Está en la página 1de 12

SOCIOLOGÍA 5°C

MÓDULO DE TRABAJO: “SOCIOLOGÍA Y PODER”

INTRODUCCIÓN

El presente módulo de trabajo busca problematizar en torno a la dimensión del “poder”. El término “poder”
es empleado cotidianamente en situaciones muy diversas, haciendo alusión a sentidos y significados muy
diferentes que no siempre son conscientes para la persona que los enuncia (podríamos decir que se trata de
un sentido común que tenemos naturalizado). En este sentido, el presente módulo de trabajo plantea dos
objetivos principales. En primer lugar, nos proponemos realizar un repaso de las principales corrientes
teóricas y pensadores que desde la sociología han reflexionado sobre la temática del poder. De este modo, se
retomarán los postulados teóricos de pensadores tales como Max Weber, Karl Marx, Louis Althusser,
Antonio Gramsci, Pierre Bourdieu, Michel Foucault y Giles Deleuze. Esto nos permitirá, desde diferentes
posturas teóricas, aproximarnos a las principales discusiones y debates en torno al poder existentes en la
sociología política, e identificar y apropiarnos de conceptos teóricos que nos permitan profundizar en ellas.
Pero a su vez, en segundo lugar, buscaremos reflexionar acerca de una pregunta que atravesará a todos los
autores recorridos: “¿por qué obedecemos?”. De este modo, retomando y reflexionando en torno a los
conceptos de poder, dominación, legitimidad, autoridad, Estado, derecho, hegemonía, disciplina y control,
nos proponemos pensar y debatir acerca de este interrogante, ya no desde el sentido común, sino a partir de
las herramientas de las que nos proveé la disciplina sociológica.

1. MAX WEBER Y LOS TIPOS DE DOMINACIÓN.

El primer autor que retomaremos para trabajar la problemática del poder es Max Weber (1864-1920). En sus
extensos trabajos históricos, políticos y sociológicos, el autor alemán destinó gran parte de sus reflexiones a
indagar acerca de la dimensión del poder y su papel o influencia en nuestras relaciones sociales. Será en su
extensa obra “Economía y Sociedad” (1920) en la cual profundizará en dichas indagaciones.
Según Weber, el poder se define como:
“la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aún contra toda
resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad” (Weber, 1992: 43).
Para Weber, el punto de partida al abordar el problema del poder, es la capacidad de doblegar la voluntad del
otro, imponiendo y promoviendo la propia. La imposición puede ser por medio de la fuerza, pero también
por otros medios tales como: la persuasión, la manipulación, las recompensas o los castigos. Se trata de un
poder de hecho o de la capacidad de hacer triunfar la voluntad sobre otros, aunque estos se resistan. Para
Weber el concepto de poder es vago y sociológicamente amorfo, pues puede darse en tantas relaciones
sociales y aplicarse a motivos y fines tan diferentes que no sirve para lograr una clasificación y clarificación
útil y práctica de la realidad. A su vez, la noción de poder propuesta por Weber queda reducida
conceptualmente a una imposición unilateral de la voluntad de uno sobre el otro, negando uno de los
términos de la relación social. Es decir, se centra en aquel que impone su voluntad y no toma en cuenta al
referente que sufre la imposición, adjudicándole un carácter pasivo en este proceso. Por estas razones, Weber
decide no ocuparse del poder y centrar su análisis en el concepto de “dominación”, al cual define como:
“la probabilidad de encontrar obediencia a un mandato determinado contenido entre personas dadas”
(Weber, 1992: 43).

