Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Cronica Negra de 1925 PDF
Cronica Negra de 1925 PDF
2
Índice
3
4
Los celos del cura
5
La verdad es que no queda claro si el palacio se
construyó utilizando parte de la antigua abadía o cuál es
exactamente la situación de ambos monumentos (tal vez sean
uno solo). Por una parte se comenta que la abadía fue
reconstruida por completo en los años ochenta y ahora es de
propiedad privada y por otro lado se muestran fotos de un
monumento cuya fachada se mantiene en pie gracias a estar
apuntalada pero que está vacío y destruido. Quizá,
efectivamente, hablemos de edificios diferentes.
En todo caso, el pequeño número de habitantes habla
de que muchas de las familias marcharon lejos a lo largo del
siglo, tal vez a pueblos cercanos o a la capital de la provincia.
No tenemos datos tampoco de cuál pudo ser su población
hacia 1925, cuando sucedieron los hechos que vamos a narrar
a continuación. Por lo que se menciona, la juventud bajaba
hasta la cercana Villarcayo a bailar, de donde se deduce que
aún había gente joven, probablemente dedicada a la
agricultura.
Pues bien, no hace mucho hubo una partida
económica dedicada a reparar los muros de la ―casa del cura‖,
que debían estar en bastante mal estado. Muy posiblemente,
ya no haya allí un cura titular. Si acaso vendrá uno en
ocasiones especiales para decir misa o presidir alguna
celebración local. Pero en enero de 1925 sí había un cura
párroco que vivía en aquella casa. Se llamaba Clemente
Huidobro Marquina. Según las fotos era alto, de buena
presencia, un hombre atractivo que debía dedicarse a Dios.
Sin embargo, los comentarios no van por ese camino,
sino que la opinión popular denunciaba que tenía mucho
6
gusto ―por el vino y las mujeres‖. Al parecer, debía ser un
hombre cordial y cercano al pueblo. Después del hecho que
protagonizaría la vida de Villacomparada hasta el día de hoy,
los vecinos admitirían ante los periodistas que se sentaban
con él en las tabernas y tomaban un vino en su compañía sin
hacerle asco ninguno, aunque supieran que ya había cometido
un delito contra una joven.
La muchacha en cuestión se llamaba Dolores
González y contaba por aquellas fechas con 22 años. Un
periódico afirmó rotundamente que era una mujer
―bellísima‖. Aún admitiendo el cambio de criterios en torno a
la belleza femenina que supone un siglo de diferencia, uno no
puede dejar de sentir asombro de que se califique así a una
aldeana de facciones proporcionadas pero toscas, según se
aprecia en las fotografías.
En todo caso, la sangre le hervía al sacerdote cuando
la veía. Probablemente fuera su confesor porque, preguntado
por si esto le había acercado a los secretos de la doncella,
contestó irritado a un periodista:
13
enclaustrara? ¿Qué se sintiera avergonzada de haberle
provocado?
Es imposible saber si el nuevo atentado fue
premeditado o no. El jurado, meses después, consideró que sí
pero caben las dudas. La pistola la llevaba a menudo, algo
extraño en un párroco, desde luego. No sabemos si el
encuentro fue fortuito, se sabía que Dolores pasaba por
aquella carretera cada tarde a esa hora, ignoramos si en vez
de esperar a su cuñado la esperaba a ella. Tampoco podemos
averiguar si, al verlo, ella alzara la cabeza con desprecio, si
sus amigas se reirían de él, figura ridícula como la verían con
su traje talar allí sentado.
De lo que sí estamos seguros, porque la autopsia lo
revelaría poco después, es que descerrajó siete tiros: dos en el
pecho, cuatro en la espalda y otro en la base del cráneo.
Según manifestaron los testigos, la cogió del brazo antes de
disparar. Es muy posible que ella intentara huir, ya que
recibió tantos impactos por la espalda. En todo caso, él sí lo
hizo de la escena del crimen, donde la gente empezó a acudir
en tropel al ruido de los disparos y los gritos de las
muchachas.
18
La humillación de un guardia
21
Los periodistas descubrieron entonces que el agresor,
su mujer y los seis hijos pequeños que estaban a su cargo
convivían en un ―callejón miserable‖ de Tripot Trasmuralla,
y que los niños tenían ―un aspecto enfermizo‖. Los cincuenta
duros que recibía Langa de soldada no le daban más que para
ir tirando mientras tenía más y más descendencia, viéndose
casi incapaz de atender las necesidades de los suyos. No era
el caso de otros compañeros como el mismo Juan Castany, el
que resultara herido, que vivía soltero con una hermana que
cuidaba de la casa. Otros guardias eran jóvenes, tenían menos
necesidades que él, podían incluso permitirse divertirse
cuando no estaban de servicio.
El declive de Juan Langa databa de unos pocos años
atrás, tal vez tras la llegada de su último hijo, el séptimo de
una larga prole. Posiblemente, la difícil situación económica
por la que pasaba el matrimonio indujo a que el hijo mayor se
presentara voluntario para hacer el servicio militar en tierra
africana, un destino no muy deseable tan solo cuatro años
después del desastre de Annual.
Así las cosas, algo se debió romper en el espíritu del
guardia. Desde tres años antes las sanciones internas se
fueron acumulando. Siempre había sido algo indisciplinado,
decían los más veteranos del cuerpo. Problemas pequeños
aunque frecuentes, fueron forjando una determinada imagen
en la Delegación, convirtiéndole en el hazmerreír de sus
compañeros, que no perdonaban su descuido y suciedad.
En cierta ocasión, por ejemplo, se presentó con una
gran mancha en su uniforme. El teniente Rojo, que se cruzó
con él, tuvo algunas palabras gruesas que dirigirle,
22
ordenándole que arreglara el uniforme de inmediato.
Creyendo equivocadamente que su superior le reñía por tener
flojos algunos botones, cosa que también sucedía, volvió a su
casa diciéndole a su mujer que se los cosiera.
Con el arreglo hecho, volvió a presentarse ante su
teniente que, indignado, comprobó que la mancha seguía
extendiéndose por el uniforme y que aquel botarate se le
volvía a presentar, al parecer satisfecho del arreglo efectuado.
Cualquier cosa podía pasar, pero que aquel guardia se le riera
en sus narices, no. El teniente Rojo mandó que lo condujeran
dos días al calabozo por insubordinación.
Otro día fue una epidemia de piojos que se extendió
por la Delegación. Alguien señaló que el culpable de haberlos
traído era Langa. Todos se rieron de él. Resultaba guarro,
sucio, descuidado. Algunos sabían dónde vivía, en una
pocilga comentaban, entre ratas y piojos. ¿Cómo podía
extrañarles que sus hijos estuvieran todos enfermos? ¿No era
alguien indeseable el que les traía los piojos a la Delegación?
Uno de sus compañeros, Caballero de apellido, se
presentó ante el teniente Rojo para denunciarlo. Se daba el
caso de que disponían internamente de una barbería. El
denunciante pidió, en nombre de los demás, que no se le
permitiera pasar a ella mientras apareciera desaseado, piojoso
y resultara una vergüenza para el cuerpo. Rojo atendió su
petición unos días antes del suceso que le habría de llevar a la
muerte: el guardia Juan Langa tendría prohibido el acceso a
la barbería mientras no se presentara en la Delegación
debidamente aseado.
23
Los compañeros se reían abiertamente de él. Se
burlaban, le lanzaban toda clase de epítetos despreciativos, lo
amenazaban con contribuir a echarlo del cuerpo por
indeseable. Ya había conocido el calabozo desde unos años
antes, ese teniente se la tenía jurada, bien lo sabía. El mismo
cabo Castany, otrora su amigo, había cursado una denuncia
por descuido en el servicio. Al menor descuido el teniente lo
mandaba encerrar. Pero la cosa estaba llegando a un punto
insostenible: ante sus gestos de rebeldía, Ricardo Rojo no
sólo le prohibió entrar en la barbería, sino que lo castigó sin
soldada quince días. Al final de aquel mes solo pudo llevar a
casa veinticinco duros con los que pasar el mes siguiente. La
mujer lloraba de impotencia, la visión de los niños
necesitados y hambrientos le dolía en el alma.
No sabía cómo cambiar las cosas, ignoraba qué había
sucedido para que un servicio que se prolongaba tantos años
se hubiera transformado en una auténtica pesadilla. Temblaba
imaginando que lo separaran de su trabajo, que lo expulsaran
del cuerpo. ¿De qué iban a vivir? Ya no era joven, no se
sentía capaz de rehacer su vida como carretero o aguador ni
tenía medios para poner un taller ni conocía a nadie que
pudiese ayudarle.
Su única vida había transcurrido entre las paredes de
aquella Delegación en la que todo el mundo se burlaba de él,
le despreciaba ante un superior jerárquico que le humillaba a
la vista de todos. Aquel jueves debía estar d urmiendo, pero
no lo consiguió. Veía a su mujer, antes de acostarse, llorando
en la cama, de cara a la pared. Su cabeza no dejaba de girar y
girar viendo la imagen de las risas de los otros, la cara de
24
desprecio de aquel compañero llamado Caballero, el
denunciante, el que le había robado la mitad de su paga.
Recordaba el gesto adusto, enérgico pero algo asqueado de su
superior, comunicándole secamente que le privaba de la
mitad de la paga o que le mandaba al calabozo una vez más
por su descuido en el servicio. Entonces se levantó
lentamente para que su mujer no se enterara, se vistió con el
uniforme, cogió la pistola y marchó hacia la Delegación.
Seguramente ni se diera cuenta de las calles prácticamente
vacías, de las sombras que acechaban su paso, de otras
sombras que poblaban su cabeza camino de la venganza.
Porque era un hombre que había llegado a un límite en la
humillación sufrida, porque los culpables habrían de pagar
por su sufrimiento y el de su familia.
