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Jorge y Gloria: un cuento de amor.

Capítulo I

Jorge y Gloria (y Eduardo) o también, “noches negras sin perros con ganas de caricias”.

Jorge amaba a Gloria. Sus hoyuelos, su pelo rojo, delgado, su lunar en el cuello, sus pecas, su risa
cantada y su risita que le hacía sentir escalofríos en la espalda; cómo brincaba la mochila en la
espalda de ella cuando se alejaba de la escuela con pasos diminutos, cómo arrastraba sus pies
patinando en la acera. Jorge amaba todo lo de Gloria, pero Gloria no lo sabía.

Gloria odiaba a Jorge. Patizambo, panzón, la boca siempre abierta, el pelo lacio y rubio, siempre
colgando sobre la frente y desparramado en sus hombros, la ropa de colores asquerosos, como una
mezcla entre el camión de basura y la noche negra, la nariz respingada que muchas veces sorbía
mocos. Gloria odiaba todo lo de Jorge, pero él no lo sabía.

Jorge escribía nomeolvides y en secreto los ponía frente a la puerta de Gloria. Dibujaba grandes
corazones rojos y los ponía en el buzón de Gloria. Escribía recaditos con: “Tuyo para siempre”,
“Siempre estás en mis pensamientos” o “Mi corazón es tuyo”. Pero Gloria no sabía que todo eso
venía de Jorge.

Gloria se sentía halagada y tenía mucha curiosidad. Espiaba por la ventana de vez en cuando y todo
el tiempo. Pero nunca vio al admirador secreto, pero un día lo supo: era “Eduardo.”

El niño más fuerte, más guapo, el más popular de todos los niños de la calle. En la escuela él iba dos
grados delante de ella. Gloria lo veía en la calle, y él la veía a ella. Mucho. Oscura y
profundamente. De tal manera que Gloria sudaba un poquito y se sentía feliz y todavía más feliz.

Atrás de un árbol, frente a la casa de Eduardo, ella lo esperaba en secreto y muy escondida.
Esperaba y esperaba y suspiraba y esperaba con el corazón a punto de partirse. Sabía cuál era su
ventana. Un esqueleto de goma estaba colgado allí, junto a un ovni y a algo parecido a una esfera
mágica y verde.

Cuando él salía, Gloria lo seguía; en las tiendas de discos, las tiendas de computadoras, las tiendas
de Jeans, aparentaba no ser ella ni estar presente. Temía que él la viera. Esperaba que él la viera.
Oscura y profundamente. Al igual que su “Tuyo para siempre”, “Siempre estás en mis
pensamientos” o “Mi corazón es tuyo”.

Jorge descubrió que Gloria espiaba a Eduardo, quien no descubrió a Gloria, quien no descubrió a
Jorge. Jorge seguía a Gloria hasta al árbol, hasta la tienda de discos, hasta la tienda de computadoras
(pero no entró a la tienda de jeans porque la marca que él prefería no la tenían en su talla). Jorge no
quería entender nada. A pesar de eso entendió todo. Entendió que Gloria creía que las nomeolvides
y los corazones y las cartas de amor eran de Eduardo. Jorge no existía. Era nada. Absolutamente
nada. Pudo haber sido un imperceptible soplo de viento en una triste noche de otoño.

Para Jorge, Eduardo era un monstruo, un alien, una bestia, una caca. Eduardo tenía una sonrisa
como la de los personajes de la tele; hombros anchos, pelo rubio, abundante, casi dos años más
grande, más alto, el estómago para dentro, el tórax para fuera, los brazos inflados, los ojos oscuros,
brillantes, relumbrantes, resplandecientes, sí, uf… Asquerosamente injusto.

Jorge perdió el apetito ni las albóndigas ni la pizza ni los embutidos. Nada le caía. Escuchaba
música triste que le recordaba las lluvias torrenciales, los días sombríos, siniestros, estar solito en el
mundo y-nadie-me-quiere-a-mí-y-nadie-en-el-mundo-sufre-tanto-como-yo.

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