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Crónica negra de 1925

Carlos Maza Gómez


© Carlos Maza Gómez, 2015
Todos los derechos reservados

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Índice

Los celos del cura ………………………………... 5


La humillación de un guardia ……………………. 19
Nada es lo que parece ……………………………. 35
El dinero del párroco …………………………….. 45
La criada y el señorito …………………………… 53
La Vereda del Cruce ……………………………... 69
El disparo imposible ……………………………... 81
La muerte de un pastor …………………………... 101
Crimen de Morga ………………………………… 125

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Los celos del cura

Es difícil encontrar una información detallada de este


pequeño pueblo burgalés, una pedanía de Villarcayo,
actualmente con más de tres mil habitantes. A casi 90 km de
la capital, Villacomparada de Rueda apenas reúne hoy en día
a 75 habitantes. Tal vez sea uno de tantos pueblos de la
merindad de Castilla la Vieja que han conocido un progresivo
abandono a lo largo del siglo XX.
Cuando indagamos un poco más se hallan fotos de
una antigua abadía cuya primera referencia data de 1324, casi
un siglo después del comienzo de la historia escrita para la
misma localidad. A su lado aparece un palacio, o los restos
del mismo más bien, que son descritos del siguiente modo:

―Palacio remozado entre el siglo XVI y XVII


flanqueado por dos torres cuadradas con su alto y
bajo; un fondo de 14 varas (83`54 cm por vara)
que son unos 12 metros, y un largo de 26`50
varas que convertido al sistema legado por la
revolución francesa son 22 metros. Su
distribución interna disponía de portal, cocina y
tres cuartos (dos medianos y uno pequeño). Tiene
el suelo de las torres, su portal y caballeriza. Un
aparte para troje del pan y más de cuatro cuartos
bajos pequeños. Hay otra casa que se usa de pajar
y caballeriza, una hornera y un cercado para el
ganado‖.

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La verdad es que no queda claro si el palacio se
construyó utilizando parte de la antigua abadía o cuál es
exactamente la situación de ambos monumentos (tal vez sean
uno solo). Por una parte se comenta que la abadía fue
reconstruida por completo en los años ochenta y ahora es de
propiedad privada y por otro lado se muestran fotos de un
monumento cuya fachada se mantiene en pie gracias a estar
apuntalada pero que está vacío y destruido. Quizá,
efectivamente, hablemos de edificios diferentes.
En todo caso, el pequeño número de habitantes habla
de que muchas de las familias marcharon lejos a lo largo del
siglo, tal vez a pueblos cercanos o a la capital de la provincia.
No tenemos datos tampoco de cuál pudo ser su población
hacia 1925, cuando sucedieron los hechos que vamos a narrar
a continuación. Por lo que se menciona, la juventud bajaba
hasta la cercana Villarcayo a bailar, de donde se deduce que
aún había gente joven, probablemente dedicada a la
agricultura.
Pues bien, no hace mucho hubo una partida
económica dedicada a reparar los muros de la ―casa del cura‖,
que debían estar en bastante mal estado. Muy posiblemente,
ya no haya allí un cura titular. Si acaso vendrá uno en
ocasiones especiales para decir misa o presidir alguna
celebración local. Pero en enero de 1925 sí había un cura
párroco que vivía en aquella casa. Se llamaba Clemente
Huidobro Marquina. Según las fotos era alto, de buena
presencia, un hombre atractivo que debía dedicarse a Dios.
Sin embargo, los comentarios no van por ese camino,
sino que la opinión popular denunciaba que tenía mucho
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gusto ―por el vino y las mujeres‖. Al parecer, debía ser un
hombre cordial y cercano al pueblo. Después del hecho que
protagonizaría la vida de Villacomparada hasta el día de hoy,
los vecinos admitirían ante los periodistas que se sentaban
con él en las tabernas y tomaban un vino en su compañía sin
hacerle asco ninguno, aunque supieran que ya había cometido
un delito contra una joven.
La muchacha en cuestión se llamaba Dolores
González y contaba por aquellas fechas con 22 años. Un
periódico afirmó rotundamente que era una mujer
―bellísima‖. Aún admitiendo el cambio de criterios en torno a
la belleza femenina que supone un siglo de diferencia, uno no
puede dejar de sentir asombro de que se califique así a una
aldeana de facciones proporcionadas pero toscas, según se
aprecia en las fotografías.
En todo caso, la sangre le hervía al sacerdote cuando
la veía. Probablemente fuera su confesor porque, preguntado
por si esto le había acercado a los secretos de la doncella,
contestó irritado a un periodista:

―De eso –replica- no hablemos. Yo seré lo que


sea, pero antes me hacen tajadas que
aprovecharme de la confesión para nada‖ (La
Voz, 15.1.1925, p. 4).

Teniendo en cuenta que en la entrevista concedida


desde la cárcel miente sin rubor y buscando descaradamente
una justificación a sus actos, se puede pensar que la
muchacha se acercaría a confesar con aquel cura tan apuesto
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del que hablaban las amigas. De contar los breves secretos de
su vida se pasaría a recibir sanos consejos envueltos en un
clima de interés personal, a fin de cuentas en aquel pueblo
todo el mundo terminaba por conocerse y cruzarse cada día.
Tal vez a Dolores le agradara sentir ese interés y lo alentara.
Con veinte años que tendría entonces, una presencia
masculina, el calor de una voz que aconseja y reprende, es
algo que puede resultar agradable.
¿Hubo algo más entre ellos? Teniendo en cuenta lo
que vino después, o lo hubo o ese sacerdote se obsesionó con
la muchacha. Probablemente sucedieron ambas cosas: que se
entendieron durante un breve tiempo hasta que ella le fue
dando de lado al conocer a otro muchacho en el baile de
Villarcayo. Las razones que posteriormente dio Huidobro
niegan algo evidente pero dan a entender, casi sin querer,
otros motivos para herirla:

―¿Por qué hirió usted a tiros en Villacomparada a


Dolores?
- Pues yo, ya ve usted, no podía ver con buenos
ojos que anduviera ella como andaba, porque
después es uno quien se lleva la culpa, y porque
además yo quería que me respetara, que fuera
buena…
- Luego ¿usted estaba enamorado de ella?
- No; la quería bien solamente, y le daba buenos
consejos. Estábamos con frecuencia juntos y tenía
hacia ella cierta inclinación, pero no: enamorado
yo no he estado nunca‖ (Idem).
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En otro momento afirma: ―Me daba rabia que hiciera lo
que hacía por comprometerme‖. Se puede discutir si lo que
sentía el sacerdote era amor u obsesión amorosa, ciertamente,
pero de lo que no cabe duda es de que se encontraba
indignado ante el proceder de la muchacha y el grado en que
lo comprometía ante la opinión del pueblo.
A fin de cuentas, él tenía una imagen de respetabilidad
que quería conservar. Su relación con Dolores, llegara al
grado que alcanzara, debía de ser bien conocida de todos.
Tampoco era una situación muy extraña en aquellos tiempos
u otros anteriores, cuando el sacerdocio era refugio para
hombres apasionados e incluso violentos y un recurso
económico para jóvenes sin demasiado futuro.
Clemente Huidobro debía considerar a la muchacha
dócil, siguiendo sus consejos al principio, cálida y amable,
como una responsabilidad propia, como algo suyo. Por ello el
periodista le pregunta y él afirma tajantemente que le
prohibía bajar al baile de Villarcayo como hacía con otras
muchachas, para evitar las malas costumbres. ¿O lo hacía con
ella en especial porque sentía celos de los jóvenes con
quienes podía bailar? ¿Qué sentiría entonces cuando supiera
que, de uno de esos bailes, la muchacha había venido con un
pretendiente, un joven campesino llamado Agapito Peña?
La verdad de sus sentimientos estaba más cercana a lo
que manifestó un preso que se encontraba con él en la cárcel
donde esperaba juicio. Según comentó a uno de sus
visitantes, que lo relató a un periodista, Huidobro le había
afirmado:
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―Yo estaba loco por la muchacha, y más loco
porque estaba convencido de que no me quería.
Por eso decidí matarla al enterarme de que iba a
casarse‖ (La Voz, 8.1.1925, p. 4).

Así que ya tenemos la combinación fatal: por una


parte ella lo rechazó desde el momento en que conoció a
aquel muchacho honrado que planteaba su boda. Por otro
lado, en boca de todo el pueblo, eso suponía un desprecio
hacia el cura, comprometer su reputación y hombría ante los
ojos de sus convecinos. En aquel tiempo eran muy frecuentes
los crímenes pasionales, que hemos estudiado en un libro
anterior, los arrebatos incontrolados que, según manifestaban
los asesinos, los llevaban a cometer actos de los que luego se
arrepentían pero que no podían evitar llevar a cabo.
Vayamos entonces a los hechos escuetos. Corría el
mes de julio de 1924 cuando el cura se encontró con Dolores
cerca de su casa. Le debió preguntar si era verdad lo que
decían, que había un muchacho que la cortejaba. Ella
respondió que sí. Él le agarró del brazo, le dijo que si se
casaba la mataría, estaba fuera de sí. Sacó incluso una pistola
de la que estaba provisto, a fin de cuentas reconocía ser un
buen tirador. En ese momento se contentó, nervioso, con
disparar al aire para amedrentarla. Tal vez le dijera aquello
tan frecuente de: ―O eres mía o no serás de nadie‖.
Ella no se amedrentó por sus amenazas. ¿Qué pasó en
los días siguientes? No cabe duda de que Dolores contó a sus
padres aquellas palabras del cura, que estos lo irían diciendo
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por el vecindario a su vez. Se habla de ellos como ―ancianos‖
pero tampoco deberían sobrepasar en mucho los cincuenta
años. Estaban dispuestos a defender el honor de su hija,
comprometida con aquella relación que no debía haber
existido nunca, defender su futuro también porque aquel
Agapito parecía un buen muchacho, un hombre de fiar.
Los comentarios sobre lo sucedido debieron llegar a
oídos de Huidobro. Tal vez fuera en la taberna, tomando un
vino con algunos parroquianos, quizá comprobara un cierto
tono burlón, unas sonrisas indeseables en el rostro de los
presentes. También debió influir escucharles que los padres
de la muchacha iban diciendo que lo iban a denunciar por
amenazas.
Volvió a la casa de Dolores y empezó a gritos con
ella. El padre se le enfrentó y lo apartó a golpes. Luego sacó
la pistola y, mientras las mujeres gritaban, disparó una sola
bala sobre la muchacha, alcanzándola en el pecho. Tal vez no
consiguiera agotar el cargador por la decidida acción de la
madre, que se abrazó a él como una fiera, hasta el extremo de
que solo pudo desembarazarse de ella mordiéndole un
hombro.
Pensando que había matado a Dolores, huyó. Un
conocido lo llevó hasta la capital donde la guardia civil, que
iba tras sus pasos, lo encontró en una fonda que solía
frecuentar. Al verlos llegar se entregó afirmando: ―Entonces
está muerta, puesto que vienen a por mí‖.
Pero Dolores no estaba muerta. Tardaría tiempo en
recuperarse de la herida, que no había interesado ningún
órgano vital. Menos tardó el cura Huidobro en verse libre tras
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entregar tres mil pesetas de fianza. Al cabo de solo tres días
de calabozo se encontraba en la calle, oficiando misa y dando
un sermón, mientras por la noche visitaba las tabernas y se
encontraba con los mismos que antes se reían de él.
En ese punto podía haber terminado esta historia, pero
no sería así.

―Si yo disparé la primera vez contra ella fue por


defenderme de sus padres y no por otra cosa.
Pero, en fin, aquello no tuvo importancia, y se
hubiera arreglado. Un año de cárcel, y después a
Madrid o a otro punto cualquiera, y hasta
olvidarlo todo…‖ (La Voz, 15.1.1925, p. 4).

De nuevo miente. No le disparó en julio por la actitud


de sus padres. Él ya tenía ese propósito, el de matarla, solo
que no lo consiguió en ese momento por la acción decidida
de esos mismos padres que defendieron a su hija. En lo que sí
tendría razón es que aquel atentado, un homicidio frustrado,
se podría haber saldado con una pequeña condena de cárcel y
el traslado eclesiástico a otra zona bien alejada donde los
feligreses no supieran o no les importara quién era Dolores ni
qué es lo que había hecho el cura párroco en el pasado.
Fue él mismo, finalmente, el que no consintió en que
las cosas quedaran así. En la tarde del 2 de enero el cura bajó
hasta Villarcayo para echar unas cartas. Después había de
marchar a Bocos, un pueblo cercano, donde vivía su familia.
Optó sin embargo por esperar a un cuñado, que debía pasar
por la carretera aquella poco después, de forma que
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marcharan juntos. Se sentó entonces en el pretil del llamado
puente de Villarcayo, cerca de Villacomparada. Ese puente
que pasó a llamarse desde entonces ―el puente del cura‖
como aún se conoce.

―Entonces pasó un grupo de chicas de Bocos, a


las que saludé. Seguidamente fue a pasar Dolores
con sus amigas. No me pude contener. Me dio
rabia que, después de lo pasado, hiciera públicas
ostentaciones, sabiendo que yo no salía de día
más que cuando iba fuera, y solo de noche daba
algún que otro paseo, y me dije: ‗Pues ahora te
mato‘. Y ciego, llevado de este temperamento
nervioso, de este mi carácter, no sé los tiros que
disparé. Puedo afirmarle a usted que jamás se me
pasó por la imaginación la idea de matarla
después de salir de la cárcel. Lo pasado, pasado
estaba, y no iba a ocuparme más de ella, a pesar
de que no me dejaba en paz. Prueba de ello es que
durante este tiempo me he portado como un santo
varón, y todos los días he practicado mis rezos…‖
(Idem).

De esta manera sabemos que el cura, tras el atentado


del mes de julio, salía poco, probablemente avergonzado de
la fama adquirida. Tan solo lo hacía por las noches para ir a
la taberna a consolarse de aquella situación. ¿Esperaba quizá
que, tras recuperarse de su herida, Dolores también se

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enclaustrara? ¿Qué se sintiera avergonzada de haberle
provocado?
Es imposible saber si el nuevo atentado fue
premeditado o no. El jurado, meses después, consideró que sí
pero caben las dudas. La pistola la llevaba a menudo, algo
extraño en un párroco, desde luego. No sabemos si el
encuentro fue fortuito, se sabía que Dolores pasaba por
aquella carretera cada tarde a esa hora, ignoramos si en vez
de esperar a su cuñado la esperaba a ella. Tampoco podemos
averiguar si, al verlo, ella alzara la cabeza con desprecio, si
sus amigas se reirían de él, figura ridícula como la verían con
su traje talar allí sentado.
De lo que sí estamos seguros, porque la autopsia lo
revelaría poco después, es que descerrajó siete tiros: dos en el
pecho, cuatro en la espalda y otro en la base del cráneo.
Según manifestaron los testigos, la cogió del brazo antes de
disparar. Es muy posible que ella intentara huir, ya que
recibió tantos impactos por la espalda. En todo caso, él sí lo
hizo de la escena del crimen, donde la gente empezó a acudir
en tropel al ruido de los disparos y los gritos de las
muchachas.

―Y usted, dándose cuenta de la situación,


cometido el crimen ¿cómo no tuvo valor para
pegarse un tiro? Hubiera sido éste el final más
digno, para no tener que verse en presidio quién
sabe el tiempo…
- ¿Matarme yo? De ninguna manera. No lo pensé
entonces, después sí; pero jamás hubiera atentado
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contra mi vida. Yo sé que matándome todo se
habría acabado; pero aún tengo un poco de fe, sé
que hay otra vida y no quiero perder ésta y perder
aquélla. Viviendo, me queda tiempo para
arrepentirme, y ¡quién sabe, quién sabe!... En
cambio, matándome, dígame: ¿qué voy
ganando?‖ (Idem).

Una lógica muy ―católica‖, por lo que se ve, también


muy acomodaticia. A fin de cuentas, tampoco dio
oportunidad alguna a Dolores para arrepentirse de sus
pecados antes de asesinarla. Pero lo primero era lo primero:
salvar su alma, ahora culpable, mediante el arrepentimiento
posterior. De todos modos, en ese desdoblamiento de
personalidad, ese proceso de autojustificación de acto tan
execrable, cabía todo tipo de razonamiento hasta dejarlo
como inocente en realidad:

―No fui yo el que mató, fue un arranque violento


de mi carácter. No pude contenerlo, surgió de
pronto, no supe lo que hacía. Ahora, en ciertos
momentos, si tuviera un resorte del que hacer uso
para devolver la vida a Dolores, echaría mano de
él y le diría: ‗¡Anda por el mundo y haz lo que
quieras!‘. Pero lo hecho no tiene remedio‖
(Idem).

Realmente, solo le faltaba que dijera a su víctima: Me


has obligado a hacer un acto deshonroso aunque no lo he
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hecho yo mismo, sino mi carácter ingobernable. En todo
caso, como en los oficios, puedes ir en paz por el mundo.
El juicio por el primer atentado tuvo lugar el 12 de
febrero de aquel año. Indudablemente, debió pesar en el
tribunal y el jurado los hechos que habían sucedido después,
porque se aceptó completamente la petición del fiscal: diez
años y un día de prisión por homicidio frustrado.
Dos meses después, el 16 de abril, comenzó en
Burgos el juicio por el asesinato. El tumulto de público dos
meses antes ahora se reprodujo. Volvieron a repetirse las
escenas que siguieron a la detención definitiva de Huidobro y
su internamiento en el calabozo de Villacomparada. Entonces
los vecinos, que habían estado a punto de lincharlo horas
antes, hecho solo impedido por la guardia civil, cercaron el
edificio entre gritos e insultos. ―¡Que entran, carcelero, que
entran!‖ dijo entonces un aterrorizado Huidobro.
No entraron entonces y ahora que el juicio se
desarrollaba, protegido por un amplio cordón policial, el
acusado se permitió gestos de desprecio hacia la
muchedumbre que le gritaba y silbaba, consiguiendo que el
tumulto se redoblara.
El fiscal pedía la condena a muerte. El defensor, ante
delito tan flagrante, sólo podía aducir una demencia temporal,
el mismo argumento que esgrimía el asesino desde la cárcel.
Era un crimen pasional, a fin de cuentas, y ya se sabía que las
pasiones son difíciles de controlar, sobre todo cuando anda en
juego el honor masculino. Claro que si él hubiera sido un
marido engañado, la sentencia hubiera sido otra, pero era un
cura y además no tenía derecho alguno sobre la muchacha. Su
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honor mancillado tampoco era algo que poder sostener ante
un tribunal.
El defensor trajo médicos que afirmaron su locura, el
fiscal otros que defendieron su completa sensatez y
responsabilidad ante los hechos enjuiciado s. Pese a que el
abogado podía haber pedido su absolución por locura
temporal, ni siquiera se atrevió a tanto y sostuvo como
petición doce años de reclusión. Finalmente, fueron veinte
años y un día que añadir a la condena anterior.
El caso ya ha pasado a ser leyenda de Villacomparada
y pueblos cercanos. Una vez hubo un cura que asesinó a una
muchacha por amores. El suceso tuvo lugar en ese ―puente
del cura‖ por donde pasan aún los que vienen o van al
cercano Villarcayo. El mismo lugar donde, pocos días
después de su asesinato, pasó la comitiva fúnebre camino del
cementerio de Villacomparada. Allí, entre la emoción de los
presentes, se detuvieron los seis mozos que portaban el
féretro (entre ellos, el que fue su novio) y el cura sustituto
rezó un responso acompañado por las lágrimas y los gestos
serios de los muchos acompañantes.
En el cementerio, entre un silencio que se cortaba con
un cuchillo, el cura sustituto volvió a rezar para luego decir a
todos los presentes: ―¡Sobre Huidobro caerá la maldición de
los hombres, también la de Dios!‖. Luego, en pequeños
grupos, volverían a casa entre comentarios y alguna palabra
malsonante, dicha en voz baja.
Hoy pasarán por allí los naturales del lugar,
excursionistas que se alojan en las distintas casas rurales que
ofrece el pueblo. Debe haber lugares hermosos por aquella
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zona, la provincia burgalesa encierra muchos para los
amantes de la Naturaleza. Pero quizá alguien se pregunte de
dónde viene ese nombre del puente y quién era ese cura al
que hace referencia. Tal vez uno del lugar le cuente esta
breve historia, una de tantas del mundo rural de aquella
época, una historia de amor, celos, obsesión y violencia.

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La humillación de un guardia

Eran las cinco de la madrugada del jueves 7 de mayo


de 1925. En la Delegación de Policía del distrito de
Barceloneta, sito en la calle Doctor Bruguera de la capital
catalana, todo transcurría con normalidad. Le tocaba guardia
al teniente de Seguridad Ricardo Rojo. Confiado en que sus
hombres le avisarían en caso de que sucediera algún hecho
que requiriera la intervención policial, se había recostado en
un diván que tenía en el despacho y dormitaba
superficialmente.
Era un hombre tranquilo pero enérgico. Viudo, con
dos hijos de doce y cinco años, vivía con su suegra, que le
ayudaba con la crianza del último de sus vástagos. Llevaba
seis años de servicio en Barcelona, pasando primero por las
Atarazanas, luego por la Lonja y ahora en Barceloneta. Su
vida tal vez no estuviera destinada a ser recordada, como la
de tantos otros, pero resultaba un jefe adecuado para sus
hombres, que lo respetaban y apreciaban por su don de
mando.
A esa hora, con una Delegación no muy bulliciosa, el
cabo Juan Castany golpeó la puerta y pidió permiso para
entrar. El teniente despertó de su cabezada y se lo dio de
inmediato. Ya sabía que venía a pedirle los boletos de
asignación de tareas para el día siguiente. Cuando entró, sin
embargo, otra figura se deslizó detrás del cabo. Mientras
hacían ambos, Rojo y Castany, un breve gesto de sorpresa, el
hombre empezó a disparar. La primera bala le dio a Rojo en
la cabeza. Pese a ello, intentó levantarse para repeler el
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ataque, pero un segundo balazo en el vientre acabó con él. La
muerte del teniente fue casi instantánea.
Aturdido por los fogonazos y la sorpresa, el cabo
Castany se precipitó hacia el hombre, pero éste volvió la
pistola hacia él. Su tercera bala le alcanzó en el hombro
izquierdo mientras la segunda le rozaba el cuello. Golpeado
por el impacto, la nueva víctima cayó al suelo sangrando
profusamente por la herida del cuello, que no habría de ser
mortal.
El despacho del teniente se convirtió en un caos.
Varios guardias entraron forcejeando con aquel hombre que
intentaba dispararles sin éxito pulsando una y otra vez un
gatillo encasquillado. Finalmente, lo inmovilizaron en el
suelo mientras el pistolero daba puñetazos y patadas y gritaba
de forma inarticulada.
El agresor se llamaba Juan Bautista Langa y era uno
de ellos, un guardia que aquel día debía estar de permiso.
Había sido, además, buen amigo del cabo Castany desde
hacía tiempo, cuando entró a trabajar en la Delegación de la
Barceloneta quince años atrás.
¿Qué había sucedido para que aquel hombre se
convirtiera en un asesino de sus propios compañeros? Tantos
años de guardia, casado, con siete hijos, la mayoría pequeños,
tantas responsabilidades familiares. Solo el mayor, de veinte
años, había marchado de soldado voluntario en África. Los
demás dependían todos de él, ese hombre del que se conserva
alguna fotografía en la prensa de aquel tiempo. Va con las
manos esposadas, la mirada hacia el suelo, el semblante
taciturno mientras lo conducen hacia el lugar donde se
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celebraría un Consejo de guerra sumarísimo. Luce una barba
poblada y no parece en modo alguno un asesino sino un
hombre golpeado, derrotado, tal vez incluso arrepentido o
quizá no. Sabedor en todo caso de cuál sería la consecuencia
de aquellos actos de locura, como manifestaba, unos actos de
los que la última responsabilidad no era suya, a su entender.
Poco después de lo sucedido, alertada por alguien,
llegó la mujer de Juan Langa hasta los calabozos de la
Policía, donde se hallaba su marido. Quiso saber qué falta
había cometido para estar encerrado pero, con un extraño
pudor, tal vez piedad, nadie quiso decirle nada de lo
sucedido. Ella no se extrañó, a fin de cuentas no era la
primera vez que le iba a visitar al calabozo para llevarle
comida y algunos enseres. Algún periodista que andaba por
allí le preguntó qué pensaba del encierro de su marido.
Debió extrañarle que un reportero le hiciera tal
pregunta, alguna inquietud tuvo que causarle una novedad
semejante. Se pondría nerviosa pensando que la falta esta vez
sería grave.