Al día siguiente se celebró el entierro con una amplia
manifestación de duelo. En la misma jornada, de una manera
sorprendentemente rápida, comenzó y concluyó el Consejo
de guerra que habría de juzgar su caso por la vía militar.
Cuando se examina la información sobre lo sucedido
en la sala con la intervención del fiscal Joaquín García y el
defensor asignado de oficio, Francisco Senra, bajo la atenta
mirada del presidente coronel Santiago Ildefonso, se
encuentran curiosos y significativos contrastes. Es algo muy
frecuente en aquel tiempo. En el mismo periódico donde
aparece la noticia se encuentra la de una ―brillante fiesta‖ que
tuvo lugar en el palacio de los Hohenlohe en honor de los
reyes de España. Asistieron, entre otros, los marqueses de
Carisbrooke, el príncipe Max Egon, la princesa de
Metternich, duques, marqueses, vizcondes, etc. El rey, de
25
quien dependería desde el día siguiente la vida de aquel
guardia miserable de Barcelona, ostentaba su mejor sonrisa
junto a la reina, de la que los reporteros celebraban ―su
hermosura, que destacaba sobre todas‖ y el espléndido collar
de finas perlas que lucía. Se sirvieron cafés y puros para los
caballeros antes de que comenzara la orquesta a tocar la suite
de Rameau y un concierto de Mozart.
Al mismo tiempo que quien tendría la llave de su vida
se solazaba escuchando los brillantes acentos orquestales,
Juan Langa se encontraba en el calabozo de nuevo, una vez
terminado el Consejo de guerra. Se había echado en el
camastro y repasaba mentalmente todo lo sucedido sin poder
dormir ni un instante, sobresaltado ante cualquier ruido, unos
pasos que podrían traerle una sentencia que no deseaba
escuchar. Pensaba en lo que había declarado ante el tribunal,
dudaba que hubieran entendido bien su posición:
29
El mismo día que se le comunicó de madrugada la
sentencia de muerte emitida por el tribunal, el rey presidió en
Toledo un magnífico desfile con ocasión del descubrimiento
en el paseo de Marchán de una escultura dedicada al
comandante Villamartín, obra de Benlliure. Tras varios
discursos, tomó la palabra el general Primo de Rivera, a la
sazón presidente del Consejo de ministros:
30
―El momento fue de intensísima emoción. La
esposa y los cinco hijos de Langa entraron en la
capilla lanzando gritos de dolor y se arrojaron en
brazos del reo, que los recibió con igual emoción.
Hasta tal extremo impresionó esta entrevista a
cuantos la presenciaran, que todos los que se
encontraban en la capilla salieron de ella con
lágrimas en los ojos.
El hijo menor, que tiene poco más de dos años,
besaba continuamente a su padre y, ajeno a la
horrible situación de éste expresaba su alegría por
volver a verle. El guardia, por su parte, no cesaba
de llorar y abrazar a los suyos. De vez en cuando
repetía: ‗Yo perdono a los que me han conducido
a esta triste situación‘‖ (Idem).
31
sereno pero muy abatido, sostenido por el abogado defensor
mientras exclamaba ―¡Hijos míos, hijos míos!‖.
Luego fue colocado en una pequeña prominencia, con
los ojos tapados y de espaldas al pelotón de ejecución que
formaba en dos filas de a cuatro, una a ocho metros y la otra,
en reserva, dos metros más atrás. Poco después, un furgón
llevaba en su ataúd el cuerpo sin vida del guardia Juan Langa,
el hombre que no había soportado un día más la humillación
que le deparaban sus compañeros y jefes.
Se hicieron suscripciones voluntarias en periódicos y
algunas instituciones, además de algunos particulares que
fueron a visitar a la desgraciada mujer llevándole ropa y
donativos en metálico. Sus propios vecinos, conmovidos,
repartieron una circular donde se afirmaba:
32
Detrás Palacio, 7, farmacia‖ (La Vanguardia,
12.5.1925, p. 22).
33
34
Nada es lo que parece
40
personales y la relación que hubiera mantenido con la que fue
su mujer, lo dejaron marchar.
No cabía duda de que había habido falsificación de
billetes de mil pesetas. De manera que la atención policial se
centró en la figura de los hombres: Vicente Mateu y Tomás
Valero. Se supo pronto que ambos tenían alquilada una torre
en el barrio de Horta, en la calle Guinardó nº 38
concretamente. El segundo figuraba en el contrato de alquiler
pero, según parecía, era el primero quien le entregaba el
dinero.
En todo caso, la autoridad judicial se presentó en este
lugar y habló con el propietario, un panadero llamado Sureda.
Según afirmó éste, cobraba por el alquiler de la torre 175
pesetas al mes. Justo en enero Tomás Valero le había pagado
con un billete de mil pesetas. Cuando lo llevó al banco tres
días antes del crimen para ingresarlo se lo taladraron
afirmando que era falso y dándole un recibo para que
presentase una demanda judicial. Eso es todo lo que podía
decir a la policía que, inmediatamente, entró en el edificio
para registrarlo.
Encontraron planchas que se utilizaban para la
fabricación de billetes junto a otros utensilios dedicados a la
falsificación, así como un número de billetes de mil que
aparecían medio quemados, probablemente por haber salido
defectuosos.
Las protestas de Vicente Mateu se basaban en afirmar
que él era dibujante, ciertamente, y que había recibido el
encargo de confeccionar billetes destinados a un anuncio
comercial, no a pasar por verdaderos. Preguntado por quién le
41
había hecho tal encargo no supo decir el nombre ni las señas
del mismo. Se supo también que los dos hombres habían
aprovechado la capacidad de Vicente para el dibujo para
confeccionar postales pornográficas que Joaquina repartía
entre gente alejada del barrio.
La mujer había tenido planes de futuro y estos
correspondían a una posible vuelta a su pueblo de origen
demostrando, eso sí, que había tenido éxito en la ciudad.
Llamado a declarar Baltasar Marín, vecino de Montalbán,
confirmó que Joaquina le había entregado como señal mil
pesetas para la adquisición de una casa y dos huertos
valorados en doce mil. Sostuvo que había ingresado el billete
en el banco sin que nadie le hubiera dicho que fuera falso.
¿Los planes de partida de Joaquina, el intentar llevarse
tan gran cantidad de dinero para abrirse paso en una nueva
vida, había sido el origen de la discusión entre los tres?
¿Hubo además una cuestión de celos en las relaciones que
mantenía con Vicente y Tomás? No llegó a saberse con
seguridad puesto que la policía, aclarada la autoría del
asesinato desde el primer momento, se centró en destapar
toda la trama delictiva de la falsificación.
Por ello se presentaron dos meses y medio después en
el hotel Serrano de la capital. En el registro de la casa de
Vicente habían encontrado alguna correspondencia de
contenido dudoso. En concreto, algunas cartas provenían de
un tal Indalecio Martín, y en ellas se hablaba con bastante
vaguedad de pagarés, cédulas y ―negocio de cheques‖.
Se sospechaba que la trama delictiva era más amplia,
puesto que el panadero propietario de la torre de la calle
42
Guinardó había afirmado que, inmediatamente después del
asesinato, estuvo alguien en el interior del edificio, quizá
borrando huellas o llevándose pruebas inculpatorias. En todo
caso, causaba extrañeza que dejara las planchas con el molde
de los billetes falsificados, como igualmente extraño es que la
policía tardara más de dos meses y medio en averiguar quién
estaba detrás de aquellas cartas de contenido tan poco claro
en la vivienda de Vicente Mateu.
Indalecio manifestó conocer a éste desde una
reclusión común en el penal de Ocaña, donde el dueño del
hotel purgaba una condena de doce años por homicidio. Se
supo también que había sido procesado años atrás por
falsificación de moneda, a lo que se unía el hecho de que
había intentado pasar recientemente un billete falso de mil
pesetas a un cobrador que, tras visitar el banco, le había
denunciado.
Su excusa de que el billete se lo habían entregado para
pagar el hospedaje unos extranjeros hacía seis meses, tiempo
suficiente para perderlos de vista, no se la creyó nadie. Se
cerró en banda, solo admitiendo su amistad con Vicente
Mateu al que incluso había visitado en la cárcel. Pero él, de
falsificaciones no sabía nada.
Llamado a declarar su amigo, Vicente negó
tajantemente conocerlo. Enfrentado a las evidencias y
declaraciones de Indalecio, se derrumbó admitiendo que
ambos estaban compinchados en esa operación junto a Tomás
Valero. Respecto a Joaquina siguió agarrándose a la historia
del crimen pasional, única oportunidad que tenía de encontrar
alguna rebaja en la condena y que ésta no fuera la pena de
43
muerte. El sumario se dio por concluido el 15 de junio, cinco
meses después del asesinato de Joaquina, que destapó la
trama.
44
El dinero del párroco
46
―¡La cartera!‖ gritó uno de ellos incluso antes de que
la berlina se detuviera por completo. El párroco agarró más
fuerte lo que le pedían imperiosamente mientras decía: ―¡No,
no!‖. Tal vez si hubiera pensado un momento las
consecuencias de su negativa, habría actuado de otra forma.
Pero el miedo que, durante años, había sobrevolado su
imaginación al hacer estos transportes, se había hecho
realidad en apenas unos segundos. Su instinto le decía que no
debía dar esa cartera, que el dinero que contenía serviría para
pagar mucho trabajo y esfuerzo de familias que dependían de
él.
Entonces aquel hombre le disparó cinco tiros sin
compasión alguna. Uno tras otro sobresaltaron la corriente
rutinaria de la plaza, que se detuvo en ese momento. Muchos
volvieron la vista, sin haberse dado cuenta hasta ese
momento de que se intentaba uno de los atracos más
atrevidos de aquel año.
