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Creed en sus Profetas

La continuación de Reavivados Por Su Palabra

Capítulos para la semana de: 28.02.2016

Blog para Historia de los Patriarcas y Profetas Capítulo(s) 12

Historia de los Patriarcas y Profetas Capítulo(s) 12

Capítulo 12—Abraham en Canaán


Este caso puso de manifiesto el noble y desinteresado espíritu de Abraham.
¡Cuántos, en circunstancias semejantes, habrían procurado a toda costa sus
preferencias y derechos personales! ¡Cuántas familias se han desintegrado por
esa razón! ¡Cuántas iglesias se han dividido, dando lugar a que la causa de la
verdad sea objeto de las burlas y el menosprecio de los impíos! “No haya
ahora altercado entre nosotros dos”, dijo Abraham, “porque somos hermanos”.
No solo lo eran por parentesco natural sino también como adoradores del
verdadero Dios. Los hijos de Dios forman una sola familia en todo el mundo, y
debe guiarlos el mismo espíritu de amor y concordia. “Amaos los unos a los
otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros”
(Romanos 12:10), es la enseñanza de nuestro Salvador. El cultivo de una
cortesía uniforme, y la voluntad de tratar a otros como deseamos ser
tratados nosotros, eliminaría la mitad de las dificultades de la vida. El
espíritu de ensalzamiento propio es el espíritu de Satanás; pero el
corazón que abriga el amor de Cristo poseerá esa caridad que no busca
lo suyo. El tal cumplirá la orden divina: “No busquéis vuestro propio
provecho, sino el de los demás”. Filipenses 2:4.

Aunque Lot debía su prosperidad a su relación con Abraham, no


manifestó gratitud hacia su bienhechor. La cortesía hubiera requerido
que él dejase escoger a Abraham; pero en vez de hacer eso, trató
egoístamente de apoderarse de las mejores ventajas. “Alzó Lot sus
ojos y vio toda la llanura del Jordán, toda ella era de riego, como el
huerto de Jehová, como la tierra de Egipto en la dirección de
Zoar”. Génesis 13:10-13.

La región más fértil de toda Palestina era el valle del Jordán, que a todos
aquellos que lo veían les recordaba el paraíso perdido, pues igualaba en
hermosura y producción a las llanuras fertilizadas por el Nilo que hacía tan
poco tiempo habían dejado. También había ciudades, ricas y hermosas, que
invitaban a hacer provechosas ganancias mediante el intercambio comercial en
sus concurridos mercados. Ofuscado por sus visiones de ganancias materiales,
Lot pasó por alto los males morales y espirituales que encontraría allí. Los
habitantes de la llanura eran “malos y pecadores para con Jehová en gran
manera”, pero Lot ignoraba eso, o si lo sabía, le dio poca importancia.
“Entonces Lot escogió para sí toda la llanura del Jordán”, “y fue poniendo sus
tiendas hasta Sodoma”. Vers. 13, 11. ¡Cuán mal previó los terribles resultados
de esa elección egoísta!

Después de separarse de Lot, Abraham recibió otra vez la promesa del


Señor de que todo el país sería suyo. Poco tiempo después, se mudó a
Hebrón, levantó su tienda bajo el encinar de Mamre y al lado erigió un
altar para el Señor. En esas frescas mesetas, con sus olivares y
viñedos, sus ondulantes campos de trigo y las amplias tierras de
pastoreo circundadas de colinas, habitó Abraham, satisfecho de su
vida sencilla y patriarcal, dejando a Lot el peligroso lujo del valle de
Sodoma.

Los hijos de Dios son sus representantes en la tierra y él quiere que


sean luces en medio de las tinieblas morales de este mundo.
Esparcidos por todos los ámbitos de la tierra, en pueblos, ciudades y
aldeas, son testigos de Dios, los medios por los cuales él ha de
comunicar a un mundo incrédulo el conocimiento de su voluntad y las
maravillas de su gracia. Él se propone que todos los que reciben la
salvación sean sus misioneros. La piedad de los cristianos constituye la
norma mediante la cual los infieles juzgan al evangelio.

