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Por las grietas del realismo nacional: Poéticas “otras” en la

narrativa peruana del siglo XX


1. Literatura, realismo y nación
Mi intención en este ensayo es aventurar una historia imperfecta, por lo breve y fragmentaria, de las poéticas no
realistas de la narrativa peruana del siglo XX. Me interesan los textos y autores que rechazan, cuestionan o
transforman de maneras diversas, desde estéticas a veces antagónicas, ciertos deberes históricamente asumidos por
el escritor peruano: trabajar con la realidad nacional y participar en la consolidación de una identidad colectiva, dos
misiones íntimamente ligadas en el Perú y en América Latina. Mi entusiasmo por este tema se debe a que, estando
como estamos en una crisis de la nación como categoría estética única, interrogarse por un pasado ajeno al realismo
implica trazar analogías y filiaciones. Sabemos que los escritores y los libros no se definen ya en términos nacionales,
pero tendemos a pensar que en otros tiempos sí lo hicieron y de modo exclusivo, creencia con la que quiero jugar en
las siguientes páginas. Puesto que parto de una definición negativa, veo la necesidad de explorar con la mayor
amplitud posible qué se puede entender por lo “no realista” y lo “no nacional”, dos objetos de estudio que en el fondo
constituyen propuestas de apertura y diversidad. Empiezo con la pregunta por el realismo nacional peruano, corriente
que ha dominado tanto la literatura del país como nuestras ideas sobre su “carácter”, para usar un término de fuerte
carga esencialista. Sospecho desde ya que la supuesta “naturaleza” realista y nacional de la literatura peruana está
lejos de ser una fortaleza inexpugnable.

En su influyente libro La república mundial de las letras, la crítica francesa Pascale Casanova sostiene que el realismo
suele predominar en las tradiciones literarias de las naciones en formación (2001, 258-62). El predominio de la
estética realista se explica por la creencia, que para ser eficaz debe ser compartida por todos los actores de la
literatura, en su especial capacidad para representar, problematizar y tal vez hasta solucionar los asuntos más
trascendentes de una realidad social y política que se presenta como frágil o incompleta. Dicha capacidad de
representación, en la que parece alentar una aspiración mesiánica de comprensión total, es constitutiva del
autorretrato que elabora de sí el realismo narrativo peruano del siglo XX, un régimen literario que, de acuerdo con
Peter Elmore, se ve transido por una demanda ética y asediado por un trauma colectivo: “en el centro de las ficciones
palpita el deseo de dar cuenta (sin duda, de formas muy distintas) de lo ardua y compleja que es la relación entre los
peruanos y la realidad en la que se insertan” (2009, 10).(1) Así como Silvio Lombardi, el personaje del cuento de Julio
Ramón Ribeyro, se obsesiona con descifrar el mensaje del rosedal, el realismo peruano está fascinado con el conflicto
entre el individuo, sujeto heterogéneo que se quiebra en múltiples senderos socioeconómicos y étnico-raciales, y una
sociedad estrictamente localizada en sus coordenadas históricas. En el Perú del siglo pasado y en los países que
persiguen una identidad, la obsesión del realismo descansa, pues, en la illusio de que sus formas albergan una
intimidad especial con la vida y el desarrollo de la nación, con lo cual se puede hablar de un “realismo nacional”.(2)

Sin duda es riesgoso generalizar y sostener, aunque tal vez al hacerlo no estemos tan lejos de la verdad, que, a lo
largo del siglo XX, el Perú, entendido como problema y posibilidad –para citar el ensayo de 1931 de Jorge Basadre–,
como fuente de dramas y esperanzas delimitados por los límites de la comunidad nacional, fue la preocupación
principal de los intelectuales y artistas más recordados y determinantes del país. Para concretizar esta declaración,
basta enlazar dos momentos muy alejados en el tiempo, pero altamente simbólicos respecto del duradero vínculo
entre literatura, realismo y nación: a finales del siglo XIX, la Guerra del Pacífico (1879-1883) había hecho necesario
un proceso de reconstrucción nacional. Resulta evidente para quienes participen del campo cultural peruano que
Manuel González Prada, el mayor intelectual peruano de la época, sobrevive hoy en la conciencia colectiva por sus
discursos políticos, dirigidos a intervenir en el país y transformarlo, antes que por su poesía posromántica y
modernista.(3) Cien años más tarde, el siglo se cerraría con el conflicto interno entre el estado y el grupo terrorista
Sendero Luminoso (1980-2000), que dio lugar a la dictadura de Alberto Fujimori (1990-2000). Esta sombría pareja de
décadas ha dejado una profunda huella en la llamada literatura de la violencia política, una veta de la producción
narrativa de inicios del presente siglo que goza de amplia visibilidad y circulación tanto dentro como fuera del campo
literario peruano: una visibilidad y una circulación más intensas que las de las poéticas no realistas, y que podrían
responder a la mencionada intimidad entre el realismo y la nación.(4) Aparentemente, en el espacio de la literatura y,
en particular, en el de la narrativa de ficción, el realismo nacional ha sido la estética privilegiada para intentar
responder a la longeva preocupación de la intelligentsia por los problemas y posibilidades del Perú.

Afirmar el carácter hegemónicamente realista de la narrativa peruana equivale a reproducir un lugar común de la
crítica literaria que descansa, es difícil negarlo, en la evidencia de los textos y en la acumulación literaria de varias
décadas. No obstante, y en esto quiero incidir con firmeza, dicha afirmación forma parte de un relato, de una versión
de la historia de los textos, que requiere del olvido, la selección y la interpretación para ser verosímil. No cabe duda
que la turbulenta historia nacional del siglo pasado gravitó decisivamente sobre nuestros creadores y sus proyectos,
orientando a muchos de ellos hacia el paradigma realista. Sin embargo, tampoco deja de ser cierto que los críticos
tenemos cierta responsabilidad en la elaboración, promoción y defensa de los relatos existentes sobre el desarrollo de
la literatura. Dentro del relato crítico preferido, la elección de formas no realistas, o el tratamiento de asuntos no
nacionales en literatura –dos opciones que no se pueden separar– supone una práctica minoritaria que debe soportar
los juicios de quienes la tachan de escapista, o, por otro lado, el dudoso rescate de quienes pretenden justificar su
existencia con atribuciones de un realismo velado. Asumo aquí una dirección distinta: me propongo delinear otro
relato crítico, contar una historia paralela de esta literatura, respetando su derecho a una especificidad estética y
reconociendo, cuando los haya, sus lazos con el realismo. En otras palabras, busco poner en primer plano los
“espacios otros” de la narración peruana, para adoptar la conocida fórmula de Michel Foucault.
El carácter reducido y dominado de las líneas no realistas de la literatura peruana, su carácter de otredad, nos
permite agrupar estas formas literarias, a pesar de sus diferencias, en un mismo conjunto con miras a su inserción en
una cronología comentada. Habrá quien cuestione la idoneidad de formar este conjunto, objeción legítima a la que se
deberá responder con futuros estudios, menos breves y limitados que este. El factor común entre esas formas
literarias es que, en lugar de ocultarla para hacerse pasar por ventanas transparentes, exponen abiertamente su
propia naturaleza literaria y artificial, con lo cual demuestran, como sostiene Gustavo Faverón Patriau, “una sospecha
sobre la mentirosa transparencia del signo realista, un afán de distanciar la realidad de la forma en que la realidad es
dicha” (2009, 8). En lo que sigue, procuraré alejarme de las percepciones imperantes acerca de la literatura peruana
para ofrecer una visión alternativa de su proceso a lo largo del siglo XX. Me concentraré en la narrativa de ficción y,
en particular, en la literatura fantástica, la literatura “rara” o imaginativa y la metaficción, tres vertientes a la vez
durables y esporádicas del patrimonio literario nacional que aparecen y desaparecen en el transcurso de las décadas
sin aparente ilación.(5) Con tal objetivo en mente, seleccionaré autores y libros emblemáticos, algunos de ellos más
canónicos que otros, haciendo hincapié en los diálogos intertextuales que nos permiten referirnos a una tendencia
histórico-literaria articulada.(6) Para terminar, discutiré brevemente cómo estas poéticas han influido en los creadores
de las primeras dos décadas del siglo XXI.