De este modo, el concepto de dominación hace referencia a un poder organizado y estructurado. Es decir, la
dominación produce una estructura u organización de relaciones sociales que hace que el poder se formalice
y cuente con reglas, procedimientos y rituales. La dominación, a diferencia del poder, representa una relación
social duradera, estable, previsible y calculable. Y la característica distintiva de este poder organizado y
estructurado es que supone la obediencia a un mandato. Esto es, la dominación refiere a la existencia de un
estado de cosas por el cual la voluntad manifiesta (o mandato) del “dominador” o “dominadores” influye
sobre los actos de los otros (del dominado o dominados), de tal suerte que estos actos tienen lugar como si
los dominados hubieran adoptado por sí mismos y como máximas de su obrar, el contenido del mandato.
Esto supone, a su vez, un cambio en el enfoque respecto al sujeto de la acción, sobre el cual se centra la
atención. Ya que, en la medida en que el poder refiere a la probabilidad de imponer la propia voluntad sobre
otros, la atención se centra en el dominante, en aquel que busca imponer sus designios sobre los demás.
Implica una concepción más individual y personal del poder: el poder lo posee o detenta una persona que
logra imponer su voluntad sobre otros. Mientras que, al abordar el problema de la dominación, la atención se
centra en los dominados y su relación con los dominantes. Esto se debe a que, si bien la dominación supone
la presencia de alguien mandando eficazmente sobre otro, el análisis se centra en la obediencia que se
obtiene de estos “otros” (los súbditos, gobernados, etc.). Por lo tanto, el abordaje del problema de la
dominación nos traslada a nuevos interrogantes y reflexiones, vinculados al concepto de obediencia. Para
que haya dominación, según Weber, resulta necesario que exista un mínimo de voluntad de obediencia, o sea,
de interés (más o menos consciente o explícito) en obedecer a dicha autoridad.
Y, según Weber, esta voluntad puede representarse bajo la forma de múltiples motivos: puede depender de
intereses utilitarios y racionales (sopesando las ventajas y desventajas de la obediencia a dicho mandato y
definiendo racionalmente si es conveniente o no); de la costumbre o ciega habituación a un comportamiento
incuestionado; o fundarse en el puro afecto e inclinación personal del súbdito respecto al dominador o
mandatario. Sin embargo, el fundamento de la dominación no radica sólo en la voluntad expresa de las
personas, sino que debe contar con otro factor: legitimidad.
No existe en los escritos de Weber una definición completa, explícita y definitiva de qué se entiende por
legitimidad u orden legítimo. Pero se podría intuir, a partir de sus textos, que la legitimidad se refiere a una
representación o concepción que tienen los dominados de la validez de un orden determinado. La legitimidad
supone que los dominadores justifiquen la validez de su dominio, de tal modo que los dominados puedan
representarlo conscientemente como “bueno” o “justo”, lo cual garantizaría su adhesión a él. Pero, a su vez,
esto genera que el orden o dominio presente la suficiente fuerza y aprobación como para imponérsele. De
este modo, la legitimidad refiere a la capacidad de un orden determinado de encontrar adhesión en los
dominados, garantizando su base consensual (es aprobado y aceptado).
En este sentido, la legitimidad se encuentra asociada a la creencia de los dominados en el mandato del
dominador. La creencia en dichos mandatos puede presentar motivos o causas muy diferentes. Weber
presentará tres tipos ideales de dominación, según cuál sea la base o fundamento de la creencia en el mismo.
El primero de ellos es la dominación tradicional. La misma descansa en la creencia por parte de los
dominados en la santidad de un orden o poder que existe desde siempre. Esto es, se obedece a determinada
persona o figura en virtud de su dignidad propia, la cual se encuentra fundamentada y santificada por la
tradición. Se guarda fidelidad hacia la persona en virtud de la investidura que las tradiciones y costumbres
les asignan (esto es, no hay obediencia a normas escritas sino a la persona que la tradición ha puesto en el
poder, se obedece a la persona y no al cargo). Según Weber, el tipo más puro de esta forma de dominación, es
la dominación patriarcal, el respeto de la figura del padre, sostenida únicamente por los designios de la
tradición y la costumbre.
El sujeto de esta forma de dominación (el dominador o mandatario) es el señor, el cual se caracteriza por
estar investido del cargo por privilegio o concesión de la tradición, a la cual representa y encarna. Por lo
tanto, su tarea se encuentra regulada por el acatamiento y fidelidad a la tradición, por el honor al cuerpo y la
buena voluntad hacia las costumbres y las normas consuetudinarias. En la medida en que el dominante
respete y acate las normas tradicionales, garantizará la creencia de los dominados en la legitimidad de su
mandato. Entre los diversos ejemplos que se podrían dar de este tipo ideal de dominación, se pueden
encontrar la familia (y su carácter patriarcal), el gremio, la monarquía feudal, el cacicazgo, etc.
El segundo tipo ideal de dominación es la dominación carismática. La creencia en la legitimidad de la
misma se basa, según Weber, en la devoción afectiva a una persona a la cual se le atribuyen cualidades o
dotes sobrenaturales (a los cuales llama carisma). Estos dotes pueden adoptar la forma de facultades
mágicas, revelaciones, heroísmo, poder intelectual u oratoria. Se lo puede considerar como enviado de Dios,
como una persona ejemplar o valorarla como un líder. Pero, en todos los casos, la adhesión a la autoridad se