Las pruebas soportadas pacientemente, las bendiciones recibidas con


gratitud, la mansedumbre, la bondad, la misericordia y el amor
manifestados habitualmente, son las luces que brillan en el carácter
ante el mundo, y ponen de manifiesto el contraste que existe con las
tinieblas que proceden del egoísmo del corazón natural.

Abraham, además de ser rico en fe, noble y generoso, inquebrantable


en la obediencia, y humilde en la sencillez de su vida de peregrino, era
sabio en la diplomacia, y valiente y diestro en la guerra. A pesar de ser
conocido como maestro de una nueva religión, tres príncipes,
hermanos entre sí y soberanos de las llanuras de los amorreos donde
él vivía, le demostraron su amistad invitándolo a aliarse con ellos para
alcanzar mayor seguridad; pues el país estaba lleno de violencia y
opresión. Muy pronto se le presentó una oportunidad para valerse de
esta alianza.

Quedorlaomer, rey de Elam, había invadido la tierra de Canaán hacía


catorce años, y la había hecho su tributaria. Varios de los príncipes se
habían rebelado ahora, y el rey elamita, con cuatro aliados, marchó de
nuevo contra el país con el fin de someterlo. Cinco reyes de Canaán
unieron sus fuerzas, y salieron al encuentro de los invasores en el valle
de Sidim, nada más que para ser derrotados. Una gran parte del
ejército fue destruida totalmente, y los que pudieron escapar huyeron
a las montañas en busca de seguridad. Los invasores victoriosos
saquearon las ciudades de la llanura, y se marcharon llevándose un
rico botín y muchos prisioneros, entre los cuales iban Lot y su familia.

Abraham, que habitaba tranquilamente en el encinar de Mamre, se


enteró por un fugitivo de lo ocurrido en aquella batalla y de la
desgracia de su sobrino. No había albergado en su corazón
resentimiento por la ingratitud de Lot. Se despertó por él todo su
afecto, y decidió rescatarlo. Buscando ante todo el consejo divino,
Abraham se preparó para la guerra. En su propio campamento reunió a
trescientos dieciocho de sus siervos adiestrados, hombres educados en
el temor de Dios, en el servicio de su señor y en el uso de las armas.
Sus aliados, Mamre, Escol y Aner, se le unieron con sus grupos, y
juntos salieron en persecución de los invasores.

Después de Dios, el triunfo se debió a Abraham. El adorador de Jehová


no solo había prestado un gran servicio al país, sino que también se
había mostrado como hombre de valor. Se vio que la justicia no es
cobarde, y que la religión de Abraham le daba valor para mantener el
derecho y defender a los oprimidos. Su heroica hazaña le dio amplia
influencia entre las tribus de la región. A su regreso, el rey de Sodoma
le salió al encuentro con su séquito para honrarlo como conquistador.
Le pidió que conservase los bienes, solicitándole únicamente la
entrega de los prisioneros. Conforme a las leyes de la guerra, el botín
pertenecía a los vencedores; pero Abraham no había emprendido esta
expedición con el objeto de obtener lucro, y rehusó aprovecharse de
los desdichados; solamente pidió que sus aliados recibieran la porción
a que tenían derecho.

Muy pocos, si fueran sometidos a la misma prueba, se habrían


mostrado tan nobles como Abraham. Pocos hubieran resistido la
tentación de asegurarse tan rico botín. Su ejemplo es un reproche para
los espíritus egoístas y mercenarios. Abraham tuvo en cuenta las
exigencias de la justicia y la humanidad. Su conducta ilustra la máxima
inspirada: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Levítico 19:18. “He
jurado a Jehová, Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, que
ni un hilo ni una correa de calzado tomaré de todo lo que es tuyo, para
que no digas: “Yo enriquecí a Abram””. Génesis 14:22, 23. No quería
darles motivo para que creyeran que había emprendido la guerra con
miras de lucro, ni que atribuyeran su prosperidad a sus regalos o a su
favor. Dios había prometido bendecir a Abraham, y a él debía
adjudicársele la gloria.

