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Tratamiento y significado de los maquillajes faciales del kabuki

A la memoria de David Arbizu,

grande dentro y fuera del Labrit.

Introducción

Al pensar en el espléndido y colorido espectáculo que es el Kabuki uno evoca, como por arte de
magia, las espléndidas y coloridas estampas ukiyo-e. Idéntico efecto tendremos al pensar en las
xilografías japonesas, ya que buena parte de ellas están hechas retratando a los actores más
pujantes y representativos del periodo Edo, las escenas más representativas de las obras más
taquilleras o los interiores y exteriores de los teatros más concurridos. En definitiva, los ukiyo-e
son un claro indicador de la moda del largo periodo aislacionista del País del Sol Naciente. Y,
desde luego, asistir al Kabuki, admirar a sus actores (y, digo bien, en masculino, ya que la
presencia de la mujer se prohibió al poco de conformarse) era estar a la moda, era participar de
lo chic, de lo que estaba en el candelero.

Por consiguiente, es coherente decir que las historias del Kabuki y del ukiyo-e corren paralelas y
entrelazadas en Japón. Tras las dos manifestaciones artísticas encontraremos el apoyo brindado
por los chônin, esa pujante clase media, salida de los oficios de mercaderes, cambistas o
prestamistas que impulsaron la economía de la época y marcaron sus gustos artísticos y
literarios. Los chônin impusieron el vestuario que estaba de moda, promovieron los libros que se
leían, de los que Saikaku es el máximo representante, pero también los combates de sumô y
asistir a las casas de té, donde se realizaban tertulias, pero también se cotilleaba y se ponían en
circulación chismes y rumores. Esta forma de vida, entre estos entretenimientos, es donde tiene
lugar la conformación plena del ukiyo-e y del kabuki. Si asistir (a las localidades más privilegiadas
del teatro) al kabuki estaba tan de moda como coleccionar estampas ukiyo-e, los combates de
sumô o las conversaciones anodinas en las casas de té, fue todo gracias a los gustos, un tanto
frívolos, de la descrita clase comerciante.

Animada ilustración de Utagawa Toyokuni I del interior de un teatro Kabuki.


A primera vista, este conjunto de artes que tocan a los chônin, esta estética, podría entenderse
como una llamada al hedonismo, al entregarse a los brazos del placer. Esto es, en efecto, parte
del significado del término ukiyo, un valor estético que encierra ese significado, y también otro
menos agradable, más complejo de explicar. Ukiyo, en el periodo Kamakura, tenía que ver con la
actitud seria de las personas ante sus actos, más, aún, como recoge el profesor Federico
Lanzaco: “este mundo lleno de sufrimiento y tribulaciones”. En el periodo Edo mantuvo la lectura
de sus caracteres y encerraba, pues, una lectura ambivalente, para hacer referencia a la alegría
de vivir, pero propiciada por lo inefable de nuestras vidas, condenadas, irremediablemente, al
sufrimiento y a la muerte. Por tanto, esos momentos de gozo, de disfrute, representan,
aprovechando como se expresó en japonés, los momentos en los que la calabaza, que transita
por el cauce agitado de un río, sale a la superficie, respira, disfruta… para, por causa del cauce
agitado, volver a hundirse de nuevo. Esa calabaza somos nosotros, incapaces de prever nuestra
siguiente inmersión, incapaces de adivinar cuánto durará nuestro tiempo a flote. Por ello, no hay
que apresurarnos a catalogar a los chônin de clase social indolente, valga recordar que, aunque
divertidos y estrafalarios, los libros de Saikaku guardan siempre una moral para el lector, que, en
ocasiones suele ser la de no seguir los pasos del protagonista con el que tanto ríes para no
acabar como él. De igual modo, en muchas de las obras de Kabuki, guarnecidas por unos
vestuarios y unos escenarios recargadísimos, también aleccionan al auditorio en asuntos
trascendentales como son la piedad filial, la persecución y el final terrible hacia quien roba o
asesina a un inocente.

El mundo del ukiyo, para más paradoja, era un mundo prohibido por las férreas ordenanzas, de
influencias neoconfucianas, pero, en la práctica, se permitía (incluso se valoraba y respetaba) por
las autoridades, que también participaba de él, asistiendo al teatro, tal y como sucedía con los
nobles y los religiosos en nuestros corrales de comedias.

