios padre

Jesús les decía a sus apóstoles que, al iniciar su oración, comenzaran diciendo: “Padre
nuestro”. Algo esencial. No se puede pretender comunicarse con Dios, si no se le tiene
confianza; si no se le ha identificado como un Padre bueno... Una señora me decía: “A
mí Dios no me escucha”. Yo le pregunté: “¿Y a qué Dios le reza usted?” Mi pregunta
apuntaba a lo siguiente: Es posible que le estemos rezando a un dios “pagano”. Los

19
paganos se dirigían a sus dioses con temor, con miedo. Los indígenas ofrecían incienso a
sus dioses para tenerlos apaciguados, para conseguir gracias de ellos; en el fondo, les
tenían miedo. Procuraban ganárselos. No los amaban.
La gran revelación de Jesús es que Dios es un Padre que nos ama, no porque seamos
buenos, sino porque somos sus hijos muy queridos. En el Nuevo Testamento, en medio
del texto griego, aparece la palabra aramea, ABBA, que significa papacito. El escritor
quiso introducir esa palabra en medio del texto griego porque los apóstoles habían
escuchado a Jesús, que cuando rezaba decía: “Abba, Papa”. Eso les llamó
poderosamente la atención; no olvidaron nunca que Jesús hablaba con Dios como se
habla con el papá.
La Carta a los Romanos enseña que, dentro de nosotros, es el Espíritu Santo el que
nos va conduciendo en la oración para que nos encontremos con Dios como un papá;
para que digamos con confianza: “Padre mío”. Algo muy personal. Dice San Pablo:
“Ustedes no han recibido un espíritu de esclavitud que los lleve otra vez a tener miedo,
sino el Espíritu que los hace hijos de Dios. Por este Espíritu nos dirigimos a Dios
diciendo: ABBA, Padre” (Rm 8, 15). De aquí la importancia de invocar al Espíritu
Santo, al comenzar a rezar, pues es el Santo Espíritu el que nos va conduciendo para que
nos encontremos con un Dios Papá.
La Puerta de entrada para una auténtica oración es el encuentro con Dios Padre
bueno. Mientras eso no se haya logrado, habrá palabras, fórmulas, terapia mental, pero
no la oración que nos comunica con Dios. Que nos permite hablarle y que El nos hable.

La alabanza

El Señor también enseñó que debíamos comenzar la oración diciendo:


SANTIFICADO SEA TU NOMBRE. Santificar significa bendecir. Algo muy común
entre una inmensa mayoría es el concepto de que oración significa pedir “cosas” a Dios.
Para muchos rezar es tratar de conseguir algo de Dios. Se olvida lo esencial. Si la
oración, de veras, sale del corazón con amor, lo primero que se buscará es bendecir a
Dios. Alabarlo. Darle gracias.
La oración de alabanza no es muy común. Esto indica que somos malagradecidos;
olvidamos con facilidad “todo” lo que Dios ha realizado en nuestra vida. Somos muy
prácticos: vamos al grano; por eso identificamos oración con petición de cosas, como
medio de “arrancarle” algo a Dios. Dejamos a un lado la “cortesía” en nuestro trato con
Dios. A un papá le disgusta que sus hijos acudan a él sólo para pedirle dinero.
Ciertamente a Dios le desagrada la actitud del que acude a él sólo por el interés de
conseguir algo que necesita en ese momento.
A Dios le agrada la alabanza de sus hijos. Aleluya es una palabra hebrea que significa:
gloria a Dios. San Juan, en su visión, escuchó que los bienaventurados entonaban
aleluyas. Alabar a Dios es demostrarle amor; reconocer su bondad, su misericordia, su
providencia, su sabiduría. El “cántico nuevo” que, en el Apocalipsis, repiten los santos es

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ALELUYA. Jesús, nos indica, que debemos comenzar nuestra oración SANTIFICADO
EL NOMBRE DE DIOS; demostrándole nuestro amor, nuestro agradecimiento, por
medio de la alabanza.

Hágase

Jesús también indicaba que debíamos comenzar diciendo: “VENGA TU REINO.


HÁGASE TU VOLUNTAD”. Si examináramos, detenidamente, muchas de nuestras
oraciones, caeríamos en la cuenta de que estamos buscando que se haga nuestra
voluntad. Lo que se nos antoja; lo que nos agrada. Muchas de nuestras oraciones pueden
estar en abierta oposición a lo que Dios quiere para nosotros. Jesús nos enseña a buscar
nuestra oración que, en primer lugar, “Venga el Reino de Dios” y que “se haga su
voluntad”. En último análisis, viene a ser lo mismo.
El especialista de la Biblia, William Barclay, nos dice que en el mismo Padrenuestro se
nos indica en qué consiste el “reino” de Dios. Allí rezamos: “Venga tú reino: hágase tu
voluntad en la tierra como en el cielo”. El reino Dios llega cuando se hace, de la mejor
manera posible la voluntad de Dios. El tema del reino es lo más importante en la
predicación de Jesús. Para eso ha sido enviado: para que los hombres aprendan a hacer
la voluntad de Dios expresada en el Evangelio. De aquí que la finalidad de una oración
auténtica es buscar la voluntad de Dios para que se cumpla en nosotros.
No todo el que diga: “Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga
la voluntad del Padre que está en el Cielo”, decía Jesús. Con frecuencia, por medio de
una religión “a nuestra manera” buscamos que se haga nuestra voluntad. Esa no es la
religión de Jesús. El Señor nos enseña a buscar la voluntad de Dios, y a cumplirla. Esa es
la única y auténtica oración.
Hacer la voluntad de Dios no es fácil; en ocasiones nos resulta complicadísimo. A
Jesús le costó toda una noche de oración, de lágrimas, de sudor, de sangre y de lamentos,
poder decir: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”.
La oración que nos enseña Jesús es la que nos arrastra a abandonar nuestra manera de
pensar y de actuar para buscar qué es lo que Dios quiere que se haga, para que llegue su
reino a nosotros y a los demás. La gran oración de la Virgen María fue: “Hágase en mí
según tu Palabra”. Saulo de Tarso se creía un gran orante; como judío estricto hacía un
sinnúmero de oraciones. Pero Pablo sólo aprendió a orar cuando fue derribado por Dios
de su caballo de autosuficiencia; cuando Pablo estaba en el polvo, al fin, aprendió a orar,
y dijo: “Señor, ¿qué quieres que haga?”. Ahora Pablo ya sabía rezar. Dios mismo se lo
había enseñado.
San Pablo, más tarde, compartió esta experiencia suya, cuando afirmaba que nosotros
no sabemos rezar como es debido, y que es el Espíritu Santo dentro de nosotros el que
nos va conduciendo a una oración según la voluntad de Dios. Decía Pablo: “Y Dios, que
examina los corazones, sabe qué es lo que el Espíritu quiere decir, porque el Espíritu
ruega, conforme a la voluntad de Dios por los que le pertenecen” (Rm 8, 27).

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En resumidas cuentas, la oración, la comunicación con Dios, tiende, esencialmente, a
que el Espíritu Santo nos indique cuál es la voluntad de Dios, y que nos conceda la
fortaleza necesaria para ponerla en práctica. Cuando, en la oración, aprendamos a buscar
la voluntad de Dios y a ponerla en Práctica, el reino de Dios –la salvación– llega a
nosotros.

Nuestro pan

Sólo después de este preámbulo por medio del que le demostramos a Dios que
confiamos en El como Padre bueno y que buscamos en todo que venga su reino, que se
haga su voluntad, nos enseña Jesús a exponer también nuestras necesidades materiales:
DANOS NUESTRO PAN DE CADA DÍA. El pan, aquí simboliza las cosas materiales
que como humanos necesitamos para poder vivir. A Dios le complace que sus hijos le
expongan sus necesidades con sencillez, con confianza. A un papá le resulta lógico que su
hijo le pida dinero para comprar vestido, zapatos, comida. Pero quiere que lo haga con
educación; que lo salude antes con amor. Que le demuestre aprecio, su agradecimiento.
Dios no necesita de nuestras alabanzas, de nuestros piropos. Pero acercarse a Dios sólo
para pedirle cosas, indica falta de amor, de agradecimiento.
Jesús nos asegura que si buscamos, en primer lugar, su reino –la voluntad de Dios–,
Dios no permitirá que nos falte lo necesario. Es promesa en firme de DIOS. Son
innumerables las personas que, en medio de la vicisitudes de la vida, han podido
experimentar que cuando han buscado, en primer lugar, hacer la voluntad de Dios, nunca
les ha faltado lo necesario. Es la Providencia de Dios que nunca falla.
Jesús mismo nos impulsa a pedir cosas a Dios: “Pidan lo que quieran en mi nombre”.
Pero también nos enseña a decir siempre: “Pero que no se haga mi voluntad sino la
tuya”. O sea, exponemos a nuestro Padre nuestras necesidades, pero, de antemano, le
aseguramos que estamos dispuestos a que nuestro plan sea anulado para que entre en
vigor su Plan.
Jesús nos indica que debemos pedir el pan de “cada día”. No el del año entrante.
Debemos vivir, día a día, confiados en nuestro Padre. Vivir angustiados por el mañana es
desconfiar de la Providencia de Dios. Jesús nos prohíbe estar agobiados por el mañana;
dice Jesús: “No se preocupen por el día de mañana, porque mañana habrá tiempo para
preocuparse. A cada día le basta con su propio afán” (Mt 6, 34).
Nuestro existencilismo cristiano consiste en vivir al día con la plena confianza de que
nuestro Padre no nos fallará nunca. Ni hoy ni mañana. San Lucas expone algo
importantísimo. Dice que pidamos lo que pidamos, Dios siempre nos concede lo más
importante: El Espíritu Santo (Lc 11, 13). Por medio del Espíritu Santo nos concede la
conversión, la fe en Jesús que nos salva. De allí, que, al conceder Dios, el Espíritu Santo,
nos está entregando el don más precioso que se pueda imaginar.

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Perdónanos

Al acercarnos a Dios, lo primero que descubrimos es que El es Santísimo y que


nosotros estamos llenos de pecado. “En pecado me concibió mi madre”, escribió el
salmista David. Por eso, Jesús nos señala que debemos pedir perdón: “PERDONA
NUESTRAS OFENSAS como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Para
intentar hablar con Dios, lo primero, eliminar lo que le desagrada. Nada abomina más el
Señor que el pecado. No podemos decirle a Dios al mismo tiempo: “Te amo y te
ofendo”. Orar es acercarnos a Dios, pero pidiéndole antes que nos limpie, que nos
purifique. Que tenga misericordia de nosotros.
Jesús, en una de sus parábolas, nos aseguró que la puerta de la casa del Padre,
siempre está abierta para el hijo que regresa suplicando perdón. A Dios le encanta
abrazar al hijo que reconoce sus culpas y pide clemencia. Se hace fiesta en el cielo. El
fariseo de la parábola, que se cree intachable y reza con altanería, sale del templo con un
pecado más. El publicano, que únicamente se golpea el pecho y suplica misericordia, sale
“justificado” del templo (Lc 18, 14).
Pero el perdón que Dios nos brinda, conlleva un compromiso serio: estamos obligados
también nosotros a perdonar. Dice Jesús: “Si ustedes no perdonan a otros, tampoco su
Padre les perdonará a ustedes sus pecados” (Mt 6, 15). No podemos pretender que
Dios nos perdone, si no estamos dispuestos perdonar. Muy claro.
San Juan resalta que el que diga que no tiene pecado es un “mentiroso” (Cfr. 1Jn 1,
8). Nadie puede pretender ser “inmaculado” en la presencia del Señor. Como el profeta
Isaías, al estar ante Dios, sentimos la urgencia de que nuestros labios sean purificados
para poder hablar con Dios. Eso le basta al Padre, para que, al punto, nos abrace y nos
deje oliendo a jabón.

Líbranos

Sin ser pesimista, San Pablo nos hizo ver que vivimos en un mundo “oscuro”, plagado
de fuerzas malas que quieren destruirnos. Pablo nos invitaba a ponernos la “armadura de
Dios”. Jesús, también, nos invita a pedir: “NO NOS DEJES CAER EN TENTACIÓN.
LIBRANOS DEL MAL”. Si se cae en la tentación es porque en lugar de hablar con Dios
se ha hablado con el diablo. Eva se entretuvo en dialogar –según ella, inocentemente–
con el diablo. Cuando se dio cuenta, ya se le había metido en el corazón. Había caído en
la tentación. El que ora, habla con Dios, recibe sabiduría para ir por el camino correcto,
para alejarse del abismo peligroso. El que reza recibe el “poder de lo alto” para derrotar
las fuerzas diabólicas que buscan sútilmente hacernos tambalear en la fe y apartarnos de
Dios.
El pecado de los primeros seres humanos fue de desconfianza en Dios. El Espíritu del
mal sembró desconfianza en las palabras del Señor. Logró que Adán y Eva creyeran que

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Dios no era un Padre, sino alguien que les estaba jugando sucio. Les escondía algo
maravilloso. No quería que supieran lo mismo que El.
Todo pecado, en última instancia, es desconfianza en la Palabra de Dios, y confianza
en la palabra del espíritu del mal, que, solapadamente, nos propone un “camino mejor”
para ser felices. El que ora, permanece en comunicación con el Padre, y no tiene oídos
para la verborrea del diablo. Por medio de la oración, Dios nos llena de su amor, de su
poder, de su sabiduría. Al punto sabemos cuál es la voz de nuestro Padre, y cuál es la
voz de nuestro enemigo, del tentador del mentiroso.
Antes de la pasión, Jesús les ordenó a los apóstoles: “Vigilen y oren para no caer en
la tentación”. Jesús permaneció en oración, clamando a Dios. Cuando llegó el momento
crucial de su arresto, el Señor estaba fortalecido. Avanzó con serenidad hacia los
soldados se entregó para cumplir la voluntad de Dios. Los Apóstoles, en cambio, no
lograron perseverar en la oración: se durmieron. Por más que Jesús los despertaba,
volvían a dejarse vencer por el sueño. Cuando llegó el mal momento en que apresaron a
Jesús, salieron huyendo; lo negaron. El que ora está en comunicación con Dios: está
recibiendo el poder contra el mal. Está protegido con la armadura de Dios. El enemigo no
puede ingresar en su corazón.
Al rezar: “líbranos del mal”, estamos confesando que, en alguna forma, el mal se ha
introducido en nosotros por los ojos, por la mente, por los oídos. En la oración pedimos
ser “liberados” de todo mal que se nos ha metido en alguna forma dentro del corazón.
Pedimos un exorcismo. Una liberación de todo mal. De todo pensamiento negativo. De
todo resentimiento. De toda desconfianza en Dios. Creemos que Jesús es Salvador;
acudimos a él y suplicamos que rompa toda atadura de mal que impida que su voluntad
se realice en nosotros.

Oración comunitaria

Jesús le dio suma importancia a la oración comunitaria, por eso les enseñó a los
apóstoles a hacer sus peticiones en plural. No somos hijos únicos de Dios, ni debemos
creernos así. Por eso decimos: “Padre nuestro”, en plural: pensamos en los otros, en la
comunidad. También rezamos: “Venga a nosotros tu reino”. “Danos nuestro pan de cada
día”. “No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”. Jesús acentúa el sentido
comunitario, fraternal de la oración. San Mateo exhibe la promesa de Jesús para los que
rezan unidos en “su nombre”. Dijo Jesús: “Donde dos o tres se ponen de acuerdo en mi
nombre, allí estoy yo”. El Señor ha prometido su manifestación a los que procuran
formar comunidad, a los que sienten la necesidad del hermano.
El libro de los Hechos, expone, gráficamente, cómo esta promesa de Jesús se cumple a
plenitud en la comunidad de Jerusalén. Es tiempo de persecución. La comunidad, en una
casa particular, pide al Señor signos y milagros para que los demás crean y se difunda el
Evangelio. El cronista de esos primeros tiempos, apunta que en ese momento “tembló el
lugar en donde todos estaban orando” (Hch 4, 31). Más adelante, el mismo Lucas

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recuerda cómo cuando es capturado Pedro, toda la comunidad se congrega, en oración,
en una casa. De pronto tocan a la puerta. La joven que va a abrir llega con la noticia de
que es Pedro en persona. Todos le dicen que está loca, que está viendo visiones. Pero,
en realidad, era el mismo Pedro que acababa de ser librado de la cárcel por un ángel. Los
mismos orantes no terminaban de creer en el poder de la oración comunitaria que, una
vez más, se evidenciaba en esa circunstancia.
Jesús, señaló, además, una condición para que la oración sea escuchada. Debe ser
hecha “en su nombre”, “Hasta ahora no han pedido nada en mi nombre. Pidan y
recibirán” (Jn 16, 2). Pedir “en nombre de Jesús” quiere decir estar en íntima relación
con Jesús, como el sarmiento está adherido a la vid. Es decir como Jesús oraba, lleno de
amor y de confianza. El que así lo haga, tendrá un poder muy grande en la oración. De
allí la eficacia de la oración de los santos. Bien decía Santiago: “La oración del hombre
justo tiene mucho poder” (St 5, 16). Los que rezan en intima unión con Dios, y en
comunión entre ellos mismos tienen un poder en la oración que hace temblar.

Amén

Con esta palabra concluye la oración. Amén significa: así sea. Es decir, que se haga lo
que tú quieras. Tu voluntad. Que se realice tu reino. En la visión de San Juan, en el
Apocalipsis, los bienaventurados cantan: “Amén. Aleluya” (Ap 19, 4). Antes de poder
decir aleluya (Gloria a Dios), hay que aprender a decir: Amén (hágase). Es la oración
perfecta. Sólo podremos alabar de corazón a Dios, cuando hayamos aprendido a
someternos en todo a su santa voluntad. Amén. Aleluya.
El buen ladrón, que había sido tocado en su corazón por las palabras de Jesús, fue
llevado por el Espíritu Santo para que hablara con Dios de la manera conveniente. Ya no
pidió ser “bajado de la cruz”; comenzó por reconocer sus pecados; se declaró pecador;
luego acudió con fe a Jesús. Clamó con confianza a él. En ese mismo instante, su oración
fue escuchada. El Señor le aseguró su salvación. La oración auténtica es la que nos lleva
a tener comunicación con Dios, a una relación correcta con Dios. Es la llave que abre el
corazón de Dios de donde brota para nosotros lo mejor que Dios nos puede regalar: el
perdón, la salvación, el don del Espíritu Santo.

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4. El Espíritu Santo, Nuestro Maestro de Oración

El niño pequeño se acerca al piano y con un dedo comienza a tocar una melodía. “Ya
sé tocar el piano”, dice el niño. Por ser niño, se le perdona su “optimismo”. Si quiere
llegar a ser un pianista, tendrá que pasar largos años bajo la guía de un experto maestro.
con la oración nos suele acontecer lo que al niño del piano: por unas cuantas fórmula de
mascullamos, creemos que ya sabemos rezar. La verdad que aprender a rezar no es fácil.
A veces se escucha hablar de la oración como de algo sumamente fácil. Y no es así. Si
fuera fácil rezar, abundarían los santos; y este no es un “producto” que se exhiba con
frecuencia en nuestras vitrinas. Si fuera fácil rezar, seríamos nosotros los primeros que
no nos quejaríamos de que nos “cuesta” tanto mantener un alto nivel de espiritualidad.
Hay que partir de algo que muchas veces se olvida: “No sabemos rezar como es
debido”. Es nada menos que San Pablo quien lo afirma tajantemente. En su carta a los
Romanos, escribió: “No sabemos orar como es debido. Pero el Espíritu mismo ruega a
Dios por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Y Dios, que
examina los corazones, sabe qué es lo que el Espíritu quiere decir, porque el Espíritu
ruega, conforme a la voluntad de Dios, por los que le pertenecen” (Rm 8, 26-28). Esa
es la gran verdad: “No sabemos orar como es debido”.
En este breve y gran tratado sobre la oración, en primer lugar, San Pablo, al hablar en
plural, se incluye entre los que encuentran dificultad en la oración. Somos muy débiles
para abrirnos a la oración auténtica. Afortunadamente, Jesús no nos dejó “abandonados”.
Nos envió al Espíritu Santo como nuestro “maestro” inigualable que siempre está a
nuestro servicio en el magisterio de la oración.
Lo fabuloso, del Espíritu Santo es que nos conduce por la ruta que nos lleva
directamente a buscar la voluntad de Dios. Dentro de nosotros, el Espíritu Santo –
cuando se lo permitimos– no deja que nos vayamos por caminos extraviados, que no son
los de Dios. De aquí hay que partir: sin la ayuda del espíritu Santo nuestra oración deja
de ser oración cristiana para convetirse en ritualismo muy del estilo de los paganos. El
Espíritu Santo nos coloca en perfecta “sintonía” con Dios. Esa es la oración auténtica.

¿Manipular a Dios?

Con frecuencia acudimos a la oración para obtener algo de Dios. Vamos de una vez al
grano y comenzamos a pedir. Nos parecemos a la persona que va a solicitar un favor a
su vecino, y, en vez de comenzar saludándolo, deseándole buenos días, le dice:
“Présteme su tocadiscos”.
En el Padrenuestro, Jesús enseña que nuestra oración debe comenzar alabando al
Padre, pidiendo que sea “santificado su nombre”, que “venga su reino” y “que se haga
su voluntad”. Una oración que fluye del corazón, no puede eludir este “protocolo”
espiritual. Querer aprovecharse de la oración para “manipular” a Dios y “arrancarle”

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cosas, es demostrar que nuestra oración está infectada de “egoísmo”. No pensamos
propiamente en Dios, sino en nuestra necesidad.
Una oración dirigida por el Espíritu Santo no puede adolecer de Egoísmo. El Espíritu
Santo, al ponernos en sintonía con Dios, despierta en nosotros la urgencia de alabarlo, de
bendecirlo, de darle gracias. También nos lleva a sentirnos hijos de Dios, muy
necesitados y a exponerle con humildad nuestras peticiones. De ninguna manera a
amenazarlo con un “ultimátum”. Antes que nosotros pidamos, Dios ya conoce nuestra
necesidad. Nuestro Padre, más que concedernos cosas, quiere que nos enriquezcamos
con su presencia, con su amistad.
Había que analizar, seriamente, hasta qué punto empleamos la oración para intentar
obtener favores de Dios, y no para expresarle que lo amamos y que sentimos la
necesidad de expresarle nuestro agradecimiento. Cuando nuestra oración es conducida
por el Espíritu Santo, es una oración que busca a Dios en primer lugar y no, solamente,
los dones de Dios.

No sabemos qué pedir

El niño se deja deslumbrar por todo lo que ve. Tiene la característica del “asombro”
ante la más insignificante cosa. Ve un cuchillo afilado y se lo pide a la mamá; quiere jugar
con él. Por supuesto, la madre, inmediatamente aparta el cuchillo del niño, aunque el
niño se emberrinche y grite.
Muchas de nuestras peticiones son descabelladas a los ojos de Dios. En su Sabiduría,
Dios sabe que si nos concede lo que le estamos pidiendo, sería una catástrofe para
nosotros. A veces, como el niño, pataleamos y nos quejamos de la “ingratitud” de Dios.
El niño le dice a su mamá: “Eres mala porque no me quieres dar el cuchillo tan bonito”.
En la oración, somos muy niños la mayoría de las veces.
En su primera carta, San Juan escribe: “Si pedimos alguna cosa conforme a la
voluntad de Dios, El nos oye” (1Jn 5, 14). Lo difícil –en muchos casos imposibles– es
saber cuál es la voluntad de Dios.
Aquí entra en juego el papel del Espíritu Santo. Dentro de nosotros, “con gemidos que
no se pueden explicar”, nos va llenando hacia la voluntad de Dios (Rm 8, 26). Nos va
disuadiendo de ciertas pretensiones. A eso se le llama el “discernimiento” en la oración.
Pablo pedía y pedía ser librado de su “espina” en el cuerpo, que lo humillaba. El Espíritu
Santo le concedió el discernimiento necesario para que ya no implorara ese favor de
Dios; para que aceptara esa “espina” como algo que Dios había permitido para su
crecimiento espiritual (Cfr. 2Co 12, 7).
Cuando nuestra oración sea conducida por el Espíritu Santo, estará en sintonía con la
voluntad de Dios. No imitaremos al niño que le pide a su madre que lo deje jugar con la
granada de mano que se ha encontrado en el campo.

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Hay que aceitar la oración

Los radios antiguos no eran de transistores, sino de tubos; había que esperar un largo
rato que se calentaran los tubos para que el radio comenzara a funcionar. Sucede lo
mismo con la oración: hay que esperar que se caliente. Nuestra prisa de hombres de una
sociedad industrializada nos lleva a intentar “maquinizar” la oración. A convertirla en una
fórmula, en una programación, al estilo de las computadoras. Cuando caemos en la
cuenta, estamos mascullando palabras que nosotros llamamos oración, pero que son
únicamente sonidos en los que no existe conexión entre los labios y el corazón. A eso lo
llamamos oración, pero no lo es. Los robots no pueden rezar, aunque repitan fórmulas
oracionales. Las grabadoras no logran rezar porque no pueden ser inspiradas por el
Espíritu Santo.
En la vida de Jacob hay dos oraciones muy dispares. Una, la hace cuando acaba de
tener, en el sueño, la visión de la escala que desciende del cielo. Se despierta y, asustado,
levanta un altar; atropelladamente musita unas palabras. El cree que está rezando, pero
únicamente está dando salida a su susto, por medio de una terapia de palabras.
Años más tarde, cuando los golpes de la vida ya lo han madurado, hace otra oración.
Muy distinta. Se encuentra también asustado porque sospecha que su hermano Esaú
llega para vengarse. Es una oración con todas las de la ley. Hay alabanza, súplica de
perdón, acción de gracias, petición. Es una oración que fluye del corazón que ya
aprendió a amar a Dios. Una oración auténtica (cfr. Gn 32, 9-12).
Muchas de nuestras llamadas oraciones no lo son; por su mecanismo, por su
ritualismo, por la rutina. Necesitan el aceite del Espíritu Santo. Cuando el Espíritu Santo
fluye sobre nuestras oraciones, entonces dejamos de ser grabadoras que repiten
oraciones mecánicamente. Dejamos de ser máquinas rezadoras y nos convertimos en los
hijos de Dios que sienten el gozo de estar ante la presencia de su Padre.

