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Un Infierno Bonito PDF 2 PDF
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Presentación
Con un infierno bonito, de Félix Castillo se inicia “La biblioteca hidalguense Arturo Herrera
Cabañas 1944”, colección que reúne los trabajos de investigación científica y la creación literaria
relativos a nuestra entidad hidalguense.
Se seleccionó éste entre otros trabajos para abrir la colección por ser representativo de los
que se editarán: el autor es un pachuqueño cuyos primeros años de vida giran alrededor de las
minas y los mineros, su padre, tío y hermanos mayores lo eran. Adulto, el autor de Un infierno
bonito, continuó la tradición familiar en el interior de tiros, socavones, contratiros y túneles en
donde conoció la dureza y los peligros de la extracción de los minerales y como los mineros, para
aliviar tensiones, se divierten en el complejo ejercicio de juegos de palabras y con el relato de las
leyendas y las viejas historias de las minas y de los habitantes de los barrios comarcanos a los
antiguos fundos. Todo esto nos es transmitido como un ritmo narrativo que resulta aún más
brillante en un escritor de extracción obrera. Sin duda alguna, pocos testimonios sobre la vida de
los mineros están llenos de tanta frescura y originalidad.
Relatos mineros
Cuenta Félix Castillo García a sus amigos y numerosos compadres que cuando la jaula (calesa), de
las minas asciende a la superficie, y a lo lejos se empieza a observar la luz, los mineros sueltan un
suspiro de alivio y esperanza, y así dice el vio la primera luz un 3 de Mayo de 1941 en Pachuca.
Cuando el cueterio resonaba en la cañada minera para festejar el día de la Santa Cruz. Con
tropiezos que en el camino le pone la pobreza cruzaba la primaria en la escuela Justo Sierra y en el
año de 1958 al igual que todos los hijos de mineros ingresa a la mina de San Juan Pachuco. Recorre
todos los caminos subterráneos entre una mina y otra y desempeña varias labores, como cochero,
ayudante de ademador, rielero, muestrador, motorista y perforista.
En 1972 los bajos sueldos que la empresa otorgaba a sus trabajadores lo obligan a
abandonar las minas que tanto susto y orgullos le propiciaron. Logra ser contratado como obrero
en una empresa de ciudad Sahagún. Posteriormente continúa sus estudios hasta ver terminada la
preparatoria. En su estancia en la mina cursó enfermería impulsado por la gran cantidad de
accidentes que se dan dentro y fuera del “hoyo”.
En 1987 es contratado por el Archivo General del Estado de Hidalgo (AGEH) y participa con
su primer cuento en el concurso Los mineros toman la palabra, que convocó la Compañía Real del
Monte y Pachuca, obteniendo el primer lugar.
En ese mismo año se inscribe en el Taller de Literatura que Agustín Ramos impartía en
AGEH. Posteriormente fue invitado a leer sus cuentos en el Palacio de Bellas Artes, ante
intelectuales que confirmaron al ex-minero su talento como escritor y la originalidad de su
lenguaje lleno de insólitas metáforas. Producto de ésta última década es éste libro Un infierno
bonito, en donde el albur y otras formas del lenguaje minero son productos de la relajación moral,
sino de prácticas cotidianas que permiten aliviar tensiones y generar solidaridades de todo tipo, en
un ambiente peligroso por la profundidad que en el subsuelo desarrolla el trabajo, en ambiente
enrarecido por polvo, humos y la inestabilidad en paredes, cielos, frentes y planes. Así que
recordar burlonamente a la madre y a la esposa del compañero, es una práctica, que está lejos del
insulto, lejos de la frase que ofende e irrita. La narrativa de Félix se dibujan intensas vivencias,
anécdotas interminables, albures, cuentos, leyendas y fantasías, en donde la realidad trágica de la
vida del minero se encuentra inmersa. Creación y recreación de los mineros y sus minas de ese
Infierno Bonito, es éste texto del famoso “Gato Seco” Félix Castillo García.
Un infierno bonito
Allá por el año de 1958, el periódico anunciaba que en las minas de Pachuca se necesitaba gente.
A pesar de las protestas de mis padres, por mi edad de 16 años y mi constitución física pobre,
acudí al sindicato minero a solicitar trabajo. Pasé muchos problemas para lograr que me
mandaran a Las Cajas a dar mis datos generales, y estando allí use toda mi astucia para que me
pasaran sin cartilla. Pero me faltaba la prueba más difícil, el reconocimiento médico, ya que para
entrar a trabajar era necesario pesar 50 kilos y yo pesaba 47.
Después de dos rechazos me daban la última oportunidad. La noche anterior cené frijoles
con mucha tortilla y por la mañana plátanos con leche. Me sentí reventar, con ganas de vomitar e
ir al baño, pero sentí tranquilidad cuando me subí a la báscula y ésta marcó 49 kilos con 500
gramos. (Me perdonaron medio kilo).
¿Dónde vives?
Dolores García
16
Ah, sí. Ahora recuerdo. Pecoso, un día te dije que hace 15 años tuve una vieja que se
llamaba Dolores y que la dejé con un niño.
Pues mira lo que es la vida. Este es mi hijo. Dame un abrazo, hijo mío.
Que me abraza y que me da un beso. Enojado, que lo aviento y que le digo: Chinga tu madre.
Mira, Pecoso. Mañana me llevas a bautizar a este cabrón. Y le dices al padrecito que en
lugar de echarle agua bendita en la cabeza se la eche en el hocico para que se le quite lo pinche
grosero.
Me dio mucho coraje, casi lloraba. El barretero me dijo que me fuera a trabajar con El
Cavernario. Íbamos a dar unos barrenos. Y me explicó:
Mira, hijo, ponte muy abusado. Lo que vas hacer es apretar la barrena con todas tus
fuerzas, no la sueltes.
Echó a trabajar la máquina; sentí dolor en las manos y la solté. Estaban despellejadas. Al
Cavernario le daba risa. Cuando llegó el barretero y me preguntó que me había pasado, le
expliqué, y enojado se dirigió al Cavernario.
Siempre había querido ser minero y ya lo había logrado. A partir de entonces pude
conocer la mayor parte de la mina y desarrollé trabajos como cochero, ayudante de ademador,
ayudante de rielero, ayudante de motorista, ayudante de muestreador, ayudante de ingeniero,
ayudante de perforista y perforista. Trabajé en las minas de San Juan Pachuca, Paraíso, Santa Ana
y el Álamo. En ese tiempo no había donde trabajar y para sobrevivir era necesario ser minero.
Le dije que sí, pero hubo un momento en que se me cerró el mundo, no sabía qué era el
cañón. Miré hacia arriba y vi un cañón de piedra que está de adorno en el pasillo del patio de la
mina. Y me dije, ése es el cañón. Pedí una cubeta prestada, me quité la franela que tenía en el
cuello y muy tranquilo me puse a limpiarlo. Al poco rato llegó el encargado y me dijo:
Cómo serás pendejo. El cañón es el túnel de la mina, ¿por qué crees que te dí la pala? Dile
al calesero que digo yo que te baje al nivel 270. Ahí te esperan tus compañeros.
Cuando llegué les dio risa al verme, usaba un pantalón corto, me había dado unas botas
del número 27 y medio y yo calzo del 23. Haciéndome burla se me acercaron y me tiraron al
suelo. Me bajaron los pantalones con todo y calzones y me echaron grasa, aceite y luego tierra en
mis genitales. Y me dijeron:
Les tenía que aguantar sus bromas y poco a poco me iba acostumbrando al ambiente de la
mina.
A nuestro capitán de laborío le decían El Moco. Pero nadie se atrevía a llamarlo por su
apodo. Un día el encargado me dijo:
Volví la cara donde estaban mis compañeros y se reían de lo que me decía el capitán,
quien desde ese momento me tuvo mala voluntad y me mandó a empujar conchas.
Las llenábamos de un rebaje viejo y las vaciábamos para que se revolvieran con la carga
reciente. Es duro empujar las conchas, hay que echarle mucha fuerza y meterles el hombro.
Las conchas tienen unos seguros que se llaman ganchos y se ponen para que no se volteen
por sí solas. Llevan uno de cada lado. Un día vi que antes de vaciar le quitaron el gancho y cuando
llegamos dijeron:
El gancho, el gancho.
Que se lo pongo. Que empujamos. Pero esta vez, como tenía el gancho, que se voltea con
todo y todo saliéndose de la vía.
Permanecí callado sintiéndome culpable de lo que pasaba; en eso llegó el capitán, El Moco.
Vea usted, señor. Este pendejo en lugar de quitar puso el gancho y se cayó la concha.
¿Otra vez tú, cabrón? Busca algo que sirva para levantarla.
Fui corriendo, me sentí útil y con eso menos culpable. Llegué con un tubo.
Todos hicimos fuerza para levantar la concha. Me resbalé, me iba a caer y que me agarro
de la mascarilla del capitán; como ésta tiene resorte, que se estira y que se la suelto.
Vi como sus ojitos le chillaron y le brotó sangre de la nariz. Me tiró una patada y me dijo:
Me mandaron con los ademadores al nivel 170 de la mina de San Francisco; mis
compañeros eran El Pinocho, El Jitomate y El León. El trabajo de un ademador es poner alcancías
para detener la carga, colocar escaleras, proteger caminos y ademar túneles que se sospecha
puedan derrumbarse.
Una vez estábamos poniendo una alcancía: el maestro iba a colocar una tranca. Me gritó:
“agárrala”. Yo entendí suéltala. Que se la suelto y que le machuco una mano. Que se enoja y que
me cambia.
Me mandaron con los rieleros al cañón general. El trabajo se relacionaba con tener las
vías en buenas condiciones. Comíamos, cuando llegó un compañero de otra cuadrilla, tomó mi
refresco y lo aventó; luego me puso un vaso de pulque y me ordenó: “tómatelo”. Moví la cabeza
en forma negativa. y me lo aventó en la cara. Sin medir consecuencias me lancé en contra de él a
patadas y a golpes. A la salida se habían enterado los jefes y me suspendieron una semana.
Después como castigo me mandaron a limpiar la atarjea que va de la mina de San Juan Pachuca a
La Rica de Real del Monte; así duré varios días, luego meses como ermitaño, ya que nadie pasaba
por esos lugares.
Una vez le pedí ayuda a un señor que era jefe de los ingenieros de medidas y me pidió
como ayudante de muestreador. El trabajo que se realiza es el siguiente: el muestreador marca la
veta que los ingenieros le indican, los ayudantes sacan una muestra de lo marcado. Esta se lleva al
ensaye, para que den el cálculo de cuántos kilos de plata tiene por tonelada.
Un día faltó el muestreador y me mandaron en su lugar. Se tenía que sacar una muestra
en el nivel 270 pero en medio pasaba el trole (conducto de alta tensión). A mí se me hizo fácil
marcarlas porque soy alpinista, pero para ellos se tenía que poner unas trancas para que se
subieran, estábamos a tres metros del suelo. En la cuadrilla llevaba al Piojo, al Morsa, al Abuelo y
al Solovino. Así le decíamos porque no sabíamos cómo llegó con nosotros.
Comenzaron a trabajar con precaución de no tocar el trole. El Solovino era el que estaba
arriba. De momento le mueven la tranca y cae atravesado en el trole. Como no hacía tierra no le
pasaba nada. Yo le decía:
Le dije al Abuelo. Así le decíamos porque ya estaba muy viejito y era re pendejo.
Vete allá atrás, cuando yo te haga una seña con mi lámpara, si lo ves colgado le avientas
un tope.
Eso era para votarlo de la corriente en caso necesario. Muy obediente, El Abuelo aseguró
su gorra se alejó unos 30 metros y se puso en posición de atleta, listo para esperar la salida.
Pongan los morrales en el suelo, vamos a quitarnos la ropa y la ponemos también porque
se va a dejar caer.
Le dije al Solovino:
El Solovino estaba agachado sacudiéndose; miré hacia donde estaba el viejo le hice una
seña con mi lámpara.
Vámonos.
Di unos cuantos pasos cuando, de pronto, El Abuelo llegó corriendo, le dio un tope en las
nalgas al Solovino y lo retachó en la roca. Se levantó rápido, sangraba de la frente y miraba para
todos lados. No supo ni de dónde le llegó el golpe. Hagan de cuenta la cara de un cocodrilo frente
a una fábrica de carteras. Yo no sabía qué hacer, si enojarme o reír.
Sí, yo te dije que lo hicieras, pero si se quedaba colgado; lo estás mirando que ya está en el
suelo y todavía se lo das.
A pesar de haber trabajado como burro nunca pude hacer un ahorro por el sueldo tan
miserable que ganaba. El único tesoro que tengo y he guardado por muchos años son mis
recuerdos, que con mucho gusto ofrezco para que, por medio de ellos, conozcan la vida de un
minero, sus creencias, y su forma de expresarse, porque el minero ya viejo y silicoso se refugia a
recordar pasajes de su vida y las cicatrices que tiene en el cuerpo son experiencias. A veces las
lágrimas opacan lo que escribe. No todos los recuerdos son alegrías.
Desde antes de ser minero, me gustó mucho el deporte del montañismo. Como ya dije,
soy alpinista. Por eso cuando de ayudante de muestreador me cambiaron a ayudante de
ingeniero, teníamos que caminar mucho. Para mí aquello era una práctica. Me subía a los
chiflones de diferentes alturas con facilidad, lo mismo en caminos de escaleras verticales.
Un día bajábamos 60 metros de escaleras, yo era el último de arriba abajo. Cuando iba
por la mitad de arriba, se desprendió una pegadura (piedra grande) que venía rebotando y
rompiendo las tuberías.
Metí las manos entre los barrotes de las escaleras y me agarré la gorra. Sentí un golpe que
me la voló y me cubrí la cabeza con mis manos. Otra piedra me cayó en la cabeza, vi estrellitas.
Sentí dolor y sangre que me escurría en la cara y la espalda. A oscuras fui bajando; mis
compañeros sabían que estaba herido; uno de ellos se quitó la playera y me cubrió la cabeza.
Llegó el motor y me trasladaron a la mina a de San Juan Pachuca al nivel 30.
Cuando llegamos, unos actores se preparaban para simular un accidente, porque estaban
filmando una película. El Profesor me llevaba en brazos, cuando salimos estaban filmando. El
director de la película al ver que me cargaban y no iba en la camilla gritó:
Quítese, pendejo.
Se lo llevaron al hospital.
Mi madre lloraba, no sabía qué hacer. En eso llegó uno de mis hermanos que le ayudó a
controlarse (a ese hermano le gustaba la tomadera). Y me fue a ver.
Me dijo que sí y se despidió. Al otro día llegaron mis compañeros a la cantina y, como
siempre, estaban muy contentos. En eso llegó mi hermano y les dijo:
Sí cómo no
Acaba de morir.
En una hora más o menos, aquí en la calle de Galeana, ¿me puedo tomar una cubita para
los nervios?
Ni modo. Ya le tocaba.
Bajaron a comprar flores. Al poco rato regresaron a mi casa. Tocaron y les abrió mi
madre.
Muchas gracias, señora, tenemos que irnos. Somos del pueblo del Cerezo.
Le dieron las flores y metieron una corona. Mi madre al verla se sorprendió y les
preguntó:
Mi mamá sufrió un desmayo, los vecinos la ayudaron. Mis compañeros se alejaron tristes.
Fue otro de mis hermanos al hospital a verme. Me platicó lo sucedido y mandé a decir que me
encontraba bien. A los 8 días me dieron de alta y al mes me mandaron a trabajar. Cuando llegué a
la mina los primeros que me vieron ponían una cruz formada con sus dedos y decían:
Me cay de madre, te mandamos hacer una misa el día que nos dijeron que te habías
muerto. Y otra cuando cumpliste un mes.
Yo les pido a todos ustedes que disculpen a mi hermano, le gusta mucho la bebida.
Así pasaron los meses y todo quedó olvidado. Pedí mi cambio para trabajar en un contrato
a destajo, en la mina de Paraíso.
Durante tres años trabajé como minero de casa, ganando el puro sueldo y desarrollando
trabajos de ayudante. Al cambiarme de contrato a destajo, sabía que tenía que trabajar como
burro para ganar más dinero pero podía morir más antes que los demás. Para llegar a nuestro
laborío teníamos que bajar al nivel 30 de la mina de San Juan Pachuca; de ahí nos trasladaban en
un motor al nivel 170 de la mina Paraíso. Bajábamos al nivel 430, caminábamos un kilómetro y
volvíamos a bajar en un contratiro inclinado al nivel 500. Y caminábamos 10 minutos para llegar.
Se preparaba un rebaje y éste era nuestro trabajo: se barrenaba de frente haciendo un túnel
directo sobre veta. A cada 10 metros se barrenaba de chiflón a una altura de 6 metros. Luego, a
los 4, se barrenaba de contrafrente, uniéndose, para luego barrenar de corte.
Ahí conocí a David Rodríguez El Chocolate. Que era un cuate de estatura mediana de piel
oscura, de ahí le venía el apodo, fornido y joven.
Toda su vida fue perforista y de los mejores; aprendí muchas cosas de él. Juntos éramos
un verdadero desmadre. Y todo el tiempo fuimos inseparables. El bodeguero de la mina de San
Juan Pachuca era joto. Le decíamos El Teresita. Cuando ya toda la gente bajaba él era el último y
se iba caminando a la mina de Paraíso, a dejar el barro al polvorín que se encuentra cerca del
contratiro.
El Teresita siempre iba atrás de nosotros y nos llamaba la atención porque en partes
apagaba su luz.
Era nuestro amigo pero le íbamos a jugar una broma de espantarlo, para que ya no
anduviera de payaso apagando su luz. Nos escondimos.
Cuando pasó por donde estábamos le caímos encima tirándolo al suelo y dándole de
patadas y golpes donde le cayeran. Sorprendido y espantado gritaba:
Otro día iba atrás de nosotros a cierta distancia; nos parábamos y él también se paraba. Y
así caminamos buen tramo, hasta que decidió rebasarnos. Que nos echa unos ojos bien
coquetones y que dice:
El escribir me hizo recordar un infierno bonito llamado mina. Donde descubrí un mundo
nuevo y aprendí un vocabulario diferente al mío. La mina nos deja un recuerdo que nunca se
olvida, principalmente a quienes exploramos sus vetas: la casca, eso que conocemos como
silicosis, enfermedad que para algunos ha sido mortal y para otros se manifiesta en
adelgazamiento, piel amarillenta y sofocaciones. El minero ha sido uno de los seres más
despreciados, explotados y escarnecidos por compañías, sindicatos y la sociedad.
Un día en el turno de noche El Cavernario, que era nuestro encargado, estaba de malas; el
motivo era que se tenía que poner una alcancía y los ademadores no habían ido.
A ver, cabrones, júntense todos, vamos a parar la alcancía. Este pinche trabajo es tan fácil
que hasta mi vieja lo haría.
Mañana la traes.
Ja, ja, ja. Que chinga te puso tu madre con ese nombre. ¿Sabes leer?
Un poquito, señor.
El Petronilo era un típico indito, tranquilo y muy obediente. De esos que jamás se enojan,
y reciben las maldades sin protesta. El Cavernario le dijo:
Me voy a subir, te voy a echar la cinta de medir, la pones en el suelo y me dices cuánto
mide.
Sí señor.
Un chingo señor.
Dime cuánto mide.
Pus un chingo.
Naco pendejo. A ver tú, Chocolate, tú Gato Seco, ayuden a este pinche burro.
¿Qué dijo?
Que se la mientes.
Que se baja El Cavernario y que le da una cachetada. Que nos metemos todos a
defenderlo y le dimos de patadas al Cavernario.
Prrrrrr.
Ayuden a parar ese tronco. Agárrenlo fuerte. A ver tú, pendejo Petronilo, pégale con el
marro. Haz de cuenta que me están pegando a mí.
Sí, señor.
Le llevas estos sobres por favor y le dices que él ya sabe cómo distribuirlos.
ESPERAMOS CONTAR CON TU PRESENCIA EN EL SALÓN DEL HILOCHE EN REAL DEL MONTE.
Me dijo el secretario Agapito Herrera que te entregó 15 invitaciones para que me las
dieras.
El Bandolón era como de 40 años alto y fornido, lampiño con cara de indígena y estaba un
poco jorobado. Le dije:
A mí no me dio nada.
El domingo nos reunimos para irnos a la comida, me llevé a todos mis cuates del contrato.
Cuando llegamos al salón del Hiloche estaba un ambiente bueno, arreglado con muchas mesas,
con cheves, botellas de vino, pulque y refrescos. Había gente de todas las minas y dependencias,
así como todos los contratistas de terreros. Escuchamos una diana cuando entró Napoleón Gómez
Sada, la gente no dejaba de aplaudirle y muchos pinches barberos hasta se caían por saludarlo de
mano.
La gente se paró a aplaudir por momentos largos. El pinche viejo pelón levantaba la mano
y decía:
Se levantó el diputado Villegas, haciéndoles señas de que se callaran. Todos guardaron silencio.
Y bolas cabrón, luego tras las botellas y todo lo que de tomar se encontraba en la mesa. Y
continuó hablando.
Compañeros, entre nosotros hay un traidor. Un Judas que anda predicando mentiras y
calumniando a nuestro sindicato. Yo les pido a todos ustedes, que tienen conciencia sindical, que
cerremos filas y lo echemos fuera del sindicato. No lo queremos. Otra vez, salud, compañeros.
Y nuevamente a chupar, nada más se escuchaban los ruidos del destape de botellas. Y
siguió hablando.
Sí, sí.
Pues compañeros, ese traidor es nada menos que mi pinche compadre. Leopoldo García.
El Malayo, que desde hoy chingue a su madre.
Y en coro gritaban:
Como en el salón estábamos más de 500 mineros los gritos se escuchaban muy fuerte.
De momento se escuchó un mariachi que entraba al salón tocando muy fuerte el “Son de
la Negra”. Atrás de él venía El Malayo levantando los brazos, y a cada uno de nosotros nos daba
un billete de 50 pesos y una botella de tequila y nos decía:
¡Que viva El Malayo! ¡Que viva El Malayo!, Malayo, Malayo, ra, ra, ra.
El diputado miraba a Napoleón, como diciendo, ¿ahora qué hacemos?
Compañeros, guarden silencio por favor. Compañeros, por ningún motivo vamos a borrar
nuestra imagen sindical ante un gran hombre. Que viva el compañero Napoleón Gómez Sada. El
Compañero Ismael Villegas Rosas. y que muera el Malayo.
Aventaban los cajetes de caldo que se estrellaban por todos lados lo mismo que las
botellas.
¿Y los demás?
Qué bueno, pinche Gato Seco. Y te hubieran rajado la madre por no haberme entregado
las invitaciones.
Nos mandaron a trabajar en el fondo de la mina de Paraíso. Para llegar teníamos que
caminar mucho. Había socavones y túneles muy antiguos; así como también chiflones, rebajes y
frentes abandonadas. La verdad daba miedo entrar en esos lugares. Sin embargo era nuestra
misión darle vida trabajándolos.
Estábamos limpiando una frente, levantando la carga a pala, el barretero Pascual Jarillo y
yo. A pesar de estar viejito no había cabrón que le diera el kilo paleando a mi barretero. De
pronto escuchamos un fuerte ruido como si se hubiera sentado parte de la mina. Sentí miedo y
me dio escalofrío.
No.
Hoy es primero de noviembre y son las doce del día. Ya llegaron los compañeros que han
muerto en estos lugares.
¿Muer...tos? No chingue.
Cada año vienen, y no nada más aquí sino en toda la mina. Les traje unos tamalitos, al rato
se los pongo.
Pus cuáles, hace rato que fui por el agua se los estaban comiendo. El Cuervo y el Bizco.
Cabrones, sabían que eran para mis muertitos. Hace 30 años aquí se sentó la mina y
murieron quince compañeros aplastados. Trataron de sacarlos y nunca pudieron. Y todo esto
quedo abandonado, hasta ahora que nosotros lo vamos a trabajar.
Porque yo trabajé aquí. Estoy vivo porque me mandaron a la pólvora; cuando llegué
estaba tapado. Duraron cinco años en destaparla, pero sólo una parte, porque se volvió a sentar.
Eso que oímos se escuchó cuando se sentó el cerro. Pero sabemos que las ánimas de los muertos
regresan. Veces hacen maldades y no te dejan trabajar, otras te espantan.
Donde estábamos era un lugar muy tenebroso, parecía gruta en vez de mina.
A través del tiempo comenzamos a meter vía para las conchas y el trole para el motor. Se
arreglaron los caminos y las alcancías, se rompieron frentes y chiflones. Pedimos permiso para
hacer un comedor y de la madera sacamos la mesa y las bancas, y aquella mina abandonada ahora
estaba lista para ser explotada a lo moderno.
Es necesario que pongamos una Virgencita en este lugar, para que nos ayude. El
Bandolón, que era nuestro jefe, dijo:
Se las rompo.
Te rompemos la madre.
Dijo El Baldo.
Traemos una Virgencita de San Juan de los Lagos, es muy milagrosa, una vez que me
estaba muriendo le pedimos de todo corazón me aliviara y lo hizo.
Le contestó El Loco.
Yo intervine para explicarles que en todos los despachos y túneles tenían una imagen de la
Virgen de Guadalupe y, para no regarla era bueno que nosotros pusiéramos la misma.
¿Saben por qué este güey no quiere a las Vírgenes?, porque su vieja se llama Virgen.
Al otro día yo llevé una imagen de la Virgen de Guadalupe, El Chocolate unas veladoras y
los otros flores. Y con mucha devoción y fe la colocamos en el centro del comedor que era un
pedazo de túnel. Nos persignamos y por primera vez en años no se escuchó una sola grosería. El
Bandolón no quiso estar presente.
Nos fuimos a trabajar cada quien a su lugar, pero como a las dos horas nos fueron a avisar
que El Bandolón estaba muy malo y en quejidos decía:
Se ponía las manos al pecho y casi lloraba. Todos estábamos ahí, pero ninguno hacíamos
nada por él. Y decía:
Por lo que más quieran. Ay, ay. Llévenme por favor a ver a la Virgen.
Llamé a todos y nos salimos dejándolo solo, y escuchamos los rezos del Bandolón. Pasó el
sotaminero y lo dejamos con él, nosotros seguimos con nuestro trabajo. Cuando bajamos a la
hora de la salida ya estaba bien. Todo el camino no le dirigimos la palabra. Al otro día llegó con
una veladora, la prendió y se la puso a la Virgen. Y con todo respeto rezó.
Él nos decía.
Hasta la fecha es muy creyente de la Virgen de Guadalupe, porque dice que una vez ella lo
castigó.
La Compañía Real del Monte y Pachuca tiene más de cinco mil kilómetros de túneles que
se desplazan a todos lados; y de ellos han extraído millones de toneladas de plata durante más de
cuatro siglos.
Las minas han pasado de mano en mano. De españoles a ingleses, de ingleses a
norteamericanos, y en el año de 1947 se convirtió en una compañía paraestatal.
Cuando alguno de nosotros sufría un accidente, la compañía se basaba a lo que decían los
testigos, y como había mucho pinche barbero, muchos llevábamos la de perder.
