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Helena Cronin
La hormiga y el pavo real

UNIVERSIDAD
DE A N T iO O 'J IA

INSTITUTO RE
FILOSOFIA

OEPTO DE FORMACION ACADEMICA


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Helena Cronin
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EL ALTRUISM O Y LA SELECCION SEXUAL

DESDE DARWIN HASTA HOY

Traducción de Eva Zímerman de Aguirre

G R U P O E D I T O R I A L N O R M A
INSTITUTO T->
Barcelona, Buenos Aires, Caracas, Guatemala, México,
FTOSGFiA
Panamá, Quito, San José, San Juan, San Salvador,
Santafé de Bogotá, Santiago

DEPTO DE FORMACION ACADEMIA


Título original:
The Ant and the Peacock
Altruism and Sexual Selection from Darwin to Today
Cambridge University Press, 1991
Primera edición en castellano, abril de 1995
© Cambridge University Press, 1991
© Editorial Norma S.A., 1995
Apartado Aéreo 53550
Santafé de Bogotá, Colombia
Impreso en Colombia por Carvajal S.A. - Imprelibros
Printed in Colombia
Diseño: Camilo Umaña
Ilustración: Olga Cuéllar

Este libro se compuso en caracteres Minion

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio


sin permiso escrito de la editorial,
cc 21018342
is b n 958-04-2934-0
CONTENIDO

Prólogo por John M aynard Smith 11

Prefacio 13

PA R TE 1
El darwinismo, sus rivales y sus desertores

CAPI T UL O 1
Archivos caminantes 21

capítulo 2
Ün mundo sin Darwin 25
1859 25
Rivales y tonterías: 1859 y años siguientes 60
Adiós a todo eso 75

capitulo 3
El viejo y el nuevo darwinismo 83
Anticipaciones de cosas pasadas 83
Del organismo al gen 90-
Estructuras para estrategas 98
Complejidades y diversidades 114

capítulo 4
Demarcaciones del diseño 117
La chatarra del azar 125
“ Desviaciones extrañas atadas en un mismo haz’: 132
Artefactos de nuestras mentes 149
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O
PARTE 2
El pavo real

CAPÍTULO 5
El aguijón en la cola del pavo real 157
Se menea en el rostro de la selección natural 157
La carrera de una controversia 162

capítulo 6 «as*»».
¿Sólo selección natural? 167
“El abogado del darwinismo puro” 167
Coloración para la protección 168
Coloración para el reconocimiento 174
La explicación del despliegue 176
Coloración sin selección 179
¿Los machos a favor de Darwin, las hembras
a favor de Wallace? 195
El legado de Wallace: un siglo de selección natural 207

capítulo 7
.¿Pueden las hembras moldear a los machos? 221
Sólo los humanos pueden escoger 221
No escoger, sólo mirar 224
“ La inestabilidad de un indómito capricho femenino” 225
El problema del gusto 232

capítulo 8
¿Prefieren las hembras sensatas a los machos
con atractivo sexual? 243
¿Buen gusto o sensatez? 243
La solución de Darwin: la belleza por la belleza 243
La solución de Wallace: no sólo una cola hermosa 246
¿Es razonable la “ sensatez” ? 252
La solución de Fisher: el buen gusto es sensato 265

CAPÍ T UL O 9
“Hasta que se efectúen experimentos cuidadosos...” 269
CAPÍ T UL O 10
La superación de los fantasmas del darwinismo 301
El rostro cambiante de la selección sexual 301
Un final feliz para la historia del pavo real 316

PA R T E 3
La hormiga

capítulo 11
El altruismo ahora 327
El problema del altruismo 327
El problema solucionado 327
El ‘altruismo’ vuelto a analizar 340

capítulo 12
El altruismo de antaño 343
La más cruel naturaleza 343
El altruismo’no detectado 352 .
El altruismo degradado 363

capítulo 13
Los insectos sociales: parientes perfectos 375

capítulo 14
Paloma de la paz, no de la guerra: fuerzas convencionales 397

capítulo 15
Altruismo humano: ¿ Una clase de bondad natural? 413
Darwin: la moralidad como historia natural 413
Wallace: sabio ante el acontecimiento 449
Huxley: la moralidad enfrentada a la naturaleza 467
Spencer: cuerpos darwinistas, mentes lamarckianas 472
Retorcimentos retóricos 481
CAPÍ T UL O 16
La procreación tras bambalinas 485
El origen de las especies 485
Especiación para el bien mayor 492
La gran división de la selección: ¿el apareamiento o el destete? 497
El problema de Darwin y Wallace 504
Darwin contra la creación: incidental, no de dotación 509
Darwin contra la selección natural: incidental, no seleccionada 513
El interludio adaptativo de Darwin 518
Wallace: el poder de la selección natural 530
Orígenes esquivos 541

Epílogo 548

Nota sobre las cartas de Darwin y Wallace 549

Bibliografía 555

índice 587
PRÓLOGO

Hay algo verdaderamente extraño en la historia de la selección sexual.


Para Darwin esta idea fue una parte importante de su teoría de la
evolución: la necesitaba para explicar los múltiples ejemplos de
ornamentación sexual intrincada y al parecer no adaptativa. Sin
embargo, a Wallace, quien simultáneamente con Darwin formuló
la selección natural, no le gustaba mucho, y en buena medida fue
ignorada en los análisis de evolución durante cien años. Al comienzo,
la principal dificultad radicaba en el concepto de ‘escogencia’, el cual
no encajaba bien con los esfuerzos de los conductistas para interpretar
el comportamiento en términos mecanicistas. En 1930 Fisher ofreció
una explicación sobre la evolución de la escogencia, pero su idea tuvo
poco impacto en la época. Durante el período de la ‘síntesis moderna’,
en las décadas de 1940 y 1950, se aceptó que había escogencia femenina,
pero sólo como un proceso para garantizar que una hembra se apa­
reara con una pareja de su propia especie. Esto, que era quizá natural,
puesto que en aquella época se pensaba que el problema de la evolu­
ción éra la naturaleza y origen de las especies, llevó a un desafortu­
nado descuido de la teoría de la selección sexual de Darwin.
Cuando publiqué en 1956 un trabajo que demostraba, al menos
para mi propia satisfacción, que las hembras de las moscas de las frutas
escogen a los machos, no recuerdo haber recibido ninguna petición
de volverlo a imprimir. Los etólogos contemporáneos míos que estu­
diaban con Tinbergen en Oxford, rehusaron aceptar mi explicación
de que algunos machos no se apareaban porque no podían seguirle el
ritmo a las hembras durante el baile del cortejo. Aunque los etólogos
habían introducido el concepto de motivación en el comportamiento
animal, no podían entender que un animal no se apareara porque no
podía: la idea de que el espíritu podía quei p ero que la carne era
débil no les parecía en aquel entonces aceptable.
Este olvido de la selección sexual acabó convertido en entusiasmo
durante la década de los años setenta y ochenta. Es tentador adjudicar
este cambio de actitud a la influencia del movimiento feminista. Cier­
tamente no es el caso de que feministas ardientes hayan realizado las
nuevas investigaciones, teóricas o empíricas, pero creo que puede
haber sido influida, así fuera de modo inconsciente, por actitudes
hacia la selección femenina en nuestra propia especie. Pero sospecho
que una razón más importante subyace en la clase de explicación que
los científicos buscaban. Una característica importante de la biología
11
evolucionista desde 1960 ha sido el intento de darle una explicación
darwinista consistente a características que a primera vista parecen
anómalas, como por ejemplo el sexo, el envejecimiento, el comporta­
miento convencional, la ornamentación sexual, y, más importante
que todo lo anterior, la cooperación. No sé por qué estos asuntos nos
han parecido tan importantes desde 1960, mientras que el interés en
la cooperación tanto de Fisher como de Haldane fue en buena medida
ignorado antes de esta fecha. George Williams me dijo una vez que la
motivación para escribir su influyente libro de 1966, Adaptation and
Natural Selection [La adaptación v la selección natural] fue una confe­
rencia de Emerson sobre los superorganismos: mi propio interés
también se despertó al leer a Darlingtony a Wynne-Edwards. Pero
aunque esto ilustra la importancia de las ideas erróneas en la ciencia,
no explica por qué floreció el interés en proporcionar una explicación
funcional del comportamiento en 1960 y no treinta años antes.
Helena Cronin se dedicó de lleno a estos asuntos, tomando la selec­
ción sexual y la evolución de la cooperación como sus temas centrales.
En épocas recientes está de moda, en la historia de la ciencia, botar el
bebé y quedarse con el agua; no parar mientes en la ciencia, sino des­
cribir con sórdido detálle las tácticas políticas dé los científicos. Helena
Cronin, me alegra decirlo, no pertenece a esta escuela. Ella me relató
muchas cosas que yo no sabía sobre las ideas de Darwin y Wallace, y
los desacuerdos que tuvieron. Y además comprendió la investigación
moderna sobre los mismos tópicos. Para Darwin, la hormiga y el pavo
real simbolizaban dos de las principales dificultades de su teoría: la
existencia de la cooperación y del ornamento aparentemente de mala
adaptación. Pienso que a Darwin le hubiera encantado leer este re­
cuento de lo que ha sucedido desde aquella época.

JOHN MAYNARD SMITH

12
PREFACIO

Un abismo aterrador separa al mundo predarwinista del nuestro.


Aterrador no es una palabra demasiado fuerte para describir los logros
de Charles Darwin y Alfired Russel Wallace. La teoría de la selección
natural revolucionó nuestra comprensión de los seres vivos, al pro­
porcionarnos un entendimiento de nuestra existencia, cuestión
sobre la que la ciencia no se había pronunciado en el pasado. La hor­
miga y el pavo real celebra esta poderosa teoría y su floreciente des­
cendencia moderna.
Poderosa, pero no monolítica. Wallace ha sido llamado, con mu­
cha imaginación, la luna del sol Darwin. Pero la suya no era una luz
pálida y reflejada. Siempre se mantuvo firme en su concepción pro­
pia y diferenciada de la teoría elaborada por los dos. A sus ojos,
incluso Darwin podría ser revisionista, hasta el punto que se sintió
obligado a declararse £más darwinista que Darwin’. Sus disputas no
fueron simplemente sobre preferencias personales, cuestiones histó­
ricas menores. Fueron divergencias importantes en énfasis e inter­
pretación, tan significativas -ésta es una de las tesis de mi libro- que
han persistido hasta el día de hoy. De hecho, en años recientes, se han
vuelto a poner sobre el tapete con renovada intensidad.
Y es que éstos son tiempos emocionantes. Desde la década de
1960 la teoría darwinista ha sufrido una enorme transformación. En
su estela han llegado nuevas preocupaciones, tan nuevas que pueden
parecer muy alejadas de las de Darwin y Wallace. Y sin embargo, al
mirar más de cerca, se revelan como parte de una controversia conti­
nua que se extiende hacia atrás, hasta los comienzos del darwinismo.
En las disputas de hoy oímos que los intercambios hacen eco de las
voces de los padres fundadores mismos. Como lo anotó un importan­
te darwinista al leer el borrador de un capítulo mío: “ ¡No me había
dado cuenta durante todos estos años que realmente era un
wallaciano!” La hormiga y el pavo real, entonces, es de alguna manera
la historia de Darwin versus Wallace.
Este libro rastrea el curso de dos cuestiones controvertidas: la se­
lección sexual y el altruismo. Fue por la selección sexual por lo que
los descubridores del darwinismo partieron cobijas de modo más
notorio. El éxito inicial de la teoría fue seguido por largos años de
permanencia en los extramuros de la moda. Ahora, sin embargo, la
selección sexual se debate una vez más con calor. También el altruismo

13
H E L E N A C R O N I N

se ha aireado mucho últimamente. También sobre este asunto las res­


puestas de Darwin y Wallace fueron típicamente divergentes. Pero
nuestro interés en la historia radica menos en las continuidades y más
en los contrastes entre el pasado y el presente. Si bien en el siglo x ix el
altruismo apenas se veía como una dificultad, en los años recientes
se ha considerado como una anomalía obvia, pero se ha resuelto de
manera triunfal.
El momento en que sale este libro, entonces, ha resultado ser pro­
picio. Ha demostrado serlo más aún porque la selección sexual y el
altruismo no han sido tratados, cosa sorprendente, en lá prodigiosa
producción de investigación histórica que se conoce como la “ in­
dustria darwinista”. The Descent of Man [El origen del hombre], que
describe la teoría de la selección sexual, la segunda entre las obras de
Darwin, antecedida sólo por el The Qrigin [El origen]. Para él, la
selección sexual no fue simplemente un capricho, una variante menor
de la selección natural, sino una fuerza independiente, diseminada por
todo el mundo viviente. Sin embargo, los historiadores han pasado
por alto tanto el libro como la teoría. También a la historia del
altruismo se le ha prestado muy poca atención, más que todo al con­
fuso punto de vista de lo ‘bueno para la especie5 que se paseó cam­
pante entre las décadas de 1920 y 1960. Y sin embargo, con la fresca
comprensión moderna, los altibajos de su destino están maduros para
el escrutinio histórico.
Este libro también es oportuno porque la historia que narra no
está confinada al pasado: también es una guía delicada al fermento,
algunas veces sorprendente, de ideas nuevas. ¿En qué estado se en­
cuentran en la actualidad los últimos puntos de vista y cuáles son las
conexiones entre sí? La hormiga y el pavo real expone las nociones
que se airean hoy en día en conferencias y corredores.
De hecho, la elaboración de este mapa del nuevo mundo darwi­
nista fue uno de los puntos de partida del libro. M i interés inicial en
la teoría fue despertado por las críticas de los filósofos; no porque
yo pensara que tenían razón, sino porque estaba convencida de que
tenían que estar gravemente errados. Los metodólogos desde hace
mucho tiempo le vienen dado mala prensa al darwinismo: “ inestable55,
“circular55, “metafísica ociosa55, “tautología vacía55Aún con el reciente
florecimiento del darwinismo, los juicios fueron un poco menos du­
ros. La discrepancia entre el magnífico legado de Darwin y Wallace
y estos poco generosos elogios me dejaban insatisfecha. Decidí
explorar una parte mayor del nuevo territorio que la teoría darwi-
14
UN MUNDO SIN DARWIN

nista estaba abriendo. Este libro, en parte, registra mi viaje personal


a través de esta térra nova.
La hormiga y el pavo real no es, sin embargo, un libro de ciencia,
ni de historia, ni de filosofía, aunque combina algo de las tres. Es
posible leerlo sin ser un experto. Pero espero también que los lectores
especializados en estos conocimientos encuentren en él, a su manera,
cosas nuevas, en particular gracias a la luz que la historia, la ciencia y
la filosofía se pueden irradiar entre sí.
Este libro fue obra del trabajo conjunto con Allison Quick; ella
cooperó estrechamente conmigo en las primeras etapas; le debo mucho
y me hacen falta nuestras discusiones. John Watkins leyó una primera
copia con cuidado; cualquier filósofo sabe criticar, pero él también
sabe animar. El entusiasmo de John Maynard Smith me sostuvo
durante todas las dudas normales. Peter Milne fue un crítico implacable,
pero constructivo.
Me siento muy agradecida con Richard Southwood por conseguir­
me un puesto en el Departamento de Zoología de Oxford. Éste de­
mostró ser el medio de trabajo ideal, con su excelente institución de
tiempo para el té y el café y los seminarios más formales. (No acaba­
ba de escribir esto cuando me aseguraron, mientras nos tomábamos
un café, que ésta era una perogrullada en el departamento, lo cual
simplemente me lleva a reforzar mi punto.) Estoy agradecida con
muchas personas del departamento, en particular con Alan Grafen,
W. D. Hamilton, Paul Harvey, Andrew Pomiankiowski yAndrewRead.
Otras personas tuvieron la gentileza de leer algunas secciones del
borrador, que criticaron y analizaron. Me dieron consejos y me ani­
maron. Entre ellas se encuentran Aubrey Sheihman, Nicholas
Maxwell, Michael Ruse, Nils Roll-Hansen, Amanda C. de C. Williams,
Michael Joffe, David Rubén, Peter Urbach, John Worrall, N. H. Barton,
J. S. Jones, John Durant, Peter Bell, K. E. L. Simmons y Cari Jay Bajema.
Alan Crowden en Cambridge University F*es#ha sido un editor en­
tretenido y dedicado.
A mi hermano, David Cronin, se le ocurrió el título, La hormiga
y el pavo real Y a Dawkins el del capítulo i: Archivos caminantes.
También quisiera dar mis agradecimientos a la British Academy,
The Leverhulme Trust, The Nuffield Foundation y The Royal Society,
todos los cuales con generosidad apoyaron esta investigación.
Y finalmente, mis gracias especiales y mi aprecio a Richard Dawkins.

f \ HELENA CRONIN

15
AGRADECIMIENTOS POR LAS ILUSTRACIONES

capítu lo 2 Un mundo sin Darwin


La fotografía de Darwin se reproduce con permiso del Syndics of
Cambridge University Library. La doctora Rachel Garden dio autori­
zación para reproducir el dibujo de Wallace de William-Ellis, A. (1966)
Darwin’s MoomA Biography ofAlfred Russel Wallace, Blackie, Londres.
Alwyne Wheeler dio autorización para reproducir el dibujo del len­
guado de arena, de Valerie DuHeaume de Wheeler, A. (1969) TheFishes
ofthe British Isles andMm&i-West Europe, Macmillan, Londres. Melissa
Bateson dibujó el diagrama del lamarckismo, weismannismo y el
fenotipo extendido.

capítu lo 3Darwinismo viejo y nuevo


Melissa Bateson dibujó el pájaro. carpintero. T. y A. D. Poyser die­
ron la autorización para reproducir la lengua del pájaro carpintero y
los diagramas del hueso hioides de Campbell, B. y Lack, E. (eds.),(i985)
A Dictionary o f Birds, T. y A . D. Poyser, Calton, Staffordshire. La
micrografía de escáner electrónico del diente de león es reproducida
por cortesía del Museo Británico (Historia Natural). La fotografía de
R. A. Fisher se reproducé por cortesía del departamento de genética
de la Universidad de Cambridge. John Maynard Smith suministró
las fotografías suyas y las de J. B. S. Haldane. W. D. Hamilton sumi­
nistró la suya. Scientific American dio autorización para reproducir
los emparrados de los tilonorrincos, de Borgia, G. (1986) “ La selec­
ción sexual en los tilonorrincos”, ScieñfifióAmerica 254(6) (Derechos
de autor 1986 de Scientific American, Inc. Todos los derechos reserva­
dos).

—c apítu lo Demarcaciones de diseño


4
Melissa Bateson dibujó el diagrama de pleiotropía extendida. El
diagrama reproducido en la ilustración de “ la propaganda honesta”
apareció por primera vez en 1978 en la revista New Scientist, Londres,
la revista semanal de ciencia y tecnología.

capítu lo 6 ¿Nada más que selección natural?


Joshua R. Ginsberg suministró la fotografía de las cebras de la
planicie. La pintura de los tres chorlitos africanos por autorización
del Syndics of Cambridge University Library.

16
capítu lo 7 ¿Pueden las hembras moldear a los machos?
Priscilla Barrett dibujó el mono probócide. El faisán dorado por
permiso del Syndics of Cambridge University Library.

capítulo 8 ¿Prefieren las hembras sensatas machos sexualmente


atractivos?
Melissa Bateson dibujó el diagrama de la ornamentación del
macho. Blackwell Scientific Publications dio autorización para re­
producir el dibujo del pelícano de Brown, L. H. y Urban, E. K. (1969)
“ The breeding biology of the Great White Pelican Pelecanus onocro-
talus roseus at lake Shala, Ethiopia”, Ibis 111.

capítu lo 14 La paloma de la paz, no déla guerra: las fuerzas


convencionales
Lea MacNally suministró la fotografía de los cráneos de los cor­
zos. Melissa Bateson dibujó los tres pasos del combate de los alces
rojos.

c a p í t u l o 15 Altruismo humano: ¿Una clase natural?


La gráfica de los homicidios es adaptado de Daly, M. y Wilson,
M. (1990). “Matar la competencia”, Human Nature 1, fig 1.

Mis agradecimientos a todos los anteriormente mencionados


y gracias adicionales a Mark Boyce, T. H. Chitton-Bíock, George
McGavin, Charles Munn, Amotz Zahavi y en especial a Melissa
Bateson, Euan Dunn, Sean Neill y Priscilla Barrett.

V
PARTE 1

EL D A R W I N I S M O , SUS R IV A L E S

Y SUS D E S E R T O R E S
1
A R C H I V O S C A M I N A N T E S

Somos archivos caminantes de sabiduría ancestral. Nuestro cuerpo y


mente son monumentos vivos del excepcional éxito de nuestros an­
tecesores. Esto nos lo enseñó Darwin. El ojo, el cerebro y los instintos
son legados de las victorias de la selección natural, personificaciones
de la experiencia acumulativa del pasado. Y esta herencia biológica
nos ha permitido construir una nueva herencia: el ascenso cultural,
la dotación colectiva de muchas generaciones de seres humanos. La
ciencia es parte de este legado, y este libro trata de uno de sus logros
más notables: la teoría darwinista misma. Ésta es la historia de un
éxito, la historia de dos acertijos que en forma pertinaz resistían toda
explicación y de cómo el darwinismo finalmente los resolvió. Uno de
ellos es el problema del altruismo, cuyo epítome es la hormiga del
título de este libro; el otro es el problema de la selección sexual, el
pavo real.
Desde hace mucho tiempo las hormigas y otros insectos sociales
han sido considerados modelos de rectitud, generosidad y amor, criatu­
ras con mente comunitaria que actúan para el bien de otros incluso a
un costo extremo para sí mismos. Tal santidad y abnegación de ningu­
na manera son exclusivas de los insectos. Muchos animales se ponen
en peligro para prevenir a otros de la presencia de depredadores, re­
nuncian a la reproducción para ayudar a criar a los descendientes de
otros o comparten alimentos que podrían aliviar su propia hambre.
Pero, ¿cómo pudo la selección natural haber llevado a la adquisición
de características tan obviamente desventajosas para quienes las
portan? ¿Cómo podría el autosacrificio, en particular el reproductivo
-que le otorga ventajas a los demás-, haberse transmitido a las gene­
raciones subsiguientes? ¿Cómo puede la selección favorecerlo a quien
insiste en poner a los otros primero? En realidad, la selección natural
prefiere al más rápido, al más arrojado, al más ladino, no a aquellos
que, con espíritu cívico, renuncian a colmillos y garras en favor de
comportamientos comunales.
En el caso de nuestro otro héroe epónimo, el pavo real, la dificultad
radica en su espléndida cola. Ésta se menea en el rostro de la selección
natural. Lejos de ser eficiente, utilitaria y benéfica, es esplendorosa,
ornamental y pesada. Y las “colas de pavo real” -ornamentos, colo-
21
A R C H I V O S C A M I N A N T E S

res, cantos y danzas-, abundan a lo largo y ancho del reino animal,


desde los insectos hasta los peces y mamíferos.
A primera vista puede parecer que el esplendor del plumaje del.
pavo real o la magnífica cornamenta de un alce poco tienen que ver
con los riesgos que se corren al servir de centinela o con el hecho de
comer para otros; podría parecer que el narcisismo, que busca el
propio bienestar, quedara en el polo opuesto del autosacrificador
altruismo. Pero para un seguidor de Darwin tales características
plantean la misma dificultad. ¿No son ambas características claras
desventajas para quien las porta? ¿No se esperaría de la selección
natural que las eliminara en vez de favorecerlas?
Durante más de un siglo, estos problemas, cuando no fueron
' tratados.con indiferencia, fueron ‘resueltos’ de manera totalmente
errónea. Por aquella época, la teoría darwinista tuvo un éxito espec­
tacular para explicar el ojo, la telaraña, el pico del pájaro carpintero o
una semilla con plumas, características que eran claramente adapta-
tivas. Sin embargo, su poder para explicar la ausencia del egoísmo en
el llamado de advertencia de un pájaro o el esplendor de la cola del
pavo real, fue pasado por alto o mal entendido. Pero en las últimas
décadas el darwinismo ha sufrido un cambio revolucionario; Y a la
estela de esta transformación, las obstinadas anomalías de altruismo
y la selección sexual dejaron de serlo.
Comprender el presente puede ilustrar el pasado. La revolución
actual en el neodarwinismo proporciona una poderosa herramienta
para refinar nuestra comprensión del pensamiento darwinista ante­
rior. A la luz de las nuevas ideas podemos regresar al siglo x ix y darle
una mirada fresca a la teoría evolucionista de la época, al modo como
se veían los problemas del altruismo y la selección sexual y a las razo­
nes por las cuales no pudieron ser resueltos. A su vez, la historia pue­
de iluminar el presente. Lo que ha sido Continuo a través del tiempo
puede arrojar una luz inesperada sobre la controversia de la actuali­
dad. Además, la historia puede ayudarnos a dilucidar la validez del
darwinismo. A pesar del claro éxito de esta teoría, algunos filósofos,
tras compararla con los triunfos clásicos de la ciencia -Newton y
Einstein-, la encuentran deficiente. Una mirada histórica puede ayu-
damos a ver con exactitud por qué, a pesar de lo que estos filósofos
opinen, el darwinismo explica tanto y de manera tan adecuada.
Los historiadores suelen despreciar este estilo retrospectivo de ver
la historia. Es normal que quieran rechazar la satisfacción, estrecha
de miras, de la historia progresista, para la cual el pasado no es más
22
A R C H I V O S C A M I N A N T E S

que un paso inevitable hacia los triunfos del presente. Pero en lo


atinente a la ciencia, no hay duda de que sí hay una razón para espe­
rar que lo último sea en realidad lo mejor. Cualquier tendencia as­
cendente tiene sus altibajos pero, fuera de uno que otro callejón sin
salida, el conocimiento científico de una época por regla general
incorpora los principales logros hasta la fecha. Por supuesto, no hay
garantía de que se avance. Pero la ciencia, de manera más confiable
que la mayor parte de las actividades humanas, muestra que lo últi­
mo es lo mejor. Por eso seré optimistamente retrospectiva. El punto
de vista del presente, lejos de disminuir el aprecio por los problemas
y soluciones del pasado, nos ayuda a apreciar cómo podían ser razo­
nables aun cuando estuviesen errados, y nos ayuda a evaluar las ideas
viejas, aunque hayan desaparecido de los libros de texto de hoy. Le
cedo la palabra al biólogo John Maynard Smith para que rezongando
nos dé una de sus rituales críticas al progresismo que hoyen día tien­
de a prologar las historias de la biología:

Él (resulta ser Ernst Mayr) anota que es necesario evitar escribir


una historia progresista de la ciencia, pero ésta es la clase de historia
que él mismo ha escrito. Para ser justos,-no puedo imaginar que un
hombre que ha luchado toda su vida para entender la naturaleza, y
que ha luchado para persuadir a otros de que su punto de vista es el
correcto, pueda escribir una historia de otra clase... Después de todo,
en realidad, la Inglaterra Victoriana había sido el pico más alto de
civilización a que se había llegado, y si ella hubiera tenido en sí mis­
ma la garantía de un progreso continuo, el método de Macaulay de
escribir la historia habría sido muy recomendable.
Por pasado de moda qué pueda ser decir esto, es obvio que hoy
tenemos una mejor comprensión de la biología que ninguna genera­
ción anterior, pero para seguir progresando tenemos que partir de
donde nos encontramos ahora. Por esto, realmente vale la pena
contar la historia de cómo llegamos hasta aquí. (M a y n a rd Sm ith
19 8 2 a , p á gs. 4 1 - 4 2 )

Entonces, para bien o para mal, mi criterio a lo largo de este libro ha


sido comenzar por el final, con lo mejor de lo que hoy conocemos.
En algunos capítulos esto es explícito; en otros, se esconde tras bam­
balinas. Y ya que estamos hablando de criterios, debo agregar que mi
historia también va a ser ‘internalista’, o sea que se ceñirá al contenido
científico de las teorías y a otros asuntos internos de la ciencia. En los

23
A R C H I V O S C A M I N A N T E S

últimos tiempos los historiadores darwinistas sé han inclinado hacia


el ‘externalismo’, concentrándose en las influencias políticas, econó­
micas, sociales o psicológicas, que han actuado sobre cada científico
en particular y sobre sus descubrimientos. Sin negar la importancia
de la investigación meticulosa de los archivos de la sociedad Victo-
riana, también hay un lugar para la historia de la ciencia centrada en
la ciencia del científico.
Las partes dos y tres de este libro se ocupan de la selección sexual
y del altruismo. La primera parte expone una serie de temas que se
han abierto paso a lo largo de la historia del darwinismo y, en parti­
cular, a lo largo de la historia de las teorías sobre selección sexual y
altruismo. Analiza el éxito del darwinismo y el fracaso de sus rivales,
los rasgos especiales que distinguen la teoría de Darwin y Wallace de
su descendiente lineal de hoy y las alternativas darwinistas a las expli­
caciones adaptátivas. Pero para el lector más interesado en cómo con­
siguió el pavo real su cola y la hormiga su manera de ser sociable, las
partes dos y tres pueden ser tratadás como autosuficientes.

24
2
U N M U N D O S IN D A R W IN

1859

Imaginemos un mundo sin Darwin. Imaginemos un mundo en el cual


Charles Darwin y Alffed Russel Wallace no hubieran trasformado
nuestra comprensión de los seres vivos. ¿Qué parte dé lo que ahora
nos es comprensible se convertiría en un problema que nos dejaría
perplejos? ¿Qué consideraríamos urgente explicar?
La respuesta es: prácticamente todo lo relacionado con los seres
vivos, con toda la vida sobre la faz de la Tierra a lo largo de toda la
historia (y quizás, como lo veremos, con la vida en otras partes tam­
bién). Pero hay dos aspectos relacionados con los organismos vivos
que han intrigado y dejado perpleja a la gente mucho más que otros,
antes que Darwin y Wallace encontraran su solución exitosa y ele­
gante en la década de 1850.
El primero es el diseño. Las avispas y los leopardos, las orquídeas,
los seres humanos y los hongos de la lama tienen un aspecto que
parece diseñado; así mismo los ojos y los riñones, las alas y las bolsas
de polen; también las colonias de hormigas y las flores que atraen
abejas para polinizarlas y una madre gallina que cuida sus pollos.
Todo esto presenta un agudo contraste con las piedras y las estrellas,
los átomos y el fuego. Los seres vivos están adaptados de una manera
hermosa e intrincada y en una multiplicidad de vías, a su hábitat
inorgánico y a los otros seres vivientes (no en menor grado a aquéllos
más parecidos a sí mismos), y son unidades que funcionan a las mil
maravillas. Parece que hubieran sido hechos a propósito, que tuvieran
una complejidad altamente organizada y una gran precisión y eficien­
cia. Darwin lo expresaba con tino como cla perfección de la estructura
y la co-adaptación, la cual despierta justamente nuestro mayor asom­
bro5 (Darwin 1859, pág. 3) ¿Cómo sucedió?
El segundo acertijo es la ‘semejanza en la diversidad5, las impre­
sionantes relaciones jerárquicas que pueden encontrarse en todo el
mundo orgánico, las diferencias y al mismo tiempo las claras simili­
tudes entre grupos de organismos y, sobre todo, los lazos que atan a
las numerosísimas especies. Hacia la mitad del siglo x ix estos mode­
los fundamentales habían surgido gracias a una serie de disciplinas
biológicas. El registro fósil era testigo de la continuidad en el tiempo;
la distribución geográfica, de la continuidad del espacio; los sistemas
25
UN M U N D O S I N D A R W I N

clasificatorios se construían sobre lo que se llamaba una unidad de


tipo; la morfología y la embriología (particularmente los estudios
comparativos), sobre las así llamadas afinidades mutuas, y todas estas
materias revelaban una notable abundancia cada vez mayor de regu­
laridades, a la vez que una creciente cantidad de divergencias. ¿Cómo
se podían explicar estas relaciones? ¿De dónde podría salir tal derroche
en la especiación?
A la luz de la teoría darwinista podemos encajar en su lugar las
respuestas a ambas preguntas y a otras mil sobre el mundo orgánico.
Darwin y Wallace presuponían que los seres vivientes habían evolu­
cionado. Su problema era encontrar el mecanismo mediante el cual
se había dado esta evolución, un mecanismo que pudiera dar cuenta
de la adaptación y de la diversidad. La selección natural fue la solución.
Los individuos varían y algunas de sus variaciones son heredadas.
Estas variaciones heredadas surgen de modo aleatorio, esto es, inde­
pendientemente de sus efectos sobre la supervivencia y reproducción
del organismo. Pero se perpetúan de manera diferencial, dependiendo
de la ventaja adaptativa que confieran. Así, a lo largo del tiempo, las
poblaciones llegarán a estar formadas por los organismos mejor adap­
tados. Y, con el cambio de las circunstancias, diferentes adaptaciones
se vuelven ventajosas, dando lugar de manera gradual, a formas de
vidas divergentes.
La clave para todo ello, para saber cómo es capaz la selección
natural de producir sus maravillosos resultados, está en el poder de
muchos y pequeños cambios acumulativos (Dawkins 1986, particu­
larmente págs. 1-18,43-74). La selección natural no puede brincar de
una sola vez desde la sopa primigenia a las orquídeas y á las hormi­
gas. Pero puede llegar ahí a través de millones de pequeños cambios,
cada uno de ellos no muy diferente del anterior, acumulados durante
largos períodos de tiempo, hasta Uegar a una transformación dramá­
tica. Estos cambios surgen al azar, sin relación con el hecho de si son
buenos, malos o indiferentes. Entonces, el que resulten ser ventajosos
es sólo asunto de suerte, pero no de una suerte altamente improba­
ble, porque el cambio que va desde un organismo que no parece una
orquídea hermosamente modelada a uno que se parece un poco más,
es muy pequeño. Así, lo que de otro modo sería un enorme golpe de
suerte se reparte en porciones aceptablemente probables. Y la selec­
ción natural no sólo se aprovecha de cada una de estas ventajas
aleatorias sino que las preserva de modo acumulativo, conservando
una tras otra a lo largo de una vasta serie, hasta que en forma gradual
26
1859

Charles D arw in (1809-82)

van dando lugar a las complejidades 7 diversidades de la adaptación,


que nos hacen rendir de admiración. El poder de la selección natural
radica entonces en la diversidad generada aleatoriamente, que se va
organizando y modelando a lo largo de grandes períodos de tiempo,

27
UN M U N D O SI N D A R W I N

Wallace en la jungla del Brasil en 1849, a la edad de 26 años

28
1859
gracias a una fuerza selectiva^ que es al mismo tiempo oportunista y
conservadora.
Las explicaciones rivales de la misma evidencia (véase por ejem­
plo, Bowler 1984; Rehbock 1983, págs. 15-114; Ruse 1979a) no eran muy
impresionantes que digamos (dejando a un lado por el momento el
lamarckismo y los rivales posteriores al año 1859). Cuando vemos lo
inadecuadas que eran esas teorías en cuanto a poder explicativo, y
cuando reflexionamos sobre el hecho de que a pesar de ello fueron
éstas las principales explicaciones aceptadas por eminentes pensadores
durante siglos, podemos imaginar muy bien cómo sería nuestro mun­
do sin la teoría de Darwin, y ¡cuán pobre sería!
Darwin y Wallace expusieron por primera vez su teoría en 1858,
en un trabajo conjunto para la Sociedad Linneana (el suyo fue uno
de esos extraños casos de un descubrimiento casi simultáneo en la
historia de la ciencia), y luego, en 1859, vino el bbro de Darwin titula­
do El origen de las especies. Antes de 1859 buena parte de la historia
natural estaba unida en matrimonio a la teología natural (véase Gi-
llespie 1979; Gillispie 1951). Con Dios de su lado, la historia natural
daba la respuesta inevitable a la pregunta por la procedencia de este
diseño aparentemente consciente: que sí había habido un diseño y que
éste era obra de un diseñador supremo. Y la teología natural usaba
esta evidencia de un diseño supuestamente deliberado en la natura­
leza para demostrar la existencia de Dios. Esto podía haber sido bue­
na teología, pero sin duda era mala ciencia. Y la ciencia mala no estaba
confinada a los antievolucionistas. Hacia la mitad del sigo x ix la idea
de evolución empezó a ser aceptada paulatinamente, después de
haber sido rechazada casi de modo universal a comienzos del siglo.
Pero también los evolucionistas, cuando se los acosaba para que ex­
plicaran el mecanismo, recurrían a la idea del diseño consciente (o a
la vaguedad).
Pero las teorías que no tienen valor científico directo pueden de
todas maneras ser de interés empírico por otras razones; en este caso,
por la luz que desplegaron sobre la teoría darwinista. Desde este punto
de vista, estas teorías predarwinistas del diseño deliberado caen en dos
grupos distintos, dependiendo de cuál de los dos problemas explica­
tivos principales, adaptación o diversidad, consideraban el de mayor
importancia. Para algunos, el diseño deliberado se manifestaba en
los detalles adaptativos de los organismos individuales; para otros,
estaba en la grandiosa envergadura del plan total de la naturaleza.

29
UN M U N D O SI N D A R W I N

Tomemos primero la tradición que veía un propósito en la espi­


ral de una concha, la envergadura de un ala, la forma de un pétalo y
los minúsculos detalles de la adaptación de todo ser viviente. Estos
naturalistas consideraban su principal tarea demostrar que cada par­
te de un organismo, por pequeña que fuera, o por insignificante que
pareciera, le era de utilidad. Este movimiento de la historia natural
fue paralelo a una escuela de teología natural cuya tesis central era el
llamado argumento utilitarista del diseño. Este argumento sostenía
que la adaptación orgánica, su utilidad y su función, eran prueba de
un diseño de la Providencia: el propósito que había en toda la natu­
raleza era el propósito de Dios. He aquí la burla de Hume al argu­
mento utilitarista, tomado de sus Diálogos sobre la religión natural,
publicado en 1779, tres años después de su muerte. (A propósito, la
palabra natural’ se usa para distinguir la religión y teología natura­
les, de su contraparte, las llamadas ‘reveladas’, en razón a que está
fundada no en un acto de fe o de revelación sino en la evidencia y en
la razón acerca del mundo natural, al igual que la historia natural,
ahora llamada biología, o la filosofía natural, ahora llamada física.)
Los Diálogos son una crítica fulminante a la religión natural, razón
por la cual Hume se abstuvo de publicarlos en vida. Pero su parodia
es, paradójicamente, más fina y sucinta que muchos originales pia­
dosos. El siguiente pasaje asimila los organismos a las máquinas:

Mirad alrededor del mundo, contemplad el conjunto y cada parte:


encontraréis... [que todas] estas diversas máquinas, y aun sus partes
más diminutas, están ajustadas unas a otras con una precisión que
lleva al asombro a quienes las hayan contemplado alguna vez. La
curiosa adaptación de los medios hacia sus fines, a lo largo de la na­
turaleza, se asemeja con exactitud a la producción del ingenio huma­
no, del diseño humano, del pensamiento, de la sabiduría y de la inte­
ligencia, aunque los supera con creces. Entonces, como los efectos se
parecen unos a otros, inferiremos, por todas la reglas de analogía,
que las causas también se parecen, y que el Autor de la naturaleza es
similar en parte a la mente del hombre, aunque poseedor de facultades
mucho mayores, proporcionales a la grandeza del trabajo que ha eje­
cutado. (Hume 1779, pág. 17)

Se puede ver al instante cómo podía la historia natural volver al revés


este argumento teológico: no el diseño de la naturaleza como prueba
de la existencia de Dios, sino la existencia manifiesta de Dios como
30
1859
explicación del diseño adaptativo de la naturaleza, de su aspecto arti­
ficioso, de su improbable complejidad.
A comienzos del siglo xix, las concepciones utilitaristas fueron
reunidas, sistematizadas y popularizadas gracias al arcediano William
Paley. Su Teología natural (1802), trabajo que Darwin conocía muy
bien, se convirtió en un texto clásico, que hizo famosa una versión
particular del argumento utilitarista. Basta con mirar un instrumen­
to tan intrincadamente forjado como un reloj, dijo, para advertir de
inmediato que debe haber un relojero; de la misma manera, un obje­
to complejo tan bien adaptado como lo es un organismo tiene que
tener un diseñador. El texto de Paley fue superado en la década de
1830 por un proyecto altamente ambicioso, los Bridgewater Treatises
(llamados así porque el duque de Bridgewater los encargó en su tes­
tamento) (véase v. gr. Gilhspie 1951, págs. 209-16). Éste consistía en
una serie de artículos escritos por un total de ocho personas. Y se les
pidió que demostraran nada menos que

el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, tal como se manifies­


tan en la creación; ilustrando tal trabajo con todo tipo de argumentos
razonables, como por ejemplo la variedad y la formación de las cria­
turas de Dios de los reinos animal, vegetal, y mineral; el efecto de la
digestión y por lo tanto de la conversión; la conformación de la mano
del hombre y una infinita variedad de argumentos adicionales, así
como por los descubrimientos antiguos y modernos en las artes, cien­
cias y en toda la extensión de la literatura. (Chalmers 1835, pág. 9)

Un grandioso plan, en realidad: no sólo el argumento utilitarista sino


pruebas del diseño de la Providencia en cada aspecto del mundo,
animado o inanimado, natural o hecho por el hombre. Y los escrito­
res las dieron, con minuciosidad desfachatada, sin siquiera omitir
mencionar la proximidad providencial de las minas de hierro britá­
nicas al carbón necesario para fundirlo, ni nuestra buena fortuna
de poseer un instinto hacia la propiedad privada sobre el cual basar
nuestro código moral. Pero es un signo de la fuerza poderosa que el
argumento utilitarista tenía sobre la imaginación de la gente el hecho
de que la adaptación orgánica fuera, por mucho, la evidencia más
popular. Incluso un artículo, que aparentaba ser sobre astronomía,
escrito por William Whewell, celebrado historiador y filósofo de la
ciencia, se las arregló para detenerse largo rato sobre los maravillosos
diseños de los organismos.