Un poco de historia

Por falta de espacio, no vamos a realizar una labor exhaustiva de investigación en las artes
escénicas japonesas, y tampoco en el grabado japonés, de eso ya se han encargado otros
profesionales en distintas publicaciones[1]. Sí diremos, sin embargo, a manera de concisas
coordenadas para el lector, que el mundo del grabado en Japón, lo mismo que el de sus artes
escénicas, es añoso y variado. Del siglo XII datan series de imágenes de Buda que tenían un fin
eminentemente devocional. Por el mismo periodo, y también ligado a la vida de los templos, se
desenvolvía el Kagura, que tendría que ver con el Nô, forma estática de teatro y rito, que luego
influiría en el Kabuki; por ejemplo, los instrumentos musicales del Nô pasarán a formar parte de
la orquesta del Kabuki, su escenario tendrá mucho que ver con el de este espectáculo y también
se adaptarán obras del repertorio del Nô, adornadas con toda vistosidad. Sin embargo, si las
formas de teatro antiguas se relacionaban con el Shintô (la religión vernácula de Japón), la
xilografía aparece imbricada con el Budismo (traído desde el continente a través de la Península
de Corea). Es el término dharani el que sirve para referirse al resultado de estampar el papel en
las planchas de madera, es el más antiguo, obteniéndose de él un número ilimitado de
reproducciones, como si fueran mantras para ser recitados, fechado en el siglo VIII, la emperatriz
Shôtoku fue su principal impulsora. Como el teatro, el mundo de la impresión quedaba para los
templos. Si el teatro servía para entretener, homenajear o celebrar a los kami, las láminas de
papel preservaban las invocaciones y las oraciones que se debían pronunciar para obtener el
beneplácito de los budas y bodhisattvas.

Grabado de principios del siglo XX en el que el actor Ichikawa Mimasu representa al héroe Soga
Gorou.

Pero son tan diferentes los periodos Muromachi y Edo (el que nos ocupa en este capítulo) que la
realidad y la finalidad de la estampa y del teatro cambian también notablemente. La historia ha
dejado el periodo Muromachi como la época de la corte, de la escritura de la élite, la del teatro
Nô. Mientras que la época Edo se define por lo barroco y por el uso de los colores vivos, que
transmiten un significado común en las estampas y en las escenas de Kabuki.

Y, si piden mi opinión, creo que es una corriente estética que ha llegado, prácticamente, hasta
nuestros días en algunos autores. Pienso, por ejemplo, en textos como Udekurabe (Geishas
rivales, se tradujo al español), de Nagai Kafu (1879-1959), donde los protagonistas se mueven
por escenarios bien dibujados de teatros y barrios del placer, donde los argumentos teatrales
conviven con los de la propia novela, donde el destino, muchas veces triste, melancólico o
resignado, convive con la frivolidad y la disipación de los “malos lugares”. Párrafos dedicados al
coqueteo, a la moda, a lo que estaba de actualidad y lo que no, dan fe de lo que ahora digo.
Tomo un fragmento de la aludida novela de Kafu:

La que había abierto la puerta corredera era Komayo.

Su cabello estaba peinado al estilo tsubushi con una horquilla de jade como adorno y una
peineta calada de color plateado. Llevaba un quimono de verano de omeshi, una seda de tono
opaco, como tafetán, estampada con rayas verticales. Aunque demostraba un gusto elegante,
quizá por miedo a parecer de mayor edad, se había puesto una especie de solapa con muchas
puntadas sobre el quimono. Su obi era de crepé de seda teñido artesanalmente a la antigua en
el estilo llamado kaha yuzen. Estaba forrado de raso negro.[2]

Diga el lector si no es una prosa de una narrativa plástica, que no nos es difícil evocar, aun en
traducción, empleando las palabras los recursos de las luminosas planchas en madera de autores
como Kunisada o Sharaku.

