Me resultó francamente imposible interrumpir la lectura del texto, empujándome a
conseguir el libro completo para dedicarle una lectura más cuidadosa y completa. Así que por ahí iría el primer comentario a propósito del texto de Huberman, una “rara avis” en un campo como el de la academia, en que cada vez cuesta más producir lecturas tan estimulantes y provocadoras como ésta en cuestión. Los esfuerzos de Huberman, en su intención de remontar la tradición de Aby Warburg, Walter Benjamin y Carl Einstein, se orientan a polemizar con las concepciones hegemónicas sobre las relaciones entre tiempo, imagen e historia. En ese marco, polarizando con las propuestas líneales y progresivas tradicionales del liberalismo que fundó los estudios históricos sobre el arte, Huberman reivindica la potencia del anacronismo -aunténtica bestia negra de la disciplina- para expresar “la exuberancia, la complejidad, la sobredeterminación de las imágenes” (p.18). Cuestionando la historia “eucrónica” -aquella que básicamente analiza “el artista y su tiempo”- Huberman exige “un choque, un desgranamiento del velo, una irrupción de lo anacrónico, -parafraseando a Proust y Benjamin- una “memoria involuntaria”. Esa potencia del anacronismo nos permite pensar a la historia tradicional como un “montaje” de tiempos heterogéneos. En ese marco, la “temporalidad” de la imagen no será reconocida como tal en “tanto el elemento histórico que la produce no se vea dialectizado por el elemento anacrónico que la atravieza”. Frente al orden cronológico y estamentado por la disciplinas tradicionales, Huberman señala que el objeto de la historia no es más que “una organización de anacronismos sutiles: fibras de tiempos entremezclados, campo arqueológico a descifrar”. Ese campo, no tiene aquel nombre ya, sino que Huberman lo define como “Memoria” ya que, “es a ella a quien el historiador convoca”. Psíquica en su proceso y anacrónica en sus efectos de montaje, Huberman exige anclar la memoria en el inconsciente y su dimensión anacrónica. Esa memoría anclada en el inconsciente, será traducida por Huberman en términos de síntoma: “sólo hay historia de los síntomas”, aludiendo a aquello que aparece, sobreviene, interrumpe el curso normal de las cosas según la ley: “¿Qué es un síntoma sino precisamente la extraña conjunción de la diferencia y la repetición? La “atención a lo repetitivo” y a los tempi siempre imprevisibles de sus manifestaciones -el síntoma como juego no cronológico de latencias y de crisis-, he allí la más simple justificación de una necesaria inserción del anacronismo en los modelos de tiempo utilizados por el historiador” (p. 45). En ese sentido, retoma los aportes de Nietzsche y Freud, para replantear la imagen desde un doble movimiento critico: una teoría crítica de la historia y su tiempo cronológico, y una teoría crítica de la representación sostenida en la noción de inconsciente. En el apartado “Constelación del Anacronismo: La Historia del Arte ante nuestro tiempo”, Huberman reconstruye el pensamiento de una serie de autores, que permiten profundizar sus críticas a las concepciones lineales de la historia. Lo que le permite aunar en el análisis a Aby Warburg, Walter Benjamin y Carl Einstein, es que han hecho de la imagen “un verdadero centro neurálgico, la clavija dialéctica por excelencia” de la vida histórica en general”. Fundamentalmente alrededor del Montaje, tanto cómo lógica de despliegue histórico de distintas temporalidades, tanto cómo método de indagación “ante la imagen” y “ante el tiempo”, Huberman utiliza el ascendiente de Warburg, Benjamin y Einstein, para sostener una triple apuesta arqueológica -que ahonda en los espesores del olvido de la historia del arte-, anacrónica -para remontarnos siempre desde el malestar actual-, y prospectiva, para reinventar los conceptos marcados por la historia (el “orígen” de Benjamín, la “supervivencia” de Warburg, o la “modernidad” de Einstein), como clave potencial para interpretar el valor artísticos desde la antigüedad de Plinio el Viejo, hasta nuestros días.