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La oscura obsesión de Keith McKarthy

Primera parte

Continuación de El oscuro placer de Abby

Pleasures Manor Saga

S. West
© Sophie West 2015

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permiso expreso de la autora o los editores.
Advertencia de contenido: Esta historia contiene escenas con alto contenido
sexual. No apta para menores ni mentes sensibles. No tratéis de reproducir ninguna
escena si no es de manera sana, segura y consensuada. Esta historia es ficción, no
pretende ser un ejemplo de nada, así que deja volar tu imaginación y tu fantasía sin
prejuicios ni tabúes.
Prefacio

Capítulo uno

Capítulo dos
Para Cristóbal, tal y como te prometí.

A ver si encuentras la escena que me inspiraste...

Y, como siempre, para toda la DirtyArmy.

Un beso muy fuerte.


Prefacio

Que Campanilla se largara de Pleasures Manor sin querer hablar conmigo, fue
un contratiempo que no minó para nada mi convencimiento que acabaría
consiguiendo que se metiera en mi cama de forma permanente. O yo en la suya, que
tanto me daba.
Siempre he sabido que es la mujer perfecta para mí, desde la primera vez que
la vi hace ya unos cuantos años. En aquel momento no estaba yo por la labor y
prefería picotear en coñitos dulces y jóvenes, muchachas con muchos pájaros en la
cabeza y sus ojos fijos en mi polla y mi cartera; más la segunda que la primera,
aunque ninguna le hizo ascos a mis perversiones si a cambio recibían un buen regalo
en forma de collar o brazalete con diamantes.
En los círculos en los que me muevo no abundan las mujeres con carácter,
más bien son escasas; y de estas, la mayoría están demasiado hastiadas por la vida,
o están casadas. Nunca me he metido dentro de unas bragas que tuviesen dueño, no
va con mi forma de ser; además, sus maridos son con los que suelo hacer negocios,
y no es recomendable mojar el churro en la esposa de alguien que puede joderte
unos buenos beneficios solo por venganza.
Por eso durante muchos años me limité a salir con las tontitas típicas que se
ven del brazo de sesentones barrigudos pero con una abultada cuenta corriente,
chicas esculturales gracias a la intervención del cirujano de turno, que sonríen como
bobas, los ponen a tono, y después sus ojos brillan con el signo del dólar.
No son tontas, en absoluto. Más bien se lo hacen. Tienen muy claro cuáles son
sus objetivos, y el principal es pescar un marido rico que les solucione la vida. Por
eso a mí jamás me han durado mucho, aunque sí el tiempo suficiente para conseguir
colgarse del brazo de alguien más viejo e infinitamente más desesperado que yo. Y
mientras, se divertían yendo del brazo y follando a un tío joven, guapo y cachas (ese
soy yo), que encima las llevaba a fiestas y saraos donde encontrar a otra víctima más
propicia para poder chuparle la sangre.
Pero llega un momento que todo eso pasa a ser aburrido.
Cuando un hombre tiene veinte años y está más caliente que la bragueta de
un herrero, se conforma con revolcarse con cualquier mujer que se le abra de piernas;
y si además esas mismas mujeres le dicen que sí a todo, y nunca le ponen pegas
aunque lo que pida sea una barbaridad, esa sensación de poder hincha la polla
mucho más que dos tetas rebotando al aire.
No he sido rico toda mi vida. Entré dentro de ese círculo de elegidos a la
misma edad que la mayoría está cursando sus estudios en la universidad. Yo no tuve
la oportunidad de poder ir, ya que estaba clavado en la menguada y reseca tierra de
mi padre, un loco obsesionado con encontrar petróleo que había horadado la casi
totalidad de los veinte acres que quedaban de los casi doscientos con que contaba el
rancho que fundó mi bisabuelo. En la década de los sesenta alguien había intentado
comprarle las tierras a mi abuelo, y mi padre, que entonces aún era un chaval, pensó
que era porque estaban convencidos que allí había petróleo.
Se pasó toda su vida buscándolo y, cuando lo encontró, no tuvo tiempo de
disfrutarlo ya que se estrelló con el coche mientras una puta le estaba haciendo una
mamada. Era el año 1.990, yo tenía veinticuatro años recién cumplidos, y me
encontré siendo propietario de una bolsa de petróleo por la que todas las grandes
compañías petrolíferas se peleaban por conseguir.
Vendí al mejor postor y me largué de Texas sin mirar atrás; volé hasta Nueva
York, donde tomé la mejor decisión de mi vida: prepararme en lugar de derrochar
todos los millones que había conseguido. Los años de penurias y necesidad que pasé
al lado de mi padre, me habían enseñado que el dinero se va con la misma rapidez
que llega si no haces algo para retenerlo, así que me rodeé de gente que pudiera
enseñarme cómo conseguir que mi fortuna aumentara en lugar de desaparecer.
Pero también aprendí a divertirme, no voy a negarlo. Y descubrí por qué el
sexo «normal» nunca me había proporcionado una auténtica satisfacción.
Soy un pervertido hijo de puta.
Y sé que Abby, mi Campanilla, está a mi altura.
Detrás de esa fachada de mujer fría como el hielo, hay una hembra dispuesta
a probar cualquier cosa. Está desesperada por sentir y recordar qué se siente siendo
mujer, aunque el orgullo se lo impida. Me lo demostró en Pleasures Manor, cada vez
que su coño se convulsionaba con mi polla en su interior.
Y voy a obligarla a aceptarlo, sin que me importe a qué métodos debo
recurrir.
Capítulo Uno

