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Camilo David Cárdenas Barreto

Breve balance de la coyuntura del movimiento del 21-N a raíz del tema de la violencia
En el texto Commonwealth Hardt y Negri establecen algunas pautas para el ejercicio de la violencia
de la multitud. Su postura sobre los medios revolucionarios es que un proceso político antisistémico
siempre será violento, siempre requerirá el uso de la fuerza —se equipara fuerza y violencia—, pero
la pregunta, en realidad, es «qué tipo» de violencia ejercerá la multitud y «cómo actúa en dos
campos de batalla»: «la lucha contra los poderes dominantes y el hacerse con la multitud» (HyN,
2011, pp. 368-369). En ese sentido, respecto al ejercicio de la violencia las preguntas que hay que
hacerse son las siguientes: 1) «¿qué armas y qué estrategias cuentan con mayor probabilidad de ser
eficaces?»; y 2) «¿qué armas y qué forma de violencia tienen el efecto más benéfico sobre la
multitud misma?» (p. 371). Según los autores, la respuesta a la segunda pregunta siempre deberá
prevalecer sobre la primera.
Los problemas del uso de la violencia en el movimiento estudiantil han tendido, de 2010 a
2019, desde mi corta experiencia, a enfocarse en las implicaciones de la violencia para el propio
movimiento, lo que ha tenido como consecuencia que la problemática específicamente político-
militar haya sido dejada de lado. Fue así como algunas multitudes constataron en 2011 que «abrazar
policías» era una táctica novedosa y efectiva para «desarmar» simbólicamente al Esmad y mandar
el mensaje de que «no somos violentos, nuestras reivindicaciones son legítimas».
Esto era entendible dadas las circunstancias. La construcción y reproducción mediática de la
hegemonía uribista filtraba las comunicaciones políticas de las multitudes estudiantiles cuando iban
acompañadas de violencia. Los medios se enfocaban en el tropel, en el vándalo, en el daño a
«bienes públicos», pero no en las motivaciones de las protestas. Y es que el accionar de las
guerrillas, altamente deslegitimado, era una circunstancia perfecta para activar un dispositivo que
desprestigiaba la protesta social y que era reproducido por las prácticas violentas, aunque éstas a
nivel interno tuvieran sus propias dinámicas de legitimación.
Aun en octubre de 2018, en el marco de una nueva coyuntura de movilizaciones estudiantiles
que terminó en una negociación con el gobierno Duque, y bajo la idea de etapa de «posacuerdo» de
La Habana, escribí para la Revista Hekatombe un artículo sobre los efectos adversos de la violencia
contra la propia multitud. El problema aquí era que esta violencia reproducía la hegemonía, un
proceso facilitado por los ecos de las cruentas torpezas insurreccionales de las guerrillas. Este
fenómeno ya había sido expuesto por Marx en El 18 de brumario de Luis Bonaparte al hablar de las
hondas marcas sociales, aprovechadas por las «fuerzas del orden», que dejaban las insurrecciones
proletarias. Por esa razón para ese entonces yo veía en la huelga de hambre del profesor Adolfo
Atehortúa —que no deja de ser violenta— un mecanismo simbólico con mayor potencialidad
política a favor del movimiento.
Pero en esta coyuntura del movimiento del 21-N, dentro de mi limitado horizonte de
experiencias, percibí algo diferente respecto al ejercicio de la violencia. Fue en el transcurso de las
sucesivas movilizaciones que comprendí la importancia de un grafiti, de un rayón con un mensaje
de protesta, de una capucha improvisada, de, como dice Caicedo (2013) en El atravesado, «arrojar
la primera piedra». Fue en el transcurso de la lucha social, al lado de mis compañeros y
compañeras, que la violencia, habitualmente encasillada en la categoría de vandalismo, comenzó a
tomar nuevos significados para mí.
Y estos desplazamientos de sentido no sólo están correlacionados con vivir un «posacuerdo»
que, como dice Jairo Estrada, se ha caracterizado por la simulación de la implementación ante la
imposibilidad del gobierno Duque de acabar con los Acuerdos, sino con un deterioro de hegemonía
del uribismo, expresada en los resultados adversos de las últimas elecciones regionales o la fuerza
viva del cacerolazo que comenzó el 21-N, así se haya agotado pronto. Es de destacar, asimismo, que
se haya planteado la idea de primera línea y los impactos de la movilización chilena en términos de
organización y uso de la violencia, al menos como fueron recibidos dentro del movimiento
estudiantil y social colombiano, y a pesar de la abrumadora ventaja militar que favorece al Estado.