Voy a traer aquí un segundo y último pasaje de la novela de Kafu, en donde los tres pilares del
entretenimiento –pero también de las convicciones sociales del momento- están unidos, el
teatro Kabuki, la estampa del tipo ukiyo-e y los barrios del placer:

Entre esos huéspedes surgió un comprador muy serio. Era el actor de kabuki Kikujo Segawa, es
decir, el padre adoptivo de Itshi Segawa, que tenía amistad con Shusai Kurayama, maestro
grabador. El simple hecho de que fueran amigos indicaba que era un hombre con buen ojo para
las letras y las bellas artes, algo poco habitual en un actor. Kikujo fijó su residencia en la antigua
villa del prostíbulo y allí, olvidado de los dimes y diretes del oficio, se entregó a los brazos
elegantes de la poesía china y japonesa, y al sutil encanto de la ceremonia del té, pasando feliz el
resto de su vida.[3]

El lugar prominente de los maquillajes faciales. Introducción al rico lenguaje del maquillaje facial
del kabuki

Hemos dicho antes que el Kabuki, al igual que la obra de arte total que siglos más tarde
concebiría Richard Wagner, sería la armoniosa conjunción entre numerosas disciplinas. A la
misma altura de la interpretación está la música, la danza o los juegos de tramoyas. Como no
podía ser menos, los maquillajes faciales (kumadori) que lucen los personajes de las obras en
este género escénico japonés no iban a ser menos. Para el espectador es un ingrediente
sorprendente, que se queda marcado en su memoria, lo mismo que nos sucede al contemplar
los vistosos grabados de temática teatral de artistas como Toyokuni o los de los numerosos
integrantes de la Escuela Torii[4].

No cabe dudad de que Japón y su rica cultura cada vez están más en boga en nuestro Occidente.
A día de hoy resulta complicado no topar con palabras tales como haiku, sushi, manga, ikebana o
karate[5] y razonar, inmediatamente, lo que ellas representan. Por su parte, en el mundo de las
letras, autores como Kenzaburô Ôe, Haruki Murakami[6] o Banana Yoshimoto arrasan entre los
escritores más vendidos de nuestras listas de libros. Y lo mismo podríamos decir del rico y
variado teatro clásico nipón, sobre el que en nuestro país se están publicando rigurosas
monografías –aún de forma tímida, es verdad, pero de la mano de editoriales tan solventes
como son la gijonense Satori o la madrileña Trotta-, amén de algunos excelentes estudios y
artículos seminales publicados por las prensas universitarias que servirán muy bien para iniciar
en estas lides[7] al aficionado hispanohablante.

Actor de Kabuki caracterizado como un demonio.

Así, siguiendo este discurso, el de iniciar al lector en los temas japoneses, en el presente capítulo
me referiré, someramente, al complejo código que se oculta tras los vistosos maquillajes
empleados por los actores especializados en el Aragoto-Kabuki[8] durante sus funciones.

La historia nos dice que fue durante los primeros años del siglo XVII cuando la doncella Okuni no
Izumo (¿1572?-¿-?) creó el espectáculo que hoy conocemos por Kabuki, en donde, en tono
festivo, se fusionaban la danza, la música y la declamación. Por entonces, Okuni y sus
compañeras “imitaban” –con escasos medios al principio- la forma de hacer teatro de los nobles
y religiosos, llegándose a burlar, incluso, de sus rígidas formas de actuación. Uno de los
elementos a copiar fueron las bellas (y costosas) máscaras de madera de ciprés que los actores
de Nô lucían sobre sus rostros –a las que ya tempranamente aludió el jesuita portugués Luis
Fróis-. Sin embargo, éstas resultaban ser prohibitivas para las incipientes compañías de Kabuki,
que bastante tenían con mantener a músicos y bailarinas. Una de las prontas soluciones dada
para suplir tal elemento fue la de emplear maquillaje para caracterizar a los diferentes
personajes de las obras, ya que esto resultaba más barato que encontrar y contratar a maestros
mascareros (oficio muy bien considerado socialmente en esa época, por cierto) para que
trabajasen contratados por la gente del Kabuki (algo que, quizá, considerando el bajo estatus de
la gente dedicada a este nuevo entretenimiento tampoco habrían aceptado).