―La esposa ha dicho que Juan Langa cumplía


fielmente con su deber; pero que algunos
compañeros no le querían, por lo cual él temía
siempre perder el cargo, por las antipatías de sus
compañeros, que le denunciaban constantemente
a sus superiores‖ (El Siglo Futuro, 8.5.1925, p.
2).

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Los periodistas descubrieron entonces que el agresor,
su mujer y los seis hijos pequeños que estaban a su cargo
convivían en un ―callejón miserable‖ de Tripot Trasmuralla,
y que los niños tenían ―un aspecto enfermizo‖. Los cincuenta
duros que recibía Langa de soldada no le daban más que para
ir tirando mientras tenía más y más descendencia, viéndose
casi incapaz de atender las necesidades de los suyos. No era
el caso de otros compañeros como el mismo Juan Castany, el
que resultara herido, que vivía soltero con una hermana que
cuidaba de la casa. Otros guardias eran jóvenes, tenían menos
necesidades que él, podían incluso permitirse divertirse
cuando no estaban de servicio.
El declive de Juan Langa databa de unos pocos años
atrás, tal vez tras la llegada de su último hijo, el séptimo de
una larga prole. Posiblemente, la difícil situación económica
por la que pasaba el matrimonio indujo a que el hijo mayor se
presentara voluntario para hacer el servicio militar en tierra
africana, un destino no muy deseable tan solo cuatro años
después del desastre de Annual.
Así las cosas, algo se debió romper en el espíritu del
guardia. Desde tres años antes las sanciones internas se
fueron acumulando. Siempre había sido algo indisciplinado,
decían los más veteranos del cuerpo. Problemas pequeños
aunque frecuentes, fueron forjando una determinada imagen
en la Delegación, convirtiéndole en el hazmerreír de sus
compañeros, que no perdonaban su descuido y suciedad.
En cierta ocasión, por ejemplo, se presentó con una
gran mancha en su uniforme. El teniente Rojo, que se cruzó
con él, tuvo algunas palabras gruesas que dirigirle,
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ordenándole que arreglara el uniforme de inmediato.
Creyendo equivocadamente que su superior le reñía por tener
flojos algunos botones, cosa que también sucedía, volvió a su
casa diciéndole a su mujer que se los cosiera.
Con el arreglo hecho, volvió a presentarse ante su
teniente que, indignado, comprobó que la mancha seguía
extendiéndose por el uniforme y que aquel botarate se le
volvía a presentar, al parecer satisfecho del arreglo efectuado.
Cualquier cosa podía pasar, pero que aquel guardia se le riera
en sus narices, no. El teniente Rojo mandó que lo condujeran
dos días al calabozo por insubordinación.
Otro día fue una epidemia de piojos que se extendió
por la Delegación. Alguien señaló que el culpable de haberlos
traído era Langa. Todos se rieron de él. Resultaba guarro,
sucio, descuidado. Algunos sabían dónde vivía, en una
pocilga comentaban, entre ratas y piojos. ¿Cómo podía
extrañarles que sus hijos estuvieran todos enfermos? ¿No era
alguien indeseable el que les traía los piojos a la Delegación?
Uno de sus compañeros, Caballero de apellido, se
presentó ante el teniente Rojo para denunciarlo. Se daba el
caso de que disponían internamente de una barbería. El
denunciante pidió, en nombre de los demás, que no se le
permitiera pasar a ella mientras apareciera desaseado, piojoso
y resultara una vergüenza para el cuerpo. Rojo atendió su
petición unos días antes del suceso que le habría de llevar a la
muerte: el guardia Juan Langa tendría prohibido el acceso a
la barbería mientras no se presentara en la Delegación
debidamente aseado.

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Los compañeros se reían abiertamente de él. Se
burlaban, le lanzaban toda clase de epítetos despreciativos, lo
amenazaban con contribuir a echarlo del cuerpo por
indeseable. Ya había conocido el calabozo desde unos años
antes, ese teniente se la tenía jurada, bien lo sabía. El mismo
cabo Castany, otrora su amigo, había cursado una denuncia
por descuido en el servicio. Al menor descuido el teniente lo
mandaba encerrar. Pero la cosa estaba llegando a un punto
insostenible: ante sus gestos de rebeldía, Ricardo Rojo no
sólo le prohibió entrar en la barbería, sino que lo castigó sin
soldada quince días. Al final de aquel mes solo pudo llevar a
casa veinticinco duros con los que pasar el mes siguiente. La
mujer lloraba de impotencia, la visión de los niños
necesitados y hambrientos le dolía en el alma.
No sabía cómo cambiar las cosas, ignoraba qué había
sucedido para que un servicio que se prolongaba tantos años
se hubiera transformado en una auténtica pesadilla. Temblaba
imaginando que lo separaran de su trabajo, que lo expulsaran
del cuerpo. ¿De qué iban a vivir? Ya no era joven, no se
sentía capaz de rehacer su vida como carretero o aguador ni
tenía medios para poner un taller ni conocía a nadie que
pudiese ayudarle.
Su única vida había transcurrido entre las paredes de
aquella Delegación en la que todo el mundo se burlaba de él,
le despreciaba ante un superior jerárquico que le humillaba a
la vista de todos. Aquel jueves debía estar d urmiendo, pero
no lo consiguió. Veía a su mujer, antes de acostarse, llorando
en la cama, de cara a la pared. Su cabeza no dejaba de girar y
girar viendo la imagen de las risas de los otros, la cara de
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desprecio de aquel compañero llamado Caballero, el
denunciante, el que le había robado la mitad de su paga.
Recordaba el gesto adusto, enérgico pero algo asqueado de su
superior, comunicándole secamente que le privaba de la
mitad de la paga o que le mandaba al calabozo una vez más
por su descuido en el servicio. Entonces se levantó
lentamente para que su mujer no se enterara, se vistió con el
uniforme, cogió la pistola y marchó hacia la Delegación.
Seguramente ni se diera cuenta de las calles prácticamente
vacías, de las sombras que acechaban su paso, de otras
sombras que poblaban su cabeza camino de la venganza.
Porque era un hombre que había llegado a un límite en la
humillación sufrida, porque los culpables habrían de pagar
por su sufrimiento y el de su familia.
Al día siguiente se celebró el entierro con una amplia
manifestación de duelo. En la misma jornada, de una manera
sorprendentemente rápida, comenzó y concluyó el Consejo
de guerra que habría de juzgar su caso por la vía militar.
Cuando se examina la información sobre lo sucedido
en la sala con la intervención del fiscal Joaquín García y el
defensor asignado de oficio, Francisco Senra, bajo la atenta
mirada del presidente coronel Santiago Ildefonso, se
encuentran curiosos y significativos contrastes. Es algo muy
frecuente en aquel tiempo. En el mismo periódico donde
aparece la noticia se encuentra la de una ―brillante fiesta‖ que
tuvo lugar en el palacio de los Hohenlohe en honor de los
reyes de España. Asistieron, entre otros, los marqueses de
Carisbrooke, el príncipe Max Egon, la princesa de
Metternich, duques, marqueses, vizcondes, etc. El rey, de
25
quien dependería desde el día siguiente la vida de aquel
guardia miserable de Barcelona, ostentaba su mejor sonrisa
junto a la reina, de la que los reporteros celebraban ―su
hermosura, que destacaba sobre todas‖ y el espléndido collar
de finas perlas que lucía. Se sirvieron cafés y puros para los
caballeros antes de que comenzara la orquesta a tocar la suite
de Rameau y un concierto de Mozart.
Al mismo tiempo que quien tendría la llave de su vida
se solazaba escuchando los brillantes acentos orquestales,
Juan Langa se encontraba en el calabozo de nuevo, una vez
terminado el Consejo de guerra. Se había echado en el
camastro y repasaba mentalmente todo lo sucedido sin poder
dormir ni un instante, sobresaltado ante cualquier ruido, unos
pasos que podrían traerle una sentencia que no deseaba
escuchar. Pensaba en lo que había declarado ante el tribunal,
dudaba que hubieran entendido bien su posición:

―Leyéronse a continuación las declaraciones


prestadas por el guardia Langa ante el coronel de
Seguridad y el juez instructor.
En la segunda rectificó la primera, especialmente
en lo que se refería al propósito de matar al
teniente Rojo, al cabo Castany y al guardia
Caballero, diciendo que obró en un momento de
excitación y sin saber lo que decía.
En esta segunda declaración relató las
persecuciones de que era objeto por parte de sus
compañeros y jefes, que lo acusaban de tener
piojos, hecho que le impresionó hondamente,
26
creyendo que debido a la actitud de sus
compañeros el mes pasado le fueron impuestos
por el teniente dos turnos de recargo del servicio;
que fue en queja al capitán, y éste, como
contestación, le impuso otros dos turnos de
castigo. Acudió también en queja al comandante
y no fue atendido‖ (El Imparcial, 9.5.1925, p. 5).

Francisco Senra, su defensor, parecía un buen


hombre. Era él quien le había aconsejado retractarse de sus
propósitos asesinos, tan vehementemente expresados en su
primera declaración. Los dos habían escuchado al fiscal
describir al acusado como ―díscolo y rebelde‖ al tiempo que
exaltaba la figura amable de la víctima. Langa se retorcía las
manos mientras seguía diciendo el interviniente que, en
aplicación del articulado pertinente del Código militar,
procedía la pena de muerte y una indemnización a la familia
del teniente de diez mil pesetas. Aturdido, pensó primero en
el dinero que él no podría pagar nunca, pero luego se dio
cuenta de que podía ser ajusticiado uno o dos días después.
El abogado Senra le dijo que estuviera tranquilo antes
de pasar a intervenir en su favor.

―Describe la figura del procesado como hombre


sometido a todos los sacrificios y sinsabores para
luchar en la vida, mucho más difícil para él,
puesto que con un sueldo modesto tenía que hacer
frente al sustento de sus hijos, siete niños de corta
edad y de su mujer. No es extraño –afirma el
27
defensor- que Langa tuviera el carácter duro y
retraído, puesto que todas esas contrariedades
habían de influir poderosamente en su
temperamento.
Asegura, por último, que en el momento de
cometer el hecho Langa, lo hizo en una explosión
de obcecación y arrebato, sin pensar que pudiera
realizar un acto de la gravedad del que se estaba
juzgando‖ (Idem).

El presidente del Tribunal se dirigió entonces a él, por


si quería concluir diciendo algo en su defensa. El acusado se
levantó tembloroso. Afirmó que los compañeros lo trataban
mal, que llegaba a la Delegación como a casa ajena, que todo
eso le enfermaba. Había pensado incluso en pedir la
separación del servicio pero que antes de eso tuvo ese
momento de locura y cometió lo que allí se había narrado. En
ningún momento dijo que estuviera arrepentido de haber
provocado la muerte del teniente.
Previendo el resultado y una sentencia inminente, el
abogado defensor llevó a la mujer y algunos hijos del
acusado ante el presidente de la Diputación, el obispo de
Barcelona, su alcalde y otras autoridades. Todos quedaban
conmovidos ante la escena de aquella mujer que lloraba
postrándose de rodillas, pidiendo clemencia para su marido,
clamando por uno de sus hijos, tuberculoso en segundo
grado, por los demás, tan enfermizos y que quedarían sin
padre. Todos los periódicos indican que estas peticiones se
acompañaban de ―intensa emoción‖ por parte de las
28
autoridades, que se comprometían a solicitar la clemencia del
rey para el crimen cometido.

―Las circunstancias fatales que han empujado al


desgraciado guardia a la comisión del delito, y la
situación de desamparo y miseria de su familia,
compuesta de su mujer y siete hijos, de los cuales
los dos mayores se hallan uno en África,
cumpliendo deberes militares que él mismo se
impuso, y el otro gravemente enfermo, atacado
por una tuberculosis de segundo grado, han
conmovido profundamente a toda la ciudad,
determinando una corriente de conmiseración, de
infinita piedad hacia el desventurado que tal vez
delinquió sin medir el alcance de su horrendo
delito y bajo el influjo desasosegado y
mortificante de la adversidad y de las amargas
asperezas de la vida.
Respondiendo a este sentimiento unánime de
piedad, durante el día de ayer se dirigieron al Rey
y al presidente del Directorio infinidad de
telegramas solicitando clemencia.
Son muchísimas las entidades barcelonesas y
personalidades que han telegrafiado en tal
sentido. Incluso han telegrafiado muchas
sociedades recreativas‖ (La Vanguardia,
10.5.1925, p. 8).

29
El mismo día que se le comunicó de madrugada la
sentencia de muerte emitida por el tribunal, el rey presidió en
Toledo un magnífico desfile con ocasión del descubrimiento
en el paseo de Marchán de una escultura dedicada al
comandante Villamartín, obra de Benlliure. Tras varios
discursos, tomó la palabra el general Primo de Rivera, a la
sazón presidente del Consejo de ministros:

―Este acto de hoy, que ha tenido por marco la


ciudad gloriosa de Toledo, cuna de la Infantería,
Arma a la que perteneció Villamartín, ha sido aún
más brillante, pues las cinco banderas de las
Academias militares han venido a dar mayor
esplendor al homenaje a tan ilustre tratadista…
Añade que ‗El Rey tiene un gran corazón, y un
amor inmenso al país y al Ejército, y por eso no
podía faltar al acto que se celebraba‘‖ (El Sol,
11.5.1925, p.8).

La misma noche de aquel brillante acto castrense, el


reo entraba en capilla. Se le había comunicado la sentencia de
muerte a las ocho y media, produciéndole un completo
abatimiento. Le atendieron desde las diez los cinco hermanos
de la Paz y la Caridad y el párroco que le había
correspondido para acompañarle en sus últimas horas.
Poco después llegaba su familia, que lo acompañaría
hasta la una de la madrugada:

30
―El momento fue de intensísima emoción. La
esposa y los cinco hijos de Langa entraron en la
capilla lanzando gritos de dolor y se arrojaron en
brazos del reo, que los recibió con igual emoción.
Hasta tal extremo impresionó esta entrevista a
cuantos la presenciaran, que todos los que se
encontraban en la capilla salieron de ella con
lágrimas en los ojos.
El hijo menor, que tiene poco más de dos años,
besaba continuamente a su padre y, ajeno a la
horrible situación de éste expresaba su alegría por
volver a verle. El guardia, por su parte, no cesaba
de llorar y abrazar a los suyos. De vez en cuando
repetía: ‗Yo perdono a los que me han conducido
a esta triste situación‘‖ (Idem).

El abogado Senra consiguió que se separaran


arguyendo que el indulto podía llegar en cualquier momento.
Tal vez aquel rey ―de gran corazón y amor inmenso a la
Patria y el Ejército‖ tuviera piedad de aquella familia. Pero
las horas pasaron sin tregua en aquella noche interminable
para el reo.
Oyó misa, confesó y comulgó. Sobre las tres de la
madrugada el juez entró en la capilla y le dijo escuetame nte:
―Ha llegado la hora‖. A las cuatro llegaron al campo de la
Bota que previamente había sido acordonado y donde ya
aguardaban los guardias de Seguridad que habían sido
trasladados hasta el lugar. Descendió como un autómata,

31
sereno pero muy abatido, sostenido por el abogado defensor
mientras exclamaba ―¡Hijos míos, hijos míos!‖.
Luego fue colocado en una pequeña prominencia, con
los ojos tapados y de espaldas al pelotón de ejecución que
formaba en dos filas de a cuatro, una a ocho metros y la otra,
en reserva, dos metros más atrás. Poco después, un furgón
llevaba en su ataúd el cuerpo sin vida del guardia Juan Langa,
el hombre que no había soportado un día más la humillación
que le deparaban sus compañeros y jefes.
Se hicieron suscripciones voluntarias en periódicos y
algunas instituciones, además de algunos particulares que
fueron a visitar a la desgraciada mujer llevándole ropa y
donativos en metálico. Sus propios vecinos, conmovidos,
repartieron una circular donde se afirmaba:

―Los firmantes vecinos de esta barriada,


compadecidos de la tristísima situación en que
han quedado la viuda e hijos del guardia de
seguridad Juan Bautista Langa, constituido en
comisión se dirigen a usted para implorar su
caridad esperando contribuirá a la suscripción que
queda abierta a favor de estos seres inocentes que
sufren las consecuencias de un acto irreflexivo
cometido por el que les dio el ser.
Don Adolfo Fulquet, paseo de la Aduana, 1,
colmado; don José Torrent, Detrás Palacio, 9,
lechería; don Enrique Bassas, Detrás Palacio, 1,
panadería y doctor Guillermo de Benavent,

32
Detrás Palacio, 7, farmacia‖ (La Vanguardia,
12.5.1925, p. 22).

Los propietarios de un colmado, de una lechería, una


panadería y una farmacia. Esos eran los que tenían piedad de
los necesitados en tal momento de desesperación. Mientras
fusilaban al guardia, es de suponer que el rey y la reina
dormirían apaciblemente en su palacio de Madrid.

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34
Nada es lo que parece

En la época en que situamos estas historias, no es


habitual el ocultamiento, la mentira. Entre la clase baja
especialmente, se mataba a la luz del día muchas veces y
pronto se sabía quién había sido, cuál fue el motivo. No era
frecuente que el asesino huyese demasiado tiempo, aunque
casos existían, desde luego, pero resultaban raros y la prensa
les prestaba bastante atención. También cabía que el criminal
actuase en despoblado, a solas con su víctima, y no se supiera
quién había sido. Pero el motivo común, el robo, la venganza,
sí estaban claros.
No es fácil encontrar un caso como el de la muerte de
Joaquina Alcayna, una turolense que habitaba desde seis años
antes en la ciudad de Barcelona. El asesino estuvo claro
desde el principio, hasta el punto de que incluso se quedó
junto al cadáver hasta que los vecinos, que habían oído los
gritos, y un miembro del somatén que pasaba por las
cercanías, lo detuvieron en el acto. Pero el caso se complicó
casi desde sus inicios, incluso presentando versiones
distintas, motivos insospechados hasta formar una trama de
mentiras.
Corría el viernes día 16 de enero de 1925. En el portal
de la calle Viladomat 173 se escucharon unos gritos. Cuando
llegaron los primeros testigos encontraron a una mujer en el
suelo, envuelta en un charco de sangre. A su lado, un hombre
bajo, jorobado, de bastante más edad, con un cuchillo en la
mano. Desde el primer momento, los vecinos que acudieron
habían observado a otro hombre que huía de la escena del
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crimen, pero no supieron si tenía relación con la víctima y el
agresor. Tal vez solo fuera un testigo despavorido que corría
para salvar su vida.
El somatén y algunos vecinos se llevaron al supuesto
asesino hasta la Delegación de Policía más próxima mientras
otros trataban, inútilmente, de socorrer a la víctima que
sangraba profusamente por varias heridas en el pecho, el
vientre y, sobre todo, en el cuello. Ingresó cadáver en el
dispensario de Hostafranchs y se procedió enseguida a su
traslado al depósito judicial del Hospital Clínico.
Los guardias que se presentaron en la escena tan
pronto como llegó el asesino a la Delegación, se hicieron
cargo del bolso de la mujer, que permanecía en el suelo. Al
abrirlo se llevaron la primera sorpresa: en su interior había
más de treinta y tres mil pesetas, además de algunas papeletas
de empeño. La cantidad era realmente elevada y eso dio paso
a las primeras especulaciones.
La Vanguardia informó del caso al día siguiente. Al
parecer, la mujer había marchado por la mañana para
empeñar una serie de alhajas, probablemente de origen
familiar y en un momento de necesidad, obteniendo por ellas
esa crecida cantidad de dinero. Cuando volvía a su casa con
el fruto de su gestión, la estaban esperando en el portal dos
hombres para atracarla. Cuando uno de ellos, ante la
resistencia de la mujer, la acuchilló, el otro salió huyendo
despavorido para no verse implicado en el crimen.
En días sucesivos hubo que cambiar la versión de los
hechos. Resultaba que el asesino de Joaquina, mujer joven y
atractiva de 29 años, no era para ella un desconocido sino el
36
inquilino que la alojaba en uno de sus pisos de ntro de aquel
mismo portal. Ese hombre contrahecho, de 51 años, se
llamaba Vicente Mateu. ¿Éste había sabido que la mujer iba a
volver con una crecida cantidad de dinero? ¿La aguardó junto
a un compinche para apoderarse de esta suma?
Interrogado en los Juzgados, donde sería conducido
oportunamente, el hombre daba una versión
considerablemente distinta y que no tenía nada que ver con el
dinero. Confesó pronto el nombre del acompañante aquel día,
el amigo que había huido. Se trataba de Tomás Valero, de 52
años.
Él había alquilado varios pisos en aquella casa, uno de
los cuales realquiló a Joaquina. Pues bien, los vecinos ya
habían comentado a los periodistas que ella subía casi todos
los días hasta el piso de Vicente, lo cual había causado mucha
extrañeza a todos porque de él se sabía que, hombre tan poco
agraciado, no había tenido relaciones con ninguna mujer.
Ella, en cambio, era mucho más joven, bonita a la manera de
aquel tiempo, una mujer en todo caso de la que no podía
esperarse una gran pasión por un hombre tan poco
comunicativo, de baja estatura y deforme.
Sin embargo, Vicente dijo que la había matado por
celos, algo muy habitual en aquel tiempo tan violento para las
mujeres, especialmente de clase baja como era el caso.
Insistió en que ése era su único motivo. Ella había subido
aquella mañana, cuando los dos hombres se encontraban
juntos, y había tenido lugar una escena de celos al averiguar
Vicente que su joven amante mantenía relaciones también
con Tomás.
37
Parece que, en un momento de la discusión, ella le
arrojó un frasco de vidrio que se estrelló en una pared, a lo
que Vicente reaccionó intentando agredirla con un objeto.
Joaquina huyó despavorida escaleras abajo y en el portal fue
alcanzada por Vicente que, cuchillo en mano, acabó con su
vida allí mismo, para espanto de Tomás, que asistía
pasivamente a la pelea de los amantes.
Parecía, pues, un crimen pasional tan frecuente en
aquel tiempo. Los vecinos corroboraron la historia
explicando que la agresión había tenido lugar, efectivamente,
en el portal, cuando los tres protagonistas bajaron por la
escalera.
Sin embargo, extrañaba la gruesa cantidad de dinero
que portaba Joaquina, nada habitual en aquel barrio y entre
ese tipo de personas. Los vecinos seguían insistiendo en que
les parecía muy raro que Joaquina fuera amante de aquellos
hombres tan mayores y, sin embargo, algún tipo de relación
existía que justificara tanta visita diaria de ella al piso de
Vicente. ¿Tal vez los tres pertenecían a una banda de
ladrones? ¿Habrían robado aquellas alhajas luego empeñadas
por ella? ¿Habían discutido por el reparto del dinero?
Cuando esta versión se iba abriendo paso, en cuestión
de horas, tuvo que replantearse por completo. Según los
expertos de la policía, luego corroborados en su informe por
técnicos del banco de España, los billetes encontrados en el
bolso de Joaquina eran falsos. Así pues, no era un caso de
robo de joyas sino de falsificación de moneda.
Retrocedamos un poco para comprender mejor la
situación planteada entre estos falsificadores. Hemos hablado
38
de una versión tras otra discurriendo entre la policía, el barrio
y los reporteros en el breve plazo de un solo día. Pero
¿quiénes eran los protagonistas de esta historia?
Joaquina había llegado desde Montalbán (Teruel) seis
años atrás, cuando contaba 23 años. Como tantas otras
muchachas de pueblo en aquel tiempo, su mejor opción
inicial para integrarse en la vida de la ciudad era servir en la
casa de alguna familia burguesa.
Duró poco en esta tarea, según se afirmó muy pronto.
Gustosa de la vida alegre, empezó a frecuentar casas de mala
nota, una forma de decir que se prostituía. Por entonces,
Barcelona presentaba muchas posibilidades en ese sentido a
las jóvenes e incluso niñas que, provenientes de toda España,
terminaban en su conocido barrio chino. En él situaremos
otro crimen más adelante.
Como ese tipo de vida, a fin de cuentas, tampoco
podía suponer un futuro halagüeño, finalmente optó por
casarse con Ezequiel Gracia, un buen hombre del que no se
sabía si llegó a conocer su pasado. A pesar del matrimonio,
Joaquina no enderezó su vida sino que, a escondidas,
continuó frecuentando la vida turbia de determinadas calles
barcelonesas, fruto de lo cual fue que contrajera una
enfermedad venérea.
Contagiado sin saberlo por su mujer, Ezequiel
contrajo la grave enfermedad (probablemente sífilis) hasta el
punto de quedar ciego e inútil para el trabajo. En el momento
en que esto sucedió, aquella mujer sin alma ni escrúpulos,
abandonó a su marido en la miseria para buscar una vida
mejor, probablemente entrando a formar parte de esa banda
39
de falsificadores y encargándose de repartir el dinero falso
que los dos hombres producían. Al pobre marido sólo le
había quedado la posibilidad de pedir a la puerta de una
iglesia y, efectivamente, su figura era conocida frecuentando
la entrada de un templo barcelonés.
¿Fin de la historia? Pues no, tampoco las cosas habían
sido como se relató en un principio. Llamada a declarar
Melchora Alcayna, hermana de la víctima, protestó por la
versión que corría sobre Joaquina. Era cierto que había ido a
Barcelona a servir, como tantas otras. Allí había conocido a
Ezequiel, se había enamorado de él hasta casarse. El
problema es que el hombre no era trigo limpio y, al cabo de
diez meses de matrimonio, las deudas eran tantas que obligó
a su mujer a que se prostituyera entregándole al menos veinte
pesetas diarias.
Eso había terminado con la relación, claro está, de
manera que cuando el hombre quedó ciego como resultado de
una congestión mal curada (no una enfermedad contagiosa,
afirmó con seguridad), ella lo abandonó a su suerte
instalándose en la casa donde había terminado por morir.
Ezequiel corroboró el origen de su ceguera, cuando
fue llamado a declarar, pero negó tajantemente que él hubiera
obligado a su mujer a prostituirse. En todo caso, poco amigo
de hacer declaraciones ante la policía, volvió a negar saber
nada de Joaquina ni de ninguna falsificación. Su situación de
miseria era tan lamentable que los investigadores se
convencieron prontamente de que no tenía relación alguna
con el delito cometido e, indiferentes a sus circunstancias