basa en el sentimiento. Según el autor, los tipos puros de esta forma de dominación son la dominación del
profeta, del héroe guerrero y del gran demagogo.
El sujeto característico de esta forma de dominación es el caudillo, al cual se lo obedece personalmente por
sus cualidades excepcionales y no, como en el caso anterior, por tradiciones o costumbres que le proveen de
poder y autoridad. En la medida en que persisten estas cualidades – es decir, que subsista el carisma – se le
obedecerá. Sin embargo, esta forma de dominación presenta la particularidad de ser extraordinaria y
puramente personal, por lo que suele desaparecer con el portador del carisma. Si su dominio persiste con
posterioridad a la muerte o pérdida de las cualidades del caudillo, se puede deber a una tradicionalización de
sus ordenaciones y mandatos (pasando a ser una forma de dominación tradicional) o a la conformación de un
cuadro administrativo de carácter legal (pasando a ser una forma de dominación legal). Entre los diversos
ejemplos que se podrían dar de este tipo ideal de dominación, se pueden encontrar a los caudillos,
demagogos, líderes de sectas, etc.
Finalmente, el tercer tipo ideal de dominación es la dominación legal-racional. El fundamento de la
obediencia en este tipo de dominación, se encuentra en el respeto y cumplimiento del estatuto; es decir, no se
obedece a la persona en sí misma, sino a la regla estatuida o norma, la cual dictamina y establece a quién y
en qué medida se debe obedecer. Aquél que ordena, a su vez, obedece a un reglamento. Según el autor, el
tipo más puro de esta forma de dominación es la dominación burocrática.
El sujeto de esta forma de dominación es el funcionario profesional. Se caracteriza porque presta un servicio,
basado en un contrato, por el cual obtiene un sueldo fijo, ocupando un cargo dentro de una escala de
posiciones y tiene la posibilidad de ascender en la misma según ciertas reglas fijas basadas en sus
competencias. Su trabajo en tanto profesional se ajusta al deber objetivo del cargo, por lo cual no influyen
sus motivos personales o sentimentales a la hora de desempeñarse, sino que sólo obedece a reglas racionales
ya pre-fijadas: se trata de un poder impersonal en el cual las pasiones y sentimientos no entran en juego. El
fundamento del funcionamiento de esta forma de dominación es la disciplina del servicio.
Este orden burocrático puede aplicarse a establecimientos económicos, caritativos, privados, públicos, o a
asociaciones políticas. La administración burocrática es la forma más racional de ejercer la dominación; lo es
en precisión, continuidad, disciplina, rigor y confianza; calculabilidad para el soberano y los interesados;
intensidad y extensión en los servicios; aplicabilidad a todo tipo de tareas, y susceptibilidad técnica de
perfección para alcanzar el óptimo de sus resultados. La expansión de la administración de carácter
burocrático coincide con el desarrollo del Estado moderno occidental.
Weber define al Estado como:
“un instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo
mantenga con éxito la pretensión al monopolio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del
orden vigente” (Weber, 1992: 43-44).
Esto no quiere decir que el Estado presente como único medio administrativo a la coacción o fuerza física, ni
que sea el normal. Sino que, por el contrario, sus dirigentes utilizarán todos los medios posibles para la
realización de sus fines, así como para el sostenimiento del orden. Sin embargo, la amenaza y eventual
aplicación o empleo de la coacción física legítima es su medio específico (y únicamente poseído por él), así
como la última opción cuando todos los demás medios fracasan.
El Estado entonces es una asociación política que tiene dos características: el carácter institucional y
duradero y el monopolio legítimo de la fuerza. Con el carácter institucional Weber se refiere a un
ordenamiento racional establecido en el que las normas se aplican a cualquier acción que se realice en esa
asociación política y por los miembros de esa asociación. El carácter institucional es duradero y estable; sus
normas se aplican a todos los que reúnan unas características dadas y está garantizado por la coacción
legítima de su aparato administrativo. Por lo tanto, el Estado moderno es un orden jurídico y administrativo
cuyos rasgos específicos son: estar regulado por preceptos estatuidos; un ordenamiento modificable
igualmente por normas establecidas; un ordenamiento normativo que rige toda la actividad del aparato
administrativo; un ordenamiento que reclama validez para todos los que se encuentren en el espacio
geográfico en que se ejerce este poder institucionalizado; el monopolio de la violencia legítimamente
ejercida.
Según la perspectiva teórica de Weber, esta forma de dominación legal-racional es la predominante en la
modernidad, ya que el avance de los procesos de secularización y racionalización conducen a que las
distintas formas de organización moderna (trátese del Estado, las empresas capitalistas, los sindicatos, etc.)
adopten estas modalidades de administración: el establecimiento de un cuerpo formal de normas, una
administración basada en documentos escritos (expedientes), una estructura jerárquica de la autoridad con
áreas claramente circunscriptas de mando y responsabilidad, reclutamiento del personal sobre la base del
conocimiento técnico, etc. Según Weber:
“La necesidad de una administración más permanente, rigurosa, intensiva y calculadora, tal como la
creó […] el capitalismo, […] determina el carácter fatal de la burocracia como médula de toda
administración de masas” (Weber, 1992: 178-179).
El capitalismo fomenta la burocracia porque desde el punto de vista fiscal constituye el fundamento
económico más racional, que le permite subsistir en su forma más racional.