Otro que salió a dar la bienvenida al victorioso patriarca fue


Melquisedec, rey de Salem, quién trajo pan y vino para alimentar al
ejército. Como “sacerdote del Dios alto”, bendijo a Abraham, y dio
gracias al Señor, quien había obrado tan grande liberación por medio
de su siervo. Y “le dio Abram los diezmos de todo”. Vers. 20.

En una visión nocturna, Abraham oyó otra vez la voz divina: “No temas,
Abram, yo soy tu escudo, y tu recompensa será muy grande”. Génesis 15:1.
Pero Abraham estaba tan deprimido por los presentimientos que esta vez no
pudo aceptar la promesa con absoluta confianza como lo había hecho antes.
Rogó que se le diera una evidencia tangible de que la promesa sería cumplida.
¿Cómo iba a cumplirse la promesa del pacto, mientras se le negaba la dádiva
de un hijo? “¿Qué me darás, si no me has dado hijos y el mayordomo de mi
casa es ese Eliezer, el damasceno? Dijo también Abram: “Como no me has
dado prole, mi heredero será un esclavo nacido en mi casa”. Vers. 2, 3. Se
proponía adoptar a su fiel siervo Eliezer como hijo y heredero. Pero se le
aseguró que un hijo propio había de ser su heredero. Entonces Dios lo llevó
fuera de su tienda, y le dijo que mirara las innumerables estrellas que brillaban
en el firmamento; y mientras lo hacía le fueron dirigidas las siguientes
palabras: “Así será tu descendencia”. “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado
por justicia”. Vers. 5; Romanos 4:3.

Aun así el patriarca suplicó que se le diera una señal visible para confirmar su
fe, y como evidencia para las futuras generaciones de que los bondadosos
propósitos que Dios tenía con ellas se cumplirían. El Señor se dignó concertar
un pacto con su siervo, empleando las formas acostumbradas entre los
hombres para la ratificación de contratos solemnes. En conformidad con las
indicaciones divinas, Abraham sacrificó una novilla, una cabra y un carnero,
cada uno de tres años de edad, dividió cada cuerpo en dos partes y colocó las
piezas a poca distancia la una de la otra. Añadió una tórtola y un palomino,
que no fueron partidos. Hecho esto, Abraham pasó reverentemente entre las
porciones del sacrificio, e hizo un solemne voto a Dios de obediencia perpetua.

Atenta y constantemente permaneció al lado de los animales partidos,


hasta la puesta del sol, para que no fueran profanados o devorados por
las aves de rapiña. Al atardecer se durmió profundamente; y “el temor
de una gran oscuridad cayó sobre él”. Génesis 15:12. Y oyó la voz de
Dios diciéndole que no esperara la inmediata posesión de la tierra
prometida, y anunciándole los sufrimientos que su posteridad tendría
que soportar antes de tomar posesión de Canaán. Le fue revelado el
plan de redención, en la muerte de Cristo, el gran sacrificio, y su
venida en gloria. También vio Abraham la tierra restaurada a su
belleza edénica, que se le daría a él para siempre, como pleno y final
cumplimiento de la promesa.

Cuando hacía casi veinticinco años que Abraham estaba en Canaán, el Señor
se le apareció y le dijo: “Yo soy el Dios Todopoderoso. Anda delante de mí y sé
perfecto”. Véase Génesis 17:1-16. Con reverencia el patriarca se postró, y el
mensaje continuó así: “Este es mi pacto contigo: Serás padre de
muchedumbre de gentes”. Como garantía del cumplimiento de este pacto, su
nombre, que hasta entonces era Abram, fue cambiado en “Abraham”, que
significa: “padre de muchedumbre de gentes”. El nombre de Sarai se cambió
por el de Sara, “princesa”; pues, dijo la divina voz, “vendrá a ser madre de
naciones; reyes de pueblos serán de ella”.