Después de su precipitada huida de Pleasures Manor, cuando se encerró en la


habitación y se negó a abrir la puerta, decidí que debía dejarle algo de espacio para
que se relajara y se confiara. No iba a rendirme, y tenía la intención de ir tras ella con
toda la artillería pero, a veces, es una buena estrategia hacer que el enemigo se crea
que lo has olvidado y has cesado en las hostilidades; baja la guardia y, entonces,
llega la batalla definitiva que te permite ganar la guerra.
Hacer una analogía entre el amor y la guerra, no es algo nuevo. Aunque
hablar de «amor» a estas alturas no viene a cuento. Yo no estoy enamorado de Abby,
aunque le tengo cierto cariño y despierta en mí una ternura que jamás pensé que
poseía. Lo que a mí me mueve es, simple y llanamente, la lujuria. No puedo evitar
ponerme duro solo con pensar en ella, en esas tetas tan fantásticas que parecen estar
hechas a propósito para las palmas de mis manos, o en ese culo tan respingón que
se pone de un colorado adorable cuando la azoto. Y si me pongo a hablar de su coño,
ya reviento mis pantalones. Es puro fuego y seda, siempre tan mojado y resbaladizo;
porque cuando yo estoy cerca siempre está así, empapado, aunque ella se niegue a
reconocerlo.
¡Mujeres! ¿Por qué serán tan cabezotas? Sé que siente por mí la misma lujuria
que yo siento por ella, y que disfrutó de todo lo que le hice en Pleasures Manor, pero
su orgullo le impide entregarse completamente.
Pero voy a hacer que eso cambie.
Dejé pasar dos semanas sin hacer ningún intento por ponerme en contacto
con ella y, cuando menos se lo esperó, me presenté en su oficina.
—Hola, Elliott, ¿cómo va todo?
El hombre me miró con los ojos entrecerrados. No parecía muy contento de
verme, pero me importó tanto como una mota de polvo en la manga de mi chaqueta:
nada en absoluto. No soy el tipo de hombre que se preocupe por este tipo de cosas.
¿Le molestaba mi presencia? Pues que se jodiera.
—Dímelo tú. Abby lleva dos semanas de un humor de perros. ¿Qué coño le
hiciste en Pleasures Manor?
No he dicho que Elliott y yo nos conocemos de hace años. Somos asiduos de
los mismos clubes, y aunque no somos amigos, sí hay cierto grado de compañerismo
por aquello de que nos van las mismas cosas que prácticamente todo el mundo
considera «raras».
—No creo que eso te importe una mierda —le contesté devolviéndole la
misma mirada de cabreo—. Avísala que estoy aquí. He de hablar con ella.
—Dudo mucho que quiera recibirte.
—Pues entraré a la fuerza. ¿O es que vas a intentar impedírmelo? —le
provoqué.
Elliott se levantó y se plantó delante de mí. No es tan alto como yo, pero tiene
una constitución bastante potente; si nos enzarzamos a hostias, ambos acabaremos
magullados.
—Pensé que serías lo bastante hombre como para hacerla feliz, Keith —me
dijo, hinchando pecho y cerrando los puños—. Por eso te avisé de su visita a la
mansión. ¿Y tú qué hiciste? Cagarla.
—Es dura de roer, deberías saberlo —siseé. Me estaba empezando a hinchar
los huevos—. Pero no me he rendido con ella. ¿O crees que estoy aquí para ver tu
jodida cara?
—Lárgate, Keith. No sé qué le hiciste, pero no me gusta el resultado. No es
feliz.
—Apártate, muchacho. —Empleé ese tono condescendiente que uso con
todos los que son más jóvenes que yo cuando me están jodiendo—. Te aseguro que
no quieres que te aparte a la fuerza.
—Déjale entrar, Elliott.
La voz de Abby nos sobresaltó a ambos. Mi Campanilla había oído nuestras
voces y había salido para ver qué estaba pasando. Para mí fue claro que aceptó mi
presencia solo para evitar que nos liásemos a golpes, aunque en aquel momento no
supe si temía por mí... o por Elliott. La amistad entre estos dos siempre me había
parecido un tanto extraña e incomprensible. Yo jamás me había hecho amigo de mis
secretarias; ¿follarlas? Sí. ¿Contarles mis cosas? Ni de coña.
Rodeé a Elliott mientras le dirigía una sonrisa de suficiencia que le decía «te
lo dije». Recoloqué los gemelos de oro con un gesto de altanería y me encaminé hacia
la puerta.
Abby se apartó para dejarme pasar. Parecía cansada, con círculos morados
alrededor de los ojos que el maquillaje no había podido disimular; y su rostro parecía
más delgado, como si no se hubiese estado alimentando bien. Me preocupó.
—¿Qué es lo que quieres, Keith? —me preguntó mientras rodeaba la mesa y
se sentaba al otro lado. Se había puesto en plan «señora de negocios», toda seria y
circunspecta.
—Sabes perfectamente qué quiero. A ti. En mi cama. Gritando como una loca
por cada orgasmo.
Se lo espeté así, sin anestesia ni nada. Palideció considerablemente primero,
y después sus mejillas adquirieron un magnífico tono rojizo de «me estás cabreando,
y mucho».
Era mi intención.
Si su estrategia era mostrarse fría como el hielo, yo conseguiría hacer que el
fuego volviera a arder en ella.
—Ni. Lo. Sueñes.
Intentó ser tajante, pero noté una leve vacilación en su voz. Sonreí por toda
respuesta, y crucé las piernas, poniéndome cómodo en el sillón donde me había
sentado. Eché la espalda hacia atrás, y crucé los brazos sobre mi pecho.
—No necesito soñar contigo, Campanilla. Me basta con recordar. Tengo
grabados en mi memoria cada uno de tus gritos. Sobre todo, aquellos en los que me
suplicabas que te follara más duro.
¡Ah! ¡Cómo disfruté cuando su rostro se encendió como el farol de una casa
de putas! Rojo iridiscente, tan brillante que golpeó mis retinas.
—Eres un...
—Bruto. Lo sé. Me lo has repetido muchas veces. —Le mostré mi sonrisa más
canalla—. Pero a ti te encanta que lo sea.
—Dirás que me fastidia —gruñó, apartando los ojos.
—Eso también, pero lo hace más divertido.
—Estás muy confundido; para mí no hubo diversión.
—¡Qué mentirosa eres! ¿A quién quieres engañar? ¿A mí, o a ti misma? —Me
levanté con brusquedad y puse las manos sobre la mesa, inclinándome hacia ella,
que se echó hacia atrás todo lo que pudo sin levantarse para salir corriendo. Sé que
resulté amenazador, pero era lo que pretendía—. Vas a tener que dejar de lado esa
mala costumbre, Campanilla —le dije muy serio.
—Deja de intentar intimidarme. Sabes que no me hace ningún efecto.
—¿De verdad? Entonces, ¿por qué tus pezones se han puesto tan duros?
Puedo vértelos a través de la camisa de seda que llevas puesta.
Cruzó con rapidez los brazos sobre sus pechos y, cuando se dio cuenta de lo
que había hecho, resopló, furiosa. Cuando los fijó en mí, sus ojos despedían
llamaradas por la ira.
—El estado de mis pezones solo son asunto mío, no tuyo.
—Ah, pero eso no es verdad —le repliqué, meloso, y después me relamí—.
Tus pezoncitos siempre serán asunto mío. ¿Aún no te has dado cuenta? Necesitan
mi boca en ellos.
Se levantó de un salto y con la inercia, su sillón del despacho salió despedido
hacia atrás, chocando con estrépito contra el mueble moderno que tenía contra la
pared. Estiró un brazo con energía, señalando la puerta de salida.
—Vete. Ahora. No quiero volver a verte.
Rodeé la mesa en dos zancadas y la agarré por el brazo que permanecía
extendido. Tiré de ella y la encerré entre mis brazos. Forcejeó, por supuesto; yo ya
sabía que lo haría. Jamás aceptaría de buen grado que estaba excitada y que su
cuerpo me reclamaba, pero yo lo sabía con toda certeza.
—Deja de luchar, Campanilla —le susurré al oído. La muy hija de puta
intentó darme un rodillazo en mis partes, pero supe detenerla a tiempo. Giré sobre
mí mismo, con ella aún atrapada, y la encajé contra la enorme mesa de caoba. Me
froté contra ella, haciéndola saber lo dura que tenía la polla y lo dispuesto que estaba
de follarla allí mismo.
La agarré por el pelo y tiré de él. Me ponía hacerle eso. El tacto suave entre
mis dedos, y el poder que me daba tenerla así agarrada, era brutal, y fue directo
hacia mi polla, que aún engordó mucho más.
—¿Ves lo que me haces? —le susurré al oído mientras me frotaba contra ella.
Empujé con una de mis piernas entre las suyas y la obligué a abrirse para
permitirme encajar. La subí sobre la mesa, agarrándola por las nalgas, y le subí la
falda hasta la cintura.
No llevaba ropa interior. Ver su coño desnudo me excitó primero, y me
