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La locura de la luz
Maurice Blanchot
El instante
de mi muerte
La locura
de la luz
Nota de presentación de
José Jiménez
Traducción de
Alberto Ruiz de Samaniego
Reservados todos los derechos. El contenido de esta
obra está protegido por la Ley, que establece penas de
prisión y/o multas, además de las correspondientes
indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes
reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren
públicamente, en todo, o en parte, una obra literaria,
artística o científica, 0 su transformación, interpreta-
ción o ejecución artística fijada en cualquier tipo de
soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin
la preceptiva autorización.
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Nota de presentación
La soledad de las palabras
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agotamiento de los lenguajes. Un cansancio que
se remonta al anterior final de siglo, en Viena,
y cuya «acta notarial» quedaría fijada para
siempre en la Carta de Lord Chandos (1902), de
Hugo von Hofmannsthal.
Pero que tiene que ver, también, con el asal-
to propagandístico de la palabra consumado
por los totalitarismos contemporáneos, y con su
posterior evanescencia y futilidad, con su ins-
trumentalización mercantil, en las sociedades
de consumo que se han ido constituyendo y desa-
rrollando en los últimos cuarenta años.
El sonido de la escritura de Blanchot deja ver
en todo momento algo no dicho, pero presente:
vivo en el envés, en la sombra de las palabras.
Eso no dicho, pero latente, implica una utiliza-
ción de segundo grado del lenguaje, por la cual,
además de hacer aflorar el sentido, las frases
se vuelven reflexivamente sobre sí mismas, sus-
citando el problema y la cuestión de la raíz de
la significación. Del espacio literario, en suma.
En pocas ocasiones, no obstante, puede per-
cibirse de una forma tan aguda esa interroga-
ción radical como en los textos que vienen a con-
tinuación. En su concisión esencial, en su fijeza
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ensimismada, El instante de mi muerte y La locu-
ra de la luz son dos de los mejores textos auto-
rreferenciales producidos por la literatura del
siglo XX.
En ellos, en su brevedad constitutiva, podemos
apreciar una concentración extrema de la escri-
tura. Son textos llevados al límite: a la invoca-
ción del detalle, la ocasión, el instante. La fuga-
cidad incesante de la vida es retenida no de un
modo secuencial, narrativo, sino a través de la
desmembración del flujo temporal de su ruptura.
De su ruptura en el lenguaje. Lo que quiere
decir, evitar la acumulación verbal. Hace hablar
a la soledad humana en la propia e intensa sole-
dad de las palabras. Si pudiéramos hablar de
«autobiografía», estaríamos ante textos auto-
biográficos. Pero la autobiografía exige un rela-
to, la construcción de una narración. Y, en este
punto, Blanchot es no sólo explícito, sino tajan-
te: «nada de relatos».
¿Dónde nos situamos entonces? Desde luego,
en la pregunta por el espacio literario. Y, a la
vez, por la manera de plantearla, en una
especie de documentos lingüísticos
morosamente construidos en torno a la idea de
evocación.
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En ambos textos, el desencadenante es el
r e c u e r d o de un acontecimiento fijado en la
memoria. En ambos, advertimos el logro de la
lucidez del instante, en confrontación con un
otro que ejerce su autoridad en tiempos y
situaciones especiales. El militar, las fuerzas de
ocupación, en la guerra. Los médicos, en la
enfermedad.
En esa confrontación con el otro, percibimos
la impronta de Kafka, quizás la «compañía» lite-
raria más persistente en la escritura de
Blanchot: «él me vio tal como yo era, un insecto,
un animal con mandíbulas venido de oscuras
regiones de miseria».
La dualidad entre lo que somos y lo que
parecemos se dobla, a la vez, en la dualidad de lo
que sentimos y lo que los demás ven en
nosotros. La ausencia de manifestaciones
externas del dolor producido por la pérdida de
los seres queridos sólo deja lugar para la
locura de la intimidad.
Pero lo que queda más intensamente fijado
en la recreación del recuerdo es el instante de
todos los instantes, el instante de la muerte, a la
que un joven que ya sólo vive en las lejanas
brumas de la memoria se siente desde entonces
ligado «por una amistad subrepticia».
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En ese sutil juego de espejos y
desdoblamientos, el que no se deja ver:
Blanchot el invisible, aparece ante nuestros
ojos haciendo resonar en el lenguaje el
estallido de luz que nos trae la visión extrema
del día, desde la oscuridad, o de la muerte
inminente e inesperada, desde la vida todavía
por vivir. Iluminación. Lucidez. Literatura.
En ambos escritos, vida y muerte aparecen
como espejos de una misma realidad. Su extre-
ma condensación se revela así, en último tér-
mino, como un ejercicio de levedad. Conden-
sación dirigida no hacia la opacidad, sino a una
mayor transparencia, claridad. La fluidez del
cristal.
JOSÉ JIMÉNEZ
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El instante
de mi muerte
[1994]
Me acuerdo de un joven —un
hombre todavía joven— privado
de morir por la muerte misma —
y quizás el error de la injusticia
—.Los aliados habían conseguido
poner pie en suelo francés. Los
alemanes, ya vencidos, luchaban
en vano con inútil ferocidad.
En una gran casa (el Castillo, la
llamaban), golpearon a la puerta
más bien tímidamente. Sé que el
joven fue a abrir a unos huéspedes
que sin duda solicitaban auxilio.
Esta vez, un alarido: «Todos
fuera».
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La locura
de la luz
[1973]
Ilustración de Bram van Velde
Yo no soy ni sabio ni ignoran-
te. He conocido alegrías. Decir
esto es demasiado poco: vivo, y
esta vida me produce el mayor
placer. Entonces, ¿la muerte?
Cuando muera (tal vez dentro de
poco), conoceré un placer inmen-
so. No hablo del sabor anticipa-
do de la muerte que es insulsa y
a menudo desagradable. Sufrir es
embrutecedor. Pero tal es la ver-
dad relevante de la que estoy
seguro: experimento al vivir un
placer sin límites y tendré al morir
una satisfacción sin límites.
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No tenía enemigos. No me
molestaba nadie. A veces en mi
cabeza se creaba una vasta sole-
dad en la que el mundo desapa-
recía por completo, aunque salía
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En la institución se me conce-
dió una pequeña posición. Yo res-
pondía al teléfono. El doctor tenía
un laboratorio de análisis (se inte-
resaba por la sangre); la gente
entraba, bebía una droga; echa-
dos en pequeños lechos, se dor-
mían. Uno de ellos cometió una
travesura notable: tras haber
absorbido el producto oficial,
tomó un veneno y cayó en coma.
El médico lo consideraba una
villanía. Resucitó y «Se querelló»
contra ese sueño fraudulento.
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