Fue entonces cuando se le dio el rito de la circuncisión a Abraham “como sello


de la justicia de la fe que tuvo cuando aún no había sido
circuncidado”. Romanos 4:11. Este rito había de ser observado por el patriarca
y sus descendientes como señal de que estaban dedicados al servicio de Dios,
y por consiguiente separados de los idólatras y aceptados por Dios como su
tesoro especial. Por este rito se comprometían a cumplir, por su parte, las
condiciones del pacto hecho con Abraham. No debían contraer matrimonio con
los paganos; pues haciéndolo perderían su reverencia hacia Dios y hacia su
santa ley, serían tentados a participar de las prácticas pecaminosas de otras
naciones, y serían inducidos a la idolatría.

Dios confirió un gran honor a Abraham. Los ángeles del cielo


anduvieron y hablaron con él como con un amigo. Cuando los juicios
de Dios estaban por caer sobre Sodoma, este hecho no le fue ocultado
y él se convirtió en intercesor de los pecadores para con Dios. Su
entrevista con los ángeles presenta también un hermoso ejemplo de
hospitalidad.

En un caluroso mediodía, el patriarca estaba sentado a la puerta de su


tienda, contemplando el tranquilo panorama, cuando vio a lo lejos a
tres viajeros que se aproximaban. Antes de llegar a su tienda, los
forasteros se detuvieron, como para consultarse respecto al camino
que debían seguir. Sin esperar que le solicitaran favor alguno,
Abraham se levantó de inmediato, y cuando ellos parecían irse hacia
otra dirección, él se apresuró a acercarse a ellos, y con la mayor
cortesía les pidió que lo honraran deteniéndose en su casa para
descansar. Con sus propias manos les trajo agua para que se lavaran
los pies y se quitaran el polvo del camino. Él personalmente escogió
los alimentos para los visitantes y mientras descansaban bajo la
sombra refrescante, se sirvió la mesa, y él se mantuvo
respetuosamente al lado de ellos, mientras participaban de su
hospitalidad.

Este acto de cortesía fue considerado por Dios de suficiente


importancia como para registrarlo en su Palabra; y aproximadamente
dos mil años más tarde, un apóstol inspirado se refirió a él, diciendo:
“No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo,
hospedaron ángeles”. Hebreos 13:2.

Abraham no había visto en sus huéspedes más que tres viajeros


cansados. No imaginó que entre ellos había Uno a quien podría adorar
sin cometer pecado. En ese momento le fue revelado el verdadero
carácter de los mensajeros celestiales. Aunque iban en camino como
mensajeros de ira, a Abraham, el hombre de fe, le hablaron
primeramente de bendiciones. Aunque Dios es riguroso para notar la
iniquidad y castigar la transgresión, no se complace en la venganza. La
obra de la destrucción es una “extraña obra” (Isaías 28:21) para el
que es infinito en amor.

“La comunión íntima de Jehová es con los que lo temen”. Salmos 25:14.
Abraham había honrado a Dios, y el Señor lo honró, haciéndole partícipe de
sus consejos, y revelándole sus propósitos. “¿Encubriré yo a Abraham lo que
voy a hacer?” dijo el Señor. Véase Génesis 18:17-33. Dios conocía bien la
medida de la culpabilidad de Sodoma; pero se expresó a la manera de los
hombres, para que la justicia de su trato fuese comprendida. Antes de
descargar sus juicios sobre los transgresores, iría él mismo a examinar su
conducta; si no habían traspasado los límites de la misericordia divina, les
concedería todavía más tiempo para que se arrepintieran.