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Como sujetos politizados en busca de otro mundo posible nos queda la tarea de pensar las
formas de la violencia y construir «contrahegemonía». Discutir qué violencias son legitimables y
actuar en consecuencia. No es sólo hallar qué violencia es aplicable, sino acompañarla con prácticas
de sentido que muestren por qué pueden estar legitimadas, no sólo internamente. Se requiere vencer
el cerco mediático, romper con los códigos que seleccionan las «formas correctas» y «civilizadas»
de las acciones políticas, construir comunicaciones y medios alternativos y seguir «conquistando»
las redes virtuales. Usar nuestro trabajo material o inmaterial al servicio de nuestras causas
políticas. Potenciar entre nosotros mismos nuestra propia fuerza como multitud, sin pretender que
en una única coyuntura ya se abrirán las puertas de una revolución definitiva.
Y esto es importante por algunas experiencias que me relataron sobre el último tropel de la
Universidad Nacional, sede Bogotá, que mostró el agotamiento de una coyuntura particular, aunque
no del proceso político. Quienes tiraban piedras tuvieron la oportunidad de expresarse políticamente
ante los medios, pues ese tropel había recibido una cobertura mediática importante, tanto que mi
madre me preguntó si yo estaba bien, aun cuando ha habido otros tropeles mucho más fuertes.
Había, pues, mucha expectativa social debido a que por primera vez se vería la aplicación de los
protocolos de la nueva alcaldesa de Bogotá, en una muestra de complejización y adaptación
sistémica interna para reducir el «entorno caótico» de la protesta social violenta. Sin embargo, hubo
silencio y se perdió la posibilidad de expresar nuestras causas. El silencio no nos conviene.
Tenemos que gritar no, decir basta, exclamar que rechazamos este orden de cosas. Una violencia
aislada de los medios que construyen y mantienen hegemonía, no habla por sí misma. Es muda.
Reflexionar y «elevar la conciencia» sobre la idea de violencia estructural y dominación para
la construcción de nuevos sentidos comunes en Colombia podría ayudarnos a gritar no más
fuertemente. Pues «di piedra y me contestaron con metralla» (Caicedo, 2013). Pero aun sin la
aplicación directa de la metralla, la violencia sistémica es latente. Balibar (2015), por ejemplo,
habla de una extrema violencia estructural de la fase global del actual capitalismo: la amenaza del
fin de la especie por la crisis ecológica. Estos conceptos podrían dar más insumos para caracterizar
que este orden es la cristalización siempre parcial de un choque de fuerzas, se alimenta de
injusticias sociales, ejerce continuamente la violencia para conservarse y por ello mismo puede y
debe cambiar.

Bibliografía
Balibar, E. (2015). «Violencia, política y civilidad». Ciencia Política, 10(19), 45-67.
Caicedo. A. (2013). «El atravesado». En Cuentos completos. Alfaguara.
Cárdenas, C. (2018). Recuperado el 30 de enero de 2019, de
https://www.revistahekatombe.com.co/una-critica-a-la-violencia-estudiantil-en-tiempos-de-
posacuerdo-hablemos-sin-moralismos/
Hardt, M., y Negri, A. (2011). «Intersecciones insurreccionales», «Gobernar la revolución» y «De
singularite 2: Instituir la felicidad» (pp. 347-383). Commonwealth. El Proyecto de una
revolución del común. Madrid: Akal.
Marx, K. (2003). El 18 brumario de Luis Bonaparte. Fundación Federico Engels: Madrid.

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