40
personales y la relación que hubiera mantenido con la que fue
su mujer, lo dejaron marchar.
No cabía duda de que había habido falsificación de
billetes de mil pesetas. De manera que la atención policial se
centró en la figura de los hombres: Vicente Mateu y Tomás
Valero. Se supo pronto que ambos tenían alquilada una torre
en el barrio de Horta, en la calle Guinardó nº 38
concretamente. El segundo figuraba en el contrato de alquiler
pero, según parecía, era el primero quien le entregaba el
dinero.
En todo caso, la autoridad judicial se presentó en este
lugar y habló con el propietario, un panadero llamado Sureda.
Según afirmó éste, cobraba por el alquiler de la torre 175
pesetas al mes. Justo en enero Tomás Valero le había pagado
con un billete de mil pesetas. Cuando lo llevó al banco tres
días antes del crimen para ingresarlo se lo taladraron
afirmando que era falso y dándole un recibo para que
presentase una demanda judicial. Eso es todo lo que podía
decir a la policía que, inmediatamente, entró en el edificio
para registrarlo.
Encontraron planchas que se utilizaban para la
fabricación de billetes junto a otros utensilios dedicados a la
falsificación, así como un número de billetes de mil que
aparecían medio quemados, probablemente por haber salido
defectuosos.
Las protestas de Vicente Mateu se basaban en afirmar
que él era dibujante, ciertamente, y que había recibido el
encargo de confeccionar billetes destinados a un anuncio
comercial, no a pasar por verdaderos. Preguntado por quién le
41
había hecho tal encargo no supo decir el nombre ni las señas
del mismo. Se supo también que los dos hombres habían
aprovechado la capacidad de Vicente para el dibujo para
confeccionar postales pornográficas que Joaquina repartía
entre gente alejada del barrio.
La mujer había tenido planes de futuro y estos
correspondían a una posible vuelta a su pueblo de origen
demostrando, eso sí, que había tenido éxito en la ciudad.
Llamado a declarar Baltasar Marín, vecino de Montalbán,
confirmó que Joaquina le había entregado como señal mil
pesetas para la adquisición de una casa y dos huertos
valorados en doce mil. Sostuvo que había ingresado el billete
en el banco sin que nadie le hubiera dicho que fuera falso.
¿Los planes de partida de Joaquina, el intentar llevarse
tan gran cantidad de dinero para abrirse paso en una nueva
vida, había sido el origen de la discusión entre los tres?
¿Hubo además una cuestión de celos en las relaciones que
mantenía con Vicente y Tomás? No llegó a saberse con
seguridad puesto que la policía, aclarada la autoría del
asesinato desde el primer momento, se centró en destapar
toda la trama delictiva de la falsificación.
Por ello se presentaron dos meses y medio después en
el hotel Serrano de la capital. En el registro de la casa de
Vicente habían encontrado alguna correspondencia de
contenido dudoso. En concreto, algunas cartas provenían de
un tal Indalecio Martín, y en ellas se hablaba con bastante
vaguedad de pagarés, cédulas y ―negocio de cheques‖.
Se sospechaba que la trama delictiva era más amplia,
puesto que el panadero propietario de la torre de la calle
42
Guinardó había afirmado que, inmediatamente después del
asesinato, estuvo alguien en el interior del edificio, quizá
borrando huellas o llevándose pruebas inculpatorias. En todo
caso, causaba extrañeza que dejara las planchas con el molde
de los billetes falsificados, como igualmente extraño es que la
policía tardara más de dos meses y medio en averiguar quién
estaba detrás de aquellas cartas de contenido tan poco claro
en la vivienda de Vicente Mateu.
Indalecio manifestó conocer a éste desde una
reclusión común en el penal de Ocaña, donde el dueño del
hotel purgaba una condena de doce años por homicidio. Se
supo también que había sido procesado años atrás por
falsificación de moneda, a lo que se unía el hecho de que
había intentado pasar recientemente un billete falso de mil
pesetas a un cobrador que, tras visitar el banco, le había
denunciado.
Su excusa de que el billete se lo habían entregado para
pagar el hospedaje unos extranjeros hacía seis meses, tiempo
suficiente para perderlos de vista, no se la creyó nadie. Se
cerró en banda, solo admitiendo su amistad con Vicente
Mateu al que incluso había visitado en la cárcel. Pero él, de
falsificaciones no sabía nada.
Llamado a declarar su amigo, Vicente negó
tajantemente conocerlo. Enfrentado a las evidencias y
declaraciones de Indalecio, se derrumbó admitiendo que
ambos estaban compinchados en esa operación junto a Tomás
Valero. Respecto a Joaquina siguió agarrándose a la historia
del crimen pasional, única oportunidad que tenía de encontrar
alguna rebaja en la condena y que ésta no fuera la pena de
43
muerte. El sumario se dio por concluido el 15 de junio, cinco
meses después del asesinato de Joaquina, que destapó la
trama.

44
El dinero del párroco

El jueves 1 de octubre, el párroco de la iglesia de San


Juan y San Vicente, en Valencia, se levantó temprano como
acostumbraba. Llevaba tres años con idéntica rutina, pero
aquel mismo mes acabarían sus obligaciones, que había
llevado gustosamente hasta entonces. Como habilitado del
Culto y Clero por el arzobispado, estaba encargado de
recoger el dinero de la diócesis a fin de pagar los sueldos de
todos los que trabajaban para ella.
No era poca la obligación y la responsabilidad.
Confesaba que los primeros días de cada mes, cuando tenía
que ir hasta el Banco de España de la ciudad y recoger toda
esa cantidad de dinero en efectivo, dormía mal y sentía crecer
la tensión derivada de llevar tanto efectivo encima. Suspiró,
realmente la obligación ya terminaba y reconocía que, a pesar
de cierto miedo que siempre le atenazaba, la tarea había
transcurrido sin incidentes, de forma rutinaria. Además, era
su última tarea en ese sentido. A partir del próximo mes sería
otro compañero quien lo haría. Él podría dedicarse a las
obligaciones que mejor sabía realizar como párroco: cuidar
de la iglesia, llevar con mano firme las cuestiones derivadas
del culto, atender a los fieles. Lo que había hecho desde tanto
tiempo atrás.
Sobre las once y veinte de la mañana salía,
efectivamente, del banco. Había recibido una cantidad muy
crecida: 114.000 pesetas. Desconfiado como siempre,
repartió el dinero entre sus bolsillos, donde también introdujo
un saquito con monedas de plata, y la abultada cartera que
45
agarraba de forma nerviosa al subir a la berlina que lo
esperaba. Dentro de ella tenía, según calculaba, unas setenta
mil pesetas, el grueso de la paga.
El párroco Juan Bautista Vidal conocía al cochero
Antonio Murillo de toda la vida. El hombre ya era mayor,
contaba entonces 66 años, pero de buen humor y nada
alterado como él al transportar tanto dinero encima.
Suspirando, mandó que volvieran a la parroquia por el
camino de costumbre.
El día era claro, la zona céntrica y los transeúntes
marchaban de un lado para otro invadiendo la calzada sin
apuro alguno. El carruaje del párroco iba despacio, con el
ritmo pausado de costumbre, cuando desembocó en la plaza
de San Andrés, donde se levanta la iglesia del mismo
nombre.
De repente, la vida del párroco, del cochero y la
misma plaza, se descontrolaron en apenas un par de minutos.
Un hombre se interpuso en el camino de la berlina agarrando
con energía el bocado de los animales que, sorprendidos, se
detuvieron. Al tiempo, ese mismo hombre enarbolaba una
pistola hacia el sorprendido conductor, al que ordenaba
quedarse callado y quieto.
En ese momento dos hombres se acercaron a uno de
los lados del vehículo, mientras otros dos lo hacían por el
lado contrario abriendo violentamente la portezuela. El cura
Vidal, aterrado pero valiente, se agarraba convulsivamente a
la cartera mientras observaba aquellos rostros feroces y
decididos.

46
―¡La cartera!‖ gritó uno de ellos incluso antes de que
la berlina se detuviera por completo. El párroco agarró más
fuerte lo que le pedían imperiosamente mientras decía: ―¡No,
no!‖. Tal vez si hubiera pensado un momento las
consecuencias de su negativa, habría actuado de otra forma.
Pero el miedo que, durante años, había sobrevolado su
imaginación al hacer estos transportes, se había hecho
realidad en apenas unos segundos. Su instinto le decía que no
debía dar esa cartera, que el dinero que contenía serviría para
pagar mucho trabajo y esfuerzo de familias que dependían de
él.
Entonces aquel hombre le disparó cinco tiros sin
compasión alguna. Uno tras otro sobresaltaron la corriente
rutinaria de la plaza, que se detuvo en ese momento. Muchos
volvieron la vista, sin haberse dado cuenta hasta ese
momento de que se intentaba uno de los atracos más
atrevidos de aquel año.
Una bala le dio en el cuello, otra le destrozó el
maxilar izquierdo, otra penetró en su boca, una cuarta tuvo su
entrada por la ingle. En apenas unos segundos, Vidal se
revolcaba en el suelo de la berlina, bañado en sangre.
Asustado por lo sucedido, el que apuntaba al cochero
disparó, no se sabe si automáticamente o porque éste hiciera
un movimiento brusco en defensa del cura. La bala le entró al
cochero por la cadera, hiriéndolo, aunque no de gravedad.
Los cinco ladrones huyeron entonces con toda la
velocidad que les permitían sus piernas, repartiéndose en tres
grupos, dos de los cuales se perdieron rápidamente entre la
muchedumbre que se preguntaba quiénes eran esos hombres,
47
qué ruido era aquel, parecían disparos, petardos ¿qué podía
ser?
Sin embargo, tres jóvenes militares estaban presentes
en esa plaza. Mientras algunos viandantes se dirigían a la
berlina para contemplar horrorizados el estado en que se
encontraba el párroco, esos tres hombres que no se conocían
previamente, decidieron perseguir a los criminales,
particularmente a los dos que llevaban la cartera en la mano y
se perdían por la calle Rubiols.
Antonio Cubillas, de 24 años, era cabo de Intendencia
en el regimiento Mallorca. De origen murciano, su padre
había sido guardia civil, de manera que estaba acostumbrado
por tradición familiar, juventud y por su oficio actual, a tomar
decisiones valientes, como la de perseguir a aquellos sujetos
armados. Junto a él salieron corriendo en la misma dirección
Jaime Calpe, guardia civil él mismo, aunque no de servicio
en ese momento, y el somatén Rigoberto Sánchez.
A su estela varios transeúntes, los más jóvenes y
decididos, salieron corriendo persiguiendo a los atracadores y
gritándoles para que se detuvieran. La persecución se
prolongó por varias calles y plazas hasta casi llegar a las
afueras de la población. Mientras tanto, unos y otros
disparaban. El sombrero de un joven terminó agujereado y,
como se sabría posteriormente, uno de los disparos hirió en el
pie a uno de los ladrones.
Eso hizo que perdieran fuelle y terminaran alcanzados
frente al colegio del Sagrado Corazón. Para entonces ya
habían tirado la cartera, intentando inútilmente ganar tiempo.
Los rodearon y, no sin forcejeos, consiguieron detener a los
48
dos individuos. Maniatados, se les introdujo en un coche
llevándoselos inicialmente al retén de policía del distrito de
Serranos.
Mientras tanto, los compadecidos viandantes
condujeron a los heridos hasta un cercano dispensario de la
Glorieta. El estado del cura era tan grave que los médicos no
se atrevían a intervenir quirúrgicamente. Le dieron una
solución alcanforada y menearon la cabeza entre sí,
resignados a desearle un buen morir.
Entonces tuvieron lugar un par de costumbres de la
época que hoy en día no pueden dejar de sorprendernos. En
primer lugar, los policías que se habían hecho cargo de los
dos detenidos, se los llevaron ante la cama donde agonizaba
el párroco, a fin de que los reconociera antes de morir. Según
el comentario de los periódicos, apenas los miró para decir en
un susurro: ―Perdónenlos, como yo les perdono‖. A
continuación entró en un estado de letargo. No habría de
recobrar el conocimiento.
La segunda costumbre peculiar de entonces consistía
en que la familia que, llamada urgentemente, acudió a su
cabecera, pidió fuera trasladado a su domicilio para que
muriera allí. De esa forma se hizo el penoso traslado para un
agonizante que aún respiraría unas cuantas horas hasta
fallecer en la madrugada, sin haber recobrado el
conocimiento.
Para entonces la jurisdicción civil había dejado el caso
en manos de la militar, tal vez por el hecho de que Vidal
fuera párroco castrense de un regimiento de las milicias. Es
muy posible que fuera así, ya que encontraríamos al obispo
49
presidiendo su funeral y a un cura castrense diciendo la
homilía en la misma parroquia donde ejercía el fallecido, al
que arropaban en aquella despedida hasta tres mil fieles.
En todo caso, el paso de una jurisdicción a otra
garantizaba la rapidez del proceso, hasta el punto de que tres
horas después de que el asesinado expirara estaba terminado
el sumario del caso y remitido al tribunal que habría de
juzgarlo en un Consejo de Guerra sumarísimo.
Antes de tener lugar, dos actuaciones resultaban
prioritarias: recoger las confesiones de los apresados, a fin de
incluirlas en el sumario y buscar a los otros tres implicados
en la acción. En primer lugar sus nombres: Salvador Pascual,
valenciano, y Emilio Castellá, barcelonés. Ambos eran
conocidos anarquistas que habían entrado previamente en
prisión. No era, pues, sorprendente su presencia en un atraco
tan atrevido y ambicioso. De hecho, el primero confesaría,
probablemente ante un interrogatorio duro y viole nto, el
asesinato realizado mes y medio antes de José Capilla,
prestamista y dueño de la casa de dormir ―La Bola de Oro‖,
del cual no se tenía pista alguna.
La víctima, de 42 años, volvía el 4 de agosto desde
Sagunto tras cobrar los alquileres de casas de su propiedad.
Al llegar a la puerta de la casa de dormir fue acribillado a
tiros sin que los asesinos pudieran hacerse con más de mil
pesetas que llevaba en el bolsillo, al acudir al lugar
servidumbre y huéspedes de la propia casa. El crimen, que
había ocasionado un gran revuelo en la ciudad, condujo a los
investigadores a un callejón sin salida. Creyéndose que tuvo
lugar por venganza, fueron detenidos el socio del asesinado,
50
que lo pudo hacer por interés, su amante, que podría estar
despechada e incluso su cuñado, por vengar el abandono de
su mujer. Todos terminaron saliendo de la cárcel. Y ahora,
cuando menos se esperaba, se concluía el caso como un robo
frustrado.
Estos anarquistas eran, pues, elementos de cuidado.
Por ello se buscaron posibles complicidades dentro de su
entorno familiar y en el barrio donde vivían. Para empezar se
detuvo a varias mujeres relacionadas con los implicados:
hermanas, parejas. Posteriormente resultarían liberadas al no
poderse demostrar implicación alguna pero, no obstante, se
determinó la identidad de aquellos con los que Salvador y
Emilio solían ir.
A uno, Fernando Sánchez, se le persiguió hasta el
poblado de Benimaclet donde los policías fueron recibidos a
tiros, con el hombre intentando escapar por los huertos hasta
ser finalmente atrapado. El otro había sido detenido poco
antes en el mismo barrio donde vivía. Se trataba de Francisco
Belart ―el Pechito‖ que posteriormente sería identificado por
el cochero como el hombre que detuvo la caballería y le
disparó.
Con ellos el procedimiento judicial sería más lento,
puesto que no habían sido atrapados en el mismo acto de
cometer el crimen y, por tanto, debían acumularse más
pruebas. Pero en el caso de Salvador Pascual y Emilio
Castellá, el procedimiento judicial no podía ser má s rápido.
Apenas un día después de cometido el atraco se
constituía en la Cárcel Modelo, donde estaban detenidos, el
Consejo de Guerra que habría de juzgarles. Eran las cinco de
51
la tarde. Dos horas se dedicaron a la lectura del sumario
donde los cargos eran muy claros y los hechos, comprobados.
El fiscal pidió para ellos la pena de muerte por robo a mano
armada y homicidio, así como por lesiones graves producidas
al cochero. A ello habría que añadir una pena de catorce años
de prisión por disparar a los miembros del estamento militar
que los perseguían.
La intervención del defensor no pudo ser más breve.
En solo diez minutos manifestó sus dudas de que los
acusados hubieran participado en el atraco, al tiempo que
pedía clemencia al tribunal. A las diez de la noche el juicio
había concluido y a la una de la madrugada del sábado 3 los
miembros del tribunal dictaminaban su sentencia
condenatoria siguiendo las peticiones del fiscal.
Sin que hubieran pasado ni siquiera dos días enteros
desde la comisión del acto, a las diez y cuarto era ejecutado
Salvador Pascual y media hora después Emilio Castellá. La
bandera negra que lo anunciaba se izó en el mástil de la
cárcel entre los sollozos y los gestos endurecidos de los
familiares que aguardaban en la calle.
Hasta cinco meses después (el 15 de marzo de 1926)
no se celebraría el juicio contra los otros dos detenidos que,
finalmente, correrían la misma suerte que sus compañeros de
atraco. Del quinto participante nunca se supo ni su identidad
ni su paradero.