Aunque puede parecer inusual, un adecuado punto de partida para bosquejar la historia de las literaturas no realistas
del Perú se encuentra fuera del país: en 1966, el crítico uruguayo Ángel Rama publica la antología Aquí cien años de
raros, en cuyo prólogo pretende dar cuenta de una línea secreta de la literatura uruguaya, una tendencia paralela al
realismo y distinta de la literatura fantástica que define como “literatura imaginativa” (1966, 9). Distante de las leyes
de la causalidad, rica en ingredientes oníricos y emparentada con el surrealismo, esta literatura excéntrica y
exploratoria, también conocida como excéntrica o rara, se inicia con los Cantos de Maldoror (1869) de Isidore
Ducasse y suma a autores tan renombrados como Felisberto Hernández, Horacio Quiroga, Armonía Somers y Marosa
Di Giorgio. Esta línea continúa evolucionando en el siglo XXI y fuera de Uruguay gracias a autores como César Aira,
Mario Bellatin, Carlos Yushimito o Samanta Schweblin. Todos ellos produjeron o siguen produciendo obras en las que
aflora, según Rama, una especial tensión entre el sujeto y la realidad, expresada mediante lo que denomina un
“realismo profundo” que integra los distintos niveles de la conciencia y el inconsciente: “estamos en presencia de un
desequilibrio entre hombre y mundo que cabe analizar sin voluntad peyorativa o enjuiciadora, por cuanto el arte
emergente de ese conflicto, que puede estar más que justificado históricamente, no elude, sino que reconoce
críticamente la realidad, a la cual expresa en el nivel y en la complejidad de una intensa vivencia personal” (1966, 9).
Este desequilibrio resulta productivo, pues convierte a la realidad en un problema que hay que descifrar y en el sujeto
descifrador en otro enigma productivo. En ese sentido, no conduce a la evasión, sino a un conocimiento más
estratificado de lo que consideramos “real” y de cómo la mente, con sus armas artísticas y literarias, procura
aprehenderlo.

Sostengo la posibilidad de ubicar, no solo en la literatura imaginativa sino en otras modalidades de la ficción no
realista, una reelaboración subjetiva y experiencial de contenidos reales –es decir, siguiendo a Lúkacs y Auerbach,
históricos y sociales– que prescinde de la categoría de “objetividad”, y, al desligarse de la noción de transparencia del
signo literario, deslinda su terreno frente a la pretendida descripción neutral del documento sociológico, aunque no
por ello rechace la intermediación del texto en la relación del individuo con el mundo. De hecho, estas poéticas
postulan mediaciones alternativas para reelaborar la realidad y, en sus plasmaciones más autorreflexivas, incluso
llaman la atención del lector sobre su condición de texto, de artefacto construido. Significativamente, todos los
ejemplos no realistas que analizo aquí son, en alguna medida, metaficcionales, puesto que evitan propiciar en el
lector “la creencia de que la representación y el mundo son idénticos” (Faverón Patriau 2009, 8). Al ofrecer
representaciones inusuales del mundo, siempre desde la perspectiva de algún sujeto que realiza una experiencia de
gran densidad psíquica y afectiva, la literatura no realista fomenta un acercamiento crítico a la realidad y, también, a
los instrumentos verbales que fabricamos para conocerla. Adicionalmente, la literatura no realista no se erige como el
discurso literario privilegiado para diagnosticar ni resolver los males de la nación; de hecho, se convierte en un
espacio de autocrítica que alcanza al realismo y lo examina, desnudando y exhibiendo sus ilusiones, sus anteojeras
literarias, políticas e ideológicas. Por último, la literatura no realista del siglo XX se adelanta y va preparando el
camino para la fase posnacional de la ficción peruana, que en las primeras décadas del siglo XXI ha abierto su
limitado cerco para abrirse a otras conexiones y problemáticas.

2. Modernismo y vanguardia: Palma, Valdelomar y Vallejo


El nombre que debe abrir esta historia le pertenece al modernista Clemente Palma (1872-1946), escritor
eminentemente cosmopolita, valorado en las historias de la literatura como uno de los pioneros del género fantástico,
el gótico, el decadentismo y la ciencia ficción en el Perú.(7) En su vida pública, Clemente Palma desplegó una
presencia activa y controversial: racista declarado, periodista y director de revistas culturales, curador de la Biblioteca
Nacional y diputado leguiísta durante el Oncenio, se destacó, sobre todo, como cuentista, aunque también se lo
recuerda por su novela de ciencia ficción XYZ. Es generalmente aceptado que la obra central de Palma son
los Cuentos malévolos, libro de cuentos que se publicó en Barcelona en 1904. El título señala un rasgo capital de la
voz narrativa: sea en primera persona o en tercera, el narrador de Palma suele experimentar un goce sádico,
edulcorado por un sentimentalismo romántico, al relatar sus historias truculentas, lo que lo convierte en un
espectáculo en sí mismo, un poco a la manera de los narradores crueles de la escritora argentina Silvina Ocampo. En
“Los canastos”, un narrador-testigo de estirpe nihilista afirma volverse cruel durante el invierno y se deleita
contemplando a un sordo que pierde su carga en un río. Situado en un escenario artificial y literario, este cuento de
ambiente ruso señala una característica que se repite en la colección entera: las ciudades innominadas alternan con
los mundos mitológicos, bíblicos y oníricos, espacios textuales teñidos por la intensa experiencia personal de un
narrador o protagonista que excava en el subsuelo de la subjetividad y, no pocas veces, se topa en ella con los
distintos rostros del mal.
Para profundizar en la opción no realista de Palma, hay que detenerse en el mejor logrado de los Cuentos malévolos,
el relato “La Granja Blanca”. Cuento que investiga las trampas de la percepción, su protagonista y narrador es un
estudiante de filosofía que sostiene, aprovechando las teorías filosóficas de un modo que luego Borges haría famoso –
es decir, como metáforas catalizadoras de la ficción–, que la vida y la muerte no son realidades objetivas, sino
sombras igualmente tenues en la divina mente de un Gran Soñador. Esta tesis se pone en escena a través de la
historia romántica del narrador y Cordelia, que enferma de malaria justo antes de su matrimonio. La pregunta por si
ella fallece o no es la clave del cuento. La crisis resultante precipita a su novio en una realidad paralela, situada en el
escenario gótico de la Granja Blanca, donde ella ha sobrevivido y tienen una hija. Su felicidad se ve truncada por la
desaparición de Cordelia y la llegada del maestro del estudiante, quien le revela que, de acuerdo con la opinión
general, Cordelia había fallecido dos años atrás, antes de que pudieran casarse. La existencia de la niña, a quien el
narrador ve como una reencarnación de su amada y como una posible prueba de la realidad de los últimos meses, no
valida su punto de vista, pues es sugerido que podría tratarse de una fantasía materializada o de un don satánico.
Como se ve, un conjunto de tópicos clásicos aflora aquí: el mundo como ilusión, el pacto diabólico, la relación mágica
entre el retrato y la modelo, tema de un célebre cuento de Poe, “El retrato oval”. El interés de “La Granja Blanca” es
fácil de ponderar desde una perspectiva alimentada por los temas de la posmodernidad y la deconstrucción, puesto
que su desenlace no dictamina una separación estricta entre una realidad objetiva y un delirio subjetivo, sino que
complica la pareja de opuestos realidad/delirio. Ya que las perspectivas enfrentadas no se resuelven en un veredicto
transparente, el lector emerge de la lectura habiendo problematizado y ampliado sus propias nociones. En un mundo
ficcional poblado por espejos, retratos y copias, el original se diluye, la verdad se pierde y los afectos reclaman su
espacio. “La Granja Blanca” sugiere que el punto de vista del outsider, el sujeto que se sitúa fuera de la comunidad
nacional, es capaz de poner en crisis la objetividad colectiva y las verdades aceptadas.

Con Palma, tenemos una confluencia de hegemonías extrarrealistas que resulta significativa para nuestra tesis:
primero, se trata de un autor ajeno al realismo que, no obstante, ocupa un sitial de excepción en el canon; segundo,
en su obra personal, el centro está ocupado por un género menor, el cuento, practicado a partir del reciclaje de
estéticas europeas y decididamente apartado del presunto cauce principal de la literatura del país. El caso de
Abraham Valdelomar (1888-1919), miembro del canon en virtud de su realismo, es opuesto al de Palma. En un
ensayo de El sol de Lima, Luis Loayza establece una dicotomía entre el Valdelomar inauténtico, el imitador del
arquetipo del dandy que se apropia ilegítimamente de los modelos literarios y vitales europeos, y el Valdelomar
central y verdadero, aquel que se muestra en ciertos fragmentos luminosos, particularmente las cartas a su madre y
los cuentos realistas de asunto infantil (Loayza 2010, 145). El conocido poema “Tristitia” y el cuento “El vuelo de los
cóndores” son ejemplos de la estética rescatada por Loayza, cuya visión de Valdelomar, desde mi perspectiva, ha
contribuido decisivamente a formar la opinión mayoritaria sobre el escritor pisqueño. Ahora bien, el gesto crítico del
autor de El sol de Lima es problemático en varios sentidos; en especial, por su implícita valoración del realismo como
un medio transparente, neutral y objetivo de la autenticidad. El resultado del juicio de Loayza es opacar el carácter
artificial y construido de la totalidad de la obra de Valdelomar y, además, condenar interesantes sectores de su
literatura en función de una inautenticidad que, a fin de cuentas, es la condición ineludible de todo artefacto literario.
En particular, Loayza parece desdeñar textos notables como La ciudad de los tísicos, novela corta publicada por
entregas entre 1910 y 1911 que acusa una impronta del decadentismo.

