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8/1/2020 Liderazgo | Yo lo llamaba Oliver mi hermano

YO LO LLAMABA OLIVER, MI HERMANO

Crecí en un hogar donde mi hermano estuvo en la cama durante 32 años; en el


mismo rincón de su habitación, bajo la misma ventana, bajo las mismas paredes
amarillas. Era ciego, era mudo. Tenía las piernas torcidas.

No tenía fuerza suficiente para levantar la cabeza o la inteligencia para aprender


cualquier cosa. Oliver nació con una lesión cerebral grave que lo dejó en un
estado permanente de impotencia.

Actualmente soy profesor de literatura inglesa. Cada vez que expongo en mi


clase la obra de teatro sobre Helen Keller, «El milagro de Ana Sullivan», cuento a
mis estudiantes la historia de Oliver.

Un día, durante mi primer año como docente, intentaba describir la falta de


reacciones de Oliver, cómo se le debía dar de comer, que nunca habló. Un joven
de la última fila alzó la mano y dijo:

-Señor De Vinck, usted quiere decir que era un vegetal.

Quedé paralizado durante unos segundos. Mi familia y yo cuidamos de Oliver, lo


alimentamos, cambiábamos sus pañales, colgábamos sus ropas y sábanas
mojadas en el sótano durante el invierno, y las poníamos a secar en el césped
cuando era verano. Siempre me gustaba ver cómo los saltamontes brincaban
sobre ellas.

Bañábamos a Oliver y le hacíamos cosquillas para hacerle sonreír. A veces


dejábamos la radio en su habitación, pero corríamos las cortinas de la ventana
cerca de su cama para que el sol no quemara su sensible piel.

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Lo oíamos reír mientras veíamos la televisión o mover los brazos para que la
cama rechinara. Lo escuchábamos toser a medianoche.

-Bien… -respondí al joven alumno-, supongo que podrías decir que era un
vegetal. Yo lo llamaba Oliver, mi hermano. Tú lo habrías querido mucho.

Un día de Octubre, en 1946, cuando mi madre estaba embarazada de Oliver, su


segundo hijo, mi padre se levantó de la cama, se afeitó, se vistió y fue a trabajar.

En la estación de trenes se dio cuenta de que se había olvidado algo, de modo


que volvió a casa y notó el olor de gas que despedía la estufa.

Mi madre estaba inconsciente en su lecho. Mi hermano mayor dormía en su cuna,


la cual estaba muy por encima del suelo, por lo que el gas no le afectó.

Mi padre los sacó de la habitación, por el corredor, hasta llegar afuera, donde mi
madre se recuperó rápidamente, y así terminó todo.

Seis meses después, el 20 de Abril de 1947, nació Oliver: un hermoso bebé,


regordete y de aspecto saludable. Oliver se parecía a cualquier otro recién
nacido, como les decía mis padres a mis hermanos y hermanas.

No había ninguna señal de que algo anduviera mal, pero una tarde mi madre llevó
a Oliver frente a una ventana y lo sostuvo en sus brazos; Oliver miraba
directamente hacia el sol, sin parpadear; en ese momento mi mamá se dio cuenta
de que Oliver era ciego.

Mis padres advirtieron durante los siguientes meses que Oliver no podía alzar la
cabeza ni gatear, caminar o cualquier otra cosa. No sostenía nada en la mano y
no podía hablar. De modo que lo llevaron al hospital Monte Sinaí, en Nueva York.

La única explicación en la que todos concordaban era que el gas que mi madre
inhaló dormida durante el tercer mes de embarazo afectó a Oliver, causándole la
grave condición incurable antes de que naciera.

Cuando nuestros hijos sufren, intentamos curarlos; cuando están hambrientos,


los alimentamos; cuando están solos, los consolamos.

-¿Qué podemos hacer por nuestro hijo? -preguntaron mis padres.

El doctor dijo que quería dejarles claro que no se podía hacer absolutamente
nada por Oliver. No quería darles falsas esperanzas y les dijo que podrían
mandarlo a un asilo. Pero mis padres respondieron:

-Es nuestro hijo. Desde luego, llevaremos a Oliver a casa.

El buen galeno comentó:

-Entonces llévenlo a casa y ámenlo.