Una bala le dio en el cuello, otra le destrozó el
maxilar izquierdo, otra penetró en su boca, una cuarta tuvo su
entrada por la ingle. En apenas unos segundos, Vidal se
revolcaba en el suelo de la berlina, bañado en sangre.
Asustado por lo sucedido, el que apuntaba al cochero
disparó, no se sabe si automáticamente o porque éste hiciera
un movimiento brusco en defensa del cura. La bala le entró al
cochero por la cadera, hiriéndolo, aunque no de gravedad.
Los cinco ladrones huyeron entonces con toda la
velocidad que les permitían sus piernas, repartiéndose en tres
grupos, dos de los cuales se perdieron rápidamente entre la
muchedumbre que se preguntaba quiénes eran esos hombres,
47
qué ruido era aquel, parecían disparos, petardos ¿qué podía
ser?
Sin embargo, tres jóvenes militares estaban presentes
en esa plaza. Mientras algunos viandantes se dirigían a la
berlina para contemplar horrorizados el estado en que se
encontraba el párroco, esos tres hombres que no se conocían
previamente, decidieron perseguir a los criminales,
particularmente a los dos que llevaban la cartera en la mano y
se perdían por la calle Rubiols.
Antonio Cubillas, de 24 años, era cabo de Intendencia
en el regimiento Mallorca. De origen murciano, su padre
había sido guardia civil, de manera que estaba acostumbrado
por tradición familiar, juventud y por su oficio actual, a tomar
decisiones valientes, como la de perseguir a aquellos sujetos
armados. Junto a él salieron corriendo en la misma dirección
Jaime Calpe, guardia civil él mismo, aunque no de servicio
en ese momento, y el somatén Rigoberto Sánchez.
A su estela varios transeúntes, los más jóvenes y
decididos, salieron corriendo persiguiendo a los atracadores y
gritándoles para que se detuvieran. La persecución se
prolongó por varias calles y plazas hasta casi llegar a las
afueras de la población. Mientras tanto, unos y otros
disparaban. El sombrero de un joven terminó agujereado y,
como se sabría posteriormente, uno de los disparos hirió en el
pie a uno de los ladrones.
Eso hizo que perdieran fuelle y terminaran alcanzados
frente al colegio del Sagrado Corazón. Para entonces ya
habían tirado la cartera, intentando inútilmente ganar tiempo.
Los rodearon y, no sin forcejeos, consiguieron detener a los
48
dos individuos. Maniatados, se les introdujo en un coche
llevándoselos inicialmente al retén de policía del distrito de
Serranos.
Mientras tanto, los compadecidos viandantes
condujeron a los heridos hasta un cercano dispensario de la
Glorieta. El estado del cura era tan grave que los médicos no
se atrevían a intervenir quirúrgicamente. Le dieron una
solución alcanforada y menearon la cabeza entre sí,
resignados a desearle un buen morir.
Entonces tuvieron lugar un par de costumbres de la
época que hoy en día no pueden dejar de sorprendernos. En
primer lugar, los policías que se habían hecho cargo de los
dos detenidos, se los llevaron ante la cama donde agonizaba
el párroco, a fin de que los reconociera antes de morir. Según
el comentario de los periódicos, apenas los miró para decir en
un susurro: ―Perdónenlos, como yo les perdono‖. A
continuación entró en un estado de letargo. No habría de
recobrar el conocimiento.
La segunda costumbre peculiar de entonces consistía
en que la familia que, llamada urgentemente, acudió a su
cabecera, pidió fuera trasladado a su domicilio para que
muriera allí. De esa forma se hizo el penoso traslado para un
agonizante que aún respiraría unas cuantas horas hasta
fallecer en la madrugada, sin haber recobrado el
conocimiento.
Para entonces la jurisdicción civil había dejado el caso
en manos de la militar, tal vez por el hecho de que Vidal
fuera párroco castrense de un regimiento de las milicias. Es
muy posible que fuera así, ya que encontraríamos al obispo
49
presidiendo su funeral y a un cura castrense diciendo la
homilía en la misma parroquia donde ejercía el fallecido, al
que arropaban en aquella despedida hasta tres mil fieles.
En todo caso, el paso de una jurisdicción a otra
garantizaba la rapidez del proceso, hasta el punto de que tres
horas después de que el asesinado expirara estaba terminado
el sumario del caso y remitido al tribunal que habría de
juzgarlo en un Consejo de Guerra sumarísimo.
Antes de tener lugar, dos actuaciones resultaban
prioritarias: recoger las confesiones de los apresados, a fin de
incluirlas en el sumario y buscar a los otros tres implicados
en la acción. En primer lugar sus nombres: Salvador Pascual,
valenciano, y Emilio Castellá, barcelonés. Ambos eran
conocidos anarquistas que habían entrado previamente en
prisión. No era, pues, sorprendente su presencia en un atraco
tan atrevido y ambicioso. De hecho, el primero confesaría,
probablemente ante un interrogatorio duro y viole nto, el
asesinato realizado mes y medio antes de José Capilla,
prestamista y dueño de la casa de dormir ―La Bola de Oro‖,
del cual no se tenía pista alguna.
La víctima, de 42 años, volvía el 4 de agosto desde
Sagunto tras cobrar los alquileres de casas de su propiedad.
Al llegar a la puerta de la casa de dormir fue acribillado a
tiros sin que los asesinos pudieran hacerse con más de mil
pesetas que llevaba en el bolsillo, al acudir al lugar
servidumbre y huéspedes de la propia casa. El crimen, que
había ocasionado un gran revuelo en la ciudad, condujo a los
investigadores a un callejón sin salida. Creyéndose que tuvo
lugar por venganza, fueron detenidos el socio del asesinado,
50
que lo pudo hacer por interés, su amante, que podría estar
despechada e incluso su cuñado, por vengar el abandono de
su mujer. Todos terminaron saliendo de la cárcel. Y ahora,
cuando menos se esperaba, se concluía el caso como un robo
frustrado.
Estos anarquistas eran, pues, elementos de cuidado.
Por ello se buscaron posibles complicidades dentro de su
entorno familiar y en el barrio donde vivían. Para empezar se
detuvo a varias mujeres relacionadas con los implicados:
hermanas, parejas. Posteriormente resultarían liberadas al no
poderse demostrar implicación alguna pero, no obstante, se
determinó la identidad de aquellos con los que Salvador y
Emilio solían ir.
A uno, Fernando Sánchez, se le persiguió hasta el
poblado de Benimaclet donde los policías fueron recibidos a
tiros, con el hombre intentando escapar por los huertos hasta
ser finalmente atrapado. El otro había sido detenido poco
antes en el mismo barrio donde vivía. Se trataba de Francisco
Belart ―el Pechito‖ que posteriormente sería identificado por
el cochero como el hombre que detuvo la caballería y le
disparó.
Con ellos el procedimiento judicial sería más lento,
puesto que no habían sido atrapados en el mismo acto de
cometer el crimen y, por tanto, debían acumularse más
pruebas. Pero en el caso de Salvador Pascual y Emilio
Castellá, el procedimiento judicial no podía ser má s rápido.
Apenas un día después de cometido el atraco se
constituía en la Cárcel Modelo, donde estaban detenidos, el
Consejo de Guerra que habría de juzgarles. Eran las cinco de
51
la tarde. Dos horas se dedicaron a la lectura del sumario
donde los cargos eran muy claros y los hechos, comprobados.
El fiscal pidió para ellos la pena de muerte por robo a mano
armada y homicidio, así como por lesiones graves producidas
al cochero. A ello habría que añadir una pena de catorce años
de prisión por disparar a los miembros del estamento militar
que los perseguían.
La intervención del defensor no pudo ser más breve.
En solo diez minutos manifestó sus dudas de que los
acusados hubieran participado en el atraco, al tiempo que
pedía clemencia al tribunal. A las diez de la noche el juicio
había concluido y a la una de la madrugada del sábado 3 los
miembros del tribunal dictaminaban su sentencia
condenatoria siguiendo las peticiones del fiscal.
Sin que hubieran pasado ni siquiera dos días enteros
desde la comisión del acto, a las diez y cuarto era ejecutado
Salvador Pascual y media hora después Emilio Castellá. La
bandera negra que lo anunciaba se izó en el mástil de la
cárcel entre los sollozos y los gestos endurecidos de los
familiares que aguardaban en la calle.
Hasta cinco meses después (el 15 de marzo de 1926)
no se celebraría el juicio contra los otros dos detenidos que,
finalmente, correrían la misma suerte que sus compañeros de
atraco. Del quinto participante nunca se supo ni su identidad
ni su paradero.
52
La criada y el señorito
59
cosa de mujeres y entre ellas debían arreglarlo, se quedó
esperándolas en el portal.
Durante el juicio resultó llamativa la ausencia en las
declaraciones de uno de los testigos principales: la misma
señora Arranz. Nadie menciona por qué no se presentó, tal
vez se pretendiera salvaguardar su naturaleza que era
nerviosa y delicada, quizá el hecho de ser una señora de
posibles, una viuda respetable, le otorgara la consideración
del tribunal que dejó en sombras su partic ipación en el
suceso.
Desideria sí declaró desde el primer momento y sus
palabras no encierran contradicciones con otros testimonios.
Al parecer, la señora Arranz las recibió con gran disgusto.
Manifestó que su hijo no se encontraba en el piso (lo que era
incierto), que ya le había dicho a ella que nunca había tenido
relaciones con Áurea de manera que, puesta al habla con su
confesor y un abogado, entendía que ellas no tenían ningún
derecho a asignar a su hijo una paternidad que no le
correspondía.