Dos de los mensajeros celestiales se marcharon dejando a Abraham solo con


Aquel a quien reconocía ahora como el Hijo de Dios. Y el hombre de fe
intercedió en favor de los habitantes de Sodoma. Una vez los había salvado
mediante su espada, ahora trató de salvarlos por medio de la oración. Lot y su
familia habitaban aún allí; y el amor desinteresado que movió a Abraham a
rescatarlo de los elamitas, trató ahora de salvarlo de la tempestad del juicio
divino, si era la voluntad de Dios.

Con profunda reverencia y humildad rogó: “He aquí ahora que he


comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza”. En su
súplica no había confianza en sí mismo, ni jactancia de su propia
justicia. No pidió un favor basado en su obediencia, o en los
sacrificios que había hecho en cumplimiento de la voluntad de Dios.
Siendo él mismo pecador, intercedió en favor de los pecadores.
Semejante espíritu deben tener todos los que se acercan a Dios.
Abraham manifestó la confianza de un niño que suplica a un padre a
quien ama. Se aproximó al mensajero celestial, y fervientemente le
hizo su petición. A pesar de que Lot habitaba en Sodoma, no
participaba de la impiedad de sus habitantes. Abraham pensó que en
aquella populosa ciudad debía haber otros adoradores del verdadero
Dios. Y tomando en consideración este hecho, suplicó: “Lejos de ti el
hacerlo así, que hagas morir al justo con el impío y que el justo sea
tratado como el impío. ¡Nunca tal hagas! El Juez de toda la tierra, ¿no
ha de hacer lo que es justo?”. Génesis 18:25. Abraham no imploró una
vez, sino muchas. Insistía aún a más a medida que se le concedía lo
pedido, persistió hasta que obtuvo la seguridad de que aunque hubiera
allí solamente diez personas justas, la ciudad sería perdonada.

El amor hacia las almas a punto de perecer inspiraba las oraciones de


Abraham. Aunque detestaba los pecados de aquella ciudad
corrompida, deseaba que los pecadores pudieran salvarse. Su
profundo interés por Sodoma demuestra la preocupación que hemos
de tener por los impíos. Debemos sentir odio hacia el pecado, y
compasión y amor hacia el pecador. Por todas partes, en derredor
nuestro, hay almas que van hacia una ruina tan desesperada y terrible
como la que sobrecogió a Sodoma. Cada día termina el tiempo de
gracia para algunos. Cada hora, algunos pasan más allá del alcance de
la misericordia. ¿Y dónde están las voces de amonestación y súplica
que induzcan a los pecadores a huir de esta pavorosa condenación?
¿Dónde están las manos extendidas para sacar a los pecadores de la
muerte? ¿Dónde están los que con humildad y perseverante fe ruegan
a Dios por ellos?

El espíritu de Abraham fue el espíritu de Cristo. El mismo Hijo de Dios


es el gran intercesor en favor del pecador. El que pagó el precio de su
redención conoce el valor del alma humana. Sintiendo hacia la
iniquidad un antagonismo que solo puede existir en una naturaleza
pura e inmaculada, Cristo manifestó hacia el pecador un amor que
únicamente la bondad infinita pudo concebir. En la agonía de la
crucifixión, él mismo, cargado con el espantoso peso de los pecados
del mundo, oró por sus vilipendiadores y asesinos: “Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen”. Lucas 23:34.
Fue un gran honor para Abraham ser el padre del pueblo que durante
siglos había sido guardián y preservador de la verdad de Dios para el
mundo, de aquel pueblo por medio del cual todas las naciones de la
tierra iban a ser bendecidas con el advenimiento del Mesías prometido.
El que llamó al patriarca lo consideró digno. Es Dios el que habla. El
que entiende los pensamientos desde antes y desde muy lejos y
justiprecia a los hombres, dice: “Lo he conocido”. En lo que tocaba a
Abraham, no traicionaría la verdad por motivos egoístas. Guardaría la
ley y se conduciría recta y justamente. Y no solo temería al Señor, sino
que también cultivaría la religión en su hogar. Instruiría a su familia
en la justicia. La ley de Dios sería la norma de su hogar.