Se dice que la de malas y los pendejos siempre andan juntos. Yo entraba a trabajar en el
turno de las seis de la tarde. Cuando estaba comiendo, a las tres, tuve una discusión con mi
pinche vieja que me hizo enojar. No terminé de comer, le aventé el plato y me salí bien
encabronado azotándole la puerta.
Llegué temprano a la mina, me cambien y me bajé al nivel 30, ahí esperé a mis
compañeros; no quería hablar con nadie. Cuando íbamos en el motor, el encargado me dijo:
Ya lo sé.
¿Qué te pasa?
Te vale madre.
Cuando llegué y me iba a subir al chiflón que me resbalo y que me caigo; eso causó la risa
de todos. Me encendí de tal manera que les menté su madre. Algunos me reclamaron:
Nosotros qué culpa tenemos que seas tan pendejo. Pinche baboso.
Mi ayudante regresó y seguí de nuevo con los barrenos y recordé el disgusto con mi
señora y sus palabras:
Félix, me dijeron que te vieron con esa pinche vieja resbalosa de aquí arriba.
Son chismes.
Mi ayudante me dijo:
¿Ya terminaste?
Le di mi tarjeta y le dije:
Que me doy la media vuelta y que me voy, ya había caminado varios metros y escuché la
voz del encargado:
Fue tu cuate.
¿Grave?
No la chingues.
Según la hoja de accidente él tuvo la culpa. Dicen que no amacizó y le cayó una pegadura.
¿Quién es su perforista?
Mira yo comencé a preparar todo para barrenar y le dije al Toño que amacizara. Pero no
lo hizo bien. Llevábamos unos barrenos cuando oí un pujido, ya lo había aplastado la pegadura.
Tienes que cambiar lo que dijiste, porque tú eres el responsable del trabajo.
¿Quién es el sotaminero?
Blas El Teporocho.
¿Dónde está?
Sí. El trompudo dice que tú fuiste a checar las tarjetas a las diez de la noche, y el accidente
fue a las once. ¿A poco no te diste cuenta que había piedras flojas?
Un favor, padrino. Dígale a mi señora que las visitas son a las tres de la tarde.
¿No ha venido?
No
Ya no le quise preguntar lo que pasó. Era muy doloroso. Me despedí de él y me fui directo a su
casa, su mamá estaba inconsolable.
Compadre, que desgracia. Pobre de mi hijo. Laura no quiere verlo. Dice que lo va a dejar.
¿Dónde está?
Yo me cansé de decirle que se saliera de esa desgraciada mina, que como albañil se podía
ganar la vida. Pero no. Siempre le daba largas. Jodidos y él sin una pierna ¿qué vamos a hacer?
No pude convencerla y se fue; Toño se repuso al poco tiempo. La compañía le pagó una
miseria por su pierna y lo despidió.
A ver Lalo usted que vive en Xolostitla y se dice que ahí es la tierra de los naguales,
cuénteles a estos pendejos qué es un nagual.
Los naguales se roban los animales y el maíz, se convierten en burros o perros. Durante
varios días a mi papá le robaron sus animalitos.
Mi hermano y yo nos pusimos a espiar a ver quién se los robaba. Una vez salió un perro
negro y grandote que iba hacia el corral. Y al vernos, que se echa a correr; le cerramos las salidas y
que se mete a la casa, abajo de la cama. Con un palo lo picamos y no salía el cabrón. Arrimamos
la cama, mi hermano trajo un lazo y lo amarramos del pescuezo. Lo jalamos al patio y a pura
patada lo traíamos. el perro no ladraba, nada más nos miraba y se le salían las lágrimas. Mi papá
sacó una escopeta, le apuntó a la cabeza, le jaló pero no tronó. Y patada y patada que le dábamos
al pinche perro. En una de esas que se jala fuerte y que rompe el lazo, y se fue.
Al otro día se oyó decir que a un vecino que vivía en la entrada del pueblo lo habían
llevado grave al hospital, porque lo habían golpeado.
El Bandolón le dijo:
A ver Lalo, quédate mirando a estos güeyes y dime a quién de ellos se parece al nagual?
Le contestó El Chocolate.
A tu pinche madre.
--Yo les voy a contar algo de naguales que una vez pasó en mi pueblo. Iba un burro con dos
borregos en el lomo. Y por el mismo camino venía un arriero con sus burros de carga. Al ver al
burro solo, pensó: ahorita me lo chingo. Y que lo mete entre los suyos. Ya ven que un arriero
siempre va acompañado de un perro. Pues ahí iban en chinga. A veces el perro le mordía las
patas al burro que cargaba los borregos para que no se quedara atrás lo mismo que el pinche
arriero le daba más fuerte de varazos. Así habían caminado varios kilómetros y el burro de los
borregos hacía por quedarse atrás y apartarse de los demás. Pero el arriero le daba más fuerte y
con la vara le picaba la cola para que caminara más aprisa. En eso que se detiene el burro que
cargaba a los borregos y que le dice:
“Ya no me pegue usted, señor”
El arriero que se espanta y que se echa a correr, y atrás de él iba su pinche perro. Ya había
corrido mucho y se sentó a descansar y a tomar aire, con su perro junto a él. Quitándose el
sombrero y limpiándose el sudor, dijo en voz alta:
Ni yo tampoco.
Salgan de sus casas en las noches y fíjense en cualquier cerro y verán una luz que de dos o
tres saltos llega a la cumbre. Esa es la bruja.
La semana pasada, en la velocidad que está enfrente de la cantina del Relámpago, una
bruja se chupo a la hija de Doña Inés. Las autoridades dijeron que la habían apachurrado, pero
después, en el barrio de la Estrella, se chuparon otro niño.
Yo le pregunté a mi compadre:
---Yo vivía en la calle de Ocampo, tenía una niña de meses. Una vez mi suegra me dijo que
me fuera a vivir a una de sus casas, en el Callejón del minero. La casa era grande pero no tenía luz
eléctrica. Compramos velas. Yo trabajaba en el turno de la noche. Ese día al llegar, el callejón
estaba muy obscuro y se escuchaba un ladridero de perros que hasta se me enchinaba el cuero.
Me daba miedo. Estuve tocando la puerta y no me abrieron. Me brinqué. Cuando me asome al
otro lado vi una bola de fuego que salto de la puerta de mi casa a un árbol cercano, que daba a un
terreno. Me dio escalofrío y mucho miedo, y peor por los ladridos de los pinches perros que me
ponían nervioso.
Al entrar a mi casa mi señora dormía profundamente. Prendí más velas y al ver que mi
vieja ni me pelaba me acosté. Me estaba durmiendo cuando oí un ruido en la azotea, como cae
algo pesado. Ay güey, volví a sentir miedo. Pero miedo. Abracé a mi chamaquita y los perros no
dejaban de ladrar, como queriendo atacar a alguien Le hablaba a mi vieja y entre sueños me
contestaba sin que yo pudiera entenderle lo que decía. Y se volvía a dormir. Oí algo que saltó al
escalón de mi puerta y la jalaron, y cada vez más fuerte. Casi lograban abrirla. Echando todo el
valor que me quedaba, aunque la verdad era muy poco, tomé un martillo y en la otra mano una
vela que al temblar no alumbraba muy bien y preguntaba:
¿Quién es?
Vi una bola de fuego que saltó dando un grito como chillido y se alejó a un árbol. Me llene
de frío de pies a cabeza, quedé como pegado en el piso.
Reaccioné cuando el martillo me caía en una pata. Cerré rápido la puerta atrancándola.
Los perros no dejaban de ladrar. Después hubo un momento de calma. Me fui quedando dormido.
A lo lejos escuchaba el lloro de mi hija, como si fuera un sueño. Logré despertarme y mi hija no
estaba junto conmigo, lloraba abajo de la cama. Me levanté rápido, la subí a la cama y regresé a la
puerta a enfrentarme a lo que fuera. Parte de la velas estaban apagadas y escuché un aleteo.
¡Chingue a su madre!, por poco y doy el changazo, ahora si desperté a la fuerza a mi vieja,
mojándole la cara y ya no la dejé dormir.
Esa era la bruja, y por poco te gana. Debes bautizar a la niña y todas las noches pones tus
calzones al revés y unas tijeras en cruz y verás como así no entra.
Sí
Agárramelo.
Cuenta con nosotros. Pero para la otra vez que estemos platicando no interrumpas,
porque aparte de mentarte la madre te vamos a dar un caballo.
Los secretarios del sindicato siempre, para hacer sus tranzas, buscaban a algunos
de los sotamineros, que eran los que más contacto tenían con los compañeros. Les daban dinero
para que ellos organizaran la comida. Por ejemplo: a Pedro Labastida le daban mil quinientos
pesos, para que hiciera en su casa chicharrón con chile o huevos con tortilla y bastante pulque. Y
para que invitara a quien pudiera, minero o no mineros.
Y así se hacía en diferentes barrios de todo Pachuca. También les daban un papel
escrito, que era un discurso a favor del elegido, para que ellos lo leyeran delante de todos, y así los
demás creyeran que era su propia iniciativa.
Días después hacían una asamblea para que se votara por quién ellos había
puesto, y todos los que asistían a esas comidas nos veíamos comprometidos a levantar la mano a
su favor.
¿Oye Tecolote, que le pasó a tu cuñado? Tiene una pierna enyesada. Ayer estaba bien
cuete afuera de la cantina mentándole la madre a quien pasaba, luego tu carnala se lo quiso llevar
y le pegó con la muleta.
Fíjate que nuestro barretero, El Trompo, se echó un compromiso con el pinche ingeniero.
De comunicar un chiflón. Pero le fallaron los cálculos al pendejo y no pudo.
Entonces le ofreció una lana a mi cuñado y al Pescado, para que lo hicieran. Me mandaron
de ayudante con ellos, pero los güeyes me echaron en medio, no me iban a dar nada. Con razón ni
protestaban de las chingas que llevábamos.
El lunes, mi cuñado llegó bien crudo y se subió al chiflón a hacer los chocolones y sacar las
medidas para las trancas. Esas las corté yo. Pusimos la taranguela. Subimos dos máquinas.
Teníamos que barrenar dos veces. Y cuando las echaron a trabajar sentí que las trancas se
movieron y les hice señas que pararan. Y que me dice:
---Y que vuelven a echar a trabajar las máquinas. Y chingue a su madre, que nos venimos
para abajo. Estábamos a seis metros de alto, pero el chiflón tenía carga. A mí no me pasó nada,
caí encima de ellos, el que se quebró bien su pinche pata fue mi cuñado. Me cay, nomás le
colgaba. El Pescado se sumió las costillas. Gritaban re feo los cabrones. Me bajé a pedir ayuda y
los sacamos al piso. Lo pelón era bajarlos al túnel general. Llegó el pinche sotaminero, el chaparro
ese que le dicen El Mojón, y como si fuera muy chingón, el güey comenzó a dar órdenes. Mi
cuñado, por las dolencias, a cada rato se desmayaba y daba unos gritotes como chivo. Mientras
me mandaron por unas riatas, el sotaminero le preguntó a mi cuñado cómo había pasado el
accidente. Y este güey le dijo que yo estaba pedo y que corté las trancas mal.
Mira Tecolote, está bien que seamos borrachos, pero si no se siente uno responsable para
el trabajo es mejor avisar. Quedarse abajo a echar pala o empujar conchas.
Yo pensé que lo decía por mi cuñado y le seguía la corriente al güey. Pero cuando íbamos
a llegar al despacho me volvió a decir:
El Mere, tu cuñado.
Me dio mucho coraje, y cuando salimos les expliqué lo que pasó, pero no me creyeron.
Entonces le menté la madre al Memín y al Mojón. Y me castigaron 15 días.
Hijo de su pinche madre, luego le pega a mi carnala y no le da dinero para comer. Anda
con una pinche vieja chalupera y se emborracha por ella. Pero ahora que se alivie le voy a rajar su
madre.
Ya olvídalo. Vamos a una pachanga, ahorita hablo con mis cuates y mi barra para que te
cambien al contrato de nosotros.
¿Te cay?
Oh.
Cuando llegamos a la casa donde iba a ser la comida había mucha gente, las atenciones
eran muy buenas.
Pásale compañero. Esta es tu casa.
Las reuniones disfrazadas que organizaba el sindicato, a pesar de que sabíamos que
después nos iban a chingar, eran buenas. El ambiente minero lleno de desmadre: conocer
compañeros de otras minas y sobre todo vivir el momento.
Después, ya borrachos, nos íbamos retirando poco a poco. Al otro día, a las seis de la
tarde, llegábamos al sindicato, que estaba lleno.
Es mayoría, compañeros.
Una o dos veces por año teníamos derecho de hacer un enchilón abajo de la mina. Todos
llevábamos algo para cenar: bisteces, quesos, longaniza, jamón, tortillas, rábanos, cilantro,
aguacates y chiles.
No cabrón? Se me hace que cuando nació estaban regalando hocicos. Con decirte que
cuando hizo su primera comunión, en lugar de darle una hostia le dieron un buñuelo. A ver tú que
lo defiendes. Invítalo a tu casa a comer.
Ni madres. Lo que mi vieja me daría de comer en una semana, este güey se lo echaría en
un almuerzo.
Don Félix, que era un viejo de 60 años, se levantó y, caminando graciosamente, silbando el
jarabe tapatío, se dirigió a Tirso, que era de su misma edad.
Con mucho gusto, joven. Es bueno para nuestra tos. Y los pinches viejitos bailaban muy
chistoso los cabrones, en medio de la risa de todos.
Estábamos muy contentos y sabíamos que nos íbamos a poner hasta la madre: éramos
quince cabrones. Nos encontrábamos en el nivel 170 de la mina del Paraíso y teníamos que
caminar dos kilómetros de túnel para llegar el nivel 30 de la mina de San Juan Pachuca. Al caminar
por el túnel no había peligro, no había vaciaderos. Lo único riesgoso para romperse el hocico eran
los durmientes de la vía. Así nos fuimos y en el camino íbamos echando relajo y tomando el
aguardiente a tragos. La mayoría iban bien peduchos, y se hacían de un lado a otro. Don Félix, mi
tocayo, cantaba muy fuerte.
La vida de los borrachos
con mi compadre.
Y le gritan:
Cállate borracho.
Yo a tu hermana me la ...
De los demás, cada quién agarro su tema, algunos caminaban abrazados y se caían; y a
otros, por levantarlos, les pasaba lo mismo. Se escuchaban pláticas incompletas y se metían unas
con otras, como ésta del Borrego y el Petronilo:
Que lo agarro de los cabellos al güey y que le pongo un patín y que lo mando de nalgas.
Que se para y que saca un cuchillote y que me avienta de piquetes. Yo me iba haciendo para atrás,
pero que llego a la pared. Me cay que tuve miedo y para apantallarlo que le grito:
El Cuervo que saca de su bolsa un pañuelo, y con trabajos, por lo borracho que estaba,
poco a poco lo desenvolvía, y que se le cae.
Mi reló, mi reló.
El Chocolate de dijo:
Por fin llegamos al despacho y pedimos la jaula una y otra vez. Bajó el calesero y muy
enojado que nos dice:
Subimos al baño y nos bañamos con agua fría. Con eso se nos bajó un poco el cuete, y nos
dijo El Loco:
Afuera de la mina había una casa donde los sábados vendían bebidas de todas clases,
principalmente pulque.
Salimos de ahí a las ocho de la mañana y nos fuimos al barrio del Arbolito. Nos metimos a
la cantina del Gran Golpe. Ahí encontramos otros compañeros que nos buscaron pleito. Y le
entramos.
Llegaron los policías y a puro macanazo nos controlaron y nos llevaron al bote. El lunes nos
fueron a sacar pagando 80 pesotes.
Todos los mineros y trabajadores de la compañía Real Monte y Pachuca contábamos con
un dispensario donde teníamos derecho al servicio médico y a un 60 por ciento de pago. Quien lo
dirigía era el doctor Vera. Mis respetos.
A todo enfermo que llegaba a sus manos lo aliviaba en menos de que lo cuento.
Su remedio era una inyección intramuscular, que cuando la ponía daban ganas de gritar
como Tarzán y salíamos del consultorio como en el baile de los viejitos.
No te creas, a ese güey aunque le digas que tienes cáncer, de todos modos te chinga.
Fuimos a la mina a sacar un papel que teníamos que entregar en el dispensario. Cuando
llegamos ahí yo pasé primero. El doctor, sin dejar de leer su periódico me preguntó:
¿A qué vienes?
Yo, este, bueno vengo a, es que fíjese que tengo un dolor en la espalda y también tengo
tos. No pude dormir y tengo calentura.
Sí, te ves muy grave. Te van a poner una inyección y mañana vienes por otra.
Solamente a los que tenían diarrea el doctor no les recetaba inyecciones, los mandaba al
baño. Luego él mismo iba a ver cómo habían hecho, si tenían diarrea les daba dos días. Pero si no,
los regañaba por quererlo engañar y no les pagaba el día.
¿Y no tienes?
Ni madre, que me manda al baño y que cago duro. Pero que meto la mano a la taza y que
deshago la caca.
Mandaron a nuestro contrato a un cuate que le decían El Callado, era de nuestra misma
edad, unos veinte años, pero muy tonto.
Para que ustedes lo identifiquen, si conocen a un pendejo éste sería su ayudante. Aparte
de eso tenía la mirada triste, su cara como si quisiera llorar y para acabarla de chingar se llamaba
Silvino. Para una de mis mayores desgracias me lo mandaron de pareja. Teníamos que subir
anillado, que eran unos troncos de árboles con más de un metro de largo y pesaban unos
cincuenta kilos. Los teníamos que subir ochenta metros de altura por escaleras, y como tequio
nos daban diez a cada quien.
Para mí estaba cabrón, pesaba yo cuarenta y cinco kilos y subir un pinche palo de
cincuenta eso era fául. Pero en la mina no se fijan si puedes o no hacerlo, ahí lo tienes que hacer a
huevo. Busqué la forma de subirlos y lo más práctico era, con unos lazos, hacerles unos tirantes y
cargarlos como mochila en la espalda. Mi compañero los amarraba con una riata y los jalaba
descansándolos continuamente; habíamos subido cinco y descansamos un rato.
¿Estás cansado?
Sí.
¿Quieres agua?
Sí.
¿Eres de Pachuca?
Sí.
En un momento me hizo encabronar, pero luego comprendí que es imposible hacer hablar
a un pinche burro.
¿A dónde vas?
Yo también estaba cansado y tenía un problema, porque otra de las cosas que les pasa a
los mineros es que nos salen clacotes, que son como barros enterrados, grandes; cuando crecen
duelen mucho, hasta calentura da. A la fecha no se por qué salen. Algunos dicen que es por el
calor, otros aseguran que es por la madera podrida. Cuando ya se tienen comienzan a doler y se
pone colorada la zona. Y hay que esperar que brote un punto blanco. Y cuando sale, el roce de la
ropa no se aguanta. Tiene uno que acudir al hospital de la compañía; donde las enfermeras los
revientan con unas pinzas y los exprimen con todas sus fuerzas lo hacen a uno gritar como
chingado marrano. Es tan doloroso que el doctor da de dos a tres días de descanso. A mí me
había brotado uno donde empieza la nalga, de abajo hacia arriba y ya me molestaba porque con el
anillado me lo había lastimado. Para mí era un problema que tenía que resolver, tenía que
quitarme el calzón y con mi franela hacerme una como falda, pero no me alcanzaba. Y convencer
al encargado que me creyera lo que le dijera sobre el accidente. Al Callado le dije:
Si te preguntan qué te pasó, les dices que te resbalaste. No les digas que te amarrabas con
el mismo lazo, porque nos chingan a los dos.
Yo tengo que seguir, es mi primer día de trabajo; necesito dinero. Mi madre está enferma.
Como a la media hora el encargado; como estaba alto y flaco le decíamos La Tripa. Y muy
contento me dijo:
Se cayó.
¿Qué así naciste de pendejo, o te graduaste con el tiempo? ¿Cuántos anillados han
subido?
Mira como andas, cabrón, pareces bailarina, enseñando todas las nalgas.
Me salió un clacote.
Al otro día fui al hospital y me dieron tres días. Cuando regresé de nuevo me mandaron a
subir cuartones, medias cañas, en fin, pura obra negra. Les pregunté a mis compañeros:
¿Y El Callado?
Se fue al hospital para que lo curen, pobre cuate, pinche suerte que tiene, primer día y se
lastima.
Al mes regresó y continuamos en la misma tarea. Ya casi al salir que se le cae una
pegadura y que le quiebra un brazo.
El minero tiene una creencia o quizá superstición, que cuando alguien se lastima muy
seguido, es porque la mina no lo quiere. Y para su seguridad debe salirse. Lo mismo cuando llega
la hora de ir a trabajar y no le dan ganas: no debe ir porque le sucedería un accidente.
Y de un bocado se la tragaba. Lo que sobraba eran tortillas. Las dejábamos tostar y nos
las comíamos con sal. Eso era diario.
De tomar, algunos llevaban pulque en botellas de a un litro. Ellos le llamaban “su niña”.
Otros agua simple, refresco o canela. Nadie criticaba a nadie. Todos estábamos jodidos. Pero
platicábamos muy felices y decía El Panchito, así le decíamos porque era una chingaderita:
Mi padre me platicó que a uno de mis tíos la mina no lo quería y terminó dándole en la
madre. Lo mismo pasa cuando no quiere uno ir a trabajar.
Eso ya es huevonada. Pendejo.
Respondió El Panchito:
--Me cay que no. Un día entraba a las seis de la tarde, ya casi a la hora no me dieron ganas
de ir. Mi pinche vieja comenzó a rebuznar diciéndome de cosas. Y me fuí de mala gana. Cuando
iba a llegar a la mina, me daban ganas de regresarme pero recordaba la jeta de mi vieja. Era
ayudante de motorista y estábamos llenando la primera corrida. Al echarse para atrás el motor
que se descarrila una concha. Y chingue a su madre, que me apachurra contra la roca, hasta soné
como claxon. Me rompí este hueso que tenemos aquí. ¿Cómo se llama?
Esternón.
Ese mero, güey, ya me estaba petateando, duré seis meses internado. Dicen que me
pusieron una placa de aluminio, mira cómo tengo. Tiéntale.
Ay güey, a mí se me hace que te pusieron un pedazo de fierro viejo, porque está todo
chipotudo.
Vieran visto a mi pinche vieja, me fue a ver chillando la cabrona. Se sentía culpable por
mandarme a trabajar. Ahora me la traigo bien apantallada a la pendeja, le digo que no tengo
ganas de ir a trabajar y luego me dice:
No vayas, no vayas.
El día que tu vieja se dé cuenta que nada más te haces pendejo, te va a rajar la madre.
Le pregunté al Ranchero, así le apodábamos porque vivía en un pueblito llamado San Juan
Tizahuapan y nosotros le decíamos que se llamaba San Juan Pelavacas.
La mina nunca lo quiso, pobre cuate, duró mucho tiempo soportando los madrazos. No
había dónde trabajar y se tenía que chingar. El primer día de trabajo se machucó una pata con el
cucharón de la pala mecánica y le cortaron dos dedos. Luego lo agarró el trole y por poco muere
chamuscado. Estuvo de cribero y al ponerle pólvora a las piedras hubo una explosión y un pedazo
de piedra le pegó en el mero ojo y se lo sacó. Se mandó a poner uno de canica que le presta a sus
chavos para que jueguen.
Chinga a tu madre.
Ja, ja. Ahora está de velador, le dicen El Birolo, y chupa pulque a lo cabrón. Apenas le
cayó la chambita.
¿A quién, hijo?
A ese cabrón que tenía todos los pelos parados, que también decían que no lo quería la
mina.
Ah, sí. Al Cepillo. A ese no lo quería ni la mina, ni su vieja, ni sus chavos, ni su pinche
madre. Era bien cabrón.
Se fue a trabajar como perforista al metro en México. Pero ahí se accidentó. Le cayó un
derrumbe y le mochó los dos brazos.
Antes de que se me olvide, les digo que si regresa El Callado no le vayan a mentar la
madre, ayer se murió su jefa.
Ya con ese puesto trabajábamos un rebaje y todos los días comíamos juntos en el
despacho. Me llamó mucho la atención ver que don Félix que como dije era un compañero ya
viejo, alto, fornido, de cara larga, nariz chata, con barbas escasas y canosas y le faltaban varios
dientes, con mucho cuidado guardaba un par de tacos y un tanto de pulque. Los echaba en su
guangoche y se los llevaba al laborío. Un día me mandaron de ayudante con él y le pregunté:
Don Félix, ¿Por qué guarda sus tacos? ¿Le da hambre a la salida?
¿El duende?
Sí. El duende habita en socavones de las minas viejas y abandonadas. A veces viene por
aquí.
¿Usted lo ha visto?
No. El duende es un compañero minero. Fíjate, una vez jalábamos ruina del 400 y la
vaciábamos al final de este túnel. La transportábamos en conchas jaladas por el motor. Un día me
tocó de colero (el que va parado en la última concha) y más adelante el trole pasa rozando la
cabeza. Para más seguridad, cuando regresábamos de vacío me metía dentro de la concha. Pero
por las apuraciones se me olvidó pone el gancho (es el seguro para que no se voltee sola) y en una
curva que se voltea. En ese mismo instante que yo caí, el motor se detuvo.
“Dale gracias a Dios que el duende andaba por esos lugares. El detuvo al motor y te salvó
la vida, debes de estar agradecido con él”.
Y así, desde hace más de 15 años, le guardo sus taquitos y su traguito de pulque.
Un día descubrí que don Félix subía las escaleras para llegar a su trabajo. El Bandolón salía
de su escondite y corría a comerse los tacos y a tomarse el pulque que el pobre viejito le guardaba
al duende con mucho cariño.
A mí los años en la mina me había hecho igual que a mis compañeros, alburero y maldoso. Un día
le dije al chocolate:
En un descuido que me meto abajo de la mesa y que le amarro las agujetas de sus botas;
para que estuvieran bien unidas les hice varios nudos. Que me salgo y, al pasar junto a él, que le
doy un jalón de greñas y que se la miento.
El cavernario quiso pararse rápido y que se cae pegándose en la cara con el filo de la mesa,
tirando todo lo que había en ella y haciendo mucho ruido.
Todos se reían con ganas y algunos con chiflidos le tocaban una diana. Intento pararse
varias veces pero no pudo, después se desató, me correteó y me alcanzó, y cuando me iba a pegar
los demás me defendieron. Así me pagaba una de tantas que me había hecho.
Yo sí.
En esta semana.
Es nuestra oportunidad, vamos a subirnos a ese chiflón y desde ahí vemos sus
movimientos.
Nos encontrábamos a seis metros arriba de él con la luz apagada y sin hacer, ningún
movimiento. El Cavernario llegó con el barro y comenzó a hacer cazuelas para colocarlas en las
piedras (también se les llama monas; con el barro se forma una cazuela, se le echa pólvora
adentro, se pega en la piedra, se le mete la cañuela, se prende y al explotar rompe la piedra).
Ay, ay.