3i
UN M U N D O S I N D A R W I N

Esta manera utilitarista de pensar la historia natural y la teología


se arraigó con fuerza en Inglaterra durante la primera mitad del siglo
xix. En su versión más popular, el argumento utilitarista venía com­
binado con el creacionismo especial, la teoría de que Dios, más bien
que haber creado todas las formas orgánicas de un sólo golpe, seguía
interviniendo en el mundo natural de vez en cuando, para introducir
formas nuevas. Este ‘creacionismo utilitarista’ llegó incluso a conver­
tirse en una posición oficial durante aquel período (véase Gillespie
1979, págs. 172-3, n6 para la lista de trabajos clásicos de esta escuela).
Ahora pasemos a la otra tradición de la historia natural, la que
pone su mira no en las minucias de la adaptación de los organismos
individuales sino en la grandiosa envergadura de la disposición total
de la naturaleza. Ella es llamada a veces la visión ‘idealista’ o ‘trascen-
dentalista’ (que no debe confundirse con el idealismo filosófico o con
el trascendentalismo, que son ideas afines pero diferentes). Para los
idealistas, el diseño deliberado se podía encontrar sobre todo en la
semejanza en medio de la diversidad. Todos los seres vivos, sostenían,
están construidos con base en muy pocos planos estructurales bási­
cos, los planos divinos para la creación. Las formas orgánicas están
hechas principalmente según los dictados de aquellos planos: los
organismos son manifestación más que todo de modelos ideales. Las
modificaciones adaptativas, el sueño y dicha del creacionismo utilita­
rista, eran vistas como algo subordinado a aquellos diseños de largo
alcance. Los idealistas consideraban su principal tarea la de revelar el
gran plan unificador que subyacía a las diversas apariencias de los
seres vivos. El idealismo, entonces, así como el creacionismo utilita­
rista, estaba permeado de la idea de diseño intencional. Pero era un
diseño de ün tipo diferente. No se mostraba en el detalle adaptativo,
en la función y en la utilidad, sino en la simetría y en el orden de los
organismos y el mundo orgánico como un todo, en las relaciones
estructurales entre las diferentes especies y en el así llamado plan
único, subyacente a su diversidad. Eran éstos una simetría y orden
tan impresionantes, tan perfectos, se argumentaba, que no podían
ser accidentales. El epítome de este enfoque es la teoría de los arqueti­
pos, desarrollada por Richard Owen, el eminente anatomista compa­
rativo (el mismo Owen que se recuerda más porque supuestamente
preparó al obispo Wilberforce antes de su famoso discurso en la Aso­
ciación Británica, en su reunión de 1860). Owen sostenía que los arque­
tipos eran los planos básicos de los principales grupos de organismos,
planos que existían en la mente de Dios, y que las formas fósiles
32
18 5 9
sucesivas en el interior de cada uno de estos grupos, eran el resultado
de la intervención divina, que modificaba paulatinamente las formas
originales.
En el siglo x v m esta visión idealista, aunque influyente en el resto
de Europa, no había encontrado acogida en Gran Bretaña. Pero en
las primeras décadas del siglo x ix surgió en Escocia una escuela
idealista con el influyente anatomista Robert Knox (más tarde famoso
por ser involucrado no intencionalmente en los asesinatos de Burke
y Haré) y su discípulo Edward Forbes (que llegó a ser tan respetado
que fue el segundo candidato de Darwin para que le editara sus ma­
nuscritos en caso de muerte). Durante la década de 1840 este enfoque
ganó terreno en Gran Bretaña, más que todo por el trabajo de Forbes
y Owen, y desde comienzos de 1850 se convirtió en un movimiento
floreciente. Hacia 1859 el idealismo había desbancado al creacionismo
utilitarista de su primer lugar en la teología natural. Guando Badén
Powell, un famoso matemático y controvertido escritor sobre religión
revisó la bibliografía de la teología natural de la década de 1850, pudo
registrar con satisfacción que al menos algunos de los escritores más
importantes habían “captado claramente la idea de orden como la
verdadera indicación de una inteligencia suprema^5; no se estaban
basando solamente en la obediencia ‘de los medios a un fin’ (esto es,
la adaptación) como prueba del diseño de la Providencia (Powell,
1857, pág. 170). Esta influencia se reflejó, aunque con menos fuerza,
en la historia natural. El eminente naturalista William Carpenter, por
ejemplo, sostenía que se podía ver claramente que el idealismo estaba
apoyado por la evidencia, y retó a los creacionistas utilitaristas:

si tales personas se dirigen a la Naturaleza y la interrogan por


medio de un escrutinio cuidadoso y franco sobre las diferentes
formas y combinaciones que presenta, con el deseo sincero de ase­
gurarse de si existe un plan rector, una unidad de diseño en todo, o si
cada organismo está construido para sí mismo, sin referencia al
resto, estamos seguros de que encontrarán que la primera doctrina
los convence de manera irresistible... ( [Carpenter] 1847, págs. 489-90).

Los idealistas desdeñaban a menudo a los creacionistas utilitaristas


y los acusaban de dar palos de ciego en teología porque explicaban
las adaptaciones en términos de causas finales. (Se creía que la expli­
cación de una característica había llegado a una causa final que no
requería mayor explicación, si dicha característica mostraba haber

33
UN M U N D O S I N D A R W I N

sido expresamente diseñada para un propósito adaptativo particular.)


Knox, mostrando un gran menosprecio, rebautizó el trabajo clásico
del utilitarismo creacionista como The Bilgewater Treatises (Blake 1871,
pág. 334) porque consideraba el recurso a las causas finales como algo
vulgar e ingenuo. Pero los idealistas no tenían razón para tantas
ínfulas. Es cierto que evitaban hablar de un gran diseñador ocupado
en minucias adaptativas, pero en su lugar recurrían con exquisita
vaguedad a poderes ejercidos por patrones ideales (algo así como cau­
sas formales, para quienes les parezca esclarecedora la distinción
aristotélica). Es cierto también que algunos idealistas sostenían que
de ninguna manera intentaban dar explicaciones sino solamente
categorizar los fenómenos usando tipos ideales, pero el idealismo, no
menos que el creacionismo utilitarista, dependía de una presuposición
científicamente inaceptable de un diseño consciente. Aparte de todo,
¿a cuenta de qué sentirse satisfecho de ni siquiera intentar explicar
nada?
En 1859, entonces, había dos maneras bien arraigadas 7 claramente
diferentes de interpretar la naturaleza. Al creacionismo utilitarista le
preocupaba la complejidad y la construcción de las adaptaciones, con
su ingeniosa utilidad, con la cuidadosa correspondencia entre un
animal o una planta y su entorno. Los organismos eran estudiados más
o menos en aislamiento, sin mucha atención a las relaciones entre las
especies. Pero a los idealistas no les interesaba lo que consideraban
detalles sin importancia; les preocupaba el gran plan de la creación
como un todo, con los patrones que unifican la diversidad de la natu­
raleza. Es obvio que estas miradas no se oponían tanto, ni en lo teó­
rico ni en la práctica, de manera que imposibilitaran el eclecticismo.
Peter Mark Roget (famoso por el Thesaurus), en su contribución a
los Bridgewater Treatises del creacionismo utilitarista, se basaba en la
unidad de plan para demostrar la evidencia de un diseño deliberado;
por otra parte, aun el arquetipista por excelencia Owen caía en la
explotación de la adaptación funcional en busca del mismo propósito.
Pero cualesquiera fueran sus diferencias y concesiones, en un princi­
pio convergían estas dos escuelas de pensamiento: mirar la naturaleza
era ver un diseño deliberado. Contra estos antecedentes ofreció el
darwinismo su interpretación alternativa. Miremos ahora cómo ana­
lizaba la teoría de Darwin las dos clases de evidencia. Comencemos
con la adaptación.

34
1 85 9
Las adaptaciones que con más razón sorprenden
La evidencia de la adaptación se constituyó en el mayor reto y, por
ende, en el mayor triunfo para el darwinismo. Tal como Darwin lo
señalaba, la otra clase de hechos, el patrón de diversidad, puede hasta
cierto punto explicarse fácilmente tan sólo planteando la evolución;
pero el principal problema es encontrar un mecanismo evolutivo que
explique la complejidad del diseño adaptativo:

Al analizar el origen de las especies es lógico pensar que cuando


un naturalista reflexiona sobre las afinidades mutuas de los seres or­
gánicos, sobre sus relaciones embriológicas, su distribución geográ­
fica, su sucesión geológica y otros hechos de tal naturaleza, llegue a la
conclusión de que cada especie no fue creada de manera indepen­
diente sino que todas descendieron, como variedades, de otras espe­
cies. Sin embargo, tal conclusión, aunque estuviera bien fundada,
sería insatisfactoria hasta que se pudiera mostrar cómo fueron
modificadas las innumerables especies que habitan este mundo de
tal manera que pudieran adquirir esa perfección estructural y coa­
daptación, lo cual suscita justamente nuestra admiración. (Darwin
1859, pág. 3)

Esto le quedó muy claro a Darwin durante su viaje en el Beagle,


cuando descubrió en las pampas suramericanas semejanzas sorpren­
dentes entre las formas modernas y los fósiles, y continuidades en la
distribución geográfica de la flora y fauna modernas. Se dio cuenta
de que todo esto no se podía explicar meramente por medio de la
evolución, a menos que su mecanismo pudiera explicar también la
adaptación:

Era evidente que hechos como éste... sólo podían explicarse bajo
la presuposición de que las especies se modifican de modo gradual...
pero era igualmente evidente que [uno necesitaba]... dar cuenta de
los innumerables casos en los cuales los organismos de todas clases
están adaptados de manera hermosa a sus hábitos de vida... a mí siem­
pre me habían llamado mucho la atención estas adaptaciones y mien­
tras no pudieran explicarse me parecía casi inútil emprender la tarea
de demostrar por medio de una evidencia indirecta que las especies
han sufrido modificaciones. (Darwin, R 1892, pág. 42)

Hemos visto que el darwinismo explica la adaptación por medio

35
UN M U N D O S I N D A R W I N

Continuidades en el tiempo
El mataco, o armadillo de tres bandas (del Journal o f Researches, de
Darwin): en La Plata, en Suramérica, a Darwin le impresionó muchísimo
la gran semejanza entre los armadillos de la actualidad y la armadura
fosilizada enterrada bajo su casa; la estrecha relación entre la especie
moderna y las formas gigantescas extintas era, como lo dijo en E l origen
“patente, hasta para un ojo no educado”. Pero también debió impresionar­
se por el contraste entre aquellos antiguos gigantes y los pequeños y
tímidos animales que encontró:
E l armadillo [Dasypus minutus]... casi siempre trata de no dejarse ver,
agazapándose cerca de la tierra... En el momento en que lográbamos avistar
alguno, era preciso casi tirarse del caballo para lograr darle caza, porque en la
tierra blanda el anim al se enterraba con tal rapidez que sus cuartos traseros
casi desaparecían antes de que uno alcanzara a apearse. Es casi un pecado
matar animalitos tan lindos como éstos, porque, como lo dijo un gaucho
mientras ajilaba su cuchillo en el lomo de uno: ‘son tan mansos’. (Darwin,
Journal o f Researches)

de la selección acumulativa: variaciones pequeñas, sin dirección, que


se canalizan por medio de presiones selectivas, dan como resultado,
después de largos períodos de tiempo, cambios complejos, diversos
y, sobre todo, adaptativos. Uno puede pensar en la adaptación como
en la incorporación exitosa de información sobre el mundo (Young
1957» págs. 19-21). Los pequeños cambios que proporcionan la materia
prima para la adaptación no son dirigidos, suceden al azar con rela­
ción al medio del organismo. Pero las fuerzas selectivas que moldean
estas variaciones y las convierten en adaptaciones, llevan información
vital, a menudo exquisitamente detallada, sobre este medio. Así, un
organismo hereda de sus padres un modelo de aspectos de su mundo,
un ajuste a su entorno (o, mejor, de su mundo y del de sus antecesores
más distantes). “El organismo adulto puede ser considerado como
36
1859
un organismo que contiene una representación del entorno que le ha
sido transmitido desde los genes” (Young 1957, pág. 21). El control
que la selección natural ejerce sobre las variaciones aleatorias se
parece de alguna manera a la idea que tiene un ingeniero sobre la
retroalimentación negativa: una constante comparación entre la
representación del mundo e información que le entra de éste, y un
ajuste y reajuste constantes, a la luz de esta comparación (Young 1957,
págs. 23-7). El resultado final: la adaptación, que da la impresión de
un diseño deliberado 7 consciente.
Darwin 7 Wallace fueron pioneros en el uso de lo que ahora se
reconoce como la solución normal al problema de explicar un diseño
sin diseñador. Podemos apreciar su éxito mucho más cuando vemos
las dos maneras como las teorías rivales dependían del diseño delibe­
rado, ninguna de las cuales, no obstante sus concepciones erróneas
que analizaremos en un momento, pueden encontrarse en la teoría
darwinista.
Primero, en el caso de la selección natural, las materias primas
-los cambios, diferencias, mutaciones, a partir de los cuales se cons­
truye la evolución- no son diseñadas en su fuente, cuando surgen;
son aleatorias, ciegas. ‘Aleatoria5en este contexto no significa sucesos
que nos parecen aleatorios a nosotros sólo debido a nuestra falta de
conocimiento (en el lenguaje de los filósofos, no debe entenderse
como una noción epistemológica). Los pequeños cambios en los que
la selección natural opera, en realidad pueden parecemos así. Pero el
azar se entiende como una descripción del estado del mundo más
que de nuestra percepción de éste (lo que los filósofos llaman una
descripción ontológica). Sin embargo, no debe entenderse como ‘sin
ley5,o ni siquiera necesariamente como ‘no determinista5; no hay nada
sin sujeción a la ley o particularmente no determinista por ejemplo
en los rayos cósmicos que causan mutaciones. Más bien significa ‘no
preseleccionado5, aleatorio con respecto a su valor adaptativo. Darwin
utiliza la siguiente analogía para demostrar su punto de vista de que
sí hay leyes (que él sostiene son deterministas), pero que su existen­
cia es compatible con la aleatoriedad en este sentido:

Tomemos el caso de un arquitecto que construye un edificio con


piedras que no han sido cortadas, que han caído por un precipicio.
La forma de cada fragmento puede llamarse accidental, y sin embar­
go ha estado determinada por la fuerza de gravedad, la naturaleza de
la piedra y la pendiente del precipicio, -todos éstos, acontecimientos

37
UN M U N D O SI N D A R W I N

y circunstancias que dependen de las leyes naturales-, pero no hay


ninguna relación entre estas leyes y los propósitos para los cuales
cada fragmento es usado por el constructor. De la misma manera, las
variaciones de cada ser están determinadas por leyes inmutables y
fijas, pero éstas no guardan relación con la estructura viviente que
poco a poco se va construyendo por medio del poder de la selec­
ción... (Darwin 1868, ii, págs. 248-9).

Comparemos esta aleatoriedad en la teoría de la selección natural


con su contraparte en las teorías de la denominada teleología evolu­
cionista, que por desgracia estuvieron en boga durante algún tiem­
po, después de 1859. Consideremos, por ejemplo, las ‘mejoras5 que
Asa Gray, el distinguido botánico norteamericano, proponía para la
teoría darwinista (Gray 1876). Gray se consideraba darwinista y fue
un destacado defensor del darwinismo en los Estados Unidos, pero
no fue capaz de descartar la intervención divina. Por tanto, se inven­
tó lo que el filósofo John Dewey con mordacidad llamó ‘un diseño
por cómodas cuotas5 (Dewey 1909, pág. 12): la teoría de que Dios
proporciona un conjunto de variaciones superiores y adecuadas, para
que la selección trabaje sobre ellas. Introdujo el diseño consciente
como fuente de variación, pero le dejaba un papel a la selección. O al
menos sostenía que lo hacía. Obviamente, si la selección no natural
hace demasiada preselección, no le queda nada por hacer a la natu­
ral. Darwin creía que, aun tomando en cuenta los objetivos propios
de Gray, éste había convertido la selección natural, sin advertirlo, en
algo por completo redundante (Darwin 1868, ii, pág. 526). Dicho sea
de paso, objetaba su teoría no sólo porque volvía a introducir el dise­
ño intencional sino también sobre las bases empíricas de que había
evidencias apabullantes, en particular sugeridas por la selección do­
méstica, de que en realidad las variaciones no eran dirigidas (v. gr.
Darwin, F. 1887, i, pág. 314, ii, págs. 373,378; Darwin, F. y Seward 1903,
i, págs. 191-3).
Hoy día puede parecer extraño que cualquier persona y, en parti­
cular, un darwinista, al parecer convencido, llegara hasta semejante
punto con tal de retener un diseñador. Pero Gray de ninguna manera
estaba solo en su punto de vista, ni, dicho sea de paso, en las moti­
vaciones teológicas para sostenerlo. Varios científicos importantes de
su época, entre otros, adoptaron una teoría evolucionista de variación
dirigida. Entre ellos están Charles Lyell, un importante geólogo y uno
de los mentores de Darwin, y John Herschel, un célebre astrónomo,
38
1859
como su padre, William (véase Darwin, F. 1887 ii, pág. 241; Darwin, F.
7 Seward 1903, i, págs. 190-2, n2, págs. 330-1, ni, n2; Herschel 1861,
pág. 12). Y, para mencionar una figura menos elevada, el duque de
Argyll había obtenido gran éxito con un popular libro de este estilo,
Reign ofLaw (1867). Quizás debido al hecho de que el darwinismo
guardó silencio sobre el asunto del origen de las variaciones sobre las
cuales trabajaba la selección natural, ésta parecía una oportunidad
bajada del cielo para volver a introducir un diseñador. Me apresuro a
decir que el darwinismo es, por supuesto, una teoría perfectamente
adecuada, así no ofrezca explicación del origen de las variaciones.
Sin embargo, este silencio ha preocupado a algunos darwinistas. In­
cluso un biólogo tan distinguido como Peter Medawar se lamentaba
de que “la principal debilidad de la teoría evolucionista moderna es
la falta de una teoría completa sobre la variación, esto es, de la candi­
datura para la evolución, de las formas como las variaciones genéticas
son propuestas para la selección” (Medawar 1967, pág. 104).
Las teorías alternativas dependían también de un diseñador para
el proceso selectivo, para la eliminación 7 retención de las variaciones.
Sin embargo, en la teoría de la selección natural este proceso sigue
su curso sin beneficio de un selector. No ha7 deliberación, no ha7
planeación, no ha7 ‘mente’; nada que incorpore fines o propósitos a
la dirección de la selección. Ésta se logra por medio de nada más
previsivo que las presiones del medio. Recordemos la retroalimenta-
ción negativa del ingeniero tal como Wallace la explicaba: “La acción
de este principio es exactamente igual a la del regulador centrífugo
del motor de vapor, que detiene 7 corrige cualquier irregularidad casi
antes de que se vuelva evidente” (Darwin 7 Wallace 1858, págs. 106-7).
La noción de selección sin un diseñador consciente es indepen­
diente de la noción de que la aleatoriedad e x d ^ e el diseño. Esto se
puede ver en el conocido ejemplo de la selección doméstica. Tal como
Darwin lo señalaba, la fuente de variación es la misma que en los
animales salvajes (aunque él creía que ésta se veía claramente bajo la
domesticación) pero el otro agente de la modificación, -la seleccion­
es diferente: "cuando el hombre es el agente selector vemos con clari­
dad que los dos elementos de cambio son diferenciados; la variabilidad
se suscita de alguna manera, pero es el deseo del hombre lo que acu­
mula las variaciones en ciertas direcciones, 7 es esta última instancia
la que responde por la supervivencia del más apto bajo la naturaleza”
(Peckham 1959, págs. 279-80). La teoría de Darwin 7 Wallace, enton­
ces, logró lo que ninguna otra antes había podido hacer: nos mostró

39
UN M U N D O SI N D A R W I N

El poder de la adaptación
Colibrí y chapola colibrí (del The Naturalist on the River Amazons, de
Bates)
Varias veces le disparé por error a una chapola colibrí en lugar del pájaro...
Hubieron de transcurrir varios días antes de que aprendiera a distinguir a
uno del otro cuando volaban. Este parecido les ha llamado la atención a los
nativos, los cuales, aun cuando son blancos y educados, creen a pie juntillas
que la una se transforma en el otro. Han visto la transformación de las larvas
en mariposas y no les parece más maravilloso que una chapola se transforme
en un colibrí... Los negros y los indios trataron de convencerme de que ambos
eran la misma especie. ‘M ire las a la s-d ecía n - sus ojos son iguales, al igual
que las colas’. Esta creencia está tan arraigada que era inútil discutir con ellos
sobre él tema. Las chapolas Macroglossa se encuentran en la mayor parte de
los países, y en todas partes tienen los mismos hábitos; en Inglaterra existe
una especie bien conocida. E l señor Gould cuenta que alguna vez tuvo un
violento altercado con un caballero inglés que afirmaba que en Inglaterra hay
colibríes porque había visto volar uno en Devonshire, refiriéndose a la
Macroglossa stellatarum. (Bates, The Naturalist on the River Amazons)

que la selección y la variación sin más ayuda podían ser una prodi­
giosa fuerza creativa, aunque la variación no fuera dirigida y la selec­
ción no tuviera selector deliberado.
Como cosa sorprendente, a pesar de la elegante simplicidad y del
inmenso poder explicativo de esta solución, durante toda su historia
el darwinismo ha sido acusado por una minoría vociferante de críticos
40
1859
de que en realidad no resuelve el problema de diseño sin diseñador.
Estos críticos pertenecen a dos grandes categorías y, significativamen­
te, sus puntos de vista son contradictorios entre sí. Unos acusan a la
teoría darwinista de basarse en el azar ciego, señalando que éste no
tiene muchas probabilidades de producir adaptaciones. Por supuesto,
tienen razón en que la probabilidad de que de un sólo golpe y sin
guía alguna surjan entes complejos que funcionen muy bien es
bajísima; pero, por supuesto, están totalmente equivocados al ima­
ginar que el darwinismo hace un planteamiento como éste. Otros
expresaban la queja opuesta: que, lejos de basarse en el mero azar, el
darwinismo tiene, de manera encubierta, un diseñador y que no
exorciza al diseño deliberado. También estas quejas están por com­
pleto desenfocadas; la selección es una poderosa fuerza modeladora,
pero no tiene el ojo puesto en el futuro. Entonces, los del primer
grupo argumentan que la conclusión del darwinismo (complejidad
adaptativa) no se deduce de sus premisas. El segundo grupo argumen­
ta que sí lo hace, pero sólo porque se ha metido de contrabando un
diseñador por la puerta trasera.
Dos críticas, pero con una misma falacia: la presuposición de que
no hay tercer camino entre los grandes saltos del azar ciego, sin guía
ni canal, por una parte, y la fina discriminación del diseño directo y
dirigido, por la otra. Tras esta presuposición hay una gran tradición
histórica. Por una parte, está la visión minoritaria que se extiende
hasta los epicúreos en el siglo ni a. C., que invocaba el azar para des­
cartar un diseñador. Ésta tiene, sin duda, un toque de desesperación.
Intuitivamente parece más adecuado dejar la cuestión en suspenso
que insistir en que el azar podría dar lugar a este cúmulo de adap­
taciones orgánicas altamente improbables. De hecho, desde la otra
orilla, la mayoría veía tan poco plausible la idea de que el azar ciego,
solo, pudiera dar lugar a un orden funcional complejo, que la usaban
como un reductio ad absurdum para apoyar la idea de que si hay un
diseño debe haber un diseñador: “Debe haber un diseñador porque
de otra manera el azar, solo, debería ser responsable del diseño, lo
que es evidentemente absurdo”. Estas críticas al punto de vista epicúreo
fueron revividas en el siglo x v i i , cuando se pensaba que el diseño
providencial necesitaba defenderse del temible ateísmo que, se creía,
fomentaba la teoría atomista. Hacia 1859 estos argumentos tenían gran
fuerza dentro de la teología natural. Entonces, cuando el darwinismo
apareció en escena, la oposición se encaminó con mucho ímpetu,
aunque de manera equivocada, a esgrimir contra él la dicotomía di­

4i
UN M U N D O S I N D A R W I N

seño o azar ciego. Algunos de sus argumentos salían de la prensa po­


pular (Ellegárd 1958, págs. 115-16), pero también eran expresados por
críticos muy eminentes que, al parecer, no se daban cuenta de cuán
inapropiada se había vuelto esta dicotomía ahora que la selección
natural ofrecía una alternativa genuina para ella:
John Herschel, por ejemplo, era uno de esos críticos que parecían
tener la impresión de que la selección natural no significaba nada
más que azar ciego. Esbozó una analogía exitosa con el cuento sarcás­
tico de Swift en los Viajes de Gulliver (Swift 1726, págs. 227-30) sobre
la práctica de los laputenses de escribir libros combinando palabras
al azar: “Es más difícil aceptar el principio de la variación y de la
selección natural como responsables per se del mundo inorgánico
presente y pasado, que creer en que el método laputense de compo­
ner libros (llevado a un extremo) funcione para Shakespeare y Prin­
cipia” (Herschel 1861, pág. 12). Nada más ni nada menos que Lord
Kelvin, el eminente físico, encontró la crítica ‘muy valiosa e instructi­
va’ (Thomson 1872, pág. cv); todavía en 1871 la estaba esgrimiendo
con gran convencimiento en su discurso presidencial a la Asociación
Británica. Y el célebre embriólogo alemán, Karl Ernst von Baer tam­
bién empleó el cuento irónico de Gulliver como un reductio ad absur-
dum de lo que él consideraba era el darwinismo:

Durante mucho tiempo el autor de estos cuentos laputenses no


fue tomado en serio porque es evidente por sí mismo que jamás
podría resultar algo útil y significativo de los eventos aleatorios... ahora
tenemos que aceptar que este filósofo fue un pensador profundo,
puesto que previo los triunfos presentes de la ciencia, ó

¡¿Accidentes?!... Estos incontables accidentes tendrían que estar


en maravillosa armonía si de ahí fuera a resultar algo ordenado. (Baer
1873, págs. 419-25)

Ésta siguió siendo una línea popular de argumentación a lo largo del


siglo xix. Su epítome es un influyente libro que se publicó el año
anterior a la muerte Darwin, escrito por el muy leído y respetado
escritor Wifliam Graham. “ El asunto más importante que Darwin
plantea...”, anunció, “consiste en si es el azar o el propósito lo que
gobierna al mundo” (Graham 1881, pág. 50). El azar (el darwinismo),
decidió, era inadecuado para explicar la evolución: “debemos usar la
noción de diseño porque la única alternativa, el azar, está aún más
lejos de los hechos... [si] se niega el diseño, debe ofrecerse el azar
42
1859
como explicación” (Graham 1881, pág. 345). Ecos de estas voces
resuenan incluso en los debates populares (no hay debates de esta
naturaleza en el interior de la ciencia) sobre la proclamada muerte
del darwinismo (v. gr. Hoyle y Wickramasinghe 1981, págs. 13-20;
Koestler 1978, págs. 166-8,173-7; Ridley 1985a critica varios ejemplos
más).
Éste es uno de los grupos de críticos mal informados. En su ata­
que desde la dirección opuesta, el otro grupo sostenía que la teoría de
la selección natural, lejos de depender del azar ciego, introduce de
manera solapada un diseñador, un seleccionador. Muchos comenta­
ristas del siglo x ix sostenían esta opinión. Les parecía que la teoría de
Darwin dependía o bien de la analogía con la selección doméstica, o
de una naturaleza personificada. Como Wallace le escribió a Darwin:

Me ha... impresionado muchas veces la total incapacidad de


personas inteligentes de ver con claridad, o siquiera de ver, los efec­
tos necesarios y que actúan por sí mismos, de la selección natural...
[Un artículo reciente] concluye con un cargo de algo así como ce­
guera tuya al no haber visto que la selección natural requiere la vigi­
lancia constante de un “ selector” inteligente, como la selección del
hombre, con la cual tú con tanta frecuencia la comparas... [y otro]
considera que tu punto débil es el hecho de que no ves que “el pensa­
miento y la dirección son esenciales para la acción de la selección
natural”. (Marchant, 1916, i, pág. 170)

Los historiadores se inclinan a considerar esta posición del siglo x ix


como un remanente del prejuicio del gran diseñador de la teología
natural (v. gr. Gillespie 1979, pág. 83). Sin embargo, aún hoy los escri­
tos populares están llenos de comentaristas que se esfuerzan por tra­
bajar bajo la misma concepción errónea (Ridley 1985a cita ejemplos).
Algunos historiadores de la ciencia (v. gr. Manier 1980; Young 1971), en
el mejor de los casos han adoptado una posición ambigua; sostienen
que la metáfora de un selector ayudaba a la aceptación del darwinismo,
pero no clarifican que el darwinismo con selector no es darwinismo
de ninguna clase. Parece ser que aun aquellos que no se han estado
aferrando a un selector celeste (presumiblemente), se han atemori­
zado ante la idea de que las presiones del ambiente ocupen el lugar
del criador doméstico; pero, por supuesto, la analogía con la selec­
ción doméstica (que Darwin sostiene en El origen) no es esencial a la
teoría darwinista. De hecho, Wallace rechazó de manera explícita esta

43
UN M U N D O SI N D A R W I N

comparación en su contribución al trabajo conjunto para la Sociedad


Linneana, donde presentaron públicamente por primera vez su teo­
ría (Darwin y Wallace 1858, págs. 104-6). Y, ¿cómo diablos podría una
analogía ser esencial si la teoría habría de ser interpretada de manera
realista?
Parecería injusto - y aun temerario- acusar a estos críticos, mu­
chos de ellos eminentes, de entender mal. Al fin y al cabo tomemos lo
que puede ser un caso similar: nadie acusaría a Einstein de entender
mal la mecánica cuántica porque sostuvo que no era una teoría sa­
tisfactoria. Un científico podría aceptar que si las premisas de una teo­
ría fueran ciertas, la conclusión es lógica, pero podría, sin embargo,
negarse a aceptar las premisas. Ésta era, de hecho, la posición de
Einstein: “Dios no juega a los dados”. Pero ésta no es la posición común
de los críticos de Darwin. Parece ser que no han comprendido, hasta
el punto que da vergüenza, lo que quiere implicar con las premisas.
De acuerdo con el punto de vista del darwinismo de que el azar es
ciego, la deducción de la adaptación no puede hacerse; de acuerdo
con la visión de un darwinismo con diseñador, éste explica el ‘diseño’
planteando un diseñador. A diferencia del caso de Einstein, éstas pa­
recen verdaderas malas interpretaciones.
Es sorprendente que malas interpretaciones tan fundamentales
estén tan generalizadas y sean tan persistentes incluso entre científicos
muy distinguidos en sus propios campos. Al fin y al cabo, como
Howard Gruber lo señalaba ya en la época de Darwin, podrían encon­
trarse sistemas análogos en otras disciplinas: el desarrollo de máquinas
autorreguládas estaba muy avanzado ya, y la idea de que elementos
sin coordinación, al azar, dieran lugar a otros de un nivel más alto le
era conocida a los economistas y a los filósofos morales. El máximo
ejemplo era ‘la mano invisible’ dé Adam Smith (Gruber 1974, pág. 13).
En realidad, se puede admitir que estas analogías no son muy exactas,
en particular en la esfera de lo social; sin embargo, como lo hemos
visto, Wallace encontró buena la imagen del regulador del motor, y es
probable que hubiese encontrado muy eficientes las teorías sociales
(Schweber 1977).
Las adaptaciones, en la deliciosa frase de Hume, “producen una
admiración arrobadora en los hombres que las han contemplado”.
Pero, ¿cuán arrobadoras y perfectas podemos esperar que sean? Más
adelante veremos que éste ha sido un punto de debate entre los dar-
winistas. Por ahora, encontraremos que una comparación con las dos

44
1859

Los ojos distorsionados del lenguado (Pegusa lascaris) cuentan una historia de
“ imperfección” adaptativa - “ Si yo fuera usted, no arrancaría desde este punto”
Los pleuronectidae o platijas son notables por la asimetría de su cuerpo. Descansan
de lado... Pero los ojos ofrecen la peculiaridad más destacada, pues ambos están
colocados en la parte superior de la cabeza. Sin embargo, cuando son muy jóvenes,
un ojo queda opuesto al otro y entonces, todo el cuerpo es simétrico... Pronto, el ojo
correspondiente a la parte inferior comienza a deslizarse por la cabeza hasta llegar
a la parte superior, pero no atraviesa el cráneo como se creía anteriormente. Es
obvio que a menos que el ojo inferior viajara así, no podría ser usado por el pez
mientras estuviera acostado en su posición lateral acostumbrada. Además, el ojo
inferior se escoriaría en el fondo arenoso. (Darwin, E l origen.)

escuelas de pensamiento predarwinistas revela una gran cantidad de


datos acerca de la visión del darwinismo. Cuando los creacionistas
utilitaristas analizaban los asuntos de la adaptación, veían la perfec­
ción; cuando los idealistas analizaban la misma evidencia, veían es­
tructuras que sólo estaban adaptadas de manera imperfecta a sus
funciones. El darwinismo encausó esta discusión por una ruta inter­
media: el poder de selección puede realizar las maravillas de la adap­
tación tan amadas por los creacionistas. Pero, debido a que el punto
de origen son las variaciones aleatorias impuestas sobre soluciones
apropiadas para las generaciones previas, los resultados llevan las
señales delatoras de que se ha hecho lo mejor que se ha podido con lo
que hay a la mano, más que exhibir las huellas inmaculadas de un
diseñador sin restricciones; sin embargo, estas imperfecciones no son
estructuras sin propósito alguno, con formas ideales, sino buenas

45
UN M U N D O SI N D A R W I N

soluciones dentro de algunas limitaciones. Tomemos primero el con­


traste entre el darwinismo y el utilitarismo creacionista, para luego
seguir con el idealismo.
La razón por la cual el creacionismo utilitarista anticipa la per­
fección donde la creación natural espera imperfección tiene que ver
con el papel de la historia. Para el creacionismo utilitarista un ojo, un
ala, una aleta, están adaptados en el sentido de que fueron diseñados
desde el comienzo para lograr un fin. Cada especie fue creada a la
medida, y ha permanecido sin cambios desde su creación. Así, las
adaptaciones de los organismos no están constreñidas por las de sus
antecesores. Pero la concepción darwinista de la adaptación introdu­
ce el punto de partida histórico, al igual que el estado final de adapta­
ción. El diseñador del creacionismo utilitarista, al mirar la forma como
la selección natural soluciona los problemas, estaría inclinado a repetir
el consejo irlandés a un viajero perdido: “Si yo fuera tú no arrancaría
desde aquí”. Un ala es apropiada al ambiente de un pájaro, no porque
haya sido creada para encajar en ese ambiente, sino porque el linaje
de sus antecesores, que llegó hasta formar el pájaro, se adaptó a am­
bientes pasados. De manera que la ‘imperfección’ es algo que se ha de
esperar: los legados de las adaptaciones ancestrales pueden obrar como
limitaciones sobre la perfección presente. Las teorías históricas, por
supuesto, también pueden llevar a esperar la perfección; teorías que
ven el despliegue de un plan de desarrollo, por ejemplo, en el cual las
adaptaciones en cada estado encajan a la perfección con su función.
Pero en la historia darwinista no está presente la perfección.
A Darwin no le preocupaba encontrar imperfecciones. Los órga­
nos rudimentarios, que son vestigio del pasado, por ejemplo* podrían
ser fuente de gran confusión para los creacionistas Utilitaristas.

Órganos o partes con esta extraña condición, que llevan el sello


de la inutilidad, son extremadamente comunes en la naturaleza... al
reflexionar sobre ellos debemos sorprendernos: porque el mismo
poder de razonamiento que nos indica con claridad que la mayor
parte de los órganos están adaptados de manera exquisita a ciertos
propósitos, nos dice con la misma sencillez que estos órganos atro­
fiados o rudimentarios son imperfectos e inútiles. (Darwin 1859, págs.
450-3).

La mitad de la raza humana era testimonio de la imperfección: “Si


algo fuera diseñado, ese algo sería el hombre, sin duda. Sin embargo,
46
1859
no se puede admitir que las mamas rudimentarias del hombre... fue­
ron diseñadas” (Darwin, F. 1887, ii, pág. 382) (“el hombre”, esta vez sí
con el verdadero sentido de “ hombre” ). Pero tales estructuras no
presentan dificultades para la teoría de Darwin.

En m i concepción de la descendencia con modificaciones, el ori­


gen de los órganos rudimentarios es simple... pueden ser compara­
dos con las letras en una palabra que aún se retienen en la escritura 7
que se han vuelto inútiles en la pronunciación, pero que, sin em­
bargo, sirven como clave al buscar su etimología... [los] órganos que
están en condición rudimentaria, imperfecta o inútil, o que son prác­
ticamente abortos, no sólo no presentan una dificultad extraña, como
sí lo hacen para la doctrina ordinaria de la creación, sino que pueden
incluso haberse anticipado y se pueden explicar por medio de las
leyes de la herencia. (Darwin 1859, págs. 454-6).

La historia también deja un legado de cambios de función. Ciertas


partes se adaptan a nuevos usos, para los cuales en realidad no fue­
ron ‘creadas5y nuevas adaptaciones se reciclan a partir de las viejas:
“en ciertos peces la vejiga natatoria parece ser rudimentaria para su
función de hacer flotar, pero se ha convertido en pulmón un órgano
respiratorio incipiente” (Darwin 1859, pág. 452); (los zoólogos mo­
dernos piensan que el reciclaje se dio de manera contraria, o sea, que
el pulmón primitivo se vio obligado a servir como vejiga natatoria).
Esto no lleva el sello de un creador competente. Entonces* las adapta­
ciones parecen ser más el trabajo de un ‘novato ingenioso5que el de
un ‘artífice divino5 (Jacob 1977; véase también Ghiselin 1969, págs.
134-7; Gould 1980, págs. 19-44,1983, págs. 46-65,147-57)-
El trabajo de Darwin sobre las orquídeas (1862) lleva el sorpren­
dente título de Sobre los diversos artificios por medio de los cuales las
orquídeas británicas y extranjeras son fertilizadas por los insectos.
Michael Ghiselin, en su elogio al método darwinista, señaló que es
un fabuloso ejemplo de Darwin el que muestra que los ‘artificios5tan
amados por el creacionismo utilitarista son en realidad artilugios
(Ghiselin 1969, págs. 134-7). El libro de Darwin es una demostración
convincente de “cómo las capacidades y estructuras preexistentes se
utilizan para propósitos nuevos” (Darwin 1862, pág. 214; véase tam­
bién v. gr. págs. 348-51), siendo el propósito, en el caso de las orquídeas,
la fertilización cruzada. El título era sin duda alguna un comentario
irónico sobre la insistencia del utilitarismo creacionista en el diseño
47
UN M U N D O S I N D A R W I N

perfecto; “artificio” era uno de los conceptos favoritos de Paley. (Para


el caso de que ustedes se estén preguntando por qué un Dios omni­
potente necesitaría recurrir a artificios, la respuesta es que de acuerdo
con la teología paleyita, es su clave para mostrarnos que sí existe, en
lugar de otras como la simetría, la unidad o la plenitud [Manier 1978,
pág. 72].) Guando el libro se publicó por primera vez, Darwin le
escribió estas reveladoras palabras a Asa Gray:

Me gustaría oír qué piensas de lo que digo en el último capítulo


del libro de las orquídeas sobre el significado y la causa de la infinita
diversidad de medios para obtener el mismo propósito general. Esta
cuestión de nunca acabar tiene implicaciones sobre el diseño... nadie
ha percibido que mi principal interés en el libro de las orquídeas ha
sido el hecho de que era un “ movimiento sobre el flanco5’ del enemi­
go (Darwin E y Seward 1903, i, págs. 203,202; véase también Darwin,
F. 1887, iii, pág. 266).