La fiera defendía a su retoño de las asechanzas de
aquella taimada muchacha. Así se podía interpretar su
actitud. Negar todo de raíz, negar cualquier implicación, toda
responsabilidad, salvar a su hijo de las garras de un mal
compromiso. Evidentemente, en cuanto hubo sabido lo que
pasaba, cuando Jacinto, tal vez balbuceante, reconoció
algunos de los hechos, ella habría saltado: ―¿Y tú cómo sabes
que es tuyo? Como si la chica no tuviera otros pretendientes
por ahí, seguro que los tiene, y ahora te quieren cargar e l
bombo a ti ¿no? Hacer un buen matrimonio a costa nuestra‖.
60
Jacinto, siempre influenciable por el carácter de su madre,
habría de reconocer que no sabía que hubiera otros novios.
―Eres tonto, hijo‖ pudo decirle, ―te lo crees todo de esa
mosquita muerta que sólo quiere cazarte. Pero yo lo
resolveré. Para empezar no vuelvas por ahí y mañana mismo
despido a Áurea. Esto se ha acabado‖.
Esto es lo que pudo suceder, a juicio del tribunal. Con
las declaraciones inexistentes de la señora Arranz podría
haberse aclarado su versión. El hecho de no presentarse en el
juicio para descargar el peso de la acusación contra su hijo
indica que se veía incapaz de defenderlo.
¿Qué sucedió entre las dos mujeres cincuentonas,
cada una de ellas defendiendo a su hijo o hija? Las palabras
subieron de tono, alguna echó la mano en el moño de la otra,
se zarandearon. Desideria afirmó que había sido su oponente
la agresora, pero lo más probable es que fuera al revés. La
señora Arranz no necesitaba agredir a nadie para defenderse
como señora de la calidad que era y en su propia casa. Presa
de un agudo ataque de histeria gritó al parecer: ―¡Socorro,
que me matan!‖.
Entonces, como era habitual en ella cuando se le
contradecía, cayó al suelo, como desmayada. Áurea,
asustada, se arrodilló a su lado, aparentemente para
socorrerla, mientras Desideria se apartaba en dirección a la
puerta. Testigo privilegiado de los hechos fue Florencia
Martín, la nueva joven que servía en la casa.
Según su declaración, se encontraba a esas horas en el
dormitorio de la señora haciendo la cama y ordenando la
habitación. Al escuchar los gritos de su dueña entró en la sala
61
justo cuando Jacinto abría violentamente una puerta de
cristales que daba a su dormitorio. Allí se encontraba a medio
vestir, con un revólver en la mano que había cogido
precipitadamente creyendo que alguien agredía a su madre.
¿Sabía que las dos mujeres estaban discutiendo con su
madre? Él afirmó que no, que se encontraba en cama porque
andaba un poco ―pachucho‖. Creemos que la verdad pudiera
ser otra. Como Siro, pensaría que aquello era cosa de
mujeres, añadiendo el hecho de que su madre, que le había
impuesto su voluntad, sabría defenderle del lío en que se
había metido. Sin embargo, los gritos de socorro de la señora
Arranz lo alarmaron sobremanera.
Cuando abrió la puerta dijo haber pensado que su
madre estaba siendo agredida, ya que la veía tumbada en el
suelo, con la muchacha encima de ella agarrándola, tal vez
intentando que se recuperara. Entonces, ante los ojos
asustados de la nueva criada, que lo vio todo, disparó sobre la
figura que estaba sobre su madre. La bala entró limpiamente
por el oído izquierdo de Áurea y salió por el derecho. La
muchacha cayó sin decir una palabra en medio de un charco
de sangre, la muerte fue instantánea.
Al ruido Desideria salió corriendo y gritando escalera
abajo llamando a su hijo Siro. Mientras tanto, todo el barrio
se preguntaba qué había sido ese tiro, dónde había pasado, a
quién habían herido o muerto. La noticia corrió como la
pólvora: ―¡Su señorito ha matado a la Áurea!‖. Las
verduleras, que sabían la historia del embarazo y asistían
interesadas y curiosas al evento, nada inusual por otra parte y
tan adecuado para las habladurías de la calle, se indignaron.
62
Que la chica se hubiera visto abandonada lo hubieran llegado
a entender, era algo posible en aquel tiempo y tonta había
sido la chiquilla, pero que la mataran no. De ahí que fueran
como leonas contra ese señorito que no solo deshonraba a la
muchacha sino que además era capaz de acabar con su vida.
Los hechos debieron suceder más o menos así.
Algunos periódicos, cuando se celebró el juicio, se
extrañaban de que un caso tal no hubiera tenido la
repercusión popular de otros:
65
El juez escuchó estos informes, probablemente con
cierto escepticismo. Estaban llamados a ser de terminantes
para conseguir la eximente completa de responsabilidad del
acusado pero incluso al propio defensor, señor Tordesillas,
que los había llevado al estrado debió parecerle excesivo este
informe. El juez les preguntó incluso si el hecho de que
Jacinto se mordiera continuamente las uñas durante el juicio
era un hecho relevante para determinar esa debilidad
congénita mental. Al menos le respondieron acertadamente
que no.
La culpabilidad era obvia para todos. Lo que estaba en
cuestión era el grado de responsabilidad y cuál la fórmula
legal más adecuada para llegar a una sentencia lo más justa
posible. Hubo dudas, alegatos y cambio en la petición fiscal,
así como en la postura del defensor.
El primero, señor Alonso, había empezado con la
petición de doce años de prisión mayor por homicidio, seis
meses por aborto y dos meses más por tenencia ilícita de
arma. Ésta entendía inicialmente que la sentencia sería por
homicidio (era algo irrebatible) pero con atenuantes referidos
a la defensa de su madre y al miedo insuperable que le
supuso la situación. A ello colaboraba la manifestación de
Jacinto de no recordar siquiera si había disparado ni por qué
lo hizo.
El fiscal había dejado un resquicio a la defensa para
admitir la atenuante de deficiencia mental. Fue por ello que el
señor Tordesillas preparó informes contundentes de los
peritos sobre esta cuestión.
66
Ante la posibilidad de que se le declarara ―no
culpable‖ por la eximente de locura, el fiscal decidió cambiar
su petición, que permanecía igual en sus calificaciones pero
abandonando la eximente por las deficiencias en el estado
mental del acusado. Aducía para ello que éste había cursado
materias facultativas con cierto aprovechamiento y que nadie
de sus conocidos mencionaba ningún grado de deficiencia
congénita. En vez de ello, proponía atenuantes como la
obcecación y el arrebato, muy frecuentes en los juicios por
motivos pasionales.
El defensor rebatió brillantemente su argumento
afirmando que, si la atenuante era la obcecación y el arrebato,
tal como la proponía el fiscal, no se podía entender la
acusación por aborto, ya que Jacinto no habría sido
consciente de tal acción cuando tuvo lugar el homicidio.
El tribunal, que asistía a estos cambios de postura en
uno y en el otro, decidió por su cuenta a la luz de los hechos
comprobados. Varios días después, el 7 de febrero, declaró
que a Jacinto de Sosa Arranz lo consideraban culpable de
homicidio y aborto, aún sin propósito de cometer este último.
No apreciaba ni siquiera parcialmente imbecilidad o locura, y
por lo tanto se le condenaba a la pena de ocho años y cuatro
meses de prisión mayor por el delito conjunto de homicidio y
aborto, más los dos meses pedidos por el fiscal por tenencia
de arma ilícita, a lo que habría que añadir diez mil pesetas de
indemnización a la familia de la víctima. En todo ello se
había tenido en cuenta una atenuante parcial de temor hacia
el estado de su madre.
67
―Para hacer aplicación el Tribunal de dicha
circunstancia la funda en que el procesado, al
disparar el revólver y producir la muerte a Áurea,
lo hizo creyendo en peligro la vida de su madre,
víctima de una agresión ilegítima, sin haber
tenido anterior participación en el hecho; no
siendo racional el medio empleado para impedir o
repeler la agresión de que creía fundadamente
Jacinto de Sosa era víctima su madre, porque,
dadas las circunstancias del caso, pudo hacer uso
de otro medio más adecuado para contrarrestar la
agresión y todo peligro para su madre, y al no
realizarlo se excedió el procesado en el medio
empleado para conseguirlo‖ (El Imparcial,
7.2.1926, p. 4).
68
La Vereda del Cruce
71
Se rumoreó que una banda de borrachos quizá se
habían metido con el anciano, que éste se había resistido a
darles sus modestas cuatro pesetas. Tal vez alguno lo golpeó
duramente y lo demás (el traslado, la simulación del robo) era
un intento de borrar las pistas sobre lo allí sucedido en
realidad.
Situaciones de este tipo no eran inusuales. Los
caminos estaban infestados de bandidos, borrachos, gente de
mal vivir que te sacaba la navaja por robarte dos perras. Dos
semanas después, cuando los periódicos iban abandonando el
caso de la Vereda del Cruce, Leandro Gómez iba caminando
por la carretera del Escorial camino de su domicilio, del
mismo modo que lo había hecho Sebastián Moya días atrás.
Se encontró a dos tipos, uno de los cuales le pidió
fuego. Cuando sacaba una caja de cerillas, el segundo se le
echó encima sujetándole los brazos por detrás mientras el
primero sacaba un revólver con el que le descerrajó tres tiros.
Ninguno fue mortal y, tras ser atendido, Leandro pudo
sobrevivir, pero los ladrones se habían llevado 35 pesetas que
llevaba encima y una cartilla del Monte de Piedad.
Al día siguiente de suceder este hecho se informaba
que en pleno Madrid, frente al portal 96 de la calle de Bravo
Murillo, un transeúnte encontraba por la noche a un hombre
gravemente herido sobre un charco de sangre. Llevado hasta
la casa de socorro más próxima se le halló un fuerte golpe en
la cabeza que le había ocasionado una herida en forma de
estrella. En estado gravísimo, fue trasladado al hospital de
Princesa.