52
La criada y el señorito

En la mañana del 7 de marzo de 1925 la comisaría del


distrito del Hospicio parecía tener poco movimiento. Se
distribuían tareas entre los agentes de vigilancia, se formaban
patrullas que debían marchar al mercado, donde siempre
había riesgo de altercados, o por barrios del centro madrileño
en los que mediaban conflictos inesperados, riñas, muje res
que se agarraban del moño, alguna navaja que salía a relucir
en manos de hombres. De todos modos se sabía que las
reyertas, lo más habitual, tenían lugar por la noche en
determinadas tabernas, en los descampados de las afueras.
Esa mañana habría de ser distinta. A las diez y media
recibieron aviso de que algo había sucedido en la Corredera
Baja de San Pablo. Informaban algunos vecinos de un
tumulto, había habido algún disparo. La calle es muy
céntrica, hoy está a dos pasos de la Gran Vía, junto al
mercado de Fuencarral. Por su cercanía al mismo, la acera
estaba llena de puestos de frutas y verduras y eran
precisamente sus propietarias, las temidas verduleras
madrileñas, las que estaban intentando entrar en el número 35
para linchar a alguien que había disparado.
Para allá fue rápidamente un destacamento a cuyo
mando estaba el inspector López Llana. Al llegar,
efectivamente, comprobaron que numerosas mujeres, entre
gritos y empujones, habían accedido al principal derecha y
zarandeaban y arañaban a un joven con aspecto confuso.
Vestía una americana y unos pantalones pero sin camisa y
calzaba zapatillas, como si se hubiera puesto las prendas de
53
forma precipitada. Dos guardias que patrullaban en las
cercanías ya habían llegado y lo defendían de aquellas
enfurecidas mujeres que trataban de hacerse con él y
golpearlo.
Simularon una carga sobre ellas, muchas
retrocedieron asustadas, otras seguían con el empeño de dar
castigo al joven, que no parecía saber dónde estaba ni qué
hacía allí. Los policías le hicieron avanzar entre empujones y
gritos, él dijo llamarse Jacinto, no le sacaron más en ese
momento. Ya habría tiempo de interrogarlo. Lo primero era,
aún con contusiones y arañazos, sacarlo de ahí, llevarlo a la
casa de socorro más cercana y dejarlo en un calabozo hasta
determinar qué había sucedido.
Al inspector los hechos se le revelaron con toda
crudeza en cuanto sus agentes se hicieron cargo de la
custodia de aquel muchacho. En la sala de donde lo habían
sacado yacía una joven en medio de un charco de sangre.
Sobre ella una mujer mayor gritaba desesperada mientras
permanecía abrazándola. Algo más allá una señora de bien
vestir permanecía tumbada entre ayes y gemidos,
aparentemente asistida por la portera, que había subido de
inmediato y por otra joven, su criada.
Toda una historia acababa en ese momento, en un
instante de enfrentamiento, de ira y confusión. La conclusión
de una historia que era una de tantas en el Madrid de la
época. Para todo aquel madrileño de clase media en el siglo
XX, no era extraño tener entre sus antepasados a alguien que
marchó en otro tiempo desde un pueblo a la capital para
encontrar trabajo y una mejor oportunidad para vivir.
54
Desde el último cuarto del siglo XIX la Corte fue
tierra de acogida con todos los problemas que ello
comportaba: hacinamiento, construcción de chabolas,
condiciones higiénicas insalubres, alta mortalidad infantil,
falta de medios educativos, proliferación de la delincuencia.
Parecido fenómeno sucedía en otras provincias (Vizcaya,
Barcelona, Valencia) en un proceso inmigratorio por el que
muchas personas abandonaban los pequeños pueblos en que
nacieron buscando la oportunidad de prosperar en un centro
urbano. Mientras en la periferia la mayoría eran hombres que
trabajaban en los nuevos centros industriales, en Madrid
también se contaban mujeres jóvenes que llegaban para servir
en las casas de la nueva burguesía, esa clase media incipiente
que iba ocupando barrios como el de Salamanca.
La historia que concluía con aquel disparo empezó
cuatro años antes. Áurea Gómez era una jovencita nacida en
el pueblo segoviano de Mata de Cuéllar. No era grande
entonces, tampoco ahora en que cuenta con menos de
trescientos habitantes. Es una localidad que vive de la
agricultura pero ni siquiera hoy recibe apenas turismo ni otras
visitas que no sea la gente que marcha por carretera hasta
Cuéllar o hacia la cercana provincia de Valladolid.
Áurea llegó con 19 años, se debió alojar en la calle
Bravo Murillo, donde tenía casa su hermano Siro Gómez,
establecido antes. A los pocos días ya estaba colocada
trabajando para María Arranz, viuda de Losa, una mujer de
casi sesenta años, bien acomodada. En aquel piso de la
Corredera Baja tuvieron una agradable convivencia. La
muchacha, además de guapa, era dócil, ingenua, simpática,
55
amable y muy dispuesta al trabajo. La señora no tuvo queja
de ella en ningún momento. En el barrio, que recorría
andando cada día camino del mercado o para hacer las tareas
que le hubiera encargado su dueña, empezó a ser conocida y
apreciada por su trato. Casi todas las verduleras en cuyos
puestos se detenía para intercambiar unas palabras, comprar
algún producto, la conocían.
María Arranz vivía en casa con su único hijo, un
joven de veintidós años cuando Áurea llegó a trabajar. Era un
buen chico, había estudiado para ingeniero sin llegar a
terminar los estudios, luego hizo otros cursos en la
Universidad sin demasiado aprovechamiento. No obstante,
gracias a un familiar había accedido a ser oficial de
complemento, teniente dentro de la Cruz Roja.
Apenas se conserva ningún retrato de él, los
periódicos solo expusieron un par de fotos, una de ellas con
su cara casi dibujada mostrando en otra la imagen de un chico
joven, sonriente, con su uniforme. La convivencia entre una
muchacha provinciana ingenua, admirada de aquel muchacho
de aspecto viril, que salía cada mañana con su uniforme, y
éste podría no haber llevado a nada pero es dudoso que así
fuera, aunque Jacinto de Sosa Arranz lo proclamara una y
otra vez tras aquel disparo.
En cierta ocasión me contaron y recreé literariamente
la historia de una chica palentina que fue a trabajar a Madrid
en las mismas circunstancias que Áurea, cómo se enamoró
del dueño de la casa, aún joven, su desesperación cuando éste
no se fijaba en ella. Recuerdo su triste final, cuando se
envenenó con fósforos una tarde. Esa historia me la contaron
56
delante de su tumba, olvidada después de medio siglo desde
que muriera.
No eran sucesos extraños en aquel ambiente. Una de
mis tías se casó con el señorito de la casa donde servía, con
gran disgusto de la señora, todo hay que decirlo. Siempre se
intentaba llegar a un acuerdo económico al menos, cabía que
el muchacho enamorado reclamara el matrimonio, como
sucedió con mi tía, pero era habitual el caso contrario.
Jacinto lo negó todo durante el juicio. Nunca, dijo,
había tenido otra relación con Áurea que la convivencia
normal de cada día y el saludarse por la calle cuando
coincidían. Su defensa era débil y no encajaba con lo que
había ocurrido en los últimos meses. Podemos reconstruir la
historia tal como debió suceder, admitiendo los supuestos que
la corte de magistrados consideró como válidos.
Ambos jóvenes llegaron a conocerse bien, se
enamoraron, tuvieron relaciones íntimas a escondidas de la
señora Arranz, que no hubiera consentido nada de aquello si
lo hubiera llegado a sospechar. Áurea era ingenua pero no
tonta y ya sabemos que el deseo de amor afila las armas de la
seducción y el engaño, si es preciso.
Tal vez mediaran promesas, quizá la pareja se dejara
llevar. Durante el juicio se habló de la capacidad mental de
Jacinto, incluso se afirmó una ―debilidad mental congénita‖.
Luego terminaría por no admitirse en el juego de los
abogados pero la duda sobre el estado mental del chico
planeó durante todas las sesiones. Como mínimo, no debía
ser especialmente despierto ni tener un carácter firme, como
veremos a continuación, casi siempre sujeto a las directrices
57
de su madre. De manera que era fácil llevarse por el amor, el
placer, sin prever las consecuencias en uno ni en la otra.
En noviembre de 1924 Áurea comprobó que no le
venía el mes, como acostumbraba. Se apuró pero no se
avergonzaba de lo sucedido. En una visita al pueblo se lo
contó a su madre, le dijo que tenía relaciones con Jacinto, el
hijo de su señora al que habían conocido en el pueblo en un
viaje que hizo con su madre. Le aseguró que él le había
prometido casarse y Desideria García, su madre, pensó que
habría conformidad en ello aunque era de natural
desconfiada.
Todo parecía estar conforme para esta aldeana de
poco más de cincuenta años, que había sacado adelante a sus
dos hijos, ambos en Madrid. Si la chica hacía un buen
matrimonio podía dar por terminada su tarea con éxito, ya
que su hijo disfrutaba en la capital de trabajo y una situación
adecuada. Para tranquilizarla Jacinto fue un par de veces a
visitarlas en el pueblo, repitió sus compromisos con Áurea,
con la familia. Aún no debía habérselo dicho a su madre.
Seguramente le costaría enfrentarse a la señora Arranz, una
viuda con posibles que deseaba casar bien a su hijo, propensa
a los ataques histéricos como una forma de hacerse obedecer
cuando alguien le llevaba la contraria.
De repente, el muchacho dejó de visitarlas y, poco
después, a primeros de febrero de 1925, la viuda le comunicó
a Áurea que volviese al pueblo. La despedía debido a ―los
rumores de que su hijo tenía relación con ella‖. En el quinto
mes de embarazo es probable que su estado no pudiera
ocultarse más ni para la señora ni para el barrio. Al parecer,
58
la muchacha, desesperada, acudió a Jacinto que le dijo que
nada podía hacer contra la voluntad de su madre. En
definitiva, si te he visto no me acuerdo.
Volvió a Mata de Cuéllar entre lloros. Su historia
podría haber sido la de tantas muchachas deshonradas por un
señorito, abandonadas después, con mala fama en el pequeño
pueblo donde habría de permanecer toda la vida criando a un
hijo sin padre. Pero Desideria no estaba dispuesta a
abandonar su empeño de que se casaran. Si Jacinto no venía a
verlas y a reiterar sus promesas, si la señora se comportaba de
esa manera, todos habrían de saber en Madrid cómo se las
gastaba ella.
Marcharon ambas al piso de su otro hijo, Siro Gómez.
Se hicieron las encontradizas con Jacinto, del que Áurea
sabía todos los horarios y recorridos. El muchacho se asustó
cuando aquella señora empezó a increparle por la calle
recordándole cuántas veces había acudido a verlas a Mata de
Cuéllar con palabras dulces y promesas en la boca. Les dijo
que no era lugar para discutir aquello, observando que la
gente por la calle empezaba a mirarles gozando del
espectáculo. ―Vayan a mi casa‖ añadió, ―allí lo hablaremos‖.
En su casa, a fin de cuentas, estaba su madre, la que le había
ordenado romper todo compromiso. Ella lo defendería, sabría
enfrentarse a aquella aldeana enfurecida detrás de la cual se
escondía la vergüenza de Áurea.
A las diez de la mañana del sábado 7 de marzo
Desideria y Áurea se presentaron en casa de María Arranz.
Su hijo Siro, que pensaba razonablemente que ese tema era

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cosa de mujeres y entre ellas debían arreglarlo, se quedó
esperándolas en el portal.
Durante el juicio resultó llamativa la ausencia en las
declaraciones de uno de los testigos principales: la misma
señora Arranz. Nadie menciona por qué no se presentó, tal
vez se pretendiera salvaguardar su naturaleza que era
nerviosa y delicada, quizá el hecho de ser una señora de
posibles, una viuda respetable, le otorgara la consideración
del tribunal que dejó en sombras su partic ipación en el
suceso.
Desideria sí declaró desde el primer momento y sus
palabras no encierran contradicciones con otros testimonios.
Al parecer, la señora Arranz las recibió con gran disgusto.
Manifestó que su hijo no se encontraba en el piso (lo que era
incierto), que ya le había dicho a ella que nunca había tenido
relaciones con Áurea de manera que, puesta al habla con su
confesor y un abogado, entendía que ellas no tenían ningún
derecho a asignar a su hijo una paternidad que no le
correspondía.
La fiera defendía a su retoño de las asechanzas de
aquella taimada muchacha. Así se podía interpretar su
actitud. Negar todo de raíz, negar cualquier implicación, toda
responsabilidad, salvar a su hijo de las garras de un mal
compromiso. Evidentemente, en cuanto hubo sabido lo que
pasaba, cuando Jacinto, tal vez balbuceante, reconoció
algunos de los hechos, ella habría saltado: ―¿Y tú cómo sabes
que es tuyo? Como si la chica no tuviera otros pretendientes
por ahí, seguro que los tiene, y ahora te quieren cargar e l
bombo a ti ¿no? Hacer un buen matrimonio a costa nuestra‖.
60
Jacinto, siempre influenciable por el carácter de su madre,
habría de reconocer que no sabía que hubiera otros novios.
―Eres tonto, hijo‖ pudo decirle, ―te lo crees todo de esa
mosquita muerta que sólo quiere cazarte. Pero yo lo
resolveré. Para empezar no vuelvas por ahí y mañana mismo
despido a Áurea. Esto se ha acabado‖.
Esto es lo que pudo suceder, a juicio del tribunal. Con
las declaraciones inexistentes de la señora Arranz podría
haberse aclarado su versión. El hecho de no presentarse en el
juicio para descargar el peso de la acusación contra su hijo
indica que se veía incapaz de defenderlo.
¿Qué sucedió entre las dos mujeres cincuentonas,
cada una de ellas defendiendo a su hijo o hija? Las palabras
subieron de tono, alguna echó la mano en el moño de la otra,
se zarandearon. Desideria afirmó que había sido su oponente
la agresora, pero lo más probable es que fuera al revés. La
señora Arranz no necesitaba agredir a nadie para defenderse
como señora de la calidad que era y en su propia casa. Presa
de un agudo ataque de histeria gritó al parecer: ―¡Socorro,
que me matan!‖.
Entonces, como era habitual en ella cuando se le
contradecía, cayó al suelo, como desmayada. Áurea,
asustada, se arrodilló a su lado, aparentemente para
socorrerla, mientras Desideria se apartaba en dirección a la
puerta. Testigo privilegiado de los hechos fue Florencia
Martín, la nueva joven que servía en la casa.
Según su declaración, se encontraba a esas horas en el
dormitorio de la señora haciendo la cama y ordenando la
habitación. Al escuchar los gritos de su dueña entró en la sala
61
justo cuando Jacinto abría violentamente una puerta de
cristales que daba a su dormitorio. Allí se encontraba a medio
vestir, con un revólver en la mano que había cogido
precipitadamente creyendo que alguien agredía a su madre.
¿Sabía que las dos mujeres estaban discutiendo con su
madre? Él afirmó que no, que se encontraba en cama porque
andaba un poco ―pachucho‖. Creemos que la verdad pudiera
ser otra. Como Siro, pensaría que aquello era cosa de
mujeres, añadiendo el hecho de que su madre, que le había
impuesto su voluntad, sabría defenderle del lío en que se
había metido. Sin embargo, los gritos de socorro de la señora
Arranz lo alarmaron sobremanera.
Cuando abrió la puerta dijo haber pensado que su
madre estaba siendo agredida, ya que la veía tumbada en el
suelo, con la muchacha encima de ella agarrándola, tal vez
intentando que se recuperara. Entonces, ante los ojos
asustados de la nueva criada, que lo vio todo, disparó sobre la
figura que estaba sobre su madre. La bala entró limpiamente
por el oído izquierdo de Áurea y salió por el derecho. La
muchacha cayó sin decir una palabra en medio de un charco
de sangre, la muerte fue instantánea.
Al ruido Desideria salió corriendo y gritando escalera
abajo llamando a su hijo Siro. Mientras tanto, todo el barrio
se preguntaba qué había sido ese tiro, dónde había pasado, a
quién habían herido o muerto. La noticia corrió como la
pólvora: ―¡Su señorito ha matado a la Áurea!‖. Las
verduleras, que sabían la historia del embarazo y asistían
interesadas y curiosas al evento, nada inusual por otra parte y
tan adecuado para las habladurías de la calle, se indignaron.
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Que la chica se hubiera visto abandonada lo hubieran llegado
a entender, era algo posible en aquel tiempo y tonta había
sido la chiquilla, pero que la mataran no. De ahí que fueran
como leonas contra ese señorito que no solo deshonraba a la
muchacha sino que además era capaz de acabar con su vida.
Los hechos debieron suceder más o menos así.
Algunos periódicos, cuando se celebró el juicio, se
extrañaban de que un caso tal no hubiera tenido la
repercusión popular de otros:

―El crimen presentaba para la pública curiosidad


un aspecto distinto de los que a diario registra la
crónica de sucesos. Recordamos que a raíz de
producido se le rodeó de detalles emocionantes:
amores ilícitos entre matador y víctima; ésta,
encinta; una madre y un hermano do la infeliz,
que antes de la desgracia pidieron reparación para
la falta, y, por fin, la tragedia, con intervención
tumultuaria del pueblo, que pretendió hacer
justicia por sí mismo.
No nos hemos explicado nunca por qué este
proceso alcanzó tan escasa notoriedad‖ (El
Imparcial, 2.2.1926, p. 3).

De todos modos, en aquellos días la atención del


público se desplazaba hacia la hazaña del comandante Franco
y sus compañeros que, a bordo del ―Plus Ultra‖, culminaban
con éxito el vuelo Cabo Verde-Pernambuco, el primer vuelo
transoceánico desde España hasta América.
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Sea mucha o poca en aquel tiempo, se dio
información detallada del transcurso del juicio celebrado en
febrero del año siguiente. Los hechos parecían claros al
tribunal, la cuestión consistía en saber si el acusado
efectivamente reconocía las relaciones íntimas con la
fallecida, si se había comprometido privadamente con ella, si
sabía que aquella mañana vendrían las dos mujeres a hablar
con su madre. Un aspecto fundamental consistía en
determinar por qué había disparado en una riña entre mujeres,
si fue premeditado el homicidio o fruto de la obcecación y el
arrebato, dos de los típicos atenuantes legales ante una
muerte repentina.
Poco pudo determinarse de Jacinto durante el juicio.
Negó todo desde el principio, ante el escepticismo del
tribunal, como en la sentencia resultó evidente. Insistió en
que nunca había tenido relación con ella fuera del trato
común y los saludos de cada día. Afirmó que era cierto que
había visitado el pueblo de Mata de Cuéllar pero lo hizo con
su madre poco después del verano, en un viaje que hicieron
por la zona y tras la invitación de la familia de la muchacha.
Que varios testigos del pueblo manifestaran haberle
visto varias veces por allí no le hizo variar un ápice su
declaración. Que Siro Gómez hablara de una conversación
entre ellos, de hombre a hombre, donde Jacinto le había
prometido cumplir con su responsabilidad para con su
hermana, fue negado de forma tajante.
Simplemente él no sabía nada del tema. Había
adoptado el punto de vista de la madre y negaba haberse
enterado de las pretensiones de Áurea y su madre hasta la
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víspera de aquel día de marzo, cuando le abordaron por la
calle. Resultaba muy poco creíble, pero permaneció fiel a esta
versión durante el transcurso del juicio que, en todo caso, no
llevó mucho tiempo puesto que en dos días habían pasado por
el estrado todos los testigos y peritos.
La cuestión de estos últimos fue relevante para definir
la situación legal y la responsabilidad de Jacinto. Hubo un
triste episodio que condicionó los informes recibidos por el
tribunal. Poco antes de celebrarse la causa el acusador
privado contratado por la familia, el abogado Río de Val
enfermó. Era el encargado de presentar los peritos de la
acusación y su repentina enfermedad, aún más su muerte
durante el juicio, lo impidieron.
Aunque el fiscal pidió un aplazamiento por esta causa
el presidente del tribunal, señor Sáez, no se lo concedió. Los
que fueron pues eran los de la defensa, todos en la línea de
eximir de responsabilidad al acusado por motivos mentales,
habida cuenta que su papel en el homicidio era evidente.

―Los peritos manifestaron que el procesado


padece debilidad mental congénita o prematura;
es un degenerado hereditario en su denominación
de débil, no degenerado superior.
Consideran al procesado como un sujeto
peligroso en grado sumo, tanto para él como para
la sociedad en que viva, debiendo ser recluido
urgentemente en un manicomio‖ (El Heraldo de
Madrid, 1.2.1926, p. 4).

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El juez escuchó estos informes, probablemente con
cierto escepticismo. Estaban llamados a ser de terminantes
para conseguir la eximente completa de responsabilidad del
acusado pero incluso al propio defensor, señor Tordesillas,
que los había llevado al estrado debió parecerle excesivo este
informe. El juez les preguntó incluso si el hecho de que
Jacinto se mordiera continuamente las uñas durante el juicio
era un hecho relevante para determinar esa debilidad
congénita mental. Al menos le respondieron acertadamente
que no.
La culpabilidad era obvia para todos. Lo que estaba en
cuestión era el grado de responsabilidad y cuál la fórmula
legal más adecuada para llegar a una sentencia lo más justa
posible. Hubo dudas, alegatos y cambio en la petición fiscal,
así como en la postura del defensor.
El primero, señor Alonso, había empezado con la
petición de doce años de prisión mayor por homicidio, seis
meses por aborto y dos meses más por tenencia ilícita de
arma. Ésta entendía inicialmente que la sentencia sería por
homicidio (era algo irrebatible) pero con atenuantes referidos
a la defensa de su madre y al miedo insuperable que le
supuso la situación. A ello colaboraba la manifestación de
Jacinto de no recordar siquiera si había disparado ni por qué
lo hizo.
El fiscal había dejado un resquicio a la defensa para
admitir la atenuante de deficiencia mental. Fue por ello que el
señor Tordesillas preparó informes contundentes de los
peritos sobre esta cuestión.

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Ante la posibilidad de que se le declarara ―no
culpable‖ por la eximente de locura, el fiscal decidió cambiar
su petición, que permanecía igual en sus calificaciones pero
abandonando la eximente por las deficiencias en el estado
mental del acusado. Aducía para ello que éste había cursado
materias facultativas con cierto aprovechamiento y que nadie
de sus conocidos mencionaba ningún grado de deficiencia
congénita. En vez de ello, proponía atenuantes como la
obcecación y el arrebato, muy frecuentes en los juicios por
motivos pasionales.
El defensor rebatió brillantemente su argumento
afirmando que, si la atenuante era la obcecación y el arrebato,
tal como la proponía el fiscal, no se podía entender la
acusación por aborto, ya que Jacinto no habría sido
consciente de tal acción cuando tuvo lugar el homicidio.
El tribunal, que asistía a estos cambios de postura en
uno y en el otro, decidió por su cuenta a la luz de los hechos
comprobados. Varios días después, el 7 de febrero, declaró
que a Jacinto de Sosa Arranz lo consideraban culpable de
homicidio y aborto, aún sin propósito de cometer este último.
No apreciaba ni siquiera parcialmente imbecilidad o locura, y
por lo tanto se le condenaba a la pena de ocho años y cuatro
meses de prisión mayor por el delito conjunto de homicidio y
aborto, más los dos meses pedidos por el fiscal por tenencia
de arma ilícita, a lo que habría que añadir diez mil pesetas de
indemnización a la familia de la víctima. En todo ello se
había tenido en cuenta una atenuante parcial de temor hacia
el estado de su madre.

67
―Para hacer aplicación el Tribunal de dicha
circunstancia la funda en que el procesado, al
disparar el revólver y producir la muerte a Áurea,
lo hizo creyendo en peligro la vida de su madre,
víctima de una agresión ilegítima, sin haber
tenido anterior participación en el hecho; no
siendo racional el medio empleado para impedir o
repeler la agresión de que creía fundadamente
Jacinto de Sosa era víctima su madre, porque,
dadas las circunstancias del caso, pudo hacer uso
de otro medio más adecuado para contrarrestar la
agresión y todo peligro para su madre, y al no
realizarlo se excedió el procesado en el medio
empleado para conseguirlo‖ (El Imparcial,
7.2.1926, p. 4).

Tras su condena saldría en libertad algunos años


después, pero su nombre desaparece de toda referencia y se
pierde quizá en el mismo principal derecha de la calle
Corredera Baja de San Pablo, junto a su madre ya anciana.

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La Vereda del Cruce

En septiembre de 1925 volvería a la actualidad un


suceso acaecido más de dos años antes. Aunque muchos
crímenes por entonces quedaban impunes, la naturaleza del
que vamos a describir en este capítulo no era especialmente
llamativo, si bien algunos datos resultaban desconcertantes.
En todo caso, su vuelta a la investigación activa del Juzgado
tanto tiempo después, pese a la naturaleza modesta de la
víctima, es una señal de que el pueblo y la justicia no perdían
completamente la memoria de lo sucedido.
El sábado 12 de mayo de 1923 el anciano Sebastián
Moya, de 71 años, terminó su turno de vigilancia en la
báscula automática sita en la plaza de España. Había obtenido
ese empleo después de toda la vida trabajando físicamente
con dureza. Era un hombre de complexión grande, buena
presencia, capaz de hacer la caminata desde el nuevo barrio
del Progreso, en el término municipal de Carabanchel Bajo,
hasta ese lugar tan céntrico. El trabajo en la báscula casi era
innecesario, le habían dejado la máquina a su cargo casi por
caridad, porque era viejo y quería añadir algo de peculio a su
hogar.
Sebastián vivía con dos hijos: José era zapatero y
Santos panadero. Desde que enviudó mucho tiempo atrás
vivía con ellos, los tres se organizaban bien en sus tareas.
Para sus hijos el anciano no quería ser una carga. Por eso
caminaba cada día desde su barrio, por la carretera de
Carabanchel, siguiendo luego el paseo de San Isidro hasta
alcanzar la plaza de España. Todo ello por un jornal diario de
69
cuatro pesetas que se llevaba cada noche en el bolsillo de su
chaleco.
Era un hombre de costumbres fijas, metódico, de
horarios muy regulares. A veces se permitía detenerse en una
barbería donde se veía con algunos amigos, pero le gustaba
charlar solamente, nada de ir con ellos a la taberna, beber,
emborracharse, como era tan habitual en la clase baja
madrileña, sobre todo los fines de semana. Por eso su hijo
Santos se extrañó porque no llegara a casa aquella noche de
sábado. Eran las once y de su padre no había ni rastro, de
manera que salió a su encuentro.
Fue alejándose del barrio del Progreso en dirección a
la carretera de Carabanchel. Para ello, abandonó el primero
por la vereda que terminaba en el cruce con el segundo. Fue
allí donde, entre la oscuridad de aquella noche de sábado,
distinguió un bulto en el suelo. Alarmado se acercó,
comprobando que el hombre caído era su padre.
Gritó llamando a algún sereno que anduviera cercano,
pidiendo ayuda para que los vecinos acudieran. Casi
inmediatamente sonó el característico silbato del vigilante
nocturno, advertido poco antes por unas mujeres que pasaron
sobre aquel hombre, aparentemente borracho, que yacía en el
suelo. Sebastián tenía los pies sobre la vereda, la cabeza en la
cuneta. Se encontraba boca abajo cuando fue hallado,
inconsciente pero aún con vida.
Entre el hijo, el sereno y varios vecinos lo trasladaron
corriendo hasta la casa de socorro más cercana, en el
Matadero. Allí, además de limpiar las terribles heridas de la
cabeza, poco podían hacer por él. Dieron aviso al Juzgado y
70
el juez de instrucción Manuel de Lucas se presentó
enseguida, junto al secretario y un médico.
No hubo lugar para interrogar al herido, como era
habitual. Éste permanecía inconsciente. Presentaba una
herida contusa en la región occipital, otra en la superciliar
derecha. Lo peor era la fractura completa del temporal y
parietal, hasta el punto de que era visible la masa encefálica.
Fue trasladado al hospital general en un estado gravísimo,
muriendo a las ocho de la tarde de aquel domingo tan
desafortunado para él.
Nadie se explicaba en ese momento qué había podido
suceder. Se decía que el asesino debía estar acechándole
conociendo el paso regular del anciano por la Vereda del
Cruce, como se conocía aquel lugar. Desde luego, tenía la
ropa desgarrada, el chaleco con todos los botones saltados,
los bolsillos vueltos del revés. Pero ¿quién iba a matar a un
anciano para robarle cuatro pesetas? No tenía mucho sentido,
ni siquiera para la canalla que pululaba por los caminos
madrileños, sobre todo en la oscuridad de la noche.
Había otros datos que desconcertaban a la policía.
Bajo el cuerpo, junto a la cabeza que debía haber sangrado
mucho, apenas se encontraba rastro de sangre. Los botones
del chaleco, que habían sido arrancados en su totalidad, no se
encontraron en las cercanías. Tampoco el objeto contundente,
piedra o arma, que fuera utilizada en el asalto. Tal parecía
que el cuerpo había sido trasladado hasta aquel lugar desde
otro en que había resultado herido. Pero ¿quién podría haber
hecho algo así y para qué?