En todo tiempo

La mujer samaritana le preguntó a Jesús que cuál era el lugar más adecuado para orar,
si el Templo de Jerusalén o el Monte Garizim. Jesús no enfocó lo concerniente al lugar;
le dijo que lo importante era orar “en Espíritu y el verdad” (Jn 4, 24). Algunas personas
creen que solamente se puede rezar en una iglesia. O que se necesita un lugar muy
especial para rezar. Lo indispensable es estar íntimamente conectados con Dios en
cualquier lugar.
San Pablo, en su carta a los Efesios, aconseja: “No dejen ustedes de orar: rueguen y
pidan a Dios siempre, guiados por el Espíritu” (Ef 6, 18). Para Pablo todo nuestro
quehacer debe llevarse a cabo con la mente puesta en Dios. Entonces se convierte en
oración. Esta es una obra del Espíritu Santo en nosotros.
El gran ejemplo de nuestros santos fue convertir su vida en una contante oración. El

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que realiza su trabajo con la mente puesta en Dios, está orando. Una de las grandes
objeciones que algunos pensaron presentar en la causa de beatificación de San Juan
Bosco fue el poco tiempo que, aparentemente, el santo dedicaba a la oración. “¿Cuándo
rezaba Don Bosco?”, fue la pregunta inquietante de uno de los fiscales. El Papa Pío XI,
que había conocido muy bien al santo, propuso más bien otra pregunta: “¿Cuando no
rezaba Don Bosco?”. Para Don Bosco todo era oración. Si jugaba con sus niños, si iba
en el tren, si le tocaba esperar en la antesala de algún ministro, si se encontraba
atendiendo consultas espirituales, para él todo eso se convertía en oración. Don Bosco
oraba en toda circunstancia.
Con facilidad nos desconectamos de Dios. Con facilidad las cosas que nos rodean
pueden “fascinarnos” y acaparar nuestra atención. Nos olvidamos de Dios con facilidad.
Cuando dejamos al Espíritu Santo que controle nuestra vida, no hay peligro de que nos
desconectemos del Señor. Somos templos del Espíritu Santo. Dentro de nosotros está
Dios. En cualquier lugar y circunstancia podemos estar en íntima unión con el Señor. Por
supuesto que el silencio y la soledad ayudan para que nuestra oración sea más devota,
pero eso no quiere decir que en cualquier lugar y momento no podamos unirnos a Dios
íntimamente. Esa es la oración constante a la que se refiere San Pablo.

¿Con poder?

Muchas personas se acercaban a Jesús y le suplicaban algún favor. En repetidas


ocasiones, el Señor, antes de conceder algo, decía: “Que se haga conforme tu fe”, (Mt 8,
13). Jairo está totalmente desalentado por la muerte de su hija; ya no pide nada. Es Jesús
quien se le adelanta y le dice “No tengas miedo; solamente ten fe” (Mc 5, 36).
Jesús quiso que nosotros estuviéramos seguros de que la oración es un poder muy
grande en nuestras manos. Por medio de la oración podemos alcanzar cosas
insospechadas de Dios. El mismo Jesús aseguró: “Todo lo que ustedes pidan en mi
nombre, les será concedido” (Jn 16, 23).
El libro de los Hechos de los Apóstoles recuerda aquel día en que un grupo de
cristianos estaban en una casa orando con toda su alma. Acababan de capturar a Pedro y
la persecución iba arreciando. Al poco rato, Pedro se encontraba tocando la puerta de esa
casa.
Aquellos primeros cristianos habían tomado en serio las palabras de Jesús. Sabían que
donde dos o tres están reunidos en nombre del Señor, allí se manifiesta poderosamente la
presencia de Dios. (cfr. Hch 12, 12-14).
Muchas personas acuden a nosotros rogándonos que oremos por ellas: enfermos,
atribulados, desengañados, gente con problemas. Les decimos que vamos a orar. En el
fondo, sospechamos que no sucederá nada. Tenemos poca confianza en el poder de
nuestra oración.
Cuando el Espíritu Santo invade nuestra oración, entonces es una plegaria de acuerdo
con la voluntad de Dios. Jesús ha prometido que esa oración será escuchada. Será una

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oración poderosa.
Como pueblo de sacerdotes, tenemos que tomar conciencia de la misión de
intercesores que Dios nos ha confiado. Jesús quiere que su pueblo tenga intercesores con
una oración poderosa. Es el Espíritu Santo el que debe signar nuestra oración para que se
llene de poder y pueda ser una respuesta para tantas personas afligidas, que acuden a
nosotros pidiéndonos con la mirada que, en la práctica, les demostremos que la oración
tiene poder ante Dios.

Hacia la alabanza

El principiante en la oración se caracteriza por su oración “egoísta”. Busca valerse de


Dios para obtener gracias. El principiante piensa mucho en sí mismo y poco en Dios.
Cuando la persona ha madurado en la oración, comienza, cada vez más, a pensar menos
en sí misma y a centrar su atención en Dios. Busca de manera especial alabarlo, darle,
gracias, bendecirlo.
Jesús prometió a sus apóstoles que les enviaría el Espíritu Santo; refiriéndose al
Paráclito, decía Jesús: “El me honrará a mí, porque recibirá de lo que es mío y se lo
dará a conocer a ustedes” (Jn 16, 14). Es misión del Espíritu Santo “glorificar” a Jesús.
La persona conducida por el Espíritu Santo no puede quedarse varada en una oración
egoísta, pidiendo solamente cosas; la persona llena del Espíritu Santo enfila hacia la
oración perfecta: la oración de alabanza. El Espíritu Santo lleva al individuo a bendecir a
Dios en todo momento, a darle gracias por todo, hasta por el rayo de luz que ingresa
furtivamente por la ventana.
María llegó a visitar a su prima Isabel. María estaba llena del Espíritu Santo; su prima
quedó contagiada del gozo espiritual de María. Las dos santas mujeres formaron un dúo
en un grandioso himno a Dios: el “Magnificat”. Ninguna petición. Nada de pedir cosas.
Las dos mujeres, llenas del Espíritu Santo, no terminaban de ver la mano de Dios en
todos los acontecimientos de sus historias personales. Bendecían jubilosas a su Señor.
El profeta Jeremías tuvo una visión de Dios. Se dio cuenta, al momento, que con sus
solas fuerzas no podía dirigirse a Dios. El fuego de Dios tuvo que purificar sus labios
para que pudiera hablar con Dios. El Espíritu Santo es el fuego que Dios nos regala para
que nuestra oración quede purificada de sus impurezas, de egoísmo y se encauce hacia la
oración de alabanza y acción de gracias.
La persona que ha aprendido a alabar en todo a Dios, es alguien que ya aprendió a
rezar. El Espíritu Santo cumple su misión de “honrar” a Jesús dentro de nosotros,
cuando le permitimos conducir nuestra oración.

Ante una lámpara

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En el Antiguo Testamento, los sacerdotes ejercían su ministerio a la luz de una enorme
lámpara de aceite. En el Nuevo Testamento, a nosotros, pueblo de sacerdotes, se nos ha
dejado también una lámpara de luz esplendorosa: Es Espíritu Santo. Solamente bajo su
luz nuestra oración puede ser agradable a Dios. El Espíritu Santo es fuego que purifica de
impurezas nuestra oración. Impide que nos olvidemos de Dios para pensar sólo en sus
regalos. Es luz que logra que nuestra oración tenga el debido “discernimiento” para no
pedir cosas que van contra la voluntad de Dios. Es aceite que no permite que nuestra
oración se oxide y se convierta en una aburrida cadena de fórmulas sin conexión con el
corazón.
Si, como niños, nos dejamos llevar de la mano por el Espíritu Santo, él, “con gemidos
que no se pueden explicar”, dentro de nosotros, nos pondrá en maravillosa sintonía con
Dios, para que nuestra oración brote de las profundidades de nosotros mismos y sea una
oración de confianza y de poder.

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5. EL TACÓN ALTO EN LA ORACIÓN

Alejandro Pronzato cuenta que decidió especializarse en la oración. Acudió a la Suma


Teológica de Santo Tomás; pero se quedó frío en lo relativo a su oración personal.
Consultó libros especializados acerca de la materia: manuales, devocionarios, y su
oración no progresaba. Se encontró con un sacerdote de mucho criterio que le dijo: “Usa
más las rodillas que el cerebro para aprender a rezar”. Consejo del todo acertado. A la
oración sólo nos podemos acercar con mucha humildad, de rodillas.
Jesús dio algunas recomendaciones acerca de la oración. Contó la parábola del fariseo
y del publicano. Dos hombres que se acercan a Dios de maneras muy diferentes. El
fariseo de pie, con la frente muy levantada, con ademanes muy estudiados. El publicano,
de rodillas; no se atreve a levantar la vista, se golpea el pecho. La “oración” del fariseo le
repugnó al Señor. La oración del publicano le agradó sobremanera.
Hay mucho de fariseísmo en nuestras oraciones. Hay mucho de rimbombante que
indica que nuestra fe es tan pequeña que debemos recurrir a las máscaras para
disfrazarla, para aparentar ante nosotros mismos que estamos rezando con devoción.

El monólogo no puede ser oración

Hay personas que acaparan la conversación. La convierten en monólogo. No permiten


que otros intervengan. Los interlocutores están condenados a soportar el relato de sus
“hazañas”. Estas personas son tediosas. Por educación se las aguanta.
El fariseo creyó que estaba orando, pero lo que hizo fue un interminable monólogo
como el de los teatros clásicos. Un monólogo no puede ser oración. La oración
esencialmente es un “hablar con Dios”. El fariseo no le dio oportunidad al Señor de
hablarle. El Señor hubiera podido echarle en cara su soberbia, su altivez; pero el fariseo
no se lo permitió.
El monólogo del fariseo fue, más que una oración, una terapia de palabras, un
panegírico de sus virtudes. Creyó que rezaba, pero solamente hablaba consigo mismo.
La oración del fariseo nos hace pensar en San Pablo, cuando no era cristiano. Habrá
hecho muchas de estas oraciones elegantes en el templo. Se habrá ufanado de su
exactitud en el cumplimiento de las ceremonias. Pero Pablo no le daba oportunidad a
Dios de que El hablara.
Solamente cuando el Señor lo botó del caballo, cuando Pablo estaba en el polvo, oyó
la voz de Dios que le decía: “Saulo, ¿por qué me persigues?”. Antes no había podido
escuchar a Dios. Sólo se escuchaba a sí mismo. Apenas Pablo le dio lugar a Dios para
hablar, el Señor le indicó cuál era el camino de salvación. Pablo se dio cuenta de que se
le venía abajo todo su castillo de falsa religiosidad que él se había construido.
Algunas de nuestra oraciones pueden convertirse en monólogos, en chorro de palabras
que nos pueden servir como terapia contra nuestros miedos y turbaciones; pero que no

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llegan a ser oraciones. Hablamos demasiado nosotros y no le damos lugar a Dios para
que nos diga unas “cuantas verdades”, que echarían por el suelo nuestros castillos de
seudorreligión, que hemos ido fabricando a nuestro antojo. Una oración si no es un
“hablar con Dios” –El habla, yo hablo–, no puede llamarse oración. El fariseo salió del
templo muy orondo por haber completado un rito más de su lista. En lugar de llevarse la
bendición de Dios, se llevó a su casa un pecado más.

La oración cerebral

La oración del fariseo –la que él creía oración– se caracteriza por la elegancia en el
decir. Pensó más en las palabras que iba pronunciar que en Dios. Este estilo de oración
estaba muy de moda en tiempo de Jesús. El Señor fue drástico contra este sistema
mecánico de oración. “Al orar –decía Jesús–, no charlen mucho como los gentiles que
se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No sean como ellos, porque el
padre de ustedes sabe lo que necesitan antes de que se lo pidan” (Mt 6, 7-8).
Muchas de nuestras oraciones pueden ser oraciones de “robots” que repiten
mecánicamente fórmulas programadas. Sin darnos cuenta podemos creer que estamos
rezando, pero, en realidad, solamente estamos mascullando unas palabras que no brotan
de lo profundo de nosotros. San Pablo decía: “Si confiesas con tus labios que Jesús es
el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó, entonces alcanzarás la salvación”
(Rm 10, 9). Pablo acentúa la conexión íntima que debe existir entre los labios y el
corazón. Si no existe esta fe del corazón y la mente, habrá un bonito discurso –como el
del fariseo–, pero no habrá oración.
A la luz de este concepto, habría que revisar muchas de nuestras llamadas oraciones,
nuestros gestos y ceremonias. Si no brotan del corazón, no se pueden llamar oración. No
son un “hablarle a Dios” con el alma. Muchos rosarios, con ritmo de ametralladora, en
que se le da más valor a las matemáticas y la estructura que a la unión con Dios, no
merecen llamarse oraciones. Mas valdrían dos avemarías ofrecidas como rosas frescas a
nuestra Madre, la Virgen, que cien flores marchitas por la rutina y la mecanización.
Habría también que revisar ciertas oraciones “terroríficas”, que rezadoras
profesionales exhiben en los velorios y funerales. Habría que pasar por un fino colador
las empalagosas oraciones de devocionarios y manuales de oración. Jesús advertía que la
oración debe ser “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 24). Si es el corazón el que habla, la
oración se va a caracterizar por su sencillez, por la espontaneidad; brotará como el agua
límpida de las rocas musgosas.
Por medio del profeta Isaías, el Señor le mandó un mensaje a los hebreos: “Este
pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí” (Is 29, 13). Lo
indispensable en la oración no son nuestras palabras, sino los latidos de nuestro corazón.

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La altanería en la oración

El evangelista procura recordar fielmente los rasgos con los que Jesús describió al
fariseo. Nos dice que se adelantó, que estaba de pie, que hablaba con voz amanerada,
que hacía amplios ademanes. Todo su discurso ante Dios iba encaminado a “refrescarle”
a Dios la memoria para que recordara todas las cosas buenas que él había realizado. En
resumidas cuentas, el fariseo le estaba diciendo a Dios: “Te he dado todo esto, ahora
¿qué me vas a dar Tú?” Una oración eminentemente mercantilista: te doy para que me
des.
Narra una fábula que un hindú se postró ante la imagen de Siva y le prometió que en
su honor llevaría un cántaro de aceite, sobre la cabeza, a través del movimentado
mercado, y que no se derramaría ni una sola gota. Después de haber cumplido su
promesa, el hindú, regresó ante la estatua, muy orondo porque no se había derramado ni
una sola gota de aceite. Siva le dijo “¿Qué hago con tu triunfo acrobático, si nunca has
hecho un acto de amor por mí?” ¡Hasta los dioses paganos exigen amor en la fábula! A
Dios no le interesan nuestras acrobacias de palabras o de obras. Le interesa, en primer
lugar, nuestro sentimiento profundo.
Muchos quedan desilusionados de sus oraciones fallidas: sucede que pusieron toda su
atención en las candelas en las peregrinaciones, en la flores y ceremonias; pero se les
olvidó poner en medio de todo eso su corazón.
Las oraciones mercantilistas, en que se pretende comprar a Dios, están bien para los
paganos, para nuestros antiguos indígenas que no conocían al Señor, pero no para los
que deben saber que a Dios no podemos comprarlo con todo el oro del mundo. Que El
no quiere nuestras cosas, si no va en medio de todo nuestro corazón.
Jesús rezó en estos términos: “Padre, yo te bendigo porque has revelado estas cosas a
los sencillos y las has escondido a los sabios y entendidos” (Mt 11, 25). La oración es
un momento de revelaciones. Dios, cuando sus hijos le permiten hablar, comunica cosas
inimaginables; nos da respuestas certeras; hace que su Palabra nos queme en lo más
recóndito de nosotros. Eso sucede con los sencillos –los humildes– porque no se
presentan con altanería, alegando méritos. Ellos con educación le permiten hablar a Dios.
El “sabio y entendido” –el lleno de sí mismo– tiene mucho que decirle y “recordarle” a
Dios; por eso no dispone de tiempo para escucharlo.
El fariseo pronuncia palabras, pero para él no hubo ninguna revelación de Dios. Salió
contento de sí mismo porque no escuchó lo que Dios quería decirle. El publicano
solamente dijo que era un pobre pecador, y tuvo la gran revelación de Dios: su amor que
anula nuestro pecado y nos transforma en nuevas creaturas.

La oración individualista

Cuando comenzamos a decir: “Mi misa, mi comunión, mis oraciones mi rosario”,

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habría que preguntarse si no estamos imitando al fariseo en su oración “individualista”.
Para él los demás salían sobrando en su oración: no los necesitaba. “Yo no soy como los
demás”, decía el fariseo. Los demás no lograban llegar a la estatura espiritual que él creía
haber alcanzado; no podía contar con ellos.
Jesús enseñó a tomar muy en cuenta a los demás en la oración. Nos enseñó a decir:
“Padre nuestro”. No podemos pretender ser hijos únicos. Somos una familia. Dios no
tiene favoritismos.
Jesús también nos dijo que debíamos pedir “nuestro pan”. Nada de egoísmos.
también los demás tienen necesidad de pan. Jesús nos enseñó a decir: “Perdónanos”; a
suplicar: “No nos dejes caer en la tentación”. Jesús quiso que nos sintiéramos solidarios
con los demás, responsables los unos de los otros.
San Mateo, en su evangelio, destaca la importante promesa de Jesús: Donde dos o tres
se ponen de acuerdo en su nombre, para orar, allí estará El (Mt 18, 19-20). San Mateo
indica que hay que “estar de acuerdo”. Hay que tener la humildad de “sentirse
comunidad”, iglesia de pecadores. Para formar comunidad, hay que romper barreras de
egoísmo, de autosuficiencia. Decir, como el fariseo: “No soy como los demás”, equivale
a salirse de la comunidad, a pretender un “favoritismo” de Dios porque somos “niños
buenos”. Orar es hablar con Dios. Es contagiarse de amor, porque, como dice San Juan,
“Dios es amor”. Si alguien pretende despreciar a otro, compararse con otros, echar de
menos a los demás, no puede estar rezando. Si estuviera rezando, de veras, se estaría
encendiendo en amor hacia los otros. Estaría compadeciendo, perdonando. Amando.
El fariseo se comparó con los “demás” y dijo: “¡Pobrecitos; les falta mucho!” El
publicano también se comparó con los demás. La traducción literal en su oración es la
siguiente: “Señor, apiádate de mí, que soy el pecador”. Es decir, el pecador número uno.
A Dios le repugnó la oración del fariseo. En cambio, le encantó la salida de su hijo el
publicano. Se sonrió cuando lo vio tan convencido de su pequeñez.

La oración que Dios no quiere resistir

Dos posturas tan diametralmente opuestas: Uno de pie, con la frente muy en alto,
hasta adelante, junto al altar, El otro de rodillas, atrás, con la vista en el suelo y
golpeándose el pecho. Los que observaban dirían: “¡Qué bueno el fariseo!” Dios dijo:
“Como te quiero hijo mío expublicano”.
Dice San Pedro que “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (1P 5,
5). Dios no quiere resistir la oración de la persona que se le presenta sin poses, con
humildad sincera. Bien lo sabía el Rey David. Fue él quien escribió los versos: “Tú no
quieres ofrendas y holocaustos; lo que a ti te agrada, es un corazón humillado y
quebrantado” (Salmo 51).
Durante un año el Rey David, fingiéndose religioso, en pecado, había frecuentado el
templo y ofrecido, en primera fila, sacrificios y holocaustos. Ahora, al reconocer su
pecado, se daba cuenta de que había sido tiempo perdido. Eso le había desagradado al

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Señor. En medio de todas esas interminables ceremonias no había encontrado el corazón
arrepentido de su hijo David. Ahora, David, con las lágrimas en sus mejillas, sabía que su
oración era agradable a Dios. Lo sabía porque sentía su corazón quebrantado. El orgullo
no tenía lugar en su corazón porque se reconocía pecador: “Mi pecado está siempre
presente delante de mis ojos” (Salmo 51).
Las oraciones de Job, comenzaron a pasar de la raya. Se había vuelto su oración un
alegato contra Dios. Y su desgracia seguía lo mismo. Hasta que Job cayó en la cuenta de
su “necesidad”; hundió la frente en el polvo y pidió compasión por su proceder. Al
momento le llegó la salud a Job (cfr. Jb 42).
La mujer pecadora, que fue a bañar los pies de Jesús con sus lágrimas, no pidió nada.
No dijo ni una palabra. Su oración fueron lágrimas. Su frasco de alabastro, roto a los pies
del Señor, indicaba lo quebrantado que tenía su corazón. No solicitó nada. Y Jesús se
adelantó a decirle que sus pecados estaban perdonados. El oficial que se humilló ante
Jesús, afirmando que no era digno de que pusiera un pie en su casa, pero que por favor
le curara a su siervo, inmediatamente fue atendido: “Vete a tu casa. Ya está curado tu
siervo”.
Mientras el ladrón, junto a Jesús, persistía en pedir arrogantemente: “Si eres hijo de
Dios bájate de la cruz y bájanos a nosotros”, se quedó sin respuesta. Después de seis
horas de estar en la cruz, escuchando las palabras de Jesús, el ladrón de la derecha
reconoció sus maldades ante todos, y suplicó: “Acuérdate de mí cuando estés en el
paraíso”. Jesús le contestó al punto: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Un día vi a una mujer, que había sido prostituta, llorando amargamente. No lo puedo
olvidar. ¡Cómo oraba con sólo sus lágrimas! Pensé para mí: “¡Cómo me gustaría poderle
orar al Señor con un corazón tan quebrantado como esa mujer!” Ese día comprendí
mejor cómo “los primeros pueden llegar a ser los últimos, y los últimos los primeros”
ante Dios.
Creo que cuando más aptos nos encontramos para rezar, es cuando, sinceramente, nos
presentamos ante Dios, sin pose, con el corazón hecho pedazos. Esa oración, Dios no la
quiere resistir.

Punto de arranque

El punto de arranque de toda oración es el convencimiento pleno de que “no sabemos


rezar como es debido”. Es una de las grandes afirmaciones de San Pablo en su carta a
los romanos. Y lo decía un santo de primera magnitud. De allí, que, al iniciar nuestra
oración, debemos entregarnos, como niños, en manos del Espíritu Santo, el Maestro de
oración que Jesús nos dejó. El nos debe guiar con mano firme para que no creamos que
estamos rezando, como el fariseo, cuando, tal vez, estamos pecando.
Muy sabiamente David inició su bello Salmo 51 pidiendo clemencia a Dios. No exhibió
méritos, sino miserias: “Misericordia, Señor, misericordia...”. “No se borra de mi
mente mi pecado, mi delito”.

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Durante muchos años, Saulo de Tarso, como refinado fariseo, iba al templo elaboraba
preciosas piezas oratorias ante Dios. Luego salía rebozando odio para ir a terminar con
los cristianos. Saulo iba satisfecho de sí mismo; como no le había dado lugar a Dios para
hablarle, no había podido escuchar lo que Dios pensaba de él. Dios, a la fuerza, derribó
su caballo a Pablo. Cuando Pablo estaba humillado en el polvo, ciego, finalmente pudo
darse cuenta de que en lugar de estar rezando, estaba pecando, y que, por perseguir a los
cristianos, estaba persiguiendo a Dios. El, que se preciaba de ser tan santo, estaba
luchando con Dios. En nuestra ceguera de orgullo podemos creer que estamos rezando,
cuando en realidad estamos pecando.
Antes de presentarnos ante Dios, nos hace bien que el Señor nos derribe de nuestras
“alturas”. Desde el polvo podemos rezar mejor. Allí vamos a tener muy presente que a
Dios le desagradan los tacones altos en la oración. Que le disgusta lo retorcido, lo
ampuloso. Prefiere vernos como el niño que con simplicidad va hacia su padre y le dice:
“Papá, me duele la cabeza”, “papá, quiero pan”.

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6. UN HOMBRE QUE NO SABÍA REZAR

De Moisés la Biblia dice que era “poderoso en hechos y en palabras”. No se puede


decir lo mismo de Abraham. El santo patriarca habla poco; no hay ningún discurso que
pronuncie con intención didáctica o profética. Las veces que aparece hablando, se le
sorprende en conversaciones de tipo práctico.
En la vida de Abraham, lo que sobresale es su hablar con Dios. Su oración. En esta
oración se nota una progresiva maduración que es interesante analizar. Parte de una
oración muy imperfecta, casi una queja, y llega a ser gran intercesor delante del Señor, a
quien trata como un amigo íntimo.

Abraham es un gran oyente

Abraham viene de un mundo pagano. Su idea acerca de Dios está impregnada de


astrología. Cree en un Dios que por medio de los astros y los signos astrales da cierta
seguridad. Y de ese Dios al que se tiene, en cierta manera, asegurado, pasa a un Dios que
lo mete en la inseguridad. Llega a conocer paulatinamente al Dios creador del Cielo y de
la tierra.
Para dar este paso tan grande, Abraham tuvo que estar pendiente de la voz de Dios.
Tuvo que aprender a escuchar la voz de Dios y a obedecerla. Abraham es un hombre
que de tanto buscar la palabra de Dios, llega a purificar su concepto acerca de un dios
pagano y a descubrir al Dios único y misterioso que no se deja atrapar por el ir y venir de
los astros.
El capítulo 18 del Génesis nos muestra a Abraham sentado a la entrada de su tienda de
campaña. Aparecen tres jóvenes, y Abraham se postra ante ellos y dice: “Mi Señor, le
suplico que no se vaya en seguida” (Gn 18, 3). Son tres los jóvenes, y Abraham
descubre a Dios en ellos: habla en singular; “Mi Señor”. Abraham estaba en actitud
meditativa; de allí viene su preparación, en ese momento, para poder descubrir a Dios en
aquellos tres jóvenes que se presentan.
Abraham invita a los jóvenes a comer; mientras da órdenes para que preparen los
alimentos, continúa dialogando con los tres jóvenes (su Señor). Es un contemplativo y
activo a la vez.
Jesús dijo: “Bienaventurado los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en
práctica”. La bienaventuranza de Abraham, su bendición, su crecimiento espiritual,
viene de ese continuo escuchar la Palabra, de ese estar pendiente de lo que Dios tiene
que decirle. De no dejar pasar de largo al Señor, que se le presenta en la forma de tres
jóvenes.
La carta a los Romanos afirma: “La fe viene como resultado del oír la Palabra de
Dios” (Rm 10, 17). Muchas veces en su vida, Abraham habrá tenido que estar
atalayando la llegada de la Palabra de Dios. Muchas veces le habrá buscando con ansia,

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como el ciervo que busca la corriente de agua pura. De allí viene su fe que se va
agigantando cada vez más. De allí su descubrimiento del Dios del cielo y de la tierra. De
allí también su intimidad con Dios, que se va acrecentando, hasta atreverse a regatear
con Dios acerca del número necesario de justos para que Sodoma se pueda salvar.
Abraham tuvo que ser un constante oyente de la voz de Dios para lograr comprender
sus misteriosas promesas, que tardaban tanto tiempo en realizarse. Para adaptarse al
misterioso tiempo de Dios. Este continuo perseverar en la escucha de la voz de Dios lo
convirtió en un amigo íntimo de Dios. En un “hacedor” de la Palabra que escuchaba.
Para una maduración en la oración es indispensable dejarse dirigir por la Palabra. Y
para eso es preciso convertirse en un atento oídor de la Palabra. El gran consejo del
sacerdote Elí para Samuel, que se iniciaba en la vida del templo fue que dijera: “Habla,
Señor, que tu siervo escucha”. Esa directiva sigue siendo válida para toda persona que
quiera adentrarse en la intimidad con Dios por medio de la oración. Pero ¡cuesta mucho
sentarse, como Abraham , en actitud de ávido oyente de la Palabra de Dios!