2. MARXISMO Y PODER.

2.A. KARL MARX Y EL ESTADO COMO INSTRUMENTO DE EXPLOTACIÓN DE LA CLASE.

El segundo autor que retomaremos para reflexionar acerca de la noción de poder, es Karl Marx (1818-1883).
Si bien la mayor parte de su obra se vincula a desentrañar las características y dinámicas propias del modo de
producción capitalista, Marx se ha ocupado de reflexionar acerca de la dimensión del poder en el campo de
la política en obras como “Sobre la cuestión judía” (1843), “La ideología alemana” (1845), “El manifiesto
comunista” (1848) o “El dieciocho brumario de Luis Bonaparte” (1852).
Antes de analizar el modo en que Marx comprende al poder y al Estado, nos ocuparemos de exponer
brevemente a la tradición teórica con la cual discute y disiente respecto de esta temática: el contractualismo.
El contractualismo comprende a una corriente de pensamiento acerca de la sociedad y el Estado moderno
que contó con gran auge entre los siglos XVII y XVIII en Europa. Entre sus principales y más reconocidos
exponentes se encuentran Thomas Hobbes (1588-1679), autor del libro “Leviatán” (1651); John Locke
(1632-1704), autor de “Tratados sobre el gobierno civil” (1689); y Jean Jacques Rousseau (1712-1778), autor
del libro “El contrato social” (1762). Si bien con ciertos matices y diferencias, los autores que formaron parte
de la corriente llamada contractualista o iusnaturalista (que significa: “del derecho natural moderno”)
comparten una serie de postulados en común, siendo el principal de ellos que el Estado moderno surge y se
sostiene a partir de la existencia de un pacto o contrato social entre las personas.
Hobbes fue el primero en sistematizar la idea de que los hombres son los autores de la sociedad por un pacto
originario. Este “contrato social” sería el fundamento de la legitimidad política y permite legitimar o aceptar
como válido un orden social donde unos mandan y otros obedecen. La propuesta teórica de Hobbes parte de
dos premisas. La primera de ellas recupera la noción cartesiana (es decir, proveniente del filósofo francés
René Descartes) del sujeto: de ella se entiende que todos los individuos son libres, iguales, autónomos y
racionales. La segunda premisa consiste en pensar que el hombre precede a la sociedad y la crea. Según
Hobbes, antes de la existencia de la sociedad, el hombre vivía arrojado a un estado de naturaleza, una
situación hipotética (ya que jamás ha existido, no es una situación histórica verificable) en la cual las
personas vivían sin ningún tipo de ley ni orden, ningún tipo de derecho ni norma que guíe su accionar. Este
estado “pre-político” representa para Hobbes un estado de guerra de todos contra todos, donde priman las
pasiones y los instintos, y donde prevalecen los intereses de los más fuertes que no encuentran frenos ni
límites a su accionar. Frente al temor e inseguridad que genera este estado de guerra permanente entre las
personas, Hobbes plantea que la salida del mismo se produce a partir de un acuerdo entre ellas, de un pacto
de voluntades individuales, guiado por la razón. Esto es, en pos de abandonar el estado de inseguridad y
temor que genera el estado de naturaleza, se lleva a cabo un acuerdo o contrato social entre las personas, el
cual presenta dos dimensiones: por un lado, un pacto de asociación (civil), por el cual se pasa del estado de
naturaleza a un estado social (se constituye la sociedad); y por el otro, un pacto de dominación (política), por
el cual se instaura el poder político ante el cual se someten las personas (constituyéndose el Estado). Este
último consiste en que, en pos de alejar el fantasma de la guerra de todos contra todos y el estado de temor e
inseguridad sobre la propia vida que de éste se deriva, las personas deciden renunciar a su derecho natural
sobre todas las cosas (la libertad absoluta que poseen en el estado de naturaleza, la posibilidad de poseer y
hacer todo lo que deseen sin restricción alguna) y concedérselo a una persona – o grupo de personas – que
garantizará la paz y seguridad de todos los pactantes de este acuerdo. De este modo, las personas transfieren
el derecho natural de gobernarse a uno mismo, a una sola persona para que garantice la paz y seguridad
comunes; someten su voluntad a la de aquél, así como someten su juicio al de él. A esta persona la llamó
soberano, y a esta multitud de individuos unidos en torno al soberano la llamó Estado:
“una persona de cuyos actos, por mutuo acuerdo entre la multitud, cada componente de ésta se hace
responsable, a fin de que dicha persona pueda utilizar los medios y la fuerza particular de cada uno
como mejor le parezca, para lograr la paz y la seguridad de todos” (Hobbes, 2015: 143).
Por lo tanto, para Hobbes el poder soberano presenta legitimidad (es aceptado y aprobado) en la medida en
que se basa en el consenso, el acuerdo y el consentimiento de los ciudadanos. Para Hobbes en particular,
pero para el contractualismo en general, el origen de la sociedad y el fundamento del poder político se
encuentran en un acuerdo tácito o expreso de voluntades individuales, libres e iguales, representado en el
contrato social. En pos de abandonar el estado de naturaleza y edificar una sociedad civilizada, habría que
instaurar un orden, ley y política regulada, en el cual las personas ceden una parte de su libertad y sus
derechos a una figura – el soberano – quien pasa a detentar el poder y la autoridad en pos de garantizar la paz
y defensa común entre las personas. De allí, que el contrato social se sostenga en la relación entre poder
soberano y obediencia del súbdito.
Si bien con matices y diferencias, los principales pensadores del contractualismo comparten la mirada