71
Se rumoreó que una banda de borrachos quizá se
habían metido con el anciano, que éste se había resistido a
darles sus modestas cuatro pesetas. Tal vez alguno lo golpeó
duramente y lo demás (el traslado, la simulación del robo) era
un intento de borrar las pistas sobre lo allí sucedido en
realidad.
Situaciones de este tipo no eran inusuales. Los
caminos estaban infestados de bandidos, borrachos, gente de
mal vivir que te sacaba la navaja por robarte dos perras. Dos
semanas después, cuando los periódicos iban abandonando el
caso de la Vereda del Cruce, Leandro Gómez iba caminando
por la carretera del Escorial camino de su domicilio, del
mismo modo que lo había hecho Sebastián Moya días atrás.
Se encontró a dos tipos, uno de los cuales le pidió
fuego. Cuando sacaba una caja de cerillas, el segundo se le
echó encima sujetándole los brazos por detrás mientras el
primero sacaba un revólver con el que le descerrajó tres tiros.
Ninguno fue mortal y, tras ser atendido, Leandro pudo
sobrevivir, pero los ladrones se habían llevado 35 pesetas que
llevaba encima y una cartilla del Monte de Piedad.
Al día siguiente de suceder este hecho se informaba
que en pleno Madrid, frente al portal 96 de la calle de Bravo
Murillo, un transeúnte encontraba por la noche a un hombre
gravemente herido sobre un charco de sangre. Llevado hasta
la casa de socorro más próxima se le halló un fuerte golpe en
la cabeza que le había ocasionado una herida en forma de
estrella. En estado gravísimo, fue trasladado al hospital de
Princesa.

72
No eran, por tanto, un caso extraño. Naturalmente, si
concluía en la muerte de la víctima el asalto era más grave y
alarmaba más a la población, como en el caso de Sebastián
Moya.
En todo caso, salvo enemistades personales, riñas
públicas, reyertas por deudas o por borracheras que daban
paso a desafíos, situaciones bien frecuentes cada noche, un
robo como el de la Vereda del Cruce era muy difícil de
resolver. La víctima parecía aleatoria en este caso, el botín
ínfimo. Todo apuntaba a un borracho, a un maleante
cualquiera que pasaba por ahí y encontró la ocasión de
aligerarle la cartera al anciano. Pero gente de mal vivir había
mucha en Madrid, los descampados no eran seguros en modo
alguno, en ellos podía suceder cualquier cosa. Por ese motivo
no era extraño que todos los hombres llevaran una navaja
encima para defenderse si era preciso.
A los pocos días del suceso el interés declinó. Se
informó de que se había detenido a dos hombres, poco menos
que vagabundos, todo porque habían dicho que estaban en un
sitio cuando no lo estaban, nada de importancia. Salieron en
libertad a los pocos días por carecerse de pruebas contra
ellos. El asunto quedó reducido a una nota en las últimas
páginas de algún diario hasta que quedó como un crime n sin
resolver, uno más en la larga lista que acumulaba la policía
madrileña por entonces. Nadie podía imaginar que el asunto
saliera a la luz de nuevo y con redoblado interés más de dos
años después.
El 1 de septiembre de 1925 se supo que la policía
había detenido a Fernando Rufiange, alias el Chapurra, como
73
posible testigo o participante en el crimen, no se supo con
exactitud en esa fecha. ¿Quién era este hombre de mala
catadura, según su retrato aparecido en el Heraldo, y por qué
le detenían en relación a este crimen?
La denuncia en torno a él había partido de uno de los
hijos de la víctima: Santos Moya, el panadero. Como es
natural, él no había olvidado lo sucedido. Supo que el
Chapurra hablaba mucho de aquel crimen. Dado que también
trabajaba en el gremio de panaderos (empleado en un negocio
de la carretera de Extremadura) se conocían, incluso el último
le preguntó a Santos dos años atrás:

―Por aquéllos días Fernando se encontró con


Santos Moya, a quien preguntó:
-¿Se sabe algo de lo de tu padre?
La contestación fue negativa.
"El Chapurra", entonces comentó:
-Es imposible quo aparezca el criminal, no ha
dejado rastro alguno‖ (El Heraldo de Madrid,
1.9.1925, p. 2).

El testimonio no es que resultara especialmente


incriminatorio. Lo curioso es que, enfrentado a él, el
Chapurra lo negó por completo, como negaría cualquier
participación en los hechos o testimonios posteriores. Pero
estos se acumulaban.
Una de sus amantes en aquel tiempo manifestó al juez
que Rufiange le habló del crimen al día siguiente de
producirse, ―parecía obsesionado con él, no paraba de darme
74
detalles‖ añadió. Nicasio Gómez, que lo acompañaba a veces
a tomar unos vinos, también manifestó que el detenido le
habló en muchas ocasiones de la muerte de Sebastián Moya.
Añadía entonces que había pasado por la Vereda aquella
noche, había visto el cuerpo y, creyéndolo borracho, le había
dado un puntapié. El Chapurra, ante la policía, negaba una y
otra vez lo que decía la amante y lo que afirmaba Nicasio.
Según él, no sabían de qué hablaban. No había ido por la
Vereda aquella noche, no le dijo nada a la testigo, tampoco a
Nicasio. En suma, él no sabía nada de nada.
Los periódicos empezaron a fijarse, particularmente
―La Libertad‖, que vertía una serie de comentarios acuciando
a la Justicia para que comprobara las negativas de aquel
rufián.

―«El Chapurra» tiene fama de pendenciero, de


borracho y de valiente. Sin duda este oficio
peligroso tiene sus quiebras. No se puede ser
valiente sin demostrarlo de una manera práctica,
que siempre cae en los linderos del Código penal.
Fernando habló demasiado en el intervalo
transcurrido desde la fecha del crimen hasta la
denuncia presentada por Santos Moya, hijo del
asesinado.
¿Es el autor? Esto no podemos asegurarlo. Jamás
denunciaremos a nadie, por un principio de
hidalguía elemental. Nos son respetables todas las
honras ajenas; pero estamos obligados a servir el
interés del público. Y en este caso se trata de un
75
crimen impune, que moralmente considerado nos
obliga a poner de nuestra parte toda la necesaria
atención para que no quede impune‖ (La
Libertad, 2.9.1925, p. 3).

Era cierto que el sujeto era uno de tantos que


bordeaba el mal vivir, uno de los que denominaban ―majos‖ o
―valientes‖ porque no se arredraba ante nada, capaz de
sacarte la navaja por una mala mirada, una discusión. Nicasio
Gómez afirmaba que también era un ladrón.

―Relató Nicasio un suceso ocurrido hace seis o


siete años en una panadería de la carretera de
Extremadura, en el que no intervinieron las
autoridades porque no fue denunciado el hecho.
Nicasio, que figuraba como encargado en el
establecimiento, fue sorprendido por cinco
hombres enmascarados que iban a robar. Cogió
un cuchillo y amenazó con él al que tenía más
cerca; pero el enmascarado sacó un revólver y le
intimó para que se rindiese. Nicasio, despavorido,
tiró el cuchillo y entonces le dio al ladrón dos
tremendas bofetadas.
Pues bien; Nicasio asegura que el Chapurra fue el
enmascarado a quien abofeteó, y que más de una
vez, echándoselas de guapo, le ha dicho:
—¡Ya sabes que te he perdonado la vida!‖ (El
Heraldo de Madrid, 1.9.1925, p. 2).

76
Desde luego, estos compañeros de taberna no parecían
especialmente bien avenidos. Los testimonios se iban
acumulando pero resultaban indirectos, no tenían el valor de
prueba. Al mismo tiempo, la fiabilidad de los testigos era
cuestionable. La amante, olvidada hacía mucho tiempo, bien
podía haber dicho aquello como una forma de vengar su
abandono.
Por otro lado, llamado el dueño de la panadería donde
trabajaba Fernando Rufiange, un hombre formal y bien
establecido, manifestó que el Chapurra era un buen
trabajador, algo que según lo que sabía no podía decirse de su
acusador Nicasio, al que describió como ―un borracho
habitual y una mala persona‖.
Quedaban las afirmaciones de Santos Moya, que
insistía en lo que le habían dicho (pero que nadie ratificaba)
de la presencia del Chapurra en la escena del crimen.
Afirmaba también que éste le eludía constantemente, a pesar
de que Santos presidía un sindicato católico de panaderos al
que pertenecía Rufiange. Cuando indagó por qué no acudía a
las reuniones sindicales, le habían dicho que el Chapurra
nunca iría por no encontrarse con él, sin que supiera que
mediara enfrentamiento alguno entre ambos.
No eran pruebas suficientes para obligarle a confesar.
El haberse encerrado en negativas revelaba su actitud de
rechazo a toda indagación policial pero eso era algo muy
habitual en la clase baja madrileña, que veía mal a la policía,
con un abierto rechazo a colaborar con ella.
―La Libertad‖, que siguió pidiendo en un par de
ejemplares que se indagara más sobre el caso, abandonó
77
también las sospechas sobre el Chapurra, pero abriéndolas a
otras posibilidades que, en su opinión, fueron abandonadas
demasiado pronto en 1923.
La más creíble era la que descansaba sobre la persona
de Benigno, conocido como ―el Gallego‖. Era maestro de
obras y se encargaba de organizar el trabajo en la
construcción de diversas casas en Madrid. Solía pasar por la
misma Vereda por la tarde o noche bien provisto de la
recaudación del día. En concreto, aquel sábado había
atravesado la misma zona media hora antes de que lo hiciera
Sebastián Moya. Eran de parecida complexión, aunque
Benigno resultaba más joven.
En todo caso, el ladrón y asesino bien pudo
confundirlos y los destrozos encontrados en la ropa, los
bolsillos vueltos del revés, eran intentos desesperados por
encontrar el dinero que se suponía que llevaba el caminante.
¿Era eso lo que había sucedido en realidad? ¿Había muerto
Sebastián Moya porque su asesino lo confundió con
Benigno?
Salió entonces a relucir Conrado Sobrino, que había
sido detenido durante algunos días con ocasión del crimen,
sin que el juez encontrara contra él pruebas incriminatorias.
Los comentarios del diario sacaban a la luz que la posibilidad
de dicha confusión ya había sido tenida en cuenta. En efecto,
Conrado Sobrino trabajaba también en la construcción. Con
ocasión de algunos negocios en que Benigno le adelantó al
contratarlos, el sospechoso le había amenazado diciendo que
acabaría con él.

78
Pero Conrado no había estado por aquella parte de la
ciudad esa noche, había testigos que le situaban lejos de la
zona. Así que esa prometedora pista también se esfumaba.
Tan solo se recordó a dos detenidos más de aquellos
días. Uno era Antonio Fernández ―el Monago‖, un sujeto de
pésimos antecedentes, vendedor ambulante, que dijo estar en
otro lugar aquella noche y luego se comprobó que no era así.
La policía parecía estar en el buen camino porque se le había
encontrado una prueba que parecía concluyente: las zapatillas
estaban ensangrentadas. Días después los expertos
comprobaron que simplemente era pintura.
Los vecinos de aquella parte de Madrid indicaron a la
policía que aquella misma tarde habían visto a un hombre
dando vueltas por un sembrado cercano. Personados en la
zona al día siguiente del crimen, los agentes detuvieron a
Mariano Martín, que estaba recorriendo el sembrado de un
lado a otro. Dijo estar buscando cinco duros que había
perdido el día anterior, cuando se acostó entre las espigas a
echar un sueño.
No era de mal vivir, manifestó muy indignado, puesto
que trabajaba como obrero en el Cerro del Moro. Perso nada
allí la policía comprobó que entre los obreros nadie figuraba
con ese nombre y que los que allí estaban decían no conocer
a un trabajador con esas señas. Es de suponer que el rechazo,
la negativa y el engaño eran las reacciones habituales de la
clase baja madrileña hacia la policía. En todo caso, tampoco
se disponía de prueba alguna contra él.
De manera que abruptamente, cuatro días después de
la detención del Chapurra, los periódicos abandonaron
79
finalmente toda referencia y el caso, como tantos otros, quedó
sin resolver.

80
El disparo imposible

Hace algo más de diez años llegué a Barcelona por


primera vez. A la mañana siguiente, antes de quedar con unos
amigos del lugar, paseé solo por las Ramblas y las calles
aledañas hasta la orilla del mar. Lo miraba todo con abierta
curiosidad y simpatía, empezaba a darme cuenta del atractivo
de esta ciudad variada, cosmopolita y llena de encanto.
En uno de los virajes con los que intentaba llegar
hasta el barrio Gótico y la catedral, me interné por unas calles
sumamente estrechas. Las fachadas aparecían desconchadas
en no pocas ocasiones, había pintadas en las paredes,
persianas destartaladas en algunos balcones, en ocasiones a
punto de desprenderse. Vi bastante población inmigrante,
gente oscura que no me prestaba atención, muchachas que
caminaban con sus perros, jóvenes que pasaban en moto
dando vueltas por las estrechas esquinas.
Cuando describí la extrañeza que sentía hacia ese
barrio tan céntrico y que se antojaba abandonado, mis amigos
me comentaron que había paseado sin darme cuenta por el
célebre barrio chino barcelonés, donde en otro tiempo
trabajaban en la prostitución tantas muchachas venidas de
lejos y que ahora estaba siendo ocupado por inmigrantes.
Tal vez en alguna de esas callecitas estrechas me topé
sin saberlo con el Pasaje de Escudillers. Aparece este lugar en
una, dos y hasta tres ocasiones de la crónica negra en la
ciudad. En mayo de 1996 un hombre pakistaní de 39 años fue
arrojado por una ventana del número 3 por dos hombres con
los que estaba discutiendo, tal vez por cuestiones de droga o
81
un negocio que había salido mal. Los asesinos escaparon en
un coche inmediatamente, pero serían apresados días
después.
Si retrocedemos encontramos un terrible suceso que
tuvo lugar el 13 de enero de 1986. En el número 7 de este
pasaje vivían José Burgueño, su esposa Dolores Sánchez con
su hijo José. La pareja llevaba una vida irregular dedicándose
a la venta ambulante y lo que pillaban. Discutían a gritos,
muchas veces borrachos, pero quizá no fuera una situación
inusual en esa barriada.
En una de estas discusiones se les fue la mano. El
hombre contaría luego que ella lo amenazó con un cuchillo
de cocina. Él se lo arrebató y la cosió a puñaladas hasta
matarla. Luego llevó el cadáver hasta la bañera para
descuartizarla con un serrucho repartiéndola en varias bolsas
de basura. Distribuyó el cadáver de su mujer en varios
contenedores de las Ramblas con la ayuda de su hijo, que
habría de enfrentarse al cargo de encubridor. Cuando se
encontraron restos humanos en la zona, la policía hizo un
rastreo hasta encontrar manchas de sangre en el mismo portal
de la casa. El asesino había limpiado el piso con sulfamán,
pero no se había dado cuenta de que iba dejando un rastro
hasta el contenedor donde depositó su macabra carga.
El Pasaje de Escudillers, como vemos, tiene sobre sí
una historia criminal. Sin embargo, no hablaremos de estos
casos recientes, ni de ninguno que se resolviera con más o
menos facilidad, sino de otro que habría de atraer la atención
del público barcelonés durante nueve meses. Daría lugar a
numerosos artículos periodísticos, polémicas, rumores
82
malintencionados, acusaciones veladas, desconcierto entre
jueces y policías.
El viernes 21 de agosto de 1925 una jovencita entre
los 16 y los 17 años subió por las escaleras del número 1 de
este pasaje. Pidió un papel a una vecina para escribir una
nota, según dijo, nada de importancia, cosas que debía
recordar. Luego se asomó al terrado o azotea del edificio.
Debió caminar por él, subirse a la cornisa de cuarenta
centímetros de altura. Después saltó para estrellarse en la
calle, cinco pisos más abajo. Un soldado que pasaba por la
zona fue el primero en darse cuenta del impacto, acudir en su
auxilio. ―Aún estaba con vida‖ declaró, ―pero cuando la
llevaba hasta la casa de socorro murió‖.
Al día siguiente apenas salió una nota en los
periódicos, pocas líneas para informar que una muchacha de
la que ni siquiera se sabía bien el nombre, se había suicidado
arrojándose desde una azotea. ―Se cree que obedece a
cuestiones amorosas‖ añadían. Por desgracia, no era nada
inusual en un tiempo donde estos sucesos no se ocultaban con
cierto pudor como hoy. Las crónicas periodísticas están llenas
de atropellos (no existían semáforos ni educación vial),
timos, reyertas en la puerta de una taberna, crímenes
pasionales. No era infrecuente que una chica se matara
porque sus padres no le permitían casarse con quien quería o
había sido abandonada y no conseguía al hombre que
deseaba.
En estos casos, era rutinario realizar la autopsia. En
ese momento surgió el caso de Dolores Bernabéu, que así se
llamaba la muchacha. Los médicos habrían de hacer una
83
segunda autopsia antes de exhumarla porque el juez les
obligó a ello, completamente perplejo ante la situación
creada. Porque el cadáver de la suicida presentaba un disparo
que, penetrando por la espalda en la región escapular (lo que
es la paletilla derecha), había atravesado un pulmón y había
alcanzado el esófago. La bala no había atravesado el cuerpo,
pero tampoco se encontraba en él. De repente, un rutinario
caso de suicidio se transformaba en uno de posible asesinato.
¿Qué había sucedido exactamente? El juez de
instrucción al que correspondió el caso, señor Páramo, habría
de investigar junto al jefe de policía Hernández Malillos a lo
largo de meses en una instrucción que terminó siendo una
pesadilla para ambos. De repente, unos vecinos que habían
contestado de forma rutinaria un día, se vieron asaltados con
muchas más preguntas al día siguiente, teniendo la obligación
de presentarse ante el juez dando su testimonio.
Desde el principio, todo había parecido muy claro.
Los hechos sucedieron sobre las diez y media de la noche. La
víctima subió por las escaleras después de haber comprado en
una droguería cercana un producto raticida. ―Iba cantando,
alegre‖ dijo una vecina que se cruzó con ella, otra a la que
pidió un papel ―para escribir algo‖. Eso no quiere decir nada.
Se sabe que los suicidas adoptan muchas veces un tono
relajado y tranquilo, si no alegre, cuando ya han decidido
acabar con su vida.
El portero vivía en unas habitaciones junto al terrado.
Oyó que alguien andaba por allí esa noche, no le dio
importancia. Inmediatamente, escuchó gritos en la calle.
Cuando la policía acudió al día siguiente de forma rutinaria,
84
sin saber aún cuánto más habría de investigar, entraron con la
vecina del papel en las habitaciones donde vivía la muchacha.
Allí, en una bombonera que les señaló dicha vecina,
encontraron un breve escrito: ―No se culpe a nadie de mi
muerte‖. Aquel suicidio era de libro, debieron pensar.
Por la noche, cuando se hubo realizado la primera
autopsia y el juez se encontró el informe sobre la mesa, debió
mirarlo con absoluta extrañeza. Los dos policías destinados a
revisar el caso sobre el terreno no habían dejado lugar a
dudas: la chica se había suicidado. Entró en sus habitaciones,
escribió la nota, salió a la azotea y se tiró. Incluso habían
revisado concienzudamente el terrado, como habría de hacer
el mismo juez días después: ni una marca de lucha ni de
forcejeo, tan solo una pequeña desconchadura en la cornisa a
la que se había subido Dolores antes de tirarse. ¿Pero cómo
puede alguien que va a suicidarse recibir en el último
momento un disparo mortal de necesidad? Porque si le
hubieran disparado antes no habría podido subirse a aquella
cornisa ni tirarse, hubiera quedado tendida en medio de un
charco de sangre. Pero si se tiró ¿cómo pudo llegar a la calle
con un disparo así?
El misterio de una situación tan contradictoria cautivó
la atención del público barcelonés de la época. Los periódicos
habrían de dar lugar a todo tipo de conjeturas ante la
desorientación de los investigadores.

―El juez, Sr. Páramo, salía del despacho del fiscal


de la Audiencia, le rogamos que tuviera la bondad

85
de facilitarnos algunas noticias respecto a la
misteriosa muerte de la joven Dolores Bernabéu.
—De buena gana lo haría —nos contestó—; pero
es el caso que no puedo decirles nada, porque
nada hay de nuevo. Todo está igual; sigue todo
tan enmarañado como ayer. Lo cierto es que a
Dolores le hicieron un disparo por la espalda
mortal de necesidad; pero hasta ahora no se ha
podido averiguar quién sea el autor del disparo.
Cuanto sobre esto se diga no deja de ser fantasía
pura. Créanme ustedes: el juez no lo sabe, y si
ustedes saben algo, dígamenlo y se lo agradeceré,
pues contribuirán al esclarecimiento de un suceso
sin precedentes en mi carrera. No me he
encontrado nunca ante un caso semejante‖ (El
Sol, 28.8.1925, p. 8).