Si es gente del otro mundo, que chingue a su madre. Y si es gente de éste también.
Se sentó nuevamente, solté más tierra sobre él y volví a quejarme, pero más lentamente:
Que se levanta. Que suelta lo que tenía en las manos y que dice:
Y que se echa a correr. Cuando llegamos al despacho miraba para todos lados.
Porque ya lo espantamos.
Había cumplido cinco largos años en la mina, era 1963. La corrupción sindical estaba en su
mero punto. Los líderes locales compraban a la mayoría de los compañeros dándoles pulque,
comida y dinero. Las asambleas eran arregladas a su modo con acuerdos a su favor. En la mina los
pobres mineros, aparte de no contar con ninguna prestación, éramos tratados de la peor manera.
Los contratistas estaban de acuerdo con los capitanes delas minas para no cumplir con los
métodos de seguridad.
Se nos obligaba a barrenar chiflones con más de 15 metros de altura, sin protección. Se
barrenaba a polvo, sabiendo que estaba prohibidísimo. Y veces teníamos que trabajar 12 horas
diarias; nos negaban el permiso y nos robaban el contrato, no nos pagaban como trabajábamos. Si
alguno de nosotros no cumplía o protestaba, era castigado o a veces lo daban de baja sin que el
sindicato hiciera nada. Varios compañeros se salían voluntariamente pero al tiempo regresaban,
pues no había donde trabajar, ya que las minas siempre fueron un obstáculo para industrializar
Pachuca.
Sin embargo algunos mineros reaccionaron con el trato que recibíamos y se fueron
uniendo formando grupos que dividieron el sindicato. Uno fué el Grupo Unificador Minero, que
encabezaba Serafín Macías. Otro el frente minero, que encabezaba Lucas Hernández. Y el otro
grupo fuerte lo tenía el ejecutivo del sindicato, mangoniado por Leopoldo García, El Malayo, y el
diputado Ismael Villegas.
Bueno después de la comida que el diputado organizó en el Hiloche para echar fuera del
sindicato al Malayo, al no conseguirlo se unió con él para seguir manejando a la gente.
Ahora sí, te pones bien abusado y no te dejes comprar por esos hijos de la chingada,
acuérdate que esos bueyes nos tienen como esclavos. Queremos un buen salario y prestaciones.
Estuvimos muy contentos y anoté las ponencias y solicitudes. Al otro día me presenté al
sindicato y de ahí salimos a la ciudad de México.
Eramos 24 delegados y nos fuimos en un camión especial; con nosotros iba parte del
ejecutivo, El Malayo y Villegas.
El Malayo era de estatura regular, gordo, de pelo lacio, cara redonda, muy franco, bien
vestido y en todas las pláticas intervenía. El diputado Villegas era de estatura regular, delgado ya
viejo con arrugas en la cara. Al hablar, tenía la costumbre de agarrarse el maxilar inferior y mirar
fijamente. Era tartamudo.
Adelante, compañeros. Esta es su casa, Me da gusto ver que la juventud minera defiende
sus derechos.
Napoleón es de estatura regular, fornido, ya viejo, pelón. Usaba bigote, bien trajeado, en
su solapa tenía un escudo de oro del sindicato minero, lo mismo que anillos y reloj. Al hablar era
muy grosero. Uno a uno nos fuimos metiendo a su oficina; que era muy amplia y bonita, estaba
totalmente alfombrada, bien iluminada con escupideras y cenceros dorados; tenía un sillón
reclinable giratorio, un escritorio de madera de encino barnizado, un caballo que estaba de adorno
con portaplumas de oro. Y varios teléfonos.
En la pared de enfrente tenía un escudo del Sindicato minero y del otro lado el retrato del
presidente de la República, Lic. Adolfo López Mateos. Ya que estábamos todos sentados, Napoleón
nos dijo:
Sí, cómo no. Con mucho gusto señor. de ninguna manera, claro que sí.
El pinche viejo saltaba los ojos, se encogía de hombros, se acariciaba el bigote y nos dijo:
Sí, señor.
La curiosidad logró que, casi al salir, de su oficina la mayoría abriéramos el sobre para ver
que contenía. ¡Qué sorpresa!, era mucho el dinero que nos dio. Billetes de a 50, 20, 10 y 5 pesos.
Los conté y era la cantidad de dos mil quinientos pesos. En mi vida jamás los había visto juntos.
Todos echamos una risa de satisfacción. Cuando íbamos en el autobús, El Malayo decía:
Nos llevaron a una casa muy elegante, con mujeres muy bonitas y perfumadas. Parecían
artistas, jamás me imaginé que eran putas. Con las copas estábamos eufóricos, sin acordarnos que
íbamos a defender los derechos de miles de trabajadores que nos habían depositado su confianza.
Nos divertimos como nunca, ya era de madrugada. la mayoría estábamos hasta la madre de
borrachos y no queríamos salir.
Eran las 7 de la mañana cuando abordamos el autobús, que nos llevaría al hotel. Porque
teníamos que estar con el pinche viejo pelón a las 10. Nos bañamos rápido y nos presentamos
ante él. Muy sonriente nos recibió, al mismo tiempo nos preguntó como la habíamos pasado. Por
nuestra parte estábamos temblorosos, hasta escalofrío por la cruda. Y a metros de distancia
olíamos a alcohol. Nos dijo:
Compañeros, nuevamente me disculpo con ustedes, pero tengo que salir a la Secretaria
del Trabajo para citar a los representantes de la compañía.
Sacó su cartera y nos dio 500 pesos a cada uno, y nos dijo:
Se llevó al Malayo y al diputado Villegas. Como en el edificio también había bar, bajamos a
curárnosla. Varios se siguieron de cuete, Yo me subí a dormir.
Nadie se atrevió a decir una sola palabra, salimos de su oficina preocupados y nos
preguntábamos. ¿Ahora que chingados les vamos a decir a 5 mil mineros que esperan nuestra
respuesta? De regreso a Pachuca decidieron que un compañero de nombre Jesús Rodríguez,
trabajador de la Hacienda de Loreto, fuera quién informara a la asamblea.
La asamblea general era en la Arena Afición (donde hay funciones de lucha libre). Cuando
llegamos, a las 5 de la tarde, el presidente de los debates nos anunció y todos nos dieron un fuerte
aplauso de bienvenida.
Compañeros, llevamos tres días de diálogos con la Compañía. No hemos llegado a ningún
acuerdo por la negativa de la empresa, que nos amenaza con cerrar y sólo nos ofrece un aumento
de 15 centavos.
Se armó un gran escándalo, con silbidos y mentadas. Algunos nos lanzaban proyectiles de
la parte de arriba. Uno de los oradores habló y dijo:
Compañeros, no nos dejemos engañar por las palabras de estos desgraciados vendidos,
cada revisión de contrato nos dicen lo mismo. Si la Compañía quiere cerrar, nosotros le
ayudamos. Vámonos a la huelga, compañeros.
Compañeros, compórtense como lo que son. Por favor. Silencio. Es de justicia aceptar lo
que se nos da. No hay otra, compañeros. Reciban un saludo del compañero Napoleón Gómez
Sada.
Varios compañeros trataron de subirse donde estábamos para agredirnos, pero intervino
la policía. Nos gritaban:
Como pudimos nos salimos del lugar, para dirigirnos a México e informar a Gómez Sada lo
ocurrido. Cuando hablamos con él se disgustó y dirigiéndose a los secretarios les dijo:
Valen madre. Vayan y díganles que el aumento será de 20 centavos. Y que no hay más. A
ver cómo le hacen para que la asamblea sea en el estadio de futbol, ese que se llama Revolución.
Así se hizo, llegamos a la asamblea y nos recibieron con insultos de toda clase. El delegado
informó lo del aumento y la reacción fue igual que la primera. Quisieron saltar el alambrado pero
estábamos protegidos por la policía judicial, preventiva y nuestro valiente ejército.
¿Qué pasó?
Sí señor.
Hágalo pasar.
Al otro día, desde las cuatro de la tarde, comenzaron a llegar compañeros. La asamblea
era a las cinco. En la puerta había agentes judiciales que los esculcaban minuciosamente.
También había policías y soldados.
Las tribunas y las canchas estaban llenas, lo mismo que los patios. Llegamos y fue un
alboroto, chiflidos. Con los pies golpeaban la tarima.
El licenciado López subió al templete y comenzó a hablar:
Compañeros mineros, me presento ante ustedes para protegerlos de gente sin conciencia
que trata de pisotear sus derechos. Yo fui hijo de minero y también minero como ustedes. Y los
defenderé a capa y espada.
Compañeros, llegué a comprobar que la Compañía opera con números rojos. Es verdad
que los recursos minerales se han agotado y que la Compañía está a un paso de la quiebra.
Por esta vez, les pido que aceptemos esta pinche limosna que nos dan pero les prometo
por la memoria de mis padres que sacaré un amparo ante las autoridades de la Secretaría del
Trabajo y entonces si le haremos la guerra a la Compañía, pero con armas más poderosas que las
de ellos.
El lunes me presenté a trabajar y me traían loco todos mis compañeros del contrato, me
decían El Gato Comprado. Yo me sentía muy mal, pues sabía que había andado navegando con
bandera de pendejo.
Un día me dijeron que les invitara una botella de lo que me habían dado por venderlos.
Salimos del trabajo y nos metimos a la cantina. Yo les contaba la forma como nos compraron, y
que la mayoría de los que iban ya sabía que ese es el procedimiento del pinche viejo pelón
Napoleón Gómez Sada, líder nacional de nuestro sindicato. Pero a mí no me dijeron nada.
Y así fue la cosa. Yo no me gasté todo el dinero que me dieron sino una parte. Si quieren,
para que no me estén chingando, toda la semana les disparo el chupe.
El Petronilo me dijo:
¿Te cay de madre? Ja, Ja. El Gato Seco no es tan pendejo como se ve. De lo que se clavó
el güey nos invita, para que cuando le miente la madre también nos toque a nosotros.
En cierta ocasión jalábamos carga de una alcancía que se había quedado encampanada
muy arriba. Ya le habíamos metido fajillas con dinamita varias veces y no bajaba. Me dijo El Loco
(le decíamos así porque los movimientos que hacía eran rápidos, como si estuviera nervioso). Era
un compañero de estatura mediana, fornido, chapeado y con pelos parados.
El Loco le dijo:
No. Ay.
Pues échamela.
Al verlo yo le dije:
Después de terminar el trabajo, teníamos que regresar caminando. Eran como tres
cuartos de hora, pero con lo cansado y lo caliente del lugar se me hacía muy largo y pesado el
retorno.
A veces esperaba a mi amigo El Pelamuertos, era un cuate que vivía cerca del panteón (así
les dicen a los de allá), para que me contara sus aventuras.
Te estaba esperando, amigo Pela. Para que me cuentes el por qué regresaste a la mina.
Me fui a buscar fortuna, pero valí madre y tuve que regresar a este pinche agujero.
Aunque no lo creas, yo lo extraño mucho. Yo soy minero de abolengo. Toda mi familia lo ha sido.
Y sobre todo muy cumplida, fíjate, en una ocasión mi padre estaba barrenando en una frente
cuando de pronto que le cae una pegadura y chíngale, que le vuela una pata, pero mi papá era tan
cumplido que guardó su pata en su guangoche y que sigue trabajando.
No mames.
Así fue, nada más para que te des cuenta que los de San Bartolo somos cabrones.
Sí efectivamente. Fui a buscar trabajo allá. Las minas son más chingonas que las de aquí.
Son más profundas y hace mucho calor y los mineros están bien preparados y no hay tanto pinche
burro.
Más, mucho más. Con decirte que si duras más de tres horas en ese lugar tus huevos se te
hacen tibios. Un día un ingenierillo de la mina de Fresnillo pedía un perforista, pero de esos
chinguetas, para colar un plan. Que me pongo a sus órdenes. “Inge, está usted hablando con el
50 -barrenos - diarios”. Donde me llevó había una profundidad de 60 metros y un calor pero duro.
El aire de la máquina no me refrescaba. Ya llevaba varios barrenos cuando de pronto la máquina
se atoró, y se atoraba otra vez. Que me asomo por uno de los barrenos y salía algo como una
cañuela. Que la jalo, pero no era una cañuela, era como un cuero. Que me la enredo en la mano y
que la jalo con todas mis fuerzas, y ¿qué crees?
¿Qué?
Entre tú y La Guajolota tienen que limpiar la contrafrente que está en el primer chiflón. Te
subes, pones unas trancas, amarras las escaleras y cuando terminen se van.
Eso me vale madre, se ponen de acuerdo y se echan mitad y mitad de carga. Así lo
hicimos, pasaban las horas y solamente se escuchaba el ruido de la pala. Cuando ya había
terminado mi parte cerraron el aire (el aire se pone para refrescarnos porque hace calor y cuando
se cierra se escucha cuando otros hablan desde abajo)
¿Quién?
Y comencé a bajar. Cuando iba a medio camino me orinó, me iba a subir pero me echó
carga y no me dejó. Y decía:
¿Y tú que quieres?
Quiero que hagas la limpia de cañón, porque mañana vienen los ingenieros y debe estar
limpio.
No, ni madre, yo ya no haga nada. Tú dijiste que terminando me fuera. Ya no hago nada.
¿Qué no haces nada, cabrón? Ahorita que venga el sotaminero que te eche para afuera.
Me quedé un rato sentado para calmar mi coraje. En eso pasó El Chocolate y me dijo:
El Bandolón se puso de acuerdo con La Guajolota para que trabajaras doble. Ya La Cona
ha de estar durmiendo; El Bandolón le abrió el aire.
Esperé que todos se fueran y que le cierro el aire. Apagué mi luz y me escondí abajo de la
escalera.
La Guajolota gritaba:
Así pasó el tiempo y yo permanecía escondido. Sabía que tenía que bajar. Al poco rato vi
una luz que venía bajando.
Me quité mi gorra, que me despeino; me quité mi dentadura postiza y cuando llegó cerca de mí, lo
agarré y le grité:
¡Ay!
¿Dónde está?
Acá, córrele.
Vamos a levantarlo.
Ya se murió.
Le dio una crisis nerviosa, y lo sacamos. Estuvo unas semanas de descanso. Y después
regresó al trabajo.
Sí.
El Félix te espantó.
A los pocos meses renunció a la mina. Hace unos días lo encontré y estuvimos platicando
y le dije:
Muchas veces los sustos y las muertes son de a de veras. Cuando eso pasa el minero llora
en silencio cuando algún compañero se accidenta y muere, nadie pudo hacer algo por ayudarlo.
Yo entraba en el turno de las seis de la tarde, no tenía ganas de ir a trabajar, pero El Chocolate
pasó por mí. Nos mandaron a barrenar de corte en un rebaje que tenía 80 metros de altura.
Cuando llegamos arriba me dijo El Chocolate:
Me dijo El Bandolón:
Ve, Gato Seco, a buscar a los tuberos. Han de estar en el contratiro. Les dices que digo yo
que vengan a arreglarlo.
A los pocos metros los encontré. Estaban jugando baraja.
Se rompió un tubo del aire. No podemos trabajar. Dice El Bandolón que lo vayan a
componer.
Así, sí. Llévate mi herramienta y le empiezas, ahí te alcanzamos. Ya nada más le gano a
este pendejo.
Me senté y me puse a hacer el campo para cortar el tubo; en eso llegó El Bandolón y me
preguntó:
Ahorita vienen.
A ver quítate... pinche Gato Seco, eres muy pendejo. Este trabajo es para hombres.
Duré varios días triste, pero recordaba las palabras de mis compañeros:
Pasaron los años y seguíamos en lo mismo. Todos los días al comer peleábamos con
nuestro barretero El Bandolón. Siempre llevaba tacos de frijoles, ese era siempre nuestro pleito.
Al calentarlos, los revolvíamos todos; El Bandolón se enredaba el cable de la lámpara en el cuello
y alumbraba a todos los tacos, para darse cuenta cuáles eran los de carne y cuáles eran los de
frijoles, cuando ya estaban calientes nos decía:
Así lo hizo: a las cucarachas les quitó la cabeza y metió unas dos en cada taco.
Yo a los demás compañeros les había avisado que no se comieran mis tacos ni los del
Chocolate.
Se me revolvía el estómago al ver que en cada mordida hasta tronaban y con la boca llena
nos decía:
Le contestábamos:
Pura madre.
Cuando llegamos al laborío se comenzó a quejar del estómago y a medio turno pidió
permiso y se fue al hospital. Estuvo internado 15 días en la Clínica minera por una fuerte
infección.
Cuando regresó le contamos lo de las cucarachas, se vomitó, nos la mentó y nos amenazó
con golpearnos. Pero desde ese día ya no marcaba los tacos.
Cuando los mineros nos lesionábamos, nos mandaban al hospital de la Compañía y ahí nos
valoraban, según la gravedad. Cuando ya estábamos mejor nos mandaban a la mina. Pero
teníamos que realizar trabajos en los patios, a cargo del inspector de seguridad. Ya sea cortando y
enredando vendas, o recargando extinguidores. Pero nunca nos daban nociones ni siquiera sobre
primeros auxilios. O algo que fuera para nuestra seguridad.
La mayor parte de los accidentes son por culpa de la Compañía, que no da el material
necesario. El minero tiene que improvisar y a veces falla.
Acompáñame, Félix, vamos a la mina de Paraíso a ver una alcancía que dicen está en malas
condiciones.
Cuando nos subimos a la jaula el calesero le tocó: no sé qué pasó al malacatero, nosotros
íbamos al nivel 30 y por lo tanto tenía que bajarnos despacio. Pero nos bajó a toda velocidad 50
metros, como si se hubiera reventado el cable. Fue un abrir y cerrar de ojos. De pronto frenó nos
subió y paró a donde le pidieron. Fue el susto más grande de mi vida. El inspector de seguridad le
preguntó al calesero:
¿Quién es el malacatero?
Don Fidel.
Fíjate maestro que tus métodos de seguridad muchas veces valen madre.
No es que te ignoremos. Pero las condiciones del trabajo, la falta de material siempre
estarán unidos para chingarnos.
A ver usa tú el respirador en Santa Ana y levanta toneladas de carga a pala, a ver si lo
aguantas por el calor. Las gafas, que son de alambre, a veces se llenan de loso y no ves. Úsalas y
quiebra un gabarro con el marro. ¿Verdad que está pelón?. Muchas veces no descubres el fuque
al barrenar, y si lo descubres ¿Sabes cuánto tiempo tardas en limpiarlo? Llega el barretero y
comienza a chingar, que nada más nos estamos haciendo pendejos. Lo que sí te aseguro es que sí
se amaciza, lo que es que con el ruido de la máquina se llegan a aflojar las piedras. La mayor parte
de las veces, cuando estás en la criba, tienes que cortar las cañuelas para que te alcance el tiempo
de dejarla limpia. Ahora, ¿Cómo chingados no quieren que se cargue nada en el hombro? A ver,
llévate una máquina a barrenar que pesa más de veinte kilos en los brazos por varios kilómetros, o
los fierros de barrenar que a veces son tres. Otra cosa también, mano. A veces en los caminos de
un rebaje de 80 metros, casi al llegar, los barrotes están rotos por la carga que les cae. Ni modo
que te regreses. Subes y bajas por ahí mismo, los reportas y nunca los arreglan. Al que deben de
chingar es al barretero. Díme, ¿Qué cuidado vas a tener al desencampanar una alcancía donde la
carga se quedó atorada a cinco metros de altura? ¿Sabes qué? Te tienes que meter a huevo. Y si
no te apachurra, es suerte. A veces te obligan a disparar dos veces y con todo y humo te tienes
que meter. Si no lo haces, el barretero te reporta con el capitán y te cambian de contrato. ¿Para
qué se hacen pendejos? ¿Díme si no está prohibido que la pólvora y las cañuelas se junten?
Ah, Sí. Si yo veo una cosa de esas los cancelo, se van a la calle.
Ja, ja. Ahora que regrese yo a trabajar vienes a verme, yo soy uno de ellos.
Porque es mi trabajo. ¿Crees tú que un contratista mande a dos cabrones, uno por
pólvora y otro por las cañuelas? Y el tiempo, ¿Qué? Te ves obligado a hacerlo, a veces entramos a
las siete de la mañana y salimos a las cinco de la tarde. ¿A poco no?
¡Pero Félix, es que ustedes no se dan cuenta que un golpecito y pueden volar en pedazos!
Sí, cómo no, lo sabemos, pero también sabemos que ustedes se hacen pendejos y tratan
de demostrar preocupación por nosotros, ¿Sabes cómo se remediarían muchos accidentes?
¿Cómo?
Que tú como inspector de seguridad, y los secretarios del sindicato, no nada más bajaran a
la mina, sino que subieran a los laboríos a ver cómo se trabaja.
Me cambió la plática, revisamos el lugar donde íbamos y regresamos nuevamente.
Cuando llegamos al despacho estaban cargando una plataforma de dinamita para llevarla al
polvorín del contratiro de la mina de Paraíso. Vimos como venía el motor a velocidad. El inspector
de seguridad le hacía señas para que parara. Me dio un jalón, me tiró al suelo y me cubrió con su
cuerpo. Escuchamos cuando chocó con la plataforma. Las cajas de dinamita se cayeron. Enojado,
el inspector de seguridad se dirigió al motorista:
Hijo de tu pinche madre, pendejo. Idiota. ¿Qué no te fijas?, gracias a Dios no volamos
todos.
Es que los frenos del motor no sirven señor. Ya tiene varios días que se reportó.
Les ayudamos a subir las cajas que se habían caído, salimos y lo acompañé a ver al
malacatero, y le dijo:
Señor Fidel, hace rato nos dio usted un buen susto, ¿Qué le pasó?
Se chorrea de vez en cuando el malacate, no han venido a revisarlo. Pero no pasa nada.
Veces querían que se barrenara doble o no nos sacaban de los chiflones, por darle trabajo
más sencillo a sus amigos.
Una vez llegó al contrato un compañero llamado Ángel López. Era chaparro, gordo, usaba
bigote, pelo largo y prieto. Tenía fama de peleonero, aunque demostraba lo contrario. Le decían
El Negro. Él iba a ser mi pareja, trabajábamos en un plan que tenía más de 20 metros de
profundidad y sacábamos la carga en una olla jalada por un winche; nuestro trabajo era llenarla a
pala. En una de tantas veces de subir y bajar, se atoró la olla tirando la carga; al jalarla se vino
abajo con todo y winche. A nosotros apenas si nos dio tiempo de cubrirnos, aunque una que otra
piedra nos pegó.
Le dije a mí compañero:
Vamos a subirnos. No tiene caso estar aquí abajo, van a tardar horas en arreglar el
winche.
Nos sentamos en un lugar fresco, él me preguntó varias cosas de mi vida y se las contesté
con sinceridad. Eso le despertó confianza hacia mí y me platicó:
Me dicen que mi padre fue muy cabrón, abandonó a mi madre estando yo muy pequeño.
Luego mi jefa se juntó con un hijo de la chingada peor que mi padre, le pegaba mucho el güey; a
mí me odiaba. Yo nunca supe lo que eran los Reyes Magos; yo le preguntaba a ella por qué no me
traían nada los Reyes. Me decía que por qué me había portado mal, pero me cay que no. Y así me
traían a coco y patada. A través del tiempo eso me valió madre. Con cajitas de cerillos y fichas
fabricaba mis carritos. Yo no entendía a mi jefa, cuando estaba sola me abrazaba y me besaba,
pero cuando estaba con el señor hasta ella me chingaba. Yo tenía seis años. Una vez bajé al
mercado y me robé una pelota. Me agarraron y me llevaron al tribunal para menores sin que
nadie hiciera nada por ayudarme. Ahí estuve encerrado cuatro años. A base de golpes y castigos
aprendí a leer.
Cuando salí fui a buscar a mi madre, pensé que a lo mejor las cosas habían
cambiado, pero me llevé una gran sorpresa, ella ya no vivía aquí en Pachuca. Se había ido con su
señor a México. Comencé a odiar a la gente. En cada señor veía la cara de mi padrastro, en cada
mujer la de mi madre. Solo, como pinche perro, anduve por las calles, durmiendo en terminales.
Y como no tenía familia la policía me mandó a la Casa Hogar para Varones. Ahí estuve otros cinco
años encerrado. Salí con oficio de zapatero, pero de esos zapateros remendones, que ponen un
virón, un tacón, medias suelas.
Trabajaba con un maestro que era bien chupes, daba unos cuatro martillazos y se
echaba unos tragos de pulque. Me invitaba y después me gustó; me dormía en el taller y la lana
que me daba me la iba a chingar en la cantina. Un día fue una gatita de esas de casa rica, a que le
cosiera su guarache; me pulí con ella, se lo cosí a toda madre y no le cobré. Y luego pasaba muy
seguido por ahí donde yo estaba; que le canto bonito y fue mi novia. Al poco tiempo que se me
apendeja y que me la llevo. Uno de sus carnales me metió a trabajar a la mina del Álamo. Y luego
conseguí una permuta para acá. Estoy contento, porque mi señora está esperando un hijo. Y me
cay de madre que voy a trabajar duro, y les voy a dar lo que nunca tuve.
Tiene que ser. Es más me han dicho y yo te conozco, que eres a toda madre. Cuando
nazca mi hijo quiero que tú seas mi compadre.
Pasaron los meses y un día no fue a trabajar; me extrañó porque no faltaba. Al otro día
llegó muy contento y me dijo:
¿Qué fue?
Nuestra amistad era muy grande. El Chocolate, El Cuervo, El Baldo, El Petronilo y El Loco
estaban celosos y me decían:
Compadre, quiero que me enseñes a barrenar porque voy a ser chingón algún día.
Barrenar es fácil, lo cabrón es que sepas trazar, por ejemplo: esta frente es de dos por dos
metros. Sale con veintiséis barrenos.
En este mes voy a subir mi tarjeta a perforista. Para que me den mis cincuenta pesos, voy
a pedir un préstamo, sacó mis vacaciones. Y ya no regreso a la mina.
¿Y mi comadre, y la niña?
Me las llevo.
Pasaron los años y recibí una carta que decía que estaba muy bien y ya se había colocado
en una mina.
Así pasaron muchas cosas antes de que yo lo volviera a encontrar. Regresé de vacaciones y
recibí una grata sorpresa al ver a mi compadre Ángel López, El Negro, que regresaba a la mina. Nos
dimos un fuerte abrazo y le pregunté:
La semana pasada.
Muy bien, tuve la suerte de trabajar en la mina de la Valenciana, la más chingona de todas.
Su tiro es más profundo y más amplio que el de cualquier mina de aquí. Sus niveles y
despachos son de primera. El sistema de trabajo es el mismo que tenemos, solamente que allá lo
hacen con más cuidado y no a lo pendejo como nosotros. El minero es bien pagado, gana lo doble
que nosotros y los secretarios del sindicato no son corruptos como estos que tenemos.