hobbesiana respecto a la existencia de un estado de naturaleza pre-social, el cual las personas – de manera
individual, voluntaria y racional – abandonan mediante la firma de un acuerdo o pacto social por el cual
ceden parte de su libertad a una figura (el Estado), en pos de garantizar una vida más armónica y segura,
basada en un cuerpo de normas fijas y no arbitrarias llamadas derecho. En este sentido, la mirada
contractualista tiende a pensar que el Estado representa la esfera de los intereses generales de la sociedad, en
la medida en que garantiza y hace valer el pacto social que le dio origen. Frente a esta perspectiva se
pronunciará y buscará distanciarse Marx.
Para Marx, el Estado moderno no puede ser concebido – como lo hace el contractualismo – por fuera del
momento histórico en el cual surge, es decir, es necesario tener en cuenta que el Estado no ha existido desde
siempre. Por el contrario, el Estado moderno, en tanto centro del poder y de la ley, es producto del devenir
histórico que, desde el materialismo histórico, es entendido como el desarrollo creciente y progresivo de la
lucha de clases. De este modo, para Marx, el Estado representa una instancia externa, por encima de la
sociedad, surgida a partir de los antagonismos de clase:
“Es más bien un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la
confesión de que esa sociedad se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está
dividida por antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurar. Pero a fin de que estos
antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna no se devoren a sí mismas y no consuman
a la sociedad en una lucha estéril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la
sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del “orden”. Y ese poder, nacido
de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y más, es el Estado”
(Engels, XXXX: 183-184).
De este modo, para Marx el Estado no surge de un pacto o acuerdo entre las personas sino que surge a partir
de la contradicción y conflicto entre clases sociales. No es el consenso y el acuerdo, sino el antagonismo
irreconciliable entre las clases sociales el que le da origen.
Y en este sentido, en la medida en que el Estado surge en y a partir del conflicto y lucha entre clases sociales,
este Estado no representa los intereses generales de la población, sino que representa los intereses
particulares de una clase social, la más poderosa de ellas: la burguesía. El Estado no representa, como
pensaba el contractualismo, el espacio de conciliación entre clases sociales, sino que constituye un órgano de
dominación de clase, un órgano de opresión de una clase por otra. El Estado representaría la creación de un
orden que legaliza y afianza la opresión de la burguesía, amortiguando las contradicciones irreconciliables
producidas por la desigualdad social propia del capitalismo:
“Cada etapa de la evolución recorrida por la burguesía ha ido acompañada por el correspondiente
progreso político […]. La burguesía, después del establecimiento de la gran industria y del mercado
universal, conquistó finalmente la hegemonía exclusiva del poder político en el Estado representativo
moderno. El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes
de toda la clase burguesa” (Marx, 2014b: 70-71).
Los individuos, para Marx, aparentarían ser independientes y libres al someterse al Estado, únicamente
porque se hace abstracción de las condiciones materiales de existencia y de las relaciones sociales de
producción que los dominan y los tornan desiguales. La figura ilusoria del ciudadano y del Estado nos
conducirían a creer que en la sociedad imperan la razón, la democracia, la libertad y la igualdad. Pero, a
pesar de que se proclame la igualdad “formal” de los hombres ante la ley, este discurso encubre la existencia
de relaciones sociales injustas, desiguales y de explotación en el marco de la sociedad capitalista:
“Como el Estado nació de la necesidad de refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo,
nació en medio del conflicto de estas clases, es, por regla general, el estado de la clase más poderosa, de
la clase económicamente dominante, que, con ayuda de él, se convierte también en la clase políticamente
dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y la explotación de la clase oprimida
[…] No sólo el Estado antiguo y el Estado feudal fueron órganos de explotación de los esclavos y los
siervos: también “el moderno Estado representativo es el instrumento de que se sirve el capital para
explotar el trabajo asalariado” (Engels, XXXX: 185).
De este modo, la representación del Estado como encarnación del interés general supone para Marx una
deshistorización y despolitización del conflicto de clases, que oculta el origen de la ley y el Estado de modo
que pueda continuar reclamando su obediencia. Por el contrario, para Marx, el Estado representa un órgano
de opresión que garantiza el dominio de la burguesía y la explotación del proletariado, reproduciendo las
desigualdades características del modo de producción capitalista. Y se podría entender al poder como la
movilización permanente de los medios sociales de producción de la vida social, para realizar los intereses de
las clases dominantes y del capital en general. Es decir, se podría intuir que el poder representa el ejercicio
colectivo de una fuerza social por parte de una clase, la burguesía, dentro de un modo de producción
determinado y de las luchas que lo constituyen, en pos de garantizar la realización de sus intereses y la
reproducción de las relaciones sociales de dominación y explotación de una clase sobre la otra.