cabreó después.
—¿Por qué cojones no llevas ropa interior? —le espeté—. ¿A quién esperabas?
Su sonrisa de suficiencia casi hace que pierda los nervios. ¿Tenía otro amante?
Una mujer no va por ahí sin bragas si no tiene planes de seducir y follar.
—Vete a la mierda. No es asunto tuyo.
—Los cojones no lo es.
Perdí los nervios y la compostura. Todo se fue al carajo por el simple hecho
de imaginármela con otro. Abigail era mía, me pertenecía, y no iba a permitir que
luchara más contra eso. Iba a aceptarme en su vida sí o sí, o todo se iba a ir a la
mierda.
Le rompí la camisa de un tirón, y ahogué su grito estampando mi boca
contra la suya. Luchó, arrastrando sus uñas por mi pecho e intentando empujarme,
pero la tenía bien agarrada. No iba a ir a ninguna parte.
Me mordió, y noté el sabor de mi propia sangre en mi boca; pero no lo hizo
con fuerza, no para hacerme daño, sino más bien como una advertencia que, en
realidad, engrosó más mi polla. Me gustaba así, guerrera, altanera, haciéndome
frente, hasta que se rendía a la evidencia y se abandonaba al placer.
Como hizo en ese momento.
Empezó a devolverme el beso con agresividad. Sus manos se clavaron en mis
hombros y me apretó contra ella, empezando un baile con sus caderas para frotarse
contra mi evidente excitación.
No me permití el lujo de bajar la guardia. Sin dejar de agarrarla con fuerza
con un brazo, bajé la otra mano hasta su coño y puse la palma encima. Estaba
chorreando, toda mojada. Ahogué un grito de triunfo y profundicé el beso,
arrasándola con mi lengua mientras me apresuraba a abrirme la bragueta y liberar
la polla.
Posicioné el miembro en su entrada y la penetré sin ningún tipo de ceremonia,
anclándola en el borde de la mesa con mis manos. Me rodeó con las piernas,
convirtiéndome en prisionero, y me animaba a follarla más rápido y duro con los
empujones de sus talones.
Le rompí el sujetador de un tirón. Estaba fuera de mí, nada me importaba
más que saborearla. Le acaricié las tetas con una mano y las chupé con fuerza. Sus
pezones estaban duros como diamantes, y los mordisqueé, arrancándole un grito de
placer.
Salí de ella y, con un movimiento brusco, la giré para ponerla de espaldas a
mí. La empujé contra la mesa y le separé las piernas con los pies. Jadeaba y maldijo
con palabras poco aptas para alguien como ella.
—Joder, ¿qué coño haces?
—Follarte por detrás —le contesté—, como la perra que eres.
Gruñó, no sé si para protestar por mi insulto o simplemente de frustración.
Sabía que le gustaba que yo la tratara así, que la ponía aún más cachonda.
—Después le presentaré mis respetos a tu culo —le dije, pensando en la noche
que íbamos a pasar juntos—, pero por ahora, me conformaré con follarte.
Metí mi polla en su jugoso coño de un solo golpe, hasta que mis pelotas
chocaron contra su culo. Gritó e intentó revolverse, pero la aplasté con mi pesado
cuerpo: no tenía ninguna oportunidad contra mí, y me dediqué a follarla duro y
rápido, sin ninguna contemplación y sin importarme sus jadeos. Si le hacía daño, ya
se quejaría, porque no era de las que se quedaban calladas.
En la habitación no se oía nada más que el ruido de nuestros cuerpos
chocando, y el chapoteo de mi polla enterrada en sus jugos. Esa deliciosa rajita me
tenía loco, y no iba a permitir que se la diera a otro. Era mía, para follarla, para
chuparla, para tocarla. ¡Joder! Era mía para hacer con ella lo que me saliera de los
santos cojones.
Su orgasmo se iba acercando. Lo notaba porque su vagina empezaba a
temblar con espasmos y a apretar mi polla con más fuerza. Me dolían los huevos y
quería estallar, pero me retuve las ganas hasta que ella consiguiera llegar.
—Déjate ir, Campanilla —le susurré entre jadeos—. ¡Córrete, joder!
No se hizo de rogar. Su útero empezó a convulsionar, enviando una gran
cantidad de vibraciones hacia mi polla. La excitación se acumuló aún más en mis
pelotas y justo cuando ella soltó el primer grito y echó la cabeza hacia atrás, me dejé
ir y estallé en un orgasmo devastador que me exprimió hasta la última gota de semen
y de fuerzas.
Ambos quedamos derrengados sobre la mesa, yo encima y ella debajo. Me
apoyé en los codos para no aplastarla, y deposité un beso en su nuca. No podía ver
su rostro, oculto por la cabellera que ahora estaba alborotada y caída sobre el
mueble, pero sabía que tendría la misma expresión que yo: satisfecha, saciada, feliz.
Estaba convencido que esa paz no duraría mucho. Tenía solo unos segundos
para poner en marcha la segunda parte de mi plan, antes que se recuperara y me
echara a patadas. Rebusqué en el bolsillo de mi chaqueta hasta encontrar el teléfono
móvil. Conecté la cámara con rapidez, la preparé para hacer un selfie y levanté a
Abby, cogiéndola por la cintura.
Tenía la camisa abierta, y sus pechos estaban al aire; pero tenía los ojos
cerrados y, cuando se dio cuenta de mis intenciones, ya era demasiado tarde. Ya
tenía la foto hecha, con ella medio desnuda, y abandonada entre mis brazos.
—¡Qué haces! —gritó, e intentó quitarme el teléfono. Yo lo mantuve fuera de
su alcance, aprovechando mi mayor estatura.
—Quieta, fiera —le dije, apretándola aún más contra mí. Todavía tenía la
polla enterrada en ella, y todo ese movimiento estaba consiguiendo despertarla de
nuevo—. Esto es un seguro, Campanilla. —Mi voz sonó burlona—. Ahora estás en
mis manos.
—Qué más quisieras tú. ¡Salte de mí! ¡Maldito seas!
—Ssssht —le chisté en el oído y solté una risita. Estaba adorable, tan
cabreada—. Un poco de paciencia. Mi polla se siente muy a gusto ahí dentro. Está
calentita y cómoda. —Me moví, burlándome con el movimiento, y ella jadeó cuando
notó que estaba poniéndome duro otra vez—. Será mejor que te comportes si no
quieres que empiece otro round.
—¿Qué vas a hacer con esa foto?
—Nada. Simplemente la voy a utilizar como arma para asegurarme que vas
a hacer lo que te diga. A no ser, claro, que prefieras que esa foto empiece a circular
por internet. Y ya sabes qué pasa cuando una cosa así se hace público...
—Eres un cabrón hijo de puta.
—No. Soy un hombre que está dispuesto a hacer lo que sea con tal de
conseguirte, Campanilla. Eres mía, y ya es hora de que tú te des cuenta de ello.
—No voy a permitir que me mangonees.
—Como quieras. —Me separé de ella y metí el teléfono en la chaqueta. Me
guardé la polla dentro de los pantalones y me los abroché con parsimonia, sin decir
nada.
Ella se giró y me miró. Sus ojos lanzaban llamaradas de indignación y rabia.
Si en ese momento hubiese tenido un arma a su alcance, estoy seguro que la hubiera
utilizado. Se bajó la falda a trompicones, y cruzó la camisa por delante de sus pechos,
para cubrirlos. Tendría que cambiarse de ropa, porque la había dejado para el
arrastre.
—Dime qué pretendes.
—Ya te lo he dicho. —Me puse bien los gemelos, tirando levemente del puño
de la camisa. Mi traje también se había arrugado un poco, pero había valido la
pena—. Estás en mis manos. Vas a hacer todo lo que te diga, cuando te lo diga, o la
foto será publicada en internet.
—Si lo haces, te denunciaré. Te joderé la vida.
—No lo harás, porque jamás podrás demostrar que he sido yo. Hay hackers,
¿sabes? que se dedican a entrar en móviles ajenos y a sacar las fotos para hacerlas
públicas. Yo seré una pobre víctima.
—Grandísimo hijo de puta.
Ensanché la sonrisa ante su insulto. Eso significaba que se sabía atrapada sin
remedio ni salida.
—Ese soy yo. —Caminé hacia la puerta de salida y, sin mirarla, le dije—: A
las ocho en punto pasaré a recogerte por tu casa. Tenemos una cita. —Me giré con la
mano en la manija de la puerta y fijé mis ojos en los suyos—. No te pongas bragas,
te van a estorbar.
Cuando cerré la puerta oí que algo se estrellaba contra ella. Ahogué una
carcajada y seguí caminando. Elliott me cerró el paso y se enfrentó a mí.
—Si le haces daño o le rompes el corazón —me amenazó—, me las pagarás.
—Si le hago daño —le contesté—, tendrás todo el derecho.
Dudaba mucho que pudiese romperle el corazón. Mi Campanilla era como
yo: no teníamos.
Capítulo dos