Con el paso del tiempo, con la persecución de Okuni y la tajante proscripción de la mujer en los
escenarios Kabuki por una ley promulgada en 1629, por acusárseles de ejercer la
prostitución[9]; será de manos de los hombres con quienes esta forma alcance gran parte de su
poética actual. Uno de los actores más importantes de esos momentos fue Ichikawa Danjurô I
(1660-1704). Actor de renombre y uno de los “pesos pesados” de este género, Ichikawa fue uno
de los primeros actores en utilizar el maquillaje en escena y en concederle la misma importancia
que al vestuario o al peinado.

Generación tras generación, los diseños y las combinaciones cromáticas de los kumadori[10] se
fueron complicando, perfeccionando y sistematizando, dando lugar a un complejo sistema de
lecturas e interpretaciones semióticas que para el espectador occidental o para el nipón no
familiarizado con este arte escénico pasarán desapercibidas. Y no es sólo uso exclusivo del
Kabuki esto de los significados en los maquillajes faciales de los actores. Mayor complejidad
existe, aún si cabe, en la Ópera de Beijing china o en el Kathakali del sur de la India. Un tema
este, el de los colores, las formas y cómo se disponen sobre las caras de los ejecutantes, que
daría para una gruesa monografía al respecto. Por falta de espacio, como decía, vamos a
ceñirnos a cómo se emplean en el Kabuki.

Código de colores, código de valores

En los siguientes epígrafes procederemos a describir brevemente los principales colores y


motivos geométricos que aparecen representados sobre los rostros de los actores de Kabuki, con
sus correspondientes significados. De entre todos ellos, salvando el blanco[11], casi obligatorio, y
que actúa como capa de imprimación para otros colores, el más recurrente es el rojo, color que
significa el valor, la fuerza y el coraje de su portador. Algunas teorías lo asocian con el rojo de
animales venerados en Japón, como la carpa (koi), símbolo de la resistencia, la obstinación y la
longevidad.

Este color siempre aparece en su tonalidad más intensa cuando quiere simbolizar dichos valores,
dibujado con líneas finas o gruesas sobre una capa del aludido color blanco, en idéntica
tonalidad a la que se aplican sobre su cara y cuello las geishas y maikos. Es importante señalar
que cuanto más rojo aparezca sobre la cara del personaje mayor será su fuerza, virtud o poderío.
En ocasiones, veremos que en la barbilla del actor aparece también el color añil o el gris, esto
quiere representar su barba recién afeitada, significando que el personaje ya no es un
adolescente, sino alguien maduro, que cuenta ya con una amplia experiencia vital.

Los colores como el dorado o el violeta (bastante menos frecuentes) se asocian a personajes de
alto rango, nobles o personalidades religiosas de alcurnia, incluso pueden aparecer cuando se
encarnan divinidades sintoístas o al propio Buda. Como en el caso anteriormente descrito,
también aparecen aplicados sobre una primera capa de grueso maquillaje blanco.
Los villanos salen a la palestra

Si hemos comprobado cómo el héroe de las obras de Kabuki luce indefectiblemente el color rojo
sobre su rostro, más variados y un tanto más complicados (a la par que interesantes, desde el
punto de vista antropológico) son los motivos y el cromatismo de los villanos de esta forma
escénica japonesa. Aunque, sin embargo, también es frecuente encontrar a los malvados de las
piezas Kabuki caracterizados con esa primera capa de imprimación blanca (idéntica a la que usan
los héroes), sobre la que, posteriormente, se aplican las líneas de color.

A manera de brevísima introducción, diremos que Japón es un país que cuenta con un rico
folclore, en el que es muy frecuente la presencia de espíritus, fantasmas, monstruos y otros
seres de físico y moral deforme que atormentan al hombre. Muchos de estos villanos
ancestrales, por lo arraigado que están en la añeja tradición del pueblo nipón, pasaron luego a
su teatro clásico, en donde el público (conocedor de dicho patrimonio oral) reconocía estos roles
y sabía ubicarlos en el fértil imaginario mitológico nada más hacían su aparición en la
escena[12].

