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La relación entre productividad, tecnología y empleo no es nueva, sino que ha atravesado la

historia de las economías modernas. Los temores de los luditas quedaron superados por un
crecimiento económico que generó muchos más puestos de los que destruyó. Sin embargo, el
interés por esta relación se ha intensificado en los últimos años debido a la velocidad y
profundidad de la cuarta revolución industrial. Si bien fue Jeremy Rifkin quien, en 1997, alertó
inicialmente sobre el fin del trabajo, la primera estimación sistemática sobre el impacto de la
automatización en los empleos la propusieron en 2013 Frey y Osborne, señalando que, para
Estados Unidos, el porcentaje de empleos con riesgo de automatización alcanzaría el 47% del
total, en un horizonte de 20 años. Utilizando su metodología, diferentes estudios han estimado
para España un potencial de automatización de su empleo cercano al 45% de su población activa.

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Tras esta iniciativa pionera, han sido muchos los que han intentado precisar esta cuantificación.
Así, el Foro Económico Mundial señalaba que, con un horizonte mucho más limitado —cinco
años—, las principales economías del mundo perderían hasta siete millones de empleos, de los
que dos se recuperarían a través de nuevos oficios. El saldo resultante es de cinco millones, que
responde a alrededor del 0,3% del total de empleos de las economías analizadas. La OCDE, por su
parte, y basándose en los niveles de cualificación laboral, señalaba que el riesgo de automatización
dependía en gran medida de las características de cada territorio, pasando del 40% en algunas
regiones de Europa del Este hasta el 4% en zonas donde el empleo cualificado es la norma, como
la región que rodea a Oslo, en Noruega. Atendiendo a los datos de España, la OCDE señala un
riesgo de automatización que alcanza el 20% de la población y que un 30% adicional se enfrentará
a cambios significativos en su modelo de empleo.

Estas previsiones a largo plazo, basadas en aspectos tecnológicos, no tienen en cuenta que los
procesos de automatización dependen también de las dimensiones legales, culturales o
financieras. Estos factores cambian la ecuación y estudios más recientes reducen las cifras de
población ocupada en riesgo, hasta niveles cercanos al 9% en Estados Unidos, como es el caso de
la estimación realizada por Arntz en 2017. De hecho, según un estudio de Koch, Manuylov y
Smolka para el caso español, cuando examinamos el impacto de la automatización a nivel de
empresa, las firmas que más han apostado por automatizar sus procesos no solo no han perdido
trabajo, sino que han aumentado sus plantillas por encima del 10% desde 1995, conclusión que
corrobora un reciente estudio del think tank Bruegel para las regiones de la Unión Europea.
Así, hasta el momento, el riesgo para el empleo no está en la robotización, sino en la no
robotización. Lo que ya explica la evidencia es que la digitalización contribuye activamente a la
polarización del mercado de trabajo, haciendo desaparecer los puestos intermedios para
concentrar la creación de empleo en puestos de alta cualificación y productividad, donde la
digitalización todavía no ha alcanzado los niveles exigidos, y en los puestos de baja cualificación,
donde el coste salarial está por debajo del coste de la automatización. Los empleos de clase
media, el hueco que queda entre estos dos polos, son los que más están sufriendo las
consecuencias de la automatización. Y con ellos, la participación de los salarios en el reparto de las
rentas entre capital y trabajo. Más que pensar en qué empleos sobrevivirán a la nueva revolución
industrial, debemos reflexionar sobre cómo será el trabajo en la nueva era.

José Moisés Martín Carretero es economista

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