Pasé a recogerla a la hora señalada, puntual como siempre. Envié a Raúl, mi


chófer, a buscarla mientras yo esperaba en la limusina. Sabía que eso la molestaría,
por eso dejé de lado mi parte caballerosa, una vez más, para convertirme en el
canalla que ella necesitaba y odiaba a partes iguales.
Me sorprendió cuando apareció mucho más pronto de lo que esperaba.
Estaba convencido que tardaría una barbaridad, solo para fastidiarme, por eso
cuando la puerta de la limusina se abrió solo diez minutos después de que Raúl
fuera a por mi Campanilla, no pude evitar mostrar una sonrisa sarcástica y recibirla
con ella bien visible.
—Veo que tenías mucha prisa para ponerte en mis manos.
Ese fue mi saludo, y ella me contestó con un bufido. Había sido obediente y
se había puesto la ropa que yo le había enviado: un vestido de noche de satén negro,
con la espalda descubierta, un escote en V que le llegaba hasta el ombligo y corto
hasta medio muslo. Le cubría lo bastante para no ser excesivamente escandaloso,
pero dejaba a la vista la suficiente piel para poder acariciarla dónde quisiera en
cualquier momento. Los vestidos sin espalda son uno de los mejores diseños que se
han creado nunca; le permiten a un hombre meterle mano a una mujer, y acariciarle
las tetas sin necesidad de desnudarla. Y no digamos las faldas cortas...
—¿A dónde vas a llevarme? —me preguntó sin dirigirme la mirada.
—Lo verás cuando lleguemos —contesté—, pero antes... tengo un regalito
para ti que vas a ponerte ahora mismo. Raúl, cierra la mampara.
Mi chófer corrió a obedecer la orden, y la mampara ahumada de metacrilato
que separaba la parte delantera de la limusina se deslizó automáticamente. Cuando
quedamos aislados, Abby me miró alzando una ceja, desafiante. ¡Cuánto he
disfrutado siempre de su rebeldía!
Cogí el paquete que tenía a mi lado, que hasta aquel momento había quedado
fuera de su vista, y se lo puse sobre el regazo.
—Ábrelo.
Mi Campanilla, siempre desconfiada, entrecerró los ojos un instante antes de
suspirar. Se sabía en mis manos, por lo menos momentáneamente. Tenía la
seguridad que su cabeza estaría barruntando la manera de hacerse con mi móvil
para robármelo, y hacerse así con la foto que la comprometía. Lo que ella no sabía,
y que yo me iba a guardar muy mucho de decirle, es que había comprado ese móvil
especialmente para hacerle la foto, y que ahora estaba a buen recaudo guardado en
una caja de seguridad en mi banco de confianza. Robármelo iba a ser una misión
imposible que ni siquiera Tom Cruise podría llevar a cabo.
—Estás de guasa.
No lo dijo como una pregunta, no; aquello fue una afirmación en toda regla.
—En absoluto.
—No pretenderás que me ponga esto, ¿no?
La miré y sonreí con socarronería.
—En realidad... soy yo quién va a ponértelo.
No pude evitar sentir una enorme satisfacción cuando su pecho subió y bajó,
al inhalar el aire de golpe, en un espasmo de sorpresa y excitación. Tragó saliva,
apretó la mandíbula, y asintió con la cabeza, rindiéndose a lo evidente: no tenía
escapatoria.
—¿Cómo quieres que me ponga?
Sonreí de medio lado y estoy seguro que mis ojos brillaron por la satisfacción.
—Súbete la falda todo lo que puedas, siéntate en el asiento delante de mí y
ábrete de piernas. —Cuando obedeció, miré con apetito su coño expuesto. Me moría
de ganas por hundir mi polla en él, pero iba a alargarlo todo lo posible por dos
razones: la primera, que quería torturarla; y la segunda, que cuanto más tiempo
tardásemos, más disfrutaríamos del polvo al final—. Échate hacia adelante y pon los
pies sobre el asiento, uno a cada lado de mis piernas.
—Eres un cabrón —refunfuñó.
—Ahórrate los insultos, Campanilla. Desde aquí veo que tu coño ya está
empezando a humedecerse, así que no me vengas con milongas. Te encanta todo lo
que te obligo a hacer.
Era verdad. Los jugos empezaban a asomar por su coño desnudo y recién
depilado, y brillaban atrayendo mi mirada hacia ellos.
—¿Te han dicho alguna vez que tienes un coño precioso? —le dije con tono
casual, como si hubiera comentado el tiempo que hacía.
—¿Vas a tardar mucho? —Esa fue su respuesta, pero supe que mis palabras
la habían complacido porque su brusquedad había bajado mucho de intensidad.
—Todo lo que se me antoje.
Cogí mi regalo de dentro la caja y lo miré. Era un vibrador con un ligero y
suave arnés incorporado, que se afianzaba alrededor de los muslos y los glúteos para
poder llevarlo sin que se cayera ni se saliera de su lugar. Por supuesto, tenía un
mando a distancia para poder accionarlo cuándo y dónde yo quisiera.
Saqué la botellita de lubricante y la abrí. Me puse una pequeña cantidad en
los dedos índice y corazón, y me incliné hacia adelante. Abrí los pliegues de su coño
con el pulgar, deslizándolo arriba y abajo. La muy zorra ya estaba empapada, y casi
ni le hacía falta la ayuda. Cuando le metí los dedos, echó la cabeza hacia atrás y
gimió mientras clavaba los dedos en el asiento.
—Sabía que lo disfrutarías.
—Que te jodan.
Yo me eché a reír, no pude evitarlo.
—Más bien será a ti a quién van a joder, nena.
Saqué y metí los dedos varias veces, moviéndolos en su interior. Abby gemía
y quiso empezar a balancear las caderas hacia adelante, buscando más contacto, más
profundidad. Saqué los dedos y gruñó, enfadada.
Volví a reírme. Tanto gruñir, quejarse, hacerse la rebelde y protestar, pero la
muy puta disfrutaba de todo aquello tanto o más que yo.
Me puse más lubricante y embadurné un poco el vibrador; no demasiado. Se
lo metí poco a poco, mirándola al rostro, viendo reflejado allí el placer que le estaba
proporcionando. Tenía los ojos cerrados, la boca medio abierta, y su pecho subía y
bajaba con rapidez, y de entre sus labios surgía un jadeo entrecortado.
Llegué al tope, y fijé las correas alrededor de las piernas y por encima de las
caderas, para fijarlo bien. Me eché hacia atrás, y cogí el mando a distancia.
—Qué hermoso espectáculo —musité, perdido en la belleza de aquella
imagen de una mujer totalmente abandonada al placer—. Mírame —le ordené, y
abrió los ojos para fijarlos en mí.
Apreté el botón y el estimulador se puso en marcha. Abby dejó ir un gemido
largo y profundo mientras arqueaba la espalda. Estaba preciosa en aquella postura,
con las rodillas dobladas, las piernas abiertas mostrándome su coño, los pies sobre
el asiento, uno a cada lado de mí. Tenía la boca entreabierta y los ojos brillantes por
el calor corporal. Tuve que hacer un soberano esfuerzo para no liberar mi polla y
hacerme una paja allí mismo, tanto me impactó verla así.
Le acaricié las piernas hasta la ingle, y deposité un beso en una rodilla.
—Oh, Dios... —gimió—. Voy a correrme, Keith.
Apagué el vibrador antes que lograra llegar. No iba a permitirle correrse tan
temprano. Quedaba mucha noche por delante, y cuando llegáramos al final, quería
que ella estuviera tan necesitada que, cuando se corriera, consiguiera el orgasmo
más devastador de su vida.
—¿Por qué no me has dejado terminar? —Su voz era un quejido. Si hubiese
sido otra mujer, hubiera jurado que estaba a punto de soltar un sollozo; pero no
Abby, no mi Campanilla. Todavía me quedaba un largo trecho para verla suplicar
otra vez.
—Porque la noche acaba de empezar, y tengo varias sorpresas para ti antes
de permitirte correrte. Ven aquí —le ordené, dando un par de golpecitos al asiento
de mi lado—. Tengo reserva en el restaurante a las nueve y media, y antes quiero
llevarte a ver un espectáculo.
Por supuesto, el espectáculo que tenía en mente no era para nada
convencional.
Llegamos al club Diávolo quince minutos más tarde. Bajamos de la limusina
y Raúl se la llevó. Volvería a buscarnos en cuanto lo llamara por teléfono.
Cruzamos la puerta y Abby lo miró todo con los ojos entrecerrados. El
vestíbulo era bastante modesto y neutro, un club privado que no necesitaba hacer
ostentaciones para atraer a nuevos clientes, pues todos los que acudíamos allí
éramos socios y nadie que no lo fuera entraba si no era con una invitación expresa.
Quien mirara desde fuera, pensaría que era el típico club solo para caballeros, como
los que había en el Londres de regencia y victoriano, y que aún existían hoy en día;
un lugar al que los hombres acudían para esconderse de sus mujeres, en los que se
hablaba, se fumaba, se hacían apuestas o, simplemente, te regodeabas en la paz y el
silencio de la biblioteca.
Lo que nadie sabía, era lo que se cocía en los salones de los pisos superiores.
—Buenas noches, señor McKarthy —me saludó Peter, el mayordomo—. La
sala que ha solicitado ya está preparada para usted y la señorita. Si hacen el favor de
seguirme...
—Gracias, Peter.
Que nos guiara era el protocolo, pues yo ya conocía el camino de sobras.
Había acudido allí de forma regular durante los últimos quince años, desde que mi
mentor me invitó por primera vez a aquel lugar. Fue allí que descubrí mis