Así como “La Granja Blanca” reflexiona sobre los engaños de la objetividad, La ciudad de los tísicos coloca en primer
lugar la problemática de la representación. Híbrido fragmentario que orquesta la narración, la ékfrasis, las cartas y los
poemas interpolados, el texto dota de la mayor visibilidad al documento, con su retórica y sus convenciones, como
mediador de la experiencia en el ámbito de la literatura. El relato es desplegado por la voz de un anónimo narrador
extranjero de talante esteticista y dicción poética que está en el Perú –un Perú extrañado y carente de topónimos–
para visitar la tumba de su amigo francés Abel Rosell, quien ha fallecido en el pueblo serrano al que peregrinó para
curarse de la enfermedad más espiritual y romántica del siglo XIX. Allí, un puñado de extranjeros con inclinaciones
artísticas y conexión directa con París ha fundado una comunidad hermética y posnacional, definida por la persecución
agónica de la belleza y del amor: un amor con tintes perversos y necrofílicos que hace recordar, por otra vía, a Palma.
Interesantemente, si Palma había ensalzado la mirada del outsider, Valdelomar abandona la comunidad nacional para
centrarse en los pequeños grupos, los círculos cerrados de estetas, maniobra mediante la cual se engancha con una
vertiente especial de la narrativa latinoamericana: la que desafía los contornos de la nación a través de los círculos de
vanguardia y neovanguardia (Castañeda 2015). En La ciudad de los tísicos, la imagen de esta comunidad entregada
al goce efímero de los sentidos, con predilección por el olfato y los perfumes, es tanto más íntima y fantasmagórica
cuanto que las vivencias de esas sombras que son sus miembros alcanzan al lector por vía epistolar. Las cartas de
Abel, filtradas por el texto y la conciencia del narrador, desrealizan y subjetivizan aquel mundo tenue y refinado. Los
lectores de Valle-Inclán y, en particular, de las Sonatas advierten enseguida los vínculos entre el cuarteto del autor
gallego y la obra estetizante de Valdelomar, tanto en su poética como en su ideología antimoderna, que condena la
minería, la industria y la modernización. El final de la novela corta es claro en su mensaje: la viuda de Liniers,
habitante de la ciudad de los tísicos, intenta persuadir al narrador de que el ensueño y el misterio son superiores a la
realidad. La representación, mientras más vaga y onírica sea, y mientras más se aleje del realismo, mejor cuenta da
de las cosas.

El tránsito del modernismo a la vanguardia es fructífero para los disidentes del realismo. No hay más que mencionar
la aparición de La casa de cartón (1928), la novela lírica de Martín Adán (1908-1985), para dar con un texto
indudablemente canónico y, a la vez, subversivo frente a las convenciones de la poética favorecida por el canon. La
casa de cartón, como todo texto vanguardista, tiene la misión de poner en crisis la maquinaria del realismo: en
concreto, estamos ante un bildungsroman atípico, habitado por un sujeto evanescente cuyo yo fragmentado
cuestiona, como sostengo en otro lugar, la lógica esperada de la maduración y la adultez (Castañeda 2008). No voy a
extenderme más con Adán, ya que su obra ha sido objeto de innumerables análisis. Por el contrario, considero
oportuno traer a colación un sector relativamente olvidado de otra presencia capital de los años veinte, la de César
Vallejo (1892-1938). Son pocos los lectores que se animarían a cuestionar el incontrastable prestigio del Vallejo
poeta; la alta valoración de su poesía tiene, sin embargo, la desafortunada consecuencia de oscurecer sus también
valiosas facetas de narrador, dramaturgo, ensayista y periodista. Los dos aportes narrativos en los que Vallejo se
distanció más del realismo son el libro de cuentos Escalas y el relato extenso Fabla salvaje, dos publicaciones de 1923
que guardan una íntima relación con la lírica de su autor, en especial por la densidad poética de la prosa: en Vallejo,
la distinción entre géneros es otro eje categorial bajo escrutinio. En ambos textos el tema del doble, que según
Todorov es una seña de identidad de las ficciones fantásticas, resulta capital. Además, en Escalas cobra importancia
una intrigante figuración fantástica de la compleja relación entre la ciudad de Lima y el interior andino del país. De
este libro se puede decir que aborda los clásicos problemas de la realidad nacional desde un ángulo inusitado para el
grueso de la producción literaria.

Escalas contiene dos secciones diferenciadas: “Cuneiformes” es un abanico de estampas poéticas de tema carcelario,
mientras que “Coro de vientos” alberga seis cuentos fantásticos más extensos y tradicionales, aunque no exentos de
digresiones líricas. Resulta significativo “Más allá de la vida y la muerte”, en el que un narrador-protagonista regresa
a su aldea serrana de Santiago después de once años de ausencia y se introduce en una dimensión ambigua,
compuesta en igual medida de muerte y de vida, en la que sus familiares y él mismo pueden estar vivos o ser
fantasmas. Esta ambigüedad no zanjada produce en el lector un efecto perturbador cercano al de “La Granja Blanca”,
pero más localizado, en el sentido de que Vallejo emplea la porosa barrera entre los vivos y los muertos como
vehículo para viajar a otras fronteras y vulnerarlas, las que separan y vinculan al centro de la periferia, a la capital de
las provincias. La sugerencia de este cuento es que el supuesto abismo existente entre ambas zonas geográficas,
socioeconómicas y culturales del país puede ser conceptualizado como una orilla, es decir, como un espacio de
pasajes y fusiones: el centro tiene de periferia y la periferia de centro. Un segundo relato que retoma esta relación es
“Los caynas”, cuento en el que vemos a otro narrador que retorna a su pueblo andino para descubrir que una
epidemia de locura ha difundido entre los pobladores la creencia de que son simios, dato que cita todo un repertorio
de imágenes cientificistas presente en la obra de Leopoldo Lugones –específicamente, el cuento “Yzur”– y en la
producción literaria darwinista del siglo XIX argentino, cuyo ejemplo cumbre es la novela Dos partidos en lucha de
Eduardo L. Holmberg. El giro problematizador de “Los caynas”, aquel que complejiza la brecha entre la civilización
urbana y la barbarie patológica y animalizada, consiste en que la familia del narrador lo cree a él demente por ser un
simio que se juzga hombre. Los cuentos de Vallejo desarticulan una serie de oposiciones binarias: costa/sierra,
vida/muerte, cordura/locura, con lo cual se sitúan en la estela modernista de Palma y Valdelomar. También Vallejo
sustrae a la nación, en tanto elemento representado, de los moldes usuales del realismo y nos la devuelve
transformada en un objeto irreconocible, extraño, que ya no responde a las leyes que creíamos inamovibles.

3. La generación del cincuenta: Loayza y Ribeyro


De la fertilidad vanguardista transitamos a la relativa esterilidad de las dos décadas siguientes. Como señala Elton
Honores, durante los años treinta y cuarenta coincidieron el auge del indigenismo y la latencia del paradigma no
realista, que solo daría renovadas señales de vida con la llegada de los años cincuenta, el crecimiento de Lima y el
surgimiento de la nueva narrativa urbana (2010, 38-39). La investigación de Honores revela que, llegada la mitad del
siglo pasado, el realismo coexistió con el esplendor de la literatura fantástica, del que poco se sabe y valora hoy en
día debido a que el género circuló, principalmente, gracias a los periódicos, medio ajeno a la vocación de permanencia
y canonicidad del formato de libro (2010, 35). También según Honores, la literatura fantástica de esta época
constituye, así como los cuentos vanguardistas de Vallejo, una meditación sobre los diálogos entre la capital y el
interior, conversación especialmente vigente y, además, tensa debido al incremento de la migración del campo a las
ciudades costeñas. Así, el recurrente tema del doble encerraría una aproximación fantástica a la otredad de un
personaje inédito, el migrante de origen andino extraviado en el espacio urbano (2010, 35).(8) La nación se estaba
transformando, el país criollo de antaño cambiaba aceleradamente de rostro, y, para acercarse a la representación de
estas mutaciones, el realismo no fue el único instrumento. Sin duda, una de las firmas más renombradas de una
generación famosa por las novedades técnicas de su narrativa le corresponde al ya citado Luis Loayza (1934-), quien
ha practicado por igual el relato, la novela y el ensayo. Es ya un lugar común encomiar la prosa fina y precisa de
Loayza, pero no deja de ser cierto que su primer libro de cuentos, El avaro de 1955, ostenta una delicadeza de estilo
que supone más que un mero barniz retórico, pues la dicción de los diversos narradores del conjunto se adecua al
tema y la ambientación de cada cuento. El avaro es una agrupación de piezas cortas y fragmentarias que tienen como
nítido referente, en su forma breve y en su tono filosófico, a las parábolas de Kafka, pues como ellas están
emplazadas en espacios neutros, algunos de inspiración homérica. En estos, asoman reminiscencias del paisaje
puramente literario en que transcurre la ficción de Clemente Palma.