Cuando el señor Páramo decía estas palabras aún


seguía barajando la hipótesis inicial en lo que era secundado
por un periódico tan respetable como ―La Vanguardia‖. El
disparo había tenido lugar con la chica subida sobre la
cornisa, a punto de tirarse. ¿Pero qué justificaría que alguien
hiciera tal cosa? La explicación del juez era simple: la
confundieron, en las tinieblas de la noche, con un ladrón,
disparándola desde una terraza cercana justo cuando estaba a
punto de tirarse. ―O eso‖ venía a decir ―o un disparo casual‖.
Si la primera explicación ya era bastante discutible, la
posibilidad de un disparo que se le escape a alguien
casualmente, que impacte justo en una persona asomada a
86
una cornisa cuando se va a tirar a la calle, resultaba
inimaginable. Algunos diarios sugirieron incluso que el autor
del disparo lo hubiera efectuado para disuadir a la chica de
tirarse, al percibir su intención. Era difícil que esta idea
prosperara, el buen vecino que disparaba de forma tan certera
para detener acciones suicidas quedaba descartado.
Al cabo de una semana de seguir esta hipótesis, el
juez ya empezaba a dar signos de desconcierto porque le era
imposible probarla. Se examinó el lugar a conciencia, hay
alguna foto incluso del juez y el jefe de policía junto a alguna
vecina visitando el terrado, asomándose a la cornisa,
comprobando ángulos posibles.
Se delimitó que, según la trayectoria supuesta de la
bala, solo un conjunto de azoteas vecinas podían ser el origen
del disparo. Se interrogó a los vecinos de las mismas sin que
nadie admitiera haberlo efectuado ni tener conocimiento de
quién lo hubiera hecho. ―Claro‖, se pensaba, ―ahora nadie
quiere meterse en líos pero alguien tuvo que ser‖.
Unos días después algunos reporteros opinaban de
forma contraria. En concreto, un joven periodista y crítico
teatral, Adolfo Marsillach, padre del conocido actor, opinaba:

―Para el juez que entiende en el sumario, Lola fue


herida por alguien que, desde otro terrado, la hizo
un disparo en el instante mismo de salvar la
baranda de la azotea para matarse. Todo es
posible en este mundo, y más estupendas cosas se
han visto; pero cuesta trabajo creer que a las once
de la noche haya quien ande por los terrados,
87
pistola en mano, y dispare contra las personas que
se le pongan a tiro, como quien caza pájaros con
escopeta‖ (El Imparcial, 3.9.1925, p. 3).

Ciertamente, todo resultaba inverosímil, máxime


cuando el juez había puesto todo su empeño durante aquella
semana en probar esta hipótesis sin conseguirlo. De hecho,
los vecinos declararon no haber escuchado ningún disparo
aquella noche antes de que Dolores saltara. Se dijo que era
difícil que prestaran atención porque en aquel barrio no era
extraño que tiraran cohetes para celebrar cualquier cosa. De
todos modos, ya que no hubo cohetería aquella noche era
difícil imaginar que nadie escuchara nada.
Se hicieron pruebas, se volvió a aquellas condiciones
nocturnas y los agentes de policía dispararon. Nadie
escuchaba nada. ¿Realmente no oían los disparos o no
querían oírlos? podría pensarse. En aquel barrio chino lo que
menos se deseaba, a fin de cuentas, era colaborar con la
policía. Si dijeses que habías oído algo, ya tenías que estar
declarando y, si la policía creyese que escondías algo, te
veías en la cárcel hasta que cantaras lo que era cierto o lo que
ellos deseaban oír. Así que era mejor negarlo todo: no
escuchamos nada, no supimos nada, no notamos nada.
El juez no podía probar que se disparara en las
circunstancias que suponía, de ahí su desconcierto. Mientras
tanto el tema y su misterio estaban en el candelero y los
periódicos tenían que vender ejemplares con el pregón de las
novedades sobre el caso, que los lectores esperaban
expectantes. Era necesario hablar de algo y, si no había
88
noticias, se recogerían rumores, que de ellos estaba bien
sembrado el vecindario cuando las autoridades no daban con
el quid de la cuestión.
Así que, formalmente primero, los diarios empezaron
a indagar sobre la vida de Dolores Bernabéu. Con ello se
tuvieron los ecos de un mal vivir que por entonces era asunto
cotidiano para muchas jóvenes pobres. Su padre era peón, un
hombre inculto, zafio, de pocas palabras. Dijo que Dolores se
había ido de casa hacía dos años, que se dedicó a la mala vida
pero que, cuando llegó arrepentida, la volvió a acoger. No
obstante, la situación no duró mucho porque volvió a irse
para dedicarse al vicio y las malas costumbres.
Hasta ahí la versión del padre, exculpándose de todo.
Los hijos, ya se sabía, eran una carga para una familia pobre,
y más una hija que no servía más que para causar problemas.
Sin embargo, otros diarios recogieron otras informaciones.
Uno decía que, con catorce años, Dolores había estado con su
primer hombre. Cuando el padre se enteró lo único que
reclamó es el dinero que le había dado por el servicio.
Se fue de casa a raíz de aquello. Es de suponer que
pensaría en ganar el dinero para ella y no para su padre, que
era un rufián. De manera que una vieja la acogió pero siguió
trabajando en lo mismo, dando satisfacción a hombres que
venían cada noche hasta la cama que la vieja le había
proporcionado a cambio de una parte de las ganancias.
Ella, mientras tanto, soñaba con hacer carrera en el
music- hall, pasear de vedette por el Paralelo barcelonés: el
Edén, el Lion d‘Or, el Excelsior. Todo un mundo de lujo,
bailar toda la noche el shimmy, el foxtrot, con clientes de
89
dinero, gente de buena posición que le pusieran un piso para
permitirse los caprichos que quisiera. Incluso por la noche,
eso decían quienes la conocieron, soñaba con marchar a París
y triunfar allí. A fin de cuentas, su hermana mayor Virginia
ya había hecho tal camino antes que ella, aunque no como
vedette del Moulin Rouge precisamente, sino arrastrando una
vida desamparada por las calles parisinas.
Cuando acababa de cumplir dieciséis años conoció a
un hombre, Conrado Maynou. Por entonces este hombre ya
no tan joven llevaba viviendo varios años con su hermana
Virginia, la que luego marcharía a París. En su casa acogerían
no pocas veces a Dolores hasta que a él le gustó así como era,
tan joven, o vio la oportunidad de explotarla en vez de
aquella vieja repugnante.
El caso es que dejó a la hermana mayor que,
encorajinada, tomó el rumbo de Francia, y le dijo a Dolores
que se fuera a vivir con él a unas habitaciones que le
alquilaba un amigo en el Pasaje de Escudillers. Allá se fueron
unos meses antes del suceso de que aquí hablamos.
Conrado no era sospechoso del asesinato de su novia,
habida cuenta que dos días antes había sido encarcelado
acusado de estafa. Al parecer, junto a otros amigos, tal vez
incluyendo en la operación a Dolores, habían estado en
Mallorca donde abrieron locales en Palma y Manacor, al
objeto de iniciar una estafa que les reportaría 50.000 pesetas
pero de la que salieron huyendo de la policía.
Cuando los cómplices supieron que lo habían
atrapado, varios de ellos salieron por piernas incluso del país:
el más significado, Federico Roca, se había fugado a Suiza,
90
por ejemplo. Otro, Joaquín Soler, fue encerrado entre rejas
con prontitud, no tuvo tiempo de escapar.
El juez consideraba que no estaban implicados en la
muerte de la muchacha pero sí, desde luego, en la estafa de
que eran acusados desde el Juzgado de Mallorca. Mientras
Conrado desgranaba ayes ante los periodistas desde su celda,
fingiendo un gran amor por Dolores, se supo que poco antes
de que la policía lo atrapara le había dicho que su relación
había acabado.
De hecho, cuando su pareja fue detenida, la quisieron
echar de la casa por no disponer de dinero. Sólo la
intervención de Conrado a través de un amigo permitió que
ella se quedara. Seguía soñando con huir lejos, marchar a
París a casa de su hermana Virginia pero ésta, como
manifestó ante el juez, no quería saber nada de esa zorra que
le había quitado a su hombre. De manera que su situación
empezaba a ser desesperada: sola, sin dinero, sin posibilidad
de escapar ni cumplir ninguno de sus sueños, rechazada por
el hombre al que se había unido, poco parecía retenerla.
Toda esta historia desembocaba en hacer de su
suicidio algo creíble, darle un motivo para quitarse la vida.
Pero entonces volvía de nuevo la pregunta inicial. En esas
circunstancias, si el suicidio era comprensible, si se había
subido a la cornisa para consumarlo ¿quién le disparó?
El juez se desesperaba mientras surgían rumores de
todo tipo entre los periódicos de Barcelona y de Madrid.
Pidió informes a la Academia de Ciencias para que le
aclarasen si aquella noche la luna permitía distinguir una
silueta sobre el terrado de aquella casa, se reunía con los
91
médicos una y otra vez intentando determinar el arma
empleada. Unos incluso dudaban de que, en vez de pistola, no
se hubiera empleado un arma blanca para hacer la herida. Los
peritos se peleaban entre sí, el juez se indignaba con ellos.
Unos decían que el disparo se había efectuado a gran
distancia, otros que no.
El caos llegó cuando se trajeron las ropas de la
fallecida y se colocaron sobre un maniquí con la misma
forma y figura. Ahora resultaba que los agujeros de bala en el
vestido y en el cuerpo no coincidían ¿cómo podía ser eso?
¿eran tan torpes esos peritos o es que alguien la había
asesinado, cambiado de ropa y hecho los agujeros sin prestar
atención a la coincidencia necesaria?
Mientras tanto, algún periódico afirmaba que aquello
era un asesinato. La habían matado y luego arrojado el cuerpo
por la azotea. Era una hipótesis plausible, tal como iban las
cosas. Pero había mucha fantasía en ella para intentar
adornarla. ―La Vanguardia‖, que seguía fiel al supuesto de
suicidio más homicidio por las terrazas, la criticaba con
dureza fijándose en esos detalles.
Según los partidarios del asesinato, el cuerpo se había
encontrado demasiado distante de la vertical de la cornisa,
señal de que alguien lo había arrojado lo más lejos posible.
Los contrarios se burlaban: La hipótesis del suicidio es más
coherente, en su lanzamiento parabólico, para justificar la
lejanía de la vertical. En caso de arrojar un cuerpo muerto,
habría caído precisamente más cerca de la propia fachada.
―No se arroja un cadáver como si fuera una pelota‖
afirmaban.
92
Luego estaba aquel testimonio de un emplead o de la
casa de socorro. Sostenía que aquella noche un joven de
pantalón blanco había llegado muy nervioso hasta el lugar.
Preguntó si habían traído a una muchacha que se había
lanzado desde un terrado, si aún vivía para declarar. Le
dijeron que no había nadie así pero a los pocos minutos,
precisamente, llegó aquel militar cargando con el cuerpo de
Dolores. Al comprobar el del pantalón blanco que estaba
muerta y no podría declarar, pareció dar un suspiro de a livio
y se alejó sin decir nada más.
Muy bien, preguntaba el reportero de la Vanguardia.
¿Dónde está ese hombre del pantalón banco? Nadie lo sabe.
¿Dónde está el testigo que ha afirmado toda la escena
anterior? No parece existir, el juez no lo encuentra. Cuando
no existen noticias, se inventan, viene a concluir.

―Lo que sí diremos es que el deseo muy natural y


loable de satisfacer el interés del público y
aumentar la venta, no justifica que en vez de
escribir relatos más o menos adornados, de
hechos, se pergeñen absurdos folletines donde se
acogen rumores desprovistos de verosimilitud, se
estampen versiones puramente fantásticas, que,
antes que auxiliar, entorpecen la acción de la
justicia, y, sobre la base de manifestaciones
ambiguas de testigos recusables, se forjen
hipótesis descabelladas e incluso se vulneren las
leyes de la mecánica. Francamente, creemos que
por mucha que sea la credulidad del público y su
93
avidez de emociones fuertes, al fin habrá de
llamarse a engaño, si, como cabe en lo posible, no
hay tal asesinato‖ (La Vanguardia, 4.9.1925, p.
6).

Todo esto nos lleva al rumor más persistente que


recorrió los mentideros de Barcelona e incluso se abrió paso
decididamente y con grandes vaguedades en las páginas de
los diarios. Es la hipótesis de la francachela.
Según ella, los hechos sucedieron de forma muy
diferente a la que propugnaba el juez. Aquella noche se
habían reunido en las habitaciones de Dolores varios amigos
de Conrado y ella, algunos incluso de los implicados en la
estafa. Empezaba el fin de semana y se trajeron botellas,
alguien sacó una guitarra. Algunos cantaban, todos
empinaban el codo, empezaron a correrse la gran juerga. Uno
de ellos, especialmente avispado por el alcohol, sacó un
revólver para presumir de él, mostrándolo, haciendo como
que disparaba al techo, riendo y empinando el codo.
En un momento determinado Dolores se había
cansado de aquello y dijo que se retiraba a su dormitorio.
Cuando caminaba hacia él de espaldas a la concurrencia, al
gracioso se le disparó un tiro y la muchacha cayó de bruces
sin soltar un grito. Estaba muerta. Consternación, nervios,
algunos se preguntaron cómo hacer para ocultar el cadáver,
no verse metidos en más líos de los que andaban. Una muerte
entre canallas, como eran ellos, habría de terminar con todos
en la cárcel y los policías interrogándolos duramente.

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Alguien propuso que simularan un suicidio, que la
arrojaran desde el terrado y así hicieron. Llevaron su cuerpo
hasta la cornisa y lo arrojaron, dispersándose a continuación.
¿Pudieron suceder así las cosas? Desde la distancia de
los años, creemos que sí. No hay otra forma de justificar lo
sucedido de una manera coherente y verosímil. Pero desde
luego, esta hipótesis hace surgir algunas preguntas.
¿Por qué los vecinos no declararon nada de todo esto?
Una francachela tal tenía que haber sido ruidosa. Pero se da
el caso de que el dueño de la casa, uno de los implicados en
la reunión, era amigo de Conrado Maynou. Estaba en la
mejor situación para imponer a todos la misma versión: no
habían oído nada, no sabían nada.
¿Y la nota de suicidio? Si los hechos fueran estos, la
nota no podía haber sido escrita por Dolores. Ya era
sospechoso, decían algunos diarios, que la suicida no la
llevara encima al tirarse, como era lo usual. ¿Por qué fue a
dejarla en una bombonera dentro de su habitación? ¿Por qué
la policía no la encontró hasta el día siguiente y a instancias
de la vecina que dijo haberle dado el papel, casualmente la
mujer del dueño de la casa? ¿Cómo sabía ella que había que
buscar ahí?
El juez, que finalmente no descartaba nada, indagó
sobre la fiabilidad de esa nota y la escritura de Dolores.
Nadie conocía cómo era en realidad. De hecho, unos
opinaban que no sabía escribir, otros que sí, incluso un
vecino que manifestó haberle enseñado un poco decía que
sólo sabía realizar algunos palotes, nada tan elaborado como
ese mensaje.
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El señor Páramo no descansaba en busca de pruebas
ciertas. Mandó que los peritos calígrafos fueran hasta el
Monte de Piedad donde Dolores había abierto una cartilla en
otro tiempo (que ahora estaba casi vacía) pero donde había
estampado su firma. Tras una labor ímproba (hubo de
buscarse entre 1.800 existentes sin identificar en los libros del
Monte) los mencionados peritos no se pusieron de acuerdo: a
unos les parecía que sí coincidía, a otros que no. No hubo
forma de concluir en quién había escrito la nota de suicidio.
De todos modos, lo que alarmó al juez y las
autoridades, incluso parece que trajo hasta el Juzgado al
fiscal general del Estado desde Madrid, no fue la hipótesis en
sí sino los rumores a que dio lugar.
El pueblo llano sospecha de los poderosos en un
suceso oscuro como éste. De manera que empezó a
propalarse la noticia de que el autor del disparo no era
cualquiera sino alguien importante. Unos hablaban de la
amante de un hombre principal, otros decían que ese mismo
hombre importante en persona, adepto a las juergas etílicas
en los bajos fondos de la ciudad. Lo único que ha llegado
hasta nosotros es el hecho de que un jefe y oficial del ejército
en Cataluña estaba en boca de muchos.
Fue por ello que en octubre acudió al capital general
de la región solicitando que se realizara una investigación
para determinar quiénes eran los calumniadores y castigarlos.
Su interlocutor le dijo que no podían interferir en las
investigaciones realizadas en el orden civil. Entonces el
interesado solicitó pedir declarar ante el señor Páramo, cosa a
la que tampoco accedió el capitán general. Al hacerse público
96
este tenso diálogo, el interesado es de suponer que se
consideraría reivindicado ante la opinión pública. En todo
caso, se debía a la disciplina del ejército.
Creemos que esta referencia al personaje importante
añadía morbo a la situación, algo que gustaba a la
maledicencia de la clase pobre, que pensaba que a los
poderosos siempre se los protege, y al tiempo permitía a los
periódicos vender más ejemplares en las calles.
Alguien se alarmó ante estos rumores. El fiscal
general, en su visita a Barcelona, cuando saludó al juez
Páramo, dijo que lo había hecho por cortesía y amistad, que
él no interfería con las investigaciones en curso porque para
eso tenía al señor Gargallo, el fiscal de la causa y
representante suyo.
Lo cierto es que el juez tomó cartas en el asunto y
llamó a capítulo a los redactores de varios periódicos: ―El
Progreso‖, ―El Día Gráfico‖ y ―La Noche‖. Tuvieron que
presentarse, responder a las preguntas incisivas del señor
Páramo para que justificaran las insinuaciones vertidas de
que ―el hijo de una persona muy conocida‖ había participado
en la francachela y era el autor del disparo.
A partir de ese momento, el 16 de septiembre, las
noticias disminuyen como por ensalmo. La muerte de
Dolores Bernabéu, a la que se habían dedicado casi páginas
enteras, se transforma en meras notas donde se afirma que las
gestiones del Juzgado continúan, que ha habido reuniones de
las que no se sabe nada, que hay un firme hermetismo entre
las autoridades judiciales y policiales en torno al caso.

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Lo cierto es que, de lo poco que puede sospecharse de
la acción del juez, se concluye que no conseguía probar
ninguna de las dos hipótesis. Sin testigos, sin pruebas
concluyentes de nada (ni en el cuerpo, ni en la blusa y sus
agujeros, ni en la firma de la nota), el caso se iba
desarrollando con un eco cada vez menor.
Que los rumores seguían entre la gente se puede
deducir por la reacción de aquel militar que hemos
mencionado, sucedida tres semanas después de llamar al
orden a los periódicos. Pero estos ya no aportaban noticias de
las que, de todos modos, carecían. El único que seguía
hablando es Conrado Maynou desde su celda en Madrid.
Proclamaba que él sabía quién era el asesino de Dolores, que
la policía no tenía más que dejar que le interrogara en persona
para que el otro confesara. El juez le mandó un exhorto para
que declarase lo que supiera y dijera qué preguntas hacer y a
quién, de forma que el mismo juez obrara al efecto.
Ante ello Maynou se enredó en divagaciones,
afirmaciones sin orden ni concierto. A las autoridades les
quedó claro que lo que deseaba era salir en libertad a
cualquier precio. Pero la justicia resultaría implacable con él
y sus cómplices en la estafa de Mallorca. El 13 de abril de
1926 se concluyó el sumario sobre la muerte de Dolores sin
poder señalar a ningún acusado de la misma. Un mes después
la Audiencia de Barcelona sobreseyó el caso, no así el de la
estafa de Maynou cuyo sumario se dio por terminado el 15 de
julio de aquel año y el preso fue trasladado a la prisión de
Monjuitch para que estuviera cerca en el momento del juicio.

98
Dolores Bernabéu, la muchacha que soñaba con ser
una famosa vedette en París, con disfrutar de dinero, un
coche, joyas y hombres, fue solo una muchacha que salió de
la pobreza para caer en los bajos fondos, que tuvo que
venderse como tantas otras en la Barcelona de aquella época.
No llegó a alcanzar meta alguna de las que soñó y fue
famosa, sin embargo, cuando no quiso serlo, cuando ya no
podía disfrutar de ello. De todos modos, su cadáver esperó
que se le hiciera justicia como había esperado su oportunidad:
en vano.