2.B. ANTONIO GRAMSCI Y LA HEGEMONÍA

Para complementar la perspectiva marxista sobre el poder y el Estado, recuperaremos los aportes del filósofo
italiano Antonio Gramsci (1891-1937). Periodista, político, teórico marxista y fundador del Partido
Comunista Italiano, Gramsci desarrolló importantes aportes filosóficos y sociológicos a la perspectiva
marxista. Entre 1929 y 1935, mientras cumplía su condena en prisión (ya que fue encarcelado por el régimen
fascista que gobernaba Italia por su afiliación al Partido Comunista), escribió una serie de ensayos y
reflexiones que conformaron los que posteriormente se conocieron como los “Cuadernos de la cárcel”. En
ellos, se propone repensar la teoría marxista, otorgándole mayor atención a la dimensión cultural e ideológica
de las sociedad capitalista y el modo en que las clases dominantes se valen de ellas para garantizar su
dominación sobre el resto de las clases sociales.
Gramsci recuperará las tesis principales del marxismo clásico, compartiendo la idea de que en las sociedades
capitalistas se puede realizar una distinción entre la estructura y la superestructura. En este sentido, la
primera de ellas comprendería al modo de producción económico que rige a la sociedad (compuesto por los
medios de producción y las relaciones sociales de producción entre las clases sociales que lo componen).
Mientras que, respecto a la segunda, el intelectual italiano buscará ampliar el campo de conocimiento sobre
la misma ya que, según su perspectiva, Marx no le había dedicado mucho trabajo a explicarla.
Para Gramsci, la superestructura (definida por Marx como compuesta por los campos político, jurídico,
científico y religioso) se encuentra conformada por dos dimensiones principales: la sociedad civil y la
sociedad política. La sociedad civil estaría conformada por el conjunto de organismos e instituciones que
vulgarmente son llamados “privados”, los cuales se corresponden con la función de hegemonía que el grupo
o clase dominante ejerce en toda la sociedad.
La hegemonía, según Gramsci, refiere a la capacidad de una clase dirigente de ejercer una dirección moral y
cultural sobre el resto de las clases sociales. Es decir, refiere a la capacidad de imponer un vívido sistema de
significados, ideas y valores propios de estas primeras, que para la mayoría de la sociedad pasan a ser
percibidos como la cultura propia y compartida por todos. De esta manera, la hegemonía se diferenciaría de
la dominación política o coerción (basada en la estricta represión y el empleo de la fuerza física) y supone
que la clase dominante (o clase fundamental en términos gramscianos) dirija la sociedad mediante el
consenso, difundiendo su propia concepción del mundo que pasa a ser adoptada por el resto de las clases
sociales. Sin embargo, la hegemonía no puede ser pensada como un dominio total o absoluto; sino que, por el
contrario, es inestable e incompleta, encontrando constantemente espacios de resistencia desde los sectores
populares, quienes desafían esta ideología dominante. Es por esta razón, que la clase fundamental o
dominante debe renovar, redefinir y modificar constantemente su función de hegemonía.
De este modo, la sociedad civil se podría entender bajo tres aspectos complementarios:
i) Como ideología de la clase dirigente, en tanto abarca todas las ramas de la ideología, desde el arte hasta
las ciencias, pasando por la economía, el derecho, etc.
ii) Como una concepción del mundo vinculada a la de la clase dirigente y que se encuentra difundida
entre todas las capas sociales, adaptándose a todos los grupos: como la filosofía, religión, sentido común,
folklore.
iii) Como dirección ideológica de la sociedad, articulando tres niveles esenciales: la ideología
propiamente dicha, la “estructura ideológica” - es decir las organizaciones que crean y difunden la
ideología -, y el material ideológico, es decir, los instrumentos técnicos de difusión de la ideología (el
sistema escolar, lo medios de comunicación de masas, bibliotecas, etc.).
Pasemos a ver cada uno.
i) En primer lugar, para Gramsci, la ideología representa “una concepción del mundo que se manifiesta
implícitamente en el arte, en el derecho, en la actividad económica, en todas las manifestaciones de la vida
intelectual” (Gramsci en Portelli, 1977:18). Pero no todas las formas de comprender y concebir el mundo
presentan la misma relevancia sino que, para el autor, sólo las ideologías vinculadas a las clases dominantes
o fundamentales (a las que denominará ideologías orgánicas), son esenciales. Por lo tanto, la ideología,
entendida como concepción del mundo de la clase dirigente, busca difundirse en toda la sociedad. Ello no
implica que se difunda de manera homogénea en todos los niveles; sino que, por el contrario, se puede
observar que la ideología difundida entre las capas sociales dirigentes es mucho más elaborada que los trozos
sueltos de ideología que se pueden reconocer en la cultura popular.
ii) De este modo es que Gramsci distinguirá diferentes niveles o grados cualitativos en los que se manifiesta
la ideología dominante, los cuales se corresponden con diferentes capas sociales: en la cúspide se encuentra
la filosofía, seguida por la religión y el sentido común, y culminada, en su base, por el folklore.
Para Gramsci, la filosofía es el estadio más elaborado de la concepción del mundo, el nivel donde más
claramente aparecen las características de la ideología como expresión cultural de la clase fundamental o
dominante. En la filosofía se puede observar la máxima coherencia y formalidad en el discurso,
estableciendo las formas aceptadas de pensar y comprender a la realidad y a los sujetos que la habitan. El rol
esencial que cumple la filosofía se observa en el modo en que influye sobre las concepciones del mundo
propagadas entre las demás clase sociales (a las que Gramsci denomina auxiliares o subalternas): el sentido
común. El sentido común es entendido como un saber inmediato, ligado a la resolución de conflictos o
necesidades ocurridos en la vida cotidiana y que, por su cercanía a lo mundano, obstruye la reflexión
profunda, crítica y trascendente que permitiría conocer causas mediatas e inmediatas de los sucesos. El
sentido común suele ser adoptado acríticamente, sin conciencia teórica clara ni mayor problematización.
Representa los “caracteres difusos y dispersos de un pensamiento genérico de cierta época y de cierto
ambiente popular” (Gramsci en Portelli, 1977: 19); es una amalgama o mezcla de diversas ideologías
tradicionales con la ideología de la clase dirigente. Las ideologías tradicionales constituyen tanto a las
religiones contemporáneas (el judaísmo, el cristianismo, etc.) así como antiguas creencias populares. Cada
capa social posee su propio “sentido común”, de tal forma que esta concepción del mundo se presenta bajo
múltiples formas, si bien siempre relacionada con la ideología dominante. Finalmente, en el nivel más bajo
del bloque ideológico se encuentra el folklore. El folklore es una concepción del mundo de carácter
primitivo, desorganizada, asistemática e incoherente. Consiste en un conjunto de fragmentos de puntos de
vista elaborados en épocas pasadas y compuestos por una multiplicidad de creencias, valores y supersticiones
tradicionales.