72
No eran, por tanto, un caso extraño. Naturalmente, si
concluía en la muerte de la víctima el asalto era más grave y
alarmaba más a la población, como en el caso de Sebastián
Moya.
En todo caso, salvo enemistades personales, riñas
públicas, reyertas por deudas o por borracheras que daban
paso a desafíos, situaciones bien frecuentes cada noche, un
robo como el de la Vereda del Cruce era muy difícil de
resolver. La víctima parecía aleatoria en este caso, el botín
ínfimo. Todo apuntaba a un borracho, a un maleante
cualquiera que pasaba por ahí y encontró la ocasión de
aligerarle la cartera al anciano. Pero gente de mal vivir había
mucha en Madrid, los descampados no eran seguros en modo
alguno, en ellos podía suceder cualquier cosa. Por ese motivo
no era extraño que todos los hombres llevaran una navaja
encima para defenderse si era preciso.
A los pocos días del suceso el interés declinó. Se
informó de que se había detenido a dos hombres, poco menos
que vagabundos, todo porque habían dicho que estaban en un
sitio cuando no lo estaban, nada de importancia. Salieron en
libertad a los pocos días por carecerse de pruebas contra
ellos. El asunto quedó reducido a una nota en las últimas
páginas de algún diario hasta que quedó como un crime n sin
resolver, uno más en la larga lista que acumulaba la policía
madrileña por entonces. Nadie podía imaginar que el asunto
saliera a la luz de nuevo y con redoblado interés más de dos
años después.
El 1 de septiembre de 1925 se supo que la policía
había detenido a Fernando Rufiange, alias el Chapurra, como
73
posible testigo o participante en el crimen, no se supo con
exactitud en esa fecha. ¿Quién era este hombre de mala
catadura, según su retrato aparecido en el Heraldo, y por qué
le detenían en relación a este crimen?
La denuncia en torno a él había partido de uno de los
hijos de la víctima: Santos Moya, el panadero. Como es
natural, él no había olvidado lo sucedido. Supo que el
Chapurra hablaba mucho de aquel crimen. Dado que también
trabajaba en el gremio de panaderos (empleado en un negocio
de la carretera de Extremadura) se conocían, incluso el último
le preguntó a Santos dos años atrás:
76
Desde luego, estos compañeros de taberna no parecían
especialmente bien avenidos. Los testimonios se iban
acumulando pero resultaban indirectos, no tenían el valor de
prueba. Al mismo tiempo, la fiabilidad de los testigos era
cuestionable. La amante, olvidada hacía mucho tiempo, bien
podía haber dicho aquello como una forma de vengar su
abandono.
Por otro lado, llamado el dueño de la panadería donde
trabajaba Fernando Rufiange, un hombre formal y bien
establecido, manifestó que el Chapurra era un buen
trabajador, algo que según lo que sabía no podía decirse de su
acusador Nicasio, al que describió como ―un borracho
habitual y una mala persona‖.
Quedaban las afirmaciones de Santos Moya, que
insistía en lo que le habían dicho (pero que nadie ratificaba)
de la presencia del Chapurra en la escena del crimen.
Afirmaba también que éste le eludía constantemente, a pesar
de que Santos presidía un sindicato católico de panaderos al
que pertenecía Rufiange. Cuando indagó por qué no acudía a
las reuniones sindicales, le habían dicho que el Chapurra
nunca iría por no encontrarse con él, sin que supiera que
mediara enfrentamiento alguno entre ambos.
No eran pruebas suficientes para obligarle a confesar.
El haberse encerrado en negativas revelaba su actitud de
rechazo a toda indagación policial pero eso era algo muy
habitual en la clase baja madrileña, que veía mal a la policía,
con un abierto rechazo a colaborar con ella.
―La Libertad‖, que siguió pidiendo en un par de
ejemplares que se indagara más sobre el caso, abandonó
77
también las sospechas sobre el Chapurra, pero abriéndolas a
otras posibilidades que, en su opinión, fueron abandonadas
demasiado pronto en 1923.
La más creíble era la que descansaba sobre la persona
de Benigno, conocido como ―el Gallego‖. Era maestro de
obras y se encargaba de organizar el trabajo en la
construcción de diversas casas en Madrid. Solía pasar por la
misma Vereda por la tarde o noche bien provisto de la
recaudación del día. En concreto, aquel sábado había
atravesado la misma zona media hora antes de que lo hiciera
Sebastián Moya. Eran de parecida complexión, aunque
Benigno resultaba más joven.
En todo caso, el ladrón y asesino bien pudo
confundirlos y los destrozos encontrados en la ropa, los
bolsillos vueltos del revés, eran intentos desesperados por
encontrar el dinero que se suponía que llevaba el caminante.
¿Era eso lo que había sucedido en realidad? ¿Había muerto
Sebastián Moya porque su asesino lo confundió con
Benigno?
Salió entonces a relucir Conrado Sobrino, que había
sido detenido durante algunos días con ocasión del crimen,
sin que el juez encontrara contra él pruebas incriminatorias.
Los comentarios del diario sacaban a la luz que la posibilidad
de dicha confusión ya había sido tenida en cuenta. En efecto,
Conrado Sobrino trabajaba también en la construcción. Con
ocasión de algunos negocios en que Benigno le adelantó al
contratarlos, el sospechoso le había amenazado diciendo que
acabaría con él.
78
Pero Conrado no había estado por aquella parte de la
ciudad esa noche, había testigos que le situaban lejos de la
zona. Así que esa prometedora pista también se esfumaba.
Tan solo se recordó a dos detenidos más de aquellos
días. Uno era Antonio Fernández ―el Monago‖, un sujeto de
pésimos antecedentes, vendedor ambulante, que dijo estar en
otro lugar aquella noche y luego se comprobó que no era así.
La policía parecía estar en el buen camino porque se le había
encontrado una prueba que parecía concluyente: las zapatillas
estaban ensangrentadas. Días después los expertos
comprobaron que simplemente era pintura.
Los vecinos de aquella parte de Madrid indicaron a la
policía que aquella misma tarde habían visto a un hombre
dando vueltas por un sembrado cercano. Personados en la
zona al día siguiente del crimen, los agentes detuvieron a
Mariano Martín, que estaba recorriendo el sembrado de un
lado a otro. Dijo estar buscando cinco duros que había
perdido el día anterior, cuando se acostó entre las espigas a
echar un sueño.
No era de mal vivir, manifestó muy indignado, puesto
que trabajaba como obrero en el Cerro del Moro. Perso nada
allí la policía comprobó que entre los obreros nadie figuraba
con ese nombre y que los que allí estaban decían no conocer
a un trabajador con esas señas. Es de suponer que el rechazo,
la negativa y el engaño eran las reacciones habituales de la
clase baja madrileña hacia la policía. En todo caso, tampoco
se disponía de prueba alguna contra él.
De manera que abruptamente, cuatro días después de
la detención del Chapurra, los periódicos abandonaron
79
finalmente toda referencia y el caso, como tantos otros, quedó
sin resolver.
80
El disparo imposible
85
de facilitarnos algunas noticias respecto a la
misteriosa muerte de la joven Dolores Bernabéu.
—De buena gana lo haría —nos contestó—; pero
es el caso que no puedo decirles nada, porque
nada hay de nuevo. Todo está igual; sigue todo
tan enmarañado como ayer. Lo cierto es que a
Dolores le hicieron un disparo por la espalda
mortal de necesidad; pero hasta ahora no se ha
podido averiguar quién sea el autor del disparo.
Cuanto sobre esto se diga no deja de ser fantasía
pura. Créanme ustedes: el juez no lo sabe, y si
ustedes saben algo, dígamenlo y se lo agradeceré,
pues contribuirán al esclarecimiento de un suceso
sin precedentes en mi carrera. No me he
encontrado nunca ante un caso semejante‖ (El
Sol, 28.8.1925, p. 8).
94
Alguien propuso que simularan un suicidio, que la
arrojaran desde el terrado y así hicieron. Llevaron su cuerpo
hasta la cornisa y lo arrojaron, dispersándose a continuación.
¿Pudieron suceder así las cosas? Desde la distancia de
los años, creemos que sí. No hay otra forma de justificar lo
sucedido de una manera coherente y verosímil. Pero desde
luego, esta hipótesis hace surgir algunas preguntas.
¿Por qué los vecinos no declararon nada de todo esto?
Una francachela tal tenía que haber sido ruidosa. Pero se da
el caso de que el dueño de la casa, uno de los implicados en
la reunión, era amigo de Conrado Maynou. Estaba en la
mejor situación para imponer a todos la misma versión: no
habían oído nada, no sabían nada.
¿Y la nota de suicidio? Si los hechos fueran estos, la
nota no podía haber sido escrita por Dolores. Ya era
sospechoso, decían algunos diarios, que la suicida no la
llevara encima al tirarse, como era lo usual. ¿Por qué fue a
dejarla en una bombonera dentro de su habitación? ¿Por qué
la policía no la encontró hasta el día siguiente y a instancias
de la vecina que dijo haberle dado el papel, casualmente la
mujer del dueño de la casa? ¿Cómo sabía ella que había que
buscar ahí?
El juez, que finalmente no descartaba nada, indagó
sobre la fiabilidad de esa nota y la escritura de Dolores.
Nadie conocía cómo era en realidad. De hecho, unos
opinaban que no sabía escribir, otros que sí, incluso un
vecino que manifestó haberle enseñado un poco decía que
sólo sabía realizar algunos palotes, nada tan elaborado como
ese mensaje.
95
El señor Páramo no descansaba en busca de pruebas
ciertas. Mandó que los peritos calígrafos fueran hasta el
Monte de Piedad donde Dolores había abierto una cartilla en
otro tiempo (que ahora estaba casi vacía) pero donde había
estampado su firma. Tras una labor ímproba (hubo de
buscarse entre 1.800 existentes sin identificar en los libros del
Monte) los mencionados peritos no se pusieron de acuerdo: a
unos les parecía que sí coincidía, a otros que no. No hubo
forma de concluir en quién había escrito la nota de suicidio.