Los títulos de los cuentos trasuntan el proyecto de exhibir una galería de arquetipos que, en sintonía con el cambiante
panorama social de los años cincuenta, cuestionan los valores tradicionales de la burguesía limeña, amenazada por
los recién llegados de los Andes: el avaro, el visitante, la bestia, el compañero, son personajes universales envueltos
en anécdotas concentradas, primas lejanas de la fábula, que pueden presentar un eco autorreflexivo. Así, “El avaro”,
cuya tesis es la superioridad del deseo sobre la propiedad, del arte sobre el materialismo burgués –un poco en la
estirpe idealista de La ciudad de los tísicos–, cifra una poética del laconismo que anuncia, como una prolepsis, la
parquedad del mismo Loayza al publicar. Uno de los relatos más hermosos, que carece de título, es narrado por un
joven estudiante que rechaza las normas de la ciudad y la familia para entregarse a los placeres del cuerpo, el sueño
y la naturaleza, elaborando así una diatriba de la urbe y un elogio del campo que cita y extrema la puesta en crisis de
la civilización iniciada por Vallejo. “La bestia” reitera esta predilección por los límites y las afueras, de los cuales el
monstruo es la encarnación más perfecta, en oposición a los centros sancionados por la ley. Siguiendo esta misma
pista subversiva, es posible entender cuentos como “El héroe” y “Creonte”, en los que se desmitifican los relatos
oficiales del heroísmo y el valor, entendidos como virtudes bélicas que sirven de metáfora a la ideología dominante de
la clase media urbana, devota del capital y enemiga del arte. En términos generales, lo que encontramos en “El
avaro” es un puñado de prismas textuales que refractan su luz hacia una meta común, la celebración de unos
márgenes que subsisten a contracorriente de la oficialidad social y artística. La preferencia por lo breve y
fragmentario es ya, en sí misma, una apuesta heterodoxa que reniega del realismo y de la novela extensa y
altomodernista en lo técnico, molde entronizado por la literatura peruana cuya máxima expresión es, claramente, la
obra de Vargas Llosa.

Reconocido como el mayor cuentista peruano moderno, Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) es otro escritor que, como
Loayza, desafía el reinado de la novela realista y se declara a favor del cuento, género especialmente equipado para
esquivar la realidad o acercarse a ella por sus esquinas menos transitadas. Esta preferencia genérica es, como vamos
viendo a través de los autores discutidos hasta aquí, una marca de agua de las poéticas no realistas. A diferencia del
autor de El avaro, sin embargo, el nombre de Ribeyro trasciende la literatura y forma parte del imaginario de la
identidad nacional. Tan influyente es el escritor de “Los gallinazos sin plumas”, cuyos cuentos se leen en las escuelas
y dan forma a una idea compartida de nación, en la constitución de una conciencia colectiva, como inseparable parece
ser su obra del realismo. Efectivamente, para ningún lector familiarizado con la literatura peruana es novedad que
Ribeyro es un maestro del relato realista, género que cultivó intensamente; sin embargo, en los últimos años el auge
de la no ficción en la literatura latinoamericana ha redirigido cierto interés a otros sectores de su obra, principalmente
su diario La tentación del fracaso y un libro inclasificable como Prosas apátridas. Una parcela que nunca ha merecido
demasiada atención, por ser considerada menor, es la de la decena o quincena de cuentos fantásticos o extraños que
Ribeyro fue redactando, de manera inconstante, con los años. Entre ellos, algunos de los títulos más recordados son
“La insignia”, “Demetrio”, “Doblaje”, o “Ridder y el pisapapeles”.(9) En todos aunque en distinto grado, según
comenta José María Martínez, ocurre que se le presenta al lector un mundo ficcional habitado por “vacíos narrativos”
(2008, 256), o fenómenos inexplicables desde los parámetros del mundo occidental y moderno. La discontinuidad
entre el mundo de la experiencia no literaria y el espacio de la ficción produce en el lector un extrañamiento inicial
que, en un segundo paso, busca llevarlo a reconsiderar su percepción sobre los límites de lo verosímil.

Entre los cuentos de Ribeyro, uno que suele ser citado y antologado es “Silvio en el rosedal”, relato que da título a
una colección de 1977 y que, pese a fomentar cierta enajenación de la realidad, es frecuentemente leído como un
texto realista. Me parece válido el ejercicio de releerlo desde una óptica distinta para mostrar cómo la construcción
social de la autoría –lo que Michel Foucault llamaba la “función-autor”– puede ser móvil. Un ajuste de enfoque revela
que el núcleo del cuento, cuya inspiración filosófica y en especial existencialista es clara, está ocupado por la relación
entre la perplejidad del sujeto y un gran vacío narrativo, simbolizado por el misterioso rosedal al que alude el título. El
relato empieza como la crónica de una biografía insignificante, la de Silvio Lombardi, quintaesencial personaje
ribeyriano: huraño, introvertido y escéptico. Se trata, además, de un migrante atípico, que ilumina un espacio social
nuevo –el de las clases medias y altas de sierra central– y trastoca los clichés sobre las relaciones presuntamente
unidireccionales entre Lima, ciudad receptora, y los Andes, origen de las migraciones. Descendiente de inmigrantes
italianos, Silvio reside en Lima como un exiliado del festín de la vida, hasta que el azar le depara una herencia: la
hacienda tarmeña “El Rosedal”, donde se interesa por un jardín de rosas que, visto desde cierta distancia y altura,
presenta un patrón de líneas y figuras. Como en los textos de Loayza, notamos un rechazo de la ciudad que se
renueva en varios de los textos comentados en este ensayo. La convicción de que el patrón de las rosas encierra una
clave para interpretar el orden oculto del universo transforma a Silvio en un exégeta que, a lo largo de los años, se
esfuerza infructuosamente por descifrar el mensaje del rosedal, y, conforme pasa el tiempo, va desencantándose de
todas las respuestas mundanas al enigma de existir: el trabajo, el arte, la sociedad, el amor. El relato concluye con la
insinuación de que el proyecto de Silvio no solo es irrealizable, sino, tal vez, banal. La realidad persiste como una
opacidad sin traducción posible, mientras que la vivencia solitaria de la música –no el arte, sino la práctica secreta del
violín, vocación frustrada del protagonista–, se revela como la única experiencia digna. Así como los textos raros,
cuyo subjetivismo primordial desmiente las pretensiones de la verdad objetiva, “Silvio en el rosedal” problematiza la
transparencia del lenguaje literario y estudia, sin hacerse ilusiones, su vínculo distante y complejo con el mundo
personal y social.

4. Distopías contrapuestas: Adolph y Vargas Llosa


Ribeyro ingresa, a través de uno de sus cuentos más célebres, en el linaje de los escritores no realistas del Perú. Un
subgénero en el cual Ribeyro no ingresa y que no obstante, como hemos anotado, está en las raíces de la ficción
nacional y halla cierto desarrollo en las páginas de Clemente Palma –por ejemplo, en la distopía racista de “La última
rubia”–, es la ciencia ficción. En la década del sesenta, este subgénero encontrará a su defensor más militante en
José B. Adolph (1933-2008), autor que, a diferencia de Ribeyro y Loayza, inscribió casi toda su escritura en las
antípodas del realismo y, tal vez por esa razón, siga haciéndose acreedor a cierta marginación persistente. La ruta de
Adolph no es la del subjetivismo señalado por Rama, ni tampoco la de la literatura fantástica, sino la de la crítica
ideológica y política, con lo cual su narrativa se alinea, aunque solo al nivel programático de las intenciones, con la
misión del realismo nacional peruano. Desde su primer libro de cuentos, El regreso de Aladino (1968), Adolph
despliega un universo distintivo, en el que el discurso de la ciencia ficción se pone al servicio de la sensibilidad social y
va de la mano, desde una posición ideológica de izquierda, con la exploración de la miseria urbana: “soy un sencillo
sociólogo espacial sin mayores dotes literarias” (1968, 172), afirma de sí mismo el narrador de “Los bromistas”. Pese
a esta declaración, numerosos cuentos de Adolph despliegan un lenguaje poético con ecos de la prosa de Ray
Bradbury, aunque en el escritor peruano el lirismo se carga de ironía y de humor negro para movilizar una burla de
las pretensiones de la civilización tecnológica, erosionada por la pobreza y el sufrimiento de los olvidados, y también,
desde una perspectiva filosófica, por el sinsentido y la nada. Adolph postula una visión fatalista que desconfía de
todos los sistemas y metarrelatos, incluidos el socialismo y el amor. En este sentido, su cáustica ficción de finales de
los sesenta y setenta, que encuentra un vehículo ideal en el cuento, se escribe a contrapelo del espíritu utópico de la
época, marcada no sólo en América Latina por cierta fe revolucionaria. Por ello no es de extrañar que Adolph derive,
tarde o temprano, hacia el pesimismo de la imaginación distópica.