Un personaje frecuente en más de una obra de Kabuki, sobre todo en aquellas de temática
sobrenatural o fantasmagórica, es el de hannya. Hannya es el espíritu errante de una mujer
atormentada, víctima de los celos, que ha sufrido un engaño por parte de su esposo o
prometido, pero también puede ser una madre que ha perdido dolorosamente a su progenie o a
su marido (incluso, ella puede haber sido la asesina de sus seres queridos). La cara del actor que
encarna a hannya tiene siempre un aspecto aterrador, unas líneas de azul pálido atraviesan su
rostro y, junto a estas, es frecuente ver unas enormes cejas negras, puntiagudas, también
maquilladas, lo que refuerza el aspecto terrible del personaje.

El color azul, muy frío, que nos recuerda a la humedad o al agua, es el color que sirve para
personificar a demonios especialmente peligrosos para los protagonistas (como curiosidad,
recordaremos que es el color dominante en la inquietante película Mizu no onna (2002), del
director Hidenori Sugimori).

Otro tipo de demonio, también muy peligroso, es el que en lugar del color blanco usa el rosa
para imprimar su maquillaje. Sobre esta tonalidad el actor dibujará unas gruesas líneas rojas
circundando ojos y pómulos y, en ocasiones, se colorearán, incluso, los párpados con color
índigo, dando al personaje un aspecto verdaderamente espeluznante.

Un tercer paradigma de demonio o de alma errante sería el que aparece sobre las tablas
ataviado con una base de color blanco sobre la que aparecen líneas verdosas (con ciertos toques
de amarillo en la zona de los ojos). Sin embargo, este ser no es tan peligroso como los descritos
anteriormente, es más, puede servir de guía o dar alguna información de provecho al
protagonista de la obra.

Impresionante caracterización de la araña de Tsuchigumo.

Algunas variantes encontraremos en un curioso tipo de maquillaje que tiene como color
dominante el marrón. Es un maquillaje que aparece sólo en unas pocas obras, como, por
ejemplo, en Tsuchigumo (“La araña de tierra”), del escritor Kawakake Mokuami (1816-1893), que
fue una adaptación de una obra anterior de Nô en la que una araña gigante se enfrenta al
protagonista, el valiente samurái Minamoto Yorimitsu[13]. Es dicha araña la que, personificada
por un actor de carne y hueso, se caracteriza con el color marrón y algún otro color de la misma
gama. Primero cubrirá todo su rostro con un castaño claro para luego delinear líneas curvas en
tonos pardos por su barbilla, frente, ojos y mejillas. Las cejas, como las de los otros roles que
hemos pormenorizado en este epígrafe, son negras, grandes y muy estilizadas. Asimismo, es
frecuente observar que el contorno de los labios también se recubre con una fina línea de
maquillaje negro.

Kumadori y cultura popular nipona

Todo lo anteriormente dicho ha sobrepasado con creces las fronteras del mundo puramente
teatral. Las influencias del kumadori han llegado a todos los estamentos de la sociedad nipona,
incluso a los fenómenos de masas, tales como el manga o el anime. Por ejemplo, estos
maquillajes aparecen para caracterizar a diversos personajes de series tan exitosas como One
Piece o Naruto. Así, en la primera de éstas, obra del genial Eiichiro Oda, observaremos la
existencia de un tipo llamado Kumadori, un personaje heterodoxo, que se comporta todo el
tiempo como si hubiese salido, directamente, de una obra de teatro Kabuki: exagera sus
ademanes y expresiones, es temperamental y, claro está, luce los maquillajes propios de estos
actores, eso sí, un tanto desdibujados. Otro personaje que muestra estos diseños en su cara es
Jiraiya, del archiconocido manga Naruto. Es curioso comprobar cómo Jiraiya podría pasar
también por ser protagonista de alguna pieza Kabuki o, cuando menos, de alguna novela o relato
propio del movimiento literario Ukiyo-zôshi, salido de la pluma del mismísimo Ihara Saikaku
(1642-1693). Sus movimientos a la hora de luchar, recuerdan también los movimientos de
algunos números bailados del Kabuki, por ejemplo, el uso de su larga melena blanca evoca la
Kagamijishi o “Danza del león”, de sabor tan añejo, en la que sus protagonistas hacen girar y
agitar sus largas pelucas de color rojo o blanco alrededor de sus cuerpos.

Kumadori, personaje de la serie One Piece.