Dadas las fuertes inclinaciones de Gray hacia la teleología no nos sor­


prende que detectara muy pronto un “movimiento sobre el flanco”
de los defensores del diseño deliberado. Pero la ironía de Darwin se
perdió casi por completo entre sus contemporáneos menos darwinistas.
El duque de Argyll concluyó con regocijo que Darwin era incapaz de
descartar la teleología del diseñador:

Es curioso observar el lenguaje que este discípulo más aplicado


del naturalismo puro usa instintivamente cuando ha de describir la
complicada estructura de este curioso orden de las plantas. “ La pre­
caución de adscribirle intención a la naturaleza” no parece ocurrírsele
como algo posible. La intención es algo que él sí ve y, cuando lo hace,
la busca con diligencia hasta encontrarla... “el artificio”, “el curioso
artificio”, “ el hermoso artificio”, son expresiones que recurren una y
otra vez. ([Argyll] 1862, pág. 392; véase también Darwin, F. 1887, iii,
págs. 274-5).

Volviendo ahora a los idealistas, encontramos una visión muy distinta


de la perfección en la adaptación. Para ellos, el diseño con un pro­
pósito se manifestaba en el modelo total de la creación, no en los
organismos particulares, y esto era tan cierto, que la eficiencia adap-
tativa de una especie en particular podría muy bien sacrificarse para
mantener el plan global de todas las especies; entonces, lejos de hacer
48
1 85 9
énfasis en la perfección, los idealistas incluso se salían de su camino
para resaltar la imperfección (Bowler 1977; Cain 1964; Ospovat 1978,
1980; Yeo 1979), haciendo con ello, de acuerdo con el distinguido zoó­
logo Arthur Cain, la primera revolución en una tradición, -que se
remonta hasta Aristóteles-, que explicaba la estructura por su im­
presionante adecuación a la función (Cain 1964, págs 37-8,46). Si la
forma es prioritaria sobre la función, entonces se ha de esperar inuti­
lidad, redundancia y mala adaptación. Los idealistas se aprovechan
de los vestigios inútiles, que los creacionistas utilitaristas esconden
con vergüenza debajo del tapete del gran diseñador, les dan un vuelco
y los ponen sobre un pedestal. ¿Qué más prueba de que la estructura
en vez de la funciones lo importante, dicen, que las homologías (simi­
litudes de la estructura entre las especies), que no tienen sentido fun­
cional pero encajan a la perfección en el esquema de los arquetipos?
Entonces encontramos a Owen (1849; véase también Cain 1964),
por ejemplo, comparando las extremidades de los vertebrados y pre­
guntando ¿por qué hay homología en la aleta del dugongo, el ala del
murciélago, la pierna del caballo y la extremidad humana si, como
los creacionistas utilitaristas presuponen, su criterio para el diseño
era la función?, ¿por qué hay tan poca relación entre la estructura y el
uso?, ¿por qué son tan semejantes las estructuras que sirven para
hacer cosas tan diferentes?, al fin y al cabo los instrumentos construi­
dos por los humanos para propósitos diferentes son estructuralmente
distintos. Los creacionistas utilitaristas deberían esperar encontrar la
misma diversidad en los instrumentos de la naturaleza: “la misma
adaptación directa y con un propósito de la pierna a su oficio que la
de una máquina” (Owen 1849, pág. 10). Pero, por él contrario, hay
“mucha uniformidad en la construcción de los instrumentos natu­
rales... de... los diferentes animales” (Owen 1849, pág. 10). Estas
homologías son entonces inexplicables desde el punto de vista del
utilitarismo creacionista. Pero, son exactamente lo que uno esperaría
de todos los vertebrados que fueron construidos sobre el mismo
plano básico. Tal como lo habría de hacer más tarde Darwin, Owen
hacía énfasis en que, lejos de ser máquinas perfectas, los organismos
exhiben incongruencias y redundancias. Los creacionistas utilitaristas,
que esperan que haya una correspondencia automática entre estruc­
tura y función, no pueden explicarse tales anomalías: “la falacia radi­
ca tal vez en juzgar los órganos creados con base en la analogía de las
máquinas fabricadas” (Owen 1849, pág. 85; véase también v. gr. Knox
1831, pág. 486).

49
UN M U N D O S I N D A R W I N

Algo de esto era obviamente afín a las ideas de Darwin. La evi­


dencia de Owen de la inutilidad, manifestada en las homologías, por
ejemplo, podía usarse tanto contra el creacionismo utilitarista, como,
(después de reemplazar los arquetipos por la filogenia), a favor de la
evolución. Aquí, por ejemplo, se oyen ecos indudables de Owen:

¿Qué puede ser más curioso que el hecho de que la mano de un


hombre, que está hecha para agarrar, la del topo, para escarbar, la
pierna de un caballo, el remo de una tortuga y el ala de un murciéla­
go, estén construidas con base en el mismo modelo, y que tengan los
mismo huesos en las mismas posiciones relativas?... Nada más inútil
que explicar esta similitud de modelos y miembros de una misma
clase por medio de la utilidad o por la doctrina de las causas finales.
El poco futuro que tiene cualquier intento ha sido admitido expresa­
mente por Owen en su obra más interesante, llamada “Naturaleza de
las extremidades” (Darwin 1859, págs. 434-5).

(Claro que a Owen no lo forzaron a ‘admitir’ este punto; por el con­


trario, estaba llamando la atención hacia él, como evidencia contra el
punto de vista del creacionismo utilitarista y a favor del suyo perso­
nal). Con el mismo espíritu, Darwin tomó un ejemplo de la homología
en serie, aparentemente sin función (la homología de diferentes
partes del organismo):

La mayor parte de los fisiólogos creen que los huesos del cráneo
son homólogos a... las partes elementales de cierto número de vérte-
• bras... ¡Qué inexplicables son estos hechos cuando uno tiene una v i­
sión ordinaria de la creación! ¿Por qué habría de estar encerrado el
cerebro en una caja compuesta de piezas óseas tan numerosas y con
formas tan extraordinarias? Tal como Owen lo ha advertido, el bene­
ficio que se deriva de que las piezas separadas cedan con facilidad en
el parto de los mamíferos de ninguna manera explicará la misma
construcción en el cráneo de las aves (Darwin 1859, págs. 436-7).

Darwin hizo un gran despliegue de estas ‘inutilidades’. De hecho y de


acuerdo con Arthur Cain, él y Owen (y los “Natüralphilosophen”
[idealistas]) hicieron notar más que nadie durante los siglos anterio­
res la imperfección de los animales y el grado hasta el cual no están
adaptados a su modo de vida, (Cain 1964, pág. 46).
Demasiada imperfección no le serviría a los propósitos de Darwin
50
1859
más que demasiada perfección. Al fin y al cabo la selección natural
puede lograr sorprendentes prodigios de diseño. Entonces, en contra
del imperfeccionismo de los idealistas, Darwin tenía que hacer énfasis
en un punto de vista más “perfeccionista”, o de lo contrario, mostrar
que las “imperfecciones” pertenecían de todos modos a úna clase que
su teoría preveía. Una vez más, Darwin extrae diversas lecciones de
su trabajo sobre las orquídeas. Cuando los idealistas presuponen que
las plantillas del Diseñador son colosales, deberían mirar más de cerca:

Algunos naturalistas creen que se ha creado un número infinito


de estructuras en aras de la mera variedad y belleza, del modo como
un obrero haría un conjunto diferente de modelos. En lo que a mi
respecta, he dudado una y otra vez de si este o aquel detalle estructural
podría servir para algo; sin embargo, si no fueran para nada bueno,
estas estructuras no podrían haber sido modeladas por la preserva­
ción natural de variaciones útiles... (Darwin 1862, pág. 352).

Y “las imperfecciones” no son elementos de un gran modelo, sino el


legado de la filogenia y de la selección natural:

Es interesante darle una mirada á algunas de esas magníficas es­


pecies exóticas... y observar con cuánta profundidad se han modifi­
cado... ¿podemos, a decir verdad, sentirnos satisfechos diciendo que
cada orquídea fue creada exactamente como la vemos ahora, con base
en ciertos “ tipos ideales” ; que el creador omnipotente; luego de
haberse fijado un plan para el orden total no quería alejarse de él;
que por lo tanto, hacía que ese mismo órgano realizara diversas fun­
ciones, a menudo de importancia trivial comparada con su función
apropiada, y que convirtió otros órganos en meros rudimentos sin
propósito alguno, organizándolos como si tuvieran que ser partes
separadas y dándoles después coherencia? ¿No es una visión más sim­
ple y fácil de entender que las orquídeas le deben lo que tienen en
común a la descendencia..., y que los cambios de las magníficas es­
tructuras de las flores son debidas a un recorrido de lentas modifica­
ciones? (Darwin 1862, págs. 305-7). i,

Los cuidadosos replanteamientos de Darwin de la perfección de


los creacionistas utilitaristas y de la imperfección de los idealistas no
son meros triunfalismos. Tienen que ver con cómo el conocimiento
ya existente apoya su teoría. ¿Cómo puede una teoría nueva corrobo­

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UN M U N D O SI N D A R W I N

rarse por medio de una evidencia antigua, de una evidencia que co­
rroboraba a sus predecesores? Consideremos, para tomar una vía, el
ejemplo de Karl Popper de cómo trató Newton el asunto del legado
de Galileo y Kepler. La teoría newtoniana no se limitó a tomar el
trabajo de sus predecesores en bloque. Jamás. La nueva teoría no sólo
explicaba sino que corregía la antigua: “lejos de ser una mera conjun­
ción de aquellas dos teorías... las corrige al tiempo que las explica”
(Popper 1957, pág. 202). Y las corrige utilizando sólo las posiciones
fundamentales de la teoría newtoniana, sin necesidad de ayuda adi­
cional. Como J. W. N. Watkins lo expresa, la teoría newtoniana está
“corroborada por estos dos conjuntos de resultados anteriores, apa­
rentemente desligados entre sí, porque explica aproximaciones pre­
cisas de ambos, desde uno y sólo un conjunto de presuposiciones
fundamentales, y las revisiones no sólo no se limitan a ser escarceos,
sino que se inducen sistemáticamente por medio de aquellas presu­
posiciones fundamentales” (Watkins 1984, pág. 302). De tal manera,
el conocimiento viejo se transformó en conocimiento nuevo, pro­
porcionando una corroboración poderosa a la teoría de Newton.
Ahora bien, en el caso de la teoría darwinista y de las teorías ya exis­
tentes, no tenemos nada tan exacto como las observaciones que
Newton usó, y en realidad nada expresado numéricamente. Sin
embargo es claro que de un modo cualitativo, sucede algo de la natu­
raleza de la idea popperiana: una muy diciente corrección de impli­
caciones empíricas de las teorías previas, una nueva mirada a datos
viejos. Y esta reinterpretación fluye con naturalidad de las presupo­
siciones básicas de la teoría de Darwin, de las presuposiciones de
variación, herencia y selección, sin recurrir a ninguna de las presu­
posiciones secundarias (en su mayor parte de tipo histórico).

Semejanza en medio déla diversidad


La intrincada complejidad adaptativa fue uno de los problemas
más importantes que Darwin y Wallace solucionaron. La prodigiosa
diversidad, combinada con la sorprendente similitud entre grupos
de organismos fue el otro. Hoy en día es casi imposible mirar esta
evidencia sin ver la solución: la evolución. La evolución es descenden­
cia con modificaciones. La descendencia da como resultado la simili­
tud. La modificación, la diversidad. Pero la similitud se preserva no
obstante la modificación debido a que el cambio es gradual y se va
incrementando, basado en pequeñas diferencias, no en grandes saltos,
hacia formas totalmente diferentes. A grosso modo uno puede pensar
52
1859
que las dos partes de la teoría darwinista: una teoría general de la
evolución y un mecanismo particular de la selección natural, expli­
can las dos clases de evidencia respectivamente. El gran plan de la
naturaleza exhibe similitudes fundamentales; esto es el resultado de
la historia de la descendencia. La adaptación despliega una diversidad
que se le impone a esta similitud; esto resulta de las modificaciones
que hace la selección natural, el modo de la evolución. Éste era el
propio punto de vista de Darwin en cuanto a las relaciones de su
teoría y las dos clases de evidencia:

Casi todo el mundo acepta que todos los seres orgánicos han
sido formados con base en dos grandes leyes: la unidad de tipo y las
condiciones de existencia. Por unidad de tipos se quiere significar aquel
parecido fundamental en la estructura que vemos en los seres orgá­
nicos de la misma clase y que es totalmente independiente de sus
hábitos de vida. En mi teoría, la unidad de tipos se explica por la uni­
dad de descendencia. La expresión de condiciones de existencia... que­
da incluida por completo en el principio de la selección natural. Porque
la selección natural actúa, bien sea adaptando las partes variantes
de cada ser a sus condiciones de vida orgánicas o inorgánicas, o
habiéndolas adaptado durante períodos de tiempos m uy pasados...
(Darwin 1859, pág. 206; el subrayado es mío).

Con esta segunda clase de evidencia se hizo famoso el Idealismo.


La búsqueda de similitudes estaba en el centro mismo del programa
idealista; por contraste, el utilitarismo creacionista tenía poco que
decir sobre los detalles de este aspecto del diseño orgánico. Pero, aun­
que al idealismo le iba mejor que al creacionismo utilitarista por la
época de la publicación de El origen, a ninguna de las dos escuelas de
pensamiento le estaba yendo bien.
A medida que progresaba el siglo también lo hacía la historia
natural y, hacia 1859, esta evidencia era mucho más rica y amplia de
lo que había sido una década o dos antes. Y a medida que la evidencia
crecía, las alternativas al darwinismo encontraban cada vez más difí­
cil dar cuenta de los hechos de manera convincente. Tales hechos no
pueden ser muy precisos; una idea como el creacionismo especial es en
esencia tan vaga que es imposible decir cuándo tiene éxito o cuándo
fracasa. Sin embargo, es claro que para aquella época todas las teorías
estaban perdiendo piso en algún aspecto u otro. Recordemos que su
principal atractivo era el diseño intencionado. Ciertamente la evi­

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UN M U N D O S I N D A R W I N

dencia revelaba algunos modelos de la naturaleza. Pero estos mode­


los estaban volviéndose demasiado arbitrarios, les faltaba demasiado
para verse como un plan que explicara de manera lógica el trabajo
de un creador bien organizado. Miremos el campo de la clasificación.
Los resultados estaban comenzando a parecerse más al trabajo de un
entusiasta aficionado que a la elegante artesanía de un diseñador
omnisciente. Entonces, por ejemplo, los naturalistas tenían que re­
visar constantemente la posición que se les asignaban a grupos de
organismos, -promoviendo una especie a un género a veces, o de­
gradando un orden a una familia-, no debido a que se revelara la
jerarquía intrínseca sino porque los descubridores intrépidos esta­
ban encontrando recovecos de creación arbitrarios y al parecer im­
predecibles (Darwin 1859, pág. 419). Algo semejante sucedía con la
distribución geográfica. Dios, por supuesto, era libre de colocar cual­
quier forma orgánica en cualquier lugar. Pero, por ejemplo, conside­
remos las especies de las islas (Darwin 1859, págs. 388-406). ¿Por qué
es típico que haya menos especies en las islas que en tierra firme?
¿Por qué están ausentes de las islas clases enteras (tales como las de
las ranas, sapos y tritones) aunque se crían muy bien si se introducen
allí? ¿Por qué las islas remotas parecen propicias para los murciélagos
y malas para otros mamíferos? ¿Por qué se parecen más entre sí las
especies de islas vecinas que las de islas alejadas? ¿Por qué, -para
formular una pregunta que, aunque tradicional, quizás erróneamente
(Sulloway 1982), ha sido relacionada con Darwin-, quiso Dios dotar
a cada una de las islas Galápagos con su propia especie de pinzones y
tortugas?
El utilitarismo creacionista y el idealismo estaban de capa caída a
causa de su diseño deliberado. Tales ideas podrían ser fructíferas para
sugerir modelos de la naturaleza, pero no proporcionaban medios
para tratar con fenómenos en los que se veía a las claras que no ha­
bían sido sujetos a planes. Pronto encontraron los idealistas que la
naturaleza no siempre se conformaba de manera perfecta a un plan
supuestamente trascendental; cada vez más, tenían que “despojar”
de modificaciones, de manera retrospectiva, a los modelos supuesta­
mente a priori, a partir de los datos. El creacionismo utilitarista su­
fría lo peor de los dos mundos en este respecto. Por una parte era
demasiado débil incluso para sugerir que se podrían encontrar mo­
delos en esta clase de evidencias; por el otro, como estaba esposado a
la idea del diseño de la Providencia, a las claras se veía que se sentía

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1859
avergonzado por la creciente evidencia de una planeación aparente­
mente tan imperfecta.
En la teoría darwinista la evidencia de la similitud en la diversi­
dad se explicaba sin problemas por medio de la descendencia con
modificación. Los modelos a gran escala de la naturaleza podían ex­
plicarse por medio de la descendencia; de la naturaleza se podían
esperar antojos debido a las modificaciones adaptativas forjadas por
la selección natural. Pero, ¿cómo exactamente corroboraba esta clase
de hechos la teoría darwinista? Nuestra idea corriente de corrobora­
ción tiene que ver con la predicción exitosa de nuevos hechos ines­
perados, semejantes a la corroboración exitosa de Eddington de la
sorprendente predicción de Einstein de que los rayos de luz se dobla­
rían en campos gravitacionales fuertes. Tal corroboración depende
de las predicciones, que son temporalmente novedosas en el sentido
de que no hay hechos de esa clase ya registrados en conocimientos
anteriores (Popper 1957). Pero, era obvio que en lo que atañía a la
clasificación, a la distribución geográfica, etc., la teoría darwinista no
era tan fuerte en las predicciones temporalmente novedosas. En su
mayor parte, esta evidencia ya se conocía muy bien y estaba docu­
mentada en profundidad en la historia natural predarwinista.
Sin embargo, la evidencia puede ser novedosa, sin ser nueva en el
tiempo (Zahar 1973). El punto es que uno no puede erigir una teoría
que abarque la evidencia conocida y después andar exhibiendo pre­
dicciones basadas en esta misma evidencia como corroboración. Las
predicciones de esta clase no pueden contarse como nuevas. Pero
supongamos que la teoría no está construida sobre la base de la evi­
dencia y supongamos que de todas maneras una predicción exitosa
podría derivarse de ella, una predicción que se derivara de la teoría,
“sin artificios” (Watkins 1984, pág. 300). Esta clase de predicción puede
contar como novedosa y proporcionar corroboración para la teoría.
Ella personifica la regla simple de que uno no puede usar el mismo
hecho dos veces: una vez en la construcción de una teoría y después
para apoyarse en él. Pero cualquier hecho que la teoría explique que
no hubiera sido prearreglado para explicar, apoya la teoría hubiera
sido o no conocido el hecho antes de la proposición de la teoría (Worrall
1978, pág. 48-49). Puede parecer que a fin de juzgar si un hecho es
novedoso en este sentido uno tuviera que tomar en cuenta la manera
como se construyó la teoría, y, en particular, si su construcción fue
guiada por la heurística de un programa de investigación (Worrall

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UN M U N D O S I N D A R W I N

1978; Zahar 1973). Pero se puede decidir la novedad sin investigar cómo
fue construida la teoría (Watkins 1984, págs. 300-4). Las condiciones
importantes son si las presuposiciones fundamentales de la teoría
desempeñan un papel importante en la derivación de las predicciones
y si estas presuposiciones fundamentales al mismo tiempo dotan a la
teoría de un poder predictivo y explicativo mayor que aquélla de sus
rivales. Porque en este caso, su habilidad para predecir y explicar un
hecho particular que ya se conocía, lejos de resultar de algún ajuste
ad hoc con relación a ella, indica la superioridad de sus proposiciones
fundamentales. Mientras la teoría no fuera el producto de un mero
escarceo incompetente ad hoc, a la luz de la evidencia, entonces, por
muy familiar que la evidencia fuera y cualquiera fuera el papel que
jugara en la construcción de la teoría, todavía la confirmaría. Esa es
la razón por la cual la evidencia de la similitud en medio de la diver­
sidad, aunque se conocía muy bien antes de los días del darwinismo,
podía sin embargo constituir una corroboración impresionante para
su teoría.
Los “grandes hechos”, como Darwin los llamó, confirmaban la
similitud en la diversidad de la naturaleza, cubrían una amplia y di­
versa gama de evidencias, que iba desde los parecidos entre los em­
briones de los humanos y de los sapos hasta la distribución irregular
de los peces de agua dulce, y hasta las semejanzas entre los pájaros ya
extintos y los más modernos de Nueva Zelandia. Es un signo de la
amplitud de la teoría darwinista el hecho de que pudiera abarcarlo
todo, que pudiera tener en cuenta de manera colectiva todo este cú­
mulo de evidencia, al mismo tiempo que los aspectos individuales.
Las teorías predarwinistas se concentraban en unas pocas áreas de la
evidencia y casi no tocaban otras. Para el idealismo, la unidad de tipo,
que emergía de la clasificación, y las afinidades mutuas, que emergían
de la morfología y la embriología, eran, por supuesto, centrales a su
programa. Sin embargo, le preocupaba menos la sucesión geológica,
excepto como clave para revelar el plan trascendental. Y la distribución
geográfica era bastante ignorada en ambas escuelas de pensamiento;
el idealismo casi no la consideraba y el creacionismo utilitarista se
limitaba a farfullar de forma vaga sobre “centros de creación”. En
manos de tales teorías, entonces, estos grupos de fenómenos hasta
ahora no relacionados habían permanecido así. El mismo Darwin
aprovechó esta amplitud de su teoría como punto en su favor. Démosle
la última palabra. Dice sobre la selección natural:

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1859
esta hipótesis puede verificarse - y ésta me parece la única mane­
ra justa y legítima de considerar el asunto-, fijándonos en si explica
varias clase de hechos independientes, tales como la asociación
geológica de seres orgánicos, su distribución en tiempos pasados y
presentes y sus afinidades y analogías mutuas. Si el principio de la
selección natural puede explicar éstos y otros cuerpos de hechos, debe
aceptarse (Darwin 1868, i, pág. 9; véase también Darwin F. y Seward
1903, i, pág. 455)-

“No es explicación científica”


Es la capacidad de explicar no sólo estas clases de hechos “grandes
e independientes” sino la de explicar la evidencia de la adaptación, y
explicarlos a ambos como consecuencia fundamental de la teoría lo
que proporciona la demostración más impresionante de la unidad y
poder explicativo de la teoría de Darwin. Démosle a Darwin la últi­
ma palabra, además, sobre cómo fue este logro al compararlo con las
escuelas de pensamiento predarwinista.
Tomemos por ejemplo su reacción a los intentos de los creacionis-
tas utilitaristas de entender la anomalía (para ellos) de los órganos
rudimentarios. Casi siempre respondían corriendo a abandonar la
idea de la adaptación exacta y refugiándose en su lugar en una espe­
cie de armonía total, tal como el principio de la plenitud o simetría
(una cláusula de escape que le debía más al idealismo que a su propio
concepto de diseño). Darwin despreciaba tales planteamientos vacíos:

En los trabajos de historia natural se dice que los órganos rudi­


mentarios casi siempre han sido creados “en aras de la simetría” o
para “completar el orden de la naturaleza”. Pero a mí no me parece
que decir lo mismo en otras palabras sea una explicación. ¿Sería su­
ficiente decir que ya que los planetas dan vueltas en órbitas elípticas
alrededor del sol, los satélites siguen el mismo curso alrededor de los
planetas, en aras de la simetría, o para completar el esquema de la
naturaleza? (Darwin 1859, pág. 453).

De su libro sobre las orquídeas:

Cada detalle dé la estructura que caracteriza las masas masculi­


nas de polen está representado en la planta femenina como una ca­
racterística inútil... en un período no m uy distante, los naturalistas

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UN M U N D O S I N D A R W I N

escucharán con sorpresa, tal vez con desdén, que hombres serios y
estudiosos sostuvieron en el pasado que tales órganos inútiles no eran
remanentes retenidos por la herencia sino que fueron creados espe­
cialmente y que están organizados en el lugar que les correspondía,
como los platos en una mesa (éste es el símil de un botánico distin­
guido) por una mano omnipotente, “para completar el esquema de
la naturaleza” (Darwin 1862, segunda edición, págs. 202-3)

Otra táctica del creacionismo utilitarista, menos plausible aún, era


tratar de negar de plano la inutilidad de los órganos rudimentarios.
Al fin y al cabo, con sólo que se lo viera en la perspectiva adecuada,
¿no exhibían economía? Esto dice Darwin:

Había... una nueva explicación... de los órganos rudimentarios,


a saber, que la economía de trabajo y de material era un principio
grande que guiaba a Dios (ignorando el despilfarro de semillas y de
pequeños monstruos, etc.) y que al hacer un nuevo plan para la
estructura de los animales había que pensar, y que el pensamiento
era trabajo, y que por lo tanto Dios se ciñó a un plan uniforme y
dejó los rudimentos. Esto no es una exageración. (Darwin, F. 1887, ni,
págs. 61-2)

Darwin también desechaba, por no científicos, los intentos pre-


darwinistas de explicar las homologías. Del creacionismo utilitarista
dijo: “Con respecto al punto de vista ordinario de la representación
de cada ser, sólo podemos decir que así es; que el creador ha deseado
construir todos los animales y plantas de cada gran clase sobre un
plan uniformemente regulado; pero esto no es una explicación cien­
tífica” (Peckham 1959, págs. 677-8). Y del idealismo: “La construc­
ción homológica... es inteligible si admitimos... la descendencia... a
lá vez que... la adaptación subsiguiente... Bajo cualquier otro punto
de vista la similitud... es por completo inexplicable. No es una expli­
cación científica aseverar que todos han sido formados con el mismo
plan ideal” (Darwin 1871, págs. 31-2).
De manera similar, al hablar de clasificación dice: “muchos natu­
ralistas creen que... el sistema natural... revela el plan del creador;
pero a menos que se especifique si el orden es en el tiempo o en el
espacio, o qué se quiere decir por medio de un plan de un creador,
me parece a mí que nada se agrega a nuestro conocimiento” (Darwin
1859, pág. 413). Estas críticas revelan un comentario que Darwin es­
58
1859
cribió en algunas anotaciones muy al comienzo de su carrera (proba­
blemente en 1838).

La explicación de los tipos de estructura en clases, tales como las


que resultan de la voluntad de un dios de crear animales con base en
ciertos planos no es explicación, no tiene el carácter de u n a leyfisica j,
por ende, es completamente inútil. N o predice nada porque nada
sabemos de la voluntad de Dios, ni cómo actúa ni si es constante o
inconstante como la del hombre. La causa es dada, mas no conoce­
mos el efecto... (Gruber 1974, págs. 417-18).

En las mismas notas también desechaba las causas finales por ser “vír­
genes estériles” (Gruber 1974, pág. 419).
Por último, un ejemplo tomado del idealismo. Es fácil subestimar
hasta qué punto están los idealistas sumergidos en la idea de que los
grandes modelos de la naturaleza, sus leyes fundamentales, podrían
obtenerse sin un recurso serio de la experiencia, y como consecuen­
cia, eran tan campantes al estudiar las anomalías planteadas por los
hechos vulgares, especialmente en el caso de adaptaciones que no
encajaban en este gran diseño:

Los fenómenos particulares que parecían seguir estas leyes no


deben tomarse, estrictamente hablando, como evidencias a favor de
ellas, sino más bien como ilustraciones de lo que se consideraba co­
nocimiento a priori. E igualmente importante, los fenómenos que
parecen vio lar las leyes no los preocupaban m ucho, pues su
inconsistencia podía ser causada por una interpretación inadecuada
o por un estado incompleto de la ciencia. (Rehbock 1983, pág. 21)

Uno tiene que tener esto en cuenta para entender cómo pudo el
idealismo prestarle tan poca atención a la adaptación. El siguiente
comentario de uno de los contemporáneos de Darwin que escribió
en el Gardeners Chroniclede 1870, atestigua el impacto embrutecedor
del idealismo sobre el estudio de la adaptación, y la contribución
inmensa hecha por Darwin:

La mayor parte de nosotros recordamos el uso que Paley hizo del


reloj como evidencia de diseño y de la necesidad de un diseñador.
Hace veinte o treinta años... surgió una escuela... las modificaciones

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UN M U N D O SI N D A R W I N

en la forma fueron expuestas como variaciones de un modelo ideal o


de un tipo ideal, y a las adaptaciones a fines especiales, aunque se
admitían en algunos casos, no se les daba crédito en otros. No ha
sido el menor servicio que el señor Darwin le ha rendido a la ciencia
el de demostrar que muchas adaptaciones que antiguamente se creían
de importancia secundaria o meramente ilustraciones de un modelo
preordenado sin ningún propósito, realmente son adaptaciones a
propósitos especiales... (Barrett 1977, ii, pág. 187)

(¡Aunque hay que admitir que este comentarista daña todo al darle la
bienvenida al adaptacionismo de Darwin como apoyo para la teolo­
gía natural del creacionismo utilitarista!)
Los comentarios de Darwin sobre sus rivales nos proporcionan
una corrección útil a una tendencia que ha dominado recientemente
la historiografía darwinista. Muchos historiadores se dan vuelta hacia
atrás tratando de entender a los rivales de Darwin del siglo x ix y sus
puntos de vista. En esta posición, pierden de vista la inmensa supe­
rioridad de la contribución de Darwin. No obstante el punto de vista
del siglo xix, Darwin entendía mejor las cosas que darwinistas del
siglo xx de esta laya.

Rivales y tonterías: 1859 y años siguientes

Hasta aquel momento el darwinismo se erigía como una teoría


sin rival serio. Pero es que sólo lo hemos comparado con teorías pa­
tentemente inadecuadas, permeadas por la teología natural, que ni
siquiera se pueden incluir en el campo de la ciencia. ¿Y sobre el
lamarckismo qué?, ¿y qué hay de otras alternativas después de la se­
gunda mitad del siglo xix, con toda seguridad más científicas que sus
rivales primitivas? Hay que admitir que al final resultaron no ser cier­
tas. Pero al menos fueron candidatas para llenar la misma brecha
explicativa cíe la teoría darwinista.
Pero, ¿sí'lo podían hacer? Es precisamente esta presuposición la
que el resto de este capítulo va a contradecir. Miraremos algunos ar­
gumentos para demostrar que los rivales aparentemente serios del
darwinismo son en realidad incapaces no sólo en los hechos sino en
los principios, de lograr su cometido. Estos argumentos no se basan
en evidencia empírica acerca de cómo encajan las alternativas, o, más
bien, como no encajan, en el mundo real (argumentos a posteriori);
son más de razón pura, argumentos de primeros principios, argu-
60
RIVALES Y TONTERÍAS: 1859 Y AÑOS SIGUIENTES

mentos apriorísticos, sobre lo que una teoría necesita para explicar


cualquier mundo, cualquier mundo posible, en el cual haya comple­
jidad adaptativa, y acerca de por qué las alternativas no satisfacen
estos requerimientos, mientras Darwin mismo sí los satisface. Con
esto no quiero decir que no haya alguna teoría rival del darwinismo.
Sólo que nadie ha sido capaz de producir una que se le acerque si­
quiera de lejos.
Me voy a concentrar en el lamarckismo porque ha sido la alterna­
tiva histórica más seria a la teoría darwinista. La teoría lamarckiana
puede definirse con la frase uso-herencia. La idea de uso es que la
actividad de un organismo lo moldea apropiadamente para esta acti­
vidad. Mientras más estire una jirafa su cuello, más largo se pone;
mientras más use un obrero sus bíceps, más se agrandan éstos; mien­
tras más ejercicios aeróbicos hagamos, más aumenta nuestra capaci­
dad pulmonar. Y en la otra orilla está el desuso; mientras menos use
una avestruz sus alas, menos capaz será de volar. Esta idea del uso y el
desuso está aparejada con una idea particular de herencia, la herencia
de las características adquiridas. Ésta es la teoría de que las caracte­
rísticas se adquieren durante la vida de un organismo mediante el
uso y el desuso y que éstas serán transmitidas a los descendientes de
ese organismo.
Lo que acabo de exponer como la teoría lamarckiana puede no
ser el auténtico Lamarck. La cuestión de lo que él dijo en realidad es
turbia. Pero he descrito el lamarckismo tal como se lo entendió, al
menos en Gran Bretaña. Fue el que hizo impacto en la historia del
darwinismo (Bowler 1983, págs. 58-140). Jean-Baptiste Antoine de
Monet, conocido en la historia como Lamarck, expresó su teoría en
su famosa Philosophie Zoologique en 1809. Durante su vida tuvo po­
cos seguidores y murió, en 1829, bastante desconocido. Pero en Gran
Bretaña, en la segunda mitad del siglo x ix , gran parte de los
darwinistas (incluyendo a Darwin mismo, pero no Wallace) acepta­
ban el uso-herencia como agente secundario en la evolución. Pensa­
ban que la selección natural le llevaba mucha ventaja como fuerza
predominante, pero no despreciaban la ayuda de otros mecanismos.
Fue August Weismann, el distinguido biólogo alemán y ardiente
darwinista quien dirigió el ataque al uso-herencia o, de modo más
general, a la herencia de cualquier característica adquirida. Su inten­
to encontró una respuesta por desgracia mixta (véase v. gr. Bowler
1984, págs. 237-9). Por un lado, fue gracias a su trabajo, que comenzó
a fines de la década de 1880, que el lamarckismo perdió adeptos entre
61
UN M U N D O S I N D A R W I N

los darwinistas como mecanismo suplementario. Por otra parte, al


agudizar las diferencias entre las dos teorías, Weismann estimuló a
los naturalistas que estaban mal dispuestos hacia el darwinismo a
que volvieran a considerar el lamarckismo como una teoría alterna­
tiva de la evolución de gran alcance. El resultado fue que la teoría del
uso-herencia sufrió un renacimiento importante en Gran Bretaña,
bajo el nombre del neolamarckismo. Esto sucedió durante el largo
período en que el darwinismo fue rechazado con más violencia, el
cual se extendió tras la muerte de Darwin, en la década de i880j hasta
1940. Ésta es una fase en la historia de Darwin que se ha llamado el
eclipse del darwinismo (véase Bowler 1983). El cénit de la teoría alter­
nativa neolamarckiana se dio desde aproximadamente 1890 hasta los
albores del siglo xx; hacia 1920 comenzó su declinación.
A pesar del modo como esta historia terminó hay dos razones
importantes por las cuales la posición del lamarckismo es todavía un
asunto serio para los darwinistas. Primero, porque aun ahora siguen
apareciendo descubrimientos supuestamente lamarckianos que son
saludados incluso por algunos biólogos con esperanzas e interés. La
segunda razón es la que nos concierne aquí: que una vez que cono­
cemos bien qué le falta al lamarckismo, podemos ver lo que se re­
quiere en cualquier teoría de la evolución, y por qué el darwinismo, a
diferencia del lamarckismo, satisface esos requerimientos. Sabemos
ahora que los seres vivos del planeta Tierra no han llegado aquí por
medios lamarckistas. Pero, ¿es éste solamente un hecho contingente
acerca de nuestro planeta, o hay razones más fundamentales por las
cuales no debemos esperar nunca encontrar en ningún lugar del uni­
verso vida lamarckiana, vida que haya evolucionado de una manera
lamarckiana, sin ayuda de la selección natural? Veremos aquí que sí
existen razones para ello.
Sorprende que el lamarckismo haya logrado captar la atención
durante tanto tiempo. Voy a presentar una lista de las razones (que sin
duda alguna se entremezclan), que los simpatizantes del lamarckismo
han dado. Tras examinar la posición que la teoría tiene hoy, uno pue­
de ver que estos argumentos están muy lejos de ser convincentes, pues
son espúreos, amén de que los asuntos mismos que plantean aparen­
temente a favor de Lamarck, en realidad nos hacen a todos estar más
agradecidos todavía con Darwin y Wallace. Una razón por la que los
darwinistas se han inclinado hacia el lamarckismo es su idea de que
la teoría de Darwin es incompleta porque no explica el origen de las
variaciones sobre las cuales trabaja la selección natural, punto que,
62
RIVALES Y TONTERÍAS: 1859 Y AÑOS SIGUIENTES

tal como lo hemos visto, al parecer preocupaba incluso a Peter


Medawar. Ésta parece ser una de las grandes fiierzas del lamarckis­
mo. Da la idea de que explica las fuente de las adaptaciones: surgen
como respuestas a necesidades, a retos planteados por la agresión del
medio.
Otra razón es la esperanza -esperanza que ha sido expresada a
menudo a lo largo de la historia darwinista- de que el lamarckismo
le prestaría un orden a la evolución, una mano guiadora que se sentía
le faltaba al darwinismo. Esto motivó, entre otros, a E. J. Steele, un
inmunólogo que creó un alboroto momentáneo a comienzos de la
década de 1980 con su propuesta de que la tolerancia inmunológica
adquirida por un padre en su vida podía transmitirse a su descen­
dencia (Steele 1979) (tesis que no fue confirmada por investigaciones
adicionales) (véase v. gr. Howard 1981, págs. 104-5; véase también
Dawkins 1982, págs. 164-73). De acuerdo con Steele, el darwinismo

no proporciona una explicación satisfactoria para nuestra creen­


cia intuitiva de que hay un elemento de progreso “direccional” en la
complejidad y refinamiento de las formas de vida adaptadas... [por
tanto debemos considerar] la posibilidad de que en muchos... orga­
nismos... haya una corriente subterránea de modos lamarckianos de
herencia los cuales... dan un “sentido de dirección” continuo a la com­
plejidad biológica (Steele 1979, pág. 1).

Otra razón, que también se ofrece muy a menudo, fue expresada


por un novelista y autor polémico del siglo xix: Samuel Butler. Bütler
estuvo ora a favor ora en contra del darwinismo por un tiempo, pero
acabó del todo en contra (por ejemplo Butler 1879). Creía Butler que
éste excluía a la mente, a la voluntad y a la atención de cualquier
papel serio en la naturaleza. Por el contrario, lo atraía el mecanismo
lamarckiano de los organismos que responden de manera apropiada
y creativa a las presiones de su entorno; esto, sentía, le daba al propó­
sito el papel central que le correspondía.
El señuelo final del lamarckismo ha sido, quizás, tanto político y
social como científico. En su libro The Case oftheMidwife Toad (1971),
Arthur Koestler narra la historia de Paul Kammerer, un biólogo
experimental que trabajaba en Viena por la época de la Segunda
Guerra Mundial. Koestler había estado convencido durante mucho
tiempo del lamarckismo y tenía una ceguera perversa con respecto al
darwinismo (a propósito, uno de los libros de Koestler inspiró a E. J.

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UN M U N D O S I N D A R W I N

Steele con una “penetrante sensación de admiración reverente” [Steele


1979, prefacio] y el primero le financió a éste una parte de su trabajo).
Kammerer era la contraparte más joven de Koestler (aunque en esa
época con más bases científicas). He aquí a Kammerer cuando expre­
saba una razón de su fe en la herencia lamarckiana: la ayuda que nos
puede ofrecer para lograr un futuro mejor:

en la hipótesis de la posibilidad de heredar los caracteres ad­


quiridos... los esfuerzos individuales no se desperdician; no están
limitados por su propio lapso de vida, sino que entran en la savia
vital de las generaciones... Enseñándoles a nuestros hijos y discípulos
a prevalecer en las luchas por la vida y a obtener una satisfacción
cada vez mayor, les damos más que beneficios cortos en su propia
vida, porque un extracto de ello penetrará en aquella substancia que
es la parte verdaderamente inmortal del hombre. A partir de este
tesoro de potencialidades contenido en la sustancia hereditaria trans­
mitida a nosotros desde el pasado, formamos y transformamos, de
acuerdo con nuestra selección e imaginación, una nueva y mejor sus­
tancia para el futuro. (Koestler 1971, pág. 17).