Desde el modernismo hasta los años cincuenta, desde Palma hasta Ribeyro, el itinerario que nos marca la ficción no
realista del Perú señala una redefinición del país que, al enfatizar los márgenes y los intersticios, al invertir los flujos y
cuestionar las fronteras, nos entrega un mapa inesperado del espacio nacional. Mañana, las ratas, novela lanzada en
1984 que condensa la totalidad de las claves del mundo literario de Adolph, abandona completamente la nación, pero
solo para analizarla desde un punto de vista lejano y próximo a la vez. Texto de anticipación ambientado en 2034, se
trata de una distopía posnacional y anticapitalista en la que los países han dejado de existir para dar lugar a un orden
geopolítico dominado por empresas privadas llamadas “Directorios”, cuya existencia supone una normalización del
egoísmo y una correspondencia exacta, aunque cínica, entre el poder político y el económico. En Lima, que ya no es
la capital del Perú sino de la Región Administrativa Sudamérica-Oeste, existe una separación extrema entre los
dueños de los medios de producción y las “ratas”, es decir, el resto de la población: división social que demuestra
que, en el futuro imaginado por Adolph, las brechas sociales, económicas y étnico-raciales arrastradas del pasado
postcolonial de la extinta nación, siguen siendo vigentes e, incluso, se han agravado. Es en este punto donde la crítica
de la nación contemporánea, es decir la de finales del siglo XX, asume una perspectiva posnacional. En esta etapa
avanzada del capitalismo global, el peligro lo representa el grupo revolucionario del Cardenal Negro, un partido
arcaico que conjuga dos metadiscursos del pasado –el marxismo y el catolicismo– y busca restituir la fe a la vez que
redistribuir la riqueza. Mañana, las ratas denuncia ferozmente todas las ideologías, especialmente las que simboliza el
Cardenal Negro, vistas como mascaradas que ocultan voluntad de poder y codicia. Si bien la novela termina con la
victoria del Cardenal y de las “ratas”, el lector ignora si los nuevos amos del poder transformarán el sistema social o
perpetuarán los privilegios de antaño, aunque se inclina por la segunda opción. Así como las demás obras no realistas
tocadas hasta aquí, la novela distópica de Adolph toma el partido de la ambigüedad y le entrega al lector la palabra
final sobre la naturaleza de los hechos.

La novela de Adolph cumple los designios del realismo por medios literarios inusuales para nuestra literatura; una
afirmación similar puede hacerse respecto de otra novela distópica de los años ochenta, que debería leerse en pareja
con Mañana, las ratas por ser su perfecto opuesto ideológico, y que es considerada, por su mensaje político liberal, la
obra más polémica –y quizás la más curiosa– de Mario Vargas Llosa (1936-): Historia de Mayta, también de 1984. Así
como la de Ribeyro, la trayectoria de Vargas Llosa es lo suficientemente extensa y compleja como para que sus textos
hayan entrado y salido del realismo en más de una ocasión. La crítica suele aceptar que, a partir de su alejamiento
del socialismo, proceso que se inició en la década del setenta, Vargas Llosa experimentó una apertura estética que se
manifiesta en sus novelas metaliterarias y humorísticas, como son las emblemáticas Pantaleón y las
visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977).(10) El hecho de que Vargas Llosa, cuyo nombre eclipsa al de
cualquier otro escritor nacional y ha terminado imponiéndose como sinónimo del realismo nacional del siglo XX, figure
en el presente ensayo, responde tanto a la versatilidad artística del autor arequipeño como a la fascinante posición de
las poéticas no realistas en el canon. Su marginalidad, descriptible como relativa y paradójica, resulta extraña y al
mismo tiempo familiar en relación al centro. En otras palabras, constituye la sombra o el reverso de la hegemonía
realista, a la que asedia desde cerca, descripción esta que, en el lenguaje de Freud, se aproxima a la definición de lo
siniestro.

En Historia de Mayta, la distopía y la metaliteratura son las dos dimensiones que le dan sentido y unidad a la ficción.
En un Perú alternativo, destrozado por la brutalidad interna del terrorismo y en vilo por la inminencia de una invasión
comunista, la crisis del estado es, de acuerdo con el narrador, producto directo de una violencia histórica, rastreable
hasta el proyecto utópico y revolucionario de la izquierda latinoamericana de los años sesenta. Si Mañana, las
ratas construye un alegato anticipatorio contra el futuro del capitalismo, Historia de Mayta sigue el derrotero contrario
en su denuncia del pasado y en su crítica del socialismo como origen del caos presente. Sin embargo, la novela de
Adolph, narrada en tercera persona, es más afirmativa en su denuncia, mientras que la de Vargas Llosa tolera las
sutilezas y contradicciones de una voz narrativa homodiegética, cuyo mensaje político tiende a desmontarse a sí
mismo. La trama está relatada por un novelista anónimo, aunque reconocible como una versión alterada de Vargas
Llosa, que ha sido compañero escolar de un hombre llamado Alejandro Mayta. El escritor descubre, a través de una
noticia periodística, que en 1958 Mayta ha encabezado un intento fallido de revolución en la ciudad de Jauja, y se
embarca a novelar su historia atendiendo a dos ejes. Por una parte, quiere arrojar luz sobre la vida de Mayta; por
otro, busca hacer la crónica de la abortada revolución. El propósito implícito es producir un texto realista; sin
embargo, las complicaciones no se harán esperar y el relato de la revolución abortada irá de la mano con su propia
deconstrucción. Dichas complicaciones son expuestas cuando el narrador se introduce a sí mismo en su obra y
despliega el proceso de investigación, que consiste en entrevistar a una cadena de informantes, testigos, involucrados
y afectados. La pesquisa conducida por este narrador-investigador, que confronta numerosas versiones encontradas,
dramatiza los obstáculos inherentes a la reconstrucción fidedigna del pasado y a la justa interpretación del carácter de
sus protagonistas. Historia de Mayta es un texto inquietantemente ambiguo porque celebra y enjuicia la vocación de
la literatura realista por aprehender la realidad; celebración y juicio que, además, se dirigen al diagnóstico liberal,
anti-izquierdista, de los males del país, con lo cual se renuncia a toda descripción concluyente de la nación. Viniendo
de Vargas Llosa, este texto constituye una importante autocrítica ejecutada desde el centro del canon nacional, gesto
que exhibe los intersticios del paradigma mimético realista y que, de acuerdo con Juan Carlos Galdo, no debería
sorprender, visto que las mayores obras narrativas del siglo, varias de ellas realistas, son también las primeras en
investigar y desnudar sus límites, grietas y vacíos.(11)
5. Novela y poesía: Eielson, Calvo, Hinostroza
En otro carril de la narrativa peruana se inscribe la obra de Jorge Eduardo Eielson (1924-2006), con quien es posible
abrir una sección especial de las literaturas no realistas del país: la de las llamadas “novelas de poeta”, es decir,
aquel corpus de textos narrativos producidos por autores primariamente reconocidos por su trayectoria lírica: La casa
de cartón de Martín Adán es el ejemplo más insigne. Por lo general, las novelas de poeta son hechos literarios
aislados y singulares, que constituyen una rareza entre los libros del poeta, y por ello resultan difíciles de categorizar
y estudiar desde la crítica. Ello se debe a que la etiqueta misma nace de una descripción rídiga de la identidad
autorial, antes que de una consideración de los textos y sus intersecciones. Esta categorización es aun más grave y
reduccionista en el caso de aquellos artistas, para no utilizar el limitado término de “escritor”, que encuentran en la
literatura y el lenguaje una estrechez que deben trascender abandonando la palabra escrita y abrazando otros medios
de expresión. Paradigmático es Jorge Eduardo Eielson, poeta, narrador, artista plástico y, a fin de cuentas, creador
intermedial que firmó dos novelas imprescindibles: El cuerpo de Giulia-no (1971) y Primera muerte de María (1988).
La ópera prima narrativa de Eielson resulta crucial pues edifica una estructura poética más que novelística, basada en
la repetición y la analogía, con lo cual lleva la transgresión un paso más lejos que todos los narradores mencionados
hasta aquí. Además, El cuerpo de Giulia-no puede ser leída como una obra autosuficiente o bien, como propone Luis
Rebaza Soraluz, como el componente literario de una propuesta artística mayor, que incluye una performance titulada
como la novela que se realizó en 1972 (Rebaza Soraluz 2006, 10). La salida del realismo es, así, la primera parte de
un desplazamiento mucho más radical que nos lleva más allá de la narrativa, la literatura y el lenguaje; más allá,
también, de la nación, ya que Eielson, artista migrante, abandonó el Perú en 1951 para radicarse en Roma.