Supongo que ese era un consejo sensato. El doctor pensó que Oliver
posiblemente no viviría más de siete años, tal vez ocho.
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El crecimiento de Oliver se detuvo cuando cumplió 10 años. Tenía un pecho


grande, una gran cabeza. Sus manos y pies correspondían a los de un niño de
cinco años, débiles y pequeños.

En Navidad le regalábamos cereales para bebés y le humedecíamos la cabeza en


pleno calor de Julio. Oliver sigue siendo el ser humano más impotente que
alguna vez conocí, el más débil que conozco y, sin embargo, era uno de los más
poderosos.

Como profesor, pasé muchas horas preparando lecciones, deseando influir en


los estudiantes de un modo significativo. Todos pasamos por la tarea de criar
hijos y enseñarles valores, esperando que con ello se sobrepongan, tras todos
nuestros esfuerzos.

Oliver no podía hacer absolutamente nada, excepto respirar, dormir y comer y,


sin embargo, era el responsable de acciones, amor, valor, reflexiones.

Para mí, fue criado en un hogar donde la tragedia se convirtió en felicidad, lo cual
explica en gran medida por qué soy el esposo, padre, escritor y maestro que soy
ahora.

No olvido lo que decía mi madre cuando yo era pequeño:

-¿No es maravilloso que puedas ver?

Y una vez me comentó:

-Cuando llegues al cielo, estoy segura de que Oliver correrá, te abrazará y lo


primero que te dirá será «gracias».

Eso impresiona mucho a un muchacho. Soy yo quien debe agradecer a Oliver y a


mis padres por definirme los límites del amor, que son la casa, el patio y los
bosques donde corrí y jugué.

Todo ese tiempo Oliver reía y dormía entre sus sábanas limpias, bajo la ventana,
día tras día.

En cierta ocasión, pregunté a mi padre:

-¿Cómo pudiste cuidar de Oliver durante 32 años?

Y él me respondió:

-No fueron los años, sino que simplemente me preguntaba «¿Podré alimentar
hoy a Oliver?» Y la respuesta siempre era: «Sí puedo».

Alimentar a Oliver toda su vida fue como dar de comer a un niño de ocho meses.
Su cabeza siempre yacía sobre sus almohadas. Si se le acercaba a la boca una
cucharada de comida, él sentía la cuchara, abría la boca, luego la cerraba y
finalmente tragaba.

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Aún puedo oír el sonido del cubierto que tocaba el plato en el silencio de la
estancia.

De niño temía a la oscuridad y compartía mi habitación con un hermano menor.


Nuestro cuarto estaba separado del de Oliver por una sola pared, 10 centímetros
de madera y de yeso nos separaban durante la noche.

Respirábamos el mismo aire nocturno, escuchábamos el mismo viento.


Lentamente, sin que lo supiéramos, Oliver creó un cierto poder a nuestro
alrededor que cambió nuestras vidas.

No puedo explicar su influencia, excepto al decir que la impotencia en este


mundo tiene un gran poder, y a veces los débiles confunden a los fuertes.

Cuando tenía veinte años conocí a una joven y nos enamoramos. Tras unos
meses, la invité a cenar para que conociera a mi familia.

Después de las presentaciones y la charla circunstancial, mi madre fue a la


cocina para revisar la comida; entonces le pregunté a la muchacha si le gustaría
ver a Oliver.

Por supuesto que ya le había hablado de mi hermano. Ella respondió que no, que
no quería verlo. Sentí como si me hubiera abofeteado. Sólo dije algo cortés y fui
al comedor.

Poco después conocí a Rosemary, una hermosa joven de cabello y ojos oscuros.
Me preguntó los nombres de mis hermanos y me regaló un ejemplar de «El
principito»; le encantaban los niños.

Pensaba que era maravillosa y la llevé a casa para que conociera a mi familia.
Hubo presentaciones otra vez, charla circunstancial y cena. Luego llegó el
momento de alimentar a Oliver.

Entré a la cocina, tomé el plato, el huevo tibio, los cereales, la leche y el plátano,
y preparé su comida. Después pregunté mansamente a Rosemary si quería subir
para verlo.