De manera que las mejoras que logramos a lo largo de las batallas y


de los esfuerzos de nuestra vida no necesariamente mueren con no­
sotros: el hijo del herrero va a nacer con bíceps prominentes (y así,
presumiblemente, será su hija). El descendiente del lingüista nacerá,
si no multilingüe, al menos con una facilidad mayor de aprendizaje
de idiomas, y, sobre todo, las lecciones políticas que aprendemos con
tanto costo en las barricadas y trincheras no tienen que ser reapren­
didas con tanto dolor por cada generación. Es así como, al menos los
lamarckistas convencidos, han visto tradicionalmente este problema.
Igualmente, por supuesto, la herencia lamarckiana podría asegurar
que todos nazcamos conservadores, privados de la bendita posibili­
dad de hacer un comienzo radicalmente nuevo en cada generación.
Se podría garantizar que nuestro legado de tener una historia de víc­
timas, colonizados y marginados consistiría en que tendríamos genes
de víctima, colonizado y marginado. De hecho, el lamarckismo podía
ser muy atractivo para los reaccionarios: “el lamarckismo es usado
ahora [en los años treinta] para apoyar a la reacción”. Un biólogo
británico que sostiene este punto de vista piensa que no es bueno
ofrecer el autogobierno a pueblos cuyos ancestros han sido oprimidos

64
RIVALES Y TONTERÍAS: 1859 Y AÑOS SIGUIENTES

durante mucho tiempo, o educación a los descendientes de muchas


generaciones de “iletrados” (Haldane 1939, pág. 115).
No necesitamos analizar los argumentos empíricos en contra del
lamarckismo. Todo el mundo sabe que esta teoría al fin fue abando­
nada porque las características adquiridas resultaron no ser heredi­
tarias. Pero me gustaría mencionar un punto sobre los experimentos
más famosos e influyentes que lo ilustraron, llevados a cabo por
Weismann (casi todos entre 1875 y 1880), que consistían en cortarle la
cola a los ratones para saber si la mutilación era heredada. ¿Por qué
diablos tenía que hacer alguien un experimento como éste? ¿No sabía
todo el mundo por medio de la experiencia diaria que los cambios
hereditarios por lo general no son inducidos por tales heridas, ni si­
quiera si son repetidas generación tras generación? Si las característi­
cas adquiridas fueran heredadas, ¿por qué hay necesidad de circunci­
dar a todos los niños judíos que nacen de padres circuncidados, que
son hijos de padres circuncidados, y así sucesivamente, por muchas
piadosas generaciones? Pero, ¿sabía todo el mundo esto? Aquí presen­
tamos la respuesta característicamente inolvidable de JohnMaynard
Smith a aquello:

Cuando niño, y luego de leer el prefacio a la obra de Shaw, Back to


Methuselah, me hice un retrato de Weismann como un alemán meti­
culoso e ignorante que le cortaba la cola a los ratones para saber si su
descendencia las tendría. ¡Qué experimentomás ridículo! Puesto que
los ratones no suprimían activamente sus colas como una adapta­
ción a su medio, ningún lamarckista esperaría que la pérdida fuera
heredada! Más tarde descubrí que Weismann no era tal como yo me
lo había imaginado. Su experimento con ratones se realizó sólo por­
que cuando por primera vez expuso su teoría encontró la objeción
de que (como, se decía, era bien sabido) si se le corta la cola a un
perro, sus perritos a menudo nacen sin ella -u n empleo temprano de
lo que J. B. S. Haldane una vez llamó el teorema de La tía Jobisca:
[sic] “ es un hecho que el mundo entero conoce”- . (Maynard Smith
1982c, pág. 2)

Los lamarckianos sí trataron de explicarse muchos de los obsti­


nados casos de no herencia al insistir en que son las adaptaciones (los
cambios resultantes del uso y el desuso), no cualquier cambio, lo que
se hereda. Y, de hecho, esta distinción es vital para la teoría, dado el

65
UN M U N D O S I N D A R W I N

desgraciado hecho de que muchos cambios que sufren los individuos


!
en su vida son en realidad poco placenteros: enfermedades, dolores,
envejecimiento. Pero los lamarckianos nunca han sido capaces de
explicar cómo se las arregla el cuerpo para distinguir las característi­
cas útiles de aquellas menos felices, cómo distingue lo que son adap­
taciones, de la angustia y de los miles de golpes naturales a que la
carne está sujeta. ¿Por qué ha de heredar el hijo del herrero sus
músculos bien desarrollados pero no su dolor de espalda o sus manos
llenas de cicatrices de quemaduras? Los lamarckianos han apelado
tradicionalmente y de forma vaga a la noción de que el sistema here­
ditario acepta sólo aquellos cambios que son respuestas al“progreso”
o “a la necesidad”. Nosotros habremos de ver que esta respuesta mete
de contrabando presuposiciones inherentemente no lamarckianas, y
de hecho, darwinistas.
No fue por medio de la tortura de ratones inocentes como
Weismann llegó a rechazar el lamarckismo; fue porque tenía una teoría
alternativa, una teoría para la cual acuñó una imagen atractiva: el río
inmortal del plasma germinal (véase v. gr. Maynard Smith 1958, págs.
64-8,1982c, págs. 2,4,1986, págs. 9-10). De acuerdo con Weismann,
las unidades hereditarias (las partes de organismos que se transmiten
de generación en generación) son, al menos en gran medida, tanto
inviolables como inmortales. Lo que quería decir con ello era lo si­
guiente. Pensemos en cualquier organismo como algo dividido en
dos. Por una parte están las células que conforman su cuerpo (el soma,
las células somáticas). Por la otra, las células reproductivas (las del
plasma germinal), los materiales a partir de los cuales surge su des­
cendencia, los nuevos cuerpos. La teoría de Weismann dice que la
interacción éntre las células somáticas y germinales es estrictamente
de una sola vía. Las células germinales dan lugar a cuerpos, determi­
nan cómo será la descendencia: hembra o macho, tigre o caracol,
grande o pequeña. Pero los cuerpos no tienen ninguna influencia
sobre las células germinales. Ellos se limitan a llevar el plasma germinal
y a transmitirlo de generación en generación, como depositarios
pasivos. Las células germinales son moldeadas por otras células germi­
nales, no por los cuerpos en los cuales residen. Entonces, las células
germinales son inviolables, porque no son transformadas por medio
de cambios somáticos; y son potencialmente inmortales, porque
réplicas idénticas de ellas pasan de generación en generación. En la
teoría de Weismann la herencia de las características adquiridas es
imposible porque que no hay flujo de información del cuerpo de un
66
RIVALES Y TONTERÍAS: 1859 Y AÑOS SIGUIENTES

Lamarck

Los cuerpos se copian directamente de los cuerpos de los padres.


El tilonorrinco replica a sus padres, las características adquiridas y todo lo demás.

Weismann

Sólo se copian los genes. Los tilonorrincos son tan sólo la forma en que los genes
fabrican más genes. El río inmortal del plasma germinal no se afecta por los
cambios corporales...___________________________ _______________________

Fenotipo extendido

...pero, como veremos en el próximo capítulo, los genes también tienen efectos
fenotípicos más allá de los cuerpos que los albergan: los emparrados así como
los tilonorrincos.

¿Qué se replica? ¿Cómo se replica?

67
U N M U N D O S I N DA RW I N

individuo a sus células germinales sobre los cambios corporales que


han ocurrido durante la vida. El río inmortal de un plasma germinal
fluye, indiferente a los individuos a través de los cuales lo hace en un
momento dado.
Lo que no se ha apreciado hasta épocas recientes es que también,
como lo he mencionado, hay objeciones más fundamentales al la-
marckismo. Éstas se las debemos al zoólogo Richard Dawkins (Daw-
kins 1982, págs. 174-6,1982a, págs. 130-2,1983,1986, págs. 287-318, en
particular págs. 288-303), quien desarrolló tres argumentos poderosos
que demolieron por completo las pretensiones del lamarckismo de
convertirse en un rival de amplio alcance para el darwinismo o incluso
de agregarle cualquier cosa diferente de un pequeño refuerzo en algo
que de todas maneras la selección natural también resuelve. El
lamarckismo sostiene que las características adquiridas a través del
uso y el desuso son heredadas. El primer argumento de Dawkins es
sobre el uso y el desuso, el segundo sobre la adquisición de caracte­
rísticas, el tercero sobre la embriología que se necesitaría para el uso-
herencia.
Primero, ¿podrían ser el uso y el desuso instrumentos apropiados
para producir adaptación? El lamarckismo sostiene que los organis­
mos normalmente se reforman a sí mismos y refinan sus adaptaciones
al ejercer las capacidades que tienen, de tal manera que las extienden
más y más (o al acabar con ellas por el desuso). Las adaptaciones
surgen porque el acto de hacer algo mejora la capacidad del organis­
mo de hacerlo en el futuro. El músculo turgente del herrero y el cuello
superalargado de la jirafa se nos vienen a la mente de modo instantá­
neo. Y en estos ejemplos trillados podemos ver de modo intuitivo
cómo podría trabajar el lamarckismo. Es posible que un poder mus­
cular y una altura mayores pudieran surgir de esta manera, pero, ¿que
tal una mejor visión? La complejidad adaptativa del ojo nunca
podría producirse a partir de comienzos primitivos solamente por
medio de ejercitarla más. En la teoría lamarckiana la mejora adapta­
tiva tiene que estar ligada al uso y al desuso, pero en términos gene­
rales ésta no lo está, ni es probable que lo esté en ningún caso en
adaptaciones complejas, en adaptaciones de asuntos intrincados y
refinados. La selección natural no plantea tal dificultad. Ella aprove­
cha cualquier característica ventajosa de cualquier naturaleza por
pequeña e insignificante, por profunda que esté, por raramente
ejercitada que se encuentre, por indirecta que sea. Entonces, hay una
correspondencia automática entre lo que es ventajoso y lo que evolu-
68
RIVALES Y TONTERÍAS: 1859 Y AÑOS SIGUIENTES

dona. Las adaptaciones no tienen que pasar a través de los requisitos


altamente restrictivos del uso y el desuso.
: El segundo argumento es que el lamarckismo no puede explicar
por qué los organismos responden de manera adaptativa. Damos por
sentado que una jirafa hambrienta se estirará a las ramas altas cuando
las bajas ya han sido devoradas por otros animales; pero, ¿por qué no
se agacha y perece? Damos por sentado que su cuello se estira más
bien que acortarse, que sus músculos se alargan en lugar de contraer­
se, y que más bien tratará de comer que, por ejemplo, de patear. Pero
no debemos dar por sentadas estas cosas. ¿Por qué es el comporta­
miento del animal adecuado a sus necesidades, y su fisiología a su
comportamiento? ¿Por qué aprende éste a hacer lo correcto en lugar
de optar por una multitud de posibilidades incorrectas? ¿Son el
comportamiento, el aprendizaje, etc., respuestas adaptativas? Pero
por muchas maneras que haya de responder adaptativamente, hay
muchas, muchas más de responder no adaptativamente (incluso no
responder). Entonces, debemos preguntarnos cómo sobreviene la res­
puesta adaptativa. Para esta pregunta el lamarckismo y el darwinismo
tienen respuestas fundamentalmente diferentes.
Una distinción útil para aclarar estas diferencias es la distinción
entre modelos instructivo y selectivo de los orígenes de las adaptacio­
nes. Imaginemos a un herrero que tiene que hacer una llave que
encaje en un candado especial. La manera instructiva es tomar una
impresión completa del candado y hacer una llave a la medida, to­
mando instrucciones del entorno sobre el diseño exacto que se re­
quiere. La manera selectiva es tomar al azar un manojo de llaves y
ensayarlas unas tras otra para ver cuál funciona. El lamarckismo es
una teoría instructiva, el darwinismo, una selectiva. El darwinismo
puede explicar con facilidad cómo llegó la jirafa originalmente a
hacer lo que era apropiado y adaptativo. Ella descendió de una larga
línea de jirafas que, por casualidad, como producto del conjunto
aleatorio de posibles cambios genéticos, dio con una serie de cambios
que aunque eran pequeños constituían mejoras. A propósito, note­
mos que la analogía del fabricante de llaves es demasiado exigente en
este punto; en este caso las jirafas no tienen que encontrar la llave
que logre abrir el candado: sólo una que se acerque un poco más, no
importa cuán poco sea. La verdad es que las llaves adaptativas que se
pueden escoger de modo gradual, es lo que hace posible que, de todo
el conjunto de llaves, se llegue a la que sirve. Por el contrario, el la­
marckismo tiene que explicar cómo logró la jirafa, de manera miste-
69
UN M U N D O SI N D A R W I N

riosa, que la llevaran a hacer lo correcto. La teoría presupone que un


organismo responde de manera adaptativa porque aprende de su
entorno, reúne información de él y toma “ instrucción” de él con
respecto a la respuesta necesaria; pero para comenzar, no explica la
capacidad del organismo de aceptar tales instrucciones. Al fin y al
cabo, el herrero instructivo tiene que usar cera; la madera, el agua o
la temblorosa gelatina no sirven. ¿Cómo solüciona el lamarckismo
este problema? Basándose de manera encubierta en afirmaciones
darwinistas, dando por sentado que la jirafa se estirará en lugar de
agacharse, que sus músculos más bien se estirarán que encogerse,
que desarrollará un gusto por lo nutritivo en lugar dé lo malsano,
que buscará evitar el dolor en lugar de buscarlo. Los mecanismos
lamarckianos no pueden originar adaptaciones; lo único que pueden
hacer es llevarle a generaciones futuras las tendencias a “adquirir”
que se originan por medios darwinistas. Cualquier teoría instructiva
debe en últimas basarse en un modelo selectivo (o recurrir al diseño
deliberado). Por lo tanto, el lamarckismo nunca pudo ser más que un
apéndice limitado de la teoría de Darwin. Jamás podrá reemplazar al
darwinismo como teoría comprensiva de la evolución.
Es irónico que los lamarckianos hayan buscado tradicionalmente
en su teoría las cualidades que no puede tener; han cifrado süs esperan­
zas, por ejemplo, en el comportamiento aprendido que se transmite
de generación en generación. Pero resulta que, en última instancia, el
conocimiento es adaptativo por razones darwinistas, no lamarckianas.
Y ellos le han dado la bienvenida al uso-herencia por su papel creativo
e iniciador, porque guía el camino de la evolución de una manera
para la que las fuerzas supuestamente ciegas de Darwin, guiadas de
manera pasiva por el azar, son impotentes. Pero, además, resulta que
tal guía es precisamente lo que el lamarckismo es inherentemente,
por principio, incapaz de proporcionar. Si los mecanismos lamar­
ckianos han de llegar a alguna parte tendrá que ser cabalgando en el
lomo de los logros darwinistas.
Ahora vamos a nuestro tercer argumento antilamarckiano. A
diferencia de los otros dos, éste se aplica más a nuestro mundo actual
que a algún otro mundo posible, porque da por sentados algunos
principios de la embriología. Descansa sobre una distinción éntre las
recetas y los planos. Las recetas son instrucciones irreversibles. La
receta para un bizcocho no puede reconstruirse a partir del pastel
mismo, ni es capaz un procesador de palabras de reconstruirse a par­
tir de una página impresa. En casos como éstos, las relaciones entre
70
RIVALES Y TONTERÍAS: 1859 Y AÑOS SIGUIENTES

el producto final y las instrucciones son tan tortuosas que no hay


manera de calcarlo. Entonces, el proceso no es reversible. Los planos,
sin embargo, son instrucciones que pueden ir en ambas vías. El mé­
todo para hacer una casa de muñecas se puede descubrir midiendo
con cuidado una que ya exista; en este caso hay una correspondencia
uno a uno, y reversible, entre la estructura y el plan.
En la historia de las ideas embriológicas ha habido dos escuelas
opuestas de pensamiento sobre cómo unas células únicas se trans­
forman en organismos completos: la epigenética (receta-bizcocho) y
la preformacionista (plano-casa). Si viviéramos en un mundo embrio­
lógico basado en planos, entonces la herencia de las características
adquiridas sería posible. El lamarckismo requiere un flujo de infor­
mación del cuerpo hacia los genes, de manera que los cambios cor­
porales en una generación puedan ser incorporadas a la siguiente. Si
la embriología trabajara por medio de planos, los dos extremos del
proceso embriológico, el cuerpo y el gen, (o el DNA, el material en el
cual los genes llevan información sobre la herencia), tendrían la
misma estructura. El isomorfismo daría automáticamente reglas,
reglas incorporadas, para reversar el proceso de instrucción. En este
caso, el fenotipo (lo que Weismann llamaba el soma: ojos y alas, con­
chas y pétalos, y otras manifestaciones de genes en el trabajo de ejercer
sus efectos) podría trazarse hasta conseguir el genotipo (la constitu­
ción genética del organismo, su conjunto particular de genes), y en­
tonces esa información podría leerse hacia atrás, para incluirse en el
fenotipo de la próxima generación.
Pero resulta que la embriología funciona como una receta (véase
v. gr. Maynard Smith 1986, págs. 99-109). Los genes llevan informa­
ción -acerca de la manera de hacer cuerpos y comportamientos- del
mismo modo irreversible como una receta lleva información acerca
de la elaboración de un bizcocho, no del modo reversible como los
planos llevan información sobre la construcción de edificios. El DNA
emite instrucciones acerca de cómo deben de multiphcarse las células,
morir, unirse a otras, y así sucesivamente, en un proceso ordenado,
paso a paso, en una secuencia cuidadosamente controlada; cada etapa
del procedimiento se basa en etapas previas; cada desarrollo está
influido por desarrollos anteriores. Así, las partes de un todo están
fundamentalmente influidas por la historia del procedimiento, por
el lugar donde se encuentran y el cuándo; lo que se preserva no son
partes discretas e identificables. Si hay trazo de alguna clase, es el de
la correspondencia entre el conjunto de instrucciones y las diversas

71
U N MU N D O S I N D A R W I N

etapas del proceso epigenético, del mismo modo como la receta, si se


puede trazar de alguna manera, no se traza en las partes del bizcocho
sino en las etapas sucesivas de los ingredientes que se unen; mezclán­
dolos, ordenándolos, y así sucesivamente. Todo esto habla muy mal
del lamarckismo y muy bien del darwinismo. La esperanza lamar-
ckiana de que a la vuelta de la esquina está el descubrimiento de que
en alguna parte, tal vez en algún rincón recóndito del sistema inmu-
nológico, las características adquiridas resultarán heredándose, es
vana. En nuestro mundo de embriología de recetas epigenéticas, la
herencia de las características adquiridas es imposible.
Este tercer argumento antilamarckiano dependía del hecho con­
tingente de que la embriología es del tipo de receta y no de plano. ¿Es
esta contingencia sólo un asunto de azar total? ¿O hay, quizás, algo
intrínsecamente improbable en una embriología del tipo de plano?
¿Cómo podrían las formas de vida con una embriología de este tipo
arreglárselas para su desarrollo, y qué perderían, en caso de que perdie­
ran algo? Tales especulaciones, por tentadoras que sean, nos alejan
de nuestro propósito presente. Para nosotros, lo principal es que la
alternativa más seria al darwinismo, aquella en la que los antidarwi-
nistas han fincado sus más alentadoras esperanzas no es al fin y al
cabo ninguna candidata seria.
Ahora pasemos a dirigirle una breve mirada a otros contendores
históricos que lucharon por ocupar el lugar del darwinismo y que se
pueden agrupar en dos campos: la ortogénesis, o “evolución en línea
recta” y el mutacionismo, o “evolución sólo por la mutación dirigi­
da” (Bowler 1983, págs. 141-226,1984, págs. 253-6, 259-65; Dawkins
1983,412-20,1986, págs. 230-6,305-6; para una evaluación de comien­
zos del siglo véase a Kellogg, 1907, págs. 274-373).
; La ortogénesis es la teoría de que la evolución anda en “líneas
rectas”, dirigida por fuerzas del organismo que no son resultado de
presiones ambientales. Se popularizó por primera vez gracias al
proselitismo del zoólogo suizo Theodor Eimer, que escribió en Ale­
mania en las tres últimas décadas del siglo xix; el paleontólogo ame­
ricano Henry Fairfield Osborn llegó a ser un influyente expositor en
las primeras décadas del siglo xx. Como una teoría más o menos
amplia de la evolución, la ortogénesis tuvo su influjo en las décadas
de finales del siglo x ix y del principio del siglo xx. Con la declinación
final del lamarckismo en la década de 1920 y 1930 llegó inclusive a
superar a aquella teoría como la alternativa más seria al darwinismo.
No es necesario decir que aquellas fuerzas internas de las que se
72
RIVALES Y TO NTERÍAS: 1859 Y AÑOS SIGUIENTES

suponía impulsaban a la evolución no se dejaban detectar. Pero de


todas maneras la ortogénesis fue un candidato con pocas posibilida­
des para ser rival del darwinismo como explicación amplia de la adap­
tación. ¿Cómo podía una fuerza impulsora interna, no ayudada por
la selección, dar lugar a formas que se compaginaran con su entor­
no? ¿Cómo podría una fuerza como éstas arreglárselas para escoger
su sendero a lo largo de caminos intrincados, minuciosos, hasta lle­
gar a la complejidad adaptativa? ¿Cómo se las arreglaría esta fuerza
para descubrir su camino en las delicadas e intrincadas vías hacia la
complejidad adaptativa? Las teorías ortogenéticas son instructivas y,
como todas las teorías instructivas, se limitan a impulsar y a volver a
traer a escena al diseñador. No sorprende entonces que los propo­
nentes de la ortogénesis, en vez de tratar de explicar la adaptación,
trataban de desecharla con argumentos, abalanzándose sobre lo que
parecían ser anomalías adaptativas e intentando reinterpretar la evi­
dencia darwinista como algo menos utilitarista, menos elegante,
menos económico de lo que se había supuesto. Más que captar la
adaptación de la naturaleza, decían que detectaban un modelo a gran
escala, una regularidad en el orden, que el darwinismo era supuesta­
mente incapaz de explicar. Señalaban con regocijo los enormes cuer­
nos del extinto elk “ irlandés” y la espiral todavía más extrema de las
intrincadas conchas de los amonitas fósiles, y otras escalas tan extra­
ñas como las anteriores, como evidencia de una aceleración que
llevaba a las especies en direcciones fijas, independientemente de sús
ventajas adaptativas, hasta el punto incluso de su desastre evolutivo.
Se argüía que la paleontología revelaba un tesoro de corrientes orto-
genéticas que habían llevado inexorablemente a la extinción de
estructuras degeneradas, deletéreas. Hoy en día los paleontólogos
argumetarían “que aquellas tendencias eran en gran medida artefactos
de la imaginación ortogenética” (v. gr. Simpson 1953, págs. 259-65).
Todo este énfasis en los grandiosos modelos de la naturaleza a
expensas de la adaptación suenan a reminiscencias del idealismo. Y,
de hecho, la ortogénesis era un heredero directo de este punto de
vista: “en su fascinación con la regularidad del desarrollo, a expensas
de los factores utilitaristas, quienes apoyaban la ortogénesis revela­
ban los últimos vestigios de influencia del idealismo sobre la biología
moderna” (Bowler 1984, pág. 254). El desarrollo de la ortogénesis en
los Estados Unidos, por ejemplo, fue facilitado a mediados del siglo
por el idealismo antievolucionario del renombrado paleontólogo
Louis Agassiz (un profesor de Harvard pero que, significativamente,

73
UN M U N D O SI N D A R W I N

tenía bases europeas, ya que nació en Suiza y fue educado en Alema­


nia y Francia). Fue en este clima en donde un candidato tan poco
prometedor como la ortogénesis se las ingenió para abrirse paso como
alternativa al darwinismo. Y tuvo éxito en cuanto fue capaz de sub­
valorar la adaptación y de resaltar una aparente dirección fundamental
u orden en la evolución.
Pasemos ahora al mutacionismo. Ésta es una teoría saltacionista.
Una evolución saltacionista es una evolución brincadora, es el punto
de vista de que la evolución procede por medio de la aparición súbita
de formas radicalmente nuevas. El saltacionismo le asigna un papel a
la selección. Y los saltacionistas pueden en realidad tener razón en
que de manera ocasional un cambio aleatorio de grandes efectos puede
resultar ventajoso y empujar la evolución en una nueva dirección.
Un cambio que trajera más de lo mismo (como el cambio de un ani­
mal no segmentado a la repetición segmentada del diseño básico)
más bien que una adaptación radicalmente nueva (un ojo en piel no
diferenciada) no sería algo con pocas posibilidades embriológicas;
un cambio cómo éste tampoco tendría grandes probabilidades de
constituirse en un salto gigantesco hacia un desastre selectivo. Enton­
ces, las macromutaciones pueden haber tenido alguna importancia
en la historia de la vida sobre la Tierra. La idea de los “monstruos
prometedores” propuesta por el genetista norteamericano (origi­
nalmente alemán) Richard Goldsmith en la década de 1940, era una
teoría que pertenecía a esta clase.
Hasta aquí el saltacionismo seleccionista. Su versión mutacionista
es una posición menos respetable. No le otorga un lugar serio a la
selección. De acuerdo con el mutacionismo, los cambios aleatorios
del material hereditario son suficientes para la adaptación, sin que
haya necesidad de mucha o de ninguna selección. Las mutaciones se
las arreglan de alguna manera para ser adaptativas y los cambios úti­
les simplemente ocurren. Las inadecuaciones de este punto de vista
son obvias: o bien las mutaciones deben ser dirigidas por una fuerza
misteriosa aún por descubrirse, que habría que entrar a explicar, o sü
adecuación adaptativa depende de una dosis sorprendentemente
generosa de buena suerte, demasiado generosa para poderse tomar en
serio. Como la ortogénesis, el mutacionismo tuvo su apogeo a comien­
zos de este siglo. Y al igual que ella, tuvo un sesgo predeciblemente
no adaptativo. Entre sus proponentes (en alguna época de sus carreras)

74
ADIÓS A TODO ESO

se encuentran el botánico holandés Hugo de Vries, el botánico danés


Wilhelm Johannsen, el biólogo inglés William Bateson y el norteame­
ricano, Thomas Hunt Morgan fundador de la teoría cromosómica.
Hace un siglo Weismann escribió: “debemos adoptar la selección
natural... porque toda otra explicación nos falla y es inconcebible (‘im­
probable’ habría sido una palabra mejor) que hubiera otra capaz de
explicar la adaptación de organismos sin adoptar la ayuda de un
principio diseñador” (Weismann 1893, pág. 328). Ahora podemos
entender por qué la intuición de Weismann tenía probabilidades de
ser correcta.

Adiós a todo eso

En la biblioteca del departamento de zoología de Oxford existe la


copia de un libro publicado en 1907 llamado Darwinism To-day. Su
autor fue Vernon L. Kellogg, un zoólogo y en aquella época profesor
de la Universidad de Stanford. Kellogg nos hace una revisión de la
teoría darwinista de la época y de sus alternativas, a comienzos de
este siglo. Y es una revisión juiciosa y completa, y separa cón cuidado
las visiones mayoritarias de las minoritarias, y no da muestra de gran­
des prejuicios causados por la inclinación expresa del autor hacia el
lamarckismo. Es posible que Kellogg estuviera bien equipado para
tal tarea porque había trabajado unos cuantos años en Leipzig y en
París, y estaba en contacto con el pensamiento europeo y el norte­
americano. El libro es una mirada fascinante al estado de las ideas
evolucionistas de la época en que Darwin estaba de capa caída.
Y sin embargo, por muy caída que estuviera su capa, al leer los
cuidadosos e imparciales recuentos de Kellogg sobre la ortogénesis y
el mutacionismo, todavía me parece increíble que aquellas teorías
pudieran ser consideradas como alternativas de amplio alcance al
darwinismo, o siquiera como suplementos útiles.
Me parecía imposible que alguien que hubiera comprendido bien
la contribución de Darwin y apreciado su inmenso poder explicativo
no pensara que estos contendores estaban completamente (o en bue­
na medida) equivocados sino que ni siquiera podían pertenecer al
mismo equipo de Darwin, y ni siquiera muchas veces al campo de la
ciencia misma.
Mis esperanzas se confirmaron al fin en el caso de un biólogo de
la época. La copia del libro Darwinism To-day que descansa en el
departamento de zoología lleva esta triste inscripción: “ Donado por

75
UN M U N D O SI N D A R W I N

el capitán Geoffrey Watkins Smith, profesor titular del New College,


conferencista y demostrador de zoología de 1905 a 1914, que cayó en
acción en Francia el 10 de julio de i$ i6” Después de varias generacio­
nes, mía entrevista espontánea emergió de aquellas páginas. En las
márgenes, en lo que yo me aseguré era la caligrafía de Geoffrey Smith,
hay algunos comentarios escritos. Y los elogios -¡Basura... falsedades
altisonantes! entre ellos-, (págs. 141, 306), tienen el valor de ser ex­
presiones sentidas, honestas, y libres de la cortesía obligada para lo
que se publica.
A Smith no lo impresionaban mucho ni la ortogénesis ni el mu-
tacionismo. Tomemos por ejemplo la “evidencia” de la ortogénesis
(las citas duras son suyas) en lo que atañe a la evolución paralela de
diferentes ramas del mismo grupo grande, tales como “la reducción
de los dedos posteriores entre los artiodáctilos de varios géneros (la
jirafa, el camello, la llama) hasta su completa desaparición” : para los
ortogenistas esto representa “una dirección definida y determinada
de la modificación” (Kellogg 1907, págs. 279-80). Smith no está de
acuerdo: “ ¿No es la selección suficiente para ellos?”, pregunta retóri­
camente. Ante la evidencia de que la “constitución o composición
química real del cuerpo permite, en muchos casos, cambiar sólo en
unas pocas direcciones” (Kellogg 1907, pág. 280), objeta: “Eso no es
evidencia particular a favor de la ortogénesis. La dirección de la se­
lección está, por supuesto, limitada por la naturaleza del organismo
variante”. En cuanto al argumento de que la paleontología parece “de­
mostrar la evidencia de la evolución ortogénica... [porque] siempre
vemos un limitado número de líneas de desarrollo” (Kellogg 1907,
pág. 281), Smith exclama: “ ¿Quién esperaría algo diferente?” Encuen­
tra el mutacionismo igualmente poco convincente. Cuando Kellogg
dice que sus “principales críticas” al darwinismo son que la selección
natural no puede explicar ni “el desarrollo directo a lo largo de líneas
fijas aparentemente no ventajosas” (Smith subrayó la palabra aparen­
temente) o, lo que es peor, “el ultradesarrollo... aun... hasta la muerte
y la extinción” (Kellogg 1907, págs. 274-5), una nota lacónica al mar­
gen dice: “estos dos no valen la pena”. Dicho sea de paso, el respetado
zoólogo de Cambridge, sir Arthur Everett Shipley escribió, cuando
Smith fue muerto: “Era un zoólogo de la más extraordinaria capaci­
dad, que no perdía la cabeza como muchos de los más entusiastas
mendelianos lo han hecho” (Anón 1917, pág. 36), pues parece que
otras cabezas mendelianas se pasaron a apoyar alguna versión del
mutacionismo (Schuster y Shipley 1917, pág. 278).
76
ADIÓS A TODO ESO

Kellogg declara inequívocamente que el darwinismo “no nos sa­


tisface a los biólogos de la época presente” (Kellogg 1907, pág. 375).
Esto era sin duda cierto si se toma en cuenta a todos los biólogos del
planeta. Y de aquello que se creía eran las fallas del darwinismo, se
alimentaban la ortogénesis y el mutacionismo. Pero Kellogg agrega
un pie de página: “ Sin embargo, todavía existen, especialmente en
Inglaterra, darwinistas convencidos, que no ven nada serio en toda
esta crítica a la explicación que da su gran compatriota sobre origen
de las especies” (Kellogg 1907, pág. 389). Menciona entonces que el
“neodarwinismo”, como se lo llamaba por aquella época (el darwi­
nismo fortificado con el weismannismo) es “aceptado más o menos
en su totalidad por Wallace y un buen número de otros biólogos
ingleses y por unos cuantos naturalistas de Europa y América” (Kellogg
1907» pág. 133). Tal vez en Inglaterra la línea directa de la descenden­
cia de Darwin y Wallace ejerció una influencia poderosa, pues, por
otra parte, allí el idealismo nunca fue muy fuerte. En el caso de
Geofffey Smith, su darwinismo acendrado y la hostilidad por las
teorías rivales no era por cierto resultado de la mera insularidad. Él
había trabajado en la alegre atmósfera internacional de la Stazione
Zoológica de Nápoles y estaba bien familiarizado con las críticas al
darwinismo y las alternativas en boga. Parece ser que su posición era
la conclusión bien ponderada de un científico actualizado de la época.
Esta voz del pasado también nos enseña otras lecciones. Sabemos
que si las teorías científicas de otros tiempos se juzgan con las herra­
mientas del conocimiento moderno, los callejones sin salida de la
ciencia que no han dejado descendientes en los textos actuales pue­
den llegar a ser subvaloradas. Esto nos podría tentar a errar hacia el
lado del ablandamiento para esquivar los juicios críticos. Al fin y al
cabo, si los científicos del período tomaban una teoría en serio, ¿quiénes
somos nosotros para tomarla con menos seriedad, aunque sepamos
que resultó ser incorrecta? Tal tolerancia tiene sus méritos. Pero la
reacción de Geoffrey Smith nos recuerda que también tiene sus lími­
tes. No podemos tratar las alternativas al darwinismo con generosidad
indebida por miedo a que es sólo en retrospectiva cuando revelan sus
inadecuaciones. Equipados no con la visión retrospectiva sino con la
comprensión darwinista, Smith, y sin lugar a duda otros, rechazaron
estas alternativas aun en el momento en que tenían una acogida grande
e influyente. Tras ver lo que tenían para ofrecer la ortogénesis y el
mutacionismo, su respuesta fue un firme “adiós a todo eso”.
Esto nos trae a otra extraña ironía en aquella fase de la historia

77
UN M U N D O SI N D A R W I N

darwinista. Porque no fue tanto a los rivales del darwinismo como al


darwinismo mismo a quien, típicamente, se tildó de no científico.
Desde el final del siglo x ix hasta varias décadas ya avanzado el xx, se
denigraba del darwinismo en muchas partes, acusándolo de que
impedía el progreso científico al insistir en formular las preguntas
incorrectas. Eran aquellos los días en que la biología estaba encon­
trando su puesto como ciencia respetable. Y para muchos debía estar
basada en el laboratorio, no en la recolección de hechos sin sentido;
querían que fuera experimental en el sentido más estrecho de la pala­
bra (al igual que -para nuestra vergüenza- la palabra “científico” se
toma aún hoy en día). A esta luz, la teoría de Darwin se estigmatizaba
por especulativa, inestable, inexacta y, -peor que todo lo demás,
porque esto la situaba por completo fuera del ámbito de las ciencias-
teleológica. La ciencia, proclamaban, ni siquiera debía intentar
formular preguntas adaptativas; una descripción precisa de, por
ejemplo, los senderos de la bioquímica o de la fisiología era cuanto se
necesitaba.
Este espíritu se refleja en la influyente historia de la biología de
Erik Nordenskióld, escrita durante aquella época, que se destacaba
por su hostilidad hacia el darwinismo:

Se pregunta: ¿Por qué tiene garras un gato...? [Darwin dice: a]


fin de permitirle que sobreviva en la lucha por la existencia... Pero...
la cuestión... es absurda... la biología sólo puede luchar por encon­
trar las soluciones bajo las cuales las garras del gato se desarrollan y
se usan, pero nada más; aquellos que preguntan más allá dejan de
cumplir con los requisitos de Bacon de que debemos “ formularle a la
naturaleza preguntas justas”. Pero Darwin y sus contemporáneos se
pasan formulándole a la naturaleza preguntas erradas. (Nordenskióld
1929, pág. 482).

Fueron estas preguntas teleológicas darwinistas, se quejaba Nordens­


kióld, las que “no en pequeño grado contribuyeron a que la biología
tardara en convertirse en ciencia exacta” (Nordenskióld 1929, pág.
471). No hay necesidad, por ejemplo, nos informa Nordenskióld, de
recurrir a una especulación como la teoría darwinista de la selección
sexual para explicar por qué los machos son adornados y no discri-
minadores, mientras las hembras son poco agraciadas y muy selecti­
vas. La respuesta es “la secreción interna y la conexión de los caracteres
sexuales secundarios con ella; tanto la coloración sexual como los
78
ADIÓS A TODO ESO

juegos del apareamiento tienen su explicación en esto” (Nordenskióld


1929, pág. 474). En otras palabras, la explicación de por qué los ma­
chos 7 las hembras difieren es porque tienen hormonas diferentes, y
eso es todo. Pregunte por qué tienen diferentes hormonas, 7 se estará
metiendo en teleología. La misma actitud -es más, el mismo ejem­
plo- repunta en la historia de la biología de Emanuel Rádl, también
de aquel período 7 también poco simpatizante del darwinismo:

Cuando Darwin analiza la belleza animal, casi todo el tiempo se


refiere a... características sexuales secundarias; sin embargo, algunos
biólogos piensan que éstas se deben exclusivamente a la influencia de
las glándulas sexuales primarias. Creen que el desarrollo del color,
las marcas, la cornamenta, los cachos 7 otros adornos típicamente
“masculinos” se deben a las secreciones de las glándulas masculinas,
7 que estas glándulas también inhiben el desarrollo de las correspon­
dientes cualidades en las hembras. Las glándulas femeninas tienen
exactamente el efecto opuesto (Rádl 1930, págs. 105-6).

Nordenskióld compara el darwinismo con el estudio de la herencia,


su modelo para una buena ciencia:

La herencia ha sido el campo de investigación más popular de la


época... Por cierto, a la selección natural la siguen conservando en
principio algunos estudiosos de la herencia pero, en realidad, el fe­
nómeno no es de importancia práctica; no puede observarse y por
tanto no es posible introducirlo como tema de investigación basada
en observaciones exactas... por la misma razón que ella [la investiga­
ción hereditaria] se ha convertido en ciencia exacta no ha sido capaz
de seguir al viejo darwinismo en sus especulaciones, pero lo que se
pudo haber perdido en cuanto a concepción general de la vida, sin
duda se ha ganado en la manera de concentrarse sobre hechos 7
resultados confiables (Nordenskióld 1929, pág. 594).