iii) Uno de los aspectos esenciales de la sociedad civil consiste en su articulación interna, es decir, en la
organización mediante la cual la clase dirigente difunde su ideología al resto de las clases sociales. Gramsci
califica a esta organización como “estructura ideológica” de la clase dirigente, y entiende por éste término
“la organización material destinada a mantener, defender y desarrollar el frente teórico e ideológico”
(Gramsci en Portelli, 1977: 24). Gramsci reagrupa en la estructura ideológica no solamente las
organizaciones cuya función es difundir la ideología, sino también todos los medios de comunicación social
y todos los instrumentos que permiten influir sobre la opinión pública. Entre ellas, se pueden mencionar a la
Iglesia, la organización escolar, los organismos de prensa, las bibliotecas, los clubes, los medios audio-
visuales (televisión, cine, radio, teatro), la arquitectura, el nombre de las calles, etc.
La Iglesia representa la primera de las grandes instituciones de la sociedad civil. Después de haber tenido en
el bloque histórico precedente – el feudalismo – el casi monopolio de la sociedad civil (ya que dominaba la
filosofía y la ciencia de la época, así como la escuela e instrucción, la moral, la justicia y la beneficencia),
conserva, aún hoy, una parte importante del dominio de esta esfera. A su vez, la organización escolar, ya sea
bajo el control del Estado o bien por organismos privados, forma el segundo conjunto cultural de la sociedad
civil, donde volvemos a encontrar la presencia de la ideología, esta vez bajo el control de la Universidad y la
Academia (esta última, en la medida en que ejerce una función nacional de alta cultura, especialmente como
depositaria de la lengua nacional y, por lo tanto, de una concepción del mundo específica). Finalmente, la
prensa y las editoriales constituyen la tercera de las grandes instituciones de la sociedad civil, a las cuales
Gramsci les confiere gran importancia, en la medida en que son las instituciones más dinámicas de la
sociedad civil (ya que cambian y se adaptan más rápidamente que el resto) y en cuanto abarcan todo el
campo de la ideología (libros y revistas científicos, políticos, literarios, etc.) y todos sus niveles (libros y
periódicos de élite, de divulgación, populares, vulgares, etc.).
Por su parte, la segunda dimensión o plano de la superestructura, junto con la sociedad civil, refiere a la
sociedad política, la cual comprende la función de dominio directo o de comando que se expresa en el
Estado y en el gobierno jurídico. Representa el aparato de coerción estatal que asegura legalmente la
disciplina y conformidad de aquellos grupos que no consienten ni activa ni pasivamente con un tipo de
producción o economía particular (en este caso, el modo de producción capitalista), pero que está preparado
para toda la sociedad en previsión de los momentos de crisis, en los cuales no se pueda obtener un consenso
inmediato. La sociedad política, por tanto, comprende a todo el conjunto de actividades e instituciones de la
superestructura que dan cuenta de la función de coerción. La función específica de la sociedad política es el
ejercicio de la coerción, la conservación por medio de la violencia del orden establecido, sea tanto mediante
la fuerza militar como a través del gobierno jurídico (a lo que denomina como coacción “legal”). Gramsci
distingue distintas formas que puede adoptar la sociedad política, según se encuentra más o menos vinculada
con la sociedad civil (si ambas actúan de manera autónoma estaríamos en presencia de una dictadura pura y
simple; cuando la primera depende de la segunda nos encontramos con una hegemonía política) y según se
limite al nivel técnico-militar (simple uso de la fuerza) o político-militar (dirección política de la coerción).
De esta manera, la coerción puede ser empleada en dos momentos principales:
• La más habitual consiste en el control de los grupos sociales que no “consienten” con la dirección de la
clase dominante o fundamental. Esto es, dado un cierto grado de desarrollo de las relaciones sociales y
económicas, estos grupos – las clases subalternas (el proletariado) – entran en contradicción con la clase
dirigente. Para mantener su dominación, esta última utiliza entonces la coerción, en mayor o menor
medida, “legal” (es decir, por medio del aparato jurídico y gubernamental).
• La segunda es más excepcional y transitoria, puesto que se trata de los períodos de crisis orgánica: la
clase dirigente pierde el control de la sociedad civil y se apoya sobre la sociedad política para intentar
mantener su dominación (casi exclusivamente, por medio del ejercicio de la fuerza física).
En ambos casos, la sociedad política se apoya sobre el aparato de Estado.
Esta división entre sociedad civil y sociedad política debe pensarse como una unidad dialéctica donde el
consenso y la coerción son utilizados alternativamente y donde el papel exacto de las organizaciones es
menos preciso de lo que parece. No existe un sistema social donde el consenso sirva de única base de la
hegemonía, ni Estado donde un mismo grupo social pueda mantener duraderamente su dominación sobre la
base de la pura coerción. Por lo tanto, la sociedad civil y la sociedad política están en constante relación entre
sí.
Una de las formas de esta relación es la colaboración estrecha entre ambas: por ejemplo, en la formación de
la “opinión pública”. Cuando el Estado quiere iniciar una acción poco popular, crea preventivamente la
opinión pública adecuada, es decir, organiza y centraliza ciertos elementos de la sociedad civil (Iglesia,
escuela, medios de comunicación) para garantizar la aprobación y aceptación de la primera. Por esta razón se
genera la lucha por el monopolio de los órganos de la opinión pública – periódicos, partidos, parlamentos,
etc. – de manera que una sola fuerza (la clase fundamental o dominante) modele la opinión pública (es decir
del resto de las clase sociales) y, de este modo, la voluntad política nacional. Dispersando, a su vez, los
desacuerdos y posturas opositoras, en fragmentos individuales y desorganizados que no puedan prosperar o
cobrar fuerza.
La opinión pública es el ejemplo concreto de las relaciones permanentes que existen entre el gobierno
político y la sociedad civil, que favorece el consenso alrededor de sus actos. En el seno de la sociedad civil,
son esencialmente la prensa amarilla y la radio quienes aseguran este servicio, especialmente por la creación
de explosiones de pánico o de entusiasmo ficticio, que permiten el logro de determinados objetivos, por
ejemplo, en períodos electorales.
En un nivel estratégico, la importancia relativa de la sociedad civil en relación a la sociedad política es que,
para que la hegemonía sea sólidamente establecida, es necesario que la sociedad civil y la sociedad política
estén igualmente desarrolladas y orgánicamente ligadas. De esta manera, la clase dominante podrá utilizarlas
alternativa y armónicamente para perpetuar su dominación. En los países occidentales, la hegemonía de la
burguesía descansa, para Gramsci, en la “dirección intelectual y moral” de la sociedad, mediante la
impregnación ideológica de todo el sistema social. De ahí, que toda tentativa por subvertir el bloque histórico
deba pasar por una lucha de largo alcance para disgregar la sociedad civil.