Novela de artista y bildungsroman, El cuerpo de Giulia-no presenta una trama circular que gira en torno a ciertos
personajes y acontecimientos que retornan, como ecos de un mismo ritual, para irrigar la memoria de su narrador-
protagonista, el artista peruano afincado en Italia que se llama Eduardo y que es, evidentemente, un alter ego del
autor. Novela íntima, recluida en el cuerpo y la memoria de los individuos, El cuerpo de Giulia-no rechaza todo
afincamiento nacional y hace trizas la relación entre el sujeto y la sociedad. La muerte de Giulia, la Dogaresa –sin
duda uno de los personajes femeninos más memorables de la literatura nacional–, constituye el núcleo de atracción
alrededor del cual orbita el deslumbrante discurso del narrador, un inmigrante bohemio que circula entre las calles de
París, los canales de Venecia y los recuerdos del Perú. Su ética de filiación vanguardista, rasgo que lo emparienta con
personajes como el Horacio Oliveira de Rayuela, lo lleva a transformar la vida en una búsqueda de la exaltación
sensorial, el goce erótico y el repudio de las convenciones burguesas. Al lado de Giulia, personaje mitificado como una
sacerdotisa del placer y la elegancia, el narrador logra acceder a una dimensión sagrada, de pura elevación vital, que
su palabra lírica se esfuerza por alcanzar y reproducir mediante la metáfora, el símbolo y la visión, y a través de una
trama cíclica construida al impulso de la asociación libre y la nostalgia evocadora, quebrando así la unidad espacial y
temporal del hilo narrativo. Giulia, al igual que los demás personajes, no se define como un sujeto homogéneo y
aislado, sino como la contracara de Giuliano, un rico empresario peruano que simboliza, por un lado, el estilo de vida
que a Eduardo le repugna, pero con quien, en su juventud, experimentó una iniciación sexual, lo que le agrega un
ángulo queer a esta historia de aprendizaje. Como sostiene Rebaza Soraluz, la novela está ensamblada como un
sistema de repeticiones o rituales del cuerpo que conducen, de manera programada, al ya mencionado nivel sagrado
de la experiencia. Este rasgo performativo estaría revelando, al interior mismo del texto, la presencia del discurso de
la performance, en el que la acción del cuerpo del artista en un espacio y tiempo concretos es el modo esencial de
producir significado. Carácter performativo y extraliterario que se completa a través de la performance El cuerpo de
Giulia-no, en el cual se ve dramatizado el vínculo entre el performer y una muchacha, pareja de oficiantes de una
ceremonia que involucra al espectador en una sacralización comunitaria del instante (Rebaza Soraluz 2006, 34-38).

En los años ochenta, otro camino para el género novelístico es el que desbroza Las tres mitades de Ino Moxo y otros
brujos de la Amazonía (1981), novela brillante y poco difundida del reconocido poeta César Calvo, miembro de la
generación del sesenta junto a Rodolfo Hinostroza, Antonio Cisneros y Mirko Lauer, entre otros. El prestigio de Calvo
en el campo de la poesía, y el carácter excepcional de este texto narrativo en el corpus de su obra, nos invitan una
vez más a reflexionar sobre los límites entre los géneros y las figuras contrapuestas del “narrador” y del “poeta”.
Como sabemos, se tiende a establecer un muro infranqueable entre estos espacios, cuando lo cierto es que casos
como el de Calvo subrayan los puntos de contacto y desbaratan la oposición existente. Al igual que los cuentos de
Clemente Palma, o las Escalas vallejianas, la figura de Calvo nos insta a reconsiderar y flexibilizar nuestras categorías.
También Las tres mitades de Ino Moxo suele ser inscrita en el linaje de las “novelas de poeta”, denominación que, ya
lo vimos, resulta poco productiva porque, en primer lugar, calcifica el rol del poeta, convirtiéndolo en una condición
esencial y aislante, y, además, porque no aporta información relevante sobre la estructura de los textos que
congrega. Más fértil es leer la novela de Calvo a la luz del espectro de las ficciones no realistas, que presentan ciertas
constantes analizables al nivel del texto: algunas de ellas son la construcción de una realidad subjetiva y delirante
que se resiste a la representación literaria tradicional, el descentramiento del yo narrativo, el rechazo de la ciudad
moderna y los valores de la burguesía, y la búsqueda de dimensiones alternativas en los espacios “otros” del país –la
Amazonía en este caso–, en los que se deconstruye el binarismo civilización/barbarie.

Las tres mitades de Ino Moxo incursiona en la Amazonía para escapar, no solo en su argumento sino también en su
forma, de las redes sociales, culturales y conceptuales del Perú occidental. La novela narra el viaje de César Soriano,
versión autoficcional de Calvo, al mundo de los brujos amawakas, cuyo monarca es Ino Moxo, un sujeto
transculturado que pasó de ser un hijo de caucheros a convertirse en el brujo más poderoso de la región. Una novela
no realista y metaficcional que será publicada pocos después, El hablador (1987) de Vargas Llosa, tiene en Mascarita,
otro tránsfuga costeño, a un protagonista similar a Ino Moxo; por cierto, resulta claro que estos pasajes culturales
peruanos abrevan, como si se tratara de una fuente primordial, de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. El
narrador, el tiempo narrativo y el lenguaje visionario son las herramientas empleadas por Las tres mitades de Ino
Moxo para desestructurar las convenciones del realismo nacional y postular una poética narrativa no occidental.
Desde el título, el texto juega con las paradojas de la unidad y la multiplicidad. Aunque es exacto sostener que sus
personajes están escindidos, no encontramos aquí un doblaje clásico como el que ocurre en ciertos cuentos de
Ribeyro o en Fabla salvaje de Vallejo, sino una apertura del ego en una comunidad de “yosotros”. En efecto, la novela
se apoya en la cosmología amawaka al sostener que cada individuo está habitado por numerosas ánimas. Esta
fragmentación interna quiebra el paradigma que ve en la articulación individuo-sociedad el eje de la ficción. De la
misma manera, el tiempo narrativo, lejos de ser lineal, está compuesto por sucesos densos de pasados y futuros
implícitos, analepsis y prolepsis continuas que apuntan a una suerte de architemporalidad cuya complejidad niega el
desarrollo cronológico, histórico, de la sociedad secular del realismo. Por último, uno de los protagonistas del libro es
su lenguaje, especialmente rico en aquellos pasajes que exhiben las fulgurantes y alucinadas visiones del ayahuasca.
Es en estos momentos no narrativos, paréntesis del flujo temporal que paralizan el relato, en los que Calvo se
aproxima más a la estética del realismo profundo de los raros uruguayos, y además nos hace recordar otra narración
delirante de gran poder evocativo, también centrada en la experiencia de la droga, pero desde una extravagante
estética modernista: el cuento “Leyenda del Hachisch” de Clemente Palma.

El estigma del poeta ha obstaculizado una correcta valoración de la obra narrativa de otro miembro de la generación
del sesenta: Rodolfo Hinostroza (1941-). No hay que olvidar que, además de poeta, Hinostroza se desempeña
ampliamente como novelista, cuentista y dramaturgo, de manera que ninguna de estas identidades agota su
presencia pública. Fuera de la literatura, son conocidas sus facetas de gastrónomo y astrólogo, que también se
reflejan en su obra. Sus dos primeros poemarios, Consejero del lobo (1964) y Contra Natura (1971), fueron escritos y
publicados en Cuba y España respectivamente, puesto que, a partir de los años sesenta, Hinostroza vivió fuera del
Perú –como Eielson–, pasando primero por la Cuba revolucionaria y recalando, después, en el París de Mayo del 68,
experiencia cosmopolita que aflora en sus textos narrativos. En los años setenta, Hinostroza se inauguró en la
narrativa con la novela Aprendizaje de la limpieza (1979), texto de corte autobiográfico y psicoanalítico cuyos ecos
resuenan en Fata Morgana (1994), su segunda novela, aparecida cuando el autor se encontraba, una vez más,
instalado en Lima. A pesar de haber recibido escasa atención crítica en comparación con la poesía, Fata Morgana debe
ser considerada una obra significativa de la narrativa peruana, que además ingresa en territorios casi desconocidos
para el cauce hegemónico de la tradición novelística nacional: el erotismo, el psicoanálisis y la metaficción. Como
descubre un veloz repaso por las obras que llevamos comentadas, son los dos primeros los que constituyen la
principal novedad para nuestro medio. Hinostroza dialoga con algunos de los discursos filosóficos más representativos
del siglo y localiza su incursión en la intimidad del sujeto en escenarios europeos.

Fata Morgana es, como El cuerpo de Giulia-no, una novela de artista que hace la crónica del resurgimiento literario,
vital y sexual de Santiago Figueroa, un poeta huaracino de treinta y cuatro años de edad que vive en el París bohemio
de los años setenta y desea escribir un libro total a imitación del utópico Livre de Stephane Mallarmé. A diferencia
de La casa de cartón, el ejemplo más clásico de künstlerroman nacional, se trata de una ficción sobre la madurez
artística, dato que convierte a Fata Morgana en rara avis para la literatura peruana, cuya obsesión con la infancia y la
adolescencia es manifiesta. Encontramos al escritor protagonista mientras emerge de una larga terapia psicoanalítica
y, redescubiertas sus potencias creadoras y eróticas, se entrega a un frenesí de escritura, fiestas, amoríos y viajes
que alcanza al lector a través de una prosa exaltada, abundante en imágenes dominadas por una celebración del
cuerpo y sus poderes generadores. El fin del psicoanálisis y la salida de la ciudad propician un reencuentro pleno con
el principio del placer; en Deyá, Mallorca, el sujeto ingresa a un orden femenino y sonámbulo, donde la ley del Padre
ha sido abolida, y en el que la mitología grecolatina ilustra la primacía del instinto. Finalmente, la empresa del escritor
naufraga en los sinsabores del desamor y por un exceso de ambición artística, puesto que el gran libro no se concluye
y el sexo pierde su atractivo. Sin embargo, el artista logra construir un conocimiento nuevo sobre sí mismo: se le
descubren, como dos caras de una misma moneda, su deseo de paternidad y la motivación parricida de su frustrado
proyecto de libro. A un nivel metaliterario que genera un parentesco con Historia de Mayta, resulta interesante notar
que el texto de Fata Morgana encierra el fantasma de una obra mayor, irrealizable y monstruosa, que nunca llega a
existir más que como una pálida sombra. Así, la novela documenta una imposibilidad de representación, gesto a
través del cual se inscribe en la cruzada fundamental, crítica del engarce entre el texto y el mundo, de las estéticas
no realistas.

