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Cuando no se aguanta más

La moralidad, como la comedia, es a menudo un asunto de timing: un acto o una frase surtirá un
efecto en un momento, otro en otro. Se puede tomar como ejemplo el caso del vuelo 571 de la
Fuerza Aérea Uruguaya que en 1972 se estrelló en el Glaciar de las Lágrimas, a 3600 metros de
altura, con cuarenta y cinco personas a bordo. Quedarían dieciséis vivos aún al cabo de más de dos
meses porque los sobrevivientes decidieron comerse los cuerpos de los fallecidos para no morirse
de hambre. Se autoimpusieron ciertas condiciones en un intento por mantener algún grado de
decencia: no comerían a personas del sexo femenino – eran todos hombres los que quedaban a
esas alturas – ni a parientes cercanos.

Creo que pocos condenarán finalmente su decisión, aun si no dan ganas de compartir un beso con
ellos. Sería distinto si se hubiesen dado un festín de carne humana la noche misma del accidente,
bajo el primer impulso del apetito: la justificación se encuentra en el grado de desesperación que
los llevó a eso. Resulta que el tabú que prohíbe el canibalismo no es absoluto, entonces, sino que
es algo así como un asunto de decoro o buen gusto, como la decisión de usar pantalones pata de
elefante o zapatos con lucecitas siendo adulto: aceptable si la alternativa es salir a la calle
desnudo.

Eso en el supuesto de que se trata de un acto sin víctimas. Pero en realidad las hay: no los propios
muertos, a menos que uno crea muy literalmente en la resurrección del cuerpo, sino sus parientes,
que deben sufrir al enterarse de ese destino. Entonces la pregunta es qué grado de desesperación
justifica un acto dado. Pongo otro ejemplo, mucho más intrascendente, pero que me tocó vivir
personalmente. Hace unos años decidí botar por el wáter unos peces que eran de mi hija, pero a
los que ella ya no prestaba atención. Había que obligarla a cuidarlos o darles comida y limpiarles el
acuario uno, un trabajo muy tedioso. Me tenían realmente chato, y aunque hubiese preferido una
solución humanitaria y ecológicamente sana, no era fácil de encontrar. Cuando finalmente los
metí al wáter y tiré la cadena, fue maravilloso ver cómo desaparecieron y dejaron de molestar
instantáneamente.

Hice algo parecido con unos gatos que venían con una casa arrendada. Habíamos dicho que sí a la
arrendataria anterior cuando nos preguntó si estaríamos dispuestos a acogerlos –volvía a España y
no se los podía llevar–, simplemente porque cuando uno encuentra una casa que le gusta, dice
que sí a todo y a cualquier persona involucrada en el proceso, por tangencialmente que sea, con la
idea de perfilarse como una persona simpática y comprometida a los ojos del dueño. Pero
resultaron ser unos gatos muy pesados y molestos. Y aquí me parece que este pequeño ejercicio
de filosofía moral o autojustificación no me está resultando, y mejor no sigo.

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