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Literatura 3º Ciclo Orientado Modalidad Semipresencial

Antología de cuentos

La noche boca arriba1


Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos
le llamaban la guerra florida

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y
sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería
de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El
sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él —porque para sí mismo, para ir pensando,
no tenía nombre— montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus
piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas
de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo:
una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los
jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero
corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación
de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el
accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de
las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano,
desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue
como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de
debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó,
porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a
las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír
la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer,
tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba
hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en
la piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado.»
Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo
dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde
pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un
shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una
cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para
beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El
vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. «Natural», dijo él. «Como que
me la ligué encima.» Los dos rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó
buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas
hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó
estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital,
llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían
cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no
hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda
puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de
blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le
acomodaron la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le

1
En Final del juego, de Julio Cortázar.
acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e
hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero
un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los
tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia
compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan
natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad
era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha
calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo
se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.
«Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor
de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener
miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un
arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían
estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se
repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor
de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí
como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la
selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más
duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales
palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada
horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de al lado—. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras
trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla.
El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera
estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los
labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez,
pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de
los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito
blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara
anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un
frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le
ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando
blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran
reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y
pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de
pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le
dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada
caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro,
pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la
lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad,
abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante
embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque
arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada», pensó.
«Me salí de la calzada.» Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar
un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante,
sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez
la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo
ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el
escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo
apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy
Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se
le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral
desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba
ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la
calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro.
Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el
tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo
tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en
el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era
insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja
de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire
una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del
duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una
lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser,
respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin…
Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se
puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le
habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete,
golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con
vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un
recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la
cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que
había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento
en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al
mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No,
ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o
recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas
maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban
del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con
todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría
alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia
abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral.
Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en
lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero
en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó
a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad
absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba
estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda
desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que
se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final.
Lejanamente, como filtrándose entre
las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba
en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido.
Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con
el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras
mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo
sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como
si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los
cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas
que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se
hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó
antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los
sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos
sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron
manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba tironeado por los
cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante,
alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos
debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro
del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en
vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente él la escalinata incendiada de gritos y
danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el
aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja,
tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto
que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que
lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de
noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada
de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que
seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse
instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba
despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo
que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada. Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto
hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro,
y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca
arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca
de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara
donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al
otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la
noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo,
y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la
piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que
arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó
los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra
vez estaba inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y
cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el
cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que
no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro,
absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de
una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme
insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo
habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él
tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

BIOGRAFÍA DE TADEO ISIDORO CRUZ (1829-1874)2

I'm looking for the face I had


Before the world was made.

YEATS: The Winding Stair.

EL SEIS DE febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban
desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo
nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres
tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que
dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron
desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los
pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las
guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el
nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me
interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda.
La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para
todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones,
perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el

2
En El Aleph, de Jorge Luis Borges.
influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las
selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de
barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una
montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con
una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad
para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó
ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y
recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que
nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le
replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y
entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una
puñalada Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le
advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro que no le
estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el
antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando
la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por
la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal;
Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras
civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de
1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento
mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de
lanza.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en
el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En
1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo
debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el
porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche
que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un
instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier
destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento
en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio
reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de
Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un
libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo,
que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur
mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un moreno en un
lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la
Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros
para la desventura que dio sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa,
que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se
oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el
cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del
lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados,
urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la
noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable;
Cruz y ¡os suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula
acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de
haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió,
terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda
referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de
Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad),
empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo
hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo
estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el
otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba
a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto
al desertor Martín Fierro.
No oyes ladrar a los perros3

—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en
alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las
piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra,
tambaleante. La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a
ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del
monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga
de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no
hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a
echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío.
Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque
los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía
trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los
dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o
en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso
decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz
los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba. El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara
descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a
tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos
pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por
qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?

3
En El llano en llamas, de Juan Rulfo.
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un
doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí
para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se
llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza
agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue
su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo
encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la
que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras
dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía
a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han
hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso
ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de
eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La
parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: "¡Que se le pudra en los riñones la sangre
que yo le di!" Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del
robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo
bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con
usted. Desde entonces dije: "Ese no puede ser mi hijo."
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo
me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber
apagado la luz en el
pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a
tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para
volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No
tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella
rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte.
Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a
tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y
comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá
arriba, se sacudía como si sollozara. Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de
lágrimas.
—¿Lloras , Ignacio ? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca
hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos
retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los
mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: "No tenemos a
quién darle nuestra lástima ". ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que
lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al
llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo
hubieran descoyuntado. Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido
sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo . No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

Ante la ley (Parábola)4


Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que
le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El
hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un
lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda
que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay
guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no
puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para
todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y
aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El
guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas.
Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y
sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores,
y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de
muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este
acepta todo, en efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de
los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala
suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que
envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga
contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también
suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y
ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la
oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda
poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden
en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián
para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián
se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre
ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que
durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

4
De Franz Kafka, en http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/euro/kafka/antela.htm
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos
perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

El demonio de la perversidad5
En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los
frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento
radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por
alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto. Hemos permitido
que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe
en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por
su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad de un impulso. No podíamos
percibir su necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la noción de este primum
mobile se hubiese introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de
actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la
frenología, y en gran medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el
lógico, más que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de
Dios, a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de
Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia
de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural
hacerlo), que entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera.
Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el
acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar,
habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie,
descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la
combatividad, la idealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos los
órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro
intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas,
con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos
de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido
del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.
Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que
debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre
hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a
hacer. Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en
los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus
criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases
de la creación?
La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y
primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un
término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un
motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se
considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir
que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría
ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para
ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente
irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error
de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a
su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis
o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé,
que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo,
nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad
de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se
refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia
contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es
excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser

5
En Edgar Allan Poe. Cuentos. Universidad de Puerto Rico, 1956.
excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la
combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo
no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que
acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las
preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más
incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya
atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios.
El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás,
es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca;
sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin
embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos
paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo
hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y
mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora
será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción
inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación
de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser emprendida hoy y,
sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa
actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El día siguiente llega, y con
él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero
aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa
por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para
la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de
lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan
lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por
nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había
atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos
ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!
Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro
primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta
graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos
inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la
botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube
nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que
cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque
temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es
simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde
semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica
la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de
la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta
simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente
del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de
una impaciencia tan demoniaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa
arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición
inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente
por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si
fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.
Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de
perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más
acá o más allá de esto no hay principio inteligible, y podríamos en verdad considerar su
perversidad como una instigación directa del demonio si no supiéramos que a veces actúa en
fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros
por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá por lo menos una débil apariencia de
justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan
prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la chusma, me hubierais considerado loco.
Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de la
perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas,
meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización
implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas,
encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una
vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que
mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era
pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito
describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la
vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en
su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi
cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No
dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del
crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando
reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me acostumbré a
deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que las ventajas
simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una época en que el
sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea
obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos.
Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el
machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El
martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria. Así
es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz
baja la frase: «Estoy a salvo».
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi
en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva forma:
«Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía
ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin
cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y
ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del
cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me
llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente,
más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de
gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror,
pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi situación, era estar perdido.
Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se
alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si hubiera podido
arrancarme la lengua, lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más
ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento
experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún
demonio invisible —pensé— me golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo
tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa,
como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me
entregaban al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado.

Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre!
Pero, ¿dónde?

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