Para finalizar este breve estudio, añadiré unas pocas referencias al ámbito de los videojuegos. Un
caso curioso lo tenemos en Arm Wrestlisng (de 1985), desarrollado por la popular casa
Nintendo. El objetivo de dicho videojuego no es muy complicado, consiste en derrotar a tus
adversarios en duelos de pulsos. Sin embargo, lo curioso para este trabajo está en que uno de
los contrincantes del jugador no es otro que un orondo luchador de sumô de nombre Kabuki,
que lleva sobre su faz los colores azul y rojo, sin la reglamentaria capa de imprimación blanca.
Precisamente, este personaje nos recuerda mucho a otro que ha conseguido más fama entre los
aficionados a estos entretenimientos; me estoy refiriendo a E. Honda, del mítico Street Fighter
II[14] (1991), de Capcom. Honda también es un sumôka que lleva el maquillaje rojo de los
héroes del teatro Kabuki, su caracterización es más rigurosa que el personaje descrito
anteriormente, aunque tampoco vemos en él la imprimación blanca reglamentaria, pero las
líneas rojas de su cara son mucho más coherentes con las del espectáculo escénico nipón.

Concluyo este epígrafe y también el capítulo evocando un videojuego que es toda una delicia
para los aficionados al teatro tradicional japonés: Kabuki Warriors (2001), desarrollado para
Xbox. Aquí los protagonistas son los actores más famosos del pasado. Apellidos como Danjûrô o
Nakamura desfilaran por nuestra pantalla, peleando unos contra otros, mezclando habilidades
guerreras con katas y poses teatrales (mie). Además, la ambientación reproduce con bastante
fidelidad los escenarios, las bambalinas y los exteriores de los teatros japoneses más famosos.
Quizá su jugabilidad no sea uno de sus mejores atributos, pero ver con buena calidad de gráficos
los vestuarios y los maquillajes del Kabuki, en acción y de forma diferente a como los veríamos
sobre un escenario real, merece la pena.

Coda
Japón sigue siendo, a día de hoy, un hermoso lugar por descubrir. Quizá de él sólo sabemos lo
que sus habitantes quieren que sepamos. Sobre sus artes tradicionales –sobre su idiosincrasia,
en definitiva- aún existe un fino velo que sólo el pueblo nipón puede levantar, con pulso sutil,
para que Occidente se admire con su belleza y con su poética interior. El asunto del kumadori, sin
ir más lejos en esta explicación, es uno de estos temas casi tabú fuera de los círculos
eminentemente teatrales. Sus significados, sus motivos, sus orígenes o sus influencias son algo
aún vedado para el investigador no japonés; unos conocimientos que allí pasan de padres a hijos
con extremo cuidado, con el fin de no dejar nada por el camino o en el camino de otros que no
sean merecedores de recibir dichos conocimientos. Quizá sea este del secreto bellificado uno de
los mayores encantos del País del Sol Naciente, y por él vemos en cada idea verdadera que llega
a desgranarse y va a parar a nuestros oídos una valiosa gota de maná que puede alimentar,
parafraseando el título de la primera antología poética del país asiático, a otras mil generaciones
más.

Para saber más:

Almazán, David y Barlés, Elena, Estampas japonesas. Historia del grabado japonés y de su
presencia en España. Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2007.

Cid Lucas, Fernando, “Algo más que maquillaje. Aportaciones para una adecuada lectura
semiótica en los rostros pintados del Kabuki y del Guoju”, La manzana poética, nº 23, 2008, pp.
7-19.

Cid Lucas, Fernando, “Lectura e interpretación del Kumadori: el rostro del actor Kabuki como
código a descifrar”, Héroes y villanos en la historia (Ana Martínez García et alt. ed), Cádiz,
Asociación Cultural y Universitaria Ubi Sunt, 2011, pp.93-101.

Erns, Earle, The Kabuki Theatre. Oxford, Oxford University Press, 1956.

Gunji, Masakatsu, Itchikawate Hiden Kumadori Zukan. Tokio, Wakatsuki Shoten, 1918.

Kafu, Nagai (Akiko Imoto y Carlos Rubio trad.), Geishas rivales. Barcelona, Alba, 2012.

Morita, Toshirô, Kumadori. Los Ángeles, Shohan, 1985.