6. Los años noventa: Bellatin y Thays


Publicada en los años noventa, la segunda novela de Hinostroza es sintomática de un cambio de rumbo en la
literatura peruana, que se abrió como nunca antes, en la década final del siglo XX, a desarrollar y acoger una
variedad de poéticas no realistas. Los nombres que protagonizan la renovación literaria de aquellos años son los de
Mario Bellatin (1960-), Iván Thays (1968-), Ricardo Sumalavia (1968-), Patricia de Souza (1964-), Mirko Lauer
(1947-) y Carlos Calderón Fajardo (Lima, 1946-2015), entre otros. A riesgo de generalizar en exceso, es posible
afirmar, como yo mismo he hecho en otro lugar (Castañeda 2008, 223-226), que cierta línea de la escritura peruana
de fines de siglo abandona decididamente la corriente hegemónica del realismo para elaborar estéticas disímiles entre
sí, aunque emparentadas por unos cuantos factores: la centralidad del sujeto letrado y artista como filtro de la
experiencia; la comprensión del lenguaje como una herramienta poética que trasciende la mera narración de eventos;
el cuestionamiento del libro como formato único de difusión de la escritura; el rechazo a los argumentos mimético-
verosímiles tradicionales, a la construcción de personajes “redondos” o psicológicamente densos, y a las cartografías
sociologizantes de la ciudad. No todo en estos escritores finiseculares es negación vanguardista del pasado, ya que
optan por edificar una posición de autor que conjuga la ética de la escritura como una labor artesanal excluyente,
probablemente heredada del flaubertianismo vargasllosiano, y la apertura cosmopolita a la literatura mundial. En los
años noventa se inicia, por otra parte, una acelerada y generalizada desnacionalización de la narrativa peruana que
arrastra fenómenos asociados, de los cuales quisiera destacar dos, pues generan una oposición simétrica: por una
parte, al nivel de la inserción en el campo literario, los autores empiezan a dialogar con el mercado global de la ficción
en español; pero por otra, en lo que respecta a las temáticas, los libros de este periodo suelen internarse en los
universos íntimos de personajes individuales, muchas veces cercenados de un contexto social. Ciertamente, esto no
significa que el realismo haya desaparecido, como lo demuestra el auge de la literatura de la violencia política y,
recientemente, fenómenos editoriales como la novela Contarlo todo (2013) de Jeremías Gamboa.

Nacido en México en 1960, Mario Bellatin es un escritor que pone en aprietos la categoría de “nación” porque, a partir
de cierto momento de su carrera, adoptó la ciudadanía cultural y literaria mexicana, pero que vivió su juventud en
Lima, Perú y publicó sus primeros libros en el país bajo la identidad de un narrador peruano. En la línea de Eielson,
Bellatin es un autor experimental que no se conforma con la identidad preestablecida de escritor, ni con las prácticas
y relaciones que dicha condición implica. Por el contrario, el autor de Salón de belleza reformula y amplía la noción
tradicional de “obra” literaria, incluyendo en ella no solo el texto, sino también la performance mediática y artística
del agente productor de la escritura, así como la dimensión del libro en tanto objeto reinventable en su existencia
material y en sus medios de difusión. Como señala Reinaldo Laddaga (2007, 129-151), Bellatin redefine su praxis a
una serie de niveles: por un lado, transforma al escritor y la escritura; y, por otro, modifica cómo entendemos al
lector y la lectura. En su poética, escribir supone construir un objeto material de “escritura”, ya no de literatura, al
tiempo que ser escritor implica actuar públicamente, en el texto pero también en sus presentaciones públicas, como
un artista generador de plataformas vacías que el lector debe completar por sí mismo. Así, leer significa, para
Bellatin, asistir a una espectáculo donde el escritor/performer escenifica sus números, los cuales deben ser
coproducidos en el marco de una lectura activa y colectiva. Hay aquí un importante componente performativo y otro
fotográfico que enfatizan, como señala Javier Guerrero, la centralidad del cuerpo del artista como una realidad
material. Finalmente, la gran cantidad de libros publicados por Bellatin –más de una treintena– y la consistente
brevedad de los mismos demuestra que este autor no concibe cada libro como una obra aislada, sino como la visión
instantánea y fragmentaria de un proyecto de escritura abarcador que se va corporeizando por medio de entregas
acumulativas.

La novela corta Salón de belleza (1994) narra la historia de un estilista travesti que acondiciona su salón de belleza
para acoger a una multitud de sujetos marginales y moribundos, la mayoría de ellos homosexuales, que necesitan un
sitio para morir pues carecen de los cuidados de la familia y del estado. El texto sorprendió a sus primeros lectores
por la representación neutra y enrarecida del espacio. La trama se sitúa en un lugar hermético y autosuficiente, una
peluquería convertida en moridero para enfermos de un mal innominado, máscara del SIDA con ecos de la peste
negra, que podría ser interpretado como una imagen de la literatura en tanto dimensión autónoma. Dicho
emplazamiento cerrado al mundo se localiza, a su vez, en una ciudad sin nombre cuya descripción remite a la capital
del Perú, pero que bien podría ser cualquier ciudad latinoamericana moderna. No es esta, sin embargo, la única de las
transgresiones de la obra con respecto a las formas tradicionales de narrar. El tiempo es otro de los aspectos
mencionables: si el realismo postula una especificidad histórica, el texto de Bellatin no entrega coordenadas
temporales explícitas. La vaguedad espacio-temporal se ve potenciada por la construcción de los personajes, seres sin
biografía, entregados a los rituales de la belleza y de la muerte, que parecen, por momentos, metáforas de la
fugacidad de la vida, y que además ven su destino poéticamente ligado al de los peces que habitan las peceras del
salón. Estos habitantes del mundo ficcional se desenvuelven en una trama fragmentaria, hecha no de eventos
concatenados dentro de una lógica histórica, como de instantes yuxtapuestos que se van acumulando y conduciendo,
lentamente, hacia la desintegración. Entre los personajes, sobresale el narrador, propietario del salón, que decide
convertir un negocio convencional en un proyecto artístico dedicado a la contemplación de los cuerpos y a la reflexión
sobre la enfermedad y sus poderes estéticos. En cierto sentido, este narrador se comporta como un artista que monta
ceremonias funerarias en su taller. Por ello, no es ilegítimo considerarlo una transposición ficcional de la clase
particular de “autor” imaginada por Bellatin.

Para concluir este recorrido por las relaciones excéntricas que ciertas poéticas crean entre la narrativa, el realismo y
la nación, una novela que al mismo tiempo cierra la historia de la narrativa peruana no realista del siglo XX, en tanto
que recoge y entrelaza hilos de varias de las obras presentadas en este trabajo, como inaugura nuevos itinerarios
para la producción literaria del siglo XXI, pues así lo demuestra su influencia en algunos escritores peruanos del
presente,(12) es La disciplina de la vanidad (2000) de Iván Thays. Autor que inició su carrera en 1992 con el libro de
cuentos Las fotografías de Frances Farmer, Thays encarna, en las letras nacionales, la figura del prosista cosmopolita,
el estilista que dedica igual atención a la belleza de la frase como a las novedades del mercado editorial internacional.
El nombre de Thays está ligado a las nuevas tecnologías digitales y del debate sobre cómo estas vienen modificando
la relación entre el lector y el texto en el mundo globalizado de hoy. Más allá de su rol como escritor, Thays mantiene,
desde principios de la década del 2000, un visitado blog literario que funciona como un portal de noticias y cuya
relevancia reside en su capacidad para articular una comunidad transnacional cohesionada alrededor de la literatura.
La ficción de Thays posee un carácter autorreflexivo y metaeditorial que la lleva a discutir no solo los procesos
escriturales de construcción narrativa, sino también a ficcionalizar los cambiantes mecanismos de diseminación del
texto y de construcción del prestigio literario. Así, La disciplina de la vanidad es una novela metaliteraria que acude al
registro autoficcional, la clave del bildungsroman y la sensibilidad cómica, en una vena similar a la de El congreso de
literatura de César Aira,para dramatizar las ansiedades de un joven narrador de nacionalidad peruana, alter ego del
autor, en torno a la posibilidad de acceder a un campo literario transnacional.