tendencias, que me gustaban cosas que a la práctica mayoría de la gente le parecen
perversiones: dominar, atar, azotar, humillar, mirar... incluso practicar sexo con
otros hombres. El sexo es sexo, sin importar con quién se practica. Algunos de mis
mejores orgasmos los he tenido con la polla metida en el culo de otro tío, y eso no
me hace menos hombre.
Subimos las escaleras sin cruzarnos con otros socios. En parte me alegré,
porque a Abby le hubiese estropeado más el carácter si, por una mala casualidad,
llegamos a encontrarnos con algún conocido común.
Peter abrió una puerta doble corredera, y nos indicó con un gesto que
entráramos. Yo le di las gracias, y empujé a Abby con suavidad hacia el interior,
poniéndole la mano en la parte baja de su espalda.
—¿Qué es esto?
—Ya lo verás.
La llevé hasta una de las habitaciones del club, donde se iba a realizar una
sesión de voyerismo. Había pagado para que nadie más tuviera acceso porque quería
privacidad con mi Campanilla. Una de las ventajas de ser enormemente rico, es que
puedo comprar casi cualquier cosa,
Abby miró el escenario central, una enorme cama redonda con sábanas
blancas, y que estaba iluminada por un foco que la apuntaba directamente. El resto
estaba en penumbras, para que los espectadores pudiéramos hacer cualquier cosa
que nos apeteciera con un amago de intimidad.
La senté en uno de los sillones que había justo delante de los pies de la cama,
y me dejé caer a su lado sin soltarle la mano.
—¿A qué…?
—Ssssht. Silencio —la reñí—. Recuerda que no puedes decir ni una palabra.
Cerró la boca con un chasquido, molesta, y tuve que aguantarme las ganas de
reír y el impulso de besarla hasta hacerle perder el sentido.
Eso vendría más adelante.
Se encendió otro foco que iluminó una puerta que estaba al fondo. Por los
altavoces empezó a sonar una música suave, Crazy, de Aerosmith. La puerta se abrió
y entró una muchacha oriental, vestida de doncella. Parecía recién salida de uno de
esos cómics pornográficos japoneses, con esa falda corta y rizada alrededor de su
cintura, con voluminosas enaguas debajo, y un escote que dejaba a la vista sus
pezones. Tenía los pechos grandes, probablemente operados, pero daban ganas de
comérsela entera de arriba abajo.
Miré a Abby de reojo y tenía los ojos fijados en la escena, impaciente por saber
qué iba a pasar a continuación. Yo me removí en mi sillón. Todavía tenía la polla
hinchada por el espectáculo en la limusina, y estaba comprimida dentro de los
pantalones; me consolé pensando que pronto iba a dejarla libre. Abby iba a
suplicármelo.
La criadita, que llevaba un plumero en la mano, se puso a quitar el polvo,
moviéndose alrededor de la cama. El polvazo que iban a darle, pensé, divertido, sin
dejar de observar a Abby. Se había llevado el dedo pulgar a la boca, y estaba
mordisqueándolo sin darse cuenta.
La puerta volvió a abrirse, y apareció un enorme negro vestido de lacayo. La
criada se sobresaltó, dejando caer el plumero al suelo. Tenía cara de espanto y la
boca abierta por la sorpresa. Retrocedió mientras el lacayo se acercaba a ella, hasta
que sus piernas chocaron con la cama y cayó encima de las sábanas. Rodó por ella
para intentar escaparse, pero entonces se encendió otro foco apuntando a otra puerta
oculta, y se abrió dejando entrar a un tercer actor.
Dos lacayos negros, de anchos hombros y mirada pervertida, y una pobrecita
criada oriental que no tenía ninguna escapatoria.
Abby seguía mordisqueando su pulgar sin quitar los ojos de la escena, yo
estaba con la polla a punto de reventar, y esto no había hecho más que empezar.
Metí la mano en el bolsillo de mi esmoquin, y cogí el pequeño mando a
distancia. Puse en marcha el vibrador.
Abby pegó un pequeño brinco, y se agarró con fuerza a los brazos del sillón,
jadeando. Giró su cabeza con brusquedad para mirarme con la boca abierta y
sofocada. Me gustaba verla así, con la respiración acelerada, el rubor subiendo por
su rostro y ese brillo febril en sus ojos que indicaba que estaba más y más excitada.
—Eres...
—Silencio.
Lo actores sobre el escenario ni se inmutaron por nuestra breve interrupción,
y seguían con su representación. Ya habían conseguido atrapar a la doncella oriental,
y habían empezado a quitarle la ropa poco a poco, mientras ella intentaba resistirse
sin lograrlo y suplicaba a media voz que no le hiciesen daño. Uno se había
apoderado de sus pechos y se había metido un pezón en la boca, mientras con la
mano estimulaba el otro dándole pellizcos. El otro moreno tiraba de la ropa de la
muchacha para sacársela por los pies. Lo consiguió, y la chica quedó desnuda
excepto por las medias blancas, que le llegaban al muslo, y los zapatitos negros de
charol que le daban un aire adolescente. Tiró la ropa a un lado y, de rodillas, puso
las manos sobre las nalgas de la criada y enterró en rostro en ellas. Un gritito salió
de la boca de la doncella cuando las manos del lacayo se deslizaron hasta su coño,
obligándola a abrir las piernas, y la penetró con un dedo.
Abby seguía con las manos crispadas en los brazos del sillón, con el rostro
contraído y la respiración muy acelerada. Su mirada había vuelto a la escena
representada ante nosotros. Me acerqué a ella, deslizándome sobre el sillón, y le
rodeé los hombros con un brazo. Mi mano se perdió bajo el vestido y la puse sobre
una de sus tetas. Tenía el pezón duro como una roca.
—¿Estás excitada, Campanilla? —me reí de ella, aunque yo no estaba mucho
mejor. No contestó y le dejé un beso húmedo en su hombro desnudo—. Recuerda
que no puedes correrte hasta que yo no te dé permiso, porque no te gustará lo que
te haré si no me obedeces.
Se lo susurré al oído, y después le mordisqueé el lóbulo de la oreja. Lo que
ocurría en el escenario había perdido el interés para mí, pero eché una ojeada para
saber cuánto quedaba del espectáculo. La música iba cambiando, cuando una
canción terminaba, empezaba otra, siempre de Aerosmith, y en ese momento estaba
sonando Angel.
Los dos lacayos habían arrastrado a la doncella hasta la cama, y la habían
puesto a cuatro patas. Uno estaba de rodillas delante de ella. Su polla desaparecía
dentro de la boca de la criada mientras le sobaba los pechos con una mano y la tenía
sujeta por el pelo con la otra. El otro criado negro estaba detrás; entusiasmado con
la idea de follarle el culo, estaba preparándola con los dedos y su saliva mientras ella
se retorcía intentando evitar tan abrumadora invasión.
—¿Te gustaría estar en su lugar, Campanilla? —le pregunté. Mi mano no
había abandonado su pecho, y ella no había hecho ningún intento de apartarme—.
¿Te gustaría que ese negro te follara el culo mientras el otro te folla la boca? ¿Te
gustaría que yo mirara? ¿O preferirías que te follara yo mientras tu los sigues
mirando a ellos?
Dejó ir un gemido mientras cerraba los ojos con fuerza y apretó con fuerza la
mandíbula. Quizá era el momento de darle un respiro, así que apagué el vibrador
que le estaba estimulando el clítoris y la vagina. Soltó un sollozo, supongo que de
alivio, y bajó la cabeza. Tenía los hombros tensos, las manos agarrotadas, y el rostro
crispado.
—Ven aquí —le susurré.
—No… no puedo —gimió—. No puedo moverme.
Alargué los brazos para alcanzarla, y la icé sin problemas para ponerla en mi
regazo. Estaba tensa, rígida, poseída por la excitación. La senté de espaldas a mí para
que no se perdiera el espectáculo, la cogí por la cintura y la atraje más hacia mi
cuerpo. Le arremangué la falda del vestido hasta más arriba de los muslos, la obligué
a abrir las piernas para que pusiera una a cada lado de las mías, y posé las manos en
sus hombros para empezar un masaje que le aliviara la tensión.
Sé que no era eso lo que ella quería, pero lo que anhelaba no pensaba dárselo
aún.
—Pon las manos sobre tus rodillas, y sigue mirando. No quiero que te pierdas
ni un detalle, Campanilla.
Me obedeció sin rechistar. Supongo que esperaba que su resignación me
impulsara a darle lo que ansiaba, pero no iba a ponérselo tan fácil.
Le masajeé los hombros muy despacio y dirigí mi mirada al espectáculo. Los
dos lacayos se habían desnudado por completo, y su piel oscura brillaba bajo el foco
que los mantenía iluminados. Le habían dado la vuelta a la criada para ponerla entre
ellos, como un sándwich; mientras uno le penetraba el culo por detrás y le acariciaba
un pecho, el otro follaba su coño mientras la mantenía agarrada por la cintura. Ella
ya no luchaba contra ellos; se había rendido al placer que le estaban dando y gemía
con las manos aferradas a los hombros del negro que tenía delante.
—¿Te imaginas estar así, Campanilla? Aplastada por dos cuerpos sudorosos,
mientras tienes dos pollas dentro de ti. Esa chica tan pequeña, y esas dos pollas tan
grandes… ¿crees que le está gustando?
Gimió y balanceó sus caderas, buscando el bulto de mi polla que aún estaba
escondida bajo el pantalón.