De todos modos, lo que alarmó al juez y las
autoridades, incluso parece que trajo hasta el Juzgado al
fiscal general del Estado desde Madrid, no fue la hipótesis en
sí sino los rumores a que dio lugar.
El pueblo llano sospecha de los poderosos en un
suceso oscuro como éste. De manera que empezó a
propalarse la noticia de que el autor del disparo no era
cualquiera sino alguien importante. Unos hablaban de la
amante de un hombre principal, otros decían que ese mismo
hombre importante en persona, adepto a las juergas etílicas
en los bajos fondos de la ciudad. Lo único que ha llegado
hasta nosotros es el hecho de que un jefe y oficial del ejército
en Cataluña estaba en boca de muchos.
Fue por ello que en octubre acudió al capital general
de la región solicitando que se realizara una investigación
para determinar quiénes eran los calumniadores y castigarlos.
Su interlocutor le dijo que no podían interferir en las
investigaciones realizadas en el orden civil. Entonces el
interesado solicitó pedir declarar ante el señor Páramo, cosa a
la que tampoco accedió el capitán general. Al hacerse público
96
este tenso diálogo, el interesado es de suponer que se
consideraría reivindicado ante la opinión pública. En todo
caso, se debía a la disciplina del ejército.
Creemos que esta referencia al personaje importante
añadía morbo a la situación, algo que gustaba a la
maledicencia de la clase pobre, que pensaba que a los
poderosos siempre se los protege, y al tiempo permitía a los
periódicos vender más ejemplares en las calles.
Alguien se alarmó ante estos rumores. El fiscal
general, en su visita a Barcelona, cuando saludó al juez
Páramo, dijo que lo había hecho por cortesía y amistad, que
él no interfería con las investigaciones en curso porque para
eso tenía al señor Gargallo, el fiscal de la causa y
representante suyo.
Lo cierto es que el juez tomó cartas en el asunto y
llamó a capítulo a los redactores de varios periódicos: ―El
Progreso‖, ―El Día Gráfico‖ y ―La Noche‖. Tuvieron que
presentarse, responder a las preguntas incisivas del señor
Páramo para que justificaran las insinuaciones vertidas de
que ―el hijo de una persona muy conocida‖ había participado
en la francachela y era el autor del disparo.
A partir de ese momento, el 16 de septiembre, las
noticias disminuyen como por ensalmo. La muerte de
Dolores Bernabéu, a la que se habían dedicado casi páginas
enteras, se transforma en meras notas donde se afirma que las
gestiones del Juzgado continúan, que ha habido reuniones de
las que no se sabe nada, que hay un firme hermetismo entre
las autoridades judiciales y policiales en torno al caso.
97
Lo cierto es que, de lo poco que puede sospecharse de
la acción del juez, se concluye que no conseguía probar
ninguna de las dos hipótesis. Sin testigos, sin pruebas
concluyentes de nada (ni en el cuerpo, ni en la blusa y sus
agujeros, ni en la firma de la nota), el caso se iba
desarrollando con un eco cada vez menor.
Que los rumores seguían entre la gente se puede
deducir por la reacción de aquel militar que hemos
mencionado, sucedida tres semanas después de llamar al
orden a los periódicos. Pero estos ya no aportaban noticias de
las que, de todos modos, carecían. El único que seguía
hablando es Conrado Maynou desde su celda en Madrid.
Proclamaba que él sabía quién era el asesino de Dolores, que
la policía no tenía más que dejar que le interrogara en persona
para que el otro confesara. El juez le mandó un exhorto para
que declarase lo que supiera y dijera qué preguntas hacer y a
quién, de forma que el mismo juez obrara al efecto.
Ante ello Maynou se enredó en divagaciones,
afirmaciones sin orden ni concierto. A las autoridades les
quedó claro que lo que deseaba era salir en libertad a
cualquier precio. Pero la justicia resultaría implacable con él
y sus cómplices en la estafa de Mallorca. El 13 de abril de
1926 se concluyó el sumario sobre la muerte de Dolores sin
poder señalar a ningún acusado de la misma. Un mes después
la Audiencia de Barcelona sobreseyó el caso, no así el de la
estafa de Maynou cuyo sumario se dio por terminado el 15 de
julio de aquel año y el preso fue trasladado a la prisión de
Monjuitch para que estuviera cerca en el momento del juicio.
98
Dolores Bernabéu, la muchacha que soñaba con ser
una famosa vedette en París, con disfrutar de dinero, un
coche, joyas y hombres, fue solo una muchacha que salió de
la pobreza para caer en los bajos fondos, que tuvo que
venderse como tantas otras en la Barcelona de aquella época.
No llegó a alcanzar meta alguna de las que soñó y fue
famosa, sin embargo, cuando no quiso serlo, cuando ya no
podía disfrutar de ello. De todos modos, su cadáver esperó
que se le hiciera justicia como había esperado su oportunidad:
en vano.
99
100
La muerte de un pastor
107
Uno de ellos, con mala fama entre sus compañeros
por bravucón, era José García de la Iglesia, pastor de treinta y
ocho años. Trabajaba para un comandante de Artillería
llamado Sarabia, y según decían disfrutaba de una amistad
muy cercana con el asesinado. Al preguntarle dónde había
estado después de las ocho y media no pudo presentar
testigos, se enredó en vaguedades y contradicciones. Aquello
de las contradicciones era una señal inequívoca en la época
de que el sujeto interrogado ocultaba algo y hacerlo ante la
policía suponía reconocer algún delito. El testigo que temía
comprometerse de alguna forma que no acertaba a saber, o
que ocultaba alguna pequeña falta por miedo, los que se
aturullaban frente a los interrogadores, estaban seguros de
entrar en el círculo de sospechosos. Por ello la mayoría de la
gente pobre y de vivir incierto pensaba que lo mejor era
negarlo todo, no abrir la boca aunque te pegaran, no
comprometerse en nada.
Sin embargo, debió verse muy apurado. Al ser
detenido se le encontró una garrota con inequívocas manchas
de sangre. Por entonces se afirmaba que el golpe inicial, el
que había vaciado el ojo de la víctima, debía haberse hecho
con un instrumento semejante uno de cuyos nudos había
tenido tal efecto. La herida de la nuca, en cambio, se efectuó
con algo parecido a un machete.
José se defendió diciendo que aquella era sangre de
oveja, de una que había tenido que matar en agosto. Se llevó
la garrota al laboratorio para su identificación. Mientras se
comprobaba su naturaleza animal, como así sería, se pidió al
comandante Sarabia que testificara sobre su trabajador. De
108
repente, ese hombre de malos antecedentes, valiente y
fanfarrón, se volvió un hombre honrado y cabal cuando su
jefe testificó decididamente a su favor. El respeto al
testimonio militar era grande en aquel tiempo.
Es cierto que se ponía gallito con sus compañeros
pero con alguno habría que hacerlo para sobrevivir. También
debía conocer la fama de ahorrador de su amigo Marcos pero
¿quién no sabía de ella? Cuando llegó el informe del
laboratorio de que la sangre del garrote no era humana, el
juez ya no pudo retenerlo más.
Mientras tanto, se seguía buscando a la segunda
lavandera. Finalmente se la encontró. Era hija del guarda de
la viña que había hablado con Nemesio aquella noche. No
había desaparecido ni escapado a la acción de la justicia.
Simplemente nadie sabía dónde vivía con su marido y su hijo.
Sus afirmaciones eran extrañas, las de su marido aún más.
Ella dijo conocer a Marcos solo de vista, dado que también
trabajaba para el señor Claré. Afirmó que nunca le había
lavado ni cosido la ropa, que no podía declarar más porque
no sabía nada.
Bueno, debió pensar el juez, a fin de cuentas el
cuñado solo ha mencionado el interés que tenía por ella el
fallecido, nunca que ella le correspondiera. Es posible que
Marcos, un hombre soltero de cierta edad, mirara a las
mujeres de su entorno con el deseo propio de un soltero pero
nada más. Sin embargo, cuando la policía habló con el
marido éste, después de ratificar todo lo dicho por su mujer,
afirmó que llevaba varios años trabajando para el señor Claré.
Cuando los agentes fueron a comprobarlo de forma rutinaria,
109
resultó que solo llevaba algunos meses en su tarea. Es más,
Doroteo, que así se llamaba el esposo de la lavandera, había
hablado días antes con sus jefes para pedirles que, si
preguntaba la policía, dijeran que llevaba no menos de tres
años en su labor, en vez de los cuatro meses que eran en
realidad.
Ciertamente, que trabajara más o menos tiempo era
irrelevante para el caso, de ahí la natural extrañeza de
reporteros y policías, que achacaron esa reacción a querer
mostrar un arraigo en la zona que los hiciera menos
sospechosos. Era obvio, como siempre, que habían sabido
días antes que la policía los buscaba y, en vez de presentarse
a declarar como buenos ciudadanos, intentaban no ser
implicados, ocultar sus huellas y testimonios. El temor del
pobre e ignorante frente a la autoridad.
El interés de mencionar a esta cohorte de sospechosos
es el de trazar una semblanza del tipo de personajes
implicados en aquella zona que lindaba con Madrid, que
empezaba incluso a disfrutar de un tranvía que le llevaba a la
capital pero que, sin embargo, se movía aún en un mundo
rural. Allí había propietarios de tierras como Antonio Claré,
bares y negocios, ganado y huertas. Serían aquellos que en
aquel tiempo o más adelante invertirían sus capitales en la
construcción de nuevos barrios en el centro, unos alojando a
la nueva burguesía de la que formaban parte y otros para
albergar a la población inmigrante.