Cuando llegue a Guanajuato fui al Sindicato minero a pedir trabajo. Les dije que era de
Pachuca y que había trabajado en varias minas como perforista. Y en menos que canta un pinche
gallo me dieron la chamba. Me mandaron a la mina de Valenciana, al nivel 600, y me probaron
para ver que chingón era barrenando un chiflón. Que los dejo con el hocico abierto y que me
mandan al mejor contrato, que estaba dejando 100 pesos de propina. Lo que sí, la vida es cara,
pero aun así el minero vive bien. Y lo que sea de cada quién, Guanajuato es una ciudad muy
bonita, llena de leyendas y tradiciones que les dejaron esos culeros de los españoles. Eso me
recordaba, compadre, cuando aquí contábamos relatos de brujas, naguales y la llorona. Allá
cuentan unas leyendas que se te enchina el cuero.
Comencé a ganar mucho dinero y me juntaba con contratistas y perforistas; cada ocho
días íbamos a chupar. Una vez me llevaron a la casa de una señora que vendía alcohol a
escondidas y se hacían jugadas de dinero. Le decían La Chilonga, me la presentaron y ya medio
picada me dio jalón. Fui a visitarla más seguido y me iba clavando con ella poco a poco,
abandonando a mi vieja y a mis chavos.
Así paso el tiempo, yo ya vivía con esa señora; mi vieja buscó trabajo para mantener a sus
hijos, pues yo ya no les daba dinero. Una vez llegó a esa casa un minero que se decía que era el
más chingón que yo para barrenar. Ganaba los puros pesos, era joven y bien parecido el güey. Le
decían El Picudo.
La señora coqueteó y eso me encabronó y tuvimos un fuerte pleito. Ella me dijo que era
libre y podía andar con los hombres que quisiera, si me parecía bien y si no que me fuera a chingar
la madre. Le quise pegar pero se me fue encima arañándome la cara; me dio una patada en los
huevos que sentí que se me cayeron. Y me corrió de su casa.
Pero, ya ves, compadre, perro que traga mierda aunque le rompan el hocico. Busqué unos
mariachis y le llevé gallo y le pedí perdón de rodillas. Y nos reconciliamos. Me cambiaron al turno
de la noche y por ahí se oían rumores de que El Picudo se andaba comiendo lo mío. Yo me hacía
pendejo, no le reclamaba al güey, por miedo a perder a la señora. La verdad yo la quería mucho,
aunque ella me trataba de la chingada.
Una vez encontré al Picudo abajo de la mina y me saludó con burla. La sangre se me subió
a la cabeza, me regresé y le di un golpe. Mis compañeros y los de él nos separaron.
Es muy penado pelarse en la mina. Esa semana trabajé muy duro y saqué mucho dinero;
me puse a tomar y a jugar baraja en albures; ya había ganado bastante.
Yo le dije:
50 pesos al Rey.
Todos guardaron silencio: era El Picudo, que andaba borracho, y los que estaban ahí
sabían que iba a haber pelea. Comenzaron a correr las cartas.
Vuélvelas a correr.
Rey y As.
Corren las cartas, señores. Caballo, Sota, Siete, Cuatro, As. Gana el As.
Sentí como si me hubieran echado agua fría. Había perdido todo. Sonriendo me dijo:
Apuéstale cabrón.
Ya no tengo dinero.
Ya lo mataste. Pélate.
Agarré los billetes que estaban en la mesa y salí corriendo de ahí. Llegué donde vivía mi
vieja, le dije que me perdonara, que estaba muy arrepentido y para que viera mi sinceridad
fuéramos a San Juanita de los Lagos. Casi me la llevé a la fuerza. Estando allá le conté la verdad.
Ella, pobre, lloró conmigo y me dijo que nos viniéramos, que dejáramos todo. Y así lo hicimos.
Alquilamos una casa por San Bartolo y casi no salgo. Por eso no te fui a ver. Al secretario del
sindicato le di mil pesos para que me mandara a trabajar de nuevo aquí. Pero llevo noches sin
dormir, sé que cualquier día me van a agarrar para meterme a la cárcel.
Una vez nos invitó a su casa. Celebraba su cumpleaños y se puso a tomar sin medirse.
Estaba muy borracho. Se le botó la canica y le pegó a mi comadre y comenzó a romper los
muebles a golpes. Los niños lloraban espantados y nadie podía controlarlo. Los vecinos llamaron
a la policía y cuando llegaron, al verlos, a mi compadre se le fue la onda y les dijo:
Qué coincidencia, anoche lo soñé, voy a pedir mis vacaciones y voy a ir a buscarlo a
Guanajuato.
Ten mucho cuidado. Como estás tan seco, te vayan a confundir con una momia.
Mi sorpresa fue grande y, por más preguntas que le hice, su respuesta fue la misma.
Salí desconsolado, sin saber por dónde empezar a buscar a mi comadre, lo primero que se
me ocurrió fue ir por los barrios mineros y preguntar por una familia de Pachuca. Así se me pasó
el día sin ningún resultado. Al otro día recorrí el lado contrario y fue igual.
Al pasar otro día platiqué con un policía, le dije que buscaba a un familiar pero que no
sabía por dónde empezar. Me aconsejó que fuera a la radiodifusora y que ahí me podían ayudar.
“El señor Félix Castillo García, de la ciudad de Pachuca, busca a la señora María Pérez de
López, radicada en esta ciudad. Para cualquier información al respecto reportarse a esta
radiodifusora”. Ahí esperé unas horas; en eso llegó una niña de 11 años y me preguntó:
Sí.
¿Por qué no me han escrito? Vengo de la cárcel y me informaron que mi compadre murió.
Le pido de favor me cuente todo lo que sucedió desde que lo trajeron.
A los seis meses que Ángel estuvo en la cárcel, me mandó a decir que vendiera todo y que
me viniera para acá. Al pasar el tiempo conseguí un trabajo junto con mi hija en una casa de una
familia muy bondadosa. Ángel trabajaba en el penal muy duro, haciendo canastas y bolsas, que
nosotras le vendíamos. Logramos juntar dinero y alquilamos esta casita, le tuvimos confianza al
patrón, que es un licenciado muy famoso, y le contamos todo lo de Ángel. Él fue a verlo,
platicaron, y el licenciado me dijo que tuviera calma y no me preocupara, que él lo iba a sacar,
para nosotras fue una esperanza viva y nos creció el deseo de regresar a Pachuca. Una vez
saliendo de visitarlo, unos señores nos amenazaron con golpearnos y con insultos me dijeron que
mientras ellos vivieran Ángel jamás saldría libre. Eran los hermanos del difunto.
Conforme el licenciado iba arreglando la libertad de mi señor, se complicaban más
las cosas. Le hablaban por teléfono amenazándolo de muerte o con lastimar a alguien de su
familia si sacaba a Ángel de la cárcel. Una vez le echaron un carro encima. Pero él no se acobardó,
por el contrario, le puso más ganas y demostró que el homicidio fue en defensa propia, porque El
Picudo atacó a Ángel con una navaja. Por fin salió libre. En la cárcel duró dos años.
Fue una gran alegría, pero no quiso regresar a Pachuca, decía que ya había pagado
lo que hizo y que iba a comenzar una nueva vida.
Una vez se subió al camión uno de los hermanos del difunto y al pagarle lo
reconoció, sacó la pistola y le dio de balazos a Ángel. Estuvo en el hospital en calidad de detenido
y después lo pasaron a la cárcel. Por ahí supimos que la familia del difunto había dado mucho
dinero para remover el caso del asesinato. Y al que lo hirió jamás lo detuvieron.
¡Lo mataron, compadre, lo mataron! ¿Quiere ir a verlo al panteón? Vamos. Sin decir
palabra todo el camino llegamos ante su tumba recé un padrenuestro a su memoria. Y le dije a mi
comadre.
Ellos tenían que dar los mismos, pero de frente, abriendo el túnel. La diferencia era que
nosotros teníamos que subir 80 metros y ellos trabajaban abajo. Cuando llevábamos varios
barrenos subió el encargado y me dijo:
Félix. Estoy enfermo del estómago, ya me voy. Te pones de acuerdo con Lupe para que
disparen. Manda al Petronilo por la pólvora y que le pregunten cómo le van a hacer.
Pus dice el Lupe que ya se la pelaste, que a la hora que quieras le prendas, que él te va a
esperar. Que cuando bajes le hagas una seña con tu lámpara.
Comenzamos a cargar los barrenos con la pólvora; el rebaje tenía 150 metros de largo y
tres caminos por donde subir, con una distancia de 50 metros cada uno. Estábamos en chinga,
cuando en eso, por el lado izquierdo, llegó El Morsa y El Piojo, que eran ayudantes de ingeniero, y
me preguntaron:
¿No viste por aquí una cinta de medir que a este pendejo se le olvidó?
Se bajaron por las escaleras por donde nosotros teníamos que bajar. Cuando llegaron al
piso, Guadalupe Rojas estaba como a 60 metros esperando nuestra seña. Al ver las luces, Lupe les
hizo seña y El Piojo y El Morsa se la contestaron, ellos creyeron que éramos nosotros, y que le
prenden a la dinamita y que se van.
Arriba nosotros seguíamos cargando los barrenos y comencé a encadenar (meter la mecha
en las cañuelas). Y le dije a mi ayudante.
Cuenta los truenos, cuéntalos, Yo tapo el camino, vamos a salir por el último.
Tápate la nariz y la boca con tu franela, respira por la boca, no hables, baja rápido y no te
sueltes de la escalera.
El humo de la pólvora nos ahogaba. A pesar de que la luz de nuestras lámparas era muy
potente, apenas si se podía ver a 20 centímetros de distancia. Hubo otra sacudida violenta al
tronar nuestros barrenos. Cada vez el humo era peor. Al bajar poco a poco, a veces tenía que
detenerme, sentía que le pisaba las manos al Petronilo.
Por fin salimos del humo y nos repusimos, aunque con un fuerte dolor de cabeza. En una parte
fresca nos sentamos a descansar. Mientras tanto, a dos kilómetros de distancia, casi al llegar al
despacho Lupe y El Loco comentaban:
Los vamos a hacer que también pongan los refrescos, por pendejos.
¿Cuál rebaje?
¿Cómo te sientes?
De la chingada, por poco y nos morimos, estoy sordo del estallido y apendejado por el
humo.
Quién sabe.
Sí, me dijo Lupe: le dices al Gato Seco que dispare primero y cuando bajen me hacen una
seña para que yo dispare.
En eso vimos unas luces que se nos acercaban. Eran Lupe y El Loco, que apenas podían
hablar por lo agitados. Lupe me dijo:
No fue culpa de nosotros, nos confundimos, creíamos que los güeyes esos que bajaron
eran ustedes.
Cuando ya llevaba como ocho años, nos cambiaron de mina a todo el contrato; ahora
trabajaríamos en Santa Ana. Pero seguíamos bajando por San Juan Pachuca.
Llevábamos una frente sobre veta y teníamos que levantar varias toneladas a pala;
salíamos muy cansados. Mandaron a un cuate para que nos ayudara. Se llamaba Dolores
Hernández y le decíamos El Chango. El Chango era cochero de unos 35 años, chaparro, gordo, de
ojos grandes de color negro. Usaba bigote mal cuidado, pelo lacio y largo que se le salía por los
lados del casco de minero. Usaba botas viejas, en lugar de calzón se atravesaba una franela; su
piel era morena y de perfil le daba un parecido a un chango. Era muy creído en lo que se le
contaba y muy platicador. Una vez nos platicó al Chocolate y a mí:
Yo vivo en el Callejón del minero. Arriba del mercado Primero de mayo. Una vez salí del
turno de noche, y al estar abriendo mi puerta, un pinche gato saltó de un lado a otro; no le atinó el
cabrón y que me cae encima. Me dió mucho miedo, pero al ver lo que era me controlé. Un día le
conté a mi jefa lo que me había pasado y me dijo que eso era de mal agüero, que me iban a
suceder muchas desgracias. Y así fue. Una vez iba subiendo por la calle de Ocampo, venía un
pendejo sin frenos en su bicicleta. Y teniendo tanto lugar para darse en la madre, se fue a estrellar
conmigo y me fracturó un brazo. Luego ese pinche perro del velador, que le dicen El Sargento,
que se veía muy mansito, que me muerde el güey y tenía rabia.
Y miren cómo tengo mi espinilla; allá por el centro estaba una coladera abierta y que me
caigo, mi jefa me dijo:
Que me lleva con una espiritista. ¿Y qué creen que me dijo? Que mi vieja me engañaba.
Ja, ja, ja, no mames pinche Chango. ¿Quién quieres que se fije en tu pinche vieja? Si
parece pinacate, la cabrona. Además, ni modo que digas que tus hijos no son tuyos, si todos
parecen changos.
En eso llegó el encargado, al que le decíamos El Pitoloco. Ya estaba silicoso, alto, flaco, el
cuello lo tenía largo y se pelaba como soldado. Al hablar pronunciaba mucho la s. Muchos le
decían El Silbato que es igual que pito.
¿Ahora qué cabrones, a qué hora van a trabajar? Tú pinche Chango, no les quites el
tiempo.
Eso está muy bien. Que te hagan una limpia para que se te quite lo pendejo. Y llévate a
estos dos hijos de la chingada para que los limpien y se les quite lo pinche huevón.
Para hacerme la limpia me pidió un ramo de pirú, una piedra de alumbre, un huevo y
loción. Puso un brasero con lumbre y me limpió con el ramo y lo sacudía en él. Y al hacerlo
tronaba y decía la señora que eso era la sal del mal que me estaban haciendo. Luego me limpió
con el huevo, lo quebró y lo echó en un vaso con agua y se formó una muerte sin ojos. Me limpió
con la piedra de alumbre y al echarla al fuego se formó una calavera que tampoco tenía ojos.
Luego me echó loción. ¿Qué no me huelen?
Fíjense hoy, en la mañana, que me hago el dormido y que veo que mi vieja agarra su
rebozo y que se sale. Que me visto rápido y que la sigo de lejitos, y que se mete al mercado. Yo
nomás la iba licando. En una de esas que me apendejo y que la pierdo. Di varias vueltas y no la
encontré. Así pasó vario tiempo, muy enojado me subí a la casa. Ella ya estaba haciendo la
comida y que le llego, jalándola de las greñas.
A la salida nos estaba esperando El Cuervo. Era un perforista como de uno setenta de
estatura, fornido, de unos 30 años, prieto y narizón. Y nos dijo:
Oye Chocolate, ven; tú, Gato Seco. Mañana los invito a mi casa, me van a llevar a
bautizar a uno de mis hijos.
Cuando llegamos a la pachanga estaba re padre. También nos llevamos al Chango. Que
nos ponemos un cuete, pero de esos de agarra pollos. Tomamos pulque a lo desgraciado. El
Chocolate y El Cuervo no habían ido a trabajar y el encargado estaba muy enojado y decía:
Ese pinche Cuervo sonsacador cabrón, no vino. Ni tampoco el otro pendejo del Chocolate.
Y ahora quien chingados va a barrenar la frente.
Yo tenía una cruda pero cruda. Y una fuerte diarrea. Comenzamos a levantar la carga y
luego a barrenar. Di unos barrenos y me dieron ganas de ir al baño. Me estaba aguantando,
porque para ir tenía que bajar varios metros de escaleras y caminar unos minutos. Además, del
baño se hace en un bote que se llama cuba. Huele feo por el calor que hace. Les juro que era la
primera vez que iba a la cuba.
Ahorita vengo, Chango, voy al baño.
Había yo bajado unas escaleras cuando escuché una explosión. Que me subo rápido y
encontré al Chango tirado con la máquina a un lado. Sangraba de la cabeza y tenía muchas
piedritas clavadas en la cara, y desesperado me decía:
No veo. No veo.
El fuque es un pedazo de barreno de unos veinte centímetros con casquillo y pólvora adentro.
Queda de la barrenación que no tronó. No se detecta porque se llena de tierra. Y cuando por
accidente entra la barrena, explota.
Pitoloco. Pitoloco.
Cómo serán pendejos, pinches borrachos, y ahora con qué mamada le salgo al barretero.
Señor Félix, Dolores no quiere verme. Dígale por favor que quiero hablar con él.
Aquí. Nada más pensando. ¡Ves cómo me iban a chingar! Me chingó mi vieja.
Que chingue a su madre. Cuando salga de aquí me voy a vivir con mi jefa.
Siempre que estábamos comiendo don Félix nos contaba sus historias. Nos agradaba
escucharlo porque su voz era sincera. No era mentiroso. Nos hablaba de sus glorias cuando fue
boxeador, y ganó el campeonato welter del estado. Le creíamos porque las huellas de los golpes
eran evidentes, nos decía que llevaba muchos años trabajando en la mina, pero la Compañía no se
los reconocía porque se había salido varias veces. Y nos platicaba:
Desde chico sufrí mucho. Mi papá nos daba unas chingas, pero chingas, y mi jefa tampoco
se escapaba de los madrazos que le llovían por todas partes. Yo no sé leer ni escribir, por eso
nunca pasé de lo que soy. Un pendejo. Desde los seis años fui clacualero y morrongo de varias
minas (es quien lleva el pulque y el itacate a los mineros). A los catorce años mi jefe me metió a
trabajar a la mina de Fortuna. Ahí me hice hombre.
Como no, tuve tres, dos de la chingada y uno que murió al nacer. Al pasar los años entré a
trabajar a la mina de Santa Gertrudis; esa la trabajaba la Compañía Inversiones Mineras S.A., junto
con la mina del Bordo, el tiro de la Luz y Sacramento. Yo tenía 18 años y lo que les cuento fue
hace 45. Vivíamos en el Arbolito, que era un barrio minero muy popular de la ciudad. Por el
camino que va al pueblo de Cerezo (ese camino es el más antiguo que abrieron las compañías
mineras, ya que conduce a varias minas. Tiene un magnífico panorama por cualquier punto donde
se vea. Del lado de abajo se ven las ruinas de las minas de San Buena Ventura, la Presa del tulipán,
La Hacienda del beneficio de Loreto y parte de nuestra ciudad). Era una rutina caminar todos los
días para llegar a la mina del Bordo.
Como no. Era un miércoles 9 de marzo de 1920, las 6 de la mañana sonaban en el reloj
grande del centro, cuando en la ciudad y sus alrededores se escuchó el silbato de la mina que
anunciaba un accidente. Mi pobre jefecita, agarró su rebozo y con lágrimas me dijo:
Hacía mucho frío y teníamos que caminar para llegar a la mina, era de pura subida; en el
camino encontramos a mucha gente, que a paso rápido nos rebasaba, pues mi jefecita estaba
ruquita y caminaba despacio.
Cuando pasamos por la mina del Cristo, que está a medio camino, vimos dos grandes
columnas de humo que salían por atrás del cerro de San Cristóbal. Daba miedo. Eso nos llenó de
angustia. De rabo de ojo miraba a mi jefa, que no dejaba de llorar. La abracé y temblaba por mi
padre, eso me demostró que ello lo quería a pesar de que él le pegaba mucho.
Cuando llegamos a la mina había mucha gente afuera, no la dejaban entrar: las bardas
eran altas, lo mismo que los portones, y alrededor había guardias bien armados. Le dije a mi jefa:
A mí me conocían todos los veladores y jefes de esa mina. Don Chema, al verme, me dejó
pasar. En el patio había mucho movimiento y el humo molestaba. me le acerqué al señor Silver,
que era un pinche gringo grandote con cara de perrito ladrador, y superintendente de la mina, y le
pregunté:
Llegó el dueño de la mina acompañado de varios gringos, que con el puro en el hocico no
se les entendía lo que hablaban.
El Loco le dijo:
Mira, el tiro de la mina del Bordo tiene una profundidad de 575 metros, pero en su
mayoría tiene tupido (madera que sirve para llenar los huecos); del nivel 365 al nivel 500, por
todas partes tiene tupido. Y toda esa madera fue la que se quemó.
Nunca se supo aunque la culpa de todo la tuvo la Compañía, porque esa madera siempre
debería de estar mojada para evitar que se incendiara. Había tubería de agua y desde arriba se le
abría.
Después llegaron unos señores de tacuche y por ahí se oía decir que eran las autoridades
de Pachuca. El juez del distrito, el presidente municipal y sus pinches gatos.
A investigar la causa del incendio; los dueños de la mina aseguraban que el incendio fue
causado por los mineros. Le preguntaron las autoridades al dueño de la mina:
¿Cuántos mineros hay abajo?
Las autoridades tomaron nota y se dirigieron al calesero, a quien le decían El Zorrillo, que
estaba muy triste y asustado. Le preguntaron:
Sí.
Yo bajé al nivel 500 a las cinco y media de la mañana a ver al despachador del manteo y él
me dijo:
Ya tiene rato que huelo algo raro y se ve como humo. ¿Qué será?
Cuando me subí, al pasar por el nivel 365, vi lumbre. Y al llegar a la superficie le avisé al
sotaminero de turno y bajamos. Sacamos a varios y me ordenó tocar el doble nueve, que es el
toque que indica un accidente y ya no supe más. Después comenzó a salir humo de los tiros.
Los gringos llamaron a las autoridades, ya estaban con ellos dos médicos, y se encerraron
en la oficina. A través de los vidrios miraba que meneaban la cabeza afirmativamente, pero no se
escuchaba lo que decían. Hasta después que salieron, y dieron orden de tapar los tiros con
puertas de acero para ahogar el incendio.
Se chingaron. Los médicos les aseguraron a las autoridades que la madera quemada abajo
en la mina despedía un humo tóxico. Que quien lo inhalara no duraba ni cinco minutos vivo. Y
ellos creían que ya no había supervivientes, por eso las pinches autoridades aceptaron que se
taparan los tiros, y no deberían abrirlos hasta que dejara de salir humo. Además, a esos güeyes les
salía mucho más barato pagar 83 cabrones que perder su mina. Había grupos de rescate pero no
podían ayudar.
Por fin el incendio terminó el 19 de marzo. Sacaron 54 muertos. El día 20 sumaban 69 y
después 76. Todos ellos murieron en los despachos de varios niveles. La Compañía ordenó hacer
un hoyo grande y ahí enterraron a todos, porque ya estaban echados a perder. Pero después
bajaron los escafandristas a buscar a más porque faltaban algunos y sacaron a siete compañeros
vivos entre ellos estaba mi padre.
Mi jefecita y yo lloramos de alegría. Era un milagro verlo. Estuvo pocos días en el hospital
y regresó con nosotros. Pero ya no fue el mismo...
Oiga tocayo, usted me dijo que la mina del Bordo tenía comunicación con la mina de Santa
Ana.
Sí, pero la Mina de Santa Ana pertenecía a la Compañía Real del Monte y Pachuca. Y esos
güeyes no quisieron abrir la puerta por donde se pudieron salvar muchos compañeros, porque se
les pasaba el humo.
¡Qué culeros!
Y me platicó:
Le contesté:
Por el despacho.
Me respondió:
Soy Eulogio Mendoza, por el despacho no podemos irnos, hay varios muertos.
Vamos a subir por este camino y llegamos al nivel 300. De ahí pasamos por el despacho,
había varios muertos y mucho humo. Subimos por las escaleras del tiro de Sacramento pero como
a los 80 metros se terminaron. Y tuvimos que regresar. Encontramos un chiflón, subimos
tablas y nos metimos ahí. Tapamos todas las rendijas con tierra y piedras a modo que no se colara
el humo y así permanecimos no sé cuántos días, hasta que nos sacaron.
Pobre de mi papá, lloró al recordar a sus compañeros. Al pasar el tiempo se le cargó el
muerto. Se fue enflacando. Todo el tiempo se sentaba a contemplar las tumbas de sus
compañeros. Y un día murió.
Pasar por la mina del Bordo era nuestra costumbre. Todos los días pasábamos por ahí. Le
preguntaba yo a mi tocayo don Félix para hacerlo que él me contara sus historias.
Cuando me faltaba un poco para pasar por la mina del Bordo, comencé a sentir miedo.
Me acordaba de las palabras de don Félix, yo me daba valor pensando en otras cosas. Cuando
pasé junto al tiro de la mina, quizá por mi sugestión, creí o fue verdad que escuché un gemido.
Sentí escalofrío y me dieron ganas de correr, pero llenándome de valor me quedé mirando hacia el
frente como parando el oído hacia el tiro. Sin que me diera cuenta, los dedos de mis manos
estaban entrelazados y se apretaban fuertemente.
Oí un ruido, como cuando cae una piedra en el lodo. ¡Plass! y luego otro gemido.
Nuevamente sentí escalofrío. Mis nervios me traicionaron, estaba saliendo fuera de mí. Sentía
ganas de llorar o de gritar. A lo mejor quise correr, pero mis piernas eran torpes por el miedo.
Tropecé y caí de cara, ni las manos metí. La lámpara se rompió y me quedé a oscuras. El miedo se
apoderó totalmente de mí. como pude, logré tocar la roca y me senté.
Escuchaba ruidos, me estaba desesperando, intenté pararme para alejarme del lugar pero
volvía a caer.
Comencé a rezar, a hablar solo. El miedo me hacía escuchar lo que quizá no existía. Eran
como las 8 de la noche y mis compañeros pasarían por donde yo estaba como a las 12. Fueron
horas de angustia. Yo sentía que alguien estaba junto a mí.
A pesar de la oscuridad abría los ojos porque al cerrarlos le daba más vida a lo que
imaginaba. Después de vivir horas de miedo vi luces, eran mis compañeros, me dio mucho gusto,
al verlos estaba tullido de estar en cuclillas.
Cuando salimos les explique a mis jefes lo de la lámpara rota y que había pasado todo el
turno esperando ayuda.
Duré mucho tiempo para olvidar aquella pesadilla. Casi no comía, no me daba hambre.
Cada día fui enflacando más. A veces, cuando dormía me despertaba sobresaltado recordando lo
ocurrido.
Mis compañeros decían que yo me había vuelto muy distraído. Y había regado la noticia en
toda la mina que me había agarrado el muerto.
En mi casa reinaba la preocupación. Mi madre usó los remedios caseros. A las 12 del día
esperaba que yo estuviera distraído, de momento me rociaba del alcohol lanzado por su boca. Me
gritaba fuertemente por mi nombre varias veces, y me cubría con una cobija hasta que sudara.
Después me daba los espíritus de tomar y de untar. Y me decía que en esa forma se cura el
espanto. Me fui reponiendo y comencé a ser el mismo de antes. Ahora me daba cuenta de lo que
es un susto en la mina. Se me venía el recuerdo del día que espanté a La Guajolota.
¿Verdad tocayo que sí espantan en la mina del Bordo? Pero dale gracias a Dios que te
compusiste.
La plática la interrumpió don Tirso, que era perforista, el más viejito de todos y me dijo:
Lo que dice don Félix es verdad Yo también he dejado mi vida en este pinche agujero, que
me ha dado satisfacciones y desgracias. Yo me había preocupado mucho por El Gato Seco. Porque
así le pasó a mi sobrino pero por él no puede hacer casi nada (casi lloraba)
Una vez trabajamos en el 430, sobre la veta Tapona, que era muy rica en el mineral. El
sobrino del que les hablo tenía 15 años, era un jovencito lleno de vida, muy sano, alegre y
vivaracho. Un día lo mandaron por la pólvora. Llegó al pantano espantado y muy triste. Al cabo del
tiempo no comía y se iba poniendo paliducho. A mí me daba mucha pena verlo así.
