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Cesar Imperator - Max Gallo PDF
Cesar Imperator - Max Gallo PDF
César imperator
ePub r1.0
Titivillus 22.03.15
Título original: César imperator
Max Gallo, 2003
Traducción: Claudia Casanova
WILLIAM SHAKESPEARE,
Julio César, II, ii
MONTESQUIEU,
Consideraciones sobre las
causas de la grandeza de los
romanos y su decadencia, cap.
XI
PRÓLOGO
No debes aprender
sólo a luchar con los
brazos, sino también
con la palabra y el
espíritu…
Aún no ha cumplido
los dieciséis años. […]
Ya sabe que el dinero
es, junto con la espada
y la palabra, una de
las fuentes del poder.
Arde en deseos de
intervenir. Los demás
se encogen de
hombros. Sólo tiene
diecinueve años y
ninguna experiencia
en la guerra.
Así es la ley. El
vencido muere o se
convierte en esclavo.
Y quien se enfrente a
Roma conocerá esta
suerte.
El pueblo romano
debe saber que Cayo
Julio César es el
orgulloso descendiente
de Venus.
Mi hermano no te
quiere. Dice que eres
el pervertido, el
griego, la reina de
Bitinia, y que quieres
ser rey de Roma.
Es cierto: Egipto es
una joya, un granero;
a cada paso hay oro y
trigo.
Él es pontifex
maximus, hijo de
dioses y de reyes.
Cuando actúa en su
propio interés, actúa
para Roma.
¿Acaso Pompeyo ha
comprendido en las
provincias de Asia lo
que significa ser rey y
quiere instituir la
monarquía?
Ahora marcha a la
cabeza de la décima
legión a lo largo de
este río llamado Líger.
Ha visto al joven
arvernio de mirada
orgullosa,
Vercingetórix, el hijo
del rey Celtilo, y ha
reconocido en este
último a un amigo de
Roma.
César invita al galo enviado por el
pueblo de los menapios a sentarse y
hablar. Es un hombre alto y jura que es
un fiel aliado de Roma.
César escucha con la cabeza baja.
No confía en este hombre, que apenas
hace unos meses combatió a sus legiones
junto con otros guerreros. Pero el galo
parece haber olvidado la despiadada
batalla, y repite que desea servir a
Roma. Es demasiado charlatán y, como
los demás galos, inconstante, y se deja
deslumbrar fácilmente por todo lo
nuevo. Es valiente pero frívolo, y pasa
muy de prisa del entusiasmo al
abatimiento. Ayer fue enemigo y hoy es
aliado.
—Son los usípetes y los téncteros,
ambos germanos. Los hay a millares —
afirma el galo—. Cruzan el Rin y
saquean y roban en nuestras tierras.
Huyen en desbandada presionados por
los suevos, a los que tú has vencido,
Cayo Julio César, pero que son tan
numerosos que cubren la tierra, más
numerosos que todos los árboles de
Germania. ¿Quién puede vencer a los
suevos? ¡Se alimentan de leche y de
carne! En primer lugar son guerreros, y
sólo cultivan la tierra un año de cada
dos, y la tierra les pertenece a todos.
Por toda vestimenta llevan unas pieles
tan pequeñas que una gran parte de su
cuerpo permanece desnuda. No temen ni
al frío ni al agua de los ríos. Y los
usípetes y los téncteros se han instalado
en nuestras casas con sus mujeres e
hijos. Nosotros, los menapios, te
pedimos ayuda, Cayo Julio César.
César se levanta.
Da vueltas por la tienda. Desde que
ha regresado a Galia, casi cada día
recibe la visita de jefes galos, los
escucha y los juzga, pues debe saber
escoger entre los hombres. Ha visto al
joven arvernio de mirada orgullosa,
Vercingetórix, el hijo del rey Celtilo, y
ha reconocido en este último a un amigo
de Roma. Lo mismo ha sucedido con
Cavarino, rey de los senones; con
Tasgecio, rey de los carnutes, y con
Comio, que reina sobre los atrebates y
los mórinos. Está convencido de que
sólo puede gobernar la Galia
apoyándose en las envidias y los celos
que sienten estos reyezuelos, todos ellos
a su vez atemorizados por los germanos.
Ahora son los menapios los que piden su
ayuda.
—Seré la espada y el escudo —dice
César.