2.C. LOUIS ALTHUSSER Y LOS APARATOS IDEOLÓGICOS DEL ESTADO.

Finalmente, un tercer autor que nos permitirá seguir reflexionando acerca de los alcances del poder, desde
una perspectiva marxista, es Louis Althusser (1918-1990). Enmarcado en una corriente teórica llamada
estructuralismo, sus principales trabajos se basan en la reinterpretación y relectura de la obra clásica de Marx
y su vinculación con el psicoanálisis freudiano y lacaniano. Su obra más reconocida es “Ideología y aparatos
ideológicos de Estado. Freud y Lacan” (1970), en la cual reflexionará acerca de los modos en que se
reproduce el modo de producción capitalista y el papel que ocupa la ideología en dicho proceso.
En dicha obra, Althusser reflexiona acerca del modo en que el capitalismo se reproduce, esto es, el modo en
que garantiza su continuidad y permanencia a lo largo del tiempo. Por ejemplo, desde el punto de vista de las
fuerzas productivas, el capitalismo necesita, en primer lugar, que el obrero se reproduzca. Para ello, se le
provee de un salario que garantiza su subsistencia biológica, históricamente determinada (ya que el mínimo
varía según cada época histórica, de acuerdo a las conquistas de la lucha de clase). Pero con ello no basta, ya
que se necesita, a su vez, que el obrero, en segundo lugar, reproduzca su capacitación para el trabajo. Esto es,
se necesita que el obrero aprenda ciertas habilidades, destrezas, técnicas y conocimientos que le permitan
desempeñarse en su puesto de trabajo. Para ello, cumplirá un rol fundamental el sistema educativo
capitalista, el cual enseña a leer, escribir, contar, así como ciertas técnicas y rudimentos de cultura científica
que son utilizables en los distintos puestos de la producción (existe una instrucción para los obreros, otra
para los técnicos, una tercera para los ingenieros, otra para los cuadros superiores, etc.). Pero, a su vez, el
obrero aprende, en tercer lugar, una serie de reglas de moral y conciencia cívica y profesional, normas que
que conducen a respetar la división social y técnica del trabajo y el lugar que cada persona ocupa en ella. Es
decir, se trata de normas y reglas que garantizan la obediencia del obrero al orden establecido, sometiéndose
a la explotación y represión de la clase dominante. En este último aspecto, ocupa un rol fundamental la
ideología.
Al igual que Gramsci, Althusser retomará la metáfora propuesta por Marx, por la cual se entiende a la
sociedad como un edificio compuesto por dos niveles: la infraestructura o base económica (unidad de fuerzas
productivas y relaciones de producción) y la superestructura (que comprende tanto la instancia político-
jurídica – el derecho y el Estado – y la instancia ideológica – la religión, moral, filosófica, política, científica,
etc.). Según Marx, la representación de ambos niveles a modo de edificio permite pensar que existe una
determinación de la infraestructura económica sobre la superestructura. Sin embargo, Althusser buscará
demostrar que, por el contrario, la superestructura no sólo presenta una autonomía relativa respecto a la base
(esto es, no se encuentra completamente determinada por esta última), sino que actúa e influye sobre la
infraestructura económica.
Para Althusser, la superestructura del modo de producción capitalista opera a partir de dos tipos de
instituciones. Por un lado, se encuentra el Estado, el cual, siguiendo la mirada de Marx, es entendido como
un aparato represivo que permite a las clases dominantes asegurar su dominación sobre la clase obrera para
someterla al proceso de extorsión de la plusvalía (es decir, a la explotación capitalista). Por lo tanto, la
función fundamental del Estado para el marxismo, como vimos anteriormente, es la ejecución e intervención
represiva al servicio de los intereses de las clases dominantes (burguesía), en la lucha de clases librada contra
el proletariado. A las diversas instituciones que llevan a cabo esta función, Althusser las denominará como
aparatos represivos del Estado, ya que funcionan mediante la violencia, o por lo menos en situaciones límite.
Entre ellos podemos encontrar al gobierno, la administración, el ejército, la policía, los tribunales, las
prisiones, etc.
Pero para el autor, no basta con contar con el accionar de los aparatos represivos del Estado para garantizar la
reproducción del modo de producción capitalista. Sino que resulta necesario el accionar de una segunda
categoría de instituciones a las que denominara como aparatos ideológicos del Estado. Estos aparatos, como
bien lo indica su nombre, se diferencian de los primeros porque actúan masivamente con la ideología y en
menor medida con la represión. Entre ellos se pueden mencionar los aparatos ideológicos religiosos (distintas
iglesias), escolar, familiar, jurídico, político (el sistema del cual forman parte los partidos políticos), sindical,
de información (prensa, radio, televisión), cultural (literatura, artes, deportes, etc.). A diferencia de los
aparatos represivos del Estado, que pertenecen enteramente al dominio público, los aparatos ideológicos del
Estado provienen mayoritariamente del dominio privado. A su vez, a diferencia de los primeros que se
encuentran centralizados bajo una unidad de mando (los representantes políticos de la clase dominante en el
Estado), los aparatos ideológicos del Estado son múltiples, distintos, relativamente autónomos (no dependen
directamente unos de otros) e incluso pueden ser contradictorios.
Lo que permite agruparlos conjuntamente, más allá de su diversidad, es que funcionan bajo la ideología
dominante. Esto es, actúan de acuerdo a la ideología dominante y, en su accionar, la reproducen. Todos los
aparatos ideológicos del Estado, más allá de sus diferencias, concurren a un mismo resultado: la
reproducción de las relaciones de producción (es decir, las relaciones capitalistas de explotación), mediante
la promoción de la ideología dominante. Y cada uno de ellos lo hará de una manera única y particular que le
es propia: el aparato político lo hará sometiendo a los individuos a la ideología política del Estado, la
democracia; el aparato de información a partir de la difusión a todos los ciudadanos, mediante la prensa, la
radio y la televisión, de dosis diarias de nacionalismo, chauvinismo, liberalismo, moralismo, etc.; el aparato
religioso recordando en cada sermón y ceremonia que el hombre sólo es polvo, salvo que sepa amar a sus
hermanos hasta el punto de ofrecer su otra mejilla a quien le abofeteó primero, etc.
Dentro de ellos, el aparato ideológico por excelencia es la Escuela. Según Althusser, la escuela toma a su
cargo niños de todas las clases sociales desde el jardín de infantes, y les inculca “habilidades” recubiertas por
la ideología dominante (el idioma, el cálculo, la historia natural, las ciencias, la literatura) o, más
directamente, la ideología dominante en estado puro (moral, instrucción cívica, filosofía). Por medio de esta
inculcación masiva se provee a cada niño de la ideología que le conviene según el rol que deberá cumplir en
la sociedad de clases: el rol de explotado (con “conciencia profesional”, “moral”, “cívica”, “nacional” y
apolítica altamente “desarrollada”), de agente de la explotación (saber mandar y hablar a los obreros: las
“relaciones humanas”), de agente de la represión (saber mandar y hacerse obedecer “sin discutir”) o de
profesionales de la ideología (saber tratar a las personas con respeto y demagogia convenientes, adaptados a
los acentos de la Moral, la Virtud, la Nación, etc.). De este modo, las enseñanzas de la escuela permiten
inculcar masivamente en los niños (durante 4-8 horas diarias, 5 veces a la semana) las relaciones entre
explotados y explotadores, así como entre explotadores y explotados. Bajo la ilusión de que la escuela
representa un medio neutro (desprovisto de ideología y alejado de la política), la escuela estaría ofreciendo
una formación social capitalista durante toda la infancia y adolescencia del alumno, inculcando los roles que
deben desempeñar en la sociedad, y contribuyendo a reproducir las relaciones sociales de producción y de
explotación.
De este modo, Althusser nos permite reflexionar como la superestructura, a través de los aparatos represivos
e ideológicos del Estado, actúan sobre la infraestructura del modo de producción capitalista, garantizando su
reproducción.

BIBLIOGRAFÍA

• Althusser, L. (1979). “Ideología y Aparatos ideológicos de Estado”. En Posiciones, Barcelona, Anagrama.


• Bravo, N. (2006). “Del sentido común a la filosofía de la praxis. Gramsci y la cultura popular”. Revista de
filosofía, N°53, (2),
• Engels, F. [1894] (2006). El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Madrid, Fundación
Federico Engels.
• Gramsci, A. (2014). Antología. Volumen 2. Buenos Aires, Siglo XXI Editores.
• Hobbes, T. [1651] (2015). Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil. Madrid,
Editorial Gredos.
• Lenin, V.I. [1917] (1985). El Estado y la revolución. La doctrina marxista del Estado y las tareas de la
revolución. Buenos Aires, Editorial Anteo.
• Martínez Ferro, H. (2010). “Legitimidad, dominación y derecho en la teoría sociológica del Estado de Max
Weber”. Revista Estudios Socio-Jurídicos, 12, (1), pp 405-427.
• Marx, K. [1843] (2014a). “Sobre la cuestión judía”. En Antología. Buenos Aires, Siglo XXI Editores.
• Marx, K. [1848] (2014b). “Manifiesto del Partido Comunista”. En Antología. Buenos Aires, Siglo XXI
Editores.
• Marx, K. y Engels, F. [1932] (2005). La ideología alemana. Buenos Aires, Santiago Rueda Editores.
• Múnera Ruiz, L. (2006). “Poder (Trayectorias teóricas de un concepto)”. Colombia Internacional, 62,
julio-diciembre 2006, pp. 32-49.
• Portelli, H. (1977). Gramsci y el bloque histórico. México D.F., Siglo XXI Editores.
• Weber, Max [1920] (1992). Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva. México, Fondo de
Cultura Económica.

También podría gustarte