Sirviendo a sus intereses había llegado una población
desde pueblos en provincias cercanas que se colocaban como
sirvientes e iban prosperando de forma modesta. Junto a ellos
110
se encontraba también un mundo envilecido poblado de
rufianes y truhanes, mujeres de mal vivir, capaces todos de
desplumarte en cualquier camino, de borrar su rastro por
medio del crimen. En todos ellos predominaba luego, ante las
autoridades, la ley del silencio, solo rota de vez en cuando
por alguien debidamente presionado por la policía, capaz de
delatar a cambio de verse libres.
La historia del soldado que vendía sus zapatos salió a
relucir dos semanas después de cometido el crimen. Un
pastor de apenas trece años conocía bien a Marcos. Como
todos, sabía de su cartera de piel de gato donde llevaba sus
ahorros, su carácter ahorrativo, reservado. Su importancia
para el juez se debía, sin embargo, a que aún no tenía la
malicia suficiente para callar y no meterse en líos. De hecho,
había sido testigo esa tarde de una escena que dio qué pensar
al juez.
Estaba a punto de irse de la zona cuando vio a Marcos
con un hombre sentado al pie de tres chopos, cerca de donde
sería asesinado horas después. Estaban discutiendo sobre la
venta de unos zapatos que aquel hombre le ofrecía. El pastor,
que miraba cada céntimo que gastaba, decía que eran buenos
zapatos, de los de tipo militar dijo el testigo, pero que le
parecían caros. Hablaron, regatearon sin llegar a un acuerdo.
El muchacho dijo al juez que tenía acento catalán o
valenciano, que no vestía de soldado pero debía serlo. Al
parecer, el hombre se llevó sus zapatos hasta el guarda de la
viña, volvieron a regatear y éste le dijo que se los compraba
pero que no podía llevarle el dinero hasta el día siguiente.
111
―No puede ser‖ contestó el vendedor, ―necesito ese dinero
para esta noche‖.
¿Quién era el soldado que decía necesitar tan
perentoriamente el dinero? ¿Se impacientó por la tardanza y
la necesidad apremiante y decidió llevarse el dinero de aquel
pastor? El juez, a estas alturas, ya había hecho prudentemente
una gestión: comunicar a Capitanía General de Madrid sus
dudas sobre la jurisdicción de aquel crimen cometido en
terrenos militares. Capitanía ni le había respondido ni había
pedido su inhibición en la causa, de manera que el juez
instructor siguió actuando hasta entonces.
De todos modos, la posible implicación de un soldado
en la muerte de Marcos aceleró súbitamente las decisiones de
las autoridades militares, que reclamaron el caso designando
como nuevo juez instructor al comandante Eugenio Garc ía,
que habría de llevarlo hasta el final.
Se filtraron las noticias de que ningún soldado se
había presentado ante sus jefes para mostrarse como aquel
que se relacionó con Marcos. Si no tenía nada que ocultar
¿por qué no salía a la luz? ¿Cabía que hubiera robado las
botas a un compañero? El instructor se aseguró de que nadie
había denunciado tal cosa en el campamento. Con el temor de
la implicación de alguno de los soldados hizo examinar cada
machete y arma cortante del aeródromo. De todos modos, a
esas alturas estaba empezando a descartarse la intervención
de un machete militar, arma con poco filo, bastante roma, e
incapaz de hacer un corte tan limpio y profundo como el que
se había asestado al pastor. Se pensaba en un hacha e incluso
en una podadera. Además, la ausencia de ruido y gritos, el
112
hecho de que los perros tampoco ladraran, permitía suponer
que el o los asesinos eran bien conocidos para Marcos.
El periodista del Heraldo de Madrid, el diario que más
estaba siguiendo el caso, estuvo andando por la zona,
preguntando a los pastores. Él mismo percibía que traspasaba
los límites marcados por un periodismo testigo para pasar a
ser un investigador al modo policial. Incluso acudió al lugar
del crimen para remover la hierba y examinar el terreno en
busca de pruebas, sobre todo después de saber que la policía
acababa de encontrar un mango ensangrentado de hacha
enterrado en las cercanías.
115
del público subirá de punto con este silencio
momentáneo‖ (Idem).
118
Asimismo, destacó agentes para que fueran hasta el
pueblo madrileño de Fuensalida a fin de detener a un
hortelano llamado Rufo López, ―el Agujas‖.
¿Qué sucedía para que tuviera lugar esta cadena de
detenciones? El policía destacado en el campamento militar
había tomado nota de varias conversaciones, rumores,
comentarios. Algunos señalaban como testigo privilegiado
del crimen al mendigo Basilio Fernández.
Fue por ello que el juez mandó que se lo trajeran hasta
su despacho y allí lo interrogó una y otra vez. Durante cierto
tiempo el mendigo se resistió diciendo, como todos los
demás, que no sabía nada. Tras amenazas de hacerle partícipe
del crimen y al demostrar el juez que sabía más de lo que
Basilio podía imaginar, terminó confesando todo.
Al parecer esa noche fue a recoger el rancho hasta el
campamento cercano. Se cruzó con Marcos, se saludaron y
hablaron un poco antes de seguir su camino. A la vuelta por
el mismo sendero de La Canaleja, observó a dos individuos
apostados en la cuneta, semitumbados. Dijo que los identificó
como Rufo López y José Rodríguez, se dirigió a ellos, pero
los interpelados huyeron alejándose entre las sombras de la
noche.
Eso bastaba para detener a los señalados pero hubo
más. Basilio fue hasta el bar al día siguiente y, hablando del
crimen, dijo lo que había visto. Según afirmaba, le
conminaron y hasta amenazaron para que no dijese nada a la
policía. Ese encubrimiento es el que había motivado su
negativa a declarar cuando fue preguntado por la po licía en
septiembre y dijo que él no sabía nada.
119
Todos los acusados que estaban en prisión lo negaron
todo desde el principio. Rufo López y José Rodríguez habían
estado en el bar aquella noche pero nada más, no siguieron al
pastor, no se apostaron en la cuneta del camino, no huyeron
cuando Basilio les reconoció. Los miembros del bar no
habían escuchado antes tales historias, no habían encubierto
nada porque nada habían sabido.
Forcejeos con el juez, interrogatorios intensivos,
careos de unos con otros, no dieron lugar a confesión alguna.
El sumario siguió adelante. El comandante García prefirió no
acusar de encubrimiento a los del bar y los fue soltando,
máxime cuando Antonio Claré volvió de sus negocios en
Segovia y afirmó la respetabilidad de todos ellos, en
particular sus parientes arrendatarios del bar.
El sumario se dio por concluido en abril de aquel año.
El juicio militar, consejo de guerra contra los dos acusados,
se fijaría finalmente para el 1 de julio de dos años después, en
1927, tiempo en que ambos permanecieron en prisión.
Cuando tuvo lugar su desarrollo fue atípico. El fiscal
solicitaba de entrada cadena perpetua para ellos, mientras que
los dos defensores negaban los hechos y solicitaban la
absolución. De hecho pidieron una reconstrucción del crimen
en el mismo lugar donde tuvo lugar, a fin de comprobar si el
testimonio del único testigo, Basilio González, era válido o
no.
Con la anuencia del fiscal y, por supuesto el juez, el
tribunal se constituyó en el sendero de La Canaleja para
llevar a cabo la simulación de lo sucedido. Se hicieron varias
pruebas a la misma hora: los dos acusados se embozaron y
120
huyeron a la vista de Basilio, del mismo modo que lo
hicieron otras parejas de personas. El testigo no pudo
identificarlos en ningún caso.
La principal prueba de cargo se derrumbaba. Fue el
momento de recordar que el mendigo, a fin de cuentas, era
―un alcohólico degenerado y un cretino‖ al decir de uno de
los defensores. Todo lo demás eran indicios que, desde un
punto de vista actual, resultan sonrojantes como pruebas. Así
por ejemplo, se sabía que Rufo López disponía de un cuchillo
de horticultura llamado tranchete. El fiscal sostenía que esa
arma podía ser la empleada en el crimen. Le resultaba muy
significativo además que, cuando se encontraba en la Cárcel
Modelo y fue interrogado sobre ello, Rufo se desmayó por la
impresión. El defensor argumentaba que podía haberse
desmayado ante el hecho de que se acumularan pruebas
contra él. Era difícil imaginar que este hortelano, que tenía el
tranchete como herramienta de trabajo habitual, pequeño,
aparentemente débil, fuera capaz de sajar casi la cabeza de un
hombre. Del mismo modo, las referencias del fiscal a que
José Rodríguez sabía trocear carne no se sostenían como
prueba alguna.
Cuando llegó al juicio un perito médico afirmando
que las heridas del fallecido no habían sido causadas por un
tranchete sino por otro tipo de hoja más parecida a una
podadera, lo poco que quedaba de la acusación se dio por
acabada.
Con los argumentos del fiscal para cambiar de opinión
pidiendo la libre absolución de los acusados, el lector puede
121
hacerse una idea de la retórica que acompañaba a una
rectificación en toda regla:
122
Termina el Sr. Jordán de Urríes su brillantísimo
informe pidiendo al Consejo la absolución de los
procesados‖ (El Heraldo de Madrid, 1.7.1927, p.
2).
123
124
Crimen de Morga
129
Según dijo María, la mujer se había quedado
temblando tras aquellas matas sin intervenir ni saber qué
estaba pasando. Al poco llegó Eizaguirre, no se sabe lo que le
dijo, qué hablaron aquella terrible noche. Todo hace indicar
que, pese a la premeditación y alevosía de la que hablaba el
fiscal, todo fue improvisado, sus acciones posteriores torpes y
contradictorias.