—Por favor… —gimió. Yo tragué saliva, esperando que no notara que estaba
tan desesperado como ella, y que mantener el control me estaba costando un
esfuerzo enorme.
—Por favor, ¿qué, Campanilla? ¿Tienes sed? ¿Hambre? —me burlé.
—¡Maldito seas! —gruñó entre dientes—. ¡Sabes qué quiero!
—Y tú sabes cuál es la única manera de conseguirlo.
Resopló, furiosa. Mi Campanilla no puede comportarse de otra manera que
no sea así, la suavidad no va con ella.
—Por favor, señor McKarthy, necesito un orgasmo —me pidió con la voz
entrecortada, haciendo esfuerzos por no sollozar—. No puedo soportarlo más.
—¿Ves? No es tan difícil —le dije, poniendo en marcha de nuevo el
estimulador que tenía enterrado en su coño—. Puedes dejarte ir, y gritar mi nombre
cuando te corras.
Gimió y se dobló hacia adelante. La sujeté por la cintura para que no se
cayera, y frotó su culo contra mi polla. Le metí una mano por debajo del vestido y
empecé a pellizcarle el pezón. Mi polla estaba a punto de reventar y balanceé
inconscientemente las caderas hacia adelante para aumentar la fricción con ella.
—No… no… así no… quiero tu polla dentro de mí —me pidió en un
gruñido áspero. Estuve tentado de dársela, y aunque era yo quién lo iba a pasar mal,
me negué. Era demasiado pronto. Apagué el vibrador—. Noooooo —casi gritó.
—Tú no exiges, Campanilla —le dije con voz dura—. Jamás vuelvas a hacerlo.
La levanté de mi regazo y la volví a su silla. Ella me miró con los ojos
desorbitados, fuera de sí.
—¡No puedes hacerme esto! —me gritó. Me cogió por las solapas y tiró de mí
para obligarme a besarla. Aparté el rostro del suyo, le cogí las manos, y la zarandeé.
—Puedo —siseé—, y lo hago. No vas a tener mi polla hasta que yo esté
dispuesto, ¿me has comprendido?
Me miró con los ojos desenfocados y enrojecidos, a punto de llorar. Casi me
dio lástima. Casi. Pero sabía que si en aquel momento accedía, la muy puta me
tomaría por el pito del sereno. Tenía que ser firme para enseñarle quién estaba al
mando.
Le cogí el rostro y se lo giré hacia el espectáculo.
—Mira, y aprende de ella. —Señalé hacia la doncella oriental, que ya estaba
totalmente abandonada al placer y hacía, sin rechistar, todo lo que le exigían.
La habían tumbado de espaldas sobre la cama. Uno de los lacayos de había
sentado sobre su cara y le estaba follando la boca de nuevo, mientras el otro había
pasado las piernas de la muchacha por encima de sus hombros y le estaba follando
el coño. Las piernas de la chica estaban aprisionadas entre ambos cuerpos
masculinos, y las movía al mismo ritmo acompasado que se movían ellos, hacia
adelante, hacia atrás, y de nuevo hacia adelante.
—No se queja; no exige; no pide. Acepta todo lo que los dos tíos quieren darle,
y se conforma con ello.
El negro que le estaba follando la boca, empezó a correrse. Sacó la polla y dejó
que su semen mojara toda la cara de la chica. Ella mantenía la boca abierta, ávida
por pillar aunque fuera un poco. El tío apoyó las manos sobre la cama y levantó el
culo hasta quedar de cuatro patas sobre ella, de manera que su leche salpicó también
los pechos de la chica.
—¿Lo ves? La está marcando, porque les pertenece a partir de ahora. Esa es
la fantasía. La doncella será la puta de los dos lacayos negros, y nunca se quejará.
Harán con ella lo que quieran, cuando quieran.
—Yo no soy tu puta —me contestó entre jadeos.
—Lo eres, aunque todavía no lo has aceptado. ¿Recuerdas la foto? Eso te pone
en mis manos, Campanilla. Recuérdalo la próxima vez que se te ocurra venirme con
una exigencia. —La cogí por el pelo para obligarla a mantener los ojos fijos en mí, y
puse la otra mano en su coño aún desnudo. Ni siquiera se había bajado la falda para
cubrirse—. Esto —apreté su monte de Venus—, es mío. Igual que el resto de tu
cuerpo. Y vas a aprender a obedecer de tal manera, que llegará un día en que lo harás
de forma natural, sin necesidad de forzarte a ello. Y ahora, vas a ocuparte de aliviar
mi necesidad. Tenemos que ir a cenar y no puedo entrar en el restaurante con esta
monstruosa erección.
—¿Q… qué?
—Ya me has oído. Quiero correrme en tu boca, y vas a complacerme. Pero
tú… tú te quedarás con las ganas, por rebelde y desobediente. No va a haber un
orgasmo para ti hoy, a no ser que te lo ganes.
El espectáculo había terminado, los actores desaparecieron por una de las
puertas del fondo, y el foco se atenuó hasta dejar una iluminación muy baja.
—No pienso hacerlo —me desafió, gruñona. Yo le dirigí una sonrisa.
—Muy bien. —Saqué mi móvil y llamé a Raúl; iba a tirarme un farol, sabiendo
que ella picaría—. Raúl, envía la foto como te dije.
—¡Maldito seas! ¡No! —Intentó quitarme el teléfono, y este se cayó al suelo.
La cogí y la inmovilicé, aplastándola con mi cuerpo contra el sillón.
—Pues ya sabes qué tienes qué hacer —siseé contra su cara.
Me miró. Sus ojos ardían de rabia. Sabía que si en ese momento pudiese, me
arrancaría las pelotas. Pero no iba a hacerlo por dos razones: la primera y principal,
porque estaba disfrutando con esto tanto o más que yo. La segunda, por prudencia.
No quería que la foto de marras saliera a la luz, y sabía que yo la haría pública si me
desafiaba hasta las últimas consecuencias.
—Está bien —claudicó, pasándose la lengua por los labios—. Lo haré.
—Ah, no, señorita. No es así como quiero las cosas. Vas a pedirme de rodillas,
que te deje chupar mi polla hasta que te llene la boca con mi leche.
Me levanté de un impulso y me senté en mi butacón. La miré y alcé una ceja,
esperando. Abby tragó saliva y se incorporó poco a poco. Intentó recomponer su
vestido pero yo se lo impedí con un gesto; quería que permaneciera así, desaliñada
y con su coño expuesto. Se arrodilló en el suelo, delante de mis rodillas, y respiró
profundamente dos veces antes de agachar la cabeza como una verdadera sumisa y
decirme:
—Por favor, señor McKarthy, ¿me hace el inmenso honor de permitirme que
le chupe la polla hasta que se corra dentro de mi boca?
Le pasé el dorso de la mano por la mejilla, y le alcé el rostro con dos dedos
para que pudiera mirarme.
—Por supuesto, Campanilla. Sírvete.
Me eché hacia atrás y dejé mi mirada posada en ella, esperando con los brazos
reposando sobre el sillón. Ella suspiró, al darse cuenta que tendría que hacer todo el
trabajo. Me desabrochó el cinturón y los botones del pantalón hasta que pudo
abrirlo. Yo levanté un poco mi culo para que pudiera bajarme los pantalones y los
bóxer, lo suficiente para que mi polla pudiera saltar libre. Se relamió los labios al
verla tan gorda y anhelante por ella. Había líquido preseminal en la punta, y estaba
veteada por gruesas venas hinchadas.
Rodeó la base con una mano y deslizó la lengua por el eje, de arriba abajo.
Siseé de gusto con cada lamida y gruñí cuando su traviesa lengua limpió el líquido
preseminal. Sus ojos no abandonaban mi rostro, pendiente de mis reacciones. Solté
un «¡joder!» cuando chupó uno de mis huevos, y antes de perder completamente el
norte, saqué con prisas un pañuelo de mi bolsillo y se lo di para que se protegiera.
No iba a durar mucho porque ya hacía rato que estaba en mi límite, y no quería que
mi semen embadurnase su vestido. Un acto caballeroso que la sorprendió y que me
agradeció tragándose mi polla casi por completo.
Estallé como un adolescente en cuanto la cálida humedad de su boca rodeó
mi polla, y mi semen salió disparado hacia su garganta. Tragó todo lo que pudo, y
lo que no, salpicó todo lo que estaba a su alcance.
En mitad de mi éxtasis tuve un alocado pensamiento: el dineral que debían
gastarse para mantener limpias aquellas salas, debía ser enorme.
—Te has manchado.
Había satisfacción en su voz, de la que exhibes cuando alguien a quién
aborreces está haciendo el ridículo.
—No te preocupes —ironicé—. Tengo recambio.
El evidente fastidio en su rostro me hizo soltar una carcajada. La muy jodida
esperaba que me viese obligado a salir de allí con el pantalón manchado con mi
propio semen.
Me levanté y me subí los pantalones. Ella seguía arrodillada a mis pies, y
aproveché para darle unos golpecitos en la cabeza, como si fuese un perro.
—Buena chica, Campanilla. Has satisfecho completamente a tu Amo.
—No eres mi dueño —siseó, apartando la cabeza.
—¿Estás segura de eso? —repliqué, riéndome.
Tiré de la campanilla de la pared y al cabo de poco apareció un lacayo, uno
de verdad, no como los que nos habían dado tan excitante espectáculo. Abby seguía
arrodillada, con el coño al aire, pero el muchacho, acostumbrado a ese tipo de
exhibiciones, ni siquiera pestañeó. Mejor. Si llega a mirarla, lo hubiera tumbado de
un puñetazo.
—Necesito cambiarme los pantalones del esmoquin —le dije al chico.
—Ahora mismo, señor. Si es tan amable de seguirme, lo escoltaré hasta los
vestidores.
—Quédate aquí, Campanilla —le dije a Abby mientras me disponía a salir de
la habitación.
—¡Espera! Te olvidas esto...