99
100
La muerte de un pastor

Desde 1948 la amplísima zona de los Carabancheles,


una población de origen medieval, forma parte de Madrid. De
todos modos, antes de esa fecha muchas familias adineradas
de la Corte tenían allí fincas y quintas donde descansar. A
comienzos del siglo XX Carabanchel Bajo, con cerca de seis
mil habitantes, triplicaba la población de Carabanchel Alto,
que aparecía dispersa y rural, con grandes espacios de
bosque, huertas, algunos conventos e iglesias y, desde 1911,
el aeródromo de Cuatro Vientos, zona militar.
Cuando situamos esta nueva historia, en torno a 1925,
la población de esta última zona rebasaba los diez mil
habitantes, aunque disfrutaba de pocos servicios adecuados a
ese número de personas. Las quejas eran continuas por la
falta de guardia civil y se decía que la policía solo acudía
cuando se registraba algún suceso especialmente sonado. El
crimen de la Vereda del Cruce había tenido lugar en 1923 en
Carabanchel Bajo, pero ahora el escenario de un
acontecimiento similar sería el Alto, en concreto, los terrenos
que lindaban con el aeródromo.
A principios de 1924 llegó hasta esta zona, procedente
del pueblo vallisoletano de Bobadilla del Campo, un hombre
de 42 años. Se llamaba Marcos Felipe y tenía por oficio el de
pastor. Seguramente le habían dicho que cerca de Madrid se
ganaba más que en la pobreza de la tierra castellana, que allí
te podías colocar con facilidad en las afueras de la capital
para servir a algún propietario de tierras, huertas, negocios y
ganado.
101
Así fue. Cipriano Pérez, casado con una hermana de
Marcos, le habló de don Antonio Claré, rico hacendado de
Carabanchel Alto para el que trabajaba. Con seguridad supo
de la necesidad de pastores y se acordó de aquel hombre
serio, responsable y discreto que conocía desde antiguo en el
pueblo de Bobadilla.
De manera que, a los dos días de su llegada a la Corte,
Marcos Felipe ya trabajaba como pastor, alojándose en una
majada cercana al aeródromo. De ella salía cada mañana para
sacar las ovejas del patrón y hacerlas discurrir por aquellos
campos y lomas que caracterizaban por entonces el paisaje de
Carabanchel Alto.
Cada semana iba hasta el bar Claré, propiedad
también de su jefe, regentado por Segundo Ibáñez, su
sobrino. Se tomaba un vino, charlaba un poco y cobraba su
jornal, 29 pesetas, que guardaba celosamente en su cartera de
piel de gato. Era ahorrador, medía concienzudamente sus
gastos, presumía a veces de que estos alcanzaban apenas unos
céntimos al día. Cualquiera podía suponer que en esa cartera
llevaba un buen fajo de billetes.
Como era habitual y había pasado con él mismo,
Marcos se trajo a su hermano menor Nemesio, un hombre
muy bajo (apenas medía 1,40 metros), a vivir con él y cuidar
el ganado. De esa forma iba creciendo la inmigración hacia
las grandes urbes españolas en aquel tiempo, particularmente
Madrid y Barcelona.
El día 13 de septiembre de 1924 era sábado, día de
paga. Dejó sus ovejas a cargo de Nemesio con el encargo de
encerrarlas si él no volvía a tiempo. ―Voy a cobrar donde el
102
bar‖ le dijo, ―luego iré a afeitarme‖. Tal vez se preparaba
para un domingo donde viera a una mujer que le interesaba.
Su hermano esperó la hora de encerrar al ganado e
hizo lo que le habían dicho. A las once de la noche, ya en el
cobertizo donde vivían, vio venir solo por el camino al perro
grande de su hermano. Faltaba el otro animal, el que le
cuidaba el ganado, fiel compañero de Marcos desde hacía
meses, y faltaba su propio hermano.
Algo inquieto, se acercó donde el guarda de la viña
cercana a preguntar si lo había visto. Le dijo que no. ―No
quise mover más las cosas‖ vino a decir después, ―para que el
patrón no se enterase de que había dejado el ganado‖. Tal vez
creyera que su hermano habría bebido demasiado en el bar,
cosa inusual por completo, y estaría durmiendo la mona en
cualquier lado. Quizá, simplemente, le entrase el miedo de
hacer pública la tardanza y alertar a quien no debía.
Por la mañana, dos soldados hacían una ronda por un
camino vecinal al aeródromo y conocido como ―La
Canaleja‖. Justamente era el camino más corto entre el bar
Claré y la majada donde vivían los hermanos Felipe. Resulta
extraño que a Nemesio no se le ocurriera aquella noche
recorrer este sendero por donde su hermano tendría que haber
venido.
Los soldados vieron un bulto junto al camino. Al
acercarse comprobaron que era el cuerpo de un hombre. La
chaqueta estaba sobre la cara, tapándola a ojos de extraños u
ocultando el rostro a sus asesinos. El ojo derecho lo tenía
saltado y, como se comprobaría al levantar el cadáver,
mostraba un profundo tajo en la nuca de bordes limpios y
103
regulares. El golpe había sido dado con tanta violencia que
cortó la boina que Marcos Felipe llevaba bien ceñida a su
cabeza. Tenía parte de la ropa desabrochada, los bolsillos
vaciados. Dos carterillas pequeñas estaban sobre el camino
cerca de él, vacías. Como luego se sabría, la de piel de gato
donde supuestamente guardaba todos sus ahorros había
desaparecido.
Los soldados se repartieron. Uno fue a avisar a la
guardia civil, el otro dio una vuelta por las cercanías para
intentar localizar a alguien. Un poco más adelante había
algunos pastores con el ganado. Dos de ellos se acercaron con
él para reconocer el cadáver. Al verlo uno se puso a temblar.
―Es mi hermano‖ dijo Nemesio echándose a llorar.
El crimen del pastor, el crimen de Carabanchel Alto,
ocupó las páginas interiores de los diarios al día siguiente. De
nuevo la muerte violenta en un sendero sin vigilancia, carente
de casas a su alrededor, ausente de testigos. Otra vez parecía
el robo la causa del asesinato, la víctima alguien con dinero,
un hombre modesto y trabajador. Ahora sí la zona se llenó de
policías, guardias civiles, intervino el juzgado de instrucción
de Getafe.
Lo primero que ordenó el juez fue detener a Nemesio,
aquel hombrecillo que fue interrogado para saber qué había
hecho en cada momento, por qué no avisó de la ausencia de
su hermano. Llevaba apenas una semana cuidando el ganado
del señor Claré, viviendo cerca de Madrid, y ya había tenido
que contemplar la muerte de Marcos, verse en un calabozo.
Sus declaraciones debieron reflejar el miedo a la situación, el
no atreverse a avisar a nadie para no cargar las culpas sobre
104
su hermano por aquella inexplicable ausencia. Se le puso en
libertad al día siguiente para que volviera con sus ovejas, a la
vida que acostumbraba. Cuando los reporteros lo buscaran él
se limitaría a repetir una y otra vez su versión, decir que no
sabía nada más.
Casi todos guardaban silencio. Colaboraban a desgana
con la policía, dando los datos precisos pero nada más. Se
quiso reconstruir el camino seguido por Marcos. Había
llegado al bar, le dieron un billete de cincuenta pesetas y
extrajo de su cartera una a una las veintiuna de vuelta. Todo
el mundo en el bar debió verlo, pero la mayoría trabajaban
para el mismo jefe, también había soldados del aeródromo
pero esos pertenecían a la jurisdicción militar y no se les
podía interrogar.
Dijo desde el principio que quería ir a afeitarse, pero
se entretuvo charlando con algunos compañeros. Era difícil
imaginar que alguno de ellos, testigo de que recibiese ese
dinero, fuera el autor del crimen. A fin de cuentas, casi todos
trabajaban para Claré, todos habían ido allí a cobrar su jornal
semanal, lo mismo que Marcos. Es cierto que algunos de los
presentes no eran unos elementos muy recomendables,
algunos resultaban mal encarados, bravucones, de oficio
―valientes‖ como se decía entonces, pero eso era lo habitual
por aquellos contornos donde menudeaban mujeres ―de vida
airada‖, bares de dudosa nota, que vivían a costa de los
soldados del campamento.
Al parecer, se le hicieron las nueve hablando con un
viejo que así se lo contó al juez. ―Le dije que ya no fuera a
afeitarse, que habían cerrado‖. Entonces se fue por el camino
105
de ―La Canaleja‖, el más directo que había para llegar a su
majada. Además, el otro camino atravesaba campo militar y
los centinelas no lo dejarían pasar después de las ocho y
media, en que había toque de queda.
Por el camino que siguió andaban sobre esa hora la
propietaria de un ―café de camareras‖ y su hija, acompañadas
por dos sargentos. No vieron nada. Tampoco el centinela que
se encontraba a trescientos metros del lugar donde fue
asesinado. No oyó ruido de lucha ni gritos, solo silencio. Se
dijo que el o los asesinos debían ser conocidos de Marcos,
que los dejó acercarse hasta el extremo de ser golpeado en la
cara, rematado cuando se encontraba en el suelo, sin emitir
un grito. Tampoco ladraron los perros que lo acompañaban,
señal de que los agresores les resultaban familiares. Por ello
se detuvo a Nemesio aunque, al escuchar a aquel hombrecillo
balbuceante, el juez debía saber sobradamente que no era el
asesino. No tenía envergadura ni arrestos para matar a su
hermano.
En el bar nadie sabía nada, todos callaban. El que sí
dio algún dato interesante fue Cipriano Pérez, el cuñado de
Marcos y responsable de haberlo traído hasta allí. Comentó el
carácter austero y ahorrador de la víctima, pero también
señaló un nuevo detalle: ―Hablaba con entusiasmo‖ dijo, ―de
la mujer que le lavaba y le cosía la ropa. Mi mujer y yo
creímos que tenía mucho interés en ella‖.
¿Lo podían haber matado por celos? Aquella
lavandera quizá se entendiese con Marcos y, estando casada,
había provocado aquella desgracia. El juez se puso a
investigar quién era y dónde vivía.
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No fue difícil porque Maura Pérez era muy conocida
tanto en la base como entre los pastores, para muchos de los
cuales había servido del mismo modo, cosiendo y lavando.
Sin embargo, había dos hechos que desvirtuaban las
sospechas de Cipriano. En primer lugar, Maura era una mujer
sin tacha, de conocida honradez y magnífica reputación. Por
otra parte, su labor había terminado el 31 de julio de aquel
año, cuando a su marido Domingo, vaquero de profesión, le
ofrecieron una lechería en Carabanchel Bajo. En esa fecha se
trasladaron lejos y perdieron todo contacto con la gente de
alrededor del aeródromo.
Llamado Cipriano de nuevo a declarar, éste explicó
que se le había entendido mal: no se refería a esa primera
lavandera sino a la que la había sustituido en sus tareas, una
tal Amparo Fernández, casada también y con un chico de diez
años al que Marcos ofreció entrar a trabajar con él de
ayudante para aprender el oficio de pastor. De ella nadie
sabía dónde vivía, dónde encontrarla. ―Ha desaparecido‖
afirmaba algún periódico, cuando la realidad es que Amparo
estaba en su casa tranquilamente e ignoraba que la buscaran.
Mientras tanto, ya había otro detenido. Por lo que
parece, la policía estaba interrogando a todos los pastores y
personas que vivieran cerca, aunque la verdad es que eran
pocas porque casas no había ninguna por las cercanías. Les
preguntaban dónde habían estado a la hora en que se supuso
cometido el crimen, en torno a las nueve y media de la noche.
Muchos de ellos se encontraban en algún bar o en su casa con
su familia, algunos aún andaban recogiendo el ganado.

107
Uno de ellos, con mala fama entre sus compañeros
por bravucón, era José García de la Iglesia, pastor de treinta y
ocho años. Trabajaba para un comandante de Artillería
llamado Sarabia, y según decían disfrutaba de una amistad
muy cercana con el asesinado. Al preguntarle dónde había
estado después de las ocho y media no pudo presentar
testigos, se enredó en vaguedades y contradicciones. Aquello
de las contradicciones era una señal inequívoca en la época
de que el sujeto interrogado ocultaba algo y hacerlo ante la
policía suponía reconocer algún delito. El testigo que temía
comprometerse de alguna forma que no acertaba a saber, o
que ocultaba alguna pequeña falta por miedo, los que se
aturullaban frente a los interrogadores, estaban seguros de
entrar en el círculo de sospechosos. Por ello la mayoría de la
gente pobre y de vivir incierto pensaba que lo mejor era
negarlo todo, no abrir la boca aunque te pegaran, no
comprometerse en nada.
Sin embargo, debió verse muy apurado. Al ser
detenido se le encontró una garrota con inequívocas manchas
de sangre. Por entonces se afirmaba que el golpe inicial, el
que había vaciado el ojo de la víctima, debía haberse hecho
con un instrumento semejante uno de cuyos nudos había
tenido tal efecto. La herida de la nuca, en cambio, se efectuó
con algo parecido a un machete.
José se defendió diciendo que aquella era sangre de
oveja, de una que había tenido que matar en agosto. Se llevó
la garrota al laboratorio para su identificación. Mientras se
comprobaba su naturaleza animal, como así sería, se pidió al
comandante Sarabia que testificara sobre su trabajador. De
108
repente, ese hombre de malos antecedentes, valiente y
fanfarrón, se volvió un hombre honrado y cabal cuando su
jefe testificó decididamente a su favor. El respeto al
testimonio militar era grande en aquel tiempo.
Es cierto que se ponía gallito con sus compañeros
pero con alguno habría que hacerlo para sobrevivir. También
debía conocer la fama de ahorrador de su amigo Marcos pero
¿quién no sabía de ella? Cuando llegó el informe del
laboratorio de que la sangre del garrote no era humana, el
juez ya no pudo retenerlo más.
Mientras tanto, se seguía buscando a la segunda
lavandera. Finalmente se la encontró. Era hija del guarda de
la viña que había hablado con Nemesio aquella noche. No
había desaparecido ni escapado a la acción de la justicia.
Simplemente nadie sabía dónde vivía con su marido y su hijo.
Sus afirmaciones eran extrañas, las de su marido aún más.
Ella dijo conocer a Marcos solo de vista, dado que también
trabajaba para el señor Claré. Afirmó que nunca le había
lavado ni cosido la ropa, que no podía declarar más porque
no sabía nada.
Bueno, debió pensar el juez, a fin de cuentas el
cuñado solo ha mencionado el interés que tenía por ella el
fallecido, nunca que ella le correspondiera. Es posible que
Marcos, un hombre soltero de cierta edad, mirara a las
mujeres de su entorno con el deseo propio de un soltero pero
nada más. Sin embargo, cuando la policía habló con el
marido éste, después de ratificar todo lo dicho por su mujer,
afirmó que llevaba varios años trabajando para el señor Claré.
Cuando los agentes fueron a comprobarlo de forma rutinaria,
109
resultó que solo llevaba algunos meses en su tarea. Es más,
Doroteo, que así se llamaba el esposo de la lavandera, había
hablado días antes con sus jefes para pedirles que, si
preguntaba la policía, dijeran que llevaba no menos de tres
años en su labor, en vez de los cuatro meses que eran en
realidad.
Ciertamente, que trabajara más o menos tiempo era
irrelevante para el caso, de ahí la natural extrañeza de
reporteros y policías, que achacaron esa reacción a querer
mostrar un arraigo en la zona que los hiciera menos
sospechosos. Era obvio, como siempre, que habían sabido
días antes que la policía los buscaba y, en vez de presentarse
a declarar como buenos ciudadanos, intentaban no ser
implicados, ocultar sus huellas y testimonios. El temor del
pobre e ignorante frente a la autoridad.
El interés de mencionar a esta cohorte de sospechosos
es el de trazar una semblanza del tipo de personajes
implicados en aquella zona que lindaba con Madrid, que
empezaba incluso a disfrutar de un tranvía que le llevaba a la
capital pero que, sin embargo, se movía aún en un mundo
rural. Allí había propietarios de tierras como Antonio Claré,
bares y negocios, ganado y huertas. Serían aquellos que en
aquel tiempo o más adelante invertirían sus capitales en la
construcción de nuevos barrios en el centro, unos alojando a
la nueva burguesía de la que formaban parte y otros para
albergar a la población inmigrante.
Sirviendo a sus intereses había llegado una población
desde pueblos en provincias cercanas que se colocaban como
sirvientes e iban prosperando de forma modesta. Junto a ellos
110
se encontraba también un mundo envilecido poblado de
rufianes y truhanes, mujeres de mal vivir, capaces todos de
desplumarte en cualquier camino, de borrar su rastro por
medio del crimen. En todos ellos predominaba luego, ante las
autoridades, la ley del silencio, solo rota de vez en cuando
por alguien debidamente presionado por la policía, capaz de
delatar a cambio de verse libres.
La historia del soldado que vendía sus zapatos salió a
relucir dos semanas después de cometido el crimen. Un
pastor de apenas trece años conocía bien a Marcos. Como
todos, sabía de su cartera de piel de gato donde llevaba sus
ahorros, su carácter ahorrativo, reservado. Su importancia
para el juez se debía, sin embargo, a que aún no tenía la
malicia suficiente para callar y no meterse en líos. De hecho,
había sido testigo esa tarde de una escena que dio qué pensar
al juez.
Estaba a punto de irse de la zona cuando vio a Marcos
con un hombre sentado al pie de tres chopos, cerca de donde
sería asesinado horas después. Estaban discutiendo sobre la
venta de unos zapatos que aquel hombre le ofrecía. El pastor,
que miraba cada céntimo que gastaba, decía que eran buenos
zapatos, de los de tipo militar dijo el testigo, pero que le
parecían caros. Hablaron, regatearon sin llegar a un acuerdo.
El muchacho dijo al juez que tenía acento catalán o
valenciano, que no vestía de soldado pero debía serlo. Al
parecer, el hombre se llevó sus zapatos hasta el guarda de la
viña, volvieron a regatear y éste le dijo que se los compraba
pero que no podía llevarle el dinero hasta el día siguiente.

111
―No puede ser‖ contestó el vendedor, ―necesito ese dinero
para esta noche‖.
¿Quién era el soldado que decía necesitar tan
perentoriamente el dinero? ¿Se impacientó por la tardanza y
la necesidad apremiante y decidió llevarse el dinero de aquel
pastor? El juez, a estas alturas, ya había hecho prudentemente
una gestión: comunicar a Capitanía General de Madrid sus
dudas sobre la jurisdicción de aquel crimen cometido en
terrenos militares. Capitanía ni le había respondido ni había
pedido su inhibición en la causa, de manera que el juez
instructor siguió actuando hasta entonces.
De todos modos, la posible implicación de un soldado
en la muerte de Marcos aceleró súbitamente las decisiones de
las autoridades militares, que reclamaron el caso designando
como nuevo juez instructor al comandante Eugenio Garc ía,
que habría de llevarlo hasta el final.
Se filtraron las noticias de que ningún soldado se
había presentado ante sus jefes para mostrarse como aquel
que se relacionó con Marcos. Si no tenía nada que ocultar
¿por qué no salía a la luz? ¿Cabía que hubiera robado las
botas a un compañero? El instructor se aseguró de que nadie
había denunciado tal cosa en el campamento. Con el temor de
la implicación de alguno de los soldados hizo examinar cada
machete y arma cortante del aeródromo. De todos modos, a
esas alturas estaba empezando a descartarse la intervención
de un machete militar, arma con poco filo, bastante roma, e
incapaz de hacer un corte tan limpio y profundo como el que
se había asestado al pastor. Se pensaba en un hacha e incluso
en una podadera. Además, la ausencia de ruido y gritos, el
112
hecho de que los perros tampoco ladraran, permitía suponer
que el o los asesinos eran bien conocidos para Marcos.
El periodista del Heraldo de Madrid, el diario que más
estaba siguiendo el caso, estuvo andando por la zona,
preguntando a los pastores. Él mismo percibía que traspasaba
los límites marcados por un periodismo testigo para pasar a
ser un investigador al modo policial. Incluso acudió al lugar
del crimen para remover la hierba y examinar el terreno en
busca de pruebas, sobre todo después de saber que la policía
acababa de encontrar un mango ensangrentado de hacha
enterrado en las cercanías.

―Al pasar frente a la Escuela de Aviación, donde


se ha instalado e] juez, sentimos vehementes
deseos de saludar al digno magistrado de la
justicia. Vacilamos, empero. No estamos
presentables. El polvo ha dado un tono gris claro
a nuestro obscuro indumento.
No importa. El comandante García Lavín se dará
cuenta... Y nos hacemos anunciar‖ (El Heraldo de
Madrid, 3.10.1924, p. 3).

Resulta curioso imaginar esta escena tan alejada de la


relación actual entre periodistas y jueces. A principios de
siglo, los reporteros entraban en los Juzgados como Pedro por
su casa. Recorrían los pasillos, sobornaban a los ujieres para
que les diesen información, se permitían incluso atisbar en las
salas donde el juez interrogaba a los sospechosos, los
abordaban tranquilamente al salir. En su derecho a informar,
113
del que presumían, llegaban a ―perseguir‖ materialmente a
los jueces en el tranvía que los llevaba a su casa, en la calle,
para hacerles preguntas. Los mismos jueces permitían estas
situaciones como parte de su servicio, podríamos decir. En
concreto, citaremos al juez Páramo, el del caso anterior.
Comentaba a los reporteros que él estaba abierto a todo tipo
de información y citaba en particular a una señora que había
irrumpido en su casa cuando el juez estaba con su batín y
dispuesto a dormir.
La señora, voluminosamente embarazada, le había
dicho que tenía que resolver el caso de Dolores Bernabéu
porque, de otro modo, a ella le sería imposible dar a luz. Al
tiempo que decía tal cosa, la chiquilla pequeña q ue había
traído con ella entraba a saco en el salón del juez derribando
varias figuritas de porcelana. El pobre señor Páramo se las
vio y deseó para proteger las más valiosas mientras trataba de
tranquilizar a esa madre desequilibrada que, no solo
amenazaba con dejarle sin dormir (como así había pasado,
confesó el juez) sino con destrozarle los adornos de la casa.
De manera que el hecho de que un periodista se
presentara de sopetón en el despacho del juez para hablar con
él, cubierto del polvo de su recorrido por aquellos campos en
busca de pruebas que aportar a la causa, no era demasiado
extraño. De todos modos, cada vez más los jueces imponían
restricciones al trabajo de los reporteros que, en ocasiones,
daba demasiadas pistas a los acusados e incluso terminaban
por enredar la madeja de las sospechas de unos y otros,
originando entre otras cosas un sinfín de anónimos a los que
prestar atención.
114
El juez Eugenio García recibió amablemente al
corresponsal del Heraldo, aprovechando la ocasión para
pedirle un cambio de actitud a través del fiscal militar que lo
acompañaba:

―El coronel Piquer declara:


-De momento, nada podemos decir, porque no
hay nada concretamente. Si algo dijésemos,
pecaríamos de imprudentes.
Además, no debemos decirlo. Yo agradecería
vivamente a la Prensa que se abstuviera durante
unos días de hacer información sobre este asunto.
Cualquier imprudencia puede poner en guardia al
asesino y esterilizar, o dificultar, al menos, que al
fin triunfe la justicia.
Y como temeroso de haber expresado su
pensamiento con rudeza, añade en un tono de
sinceridad que no deja lugar a dudas:
—Yo estimo en lo mucho que vale la cooperación
generosa y decidida de la Prensa. Yo he leído con
verdadera fruición las informaciones del
HERALDO DE MADRID, interesantísima la
última de ellas. Pero convengan ustedes conmigo
en que ha llegado la hora del silencio, si ha de dar
la justicia el fruto en sazón. En cuanto podamos,
hablaremos. La información periodística no
padecerá en lo más mínimo por que abran ustedes
un pequeño paréntesis. Por el contrario, el interés

115
del público subirá de punto con este silencio
momentáneo‖ (Idem).

Ese fiscal sabía a quién estaba hablando. El Heraldo


se había caracterizado por tratar el caso con asiduidad y una
larga información diaria donde se habían seguido las idas y
venidas del juez, los sospechosos que entraban en prisión
para quedar libres días después. Era un periódico honorable
frente a los militares y, además, los paseos por senderos
polvorientos del reportero mostraban hasta qué punto
carecían de información para seguir manteniendo la tensión
del público y las ventas del periódico. De manera que se
otorgó ese paréntesis solicitado, necesario para realizar una
investigación bastante especial, como meses después se vería.
Durante varios meses nada más se supo del crimen de
Carabanchel Alto, como se le había conocido. Ni una
información, ninguna referencia. En noviembre salió una
plaza de ebanista para trabajar en los talleres del campamento
militar. La obtuvo un joven llamado Quintín Serantes,
cumplidor de su tarea, gustoso de tratar a sus compañeros y
hablar de todo lo que sucedía alrededor del campamento,
incluso de aquel crimen del que se había dejado de hablar.
También se hizo asiduo del bar Claré donde departía con el
dueño, sobrino del propietario, con su ayudante, cuñado del
anterior. Se hizo amigo de todos, escuchó confidencias,
parecía de fiar. Serantes era agente de policía.
Sin embargo, no fue su acción la que sacó el tema de
nuevo a las páginas de los periódicos. El 7 de marzo de 1925
un hombre que dijo ser legionario en África se presentó en las
116
prisiones militares y pidió hablar con el oficial de guardia.
Cuando éste se presentó dijo llamarse Juan Otero, desertor de
la Legión. Quería dejar de huir y reconocer sus faltas, entre
ellas haber asesinado al pastor Marcos Felipe con un hacha
aprovechando una estancia temporal que tuvo en
Carabanchel. ¿Era él el soldado de las botas? Afirmó que no.
Según el Heraldo, que volvía a la carga con nuevas
informaciones, el legionario había ido a tomar unos vinos al
bar Claré cuando observó al pastor que cobraba su pa ga y la
metía en una cartera que parecía abultada. Cuando vio que
salía lo siguió, se hizo el encontradizo con él, que se fio al
verlo de uniforme. En un momento determinado le golpeó
con el mango del hacha y, una vez en el suelo, le dio un tajo
en la nuca. Después le robó todo el dinero que encontró y se
dio a la fuga.
¿Se había resuelto el caso con aquella confesión
espontánea? El juez, que empezaba a perseguir otra pista sin
que nadie lo supiera aún, desconfiaba. Se hicieron
averiguaciones. Se supo entonces que este hombre había
servido en el regimiento de los Lanceros de la Reina. Por
diversas faltas en el servicio que no se especificaban había
sido enviado a una brigada disciplinaria en Melilla. Allí no se
había enrolado en la Legión sino que, al dar muestras de
locura, se le había enviado al hospital militar de Carabanchel
para ser tratado.
Estaba allí cuando sucedió el crimen, oyó hablar de él,
se enteró de todos sus detalles. Sin embargo, no podía
haberlo cometido puesto que estaba vigilado en el hospital.
Cuando el juez le puso delante todos estos datos que había
117
averiguado, Juan Otero negó cualquier participación en el
asesinato. Finalmente, fue enviado con su familia, para ver si
podían hacer algo con él.
Cuando la atención psiquiátrica dejaba tanto que
desear entonces, no era extraño que ―los locos‖
protagonizaran sucesos como el referido, también crímenes.
Era difícil diagnosticarlos, tratarlos. Si eran peligrosos se les
encerraba en manicomios de por vida, si no se les dejaba a
cargo de la familia que, incapaces de hacer algo con ellos,
terminaban por olvidarlos en su locura o dejar que se
marcharan sin destino definido.
Este hecho pareció haber desencadenado los
acontecimientos en torno al caso. El 22 de marzo el juez
García decretó la detención de numerosas personas,
sospechosos como autores del crimen o por su encubrimiento.
Fueron:

- Basilio González, un mendigo que vivía en los


alrededores del aeródromo alimentándose de las
sobras del rancho que se repartían cada noche.
- Segundo Ibáñez, el arrendador del bar Claré, sobrino
del propietario.
- Vicente López, cuñado del anterior y ayudante en el
bar.
- Práxedes García, cocinera del bar.
- Aquilino López y José Rodríguez, sirvientes en casa
de Antonio Claré y que se encontraban en el bar
cuando fue hasta allí el pastor Marcos Felipe.