La oración de las preguntas

El gran orante Abraham se inició en el camino de la oración en una forma muy


imperfecta. El capítulo 15 del Génesis, en los primeros versículos, expone a Abraham en
una oración de principiante. El Señor, en visión le asegura a Abraham que su recompensa
será muy grande. La reacción de Abraham no es de alegría; aprovecha para hacerle
algunas preguntas a Dios. Lo cuestiona acerca de su falta de descendencia, de su tristeza
por no tener un heredero.
En momentos de desolación las preguntas se nos salen de los labios. Queremos pedirle
cuenta a Dios lo que nos está sucediendo. Algunas preguntas llevan una carga de
violencia y rebeldía. Otras preguntas son como un intento de poner en las manos de Dios
nuestras preocupaciones.
Job, en su terrible situación, llegó a formularle a Dios algunas preguntas que casi
rozaban la blasfemia. El Señor no le develó a Job el misterio de su proceder; solamente le
formuló otras preguntas que obligaron a Job a replantearse sus preguntas y a inclinar la
cabeza en el polvo para reconocer la sabiduría de Dios y la poquedad del ser humano.
Habacuc fue un profeta que con cierta rebeldía le lanzó varias preguntas a Dios en un
tiempo de crisis nacional. Le decía Habacuc: “¿Hasta cuándo gritaré pidiendo sin que
tú me escuches? ¿Hasta cuándo clamaré a causa de la violencia sin que vengas a
librarnos?” El profeta Habacuc tuvo que dedicarse a estar atento a la voz de Dios. El
resultado fue que en lugar de seguir al Señor en todo momento. El canto de Habacuc es
desde todo punto de vista muy bello: “Le alabaré aunque no florezcan las higueras ni
den fruto los olivares y los viñedos” (Ha 3, 17-18).
La Virgen María, en su aflicción, preguntó a su Niño Dios, que se le había quedado en
el templo sin su consentimiento: “¿Por qué nos hiciste esto?” La respuesta de Jesús fue
otra pregunta: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de

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mi Padre?”
El Evangelio afirma que después de este incidente, la Virgen María volvió a su casa de
Nazaret y “guardaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 51). Las
preguntas de su Hijo le sirvieron para continuar en estado de escucha y meditación de la
Palabra; para que se le fuera aclarando el oscuro horizonte de su enigmático hijo.
Las preguntas que le hacemos a Dios en nuestras oraciones revierten contra nosotros,
y nos ayudan a profundizar más en quién es Dios y cómo nos va conduciendo con su
sabiduría por el desierto de nuestra situación apurada.
Los Salmos están saturados de preguntas inquietantes que el salmista le lanza a Dios,
en su afán de obtener una luz en medio de su oscuridad. En el Salmo 27, el salmista se
inquieta y le pide una respuesta al Señor. El salmista creía que Dios le iba a entregar una
respuesta concreta; el Señor únicamente le indica que BUSQUE SU ROSTRO (v. 8). En
hebreo, rostro equivale también a PRESENCIA. El Señor no da en este caso respuestas
concretas. Señala que basta con que se busque en todo momento su PRESENCIA. Allí
está el secreto para la solución del problema del salmista.
En la Santa Biblia superabundan las preguntas que se le formulan a Dios en los
momentos críticos de la vida. Ninguna es tan desorientadora como la que hizo Jesús en la
cruz: “Padre, ¿por qué me has abandonado?” Los comentaristas se quedan sin aliento al
intentar calar en el misterio de esta pregunta desolada de Jesús. Ciertamente no fue de
rebeldía. Ciertamente no fue por desconfianza. Jesús como nosotros, sintió la urgencia de
hacerle una pregunta a su Padre en el instante más desconcertante de su vida. Jesús no
esperó la respuesta concreta de Dios. Pasó a abandonarse en sus designios. Dijo: “Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu”.
El capítulo 17 del Génesis, muestra una pregunta que Abraham se hace a sí mismo y
que es como que se la hiciera a Dios. El Señor le vuelve a prometer que tendrá una
descendencia innumerable. Abraham se postra en tierra y dice: “A un hombre de cien
años ¿le podrá nacer un hijo, y Sara de noventa años podrá ser madre?” (Gn 17, 17).
Mientras Abraham hace la pregunta, se está riendo. Es una risa amarga. Por un lado una
promesa grandiosa de Dios; por el otro lado, la realidad de su vejez y la ancianidad de su
esposa.
Nuestras preguntas a Dios nacen de la contradicción que encontramos entre ese Dios
del Evangelio, que afirma que viene a romper todas las cadenas que nos atan y a vendar
los corazones lacerados, y nuestra triste realidad: nos vemos aprisionados por muchas
dificultades , y nuestro corazón está sangrando.
Comentaristas de la Biblia llegan a decir que cuando Juan Bautista le mandó a
preguntar a Jesús si era él el Mesías o si debían esperar a otro, Juan estaba pasando por
una terrible crisis en su vida. Por un lado, le informaban que Jesús anunciaba que venía
para romper las cadena de los que estuvieran presos; por el otro lado, Juan se encontraba
en la oscura prisión. También Juan se sintió en la necesidad de hacerle una pregunta a
Dios.
Muchísimas de nuestras preguntas, la mayoría tal vez, no tienen respuesta de Dios. Y
sin embargo, no tienen respuesta de Dios. Y sin embargo, nos hacen mucho bien. Como

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a la Virgen María, nos sirven para guardar las palabras de Dios en el corazón y para
permitirle que nos vaya purificando y acrecentando nuestra fe.

Abraham, el gran intercesor

En la oración de intercesión la figura de Abraham se agiganta. Sobre todo cuando lo


encontramos porfiando con Dios acerca del número necesario de justos para que se salve
la ciudad de Sodoma. Antes de llegar a esta escena, la Biblia muestra a Dios como
problematizado por tener que comunicarle a Abraham lo que sucederá con Sodoma.
Dios, se dice asimismo: “Debo decirle a Abraham lo que voy a hacer, ya que él va a
ser el padre de una nación grande y fuerte” (Gn 18, 17). Aquí se acentúa la importancia
que le da Dios a la oración del “justo”. Dios quiere que el justo ore; que se sienta
solidario con sus hermanos y que ore por ellos.
Bien decía Santiago que “la oración fervorosa del justo es muy poderosa” (St 5, 16).
El regateo entre Dios y Abraham acerca del número necesario de justos para que se salve
Sodoma, pone de relieve que, de veras, la oración del justo cuenta mucho ante Dios.
Que Dios desea que el justo se interponga entre El y el mal que puede venir a una
comunidad.
Algunos se han preguntado, y se sigue preguntando, por qué motivo Abraham se
quedó en 10 justos y no siguió regateándole a Dios. Algún escritor místico afirma que fue
porque Abraham, en su discernimiento, había entendido que de allí no debía pasar. Esto
tiene íntima relación con el caso de San Pablo. El había rogado muchas veces a Dios que
lo liberara de su “espina” que lo mortificaba. Su discernimiento lo llevó a comprender
que no debía seguir pidiendo por esa intención. Entendió que “su espina” entraba en los
planes de Dios para su crecimiento espiritual.
La famosa oración de intercesión de Abraham es una muestra fehaciente de la
maduración a la que había llegado la oración del santo patriarca. Había comenzado su
oración pensando sólo en sí mismo, en su pena de no tener hijos. Ahora lo vemos
olvidarse de sus problemas para pensar en los demás e interceder por ellos. Abraham es
alguien que se siente solidario, ahora, con los problemas de los otros; siente que no puede
hacerse a un lado en una situación semejante.
Esta es una característica del INTERCESOR. Es alguien que tiene los ojos y el
corazón muy abiertos para ver el dolor ajeno y para involucrarse en el sufrimiento de los
otros. Moisés, el gran intercesor, cuando rogaba por el perdón de su pueblo, llegó a decir:
“Si no los vas a perdonar, bórrame del libro de la vida” (Ex 32, 32). San Pablo
afirmaba que aceptaba ser “maldito” con tal que se salvaran sus hermanos. La Virgen
María, en las bodas de Caná, seguramente estaba sirviendo a los demás; mientras otros
sólo pensaban en comer y en divertirse, allí estaba Ella con el ojo atento para que no
faltara nada. Por eso se pudo dar cuenta de que el vino comenzaba a escasear.
El intercesor no puede conformarse con ver el dolor ajeno, el problema del hermano.
Tiene que hacer algo; tiene que involucrarse en la situación desagradable.

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La Biblia claramente señala que la oración de intercesión es una lucha muy ardua con
Dios. Que hay que armarse de paciencia y de fe. Que no hay que desanimarse. Los
grandes intercesores de la Biblia pasan ratos de desolación. Moisés siente que sus brazos
se le caen cuando está en la cima del monte pidiendo por su pueblo que gana y pierde en
la batalla. Elías tiene que mandar varias veces a su ayudante para escudriñar el cielo para
ver si hay alguna nube que indique la próxima lluvia. La Virgen María no recibe ninguna
respuesta concreta cuando intercede por los novios de Caná. La mujer cananea es
sometida a la dura prueba del silencio de Jesús. El oficial que, compungido, pide por su
hijo, recibe una contestación muy dura: “Ustedes si no ven milagros no creen” (Jn 4,
48).
La oración de intercesión no es nada fácil. El intercesor debe saber que se trata de una
lucha. Para no desanimarse debe saber de antemano que la lucha por lo general es larga y
pesada. Casi hasta el agotamiento. Que a pesar de todo, a Dios le gusta que siga en la
oración y que no se desanime. La Biblia le anticipa al intercesor que no debe extrañarse
por la manera “tan rara” en que obra Dios. Que no debe darse por vencido porque el
Señor siempre parece tardar.
En nuestra liturgia eucarística hay una oración de intercesión, que puede quedarse en
un simple formulismo, si no sabemos comprender cuál es el papel del intercesor.
Nosotros decimos: “Te lo pedimos, Señor”. Si nuestra intecesión se contenta con eso, no
hemos entendido que el intercesor es alguien que siente que sobre sus hombros lleva las
cargas de sus hermanos. Que el Señor lo ha llamado para que comparta con El los
problemas de sus hijos.
La oración de intercesión es algo muy serio. Sólo el que ha madurado en la oración
puede ser un buen intercesor.

Somos intercesores

Cuando el pueblo se encontraba en dificultades, llamaba a Moisés y lo enviaba a la


CARPA DE LOS ENCUENTROS. Mientras él intercedía por el pueblo, cada uno en la
entrada de su tienda, se unía a la oración de Moisés. El pueblo había aprendido
perfectamente que la oración del justo tiene mucho poder ante Dios.
El pueblo acude a nosotros como acudía a Moisés. Sabe que el Señor nos ha llamado
para ser, de manera especial, intercesores que nos unimos al gran intercesor Jesús, que
participamos de la intercesión de Jesús ante el Padre.
Continuamente quiere el pueblo que vayamos a la carpa de los encuentros a interceder
por sus necesidades. Nuestro papel sacerdotal nos obliga a tener las manos limpias para
poderlas levantar al Señor. Nos obliga a sentirnos SOLIDARIOS con el dolor de nuestros
hermanos responsables de estar, como Moisés, con los brazos levantados hacia el cielo.
Es cierto que esos brazos se cansan. Es cierto que es un ministerio pesado. Nosotros
libremente le dijimos que sí al Señor, cuando El, en su generosidad, nos llamó para estar
junto a El.

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En el Antiguo Testamento, el sacerdote vestía un EFOD; era una especie de delantal
sobre la túnica. En cada hombrera del Efod había una piedra preciosa con seis nombres
de cada una de las tribus. Las doce tribus estaban gravitando sobre los hombros del
sacerdote. El se presentaba ante el Señor no como un individuo, sino como un pueblo.
La ESTOLA, en la actualidad, al sacerdote que oficia en el altar, le recuerda que va
hacia Dios con el peso de todos sus hermanos sobre los hombros. El sacerdote del
Antiguo Testamento también llevaba ante el pecho una bolsa cuadrada; se llamaba
pectoral. Allí iban doce piedras con el nombre de las doce tribus de Israel. El sacerdote
no va solo ante el altar. Tiene que sentirse un intercesor nombrado por Dios y solicitado
por el pueblo para rogar por sus necesidades.
Abraham no nació como un gran orante. Inició con una oración eminentemente pagana
y egoísta. Luego comenzó a buscar ávidamente la voz de Dios. Se convirtió en un gran
oyente de la voz del Señor, que lo fue llevando hacia el Dios misterioso a quien hay que
obedecer y de quien no hay que desconfiar nunca, a pesar de su manera extraña de
obrar.
De tanto buscar con avidez la palabra de Dios, Abraham se convierte en el gran amigo
de Dios a quien el Señor busca para que lleve sobre sus hombros el peso de los
problemas de sus hermanos, para que se interponga entre ellos y el mal que les puede
venir encima.
Entre más nos dediquemos a escuchar la Palabra, la fe irá creciendo en nosotros. Nos
convertiremos en amigos íntimos del Señor y El nos querrá tener siempre a su lado para
que, solidarios con las penas de sus hijos, nos interpongamos entre El y el mal del mundo
que se quiere desatar con los hijos del Señor. Para eso nos llamó el Señor. Por eso
mismo quiere siempre que nuestras manos limpias se levanten hacia El.

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7. LA ORACIÓN DE PETICIÓN

Contaba un sacerdote que, en su pueblo, los campesinos hicieron una oración de


rogativa para pedir la lluvia. Se vino un chaparrón que les arruinó la cosecha. Los
campesinos enojados fueron a la iglesia y les cortaron la cabeza a los santos. Son muchas
las personas que cuando se les concede algo, que han pedido en oración, se alejan
automáticamente de la iglesia, de las cosas de Dios.
La oración de petición es un gran don de Dios para recibir sus favores; pero puede ser
también una tentación cuando se la llega a considerar como una “varita mágica” que se
nos ha entregado para conseguir cosas a nuestro antojo. Es muy importante, por eso
mismo, conocer las directivas bíblicas que se nos entregan para que no caigamos en el
error, tan frecuente, de pelear con Dios porque no nos concede lo que le pedimos.
Antes de hablar de la oración de petición, Jesús tuvo sumo cuidado en presentar a
Dios como un Padre poderoso y bueno. Alguien con quien se puede entablar amistad.
Más que hablarnos del poder de Dios, de su inmensidad, de su justicia, Jesús nos habló
esencialmente de la bondad de ese Dios, a quien nos debemos dirigir como a un “papá”.
Jesús hizo hincapié en la providencia de ese Padre; hizo ver cómo se había industriado
en vestir a los lirios del campo y en alimentar a las aves del cielo (cfr. Mt 11, 25-28). A
los hombres, por supuesto, los cuida de manera mejor. También dijo que Dios Padre
tiene una predilección especial por los pobres, por los desvalidos, por los que andan fuera
de camino, como la oveja perdida. Presentó a Dios como el padre que deja siempre
abierta la puerta para que el hijo pródigo se anime a regresar a su casa. Jesús también
buscó demostrar que Dios tiene un plan de amor para cada uno de sus hijos (cfr. Lc, 15).
Cuando una persona llega a aceptar la imagen de Dios, que Jesús muestra, entonces ya
está preparada para poder dirigirse en oración a ese Dios Padre, y confiar que su oración
será escuchada. Jesús insiste: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen a la
puerta y se les abrirá” (Mt 7, 7).
Para animarnos en la oración de petición, Jesús nos invita a ver la oración de petición
desde un ángulo humano. En sus parábolas, Jesús, con vivos colores, hace ver cómo un
amigo no le falla a su amigo que lo va a despertar a media noche para pedirle alimento
para un inesperado huésped. Jesús remarca que nosotros, los hombres, que somos
malos, no somos capaces de darle una piedra al hijo que nos pide pan (cfr. Lc 11, 5-13).
También cuenta el caso de un malvado juez que al fin le hizo justicia a una pobre viuda
que no le dejaba en paz, rogándoles que le resolviera su caso (cfr. Lc 18, 1-8).
Después de poner estas comparaciones de tipo práctico, Jesús animaba a confiar
plenamente en que Dios, que no es malo como nosotros, sino santo y sabio ciertamente,
no se quedará atrás de nosotros en su manera de contestar nuestra peticiones de hijos.
Jesús decía: “Todo cuanto pidan en la oración, crean que ya lo recibieron y lo
obtendrán” (Mc 11, 24).
Sería incompleta la dirección que recibimos en el Evangelio acerca de la oración, si no
tomáramos en cuenta ciertas condiciones básicas que el Señor nos va desgranando, poco
a poco, en sus varias enseñanzas, y que los evangelistas pusieron sumo cuidado en

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archivar en sus escritos.

Las condiciones indispensables

En el Evangelio de San Marcos, se afirma que cuanto pidamos “en oración”, si


tenemos fe lo vamos a conseguir (Mc 11, 24). San Marcos, al decir “en oración”, supone
que existe una previa amistad con Dios. Orar es hablar con Dios. Se trata, pues, de que
existe una amistad con Dios y por eso se acude a hablar con El.
Acudir a Dios solamente en momentos apurados de la vida, indica que la persona no
tiene amistad con Dios, sino que quiere aprovecharse de Dios para salir en su apuro. A
un padre le disgusta enormemente que sus hijos acudan a él sólo para pedirle dinero. Que
lo vean solamente como un proveedor y no como un papá. La oración de la persona que
se acerca a Dios únicamente porque está pasando por una mala situación, no es una
oración agradable a Dios.
Una oración en pecado, es un contrasentido. Es decirle a Dios “Te amo y te ofendo al
mismo tiempo”. El pecado corta la amistad con Dios. La persona, en ese momento, no
se encuentra apta para llamar “amigo ” a Dios y hablarle con la confianza indispensable
con que se le platica a un amigo. Debe primero arrepentirse sinceramente. Si falta
amistad con Dios, no puede haber propiamente oración.
San Mateo, en su Evangelio, acentúa el aspecto comunitario de la oración. Recuerda
que Jesús prometió que cuando dos o tres se unen para orar, habrá un poder muy grande
porque Jesús mismo prometió estar presente (cfr. Mt 18, 19-20).
San Mateo también es muy categórico al decir que antes de intentar orar, hay que
perdonar, hay que reconciliarse con el hermano. “Si al ir a presentar tu ofrenda ante el
altar, te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, ve primero a reconciliarte
con tu hermano” (Mt 5, 23). Son palabras de Jesús que San Mateo expone como una
condición indispensable para poder ser escuchados por el Señor.
Pretender que Dios sea bueno con nosotros, mientras nosotros somos implacables con
los demás, es algo que no concuerda con el pensamiento del Evangelio. El rencor, las
malas relaciones con los hijos de Dios, impiden que nuestra oración pueda ser atendida.
San Lucas le da importancia enorme a la “insistencia” y a la “perseverancia” en la
oración, para conseguir lo que deseamos. Al Evangelio de San Lucas pertenecen dos
parábolas de mucho contenido. En una parábola un individuo va, a media noche, a tocar
la puerta de la casa de su amigo, tiene necesidad que le proporcione un poco de alimento
para un viajero que ha llegado repentinamente a su casa. El protagonista de la parábola se
muestra un individuo decidido a no darse por vencido. Obtiene lo que desea. En la otra
parábola se cuenta el caso de una débil viuda que no dejó en paz a un juez perverso
hasta que consiguió que le arreglara su expediente (cfr. Lc 11, 5-13 y 18, 1-8).
San Lucas, a los que se disponen a pedirle algo a Dios, les advierte claramente que no
deben extrañarse si les toca insistir, vencer obstáculos. Que no deben desanimarse. Que,
a pesar de todo, la puerta se abrirá. Que aunque haya que esperar, el asunto se resolverá,

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en forma favorable.
San Juan aporta algo muy importante. Asegura que pedir “en nombre de Jesús” es algo
decisivo para que la oración sea atendida. Cuando San Juan se refiere a pedir en nombre
de Jesús, no alude a ninguna fórmula de tipo mágico, al estilo de “abracadabra”.
Pedir en nombre de Jesús, según San Juan, equivale a tener una buena relación
personal con Jesús; tenerle tanta confianza que en su nombre nos dirijimos al Padre, con
la seguridad de que seremos atendidos.
San Juan conserva, en su Evangelio, las palabras de Jesús: “Les aseguro que el Padre
les dará todo lo que pidan en mi nombre. Hasta ahora, ustedes no han podido nada en
mi nombre; pidan y recibirán, para que su alegría sea completa” (Jn 16, 23-24).
Para comprender lo que significa “pedir en nombre de Jesús” nos ayuda la Carta a los
Hebreos; ahí se muestra a Jesús como sacerdote ante el Padre, rogando por los hombre
(Hb 7, 26-27). Pedir “en nombre de Jesús” quiere decir, unirse a la oración de nuestro
sacerdote Jesús, que ruega por nosotros ante el Padre.
San Juan, con mucho sentido práctico y pastoral, menciona otra condición esencial
para que la oración sea escuchada. Afirma que Jesús dijo: “Si permanecen en mí y mis
palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y les será concedido” (Jn 15, 9).
Aquí encontramos la manera cómo Dios quiere que se eleve la oración: según su
voluntad.
La oración de petición, es algo serio. Implica que tenemos la certeza de que estamos
cumpliendo con los mandamientos de Dios. Que permanecemos en Jesús. Que no somos
simples “oídores” de su Palabra, sino auténticos “hacedores” de lo que El manda.
Se tiene una fe grande en la oración de las personas santas porque se sabe que están
cerca de Dios, por permanecer en Jesús y ser obedientes a su Palabra. Santiago dice que
“la oración fervorosa del justo tiene mucho poder ” (St 5, 16).
Sería iluso pretender ser escuchados por Dios, si vamos por un camino totalmente
diverso del que el Señor nos mostró. Sería aventurado creer que nuestra oración es grata
a Dios cuando levantamos las manos sucias, y sin propósito de purificarnos.

Lo oscuro en la oración de petición

Siempre, en la oración de petición, hay un lado oscuro al que nos debemos enfrentar.
Es el misterio de Dios ante el cual no nos queda más que inclinar nuestra frente con
reverencia.
Moisés es un hombre justo. Pide poder ingresar en la tierra prometida; el Señor se lo
niega, a pesar de la insistencia de Moisés. David se arrepiente de su pecado, y pide que
su hijo, nacido del adulterio con Betzabé, se salve. La oración de David está preñada de
confianza; pero su hijo muere. Jesús pide tres veces seguidas que “pase el cáliz de su
pasión”. Pero tiene que beber ese cáliz amargo. Los tres no se rebelaron. No pensaron
que Dios no les había contestado su oración. Más bien intuyeron que Dios les había
contestado, indicándoles que esa no era su voluntad. Callaron y aceptaron la voluntad de

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Dios. Porque les fue negada la petición, no se creyeron abandonados de Dios o no
queridos por El. Moisés con serenidad vio, desde lejos, la tierra prometida, y se contentó
con eso. David pidió que le llevaran comida y se quitó las vestiduras de penitencia;
aceptó con entereza la muerte de su hijo. Jesús con serenidad y fortaleza se adelanta
hacia los soldados y se entrega para que lo lleven al suplicio.
Abraham era un hombre justo; muy impresionante la escena en que intercede para que
Sodoma no sea destruida; pero Sodoma es incendiada. Pablo pide, repetidas veces, a
Dios que lo libre de su “espina”, que lleva en su cuerpo y que lo humilla. Y la espina
permanece en el cuerpo de Pablo. Tanto Abraham como Pablo, recibieron el don de
discernimiento para no continuar pidiendo algo que entendieron que iba contra la
voluntad de Dios. Con fe aceptaron los misteriosos caminos de Dios.
Hemos mencionado solamente personajes “justos”, santos, de la Biblia a quienes no se
les concedió determinada gracia. ¿Qué de raro hay en que a nosotros, que no somos
“justos”, que no brillamos por nuestra santidad, se nos niegue algo que pedimos en la
oración?
El Evangelio nos anima a ser tenaces y perseverantes en la oración, pero también a
aprender a decir: “No lo que yo quiero, sino que se haga tu voluntad”.
Por otra parte, abundan los casos de las personas que no piden nada a Jesús, y El se
adelanta a concederles alguna gracia. La viuda de Naín, que iba a enterrar a su único
hijo, no le implora nada a Jesús; no se fijó, tal vez, que Jesús estaba a la vera del camino.
Fue el mismo Jesús el que detuvo el entierro y resucitó al hijo de la viuda. El Paráclito de
la piscina de Betesda no le suplicó nada a Jesús. Fue el divino Maestro quien le propuso
su curación. Jairo acudió a Jesús cuando su hija todavía estaba gravemente enferma.
Cuando le avisaron que ya había muerto, Jairo se quedó mudo. No pidió nada más. Ya
no había nada que hacer. Fue Jesús el que le aseguró que únicamente procurara tener fe.
Le resucitó a su hija.
Siempre, en la concesión o negación de una gracia brilla el oscuro misterio de Dios;
ante él solamente nos queda inclinar la cabeza y seguir confiando en la bondad de Dios
que, en su Sabiduría, sólo nos da lo que se adapta al plan de amor que El tiene para cada
uno de nosotros.

