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El término Edad Media –“enorme y delicada” como la calificó Víctor Hugo– fue atribuido
por Cristofredo Celllarius, un erudito del siglo XVII, y ha sido motivo de controversia entre
los estudiosos, ya que le da a la época un carácter subsidiario respecto al pasado
grecolatino y la posteridad renacentista, contribuyendo, en gran modo, al prejuicio de los
diez siglos de oscuridad y sinrazón que, supuestamente, fueron los rasgos distintivos de
la época. Como apunta José Luis Romero, la Edad Media era tratada “como un abismo,
del que volvió a salirse con el Renacimiento”1. Fueron los románticos de los siglos XVIII y
XIX quienes recuperaron una dimensión distinta de la Edad Media, opuesta totalmente a
la instalada por la Ilustración del siglo anterior, exaltando ese momento de la vida humana
donde se planearon las cruzadas militares, se constituyeron las primeras universidades y
se alzaron las más magníficas catedrales. Víctor Hugo, un romántico militante, inmortalizó
una de ellas, la de Notre Dame, en su novela Nuestra Señora de París.
Si tomamos a la Edad Media como un macizo bloque de mil años (ya aclararemos que
no fue así; en este sentido Arnold Hauser es categórico, cuando afirma que “la unidad de
la Edad Media como período histórico es artificial”2), podemos afirmar que la vida
cotidiana durante todo ese lapso conoció de malestares y amenazas que hoy resultan
extrañas vicisitudes, al menos en las zonas más desarrolladas del mundo occidental. Se
ha escrito mucho, por ejemplo, sobre la función del miedo en la Edad Media, un
sentimiento punzante e insoslayable instalado en la mente del hombre medieval.
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A mediados del siglo XIV, al fin de la Edad Media, exactamente en el 1348, una plaga
conocida como la peste negra asoló repentinamente toda Europa con un efecto
devastador. Ya en 1346 se conocieron las noticias que hablaban de una epidemia que
asolaba la India y el Oriente próximo. Fue probablemente de Crimea (una lejana
península de la actual Ucrania), de donde “según el testimonio casi contemporáneo de un
fraile franciscano, había llegado [a Europa] en doce barcos genoveses”3. Alcanzó primero
a Italia, la ciudad siciliana de Mesina para ser más precisos, en 1347. Luego atacó los
puertos, internándose enseguida dentro del territorio continental provocando una
fenomenal catástrofe demográfica, ya que se estima que murió entre un tercio y la mitad
de la población europea (veinticinco millones de personas). A Europa le costó un siglo y
medio restaurar su masa demográfica. Hoy conocemos la designación científica de la
epidemia, Pasteurella pestis, pero entonces se la designó como la Peste Negra, una
variedad de la peste bubónica que se manifestaba como una peligrosa infección
bacteriana, transmitida a través de la saliva de las pulgas que habían succionado la
sangre de ratas enfermas. Al morir las ratas, las pulgas saltaban sobre las personas y el
bacilo se extendía rápidamente por el organismo humano. La peste2 tomó su nombre de
uno de sus más terribles síntomas: las dolorosas pústulas corporales de aspecto
negruzco que exudaban sangre y pus. Las víctimas eran presa de una fuerte fiebre y
caían en el delirio. La mayor parte de los enfermos morían en un plazo de cuarenta y ocho
horas. En El Decamerón, Boccacio relata la huida de diez adolescentes de la afligida
Florencia, escapando de la peste para acogerse en el seguro refugio que les ofrecía una
bucólica mansión de montaña.
De todos modos, y aunque la amenaza de la peste fue constante, la lepra fue el flagelo
más temido. Hay que tener en cuenta que la medicina de entonces tenía poco alcance,
descansaba aún en las teorías elaboradas en la antigüedad por Hipócrates (460-377 a.C.)
y Galeno (216-129 a.C.), y no se había superado mucho más. Los conocimientos
anatómicos no había avanzado demasiado debido a la prohibición religiosa de estudiar
cadáveres, y la fisiología se fundaba en la teoría hipocrática de los cuatro humores:
sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra.
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A estas penurias habría que añadir las intensas hambrunas que, como consecuencia
del áspero clima y la falta de recaudos posibles para proteger las cosechas, atacaron con
frecuencia amplias zonas de Europa. Entre otros efectos, las pestes reducían la mano de
obra destinada al cultivo de la tierra, lo que solía acrecentar la falta de alimentos para el
consumo. Datos fidedignos informan que entre 1015 y 1020 toda Europa careció de pan.
Estas privaciones serán superadas recién en el Renacimiento, cuando América provea de
alimentos desconocidos y resistentes a las inclemencias climáticas, tal como la papa,
capaz de prosperar incluso bajo una capa de hielo o de nieve. Tal vez por la culposa
conciencia de que tantos bienes no fueron retribuidos como corresponde, encontramos
pocos datos históricos sobre los beneficios con que América agració a Europa.
El bloque medieval, desgraciado por todas estas amenazas, produjo otros
acontecimientos que provocaron grietas en este universo que, aclaramos una vez más, no
fue monolítico. El Medioevo muestra en todo su curso de mil años importantes puntos de
giro, que solo citaremos ahora para desarrollarlos luego con algo más de amplitud.