Me puso en la mano el pañuelo todo manchado, y me dirigió una sonrisa toda
inocente mientras volvía a sentarse en el sillón. La miré, y le devolví la sonrisa, pero
la mía era diabólica. Metí la mano en el bolsillo y activé y desactivé el vibrador varias
veces.
—Ni se te ocurra deshacerte de él, Campanilla —la advertí antes de dejarla
sola—. Cuando regrese comprobaré que aún está ahí.
Seguí al lacayo hasta el vestidor y esperé hasta que me trajo un nuevo
esmoquin. Todos los socios que solíamos utilizar las habitaciones superiores
teníamos ropa de repuesto, por si acaso ocurría algún pequeño «accidente» como el
que había tenido yo.
—Llévale algo de beber a la señorita —le dije. No necesitaba que me ayudara
a vestirme, y preferí que atendiera a Abby—, y quédate con ella hasta que yo regrese.
Vigila que no se toque.
—Sí, señor.
Cuando se fue, me quité el pantalón y la chaqueta. La camisa estaba bien, con
alguna arruga, pero nada que no pudiese disimular. Me limpié un poco en el baño,
y después me volví a vestir. Quince minutos más tarde ya estaba listo y fui a
recogerla.
La encontré charlando animadamente con el lacayo. Tenía en su rostro una
sonrisa relajada y confiada que nunca me había llegado a dedicar a mí. Los celos se
arremolinaron en mi estómago y tuve que reprimir el impulso de pegarle un
puñetazo en la cara al estúpido muchacho.
—Vámonos —dije gruñendo. Ver aquello me había puesto de mala hostia y
había borrado de golpe el buen humor que me había proporcionado la mamada.
Abby se levantó sin dirigirme ni una ojeada y, al pasar por al lado del lacayo,
le puso la mano en el brazo.
—Ya sabes, acuérdate de enviarme tu currículum por la mañana y veré qué
se puede hacer. Siempre me gusta contar con sangre nueva en mi empresa.
Miré el reloj impaciente, y gruñí otra vez. Cuando ella pasó por mi lado
camino de la puerta, la agarré por la cintura, la apreté contra mi cuerpo y le dirigí al
chico una mirada sombría y amenazante que él entendió perfectamente. Tuvo el
buen tino de apartar la mirada, avergonzado.
—¿Por qué quieres darle trabajo al chaval? —rezongué mientras estábamos
en el vestíbulo esperando que llegara Raúl con la limusina—. ¿Te lo quieres follar?
—Que te jodan, Keith —fue toda su respuesta, y me adelantó cuando el
vehículo llegó ante la puerta.
Se metió dentro en cuanto el chófer abrió la puerta, sin esperarme. Yo me
había quedado rezagado, dudando entre hablar con Peter para exigirle que
despidiera al chico, o volver atrás y darle la paliza de su vida.
¿Por qué cojones me había molestado tanto que mi Campanilla se mostrara
tan amigable con él? Porque era mía. Punto pelota. Ningún tío que no fuera yo tenía
derecho a acercarse a ella.
Me toqué los gemelos y tiré del puño de la camisa, y la seguí dentro del coche.
—Vas a contestar a mis preguntas —le exigí mientras la limusina se ponía en
marcha.
—No tengo porqué...
La agarré por la nuca y la silencié con un beso. Arrollé su boca sin ninguna
piedad, recorriéndola con la lengua, mordiendo sus labios, apoderándome de su
humedad. Jadeó por la sorpresa, pero se abandonó casi inmediatamente. Me clavó
las uñas en el cuello y se dejó caer hacia atrás, arrastrándome con ella hasta que mi
cuerpo aplastó el suyo. Froté la polla contra su cadera para demostrarle que volvía
a estar duro y preparado para follarla.
—¿Qué quieres de él? —le pregunté, resollando.
—No te importa.
—Vas a pagar esta desobediencia.
—Estoy deseando hacerlo.
Altiva, desafiante. Cada día me tenía más loco.
—No te va a gustar lo que voy a hacerte.
—Ponme a prueba.
—¡Maldita seas, mujer! —Su negativa a decirme qué quería del muchacho,
estaba reconcomiéndome las entrañas—. No vas a follártelo, ¿entiendes? Este coñito
dulce —le dejé claro de qué hablaba poniendo mi mano allí y apretando—, es solo
mío, hasta que me canse de él. —No iba a cansarme nunca, eso era algo que cada día
tenía más claro—. Si te atreves a...
—¿Qué vas a hacer?
—Eres mía, Campanilla. Métetelo en tu dura cabezota.
Me incorporé y volví a sentarme. Me arreglé el esmoquin, intentando
disimular lo mejor que pude lo cabreado que me tenía. Estaba perdiendo los papeles
y eso era un arma que podía volverse en mi contra. Si ella llegaba a imaginar, ni que
fuese por un absurdo momento, hasta qué punto tenía poder sobre mí, me
destrozaría sin ningún tipo de remordimiento.
—Hasta que te canses, tú mismo lo has dicho —dijo con frialdad sentándose
también—. Te has obsesionado conmigo, pero eso pronto pasará. Los hombres como
tú no se prendan de nadie por mucho tiempo.
—Así que planeas tenerlo de reserva, ¿no? Para cuando ya no tengas una
polla que llevarte a tu hambriento coño.
—Tampoco es necesario que seas tan desagradable. Y no, no tengo ninguna
intención de follarlo. ¡Por amor de Dios, solo es un crío!
—Te gustan más jóvenes, ¿o vas a negar que te tiraste a tu ayudante?
Giró el rostro con brusquedad y me dirigió una mirada que podría haber
atravesado el acero.
—¿Y tú cómo sabes eso?
—¿De veras crees que una simple máscara me impidió reconocerte?
La noche en que la vi en el club al que Elliott la había llevado, creí que iba a
morirme de gusto. Hasta aquel momento había pensado que era imposible que una
mujer como aquella pudiese estar a mi alcance, al alcance de un hombre que
disfrutaba sometiendo, incluso humillando. Al alcance de un pervertido como yo.
Pero aquella noche la vi como lo que era realmente: una mujer desesperada por
descubrir el lado oscuro y más placentero de la vida. Un lado que yo estaría
encantado de mostrarle.
—¿Estabas allí? —susurró, sorprendida.
—Por supuesto. Iba a acercarme a saludar a Elliott cuando te reconocí. He de
admitir que me llevé la sorpresa de mi vida, porque jamás imaginé que iba a verte
en una situación como aquella. Estabas preciosa con el collar alrededor de tu cuello.
Al día siguiente me hice el encontradizo con él y le puse entre la espada y la
pared. Su expresión de sorpresa cuando le dije abiertamente que había reconocido a
su jefa, no tuvo precio, y su actitud protectora para con ella me satisfizo. Pero no
tuve piedad. La quería para mí, y cuando admitió que lo suyo había terminado la
noche anterior, no me costó convencerle para que me ayudara; al fin y al cabo, supo
lo que yo ya sabía desde hacía tiempo: que Abigail Rossi estaba destinada a ser mía.
—Tú le proporcionaste la invitación a Pleasures Manor.
¿Hacía falta responder a eso?
—Pagas bien a Elliott, pero no lo bastante como para permitirse el lujo de
tener influencias en un lugar como ese —le dije con suficiencia. Sé que cuando me
pongo en ese plan soy un cabrón, pero con una mujer como mi Campanilla hay que
dejar claro una y otra vez el poder que uno ostenta para evitar que se te eche a la
garganta.
—Lo orquestasteis entre los dos.
—No, ricura. Fue mi plan desde el principio. Él solo se limitó a darte la
invitación y a avisarme cuando decidiste ir.
—Lo mataré.
Lo dijo con una voz tan fría, que hasta a mí se me pusieron los pelos como
escarpias. En aquel momento parecía realmente capaz de hacer algo tan
descabellado.
—No digas estupideces. Lo disfrutaste.
—¿En serio sigues creyéndolo? —Me fulminó con la mirada, como si también
quisiese matarme a mí. No es algo que, a día de hoy, haya descartado.
—Por supuesto.
—¡Ah, claro! —exclamó con sarcasmo—. Por eso acabé gritando mis palabras
de seguridad a pleno pulmón.
—Lo hiciste porque eres una cobarde —le espeté—. Tienes tanto miedo de lo
que deseas, que te empeñas en engañarte a ti misma.
—No tengo ganas de discutir.
—Por supuesto que no. De lo que tienes ganas, es de que te folle como un
salvaje.
—De lo que tengo ganas, es de que destruyas la foto con la que me chantajeas,
y me dejes en paz.
Solté una carcajada, no pude evitarlo. Estaba preciosa tan enfurruñada,
empeñada en mantener una mentira que ni ella se creía.
—Pues es una lástima que no tenga ninguna intención de hacerlo. Pero aún
no me has dicho por qué estás tan interesada en ese chaval.
Se encogió de hombros y miró hacia la ventanilla que, aunque estaba
ahumada, dejaba ver el exterior.
—Siempre voy a la caza y captura de nuevos talentos para incorporarlos a
mi empresa. El chaval, como tú lo llamas, quiere dedicarse al diseño de lencería, y
tiene algunas buenas ideas.
—Parece que habéis hablado mucho durante los quince minutos que habéis
estado solos.
—Hablar es lo que hacen dos adultos cuando no están interesados en tener
sexo —me soltó, girando el rostro para mirarme.
—Pues ahora mismo estamos hablando y, sin embargo, ambos preferiríamos
estar teniendo una sesión de las tres S: Sexo Sucio y Sudoroso.
Le dirigí una de mis sonrisas de medio lado para provocarla, y ella reaccionó
como esperaba: soltando un bufido y girando la cabeza hacia otro lado para que yo
no viera en su expresión que había dado en el blanco.
Por mucho que se empeñara en negarlo, estaba loquita por mis huesos.