El enigmático tiempo de Dios

En la oración de petición hay que tomar muy en cuenta el “enigmático” tiempo de


Dios. De otra suerte, se corre el riesgo de quedar desilusionados ante los meses y los
años que pueden transcurrir sin que nos llegue la carta de respuesta de parte de Dios.
Dice San Pedro que para Dios mil años son como un solo día (2P 3, 8). Una
proporción que a nosotros nos es imposible comprender. De aquí que no debemos tratar
de cronometrar a Dios, de adaptar el reloj de Dios al nuestro. En la parábola de la viuda
tenaz, que le arranca el arreglo de su expediente al juez malvado, Jesús concluye: “Dios
¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche? ¿Los hará

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esperar? Les digo que los atenderá sin demora” (Lc 18, 7-8).
La realidad es que a Dios hay que esperarlo. La realidad es que Dios, muchas veces,
tarda. De aquí que nos bullen en el corazón un sinnúmero de porqués, acerca del
enigmático tiempo de Dios. Nos preguntamos ¿por qué Elías tuvo que enviar seis veces a
su sirviente para que oteara el horizonte para ver si se acercaba alguna nube? ¿Por qué
tuvo que esperara tanto tiempo Elías? No existe respuesta alguna en la Biblia. Podemos
aventurar alguna: ¿no hubiera caído en la tentación de manipular a Dios a su antojo con
su oración, como una varita mágica, si todo se realizaba sin obstáculos?
¿Por qué el viejo Abraham tuvo que llegar a los cien años, suplicando siempre un hijo?
¿No sería que lo importante no era el hijo, sino la fe de Abraham, que debía ser
acrisolada en el fuego de la prueba? ¿Por qué Jesús, a su mamá, cuando le pidió su
intervención en las bodas de Caná, para evitar un chasco, no le respondió: “Sí, madre,
con mucho gusto”? ¿Por qué la dejó en suspenso con una pregunta ambigua? ¿Por qué la
mujer sirofenicia, que acudía a Jesús con el alma hecha pedazos, no fue atendida al
momento? ¿Por qué Jesús la sometió al duro silencio y luego al fuego de una frase que
podía ser tomada como un desprecio: No hay que dar el pan de los hijos a los perros?
¿No sería que Jesús no quería regalarle un simple milagro, sino fe gigantesca?

Más bien hay que examinarse

Todos nuestros porqués no tienen una clara contestación en la Biblia. Unicamente nos
quedamos con nuestras hipótesis que, tal vez, pueden parecer tontas, pero que son un
intento de acercarnos al misterio de Dios, no para penetrarlo, sino para contemplarlo con
la frente hundida, en el polvo, como Job.
Jesús cuando dijo; “Todo lo que pidan en mi nombre lo recibirán”, no puso límites a
nuestras peticiones, pero sí fue muy explícito en adelantarnos que no basta pedir para
recibir, que hay que poner las debidas condiciones; que debemos permanecer en El y que
sus palabras deben permanecer en nosotros. Que debemos “comernos” –apropiarnos–
sus promesas, y que, entonces, nos vamos a quedar asustados de todo lo que vamos a
conseguir de su bondad.
Más que “pelearnos” con Dios porque no se nos conceden determinadas gracias,
debemos examinar si nuestra oración a Dios es la de un amigo, que permanece en íntima
amistad con Jesús, y que cumple sus mandamientos.

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8. LA ORACIÓN TAMBIEN ES COSA DE BOXEO

Algo que desconcertó a muchos boxeadores fue la táctica de Mohamed Alí al


atrincherarse en las cuerdas del ring. Muchos se atolondraron y perdieron el sentido de la
tragedia. Parece una paradoja; pero la oración es “cosa de boxeo”. Así lo demuestra la
lucha de Jacob con el ángel de Dios. La oración es la lucha del hombre con Dios. Lo
interesante del asunto es que cuando se “escudriñan las Escrituras”, Dios hace algo que
los demás contrincantes no acostumbran: nos descubre su táctica en la lucha, y además,
nos da la clave para ganarle la pelea.
Capítulo 15 de San Mateo; una mujer cananea se acerca angustiada a Jesús, pidiendo
por su hija que se encuentra gravemente enferma; nos impacta, sobremanera, que Jesús
ni siquiera le dirige la palabra. Pensamos que si una mujer, en iguales condiciones, se
acercara a nosotros, por lo menos, le diríamos una “palabrita de aliento”. Eso nos hace
recordar también que cuando María –la mamá de Jesús–, en las bodas de Caná, se le
acercó para decirle que le “echara una manita” a los novios que se verían en apuros si se
les terminaba el vino, Jesús nuevamente tuvo una expresión incomprensible: “¿Mujer,
qué le vamos a hacer?” (Jn 2, 4).
Es decir, Jesús tiene su táctica. Se hace el indiferente, el que no escucha, como que no
pasa nada. Es ésa su manera de obrar: hay un “plan secreto”, difícil de adivinar a primera
vista.
Jesús aparentó indiferencia con la mujer cananea. El no quería simplemente regalarle
un “milagrito” al instante. Ya tenía triste experiencia de esto. Cuando curó a los diez
leprosos, solamente uno retornó a darle las gracias; a los otros no les volvió a ver la cara.
Jesús quería darle mucho más a aquella mujer, ya que la veía bien dispuesta. Quería que
su fe creciera inmensamente. Quería vaciarla de ella misma –de todo egoísmo– para
llenarla de su Santo Espíritu. Hacerla una nueva creatura. El “milagrito” era lo de menos.
Jesús quería que aquella mujer nunca más olvidara ese encuentro, esa “lucha” en la que
El Señor se había dejado ganar.

La táctica del amigo inoportuno

También es interesante observar cómo aquella mujer, sin ser “un maestro de la Ley” –
conocedora de las Escrituras– intuye las tácticas que debía emplear para ganar la pelea.
En primer lugar aplica la técnica del “amigo inoportuno”: la parábola que había narrado el
Maestro. Un hombre, a media noche, va a importunar a su amigo para que le regale
comida, pues no tiene pan para atender a un huésped que le ha caído como paracaidista a
esas horas... El amigo le grita desde la cama que no es momento de ir a pedir ese favor.
El otro continúa suplicando. Hasta que el amigo –para poder continuar en paz su reposo–
se levanta y le da pan. Esa misma táctica le resultó muy bien al ciego Bartimeo. Cuando
pasaba Jesús, se puso a gritar: “Hijo de David, ten piedad de mí”. Todos le decían que

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no fuera inoportuno; pero el ciego no hacía caso: era su única oportunidad y la única
manera de que Jesús se fijara en El. A Jesús le agradaron los gritos de Bartimeo. Le
concedió la vista.
La mujer cananea se llevó las palmas en lo que respecta a gritar. Los Apóstoles ya no
la aguantaban: “Señor, –le dijeron–, atiéndela, está armando escándalo”. A ellos –
egoístas en aquel entonces– no les interesaba tanto el dolor de la mujer como el alboroto
que estaba armando.
Nuestra oración es poco tenaz. Rezamos, y como no sucede nada, no hace falta que
nadie nos venga a callar: dejamos de gritar –de rezar–. El Señor desea seguir oyendo
nuestra voz. La voz de su hijo que lo llame Padre. Pero somos impacientes. Nos falta la
tenacidad del novio que cuando la novia intenta cerrarle la puerta, él mete el zapato para
ver si así, por lo menos escucha su voz. Al Señor le gusta escuchar muestra voz.

La táctica de la Fe que mueve montañas

Una segunda táctica de la mujer cananea. Ante el silencio rotundo de Jesús, ella no se
da por vencida. “SE POSTRA”, allí delante de todos. Y, al hacerlo, está demostrando
que tiene la plena seguridad de que Jesús no la dejará con sus lágrimas a flor de ojos. En
ese momento, la mujer está poniendo en práctica la táctica número dos que San Marcos
nos deja consignada en el capítulo 11 de su Evangelio: “Tengan fe en Dios. Les aseguro
que el que diga a este cerro: Levántate de ahí y tírate al mar y no dude en su corazón
sino que crea que sucederá lo que dice, logrará lo que pide. Por eso les digo: todo lo
que pidan en la oración, crean que ya lo han recibido y lo obtendrán” (Mc 11, 22-24).
Si examinamos nuestras oraciones –casi nunca las examinamos–, descubriremos una
cosa: desde un principio rezamos casi por costumbre; pero estamos convencidos de que
“todo seguirá igual”; rezamos “por si acaso”... para que no se diga que no se hizo lo
posible. En el fondo, no creemos que “ya hemos conseguido la gracia”. Y, claro está, “se
hace” según nuestra fe, o sea, “no” creíamos y no se sucede nada.
Elías desafió a los sacerdotes de Baal. Cada uno rezaría a su Dios. El aseguraba que
su Dios haría llover en aquel pueblo en que hacía tantísimo tiempo que había sequía. Y
rezaron los sacerdotes de Baal. Y nada. Rezó Elías y... el cielo continuaba lo mismo: –
Elías no cejaba en su oración. A su ayudante le decía: “Mira cómo están las nubes”. El
cielo continuaba lo mismo. Elías se estaba jugando la vida. Pero su confianza la había
puesto en Dios. Y llovió a torrentes. La táctica de la “fe que mueve montañas” no falla
nunca. Los santos se jugaron el todo por el todo. Y los milagros abundaron.

La táctica de la humildad

Una tercera táctica se nota en la actuación de la cananea: la humildad profunda. Jesús

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no sólo no le contestaba al principio, sino que en el momento que le habló fue para
decirle que el pan de los hijos –pueblo judío– no se le debía dar a los perros –los
paganos–. La expresión en labios de Jesús no es elegante. Sus motivos tendría el Maestro
para hablar de esa manera. Si aquella mujer hubiera estado llena de orgullo, hubiera
respondido en mala forma, con una de esas estudiadas frasecitas que las mujeres
esgrimen cuando quieren herir: “Me habían dicho que eras muy bueno, pero veo que
eres como todos”... Pero no. Ella hasta con un poco de sentido del humor e ingenio, se
aprovechó de la frase de Jesús para alegarle que los “perritos” podían comer aunque sea
las “migas” que caían de la mesa del amo.
La mujer, con fina intuición femenina, había descubierto el lado flaco de Jesús; su
compasión por los humildes.
El Publicano, que llega al templo y no se atreve a levantar la cabeza porque se
“confiesa” pecador, sale del templo –sin saberlo él– más blanco que la túnica del fariseo.
El centurión que pide al Señor que cure a su agonizante amigo; pero que, por favor, no
se moleste en ir a su casa porque “no es digno” de que entre en ella, recibe la gracia al
punto.
Nuestra oración tiene muchos puntos en común con la del fariseo. Es una oración
altanera. Pedimos porque “ya hicimos la novena”, porque “ofrecimos una limosna”,
porque nos “privamos de algo”. Ante el silencio del Señor, aparece nuestro capricho.
¿Para qué seguir rezando: total todo sigue igual?... ¿Para qué si Dios como que sólo al
vecino le hace caso? La humildad no es nuestro fuerte. Y al mismo tiempo es nuestro
lado flaco. Jesús nos deja abierta la puerta, pero nosotros nos empeñamos en entrar por
el techo, y por eso nunca encontramos la escalera. Jesús deseaba que entráramos por la
puerta. Lo único que había que hacer era agacharse un poco porque la puerta de su casa
siempre es para los “niños”, los de baja estatura... los humildes...
Hace poco cayó en mis manos una de esas, que llaman, “cadenas de oración”. La
encontré en la sacristía de la iglesia. Decía así: “Oración a san Judas Tadeo: Bendito sea
San Judas Tadeo en el mundo y en la eternidad, Se reza un padrenuestro y tres
avemarías. Se pide una gracia. Por difícil que sea, antes de nueve días se cumplirá.
Deben hacerse ocho copias de esta oración y se reparten en nueve iglesias...”. ¡Qué fácil
todo! Receta de cocina: ajo, perejil... sal... Si sólo fuera eso; pero algunas personas creen
más en esas “cadenas de oración” que en la Palabra misma de Dios expresada en la
Biblia.
Lo bello de Dios es que , en la Biblia, nos descubre su táctica para pelear; nos sopla al
oído el secreto para que podamos vencerlo. La mujer cananea, del capítulo 15 de San
Mateo, tiene mucho que enseñarnos en el arte de “boxear” con el Señor. El quiere que le
ganemos. No le gusta que le llamen campeón de boxeo, sino PADRE.

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9. LA INTERCESIÓN, UNA ORACIÓN DE AGONÍA

El sacerdote del Antiguo Testamento, cuando se presentaba ante el altar, vestía un


EFOD; era una especia de delantal; sobre cada hombrera llevaba seis piedras preciosas
para representar a las 12 tribus de Israel. Cuando el sacerdote llegaba al altar de los
sacrificios, se sentía responsable de llevar sobre sus hombros a todo el pueblo.
A la luz de la sagrada Escritura, todos somos un “pueblo de sacerdotes” (1P 2, 9); por
eso, somos responsables de orar por las necesidades de nuestros hermanos; participamos
en la oración de intercesión de Jesús, y nos consideramos dichosos de que El Señor nos
haya llamado para levantar nuestras manos en la oración de intercesión de Jesús, y nos
consideramos dichosos de que el Señor no haya llamado para levantar nuestras manos en
la oración de intercesión en favor de nuestros hermanos.
Jesús, ante la multitud, que iba y venía con desorientación, como ovejas sin pastor, les
dijo a sus discípulos: “La mies es mucha y los obreros pocos; rueguen al dueño de la
mies para que envíe operarios a su mies” (Mt 9, 37-38). Santiago expresamente indica
que cuando hay algún enfermo, se debe llamar a los presbíteros de la Iglesia para que lo
unjan con aceite y para que la oración de fe obtenga la salvación (St 5, 14-15). San Juan,
en su primera carta, puntualiza que si alguien ve cometer pecado a un hermano, debe
orar por él para que tenga vida (1Jn 5, 16). El Señor le pide a Job que ore por sus
desorientados amigos que habían dicho muchas falsedades acerca de él. Toda la Biblia
está llena de invitaciones para interceder por los demás.

Una agónica lucha

Una de las estampas más iluminadoras acerca de lo que es una oración de intercesión
es la de Moisés en un monte con sus brazos levantados. Abajo, el pueblo está luchando.
Arriba, está Moisés orando. Cuando tiene los brazos levantados, el pueblo de Israel gana
la batalla; cuando Moisés baja los brazos, el pueblo comienza a decaer. Eso es la oración
de intercesión. Una lucha. Algo que cansa. Moisés mismo necesita que dos personas le
sostengan los brazos porque ya no logra tenerlos levantados. San Pablo sabía que la
intercesión es una dura batalla; por eso les decía a los romanos: “Hermanos, por el amor
de nuestro Señor Jesucristo y por el amor que el Espíritu nos da, les ruego que se unan
conmigo en la lucha, orando a Dios por mí. Pidan a Dios que me libre de los
incrédulos que hay en Judea, y que la ayuda que llevo a los hermanos de Jerusalén,
sea bien recibida” (Rm 15, 30-31). El verbo griego, que emplea San Pablo en su texto,
es SUNAGONIZO, es decir, una “lucha agónica”. Pablo concebía la oración de
intercesión como una lucha contra el mal.
Esa lucha la evidenciamos en el caso del profeta Elías. Quería que el pueblo se
apartara de los falsos dioses y se unieran ante el único Dios. En tiempo de larga sequía
prometió en nombre de Dios que vendría la lluvia. Fue un momento de mucha tensión.

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Elías se puso en oración en el Monte Carmelo; el pueblo estaba pendiente. Y nada. Seis
veces le dijo a su ayudante que se fijara en el cielo, y nada. Hasta que apareció una
diminuta nubecilla. Eso le bastó al profeta y comenzó a dar gracias a Dios. El aguacero
no se hizo esperar.
Nos preguntamos: “¿Por qué Dios hizo esperar tanto tiempo a Elías que buscaba el
bien del pueblo y tenía tanta fe?” ¿Quién tiene la respuesta acertada? El buen intercesor
respeta el misterio de Dios y continúa la lucha agónica de la fe hasta que el aguacero de
la gracia se haga patente.
Recuerdo con ilusión cierta vez que un grupo de laicos me llevaron a un pueblecito
llamado Cerritos. La prédica versaba sobre el poder de la oración de intercesión. Uno de
los campesinos hizo ver que ellos estaban muy apenados porque desde hacía muchísimo
tiempo una sequía devastaba los campos. Preguntó si era posible obtener la lluvia con la
oración. Un laico no dudó en afirmar que sí, que en ese mismo momento comenzaría a
interceder para que el Señor les enviara inmediatamente la lluvia. Una monja intentó
suavizar el asunto hablando del “agua de vida” que el Señor regala. Yo estaba asustado.
Y comenzó una larga y fervorosa oración. Nos despedimos. Al día siguiente, uno de mis
acompañantes tuvo que regresar al pueblo. Lo salieron a recibir con júbilo. Le contaron
que apenas nos habíamos alejado, un aguacero se había venido encima de todo. Que no
les había dado tiempo ni de quitar las sillas y las mesas.
No es nada fácil la lucha de la intercesión. Esa agonía de ver que Dios sigue en
silencio, que no sucede aparentemente nada. Y, sin embargo, la promesa del Señor
continúa en pie para los que no se desalienten en la lucha de la oración.

Las manos limpias

Fue Santiago –y tenía mucha experiencia– quien aseguró: “La oración fervorosa del
hombre bueno tiene mucho poder” (St 5, 15). Santiago no afirma que toda oración tiene
mucho poder; explícitamente se refiere a la oración del “hombre bueno”, del que está
cerca de Dios.
San Juan también trae una aseveración muy categórica al respecto; dice: “El nos dará
todo lo que le pidamos porque OBEDECEMOS sus mandamientos y hacemos lo que le
agrada” (1Jn 3, 22). San Juan conocía por experiencia el poder que tiene ante Dios el
hombre obediente a la Palabra de Dios, que no se contenta con cumplir, sino que busca
lo que le agrada a Dios.
Pablo, hombre también muy espiritual, cuando invitaba a orar por otros, aconsejaba
“Levanten sus manos a Dios con PUREZA DE CORAZON y sin enojos y rencillas”
(1Tm 2, 8). O sea que no se trata de pedir por pedir. El intercesor debe estar seguro de
que sus manos están LIMPIAS.
Durante las plagas de Egipto, el Faraón, que no era un hombre espiritual, se dio cuenta
del poder que tenía el “hombre bueno”, Moisés, y acudió a él pidiéndole que intercediera
ante Dios para que cesaran las fatídicas plagas. La oración de Moisés fue atendida.

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Aarón, cuando se dio cuenta de que su hermana María, por haber murmurado, había
adquirido la lepra, recurrió inmediatamente al justo Moisés para que rogara por la
curación de la hermana; Moisés lo hizo, y al punto, María recibió la curación.
No cabe duda que la oración del “hombre bueno” tiene mucho poder ante Dios. Por
eso, el que se decide a interceder por otro, antes debe preguntarse si está obedeciendo los
mandamientos del Señor y si está procurando hacer lo que le agrada.

Los fracasados y los triunfadores

Un padre llevó a los apóstoles a su hijo epiléptico. Ellos oraron por él y no sucedió
nada; parece que empeoró. Cuando Jesús bajó al monte Tabor se encontró con esa
desagradable sorpresa. Jesús oró y llegó la salud al muchacho, Los apóstoles –en voz
baja– le preguntaron al Señor el motivo de su fracaso. Jesús les enseñó su fallo: falta de
fe. Ellos se habían mecanizado en su oración. Creían que bastaba imponerle las manos al
muchacho y repetir algunos rezos.
Muy distinto fue el caso de los amigos del paralítico. Lo quisieron acercar a Jesús;
pero encontraron abarrotada la casa en donde el Señor se encontraba. Optaron por
subirse al techo y abrir un boquete para descolgar por allí al paralítico. El Evangelio
expresamente señala que Jesús curó al enfermo “cuando vio la fe que tenía” (Lc 5, 20).
Aquí el paralítico fue alguien pasivo. Tal vez ya había perdido toda esperanza. Tal vez se
opuso a que lo llevaran a Jesús. Sus amigos, en cambio, vencieron con fe todos los
obstáculos hasta que lo pudieron poner ante la sonriente mirada de Jesús. Estaban
seguros de que Jesús no iba a permitir que su amigo continuara en la camilla. Este
milagro se debió a la fe, no del paralítico, sino de sus intercesores, sus amigos. Jesús, “al
ver la fe de ellos, curó el enfermo”. La fe es condición indispensable para que una
oración sea atendida. Sin fe no hay oración; sin fe sólo quedan las fórmula y el
automatismo vacío. Dios no atiende una oración sin fe porque una oración sin fe
propiamente no es oración, sino palabras que brotan de los labios del miedo, y no de un
corazón lleno de confianza en Dios.

Tres intercesores

El Evangelio narra los apuros de tres padres de familia que acuden, adoloridos, a
Jesús, intercediendo por sus hijos que se encuentran gravemente enfermos. Lo llamativo
de estos casos es que a cada uno el Señor lo atiende en diversa manera. ¿Favoritismo de
parte de Jesús? ¿O distintos grados de fe en los que piden?
Jairo acude a Jesús rogando por su hija que está gravísima. Al mismo tiempo que pide
la gracia, le llegan a avisar que la jovencita ya murió. Jairo enmudece. No era para
menos. Jesús toma la iniciativa lo alienta: “No tengas miedo; solamente ten fe”. Van a la

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casa y el Señor resucita a la hija de Jairo (Lc 8, 40-55).
Un alto oficial se acerca a Jesús, suplicando que vaya a su casa porque su hijo se
encuentra en estado de gravedad. Jesús le pone una prueba. Le asegura que puede
regresar a su casa porque su hijo ya está curado. A aquel hombre el camino se le habrá
hecho interminable. ¿De veras su hijo estaba curado? ¿No le habría dicho eso el Maestro
sólo para consolarlo? Y siguió luchando por creer. Cuando llegó a su casa, su hijo estaba
completamente sano (Jn 4, 46-54).
Muy duro fue el tratamiento que Jesús le dio a la mujer sirofenicia; angustiada se llegó
a Jesús pidiendo por su hija enferma. Al principio Jesús ni le contesta. La mujer insiste.
Luego le hace ver que el pan de los hijos –los judíos– no hay que darlo a los perros, a los
paganos como ella. ¡Duras palabras! Pero la fe de ella también era a prueba de fuego. No
cejó en su intercesión. Jesús quedó admirado de su fe y le regaló la salud de su hija (Mt
15, 21-28).
¿Por qué el Señor trató de esta manera a esa pobre mujer? Seguramente el Señor no
quería simplemente regalarle un “milagro”, sino una fe excepcional. Tuvo que retenerla
más tiempo en el crisol de su amor.
Esta mujer cananea nos hace recordar el caso de Mónica, la madre de Agustín de
Hipona. Durante diez años rogó con insistencia y entre lágrimas por la conversión de su
descarriado hijo. El Señor no le concedió una simple conversión, sino le entregó a uno de
los santos más famosos de nuestra Iglesia.
San Pablo sabía muy bien que la oración de intercesión implicaba tiempo y
perseverancia. Por eso les escribió a los efesios que debían orar “con toda deprecación y
súplica, velando en ello con perseverancia” (Ef 6, 18). Todas las palabras están bien
seleccionadas. No se alude a una simple oración; se trata de una “deprecación”, es decir,
“un ruego ferviente”. Además, San Pablo señala que hay que “velar” –algo arduo– y
perseverar; las cosas no viene al momento muchas veces. El intercesor es alguien que no
tiene miedo de que sus rodillas se le hinchen.

En mi nombre...

Después de que Pedro y Juan recibieron la experiencia del Espíritu Santo, al


encontrarse con un tullido, en la puerta del templo, le dijeron: “En nombre de Jesús
levántate y anda”. Aquel tullido saltó por el poder de Dios que cayó sobre él. Pedro y
Juan se habrán acordado de que Jesús les había garantizado de que “todo lo que pidieran
en su nombre, se les concedería” (Jn 16, 23). Orar en nombre de Jesús, no significa
acudir a una fórmula mágica. Equivale a presentarle a Dios los méritos de Jesús para
rogar que sea aceptada nuestra petición. La Carta a los Hebreos describe a Jesús como
un sacerdote intercesor ante el Padre. El que pide “en nombre de Jesús”, se une a la
intercesión de Jesús ante el Padre.
Todos somos “un pueblo de sacerdotes”; participamos del sacerdocio de Jesús. Por
eso mismo, con confianza, nos unimos a su oración de intercesión y nos convertimos en

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intercesores junto a Jesús.
Jesús mismo aseguró que cuando dos o tres se pongan de acuerdo en su nombre, El se
hará presente de manera especial. De aquí parte el poder de intercesión de una
comunidad de amor, que está reunida en nombre del Señor, y que implora una gracia en
favor de una persona necesitada.
El libro de los Hechos cuenta que durante una época de intensa persecución la
comunidad no se atemorizó, sino que se sintió impelida a interceder ante Dios para que
les concediera gran poder para propagar el Evangelio. La petición fue la siguiente:
“Concede a tus siervos que anuncien tu mensaje sin miedo y que por tu poder sanen
los enfermos y hagan señales y milagros en el nombre de tu santo siervo Jesús”. Aquí la
comunidad se puso de acuerdo para pedir en “nombre de Jesús”. El libro de los Hechos
consigna: “El lugar en donde estaban tembló y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y
anunciaban el mensaje de Dios” (Hch 4, 29-31).
Otro pasaje idéntico se conserva en el capítulo 12 del libro de los Hechos. Pedro está
encarcelado. Hacía poco acababan de martirizar a Santiago. La comunidad entonces se
reunió para interceder por Pedro. Lo cierto es que mientras la comunidad está orando, se
presenta Pedro y cuenta cómo un ángel lo ha ido a despertar y lo ha liberado de la cárcel.
El poder de una comunidad, unida en nombre del Señor, es algo extraordinario porque de
por medio está la promesa de Jesús de que se hará presente en medio de esa comunidad
y concederá lo que le pidan.
La Eucaristía debe ser un lugar por eminencia de intercesión. Los que nos reunimos en
nombre del Señor debemos estar plenamente seguros del poder de intercesión de la
comunidad, alrededor de un altar; no se están presentando unas simples oraciones, sino
el mismo cuerpo y sangre de Cristo para que el Padre reciba lo más grande que podemos
ofrecer en compañía de nuestro medianero, Cristo sacerdote.

Sobre nuestros hombros

Un sacerdote me contaba el disgusto que en él había provocado una predicación mía


en que hablaba acerca de la curación de los enfermos por medio de la imposición de
manos. A los pocos días, una humilde señora se le presenta, pidiéndole que le imponga
las manos a su hijita que tenía la sangre “envenenada”. El sacerdote se puso furioso.
Ante la insistencia de la mamá, de mala gana, le impuso las manos a la niña e hizo una
breve oración. Sintió que un fuego quemaba la mano. La niña quedó curada. Aquel
sacerdote contaba que en ese momento le pidió perdón a Dios por no haberse dado
cuenta antes de la misión que con respecto a los enfermos Dios le había encomendado.
Todos somos un pueblo de sacerdotes. El Señor nos ha llamado a su monte santo y
quiere vernos con las manos limpias levantadas pidiendo por tantos de sus hijos que
están en graves necesidades espirituales, físicas o económicas. Los grandes santos
siempre tuvieron plena conciencia de su misión de intercesores; nunca rehusaron a servir
a sus hermanos por medio de la oración. Cuando la viuda de Sarepta acudió a Elías

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porque su hijo había muerto, Elías inmediatamente se puso en oración, y el jovencito
volvió a la vida. Lo mismo hizo Pedro en el caso de Dorcas, cuando murió. Se hincó
junto al cadáver. Dorcas resucitó. Mientras Pablo estaba predicando, un joven que estaba
sentado en una ventana, cayó de un segundo piso y murió. Pablo se puso a orar; el joven
volvió a la vida.
Nuestros santos no se perdieron en disquisiciones acerca del concepto de milagro.
Ellos sencillamente cumplieron con su misión de intercesores de manos limpias ante
Dios.
El sacerdote en el pueblo judío, al ir al altar, llevaba sobre cada hombro seis piedras
preciosas con el nombre de cada una de las 12 tribus de Israel. Era consciente de su
misión de intercesor por el pueblo. En la actualidad, la estola que el sacerdote lleva
cuando celebra la Eucaristía, le recuerda que lleva sobre sus hombros el peso de la
comunidad.
Todos somos un pueblo de sacerdotes; el Señor nos ha llamado para ser sus íntimos
colaboradores en la obra de la salvación. Quiere que nos sintamos intercesores, junto al
sacerdote Jesús, en favor de tantas personas en las tinieblas del pecado, de tantos
enfermos que han perdido la esperanza, de tantos hogares que viven en angustias por
múltiples circunstancias adversas.
Debemos sentirnos responsables de levantar nuestras manos limpias hacia Dios para
presentar las necesidades de nuestros hermanos. La oración de intercesión debe ser uno
de nuestros principales ministerios como pueblo de sacerdotes que somos.