La historia de la biología de Charles Singer, también de aquella épo­


ca, exhibe las mismas impresiones: el elemento de “azar” en el esque­
ma de Darwin no era sino una teleología velada. La selección natural
había sido elevada al rango de “causa” 7 la ciencia tenía qué ver no
con causas sino con condiciones. Darwin se estaba basando en el “qui­
zás” 7 el “tal vez”, 7 no en cosas vistas y probadas (Singer 1931, pág.
305; véase también pág. 548). Singer, dicho sea de paso, fue aconseja-

79
UN M U N D O S I N D A R W I N

do por Thomas Hunt Morgan (Singer 1931, pág. ix) quien, aunque
por aquella época era un importante darwinista y mendeliano
autoproclamado, no se había despojado de sus concepciones erró­
neas anteriores sobre la selección natural y la teleología: “es claro que
nunca se sintió cómodo con la idea de selección... el concepto, y tal
vez el mismo término ‘selección’ lo molestaba; sonaba como con un
propósito; y, con su fuerte repugnancia por el pensamiento teleológico,
Morgan reaccionaba contra la idea de propósitos en la teoría evolu­
cionista’’ (Alien 1978, pág. 314; véase también págs. 115-16,314-16), o,
más bien, con lo que tomaba como la idea de propósito.
El célebre etólogo Niko Tinbergen, estudiante en aquella época,
recordó cómo fue acosado por haber tenido la temeridad de formu­
lar una pregunta adaptativa:

En la era posdarwinista se dio una reacción contra la aceptación


acrítica de la teoría de la selección que llegó a su clímax en los grandes
tiempos de la anatomía comparada, y que todavía afecta a muchos
biólogos de inclinaciones fisiológicas. Era una reacción contra el
hábito de hacer adivinanzas poco críticas con relación al valor de la
supervivencia, - de la función-, de los procesos y de las estructuras
de la vida. Esta reacción, aunque sana en sí misma, no dio como
resultado (como se podría esperar) un intento de mejorar los mé­
todos de estudio del valor de la supervivencia. En lugar de ello se
deterioró, convirtiéndose en una falta de interés por el problema,
uno de los asuntos más deplorables que le pueden suceder a la cien­
cia. Peor aún, incluso se convirtió en una actitud de intolerancia:
hasta preguntarse por el valor de supervivencia se consideraba no
científico. A ún recuerdo lo perplejo que me sentí cuando uno de mis
profesores de zoología me despachó en el momento en que traje el
asunto del valor de la supervivencia después de que él hubo pregun­
tado: “ ¿alguien tiene alguna idea de por qué los pájaros se unen en
bandadas más densas cuando los ataca un ave de rapiña?” (Tinbergen
1963, pág. 417)-

Tal como veremos cuando le demos una mirada a las explicaciones


adaptativas, aun hoy en día el espíritu de aquel profesor no está des­
cansando.
Se puede entender quizá que los científicos e historiadores hu­
bieran tenido tales concepciones de la ciencia en un período en que
la biología aspiraba a llegar a un escaño más elevado, mirando hacia
80
ADIÓS A TODO ESO

arriba a la física. El tema se regocijaba, no sólo de su nueva posición


sino también de su genuino progreso hacia mundos que hasta ahora
según la frase de Darwin eran “del todo ignotos”. Lo que es menos
comprensible es que la empresa darwinista hubiese sido tan mal in­
terpretada que la hubieran echado al cesto de la basura de lo no cien­
tífico. Esto hace que surja la sospecha de que fue la repugnancia hacia
el darwinismo lo que se dio primero; el positivismo mal encaminado
que se supone llevó a su rechazo, en realidad fue una metodología
que no era más que un barniz. Y hablando de metodología falsa,
Nordenskióld y otros, que citaban la pesada autoridad de Bacon en
su apoyo, estaban desenfocados por completo. Ellos tomaban su ata­
que a las causas finales en el sentido de que abarcaban las explicacio­
nes adaptativas del darwinismo. Pero Bacon condenaba “lo que con­
sideraba genuinas causas finales, aquellas que están en esencia co­
nectadas con un propósito consciente, bien fuera el de Dios o el de la
mente humana”. Es muy probable que tales explicaciones, objetaba
Bacon, fueran estériles, así como lo mostraba el ejemplo de Aristóteles
(Urbach 1987, pág. 102; véase también págs. 100-2). Las críticas de
Bacon se aplicaban en realidad a la clase de explicación que, como lo
hemos visto, era típica de la historia natural predarwinista y algunas
veces también a sus rivales más tardíos, pero deja incólumes las ex­
plicaciones darwinistas, como Bacon seguramente lo hubiese reco­
nocido. Invocar a Bacon en contra de las explicaciones de la selección
natural está tan fuera de lugar que sugiere una mala comprensión, en
lo fundamental, de lo que en realidad eran tales explicaciones. Esto
trae a la mente un comentario hecho por el reconocido genetista
norteamericano H. J. Muller, en un contexto un poco diferente, so­
bre su antiguo profesor Thomas Hunt Morgan y otros antidarwinistas
de la época: “nos parece a nosotros como si él, por alguna razón, no
fuera capaz de entender la selección natural. Tenía un bloqueo men­
tal muy común en aquellos días”. (Alien 1978, pág. 308)
Hemos visto las razones por las que el darwinismo tenía en 1859,
y todavía hoy, la mejor explicación de por qué los seres vivos son
como son, no sólo -com o resultó ser-, en este planeta, sino en cual­
quier mundo que se parezca al nuestro en varios aspectos fundamen­
tales. Desde 1859, el legado de Darwin y Wallace ha sufrido un gran
número de transformaciones importantes. Las más recientes y una
de las más dramáticas, ha sido la transición del darwinismo clásico al
moderno. Y es hacia esta última transformación hacia donde nos di­
rigiremos en estos momentos.
81
i

I
3
E L V IE JO Y E L N U E V O D A R W IN IS M O

Anticipaciones de cosas pasadas

Durante las últimas décadas la teoría darwinista ha sufrido un cam­


bio revolucionario. Esta revolución combina dos nuevas maneras de
pensar. Si bien alguna vez las explicaciones darwinistas se centraban
en los organismos individuales y hacían sólo referencia tácita a las
unidades hereditarias, las ideas darwinistas nuevas le dan sitio de
honor al gen. Y si bien alguna vez el darwinismo se concentraba en
las estructuras de los organismos, ahora hay un gran florecimiento
del estudio de su comportamiento, sobre todo su comportamiento
social y los esquemas y estratagemas que son parte de su dotación
evolutiva.
Consideremos dos de las ilustraciones favoritas de Darwin sobre
el funcionamiento de la selección natural: la adaptación precisa del
pájaro carpintero y de su lengua para una alimentación especializada,
y las plumillas elegantes por medio de las cuales algunas semillas
viajan hasta con las brisas más suaves (v. gr. Darwin 1859, págs. 3,
60-1; Darwin y Wallace 1858, págs. 94,97; Darwin, F. 1892, pág. 42;
Peckham 1959, pág. 375). Tales casos son típicos del darwinismo clá­
sico, el enfoque cuyo epítome son Origin y Darwinism de Wallace.
jt Éste tiene que ver más que todo con estructuras y con aquellas que
\ 1 les ayudan a quienes las poseen a su propia supervivencia o alarepro-
|¡ ducción, al conferirles beneficios a él mismo o a su descendencia. Por
| el contrario, como lo vería el darwinismo moderno, este mismo
pájaro carpintero o la semilla podrían ser considerados chantajistas
desalmados o calculadores, expertos tácticos cuyo comportamiento
varía dependiendo del de los demás, alguien que sistemáticamente
explota a sus vecinos o, por el contrario, se pone a su servicio aun
en detrimento de sus propias oportunidades de supervivencia o repro­
ducción.
Se ha sostenido que este darwinismo es una teoría fundamental­
mente diferente de aquella a la que ha desplazado, y que las dos son
incompatibles (v. gr. Sahlins 1976). Pero, como veremos, la transfor­
mación del pensamiento darwinista es un desarrollo de lo que había
antes, una ampliación en su alcance. Comparada con el darwinismo
de hoy, la teoría clásica es restringida; sin embargo, se anticipa a los
puntos de vista modernos: “ la teoría de Darwin tiene ciertas conse-

83
EL V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

Dos adaptaciones que deleitaban a Darwin:

La estructura... del pájaro carpintero con sus patas, cola, pico y lengua
adaptadas de manera tan admirable para atrapar los insectos que están
debajo de la corteza de los árboles. (Darwin, El origen)
La lengua del pájaro carpintero está a menudo cubierta por una sustancia
viscosa y espinosa; en el Celeus flavescens, el Veniliornis olivinus y el
Dryocopus lineatus tiene de cuatro a seis espinas. La lengua puede salir a un
tamaño sorprendente, con la ayuda de huesos o “cuernos” largos y
flexibles, los cuernos terminan en diferentes lugares en las diversas
especies, en algunos casos (como en el Picoides villosus, Hemicircus
concretus y el H. canente) rodean el cráneo por la parte superior y le dan la
vuelta a la cuenca del ojo derecho.

84
ANTICIPACIONES DE COSAS PASADAS

pájaro carpintero

Las semillas... traen alas y plumillas, tan diversificadas en la form a y elegan­


tes en la estructura que pueden ser transportadas por cualquier brisa.
(Darwin, El origen)
Un escrutinio con el microscopio electrónico revela mundos que Darwin
no podía sino adivinar. Ésta es una imagen, aumentada 27 veces, de los
flósculos que se encuentran en el fondo de un diente de león (Taraxacum
officinale).

85
EL V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

cuencias implícitas que se siguen lógicamente, y que sólo hasta hace


poco fueron advertidas” (Dawkins 1978a, pág. 710). No obstante las
defensas nostálgicas del verdadero “darwinismo de Darwin” (v. gr.
Sahlins 1976, págs. 71-91), si el darwinismo clásico hubiera dejado de
bosquejar los desarrollos modernos, entonces habría carecido del
impresionante poder explicativo que ha logrado exhibir por más de
un siglo.
Mencione a la mayor parte de los darwinistas que ha habido un
cambio revolucionario reciente en el darwinismoy de inmediato pen­
sarán en la síntesis moderna de la biología evolucionista, que ocurrió
aproximadamente entre 1930 y 1950. Aquella revolución fortificó la
teoría darwinista con la genética mendeliana y mostró en detalle cómo
esta poderosa combinación podría explicar la variación y la distribu­
ción geográfica de las poblaciones naturales, el origen de especies
nuevas y la historia de la vida en la Tierra, tal como se revelan en el
registro fósil. Era un avance colosal en la teoría darwinista. Omitir su
análisis no es despreciarla. Pero la mayor parte de los aspectos de esta
revolución son bien reconocidos y han sido extensamente documen­
tados y analizados. La revolución que nos concierne aquí desarrolla
en algunos aspectos el trabajo de la síntesis moderna y en otros tiene
afinidades más fuertes con el pensamiento darwinista primitivo.
Por una parte, extiende la síntesis moderna a áreas descuidadas y
hace explícitas algunas ideas que esbozó. He situado esta revolución
reciente en las últimas décadas -m ás o menos en la mitad de los años
60-, porque éste fue el período de su mayor impacto. Pero esta ma­
nera de pensar ya había sido anticipada hasta un grado notable en
dos de los libros clásicos de la síntesis moderna, R. A. Fisher, el autor
de The Genetical Theory o f Natural Selection (1930) y J. B. S. Haldane,
el autor de The Causes ofEvolution (1932), y en el trabajo de Sewall
Wright, publicado al fin como Evolution and the Genetics ofPopulations
(1968-78). Por qué este aspecto particular del trabajo de aquellos hom­
bres no fue más ampliamente aceptado es algo que yo no compren­
do. Veremos que la teoría darwinista se podría haber ahorrado varios
desvíos que no llevaron a nada si su contribución hubiera sido apre­
ciada en todo su valor. De hecho, les correspondió a las generaciones
posteriores darse cuenta del potencial de estas ideas.
Por otra parte, veremos que también hay una continuidad entre
esta última revolución y el darwinismo clásico, que es independiente
de la síntesis moderna. En lo que atañe a esta progresión, las limita­
ciones del darwinismo clásico no surgen de la falta de herramientas
86
ANTICIPACIONES DE COSAS PASADAS

R. A . Fisher en 1952, con su calculadora de mesa, en Whittingehame Lodge, la


residencia oficial de la cátedra Arthur Balfour de genética en Cambridge.

matemáticas o una adecuada teoría de la herencia. Aunque en ambos


frentes se necesitaron desarrollos esenciales para darle el poder total
de la posición moderna, el pensamiento informal centrado en los
genes ye n la estrategia no requieren de ninguno de los dos.
Dado que hay una continuidad entre el pensamiento reciente y el
clásico, los nuevos desarrollos nos ayudan a entender la naturaleza
del darwinismo clásico y, en particular, sus limitaciones. Uno puede
usar la imagen retrospectiva que proporciona el punto de vista actual,
para seleccionar los elementos más importantes del enfoque clásico.

87
EL V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

J. B. S. Haldane en 1948, dando una conferencia en el University College, de


Londres. John Maynard Smith, que por aquella época era estudiante de
pregrado dice que la foto le fue tomada por un compañero suyo, con “ riesgo de
muerte”.
ANTICIPACIONES DE COSAS PASADAS

Tomando los dos principios rectores del darwinismo moderno -su


centro en torno al gen y su inclinación estratégica- veremos exacta­
mente cómo y por qué fue diferente el darwinismo clásico. (Las ca­
racterísticas principales del darwinismo moderno se analizan bien
en varios libros recientes. El influyente Adaptation and Natural
Selection de George C. Williams ofrece una comprensión aguda
(William 1966), The Selfish Gene y The Blind Watchmaker de Richard
Dawkins’ son clásicos (Dawkins 1976,1986); TheProblems ofEvolution
de Mark Ridley también es una buena fuente (Ridley 1985); en cuanto
al comportamiento animal véase el excelente texto editado por J. R.
Krebs and N. B. Davies, Behavioural Ecology (Krebs y Davies 1978,2a
ed.); para la idea del fenotipb extendido, que examinaremos más ade­
lante en este capítulo, véase a Dawkins 1976, segunda edición., págs.
234-66,1982; para las nociones de la teoría del juego y las estrategias
evolutivamente estables, que también tocaremos en este capítulo,
véase a Dawkins 1980; Maynard Smith 1978b, 1978c, 1982,1984; Parker
1984).
Me concentraré en las primeras décadas de la teoría darwinista,
en particular en los propios escritos de Darwin, por ser representativos
del enfoque clásico. Con esto no sugiero que el darwinismo se quedara
estático durante medio siglo o más. Pero mostraremos los desarrollos
subsiguientes cuando tratemos la selección sexual y el altruismo.
Asombra el poco cambio que se dio durante aquella época en las
partes de la teoría que en tiempos recientes se han transformado en
forma tan radical.
Hay una dificultad evidente al mostrar que una posición no se
sostiene. Los ejemplos negativos no son muy llamativos e inclusive
producen la sospecha de que la visión que falta sí había sido expresa­
da, aunque quizás de manera regular en otro sitio. Una solución que
adoptaré será escoger como casos ilustrativos los bien conocidos del
darwinismo clásico, que para los darwinistas modernos son los prin­
cipales candidatos para la explicación estratégica o centrada en los
genes. Otra será explicar cómo pudo el darwinismo clásico ser tan
exitoso no obstante sus restricciones. Y la tercera será traer a la luz,
en el caso del pensamiento estratégico, algunas de las razones de fondo
que explican por qué el darwinismo clásico adoptaba una orientación
tan diferente.
Primero, sin embargo, permítanme anticiparme a los murmullos
de desacuerdo que ya puedo oír en el fondo. De ninguna manera
aceptarán todos los darwinistas modernos mi caracterización. Pero
89
EL V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

estoy analizando una teoría, no la manera como los individuos han


escogido interpretarla. Uno debe distinguir entre los logros funda­
mentales de una teoría (lo que ella realmente dice) y cómo la ven
algunos practicantes (lo que se dice acerca de ella). Yo me entiendo
con lo primero.

Del organismo al gen

Después de 40 años monsieur Jourdain descubrió que todo el


tiempo había estado hablando en prosa y nunca se había dado cuenta
de ello. Después de un siglo, el darwinismo moderno descubrió «que
la teoría darwinista había estado hablando sobre genes - o al menos,
unidades hereditarias- todo el tiempo y había sido totalmente incons­
ciente del hecho. Aunque el darwinismo clásico analiza el funciona­
miento de la selección natural desde el punto de vista de organismos
particulares y sus descendientes, la idea de que la selección natural
trata en últimas de replicadores más que de los organismos que los
alojan, obviamente acecha en alguna parte, en el interior de este punto
de vista centrado en el organismo; al fin y al cabo, en esto consiste» en
realidad el éxito reproductivo. Hoy en día el darwinismo retoriia éste
punto de vista. Y desde allí descubre un tesoro de implicaciones hasta
ahora no reconocidas y muy fructíferas por cierto.
La teoría darwinista moderna tiene que ver con genes y con sus
efectos fenotípicos. Los genes no se presentan desnudos al escrutinio
de la selección natural. Presentan colas, piel, músculos, conchas;
exhiben la habilidad de correr de prisa, de estar bien camuflados, de
atraer a un macho, de construir un buen nido. Las diferencias en los
genes dan lugar a diferencias en estos ejemplos fenotípicos. La selec­
ción natural actúa sobre las diferencias fenotípicas y por tanto sobre
los genes. Así, los genes llegan a estar representados por generaciones
sucesivas en proporción al valor selectivo de sus efectos fenotípicos.
En este punto debo hacer énfasis en que una expresión como “un
gen para ojos verdes” no se refiere a uno en particular que se puede
traducir y da ojos verdes. Es sobre diferencias. Las palabras específicas
de una receta para un bizcocho no se traducen en pedazos de bizcocho.
Pero una diferencia de una sola palabra en una receta -limón o vaini­
lla- sí hace diferencia entre dos clases de bizcocho. De manera similar,
los genes particulares no se traducen en pedazos específicos del
cuerpo. Pero diferentes genotipos identificables sí corresponden a
diferentes fenotipos identificables. Este punto es importante porque
90
DEL ORGANISMO AL GEN

expresiones como “genes para ojos verdes” (que empleo a lo largo de


todo este libro) se han tomado por lo general en el sentido de que
adoptan un modelo burdo de un gen especial para un efecto fenotípico
dado o que plantean la existencia de genes específicos sin un átomo
de evidencia.
Un gen puede tener un sinnúmero de efectos fenotípicos, cada
uno de los cuales puede tener un valor selectivo neutro, negativo o
positivo. Es el valor selectivo neto de los efectos fenotípicos de un gen
lo que determina su destino. Cuando hablamos del gen de los ojos ver­
des estamos seleccionando sólo una propiedad a partir de sus efectos.
Pero las diferencias entre genes que producen ojos verdes en lugar de
cafés también pueden producir toda suerte de cosas diferentes, por
ejemplo uñas más delgadas en los dedos de los pies, brazos y piernas
más largos y un mentón más corto. Darwin advirtió que estas “co­
rrelaciones de crecimiento”, como se llamaban, podrían ser bastan­
te caprichosas: así, los gatos de ojos azules son siempre sordos...; los
perros sin pelo tienen dientes imperfectos...; las palomas con plumas
en las patas tienen piel entre los dedos (Darwin 1859, págs 11-12).
Tendemos a no advertir los casos caprichosos. Pero los efectos pleio-
trópicos, como se llaman ahora, son la norma. Desde un punto de
vista del gen del ojo, los fenotipos no están divididos a la perfección
en adaptaciones y sus efectos secundarios. Hay simplemente varios
efectos fenotípicos, y las adaptaciones son el caso especial en el cual
su ventaja total supera a su costo total. Y los costos de una adaptación
tal como la del ojo no son meramente los de construir proteína o
elaborar pigmento, o utilizar vitamina A; son también los costos de
los efectos fenotípicos acompañantes.
Así, la selección natural actúa sobre los genes a través de la retro-
alimentación de los efectos fenotípicos. Casi siempre pensamos que
los efectos fenotípicos se manifiestan en los organismos que alojan al
gen. Pero tal como lo ha sostenido Richard Dawkins, uno de los más
importantes arquitectos de la revolución reciente, no tenemos que
detenernos ahí: el darwinismo podría de manera muy natural y
persuasiva - y además fructífera- extender la idea de un fenotipo.
Consideremos el nido de un pájaro. Con mucha facilidad acepta­
mos que el pico con el que éste recogió el material es un efecto feno­
típico de los genes para la construcción de nidos. Exactamente de la
misma manera, se puede considerar el nido como un efecto fenotípico
de los genes para la construcción de nidos. Da diferencia radica sólo
en que en el caso del nido los efectos fenotípicos se extienden más

91
EL V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

allá del cuerpo del pájaro. Entonces, podemos pensar en el nido como
un fenotipo extendido, pero fenotipo de todas maneras.
Los fenotipos extendidos no necesariamente se reducen a los ar­
tefactos: a ser el nido de un pájaro, la tela de una araña o la represa de
un castor. Por lo general pensamos que el control genético del com­
portamiento de un organismo surge de los genes de su propio cuerpo.
Pero, en principio, no hay razón por la cual un organismo no pudie­
se explotar el sistema nervioso, el poder muscular y el potencial del
comportamiento de otro organismo ya listo, de la misma manera
como utiliza su proteína ya lista, sus vitaminas o sus minerales. La
selección natural favorecería a los genes que pudiesen manipular con
éxito el comportamiento de otro organismo para su propio beneficio.
Tal manipulación de un organismo por otro podría mirarse como un
efecto fenotípico extendido de genes manipuladores. Tomemos el
ejemplo de los parásitos. Tradicionalmente se ha pensado que sólo se
limitan a almorzar gratis, que no tienen que ayudar a cocinar el menú.
Cualquier efecto que estos huéspedes no invitados hayan tenido en
los anfitriones han sido vistos como efectos secundarios no buscados,
a causa de la depredación de los parásitos. Pero algunas veces los orga­
nismos parasitados se comportan de una manera que no es buena
para ellos pero sí para los parásitos. Este llamativo hecho indica que
puede estar en escena la manipulación:

Uno de los recursos literarios más conocidos en la ciencia ficción


son los parásitos extraterrestres que invaden a un anfitrión humano,
forzándolo a hacer lo que le ordenen mientras se multiplican y se
diseminan en otros desventurados terrícolas. Sin embargo, la noción
de que un parásito puede alterar el comportamiento de otro organis­
mo no es mera ficción. El fenómeno no es ni siquiera escaso. Sólo se
necesita mirar un lago, un campo, o un bosque para encontrarlo
(Moore 1984, pág. 82).

Miremos un lago típico y podemos ver al Gammarus y otros ma­


riscos de “agua dulce”, estrictamente no camarones sino crustáceos
anfípodos. El comportamiento de estos anfípodos cambia rápida­
mente cuando tienen parásitos. Entre esos parásitos se encuentran
tres tipos de acantocéfalos o “lombrices con espinas en la cabeza” :
Polimorphus paradoxus, P. marilis y Coryrosoma constrictum (Bethel
y Holmes 1 9 7 3 , 1 9 7 4 , 1 9 7 7 ; véase también Dawkins 1 9 9 0 , Holmes y
Bethel 1 9 7 2 ; Moore 1 9 8 4 , págs. 8 2 - 5 , 8 9 , Moore 1 9 8 4 a; Moore y
92
DEL ORGANISMO AL GEN

La arquitectura de los tilonorrincos


Los cuerpos de los pájaros son fenotipos. Los nidos y emparrados de los
pájaros se pueden considerar fenotipos extendidos. Las construcciones de
los tilonorrincos machos van desde desbroces con pocos ornamentos hasta
enramados con decoraciones complejas. Estas construcciones son tan
características de una especie de pájaros como su propio cuerpo.

Gotelli 1 9 9 0 ). Los anfípodos no infectados se alejan de la luz y evitan


la superficie del agua. Si los perturban, de inmediato se sumergen,
desapareciendo en las turbias profundidades y ocultándose bajo la
seguridad del pantano. Cuando están parasitados, empero, se vuelven
menos evasivos y más inquietos. Y si están infestados de P. paradoxus
se mueven hacia la luz de la superficie y al tocarlos se encierran te­
nazmente en la vegetación o en cualquier otra cosa que los haya
perturbado, o, si no logran aferrarse a nada, nadan en la superficie
del lago, creando un disturbio conspicuo hasta que encuentran algún
objeto al cual agarrarse; todo esto los convierte en blanco fácil de
depredadores que se alimentan de seres que se encuentran en la su­
perficie, en particular los ánades, los castores y las ratas almizcleras.
Los anfípodos infestados con P. marilis se mueven hacia la luz, pero

93
EL V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

W. D. Hamilton en 1986, en la Conferencia sobre estrategias óptimas y estruc­


tura social, en Kyoto.

no llegan hasta la superficie; se hacen más vulnerables a los patos que


se zambullen, coquineros notablemente inferiores. Y los anfípodos
que son anfitriones de C. constrictum se mueven hacia la luz de la
superficie; allí más de la mitad se zambullen al ser perturbados y los
otros se mantienen en el lugar, para ser presa tanto de los patos que
se sumergen y de los que se alimentan de seres en la superficie. ¿A qué
se debe este comportamiento suicida? ¿Y por qué cometer suicidio
de tres modos diferentes? Hay una clave ominosa: esos tres grupos de
depredadores son los próximos anfitriones en los ciclos de vida de

94
DEL ORGANISMO AL GEN

nuestras tres especies de acantocéfalos. Los ánades, los castores y las


ratas almizcleras son los anfitriones del P. Paradoxus, los coquineros,
del P. amarilis, y tanto los ánades como los coquineros, del C. constric-
tum. Hay una razón adicional: los anfípodos sufren sus imprevistos
cambios hasta que los invasores de cabezas espinosas están dispuestos
para seguir donde sus próximos anfitriones. Parece, entonces, que
los parásitos manipulan los cuerpos de sus anfitriones para sus pro­
pios fines adaptativos. El comportamiento de los anfípodos puede
ser considerado como el efecto fenotípico extendido de los genes
manipuladores de los gusanos.
“ ¿Por qué meter a los genes?”, podría uno preguntarse. “ ¿Por qué
no limitarse a decir que los acantocéfalos están manipulando a los
anfípodos?” Pero es que no he sido yo quien ha metido los genes en
esto, es la selección natural. Los genes tienen que estar involucrados
porque estamos hablando de adaptación darwinista. Lo que sucede
es simplemente que este efecto fenotípico de los genes se muestra (al
menos para nosotros) de modo tan patente en el comportamiento de
los anfípodos como en el de quienes los llevan, los gusanos de cabeza
espinosa. La manipulación fenotípica extendida no es de ninguna
manera monopolio de los parásitos. Veremos esto cuando examine­
mos la selección natural y el altruismo. Lo que importa aquí es cómo
difiere esta perspectiva de la del darwinismo de los primeros cien años.
El darwinismo clásico tiene que ver con la manera como las adapta­
ciones son ventajosas para quien las porta o para su descendencia.
Los fenotipos extendidos nos recuerdan que el darwinismo moderno
ha transformado aquella máxima: “el comportamiento de un animal
tiende a maximizar la supervivencia de los genes ‘para5este compor­
tamiento, estén éstos o no en el cuerpo del animal particular que lo
lleva a cabo” (Dawkins 1982, pág. 233).
Una vez que miramos la selección natural como algo que actúa
no sobre organismos individuales que son conjuntos armoniosos sino
sobre los efectos fenotípicos de sus genes, egoístas y manipuladores,
nos abrimos a la posibilidad de conflictos de intereses entre genes
que comparten un cuerpo. El darwinismo centrado en el organismo
daba la armonía por sentada. Al cuestionar esta presuposición, el
darwinismo moderno ha producido ideas que alguna vez hubieran
parecido completamente locas. Tomemos por ejemplo el fenómeno
de los genes bandoleros. Son éstos, genes que tienen efectos fenotí­
picos que favorecen su propia selección, pero que son deletéreos para
la mayor parte de los otros genes del genoma (la totalidad de los genes

95
E l V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

alojados en el organismo). Consideremos ahora el así llamado dis-


torsionador de segregación, un gen que tiene el efecto fenotípico de
influir sobre la meiosis (la división celular durante la formación de
las células sexuales), de manera que tiene más del 50% de las proba­
bilidades mendelianas de terminar en una célula sexual (esperma u
óvulo). Un gen que manipule la meiosis de este modo, siempre y cuan­
do todo lo demás sea igual, tenderá a verse favorecido por la selección
natural. También podría tener efectos fenotípicos que fueran en de­
trimento del resto de genoma. De hecho, es muy posible que los
tenga: la mayor parte de las mutaciones nuevas tienen efectos pleio-
trópicos, y la mayor parte de los efectos de las nuevas mutaciones son
deletéreos. En tal caso, un distorsionador de segregación sería ungen
bandolero, que se diseminaría a través de la población a pesar del
efecto dañino sobre otros genes.
í Nos hemos alejado mucho de la visión centrada en el organismo
; del darwinismo clásico, un darwinismo que trata de la supervivencia
| y reproducción de individuos. De hecho, al mirar hacia atrás uno se
maravilla de cómo un enfoque tan diferente del centrado en el gen
podía estar más o menos de acuerdo con éste en una gama tan amplia
de explicaciones. Al fin y al cabo el darwinismo no sigue esperando
que los intereses de todos los genes de un organismo coincidan. Y el
darwinismo centrado en el gen ha tenido un gran éxito pues ha re­
suelto problemas que anteriormente habían demostrado ser difíciles
de rastrear y abrió nuevos asuntos y maneras fructíferas de tratarlos.
Entonces, ¿cómo pudo una teoría centrada en el organismo, depen­
diente del planteamiento del interés del individuo, tener un éxito tan
grande durante tanto tiempo?
La respuesta, en pocas palabras, es que es una buena aproxima­
ción; aun para un gen egoísta, una estrategia exitosa tiene muchas
probabilidades de promover la supervivencia y reproducción del or­
ganismo que lo aloja.
Una gran parte del trabajo de la selección natural lo hace el indi­
viduo que se esfuerza por mantenerse vivo, dejar descendientes y
cuidar de ellos. Esto está lejos de caracterizar de modo adecuado la
gama completa de las actividades de la selección natural, pero sí cap­
ta más o menos bien una enorme porción de ellas. La supervivencia
del individuo no es asunto despreciable ni siquiera desde un punto
de vista centrado en el gen. Al fin y al cabo, aun si se considera el
organismo como nada más que el vehículo de sus genes, éste debe ser

96
DEL ORGANISMO AL GEN

bueno para la carretera. De manera que en el caso de los diversos


genes en un genoma, es probable que todos salgan beneficiados la
mayor parte del tiempo por la supervivencia del individuo. Y lo que
es más, los genes se seleccionan no en aislamiento sino contra el fondo
de los otros del mismo paquete (pool); así, hasta cierto punto son
seleccionados por su compatibilidad con los otros con los que com­
parten un cuerpo. De manera que, no obstante que haya saboteadores
como los genes bandoleros, en cuanto atañe a la supervivencia indi­
vidual, el darwinismo casi nunca necesita explicar tales conflictos de
interés. En cuanto a la reproducción, uno esperaría que la teoría clá­
sica se aproximara al punto de vista centrado en el gen porque en la
idea de reproducción hay implícita obviamente una idea relacionada
con el replicador. Al fin y al cabo, en poblaciones que se reproducen
sexualmente los organismos no reproducen facsímiles perfectos de sí
mismos. Más importante, ningún organismo, sexual o asexual, lo hace;
¿como podría hacerlo a menos que sus descendientes heredaran sus
características adquiridas? El darwinismo clásico reconoce que la
selección natural requiere de la reproducción, no de individuos idén­
ticos sino de características; no de un pájaro carpintero idéntico, sino
de su bien adaptado pico. En cuanto a cuidar de la descendencia, éste
es meramente un caso especial de lo que ahora se reconoce como un
principio más general de selección de parentesco, -e l principio de
que la selección natural puede favorecer el acto de un organismo que
presta ayuda a sus parientes-. En razón de que el cuidado parental es,
por mucho, el caso más común, el darwinismo clásico pudo com­
prender una gran porción de la esfera de la selección de parentesco,
aunque su aplicación fuera tan restringida.
En términos generales, hay buenas razones para esperar que del
egoísmo surja la armonía, individuos armoniosos de genes egoístas.
Todos los genes tienen que pasar a través del istmo de la reproducción.
Y esto engendra un interés común:

Si todos los replicadores “ supieran” que su única esperanza de


llegar a la nueva generación es por medio del cuello de botella orto­
doxo de la reproducción individual, todos tendrían los mismos “in­
tereses sinceros” : la supervivencia del cuerpo compartido hasta la
edad reproductiva, el cortejo exitoso y la reproducción del cuerpo
compartido, y un resultado exitoso de la empresa paterna del cuerpo
compartido. Un interés inteligente en sí mismo desanima el bandidaj e

97
EL V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

pues todos los replicadores tienen el mismo interés en la reproduc­


ción normal del mismo cuerpo compartido. (Dawkins 1982, págs.
134- 5)

Gran parte del tiempo, entonces, la idea del interés del individuo
y de su descendencia le dará una aproximación buena y trabajable al
punto de vista con la mira en el gen. Ésta es la razón por la cual, a
pesar de estar restringido a los organismos, el darwinismo clásico
pudo llegar tan impresionantemente lejos.

Estructuras para estrategas

Dos paseantes canadienses se sorprendieron al encontrar que un


oso gris venía tras ellos. De inmediato se echaron a correr, y el oso a
perseguirlos. De pronto, uno de ellos se detuvo, buscó frenético su
morral y se puso zapatillas especiales para correr. “No se te estará
ocurriendo pensar que vas a poder correr más rápido que el oso -dijo,
jadeando, su atónito compañero- No, pero me ayudará a ganarte a
ti, -fue la réplica del otro.”
El corredor que tiene el verdadero espíritu de estratega darwinista
moderno piensa en respuestas comportamentales, no solamente en
la habilidad para correr; evalúa los costos de hacer una pausa para
cambiarse, contra los beneficios de correr con más velocidad; consi­
dera una gama de estrategias y escoge una de ellas; decide sobre una
estrategia a la luz no sólo de cómo actúa el oso sino de lo que los otros
como él hacen, y selecciona una estrategia qué es “egoísta”, y que lo
beneficia, independientemente del costo para los demás.
El desarrollo del pensamiento estratégico ha dado dos giros muy
importantes a partir del darwinismo clásico: el primero, un punto d e«
vista de las adaptaciones más consciente de sus costos y menos alegre
sobre sus beneficios, y, segundo, un énfasis mayor en el comportamien­
to, en particular el social. Los estrategas en este caso, por supuesto,
no son corredores, ni corceles o canarios: son genes.
Comencemos con la transformación en la manera de ver las adap­
taciones. El darwinismo clásico está muy bien afinado para detectar
las ventajas de las adaptaciones, pero más bien mal para tener en cuen­
ta sus costos. El darwinismo moderno es más consciente de los costos
y menos de los beneficios de las adaptaciones; es más rápido para
apreciar los sacrificios con que se producen adaptaciones y adopta
una visión más atenuada y menos alegre de los beneficios adaptativos.
98
ESTRUCTURAS PARA ESTRATEGAS

Hoy en día se piensa que la selección natural escudriña una gama


de posibilidades y escoge la opción óptima dentro de las limitaciones
dadas. Los costos vienen incorporados, como, parte de la selección
final, porque adaptación implica trueque; ella resulta de un balance
entre exigencias competitivas y por éstas hay que pagar un costo. Los
costos incluyen gasto de materiales, energía y tiempo, otros cambios
en el organismo, costos de oportunidad y quizás una degradación
del ambiente. De modo que una adaptación trae pérdidas detrás de
sí. El darwinismo clásico miraba las adaptaciones más como benefi­
cios perfectos que como un compromiso entre sus ventajas y desven­
tajas. Esto ciertamente incorporaba algunos aspectos del punto de
vista moderno, en particular la idea de que las adaptaciones tienen
“consecuencias no buscadas” ; hemos mostrado que Darwin hizo ano­
taciones sobre las correlaciones de crecimiento. Sin embargo, por lo
general, no daba buena cuenta del precio que debían pagar las adap­
taciones; los costos eran a menudo subestimados, se consideraban
naturales más que deletéreos, o se pasaban por alto. En síntesis, para
el darwinismo moderno los costos de la adaptación son inevitables;
para el clásico son incidentales.
El fracaso del darwinismo clásico en hacer justicia a los costos fue
quizás un legado de la manera de pensar del creacionismo utilitarista,
que veía la naturaleza como algo en esencia benigno y se concentraba
en los aspectos benéficos de las adaptaciones. Aunque con la llegada
del darwinismo la lucha se convirtió en lo más importante y la natu­
raleza se consideraba más despiadada, seguía teniendo rezagos déla
insistencia del creacionismo utilitarista en ver las adaptaciones como
un bien puro. De tiempo en tiempo las acusaciones de panglossianis-
mo vuelan por los alrededores de los cuarteles darwinistas. En buena
medida están fuera de lugar. Pero sobre la cuestión de los costos po­
drían haber sido ciertos. El darwinismo clásico no exhibía la tenden­
cia del doctor Pangloss de ver la perfección en todas las cosas, pero sí
algo de su optimismo, su incapacidad de verles el lado malo.
Esto se traerá a colación en el análisis de la selección sexual y el
altruismo. Aquí voy a tomar sólo un ejemplo. Es más sorprendente
porque parece a primera vista ser más un contraejemplo. Es el tra­
tamiento del darwinismo clásico de las adaptaciones “ imperfectas”.
Hemos visto que los primeros darwinistas se sentían muy tentados a
hacer énfasis sobre las imperfecciones aparentes de las adaptaciones,
como evidencia contra el diseño consciente y a favor del funciona­
miento un poco torpe de la selección natural. Tal énfasis parece tener

99
EL, V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

poco que ver con el fracaso en apreciar los costos. Pero Darwin y sus
contemporáneos se preocupaban más por lo inadaptativo que re­
sultaban estas características que con la manera como la selección
natural, a pesar de ello, se las arreglaba para mantener los libros de
contabilidad balanceados. Para sostener que una característica es adap-
taüva uno debe sugerir cómo podrían los beneficios ser mayores que
los costos. Pero para argumentar que un rasgo es imperfecto uno se
puede limitar a catalogar las imperfecciones, sin sujetarlas a ningún
análisis de costo-beneficio. Una adaptación imperfecta se veía como
algo que le quedaba corto a un ideal, no como algo que incurría en
costos debido a esta imperfección.
Consideremos, por ejemplo, la manera como veían los primeros
darwinistas las adaptaciones que no tenían un comportamiento
uniforme. Un comportamiento variado en su ejecución o en los resul­
tados se consideraba candidato perfecto para el tratamiento imper­
feccionista. A menudo se explicaba por ejemplo como una adaptación
para una respuesta unificada que había evolucionado imperfectamente,
o como una regresión casual hacia hábitos ancestrales, o como una
variación individual no importante.
Tomemos el análisis de Darwin de los hábitos, aparentemente
erráticos, de poner huevos de las “avestruces” (fiandús) y de los garra-
pateros (Molothrus bonariensis) (Darwin 1859, pág. 218; Peckham 1959,
págs. 395-6). Trata de mostrar una graduación en el parasitismo de
los ñandús -en un extremo-, pasando por los garrapateros, hasta
llegar a los instintos parasitarios muy aguzados del cucú europeo
(Peckham 1959, págs. 390-6). Éste es un procedimiento darwinista
normal; tales graduaciones proporcionan modelos de cómo podría
haber actuado la selección natural. Pero es la “ imperfección” desple­
gadas lo largo de esta graduación lo que más interesa a Darwin, por­
que indica que el diseño deliberado no estaba en acción. Los hábitos
de los garrapateros están “lejos de ser perfectos” dice (Peckham 1959,
pág. 395). Ponen éstos sus huevos en nidos ajenos, en números tan
grandes que la mayoría tienen que perderse porque los botan en terre­
no desnudo; y algunas veces empiezan a construir nidos muy inade­
cuados, que no completan ni usan. Tal imperfección, dice Darwin
encantado, es suficiente pára convertir en evolucionista a cualquier
creacionista: “el señor Hudson es un aguerrido opositor de la evolu­
ción, pero parece estar tan impresionado por los instintos imperfectos
del Molothrus bonariensis que cita mis palabras y pregunta, ‘¿debemos
considerar estos hábitos no como instintos creados o de los que fue­
100
ESTRUCTURAS PARA ESTRATEGAS

ron especialmente dotados, sino como pequeñas consecuencias de


una ley general, a saber, la transición?’ ” (Peckham 1959, pág. 396).
Más que tratar de mostrar cómo compensa la selección natural los
daños, Darwin se regocija en desecharlos como una imperfección
indigna de un diseñador. El comportamiento del ñandú es igualmente
desorganizado e irregular. Varias hembras ponen los huevos en un
solo nido, una adaptación, dice Darwin, para manejar el hecho de
que ponen un gran número de huevos con dos o tres días de intervalo
entre cada uno, lo que haría que la incubación y el cuidado de las
crías en un sólo nido fuera difícil. “ Sin embargo, este instinto..., como
en el caso del Molothrus bonariensis, todavía no ha sido perfeccionado;
porque un sorprendente número de huevos quedan regados por toda
la planicie, de manera que en un día de caza recogí no menos de
veinte huevos perdidos y derrochados” (Peckham 1959, pág. 396; el
subrayado es mío). De nuevo, está más interesado en la evidencia de
imperfección que en explicar cómo la selección natural podía permi­
tir que el ñandú se desarrollara con hábitos reproductivos tan descui­
dados. Dicho sea de paso, todo este análisis se da en El origen bajo el
título de “ instinto”, sección que uno podía esperar produjera la cose­
cha más rica de pensamiento estratégico.
No debe tenerse la impresión de que el comportamiento variado
o la estructura fueran siempre tratados como meras imperfecciones.
Aunque necesitaba anotarse puntos imperfeccionistas contra el dise­
ño, Darwin necesitaba explicar aún más las variaciones del modo
adaptativo, y al encontrar demasiadas adaptaciones imperfectas
podía llegar peligrosamente cerca de meterse un autogol. Después de
todo, perder un huevo puede considerarse mala suerte, pero perder
muchos podría verse como descuido, más descuido del que la selección
natural toleraría. De manera que la variabilidad también se explicaba
de modo adaptativo. Veremos en el análisis del altruismo, por ejemplo,
que Darwin perseveró en la búsqueda de propósitos adaptativos donde
antiguamente se creía que no los había, en el dimorfismo (dos formas
diferentes) desplegado por algunas plantas. Pero no hay duda de que
los darwinistas tempranos tenían más interés en aprovechar la “im­
perfección” del comportamiento variado que explicarla adaptativa-
mente.
En contraste, el darwinismo moderno no sólo no explica la va­
riabilidad como un desliz de la selección natural, sino que insiste en
que ésta se puede esperar con frecuencia. Los darwinistas le han diri­
gido recientemente otra mirada al avestruz (esta vez al verdadero aves­
101
EL V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

truz africano, Struthio camelas, que se comporta de la misma manera)


(Bertram 1979,1979a). Los aparentemente alegres hábitos de poner
huevos ya no se ven sólo como una adaptación comportamental im­
perfectamente ejecutada, sino como una selección para comporta­
miento variado. Hay una variedad de maneras de cuidar los huevos;
tanto empollarlos (los propios y los ajenos), como no hacerlo, tiene
costos y beneficios. Los huevos ajenos pueden servir como amorti­
guador contra la depredación de los propios, por ejemplo; a una
hembra sin macho que le ayude a cuidar sus huevos puede irle mejor
si encarga la incubación a una hembra apareada, a pesar del riesgo de
que la madre putativa acabe por botar los otros en favor de los propios;
los costos de construir un nido podrían ser mayores que las desven­
tajas de que otras madres incubaran los huevos propios. El resultado
es un destino mixto para los huevos: algunos se empollan, otros pe­
recen. Cuando el darwinismo clásico mira un conjunto de huevos
dañados y empollados ve más que todo un instinto imperfecto que
apunta a la ausencia de diseño consciente. Para los darwinistas mo­
dernos, la misma mezcla es el resultado de una selección para tácticas
mixtas.
Un segundo caso en el que los darwinistas se aferraban a las im­
perfecciones pero subestimában los costos era el del ojo. En su afán
de no ser panglossianos, los darwinistas se sentían muy tristes por su
aparente perfección; Darwin confesaba que en una época este pensa­
miento le producía escalofrío (Darwin, F. 1887, ii, págs. 273,296). Y es
comprensible. Su ingeniería precisa parecía apoyar la doctrina del
creacionismo utilitarista de un gran diseñador óptico mucho más
que la presuposición darwinista de un trabajo torpe ad hoc. Los
darwinistas estaban ansiosos de aprovechar cualquier evidencia de
que el ojo no era un instrumento óptico perfecto. Por fortuna la
ayuda no pudo haber llegado de fuente más distinguida que el
renombrado fisiólogo y físico Helmholtz, quien llegó al rescate de
Darwin justo a tiempo de la segunda edición de El origen del hombre:

No tenemos... derecho a esperar la perfección absoluta... en una


presa modificada a través de la selección natural... Por ejemplo, en
ese maravilloso órgano, el ojo humano. Y sabemos que Helmholtz, la
mayor autoridad de Europa sobre el tema, dijo acerca del ojo humano
que si un óptico le hubiera vendido un instrumento hecho de forma
tan descuidada, él se habría sentido completamente justificado para

102
ESTRUCTURAS PARA ESTRATEGAS

devolverlo (Darwin 1871, segunda edición., págs. 671-2; véase tam­


bién 1859, pág. 202).