El galo agradece aparatosamente su
ayuda y a continuación le pide que las
legiones romanas vayan de inmediato
hacia el Rin para terminar con el aluvión
de pueblos germanos fugitivos.
—Será el día que yo decrete —
responde César.
Desea estar solo y recorre el
campamento, levantado no muy lejos del
Rin. Contempla la sombra que se
extiende sobre la orilla derecha del río y
que parece nacer de los bosques.
Ningún procónsul ni ninguna legión
han pisado jamás esa tierra bárbara, de
la que surgen sin fin nuevas multitudes.
El que consiga conquistar ese país
alcanzará la gloria más grande, y por fin
garantizará la seguridad de la Galia, la
cual, con el desplazamiento de la
frontera hacia el este, se encontraría en
el centro de las tierras dominadas por
Roma. Y también habría que pacificar la
gran isla de Britania, donde viven las
gentes que ayudaron a los vénetos, y
donde se dice que hay perlas tan grandes
como huevos y abundantes metales como
el estaño, el oro, la plata y el cobre.
César recorre a solas el
campamento. Se recrea imaginando el
poder que le darían estas conquistas,
esos tesoros y esos pueblos que podría
vender como esclavos. Podría trasladar
a esa región las tropas auxiliares galas,
los jinetes y la infantería, que
encontrarían en las batallas contra los
bárbaros una vía para dar rienda suelta a
su valor y su impetuosidad. ¡En tanto
que adversarios de los bárbaros, los
galos se aproximarían todavía más a
Roma! Y, en cuanto a las legiones, las
victorias y los botines apresados
acabarían de afirmar los lazos que las
unen a su jefe.
A mí, Cayo Julio César.
Y la Galia, protegida por las nuevas
conquistas de Germania y de Britania,
sería la joya de Roma, con sus pueblos
trabajadores y numerosos, con sus
caudalosos ríos y sus enormes trigales,
sus ciudades con los graneros repletos.
¡Mi tesoro!
—Hay que responder al llamamiento
de los menapios —anuncia, regresando
a la tienda de los tribunos militares—.
Hay que expulsar a los germanos de
Galia y obligarlos a cruzar de nuevo el
Rin.
Se interrumpe, pues no desea revelar
sus verdaderas intenciones.
—Y somos aliados —añade— de
los ubios, esos germanos que también
nos piden ayuda contra los suevos y los
sugambros.
Como cada vez que ha tomado una
decisión, se siente seguro de sí mismo,
como si no le quedara ya sino hundir la
punta de su espada en el cuerpo desnudo
de un enemigo ya vencido.
Da la orden de llenar los carros de
trigo y de reclutar jinetes galos para
utilizarlos como guías. Más tarde hay
que levantar el campamento y avanzar
hacia el Mosa y, más allá, hacia el Rin.
Cuando se aproxima la primavera, el
cielo de Galia se tiñe de un azul
discreto, apenas cubierto por un ligero
velo blanco de nubes.
César cabalga con las manos a la
espalda. Ha llegado el momento de
combatir. Escucha a los enviados de los
pueblos germanos, que se muestran
deferentes, y que le explican que los
suevos y los sugambros los han
expulsado de sus tierras. Les piden a los
romanos que no los ataquen, pues sólo
quieren la paz.
Uno de ellos se adelanta y habla con
voz firme.
—Nos hemos adentrado en Galia a
nuestro pesar —dice—. Dadnos tierras
y seremos amigos útiles de los romanos.
Los usípetes y los téncteros son fieles a
sus aliados. Nuestros guerreros son
valientes, pero ni siquiera los dioses
inmortales pueden enfrentarse a los
suevos, y no hay nadie en el mundo,
excepto ellos mismos, que pueda
vencerlos.
César se vuelve. La guerra es
necesaria.
—¡No ser capaz de defender tu país
no te da derecho a apoderarte de los de
los demás! —declara—. En Galia no
sobran tierras, así que volved a cruzar el
Rin. Quizá los ubios puedan volver a
acogeros.
Con un gesto rechaza la demanda de
una tregua de tres días para esperar la
respuesta de los jefes usípete y ténctero.
No confía en los germanos, y además
¿qué le aportaría a él la paz? Hay que
destruirlos para que su derrota sirva de
lección a los demás pueblos que se
sientan tentados de cruzar la frontera.