Ocupada Italia por los bárbaros ostrogodos, España por los visigodos, la Galia (actual
Francia) por los francos, y la isla británica por los sajones, el cambio más significativo en
occidente, desde la caída de Roma, lo produjo Carlomagno en el año 800, quien se aplicó
a la reconstrucción del Imperio Romano, ahora bajo la condición de cristiano, siendo de
todos los que imaginaron la misma empresa el que más cerca estuvo de concretarla.
Designado emperador por el papa León III, Carlomagno transformó la tarea de
evangelización de los bárbaros, hasta entonces sacrificada y riesgosa tarea para los
monjes, en una iniciativa donde si no se convencía con la Biblia, se lo hacía con la
espada. El empuje carolingio duró poco, Carlomagno no tuvo dignos herederos, pero sin
duda este fue un quiebre colosal de la malentendida unidad compacta de la Edad Media.
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La Edad Media no fue un período oscuro y bárbaro entre dos pasajes luminosos: la
Antigüedad y el Renacimiento. Por el contrario, la civilización de la Edad Media es una
gran civilización, imperfecta como todas las demás, pero una de las que ha dado al
hombre un equilibrio moral y social; una, también, de las que han engredado las más
bellas obras de arte de occidente91.
En la Baja Edad Media el juglar era una figura que comenzaba a tomar relieve. La
estirpe provenía de los antiguos histriones, que surgiendo de la Provenza francesa, el sur
de Francia, ejercían el llamado mester de juglaría (mester significa oficio), haciendo
circular por la región una poesía oral, no escrita, recitada en lengua vulgar y acompañada
por música propia. Transformados por el título más lucido de juglares o trovadores, irán
adquiriendo legitimidad después de tantos siglos de persecución, durante los cuales el
cristianismo se obstinó en verter anatema sobre ellos. La Iglesia y los grandes señores
comenzaron a concederle legalidad a ese comediante transformado en trovador, que se
distinguía de los vulgares histriones porque recitaba canciones de gesta, con las que
halagaban la tradición feudal, mitificaban la figura del caballero y destacaban lo edificante
de su accionar. Con estos versos, y con esa música, los trovadores resaltaron las
hazañas del rey Arturo (que posiblemente nunca existió), uno de los caballeros de la
mesa redonda, fervientes cristianos que se propusieron la misión divina, y riesgosa, de
recuperar el Santo Grial, la copa usada por Jesús en la última cena, y a la cual se la creía
cargada de poderes milagrosos. La imagen del caballero que se pintaba era siempre
ideal; generoso con los pobres, jamás se iba a permitir el engaño, el rumor, la humillante
lisonja. Pero por sobre todo era la de un valiente, que no dudaba un instante en montar y
blandir su espada para defender a Dios o a la Iglesia.
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Los límites entre los términos de trovador y de juglar suelen ser borrosos. Usamos las
dos palabras casi como sinónimas, pero sin duda el primero ostenta, siquiera para el
imaginario general, una denominación un poco más prestigiosa, porque se lo considera el
autor de la poesía que luego el juglar hacía circular en calidad de transmisor. Hay quien
aventura una relación parecida a la que en la antigua Grecia mantenían los aedos y los
rapsodas: unos creaban y otros divulgaban.
Otros histriones se mantuvieron fieles al bajo mesteren que fueron formados y que solo
conocían, y seguían sufriendo la condena eclesiástica y señorial por su empeño en divertir
al público de las tabernas y el uso del chiste indecente, la máscara guaranga y el gesto
lascivo como recurso cómico. Es que la taberna medieval contaba con mala fama. La
indiscutida amoralidad de estos lugares se manifestaba en la oferta de alcohol y
prostitutas, oficio que a menudo era ejercido por las hijas y la esposa del tabernero.
Se dice, y con razón, que el sur de Francia inventó el amor. Que antes del siglo
XII, tal sentimiento carecía de ese sabor de espiritualidad y eternidad que hasta
el día de hoy lo caracteriza92.
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Las causas de la irrupción del amor cortés nos resultan, entonces, extrañas, no
encontramos en ninguna fuente alguna respuesta satisfactoria, salvo aquella que dice que
el cristianismo le había dado a la mujer algunos derechos igualitarios que, en ese mundo
rudo y precario, solo podía ejercer dentro de sus castillos, disfrutando de, por ejemplo, los
siguientes versos, creados en lengua provenzal, por el trovador Bernard de Ventadour
(1130-1200).
Oh querida señora, soy y seré siempre vuestro. Esclavo devoto, soy vuestro
servidor y hombre ligio [vasallo]; os pertenezco para siempre jamás; sois mi
primer amor y seréis el último. Mi ventura no acabará sino con la vida.
Estos poemas líricos circularon por millares. No trataban de un amor entre iguales, sino
platónico, donde el hombre se situaba en un discreto segundo plano mientras la mujer
crecía en altivez, haciéndose cada vez más inaccesible. Como dice el poema de
Ventadour, el amante era un vasallo de su dama.
Alguien resumió la teoría del amor cortés en seis puntos que, como idea abarcadora,
cumple una buena función de síntesis.
• Total sumisión del enamorado a la dama (por una transposición al amor de las
relaciones sociales del feudalismo, el enamorado rinde vasallaje a su señora).