Los darwinistas, entonces, se apresuraban a ver no sólo las ventajas


sino también las imperfecciones del ojo. Sin embargo, se demoraban
para ver sus costos posibles. Tomemos por ejemplo la explicación de
Darwin de por qué los ojos de algunas criaturas que se entierran,
como los topos, son rudimentarios o están cubiertos por piel y cuero
(Darwin 1859, pág. 137). Darwin acepta que sus ojos estarían sujetos a
frecuentes inflamaciones. Y concede que la selección natural podría
haber tenido algún papel en desarrollar la protección. Sin embargo,
siente él, que el daño no sería tan grave como para que la selección
natural llegara hasta cubrir los ojos. Y concluye que es el efecto here­
dado de la reducción gradual por desuso, un mecanismo lamarckiano,
el mayor responsable. Desde su punto de vista los ojos de estas cria­
turas no son tanto desventajosos y costosos como subutilizados y
neutrales. Dicho sea de paso, sólo cuando los lamarckistas, al avanzar
el siglo, trataron de explotar este caso, los darwinistas fueron obliga­
dos a ver que los efectos deletéreos podrían haber sido suficientes
para que la selección natural hubiera actuado sola (véase v. gr. Wallace
1893, págs. 655-6).
Al tiempo que es más consciente de los costos que el pensamiento
clásico, el darwinismo moderno mira también las adaptaciones en
una óptica menos benéfica. De acuerdo con el darwinismo clásico
una adaptación es una característica que ha sido seleccionada porque
es buena para quien la porta o para su descendencia. El darwinismo
moderno desafia esta caritativa presuposición.
En un enfoque basado en el gen, no sólo son páralos organismos
sino para los genes para quienes las adaptaciones son “buenas”. El
portador de una característica, lejos de ser el beneficiario, puede ser
el sujeto de una manipulación egoísta por un gen de otro organismo.
De hecho, como lo aprendemos de los genes bandoleros, puede no
haber ningún organismo a quien se esté beneficiando.
Y lo que es más, la idea misma del beneficio ha cambiado. Habre­
mos de ver esto cuando examinemos las explicaciones modernas de
la selección sexual. Aquí tomaré el ejemplo de la estrategia evolutiva­
mente estable (EEE). La EEE es un concepto central en la teoría de
juego evolucionista, teoría que ha tomado en préstamo los principios
de la teoría matemática de los juegos y la aplica con enorme éxito a

103
E L V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

los problemas de la evolución. Imaginemos un conjunto de estrategias


disponibles para el individuo en una población; pensemos, en otras
palabras, que hay “genes a favor” de una cierta gama específica de
modelos de comportamiento alternativos. Por ejemplo, podría haber
un conjunto de decisiones de cuándo embestir y cuándo rendirse y
batirse en retirada. (Éstas no son, por supuesto, decisiones conscien­
tes; estamos hablando de genes que tienen el efecto fenotípico de
hacer que un organismo actúe como si hubiese decidido actuar de
aquella manera). Podemos considerar este conjunto estratégico como
algo que constituye un juego evolutivo. Una EEE es una “solución”
en el sentido de que es una estrategia que no se puede invadir, una
estrategia que, si en un momento dado es adoptada por la mayor
parte de la población, entonces la selección natural la favorecerá
sobre cualquier otra estrategia disponible (a aquellos que siempre la
han adoptado les irá mejor que a aquellos que no). Una manera
intuitivamente clara (aunque no precisa) de pensar en la EEE es en
una estrategia que le va bien contra sí misma. Esto se debe a que a lo
largo del tiempo de evolución cualquier estrategia exitosa proliferará
en la población. Así pues, tarde o temprano a quien esta estrategia se
encontrará con más frecuencia será a ella misma. Entonces, para que
no pueda ser invadida, le tiene que ir bien al encontrarse consigo
misma. Con el concepto de EEE se da un giro crucial en el énfasis.
Tradicionalmente la pregunta más importante acerca de la adapta­
ción era: ¿qué beneficios confiere?, pero la teoría evolutiva del juego
le da igual importancia a la pregunta: ¿es evolutivamente estable? y
puede ir más allá, dando al traste con la misma noción de “beneficio”.
Miremos el juego hipotético del “escorpión” (Dawkins 1980, págs.
336-7). Bajo las condiciones especificadas para este juego, una estra­
tegia de intentar picar al asesino letalmente con nuestro propio último
aliento podría convertirse en una EEE. Sin embargo, su comporta­
miento no es benéfico en ninguno de los sentidos que el darwinismo
clásico reconocería.

En cuanto atañe a su éxito genético o de supervivencia, la


retaliación no tiene sentido para el retaliador como individuo. Una
vez que ha sido picado está condenado. Vengarse picando no le hace
ningún bien. Sin embargo, la retaliación es la estrategia dominante...
porque es la EEE. Estamos acabando con la idea de que el comporta­
miento animal debe ser necesariamente interpretado en términos de

104
ESTRUCTURAS PARA ESTRATEGAS

beneficio individual. ¿Por qué se vengan los escorpiones? N o porque


el hacerlo beneficie su salud intrínseca para hacerlo, porque no lo
hace. Los escorpiones se vengan porque... [la estrategia] retaliadora
es la EEE (Dawkins 1980, pág. 336).

Ahora veamos el segundo modo en el cual el darwinismo clásico


está menos estratégicamente centrado que su contraparte moderna:
su concentración es en la estructura y hay un descuido relativo del
comportamiento, en particular del comportamiento social. Esto pa­
rece ir en contravía de la impresión común que existe sobre el propio
trabajo de Darwin. ¿No nos han dicho a menudo que fundó no sólo
la ecología (v. gr. Bowler 1984, págs. 151-2; Coleman 1971, págs. 15,57;
de Beer 1971, pág. 571; Ghiselin 1974, pág. 26; Kimler 1983, pág. 112;
Manier 1978, págs. 82-3; Ospovat 1981) sino también la etología (v. gr.
Lorenz 1965, págs. xi-xii; Mayr 1982, pág. 120; Ruse 198, pág. 189)?
Es cierto que los escritos de Darwin siempre están atentos a la
idea de que el mundo orgánico es en términos generales la parte más
importante del entorno de un organismo. Darwin hace repetido én­
fasis en que, excepto en ambientes extremadamente inorgánicos, los
demás organismos son fuerzas selectivas más significantes que el
clima o la topografía (v. gr. Darwin 1859, págs. 68-9,350,487-8). En­
tonces, los seres orgánicos no están meramente adaptados al medio
inorgánico, sino coadaptados el uno al otro. Y por cierto, ve el mundo
orgánico como algo bien entrelazado, un mundo en el cual incluso
un pequeño cambio en un organismo puede tener consecuencias de
largo alcance. Tomemos el ejemplo de la semilla con plumillas una
vez más. Ella está adaptada al viento, pero como respuesta a otras
plantas:

la estructura de todos los cuerpos orgánicos está relacionada de


manera más esencial, pero a menudo más oculta, con todos los otros
seres orgánicos con los que compite por comida o habitación, que de
los que debe escapar, o de los cuales es depredador. Esto es obvio en
la estructura de los dientes y las garras del tigre y de las patas y garras
de los parásitos que se aferran al cabello del cuerpo del tigre. Pero en
la hermosa semilla con plumillas, del diente de león..., la relación
parece al comienzo confinada al [elemento]... del aire... Sin embar­
go, la ventaja de la semilla con plumillas sin duda alguna se relaciona
estrechamente con el hecho de que la tierra ya está cubierta palmo a

105
EL V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

palmo por otras plantas; así, las semillas deben viajar grandes dis­
tancias para caer en terrero no ocupado (Darwin 1859, pág. 77).

Tales percepciones no son poco comunes en los escritos de Darwin, e


indican que en el darwinismo moderno no hay un rompimiento ra­
dical con las ideas clásicas; los elementos del pensamiento moderno
ya estaban allí. De hecho, se pueden encontrar hasta un grado mayor
en las propias contribuciones de Darwin que en el trabajo de muchos
de sus sucesores. Sin embargo, habremos de ver que Darwin no les
hizo justicia a estas percepciones.
No se debe subestimar la importancia de una razón obvia y mun­
dana por la que, hasta hace muy poco, la estructura se estudiaba con
más intensidad que el comportamiento: los a menudo formidables
obstáculos prácticos para observar de manera sistemática y registrar
lo que los animales (y las plantas) hacen. Aún hoy en día no es poco
común encontrar cuestiones etológicas que han permanecido sin res­
puesta, más por razones prácticas que teóricas, cuando las preguntas
acerca de la estructura de esos mismos organismos hace mucho que
han sido resueltas.
Tengamos presente también la evidencia de que en sus etapas
primitivas el darwinismo trató de dar cuenta de un legado de histo­
ria natural predarwinista que estaba dedicado al detalle estructural y
en gran medida ignoraba el comportamiento. Ambas escuelas de
pensamiento predarwinistas, el utilitarismo creacionista y el idealista
se concentraban en la estructura más bien que en el comportamiento
de los organismos, si bien por diferentes razones. Para los creacionistas
utilitaristas la preocupación por la estructura surgía de su búsqueda
de perfección. El mundo orgánico está lleno de estructuras construidas
con base en las especificaciones de un diestro artesano. El comporta­
miento, sin embargo, a menos tal vez que sea altamente estereotipado
o como resultado de artefactos “perfectos” tales como la telaraña o el
nido, a primera vista parece menos ordenado y menos susceptible de
una interpretación precisa. No es sorprendente encontrar que Paley
se sumergiera en la anatomía para buscar sus ilustraciones favoritas.
Los idealistas se concentraban en la estructura pues, para ellos, la tarea
más importante era rastrear las variaciones sobre los tipos ideales,
variaciones en las estructuras fundamentales. Darwin, por supuesto,
logró liberarse de ambas tradiciones. No obstante, éstas proporcio­
naban la mayor parte de la evidencia que la teoría darwinista mane­
jaba en sus albores.
106
ESTRUCTURAS PARA ESTRATEGAS

Los puntos de vista predarwinistas con respecto al comportamiento


caen en dos tradiciones divididas de modo tajante (Richards 1979,
1982). Por un lado estaban las escuelas de pensamiento cartesianas y
aristotélicas, que sostenían que el comportamiento humano es gober­
nado por la razón y el de todas las demás criaturas por instintos
inflexibles. Por otra parte, estaba la tradición de las impresiones,
originada en Locke, que le quita poder a lo innato y hace énfasis en el
papel de la razón y la experiencia en todo comportamiento humano
y no humano, igual. Es lógico que el darwinismo no pudiera encajar
con facilidad en ninguno de estos puntos de vista. Veremos en detalle
los alcances del darwinismo, así como sus errores, cuando lleguemos
al planteamiento del altruismo humano. Por ahora, lo más revelador
es cómo trataron los darwinistas del siglo x ix el asunto de la conti­
nuidad entre los humanos y otros animales. Porque, hasta cuando
estudiaban el comportamiento, su preocupación con este asunto no
los dejaba analizar los aspectos sociales.
El darwinismo, obviamente, no está obligado a sostener que exis­
ten continuidades en todos los frentes. De hecho, como veremos
cuando lleguemos al altruismo humano, hay excelentes razones
darwinistas por las cuales es probable que un programa tan vasto sea
ingenuo. Sin embargo, en los primeros días del darwinismo, el plan­
teamiento de supuestas discontinuidades entre humanos y otros
seres vivos era una maniobra típicamente antidarwinista. Derrotarlo
en tantos frentes como fuera posible le agregaría plausibilidad a la
causa darwinista. De modo que en el siglo xix, los dos estudios darwi­
nistas pioneros del comportamiento, por muchas décadas los trabajos
clásicos sobre el tema, estaban dedicados sobre todo a esgrimir argu­
mentos contra el planteamiento de que hay brechas grandes éntrelos
humanos y otros animales. Estos trabajos son la The Descent of Man
[El origen del hombre] (1861) y The Expression oftheEmotionsinMan
and Animáis [La expresión de las emociones en el hombre y en los anima­
les], de Darwin (1872). Se podría esperar que el interés en los huma­
nos, lejos de desenfocarlo del comportamiento social, lo traería a escena.
Pero vamos a ver cómo éste llevó a Darwin, en su lugar, a concentrarse
en dos áreas: los estados mentales y sentimientos de otros animales
y las explicaciones no adaptativas de características peculiarmente
humanas.
Tomemos como primera medida El origen del hombre, la obra
en la que Darwin trata de manera más extensa el comportamiento
social. Su interés principal al analizarlo, como veremos al tratar el
107
EL V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

altruismo humano, es establecer la continuidad entre los “poderes


mentales” humanos y aquéllos de los demás animales. Su blanco par­
ticulares nuestro sentido de lo moral, porque esto era, según se pen­
saba comúnmente, lo que constituía la brecha más grande entre los
humanos y todos los demás animales. Darwin se dedicó a demostrar
que la conciencia moral humana, al parecer diferente, tiene sus bases
evolutivas en la sociabilidad animal. Así pues, la mayor parte de su
evidencia del comportamiento social en otros animales surge como
parte de su comparación entre sus poderes mentales y los nuestros
(1871, págs. 34-106). Y aunque nos ofrece una rica panoplia de anéc­
dotas comportamentales -elefantes mentirosos, caballos malhumo­
rados, monos vengativos, hormigas juguetonas, perros celosos, ve­
nados inquisidores, lobos competitivos, gatos atentos y pájaros ima­
ginativos- lo que en realidad le preocupa no es el comportamiento
sino los sentimientos que lo acompañan. Por ejemplo, nos dice que
los elefantes obran como señuelos, pero su interés no está en las ven­
tajas adaptativas de su estratagema sino en si saben que están practi­
cando un engaño (1871, segunda edición, págs. 104-5). Él relata la his­
toria de un mandril hembra que adoptaba monos jóvenes de otras
especies y aun perros y gatos; esto parece un comportamiento curio­
samente no adaptativo, pero el único comentario que hace es sobre
su generoso corazón (1871, i, pág. 41). En la sección específica dedica­
da al comportamiento social (1871, i, págs. 74-84) su interés recae de
nuevo en las facultades mentales que lo acompañan y se asocian con
él -los “instintos sociales”- más que en el comportamiento mismo.
El amor, la compasión y el placer, entonces, reciben mucha más aten­
ción que las llamadas de advertencia, la división del trabajo o la de­
fensa mutua. El examen del comportamiento social se sumerge bajo
una oleada de consideraciones emocionales, mentales y morales.
Ahora bien, esto no habla mal del método de Darwin. De hecho,
veremos en el análisis del altruismo humano que, en lo que atañe a
los humanos, sin darse cuenta dio en el blanco en un método muy
fructífero. Se trata de la psicología evolucionista, método que apenas
ahora está comenzando a apreciarse, después de hibernar durante
muchos años. Pero, en lo que no tuviera que ver con los humanos, el
estudio del comportamiento sufrió.
Se podría esperar que La expresión de las emociones en el hombre y
en los animales tuviera más que decir sobre las adaptaciones sociales.
Al fin y al cabo los usos que se pueden hacer de las expresiones de

108
ESTRUCTURAS PARA ESTRATEGAS

emoción -información, engaño, manipulación- ciertamente tienen


que ver con nuestros colegas humanos. Pero, una vez más, el interés
de Darwin en demostrar que los humanos no somos únicos lo llevaba
a otra parte. Su objetivo particular en este caso es el punto de vista
separatista de los creacionistas de que los medios de expresión humana
son una “provisión especial” (1872, pág. 10) creada sólo para comunicar
emoción y que no se encontraba en otros animales (1871, i, pág. 5;
Darwin, F. 1887, iii, pág. 96). Dicho sea de paso, el argumento de la
“provisión especial” era una aplicación del procedimiento del
creacionismo utilitarista de considerar cada adaptación como algo
que sirve para un propósito particular (véase v. gr. Ospovat 1980, págs.
188-9); en este caso tenía lo que para los creacionistas utilitaristas era
el deseable efecto de separar a los seres humanos de las otras criaturas.
Darwin emprende la tarea, que considera prioritaria, de demostrar
que aunque los rasgos humanos -los músculos faciales, por ejemplo-
ahora sirven como modos de expresión, en un comienzo tenían
funciones bastante diferentes. Con esto en mente, se dedica a inves­
tigar de manera metódica las bases fisiológicas de la expresión emo­
cional, la materia prima a disposición de la selección natural. Y esto
es a lo que la mayor parte de su argumentación se dedica. Casi no
toca la etapa siguiente, la manera como la selección natural ha orga­
nizado el material que va a usar, salvo un breve análisis de los modos
de expresión de los animales (1872, págs. 83-145). El libro trata menos
de la expresión adaptativa de las emociones que de las venas, los
nervios y los músculos.
Y lo que es más, aún cuando Darwin podría haber analizado tal
adaptación, se concentra en argumentar que las características no
han sido especialmente creadas para su uso expresivo. Así, aunque
concede que sí expresan emociones, a menudo niega que hayan su­
frido cualquier modificación sólo con el propósito de la expresión.
Acepta, por ejemplo, que la expresión facial intensifica el poder
comunicativo del lenguaje, pero sostiene que no hay un solo músculo
que haya sido adaptado especialmente para esta función (1872, pág.
354). En algunos casos, inclusive, niega cualquier función adaptativa
de cualquier clase. Sonrojarse, por ejemplo, de acuerdo con los crea­
cionistas, es una provisión especial para la expresión. Darwin niega
de plano que tenga uso de ninguna clase, incluso en la selección sexual
(1872, págs. 336-7). La expresión de la risa tampoco tiene “propósito”
distinto que la ventaja fisiológica de gastar energía nerviosa superflua

109
EL V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

John Maynard Smith en 1984, en su escritorio en la Universidad de Sussex.

110
ESTRUCTURAS PARA ESTRATEGAS

(1872, págs. 196-9), aunque, como los etólogos modernos (y. gr.
Charlesworth y Kreutzer 1973, págs. 108-10), Darwin lo ve como algo
que se desarrolla en un contexto social.
Así, aunque Darwin de ninguna manera ignoró el comportamiento,
incluso el social, su punto de vista y el de sus contemporáneos estaba
sesgado. Las raíces de su prejuicio están arraigadas en el siglo xix,
pero su influencia llegó lejos. Aún en 1960 todavía podía sostenerse
que “el estudio del comportamiento [es un área vasta de la biología
moderna]... en la cual la aplicación de los principios evolucionistas
están aún en la etapa más elemental” (Mayr 1963, pág. 9).
Girar desde esta “etapa elemental” hasta el darwinismo de hoy es
encontrar, más que cualquier otra cosa, un mundo en el que los or­
ganismos son seres sociales. Para el darwinismo clásico... las fuerzas
selectivas paradigmáticas, aparte de las presiones inorgánicas, eran
las relaciones de miembros de una especie y otra, tales como la presa
y el depredador o el parásito y el anfitrión.
Un organismo darwinista moderno habita un mundo en el que
el éxito de su comportamiento bien puede depender críticamente de
la frecuencia relativa de su propio tipo de comportamiento en la po­
blación a la cual pertenece (su especie, por ejemplo, o su sexo; su
grupo para alimentarse o su nido): si el éxito depende de ser el más
escaso de los dos tipos, entonces la selección mantendrá, de modo
automático, la variabilidad. Esto se conoce como selección dependien­
te de la frecuencia. Es sobre todo la teoría del juego evolucionista la
que ha proporcionado el modo de tratar con los asuntos que dependen
de la frecuencia. Cuando el éxito no se afecta de modo significativo
por el comportamiento de los demás, entonces una adaptación se
puede considerar simplemente como optimización. Cuando la de­
pendencia de la frecuencia entra en escena, como sucede a menudo
con el comportamiento social, es más probable que la herramienta
apropiada sea la teoría del juego. Es John Maynard Smith, el distin­
guido genetista y evolucionista quien, más que cualquier otro] ha sido
responsable del desarrollo de la teoría del juego evolucionista. Así com­
para él las condiciones bajo las cuales la teoría de la optimización se
puede usar con condiciones que hagan necesario el análisis de la teoría
de los juegos.

La teoría del juego evolucionista es una manera de pensar en la


evolución a nivel fenotípico cuando la aptitud de los fenotipos parti­
culares depende de sus frecuencias en una población. Comparemos,

111
EL V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

por ejemplo, la evolución del ala de las aves que se elevan alto y la del
comportamiento de dispersión de estas mismas aves. Para entender
el ala a partir de esto sería necesario saber acerca de las condiciones
atmosféricas en las que viven y sobre la manera como las fuerzas
ascendentes y descendentes varían con la forma del ala. También
habría que tener en cuenta las limitaciones impuestas por el hecho
de que las alas de los pájaros son de plumas, pues las limitaciones
serían diferentes para un murciélago o un pterosauro. No sería nece­
sario, empero, tener en cuenta el comportamiento de otros miem­
bros de la población. Por el contrario, la evolución de la dispersión
depende críticamente de cómo se están comportando otras especies
coespecíficas, porque ésta dispersión tiene que ver con encontrar la
pareja adecuada, evitar competencia por los recursos, protegerse en
grupo contra los depredadores y así sucesivamente.
En el caso de la forma del ala, entonces, queremos entender por
qué la selección ha favorecido los fenotipos particulares. La herra­
mienta matemática apropiada es la teoría de la optimización. Estamos
frente al problema de decidir qué características particulares... con­
tribuyen a que el animal sea apto, pero no con las dificultades espe­
ciales que surgen cuando el éxito depende de lo que los demás hacen.
Es en este último contexto en donde la teoría del juego se vuelve im­
portante (Maynard Smith 1982, p ág.i).

Aunque el comportamiento social ha sido obviamente el área


principal de aplicación, la teoría del juego es en principio aplicable
también a la estructura, color, modelos de desarrollo, etc. Tener un
pico de cierta forma podría ser una característica dependiente dé la
frecuencia o una característica social tanto como pasar por alto la
reproducción y ayudar en el nido con los hermanos. Aun la forma del
ala podría estar sujeta a una selección dependiente de la frecuencia:
pensemos en un conductor de autos de carrera que tiene una manera
de solucionar los torbellinos, o las ventajas de una habilidad poco
común para volar, cuando los depredadores han ajustado sus tácticas
al promedio. Y también tenemos por ejemplo el crecimiento de una
planta:

El modelo óptimo de crecimiento de una planta depende de lo


que estén haciendo las vecinas. Una planta que crezca sola no gana­
ría nada, en semillas o en producción de polen, con el hecho de tener
un tronco fuerte y leñoso. Las hojas pueden ser seleccionadas tanto

112
ESTRUCTURAS PARA ESTRATEGAS

porque les dan sombra a sus competidoras como por la fotosíntesis.


En otras palabras, el análisis funcional del crecimiento de las plantas
es un problema de la teoría de los juegos, no de optimización
(Maynard Smith 1982, pág. 177).

El hecho de que el éxito de un pico, de un ala o de una planta sea


dependiente de la frecuencia nos plantea una vez más el asunto de
cómo pudo haber sido exitoso el darwinismo sin ningún análisis de
este tipo.
Bueno, al principio, como uno esperaría, dada la continuidad en­
tre los puntos de vista modernos y clásicos, las fuerzas intraespecíficas,
las sociales y las dependientes de la frecuencia, no se desconocían.
Un ejemplo importante es la teoría de la selección sexual; aunque,
como veremos, es bastante atípica del darwinismo clásico en varios
aspectos (y a propósito, no se aplica fácilmente al análisis teórico de
los juegos). Y hay otros ejemplos, tales como el caso de la imitación
en las mariposas, un triunfo explicativo temprano de la teoría darwi-
nista (Bates 1862; [Darwin] 1863; Wallace 1889, págs. 232-67,1891, págs.
34-90); se reconocía que el valor adaptativo de la imitación que hace
una mariposa buena para el paladar de las especies no buenas para el
paladar podía estar crucialmente afectado por las proporciones rela­
tivas de sus coespecíficas y por la especie imitada (v. gr. Wallace 1891,
págs. 58-60).
Segundo, la presuposición de que el medio no es estratégico püede
pensarse como un caso de limitación. Así, la teoría darwinista puede
andar un largo trecho sin un análisis de la dependencia de la frecuen­
cia, en particular si no está intentando explicar el comportamiento
social complejo. Tomemos otra vez el contraste entre la forma del ala
y el comportamiento de la dispersión. Si la forma del ala no es una
característica dependiente de la frecuencia, entonces la teoría del jue­
go es en la práctica redundante. Pero sí es, estrictamente hablando,
aplicable. La selección para la forma del ala puede ser considerada
como un caso limitante -u n caso en el cual la dependencia de la
frecuencia se reduce a cero, de tal manera que el comportamiento
óptimo no se afecta si da campo a los comportamientos de los demás-.
Richard Dawkins ilustra ese punto con el caso de la teoría de la ali­
mentación óptima, comparando los anáfisis que pueden tratarla como
una actividad individual frente a los que necesitan tratarlo como un
comportamiento social (y dependiente de la frecuencia):

113
EL V I E J O Y EL N U E V O D A R W I N I S M O

Nuestros teóricos de la alimentación óptima presuponen que no


importa lo que los otros depredadores estén haciendo. Esta presu­
posición puede en realidad justificarse... en este caso parecería super-
fluo molestarse en hablar de una EEE... pero no sería estrictamente
incorrecto. Si, por otra parte, resultara que la presencia de otros
individuos, todos haciendo las cosas óptimamente desde su punto
de vista, afectará la regla de lo óptimo para cualquier individuo parti­
cular, el análisis de la EEE se convertiría en una verdadera necesidad
(Dawkins 1980, pág. 357).

Una vez más, entonces, el darwinismo clásico tuvo éxito como una
buena aproximación. Por una parte, incorporaba hasta cierto punto
el comportamiento social; por la otra, una amplia gama de caracte­
rísticas se pueden tratar como sociales.

Complejidades y diversidades

Hay un largo camino desde el pico eficientemente diseñado del


pájaro carpintero hasta la manipulación inescrupulosa del parásito,
desde los organismos y su descendencia, que disfrutan de los benefi­
cios de adaptaciones auspiciosas, a los genes egoístas que buscan ser
más listos que los demás, con ramificaciones fenotípicas de largo al­
cance.
A lo largo de todo este camino, las cuestiones sobre la adaptación
han sido temas recurrentes. En el capítulo previo vimos que, cuando
Darwin trató la evidencia de la adaptación, se podía pensar que esta­
ba poniendo a discutir a Paley y Owen y los enfrentaba entre sí: el
enfoque perfeccionista contra el imperfeccionista en la adaptación.
En este capítulo hemos visto también que hay una tensión construc­
tiva entre estas dos interpretaciones de las características complejas
de los seres vivos. Los dos enfoques reflejan una divergencia que ha
sido característica constante de la historia del darwinismo: el con­
traste entre explicaciones adaptacionistas y no adaptacionistas.
Histórica, aunque no lógicamente, estas visiones alternativas han
tendido a ir de la mano con otras diferencias de enfoque. A grosso modo
podemos pensar en los dos principales problemas de Darwin y
Wallace, la adaptación y la semejanza en la diversidad, como delimita­
dos en dos áreas diferenciadas de interés, dos prioridades diferentes
y hasta cierto punto competitivas, que han dividido a los darwinistas
desde aquella época hasta ahora. Ernst Mayr, el eminente evolucio-
114
COMPLEJIDADES Y DIVERSIDADES

nista norteamericano, comentó: “ hay una diferencia fundamental y


casi nunca suficientemente destacada entre los evolucionistas sobre
si la diversidad (la especiación) o la adaptación (evolución filática)
ocupará su atención principal” (Mayr 1982, pág. 358; véase también v.
gr. Simpson 1953, págs. 384-6). Para Mayr, la diversidad de las espe­
cies es más importante. John Maynard Smith dijo: “para Darwin, el
origen de nuevas especies era un problema central. Mayr diría que
era él problema central, pero yo estoy menos seguro. Pienso que para
Darwin el problema más importante era proporcionar una explica-
ción natural para la adaptación de los organismos a su modo de vida”
(Maynard Smith 1982a, pág. 41). Y lo mismo sucede con Maynard
Smith.
Lógicamente, el no adaptacionismo ha sido más afín a aquellos
para quienes la especiación es lo central. Estos darwinistas también
han tendido a hacer énfasis en el poder conservador que las limita­
ciones del desarrollo puede ejercer sobre la adaptación, el modo como
la embriología puede cortar las alas de las iniciativas adaptativas. Los
darwinistas, cuyo interés principal es la adaptación han tenido más
confianza en el poder de la selección natural para modelar la historia
de la evolución. Han visto las limitaciones en el desarrollo sujetas
ellas mismas a las fuerzas selectivas; de hecho, tal vez menos como
“limitaciones” que como canales, como oportunidades de avance para
nuevos caminos adaptativos. Estos diferentes conjuntos de simpatías
son la contraparte darwinista de la divergencia entre las dos tradicio­
nes predarwinistas, los idealistas y los creacionistas utilitaristas, entre
Owen y Paley.
Estos alinderamientos han reverberado a lo largo de toda la his­
toria darwinista. Los habremos de encontrar a menudo en los deba­
tes que examinaremos. Han sido causa de desacuerdos recurrentes,
algunas veces cáusticos e intensos, en los cuarteles darwinistas. Pero
habremos de ver que, una vez se entienden sus raíces históricas, gran
parte de su aparente disensión se revela como nada más que algo
meramente aparente. Un debate en el cual se han hecho sentir estas
divisiones es la ya larga discusión sobre el alcance explicativo de la
selección natural, y en particular, el alcance de las explicaciones
adaptativas. Y éste es el tema del próximo capítulo.

115
4
D E M A R C A C IO N E S D E L D ISE Ñ O

¿Qué características debemos esperar que la selección natural expli­


que? ¿El ojo, la bolsa del canguro, el mentón humano, la velocidad
del leopardo, el camuflaje del camaleón? Y ¿qué sobre la cola del pavo
real, la ponzoña suicida de la avispa, el carmesí, la pincelada de color
del ala de un pájaro? ¿Debemos esperar que explique el altruismo
humano, nuestro amor por la música, los sentimientos de agresión,
los celos sexuales? ¿Y las tasas de divorcio, las guerras y la opresión
política? En resumen, ¿cuál es el alcance de la selección natural? ¿Pue­
den explicarse todos estos asuntos? y, en caso contrario, ¿cuáles han
de ser las explicaciones alternativas?
Tomemos por ejemplo el altruismo humano. Una respuesta es que
no debe explicarse biológicamente. El comportamiento social huma­
no, se argumenta por lo general, es candidato para, por ejemplo, un
análisis político, económico, social o cultural, pero no para una ex­
plicación darwinista. La biología, se dice, está demasiado abajo en la
jerarquía explicativa; si tomamos el asunto de por qué somos amables
los unos con los otros a este nivel, perderemos de vista la amabilidad
y quizás aun a nosotros mismos. Hay otros que argumentan que el
darwinismo puede tener que ver con el asunto, pero sólo si es de tipo
no ortodoxo; se ha sostenido que el altruismo humano - y la ponzoña
de la avispa, y muchos otros casos de comportamiento aparentemente
de autosacrificio- tienen que ver con selección a nivel de grupo, se­
lección contra algunos individuos, pero para ventaja del grupo del
cual son miembros. También se han sostenido asuntos semejantes en
cuanto a la cola del pavo real; las características ornamentales, se dice,
pueden ser explicadas por una fuerza darwinista -la selección sexual-,
pero es una fuerza fundamentalmente diferente de la selección natu­
ral. Miraremos estos diferentes puntos de vista más adelante. Ya vimos
las respuestas antidarwinistas. Aquí me concentraré en la idea de que
la selección natural no se aplica a ciertas características, pues sim­
plemente no son candidatas para ningún tipo de explicación adap-
tativa.
Hemos visto que el asunto de la adaptación era uno de los dos
problemas fundamentales que Darwin intentaba explicar. De hecho,
era el más fundamental de los dos, porque no podía explicarse sola­
mente bajo la presuposición de que los seres vivientes habían evolu­
cionado. Es un triunfo inmenso del darwinismo el que, de todas las

117

i
m
D E M A R C A C I O N E S DE L D I S E Ñ O

1/ teorías que se han propuesto hasta ahora, sea la única que puede ex-
I plicar cómo ha llegado el mundo orgánico a guardar una asombrosa ¡¡
1 apariencia de diseño deliberado sin la intervención de un diseñador
1i
j j deliberado. Por eso debe ser extraño que un darwinista contradiga
11 ejemplos aparentes de adaptación. Pero, dicen los que disienten, que
1 1 sólo están tratando de purgar el bestiario darwinista de arenques rojos
\j (pistas falsas) y gansos salvajes, para evitar una búsqueda infructuosa
ji I de ventajas selectivas imaginarias. Al fin y al cabo, señalan éstos con
p \ toda razón, algunas características no son producto de la selección
I j/j natural y, de hecho, pueden no tener valor selectivo negativo ni posi-
I I tivo. Los darwinistas deben tener esto en cuenta, lo advierten, y no
¡ ' i apresurarse a presuponer que las explicaciones adaptativas serán apro-
J piadas. Para una frase típica en este punto de vista no se necesita ir
í más allá del propio Darwin. A finales de 1860 llegó a creer que en el
1 pasado él mismo se había esposado demasiado a la selección natural,
1 viendo su intervención en casos en donde probablemente no había
1 adaptaciones de ninguna clase:

5! Ahora admito... que en las primeras ediciones de mi E l origen de


>i las especies... tal vez atribuí demasiado a la acción de la selección na-
|j tural... antes no le había dado suficiente consideración a la existencia
¡ de múltiples estructuras que no parecen ser, hasta donde soy capaz
i de juzgar, ni benéficas ni dañinas; y creo que éste es uno de los aspec-
11 tos más importantes que se me pasaron por alto en m i obra (Darwin m
1871, i, pág. 152). i

Voy a llamar a este punto de vista “no adaptacionismo”. Por una


parte, el nombre no es satisfactorio porque sugiere un enfoque anti-
adaptacionista, mientras los darwinistas están, por supuesto, con­
vencidos de la explicación adaptativa. Pero desde otro punto de vista
es, por desgracia, certero. Para algunos darwinistas el término “adapta­ w1
cionista” se ha convertido en un término del que se abusa, que se asocia
con una mirada estrecha y recortada, como una camisa de fuerza. Es
hora de volver a conseguir el equilibrio y se puede establecer un buen
comienzo reclamando respetabilidad para la palabra “adaptacionista”.
Esto hace que “no adaptacionista” sea el antónimo natural. Sí, sé que
la terminología en sí misma no es muy importante. Pero los nombres
son muy útiles para recordarnos no distorsionar demasiado al
darwinismo. Y no deben, de todas maneras, interpretarse con dema-

118
DEMARCACIONES DEL DISEÑO

siada rigidez; describen métodos, inclinaciones, preferencias, no tesis


contundentes y claras en el territorio de las explicaciones.
t| La controversia darwinista sobre cuándo algo es una adaptación^
¡f] y cuándo no lo es, es tan vieja como la teoría misma (Provine 1985).
Una razón por la que ha durado tanto es que algunos darwinistas se
han convertido en adalides del no adaptacionismo, como.parte de una
cruzada más amplia: un intento de expandir las opciones explicativas
más allá de un compromiso estricto con la sola selección natural y
nada más que ella. Estos pluralistas, tal como se les llama a veces, nos
ofrecen una visión de un mundo más ecléctico, un mundo en el cual
el hiperadaptacionismo abyecto da lugar a un análisis, supuestamente
más sutil y complejo, de las características de los seres vivos.
Ésta era la posición del eminente darwinista del siglo x ix George
John Romanes, el más formidable opositor de su época de lo que él
llamaba ultradarwinismo. No podía Romanes aceptar que la selección
natural sola, -de hecho, ningún agente sólo-, pudiera ser responsable
de la totalidad de la evolución: es improbable que en los procesos
enormemente complejos e infinitamente variados de la evolución
orgánica, un sólo principio estuviera a cargo de todo, (Romanes 1892-7,
ii, pág. 2). Era él un pluralista tan convencido que su resumen de las
“conclusiones generales” del darwinismo, en la forma de doce pro­
posiciones (Romanes 1890), comenzaba con la declaración de
Darwin de que la selección natural no había sido el único medio de
modificación. Reservaba un desdén particular por lo que consideraba
ser un adaptacionismo ultraentusiasta (v. gr. Romanes 1892, ii, págs.
20-2).
A pesar de que Darwin se retractara de su “gran omisión” no
abrazó el no adaptacionismo de todo corazón como Romanes; más
tarde lo hiciera. Pero esta retractación sí reflejaba un aspecto de su
pensamiento en el que hacía énfasis de vez en cuando (v. gr. Peckham
1959, págs. 232-41). En esta ocasión particular sus dudas se dispararon
más que todo por un trabajo de 1865 realizado por el muy respetable
botánico Charles-Guillaume Nágeli, que trabajaba en Alemania.
Nágeli, que era un idealista, había insistido en la idea de que muchas
características de las plantas -la disposición de las hojas sobre el eje,
por ejemplo- no tenían valor adaptativo. En el caso de varias de estas
características supuestamente inútiles Darwin se las arregló para con­
seguir evidencia de funciones hasta ahora no reconocidas, tales como
la sorprendente variedad de mecanismos de polinización que había

119
D E M A R C A C I O N E S DE L D I S E Ñ O

encontrado hacía poco en las orquídeas. Sin embargo, se quedó mudo


con algunos de los ejemplos de Nágeli, y aceptó que en realidad no
eran adaptaciones y que no podían explicarse como resultado directo
de la selección natural. En el asunto más general del pluralismo,
Darwin fue al principio un darwinista a carta cabal, pero, como lo
atestiguan las ediciones sucesivas de El origen, se volvió más católico
a medida que las dificultades se acumulaban. Resumiendo su teoría
al final de una de las primeras ediciones, dice que la evolución ha
ocurrido “por medio de la preservación o la selección natural de
muchas variaciones favorables sucesivas y pequeñas” (Peckham 1959,
pág. 747). Ya en la última edición la había expandido a: “...variacio­
nes; ayudadas de manera importante por los efectos heredados del
uso y el desuso de partes, y de una manera no importante... por la
acción directa de las condiciones externas, y por variaciones que nos
parecen, en nuestra ignorancia, surgir de manera espontánea”
(Peckham 1959, pág. 747). Entonces agrega:

como mis conclusiones han sido en los últimos tiempos muy mal
interpretadas, y como se ha dicho que yo atribuyo la modificación de
especies exclusivamente a la selección natural, permítanme anotar
que en la primera edición de mi trabajo, y en las subsiguientes, puse
en una posición muy conspicua - a saber, al final de la introducción-
las siguientes palabras: “estoy convencido de que la selección natural
ha sido el principal pero no el único medio de m odificación”
(Peckham 1959, pág. 747).