Su respuesta era con la cabeza, Tenía la mirada perdida. Al pasar los días fue empeorando.
Siempre volteaba para todos lados, como buscando algo o alguien. Y cuando caminábamos por
túneles abandonados se metía en medio de todos como para protegerse. Un día lloré con él y le
dije:
Dime la verdad, hijo. ¿Qué te pasa?
Tío, no quiero andar solo en la mina. Un muerto me persigue y me quiere aventar al tiro o
a los vaciaderos.
No tengas miedo, hablaré con los jefes para que te saquen de la mina.
Don Tirso se limpió los ojos llenos de lágrimas y se alejó a paso lento de nosotros.
En eso, serían como las 11 de la noche, nos corrieron. Mis cuates se despidieron y yo me
quedé sentado otro rato.
La calle estaba muy oscura y no había gente. Entonces pasó una mujer alta de pelo largo y
con vestido hasta los pies, iba con rumbo al Cerezo. Que me levanto y que le digo:
Sin decir nada, que se detiene, y que la sigo, cabrón. Ella iba pasos adelante y por más que
caminaba no la alcanzaba. Siempre conservaba la misma distancia. Ya habíamos caminado algo
arriba del cerro de Cristo. Yo le hablaba, pero como si no me escuchara. Que le digo más fuerte:
De momento se paró, yo la quería abrazar y ¡bolas cabrón! que me voy de madre al vacío.
Me fui rodando y me atoré de chiripa en unas biznagas, arriba de la Peña de los compadres, y a
pesar de que estaba oscuro vi la silueta de la mujer y escuché su risa. Me dio mucho miedo y le
pedí a Diosito que me ayudara y le prometía portarme bien. Como pude subí al cerro y cuando
llegué al camino, que me arranco volado a mi casa. Dice mi vieja que llegué cagado. A los pocos
días que le platico a mi compadre lo que me había pasado y me dijo:
A mi padrastro le pasó igual. Nada más que él si se fue hasta abajo y se quebró una pata.
Yo le pregunté:
El Baldo dijo:
Eso lo sabemos todos los que vivimos por aquí en el barrio. Mi abuelo me contaba que
tienen que ver esas Peñas de los compadres. Decía que estaban malditas, que terminará cuando
las destruyan.
Cuando llegué a la mina casi nadie había ido a trabajar. La mayoría faltó. De mi contrato
éramos tres: El encargado, un cochero que tenía unos días con nosotros y yo. Llagamos al laborío
y me dijo el encargado:
Te subes a barrenar el rebaje, ahí lo que puedas hacer. Tienes mucho cuidado; yo me llevo
a este cabrón a la frente, al rato te voy a ver.
Me subí, conecté las mangueras de agua y aire y me puse a barrenar. Llevaba tres
barrenos cuando se fue el aire. Era raro, el aire jamás falta, pues los compresores trabajan las 24
horas. El rebaje tenía 60 metros de altura y el macho del aire estaba abajo. Al revisarlo quedé
sorprendido: si había aire. Me subí, toda la tubería era normal. Eché a trabajar la máquina y seguí
mi tarea. Sentí la mirada de alguien cerca de mí voltié y vi una sombra que se me acercaba. Solté la
máquina, me dio escalofrío y la carne se me puso de gallina. Y sin moverme la vi pasar; a unos
cinco metros se sentó, como si me mirara de frente. Me dio mucho miedo y en silencio comencé a
rezar. No había por donde irme, porque estaba en el camino por donde podía bajar.
Vi que se levantó y regresó por donde había salido; al pasar de nuevo junto a mí cerré los
ojos, conforme los iba abriendo volteaba mi cabeza; lo ví que se perdió en el fondo del rebaje y
¡córrele cabrón! No recuerdo ni cómo bajé las escaleras. Llegue donde estaba el encargado, quién
me preguntó:
Vi a alguien en el rebaje.
Verdad de Dios.
Es tu conciencia.
¡Ni madre!
Yo sí.
Mira, Gato Seco, yo llevo veinte largos años trabajando en estas minas y le tengo más
miedo a mi pinche vieja que a un muerto.
Pues ve a trabar al rebaje y yo me quedo aquí.
Vénganse cabrones, me voy a subir por los fierros y a ti te voy a chingar por miedoso.
Llegamos al rebaje y subió. Pasaron los minutos y no regresaba, hasta que más tarde bajó
amarillo y nervioso y me dijo:
Pero no todo era platicar de espantos o de cosas que pueden ser o no. El trabajo era de
verdad y muy pesado: levantar toneladas de carga a pala. Barrenar ya era nuestra rutina. El Píldora
y El Bizbirindo, amigos y compañeros, trabajaban en otro contrato pero cerca de nosotros. Diario
jugábamos baraja y platicábamos. Nuestra amistad se iba haciendo cada vez más grande.
Un día fuimos a traer la pólvora y ellos trabajaban en una frente del 480 que comunica al
cañón general. Pero como está en curva no se veían, aunque si se escuchaba el ruido de la
máquina. Cuando pasamos por ahí le dije al Chocolate:
Le decíamos El Píldora porque estaba muy chaparrito y El Bizbirindo porque estaba medio
bizco y parpadeaba mucho. Llegamos al polvorín y le pregunté por ellos al que despacha la
pólvora. Me dijo que no habían ido.
Todo el camino estuve preocupado y, nuevamente cuando pasamos por ahí, le dije al
Chocolate:
Ah, como chingas la madre, ve a verlos. Yo aquí te espero. Fui corriendo y los encontré
tirados, inconscientes. Olía mucho a pólvora. Desconecté las mangueras del aire y le abrí y regresé
con El Chocolate.
Como no sabíamos primeros auxilios los volvimos en si a puras cachetadas. Les metimos el
dedo dentro de la boca para que vomitaran, con el riesgo de que nos lo mocharan. Se fueron
reponiendo y los sacamos a la superficie.
El cuervo me preguntó.
Es que el turno del día no les dejó abierto el aire, había mucho humo y así se metieron a
trabajar.
Ni madre. A ese pendejo desde que lo espantaron en la mina del Bordo le da miedo pasar
por el Callejón de la zorra, y por eso espera el Píldora, para irse junto con él. La otra vez me contó
que le salió la Llorona. Pero era su jefa del Chocolate, que estaba bien peda.
Ya, güeyes.
Al día siguiente me mandó llamar al ingeniero Madrazo, que era el jefe de la mina y me
dijo;
Te felicito, gracias a ti se salvaron dos compañeros. Sacó su cartera y me dio mil pesos.
Pero no siempre puede uno salvar a compañeros, aunque quiera. Ahí tienen el caso de don
Tirso era un perforista muy viejo, nadie quería trabajar con él. Nuestro trabajo era un buen plan,
que consiste en barrenar hacia abajo. El terreno se llena de agua y es muy difícil levantar la carga,
pues hay que encontrar el piso. En este trabajo el ayudante debe estar a las vivas, sacando el
agua, tapando los barrenos con estropajos y echándole todas las fuerzas para sacar la máquina.
Don Tirso era una persona muy simpática, dicharachera. Cada pregunta le contestaba con un
dicho.
El que es perico donde quiera es verde, y el que es pendejo donde quiera pierde.
Los perritos abren los ojos a los 15 días, los pendejos nunca.
Durante todo el tiempo que estuve en la mina siempre sentí un gran cariño por todos mis
compañeros los mineros, pero principalmente por los viejos y enfermos de silicosis. Don Tirso
Hernández llevaba más de 8 días de no ir a trabajar, y me habían dicho que estaba muy enfermo.
Un día le dije al Cuervo:
A simple vista nos dábamos cuenta de la pobreza en que vivía; el techo era de lámina, las
paredes descascaradas y en parte sin aplanado, el piso de tierra y un cuarto grande que servía
para todo. Una mesa apolillada y encima una estufa de petróleo, unos cajones que servían de
silla. En una cama toda destartalada dormía nuestro amigo. La señora lo despertó de una manera
muy cariñosa.
Don Tirso se limpiaba sus ojos y abría su boca al bostezar. Pinche viejito, no enfocaba
bien. Le dije:
Si no soy hueso.
Cómo se siente.
Yo le dije que me había dicho que era una gripa. Y me dijo el güey que también opinaba lo
mismo. Que la ciencia nunca se equivoca, que me siguiera tomando los jarabes.
El jueves que voy a la Clínica minera a ver a la doctora Segovia, la neumóloga. Que le digo
que me quería retirar de la mina, que por favor me sacara la incapacidad en los pulmones para
que la Compañía me pagara lo que me corresponde. Me mandó hacer unas radiografías y me citó
al día siguiente. Cuando llegué vio las radiografías y me preguntó:
Que le digo.
35 años doctorcita. Que me enseña las radiografías y que me dice:
Fíjese que sus pulmones están limpios, usted no está silicoso. Estas manchitas que ve son
de la bronquitis que ahora tiene. No le puedo sacar incapacidad.
Que me gana la risa, pinche vieja pendeja, si ya mis pulmones están como mapas. ¡Y me
dice que están limpios! Me cay de madre, ya tengo los pulmones hechos atole.
El cuervo dijo:
¿Qué pasó?
Sin albur.
¡Agua solamente los güeyes!. Por ahí tengo un poquito de caña, sírveles una copita.
Al tomarla, a don Tirso lo atacó la tos muy fuerte. Su señora le daba unos golpecitos en la
espalda.
Ya Tirso. Ya.
El pobre viejito sacaba sus ojotes como de burro, se puso morado y las venas del cuello
parecían reventarle.
Después del susto comimos unos frijolitos de olla y unas tortillas con chile. Cuando
terminamos, don Tirso prendió un cigarro y soltaba el humo lentamente, como si sus
pensamientos estuvieran en otro lado. Nos dijo:
Hace muchos años fui contratista de la mina de Santa Ana. Y ganaba un chingo de pesos.
Pero el alcohol y las viejas me dejaron en la calle. Teníamos dos hijos, jovencitos, fuertes y sanos.
Juan de 20 años y Mario de 18.
Ellos querían estudiar pero yo los metí a la mina contra de su voluntad. Al cabo del tiempo
se acostumbraron y les gustó; ya ven que la mina es como la mujer, nos da en la madre pero nos
engreímos con ella. Ellos trabajaban en las ruinas del 500. En una ocasión se encampanó la carga
muy arriba, Mario subió a poner una fajilla de pólvora ya ardiendo. Pero su mala suerte le cayó
una piedra en el cuello dejándolo inmóvil; Juanito trató de ayudarlo. La dinamita tronó y los hizo
cachos. Desde entonces yo me sentí culpable por meterlos a la mina. Sufrí mucho, prometí dejar
la bebida, pero nunca pude. Luego para acabarla de chingar, a los pocos años muere también mi
sobrinito, del que les platiqué que encontramos en un vaciadero.
La señora, con mucho cuidado, sacó de un cajón una cajita de madera y, entre varios
papeles, una fotografía envuelta en un listón negro. Con cara de gusto y ternura le dio un beso y
nos dijo:
En la foto estaban dos jóvenes muy sonrientes. Don Tirso tomó la foto y sin dejar de verla
expresó:
Yo me hice a la idea de que mis hijos se fueron a estudiar muy lejos. Y que ahora son
doctores y sé que muy pronto los voy ir a buscar para que me curen.
Yo le dije:
Adiós Gatito, adiós Cuervo. Gracias por acordarse de este pobre viejo.
Al día siguiente nos avisaron que el maestro Tirso había muerto. Le acompañamos al
velorio y al panteón.
El minero veces toma porque le gusta, otras es quizá para que se le olvide lo jodido. Cada
ocho días varios mineros nos juntábamos para organizar pulcatas (concurso para ver quién
tomaba más pulque).
El premio era de cincuenta pesos el ganador; además éste sería reconocido como
campeón. Y competiría en otras pulcatas.
El Burro era un chaparrito con ojos grandes y muy pedorro; trabajaba en nuestro contrato
y fue el ganador. La noticia cundió en el barrio y en la mina y llegaron retadores. Se hacía la
competencia, pero nuestro campeón era invencible.
Los compañeros del Real del Monte, por medio de una persona, retaron al Burro. El
Premio era de quinientos pesos y El Burro los ganó.
El Burro se sentía muy orgulloso de ser el mejor pulcoso de la mina, y a todos retaba.
Una vez los compañeros del pueblo de Cerezo fueron a la cantina y retaron personalmente
al Burro. Y le echaron la hablada de que lleváramos dinero. Así llegamos al pueblo.
El retador del Burro era un jovencito chaparrito al que le dicen El Ratón. Cuando los
presentaron nuestro campeón miró con desprecio al retador y le dijo:
Las apuestas eran a favor del Ratón. Que trabajaba en la mina de Paraíso, tenía sus manos
chiquitas y le gustaba robarse las cosas. El juez verdadero del pueblo se encontraba presente y
dijo:
Y todos alrededor mirábamos. Nuestro campeón, cada vez que terminaba un jarro, se
limpiaba la boca y nos cerraba un ojo.
A los cuatro jarros vimos que El Burro ya estaba haciendo bizcos. Y al quinto El Ratón
protestó.
Todos los del pueblo cargaron al Ratón y lo andaban paseando alrededor de la cantina
victoriándolo como campeón.
El Burro nada más nos miraba como idiota y se encogía de hombros. Yo, como juez, apelé
a su favor.
Perdóneme señor, las reglas dicen que pierde el que se pare a orinar tres veces. El no se
paró.
Ya perdieron.
Todos entraron al pleito y nos dieron una madriza como nunca. Salimos corriendo y parte
del camino nos siguieron a pedradas, llegamos a “La Veta de Santa Ana”, que era la cantina donde
nos juntábamos.
Y les pregunté:
¿Y El Burro?
Como a la hora llegó con un ojo cerrado y marcas de golpes por todos lados, el ojo bueno
lo abría y nos decía:
Me dieron del bueno, por eso perdí. Me dieron pulque del bueno.
Aquí en Pachuca se dice que minero que no sabe donde hay buen pulque no es minero.
Las cantinas y pulquerías eran para nosotros cosa muy importante, ya que las recorríamos
para tomar curados de apio, de tuna, de alfalfa, de frutas y blancos. Fuerte, suave o dulce.
Chabelas, que es pulque con refresco rojo. El calichal, que es con cerveza. Jugábamos a la rayuela
y al cubilete.
Mi gorra y mi lámpara colgaban alumbrando hacia abajo y veía con claridad a mi amigo
que estaba boca arriba, presionado por los tablones (si yo hubiera soltado la máquina le hubiera
caído encima quizá lo mataría).
Él me decía:
Bandolón, Bandolón.
En una reata que colgaba enredé la pierna como cirquero, eso me hacía aguantar un rato
más.
No sé cuánto tiempo duré en esa posición. De pronto oímos voces y les gritamos:
La solté y al mover el brazo sentí un dolor muy fuerte, estaba luxado. Uno de mis
compañeros se subió donde yo estaba, me amarró y me bajó.
Días después se cooperaron para hacer un enchilón con su respectiva pulcata, por el gusto
de que no nos pasó nada grave.
Yo iba con un brazo enyesado; El Chocolate lo mismo, pero en una pierna. En eso El
Petronilo tomó la palabra y dijo:
El Baldo le dijo:
Después de trabajar como esclavo, todo cansado, soportando el calor y luego tener que
caminar, esperaba al Pelamuertos y al Alma Grande, que eran muy albureros. Todo el camino se la
venían contestando.
Te presto a medias
Serás arriero
Te quiebro
Si no soy huevo
No me soples
Serás polleno
De besos
Si no soy piedra
Si no soy lomo
Como
Cómase mi zapato
No juegues
Si no soy perro
Me sueltas
Al río
No me enseñes
Te clavo
El rabo
Serás cargas
Te cargo de leña
Mi hermana te enseña
Si no soy calzón
Del fierro
Chupa limón
Te chupo en ayunas
Si no soy pulque
Jálale
De las patas
Te levanto
Los trastes
Me quiebras con tu trompa
Serás ponciano
Arráncate
Me das miedo
Te saco
La lengua
Si no soy burra
Aunque me suba
En el palo
Te echo
Un brinco
Sueltas
Como tu hermana
Me das
En la madre
Otra clase de albures son estos: Cualquiera de los dos comenzaba con un estornudo:
Chivo
Comadre
A tu madre
Me la avientas
Te aviento en el excusado
Te espero
Me bajas
Los calzones
Son blancos
Me chispas
Te chispo de recio
Si no soy bofe
Te arrempujo
Las caderas
Me mueves
Cuando corro
Me agarras
Serás puerco
No me pongas
En cuatro patas
Te levanto
Serás mono
Me avientas
Con la escoba
Te saco
La leche
Jálale
Si no soy diablo
Te digo
Marido
No me grites
Pendejo
Me la subo y la manejo
Serás mula
Te araño la cola
Te echo de menos
Me prestas tú y Agapito
No me peles
Si no soy chichila.
Volviendo a lo del trabajo, ocurrió que una mala explicación del contratista y un
apendejamiento del encargado hizo que se diera una barrenación donde no era. Y se derrumbó el
rebaje. Cientos de toneladas de carga se vinieron abajo tapando el túnel.
Los ingenieros decidieron meter una pala mecánica, que trabaja con aire, los tres turnos, y
destaparon lo más pronto posible los túneles donde estaban los laboríos, chiflones, frentes y el
mismo rebaje. Yo era ayudante del palero, al que le decían El Pecoso. Mi trabajo consistía en
enganchar y desenganchar las conchas que iban unidas a la pala mecánica, levantar las mangueras
para que no las machucaran las ruedas y con una pala de mano jalar la carga hacia atrás, de modo
que la concha se llenara parejo.
Ahorita vengo, voy a la cuba. Limpias la vía y le echas aceite a la pala. Pues ya rechina la
cabrona como rodillas de tu jefa.
Me dio una patada y se fue. Bajé el cucharón y me subí en él. Y le estaba vaciando el
aceite, cuando llegó El Babotas (así le decíamos porque era un baboso bien hecho), se recargó en
la palanca haciéndola funcionar. El cucharón de la pala me levantó como muñeco aventándome
hacia atrás, como si fuera la carga. El Babotas corrió espantado a verme tirado; por fortuna para
mí, cerca de ahí estaba el señor Rafael Carrillo, jefe de seguridad.
El golpe en el estómago me había sacado todo el aire. Carrillo pidió una camilla, no me
dejó mover y me sacaron a la superficie trasladándome al hospital de la Compañía, donde me
internaron unas horas para observación. Como no era más que el puro golpe, me dieron de alta y
cuatro días de descanso, recomendándome mucho reposo.
Aburrido de estar en mi casa bajé a dar una vuelta al centro, al Jardín Constitución, que se
encuentra a un lado de la iglesia de la Asunción.
Le dicen el Jardín de los Cascados, porque siempre se reúnen los mineros, algunos para
platicar, otros a lamentarse sus accidentes, otros a ver a las chamaconas y señoras que pasan a su
mandado, y hasta la fecha. Sentados muy platicadores, estaban El Mono y El Gallina, me les
acerqué, y me hicieron un lugar para que me sentara. Uno de ellos me dijo:
¿Quién?
Mejor nos vamos, ese güey nos cay gordo. ¿verdad tú, Mono?
Mal compadrito, muy mal. Ahora sí ando arrastrando la cobija, camino un poco y me
canso. Ya parezco ruco. Por la noche me ataca la tos. Mi vieja ya respinga la cabrona porque no la
dejo dormir. Lo que más me duele es que mis hijos se avergüenzan de mí. Fíjate, la otra vez mi
hija me dijo:
Papá, dice mi novio que te habías de curar, porque estás tuberculoso y eso es muy
contagioso.
Que me encabrono y que le digo: dile que chingue a su madre. Que tú también estás
tuberculosa, y si se casa contigo sus hijos van a nacer tuberculitos, para que se le quite al güey.
Ya te estamos arreglando tu cuarto para que duermas ahí, y tus trastes que usas los vamos
a separar de los demás, mientras te alivias.
Fíjate que no. Yo soy el dueño del circo y siempre lo he parado para que ustedes den su
función. Y así lo seguirán haciendo hasta que me cargue la chingada.
Ya sabes que el pulque es muy bueno para el pulmón. ¿Sabes quién está más jodido que
yo?
No sé.
El Oso
¿Dónde vive?
En Las Lanchitas.
Saliendo del hospital me dirigí a saludar a mi gran amigo El Oso. Me sorprendí al verlo.
Como le han dicho que los rayos solares son buenos para aliviar la silicosis, todo el santo día está
en el sol. Ya está negro como pinacate el cabrón.
¡Hola mi Gato Seco! Me cay de madre no te vas a morir pronto, me estaba acordando de
ti. Vi a mi gato de de veras que estaba lamiéndose la cara y le dije a mi vieja:
Brujo, brujo. Pero ya quítate del sol, te vas a cuartear. Ya pareces negro africano.
Eso me dijo tu carnal. Pero desde la otra vez que nos dijo que te habías muerto no le creí.
Ándale échate un pulquito, esta re bueno.
Le pregunté:
No, ni madre, al pulque le echo los jarabes que me dan para la tos. Y sabe a toda madre. Y
así mato dos pájaros de un tiro. Me empedo y al mismo tiempo me curo.
Ven a visitarme, no seas gacho; a veces me siento muy solo, luego recuerdo cosas del
trabajo. La vez pasada recordaba cuando nos dijiste que había nacido tu hija y nos diste a todos
chocolates purgantes. Qué desmadre, todos chorrillentos. La vez pasada a mi vieja le dio un
chingo de risa cuando le conté que un día regresamos bien cansados del trabajo, y llegamos al
comedor y nos contaste que en el campo estaban todos los animalitos muy tranquilos comiendo,
cuando en eso llegó un pinche gorila y, golpeando la mesa, les preguntó:
Yo me apellido Pérez.
Entonces el pinche gorila que lo agarra a madrazos, pero le dio una chinga que el pobre
ratón quedó noqueado. Y el gorila se fue. Todos los animales auxiliaron al pobre ratoncito. De
momento el ratón que se levanta y se empieza a reír, pero con todas sus ganas, y no dejaba de
hacerlo. Un changuito que le pregunta:
Ya llevo tres meses y va para largo. A veces pienso en retirarme pero no lo hago por mis
arañitas.
Si, cúrate. Nunca podré olvidar que me salvaste de que me cayera esa piedra en la cabeza.
Me hubiera dejado loco.
O te la hubiera quitado, cabrón. Ya ves cómo me dejó a mí, y eso que fue un rozón.
Parezco autobús cada que le quiero dar un beso a mi vieja, como no tengo nariz me voy de frente.
Órale, güey.
Me despedí de mi gran amigo y compañero. Así pasó el tiempo y jamás supe de él. Pero
hasta la fecha lo recuerdo con cariño.
Regresé a trabajar a lo mismo de siempre y como a los quince días levantamos la carga, y
si pudimos entrar a nuestros laboríos. El barretero le dijo al Borrego:
El encargado le dijo:
No se haga pendejo, barra. Usted me dijo que se barrenara de frente al rebaje por la
costilla
El pendejo eras tú. Yo le dije que barrenaran a la frente para que volaran una costilla que
estaba estorbando la subida al rebaje.
El barretero me dijo que te dijera que hablaba. Cuando fui, te vi que estabas agachado y te
iba a picar la cola. Apagué mi luz y caminé despacio guiándome por la tuya, pero me tropecé y,
para no caer. son querer me agarré de la palanca. Cuando prendí mi luz ya estabas en el suelo.
Luego, estos güeyes me dijeron que te habías matado. Yo, como te vi con el hocico abierto, lo creí.
Una vez nos mandaron a jalar ruina en la mina del Bordo, aunque trabajamos en Santa Ana
nos agarraba cerca. Me mandaron a la Chiva y al Hongo. Siempre fue sorpresa para mí saber que le
sacábamos ciento cincuenta toneladas de carga al día. Ya llevábamos varios años y todavía seguía
produciendo: lo que sí, bajaban muchas piedras grandes y se encampanaba mucho. Dentro del
túnel comenzaron a caer piedritas, como grava de arriba. Y El Hongo me dijo:
No te confíes, cabrón. Fíjate, un día jalábamos carga un cuate que le decíamos El Capulín,
mi cuñado y yo, comenzó a caer piedritas como ahorita y que se sienta el carro y nos quedamos
atrapados. Duramos varios días. Se nos fue acabando el aire, la luz, y se murieron. Primero murió
mi cuñado y luego El Capulín; a mí me sacaron inconsciente. Dicen que estuve así seis días. Duré
mes y medio en el hospital y luego me fuí a mi casa. Pero mi pinche cuñado, que en paz descanse,
me venía a jalar de las patas.
Cuando estábamos atrapados yo le daba mucho ánimo, pero como pasaba el tiempo se
ponía más malo, comenzó a hacer como guajolotito y ¡chíngate! que se muere. Me cay de madre,
le lloré mucho; y luego el otro difuntito. Yo me estaba volviendo loco, ya apestaban re feo.
Todas las noches tenía pesadillas. Me acordaba de lo que había pasado. Dice mi vieja que
sudaba mucho y despertaba gritando. Una vez sentí que me jalaron de las patas, que despierto y
ya estaba media cama, me dio escalofrío y mucho miedo. Que pego un grito, que hasta mi pinche
vieja brincó como chivo; luego los otros días pasó lo mismo, se me fué el hambre y me estaba
quedando como calaca. Mi jefa y mi vieja me curaron con hierbas, y por la noche me ponían una
Cruz de cal donde yo dormía; le mandamos a hacer unas misas muy seguidas y mi cuñado me dejó
en paz.
Ese mero.
¿Cómo no te iba a venir a espantar, si un día lo madriaste?
Bueno, sí. Pero se había chingado a mi carnala, y no quería casarse con ella.
¡Mira!, esa piedrota está floja, nos llega a caer y nos da muerte de ratón.
“Un minero murió aplastado, la Compañía Real del Monte tiene todos sus túneles en
buenas condiciones. La única piedra floja era la que se cayó y mató al trabajador. Pero el minero
tuvo la culpa, no se quitó y por eso la piedra lo aplastó”.
En eso llegó un cuate ya maduro, chaparro, primero le decíamos El Chicas Patas, pero
como siempre nos presumía que tenía mucha canilla le dijimos que mejor se iba a llamar El
Chicanillas y era nuestro encargado. Y me dijo:
¿Qué pasó pinche Seco? Hay conchas vacías, ¿A qué horas las llenas?
Te voy a enseñar cómo se hace para que le cuentes a tus hijos y a los hijos de tus hijos, que
tuviste un cuate bien chingón.
Se subió a la tarima, que tiene dos metros de alto por dos de ancho y cinco de largo.
Construida con madera de medias cañas; en el centro tiene u hueco de sesenta centímetros, que
se tapa con pedazos de cuartones que sirven como puertas. Por abajo los rieles por donde camina
la concha. La boca de la ruina tiene un metro cincuenta centímetros de circunferencia y de altura
son cientos de metros. Cuando la carga no se atora y baja, se mete la concha, y para llenarla se van
quitando las puertas.