Él le dijo al recogerla tras las matas: ―Ya no te pegará
más‖ pero eso lo afirmó cuando sostenía la violencia que
ejercía el marido sobre la mujer. Luego no insistió en tal
cosa. Por sus acciones posteriores debieron hablar
nerviosamente, preguntarse qué hacer a continuación.
Llevaron el cadáver en el carro mientras ellos iban
andando, hablando. No se cruzaron con nadie aquella noche
aciaga. Cuando alcanzaron el caserío de Morga ocultaron el
cuerpo debajo de un montón de ramas, aún sin saber cómo
deshacerse de él. Dos días tardaron en decidirse, señal
inequívoca de falta de planificación en aquel crimen. Dos
días en que el cuerpo estuvo en los terrenos del caserío,
semioculto. Cualquiera lo podía encontrar, debieron decirse,
hay que hacer algo más definitivo: enterrarlo.
En la noche del 29 de octubre fueron a las cuatro de la
madrugada hasta donde estaba el cuerpo. Eizaguirre cavó una
zanja y allí lo metieron. Su asesino pensaría que de ese modo
lo ocultaba definitivamente, que nadie daría con él. Cuando
tuvo que reconocer su crimen sería muy ambiguo respecto a
la localización del cuerpo, habló del camino de Amorebieta
en plena noche, el enterrarlo en una cuneta, no sabía dónde.
Por entonces sostenía que lo había estrangulado en un
130
arrebato, incluso en legitima defensa. Es de suponer que no
quería que se vieran las cinco puñaladas que hablaban de
ensañamiento. Pero ella siempre fue más débil, tal vez
pensaba que estaba menos implicada en la muerte por no
haber intervenido físicamente. Su defensor sostuvo que era
una mera encubridora.
Hay fotos de la exhumación. Una en particular resulta
llamativa: todos posan ante la cámara casi como si fueran un
grupo familiar, los acusados con ella permanentemente
abrazando a su hijo pequeño, los campesinos que van a
proceder a desenterrar el cadáver, todos con sus boinas bien
caladas, algún miembro del Juzgado mejor vestido. Todos
han detenido su labor para mirar fijamente a la cámara y
llegar hasta nosotros.
En la siguiente imagen aparecen algunos elementos
más, como un viejo guardia civil. Unos miran a la cámara de
nuevo pero la mayoría, incluso Eizaguirre con el gesto adusto
y las manos atadas delante, miran el cadáver de Miguel
Torres envuelto en barro, casi indistinguible. Tiene una mano
sobre su estómago, la otra se adivina extendida a lo largo del
cuerpo. Un ataúd espera para recoger sus restos.
Todo es sórdido, lleno de vileza y una aparente
frialdad en los testigos. Como si el barro sucio y pegajoso
envolviera no solo el cadáver, sino a todos los que lo
contemplan.
Retrocedamos al momento de enterrarlo. Nadie había
preguntado aún en el pueblo por él, se sabía que Miguel
Torres ganaba algún dinero en el muelle de Bilbao
quedándose por la capital vizcaína de vez en cuando. Se
131
supone que eran momentos aprovechados por los amantes
para mantener más viva que nunca su relación, algo que todo
el pueblo sabía y callaba.
Pero cuando ambos desaparecieron a la vez, cuando
alguien dijo que los había visto marchar juntos llevando
bultos y algunos enseres, así como a todos sus hijos, el
pueblo empezó a sospechar que la desaparición de Miguel
Torres podía deberse a algo bien diferente del trabajo en los
muelles de la capital.
Los dos amantes llegaron a Amorebieta. Su propósito
era atravesar la frontera por Hendaya y refugiarse e n Francia,
donde iniciar una nueva vida. Salvo el más pequeño, que aún
dependía de ella, los cinco chicos restantes no podían ir hasta
que no se establecieran. Por ello los condujo a casa de su
madre pidiendo que tanto ella como una hermana se hicieran
cargo hasta que pudieran avisar para enviárselos.
Fue entonces cuando María confesó a su madre lo que
había pasado. No tenía más remedio. Era imposible justificar
que marchara con Eizaguirre camino de Francia. Es de
imaginar a la madre asustada, atormentada por aquella
confesión que debía ocultar. Les ayudó pero, en el fondo, se
rebelaba ante aquella atrocidad.
Aunque con vacilaciones, el plan seguía adelante. Que
era improvisado se notaría en la frontera, cuando los guardias
les exigieron unos papeles que no se habían molestado en
preparar. Se vieron obligados a dar la vuelta sin saber bien
qué hacer. Volvieron a Amorebieta, buscaron un lugar donde
dormir, un bar con camas en la calle de Narrica. Hablaron
nerviosamente, ella dijo que él escribiera una carta
132
haciéndose pasar por su marido. Se la encontrarían a María
cuando fuera detenida días después. En ella supuestamente
Miguel Torres comunicaba a su mujer que marchaba a
Francia a trabajar y que no pensaba volver.
Mientras tanto, suponiéndolos en Francia, la madre de
María no podía dormir ni vivir con la carga de esa confesión.
De manera que finalmente marchó hasta el puesto de la
guardia civil y allí lo contó todo. Lo que no sabía es que su
hija estaba en la población, que sería detenida al cabo de
pocos días, cuando las pesquisas de los guardias dieran con
su alojamiento.
Eizaguirre había salido. Cuando volvía a la habitación
debió ver a la guardia civil en la puerta, tal vez llevándose a
su amante. Deambuló de un lado a otro. Entró en una taberna
para comer algo. El dueño lo reconoció, todo Amorebieta
sabía que era buscado. Pasó recado a la guardia civil y ésta lo
detuvo allí mismo.
Trasladados al Juzgado de Guernica, empezaron los
interrogatorios. Él negaba una y otra vez, ella apenas opuso
resistencia y fue confesando todo, finalmente hasta la
ubicación del cadáver. Las pruebas se fueron acumulando
contra ellos, se fue reconstruyendo lo sucedido, había pocas
cosas que se ignoraran. El motivo de la riña en el camino no
era un tema de interés, el crimen en sí estaba claro.
El juicio se celebró con sorprendente rapidez,
comenzando el 22 de enero de 1926. Ante una sala abarrotada
y expectante, se leyó la relación de los hechos. El fiscal
mencionó la palabra asesinato con agravantes (nocturnidad,
alevosía, despoblado), pedía dos condenas a muerte. Los dos
133
defensores adujeron cargos considerablemente menores:
Eizaguirre había actuado en legítima defensa, si acaso se
podría admitir un homicidio simple que implicara una pena
de seis años de prisión; María era encubridora de la acción de
su amante pero nada más, incluso mencionó la atenuante de
miedo insuperable. Según él, se había escondido tras las
matas ante el temor de lo que estaba sucediendo, sin
intervenir en ningún momento.
Los testigos aportaron muy poco, en realidad los
hechos estaban comprobados y admitidos. La batalla era
sobre todo legal, argumentos jurídicos que lanzarse unos
abogados a otros, atenuantes, agravantes. El tribunal no tuvo
piedad para ninguno de ellos, ni siquiera para una María
Elorza a la que se ve bajando las escaleras de la Audiencia
con gesto contrito, casi ocultándose del fotógrafo tras el
cuerpecillo de su hijo al que no parece haber soltado nunca.
En cambio, Eizaguirre se adivina orgulloso, hasta elegante
con un traje que debía ser inusual en él. Siempre parece estar
mirando hacia otro lado mientras el guardia que le acompaña
sí posa ante la cámara de un modo formal, deteniéndose
expresamente para que el fotógrafo haga su trabajo.
Durante dos meses hubo aún una serie de trámites.
Los defensores adujeron defectos de forma y presentaron
escritos de casación que fueron finalmente rechazados a
mediados de marzo. Entonces empezó la cadena de peticiones
e informes al objeto de obtener un indulto para los dos
condenados. Nadie quería las ejecuciones en aquel tiempo,
aunque la condena estaba en el Código Penal. Se ajusticiaba
por delitos militares, tras consejos de guerra, o cuando se
134
atentaba contra representantes eclesiásticos, como hemos
visto en el caso del párroco valenciano, pero era habitual
conceder el indulto para otro tipo de crímenes.
El 3 de abril el gobernador civil de Vizcaya recibió la
comunicación del ministro de Gracia y Justicia: el indulto
había sido concedido por su majestad el rey. Fue en persona a
comunicárselo a los condenados. Eizaguirre recibió la noticia
―impasible e indiferente‖. Se adivina su orgullo, la conciencia
de haber hecho ―lo que un hombre no tiene más remedio que
hacer‖. María, en cambio, estalló en sollozos al saberlo.
Su vida se perdió en las cárceles, no sabemos cuáles
ni por cuánto tiempo. Diez años después, cuando estalló la
guerra civil, las prisiones se vaciaron, muchos condenados a
la perpetua salieron, tal vez soñando con recuperar sus vidas
truncadas tiempo atrás. Sin saber que les esperaba la ruptura
definitiva de la vida social, del mundo que habían conocido.
135
136
Este libro fue distribuido por cortesía de:
Comparte este libro con todos y cada uno de tus amigos de forma automática,
mediante la selección de cualquiera de las opciones de abajo:
Free-eBooks.net respeta la propiedad intelectual de otros. Cuando los propietarios de los derechos de un libro envían su trabajo a Free-eBooks.net, nos están dando permiso para distribuir dicho
material. A menos que se indique lo contrario en este libro, este permiso no se transmite a los demás. Por lo tanto, la redistribución de este libro sín el permiso del propietario de los derechos, puede
constituir una infracción a las leyes de propiedad intelectual. Si usted cree que su trabajo se ha utilizado de una manera que constituya una violación a los derechos de autor, por favor, siga nuestras
Recomendaciones y Procedimiento de Reclamos de Violación a Derechos de Autor como se ve en nuestras Condiciones de Servicio aquí:
http://espanol.free-ebooks.net/tos.html