No pasó mucho tiempo antes de que muchos otros quedaran con­


vencidos de lo mismo. El apogeo del darwinismo no adaptacionista
(y del pluralismo también) le pisaba los talones a Romanes. Durante
el eclipse del darwinismo, la mayor parte de los no darwinistas creían
que el predominio e importancia de la adaptación se había exagerado;
desde mediados de 1890, durante más o menos veinte años, “el punto
de vista del adaptacionismo seleccionista neodarwinista... sufrió su
más profunda caída en el tiempo que va entre la primera publicación
de El origen y el presente” (Provine 1985, pág. 837). Hemos visto ahora
cómo las teorías ortogénicas y mutacionistas en particular tendían a
negar el diseño; después de la declinación del lamarckismo, fueron
las principales alternativas a la teoría darwinista. Cerca de la década
de 1930, los no darwinistas podían recitar un catecismo bien practi­
cado de características supuestamente neutrales para demostrar que
120
DEMARCACIONES DEL DISEÑO

el alcance de la explicación darwinista era extremadamente limitado


(Bowler 1983, págs. 144-6,202-3,215-16). Esta visión de la naturaleza
empapó tanto el pensamiento evolucionista que incluso el darwinismo
lo absorbió bastante (y recordemos que en esta época algunos natu­
ralistas eran pluralistas tan liberales que es difícil decidir si se podían
llamar o no darwinistas).
En años recientes la posición de Romanes ha renacido. Los biólogos
de Harvard Stephen Gould y Richard Lewontin, en particular, han
hecho una campaña a favor de un mayor pluralismo... en oposición a
lo que consideran como el “panseleccionismo” injustificadamente
orgulloso del día de hoy (Gould 1978,1980,1980a, 1983; Gould y Le­
wontin 1979; Lewontin 1978,1979; véase también v. gr. Ho y Fox 1988).
A diferencia de Romanes, no le permiten a su pluralismo vagar más
allá de los límites del darwinismo. Pero a semejanza de Romanes, no
pueden aceptar que un sólo mecanismo, la selección natural, pueda
ser responsable de la complejidad y variedad prodigiosas de los seres
vivos: “en la base de [la visión de que debemos introducir una multi­
plicidad de mecanismos]... subyace la complejidad irreductible de la
naturaleza. Los organismos no son bolas de billar impulsadas por
fuerzas externas simples y mensurables hacia nuevas posiciones
predecibles en la mesa de billar de la vida” (Gould 1980, pág. 16); ser
“pluralista y acomodaticio [es]... la única postura razonable ante un
mundo tan complejo” (Gould 1978, pág. 268). Y encabezando este
programa pluralista está la posición en contra del adaptacionismo
doctrinario.
La historia paralela de la tradición adaptacionista nos lleva de
regreso hasta Wallace, por haber sido él una figura destacada: un fuerte
y hasta proselitista defensor del adaptacionismo, firme y no pluralista;
de hecho Wallace tiene la distinción de haber sido escogido por Ro­
manes como el máximo malhechor en el más serio de los crímenes
antidarwinistas, el adaptacionismo acendrado. Entre los seguidores
de Wallace se encontraban algunos de los más prominentes darwi­
nistas de su época, entre otros, E. B. Poulton, zoólogo y profesor de la
cátedra Hope de entomología en Oxford, y E. Ray Lankester, zoólogo
y profesor de la cátedra Linacre de anatomía comparada de Oxford
y más tarde director de historia natural del Museo Británico (v. gr.
Poulton 1908, págs. xliv-xlv, 106-7). Esta escuela de pensamiento
estuvo por largo tiempo minada por el eclipse del darwinismo. Pero
con la consolidación de la teoría darwinista -la gran síntesis- el adap­
tacionismo volvió poco a poco a ganar fuerza. La contraparte de
121
D E M A R C A C I O N E S D E L D I S E Ñ O

Wallace en esta generación posterior fue nada más ni nada menos


que R. A. Fisher. “ Fisher era un adaptacionista seleccionista más com­
pleto que cualquier otro evolucionista antes que él, y quizás después
de él también” (Provine 1985, pág. 856). ¿Que cualquiera después de
él? Bueno, no prejuzguemos cuán exitoso va a demostrar ser el adap-
tacionismo.
La historia misma nos muestra que no es sólo asunto de interés
histórico comparar lo que tienen para ofrecer el adaptacionismo y el
no adaptacionismo. Pero antes de examinar los argumentos más
serios, enfrentémonos al adaptacionista caricaturesco, que se puede
construir a partir de- las críticas de los no adaptacionistas. Es él
(porque yo voy a dejar que éste sea un “ él” ) quien ha vuelto la palabra
“adaptacionista” una palabra sucia.
En primer lugar, es panglossiano. Supone que la selección natural
crea organismos perfectamente diseñados, que funcionan de manera
óptima. Las siguientes palabras de William Bateson, un importante
mendeliano de su época, describían a finales del siglo a aquellos que:
“se emboban contemplando los milagros de la adaptación... [tratan
de] descubrir lo bueno que hay en todo... se pregona la doctrina que
tout est au mieux... y se descubren ejemplos de este principio
esclarecedor... con una facilidad que Pangloss mismo habría envidia­
do”. (Bateson 1910, págs. 99-100; véase también Gould 1980; Gould y
Lewontin 1979) (Si Bateson suena demasiado crítico, incluso para un
no adaptacionista, tengan en cuenta que los primeros mendelianos
eran por lo general hostiles al darwinismo.)
Pero hemos visto que, por el contrario, es natural en la teoría
darwinista evitar las presuposiciones perfeccionistas. Incluso la selec­
ción natural del darwinismo clásico no actúa como agente panglos­
siano que todo lo optimiza. Y esto es aún más cierto en el darwinismo
de hoy en día. Los adaptacionistas tienen el complejo frecuente de
que asociar el adaptacionismo con el perfeccionismo es volver a las
edades negras predarwinistas del creacionismo utilitarista (v. gr.
Pittendrigh 1958). Y ciertamente (para lo que valen, podrían, al fin y
al cabo, ser inconsistentes), los adaptacionistas no son panglossianos
en términos generales. Ernst Mayr, por ejemplo, se ubica en el campo
adaptacionista, al tiempo que repudia con vigor el punto de vista
panglossiano (Mayr 1983), y Richard Dawkins, un adaptacionista
confeso en extremo dedica todo un capítulo de su libro The Extended
Phenotype a discutir por qué los darwinistas no deben esperar per­
fección (Dawkins 1982, cap. 3).
122
DEMARCACIONES DEL DISEÑO

Segundo, nuestro insignificante adaptacionista es acusado de ser


un imperialista explicativo, de plantear tesis muy infladas del alcance
de las explicaciones adaptacionistas, de presuponer que todas las ca­
racterísticas de los organismos tienen que ser ventajas adaptativas.
Aquí tenemos a Wallace, por ejemplo, profiriendo la clase de asevera­
ción que ha provocado resonantes alaridos de “ ¡imperialismo!” : es
una “deducción necesaria de la teoría de la selección natural... que
ninguno de los hechos definitivos de la naturaleza orgánica, ningún
órgano especial, ninguna marca característica, ninguna peculiaridad
del instinto o del hábito, ninguna relación entre especies o entre gru­
pos de especies... puede existir que no haya sido alguna vez, o lo sea
ahora, útil para los individuos o razas que los poseen” (Wallace 1891,
pág. 35). Y dice además: “la aseveración de ‘inutilidad’ en el caso de
cualquier órgano o peculiaridad que no sea un rudimento o correla­
ción, no es, y nunca puede ser, la aseveración de un hecho, sino sólo
la expresión de nuestra ignorancia de su propósito u origen” (Wallace
1889, pág. 137). Aquí tenemos a Darwin en la primera edición de El
origen, con una declaración de fe similar: “cada detalle de la estructu­
ra en cualquier ser vivo... se puede ver o bien como que fue de utili­
dad especial para alguna forma ancestral, o que ahora tiene una uti­
lidad especial para los descendientes de esta forma, bien sea de ma­
nera directa, o indirectamente a través de las complejas leyes del cre­
cimiento” (Darwin 1859, pág. 200).
Pero esto no es imperialismo explicativo. Los críticos están fusio­
nando sus aseveraciones de que la selección natural es la única fuerza
evolutiva con el planteamiento que sostiene que todas las caracterís­
ticas de los organismos tienen que ser adaptativas. Romanes, por ejem­
plo, reconstruye a Wallace y dice que sostiene el siguiente punto de
vista: “La selección natural ha sido el único medio de modificación...
Así, el principio de utilidad debe necesariamente ser de aplicación
universaF (Romanes 1892-7, ii, pág. 6; el subrayado es mío). Un siglo
más tarde, Stephen Gould habla acerca de “lo que puede ser el asunto
más fundamental en la teoría de la evolución”, y entonces, de manera
significativa, señala no una pregunta sino dos: “ ¿Qué tan exclusiva es
la selección natural como agente del cambio evolucionista? Y, ¿tienen
todas las características de los organismos que verse como adaptacio­
nes? (Gould 1980, pág. 49; el subrayado es mío). Pero la selección
natural podría ser la única engendradora de adaptaciones sin haber
engendrado todas las características; se puede sostener que todas las
características adaptativas son resultado de la selección natural, sin
123
D E M A R C A C I O N E S DE L D I S E Ñ O

mantener que todas las características son, de hecho, adaptativas.


Como ya hemos dicho, los efectos secundarios, los subproductos fe-
notípicos “no buscados” de las adaptaciones, son algo que ha de es­
perarse. También se pueden esperar lagunas en el tiempo; organis­
mos que heredan sus adaptaciones no de su propio ambiente sino de
los de generaciones previas, y ambos pueden ser crucialmente dife­
rentes. Y, por supuesto, también hay que darle campo a la patología;
cuando Darwin criticaba el punto de vista kantiano de que el estudio
de la biología requería de la teleología porque la adaptación lo inva­
día todo en los organismos, citaba la herencia del labio leporino o un
hígado enfermo como contraejemplos (Manier 1978, pág. 54). Ade­
más tenemos el hecho de que la herencia se puede manifestar de
manera atípica -y, tal vez, de una manera que sea selectivamente neu­
tral o deletérea- si está por fuera del entorno normal del organismo;
Darwin menciona que algunos loros cambian el color de su plumaje
cuando se alimentan con la grasa de ciertos peces o se les inocula
veneno de sapos (Darwin 1871, pág. 152). De manera que es obvio que,
aun si la selección natural se considera el único agente de la evolu­
ción, la tesis universal de que “ Todas las características son adaptati­
vas” no puede ser inherente al adaptacionismo. Una segunda mirada
a las declaraciones supuestamente imperialistas de Wallace y Darwin
apoya esta conclusión. Ninguno de los dos está dando una declaración
demoledora sobre la ubicuidad de las adaptaciones. Ambos cercan
sus aseveraciones con las reservas que he mencionado antes, con
rudimentos, correlaciones, utilidad pasada pero no presente, hechos
definitivos, órganos especiales, marcas características, peculiaridades
del instinto y así sucesivamente.
Finalmente, se dice que el adaptacionista es un dogmático, que
muestra una “falta de voluntad para considerar alternativas a las his­
torias de la adaptación” (Gould y Lewontin 1979, pág. 581). ¿Por qué,
se quejan los críticos, nunca se rinden? Aun cuando sus aseveracio­
nes no sean ultraimperialistas, su práctica lo es. Rehúsan considerar
explicaciones alternas, excepto en las áreas más triviales o margina­
les. Esto es dogmatismo puro. Es estéril y enceguece a los darwinistas
frente a los factores que realmente operan.
Muchos adaptacionistas no negarán el cargo de dogmatismo, aun­
que prefieren llamarlo por ejemplo “tenacidad” o “perseverancia”. Pero
sí niegan, y de manera enfática, el cargo de esterilidad. Por el contra­
rio, dicen, su método ha demostrado ser altamente fructífero. Su
“dogmatismo” ha sido reivindicado por la historia. Este espíritu se
124
LA CHATARRA DEL AZAR

capta muy bien en la siguiente declaración de fe, típicamente adapta­


cionista: “Estoy convencido, a la luz de lo que se ha ganado durante
los últimos años, de que muchas estructuras que ahora parecen ser
inútiles, más adelante van a demostrar su utilidad y por tanto van a
entrar al reino de la selección natural” Este “adaptacionista” es Darwin,
en el mismo pasaje de El origen del hombre en el cual antes lo encon­
tramos retractándose de su compromiso anterior con la selección
natural. Agregó esto al comentario en la segunda edición (pág. 92),
publicada sólo tres años después de la primera. La luz emitida por la
selección natural durante el período que pasó debió haber sido nota­
blemente brillante.
Con la experiencia de Darwin en mente, dejemos nuestra carica­
tura del adaptacionista y regresemos a asuntos más serios. El no
adaptacionismo ciertamente plantea preguntas que los darwinistas
necesitan considerar: ¿cuándo no es una característica dada una
adaptación? y, si no es el resultado de la selección natural, ¿cómo más
podría ser explicada? Nos concentraremos en algunas de las respuestas
que a lo largo de la historia han sido típicas de los no adaptacionistas.

La chatarra del azar

El azar no puede explicar la adaptación. Pero si el problema es


explicar características de las que no se supone tienen valor adaptativo,
entonces podría traerse a colación.
De hecho, el azar ocupa un lugar natural en la teoría darwinista.
En cada generación, los genes de una población sólo son una mues­
tra de los de la generación previa. La selección natural constituye
obviamente un muestreo no aleatorio. Pero también existe la posibi­
lidad de que algunos genes sean eliminados y otros tomen su lugar,
no por selección sino meramente a través de los errores del muestreo.
Y, como en el caso de errores de muestreo de cualquier clase, esta
posibilidad se incrementa en las poblaciones pequeñas. Esta idea,
conocida como la deriva genética, (genetic drift) es parte normal del
pensamiento darwinista moderno. Puede, por supuesto, ser incor­
porada felizmente a las teorías adaptativas, y hacer que las frecuen­
cias genéticas casuales proporcionen el material inicial sobre el cual
la selección comienza a trabajar. Un ejemplo es lo que Ernst Mayr
llamó el principio del fundador (Mayr 1942, pág. 237). Éste explica
cómo un nuevo grupo de organismos puede evolucionar por aisla­
miento geográfico casual de genotipos particulares. Si el fragmento
125
D E M A R C A C I O N E S DE L D I S E Ñ O

que se separa del resto de la población es muy pequeño -quizás una


sola hembra preñada- entonces es muy improbable que los genes pio­
neros sean representantes de la población paterna.
Dicho sea de paso, la deriva genética no debe confundirse con la
teoría neutral de la evolución molecular (Kimura 1983). Ésta tam­
bién presupone que el azar es una fuerza evolutiva, pero tiene que ver
con los cambios a nivel molecular que no tienen efectos fenotípicos,
no con la evolución en el sentido que nos concierne: el cambio
adaptativo. Por tanto, no es relevante para explicar la cola del pavo
real, el aguijón de la abeja y otras características fenotípicas.
A la luz de la teoría de la deriva genética podemos ver que la pre­
gunta no es si el azar puede tener un papel -se acepta que sí puede-
sino qué tamaño tiene el papel que de hecho ha representado. Y cómo
puede detectarse su influencia en cada caso particular. Éstas han sido
cuestiones de controversia acalorada y a menudo cáustica entre
darwinistas, aun hasta el punto de dañar las relaciones entre
los padres fundadores de la síntesis moderna (Provine 1985a). Y los
problemas no están resueltos todavía. Pero en las décadas recientes
ha habido un giro considerable en el pensamiento. En una época, la
forma de un pétalo, el modelo de una concha o cualquier otra caracte­
rística extraña y poco importante podría haberse encontrado a sí
misma relegada a las manos indiferentes del azar: “una tendencia de­
sarrollada en la década de 1940 y 50 le achaca a la deriva genética casi
cualquier fenómeno evolucionista que causara perplejidad” (Mayr
1982, pág. 555). “En Norteamérica, en especial, la deriva genética era
muy popular. Si a uno no se le ocurría una función obviamente adap-
tativa para una característica, entonces se la achacaba a la deriva”
(Ruse 1982, pág. 97). Sin embargo, desde aquella época, el adaptacio-
nismo darwiniano ha renacido. Y luego, una y otra vez, se ha demos­
trado que fenómenos que habían sido adjudicados a la deriva genética
son asuntos tremendamente complejos y adaptaciones muy bien ajus­
tadas; con esto de ninguna manera se sugiere que la deriva tiene un
papel poco importante en la evolución; su papel sigue siendo objeto
de controversia. Pero las explicaciones darwinistas han avanzado más
en los últimos treinta años gracias al cuestionamiento del azar que
anteriormente, al aceptarlo. Tomaré tan solo un ejemplo en que la
selección natural rescata fenómenos de las muletas explicativas de la
deriva genética.
El caracol Cepaea nemoralis es común en Gran Bretaña y en otras
partes de Europa. Su concha puede ser amarilla, café o rosada y puede
126
LA CHATARRA DEL AZAR

estar surcada por numerosas bandas negras, o por pocas o por nin­
guna; la frecuencia varía geográficamente. El C nemoralis no es esca­
so. En varios géneros de caracoles terrestres, el color y el número de
bandas varía en muchas de las especies y de una especie a otra. Sobre
esta variabilidad hay una destacada disputa entre los darwinistas, que
ya tiene cien años de vida (véase v. gr. Mayr 1963, págs. 309-10). No son
los pequeños moluscos mismos los que en tan alto grado suscitaron
el interés de los darwinistas. Son los asuntos más generales que viajan
en su estela. ¿Es adaptativo el polimorfismo dentro de las poblaciones?
y, ¿qué hay sobre las variaciones de una población a otra dentro de
una especie? y, ¿qué sobre las características específicas de las especies,
diferencias entre especies muy relacionadas entre sí que a menudo
no son sino de una sola mancha de color, pero tan confiablemente
claras que los taxónomos las pueden usar como criterios diagnósticos?
En síntesis, ¿para qué toda esta variabilidad y a todos estos niveles?,
¿es adaptativa o no tiene objeto alguno, pues le es indiferente a la
selección natural? La opinión darwinista se ha dividido tan profun­
damente en estas preguntas que ha dignificado al caracol con un alto
grado de fama, una fama que, en su época y a su propio modo, ha
rivalizado con el lugar del ojo o la cola del pavo real en la letanía de
dificultades del darwinismo. La disputa se originó por primera vez
en el siglo xix, pero ha ido y venido de manera intermitente hasta
hace poco tiempo. Incluso ahora, aunque se acepta en términos gene­
rales que el azar sin ninguna ayuda no es la respuesta y que la selección
natural sí tiene algo que decir, no hay consenso acerca de qué exac­
tamente sea ese algo; las teorías son casi tan polimórficas como los
caracoles mismos.
Desde las primeras décadas del darwinismo, algunos darwinistas
sentían que numerosas diferencias específicas de las especies (en par­
ticular muchas en que los sistemáticos podían confiar para clasificar
las especies) no debían explicarse adaptativamente. Las diferencias
pequeñas entre las especies, declaraban ellos, eran nada más que eso:
meras diferencias, no adaptaciones (véase v. gr. Kellogg 1907, págs.
38-44,136, 375). Las diferencias surgían, sostenían ellos, porque la
especiación comienza con aislamiento geográfico (o alguna otra cau­
sa de aislamiento reproductivo abrupto); y si se formaba una nueva
especie por el aislamiento aleatorio de una sección de la población,
entonces, aquello en que diferían de las especies padres podía resultar
de lo que nosotros ahora llamaremos deriva genética (para no men­
cionar un buen número de fuerzas no adaptativas no darwinistas,
127
D E M A R C A C I O N E S DEL D I S E Ñ O

tales como corrientes ortogénicas o variación marcada sin selección).


Desde los años 1870 hasta 1880, esta visión fue sostenida con mucha
fuerza por Romanes, ante un público cada vez más receptivo (por
ejemplo, Romanes 1886,,1886a, 1892-7, ii, págs. 223-6, iii, págs. 1-40).
Promovió Romanes el trabajo de un naturalista norteamericano, el
reverendo John Thomas Gulick, sobre caracoles del género Achatinella,
de las Islas Sandwich (ahora de Hawai) (Gulick 1872,1873,1890). Gulick
había descubierto una gran abundancia de especies y variedades
dentro de un área pequeña y que a él le parecía geográficamente uni­
forme. Incapaz de encontrar razón adaptativa para tal diversidad, la
atribuyó al aislamiento geográfico sin la subsiguiente intervención
de la selección natural. Henry Crampton, profesor de zoología de la
Universidad de Columbia, que desde 1906 se había dedicado inter­
mitentemente por varias décadas a estudiar los caracoles polineses
del género Partula> encontró también prodigiosas variaciones y con­
cluyó que habían sido favorecidas (si no enteramente causadas) por
el aislamiento geográfico y la deriva (v. gr. Crampton 1916, pág. 12,
1925, pág. 2; 1932, pág. 4). En Inglaterra, Cyril Diver, un naturalista
aficionado muy distinguido (más tarde director general de Conserva­
ción Natural) que comenzara su trabajo en la década de 1920, llegó a
conclusiones similares al descubrir en poblaciones locales de Cepaea
(Diver 1940, págs. 323-8) diferencias que creyó debían ser no adapta-
tivas.
Durante este período, a medida que la influencia de Darwin dismi­
nuía, los no adaptacionistas -n o sólo no darwinistas sino darwinistas
también- reclutaron a los caracoles más y más de su lado. “Algunos
de los trabajos taxonómicos más famosos y espectaculares antes de la
síntesis evolucionista fueron realizados con los caracoles de tierra”
(Provine 1985, pág. 842); y este trabajo se volvió la evidencia más co­
nocida y espectacular a favor del no adaptacionismo. Alrededor
de las décadas de 1920 y 30, el pensamiento adaptativo estaba en un
punto tan bajo que se creía que muchas de las características utiliza­
das para la clasificación, tanto en animales como en plantas, desde el
nivel de variedad, pasando por el de especie, hasta el del género, eran,
en buena medida, no adaptatívas. Este punto de vista fue reforzado
por el libro de texto más influyente de la época sobre sistematización,
The Variation of Animáis in Nature, escrito por G. C. Robson y O. W.
Richard, quienes aseguraban que había gran cantidad de diferencias
específicas inútiles (Robson y Richards 1936, v. gr. págs. 314-15,366) y
que un gran número de divergencias específicas eran resultado de la
128
LA CHATARRA DEL AZAR

deriva (v. gr. págs. 371-2); el polimorfismo de los caracoles se citaba


como un caso en el que no había señales detectables de selección na­
tural (págs. 99-100, 200-1, 203-4). No fue sino hasta la llegada de la
síntesis en la década de los años cuarenta cuando el adaptacionismo
comenzó poco a poco a mirarse con más simpatía. El amanecer de
este cambio se vería en dos de los libros que reemplazaron a Robson
y Richard: The New Systematics, editado por Julián Huxley (1940) y
Systematics and the Origin ofSpecies, de Ernst Mayr (véase v. gr. Huxley
1940, pág. 2). Pero, aún así, el libro de Mayr lo expresaba de manera
inequívoca: “Hay... considerable evidencia indirecta de que la mayor
parte de las características que tienen que ver con el polimorfismo
son completamente neutrales en lo que atañe al valor de superviven­
cia. Por ejemplo, no hay razón para creer que la presencia o ausencia
de una banda en la concha de un caracol tenga ventajas o desventajas
selectivas explícitas” ; “ la variación en los patrones de color, tal como
las bandas en los caracoles... es, por sí misma, obviamente, de valor
selectivo muy insignificante” (Mayr 1942, págs. 75-32). Y Huxley to­
davía estaba tan inclinado a invocar la deriva que en su Evolutiom
The modern synthesis, que fue publicada dos años después (1942), su
explicación del polimorfismo de los caracoles se basaba en buena
medida en Gulick y Crampton, tanto que, como William Provine seña­
la (Provine 1985, pág. 858), tuvo que corregirlo en la segunda edición,
veinte años más tarde, haciendo énfasis en su lugar en “la inadecuación
de la deriva y la eficacia de la selección natural para explicar la dife­
renciación local, incluyendo la de caracoles como los Cepaea” (Huxley
1942, págs. xxii-xxiii).
Pero, aunque los caracoles fueron lentos en salir de su refugio no
adaptativo, los darwinistas comenzaron a darle una nueva mirada a
lo que tenían que decir. Wallace había sostenido desde el principio
que nos enseñarían una lección adaptativa (v. gr. 1889, págs. 131-42,
144-50). Insistía en que la selección natural debió haber sido respon­
sable de las diferencias que Gulick había encontrado, aunque los
entornos de los caracoles nos podían parecer a nosotros muy poca
cosa. Los naturalistas, sostenía con sorna, deberían meterse dentro
de la concha de un caracol para pensar bien.

Es un error presuponer que todo lo que nos parece condiciones


idénticas sean en realidad idénticas para organismos tan delicados y
pequeños como estos moluscos terrestres, de cuyas necesidades y di­
ficultades... somos tan profundamente ignorantes. Las proporciones

129
D E M A R C A C I O N E S DE L D I S E Ñ O

exactas de las diversas especies de plantas, los números de cada clase


de insecto o ave, la peculiaridad de mayor o menor exposición a los
rayos solares... en ciertas épocas críticas, y otras pequeñas diferencias
que para nosotros son absolutamente poco importantes e irrecono­
cibles, pueden ser de grandísima importancia para estas humildes
criaturas, y ser muy suficientes para que requirieran algunos peque­
ños ajustes de tamaño, forma o color, que la selección natural produ­
ciría. (Wallace 1889, pág. 148).

Y en el caso del Cepaea nemoralis, esta visión empática-desde el punto


de vista del ojo del caracol- hacia las presiones de selección-presiones
no advertidas por los humanos-, resultó profética, incluyendo la
intuición sobre la exposición a los rayos solares. Estos hallazgos
fueron hechos por primera vez en los años de 1950 por A. J. Cain y P.
M. Sheppard (Para resúmenes y descubrimientos siguientes véase
Jones et. a l 1977; Maynard Smith 1958, págs. 156-9,166-8; Sheppard
1958, págs 87-91, 94-5).
Una de las fuerzas selectivas es la generada por el ojo agudo del
zorzal cantor, en particular por el hecho de que la mejor manera de
evadir la detección cambia constantemente. Hay evidencias de que el
camuflaje que tienen los diferentes tipos de conchas varía de estación
en estación y de lugar en lugar; las conchas rosa y marrón son favo­
recidas en la primavera, por ejemplo, mientras un fondo de follaje
veraniego favorece el amarillo; las conchas sin bandas son menos
notorias donde el fondo es comparativamente uniforme, tal como
en la hierba corta, mientras las conchas con bandas proporcionan un
mejor camuflaje por ejemplo en los matorrales y donde hay maleza.
Pero esto no explica los altos niveles de polimorfismo; al fin y al cabo
la presión selectiva del zorzal arranca de cuajo la variación. La ventaja
basada en la frecuencia que tiene lo raro (llamada selección apostática)
puede a veces ser la respuesta. Si los depredadores han construido
una “ imagen de búsqueda” de sus presas, les puede quedar difícil
avistar una forma que no han encontrado con frecuencia, aunque
sea aparentemente (para nosotros) bastante notoria. Otra fuerza se­
lectiva, como Wallace adivinaba, es que las diferentes formas de los
caracoles disfrutan de “mayor o menor exposición a los rayos solares”
aunque sus entornos nos parezcan a nosotros iguales. Las bandas de
color oscuro absorben más energía solar que las claras; los caracoles
con bandas tienen ventajas en microclimas fríos y cubiertos por som­
bras, pero es fácil que enfrenten la muerte por un calor demasiado
130
LA CHATARRA DEL AZAR

grande en lugares soleados y cálidos. También se puede predecir que


los diferentes tipos pueden encontrarse en áreas donde las condicio­
nes climáticas se adecúan bien a ellos. Pero ¿por qué, entonces, hay
algunas poblaciones mixtas? Esto no está claro, pero puede ser signi­
ficativo que los diferentes tipos dentro de la población crearan Su
propio microclima, pasando diferentes cantidades de tiempo a la luz
del sol (Jones 1982a).
Recordemos, sin embargo, que no hay una demostración de que
las fuerzas selectivas excluyan por completo la intervención de la
deriva. En lugar de exigir presiones de selección, el caracol cierta­
mente le debe parte de su polimorfismo a la casualidad. El efecto del
fundador parece haber tenido un papel, por ejemplo, cuando las
Cepaeas recolonizaron rápidamente las ciénagas bajas de East Anglia
en 1948 después de que una intensa inundación había borrado del
mapa las poblaciones locales; y lo mismo sucedió en las tierras gana­
das al mar, en Holanda (Jones et al. 1977, págs. 128-30; véase también
Cameron et al. 1980, Ochman et al. 1983,1987).
Ante la insistencia de Wallace y al ver que ño hay evidencia; al­
gunos comentaristas han objetado que tiene que haber alguna razón
para el número diferente de bandas y la variedad de colores. John
Lesch lo describe como “una interpretación más bien extraña de los
datos de Gulick”. Gould y Lewontin lo ponen en la picota como un
ejemplo patente de la regla hiperadaptacionista: “en ausencia de un
buen argumento adaptativo como primera medida, atribúyale el
fracaso a una comprensión imperfecta del lugar donde habita el
organismo y de lo que hace... consideren a Wallace para saber por
qué todos los detalles de color y forma en los caracoles de tierra tienen
que ser adaptativos, aun si los diferentes animales parecen habitar el
mismo ambiente” (Lesch 1975, pág. 497); y continúa citando el pasaje
que acabamos de referir.
Me sentí desalentada al encontrar aquel pasaje de Wallace ridicu­
lizado por Gould y Lewontin. Desde hacía mucho había admirado
estas mismas palabras por su sensitiva comprensión de cómo un
darwinista que busca explicaciones adaptativas puede pensar sobre
otras criaturas cuyos mundos son tan diferentes de los nuestros. (Y, a
propósito, dado que la sugerencia de Wallace acerca de los rayos de
sol resultó ser cierta porque los caracoles crean sus propios microcli-
mas, es irónico descubrir a Lewontin predicándoles a los adaptacio-
nistas futuros que las explicaciones adaptativas pueden ser
problemáticas porque “los organismos no experimentan los ambientes

131
D E M A R C A C I O N E S DEL D I S E Ñ O

de modo pasivo; ellos mismos... determinan cuáles factores externos


serán parte de su nicho por medio de sus propias actividades”
(Lewontin 1978, pág. 159). No estoy sacando la moraleja de que Wa-
llace tenía razón porque acertó en este caso en particular. La tenía
porque insistía que los darwinistas deben hacer un esfuerzo sincero,
sistemático y serio por aplicarlos principios adaptativos antes de arro­
jar los fenómenos que los dejan perplejos, a lo que Lewontin mismo
ha llamado “la chatarra del azar” (Lewontin 1978, pág. 169).

“ Desviaciones extrañas atadas en un mismo haz”

Cuando hablamos del gen para la piel, por decir algo, de la piel
blanca, estamos escogiendo sólo uno de los efectos fenotípicos del gen.
Pero éste también puede, por ejemplo, causar cambios en el tamaño
de la cola o en la forma de las garras. Estos efectos fenotípicos “no
buscados” se consideran efectos secundarios de la selección, efectos
secundarios, en este caso, de una adaptación para el camuflaje de
invierno. De acuerdo con los no adaptacionistas, toda suerte de carac­
terísticas que los darwinistas, luchando con valor, tratan de explicar
de manera adaptativa pueden no ser adaptaciones de ninguna clase
sino meros efectos secundarios (v. gr. Lewontin 1978, págs. 167-8, págs.
581-4,595-7; véase también la idea de Gould y Lewontin de “tetillas”,
consecuencias automáticas de rasgos estructurales de los organismos
(Gould y Lewontin 1979, págs. 581-4,595-7)).
Podría parecer que tales explicaciones no fueran ninguna victo­
ria para los no adaptacionistas porque éstos se basan, en últimas, en
el trabajo de la selección natural, aunque de manera indirecta. Y así,
al fin y al cabo les permiten a los adaptacionistas hacer énfasis en la
importancia de la selección natural:

Debemos tener en mente que las modificaciones... que no les


son útiles a los organismos... no podrían haber sido... adquiridas por
[la selección natural]. Sin embargo, no debemos... olvidar el princi­
pio de correlación, por el cual... numerosas extrañas desviaciones de
estructuras vienen en un solo haz... [de manera que] un cambio en
una parte, a menudo lleva... a otros cambios de naturaleza inespera­
da... así, a los resultados directos e indirectos de la selección natural se
les puede adjudicar con toda tranquilidad una extensión muy grande y
aún no definida... (Darwin 1871, i, págs. 151-2; el subrayado es mío).

132
“des vi ac ion es e x t r añ as atadas en un mismo h a z ”
De hecho, algunos no adaptacionistas han clasificado tal “extensión”
como estratagemas adaptacionistas solapadas, una manera de aferrar­
se a la selección natural incluso de frente a lo que se acepta son carac­
terísticas no adaptativas y no seleccionadas (v. gr. Romanes 1892-7, ii,
págs. 171, 268-9n).
Pero si miramos más de cerca las presuposiciones que subyacen a
estas explicaciones, encontraremos que no son en realidad afines al
espíritu adaptacionista. Pensemos en lo que significaría sostener, por
ejemplo -u n caso extremo, pero veremos que se ha sostenido-, que
la enorme y barroca cornamenta del ciervo no es más que un efecto
secundario de la selección natural, que no es una adaptación sino
meramente consecuencia automática de las otras actividades de la
selección natural. La cornamenta llega a proporciones exageradas sin
intervención directa de la selección, dice el argumento, porque está
en el mismo haz que el desarrollo biológico de alguna característica
que la selección natural sí busca; ella viene al mismo tiempo que al­
guna adaptación, como parte de su paquete biológico. Así lo dijo
Darwin, para explicar lo que quería decir con “correlación de creci­
miento” : “la organización completa es tan unida durante su creci­
miento y desarrollo, que cuando ocurren variaciones pequeñas en
una parte en particular, y se acumulan a través de la selección natural,
otras partes se modifican” (Darwin 1859, pág. 143). Tal aseveración
podría estar haciendo una de dos presuposiciones, la una altamente
improbable y la otra más razonable.
La presuposición inaceptable es que la cornamenta no es, desde
él punto de vista selectivo, ni ventajosa ni desventajosa. Aunque es
difícil tragarse esto en el caso de una estructura tan ornamental, tan
conspicua, tan intrincadamente modelada como la cornamenta, a
primera vista podría parecer más plausible en el caso de característi­
cas menos espectaculares. Pero no debemos estar demasiado dispues­
tos a presuponer que aun en estos casos el asunto sea así. Al fin y al
cabo, sabemos lo aguda que puede ser la mirada de la selección, lo
capaz de elevar lo que a nosotros nos parecen minucias a asuntos de
vida o muerte. Y también hay una consideración más importante que
la de los intuicionistas del adaptacionismo sobre la vigilancia de la
selección natural. Es improbable que cualquiera de los efectos secun­
darios “no buscados” de un gen sea neutral, de modo que suponer
que todos lo son es multiplicar cosas improbables de manera alar­
mante. Entonces, si la explicación de los efectos secundarios hace
esta aseveración, o cualquier otra que se le asemeje, aunque sea

133
D E M A R C A C I O N E S D E L D I S E Ñ O

remotamente, podemos muy bien desechar las posibilidades de que


sea correcta. Se puede muy bien presuponer que los no adaptacio-
nistas de hoy no harían una presuposición tan fuerte sobre la neu­
tralidad. Pero, como hemos visto en lo que atañe a la selección na­
tural y al altruismo, es probable que en otras épocas los darwinistas
clásicos tuvieran esta noción en mente cuando hablaban de los efectos
secundarios (consecuencia de su incapacidad de apreciar los costos).
La otra presuposición, más plausible, que pudiera subyacer a la
aseveración de que la cornamenta es un mero efecto secundario es
que esas “consecuencias no buscadas” de la selección no son neutrales
-de hecho, que son deletéreas-, pero, sin embargo, inevitables. Son
inevitables porque están atadas de manera tan estrecha e irrevocable
al desarrollo embriológico de algunas adaptaciones, que la selección
natural no puede cercenar los vínculos: que algunos fenotipos que la
embriología ha unido, no los separe la selección. Desde este punto de
vista, los efectos secundarios son costosos, pero los costos son su­
perados por las ventajas adaptativas de las que se acompañan. Esto
significa una fuerte aseveración sobre la no disponibilidad de la
variación que la selección natural necesitaría a fin de separar estos
efectos fenotípicos y, por ende, la incapacidad de la selección natural
de favorecer fenotipos adaptativos mientras modéralos efectos secun­
darios no buscados. A diferencia de la aseveración acerca de la neu­
tralidad, es verdad que no hay nada intrínsecamente ilógico en ella.
Ella indica que la selección natural es la fuerza más débil (y las limi­
taciones del desarrollo, más fuertes) de lo que la mayor parte de los
adaptacionistas quisieran creer. Pero cuánto poder tiene en realidad
la selección en cada caso en particular es un asunto empírico.
Lo mismo que han sido los caracoles para la deriva genética lo ha
sido la cornamenta para el tema de los efectos secundarios. Seguiremos
con estas llamativas estructuras entonces, que sirven de ejemplo de
cómo se ve el éxito adaptacionista sobre esta cuestión.
No es sólo el extraordinario tamaño de algunas cornamentas lo
que ha planteado un acertijo adaptativo sino, y mucho más, la relación
entre su talla y la del resto del cuerpo. A medida que los ciervos crecen
más, la cornamenta por lo general aumenta, no en proporción al
tamaño del cuerpo sino con mayor rapidez; la cornamenta de los
ciervos grandes no es más grande en términos absolutos sino también
en términos relativos (relativos, quiero decir, al tamaño del cuerpo)
que la de los ciervos más pequeños. Esta relación se mantiene a lo
largo de diferentes especies de la familia (Cervidae); una especie gran-

