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La región más fértil de toda Palestina era el valle del Jordán, que a todos
aquellos que lo veían les recordaba el paraíso perdido, pues igualaba en
hermosura y producción a las llanuras fertilizadas por el Nilo que hacía tan
poco tiempo habían dejado. También había ciudades, ricas y hermosas, que
invitaban a hacer provechosas ganancias mediante el intercambio comercial en
sus concurridos mercados. Ofuscado por sus visiones de ganancias materiales,
Lot pasó por alto los males morales y espirituales que encontraría allí. Los
habitantes de la llanura eran “malos y pecadores para con Jehová en gran
manera”, pero Lot ignoraba eso, o si lo sabía, le dio poca importancia.
“Entonces Lot escogió para sí toda la llanura del Jordán”, “y fue poniendo sus
tiendas hasta Sodoma”. Vers. 13, 11. ¡Cuán mal previó los terribles resultados
de esa elección egoísta!
En una visión nocturna, Abraham oyó otra vez la voz divina: “No temas,
Abram, yo soy tu escudo, y tu recompensa será muy grande”. Génesis 15:1.
Pero Abraham estaba tan deprimido por los presentimientos que esta vez no
pudo aceptar la promesa con absoluta confianza como lo había hecho antes.
Rogó que se le diera una evidencia tangible de que la promesa sería cumplida.
¿Cómo iba a cumplirse la promesa del pacto, mientras se le negaba la dádiva
de un hijo? “¿Qué me darás, si no me has dado hijos y el mayordomo de mi
casa es ese Eliezer, el damasceno? Dijo también Abram: “Como no me has
dado prole, mi heredero será un esclavo nacido en mi casa”. Vers. 2, 3. Se
proponía adoptar a su fiel siervo Eliezer como hijo y heredero. Pero se le
aseguró que un hijo propio había de ser su heredero. Entonces Dios lo llevó
fuera de su tienda, y le dijo que mirara las innumerables estrellas que brillaban
en el firmamento; y mientras lo hacía le fueron dirigidas las siguientes
palabras: “Así será tu descendencia”. “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado
por justicia”. Vers. 5; Romanos 4:3.
Aun así el patriarca suplicó que se le diera una señal visible para confirmar su
fe, y como evidencia para las futuras generaciones de que los bondadosos
propósitos que Dios tenía con ellas se cumplirían. El Señor se dignó concertar
un pacto con su siervo, empleando las formas acostumbradas entre los
hombres para la ratificación de contratos solemnes. En conformidad con las
indicaciones divinas, Abraham sacrificó una novilla, una cabra y un carnero,
cada uno de tres años de edad, dividió cada cuerpo en dos partes y colocó las
piezas a poca distancia la una de la otra. Añadió una tórtola y un palomino,
que no fueron partidos. Hecho esto, Abraham pasó reverentemente entre las
porciones del sacrificio, e hizo un solemne voto a Dios de obediencia perpetua.
Cuando hacía casi veinticinco años que Abraham estaba en Canaán, el Señor
se le apareció y le dijo: “Yo soy el Dios Todopoderoso. Anda delante de mí y sé
perfecto”. Véase Génesis 17:1-16. Con reverencia el patriarca se postró, y el
mensaje continuó así: “Este es mi pacto contigo: Serás padre de
muchedumbre de gentes”. Como garantía del cumplimiento de este pacto, su
nombre, que hasta entonces era Abram, fue cambiado en “Abraham”, que
significa: “padre de muchedumbre de gentes”. El nombre de Sarai se cambió
por el de Sara, “princesa”; pues, dijo la divina voz, “vendrá a ser madre de
naciones; reyes de pueblos serán de ella”.
“La comunión íntima de Jehová es con los que lo temen”. Salmos 25:14.
Abraham había honrado a Dios, y el Señor lo honró, haciéndole partícipe de
sus consejos, y revelándole sus propósitos. “¿Encubriré yo a Abraham lo que
voy a hacer?” dijo el Señor. Véase Génesis 18:17-33. Dios conocía bien la
medida de la culpabilidad de Sodoma; pero se expresó a la manera de los
hombres, para que la justicia de su trato fuese comprendida. Antes de
descargar sus juicios sobre los transgresores, iría él mismo a examinar su
conducta; si no habían traspasado los límites de la misericordia divina, les
concedería todavía más tiempo para que se arrepintieran.
¡Cuán pocos son los que siguen este ejemplo en la actualidad! Muchos
padres manifiestan un sentimentalismo ciego y egoísta, un mal
llamado amor, que deja a los niños gobernarse por su propia voluntad
cuando su juicio no se ha formado aún y los dominan pasiones
indisciplinadas. Esto es ser cruel hacia la juventud, y cometer un gran
mal contra el mundo. La indulgencia (descuido) de los padres provoca
muchos desórdenes en las familias y en la sociedad. Confirma en
los jóvenes el deseo de seguir sus inclinaciones, en lugar de someterse
a los requerimientos divinos. Así crecen con aversión a cumplir la
voluntad de Dios, y transmiten su espíritu irreligioso e insubordinado a
sus hijos y a sus nietos. Así como Abraham, los padres deberían
“mandar a su casa después de sí”. Enséñese a los niños a obedecer a la
autoridad de sus padres, e impóngase esta obediencia como primer
paso en la obediencia a la autoridad de Dios.
El poco aprecio en que aun los dirigentes religiosos tienen la ley de Dios ha
producido muchos males. La enseñanza tan generalizada de que los estatutos
divinos ya no están en vigencia es, en sus efectos morales sobre las personas,
semejante a la idolatría. Aquellos que procuran disminuir los requerimientos de
la santa ley de Dios están socavando directamente el fundamento del gobierno
de familias y naciones. Los padres religiosos que no andan en los estatutos de
Dios, no mandan a su familia que siga el camino del Señor. No hacen de la ley
de Dios la norma de la vida. Los hijos, al fundar sus propios hogares, no se
sienten obligados a enseñar a sus propios hijos lo que nunca se les enseñó a
ellos. Y este es el motivo por lo cual hay tantas familias impías; esta es la
razón por la que la depravación se ha arraigado y extendido tanto.
Mientras que los mismos padres no anden conforme a la ley del Señor con
corazón perfecto, no estarán preparados para “mandar a sus hijos después de
sí”. Es preciso hacer en este respecto una reforma amplia y profunda. Los
padres deben reformarse. Los ministros necesitan reformarse; necesitan a Dios
en sus hogares. Si quieren ver un estado de cosas diferente, han de dar la
Palabra de Dios a sus familias, y tienen que hacerla su consejera. Deben
enseñar a sus hijos que esta es la voz de Dios a ellos dirigida y que deben
obedecerle implícitamente. Deben instruir con paciencia a sus hijos; bondadosa
e incesantemente deben enseñarles a vivir para agradar a Dios. Los hijos de
tales familias estarán preparados para hacer frente a los sofismas de la
incredulidad. Aceptaron la Biblia como base de su fe, y por consiguiente, tienen
un fundamento que no puede ser barrido por la ola de escepticismo que se
avecina.
De todo hogar cristiano debería irradiar una santa luz. El amor debe
expresarse con hechos. Ha de manifestarse en todas las relaciones del
hogar y revelarse en una amabilidad atenta, en una suave y
desinteresada cortesía. Hay hogares donde se pone en práctica este
principio, hogares donde se adora a Dios, y donde reina el amor
verdadero. De estos hogares, de mañana y de noche, la oración
asciende hacia Dios como un dulce incienso, y las misericordias y las
bendiciones de Dios descienden sobre los suplicantes como el rocío de
la mañana.