Debe continuar avanzando.
Y, de repente, llegan los jinetes
galos que están en la vanguardia de las
legiones. Han sido atacados por
sorpresa por ochocientos germanos que
han bajado de las montañas a lomos de
sus veloces caballos. En cierto punto del
combate, los germanos han
descabalgado y clavado sus espadas en
los vientres de los caballos galos, con lo
que han sembrado el terror.
¡Sin piedad! ¡He aquí el pretexto que
necesitaba para actuar! Da órdenes de
atacar el campamento de los germanos.
¡Que detengan a los enviados usípete y
ténctero, que ataquen su campamento y
que maten a todo aquel que respire!
Decidió utilizar un
elefante que había
hecho traer desde
Galia hasta la isla de
Britania.
Logran cruzar el
Élaver, y Vercingetórix
escapa. ¡Los papeles se
han invertido y ahora
él es el perseguido!
Vercingetórix no es
más que un cuerpo
tirado en una jaula,
transportado por un
carro que sigue a las
legiones.
No piensa dejarse
apartar del poder
hacia el cual camina
desde que, en su
nacimiento, los dioses
lo escogieron.
Propone abandonar su
mando si Pompeyo
hace otro tanto. Se
compromete a pasar el
año 49 lejos de Roma.
¡Pero Massilia no se
rinde! Y los masilianos
han acogido con
entusiasmo a la flota
de Pompeyo.
Es la guerra, pues.
Tiene que dominar primero a las
ciudades. A Atenas, que había tomado
partido por Pompeyo y ahora se
arrodilla, enviando a los más ancianos y
los más ilustres para que imploren el
perdón de César. Se burla de ellos con
desdén.
—¡Hará falta que, mereciéndoos de
tal modo la muerte, le debáis vuestra
salud a la memoria de vuestros
antepasados!
Tiene que velar siempre para que
Roma no acabe jamás vencida por un
nuevo imperio; ni se convierta a su vez
en una ciudad sometida que deba
implorar piedad y obtenga el perdón
solamente a causa de la grandeza de su
pasado. Y para ello hay que impedir que
los enemigos prosperen y crezcan.
Empezando por Farnaces, que saquea el
reino del Ponto, una provincia romana.
Los mensajeros cuentan con terror
que todos los ciudadanos romanos
apresados por los soldados son
torturados, mutilados, despedazados,
quemados y expoliados de todos sus
bienes.
A marchas forzadas alcanza la
ciudad de Zela, la plaza fuerte del reino
del Ponto, donde Farnaces se ha
retirado, reforzando sus murallas.
Tendrá que tentarlo, instalando el
campamento a menos de mil pasos. La
vanidad, y quizá los dioses, pueden
cegar a un hombre, y Farnaces puede ser
este hombre. César lo presiente y no
puede reprimir la risa cuando contempla
los carros armados de garfios, los
jinetes y los soldados de infantería de
Farnaces que se lanzan al ataque por
unas colinas empinadas, donde hombres
y caballos se agotan pronto. Basta
rechazarlos hacia los fosos del final de
la pendiente, donde se amontonan
agonizantes, aplastándose unos a otros.
Los legionarios los masacran, y sólo
dejan a unos pocos con vida. César
señala hacia la ciudad.
—¡Todo el botín para los soldados!
—exclama.
Lo saludan los vítores de sus
legionarios mientras se lanzan contra la
ciudad.
Es el 2 de agosto del 47. La guerra
ha sido corta, apenas cinco días. ¡Los
dioses han sido favorables!
Se vuelve hacia Emilio y le dice:
—Veni, vidi, vici. ¡Llegué, vi y
vencí!
Ahora puede regresar a Roma.
CAPÍTULO XLVI
El Senado le otorga el
título de cónsul por
cinco años, y las
competencias y los
honores de los
tribunos hasta su
muerte.
Y, dejando que la
arena corra entre sus
dedos, exclama:
«¡África, ya eres mía!»
Ha decidido viajar a
Hispania con ochenta
cohortes y ocho mil
jinetes.
Piensa en Casio y en
Bruto, a los que en sus
pesadillas nocturnas
ha visto avanzar hacia
él.
Es como si la noche
cayera sobre toda su
existencia. «¡Tu
quoque, fili mi! ¡Tú
también, hijo mío!»