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10. CUALIDADES DEL QUE ORA INTERCEDIENDO POR OTROS

Cuando con sinceridad nos decidimos a examinar nuestras oraciones, caemos en la


cuenta de que, con mucha frecuencia, están “tiznadas” por nuestro egoísmo. Nuestra
mente no está centrada en Dios, sino en nuestra necesidad; nos olvidamos de los demás
para pensar exclusivamente en nosotros mismos. Muchas de nuestras “llamadas
oraciones”, por eso, no llegan a Dios.
Una de las oraciones que más agrada a Dios es la oración de intercesión; en ella nos
olvidamos de nuestra necesidad, de nosotros mismos para centrar nuestra atención en la
pena en la necesidad de nuestros hermanos.
Jesús, un día, en una sencilla parábola nos mostró la clave para ser un buen intercesor.
Se trata de la parábola del capítulo 11 de San Lucas. Un individuo recibe una visita
extemporánea, a medianoche. El visitante tiene hambre y en la casa no haya pan para
darle de comer. El protagonista de la parábola se arriesga a ir a casa de un amigo para
que le proporcione un poco de pan. En la parábola, que contó Jesús, se descubren las
cualidades que debe tener todo aquel que se decida a interceder por otros en su oración.
El dueño de la casa tuvo ojos muy abiertos para darse cuenta de que el visitante tenía
hambre. No sólo le abrió las puertas de su casa, sino también las de su corazón para
comprender su situación. Por eso mismo se atrevió a “hacer el ridículo” yendo a tocar la
puerta de su amigo, a medianoche.
Un buen intercesor no es una persona aislada y egoísta que sólo piensa en sus
problemas; que cree que es la única que tiene sufrimientos. El buen intercesor sabe
descubrir la pena ajena y hacerla propia. La Virgen María de inmediato se dio cuenta de
que la familia de las bodas de Caná estaba en apuros. Y no se pudo quedar quieta.
Acudió a su Hijo. Se atrevió a decirle: “No tienen vino”, como sugiriéndole algo.
El dueño de la casa no sólo descubrió que su amigo tenía hambre, sino que tuvo un
corazón lo suficientemente grande para “identificarse” con el problema de su visitante. Se
arriesgó a caer mal al vecino acudiendo a pedirle pan a medianoche. No pudo quedarse
con los brazos cruzados ante la pena ajena; no pudo soportar que su huésped se pasara
toda la noche hambriento. Como el buen samaritano, se movilizó para ver en qué podía
ayudar.
Cualidad indispensable del buen intercesor es tener un corazón muy grande para saber
“reír con el que ríe y llorar con el que llora”. Mucha de la falta de poder en nuestra
oración deriva del hecho que se hace sin “amor”; se reza por otros “por compromiso”; se
actúa como el médico insensible que atiende a su adolorido paciente con mucha pericia,
pero sin amor. Dios no puede escuchar una oración hecha “por oficio”.
El protagonista de la parábola, al no poderle proporcionar pan a su visitante, pensó con
pena en su pobreza, pero al mismo tiempo se le vino a la mente el nombre de su vecino
que era rico. Se alegró inmensamente pensando en que su vecino seguramente
cooperaría para que aquel individuo no pasara hambre. El buen intercesor se reconoce
“limitado y pobre”, pero sabe que hay alguien muy poderoso que puede colaborar. San
Pablo escribió: “Todo lo puedo en Cristo que es mi fortaleza” (Flp 4, 13). También

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Pablo decía: “Cuando soy débil me siento fuerte porque entonces se muestra el poder
de Dios” (2Co 12, 10). El intercesor sabe que no depende de su fuerza, de su poder,
sino del poder de Dios. Con el profeta repite: “No con espadas y con ejércitos, sino con
tu Santo Espíritu” (Za 4, 6).
El hombrecito de la parábola cuando se encontró ante la imposibilidad de poder saciar
el hambre de su visitante, tuvo plena confianza en su amigo de la vecindad; sabía que la
medianoche no era la hora adecuada para irlo a despertar, pero conocía de sobra el buen
corazón de su amigo como para darse por vencido. Así es que acudió a tocar su puerta.
La amistad con Dios es un factor indispensable para la oración de intercesión. El
intercesor debe tener “experiencia” de la bondad de Dios; no debe tenerle miedo; debe
estar plenamente seguro de que le abrirá la puerta a cualquier hora del día o de la noche.
Jesús, muchas veces, animó a que no se le tuviera miedo. “Vengan a mí –dijo– los que
están agobiados y cansados, que yo los haré descansar”. También dijo a sus apóstoles:
“Hasta la vez no han pedido nada en mi nombre; pidan y se les dará” (Jn 16, 23).
Pero hubo una dificultad grave. Desde dentro de la casa se escuchó la voz del amigo:
“Ya estamos todos acostados; es muy tarde”. Fue un momento difícil. El que pedía el
favor no cejó en su súplica: “Por favor, te lo suplico”. Y la puerta se abrió.
Cuando Jesús narró este cuento, de antemano, nos estaba advirtiendo que el intercesor
encontraría “obstáculos” en su petición. Jesús en esto fue muy sincero y concreto. Al
mismo tiempo muy explícito cuando añadió: “Les digo que, aunque no se levante a
darle algo por ser su amigo, lo hará por su impertinencia, y le dará todo lo que
necesita. Así que yo les digo: pidan, Dios les dará, busquen y encontrarán; llamen a la
puerta, y se les abrirá” (Lc 11, 8-9).
Jesús por adelantado nos previno que la puerta puede tardar en abrirse. A Dios no hay
que estipularle “hoja fija”; únicamente hay que perseverar confiando y rogando. La
puerta se abrirá tarde o temprano.
El buen intercesor debe conocer estas reglas del juego de Dios. El tiene su
“misterioso” tiempo y su “inescrutable” sabiduría. Lo único que queda es seguir tocando
la puerta; la “impertinencia”, en este caso, es una virtud muy apreciada por Dios.

Una condición muy descuidada

Hay una condición indispensable en la oración que se menciona poco. Tal vez porque
nos da temor; porque tenemos miedo de aceptarla. Se trata de la que se enuncia en la
alegoría de la vid y los sarmientos.
Jesús se comparó a una vid. A sus apóstoles les dijo QUE EL era la vid y ellos los
sarmientos. Si permanecían unidos a la vid, darían mucho fruto; pero si se desprendían,
se secarían. Jesús añadió: “Si ustedes permanecen unidos a mí, y si permanecen fieles a
mis enseñanzas, pidan LO QUE QUIERAN Y SE LES DARA” (Jn 15, 7). Permanecer
unidos a Jesús quiere decir apegarse totalmente a su Palabra. Sin eliminar comas y
puntos. Ser pañuelos en sus manos.

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Cuando la Virgen María pronunció su HAGASE, se puso a la disposición plena de
Dios para que la empleara como su principal colaboradora en la obra de salvación. De allí
el poder grande de la oración de intercesión de la Virgen María aquí en la tierra y en el
cielo.
Cuando Abraham se puso a porfiar con Dios acerca del número necesario para que
Sodoma y Gomorra no fueran castigadas, estaba seguro de su relación con Dios, de su
obediencia total. Cuando el Señor le ordenó salir de su tierra, lo hizo al instante. Cuando
le pidió que le sacrificara a su único y deseado hijo, también se aprestó a realizar aquel
acto que le destrozaba el corazón. Dios le detuvo la mano; era solamente una prueba.
Por eso Abraham confiaba en su amigo.
A Moisés le costó decirle sí al Señor. Pero una vez que tomó su decisión, estuvo a su
entera disposición para lo que el le ordenara. Por eso cuando intercedió para que el Señor
perdonara el pecado del pueblo, con exceso de atrevimiento, le dijo: “Si no lo perdonas,
bórrame de tu libro” (Ex 32, 32).
Elías se jugó el todo por el todo, prometiendo fuego del cielo sobre la mojada ofrenda;
lo hacía para que el pueblo se apartara de la idolatría; sabía perfectamente que su
amistad con Dios era irreprochable. Se había dejado conducir en todo por Dios.
El buen intercesor se pone incondicionalmente a las órdenes de su Señor y confía
plenamente en la promesa de Jesús: “Si ustedes permanecen unidos a mí, y permanecen
fieles a mis enseñanzas, pidan lo que quieran y se les dará” (Jn 15, 7).
Hay otra cualidad indispensable del buen intercesor. Jesús, en la misma alegoría de la
vid, expuso que cuando una rama da frutos, el Padre “LA PODA Y LIMPIA PARA QUE
DE MAS FRUTOS” (Jn 15, 2). La vid tiene la característica de tener muchas ramas
inútiles que impiden que la savia llegue con fuerza a la uva. El jardinero tiene que podarla
con frecuencia. Dios sigue la misma política. A sus buenos intercesores los poda y los
limpia; los somete a la prueba purificadora para que no haya nada que estorbe su
oración.
¿A quién le gusta que lo poden? ¿A quién le gusta ser sometido a la prueba? Un buen
intercesor sabe, desde un principio, que si se ofrece a Dios como intercesor, será
purificado; muchas de sus ramas inútiles van a ser podadas.
La Virgen María, Abraham, Moisés, Elías, muchos santos fueron zarandeados por
Dios. Fueron reducidos a la mínima expresión. Ellos no se extrañaban. Sabían que desde
el momento que le habían dicho sí a Dios, aceptaban ser podados y limpiados. Pero esas
ramas daban frutos excelentes. Su poder de intercesión era asombroso.

En nuestra carpa

El pueblo judío había levantado una carpa fuera del campamento. Se llamaba “la carpa
de los encuentros”. Cuando había alguna dificultad, algún problema que resolver,
enviaban a Moisés a esa carpa. Ellos permanecían en oración a la entrada de su propia
carpa. Moisés platicaba “cara a cara con Dios”, el Señor le hablaba, le entregaba sus

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mensajes para el pueblo. Este es el retrato del verdadero intercesor. El que es enviado
por el pueblo para hablar cara a cara con Dios y para interceder ante El.
A nuestro alrededor abundan los problemas, las tragedias: corazones angustiados,
familias con hambre, enfermos desesperanzados, un mundo en perpetua lucha fratricida.
Todos buscan intercesores que se sepan unir al Unico Mediador ante el Padre, a Jesús.
Muchos buscan intercesores que quieran participar del ministerio de intercesión de Jesús
Dios espera que muchos brazos se alcen con confianza hacia El. El Señor quiere que
haya mucha gente “impertinente” que le vaya a aporrear la puerta a medianoche.

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11. LA ORACIÓN EN LA FAMILIA Y EN LA COMUNIDAD

Uno de los grandes valores, que casi ha desaparecido en los hogares, es la oración en
familia. La vida moderna, con sus apretados horarios, con sus carreras locas, ha hecho
que las familias vayan perdiendo su espiritualidad, el sentido de lo sobrenatural. Como
dicen los técnicos, ha ingresado la “secularización”, la paganización del hogar. No se
puede pretender que una familia goce de las bendiciones de Dios, si le falta lo esencial
para que esa bendición se haga presente; la oración en familia. Esta falla espiritual está
minando nuestros hogares. La oración en familia es uno de los valores que con urgencia
debe rescatarse para poder salvar nuestras familias de esa oleada de paganismo que está
invadiendo nuestra sociedad.

Familias ejemplares

En la Sagrada Escritura desfilan varias familias muy religiosas que gozan de la


bendición de Dios. Adán y Eva, antes de su pecado, de su desgracia, “platican” con
Dios. De esta manera la Biblia acentúa la oración de Adán y Eva. Platicar con Dios es
comunicarse con El, orar.
Noé y su familia se unen ante los desprecios de los que ríen de ellos porque están
construyendo una enorme barca lejos del mar. Esta familia demuestra su alto grado de
religiosidad cuando, al terminar el diluvio, lo primero que hacen es levantar un altar para
dar gracias a Dios.
En un momento de crisis religiosa en la nación, cuando muchos se desviaban hacia los
dioses paganos, Josué se adelanta ante los jefes de la varias tribus y les dice: “Mi familia
y yo serviremos al Señor” (Jos 24, 15).
En el Nuevo Testamento se pone de relieve la religiosidad de la familia de Jesús. José
y María se agigantan como una familia eminentemente espiritual. Van al templo para
presentar al Niño. Se imponen una larga caminata anual para cumplir con los ritos
propios del pueblo judío en el Templo de Jerusalén. El Niño, cuando se queda en el
Templo, aparece “discutiendo” con los doctores de la ley. Este Niño ha recibido una
educación religiosa suficiente como para capacitarlo para poder “discutir” con los
doctores de la ley. Cuando regresan a Nazaret, el evangelista apunta que: “El Niño crecía
en estatura y en sabiduría delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52). Aquel Niño ha
recibido una formación integral; crece no sólo en estatura, sino en espíritu.
Una de las constataciones más lamentables en nuestros hogares, es ver a muchachones
que superan en estatura a sus mismos padres, pero que espiritualmente son unos
“enanitos”. El “infantilismo” espiritual es algo “normal” en muchos hogares. A los
jóvenes se les ha dado de todo: saben inglés, computación, han podido asistir a la
universidad; pero espiritualmente son unos novatos. Ignoran lo esencial de su religión.
Espiritualmente no se han podido desarrollar porque no ha habido una familia que les

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ayudara a crecer en “estatura y en espíritu”. Cuando la oración está ausente de un hogar,
no puede haber crecimiento espiritual en los miembros de la familia.

El sacerdocio de los papás

En nuestra Iglesia se ha dado mucha importancia al “sacerdocio ministerial”, el de los


sacerdotes que dirigen los servicios religiosos; pero se ha descuidado mucho el concepto
del “sacerdocio común”, el de todos los fieles que, según la primera carta de San Pedro y
el Apocalipsis, pertenecen también a un “pueblo de sacerdotes”. El papá y la mamá son
auténticos sacerdotes en sus respectivos hogares. Se unen al sacerdocio de Jesús y
celebran diariamente su “eucaristía” en sus propias casas.
En el pueblo judío estaba muy bien delineado el papel del papá como catequista de su
casa. El libro del Exodo relata que en la noche de la pascua, el padre de familia era el
encargado de adoctrinar a su familia acerca del sentido de la pascua para el pueblo judío.
El libro del Deuteronomio destaca el papel de los padres en cuanto la educación religiosa
de los hijos. A los papás se les decía: “Grábate en la mente todas las cosas que hoy te he
dicho, y enséñalas continuamente a tus hijos; háblales de ellas, tanto en tu casa como
en el camino, y cuando te acuestes y cuando te levantes lleva estos mandamientos
atados en tu mano y en tu frente como señales, y escríbelos también en los postes y en
las puertas de tu casa” (Dt 6, 4-8).
En el ambiente latinoamericano el padre de familia ha claudicado en su papel de
catequista de su hogar. El machismo latinoamericano ha impuesto la idea de que la
religión es “cosa de mujeres”. Muchos papás se avergüenzan de hablar de algo religioso
ante su familia. No se atreven a dirigir la oración en la familia. Todo esto es una gran
inconsecuencia cuando se trata de familias que se precian en llamarse “cristianas”. Esta
es una de las grandes fallas que ponen en peligro inminente la identidad de los hogares
cristianos.
En la Biblia se destaca muy bien el papel de “intercesores” de algunos padres de
familia. Job, cuando sus hijos están en alguna fiesta, piensa en que pueden ofender a
Dios, y comienza a pedir perdón por ellos. Una madre atribulada –la cananea– se le
prende a Jesús para que escuche su súplica y sane a su hija. Un oficial romano acude
presuroso al Señor para pedirle que cure a su hijo. Jairo, angustiado, se llega hasta Jesús
para suplicarle que vaya a curar a su hija que está gravemente enferma. A ninguno de los
padres de familia el Señor les negó lo que pedían por sus hijos. La oración de intercesión
de los padres por sus hijos es una oración muy agradable a Dios. Es una oración de
poder porque va con amor y con confianza.
Los hijos necesitan mucho de la oración de intercesión de sus padres. Hijos
descarriados. Hijos enfermos espiritual o físicamente. La oración de los padres es la más
adecuada para interceder por ellos. Se supone que es la oración que va con “más amor”
y con mayor “insistencia”. Durante diez años Santa Mónica oró con lágrimas a Dios por
su perverso hijo Agustín. La oración de esa madre no fue desatendida. Agustín se

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convirtió en uno de los santos más grandes de la Iglesia.

La oración en el hogar

San Juan Crisóstomo afirmaba que todo hogar debe ser una pequeña iglesia. La iglesia
doméstica. El hogar es santuario en donde los padre de familia, como sacerdotes, deben
compenetrarse de esa iglesia en pequeño que Dios les ha encomendado.
El doctor Sorokim, de la Universidad de Harvard, presenta una estadística muy
elocuente; entre las familias que rezan unidas, hay muy pocos divorcios. Entre las que no
rezan, abundan los divorcios.
Muy bien dice la Santa Biblia: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan
los albañiles” (Salmo 127).
Muchos se cansan afanosamente pretendiendo que en sus hogares haya paz,
serenidad. Si no gozan de la bendición de Dios, eso es imposible. Jesús también advirtió
que una casa se puede fundar sobre “roca o sobre arena”. El “necio” construye sobre
arena, dice Jesús. Tal vez la fachada de su casa es muy bella –bonanza material–; pero si
está fundada sobre arena –sin la bendición del Señor–, al primer temblor se derrumba.
Jesús dice que el “prudente” edifica sobre la roca, sobre los mandamientos de Dios.
Habrá recias tempestades, pero esa casa permanecerá desafiando las inclemencias del
tiempo porque está fundada sobre la bendición de Dios –la roca (cfr. Mt 7, 24-27).
Cuando se ve a dos esposos que pelean continuamente y que viven en actitud litigante,
habría que preguntarles si rezan juntos. De antemano se sabe la respuesta: no. Si oraran
juntos, encontrarían el “poder que viene de lo alto” para solucionar los problemas
familiares. Alguien escribió que es imposible divorciarse de la mujer con la que se reza
todos los días. Y así es. Dios no permitirá que se derrumbe el hogar de los que
diariamente invocan su protección, los que han edificado su hogar sobre la roca de sus
mandamientos.
En el Evangelio de San Mateo hay una promesa de Jesús, que de manera especial
puede realizarse en la familia. Dice Jesús: “Si dos de ustedes se ponen de acuerdo aquí
en la tierra para pedir algo en oración, mi Padre, que está en el cielo, se los dará.
Porque donde dos o tres se oponen de acuerdo en mi nombre, allí estoy yo en medio de
ellos” (Mt 18, 19-20). La familia es el lugar más privilegiado para poderse poner de
acuerdo, para reunirse en nombre del Señor.
El sicólogo Tim La Haye cuenta un caso interesantísimo. Su familia había aumentado;
necesitaban un automóvil Plymouth, de tres filas, usado, porque el presupuesto familiar
no alcanzaba para un carro nuevo. Toda la familia se puso en oración pidiéndole a Dios
específicamente ese vehículo determinado. Un día sonó el teléfono. Alguien se marchaba
al extranjero y quería vender su automóvil, que tenía todas la especificaciones que ellos
le habían pedido al Señor. A los niños de esa familia no hubo necesidad de hablarles
mucho acerca del poder de la oración en familia. Lo había vivido.
El libro de los Hechos consigna el caso de una familia romana; el papá se llamaba

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Cornelio, un militar. Eran paganos. Con la mejor buena voluntad oraban unidos. Dios les
envió nada menos que a Pedro. Cuando Pedro comenzó a predicarles, hubo un
pentecostés en esa familia.

No es nada fácil

La oración en familia trae grandes bendiciones, pero no es nada fácil organizar un


grupo de oración en el propio hogar. Hay que tomar en cuenta la diversidad de
mentalidades, de edades. Los jóvenes y los adolescentes son muy reacios para todo lo
que sea metódico, constante. Es aquí donde los padres de familia deben pedir mucha
sabiduría al Espíritu Santo para que la oración en familia no sea algo “aburrido”, que
aleje a los hijos jóvenes, sino algo “espontáneo” en donde todos se puedan encontrar a
gusto. Mal hacen los padre que “a la fuerza” quieren imponer su punto de vista, sin
tomar en cuenta la circunstancia vital de sus hijos.
La Carta a los Romanos recalca muy bien que “no sabemos rezar como es debido”,
pero también nos alienta a seguir adelante con la seguridad de que Dios nos ha dejado al
Espíritu Santo para que nos conduzca en la oración (cfr. Rm 8, 26).
Las preguntas que afloran automáticamente, cuando se habla de la oración en familia
son: ¿Cómo, dónde, cuando? No hay una respuesta que pueda servir para todos. Cada
familia debe estudiar su caso particular. Cada familia debe, por todos los medios, buscar
que esa fuerza espiritual no falte en su hogar. Es posible que, al principio, no todos los
miembros de la familia se quieran unir. Todo principio cuesta. La constancia, en nombre
de Dios, resolverá muchos problemas.
San Pablo, a su amigo Timoteo, le escribía: “Recuerda que desde niño conoces las
Sagradas Escrituras, que pueden instruirte y llevarte a la salvación por medio de la fe
en Cristo Jesús. Toda Escritura está inspirada por Dios y es útil para enseñar y
reprender, para que el hombre de Dios esté capacitado y completamente preparado
para hacer toda clase de bien” (2Tm 15, 17). Timoteo había aprendido desde niño, en
su familia, la sabiduría de la Biblia. En la oración familiar no debe faltar nunca un pasaje
de la Biblia, un Salmo. Es la Palabra de Dios que habla a la familia misma. Hay que
preparar esa lectura bíblica. Las lecturas diarias de la misa son muy adecuadas para
meditarse también diariamente en la familia. Es una forma de oración y de lectura
continuada de la Sagrada Escritura.

La Virgen María en el hogar

Varios pasajes de la Biblia, con luz meridiana, muestran las grandes bendiciones que
reportan los hogares que reciben a la Madre de Jesús. María va a visitar a su prima Santa
Isabel. El Evangelio afirma que apenas Isabel escuchó la voz de la Virgen María, quedó

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llena del Espíritu Santo, y que su niño quedó santificado en el vientre materno. A donde
va María cumple su ministerio especialísimo de llevar a Jesús, de mostrarlo todos. Fue lo
que hizo en el portal de Belén con los pastores y con los Magos de oriente. En el hogar
en donde está María, hay gozo, hay presencia del Espíritu Santo. Allí se cantan
Magníficas alabanzas a Dios.
En las bodas de Caná, la mirada maternal y cuidadosa de María impidió que la fiesta
de casamiento fracasara. A tiempo se dio cuenta de que estaba faltando el vino. Hizo lo
que siempre le toca hacer: acudir a su Hijo; El es el de los milagros. En los hogares en
donde está la Virgen María, allí no va a faltar el vino de la alegría. Allí estará la Virgen
Auxiliadora cumpliendo su misión de madre para que a sus hijos no les falte la bendición
de Dios, para que el agua sin sabor de las tribulaciones se convierta en el vino de la
alegría familiar. Cuando los hogares, como el de Caná, invitan a su oración familiar a la
Madre de Jesús, se van a dar cuenta del privilegio que significa tener a una intercesora
tan poderosa a los ojos de su Hijo Jesús.

Babel o Caná

Babel fue una de las primeras comunidades humanas que quiso triunfar sin la
bendición de Dios. “En vano se afanan los albañiles”, dice el Salmo, “si el Señor no
construye la casa” (Sal 127).
La torre de Babel fue un fracaso: hubo confusión entre ellos; tuvieron que separarse.
Fracaso total es el que, tarde o temprano, se verá en los hogares en donde el Señor es un
“ausente”. En donde se pretende construir un hogar a espaldas de Dios, o con una
religión “hecha en casa”, que es muy distinta de la ordenada por Dios.
Sara y Tobías se enfrentaban con terribles dificultades para poder formar un hogar
dichoso. Lo primero que ellos hicieron en la noche de bodas fue ponerse de rodillas y
comenzar a orar. Vencieron los obstáculos. La Biblia deja entrever que fueron un hogar
feliz. (cfr. Tb 8). En el Salmo 128, se prometen ricas bendiciones para los hogares: pero
no para todos: sólo para los que ponen a Dios en el centro de sus vidas: “Feliz el hombre
que teme al Señor”, dice el Salmo. “Temer a Dios”, en la Biblia, significa, no tenerle
miedo sino “mucho amor”. El mismo Salmo dice: “Tu mujer como parra fecunda, en
medio de tu casa, tus hijos como renuevos de olivo alrededor de tu mesa... Esta es la
bendición del hombre que teme al Señor” (Salmo 128).
En el libro del Apocalipsis hay una de las imágenes más logradas acerca de lo que
significa la bendición en un hogar. Se ve a Jesús que toca una puerta y dice: “Mira, yo
estoy llamando a la puerta; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y
cenaremos juntos” (Ap 3, 20). Jesús mismo se “autoinvita” para “cenar” en nuestra casa,
para llevarnos “su bendición”. Solamente hay que abrirle la puerta. Muchos hogares
todavía no han abierto su puerta a la oración en familia en nombre de Jesús. Jesús quiere
llevarles muchas bendiciones, pero ellos todavía no se han decidido a experimentar qué
significa “cenar” en compañía de Jesús. Cuando Zaqueo le abrió su puerta a Jesús, supo

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qué quería decir que Jesús cenara en su hogar. Jesús le dijo: “Zaqueo, hoy ha llegado la
salvación a tu casa”. Muchos hogares todavía no han descubierto lo que quiere decir
que Jesús esté en medio de ellos, lo que representa para una familia “ponerse de acuerdo
en nombre de Jesús”. El día que le abran su puerta a Jesús y se pongan de acuerdo para
orar en su nombre, verán , con ojos atónitos, cómo el agua se puede convertir en vino.