118
Asimismo, destacó agentes para que fueran hasta el
pueblo madrileño de Fuensalida a fin de detener a un
hortelano llamado Rufo López, ―el Agujas‖.
¿Qué sucedía para que tuviera lugar esta cadena de
detenciones? El policía destacado en el campamento militar
había tomado nota de varias conversaciones, rumores,
comentarios. Algunos señalaban como testigo privilegiado
del crimen al mendigo Basilio Fernández.
Fue por ello que el juez mandó que se lo trajeran hasta
su despacho y allí lo interrogó una y otra vez. Durante cierto
tiempo el mendigo se resistió diciendo, como todos los
demás, que no sabía nada. Tras amenazas de hacerle partícipe
del crimen y al demostrar el juez que sabía más de lo que
Basilio podía imaginar, terminó confesando todo.
Al parecer esa noche fue a recoger el rancho hasta el
campamento cercano. Se cruzó con Marcos, se saludaron y
hablaron un poco antes de seguir su camino. A la vuelta por
el mismo sendero de La Canaleja, observó a dos individuos
apostados en la cuneta, semitumbados. Dijo que los identificó
como Rufo López y José Rodríguez, se dirigió a ellos, pero
los interpelados huyeron alejándose entre las sombras de la
noche.
Eso bastaba para detener a los señalados pero hubo
más. Basilio fue hasta el bar al día siguiente y, hablando del
crimen, dijo lo que había visto. Según afirmaba, le
conminaron y hasta amenazaron para que no dijese nada a la
policía. Ese encubrimiento es el que había motivado su
negativa a declarar cuando fue preguntado por la po licía en
septiembre y dijo que él no sabía nada.
119
Todos los acusados que estaban en prisión lo negaron
todo desde el principio. Rufo López y José Rodríguez habían
estado en el bar aquella noche pero nada más, no siguieron al
pastor, no se apostaron en la cuneta del camino, no huyeron
cuando Basilio les reconoció. Los miembros del bar no
habían escuchado antes tales historias, no habían encubierto
nada porque nada habían sabido.
Forcejeos con el juez, interrogatorios intensivos,
careos de unos con otros, no dieron lugar a confesión alguna.
El sumario siguió adelante. El comandante García prefirió no
acusar de encubrimiento a los del bar y los fue soltando,
máxime cuando Antonio Claré volvió de sus negocios en
Segovia y afirmó la respetabilidad de todos ellos, en
particular sus parientes arrendatarios del bar.
El sumario se dio por concluido en abril de aquel año.
El juicio militar, consejo de guerra contra los dos acusados,
se fijaría finalmente para el 1 de julio de dos años después, en
1927, tiempo en que ambos permanecieron en prisión.
Cuando tuvo lugar su desarrollo fue atípico. El fiscal
solicitaba de entrada cadena perpetua para ellos, mientras que
los dos defensores negaban los hechos y solicitaban la
absolución. De hecho pidieron una reconstrucción del crimen
en el mismo lugar donde tuvo lugar, a fin de comprobar si el
testimonio del único testigo, Basilio González, era válido o
no.
Con la anuencia del fiscal y, por supuesto el juez, el
tribunal se constituyó en el sendero de La Canaleja para
llevar a cabo la simulación de lo sucedido. Se hicieron varias
pruebas a la misma hora: los dos acusados se embozaron y
120
huyeron a la vista de Basilio, del mismo modo que lo
hicieron otras parejas de personas. El testigo no pudo
identificarlos en ningún caso.
La principal prueba de cargo se derrumbaba. Fue el
momento de recordar que el mendigo, a fin de cuentas, era
―un alcohólico degenerado y un cretino‖ al decir de uno de
los defensores. Todo lo demás eran indicios que, desde un
punto de vista actual, resultan sonrojantes como pruebas. Así
por ejemplo, se sabía que Rufo López disponía de un cuchillo
de horticultura llamado tranchete. El fiscal sostenía que esa
arma podía ser la empleada en el crimen. Le resultaba muy
significativo además que, cuando se encontraba en la Cárcel
Modelo y fue interrogado sobre ello, Rufo se desmayó por la
impresión. El defensor argumentaba que podía haberse
desmayado ante el hecho de que se acumularan pruebas
contra él. Era difícil imaginar que este hortelano, que tenía el
tranchete como herramienta de trabajo habitual, pequeño,
aparentemente débil, fuera capaz de sajar casi la cabeza de un
hombre. Del mismo modo, las referencias del fiscal a que
José Rodríguez sabía trocear carne no se sostenían como
prueba alguna.
Cuando llegó al juicio un perito médico afirmando
que las heridas del fallecido no habían sido causadas por un
tranchete sino por otro tipo de hoja más parecida a una
podadera, lo poco que quedaba de la acusación se dio por
acabada.
Con los argumentos del fiscal para cambiar de opinión
pidiendo la libre absolución de los acusados, el lector puede

121
hacerse una idea de la retórica que acompañaba a una
rectificación en toda regla:

―Analiza el fiscal el hecho de autos en un


brillante escrito de acusación.
Habla de la desorientación que existió desde el
primer momento para descubrir a los autores del
crimen. Estudia el resultado de la prueba, de la
que dice que la de indicios es de las más difíciles
de apreciar, y sobre todo de aquilatar su
verdadero valor. ¡Cuántas veces es la de indicios
una prueba plena que la fatalidad arroja sobre un
individuo y hace que se le pueda condenar por
ello, siendo inocente; y por el contrario, cuántas
también no existe indicio alguno contra personas
de las que tenemos la seguridad íntima que han
cometido determinado hecho delictivo!
Concluye diciendo que es un hecho cierto la
muerte del pastor, que no es menos cierto también
que, a pesar de todo el trabajo, de todo el celo y
de toda la actividad desplegada, la justicia
humana no ha podido llegar a conseguir saber
quién o quiénes sean los autores del crimen que
ha originado esta causa. Pero por encima de esa
justicia hay otra, que es infalible: la justicia
divina, de la que nadie se libra, de la que no se
librarán los autores de la muerte del pastor
Marcos Felipe.

122
Termina el Sr. Jordán de Urríes su brillantísimo
informe pidiendo al Consejo la absolución de los
procesados‖ (El Heraldo de Madrid, 1.7.1927, p.
2).

De manera que, como tantos crímenes ocurridos en


descampado y al amparo de las sombras nocturnas, los
culpables nunca fueron hallados. Se ignora si la justicia
divina los castigó por el asesinato de aquel pobre pastor
ahorrativo, austero y reservado que fue Marcos Felipe,
merecedor como tantos otros de una suerte mejor.

123
124
Crimen de Morga

Cuando se investiga la crónica negra de aquellos años


se encuentran tipos de crímenes que se repiten: las reyertas a
la salida de una taberna son muy frecuentes, con ―valientes‖
tirando de navaja por deudas, viejos resentimientos,
enfrentamientos a veces nimios; los crímenes pasionales se
presentan con regularidad, casi siempre de un hombre que
siente celos ante la mujer que pretende o que es rechazado
por ella; más eventualmente se encuentran asesinatos
cometidos en despoblado donde es el robo el motivo
fundamental.
Dentro de los crímenes pasionales resulta algo más
extraño pero no inusual encontrar uno como el que está
asociado a la localidad vizcaína de Morga, aunque en
realidad se llevara a cabo en la carretera de salida de
Amorebieta, término colindante.
Pese a que la confesión de los implicados fue
vacilante, desde la completa negativa hasta la aceptación final
de parte de los hechos, es posible reconstruir todo lo que
sucedió.
Morga es una pequeña localidad de Vizcaya. Hoy en
día apenas supera los cuatrocientos habitantes. Con un
pequeño núcleo ciudadano la población se repartía, como era
habitual, en caseríos con sus tierras, huertas y campos. En
uno de ellos, el de Eguizkabarrena, vivía un matrimonio
formado por Miguel Torres, de 40 años, y María Elorza, de
38. Por un alegato del defensor de ella, sabemos que llegaron
al matrimonio los dos solteros, pero cada uno progenitor de
125
un niño que habría de unirse a la prole que empezó a nacer
tras el casorio hasta totalizar seis hijos, muchos de corta edad
cuando sucedieron los hechos.
Ella, recalcó el fiscal, tenía diecisiete años cuando se
puso a servir y al poco quedó embarazada, no se dice de
quién ni en qué circunstancias. Podemos imaginar que no
puso muchas restricciones morales a gozar de una vida sexual
plena, pese a la reconvención social. Sobre eso insistió el
fiscal para denigrarla y hacerla principal responsable de lo
sucedido.
Uno de los vecinos de la pareja era soltero, José
Eizaguirre. Se dispone de fotos suyas, un hombre de treinta
años, fornido, cara cuadrada y bigote recio, la boina bien
calada. No tiene aspecto de campesino, debía resultar un
hombre atractivo para María Elorza. Ella aparece en las
imágenes de la época siempre abrazada a su hijo más
pequeño, de apenas seis meses. Tiene aspecto de campesina
pero parece, pese a no ser muy alta, una mujer fuerte y
decidida. Mira a la cámara con cierto escepticismo, como se
observa por el movimiento circunflejo de sus cejas o las
arrugas horizontales que se adivinan en su frente.
El defensor, pretendiendo disculparla, habló de que su
marido se olvidaba de ella, le negaba incluso lo necesario
para vivir, para vivir al no darle en ocasiones dinero. No
sabemos si era un recurso de su oficio intentando hacerla
parecer víctima. Sin embargo, de Miguel Torres nadie se
atrevió a decir que se gastara el dinero obtenido por la venta
de sus productos hortofrutículas en mujeres ni en juego.
Debía ser, simplemente, un hombre tosco que ofreció a
126
aquella madre soltera y joven una salida a una situación que
se adivinaba poco prometedora para su vida.
Los vecinos se conocen, se tratan, se piden y dan
favores cuando hace falta. A fin de cuentas, tanto Miguel
como José se dedicaban a lo mismo, ambos vendían sus
productos en localidades cercanas, así que cargaban todo en
un carro y marchaban juntos al mercado de Amorebieta, el
más cercano y de mayor movimiento.
Entre María y José surgió una chispa de amor. Se
afirma que todo el pueblo sabía que se entendían, salvo el
marido. Una situación típica, nadie se atrevía a levantar la
liebre ¿quién le dice a un amigo que su mujer le engaña?
Mejor no meterse, cada uno en su casa y no entrar en líos que
se sabe cómo empiezan pero no cómo terminan.
No sabemos cuánto duraba la relación entre ambos. Es
de suponer que su último hijo sería del marido, nadie dijo
otra cosa, ni siquiera lo insinuó el fiscal que habló de forma
muy general:

―Dirigió principalmente los cargos contra María


Elorza, mujer de la víctima, de la cual ha dicho
que por su constante inmoralidad había originado
el hecho criminal de que se la acusaba‖ (El Sol,
22.1.1926, p. 3).

En alguna de sus declaraciones, Eizaguirre mencionó


que el marido de María la maltrataba, pero luego no se adujo
en el juicio como atenuante. Es probable que, como veremos,
los acusados y en particular Eizaguirre iban improvisando su
127
defensa de modo intuitivo, sin saber bien a qué recurrir para
descargarse de culpa.
Lo cierto es que no hubo justificación objetiva, social,
que paliara su culpabilidad. Por eso María Elorza, cuando
llegó detenida a la cárcel de Guernica, fue muy mal recibida
por otras presas, que la increparon y quisieron lincharla allí
mismo. Cuando llegaron a la Audiencia para su juicio en
medio de una gran expectación, dos mil personas les
aguardaban para recibirlos con una sonora pitada, abucheos y
gritos.
Vayamos a los hechos en sí. El 27 de octubre de 1925
los tres protagonistas de esta historia marcharon con un
cargamento de patatas hasta el mercado de Amorebieta, como
otras veces. Apenas hay 18 km por carretera hoy en día, pero
atravesando senderos por el campo la distancia se acorta.
Vendieron las patatas hasta bien entrada la mañana sin
que nada alterara el clima habitual del mercado. Luego
fueron a comer a casa de los padres de María, que allí vivían.
La sobremesa fue larga. El trabajo ya estaba hecho y solo
hacía falta volver, si alguno bebía de más tampoco importaba
mucho, porque podía ir sentado en la carreta vacía.
Miguel Torres bebió bastante, según se dijo en el
juicio. Para el fiscal, sus dos asesinos lo emborracharon para
cometer su crimen posteriormente. Es dudoso que fuera así,
cada uno bebe en aquella tierra lo que desea beber.
Simplemente, Miguel empinó el codo más de la cuenta, es
posible además que tuviera mal vino.
A las ocho de la noche emprendieron el camino de
vuelta. No había problema, se lo sabían de memoria.
128
Entonces, a la salida de Amorebieta, cuando no llevaban
mucho trecho recorrido, empezó una disputa entre los dos
hombres. Eizaguirre no fue claro al respecto. Dijo algo, según
manifestó, que debió sentar mal a Torres. Éste,
sorprendentemente, le recriminó su relación con María.
Según esto, el marido parecía saberlo cuando todos afirmaron
que no sabía nada. Claro que tampoco iba a pregonarlo por
ahí. Eizaguirre volvió a insistir en que él le reprochó al otro
que pegara a su esposa pero suena a excusa.
De manera que el detonante no sabemos cuál fue, qué
clase de palabras se cruzaron, por qué aquellos dos vecinos se
pudieron a pelear a brazo partido en el camino, a darse
puñetazos y golpes. ¿In vino veritas? ¿El alcohol ingerido le
soltó la lengua al marido? ¿Los acusó de adúlteros?
¿Eizaguirre, viéndose descubierto, decidió acabar con todo?
¿Fue un reproche suyo al marido por cómo trataba a su mujer
lo que desencadenó el odio que sentía Miguel hacia él? ¿Fue
una provocación del amante para forzar el enfrentamiento y
matarlo? Todo cabe imaginar.
María quiso separarlos pero estaban tan enzarzados
que, temerosa, se fue a una cuneta escondiéndose detrás de
unas matas. Allí oyó los ruidos de la pelea. Eizaguirre era
fornido, como decimos, pero parece que Miguel no lo era
menos, es difícil juzgarlo a través de las fotos de su cadáver
envuelto en un lodazal. El caso es que el primero lo dominó
echándole las manos al cuello y apretando hasta
estrangularlo. Para asegurarse de su muerte, le infirió luego
cinco cuchilladas, dos de ellas en el corazón.

129
Según dijo María, la mujer se había quedado
temblando tras aquellas matas sin intervenir ni saber qué
estaba pasando. Al poco llegó Eizaguirre, no se sabe lo que le
dijo, qué hablaron aquella terrible noche. Todo hace indicar
que, pese a la premeditación y alevosía de la que hablaba el
fiscal, todo fue improvisado, sus acciones posteriores torpes y
contradictorias.
Él le dijo al recogerla tras las matas: ―Ya no te pegará
más‖ pero eso lo afirmó cuando sostenía la violencia que
ejercía el marido sobre la mujer. Luego no insistió en tal
cosa. Por sus acciones posteriores debieron hablar
nerviosamente, preguntarse qué hacer a continuación.
Llevaron el cadáver en el carro mientras ellos iban
andando, hablando. No se cruzaron con nadie aquella noche
aciaga. Cuando alcanzaron el caserío de Morga ocultaron el
cuerpo debajo de un montón de ramas, aún sin saber cómo
deshacerse de él. Dos días tardaron en decidirse, señal
inequívoca de falta de planificación en aquel crimen. Dos
días en que el cuerpo estuvo en los terrenos del caserío,
semioculto. Cualquiera lo podía encontrar, debieron decirse,
hay que hacer algo más definitivo: enterrarlo.
En la noche del 29 de octubre fueron a las cuatro de la
madrugada hasta donde estaba el cuerpo. Eizaguirre cavó una
zanja y allí lo metieron. Su asesino pensaría que de ese modo
lo ocultaba definitivamente, que nadie daría con él. Cuando
tuvo que reconocer su crimen sería muy ambiguo respecto a
la localización del cuerpo, habló del camino de Amorebieta
en plena noche, el enterrarlo en una cuneta, no sabía dónde.
Por entonces sostenía que lo había estrangulado en un
130
arrebato, incluso en legitima defensa. Es de suponer que no
quería que se vieran las cinco puñaladas que hablaban de
ensañamiento. Pero ella siempre fue más débil, tal vez
pensaba que estaba menos implicada en la muerte por no
haber intervenido físicamente. Su defensor sostuvo que era
una mera encubridora.
Hay fotos de la exhumación. Una en particular resulta
llamativa: todos posan ante la cámara casi como si fueran un
grupo familiar, los acusados con ella permanentemente
abrazando a su hijo pequeño, los campesinos que van a
proceder a desenterrar el cadáver, todos con sus boinas bien
caladas, algún miembro del Juzgado mejor vestido. Todos
han detenido su labor para mirar fijamente a la cámara y
llegar hasta nosotros.
En la siguiente imagen aparecen algunos elementos
más, como un viejo guardia civil. Unos miran a la cámara de
nuevo pero la mayoría, incluso Eizaguirre con el gesto adusto
y las manos atadas delante, miran el cadáver de Miguel
Torres envuelto en barro, casi indistinguible. Tiene una mano
sobre su estómago, la otra se adivina extendida a lo largo del
cuerpo. Un ataúd espera para recoger sus restos.
Todo es sórdido, lleno de vileza y una aparente
frialdad en los testigos. Como si el barro sucio y pegajoso
envolviera no solo el cadáver, sino a todos los que lo
contemplan.
Retrocedamos al momento de enterrarlo. Nadie había
preguntado aún en el pueblo por él, se sabía que Miguel
Torres ganaba algún dinero en el muelle de Bilbao
quedándose por la capital vizcaína de vez en cuando. Se
131
supone que eran momentos aprovechados por los amantes
para mantener más viva que nunca su relación, algo que todo
el pueblo sabía y callaba.
Pero cuando ambos desaparecieron a la vez, cuando
alguien dijo que los había visto marchar juntos llevando
bultos y algunos enseres, así como a todos sus hijos, el
pueblo empezó a sospechar que la desaparición de Miguel
Torres podía deberse a algo bien diferente del trabajo en los
muelles de la capital.
Los dos amantes llegaron a Amorebieta. Su propósito
era atravesar la frontera por Hendaya y refugiarse e n Francia,
donde iniciar una nueva vida. Salvo el más pequeño, que aún
dependía de ella, los cinco chicos restantes no podían ir hasta
que no se establecieran. Por ello los condujo a casa de su
madre pidiendo que tanto ella como una hermana se hicieran
cargo hasta que pudieran avisar para enviárselos.
Fue entonces cuando María confesó a su madre lo que
había pasado. No tenía más remedio. Era imposible justificar
que marchara con Eizaguirre camino de Francia. Es de
imaginar a la madre asustada, atormentada por aquella
confesión que debía ocultar. Les ayudó pero, en el fondo, se
rebelaba ante aquella atrocidad.
Aunque con vacilaciones, el plan seguía adelante. Que
era improvisado se notaría en la frontera, cuando los guardias
les exigieron unos papeles que no se habían molestado en
preparar. Se vieron obligados a dar la vuelta sin saber bien
qué hacer. Volvieron a Amorebieta, buscaron un lugar donde
dormir, un bar con camas en la calle de Narrica. Hablaron
nerviosamente, ella dijo que él escribiera una carta
132
haciéndose pasar por su marido. Se la encontrarían a María
cuando fuera detenida días después. En ella supuestamente
Miguel Torres comunicaba a su mujer que marchaba a
Francia a trabajar y que no pensaba volver.
Mientras tanto, suponiéndolos en Francia, la madre de
María no podía dormir ni vivir con la carga de esa confesión.
De manera que finalmente marchó hasta el puesto de la
guardia civil y allí lo contó todo. Lo que no sabía es que su
hija estaba en la población, que sería detenida al cabo de
pocos días, cuando las pesquisas de los guardias dieran con
su alojamiento.
Eizaguirre había salido. Cuando volvía a la habitación
debió ver a la guardia civil en la puerta, tal vez llevándose a
su amante. Deambuló de un lado a otro. Entró en una taberna
para comer algo. El dueño lo reconoció, todo Amorebieta
sabía que era buscado. Pasó recado a la guardia civil y ésta lo
detuvo allí mismo.
Trasladados al Juzgado de Guernica, empezaron los
interrogatorios. Él negaba una y otra vez, ella apenas opuso
resistencia y fue confesando todo, finalmente hasta la
ubicación del cadáver. Las pruebas se fueron acumulando
contra ellos, se fue reconstruyendo lo sucedido, había pocas
cosas que se ignoraran. El motivo de la riña en el camino no
era un tema de interés, el crimen en sí estaba claro.
El juicio se celebró con sorprendente rapidez,
comenzando el 22 de enero de 1926. Ante una sala abarrotada
y expectante, se leyó la relación de los hechos. El fiscal
mencionó la palabra asesinato con agravantes (nocturnidad,
alevosía, despoblado), pedía dos condenas a muerte. Los dos
133
defensores adujeron cargos considerablemente menores:
Eizaguirre había actuado en legítima defensa, si acaso se
podría admitir un homicidio simple que implicara una pena
de seis años de prisión; María era encubridora de la acción de
su amante pero nada más, incluso mencionó la atenuante de
miedo insuperable. Según él, se había escondido tras las
matas ante el temor de lo que estaba sucediendo, sin
intervenir en ningún momento.
Los testigos aportaron muy poco, en realidad los
hechos estaban comprobados y admitidos. La batalla era
sobre todo legal, argumentos jurídicos que lanzarse unos
abogados a otros, atenuantes, agravantes. El tribunal no tuvo
piedad para ninguno de ellos, ni siquiera para una María
Elorza a la que se ve bajando las escaleras de la Audiencia
con gesto contrito, casi ocultándose del fotógrafo tras el
cuerpecillo de su hijo al que no parece haber soltado nunca.
En cambio, Eizaguirre se adivina orgulloso, hasta elegante
con un traje que debía ser inusual en él. Siempre parece estar
mirando hacia otro lado mientras el guardia que le acompaña
sí posa ante la cámara de un modo formal, deteniéndose
expresamente para que el fotógrafo haga su trabajo.
Durante dos meses hubo aún una serie de trámites.
Los defensores adujeron defectos de forma y presentaron
escritos de casación que fueron finalmente rechazados a
mediados de marzo. Entonces empezó la cadena de peticiones
e informes al objeto de obtener un indulto para los dos
condenados. Nadie quería las ejecuciones en aquel tiempo,
aunque la condena estaba en el Código Penal. Se ajusticiaba
por delitos militares, tras consejos de guerra, o cuando se
134
atentaba contra representantes eclesiásticos, como hemos
visto en el caso del párroco valenciano, pero era habitual
conceder el indulto para otro tipo de crímenes.
El 3 de abril el gobernador civil de Vizcaya recibió la
comunicación del ministro de Gracia y Justicia: el indulto
había sido concedido por su majestad el rey. Fue en persona a
comunicárselo a los condenados. Eizaguirre recibió la noticia
―impasible e indiferente‖. Se adivina su orgullo, la conciencia
de haber hecho ―lo que un hombre no tiene más remedio que
hacer‖. María, en cambio, estalló en sollozos al saberlo.
Su vida se perdió en las cárceles, no sabemos cuáles
ni por cuánto tiempo. Diez años después, cuando estalló la
guerra civil, las prisiones se vaciaron, muchos condenados a
la perpetua salieron, tal vez soñando con recuperar sus vidas
truncadas tiempo atrás. Sin saber que les esperaba la ruptura
definitiva de la vida social, del mundo que habían conocido.

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