Notas:

[1] Véanse, por ejemplo: Vives, Javier, El teatro japonés y las artes plásticas, Gijón, Satori, 2010;
Almazán, David, “El grabado “Ukiyo-e” como reflejo de los valores de la cultura japonesa”,
Kokoro: Revista para la difusión de la cultura japonesa, nº. Extra 1, 2013 (ejemplar dedicado a:
Japón: Identidad, Identidades. Recurso digital en formato CD).

[2] Kafu, Nagai (Akiko Imoto y Carlos Rubio trad.), Geishas rivales, Barcelona, Alba, 2012, p.29-
30.

[3] Kafu, Nagai (Akiko Imoto y Carlos Rubio trad.), Op. Cit., p. 181.

[4] Como curiosidad, indicaremos que los descendientes de dicha escuela siguen siendo los
encargados de diseñar e imprimir los carteles anunciadores, programas de mano, etc., de los
principales teatros dedicados todavía al Kabuki.

[5] Véase para esto: Cid Lucas, Fernando, “Asimilación, difusión y uso del léxico japonés hecho
por hispanohablantes: el caso de España”, Monográficos de Revista Kokoro, 2016 (en proceso de
edición).

[6] Cuyo nombre lleva ya rondando, desde hace varios años, el Premio Nobel de Literatura.
Esperemos que, más pronto que tarde, le llegue dicho galardón.

[7] Por ejemplo, en títulos como la tesis doctoral elaborada por García-Borrón Martínez, María
Dolors: Introducción a la historia de las artes del espectáculo en china (2003), que fue dirigida
por profesor Ricard Salvat; o el artículo de la profesora Relinque Eleta, Alicia: “La otra literatura
en China, el teatro Yuan”, Quimera, nº 224-225, 2003, pp. 19-23. En el ámbito del teatro japonés
podemos encontrar más variedad de títulos, como, por ejemplo, los editados por Rubiera, Javier
e Higashitani, Hidehito: Fûshikaden: Tratado sobre la Práctica del Teatro Nô, y cuatro dramas Nô,
Madrid, Trotta, 1999; Takagi, Kayoko y Janés, Clara: 9 piezas de teatro Nô, Madrid, Ediciones del
Oriente y del Mediterráneo, 2008. Hace ya algunos años apareció la traducción del interesante
libro de Cavaye, Ronald: Kabuki: Teatro tradicional japonés, Gijón, Satori, 2008. En lo que al
teatro tradicional de títeres se refiere, incluyo aquí el libro que publiqué en 2005, Jôruri: una
aproximación al teatro de títeres japonés, Mérida, Consejería de Cultura.

[8] Debemos diferenciar bien entre el Aragoto-Kabuki, una variedad algo ruda y exagerada en
cuanto a la manera de interpretación se refiere, que prefiere las tramas de luchas cruentas o los
temas escabrosos; generalmente, se desarrolló en Tokio y alrededores. Difiere bastante del
Wagoto-Kabuki, propio de las regiones de Osaka y Kioto, en donde los protagonistas son siempre
cortesanas y comerciantes que lucen muy sencillos vestuarios y maquillajes sutiles en sus
rostros.

[9] Aunque sus sustitutos en las tablas fueron jovencitos, apenas adolescentes, que
representaban todos y cada uno de los papeles de las obras, masculinos y femeninos, dando
lugar al denominado Wakushu-Kabuki. Pronto fueron acusados ellos también de ejercer la
prostitución y fueron igualmente vetados de las tablas en el año 1652.

[10] Palabra formada por los caracteres kuma, línea, do, para y toru, dibujar.

[11] Esta primera capa se conseguía antiguamente empleando polvos hechos a base de arroz
triturado junto a otros ingredientes naturales. La mezcla conseguía que no se produjese la
sudoración en el actor. Actualmente se usan productos cosméticos para este fin.

[12] Para profundizar en este interesante asunto véase el libro de Caeiro, Luis, Cuentos y
tradiciones japonesas: I El mundo sobrenatural, Hiperión, Madrid, 1993.

[13] En otras versiones su nombre aparece como Minamoto no Raikô.

[14] Personaje que aparece en la mayoría de las entregas de esta saga, salvo en su primer y
tercer episodio.

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