En La disciplina de la vanidad, una trama lineal contada en primera persona, que se inicia con la llegada del
protagonista a un encuentro de escritores jóvenes en el pueblo andaluz de Morillo y termina con el regreso a su país
de origen, se ve periódicamente interrumpida por textos interpolados que se agrupan en dos series. La primera
contiene unas notas literarias que incluyen citas y glosas de obras de autores canónicos, casi siempre estilistas de la
prosa peruanos, latinoamericanos y europeos, las cuales, entretejidas, configuran un archivo de poéticas que le
resultan admirables al escritor-personaje. La segunda serie la conforma un puñado de cuentos firmados por este
mismo personaje, que pertenecen al libro autoficcional Los alces premeditados, en el que un escritor de culto, un
prosista como el mismo Thays, se delinea como doble idealizado de su creador. Los héroes literarios presentados por
Thays como guardianes de la mejor tradición narrativa peruana son conocidos para nosotros: Valdelomar, Adán,
Loayza y Eielson, todos ellos representantes de una escritura no realista, imaginativa, más atenta al arte verbal que a
la narración realista, los conflictos sociales de la nación o las demandas del mercado literario. Tal vez la idea más
poderosa de la novela de Thays, y la más dañina para los presupuestos del realismo, sea que la realidad no está
constituida por las vicisitudes de la historia ni de la sociedad, sino que lo real es el efecto de una mirada subjetiva
profundamente literaria, que asimila los textos a su disposición para descifrar, organizar y, en última instancia,
construir el mundo. La realidad es concebida, entonces, como una lujosa red textual, densa de subjetivismo,
opacidad, intertextualidad y lirismo, que no está preestablecida, ya que cada lector debe tejer para sí la suya, su
fragmento personal de realidad, sabiendo de antemano que este ofrecerá solo una entre varias posibles versiones. No
es otro el postulado esencial de las distintas modalidades de narrativa no realista cultivadas en el Perú a lo largo del
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____________
1 La cita proviene de una conversación entre Elmore y Gustavo Faverón Patriau sobre el realismo en la literatura peruana que se publicó en la
revista Hueso Húmero. Elmore agrega, siguiendo a Lúkacs y Auerbach, que el realismo se define como un modo de representación interesado
por lo histórico, lo concreto y lo popular (2009, 10); Faverón agrega que el realismo peruano, además de presentar estos rasgos, presenta un
sesgo documental que lo acerca a cierta versión extrema y caricatural de las ciencias sociales (2009, 12).
2 Empleo el concepto de illusio de Pierre Bourdieu, quien lo define, en Las reglas del arte, como la “adhesión colectiva al juego” (253), es
decir, la creencia fundamentalmente seria o la fe de los lectores, escritores y demás participantes del campo literario –el mundo social e
institucional generado por la literatura– en el valor, la importancia y la trascendencia de la literatura como un discurso señalado y único, que
además define su identidad colectiva. Por otra parte, la idea de nación que manejo aquí proviene de la clásica definición de Benedict Anderson,
es decir, la de una comunidad imaginada que se basa en un “enraizado sentimiento horizontal de camaradería” (Palti 21).
3 Como señala Mariano Siskind, existen razones para releer la intervención cultural de González Prada fuera de la nación y considerarlo un
intelectual pionero del cosmopolitismo en el Perú. Para Siskind, González Prada cuestiona las bases de la nación criolla e hispanófila con su
propuesta indigenista, con su llamado a la asimilación de los culíes y su interés por las literaturas del mundo (Siskind 126-128).
4 Podemos pensar en novelas de éxito comercial y/o crítico como La hora azul (2005) de Alonso Cueto, Abril rojo (2006) de Santiago
Roncagliolo, Radio ciudad perdida (2007) de Daniel Alarcón, Un lugar llamado Oreja de perro (2008) de Iván Thays, Bioy (2012) de Diego
Trelles o La sangre de la aurora (2013) de Claudia Salazar Jiménez, entre otras. Para una reflexión sobre el lugar de la violencia política (1980-
2000) en la narrativa peruana, se puede consultar el prólogo de Faverón a la antología Toda la sangre. Antología de cuentos peruanos sobre la
violencia política.
5 Defino la literatura fantástica, siguiendo a Tzvetan Todorov, como un género que posiciona al lector en la incertidumbre: los hechos
narrados, que son por lo general ajenos a la experiencia occidental moderna, provocan en él una vacilación, ya que no sabe si darles una
interpretación racional o sobrenatural. La literatura rara, siguiendo la definición de Ángel Rama, surge en Uruguay como una espontánea
versión latinoamericana del surrealismo. Por otra parte, entiendo la metaficción, de acuerdo con Patricia Waugh, como aquella modalidad de
ficción que explicita, a través de diversos mecanismos, su autoconciencia de ser un artefacto textual, si bien es cierto que toda ficción tiene
elementos de metaficción.
6 Hablar de un canon es, en sí, problemático y exige una aclaración. En términos generales, con el término “canon” me refiero al conjunto
articulado de textos literarios alrededor de los cuales existe un consenso de los lectores, especializados y no especializados, respecto de su
valor estético, cultural, histórico, identitario, etc. En este texto, no me alejo demasiado del canon en la selección de los autores y textos,
porque, para empezar, me restrinjo al ámbito de la producción en castellano y además dejo de lado la literatura indigenista y las literaturas
indígenas. Por ello, el lector notará ciertas omisiones, como la de José María Arguedas, cultor de un neoindigenismo muchas veces no realista.
Si olvido a autores canónicos no realistas es porque mi interés no está en la exhaustividad, sino en la posible coherencia de mis reflexiones.
7 Hay que notar, sin embargo, que la literatura no realista no empezó en el siglo XX. La primera novela peruana publicada es Lima de aquí a
cien años de Julián Manuel del Portillo (aparecida en entregas en El comercio entre 1843-44), un texto de ciencia ficción que combina “una
perspectiva política, una visión futurista y elementos fantásticos” (Velázquez Castro 2014, 13). El mismo Ricardo Palma, padre del autor, se
extravió de su acostumbrado realismo en una serie de sus tradiciones. Para una discusión de las raíces de la literatura no realista y, en
especial, fantástica en el siglo XIX, consultar el informado estudio de Elton Honores (2010, 38-39).
8 Honores coloca al cuento fantástico del 50 a la par del realismo urbano. Agrega que la circulación a través del periódico es sintomática de un
género marginal, de resistencia, que se despliega en un espacio urbano nuevo, habitado por lectores mejor entrenados que en el pasado para
apreciar los avances de la literatura moderna. Los dos motivos centrales de esta literatura fueron el doble y el bestiario, ambos vinculados a la
migración y a la autorrepresentación del artista marginal, dentro de un proyecto antimodernizador que rechaza los cambios de Lima a través
de alegorías fantásticas cuyo núcleo es siempre una crisis de identidad.
9 José María Martínez elabora una clasificación de los cuentos no realistas de Ribeyro en tres conjuntos: cuentos de lo fantástico puro (“La
huella”, “Escena de caza”, “Doblaje”, etc.), cuentos alegóricos (“La vida gris”, “La molicie”, etc.), cuentos extraños (“La insignia” y “La careta”)
y cuentos ambiguos (“El tonel de aceite”, “Los jacarandás”, etc).
10 John King y Efraín Kristal definen el lugar de enunciación que el autor ocupó en los ochenta: “By the 1980s, Vargas Llosa fully abandoned
his socialist convictions and became an outspoken advocate of free market democracy…Even though he has always been a bitter enemy of
dictators and dictatorships, his political shift away from the Latin American left in particular, and utopian thinking in general, consolidated his
break with the left” (2012, 5).
11 En su estudio de El Tungsteno, El mundo es ancho y ajeno, El Sexto, Conversación en La Catedral, Redoble por Rancas y La violencia del
tiempo, Galdo reafirma que el conflicto entre el individuo y la sociedad constituye el centro de las preocupaciones de la novela nacional.
Además, desde una perspectiva teórica basada en el concepto de alegoría tal como lo entienden Walter Benjamin, Paul de Man y Doris
Sommer, Galdo mantiene que la novela peruana representa la nación como un campo de ruinas, rupturas y fragmentaciones que se ve
duplicado por la forma del texto narrativo, el cual expone, a través de sus propias grietas, las limitaciones de su capacidad de representación.
Esta interesante tesis no niega, sin embargo, la supuesta preeminencia del realismo como género maestro que puede ser desafiado desde un
nuevo relato crítico.
12 Entre estos escritores, se puede citar a Johann Page, Edwin Chávez, Luis Hernán Castañeda, Oscar Pita Grandi, Katya Adaui Sicheri, Ulises
Gutiérrez, Susanne Noltenius Aurich, entre otros, varios de ellos provenientes de los talleres de escritura creativa que suele enseñar Thays.

©Luis H. Castañeda, 2015

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