La oración en la comunidad

Los historiadores profanos no hacen resaltar la gran revolución social que se llevó a
cabo al principio de nuestra era; una noche, amos y esclavos aparecieron en una casa
particular cenando juntos. Hay que recordar que en esa época los esclavos eran tratados
en forma más que salvaje: un historiador reseña que cuando un amo no tenía comida
para sus peces, hacía “picadillo” a uno de sus esclavos y lo echaba en la piscina.
Esas cenas de amos y esclavos son una de la revoluciones sociales más aparatosas de
la historia. ¿Qué había pasado? Se habían reunido en “nombre de Jesús” y, por eso
mismo, ya no podían seguir siendo los mismos de antes.
Es otro libro de historia –el Libro de los Hechos de los Apóstoles– el que nos cuenta
que los primeros cristianos no tenían templos propios y se reunían en la casas para
“partir el pan” (Hch 2, 46). Para ellos “partir el pan” significaba repetir lo que Jesús
había realizado en la Ultima Cena; consagrar el pan y el vino; lo que nosotros ahora
llamamos la Eucaristía. En esas “reuniones de oración”, ellos sabían que estaban
congregados en nombre del Señor y recordaban su promesa: “Donde dos o tres se ponen
de acuerdo para pedir algo en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 19-
20).
Esa fue la gran fuerza espiritual que revolucionó la vida de los primeros cristianos. En
medio de ellos volvía a estar espiritualmente Jesús, y, por eso mismo, ya no podían
seguir tratándose como esclavos y patronos. El libro de los Hechos de los Apóstoles
consigna algo más; fue tal la revolución social, que todos llegaron a poner sus cosas en
común, no había miseria entre ellos, pues toda la comunidad vigilaba para que nadie
pasara penurias (Hch 4, 34-35).

Amontonar corazones

La misa continúa siendo la reunión de oración más importante para nosotros, Pero
¡como han cambiado las cosas! A mí me dan miedo las misas “silenciosas”,
aparentemente todo es devoción; pero es muy posible que detrás de ese misterioso
silencio se esconda el egoísmo de personas que piensan en una “relación directa” con
Dios, sin tomar en cuenta al hermano que está a su derecha o izquierda. Es imposible
pretender comulgar con Dios, si antes no se ha intentado comulgar con el hermano. Los

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gestos, los cantos, la sonrisa, el saludo, son intentos de romper barreras de egoísmo y
llegar al otro, comulgar con él. La misa de los primeros cristianos –así aparece en el
Libro de los Hechos– era una cena en donde había fraternidad, alegría, y, por eso
mismo, era normal volverse a encontrar con el Señor.
Es fácil leer el texto de Mateo 18, 19-20, en donde se promete la presencia de Jesús
cuando dos o tres están reunidos en su nombre, sin percatarse de que para que esta
promesa se cumpla, Jesús pone una condición muy explícita: antes hay que “ponerse de
acuerdo”.
En muchas de nuestras iglesias, hay “amontonamiento de personas”, pero falta
“amontonamiento de corazones”. Podrá haber una ceremonia “elegante”, pero es muy
difícil poder afirmar que allí está Jesús presente.
Cuando los apóstoles le rogaron a Jesús que les enseñara a orar, El les indicó que
debían decir: “Padre nuestro”. No les enseñó a decir: “Padre mío”, como que cada uno
fuera “hijo único”. Les enseñó a considerarse hermanos de un mismo Padre. También
les enseño a pedir: “Danos nuestro pan de cada día”. No, “mi pan”. Jesús quería que
ellos abrieran bien los ojos para ver que no sólo ellos necesitaban pan; que había muchos
otros que carecían de alimento. Jesús también les enseñó a rezar: “Perdónanos nuestras
ofensas”. Jesús puntualizó que ellos eran un pueblo pecador, que así debían considerarse.
Que no tenían que imitar la actitud del fariseo que rezaba: “Señor, yo no soy como los
demás”. Sí, somos como los demás. Por eso nos sentimos necesitados los unos de los
otros.
En el pueblecito La Ceja, en Colombia, 600 sacerdotes concelebramos la misa.
Sesenta mil personas participaban. Desde la mañana estos fieles se habían reunido en los
prados, a la hora de la comida; se habían encontrado también en los buses que los
transportaban desde los distintos pueblos o ciudades. Un joven cojo y con muletas estaba
frente a nosotros. Durante la oración por los enfermos, el comenzó a rezar por los que
estaban sufriendo. Su susto fue grande: al terminar la oración, se dio cuenta de que ya no
necesitaba sus muletas. El se había olvidado de sí mismo para pedir por otros; pero Dios
no se había olvidado de él. Todo el pueblo glorificó a Dios; todos conocían a aquel cojo
del pueblo que ahora iba sin muletas.

Dos o tres

La gran expansión de los grupos de oración en todo el mundo se debe a que millones
de personas están volviendo a experimentar la presencia de Jesús en esas comunidades
en donde no sólo hay amontonamiento de personas, sino de corazones. El motivo es fácil
de captar; cuando uno se acerca al fuego, siente calor. Cuando uno –tal vez con fe
agonizante– se acerca al calor de la fe de tantos hermanos que se aman, experimenta el
fuego de Jesús que está presente.
Esto nos trae a la memoria el caso del paralítico del Evangelio. Durante toda la escena,
el paralítico no pide nada, no pronuncia ni una palabra; parece que ni siquiera pestañea.

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Lo único que hizo fue aceptar su impotencia y confiarse a la fe de sus amigos. Y éstos
hasta llegaron a horadar el techo de una casa para descolgar por allí a su amigo y poderlo
acercar a Jesús. La comunidad de amor es eso: la que nos acerca a Jesús. Cuando, de
veras, hay amor, la promesa de Jesús de hacerse presente, se cumple automáticamente
entre los que se reúnen en nombre de Jesús para orar.
El capítulo cuarto del libro de los Hechos de los Apóstoles consigna un momento
culminante de la iglesia primitiva y perseguida. Un grupo de personas se encuentran
reunidas en una casa particular. La persecución ha arreciado. Estos cristianos de la
primera hora no piden al Señor que cesen las persecuciones, sino que les conceda
“mucho poder” para que se realicen prodigios y maravillas y que los que los vean puedan
creer. Expresamente se afirma que después de esa oración, llena de fervor, “tembló” el
lugar en donde se encontraban. Dios quiso darles una muestra evidente de su “presencia”
entre ellos (Hch 4, 31).
Otro pasaje del mismo libro, narra un acontecimiento gemelo del anterior. Pedro ha
sido capturado por las autoridades y se encuentra prisionero. La comunidad se reúne en
una casa particular. Están en intensa oración. De pronto tocan a la puerta. Es Pedro
quien llega. Ha sido librado milagrosamente por un ángel. Lo curioso de este
acontecimiento es que aquella comunidad está reunida en nombre de Jesús, orando por
Pedro, se “asustan”; no creen que sea Pedro en persona el que aparece en ese momento.
Es decir, ellos estaban orando con fervor, pero no esperaban que su oración fuera
contestada tan pronto. (Hch 12, 12-16). Estaban reunidos en nombre del Señor. La
promesa de Jesús no se hizo esperar. Allí estaba Pedro en persona. Ellos no terminaban
de creerlo.
Toda reunión de cristianos, que unen sus corazones y oran en nombre de Jesús, es una
potencia espiritual sin comparación. Cuando dos o tres dejan a un lado su egoísmo y se
unen para orar “en nombre de Jesús”, se desatan fuerzas espirituales prometidas por el
mismo Jesús. En ese momento es fácil ver pescas milagrosas y chisporroteo de
Pentecostés.

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12. MARÍA, MODELO DE ORACIÓN

Entre el pueblo judío, a temprana edad , los padres iniciaban a sus hijos en la oración;
los salmos, las grandes oraciones del pueblo, la súplica, la alabanza, la intercesión. Nos
impresiona pensar que fue la Virgen María la que le enseñó a orar a Jesús. El niño Jesús
tuvo que aprender algunos salmos; se quedaría observando la piedad con que su Madre,
María, hablaba con Dios. La vería acercarse a la Escritura y escrutarla. La casita de
Nazaret fue una escuela de oración.
Al ascender Jesús al cielo, la Virgen María continuó como maestra de oración del
cuerpo de Jesús, la Iglesia. En esa actitud la observamos en el libro de los Hechos de los
Apóstoles. Allí se encuentra congregada la Iglesia: los apóstoles, los discípulos; allí está
Ella, que ya había sido llenada por el Espíritu Santo, ayudándoles a abrirse al poder del
Santo Espíritu. “Perseveraban unánimes en la oración”, dice el texto bíblico. En la
actualidad, la Virgen María continúa como maestra de oración para los que se acercan a
Ella. Les enseña a “permanecer y perseverar unánimes en la oración”.
Contemplamos alguna facetas de la vida de oración de la Virgen María.

La oración en silencio

Jesús advertía que la oración no debe caracterizarse por una “palabrería inútil”.
Muchas de nuestras fallas en la oración consisten en “hablar más de la cuenta”, y en
olvidarnos de que Dios quiere que lo escuchemos. Que hagamos silencio respetuoso y
paciente para poderlo oír a El. María está en silencio humilde. Se esfuerza por escuchar
lo que Dios quiere decirle. Es durante ese momento de silencio cuando, por medio del
ángel, Dios le revela su misión. Dará a luz al Mesías. Todo será por obra del Espíritu
Santo. De una manera totalmente anormal.
El Evangelio menciona la “turbación” de la Virgen María. No está casada y ya le
hablan de quedar embarazada. ¿Cómo es eso? En el mismo silencio de su oración recibe
la respuesta enigmática de Dios. Ella no comprende. Su respuesta es definitiva: “Soy
esclava del Señor. Que se haga en mí según su Palabra” (Lc 1, 38).
La Virgen María es nuestra maestra en la oración del silencio en la que buscamos la
voluntad de Dios, y pedimos la fuerza para decirle que sí a Dios en sus desconcertantes
directivas, que nos turban.

La oración de adoración

Toda madre “adora” a su hijo en un sentido figurado. La Virgen María, no en sentido


figurado, sino en realidad, “adoró” a su Hijo apenas nació. Allí frente a ella estaba el

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Mesías. Se le había dicho que sería EMMANUEL, Dios con nosotros, Se le había
advertido que se llamaría Jesús, es decir, Salvador. Por eso Ella lo adoró no sólo con
corazón de madre, sino con los ojos de la fe.
Hincados en nuestro cuarto, o ante el Sagrario, o bajo el cielo azul, adoramos a Dios.
Sólo lo podemos hacer con los ojos de la fe.
La Virgen María tenía que avivar su fe; ¿era posible que ese niñito lloriqueante fuera
Dios? En nuestra oración, el rogamos a María que nos acompañe para saber adorar a
Dios en todas partes, en todas las circunstancias. No se trata de panteísmo. Se trata de
Dios vivo que se nos revela por medio del Espíritu Santo. Como Tomás, caemos de
rodillas y decimos; “Señor mío y Dios mío”.

La oración de la entrega

Orar no quiere decir forzar la mano de Dios para que se haga nuestra voluntad. Parece
que así lo entendemos con demasiada frecuencia. María lleva al Templo a su Hijo. Se lo
va a ofrecer a Dios para que se cumpla en él, no lo que Ella quiere y sueña, sino lo que
Dios ha determinado.
El anciano Simeón le sale al paso y le profetiza que su Hijo será “signo de
contradicción”; debido a ese misterioso Hijo una “espada de dolor” le atravesará el
corazón. En oportunidades como éstas, a las madres se les deseaba “bienaventuranza”,
felicidad. A la Virgen María, se le señala un horizonte rojo en que se yergue una
amenazante espada.
María no pronuncia palabra; en lo profundo de su corazón, repitió su HAGASE.
Recordó que era la “esclava” del Señor.
María nos enseña a no torcer el sentido de la oración. Rezamos no para que se cumpla
nuestro soñado plan, sino para que se haga lo que Dios ha dispuesto para cada uno de
nosotros. Le pedimos, en nuestra oración, no tener miedo de decir: “Hágase”.

La oración con la Biblia en la mano

Los niños se especializan en plantearles difíciles preguntas a sus papás. Cuando Jesús
se quedó en el templo, le hizo a María una complicadísima pregunta: “¿Por qué me
buscaban; no sabían que debo hacer la voluntad de mi Padre?” Claramente afirma el
evangelista que la Virgen no comprendió nada de esto. En seguida el Evangelista describe
a María que regresa a su casa de Nazaret –su casa de oración– y que “guarda todas
estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2, 51).
La Virgen María se acerca a la Palabra, a Jesús; no entiende muchas de las palabras de
Jesús. Su actitud es la de permanecer “rumiando” esas enigmáticas palabras; las “guarda
en su corazón” para que su corazón las vaya “digeriendo” poco a poco. Según la

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afirmación de Jesús, María, es la que “guarda sus palabras y las pone en práctica” (Lc
11, 28).
La Virgen María nos enseña a orar con la Biblia en la mano. A saber escudriñar la
Palabra, y esperar que esa palabra, dentro de nosotros, nos vaya guiando, se vaya
convirtiendo en luz. María nos enseña a “guardar” la palabra en el corazón, a “rumiarla”
para luego “ponerla en práctica”. “Bienaventurados los que escuchan la Palabra de
Dios, y la ponen en práctica” (Lc 11, 28).

La oración de intercesión

Si la Virgen María, en Caná, no hubiera tenido bien abiertos los ojos y el corazón, no
se hubiera dado cuenta de los apuros en que se encontraban los de la familia. Muchos
otros de la fiesta se preocuparon solamente de divertirse. María estaba atenta a servir y,
por eso, captó, al momento, la vergüenza que estaban por pasar los nuevos esposos. No
se pudo quedar tranquila y acudió a Jesús.
La Virgen nos enseña que para ser buenos intercesores en la oración, hay que tener
bien abiertos los ojos para ver la necesidad ajena. También nos enseña que hay que tener
muy abierto el corazón para saber “reír con los que ríen y llorar con los que lloran” (Rm
12, 15).
María sabía que Ella no podía remediar esa situación. Acudió a su Hijo. Nos enseña a
acudir a Jesús. Ella se une a nosotros en nuestra oración de intercesión ante Jesús. Jesús
nos lleva hacia el Padre.
La oración de intercesión de María fue poderosísima en las bodas de Caná cuando
todavía no había sido glorificada junto a Dios. Ahora que está en el cielo, su oración de
intercesión por nosotros es mucho más poderosa. Por eso en nuestras súplicas la
llamamos a nuestro lado para que nos lleve a Jesús y ruegue por nosotros.

La oración ante la cruz

San Juan la describe “al pie de la cruz”. No le podía fallar en ese momento a su Hijo.
Allí estaba. Su mirada no se apartaba del rostro de Jesús. Oraba junto a su Hijo.
Intercedía por su Hijo Jesús, el único intercesor ante el Padre.
La mirada de la Virgen María se deslizaba desde la frente ensangrentada de su Hijo,
hacia los clavos en las manos y en los pies, hacia la herida del costado... hacia su mirada
enturbiada, hacia sus labios orantes...
María nos enseña que nuestra oración puede centrarse en la pasión de Cristo. Nos
enseña a ir repasando todos los detalles de su martirio, a mover nuestros labios en
agradecimiento a Dios que “tanto amó al mundo que envió a su Hijo único para que
todo el que crea no se condene, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).

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Abraham para obedecer a Dios llevó, un día, a su hijo hasta el monte para sacrificarlo.
María para que se cumpliera el plan de Dios acompañó a su Hijo al Calvario para que
fuera sacrificado. A Abraham un ángel le detuvo la mano. Nadie detuvo la mano del
mundo al crucificar a Jesús. María nos enseña que la meditación en la pasión de Cristo
nos fortalece en la fe y nos ayuda a aceptar mejor nuestra propia cruz.

La oración de la noche de la muerte

Jesús fue sepultado. María veía cómo fracasaba la fe de los apóstoles y discípulos.
Ellos se encontraban desalentados en el aposento alto; lo de Emaús iban de regreso hacia
su pueblo. Tomás se había alejado. Las luces se habían apagado. La fe ya no brillaba en
la Iglesia. Sólo Ella, la madre, seguía, como candelita, brillando en medio de la oscuridad.
No sabía explicarse todo lo que había sucedido, pero seguía confiando en las palabras de
su Hijo que le había recomendado que supiera esperar, pues al tercer día resucitaría. No
comprendía nada. Seguía en su noche oscura brillando con la luz de su confianza en
Jesús.
La Virgen María nos enseña la oración de la fe en medio de la oscuridad. Ante la
muerte de los seres queridos, ante nuestras tragedias, no enseña a no cesar en la oración,
a seguir esperando hasta que se desentrañe el secreto.

La oración en la Iglesia

La última estampa que la Biblia nos presenta de María es en el Cenáculo. María se


sentía iglesia y no podía fallar a aquella reunión eclesial en donde “unánimes
perseveraban en la oración”. Conocía perfectamente las promesas de Jesús de que
donde estuvieran reunidos dos o tres en su nombre, allí estaría El. María permanecía
como la Madre de la Iglesia; al pie de la cruz había recibido ese encargo.
Ella ya había recibido la plenitud del Espíritu Santo el día de la anunciación. Su
“protopentecostés”, como lo llama René Laurentín. Allí estaba la madre enseñando a
orar a la Iglesia naciente. Allí estaba Ella enseñándoles a unirse con Dios por medio del
Espíritu Santo. Esa es la auténtica oración.
La Virgen no debe faltar en todo cenáculo en donde se “persevera en la oración” y en
donde se busca la presencia del Espíritu Santo. Por eso la llamamos a nuestro lado; por
eso insistimos en que nos acompañe, porque Ella es maestra de oración y nos enseña a
HACER LO QUE EL DIGA.
María, un día, enseñó a rezar a su niño Jesús. Más tarde le enseñó a rezar al nuevo
Jesús, la Iglesia de Pentecostés. Ahora está junto a nosotros para enseñarnos a escuchar
la voz de Dios en la oración y a abandonarnos a su voluntad con un HAGASE de
corazón. Ella nos muestra la manera de adorar al Emmanuel, a Jesús nuestro Salvador.

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Nos indica cómo aceptar la cruz que El ha permitido para nosotros. Ella, la Madre, nos
ayuda a acercarnos a la Palabra y a irla devorando en el silencio del corazón. Nos da
ejemplo de cómo tener los ojos siempre abiertos para ver las necesidades de los otros e
interceder por ellos. La vemos de pie, junto a la cruz, repasando, con los ojos y el
corazón, cada una de las llagas de Jesús. Como veladora brillante nos acompaña en las
noches oscuras de nuestra fe. Y, como Madre amorosa, persevera junto a nosotros, en la
iglesia, y nos acompaña para que nuevamente tengamos una nueva efusión del Espíritu
Santo. Por eso con cariño no nos desprendemos de esa admirable maestra de oración.

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13. LA ALABANZA, UNA ORACIÓN MUY DESCUIDADA

Habría que preguntarse, muy en serio, hasta qué punto acudimos a la oración
solamente para buscar una solución a nuestros siempre inquietantes problemas. Hasta
qué punto, en primer lugar, buscamos la solución de nuestras dificultades, y no la gloria
de Dios. El Señor nos animó a pedirle con confianza todo lo que nos hace falta, pero eso
no quiere decir que el fin primordial de la oración sea pedirle cosas a Dios. Jesús curó a
diez leprosos que acudieron presurosos a El. Solamente uno volvió para darle gracias.
Jesús con tristeza preguntó; ¿Donde están los otros nueve? ¿Unicamente este extranjero
ha vuelto para ALABAR A DIOS? (Lc 17, 18).
La proporción de nueve contra uno es muy desconcertante. Los leprosos acudieron
presurosos para pedirle al Señor que los curara; pero para dar gracias, para alabar a Dios
se mostraron olvidadizos. Este es un defecto muy común entre nuestras comunidades.
Hay prisa para pedir, pero mucho descuido para alabar, para agradecer a Dios. La
oración de alabanza no es la que predomina en nuestra vida, en la vida de nuestras
comunidades.

Una fe profunda

San Pablo les decía a los efesios que debían “dar gracias en todo porque esa era la
voluntad de Dios” (1Ts 5, 16-18). La oración de alabanza nace de una fe profunda que
confía en que la Providencia de Dios está en todos los acontecimientos: en los buenos y
en los malos. Ciertamente Dios no envía el mal: Dios permite que ciertos males se
acerquen a nosotros porque tiene un plan de amor para sus hijos. Creer eso no es nada
fácil. Se necesita cierto crecimiento espiritual. Es de las lecciones vivenciales más difíciles
de aprender en el camino del Evangelio.
En la Carta a los Romanos, San Pablo nos expone el motivo profundo para creer que
todo lo que sucede está regido por la Providencia de Dios. Dice Pablo: “Todo resulta
para bien de los que aman a Dios” (Rm 8, 28). Este es el gran postulado de la Biblia.
Todo se convierte en bendición para los que aman a Dios. No es una utopía. No es un
fácil consuelo para adormecernos. Es algo que hay que aceptar con toda el alma para
poder, de veras, decir que creemos en un Dios Padre bondadoso.
Para Pablo ésta no fue una teoría. El creyó firmemente en la bondad de la Providencia
Divina en todos los momentos de su ajetreada vida. En la fría e incómoda cárcel,
después de que lo había azotado y maltratado, Pablo y su compañero Silas se pusieron a
alabar a Dios a altas horas de la noche. Seguramente sus espaldas estaban todavía
sangrando. Como hombres espirituales, sabían que en medio de esa calamidad existía un
plan misterioso de Dios. Por eso alababan al Señor con todo su corazón.
Sin una fe profunda, la oración de alabanza no puede existir. Los caminos de Dios son
demasiado misteriosos. El pueblo dice: “Dios escribe recto en renglones torcidos”. Ante

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los misteriosos caminos de Señor no queda más que la fe, que no es un recurso fácil para
taparse los ojos por miedo a ver la dura realidad. La fe, en esos momentos, consiste en
seguir creyendo en la Luz, aunque todo a nuestro alrededor sean tinieblas; en continuar
confiando en que nuestro buen pastor va a nuestro lado, aunque no lo veamos bajo la
cerrada noche.
Ante su tragedia, Job comenzó alabando a Dios. Dijo: “El Señor me lo dio el Señor
me lo quitó ¡bendito sea el nombre del Señor!” (Jb 1, 21). Las desgracias continuaron
arremolinándose en su vida. Job ya no bendijo a Dios, sino que comenzó a dejarse llevar
por su lógica humana. Inició un “cuestionamiento” acerca de la manera de obrar de Dios
con respecto a los “justos”. Job cayó en la depresión. Muchas de sus preguntas a Dios
colindan con la blasfemia. Hasta que se le vinieron encima las preguntas con las que Dios
lo hizo bajar al plano de la fe. Dios le preguntó que dónde estaba en el momento en que
creaba el mundo, los ríos, los lagos, las montañas. Job cayó en la cuenta de su locura.
Puso su frente en el polvo y pidió perdón. Job volvió a ver todas las cosas desde la
dimensión de la fe (Jb 42, 1-6).
El profeta Habacuc pasó por la misma experiencia. Ante las innumerables calamidades
que atenazaban al pueblo, el profeta se dirigió al Señor con cierta altanería: “Señor,
¿hasta cuándo gritaré pidiendo ayuda sin que tu me escuches?” (Ha 1, 2). La respuesta
del Señor fue muy precisa: “Tú espera, aunque parezca tardar, pues llegará en el
momento preciso” (Ha 2, 3). El profeta se decidió a confiar en la Palabra del Señor; para
eso tuvo que renovar su manera de pensar. “Le alabaré –dijo el profeta– aunque no
florezcan las higueras ni den fruto los viñedos y los olivares...” (Ha 3, 17). En el
profeta hubo auténtica conversión: de los reclamos a Dios, pasó a la alabanza en todo
momento. Se necesita una auténtica conversión para cambiar nuestra manera de pensar:
para dejar de interpelar a Dios y para aceptar, de todo corazón, sus Palabras. Para
confiar que El sigue siendo en todo instante el mismo Padre bondadoso de quien nos
habló Jesús.

Un Corazón sanado

La oración de alabanza sólo puede brotar de un corazón lleno de fe liberado de todo


resentimiento o desconfianza HACIA DIOS, y hacia los demás. De un corazón sanado
en profundidad por la acción del Espíritu Santo. Los apóstoles, el día que fueron llenados
por el Espíritu Santo, sintieron el imperativo urgente de alabar a Dios, estrepitosamente.
Los que estaban fuera del acontecimiento espiritual creyeron que estaban borrachos.
Con frecuencia nos gloriamos de nuestro espíritu crítico. En todo encontramos,
sagazmente, algo oscuro que señalar. Como el alacrán vamos por lugares escondidos,
buscando la basura. Apenas se presenta la ocasión, inyectamos veneno.
Inconscientemente, como el fariseo, decimos que no somos como los demás. Los
primeros en sufrir las consecuencias de nuestro venero somos nosotros mismos. Nos
volvemos inconformes y amargados. Nada nos trae gozo. La esposa de David se llamaba

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Mikal. Con espíritu altamente crítico se burló de David que iba danzando con libertad
ante el Arca de la Alianza. Mikal era una mujer estéril, amargada. Es fácil imitar a Mikal.
No es nada fácil ser sencillos como David, y expresarle al Señor con libertad nuestro
culto de alabanza.
Todos tenemos nuestros traumas. Quienes más, quienes menos. Necesitamos siempre
estar siendo sanados por la acción purificadora del Espíritu Santo. Cuando nuestras
heridas espirituales han cicatrizado, la oración de alabanza brota normalmente, y no
como algo forzado a base de repetir frases laudatorias que únicamente proceden del
intelecto y no del corazón.
David y Saúl fueron ungidos por el mismo profeta Samuel. Ambos quedaron LLENOS
del Espíritu Santo. Fue más llamativa, externamente, la efusión del Espíritu en Saúl. Los
demás, admirados, decían: “¡También Saúl profetiza!” A Saúl lo invadió la envidia;
perdió su sencillez de pastor. Se convirtió en un engreído rey. En un neurótico. Murió
suicidándose.
El reinado no logró que David perdiera su sencillez de alma. Cuando todavía era un
pastor, intentaron revestirlo con las mejores armas para que luchara contra el gigante
Goliat. David se tuvo que despojar de todas esas galas para sentirse libre en la lucha. Se
quedó con su indumentaria de pastor. David también se despojó de sus vestiduras reales
para poder danzar libremente ante el Arca del Señor. Muchos de los salmos de la Biblia
recogen el júbilo que brota del alma de niño de David. Continuó siempre alabando a su
Señor con su alma de muchachito, de pastor.
El intelectualismo –muy distinto de la verdadera sabiduría–, el creerse clase aparte, el
orgullo impiden la oración de alabanza. El fariseo sabe fabricar una oración barroca, pero
es incapaz de alabar a Dios. Se alaba él mismo nada más. Echa incienso a su yo y no a
Dios. Para llegar a la oración de alabanza, hay que despojarse de muchos prejuicios.
Quedarse como niños. “De la boda de los niños has fabricado tu alabanza”, dice el
Salmo 8. Fueron los niños los que, el día de la entrada de Jesús en Jerusalén, lo
recibieron con algarabía, gritando: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”. A
Jesús le agradó sobremanera la alabanza de los niños. Jesús afirmó en esa oportunidad:
“Si ellos no gritaran, hablarían las piedras”.