En la antigüedad el padre era el jefe y el sacerdote de su propia


familia, y ejercía autoridad sobre sus hijos, aun después de que estos
tenían sus propias familias. Sus descendientes aprendían a
considerarlo como su jefe, tanto en los asuntos religiosos como en los
seculares. Abraham trató de perpetuar este sistema patriarcal de
gobierno, pues tendía a conservar el conocimiento de Dios. Era
necesario vincular a los miembros de la familia, para construir una
barrera contra la idolatría tan generalizada y arraigada en aquel
entonces. Abraham trataba por todos los medios a su alcance de evitar
que los habitantes de su campamento se mezclaran con los paganos y
presenciaran sus prácticas idólatras; pues sabía muy bien que la
familiaridad con el mal iría corrompiendo insensiblemente los sanos
principios. Ponía el mayor cuidado en excluir toda forma de religión
falsa y en hacer comprender a los suyos la majestad y gloria del Dios
viviente como único objeto del culto.

Fue un sabio arreglo, dispuesto por Dios mismo, el aislar a su pueblo,


en lo posible, de toda relación con los paganos, para hacer de él un
pueblo separado, que no se contase entre las naciones. Él había
separado a Abraham de sus parientes idólatras, para que el patriarca
pudiera capacitar y educar a su familia alejada de las influencias
seductoras que la hubieran rodeado en Mesopotamia, y para que la
verdadera fe fuera conservada en su pureza por sus descendientes, de
generación en generación.

Su propio ejemplo, la silenciosa influencia de su vida cotidiana, era una


constante lección. La integridad inalterable, la benevolencia y la desinteresada
cortesía, que le habían granjeado la admiración de los reyes, se manifestaban
en el hogar. Había en esa vida una fragancia, una nobleza y una dulzura de
carácter que revelaban a todos que Abraham estaba en relación con el cielo.
No descuidaba siquiera al más humilde de sus siervos. En su casa no había una
ley para el amo, y otra para el siervo; no había un camino real para el rico, y
otro para el pobre. Todos eran tratados con justicia y compasión, como
coherederos de la gracia de la vida.

Él “mandará a su casa después de sí”. En Abraham no se vería negligencia


pecaminosa en lo referente a restringir las malas inclinaciones de sus hijos, ni
tampoco habría favoritismo imprudente, indulgencia o debilidad; no sacrificaría
su convicción del deber ante las pretensiones de un amor mal entendido.
Abraham no solo daría la instrucción apropiada, sino que mantendría la
autoridad de las leyes justas y rectas.

¡Cuán pocos son los que siguen este ejemplo en la actualidad! Muchos
padres manifiestan un sentimentalismo ciego y egoísta, un mal
llamado amor, que deja a los niños gobernarse por su propia voluntad
cuando su juicio no se ha formado aún y los dominan pasiones
indisciplinadas. Esto es ser cruel hacia la juventud, y cometer un gran
mal contra el mundo. La indulgencia (descuido) de los padres provoca
muchos desórdenes en las familias y en la sociedad. Confirma en
los jóvenes el deseo de seguir sus inclinaciones, en lugar de someterse
a los requerimientos divinos. Así crecen con aversión a cumplir la
voluntad de Dios, y transmiten su espíritu irreligioso e insubordinado a
sus hijos y a sus nietos. Así como Abraham, los padres deberían
“mandar a su casa después de sí”. Enséñese a los niños a obedecer a la
autoridad de sus padres, e impóngase esta obediencia como primer
paso en la obediencia a la autoridad de Dios.

El poco aprecio en que aun los dirigentes religiosos tienen la ley de Dios ha
producido muchos males. La enseñanza tan generalizada de que los estatutos
divinos ya no están en vigencia es, en sus efectos morales sobre las personas,
semejante a la idolatría. Aquellos que procuran disminuir los requerimientos de
la santa ley de Dios están socavando directamente el fundamento del gobierno
de familias y naciones. Los padres religiosos que no andan en los estatutos de
Dios, no mandan a su familia que siga el camino del Señor. No hacen de la ley
de Dios la norma de la vida. Los hijos, al fundar sus propios hogares, no se
sienten obligados a enseñar a sus propios hijos lo que nunca se les enseñó a
ellos. Y este es el motivo por lo cual hay tantas familias impías; esta es la
razón por la que la depravación se ha arraigado y extendido tanto.