Amárrate diez pólvoras, le pones una cañuela estera, le prendes y así me la traes.
Un día pinche Gato me voy a morir y no vas a saber ni pelar ni un chile. Saca algo de mi
cabeza cabrón.
Acomodó la pólvora, nos bajamos de la tarima y nos fuimos a esconder varios metros
mientras tronaba. Nos sentamos y El Chicanillas seguía de hablador:
Tú, pinche Chiva pendeja, y tú Hongo cabrón, póngase abusados para que lleguen a ser
como yo ¿Saben por qué llegué a encargado? Le dijo La Chiva:
Escuchamos una explosión muy fuete. Cuando salió el humo y nos fuimos a asomar. Por
poco se desmaya El Chicanillas.
Lo que pasó es que las pólvoras no las colocó bien y se cayeron. Y le dije:
¡Qué vas a decir tú, porque yo a mis hijos y a los hijos de mis hijos les voy a contar que
tengo un amigo, hijo de su pinche madre idiota!
A los motoristas que llegaron, al Hongo y al Chiva les daba mucha risa y le hacían bromas
al pobre Chicanillas, que no dejaba de mirar los daños que había causado la explosión; estaba
incrédulo de su pendejada.
¿Así que tú eres el más chingón de toda la mina? A se me hace que nos sirves para ni para
desempacar a tu vieja. Yo creo le pones dinamita a tus chavos y truena tu madre.
Lo abracé y le dije:
Vámonos manito, ahorita le reportas, si te preguntan los ingenieros les dices que pasaron
los alemanes y que le echaron una granada a la tarima.
Cuando llegamos al despacho en el comedor calentamos los tacos. Ahí estaban los demás
compañeros, que preguntaban:
Está chiviado el güey, porque puso un muñeco de pólvora y se le cayó y madrió la tarima.
Tiene miedo de encontrarse con el Barra Luis (Luis era nuestro jefe y el capitán de la mina).
El Chocolate de dijo:
¿Mucho?
Sí.
Me regresé y en la oreja le dije el Chocolate lo que había hablado con el barra y que El
Chicanillas le tenía miedo, y comenzamos a picarlo a éste para ver que hacía.
El Chicanillas dándole una mordida a su taco, se paró muy decidido, pero cuando iba a
llegar junto al barra se regresó y nos dijo:
¿Que, tienes miedo? Dile que fue un accidente. Se nos quedaba mirando y decía:
Mejor mañana le dijo, está platicando con el ingeniero y me va a decir por qué no tengo
cuidado.
Otra vez que se levanta muy decidido, y cuando iba a llegar junto a la barra, que se regresa
y se vuelve a sentar.
Tanto le estuvimos chingando que se levantó muy enojado, se dirigió a la barra y le dijo:
Bueno ya, chingada madre. Ya que. Se madrió la tarima. A mí me vale madre.
Que se regresa con nosotros y se sienta. El barra Luís sele regresa mirando y les preguntó
los que estaban con él.
Tuve la oportunidad de conocer a muchos compañeros, así como también varios trabajos;
algunos yo los solicitaba, a otros me cambiaban por grillo. Había veces me mandaban a los peores,
pero a mí me valía madre, todo era mina. Mi alegata con los jefes era porque nunca nos daban
equipo necesario para trabajar, aunque a veces los cabrones se burlaban. Como en una ocasión,
que les exigí equipo, me dieron unas botas de hule, guantes de lona, y me mandaron a dejar una
atarjea, donde el lodo me llegaba hasta el pecho. Ahí conocí a dos grandes amigos: El Maravillas,
así le decíamos porque con el suelo que ganábamos mantenía a once hijos a su vieja y a su jefa. Y
al Cagón, que así lo conocíamos porque visitaba la cuba de cuatro a cinco veces por día.
Sacábamos el todo con cubetas, y con el movimiento nos botaba en la cara. Yo creo que si un
pinche puerco hubiera visto ahí, le hubiera dado asco.
Al otro día solicité un permiso para acompañar a los compañeros caídos. Llegué al Centro
Deportivo Real, donde estaban varios ataúdes, cientos de personas que lloraban su pérdida y miles
de curiosos que preguntaban:
Los fotógrafos y periodistas hacían preguntas y andaban de un lado a otro, sin importarles
el sufrimiento y el dolor.
El traslado al cementerio fue la cosa más triste, todo en silencio, a veces interrumpido por
fuertes lloriqueos y personas que se desmayaban. Al llegar al panteón, el cuadro se hizo grande y
amargo.
En esos momentos me hubiera gustado que un escritor estuviera presente, para que con
toda serenidad nos narrara el dolor reflejado en cada uno de los familiares, con las lágrimas
sinceras que les brotaban contagiando a todos los presentes.
¡Hijo de mi vida!
¡Papá!
El sacerdote bendijo los ataúdes, rezó un rosario que contestaban los presentes y luego
dijo:
“Depositamos en la tierra los cuerpos de grandes hombres que siempre estuvieron abajo
de ella.”
Yo en silencio miraba como cubrían los ataúdes. Un señor que estaba cerca de mí, con un
pie enyesado, lloraba y balbuceaba. Pusieron las flores, las coronas. Al salir del panteón esperé el
señor del pie enyesado, al que le costaba trabajo caminar; se apoyó en mí y poco a poco nos
fuimos alejando del lugar. Yo no sabía de qué tamaño era su pena, ni como ayudarle; él, por el
contrario, a pesar de buscar la soledad, supo que conmigo encontraría un desahogo. Y tomé la
iniciativa:
Me llamo Silvino Rodríguez. Ayer en la mañana bajamos muy contentos a la mina; yo soy
perforista. Habíamos quedado de acuerdo en hacerle una despedida de soltero a mi ayudante, El
Pinolillo. Era un jovencito de 18 años, estaba muy ilusionado con casarse y mi tío iba a ser
padrino.
Meneaba la cabeza, golpeaba la mesa y a ratos se cubría el rostro con las manos y se
limpiaba las lágrimas
El trabajo de ayer era normal, los cocheros empujaban las conchas echándole ganas;
nosotros nos apurábamos a barrenar.
Cuando llegamos al despacho, yo pedí la jaula varias veces. El calesero nos dijo:
Salir.
Éramos todos del contrato. Y muy contentos nos subimos. Yo fui el último que me metí.
Habíamos subido como 250 metros cuando la jaula se desplomó al vacío, fue tan rápido que ni
tiempo nos dio de gritar.
Caímos al fondo del tiro, en el agua. O sea que nosotros estábamos en el nivel 400, y nos
fuimos al nivel 550.
Así es la vida del minero. Salimos de nuestra casa y no sabemos si regresamos. Los
compañeros descansen en paz.
Uno de los vicios del minero era ir a la zona de tolerancia. Cuando nos pagaban la plata,
así se le llamaba a una gratificación mensual, era cuando más la frecuentábamos.
En una de tantas que estábamos tomando cheves, ya medio picados, dijo El Loco:
Todos apoyaron la idea. Habíamos sacado buen dinero y era justo divertirse. Yo les dije
que no iba y ya se imaginarán todo lo que me dijeron esos cabrones. En ese momento no usé mi
hipocresía, si no que mi padre era policía y vigilaba esos lugares. Siempre le he tenido respeto, y
encontrármelo por ahí me hubiera dado pena. Pero tanto me estuvieron chingando que los
acompañé. Desde la entrada comenzamos a tomar. Había una cantina llamada Casa Don Guty,
vendían unas cubas que se les decía una para dos, era caña con refresco y valían un peso.
Esa bebida era la predilecta de los teporochos, porque quien se tomara tres salía como
jicote. Dimos una vuelta a la zona para echarnos un taco de ojo, y nos volvimos a meter a la
misma cantina. Después salimos, apendejados pero contentos. Habíamos caminado una cuadra,
para irnos a nuestras casas, cuando de un coche bajaron tres individuos armados, que a
empujones nos dieron órdenes.
Identifíquense cabrones.
Nos juntaron sin dejar de apurarnos con sus metralletas. Eramos El Loco, El Baldo, El
Chocolate, El Cuervo, El Petronilo y yo. Les enseñamos las credenciales del Sindicato minero, así
como las fichas de trabajo, pero no quedaron conformes. De un jalón le quitaron el guangoche al
Petronilo y lo tumbaron.
Sacaron la servilleta de sus tacos y su frasco donde lleva su comida y lo aventaron. Me dio
mucho coraje y me atreví a decirles:
Somos judiciales.
Me dieron un golpe que me tumbó al suelo, y cuando me iba a levantar otro me dio una
patada en el mero hocico, que me hizo rodar. Mis compañeros, angustiados llenos de miedo, les
decían:
Déjenlo, no le peguen
Vénganse
Que suerte tuve. Eran las once de la noche y el jefe de la policía se encontraba en su
oficina, al verme me saludó y me preguntó:
¿Dónde fue?
¿Los reconocerías?
Sí.
Nos subimos a una patrulla. El la manejó. Dimos dos vueltas a la zona sin encontrarlos.
Nos metimos a un cabaret llamado El abanico. Ahí descubrí a uno de ellos, y le dije:
Ese es.
El jefe me hizo una seña; aquél se acercó haciéndole un saludo militar y le dijo:
Se nos quedaron mirando muy sorprendidos y uno de ellos dijo que no. El jefe se levantó y
les dio una cachetada a cada uno que hasta saliva aventaron. Les ordenó a los agentes que los
desarmaran y les dijo:
Este
Regrésasela.
Chínguenlos
¿Cuánto te quitaron?
Me los entregó, lo mismo que a cada uno de mis compañeros. Y dio una orden:
Enciérrenlos.
Y me dijo:
Mira Castillo, a estos cabrones los vamos a dar de baja y los vamos a chingar por abuso de
autoridad y robo. Siento mucho lo que pasó.
Salimos de ahí muy contentos, estábamos a mano. Les dije a mis cuates:
Olviden lo que pasó, pero si no hubiera ido de chillón, buscaría vengarme de cualquier
forma.
Yo me los chingué, me quitaron cincuenta pesos y le dije al jefe que habían sido ciento
cincuenta. y su madriza en el hocico.
El Petronilo me dijo:
Tomamos cubas caras y bailamos con viejas chincolas que cobraban a peso la pieza. Nos
pusimos hasta la madre; yo regresé a mi casa sin ni un pinche quinto. Y al otro día me estaba
muriendo de la cruda. El lunes, en la mina, platicábamos nuestra aventura.
Porque van a gastar su dinero a lo güey. Fíjense, yo llego a mi casa medio briago y me
hago que estoy bien borracho. Le doy de patadas a la puerta y le grito a mi vieja:
Ábreme cabrona.
Luego armo un pinche escándalo poniendo el radio a todo volumen y mi vieja espantada
me dice:
Quiero bailar.
Y ahí me tienen, baile y baile, saco mi tequila, y me la paso a toda madre. Me ahorro mi
lana, bailo como quiero y me evito problemas.
Una vez nos pusimos de acuerdo para hacer un día de campo en la Presa del tulipán y
recorrer su cañada. Cada quien iba a llevar algo de comer y por supuesto de beber; nos reunimos
en el barrio del Arbolito, ya que dicha presa se encuentra a quince minutos de camino. Cuando
llegamos nos acomodamos a la orilla de la presa y destapamos las cheves para el calor, dejando el
pulque en la sombra. El Cuervo le echó unas cáscaras de tomate para que fermentara, mientras
que El Loco en una pocita dejaba un pomo de aguardiente para que se enfriara. Llevábamos un
comal, juntamos leña y freímos unos bisteces, mientras que don Venancio Ramírez hacía una salsa
picosa. El Petronilo partía el queso en pedacitos y picaba la cebolla, yo calentaba las tortillas y le
daba vueltas a la longaniza para que no se quemara. Para no hacerla tan cansada hicimos un
agasajo para chuparse los dedos, quedamos como chinchitas, después de un buen taco nos
chingamos un tabaco.
Ni lo intentes, como de aquí jalan el agua para la mina hay remolinos. Se han ahogado
muchos cuates; yo conocí al Chita, ese güey se aventaba desde esa barda, un día se clavó y ya no
salió. Mejor al rato subimos a la cascada y vamos al pie de la Peña de los compadres.
Un poco. Don Chencho nos la platicaba, pero era re largo el cabrón, y ya que estaba pedo
se ponía a chillar y no se le entendía nada. ¿Usted la sabe?
Sí, la mayor parte de los mineros viejos y vecinos que viven en el Arbolito la sabemos.
Cuenta la leyenda que hace muchos años llegó al barrio un minero español, ya muy viejo
pero con dinero y ganas de trabajar. Compró varias minas, entre ellas el Porvenir y el Cuixi; como
todos los españoles, era muy cabrón el güey, contrató capataces y compró un chingo de esclavos a
los que hacia trabajar más que un pinche burro, se le veía bajar por las tardes a la iglesia, veces en
su carreta, veces a pie, muy elegante, rodeado de criados, pero con su pobre figura, alto, flaco
encorvado, con sus piernas de arco.
Una vez, a una de las vecindades de mala muerte, llegó un minero de Guanajuato con su
familia, con el propósito de mejorar en las minas de esta ciudad. Entre sus hijos traía una joven
hermosa y bien buenota la cabrona, a pesar de sus muchas crinolinas y el vestido hasta los pies, se
le marcaban las formas de su cuerpo, caderas anchas, cintura delgadita y unas pinches piernotas
como de pavo. Cuando pasaba por las calles un chingo de babosos la miraban, llamaba mucho la
atención.
Una vez la vio el español y hasta sus ojos le hicieron chiras, la baba se le cayó al pendejo;
mandó a sus gatos a que le investigaran de dónde venía, quién era y dónde vivía. Pero la gente
que no era nada chismosa le informó todo. De inmediato mandó llamar al padre de la muchacha,
le ofreció trabajo, casa y dinero, con el fin de que le diera en matrimonio a su hija. El otro cabrón,
que a eso vino, a buscar fortuna, aceptó gustoso. Cuando le presentaron a la chamacona, al
pinche viejito hasta le temblaron las patas, y al cabo del tiempo comenzaron a salir juntos. La
gente al verlos murmuraba y decía que era mucho jamón para un par de huevos. Y la pinche vieja,
cada día se ponía más buena.
El ruquito ya no aguantó más y se casó; la boda fue muy lujosa en la iglesia de la Asunción.
Invitaron a cuanto cabrón conocían; claro, de la misma raza y jerarquía del español. Los casó un
padrecito joven y bien parecido, era un frailecillo, conocido de la familia de él. Durante la
ceremonia, casi ni rezaba el güey por mirar a la novia, que estaba muy chula. Se hizo un
pachangón pero de historia, corría el vino como río, música y baile y, para demostrar el ruco que
estaba muy feliz, dio el día a sus trabajadores. Todos los domingos bajaban a misa muy temprano
y daban un paseo en el parque.
Al pasar los meses nació un niño que era el orgullo y felicidad de la pareja; y para sellar la
gran amistad que tenían con el padrecito que los casó, lo eligieron como padrino del niño; así,
como compadre, tenían a un servidor de Dios.
El pinche viejo cada día acumulaba más fortuna. Eso despertaba su codicia y ambición y
compró la mina de la Palma, en Real del Monte. Tenía una de las vetas más ricas. Para que no lo
robaran se fue al Real a vivir, dejando aquí a su señora y al niño. Las visitas del padrecito a la casa
de su comadre hacían despertar las lenguas.
Se cuenta que el padrecito ya no aguantó la pasión y el amor que sentía por su comadre y
le cantó al oído. La señora le correspondió, le dijo que su amor era de siempre hacia él pero que
no lo podían hacer en su casa, por los criados y la servidumbre del viejito. Pero lo citó al otro día,
en la noche, en este lugar. Cuentan que varias personas la siguieron a pesar de la oscuridad, para
ver hasta donde llegaban los amantes. Al encontrarse, se unieron en un fuerte abrazo y se
besaron, de pronto tronó el cielo como si quisiera llover y un rayo cayó sobre ellos convirtiéndolos
en piedra. Y así, eternamente, pagaron su pecado.
Aquí en este lugar, espantan. Luego, al soplar el viento, se escuchan voces y se ven
sombras y veces se aparecen.
El Petronilo interrumpió.
Sus almas andan penando, algunas personas que pasan por la carretera cuentan que las
han visto.
De momento escuchamos que alguien cayó al agua. Nos paramos a ver y era El Petronilo,
que salía y se sumergía y daba manotazos desesperados. Todos le gritábamos pero nadie sabía
nadar.
Un joven que pastoriaba sus animales, al oír gritos, alcanzó a ver al Petronilo que se había
hundido. Se aventó al agua y lo sacó; lo llevó a la orilla y entre todos lo jalamos. Estaba
desmayado. Pensamos que había muerto. Hasta la borrachera se nos bajó. En silencio
mirábamos cómo el pastor lo volteó y al levantarle los brazos le salía agua de la boca; el Petronilo
se quejó y nos dio gusto, mirándonos los unos a los otros. Abrió sus ojos y Preguntó:
¿Qué me pasó?
Temblaba como pinche perro. Le quitamos la ropa, yo le di mi camisa, que usó como
toalla. Le dimos dinero a la persona que lo había salvado. Después, cuando le serví un vaso de
aguardiente al Petronilo me protestaba:
Me subí allá arriba y estaba haciendo del baño. Como está de bajada me agarré de una
vara, pero se arrancó y que me voy rodando hacia abajo y caí derechito a la presa.
El Chocolate tiró una tercia de reyes, El Cuervo, Pachuca, yo, dos pares, damas y reyes. El
Loco estaba contento y presumido porque tiró pókar de ases. Y le dijo al Petronilo:
Si matas el tiro yo pago estas tandas y el sábado pongo dos botellas y te regalo mi
chamarra. Pero si no, tú las pagas dobles.
El Petronilo le dijo:
El Petronilo meneó el cuero del cubilete y aventó el tiro y gritó de gusto, porque le salieron
cinco reyes. El Loco, enojado, le dijo:
Esa fue pura chiripada, cabrón. A ver, te juego mi reloj en un partido de dominó a cien
tantos.
Los que estaban en la cantina se acercaron para ver el partido. El Petronilo ganó, pero El
Loco era muy necio y nunca dejaba perder una apuesta, se salió, a los diez minutos regresó y le
dijo al Petronilo:
Conecté las mangueras del aire y del agua y comenzamos a trabajar; la máquina produce
un fuerte ruido. Se comenzaba a romper el primer barreno, me eché unos pasos para atrás
cuando de pronto me cayeron kilos de carga como arena doblándome por completo. Rápido,
Cuco me destapó la cara y sonriendo me dijo:
Sí.
Cuando les contó a los demás lo que había pasado les pareció muy gracioso y me hacían
bromas:
A la salida después del baño, me curaron las heridas y quedé como nuevo. Al otro día,
todo adolorido, seguimos en el mismo trabajo. Y me dijo el perforista.
¿Qué le pasó?
Él era ademador y lo mandaron a cambiar un cabezal del tiro general; en una reata hizo un
columpio y se sentó; al hacer palanca, que se le zafa la barreta y chingue a su madre, que se da la
maroma hacia atrás y que se va para el fondo del tiro.
Eso está cabrón. Fíjate que el hermano del Cebollas tiene un año que se mató y todavía no
le pagan.
¿Quién te dijo?
El Pistache. A veces se apendeja uno. Me cay, será porque nos falta aire o quién sabe qué
chingados pasa. Este cabrón también era ademador, estaba poniendo las escaleras de un chiflón
que se comunicó a otro nivel, eran treinta y cinco metros. Ya casi al llegar arriba se dio cuenta que
le faltaba una escalera. Mandó a sus ayudantes a que quitaran la primera y así lo hicieron,
estuvieron jugando baraja y cuando ya era hora les dijo que se fueran, que él se iba a bajar porque
se le había olvidado su guangoche. Se bajó rápido porque ya era tarde, pero al pendejo se le
olvidó que faltaba una escalera y que se da en su madre.
Ora cabrones, ustedes sentados a dos nalgas, como pinches tortilleras y aquéllos
esperándoles con la pólvora.
Me subí al rebaje y me extrañó mucho no oír ruido.
Vi que una pinche piedrota le apachurraba su pata. Hacía gestos de dolor. Con la barrena,
que mide un metro con ochenta centímetros y es de acero de media pulgada, hice palanca.
Apenas si podía moverla, él me miraba y decía:
La fui calzando poco a poco, hasta lograr que su pata quedara libre, su bota estaba rota y
la sangre se mezclaba con la tierra; él se arrastró hacia atrás y fui a pedir ayuda. Y lo bajamos.
Como era sábado no supe de él hasta el lunes, cuando comíamos. Me dijo el barretero:
Te vas de ayudante con El Borrego, tengan mucho cuidado, ya saben que está muy flojo el
rebaje. Mientras arreglábamos las cosas para trabajar me dijo:
Pobre del Cuco, se voló todo el talón del pie derecho y parte del otro.
¿Quién te dijo?
Vivíamos en la misma vecindad y crecimos juntos. Tenemos pedos porque mi vieja era su
novia. Pero yo me junté con ella. Mi jefe y su jefe eran compañeros. Un día me platicó que
trabajaban en la mina del Cristo y cuando regresaban de arriba del cerro se les vino una piedra
muy grande y aplastó al papá de Cuco. Le avisaron a su esposa, y ella de la impresión se murió. Al
Cuco lo crió su abuelita; ya está bien ruquita. El la quiere mucho, le dice jefecita, sabe que ella lo
cuidó y le dio lo más que pudo, vendiendo tamales, lavando y planchando ropa. El Cuco estaba en
la Escuela Normal estudiando para maestro. Pero ya no aguantó la pobreza y se metió a la mina
para darle a su abuelita todo lo necesario. El sábado que se lastimó fuimos el Abel y yo a avisarle
y, pobrecita viejecita, casi se volvía loca. Llorando nos pidió que la lleváramos a verlo; no dejaba
de llorar en todo el camino. Pero cuando llegamos no la dejaron entrar porque lo estaban
operando. Ella se desmayó y la llevamos a la Clínica minera. Ahí la dejamos, pero dicen que está
grave. Pero nosotros regresamos al hospital y nos dijo la enfermera que el Cuco se quería salir a
huevo para ver a su jefecita. Después que se calmó entré a hablar con él y me dijo:
Cobras mi raya y se la das a mi jefecita, dile que me mandaron a otro lado. Por favor no le
vayas a decir que me lastimé.
Con el trabajo me olvidé del problema. A la salida me dirigí a buscar a un amigo que era
supervisor de la Clínica minera y le pregunté:
Sí.
Ahora en la mañana murió. Dicen que estaba loca, que desde que llegó no dejó de llorar y
preguntar por su hijo.
Yo sentí una gran tristeza. Al pasar los días nuevamente platiqué con El Borrego. Me dijo:
Lo del Cuco estuvo cabrón, hubieras visto cuando llegó a su casa muy contento buscando a
su jefecita; cuando le dijeron que había muerto quedó mudo.
Le cortaron las nalgas y se las pusieron donde le faltaba el pedazo del pie. Para que me
entiendas: si le pides las nalgas te da una patada.
Rogelio El Mocho, al que le faltaba un dedo, era un compañero que llegó de la mina de
Fresnillo, Zacatecas, se trajo a su vieja y a sus chavos y pensó hacer fortuna trabajando de minero.
Al principio presumía que era muy chingón como perforista, estaba grandote y bien mamado y
apantallaba con su acento norteño.
Como ya conoces el trabajo de la mina, súbete a la alcancía y jálale siete conchas al rebaje.
Se subió, y como estaba grandote el cabrón, levantó la puerta con facilidad, pero no le
calculó, y cuando la quiso cerrar no pudo, se le cayó la carga.
Todos le protestamos:
¿Qué pasó, compitas? No me la mienten, apenas me estoy acoplando con el jale, dénme
chance y verán que con el tiempo les demuestro lo que soy. Levantamos la carga y empujamos
conchas. Para eso sí era muy bueno, parecía mula.
Yo trabajé mucho en las minas de Fresnillo, Zacatecas, soy de allá. Luego me fuí a las de
Chihuahua, de ahí a Hidalgo del Parral, luego a Durango, San Luis Potosí, Morelia, Guanajuato,
Guadalajara, Taxco y ahora aquí en Pachuca. Si Dios me da licencia pienso conocer todo el sistema
minero.
El Chocolate le dijo:
¿Porqué de Dios?
Porque aquí las mujeres prefieren morir vírgenes antes de parir pendejos. Aquí mana el
buen pulque y es muchachero. Este pulque lo tomaron desde Cristóbal Colón hasta nuestros
grandes monarcas, menos los españoles, porque son putos. Y a mí se me hace que los de
Zacatecas también lo son.
No, ni madres, los de Zacatecas somos cabrones. Y un día de estos se los voy a demostrar,
hijos de la chingada.
Bueno ya, salud. Porque vivas muchos años, aunque está cabrón, si no te mueres en la
mina te vas a morir de hambre.
Una vez se lastimó en el rebaje, le cayó una pegadura. Estuvo dos meses en el hospital;
cuando regresó al trabajo, a la salida lo invitamos a la cantina para platicar con él.
¿Así eras de borracho y faltista cuando estabas en las minas que nos cuentas?, pobre
pendejo, con razón andas como mosca, de caca en caca. Sí, vales madre. No creas que nos importa
si tomas. Por mi ahógate en el pinche alcohol, lo que si me da tristeza es tu familia. Pobrecita de tu
señora, viene con mucho cariño a levantarte cuando estás tirado de borracho, todo miado y
cagado. Y como pago le pegas la tienes muerta de hambre. Igual que a tus hijos. ¿Así son todos los
mineros de Zacatecas?, sácate a chingar a tu madre. A dar lástima a tu pueblo.
Él nos escuchaba sin decir palabra. Y nosotros seguíamos como un cuchillito de palo.
Te quieren cambiar a la mina de Álamo, ahí se vas a valer madre; nosotros somos cuates,
allá son muy culeros. ¿Eso quieres? Síguele cómo vas.
Compas, yo les juro por mi jefecita que voy a dejar de tomar y cumplir con mi trabajo.
El loco le dijo:
No jures nada, por mí que te cargue la chingada. Si yo tuviera tu pinche cuerpesote, sería
el más chingón de toda la mina. Pero se me hace que a lo mejor estás relleno de cajeta.
Al otro día se presentó al trabajo, temprano bien aseado y sonriente. Nos dejó
sorprendidos:
Se bañó:
Yo les agradezco a todos ustedes la amistad que me dan, sus palabras me calaron hasta la
madre.
Cuando salimos nos invitó a comer a su casa. Al llegar nos recibió y nos atendió como
nunca, tenía cervezas y había hecho de varios curados, pero él no tomó. Su señora, muy contenta
nos platicaba:
Qué bonita es Pachuca, tiene cosas muy parecidas como Zacatecas, sus barrios altos y sus
tradiciones. Ya nos estamos acostumbrando a su clima variable, ya no nos enfermamos. Mi viejo
va a ir a Zacatecas a traer a su mamá y a sus hermanos, ya soy muy feliz aquí.