Llegamos al restaurante sin más intercambios verbales. Seguía cabreada


conmigo, y yo lo disfrutaba. Hay mujeres a las que enfadarse les sienta como un mal
maquillaje, pero mi Campanilla rezuma sensualidad por todos los poros de su piel
cuando frunce el entrecejo. Si se pusiera melosa conmigo, saldría corriendo como un
cobarde; pero cuando está cabreada, la follaría en cualquier lugar sin importarme
dónde estamos ni quién está presente.
El maître, que ya me conoce desde hace años, nos acompañó hasta la mesa que
siempre reservo cuando vengo aquí; lo bastante apartada para tener cierto conato de
intimidad, pero con una buena vista hacia el resto de la sala.
Le sostuve la silla mientras se sentaba y me miró, ceñuda; creo que por un
momento creyó que la iba a retirar para que se cayera de culo.
—Nunca dejas de sorprenderme. ¿Ahora te comportas como un caballero?
Se dio cuenta de su error nada más terminar de decirlo. Que una mujer
admita de un hombre que no deja de sorprenderla, es como confesar que está muy
interesada en él. Yo sonreí con suficiencia mientras cogía la servilleta y la sacudía,
sentado ya frente a ella.
—Soy un caballero, —dije, remarcando la primera palabra—, aunque tú no
despiertes precisamente ese lado en mí.
—¿Y qué lado es el que despierto?
¿En serio tenía que preguntarlo? Me hice la promesa de dejárselo bien claro
en cuanto termináramos de cenar y la llevara a mi casa.
—El más salvaje y primitivo. Supongo que tú lo llamarías Neandertal.
—Pues espero que ese neandertal se mantenga quietecito mientras cenamos
porque odiaría que masticaras con la boca abierta.
—Créeme, mi neandertal no está pensando en comida precisamente...
Me relamí mirándole las tetas y le guiñé un ojo. Le provoqué un
estremecimiento que disimuló cogiendo su servilleta para ponérsela en el regazo.
No hablamos mucho durante la cena. Me miraba de vez en cuando,
sospechando y haciendo cábalas sobre con qué iba a torturarla a continuación. Más
de una vez estuve tentado de poner en marcha el vibrador, pero me contuve porque
no me apetecía demasiado pillarla con la boca llena y que la cena acabara sobre el
mantel o, peor aún, sobre mi regazo.
Pero llegó el postre.
Elliott me había soplado que las fresas con nata la volvían loca, y yo había
decidido sacarle provecho a ese descubrimiento.
—Ven aquí, a mi lado —le dije cuando vi al camarero acercándose con el
postre.
Hasta aquel momento habíamos estado sentados uno delante del otro, pero
yo la quería cerca para poder mortificarla un poco. Se levantó y se sentó donde le
había indicado, no sin antes lanzarme una mirada llena de desconfianza.
Entonces trajeron una única copa llena a rebosar de fresas con nata, y la
pusieron delante de mí.

Continuará...
Sobre la autora

Switch. Swinger. Voyeur. Sophie es una mujer perversa que vive su vida
como quiere, disfrutando al máximo. Ha viajado por todo el mundo gracias a, o por
culpa de, su trabajo como secretaria personal de un alto ejecutivo de una
multinacional. Le gustan el cuero, y las gafas de sol vintage, de las que tiene una muy
buena colección, y que usa aunque esté nublado. No le gustan las multitudes, y
prefiere las reuniones íntimas con sus amistades a las grandes fiestas; sentarse en un
Starbucks y tomarse un frapuccino de chocolate mientras cotillea con sus amigas,
para ella es una idea bastante cercana al Paraíso. En sus novelas viviremos sus más
perversas fantasías, algunas de las cuales ha tenido la suerte de poner en práctica.

Otras publicaciones de la autora.

Esclava victoriana

Londres, 1857. Georgina Homestadd, hija de un comerciante adinerado,


orgullosa y decente, se ve obligada a contraer matrimonio con un hombre al que
desprecia a causa de un chantaje.
Joseph Malcolm Howart, dueño de un casino y de varios prostíbulos, fue
humillado públicamente por Georgina cuatro años antes. Ahora que la tiene en su
poder, va a hacerle pagar con la misma moneda.
Convertida en la esclava sexual de su marido, atada por las leyes de los
hombres, y sin posibilidad de recurrir a la justicia, Georgina no tiene más remedio
que someterse a las constantes exigencias de Malcolm para evitar que su hermano
Linus vaya a parar a la cárcel a causa de las deudas de juego.
¿Conseguirá Georgina escapar a su destino, o caerá rendida a los pies del
hombre que la trata como si fuera una esclava sin valor, pero que le proporciona un
placer que jamás pensó que existiera?

El secuestro (Trilogía El escocés errante)

Escocia, 1209.
Kenneth Allaban es un soldado mercenario y vagabundo que alquila su
espada al mejor postor. Viaja de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, ofreciendo
sus servicios a quien pueda pagarlos, sin importarle si son de noble cuna o simples
vasallos. En sus correrías seduce y es seducido, ahogando el dolor que lo está
consumiendo en el sexo, el alcohol y las peleas. Pero la única verdad es que después
de cinco años aún no ha podido olvidar a Seelie, su único y verdadero amor, que
murió en sus brazos, y de cuya muerte se culpa.
En «El secuestro», Kenneth llega a Recodo Salvaje, una aldea que está siendo
víctima de una banda de malhechores. Allí conoce a Maisi, la hija del tabernero, a la
que salva de una brutal violación y con la que se acuesta después, arrebatándole su
virginidad con el beneplácito de ella. Pero aquella misma noche, Maisi es
secuestrada por Blake, el jefe de los bandidos, un hombre extraño que sirve a un
misterioso Amo...
En manos de Blake, Maisi desarrolla una tormentosa atracción por su
secuestrador, mientras Kenneth busca la manera de rescatarla.

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