Mientras que los mismos padres no anden conforme a la ley del Señor con
corazón perfecto, no estarán preparados para “mandar a sus hijos después de
sí”. Es preciso hacer en este respecto una reforma amplia y profunda. Los
padres deben reformarse. Los ministros necesitan reformarse; necesitan a Dios
en sus hogares. Si quieren ver un estado de cosas diferente, han de dar la
Palabra de Dios a sus familias, y tienen que hacerla su consejera. Deben
enseñar a sus hijos que esta es la voz de Dios a ellos dirigida y que deben
obedecerle implícitamente. Deben instruir con paciencia a sus hijos; bondadosa
e incesantemente deben enseñarles a vivir para agradar a Dios. Los hijos de
tales familias estarán preparados para hacer frente a los sofismas de la
incredulidad. Aceptaron la Biblia como base de su fe, y por consiguiente, tienen
un fundamento que no puede ser barrido por la ola de escepticismo que se
avecina.

En muchos hogares, se descuida la oración. Los padres creen que no


disponen de tiempo para el culto matutino o vespertino. No pueden
invertir unos momentos en dar gracias a Dios por sus abundantes
misericordias, por el bendito sol y las lluvias que hacen florecer la
vegetación, y por el cuidado de los santos ángeles. No tienen tiempo
para orar y pedir la ayuda y la dirección divinas, y la permanente
presencia de Jesús en el hogar. Salen a trabajar como va el buey o el
caballo, sin dedicar un solo pensamiento a Dios o al cielo. Poseen
almas tan preciosas que para que no sucumbieran en la perdición
eterna, el Hijo de Dios dio su vida por su rescate; sin embargo, tienen
muy poco aprecio por las grandes bondades del Señor.

Al igual que los patriarcas de la antigüedad, los que profesan amar a


Dios deben levantar un altar al Señor en todo lugar que se establezcan.
Si alguna vez hubo un tiempo cuando todo hogar ha de ser una casa de
oración, es ahora. Los padres y las madres tienen que elevar sus
corazones a menudo hacia Dios para suplicar humildemente por ellos
mismos y por sus hijos. Que el padre, como sacerdote de la familia,
ponga sobre el altar de Dios el sacrificio de la mañana y de la noche,
mientras la esposa y los niños se le unen en oración y alabanza. Jesús
se complace en morar en un hogar tal.

De todo hogar cristiano debería irradiar una santa luz. El amor debe
expresarse con hechos. Ha de manifestarse en todas las relaciones del
hogar y revelarse en una amabilidad atenta, en una suave y
desinteresada cortesía. Hay hogares donde se pone en práctica este
principio, hogares donde se adora a Dios, y donde reina el amor
verdadero. De estos hogares, de mañana y de noche, la oración
asciende hacia Dios como un dulce incienso, y las misericordias y las
bendiciones de Dios descienden sobre los suplicantes como el rocío de
la mañana.

Un hogar piadoso bien dirigido constituye un argumento poderoso en


favor de la religión cristiana, un argumento que el incrédulo no puede
negar. Todos pueden ver que una influencia trabaja en la familia y
afecta a los hijos, y que el Dios de Abraham está con ellos. Si los
hogares de los profesos cristianos tuviesen el debido molde religioso,
ejercerían una gran influencia en favor del bien. Serían, ciertamente,
“la luz del mundo”. El Dios del cielo habla a todo padre fiel por medio
de las palabras dirigidas a Abraham: “Yo sé que mandará a sus hijos, y
a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová haciendo
justicia, y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha
hablado acerca de él”.

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