Nuestro compañero El Mocho siguió trabajando duro y se cambió de contrato. Al cabo de
los años llegó a encargado y luego a sotaminero. A los mineros los trataba muy bien era estimado
por todos. Este cabrón llegó para quedarse.
Entrábamos a las seis de la tarde, era un sábado. Nos apurábamos porque teníamos
curiosidad de que íbamos a cargar los barrenos con fertimón; trabajamos en un rebaje de dos
frentes. El fertimón es un granulado de color de rosa y se nos habían dado una plática
sobre su uso. Nos dijeron que se soplaran bien los barrenos y se metiera pólvora bien preparada
con su cañuela, El aparato para cargar es de lámina en forma de bote ancho, con tirantes y se
colocaba en espalda como mochila. De un lado tiene una conexión para la manguera del aire, del
otro sale una manguera y un tubo delgado que se mete al barreno, y por ahí sale el fertimón.
Tiene una válvula en forma de gatillo, que al apretarlo lo avienta con fuerza para atacarlo a
presión. Y al último se le mete un cartucho de barro para que haga más fuerte la explosión.
Lo que no nos explicaron es que el fertimón, cuando cae en la piel, se debe de limpiar,
porque con el sudor produce rozaduras. Si se usa agua quema la piel.
Lupe se limpiaba el fertimón sin hacer caso de las palabras del Chocolate.
El Bandolón llego corriendo, los apartó violentamente, y sin preguntar quién había sido el
culpable se dirigió al Chocolate:
Hijo de la chingada. ¿Por qué no me esperaste? ¿Quién te dijo que cargaras? Eres un
pendejo bien hecho.
El Chocolate. Y le dijo:
El Bandolón, por el aventón, se fue hacia atrás, tropezó y cayó encima del Cuervo, que
trataba de arreglar el aparato. Dando un grito de ¡Ay!, se paró aventando de golpes y le dijo al
Bandolón:
Fíjate, cabrón.
Déjalo, güey.
El Bandolón se puso la gorra y vio que el Cuervo ya estaba listo para descontarlo, ya no
dijo nada y se alejó unos pasos. Mientras que El Chocolate que me ayudaba a levantarme.
El Bandolón estaba muy enojado y buscó desquitarse con El Petronilo, que muy espantado
nada más miraba uno y a otro. Y le dijo:
Está cabrón, lo que pienso es que al llegar a mi casa mi vieja me va a decir de cosas, y me
voy a desquitar con ella.
El Petronilo le contestó:
¿A cuál rebaje?
Aquí, al de nosotros.
El Cuervo dijo:
Vamonos.
El Bandolón contestó:
Teníamos que cargar y disparar a como diera lugar, en primera porque ya estaba
barrenando. Y en segunda si no lo hacíamos, al otro turno, por hacerlo, le pagarían más que a
nosotros. Además nos podían castigar. Le dije al Chocolate:
Yo le dije al Cuervo:
Así lo hicimos, cargamos los barrenos, prendimos y nos regresamos. Todos íbamos
callados y caminado muy aprisa. Ahí estaba el sotaminero, que nos dijo:
¿Por qué vienen a esta hora? Ya se chingaron, tengo hora y media en estar pidiendo la
jaula y no baja. Quién sabe qué pasó allá fuera.
Cada quién se acomodó para descansar a dormir. Yo me senté junto al sotaminero, a quién
le decían El Coyote, porque estaba cojo, y platicamos:
Uta madre, un chingo. Toda mi familia ha sido minera, desde al abuelo de mi padre, hasta
mi abuelita.
No mames, güey,
Me cay, mi abuelito nos contaba que él se metió a defender a los mineros y a la Compañía
lo chingó, y dio la orden de que no lo admitieran en ninguna mina. Y entonces mi abuelito y mi
abuelita, muy temprano, salían al monte y esperaban que pasara la canastilla que traía el metal de
las minas del Chico.
Cuando lo veían, mi abuelito se subía a la torre que sostenía los cables, por donde la
canastilla, y con una garrocha trataba de voltearla, a modo de que cayeran las piedras. Mi abuelita
las recogía y las echaba en un costal y corría a esconderse. Mi abuelito se bajaba hecho la chingada
y se escondió por su lado. Había guardias de las minas que tiraban a matar. A lo que robaban las
piedras de las minas les llamaban metaleros. Cuando ya tenían varios kilos los vendían a quien les
pagara más. Me contaban que mi abuelita, con otras señoras, acompañaban a sus esposos, que se
metían por varios días a la mina a robarse el metal. Cuando los guardias los agarraban, dependían
de su suerte, veces los apaleaban chance de que corrieran les tiraban de balazos.
Una vez me contaron que ya tenían varios costales de mineral; mi abuelo se subió a la
torre y que lo tumban de un pinche plomazo. Mi abuelita salió de su escondite al verlo tirando, los
guardias lo agarraron, se la querían chingar pero no se dejó, y le dieron un golpe con el rifle en la
frente y perdió un ojo. A mi abuelito lo tuvieron preso.
Era ayudante de motorista, tenía mucha práctica para llenar las conchas.
Cuando estaba platicando sonó el teléfono, El Coyote se paró rápido a contestar, luego
regresó y me dijo:
Me dicen que uno de los botes se atoró en la horca, se tiró la carga y se rompió una guía.
Y por eso no baja. Que esperemos unas horas.
Al escuchar todos lo que me dijo el sotaminero echaron madres, más El Chocolate, que me
dijo:
Pus ay está cabrón. Regresa por el intermedio y sales a Paraíso y te alcanza el tiempo de
llegar a tu casa y te la llevas a las cuatro de la tarde.
Dijo el Petronilo:
Yo les dije:
Siéntate.
Andaba de novio con una vieja ricachona, le presumía que era ingeniero minero. Y para
casarse le dio en la madre a mi jefa con las escrituras de la casa, las vendió el güey.
El Bandolón agarró el marro y golpeó el puntal que sostenía la alcancía y la carga se vino
abajo apachurrando al Baldo, al Petronilo, al Loco y a Lupe que gritaban de dolor. El Bandolón se
reía a carcajadas y me decía:
Les voy a rajar la madre a todos por haber enchuecado el aparato del fertimón.
Mañana, a las seis de la mañana, le mocho la otra pierna y el otro brazo al cabrón.
Está bien.
Y se me aventó con el hacha. Me hice para atrás. Que se escucha el golpe de mi gorra y
mi cabeza. Me había volteado con todo y silla. Fue tan real lo que había soñado, que apendejado
los miraba. Mis compañeros reían con ganas. El Chocolate me tomó de un brazo para ayudarme a
levantarme y sin dejar de reír me dijo:
El Bombero me dijo:
Ja, ja, ja. ¿Qué te pasó, que hasta las patas paraste?
Eran las diez de la mañana cuando llegó la jaula y salimos todos muy contentos. Me
hacían bromas por mi caída y se les olvidó que ellos habían peleado. Cuando salimos del baño El
Chocolate me dijo:
Yo le pregunté:
La mujer del minero en su mayoría es muy sumisa y sufrida, más aún cuando viene de
generaciones. Como la mujer del Chocolate, que nunca la llevaron a Querétaro, o como doña
Cuquita. Sin embargo otras son rebeldes y muy cabronas como la mujer del Loco, la del Bandolón,
sin dejar de mencionar la mía.
Don Agapito Morales ya llevaba muchos años como juez del barrio del Arbolito. Su esposa
era doña Cuquita, una viejecita simpática con su cabeza blanca; los dos viejitos vivían en la calle
del Porvenír, en una vecindad muy vieja casi a punto de derrumbarse.
Él había sido minero pero la Compañía lo había retirado por su silicosis. Todos los días, por
costumbre, recorría el barrio. Se bajaba por la calle de Reforma, a la altura del Topacio; de ahí se
subía por la calle de Galeana, bajaba por el callejón de Peñuñuri y se iba por toda la calle de Julián
Carrillo; pasaba por la Hacienda de Loreto y subía por atrás de la mina de San Juan Pachuca y luego
se subía por el callejón de Candelario Rivas. Pasaba a la cantina La Veta de Santa Ana, se tomaba
su pulque, se bajaba por la calle de Humboldt y llegaba a la calle donde vivía. Lo más gracioso era
que siempre lo acompañaba su perro; no lo dejaba ni un momento.
Don Agapito lo quería mucho, cuando él se sentaba a descansar el perro se echaba a sus
pies; lo acariciaba y platicaba con él como si lo entendiera. Cuando don Agapito pasaba a la
cantina, se tomaba su pulque, en una bolsa llevaba la jícara del perro, y le servía también. El perro
se lo tomaba y le gustaba; causaba risa ver cómo se iba de lado.
Una vez estábamos en la cantina cuando llegó don Agapito. El Baldo le dijo:
Me la chingo.
Sacó su pañuelo se quitó el sombrero y se limpió el sudor de la frente y su pelona. Y nos dijo:
El Baldo le preguntó:
¿Y su perro?
Me lo envenenaron al cabrón.
Fue la pinche vieja de la tortillería, pero la voy a chingar. Le voy a envenenar a su esposo.
Aunque voy a salir perdiendo, mi perro era más inteligente.
No mame.
No sea chismoso, su pinche perro era joto y cobarde. Los otros perros le daban unas
chingas buenas y no se defendía.
Eso no, lo que pasa es que mi animalito era perro policía, y recibía mordidas.
El Chilin. Lo llevamos a enterrar al cerro con todos sus honores. Y en lugar de flores cada
ocho días le llevamos un hueso.
Echese la otra.
Le pregunté:
¿Por qué?
Él tenía tres hijos, y para darles todo y que no les faltara nada trabajó como una mula.
Veces para sacar más lana se aventaba dos barrenaciones; por eso quedó silicoso. Dos de sus hijos
se recibieron de maestros de escuela y los mandaron a la sierra. Allá se casaron y no volvieron. Su
hija se recibió de secretaria y se casó con un licenciado, que no la deja que visite a los pobres
viejos.
El Loco dijo:
En eso se abrió la persiana y se asomó un señor grande de edad con su sombrero ancho y
sucio, sin dientes, chaparro, con una chaqueta militar y con cara de changuito. Señalando a todos
los que estábamos ahí dijo:
Sépanse que no hubo ni habrá hombre tan valiente y tan chingón como mi general Felipe
Ángeles, como Villa y como mi general Zapata. ¡Vivan mis generales, y chingue a su madre el que
diga que no!
Todo el barrio conocía a ese pinche viejo loco. Le decíamos el General. Dicen que de
joven fue minero pero se fue a la revolución. Era muy borrachito y cuando tomaba recordaba
cuando anduvo en la revolución.
Que chingados quieren, soldados rasos, reclutas infelices que no sirven ni para hacer
trincheras.
Prrrrrrr.
Yo recorrí la mayor parte de los estados del norte. Yo conocí al general Francisco Villa y
me dedicó su retrato.
No sea chismoso.
Me cay de madre.
Se quitó el sombrero y de adentró sacó una fotografía del general Villa, toda arrugada y
manchada y tenía unas letras borrosas que no se le entendían, y dijo:
¿Qué rango tenía usted en la revolución? ¿Era el cabo limas? ¿El sargento Mojaestarma?
¿O el sosteniente de mis pelotones?
Fui coronel.
No, ni madre, nosotros supimos que usted le limpiaba la pistola al general. Y que le tocaba
la corneta. Y que le descargaba el fusil.
Él nos miraba fijamente, y al verlo nos daba risa. Por Dios que tenía cara de chango. Se
echó otro trago de a medio litro, y frunciendo las cejas nos dijo:
Yo fui de los meros bravos, de los dorados, ni quién lo dude. Peleaba con mucho valor y
siempre estaba atento. Al escuchar el toque de diana, me ponía mis carrilleras, y con mi rifle listo
para entrarle a los madrazos. En el campo de batalla fui un cabrón. Yo siempre tomaba la
vanguardia y ni un paso atrás.
Ya. Esa es una película. Así dicen los soldados de los Estados Unidos.
¡Ah chinga! entonces esa frase me la copiaron los güeyes porque yo jamás retrocedí;
pelón que tenía en la mira, pelón que valía madre.
Sí.
Claro, tuve una novia que era muy chingona, le decían María Calzones.
Le bajo.
Las viejas me buscaban, y por su amor me valía madre morir. Con decirles que un día
hubo un baile en el cuartel, y bailé de a cachetito con la Adelita, delante del coronel que la
respetaba y del pinche sargento que la idolatraba. Y no me chistaron nada esos cabrones.
¡Hay pinche general! Quién lo ve con su cara de pendejo.
Qué... qué? ¿Ya no hay pulque o qué chingados? Parece que estoy en la revolución, no
hay parque.
A ver tú, Guánzaras, sírvale más pulque a mi General, que tiene sed.
No, ya no, es noche y ya voy a cerrar; así que llévense a otro lado a su pinche General.
Por tu santa madre, es mejor que sirvas lo que se te pide. O aquí mismo te puedo formar
un consejo de guerra. Te paso por mi arma.
Cierra y sírvele.
Pero ya es el último.
Espérenme, necesito echarme un trago de melón para inspirarme. Porque lo que les voy a
contar debió quedar escrito en la historia:
De una gran batalla, salíamos de Torreón derrotados, nos habían rajado la madre. De un
valiente regimiento, regresábamos unos cien hombres, caminando por la sierra sin comer, sin
beber. Unos a pata, otros a caballo y con un chingo de heridos. Después de varios días de friega,
abordamos un tren que iba al norte. Nos pusimos a la orden del general Orozco y tomamos tierra
para descansar. Como a los dos días, llegó el asistente del general Villa, Fierro. Ahí lo conocí.
El cantinero le preguntó:
Ya, Shit
Siga, siga. General
Nos dijo que por orden de Villa nos preparáramos para tomar Zacatecas. La lucha fué peor
que a calzón quitado y ahí me hice de corazón duro. Pero duro. Que nos aventamos como el
pinche gorras. Y ya nos estaban dando en la madre. De pronto sentí un dolor en el pecho, me
dieron un balazo en el corazón.
Tomó la jarra de pulque y se la empinó, todos esperábamos que nos siguiera contando.
Sacó su colilla de cigarro, la prendió y le fumó.
¿Pues qué no les dije que me había hecho de corazón duro? La bala no entró
A nosotros, lo que nos faltó para ganar la revolución fué parque, porque la estrategia
militar la teníamos bien medida. Ya ven los pinches gringos, por poco y pierden la guerra con
Japón. Por falta de estrategia.
¿Cómo que por qué? Ya ven que los japoneses son todos iguales. Pues los pendejos
mataban siempre al mismo.
Sí señora
Por esta vez toco retirada, para entregarme al enemigo. Nos vemos a la otra...
muchachitos hijos del mono.
Una vez me mandaron junto con otros dos compañeros que también estaban lesionados, a
pintar la cara de un jefe de la mina, de apellido Tena. Él tenía dos hijos, uno de 11 años y otro de 9.
Los dos estudiaban en el Instituto Hidalguense; cuando se peleaban se decían de groserías y
peladeces. La mamá los reprendía y les daba un castigo leve.
Chinga tu madre
¡Niños! ¿No les da vergüenza estar diciendo de majaderías delante de los señores?
Y se retiraba
Los niños seguían peleando y las mentadas se escuchaban por toda la casa, la señora les
gritaba desde la cocina:
Desgraciado
Y llegó repartiéndole de manazos y cachetadas al pobre niño, que ya no sentía lo duro sino
lo tupido. Y le decía:
Sentimos re feo; tal parece como si el minero fuera un cáncer. Tal vez por eso el minero es
desconfiado y sólo invita a su casa a compañeros muy allegados, y únicamente te formaliza
compadrazgos con personas de gran estima. Las llevadas entre ellos son de mentadas de madre,
pero casi nunca de manos. Una vez me invitó a su casa mi amigo El Greñas al bautizo de su hijo.
Con pocas palabras me dio a entender que no llevara a ninguno de mis cuates. Cuando
llegue me esperaba en la puerta, me presentó a sus compadres y me llevó a donde estaba su
mamá, y le dijo:
Me da mucho gusto conocerlo, mis hijos me han hablado mucho de usted. Ramona
Hernández, para servirle. Pero siéntese.
Hijo, tráele un vasito de pulque o lo que quiera tu amigo, y dile a tu mujer que le sirva.
Al paso del tiempo entre trago y trago nos íbamos poniendo pedorrecontentos. La señora
me preguntó:
¿Qué le parece la mina, joven, le gusta?, porque el minero es puro cabrón. Viera usted
conocido a mi difunto, era un hijo de todos modos, siempre llegaba pedo, con ganas de pelear y
sin dinero, parecía que trabajaba en peluquería: le pagaban con pelos, ja, ja, ja. Salucita, joven
Gato.
A pesar de que mi amigo vivía cerca de la Iglesia llegamos tarde. El sacerdote le dijo:
Lo siento mucho, se acabaron los Bautizos.
Le dijo el Greñas.
Sí, pero hay que llegar una hora antes para que saquen el papel y escuchen las pláticas.
El Greñas dio miles de disculpas, pero el padre seguía en la misma posición. Y decía:
Sigan su fiesta, acábense de emborrachar y otro día con más calma traen a la criatura,
pero más temprano; y con mucho gusto se los Bautizo. Como todos íbamos medios cuetes se fue
formando una discusión el padre nos dijo:
Mire, usté, padrecito. Mis compadritos vienen de un ranchito de por la sierra, se tienen
que regresar. Usté sabe que está muy lejos.
Por este sacramento no se cobra, se da limosna, además no se puede negar, pero hay un
horario.
¿Entonces no lo va a Bautizar?
No.
A mí nadie me empuja.
Le explicaron a medias. No se les entendía. Todos querían hablar al mismo tiempo. Y para
acabar el escándalo, el viejito le dijo al otro padre:
Bautízalo.
Por favor.
Le dieron las gracias y le besaron la mano. El padre estaba muy enojado y de mala gana les
dijo:
Cuauhtémoc.
Porque Cuauhtémoc no fue ningún santo, necesitan ponerle otro nombre antes, por
ejemplo Jesús Cuauhtémoc.
¿Cómo la ves?
Sale igual, a uno lo crucifican, al otro le queman las patas; que le pongan así.
Órale joven Gato, digamos salud. Como decía mi difunto, que no nada más el pulque sirve
para apendejarnos, sino también para hacernos olvidar que estamos jodidos y ponernos alegres,
¿Apoco no?
Así pasaron las horas. Yo estaba muy contento. La señora era viuda de un minero y
hablaba igual.
Yo como les digo a mis hijos, que no sean como su pinche padre, que en paz descanse, él
no les dio escuela, y a mis pobres hijos ya nada más les falta rebuznar.
Mire usté, jóven Gato. Verdá de Dios, me da mucha tristeza ver a mis hijos jóvenes y ya
enfermos de la mina, a mi hijo El Frijol lo ataca mucho la tos, pobrecito. Apenas tiene 20 años.
Este es mi Greñitas, se parece tanto a su padre, hasta en lo pendejo. El día que se muera lo
voy a extrañar mucho.
No me chingue, jefa.
Cuando se van a trabajar yo le doy la bendición y le pido a la virgen que me los cuide y les
dé muchas fuerzas para que me sigan ayudando con unos centavitos. Porque a pesar de estar
arrejuntados, antes de vieja primero conocieron madre. Espéreme tantito, joven Gato. Voy al
bañito.
Ya era la madrugada y me despedí, pues una fiesta de mineros dura de dos a tres días.
Una de tantas veces, cuando estábamos tomando unos pulques en la cantina del
Relámpago, en el barrio del Arbolito, vimos entrar a una persona desaharrapada, en malas
condiciones de higiene: usaba un casco de minero, sucio y maltratado y mocho de un lado. Sus
botas viejas y raídas, con su guangoche agujereado colgado en el hombro. Y en la cintura una
lámpara de carburo maltratada y abollada en partes.
Llegó al mostrador y pidió medio litro de pulque. Saco de entre sus bolsas una cajetilla de
cigarros arrugada, enderezó uno, y se dirigió a nosotros.
Buenas tardes, señores. ¿Me regalan su lumbre por favor?
Trabajo en el terrero del Cuixi. Vivo en el pueblo del Bordo. Siempre paso a esta cantina a
tomarme mi medio para el camino. Miguel Pérez, para servirles.
Se ve usted enfermo.
No qué va. Nos descuentan los días y luego no alcanza para los frijoles.
¿Cuánto gana?
Soy el barretero. Nosotros barrenamos a golpe, yo ya estoy jodido. Tengo muchos años
en la mina. Me da tos y arrojo flemas con sangre.
Sí voy, cuando me duele la espalda y tengo tos. Siempre me receta un jarabito. Cuando
tengo, lo compro. Cuando no, no.
¿Cómo es posible que los secretarios de ese pinche sindicato que tenemos, permitan que
los contratistas de terreros exploten a esos pobres mineros?
Eso no es nada, cabrón, esos cuates tumban el metal con cincel y marro. Ellos no usan
equipo. Si te das cuenta todos son viejos, pues entran a la mina muy jóvenes. Veces los
contratistas buscan la manera de correrlos y no pagarles jubilación. Por ejemplo: a este señor le
niegan el permiso a pesar de que saben que se lastimó en la mina. Si falta cuatro días seguidos lo
cancelan y pierde toda su antigüedad. Luego lo vuelven a contratar por medio del sindicato.
Cómo no. Ese es el negocio de esos hijos de la chingada. ¿A poco no sabes que los
contratistas salen del sindicato?
¿Y la Compañía?
Hace unos días, en la calle de Observatorio, aquí abajito, se murió don Federico; los
pulmones se le reventaron. Vino la Cruz Roja. Pero no lo levantaron, porque dijeron que ya
estaba muerto. Después llegó el ministerio público. Esos güeyes trajeron una ambulancia que
carga muertos y se lo llevaron. La pobre de Nachita, su señora, no tenía dinero y le cobraron el
traslado de la carroza y la salida del cadáver del anfiteatro. Fuimos a buscar al contratista de la
mina, para que diera una ayuda para enterrar a don Fede. El contratista tenía una pachanga en su
casa, pero de esas pachangas. Que le hablamos y que sale. Y redonditamente nos mandó a
chingar a nuestra madre. Entre todo el barrio cooperamos para el entierro. Porque también los
güeyes del sindicato se hicieron pendejos además son bien ojaldras con esos pobres mineritos. El
11 de julio, que se festeja el día del minero, ni los pelan.
Aquí en Pachuca hay muchos terreros y, me cay de madre, esos pobres barrenan a mano.
Tienen que hacer diez barrenos de setenta centímetros de profundidad como tarea. Ellos siguen
la pura veta. Por eso los túneles son bajitos, ahora imagínate cómo se acomodarían para barrenar
a golpe de marro. Esos sí son mineros, cabrón, y no como nosotros, que tenemos todo. Y
faltamos al trabajo.
Ya no me cuentes más, yo me voy.
Espérate güey. La Compañía tiene un convenio con el sindicato por muchos años atrás.
Para darle trabajo a mineros retirados y jubilados. Pero ni madre, también meten a jovencitos. Y
cuántos no llegan a morirse. Los contratistas son elegidos por el pinche viejo pelón de Gómez
Sada.
Ahí tienes a Villegas, al Malayo y a muchos hijos de su pinche madre que se han hecho
ricos a costillas de esos pobres mineros.
Bueno, pinche Gato. Pero a ti que chingados te importa; esos cuates a pesar de que los
chingan son bien felices. Le ponen duro con sus viejas porque cada cabrón tiene más de diez hijos;
además, son bien pulqueros.
¿Y nosotros qué?, pendejo. ¿A poco porque trabajamos en la Compañía Real del Monte
andamos de tacuche?
Bueno yo ya me voy.
Eso hizo que mis compañeros perdieran el mal humor soltando carcajadas. De momento
sentí coraje, pues no era pendejada lo que me había pasado, si no que fue un accidente. Cuando
estábamos formados para que nos dieran nuestra lámpara, escuchamos unos gritos:
¡Aguaas! ¡aguaas!
Que volteo rápido y vi que venía un perro que tenía rabia. Que me subo al barandal, me
tiró una mordida que por poco se lleva un pedazo de nalga. El pinche perro atacaba a todos,
algunos corrían dándole oportunidad a que los mordiera. Otros lo esperaban de frente y a
patadas y garrazos lo traían pendejo, hasta que lo mataron.
El patio de la mina era un verdadero desmadre, los trabajadores se asomaban por azoteas
y ventanas, para ver como atendían a los que mordió. Y varios comentaban lo ocurrido. El jefe de
la mina dio una orden de que nadie bajara mientras buscaba la solución. Todos estábamos
alrededor del tiro esperando. Como a la hora llegó una camioneta de la Secretaría de Salubridad,
subiendo a los afectados. El Garbanzo, que era el enfermero de la mina, señalaba quienes eran los
que habían tenido contacto con el perro, que los hubiera rozado o llenado de baba.
Entre los que habían subido a la camioneta estaban El Chocolate, El Cuervo, el Petronilo,
Lupe y el Loco, ellos me llamaban:
Sí.
Al escuchar eso, que me bajo rápido de la camioneta, varios que escucharon lo que me
dijeron también trataron de bajarse. Pero ya no los dejaron. Siempre me han dado mucho miedo
las inyecciones y para que no me llevaran me fui a confundir entre los compañeros. Algunos
trataban de subirlos a la camioneta a la fuerza.
¿A quién?
Sus gritos llamaron la atención al ingeniero, que llegó junto a mí. Y me preguntó:
No lo sé señor.
¡Ingeniero! a ese lo mordió el perro.
El médico me preguntó:
Mira, si el perro te lamió, o te rozó la ropa es por tu bien que te vacunen. El perro tenía
rabia. Además protegemos a tu familia.
El Loco y los demás trataban a toda costa de que me fuera con ellos y le decían al médico.
Dieron orden de retirarse, burlonamente les aventé sus cremas y les movía la mano en
forma de adiós. Ellos, en la camioneta, me la mentaban me hacían la mano para atrás; escuchaba
sus gritos:
Los demás bajamos a la mina a realizar el trabajo de siempre. Como al medio día llegaron
mis compañeros. Le pregunté al Petronilo.
Nos llevaron a un hospital. La gente nomás se nos quedaba mirando, pus que me meten a
un cuarto y que me dice la enfermera que me acostara y que me subiera la playera. Y bolas
cabrón, que me meten una agujota en el ombligo.
¿A cuántos vacunaron?
No te dejes.
Ya nos tomaron los nombres en la oficina de raya y al que no vaya a inyectarse no lo van a
dejar trabajar.
De pendejo.
Qué chinga nos dieron, pero le voy a rajar la madre al velador que es el dueño del perro.
El Loco dijo:
A mí las pinches inyecciones no me duelen. Lo que me duele es que dicen los pinches
médicos que no puedo tomar pulque mientras me estén inyectando.
Una vez terminamos temprano de barrenar y estábamos cenando en el 370, era un turno
de noche. En eso el barretero nos dijo:
¿Por qué?
¿Y quién dice?
El ingeniero.
Al otro día fuimos al sindicato, y como siempre, ahí encontramos un pinche burro.
Hablamos con el secretario de trabajo.