Portador de gozo

La persona que tiene el don de alabanza es una persona gozosa que va adivinando el
amor de Dios en todas partes. Lo adivina porque lo lleva dentro de su corazón. La Virgen
María va a visitar a su prima Isabel. Apenas Isabel escucha la voz de María, queda
contagiada de su gozo. Las dos se unen en un dúo armónico, entonando alabanzas al
Señor. Van revisando la historia de Israel y la propia historia; en todo van encontrando
destellos de la bondad de Dios. “Glorifica mi alma al Señor” es la alabanza que inicia
María, secundada por su prima Isabel.
Moisés había pasado largo tiempo en la presencia de Dios, en el monte Sinaí. Cuando

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desciende, viene resplandeciente; los demás tienen que bajar la mirada ante Moisés
porque no logran resistir el resplandor que brota de su rostro. Moisés había estado en la
presencia del Señor, alabándolo, contemplándolo; por eso la luz de Dios se le había
metido dentro.
Una persona que sabe alabar en todo al Señor es una persona que transmite optimismo
a todo el mundo. Donde los demás ven solamente un perro muerto en medio de la calle,
ella se fija en la blancura de perla de sus dientes. No se trata de un mecanismo
simplemente de tipo sicológico. Se trata de una persona que se ha dejado impregnar por
el amor de Dios y, por eso mismo, dimana gozo espiritual que se traduce en alabanza a
Dios.
En un mundo en donde abundan los pesimistas, las personas que han estado en el
monte alabando a Dios, con su sola presencia, como la Virgen María, llevan la bendición
del Señor y la difunden por doquiera. Jesús nos dio ese encargo: “Ustedes son la sal de
la tierra; ustedes son la luz del mundo” (Mt 5, 13-14).
Una característica de la oración de alabanza es que el individuo se olvida de sí mismo
para pensar en Dios con agradecimiento, con amor sincero, sin esperar, a cambio, algún
regalo. Este es el motivo por cual el corazón de la persona se abre más a la bendición de
Dios. Muchas de las bendiciones de Dios no logran llegar a nosotros porque nos
encuentran a la defensiva. Dios se acerca a nosotros con sus dones, y, cuando llega no
logra ingresar a nuestra casa porque se encuentra conque hay muchos ídolos dentro. La
persona mientras alaba a Dios, va vaciando su corazón. Dios, entonces, puede encontrar
ese corazón abierto y llenarlo de sus más exquisitas bendiciones.
Muchas de las curaciones espirituales y físicas más notables se han realizado cuando la
persona se a puesto a alabar a Dios con todo su corazón. Muchos de los favores que las
personas conseguían durante muchos años, han sido otorgados cuando las personas se
han abandonado en las manos de Dios y han decidido confiar en El como en un Padre
bondadoso.
Una señora tenía mucha dificultad para leer la Biblia; sufría mucho por eso. Iniciaba la
lectura y solamente lograba permanecer leyendo durante cinco minutos; luego le ardían ,
como brasas, sus ojos. Había orado durante muchos años para ser curada. En muchos
grupos de oración se había pedido por ella, y nada. Aquella mujer decidió entregarle al
Señor su mal de ojos. Aceptó sinceramente la voluntad de Dios en lo que se relacionaba
con su malestar. La alabó porque había un plan ininteligible para ella; pero que era un
plan de amor. Alabó a Dios sin pretender pedirle que la curara. La mujer sanó
totalmente. Con una particularidad: ahora podía leer hasta la letra pequeña de los libros.
La oración ansiosa de esa señora, su preocupación, en cierta forma, eran como
obstáculos para que la gracia pudiera actuar en ella. Su afán y su ansiedad le impedían
tener la fe suficiente para ser curada. El día que decidió abandonarse a la voluntad de
Dios, todo cambió para ella. Cuando le entregó al Señor su mal de ojos no pensaba
“chantajear” a Dios, alabándolo para que le concediera la salud. No le pasó eso por su
mente. Con fe se dedicó a alabar el plan de que Dios tenía para ella; lo aceptó de
corazón. En ese momento, sin saberlo, estaba quitando la barrera que le impedía recibir

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la curación. Las oraciones con mucha carga de afán y temor son muestras de nuestra
desconfianza en Dios. Impiden que el Señor realice en nosotros su obra sanadora.

En todo momento

Alabar a Dios en los momentos favorables de la vida no es difícil. Alabarlo cuando


todo resulta cuesta arriba, cuando hay tragedia a nuestro alrededor, muerte, conflicto,
turbación, no es nada fácil. ¿Tiene sentido alabar a Dios en esas circunstancias negativas?
¿No será ridículo? Para el que ha puesto su confianza en Dios no es ridículo. Tiene
mucho sentido porque el hombre de fe sabe que, a pesar de las tristes circunstancias que
lo están envolviendo, Dios continúa siendo siempre el mismo Padre amoroso de quien
nos habló Jesús.
Para poder alabar a Dios en los momentos críticos de la vida, se necesitan dos cosas
básicas; una firme creencia en un Dios Padre bondadoso, y saber abandonarse en sus
manos a pesar de los males que nos circundan.
José, tuvo una vida azarosa antes de llegar a ocupar el segundo lugar, en Egipto. Fue
vendido como esclavo por sus hermanos. Es calumniado por la pérfida esposa de Putifar.
Se le mete injustamente en la cárcel; José no se queja nunca. No le pide cuentas a Dios
de las injusticias que se cometen contra él. Cuando José se da a conocer a sus hermanos,
ellos piensan que se vengará de ellos, y se aterrorizan. José, en cambio, les enseña a ver
todo desde la fe: “No se aflijan ni se enojen con ustedes mismos por haberme vendido,
pues Dios me mandó antes que a ustedes para salvar vidas” (Gn 45, 5). Para José
ahora todo se veía muy claro. Dios le había pedido su “dolorosa” colaboración; José se
alegraba porque se había realizado el plan de Dios. El había cumplido su parte.
En la vida de Tobías se lee con admiración que mientras Tobías expone su vida para
favorecer a los necesitados, pierde la vista. Entre lágrimas y suspiros, el santo Patriarca le
dijo al Señor: “Tu eres justo, Señor, todo lo que haces es justo. Tú procedes siempre con
amor y fidelidad” (Tb 3, 2). Tobías no le pide cuentas al Señor. No le hace preguntas.
Lo alaba de corazón y reconoce su sabiduría y su justicia.
La oración de alabanza es producto de un vida en la presencia de Dios. De la
confianza ininterrumpida en su providencia divina. De la seguridad que Dios no nos va a
jugar nunca una mala partida. Eso no se improvisa. Se aprende. La oración de alabanza
es algo connatural en la persona que se ha acostumbrado a ver la mano de Dios en todos
los acontecimientos.

Obediencia a la Palabra

La oración de alabanza tiene su raíz más profunda en la obediencia a la Palabra de


Dios. Se obedece lo que ha ordenado el Señor, aunque parezca ilógico y sin sentido. No

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es pasividad. Por el contrario, es una actividad espiritual muy refinada. El Rey Josafat se
entera de que dos ejércitos enemigos vienen contra él. Es desde todo punto de vista
imposible resistir el embate de los furiosos enemigos. Acude al Señor. La respuesta del
Señor es en extremo “rara”: “Quédense quietos y vean la salvación de Dios” (2Cro 20,
17). Josafat, a pesar de lo que le aconsejarían sus generales, obedece al pie de la letra.
Organiza un grupo de personas para que alaben constantemente a Dios. Cualquiera podía
pensar que era una manera escapista de intentar resolver el problema. Josafat, contra
viento y marea, obedece a Dios. Los dos ejércitos enemigos se confundieron terminaron
enfrentándose entre ellos mismos. Josafat y su ejército solamente encontraron un montón
de cadáveres enemigos.
Similar es el caso del Rey Ezequías. El implacable Senaquerib está por atacarlo con un
ejército superior en todo aspecto. Ezequías acude al templo a exponerle al Señor su pena.
El Señor le da una respuesta también muy desconcertante. No deben presentar batalla. El
enemigo ya está junto a las murallas ¿Hay que seguir sin hacer nada? Durante la noche
una peste cundió en el ejército enemigo. Miles de muertos. Tuvieron que huír
apresuradamente. (2R 19).
En los dos casos anteriores, hay una orden de Dios, que según la lógica humana, es
disparatada. En ambos casos se opta por alabar a Dios. La alabanza, en esas
circunstancias críticas implicaba gran fe y obediencia a la Palabra de Dios. Reconocían el
poder de Dios y se unían para alabar su grandeza y su bondad.
Cuando San Pedro escribió: “Echen en El todas sus preocupaciones, porque El cuida
de ustedes” (1P 5, 7), estaba invitando a confiar plenamente en los misteriosos designios
de Dios en todo tiempo. Invitaba a aferrarse a las promesas del Señor en su Palabra.
Parece fácil afirmarlo, pero es sumamente difícil vivirlo. Pedro no era un teórico. Lo que
predicaba ya lo había vivido. Cuando estaba en la cárcel, amarrado entre dos soldados,
en vísperas de una posible ejecución, un ángel tuvo que violentarlo para que se depertara
y lo siguiera. Pedro había echado en manos de Dios sus preocupaciones. Ya había hecho
su parte, por eso le permitía ahora al Señor que hiciera la suya: por eso “dormía
profundamente, en vísperas de su posible ejecución”.
Alabar a Dios en todo momento es asegurarle que se cree, sin dudas, en su Palabra y
que se cree firmemente que todas sus halagadoras promesas se cumplirán en nosotros,
aunque la realidad presente demuestre lo contrario.

Todo tiene sentido

En el libro “El refugio secreto”, Corrie Ten Boom narra algo muy impactante. Se
encontraba prisionera en un campo de concentración nazi; en su barraca, en la noche, se
reunían varias personas para orar. Lo hacían clandestinamente. El lugar estaba infestado
de pulgas que las martirizaba durante la oración. Decidieron alabar a Dios también por la
pulgas. Les extrañaba que los soldados no se acercaran a esa hora a la barraca. Para ellas
era mejor así para poder orar con mayor libertad.

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Años más tarde, cuando ya no estaba prisionera, se encontró con uno de los soldados
que las cuidaban. El militar recordó que debido a las muchas pulgas ninguno de sus
compañeros se acercaba a la barraca en la noche. En ese momento Corrie Ten Boom
comprendió a perfección que aquellos molestos insectos entraban en el plan de Dios
porque ellas no fueron privadas de su gozo espiritual en la oración. Debido a las pulgas,
nadie las estorbaba. ¡Aquella alabanza en aquellas noches de pulgas tenía mucho sentido!
Todo en nuestra vida tiene sentido desde el ángulo de la fe. Cuando amamos a Dios,
estamos plenamente seguros de lo que afirma San Pablo: “Todo resulta para bien de los
que aman a Dios” (Rm 8, 28). También tiene sentido el consejo de San Pablo: “Den
gracias a Dios el Padre por todas las cosas, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo”
(Ef 5, 20). Nunca vamos por el camino equivocado cuando alabamos a Dios en todos los
acontecimientos –buenos o malos–. Tarde o temprano llegaremos a comprender con
claridad que el plan de Dios es siempre el mejor proyecto de un Padre Sabio y Poderoso
que busca, en todo, lo mejor para sus queridos hijos, a quienes ama más que a la aves
del cielo y los lirios del campo.

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14. A DIOS LE AGRADA NUESTRA ALABANZA

Con frecuencia he experimentado lo siguiente: dentro de algún grupo de personas, he


invitado a alguno para que dirija la oración; luego he pasado la invitación a otros más del
grupo. Casi todos inician la oración diciendo: “SEÑOR TE PIDO...”. “Señor, te pido...”.
“Señor, te pido...”. Para muchos, oración es sinónimo de “pedir”. Se olvidan de dar
gracias a Dios, de bendecirlo, de alabarlo. En reuniones de personas con poco
crecimiento espiritual –abundan– la oración de alabanza es desconocida. No se les ocurre
alabar a Dios, agradecerle su bondad. En su oración normal abundan los “TE PIDO...” y
casi no aparecen los “TE ALABO...”. Esto indica, claramente, que no amamos a Dios;
que nos queremos servir de la oración para “manipular” a Dios; para que nos conceda
favores. Centramos nuestra atención en los favores de Dios y nos olvidamos del Señor
de los favores.
Se ha llamado a la oración de alabanza “la oración perfecta” porque la persona que, de
corazón, alaba a Dios, llega casi a olvidarse de sí misma para centrarse en Dios
alabándolo y bendiciéndolo, y no acudiendo a Dios sólo porque se encuentra en algún
apuro.
Algo que no se toma en cuenta. La Alabanza es una “orden” expresa de Dios. No un
consejo piadoso. No una recomendación. Dice Pablo: “Den gracias a Dios EN TODO,
porque esta es LA VOLUNTAD DE DIOS para ustedes en Cristo Jesús” (1Ts 5, 18). Es
una orden expresa del Señor. Algo que le agrada. Algo que debe brotar espontáneamente
del corazón agradecido.
Para que la oración se convierta en alabanza, deben existir motivos concretos que nos
impulsen a alabar a Dios. La primera Carta a Timoteo dice: “Porque todo lo que Dios
creó es bueno”. Aquí hay un motivo muy convincente. Todo lo creado es bueno. Es un
regalo de Dios para sus hijos. Por eso el libro del Génesis hace ver cómo Dios mismo.
“vio que era muy bueno” lo que había creado. El salmista, al contemplar la creación,
estalla en un grito de alabanza, diciendo: “los cielos pregonan la gloria de Dios, el
firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal 19).
San Pablo también nos invita a contemplarlo todo como un regalo de Dios para
nosotros cuando lo amamos; dice Pablo: “Todo resulta para bien de los que aman a
Dios” (Rm 8, 28). En la óptica de la fe, todo es “algo bueno” que Dios regala a sus hijos.
Cuando entre sonido de trompetas y tambores llevaban el Arca al Templo, en tiempos
de Salomón, todos iban entonando a Dios alabanzas, y decían: “Porque es bueno y su
misericordia es eterna” (2Cro 5, 14). La mejor motivación para alabar a Dios es haberse
encontrado con Dios BUENO Y MISERICORDIOSO. Tener experiencia de la bondad y
misericordia es el mayor estímulo para sentirse impulsado a bendecir a Dios.
El Salmo 68, 19 reza: “¡Bendito el Señor! Cada día nos colma de beneficios el Dios
de nuestra salvación”. El Salmo 103, 2, a su vez, recomienda: “¡Bendice, alma mía, al
Señor y no OLVIDES ninguno de sus BENEFICIOS!” El olvido es de lo más
característico del hombre. Olvidamos con facilidad los beneficios de Dios. Se borra de
nuestra mente, el rosario de favores que Dios nos ha dispensado. En nuestra balanza

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pesan más nuestras desgracias, nuestros sinsabores. De allí que nuestra oración, en lugar
de se una alabanza gozosa, se convierte en un lamento interminable.
El pueblo de Israel no terminaba de bendecir a Dios apenas acaba de pasar el Mar
Rojo. Pero al poco tiempo, ante las dificultades del desierto, en lugar de alabanzas había
protestas contra Dios. Hasta llegaron a decir: “¿Está o no está Dios con nosotros?” Se
había borrado de su mente las hazañas del Señor, que hacía poco había cantado en
grandiosos himnos.
Jesús curó a diez leprosos que con angustia le suplicaban su sanación. Sólo uno volvió
a dar gracias, a postrarse ante Jesús con el corazón lleno de gratitud. El Señor, con
tristeza, preguntó: “¿Y los otros nueve, dónde están?” (cfr. Lc 17, 15).
El pueblo de Israel se perfiló como un pueblo “murmurador”, inconforme. Olvidaba
los beneficios del Señor. Hacía hincapié en sus desgracias nada más. Era un pueblo
inconforme. La Biblia especifica que las “serpientes venenosas”, que aparecieron, se
debían a las murmuraciones del pueblo. Esas serpientes destructoras patentizaban que la
bendición del Señor se había apartado del pueblo que yo no alababa, sino murmuraba.
Al Señor le agrada la alabanza. La alabanza atrae su bendición. Los que, en tiempos de
Salomón, llevaban el Arca del Templo, entre cantos de alabanza, pudieron ver cómo
UNA NUBE se introducía en la casa del Señor. Esa nube era señal de la presencia de
Dios. De su bendición (cfr. 2Cro 5, 14). Esa simbólica nube nos recuerda que cuando el
pueblo tenía comunión con su Dios, la nube los precedía, los ocultaba de enemigos; se
tornaba fosforescente para indicarles el camino en medio de la noche. La alabanza es
signo de comunión con Dios, que se patentiza con su evidente bendición. Dios, en alguna
forma, se manifiesta, muestra su agrado.
El ciego de Jericó, al ser curado, dice el Evangelio, iba “alabando a Dios. Y toda la
gente que lo vio también alababa a Dios” (Lc 13, 43). El tullido curado por Pedro y
Juan, en el atrio del Templo, entró “andando, saltando y ALABANDO a Dios”. Tanto el
ciego como el tullido habían experimentado la salvación de Dios y, por eso, no
terminaban de alabar al Señor, y su alabanza inducía a los demás a unirse a su oración de
gratitud a Dios. La esencia de la oración de alabanza estriba en la experiencia de la
salvación de Dios, de sus beneficios, de su misericordia, de su salvación. El cristiano que
ha sido salvado, que ha recibido innumerables dones de Dios, que ha sido múltiples veces
perdonado y sanado debe, alabar a Dios con espontaneidad. No hacerlo equivale a
provocar el desencanto de Dios, como cuando Jesús, al ver a un solo leproso que le daba
las gracias, preguntó; “Y los otros nueve, ¿dónde están?”

Sacrificio de alabanza

El pueblo de Israel con facilidad alabó a Dios después de haber pasado el Mar Rojo,
después de haber experimentado su liberación; pero no supo alabar a su Señor en medio
de la tribulación. Renegó. Se rebeló. No es fácil alabar a Dios en medio de la desgracia.
Cuando nos envuelve el torbellino de la adversidad. Sin embargo, “la voluntad de Dios

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es que demos gracias en TODO” (1Ts 5, 18).
Hay una expresión bíblica que puede iluminarnos con respecto a la alabanza en los
momentos críticos de nuestra existencia. El Salmo 50 apunta: “Sacrifica alabanza a
Dios” (Sal 50, 23). El mismo Salmo añade: “El que sacrifica alabanza me honrará”
(Sal 50, 23). ¿Cómo se puede conjugar el gozo de alabanza con el dolor que conlleva el
sacrifico? Sacrificio, en el Antiguo Testamento implica sangre, dolor. El que ofrecía un
sacrificio tenía que desprenderse de algo valioso. No se admitía un cordero cualquiera;
tenía que ser un cordero especial, sin defecto, aprobado por los custodios de la
ceremonia. La expresión del Salmo “sacrificar alabanza” tiene mucho sentido en los
momentos críticos de nuestra vida cuando no es fácil alabar a Dios; cuando nuestra
mente está aturdida; más que alabar quisiéramos “reclamar”, “murmurar”. Por la fe,
aceptamos que también es ese trance difícil está el proyecto de Dios; lo aceptamos por
fe, y, por eso alabamos, aunque no comprendemos, en ese instante, el designio de Dios.
Es un sacrificio, algo doloroso. Es un sacrificio de alabanza. A Dios le agrada. Es un acto
de fe absoluta en su amor, en su sabiduría, en su providencia.
Jesús pasó varias horas sudando sangre en el Huerto de los Olivos; no se atrevía a
“beber el cáliz” que su Padre le presentaba. Cuando, al fin, pudo decir: “Pero no se haga
mi voluntad, sino la tuya”, en ese instante, estaba ofreciendo un sacrifico de alabanza;
estaba glorificando a Dios. San Juan hace ver que la crucifixión de Jesús fue el momento
de su glorificación; con su muerte, con su sacrificio, Jesús está glorificando al Padre y
recibiendo la gloria del Padre. Ese es el gran sacrificio de alabanza de Jesús.
Pablo aporta más luz al respecto, cuando escribe: “Hermanos, les ruego por la
misericordia de Dios que se presenten ustedes mismos como ofrenda viva,
CONSAGRADA Y AGRADABLE A Dios. Este es el verdadero culto que deben ofrecer”
(Rm 12, 1). Según el Apóstol, lo que más le agrada a Dios es que no nos ofrezcamos a
nosotros mismos. Ofrecerse a sí mismo equivale a renunciar a su propio proyecto, a
nuestra voluntad para aceptar el proyecto de Dios, la voluntad de Dios. Esto, muchas
veces, nos hace sudar sangre. En el momento que podamos decir: “No se haga mi
voluntad, sino la tuya”, en ese instante, estamos ofreciendo el culto que agrada a Dios:
nuestro yo sobre el altar. El Señor no quiere corderos, ni bueyes. Quiere nuestro yo
sobre el altar; lo más valioso que tenemos, inmolado para hacer su voluntad. Ese es el
culto de alabanza que más le agrada a Dios. Así lo explica Pablo. La oración de alabanza,
en los trances difíciles de nuestra vida, equivale a ofrecernos a nosotros mismos como
ofrenda viva, agradable al Señor.
Pablo, cuando acababa de ser azotado y metido en la cárcel, ciertamente no se moría
de las ganas de alabar a Dios. Pero, Pablo, en fe, sabía que en medio de todos esos
acontecimientos estaba el plan de Dios. Por eso se puso a entonar cantos e himnos, a
medianoche, en compañía de su amigo Silas. Era el sacrificio de alabanza que Pablo
entregaba a Dios en esa situación crítica por la que estaba pasando.

¿Gracias en la tribulación?

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Job y Tobías enfrentan tremendas tribulaciones durante su vida. Job es un buen
hombre, pero tiene una fe intelectual, “de oídas”. No ha tenido un encuentro personal
con Dios todavía. Por eso en el momento de la prueba, en lugar de alabar a Dios, le
interpela, le pide cuentas de lo que le está pasando. Todo este planteamiento de tipo
intelectual no le sirve a Job para resolver su problema. Cuando Job tiene su encuentro
personal con Dios, entonces deja de hacer preguntas agresivas, hunde su cabeza en el
polvo y pide perdón. En ese momento Job está rindiendo a Dios un culto de alabanza. En
ese momento comienza a experimentar la bendición de Dios. Se soluciona su problema.
Tobías no pasa por este proceso intelectual de Job. Tobías ama de corazón a Dios y
en medio de sus desgracias continúa bendiciendo siempre al Señor. A pesar de su
ceguera, Tobías le dice al Señor: “Tú eres justo, Señor, todo lo que haces es justo. Tú
procedes siempre con amor y fidelidad” (Tb 3, 2). Tobías no le reclama a Dios. Lo
alaba; le dice que acepta como justo todo lo que dispone. Tobías no pierde la paz de su
corazón; aún en medio de sus lágrimas sabe que Dios está con él y lo bendice.
En el profeta Habacuc tuvo que darse una auténtica conversión. El profeta comienza
orando, reclamándole a Dios por la situación calamitosa en que se encuentra la nación.
Se atreve a reclamarle: “¿Hasta cuándo?” El Señor lo va llevando a una conversión: un
cambio de mentalidad. Habacuc ya no se queja, sino que afirma que ahora en adelante
alabará siempre al Señor, también en los momentos más adversos de su vida. Habacuc
había aprendido qué era el sacrificio de alabanza que agrada al Señor: “Te ofreceré
sacrificio de alabanza e invocaré tu nombre”, dice el Salmo 116, 17. Para llegar a eso
se necesita una verdadera conversión.
Mientras estaba en el vientre del gran cetáceo, Jonás, en fe, comenzó a alabar a Dios y
a prometerle un sacrificio. Para poder alabar a Dios en medio de la tribulación, se
necesita una verdadera conversión. Nada de preguntas indiscretas a Dios. Nada de
interpelaciones. Lo que cuenta es aceptar absolutamente su designio, su voluntad;
seguirlo alabando a pesar de todo. Pablo así lo había entendido cuando escribió: “Por
nada estén afanosos, sino sean conocidas sus peticiones delante de Dios en toda
oración y ruego, con acción de gracias” (Flp 4, 6).
Muchos de nuestros descontentos, de nuestras murmuraciones y reclamos provienen
de un corazón no convertido. De una fe puramente intelectual que conoce a Dios “de
oídas” –como Job–; no de una fe de corazón que sin titubear, –como Tobías–, sigue
proclamando la bondad y justicia de Dios, a pesar de estar en medio del ojo del ciclón.