«Claro», respondió, y subimos por las escaleras. Me senté al lado de Oliver


mientras Rosemary miraba por encima de mi hombro. Le di la primera cucharada
y luego la segunda…

-¿Puedo hacerlo yo?, -preguntó, con sencillez, libertad y compasión.

Así que le extendí el plato y ella dio de comer a Oliver, una cucharada cada vez.
El poder del impotente. ¿Con qué muchacha se casaría usted? Hoy, Rosemary y
yo tenemos tres hijos.

Christopher De Vink

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Deseo escribir sobre la fe, acerca de cómo se alza la luna sobre nieve fría,
noche tras noche fiel aun cuando mengua desde la plenitud,
transformándose lentamente en esa curva imposible de luz antes de la
oscuridad final. Pero yo mismo no tengo fe, me niego el más mínimo
resquicio. Entonces permitamos que éste, mi pequeño poema, como una luna
nueva, esbelta y apenas abierta, sea la primera plegaria que me abre hacia la
fe.

David Whyte

Estoy convencido de que son nuestras propias decisiones, y no las


condiciones de nuestras vidas, las que configuran nuestro destino más que
ninguna otra cosa. Si no toma las decisiones acerca de cómo quiere vivir,
entonces ya ha tomado de algún modo una decisión. Ha tomado la decisión
de dejarse dirigir por las circunstancias, en lugar de configurar su propio
destino.

Anthony Robbins

El soldado de infantería novato ante su comandante:


-¿Dónde está mi trinchera, señor?
La rápida respuesta del oficial:
-Estás sentado sobre ella: ¡sólo tienes que quitar la tierra!.

Jaime Lopera Gutiérrez

Un hábito que hace estragos es la negación; un ejemplo de esto es la persona


infeliz que niega con énfasis su capacidad para cambiar las situaciones no
deseadas de su vida y experimentar la felicidad. Si se aborda esta cuestión
abiertamente, insiste en que carece de poder y control sobre las situaciones
que le rodean. Dios nos concedió a todos nosotros el acceso al flujo universal
de energía. Lo llevamos dentro y, a menos que alguien haya tomado la
decisión consciente o inconsciente de permitir que una fuerza exterior le
controle, esa persona tiene sin duda control de su propia vida.

Gene Egidio

A veces sentimos que debemos escalar una montaña o erigir un monumento


para dejar nuestra huella en el mundo. Lo que no reconocemos es que con
frecuencia podemos producir cambios simplemente existiendo, manejando lo
que la vida nos da. Tal vez la forma en que tratamos nuestros desafíos y
recompensas inspire a alguien más a lograr cosas valederas en su propia
vida. Cualquier cambio o pérdida no nos hace víctimas, puede sacudirnos,
sorprendernos, decepcionarnos, pero no nos puede impedir actuar,
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aprovechando la situación que se presenta y continuar. Sin importar dónde


estemos en la vida, sin importar cuál sea la situación, siempre podemos
hacer algo. Siempre hay una alternativa y ésta puede ser poder. La capacidad
de superar una posición de impotencia nos confirma que siempre tenemos
alternativas. Aunque nos sintamos atrapados o indefensos, somos capaces de
elegir la actitud con la que enfrentaremos nuestros desafíos. Si adoptamos la
mentalidad de la víctima y creemos que no podemos hacer nada, nunca
obtendremos poder.

Blaine Lee

Una mujer que tuvo éxito en los negocios y que amasó una pequeña fortuna,
en cierta ocasión se me acercó para preguntarme qué podría hacer ella de
importancia, pues se sentía mal al compararse conmigo, que había dedicado
toda una vida de servicios y compasión a los intocables de la India y los
desposeídos del mundo. Le dije:
-Lo que yo hago, usted no puede hacerlo.
La mujer quedó anonadada. Su intención era genuina, su deseo era real y se
preguntaba porqué era rechazada y continué diciéndole:
-Lo que yo hago no puede hacerlo usted; pero lo que haga usted, no puedo
hacerlo yo. Las necesidades son grandes, y ninguno de nosotros,
incluyéndome a mí misma, podemos hacer grandes cosas, pero sí las
pequeñas, con gran amor, y juntos lograremos algo maravilloso.

Madre Teresa de Calcuta

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