Eso yo tampoco lo sé. Regresen dentro de unos días y les daré información. Salimos de
ahí muy enojados, dejándole recuerdos familiares a todos los del comité.
Cuando estaba trabajando en la mina del Álamo, me di cuenta que ese lugar es para los
olvidados. Para gente muy necesitada o para mineros muy valientes.
Bajamos al nivel 470, y como no hay transporte teníamos que caminar más de una hora
por un túnel muy caliente, usábamos de ropa una franela como pañal.
Los capitanes de laborío se creían la gran cosa los pendejos. Lo mismo que los pinches
barreteros; que por quedar bien, trataban a los mineros como esclavos.
Los compañeros que nos miraban lo hacían con rencor o envidia, porque sabían que
nosotros íbamos a enseñarles como se prepara un rebaje. El trabajo era muy pesado y la gente se
salía frecuentemente. No aguantaban las chingas.
¿Qué desean?
Yo le dije:
Venimos a decirle que hubo un error en la paga; solo nos dan 10 pesos más de la raya.
Nos fuimos a bañar y los ingenieros mandaron a llamar al Bandolón, que era el contratista y nos
dijo:
Dicen los jefes que la próxima semana se nos pagará el doble; vamos a echarle ganas al
trabajo.
Eso nos dio mucho ánimo y de nuevo comenzamos a trabajar poniendo alcancías y
caminos; también coordinábamos las barrenaciones. Pero a la siguiente semana se repitió lo
mismo del dinero. Eso nos obligó ir al sindicato y nos dirigimos al Secretario general.
El sábado.
Salimos muy enojados, pero ya con la idea de rebeldía de hacer un paro. No dejar que
nadie bajara a la mina, como protesta porque no se nos pagaba. Así lo hicimos, algunos por no
trabajar se nos unieron. El jefe de la mina quiso hablar con nosotros, pero no le hicimos caso. A
gritos nos decía que eso era contra la ley. Mandó a traer a los secretarios del sindicato, que nos
dijeron:
Se fueron metiendo uno por uno, solamente quedamos El Chocolate y yo. Pengüille se nos
quedó mirando, y señalando la puerta dijo:
Al ver que no le hacíamos caso llamó a los veladores y nos echó fuera. Regresamos al
tercer día, desmoralizados por el fracaso del paro y los mismos compañeritos se burlaban de
nosotros.
Me separaron de mis compañeros y me mandaron a la mina de Arras. Ahí está muy caliente. Un
día, cuando salí a la superficie, estaba lloviendo: me cay hasta chillé como plancha. Esa noche me
sentí mal y de emergencia me trasladaron a la Clínica minera, donde me internaron con pulmonía.
Dure varios días con oxígeno; así que me fui reponiendo poco a poco; un día fue a visitarme mi
jefa y me dijo:
Hijo por lo que más quieras, debes salirte de la mina. No sabes los años de angustia que
he pasado. ¡Mira cómo estás!
Y comenzó a llorar.
Ya no llore jefa.
Cómo no voy a llorar, tu señora me dice que ya no quieres comer, estás ya muy flaco. Y
luego el trabajo que tienes.
Mi jefa se retiró muy triste y llorosa. Eso hizo que yo también me quedara en las mismas
condiciones, en eso entró don Félix. Que como les dije era alto, flaco, chimuelo y feo, tan feo que
cuando nació en lugar de darle a él de nalgadas se las dieron a su jefa.
Antier estuvimos aquí, pero no nos dejaron entrar. Decían que estabas muy grave. Mira,
ahí vienen El Chocolate y El Cuervo.
El Chocolate, como ya lo había dicho, era joven, moreno, de estatura de 1.65 y fornido. El
Cuervo se llama José López, era de igual estatura, de unos 30 años, y prieto el cabrón...
¿Quién es?
Es el pinche Loco, que viene picado el cabrón y no lo dejan entrar. Pero ese hijo de la
chingada se mete a huevo.
El Loco se llama Antonio Hernández, joven, de estatura mediana, chapeado, con los pelos
parados y muy franco; para que lo identifiquen, está loco. Entró corriendo y se acomodó en mi
cabecera, atrás de él venía la señora Mendoza, que era la administradora, y el señor Figueroa, que
era supervisor por parte del sindicato. Y le decían:
Dice la señora que vengo pedo, pero me cay que no. Ya le hice un cuatro y no me cree.
La señora Mendoza me dijo:
Mire señor Castillo, por eso tenemos suspendidas las visitas; porque vienen en estado de
ebriedad; además usted está delicado. Así que hagan el favor de salirse todos.
En ese momento entró El Baldo, que era un joven alto, de piel blanca, flaco, con cara y acento
indígena, que dijo:
Mire, señora, mejor con un palo rájele la madre, porque está loco y no entiende.
Fíjense ayer se alivió una señora por la mañana, el médico que la atendió dijo que se
dejara descansar porque el parto fue muy difícil. En la tarde vino su esposo, ya medio tomado, y
nos estuvo neceando que lo dejáramos pasar. Como lo conocíamos que trabaja en la mina de San
Juan, le dicen El Chilaquil, lo dejamos pasar y le dijimos que diez minutos nada más. Se había
tardado, fuimos el señor y yo a decirle que se saliera. ¡Pero, qué descaro! Abajo de la cama tenían
una botella de cerveza, de esas caguamas, vacía, y se estaban tomando otra. Nos dio mucho
coraje y lo sacamos a empujones, nos mentó la madre y nos amenazó. Oigan eso no es justo.
El Loco le contestó:
Si ustedes estiman al señor Castillo, déjenlo descansar, recuerden que hace apenas unos
días estuvo muy grave.
Sí señora, lo sabemos.
Se salieron y mis compañeros se pusieron a platicar. Me dijo don Félix.
El Chocolate me dijo:
El Loco me dijo:
Andan diciendo en la mina que le sacaste a las chingas, que por eso te hiciste el malo.
Cállate pinche Loco baboso. En lugar de venirle a contar chismes le hubieras traído un
garrafón de pulque, para conectárselo en el hocico en lugar del suero. Para que se reponga.
Míralo, ya parece muerto fresco.
A los quince días me dieron de alta y regresé a trabajar a la mina. Mi barretero se llamaba
Enrique Carrillo, era el contratista más chingón de esa mina. Y me dijo:
Al Garrapata.
Estaba esperando a mi ayudante sentado en la tubería del aire cuando llegó el ingeniero
Juárez y me dijo:
Para mí usted es un pendejo, y para demostrarle que no le tengo miedo, lo voy a esperar a
la salida y le voy a rajar toda su pinche madre.
Y le di un empujón que por poco se cae. Se alejó hablando no sé cuántas cosas. y me dejó
temblando de coraje. Llegaron el barretero y el que iba a ser mi ayudante. Muy contento el barra
me dijo:
Ahora sí, Gatito. Vas a agarrar bueno. Ya te traje al Pájaro, súbete y te amarro las cosas.
Olvídate, ya no trabajo.
Me arrepentí.
No chingues.
Ya te levantaron una acta, te voy a firmar tu tarjeta para que te saquen y te presentes con
el ingeniero Ortega.
Tú, pinche Grillo, ¿Por qué dices que el Gato se negaba a trabajar? Me cay no.
Cuando salí me presenté con el ingeniero Ortega, jefe de la mina, quien me dijo:
Salí triste de la mina, revisando por última vez su patio, la horca, su jaula o calesa de dos
pisos. Hasta aquí terminaba mi carrera como minero. Aunque unos decían que me habían sacado
del infierno a la gloria. me mandaron a trabajar a la Hacienda de beneficio de Loreto. Donde, con
el tiempo, conocí todo el maravilloso proceso minero:
De la mina San Juan Pachuca, pasan la carga por medio de bandas, al departamento de
quebradoras, de ahí a molinos, a tanques, flotación, cianuración, láminas, fundición y refinería,
donde salen las barras de plata. A mis compañeros los mineros los dejé de ver; aunque sí, de
verdad, ya afuera de la mina me repuse.
Los compañeros de Loreto eran decentes al lado de esos cabrones mineros. Me hice muy
amigo de varios compañeros y me pusieron un apodo, ya no era El Gato Seco sino el Calaca.
Durante todo el tiempo que estuve en la compañía, el sindicato minero nunca hizo nada
por el trabajador. Todo era para beneficio de los líderes, pues ahí todo era corrupción. Para darles
una idea; en una asamblea que se realizó en el sindicato, para cambiar secretarios, desde días
antes se corría la voz que se iban a dar 10 pesos, pulque, cervezas y pastes a quienes votaran por
la planilla azul y se tenía que levantar la mano.
Entre los presentes se levantó un compañero que ya estaba designado para decir:
¿Están de acuerdo?
Sí, sí.
Todos la levantaban.
Es mayoría. Compañeros, siendo las cuatro de la tarde con un minuto se da por terminada
la asamblea. Queda formado el ejecutivo con los compañeros propuestos.
Todos corrían a buscar a quién les había ofrecido dinero por levantar la mano. Entraban
personas con cajas de pastes; se los arrebataban. Algunos pastes caían al suelo, se peleaban por
agarrarlos, y deshechos se los comían.
Y sobre ellas.
En el año de 1992 me presenté a Las Cajas a renunciar. La Compañía Real del Monte y
Pachuca no me dio ni un centavo por los años que estuve trabajando. Ni las gracias. En este
tiempo como jefe de personal estaba un licenciado de apellido Carrillo. Ese güey se clavaba lo que
nos correspondía.
Mi carrera como minero terminó. Me fui a trabajar a una empresa a Cuidad Sahagún. Pero
nunca olvidé a mis compañeros mineros.
Mis compañeros eran especiales. El Chocolate estuvo atento a todo lo que pasó en la
huelga de 1980 1. El Cuervo fue testigo de las liquidaciones de 1983 y a él también lo liquidaron 2.
Guadalupe Rosas fue uno de los encuerados en 1985 3. Y el Loco sigue trabajando.
A ver tu pinche cantinero, échanos unas jarras de pulque del bueno, porque viene con
nosotros nuestro entenado.
Ujule.
Vamos a decir salud, porque después de muchos años volvemos a estar juntos. Al tomar
hice unos gestos como si estuviera estreñido; el pulque estaba muy agrio, sin embargo tenía que
darles gusto.
Me dijo el Chocolate:
Por qué le dije que a su vieja la iban a meter a la cárcel por vender tamales encuerados en
plena vía pública. Y todavía me dice:
Y que le digo:
Yo también.
Sí hijo de la chingada, por qué no te acuerdas cuando te iba a desmadrar don Félix por
burlarte de él.
Pinche viejo pendejo, íbamos a volar una costilla para emparejar la frente. La pata de la
máquina no subía, la desarmamos y le echamos aceite. Don Félix que se mete todo el control y la
quería detener con su fuerza. Ya llevaba como 50 centímetros el barreno cuando se cae toda la
parte y sale el pinche viejo volando. Como cayó de cabeza, rompió la boquilla de su gorra.
Yo me espanté y corrí para ayudarlo a levantarse. La gorra se le bajó hasta las orejas y no
pude aguantar la risa.
Salud.
Bueno a lo que venimos, quiero que me cuenten que pasó durante estos años, antes de
que se emborrachen y me digan pendejadas.
Me cay, a ese güey, al igual que a todos, los manejaban como títere. Íbamos a que nos
arreglara un asunto, y nada más se nos queda mirando, parecía que estábamos pelando tripas.
Te arrempujo.
Luego, en el año de 1974, llega como un líder un charro, pero verdadero charro.
A ese cabrón le mentábamos la madre, porque hacía sus pachangas y no nos invitaba el
güey... Donde la regó fue en aceptar los contratos especiales. Porque quitan al contratista y el
perforista se hace cargo de las obras a destajo; por la ambición de ganar dinero, cualquier pendejo
sube su tarjeta perforista. Así dan hasta tres barrenaciones por turno, y les vale madre el humo y
el polvo. Muchos quedaron silicosos, a otros se los cargó la chingada. Uno de ellos fué el Petronilo.
Ah. Chingá. ¿También murió? Bueno, pues digamos salud. Descansen en paz.
Pero ya se va a morir.
Después llegó como secretario general José Luis Chávez. Pertenecía a la misma asociación
de charros que tu pinche hermano. Pero a este güey sí lo manejaban por todas partes. Y en el año
de 1980 estalló la huelga. Ya nos daba el cuarto. Llevábamos más de treinta días. En eso llega un
grupo bien chingonazo, llamado Liberación Minera.
¡Hola Gatito! ¿Qué milagro? Siempre que veo a tu jefecito le pregunto por ti, me cay de
madre, carnalito, déjame darte un abrazo.
Al pasar a donde yo estaba, meneo la mesa y tiró los vasos que estaban servidos; todos
nos levantamos rápido. Lupe jaló al Burro, y con lo borracho que estaba cayó al suelo.
Dos te bendiga, manito. Me cay de madre, cada que, cada que veo a tu jefecito le
pregunto por ti.
La verdad me dio mucha tristeza ver al Burro así. De momento llegó el recuerdo cuando
ganaba en las pulcadas. Regresé con mis amigos y les pregunté:
El Cuervo me dijo:
¿Te acuerdas de Juan el Panela, que trabajaba con los Diablos? Esos tres hermanos que
eras los encargados de las ruinas.
Sí, cómo no. ¿El Panela era compadre del Burro? ¿O no?
Un día estábamos chupando en casa del Texano y pasó El Burro, que entraba en el turno
de las once de la noche. Lo llamábamos y le invitamos una cuba. El güey no quería, pero le
quitamos sus tacos y que no los comemos. Entonces se anima y que la sigue con nosotros.
Ya era la una de la mañana y nos corrieron, y al no haber qué tomar nos despedimos.
Cuando El Burro entró a su casa encontró a su compadre durmiendo con su vieja. Armó un
verdadero desmadre, le puso una chinga al Panela, pero chinga, y sacó a la señora de las greñas
encuerada, y le daba de madrazos, pero bien acomodados.
Él se quedó con sus hijos y comenzó a tomar como desesperado a todas horas. Así se iba a
trabajar; imagínate, si en tu juicio te das en la madre, ahora borracho, peor. Una vez se cayó en la
criba y se quebró una pata, y como siempre andaba pedo lo corrieron.
Pobre Burro, ténganle paciencia, es de los nuestros.
Lupe me dijo:
Sí, cabrón, pero que no chingue, es el único pantalón bueno que tengo y me hecha el
pulque, se me va a quedar la mancha. Parece que me mié.
Salud cabrones. Eso fue ayer. ¿Luego que más, pinche Cuervo?
Después de que ganamos la huelga, Jaime Guajardo fue nuestro líder y comenzó a trabajar
derecho y se ganó la amistad y admiración de todos. Pero después fallaba. El Seguro Social ya no
quería a los minero silicosos. Ni la Compañía de mineros viejos. Así que se ponen de acuerdo con
nuestros líderes sindicales y nos traicionan. En una asamblea general Jaime nos hablaba muy
bonito sobre el retiro voluntario ofreciéndonos el salario íntegro, y que caemos como pinches
idiotas, y así de deshicieron de nosotros.
Ni, madre, lo que pasa hay muchos pinches chismosos que exageran.
Fíjate, a mí por 25 años me pagaron dos melones, y luego el pinche Seguro Social me
chingó en el reconocimiento médico sobre el retiro. Me saca el diez por ciento de capacidad
pulmonar, sabiendo que tengo el cien. Y me dan veinte mil pesos mensuales de pensión. Tú bien
sabes que los mineros estamos jodidos.
Lupe me platicó:
En el año de 1085 la Compañía se negaba a darnos ropa para el trabajo. Y como protesta
nos encueramos todos. Ja, ja, ja. Vieras al Loco con las nalgas de fuera.
Me avientas.
Fermín Soto estaba apoyando por puro pinche ratero. Los otros güeyes de la Liberación
Minera, adoloridos por la derrota, les echaron a caminar al viejo pelón de Gómez Sada. Y éste dio
la orden de que lo quitaran y colorín colorado. Luego pusieron otro pendejo...
Ya conoces a estos güeyes, yo desde que tengo uso de razón he escuchado decir que la
mina se acaba. ¡Fíjate en sus instalaciones de toda la Compañía y son equipos carísimos! Los que
pasa es que la empresa quiere gente joven para trabajar, un viejo y pendejo, no agraviado lo
presente, para qué lo quiere.
Cántamela.
Oh. Quiero decir que se hace lo mismo que años atrás, se saca el mismo cuele de siempre.
Yo tengo un amigo en el ensaye y me dijo que la veta Vizcaína sigue pagando bien, lo mismo en le
manteo siguen sacando un chingao de toneladas de carga. Me dijo mi carnal que trabaja en la
fundición de la plata en la Hacienda de Loreto que están sacando cinco toneladas de plata
mensuales.
El Loco me dijo:
Yo ya le dije a mi vieja que el día que me muera, con lo que le den, me compre un traje
bien bonito y me entierren con él.
¿Para qué?
Para cuando llegue al cielo crean que soy ingeniero minero y me traten bien. Y además así
le dejo menos dinero al sancho.
Ya ves que ese llega en cualquier momento. Antes se le conocía como el Sanchoclos,
porque llegaba cada año.
Luego el señor González, porque goza cuando tu sales. Luego le cambiaron de nombre, ahora le
dicen el Gato.
¿El Gato?
Pues yo ya me voy.
Ya rugiste, león.
Cómo no. Veces sueño que estoy barrenando, empujando conchas o echando pala, y
amanezco muy cansado. Y en mi trabajo ya no quiero hacer nada.
Salud, salucita.
Chocolate, ojalá y nos veamos pronto. Lo mismo te digo a tí, a ver si para la otra ya se te
quitó lo loco. Cuídate mucho, Lupe. Y tú, ponte bien abusado pinche Cuervito. Cría cuervos y te
darán tequila.
Hasta la próxima...
Como se habrán dado cuenta por lo que les platiqué, el minero desde su adolescencia
trabaja a grandes profundidades, soportando los malos tratos, tumbando y sacando piedras y
grabados que contienen el mineral. Obligados por su pobreza y por no haber dónde trabajar, a
sabiendas que ahí van a dejar su juventud, resignados realizan sus labores a su suerte. Muchas
veces mueren por los peligros que en cada momento los acechan; caídas de los chiflones, piedras
flojas que se desprenden, asentamientos masivos en los rebajes.
Al principio se siente temor al ver la agonía desesperada en que mueren los compañeros;
la verdad da miedo y se vive con la angustia de enfermarse de silicosis, que se desarrolla en
túneles estrechos, húmedos y calientes, por inhalar a diario millones de partículas de polvo, así
como también gases tóxicos ocasionados por explosiones y por falta de oxígeno. Pero con el
tiempo de acostumbra uno al ambiente de la mina. Porque ahí se sufre pero se aprende. Además
no hay otro camino.
Tal parece que el minero nació para perder y está consciente de que pertenece a los
jodidos. Al minero el hambre no lo doblega, sino por el contrario lo hace más fuerte, convirtiendo
su tristeza y preocupaciones en buen humor.
Si soporta el trabajo, que es muy duro, las maldades y las mentadas de madre, lo hace con
el fin de sacar a su familia de la pobreza. A veces se piensa que no importa dejar los pulmones en
la mina a cambio del hijo que sepa leer y escribir. Y hay algunos hijos que si lo agradecen.
Mucha gente conoce al minero como el hombre sin futuro, porque al pasar los años la
mina lo acaba. Y al ver la Compañía que ya no le sirve lo echa fuera, pagándole lo que quiere, sin
ver que intervenga el sindicato. Y el pobre exminero, silicoso y sin alimentos, causa lástima y llega
a ser una carga para la familia.
Sin embargo nadie que no sea minero puede conocer su trabajo, lo que es su vida. Ni si
quiera tú, ni siquiera tú que has leído éstas páginas. Ni siquiera la mujer, buena o mala, que
convive a diario con él, soportando la vida de perro que le da. Y te voy a poner un ejemplo:
Un día llegamos al laborío. Quienes hacían el turno de noche no dejaron abierto el aire, así
que había mucho humo y no podíamos entrar a trabajar. Teníamos que esperar un buen rato
(pues si entrábamos nos podíamos engasar). Nos sentamos y mi compadre me platicaba:
¿Ya ves, compadre qué madrizas llevamos aquí? Y llego a mi casa nada más a dormir. Y mi
vieja está chingue y chingue, que ya no le hago caso, que a lo mejor tengo otra vieja. Anoche que
estábamos cenando le dije:
No te enojes viejita, tú eres mi cariño, mi amor. ¿Quieres saber cómo es mi trabajo en la mina?
Bueno, para que lo entiendas, haz de cuenta que tú eres yo y hacemos lo mismo. Pero vas
a hacer lo que yo te diga.
Primero llegamos a la mina, entregamos una ficha y nos dan una tarjeta. Subimos al baño
a cambiarnos de ropa. Luego nos formamos para que nos den nuestra lámpara. Después vamos a
recoger los toches que tienen el aceite para las máquinas de barrenar. Y también las barrenas.
Luego nos formamos para bajar en la jaula al nivel 370. Nos quitamos la ropa porque ahí abajo
está muy caliente. Comemos en 15 minutos. Nos trepamos al motor, que nos traslada 2
kilómetros y medio. Luego subimos 40 metros de escaleras verticales. Caminamos un cuarto de
hora para llegar a nuestro laborío. Nuestro trabajo es barrenar de frente. Lo primero que
hacemos es amacizar, tumbar todo lo que está flojo con una barreta. Luego regamos la carga para
que no haga tanto polvo y salga el olor a pólvora; vamos a traer conchas, que son carros a los que
les cabe una tonelada de carga, son de siete a ocho conchas, las llenamos a pala y luego las vamos
a vaciar empujándolas 800 metros. Cuando ya está limpio, se arriman las máquinas, las
mangueras. En fin, todo lo que se necesita para barrenar.
Mi pinche vieja se me quedaba mirando muy atenta, veces meneaba la cabeza como
diciendo que sí.
Ahora sí, vieja vamos a barrenar a ver qué tan chingona eres. Y decimos “en el nombre
sea de Dios”. (Simulamos con un palo de escoba como si fuéramos a barrenar) Rrrrrrrrr. Pónlo
arriba, eso es. Ahora abajo, en medio. Esa es mi vieja.
En una de esas que la jalo de las greñas y que le pongo una patada en las nalgas.
Así nos tratan en la mina, aguántate. Te faltó la mentada... Bueno, ya terminamos, vete
por la pólvora, vete por las cañuelas, por el soplador, por el atacador, prepara la pólvora. Retira
las máquinas, las mangueras. ¿Cómo ves la chinga?
¿Ya ves que no es lo mismo ver que oler? Bueno, ahora nos falta pegar (encender la
dinamita). Esto se hace con mucho cuidado. Ponte buza caperuza. Cuando yo te diga, corres;
corre y no te detengas. Que prendo un cerillo, y cuando estaba descuidada que le digo: ¡Ahora!
Mi vieja que corre, se veía muy chistosa. Como está gordita parecía trompito la cabrona.
Que agarro el tejocote que estaba en la mesa y madres, que se lo pongo a medio lomo. Mi vieja
que suelta un grito:
Y que le digo:
Notas
1. “Los mineros le hacen huelga a la Compañía Real del Monte y Pachuca. Después de 34
años”. (El Sol de Hidalgo mayo de 1980)
2. “La Compañía Real del Monte y Pachuca, pagará 280,000 millones de pesos en
liquidaciones a los mineros”. (Excelsior noviembre de 1983)
3. “Hoy a las 7:30 de la mañana 3500 mineros se desnudaron, como protesta. Ante los jefes
de la Compañía Real del Monte y Pachuca. Paro de desnudos” (La Jornada 24 de mayo de 1985.)
Glosario
Ademes. Cubierta de madera con que se aseguran y resguardan los tiros, pilares y labores.
Alcancía. Conductos donde se guarda la carga. Con puertas de fierro para llenar las conchas.
Calesero. Quien da la señal al malacatero, por medio de toques, para subir y bajar la jaula o
calesa.
Cascado. Silicoso
Conchas. Carro de mina donde se acarrea el metal. También se les llama góndolas, les cabe una
tonelada.
Disparada. Explosión.
Engasar. Intoxicar.
Malacate. Máquina con cintas de acero que sube y baja los botes de manteo que sacan la carga.
Motor. Máquina eléctrica, con garrocha y carretilla conectada al trole, jala las conchas, traslada al
personal a diferentes distancias.
Rebaje. Barrenación sobre la veta a grandes alturas (está lleno de carga de mineral), tiene
caminos y alcancías.
Sotaminero. Quien revisa el trabajo, checa las tarjetas de asistencias abajo en la mina (jefe de
mina)
Winche. Motor que trabaja con aire, tiene carrete y cable de acero. Sube y baja materiales a baja
altura.
Índice
Presentación
Relatos mineros
Un infierno bonito
Notas
Glosario
La Biblioteca Hidalguense Arturo Herrera Cabañas es un esfuerzo para difundir, desde perspectivas
y sensibilidades diversas, algunas de las mejores obras del panorama académico y literario del
estado. Con la promoción de nuevos talentos y el concurso de autores consolidados, esta
colección prolonga la tarea de quien ha tomado su nombre, publicando obras de calidad en su
edición y contenido.
Los libros de esta colección integran uno de los proyectos en que estaba empeñado Arturo Herrera
Cabañas, quien desde su adolescencia en su natal Actopan fuera actor importante en el desarrollo
de la cultura de su entorno.
Pocas veces se encuentra a alguien con presencia en tan diversos ámbitos, todos ellos de índole
social: la preservación del bosque del Chico, una reserva ecológica destinada a ser El Parque de los
Espinos, el rescate del Convento de Metztitlán y del Centro Histórico de la Ciudad de Pachuca,
eran sus preocupaciones de los últimos años, además de continuar en la difusión y divulgación de
la cultura en sus múltiples facetas. Sobresalía la firmeza de su carácter en promover y defender
los intereses de las etnias del estado, manifestados en: el arte popular, la música, la danza y sus
costumbres.
Así fue hasta el último día, cuando entre llamas, en la Huasteca y en las tareas de toda su vida
murió Arturo el 30 de abril de 1994. Murió como vivió y por lo que vivió.
Muchos fueron sus foros; instituciones públicas como la Universidad Autónoma de Hidalgo de la
que fue director de Bibliotecas y primer director de Difusión Cultural; organismos
gubernamentales tanto federales como estatales: la Casa de las Artesanías, la Fototeca del INAH,
el Archivo Histórico del Estado, el Foro Cultural Efrén Rebolledo y por último el Instituto
Hidalguense de Desarrollo Cultural e Investigaciones Sociales. Desde la sociedad civil también
mostró un vivo interés en los problemas del estado: la Alianza Ecologista, la Comunidad Científica
Hidalguense, la Asociación de Alpinismo y Montañismo son ejemplos de ello.
Su tendencia por impulsar los valores culturales, en este caso literarios -algunos ya reconocidos y
otros inéditos-, se identifica en esta colección, labor que no podía perderse y cuya publicación
constituye un justo homenaje a la memoria de Arturo y un presente para el estado de Hidalgo.