Un don de Dios

La alabanza no es algo a lo que nosotros nos sintamos naturalmente inclinados; más


bien parece que nuestra inclinación es al lamento, al reclamo, a la inconformidad. Es
Dios el único que nos puede hacer cambiar de “mentalidad”; el que nos puede regalar

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una conversión como a Habacuc, que de la oración de lamentos pasó a la oración de
alabanza en toda circunstancia. Como Job que de la interpelación a Dios, pasó al
sacrificio de alabanza. La alabanza es un “don” de Dios; por eso debemos implorarlo con
ilusión.
El salmista, de pronto, se da cuenta que está alabando a Dios; está entonando himnos
para él. Por eso exclama: “Puso en mi boca un canto nuevo” (Sal 40, 3). Eso de alabar a
Dios no es normal. Es nuevo. Es algo que Dios ha puesto directamente en la boca del
salmista. Consciente de esto, el salmista también implora de Dios ese canto nuevo con
humildad, y le dice: “Abre mis labios y proclamarán tu alabanza” (Sal 51, 15). El poeta
de los Salmos sabe perfectamente que es Dios el que tiene la llave que abre los labios
para que alaben a Dios. San Pablo hizo referencia a los “gemidos inenarrables” que el
Espíritu Santo pone dentro de nosotros en la oración. Ciertamente se refiere a ese “canto
nuevo” de alabanza que el Señor pone en nuestros labios: la oración de alabanza.
La iglesia en su sabiduría de siglos nos enseña a comenzar la liturgia de las horas,
suplicando a Dios que nos conceda el don de saber alabarlo; de allí que esta oración
litúrgica se abre con las palabras del Salmo 51: “Abre mis labios y mi boca proclamará
tu alabanza”, una oración que muchas veces debemos repetir, pues, la oración de
alabanza, sobre todo en los momentos difíciles de nuestra existencia, sólo puede ser
producto de un regalo de Dios. Un gemido inenarrable, un canto nuevo que Dios
introduce en nuestro corazón por medio del Espíritu Santo.
La Biblia expone un nuevo dato. La alabanza a Dios no se limita a un determinado
momento de oración: debe hacerse continuamente. Como el corazón no deja de palpitar,
así los labios no deben cesar en una alabanza a Dios porque, segundo a segundo, se
muestran su bondad y su misericordia. El salmista, por eso, escribió: “Desde el
nacimiento del sol hasta el ocaso, alabado sea el nombre del Señor” (Sal 113, 3).
También escribió: “Bendeciré al Señor en todo tiempo, su alabanza estará siempre en
mi boca” (Sal 34, 1). El salmista emplea una figura llena de realismo y belleza, dice: “Sea
llena mi boca de tu alabanza, de tu gloria todo el día” (Sal 71, 8).
La verdad es que cuando se camina en fe, todo se ve bajo óptica divina, y se descubre
a Dios en todas partes, en todos los acontecimientos. San Juan de la Cruz, al ver los
verdes prados, decía que era Dios que había pasado por allí y había dejado pintada de
verde la naturaleza.
Cuando Dios está no sólo en la mente, sino sobre todo en el corazón, no queda otro
camino que tener la boca “llena de alabanzas a Dios en todo momento”.

Un culto de alabanza

La Eucaristía es el culto más importante de nuestra Iglesia. Eucaristía precisamente,


viene del griego y significa “acción de gracias”, culto de alabanza. La Eucaristía nos la
dejó Jesús. Expresamente el Evangelio acentúa que Jesús en la Ultima Cena “dio
gracias”. Los primeros cristianos conservaron este ritual que Jesús les había entregado y,

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según narra Hechos, “se reunían en las casas, partían el pan, comían juntos con sencillez
de corazón, ALABANDO a Dios...” (Hch 2, 46-47). Toda misa debe ser, esencialmente,
un culto de alabanza. Algo gozoso, amigable.
Los antiguos judíos invitaban a los fieles a llegar al templo para alabar al Señor; les
decían: “Entren por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con alabanza;
alábenle, bendigan su nombre” (Sal 100, 4). De veras que no tiene sentido encontrarse
en una misa con un montón de gente que sólo va al templo a lamentarse, a exhibir su
rosario de desgracias. Seguramente es porque van al templo no para buscar a Dios, sino
sólo para encontrar una solución a sus problemas.
San Pedro afirma que nosotros somos “un pueblo de sacerdotes” (1P 2, 9). No se
refiere Pedro solamente a los sacerdotes que dirigen el culto; Pedro hace ver que todos
los seguidores de Jesús somos un pueblo de sacerdotes. También lo repite el Apocalipsis.
Pedro especifica para qué somos un pueblo sacerdotal; dice Pedro: “Para que anuncien
las virtudes de aquel que los llamó de las tinieblas a la luz admirable” (1P 2, 9). La
reunión en la casa del Señor debe convertirse en la convergencia de la gratitud de todos
los fieles que han experimentado la “salvación” de Dios, y, por eso, sienten que la boca
se llena de alabanzas. Una misa triste es una triste misa que no denota la experiencia
gozosa de un pueblo de sacerdotes.
El Salmo 22, 22 reza: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la
asamblea te alabaré...”. La Eucaristía debe ser la suma de la alabanza agradecida de
todos los fieles que el domingo sienten el gozo de poder gritarle al Señor su
agradecimiento en compañía de los demás hermanos.
El último libro de la Biblia, al Apocalipsis, culmina con una grandiosa liturgia en que
todos los que están en el cielo dicen: “¡Alabado sea el Señor! ¡La salvación, la gloria y
el poder son de nuestro Dios!” (Ap 19, 1). Toda nuestra vida debe ser un ensayo para
poder, un día, participar en esa liturgia de alabanza en el cielo. Los que no aprenden a
alabar aquí en la tierra a Dios en todo momento, en toda circunstancia, no estarán
preparados para integrar ese coro grandioso de agradecimiento y alabanza al Señor.

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15. LAS BENDICIONES DE LA ORACIÓN DE ALABANZA

Son muchas las personas que dan fe de las múltiples gracias que han recibido mientras
se dedicaban a la oración de alabanza. Hablan de curaciones físicas y espirituales. De
favores muy notables. Claro está que se refieren a la auténtica oración de alabanza y no a
un “simulacro” de alabanza por medio del cual se alaba a Dios, pero para obtener alguna
gracia.
En la auténtica oración de alabanza no se pretende conseguir nada de Dios. Se le alaba
porque el corazón tiene la necesidad de expresarle su amor, su agradecimiento, su
confianza. La persona que se sumerge en la oración de alabanza, centra su atención, no
en sus problemas, sino en la bondad, en la grandeza de Dios. Sin darse cuenta, está
abriendo de par en par su corazón para recibir las mejores bendiciones de Dios.

Contra nuestros demonios interiores

La oración de alabanza nació, en Israel, en medio de la batalla. Cuando los guerreros


se encontraban nerviosos, ya formados para iniciar la batalla, comenzaban a gritar
pregonando la grandeza de Dios, su poder, sus maravillas. Esto les infundía coraje. Al
mismo tiempo, tenía un efecto negativo en los enemigos, que se sentían amedrentados
ante el optimismo del ejército que se venía contra ellos.
Antes de tomar la ciudad de Jericó, el Señor les indicó a los israelitas que debían dar
varias vueltas alrededor de la ciudad durante seis días. El último día todos debían gritar al
mismo tiempo. Así lo hicieron los del pueblo de Israel. Adelante iban los sacerdotes con
las trompetas de clamoreo, llevando el Arca de la Alianza, símbolo de la presencia de
Dios entre el pueblo. El séptimo día, todos gritaron al mismo tiempo. Dice la Biblia que
cayeron los muros de Jericó (Jos 6, 20).
La oración de alabanza antes de iniciar la batalla no era una súplica miedosa, sino un
grito enardecido en que se proclamaba la infaltable presencia de Dios en medio de su
pueblo. Era una oración de confianza total en el Dios que no falla.
Fue San Pablo quien en su carta a los efesios nos hizo notar que vivios en un mundo
infestado de “malas presencias”, de “poderes infernales que pueblan el cosmos” (Ef 6,
12). Estamos circundados de violencia, de guerras, de odios, de inmoralidad, de
injusticias, de robos, de asaltos, de maleficios, de intrigas. También nos asechan nuestros
demonios interiores: nuestras obsesiones, rencores, miedos, traumas, tensiones,
cobardías, frustraciones. La oración de alabanza es como un grito que brota de nuestro
corazón para decirle a Dios que, a pesar de todo, seguimos confiando plenamente en su
bondad, en su Sabiduría, en su Poder.
Un joven marinero subió al mástil del barco. De pronto comenzó a tambalearse. Un
marinero experimentado rápidamente captó que aquel marinero novato sufría de vértigo.
“Muchacho –le gritó–, mira solamente hacia arriba. Te pasará el vértigo”. La oración de

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alabanza nos obliga a ver hacia arriba cuando el mar de la tribulación ruge con mayor
estruendo. Cuando nos damos cuenta, algo nuevo está sucediendo en nosotros. El vértigo
se va retirando.
Nos parecemos, en ocasiones, a Pedro que centró toda su atención en el rugido de las
olas, y se le olvidó mirar a Jesús que se encontraba frente a él, extendiéndole la mano
para que no tuviera miedo. La oración de alabanza nos lleva a clavar nuestra mirada en
Jesús que está frente a nosotros y que nos garantiza que no permitirá que nos traguen las
olas del mar. Alabar a Dios es levantar nuestra mirada confiada a Dios y aferrarnos a sus
promesas de perdón y de bondad.
Todo esto ¿No será una simple autosugestión? Si es una auténtica oración de alabanza,
no. La oración de alabanza nos lleva a ser consecuentes con lo que “intelectualmente”
aceptamos predicamos. Nosotros afirmamos que Jesús resucitado vive entre nosotros.
Que nos acompañará hasta el fin del mundo. Que ha vencido al pecado y a la muerte. La
oración de alabanza nos lleva a “vivir”, en la práctica, lo que predicamos y decimos que
creemos firmemente. Por medio de la alabanza, le decimos de corazón a Jesús, como
Pedro: “Señor, sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. Como Pablo añadimos: “Si el
Señor está conmigo, ¿quién contra mí?” (Rm 8, 31).
Esta no puede ser una autosugestión, sino una fe viva en Jesús sigue viviendo entre
nosotros, que en cualquier momento puede despertarse e imponerle silencio a las
rugientes olas. La oración de alabanza nos infunde valentía ante ese mar encrespado que
parece que nos va a sepultar en sus profundidades. La oración de alabanza logra que
nuestros enemigos espirituales huyan despavoridos cuando nos ven con el corazón
rebosante de esperanza. Ante la oración de alabanza se derrumban los muros de miedo y
la desesperanza.

El sugestionador

El nombre que Jesús le dio al diablo fue “Satanás”, que significa “engañador”,
“mentiroso”. Su papel consiste en engañar a los hombres. No lo hace descaradamente; su
táctica milenaria consiste en “fascinar” con lo malo presentándolo como algo muy bueno.
A Eva le hizo creer que si comía del fruto prohibido, no haría nada malo; que
simplemente llegaría a saber lo mismo que Dios. Cuan Eva recapacitó, el mal ya se había
apoderado de su corazón.
Los hipnotizadores, técnicamente, logran imponer un punto de vista contrario a la
realidad del que está siendo sugestionado. Le dicen que está lloviendo, y tal vez, hace un
día radiante. El sugestionado empieza a defenderse de la lluvia. El espíritu del mal busca,
por todos los medios, que nos mantengamos sugestionados por sus insinuaciones
maléficas. Al espíritu del mal le interesa que estemos llenos de “complejos”, de
obsesiones, de temores infundados. De esa manera logra manipularnos a su antojo. Una
persona temerosa dominada por sus obsesiones y traumas, más fácilmente cae en la
trampa.

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El Señor les había ordenado a los del pueblo que entraran en la tierra prometida, en
Canaán. Moisés antes envió espías para que exploraran el terreno. Josué y Caleb
regresaron animando a todos a confiar en la palabra del Señor que les prometía su ayuda.
Los otros espías lograron convencer a la mayoría de que no intentaran la conquista, pues
los habitantes de esas tierras eran enormes gigantes. El pueblo se dejó llevar por la
opinión de los pesimistas. No se atrevieron a intentar la conquista, y les tocó vagar
durante largos años por el árido desierto.
Según algún comentarista, el miedo hizo que los espías vieran a los hombres
agigantados. La técnica del espíritu del mal consiste en hacernos “ver gigantes” en todos
lados. Quiere atemorizarnos para que no cumplamos las órdenes del Señor.
La oración de alabanza nos lleva a echar por el suelo esas barreras que nos impiden
conquistar las ricas promesas que el Señor nos ha entregado. El que alaba a Dios va
repasando, mentalmente, la historia de salvación que el Señor ha llevado a cabo en su
vida. La oración de alabanza nace de la experiencia de la bondad de Dios que hemos
apreciado en nuestra historia personal. Se alaba a Dios porque se recuerdan las múltiples
veces que El ha intervenido en nuestra existencia con mano poderosa.
En nuestra balanza de valores se va colocando en un platillo el pesimismo que Satanás
busca inyectar en nuestro corazón. En el otro platillo, nosotros vamos depositando las
innumerables veces que hemos experimentado el amor salvador de Dios en nuestra
propia vida.
Jesús afirmó: “La verdad los hará libres” (Jn 8, 32). Las obsesiones y temores que el
espíritu del mal inocula en nosotros, son cadenas que nos impiden ser libres y ver la
realidad a la luz de la fe. Por medio de la alabanza a Dios, se va clarificando nuestra
mente; nos sentimos libres; comenzamos a experimentar nuevo poder en nuestro
corazón. Esa era la misma fortaleza que sentía San Pablo cuando escribía: “Todo lo
puedo en Cristo que es mi fortaleza” (Flp 4, 13). La verdad para nosotros es que Dios
no deja nunca de ser Padre bueno, que tiene un plan de amor para cada uno de nosotros.
No porque seamos buenos o malos, sino porque somos sus hijos. La verdad es que, a
pesar de las circunstancias adversas que nos rodean, sigue siendo cierto lo que
tajantemente afirma la carta a los Romanos: “Todo resulta para bien de los que aman a
Dios” (Rm 8, 28).

No se turbe su corazón

La gran recomendación –orden– que Jesús les dio a sus apóstoles, en vísperas del
escándalo de la cruz, fue: “No se turbe el corazón de ustedes” (Jn 14, 1). Jesús sabía
que si se turbaban iban a cometer muchos errores. Iban a olvidar todas las advertencias
que les había dado con respecto a su muerte y resurrección. Anticipadamente Jesús le
hizo ver a Pedro que el demonio lo iba a “zarandear”. Cuando estamos turbados, ya no
logramos examinar las cosas con serenidad. Todo lo vemos deformado. La realidad
deformada infunde miedo. Los apóstoles fueron zarandeados por Satanás. Los engañó.

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Los desconcertó. Los apóstoles, que abandonaron a Jesús durante la pasión, que lo
niegan con actitudes y con palabras, son irreconocibles.
Uno de nuestros problemas más comunes es el temor al futuro. Muchas personas
anticipadamente están sufriendo por tragedias imaginarias. Muchos no logran dormir,
pensando en los desastres que posiblemente vendrán en el futuro. Jesús se opuso
abiertamente a esta desconfianza en la Divina Providencia. Decía Jesús: “No se
preocupen por el día de mañana, porque mañana habrá tiempo para preocuparse.
Cada día tiene bastante con sus propios problemas” (Mt 6, 34).
El futuro se presenta como un fantasma agigantado. Nos atemoriza. Cuando
comenzamos a alabar a Dios, ese fantasma comienza a esfumarse. Se agiganta entonces
la figura de Dios Padre bondadoso. Vamos repasando la historia de salvación. Vamos
recordando cómo los grandes personajes de la Biblia alaban a Dios en los momentos
críticos de su vida y cómo Dios no los abandona nunca. Pedro creía que había llegado el
momento final de su existencia, cuando lo envolvían las olas del mar; no contaba con que
Jesús podía imponerles silencio a las rugientes olas. Los israelitas, cuando se vieron
arrinconados por los egipcios ante el Mar Rojo, estaban seguros de que los reduciría
nuevamente a la esclavitud. No se imaginaban que iban a pasar en medio del mar sin
mojarse. Los muros de Jericó parecían infranqueables, pero cayeron como castillos de
arena. Pablo y Silas comenzaron a alabar a Dios en la cárcel misma; de pronto un
terremoto abrió las puertas de aquel encierro; se rompieron sus cadenas. Para Dios no
hay nada imposible.
La oración de alabanza abre mucho el corazón del individuo porque su oración no
busca arrancarle algo a Dios. Simplemente lo glorifica y lo bendice. Nuestro orgullo,
nuestra autosuficiencia, nuestros descuidos, muchas veces, infectan nuestra oración.
Nuestra ansiedad al pedir algo, nuestro temor mientras oramos, son obstáculos que
impiden la abundancia de bendiciones que el Señor quisiera regalarnos. El que se dedica
a alabar a Dios, como los que conquistaron Jericó,van derrumbando, uno a uno, esos
muros que estorban para que nos llegue la paz, el gozo y muchos dones más que Dios
quiere obsequiarnos.

Sana corazones

En el mundo recibimos continuamente muchas heridas espirituales. Casi sin querer


estamos tropezando continuamente con alguien que nos zahiere, que nos insulta, que nos
traiciona. Cuando un corazón está demasiado herido, se cierra y archiva infinidad de
pensamientos negativos. El Salmo 73 recaba una realidad nuestra que no deja de
asustarnos; dice: “Cuando me exasperaba era como una bestia ante ti” (Sal 73, 21). La
oración de alabanza tiene la particularidad de hacer que el amor de Dios vaya fluyendo
por medio del Espíritu Santo sobre la persona que va sintiendo que su corazón se va
desbloqueando y recibiendo una corriente de gracia.
Una mujer de mala vida llegó improvisadamente a una casa a la que Jesús había sido

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invitado. Había sido una prostituta. Los comensales la fulminaron con su mirada. La
mujer se fue directamente a los pies del Maestro; comenzó a regarlos con sus lágrimas y
a secarlos con sus abundantes cabellos. Rompió un carísimo vaso de alabastro. El
perfume se expandió por la estancia como una oración de amor. Jesús no se dejó vencer
en generosidad. Le aseguró que todos sus pecados quedaban perdonados. Aquella mujer
sintió instantáneamente que su alma quedaba descargada del peso que durante muchos
años había aguantado. Experimentó como que una mano hubiera cicatrizado, al instante,
las sangrantes heridas que la habían atormentado durante muchos años. Desde ese
momento a esa mujer la vamos a encontrar siempre junto al Señor, llena de gozo y de
esperanza.
Dice el Señor por medio del profeta Isaías: “Yo le daré ánimo a él y a los que con él
lloraban, poniendo en sus labios alabanza” (Is 57, 18). Es muy común el caso de
personas que han estado hundidas muy profundamente en el vicio y que, al convertirse,
se tornan tan agradecidas que llegan a especializarse en la oración de alabanza. Son
muchos los que, un día, entre lágrimas fueron a romper su vaso de alabastro ante el
Señor. Ahora son personas gozosas que rebozan alabanza, que bulle de sus corazones
agradecidos, que no pueden olvidar lo que Dios ha hecho en sus vidas. Han
experimentado en abundancia el amor de Dios y por eso no pueden dejar de alabarlo en
todos los momentos de su vida.
Está de moda exponerse al sol para “broncearse”. Muchos pasan largas horas en la
playa; su piel paulatinamente se va tornando morena. Los que se exponen a la oración de
alabanza van percibiendo el amor de Dios que los está invadiendo. Hay más paz en sus
almas. Ciertos resentimientos van desapareciendo. Algunos recuerdos del pasado, que
torturaban, ya no existen. Es la ternura de Dios que ha podido depositarse en el corazón
de la persona que, al alabar a Dios, sin proponérselo, ha ido quitando todos los
impedimentos que obstaculizaban que el amor de Dios fluyera con abundancia hacia su
corazón.

El discernimiento

En el segundo libro de los Reyes, se cuenta que el rey de Israel se encontraba inquieto
porque no sabía qué determinación tomar en una circunstancia muy importante. Le
notificaron que el profeta Eliseo tenía el don del “discernimiento”. Lo mandaron a llamar.
Eliseo pidió que le llevaran un “tañedor”. Se puso a tocar. Mientras entonaba un himno
de alabanza, le llegó la inspiración. Tuvo la respuesta para el rey. La Biblia apunta:
“Sucedió que mientras tocaba el tañedor, vino sobre él la mano de Yavhé y dijo: Así es”
(2R 3, 15).
La oración de alabanza en un momento en que la persona limpia su mente de
prejuicios e intereses personales. Al alabar a Dios, centra su mente en Dios y, por eso
mismo, logra tener una mejor comunicación con Dios. De allí le viene la inspiración de
Dios, el discernimiento.

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Muchas veces en nuestra vida nos encontramos con que no sabemos qué camino
seguir; nos preguntamos cuál es la voluntad de Dios para nosotros. Si nos afanamos y
nos turbamos, más difícilmente vamos a encontrar qué es lo que Dios quiere para
nosotros en esa circunstancia precisa. Mientras alabamos a Dios, como Eliseo, vamos
limpiando nuestra mente de temores, de ansias, de incertidumbres. Cuando nuestra
mente está más serena, con mayor facilidad logra ponerse en contacto con el Señor por
medio del Espíritu Santo. El profeta Elías, lleno de temores, se encontraba escondido en
una cueva. Ante él sopló en viento fuerte, luego vino un terremoto; tras el terremoto vino
el fuego. En todos estos sucesos violentos, dice la Biblia, no estaba el Señor. Elías no
logró escuchar la voz del Señor en medio del viento fuerte, del terremoto y del fuego. Lo
pudo oír claramente en medio de una suave brisa (1R 19, 11-12). Nuestra oración
ansiosa y llena de tensión nos impide escuchar con claridad la voz del Señor, tener el
debido discernimiento.
En Betania, Marta quería quedar bien con el Señor; afanosamente se esforzaba en
prepararle una sabrosa comida. Su hermana María, en cambio, se habían sentado a los
pies de Jesús y no se perdía palabra. Marta, en su ansiedad, se estaba perdiendo lo que el
Señor le quería comunicar en ese instante. María lo estaba captando en su totalidad; se
había quedado contemplando al Señor, amándolo con todo su corazón. La regañó porque
se estaba perdiendo lo principal: la mejor parte. No es raro que en nuestras oraciones
estemos tan preocupados y ansiosos que, por eso mismo, impidamos que nos llegue la
voz clara del Señor, el discernimiento que El quiere regalarnos. Por estar muy ansiosos y
preocupados, les damos más importancia a nuestras palabras, a nuestra pena que a lo que
el Señor, por medio de su Espíritu Santo, trata de hacernos comprender.
La oración de alabanza nos lleva, como María, a sentarnos frente a Dios, a centrar
nuestra atención en El mismo, a admirar su bondad, su grandeza, su misericordia, su
perdón; a darle gracias por sus múltiples intervenciones en nuestra vida. Cuando nos
damos cuenta, nuestra mente se ha despejado de tal manera que nuestro oído espiritual
está captando con mayor fidelidad la voz del Señor que nunca se queda callado ante sus
hijos que lo bendicen.
Es normal, en los grupos de oración, que después de una larga alabanza, se haga oír la
voz del Señor por medio de la profecía. Es el Señor a quien le gusta dialogar, que nunca
se queda impasible ante la comunidad de adoración que lo alaba y bendice.

Muchos muros caerían

La oración de alabanza no es la más común en nuestras comunidades y en nuestra


vida personal. Como Marta, nos inclinamos a intentar “quedar bien” con el Señor a
nuestra manera, a base de una oración llena de afanes y preocupaciones. Nos cuesta
sabernos sentar, como María, para quedarnos simplemente meditando en el Señor,
contemplándolo. Nos cuesta tomar, como Eliseo, un tañedor, para entonar himnos al
Señor, sin pretender pedirle algo.

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Hay muchos muros de corazones tapiados por el resentimiento o los malos recuerdos,
hay muros de melancolía e incertidumbre, de temor y turbación que se podrían venir
abajo, si nos decidiéramos a dar vueltas alrededor de ellos, entonando alabanzas al Señor.
Hay mucho demonios interiores y exteriores que huirían despavoridos, si pudieran
escuchar nuestros gritos de alabanza al Señor. La oración de alabanza es un rico regalo
que el Padre ha volcado en nuestras manos, pero que todavía no lo hemos apreciado en
todo su valor.

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Índice
Rezar no es nada fácil 5
1. ¿ES FÁCIL REZAR? 9
Indispensable hablar con Dios 9
Comunicación imposible 10
¿Comunicación directa con Dios? 11
2. LA ORACIÓN NO SE IMPROVISA 14
Calentar el motor 14
Hay que dejarlo hablar 15
Un caso muy especial 16
Dos brazos 17
3. JESÚS NOS ENSEÑA A REZAR 19
Un Dios padre 19
La alabanza 20
Hágase 21
Nuestro pan 22
Perdónanos 23
Líbranos 23
Oración comunitaria 24
Amén 25
4. El Espíritu Santo, Nuestro Maestro de Oración 26
¿Manipular a Dios? 26
No sabemos qué pedir 27
Hay que aceitar la oración 28
En todo tiempo 28
¿Con poder? 29
Hacia la alabanza 30
Ante una lámpara 30
5. EL TACÓN ALTO EN LA ORACIÓN 32
El monólogo no puede ser oración 32
La oración cerebral 33
La altanería en la oración 34
La oración individualista 34

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La oración que Dios no quiere resistir 35
Punto de arranque 36
6. UN HOMBRE QUE NO SABÍA REZAR 38
Abraham es un gran oyente 38
La oración de las preguntas 39
Abraham, el gran intercesor 41
Somos intercesores 42
7. LA ORACIÓN DE PETICIÓN 44
Las condiciones indispensables 45
Lo oscuro en la oración de petición 46
El enigmático tiempo de Dios 47
Más bien hay que examinarse 48
8. LA ORACIÓN TAMBIEN ES COSA DE BOXEO 49
La táctica del amigo inoportuno 49
La táctica de la Fe que mueve montañas 50
La táctica de la humildad 50
9. LA INTERCESIÓN, UNA ORACIÓN DE AGONÍA 52
Una agónica lucha 52
Las manos limpias 53
Los fracasados y los triunfadores 54
Tres intercesores 54
En mi nombre... 55
Sobre nuestros hombros 56
10. CUALIDADES DEL QUE ORA INTERCEDIENDO POR
58
OTROS
Una condición muy descuidada 59
En nuestra carpa 60
11. LA ORACIÓN EN LA FAMILIA Y EN LA COMUNIDAD 62
Familias ejemplares 62
El sacerdocio de los papás 63
La oración en el hogar 64
No es nada fácil 65
La Virgen María en el hogar 65
Babel o Caná 66

97
La oración en la comunidad 67
Amontonar corazones 67
Dos o tres 68
12. MARÍA, MODELO DE ORACIÓN 70
La oración en silencio 70
La oración de adoración 70
La oración de la entrega 71
La oración con la Biblia en la mano 71
La oración de intercesión 72
La oración ante la cruz 72
La oración de la noche de la muerte 73
La oración en la Iglesia 73
13. LA ALABANZA, UNA ORACIÓN MUY DESCUIDADA 75
Una fe profunda 75
Un Corazón sanado 76
Portador de gozo 77
En todo momento 79
Obediencia a la Palabra 79
Todo tiene sentido 80
14. A DIOS LE AGRADA NUESTRA ALABANZA 82
Sacrificio de alabanza 83
¿Gracias en la tribulación? 84
Un don de Dios 85
Un culto de alabanza 86
15. LAS BENDICIONES DE LA ORACIÓN DE ALABANZA 88
Contra nuestros demonios interiores 88
El sugestionador 89
No se turbe su corazón 90
Sana corazones 91
El discernimiento 92
Muchos muros caerían 93

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