134
“ DESVIACIONES EXTRAÑAS ATADAS EN UN MISMO H A Z ”

de, la de los renos, tiene una cornamenta desproporcionadamente


más grande que una especie pequeña como la de los muntyac. Tam­
bién es cierto para una misma especie; los adultos de gran tamaño
tienen una cornamenta exageradamente grande en comparación con
los adultos de tamaño pequeño. En las primeras décadas del siglo, en
el apogeo de las teorías ortogenéticas, se decía que estos excesos eran
ejemplos perfectos de las tendencias ortogenéticas, la marcha de fuer­
zas evolutivas inexorables. Fue Julián Huxley (1931,1932, págs. 42-9,
204-44) quien le quitó al fenómeno estas muletas no darwinistas.
Huxley explicaba el crecimiento exuberante como resultado de la
alometría. Una relación alométrica es una regularidad entre diferentes
características de un organismo; tradicionalmente se concentraban
en la regularidad de la talla entre el cuerpo entero y algunas de sus
partes, pero más recientemente también lo hacen en las regularidades
entre la estructura y el comportamiento. Huxley mostró que tras las
tendencias vagas de los ortogenetistas había una proporción muy
precisa y constante: cuando el tamaño de la cornamenta se pone
junto al del cuerpo, con ambos ejes en escala logarítmica, “los puntos-
caen a la perfección en línea recta” (Huxley 1931, pág. 822); y la incli-
naCión es mayor que la unidad: el tamaño de la cornamenta muestra
una relación alométrica positiva con relación al tamaño del cuerpo.
Huxley pensaba que esta alometría era efecto secundario de la adap­
tación. Desde este punto de vista, el cuerpo y la cornamenta están
ligados de manera tan estrecha por un mecanismo de desarrollo común,
que la cornamenta relativamente grande es consecuencia automática
de la selección que busca cuerpos más grandes. Las enormes corna­
mentas de las especies grandes y de los individuos grandes se pueden
considerar como una versión agigantada de sus contrapartes más
pequeñas. Admitía que el “mecanismo exacto de esta relación está,
en el presente, oscuro” (Huxley 1932, pág. 49). Pero uno podría ima­
ginarse por ejemplo una hormona de crecimiento que influenciara el
desarrollo tanto de los cuerpos como de las cornamentas; la selección
que busca un cuerpo más grande podría resultar en la producción de
la hormona de crecimiento y entonces la cornamenta más grande
sería efecto secundario de lo anterior.
Aunque Huxley se las arregló para descartar la fuerza extraña de
tendencias innatas, en línea recta, no pudo instalar la selección natural
como la causa primera; la suya fue una explicación no adaptativa.
Huxley rescató la cornamenta para el darwinismo. Pero, ¿cómo se la
podía rescatar también para el adaptacionismo? De acuerdo con al-

135
D E M A R C A C I O N E S D E L D I S E Ñ O

gunos no adaptacionistas, el más notable de ellos Richard Lewontin,


uno no necesita intentarlo (Gould y Lewontin 1979, págs. 587,591-2;
Lewontin 1978, págs. 167-8, 1979, pág. 13): “Aunque los modelos
alométricos están sujetos a selección, como la morfología estática
misma, es probable que algunas regularidades del crecimiento relativo
no estén bajo el inmediato control adaptativo” (Gould y Lewontin
1979, pág. 591), “és... innecesario dar una razón específica de tipo
adaptativo para la cornamenta extremadamente grande de un ciervo
de buen tamaño. Todo lo que se requiere es que la relación alométrica
no sea exageradamente mal adaptativa en los extremos” (Lewontin
1979, pág. 13). Innecesario quizás, pero sólo en tanto cualquier expli­
cación adaptativa pueda ser innecesaria. Si “los modelos alométricos
están sujetos a la selección como la morfología estática”, ¿por qué
señalarlos para darles un tratamiento no adaptativo?
Y resulta ser que, de hecho, sí hay una fuerza adaptativa tras toda
la alometría de la cornamenta. Esta fuerza, tal como T. H. Clutton-
Brock y P. H. Harvey lo han mostrado, es la competencia entre los
machos por las hembras (Clutton-Brock 1982, págs. 108-13,119-20;
Clutton-Brocky Harvey 1979, págs. 559-60; Clutton-Brock eta l 1980,
1982, págs. 287-9, 291; Harvey y Clutton-Brock 1983). Huxley sim­
plemente correlacionó con logaritmos el tamaño de la cornamenta
contra el tamaño del cuerpo y encontró una línea recta. Pero divi­
damos las especies de ciervos en tres, dependiendo de la ferocidad de
los machos al competir por las hembras, y emerge un cuadro diferente.
El tamaño de la cornamenta se relaciona con el tamaño del cuerpo
sólo porque ambos están relacionados de manera independiente con
la intensidad de la competencia entre los machos; son efectos inde­
pendientes de una causa común. Mientras mayor es la competencia
(el grado de poligamia), más invierte un macho en tamaño corporal
y aún más en cornamenta. Así, las especies que forman unos grupos
de cría más grandes tienden a tener un tamaño corporal mayor; y,
dado que la cornamenta más grande es un arma mejor que la peque­
ña, las especies que forman grupos de cría mayores también tienen
una cornamenta más grande que las especies que forman grupos más
pequeños. La relación entre el cuerpo y la cornamenta se revela no
como la línea recta perfecta de Huxley sino como tres líneas rectas
diferentes. (Las relaciones alométricas de Huxley entre tamaño de
cornamenta y cuerpo todavía siguen estando allí en el caso de las tres
categorías de apareamiento. Pero esto no es sorprendente. Las espe-

136
“DESVIACIONES EXTRAÑAS ATADAS EN UN MISMO H A Z ”

des más grandes son más poligínicas y esto será derto en cada una de
las categorías.) El tamaño de la cornamenta, entonces, no se aumenta
meramente en medio del torbellino adaptativo del tamaño del cuerpo;
es una adaptación por derecho propio.
Esta presión selectiva, a propósito, podría explicar bien por qué el
extinto ciervo irlandés tenía una cornamenta tan extraordinariamente
grande. Éste era un ejemplo antiadaptacionista y antidarwinista típi­
co y favorito, de una estructura demasiado grande y desproporcionada
para haber sido el resultado de la selección natural, una estructura
que debió haber sido controlada por una tendencia ortogénica, tal
vez la fuerza que al fin llevó al ciervo a la extinción. Pero el colosal
tamaño relativo de la cornamenta es algo que se podía esperar (y
también, aunque al principio parezca en contra de toda evidencia, la
forma palmeada que tiene) si el ciervo era poligínico y la usaba como
arma en las batallas entre los machos (Clutton-Brock 1982, págs. 112-13;
Clutton-Brock et al. 1982, pág. 299).
A pesar de lo grande que es, la cornamenta es sólo una parte del
cuento del éxito alométrico. El tamaño del cerebro en los grandes
monos (Clutton-Brock y Harvey 1980), el tamaño de los dientes en
los monos del viejo mundo (Harvey et al 1978,1978a), el tamaño de
los testículos en los primates (Harcourt et. al 1881) y muchos otros
asuntos alométricos han cedido ante el escrutinio adaptacionista. Y
lo que es más, estos análisis adaptativos pueden mostrar brechas y
anómalías que de otra manera habrían permanecido ocultas. Harvey
y Clutton-Brock citan un ejemplo muy diciente:

Roger Short... había predicho que en [especies de primates] donde


las hembras se aparean con m ás'de un macho durante el ciclo
reproductivo, los machos tendrían testículos más grandes en rela­
ción al tamaño corporal que en las especies cuyas hembras sólo
tenían un macho por ciclo. Donde las hembras eran promiscuas, el
esperma de cada macho tenía que competir con el de otros, y el que
producía más esperma era el que tendría más probabilidades de
generar descendientes.
La predicción de Short encajaba de manera perfecta con los
datos, excepto en el caso del mono probócide. Esta especie tiene
testículos pequeños en relación con el tamaño corporal, aunque las
hembras se juntan con varios machos. Pero más recientemente, los
estudios de campo detallados han mostrado que el mono probócide
no es en realidad una excepción. Las hembras se asocian sólo con un

137
D E M A R C A C I O N E S DEL D I S E Ñ O

Selección secuencial

Efecto 1

Gen 1

Gen 2

Pleiotropía extendida: una de las tres m aneras como el bizonte de cabeza


grande adquirió un cuello apropiado.

138
“desviaciones extrañas atadas en un mismo h a z ”
macho durante la época en que tienen mayores probabilidades de
concebir (Harvey y Clutton-Brock 1983, pág. 315).

Para Husley las constantes alométricas eran exactamente eso:


constantes. O, al menos, estaban más allá del alcance de la selección
natural, presa de las limitaciones de los procesos del desarrollo. Pero,
¿por qué presuponer, en lo que atañe a los mecanismos de crecimiento,
que sólo la embriología puede poner las manos en los controles? ¿Qué
es lo que, al fin de cuentas, afina los controles de la embriología
misma? Tal como Richard Dawkins lo ha señalado: “Las constantes en
un escala temporal pueden ser variables en otra. La constante alomé-
trica es un parámetro de desarrollo embriónico. Como otros paráme­
tros de la misma índole, éste puede estar sujeto a variación genética
y, por tanto, puede cambiar con el tiempo de la evolución” (Dawkins
1982, pág. 33), y este cambio puede ser adaptativo.
Hasta ahora hemos seguido la noción común de pleiotropía (efec­
tos secundarios fenotípicos “no buscados” ). Ha llegado la hora de
desafiar este concepto, y de contradecirlo desde el punto de vista
adaptativo. Ya hemos hecho esto hasta cierto punto con la idea de los
fenotipos escondidos. La concha más gruesa de un caracol parasitado,
que de otra manera se vería como sólo un efecto secundario de las
actividades de su invitado, podría resultar ser un efecto fenotípico
extendido de un gen que tenga el parásito: no pleiotropía sino adap­
tación. Siguiendo el estilo de los argumentos que nos llevaron al
mundo de los fenotipos extendidos, me gustaría proponer una línea
de razonamiento que nos llevara al reino de la “pleiotropía extendida”.
Allí encontraremos que los efectos pleiotrópicos resultaron ser más
adaptativos, al tiempo que más comunes, de lo qué nuestra idea
normal de pleiotropía nos llevaría a sospechar.
Consideremos, ya que hemos estado estudiando estructuras
desusadamente grandes, la cabeza típicamente grande de un bisonte.
Un peso tan enorme requiere músculos muy fuertes que lo sostengan.
Al seleccionarse la cabeza grande, la selección natural se plantea a sí
misma el problema de producir algo que encaje funcionalmente bien
entre la cabeza y los músculos. ¿Cómo puede lograrse esto?
Podría ser con lo que normalmente se piensa como un efecto
pleiotrópico. Por medio de un singular golpe de suerte el gen que
produce cabezas grandes también podría otorgar músculos grandes
(donde el “gen para” es, como siempre, una proposición acerca de las
diferencias genéticas). Pero esto sería una casualidad poco probable,

139
D E M A R C A C I O N E S DE L D I S E Ñ O

no más probable que el que las cabezas grandes siempre vinieran con
músculos más pequeños o sin ningún cambio en el tamaño muscular.
Es más probable que la selección natural tuviera que tomar una parte
más activa. Al llenarse el paquete genético de genes para cabezas
grandes, las presiones de la selección se establecerían a favor de los
genes para músculos grandes. Esto sería distinguible de la pleiotro-
pía porque en este caso el apareamiento se llevaría sólo después del
paso de varias generaciones; la selección natural no podría hacer el
apareamiento hasta que los genes para músculos grandes aparecieran
por casualidad.
Éstas son las dos posibilidades. Pero ahora pensemos en térmi­
nos de pleiotropía extendida. No es sólo que el bisonte esté dotado de
músculos en el cuello. También tiene tendencia a que estos músculos
crezcan si son ejercitados. De manera que un bisonte de cabeza
grande automáticamente tenderá a desarrollar músculos grandes en
el cuello. Ahora bien, a primera vista esto no suena a pleiotropía.
Pero, ¿qué es la pleiotropía, al fin y al cabo, sino los diversos efectos
fenotípicos de un gen? El efecto del gen de la cabeza grande sobre los
músculos del cuello, es, estrictamente hablando, un efecto fenotípico
de este gen. En un medio normal, en el que un bisonte puede hacer
ejercicio con la cabeza y el cuello normalmente, cualquier individuo
que poseyera el gen de cabeza grande tendería a tener músculos gran­
des en el cuello. Así que este gen debe considerarse como uno para
músculos de cuello grandes, al igual que uno para cabeza grande. Si
uno quiere retener la categoría “pleiotrópico” entonces los músculos
grandes del cuello son pleiotrópicos. Pero lo que nos interesa aquí es
que, a diferencia de muestro punto de vista normal de la pleiotropía,
no se desarrollan gracias a una conexión embriológica contingente,
arbitraria y singular que resulta aparecer en el momento en que es
útil; se desarrollan por razones adaptativas.
Ahora bien, se puede objetar que el efecto sobre la talla de la
cabeza es primario mientras el de la necesidad de músculos es in­
directo y por lo tanto secundario; se puede argüir que los efectos
pleiotrópicos son por lo general directos, efectos primarios de un
gen. Pero ello no es así; cualquier efecto fenotípico, incluso el del
tamaño de la cabeza es indirecto de la misma manera (Dawkins 1982,
págs. 195-7). “La mayor parte de los efectos vistos por biólogos que
estudian el animal entero y todos los que ven los etólogos son largos
y tortuosos... [¿qué es] cualquier característica genética..., morfológica,
fisiológica o de comportamiento, sino un ‘producto secundario’ de
140
“ DESVIACIONES EXTRAÑAS ATADAS EN UN MISMO H A Z ”

algo más fundamental? Si pensamos en el asunto bien a fondo encon­


tramos que todos los efectos genéticos son ‘subproductos’, excepto
las moléculas proteínicas” (Dawkins 1982, pág. 197). Hay una larga
cadena de causas y efectos escondida para nosotros en nuestra igno­
rancia de las rutas embriológicas, que va de los genes a las proteínas,
hasta llegar a la cabezota del bisonte; sólo por nuestra ignorancia de
esta cadena llamamos a la cabeza un efecto “primario” del gen. Y es
sólo porque conocemos que opera el efecto del ejercicio, que estamos
tentados a llamar a un efecto particular del gen, su efecto sobre los
músculos del cuello, como “secundario”. La posición de este vínculo
“secundario” en la cadena del desarrollo no es en realidad diferente
de cualquiera otro. Si supiéramos que un mayor tamaño muscular de
alguna manera está conectado a la presencia del gen para un mayor
tamaño de la cabeza, pero no conociéramos los detalles embriológicos
del impacto del ejercicio, nos limitaríamos a designar los músculos
poderosos como un afortunado efecto pleiotrópico del gen del tama­
ño de la cabeza, sin siquiera plantear el asunto dé si era sólo un efecto
“secundario” ; seríamos incapaces de distinguir la modificación adap-
tativa durante el lapso de vida de un individuo de los efectos pleiotró-
picos normales. De hecho, según lo que sabemos, cuando se entienda
la embriología del desarrollo del cráneo finalmente, podremos des­
cubrir que el efecto que el gen tiene sobre el tamaño de la cabeza
también es una especie de llamado desde algún efecto más primitivo,
más “primario” del gen, que de pronto podría, también, ser “ejercicio”
de alguna clase. Pero aun aquel efecto anterior tiene que ser causado
por algo previo a él, y éste a su vez, podría ser una especie de “efecto
del ejercicio”. Entonces, necesitamos extender nuestra idea de lo que
es pleiotrópico y al mismo tiempo lo que es adaptativo. Los genes
operan -para nosotros, por ahora- en buena medida de modos mis­
teriosos. Cuando parecen estar produciendo conexiones aparente­
mente de puro azar, a nivel fenotípico, podrían muy bien estar
haciendo algo mucho más adaptativo; podrían estar usando oportu­
nidades adaptativas disponibles gracias a la selección natural.
Después de haber sujeto la idea de los efectos secundarios a una
reinterpretación tan indefectiblemente adaptativa, pienso que es más
que justo señalar al menos una manera como los darwinistas pueden
estar subestimando sistemáticamente el grado hasta el cual los efectos
fenotípicos son no adaptativos, subestimando el grado hasta el cual
son en realidad sólo efectos secundarios. Cuando hablamos de los
efectos secundarios de un gen tendemos a centrarnos en las conexiones
141
D E M A R C A C I O N E S D E L D I S E Ñ O

que encontramos plausibles desde el punto de vista intuitivo, dejando


pasar otras posibilidades porque no nos parece tan probable que estén
vinculadas entre sí. Pero nuestras intuiciones podrían ser una guía
demasiado conservadora para lo que constituye un efecto secundario.
Quizás muchos no sean muy perfectos. Hemos advertido que los genes
pueden ejercer sus efectos a través de toda clase de vínculos insospe­
chados y extraños y es probable que algunas de estas conexiones nos
parecieran extrañas a nivel fenotípico. ¿Hay, quizás, efectos secunda­
rios que ni siquiera pensamos como tales porque sus conexiones con
otros efectos fenotípicos, con efectos fenotípicos adaptativos, están
escondidos para nosotros en lo profundo del desarrollo embriológico?
¿Hay, quizás, efectos secundarios genuinos que no se reconocen como
tales, simplemente porque caen por fuera de las categorías intuitivas
de la pleiotropía?
Hasta ahora nuestra noción de un efecto secundario se ha basado
en la pleiotropía. Los efectos pleiotrópicos surgen por medio de la
intervención de la embriología y el desarrollo, Pero, como pudiera
objetar un no adaptacionista, esta idea circunscribe demasiado nuestra
atención: el reino de los efectos secundarios va mucho más lejos de lo
que la “pleiotropía” le sugiere a la mente. Tomemos por ejemplo el
color. Es claro que los organismos tienen que tener algún color; ¡se
debe admitir que incluso los objetos inorgánicos tienen color! En­
tonces, el color como tal no es necesariamente funcional. Surge de
manera automática por el funcionamiento de las leyes de la física y
de la química. Quizás también los adaptacionistas se apresuran dema­
siado a buscarle explicaciones a los colores de las plantas y animales.
Dado que el estado de tener color es meramente un efecto secundario
físico-químico, necesitamos ser cautelosos al adjudicarle significado
a un color particular que un organismo resulte tener. Si queremos,
por ejemplo, explicar por qué la sangre es roja, no necesitamos apelar a
la selección natural. El color de la sangre es una propiedad fisico­
química incidental de la molécula de la hemoglobina. No tiene
propósitos adaptativos. Con la física y la química basta. Y quizás
muchas características más de los organismos son del “color de la
sangre”, como lo han sospechado los darwinistas.
Esta aseveración no adaptacionista -de que para algunos efectos
secundarios es suficiente una explicación físico-química, mientras no
es apropiada la adaptativa- no debe confundirse con una aseveración
que se hace a menudo sobre las dificultades puramente prácticas de
internarnos hasta los niveles reductivos apropiados. Tomemos por
142
“d esvi aci ones ex tr a ña s atadas en un mismo haz
ejemplo los importantes problemas de explicarnos a nosotros mismos.
Es algo sin esperanza, como dice el argumento práctico, intentar una
explicación de la miríada de características humanas que van desde
el altruismo hasta las tasas de divorcio y de allí a las guerras; no sólo
somos lastimosamente ignorantes de cómo se podrían expresar los
genes relevantes en los medios no naturales de nuestro mundo mo­
derno, sino también la complejidad de los fenómenos puede poner
aquel detalle infinitamente lejos de nuestra posibilidad de entenderlo.
En principio, una explicación biológica sirve. Pero en la práctica,
cualquier intento de reducción tan total sería demasiado ambiciosa.
El argumento de los efectos físico-químicos es muy diferente. Dice
que en la jerarquía de los niveles de explicación, la selección natural
está en principio en el nivel errado de la reducción para explicar
algunas características; en principio (y esto es el contrario del argu­
mento práctico) no es lo suficientemente reductiva.
Y esto nos lleva a la parte más difícil. ¿Cuáles características? Una
vez más necesitamos preguntarnos cómo podemos distinguir los
meros efectos secundarios de “ lo principal”. A primera vista, el sen­
tido común parece ser una buena guía. Pero veremos que a segunda
vista la historia es distinta. Sigamos con el asunto del color.
Sorprende advertir que en las épocas predarwinistas los efectos
de la coloración animal y de las plantas, que ahora se consideran de
manera rutinaria como adaptativos no se veían como funcionales. La
responsabilidad de esto le cabe en parte al idealismo. T. H. Huxley,
por ejemplo, que antes de adoptar la óptica darwinista estaba fuerte­
mente influido por el idealismo continental (Bartholomew 1975;
Gregorio 1982; Hull 1983), negaba que los colores de los pájaros, las
mariposas y las flores les fueran de uso alguno.

Tomemos el caso de los pájaros o de las mariposas... ¿ha de


suponerse por un momento que la belleza del diseño y el color... le
hacen algún bien a los animales?, ¿que ellos efectúan alguna de las
acciones de su vida con más facilidad y mejor por ser más brillantes
y graciosos, que si fueran más opacos y feos?..., ¿quién ha soñado
alguna vez con encontrar un propósito utilitario en las formas y
colores de las flores?... (Huxley 1856, pág. 311).

Seguramente, quisiera uno apresurarse a contestar, el creacionismo


utilitarista tuvo que haber soñado con eso, tuvo que haber tratado de
explicar el color de manera adaptativa. Así, es aún más sorprendente

143
D E M A R C A C I O N E S DE L D I S E Ñ O

encontrar cómo, en conjunto, no lo habían hecho. Se ha indicado


que esto se debe a que si bien las explicaciones adaptativas tratan
adm irablem ente la coloración parduzca y secreta, parecían
inapropiadas cuando se llegaba a lo llamativo y vistoso (Kottler 1980,
pág. 205). Hay un intento de demostrar que, al contrario de los
darwinistas que reclaman para sí la prioridad, la teología natural
predarwinista sí tenía una gran tradición de explicar el color de ma­
nera adaptativa (Blaisdell 1982). Pero las “explicaciones” citadas son
tan no adaptativas, tan débiles, tan poco convincentes, que aun sin
darse cuenta despiertan la jactancia darwinista. No estoy tratando de
decir que los predarwinistas veían la coloración como efectos secun­
darios de la física y de la química. Pero ciertamente no estaban pre­
dispuestos a verla de modo adaptativo, de la manera como los
darwinistas llegaron a hacerlo.
El darwinismo transformó el pensamiento de los naturalistas so­
bre la coloración. Wallace orgullosamente lo señaló como uno de sus
triunfos más importantes.

Entre las numerosas aplicaciones de la teoría darwinista... nin­


guna ha sido más exitosa... que la que tiene que ver con los colores de
los animales y plantas. Para la escuela antigua de naturalistas el color
era una característica trivial... y que no parecía tener, en la mayor
parte de los casos, ningún significado para quienes los lucían... Pero
las investigaciones de Darwin cambiaron por completo nuestro punto
de vista sobre el asunto... Su principio general más importante, el de
que todas las características fijas de los seres orgánicos se han desa­
rrollado bajo la acción de la ley de la utilidad, llevaba a la conclusión
inevitable de que una característica tan llamativa y notable como el
color... tenía que haber tenido..., en la mayor parte de los casos, algu­
na relación con el bienestar de sus dueños. La observación y la inves­
tigación continuas... han demostrado que esto es así... (Wallace 1889,
págs. 187-8).

Gran parte de este éxito resultó de los esfuerzos del mismo Wallace, y
en contra de una oposición formidable. Sus opositores no estaban
reducidos a los antidarwinistas. Muchos darwinistas pluralistas
pensaban que algunos aspectos distintivos de la coloración no eran
adaptativos; hemos visto que las diferencias específicas de las especies
se convirtieron en un punto importante de disputa. Más aún, para
gran desaliento de Wallace, Darwin intentó darle un giro a gran parte
144
“DESVIACIONES EXTRAÑAS ATADAS EN UN MISMO H A Z ”

de la evidencia, hacia la selección sexual. No es de extrañarse que, en


su autobiografía, Wallace escogiera la coloración como una de sus
dos victorias mayores en su batalla por extender el alcance de la
selección natural; de hecho, ésta era un área en la cual a él le encanta­
ba describirse a sí mismo como más darwinista que Darwin (Wallace
1905, ii, pág. 22).
Hasta aquí muy adaptativo. Pero aun Wallace pasaba trabajos para
hacer énfasis en que el adaptacionista debía estar atento a los efectos
secundarios físico-químicos:

Todo objeto visible tiene que ser de algún color, porque a fin de
que sea visible debe enviar rayos de luz a nuestros ojos... en el mundo
inorgánico encontramos colores abundantes y variados... En él no
podemos cuestionar la utilidad para el objeto de color, y tal vez tam­
poco en el rojo vivo de la sangre... o aún en el manto de verdor que
viste una porción tan grande de la superficie terrestre. La presencia
de algún color, o aún la de muchos colores vivos, en animales y plan­
tas, no requerirá otra explicación que la del azul del océano, o la del
rubí o la de la esmeralda; esto es, exigirá una explicación sólo física
(Wallace 1889, pág. 188-9).

Los verdes colores del follaje surgen simplemente de la presencia de


la clorofila... y por tanto no son “adaptativos”... [son] el resultado
directo de la composición química de la estructura molecular, y al
ser productos normales del organismo vegetal no necesitan explica­
ción particular (Wallace 1889, pág. 302). En el caso de la sangre, su
color no podía haber estado sujeto a las fuerzas selectivas porque está
escondida (Wallace 1889, pág. 297). Éste, dicho sea de paso, se convirtió
en argumento favorito de los adaptacionistas, que solían citar la
coloración de los organismos microscópicos, o de la parte interior de
la concha de un caracol y de otros fenómenos recónditos, para minar
el punto de vista de que el color era en términos generales adaptativo
(véase v. gr. Bowler 1983, págs. 151,203).
Pero recordemos que Wallace era un adaptacionista convencido.
Por ende también estaba interesado en el asunto de cuándo emplear
explicaciones adaptativas. El diseño es una clave de que el color no es
sólo consecuencia automática de la física y la química: “Es la maravi­
llosa individualidad de los colores de los animales y las plantas lo que
atrae nuestra atención, el hecho de que los colores se localizan en
modelos definitivos, algunas veces de acuerdo con características

145
D E M A R C A C I O N E S DE L D I S E Ñ O

estructurales, otras del todo independiente de ellas, mientras a menudo


difieren en las maneras más fantásticas e impresionantes en especies
semejantes” (Wallace 1889, pág. 189). La constancia también indica
que la selección natural ha hecho su trabajo. La selección doméstica
proporciona evidencia independiente de esto; el color es muy cons­
tante en la naturaleza pero varía enormemente bajo la domesticación,
donde cesan las presiones de la selección (Wallace 1889, págs. 189-90).
Los criterios de modelo y constancia pueden sonar tari obvios y
tan de sentido común que no son susceptibles de ser controvertidos.
Y parecen garantizar decisiones claras en al menos algunos casos.
Ciertamente apoyan nuestra intuición de que los colores de la cola
del pavo real requieren explicación adaptativa, mientras la de los ór­
ganos internos no. Entonces, existen, le parece a uno, algunas áreas
en las cuales los darwinistas estarían de acuerdo.
Pues no. Cuando se trata de los modelos se podría argumentar
que la distribución y la intensidad del color no son, algunas veces,
más que el resultado automático de rasgos estructurales o fisiológicos.
En este caso uno esperaría que el color estuviera “localizado en mo­
delos definidos” y “de acuerdo con las características estructurales”.
Lejos de ser un signo de adaptación, tal coloración sería un rasgo
diagnóstico de un efecto secundario. El criterio de Wallace sería to­
talmente incorrecto. Veremos que, de hecho, un naturalista impor­
tante del siglo x ix insistía en que la cola del pavo real debía explicarse
de manera físico-química y no adaptativa, precisamente con base en
lo anterior. Este argumento, se admite ahora, parece muy inapropiado
en el caso de la cola del pavo real, pero no lo es necesariamente en
todos los demás. Este importante naturalista, a propósito, era Wallace.
El criterio de constancia también ha sido atacado. Tomemos por
ejemplo la disputa sobre las características específicas de una especie,
las empleadas para la clasificación, tales como las pinceladas distinti­
vas de color en algunas especies de pájaros. Esas características son
por supuesto, impresionantemente constantes, de ahí que se usen para
la clasificación. Algunos no adaptacionistas han pensado que si una
característica adaptativa, específica de la especie -la habilidad de
correr con velocidad, por ejemplo-, tuviera un efecto secundario
físico-químico, por decir algo, una mancha roja, entonces sería proba­
ble que la mancha roja permaneciera constante mientras la selección
natural continuara actuando sobre la velocidad al correr. Y, estos no
adaptacionistas han sostenido que muchas características constantes

146
“ DESVIACIONES EXTRAÑAS ATADAS EN UN MISMO H A Z ”

pueden en realidad ser una mancha roja, no la habilidad de correr


rápido, y entonces no tener valor adaptativo a pesar de su constancia.
Entonces la constancia y el modelo no garantizan que el color sea
un efecto secundario. Caminando en sentido contrario, por la vía
adaptativa, sin embargo, no deberíamos aceptar sin cuestionamientos
que lo “no visible” indica “lo no adaptativo”. Que sólo porque no se
ve la sangre, puede asignársela sólo a la química y a la física. Hay
razones obvias para ello. Normalmente pensamos en el color de un
organismo como en algo que trabaja sobre los órganos de los senti­
dos de otros organismos -e l camuflaje, los colores de prevención,
e tc-, pero los agentes inorgánicos también sujetan a selección los
colores de un organismo; por ejemplo, los rayos del sol seleccionan
una pigmentación más oscura. Y, aún pensando en los sentidos de
los organismos como agentes selectores, nuestra idea de lo que es
visible no debería detenerse con la visión humana. En términos más
generales, no deberíamos darle primacía a la idea de experiencia cen­
trada en el ser humano. Al fin y al cabo, el modo como los organis­
mos experimentan las propiedades físicas es muy específico según la
especie, y las ventajas adaptativas de una característica pueden no
tener nada que ver con cómo experimentan los humanos esta carac­
terística, o incluso con si la experimentan o no:

Las fluctuaciones en la temperatura no llegan a los órganos in­


ternos de un mamífero como señales térmicas sino químicas... Las
hormigas que comen a la sombra detectan cambios de la temperatu­
ra como tales sólo de manera momentánea, pero a lo largo de un
período extenso de tiempo experimentarán los rayos del sol como
hambre... en las abejas de las flores, la luz ultravioleta lleva a una
fuente de comida, mientras que para nosotros lleva a un cáncer de la
piel (Lewontin 1983, pág. 77; véase Dawkins, págs. 21-41 para un ejem­
plo detallado).

Pero, haciendo a un lado las razones más obvias, hay otra manera
como la función biológica y lo que se ve como un “efecto secunda­
rio” de coloración puede estar conectado de manera más precisa de
lo que generalmente apreciamos. Consideremos otra vez el rojo de la
sangre. Aun un adaptacionista tan ardiente como Wallace presupo­
nía que es una propiedad enteramente incidental de la molécula de la
hemoglobina, propiedad a la que se le puede dar explicación física,

147
D E M A R C A C I O N E S D E L D I S E Ñ O

pero no adaptativa. Y varias generaciones de darwinistas la han sacado


a relucir como ejemplo favorito de un efecto secundario físico-quí­
mico. Pero quizás es menos incidental que lo que esta posición ejemplar
indica. Al fin y al cabo la función adaptativa y el color están estrecha­
mente ligados.

La resonancia molecular, visible como color, es originada por


diversas clases y grados de insaturación química o valencia incom­
pleta. En muchos casos, el agrupamiento cromofórico insaturado
puede impartir color y un aumento de la reactividad o inestabilidad
química a la misma molécula. Tales compuestos, por tanto, pueden
adoptar con mucha mayor facilidad papeles bioquímicos importan­
tes... o constituirse en subproductos representativos de procesos
metabólicos especiales.;, el color y la actividad bioquímica en tales
casos son dos efectos interrelacionados del mismo fenómeno molecular
fundam ental (Fox 1953, págs. 4-5; véase también pág. 9; el subrayado
es mío).

Se puede admitir que el rojo de la sangre como color visible para


nosotros todavía se puede describir mejor como un efecto secundario.
Pero las propiedades que lo hacen visible a nosotros como rojo están
íntimamente conectadas con el hecho de que puede combinarse con
el oxígeno y por lo tanto con su rol adaptativo. Y este contacto íntimo
se falsea al desechar el color como un mero efecto secundario sin más
misterio. La cadena causal entre la adaptación y el funcionamiento
automático de la física o la química puede ser más corta y menos
arbitraria de lo que Wallace - y muchos no adaptacionistas- supo­
nían.
De hecho, este ejemplo refuerza el argumento que ya hemos
mostrado, que pensar en el color como algo de interés para la selec­
ción natural sólo por sus propiedades como entidad visible es un
prejuicio centrado en la percepción. Una vez que pensamos no en lo
rojo de la sangre como color que percibimos sino como una reso­
nancia molecular de una frecuencia particular tenemos claramente
una propiedad que la selección natural podía poner para uso
adaptativo independientemente de si fuera vista o no. Y no debemos
pensar automáticamente en el color como algo que percibimos, no
deberíamos traer a colación de manera automática las propiedades
tal como se experimentan. La propiedad que nos hace ver el color
bien podía ejecutar otras funciones. El valor biológico del “color”,
148
ARTEFACTOS DE N U E STR A SM EN TES

como lo hemos visto, radica en sus propiedades físicas y químicas no


visuales. El rojo de la sangre como lo experimentamos es en realidad
un efecto secundario. Pero no se puede saltar desde allí a una explica­
ción no adaptativa. La selección natural puede ser indiferente a nuestra
experiencia. Pero puede estar lejos de ser indiferente acerca de si la
sangre es “roja” o de algún otro “color”.
El punto en todo esto es simplemente notar, una vez más, lo sutil
que puede ser el poder adaptativo, cómo puede la selección natural
escrutar incluso los colores “escondidos”, cómo no podemos permitir
que una noción aparentemente de sentido común como la visibili­
dad de los colores (en particular la visibilidad para nosotros) sea nuestra
guía para el propósito adaptativo. ¡El no adaptacionista no debe sen­
tirse muy animado ni siquiera con el color de la sangre!

Artefactos de nuestras mentes

Hasta ahora todas las dudas sobre las características adaptativas


han sido acerca de si son adaptativas. Pero cuando se trata de decidir
qué es una adaptación, también caben dudas sobre las características
mismas. Está muy bien, diría un no adaptacionista, que un darwinista
sostenga que alguna característica requiera una explicación adaptativa.
Pero, ¿cómo decide uno qué constituye una característica en primer
lugar? La naturaleza no nos llega demarcada con nitidez como un
juego de pintura por números o el cráneo modelo de un frenólogo.
Tenemos que dividir el organismo antes de poder explicarlo. Hay que
hacer algunos análisis antes de proceder a las explicaciones. Y si las
descripciones que resultan de tal análisis no son correctas, lo que tra­
tamos de explicar puede no ser más que una mera construcción men­
tal, un artefacto demuestra mente. El problema lo planteó Richard
Lewontin:

¿Cómo [se debe] segmentar el organismo al describir su evolu­


ción? ¿Cuáles son las líneas de sutura “naturales” para la dinámica de
la evolución? ¿Cuál es la topología de los fenotipos de la evolución?
¿Cuáles son las unidades fenotípicas de la evolución? (Lewontin 1979,
pág. 7).
La disección de un organismo en partes, cada una de las cuales
es considerada una adaptación específica, requiere... una decisión (a
priori)... Uno debe decidir sobre la manera apropiada de dividir el
organismo... ¿Es la pierna una unidad evolutiva, de manera que su

149
D E M A R C A C I O N E S DE L D I S E Ñ O

función adaptativa se pueda inferir? Si así es, ¿qué se puede decir de


una parte de una pierna, por ejemplo el pie, o de un sólo dedo del
pie, o de un sólo hueso del dedo? (Lewontin 1978, pág. 161).

Uno podría agregar también preguntas como, ¿qué se ha convertido


en una unidad más arbitraria aún, como por ejemplo la espinilla con
parte de la pantorrilla? Algunos intentos de explicaciones adaptativas
están mal encaminados, sostiene Lewontin, porque la entidad en cues­
tión simple y llanamente no es una unidad adaptativa (Gould y
Lewontin 1979, pág. 585; Lewontin 1978, págs. 161-4,1979> pág. 7).
Entonces, ¿cuándo es una “unidad adaptativa” en realidad una
unidad adaptativa? ¿Cuándo una categoría que nosotros vemos la ve
también la naturaleza? La respuesta tiene que ser: cuando es una
unidad sobre la cual puede trabajar la selección. Para el darwinismo
clásico esto hubiera sido difícil de especificar con precisión. Pero para
el moderno una unidad es obviamente un gen y el árbol ramificado
de todos los efectos fenotípicos (en comparación con formas alternas
del gen, sus alelos). Si resulta ser que el hueso del dedo gordo del pie
y la forma de una ceja son efectos pleiotrópicos del mismo gen,
entonces esta combinación extraña es una unidad adaptativa respe­
table. La selección natural trabaja sobre diferencias genéticas en
poblaciones. Si un cambio genético que alarga el hueso también hace
más curva la ceja, entonces nuestra explicación adaptativa déberíá
reconocer este hecho; debemos estar interesados en las diferencias
genéticas que dan lugar no sólo a diferencias en el tamaño de los dedos
de los pies sino en la forma del dedo de pie, más la ceja, aun si la
forma de la cejas resultara ser neutral desde el punto de vista de la
selección.
Ésta es una respuesta que no habría sido obvia para la visión clá­
sica del darwinismo, centrada en el organismo, pero que le viene como
anillo al dedo a una teoría centrada en el gen. La cuestión de unidades
adaptativas es un asunto que tiene que ver con vínculos entre
fenotipos. Un análisis centrado en el gen nos dice cómo efectuar estos
vínculos. Y al hacerlo, nos recuerda una vez más la arbitrariedad de
nuestra distinción entre los efectos adaptativos de un gen y los efectos
secundarios pleiotrópicos de este mismo gen. Es una distinción nues­
tra, y en muchos contextos, muy útil. Pero no es la respetada por
la selección natural, y no debemos permitir que nos encamine mal
cuando el contexto no es el que nos interesa a nosotros sino el que le
interesa a la selección natural.
150
ARTEFACTOS DE NUESTRAS MENTES

La mejor manera de introducir mi teoría consiste en dar un éjem-


plo simplificado: para este efecto utilizaré la publicidad de un
disco. Imagine que tiene un conjunto de discos circulares todos
los cuales son más o menos redondos pero algunos lo son más
que otros. Imagine también que es juez en una competición para
evaluar la calidad de los discos. Los discos de alta calidad son
perfectamente circulares, los de menor calidad sQn menos redon­
dos. Ahora bien, debido a las limitaciones de sus sentidos puede
experi mentar una gran dificultad al decidir qué tan perfecto es un
disco en particular. Un punto en el centro del disco le puede ayu­
dar a evaluar la circularidad del mismo y facilitar la selección de
un disco perfecto entre los que casi lo son. (Este efecto se muestra
en el gráfico 1.)
Si el punto en el centro ayuda a los jueces a evaluar la circularidad
de un disco, también será de utilidad para el fabricante de discos
colocar un punto en el centro. Si los jueces deciden entonces uti­
lizar el punto para discriminar en favor de los discos perfectos
tenemos una coalición entre discos perfectos (ó sus fabricantes) y
los jueces gracias a un resultado que beneficia a ambos -a l disco

El principio de la desventaja, tal como se ilustra en Decorative patterns and


the evolution o fa rt de Zahavi. Pero el arte falsifica desventajas aunque la
naturaleza no lo pueda hacer. N o es sorprendente que el círculo con el punto
parezca menos perfecto: ¡lo es!

151
D E M A R C A C I O N E S D E L D I S E Ñ O

Esta solución está muy clara en principio. Pero es una lástima


que no sea, por supuesto, de mucha ayuda en casos individuales (a
menos -lo que es altamente improbable- que podamos rastrear todos
los efectos; fenotípicos de los genes relevantes). Entonces es tan pro­
bable como siempre que construyamos artefactos sin darnos cuenta
y nos dediquemos a resolver enigmas que no tienen solución. De
hecho, el camino está abierto para que los no adaptacionistas traigan
a colación los casos más obstinados con alarmante facilidad, casos
que podrían poner a los adaptacionistas permanentemente a la de­
fensiva. A un adaptacionista que pudiera explicar con éxito por qué
el leopardo tiene manchas y por qué tienen este color característico
podría desanimarse muy pronto si se le preguntara qué ventaja tenía
que fueran ochenta manchas en lugar de setenta y nueve o noventa y
una.
Podría desanimarse. Pero no puedo evitar pensar que si el adap­
tacionista fuera el zoólogo israelí Amotz Zahavi, tendría preparada
una réplica y que ésta, correcta o no, nos garantiza que las manchas
del leopardo, dividiéndolas como las dividiera, jamás nos volverían a
parecer iguales a nosotros. En realidad, Zahavi ha hecho algo seme­
jante a lo anterior. Al lanzar la mirada adaptacionista sobre diseños
sorprendentes como las manchas del leopardo o las rayas de la cebra,
en realidad ha redibujado las líneas de sutura de la explicación adap-
tativa (Zahavi 1978). ¿Por qué, se pregunta Zahavi, tiene el animal el
dibujo particular que tiene, con cada detalle especial y no otro? Los
dibujos se explican, en términos generales, como señales. Pero la
conexión entre dibujos y señales se considera casi siempre arbitraria,
o, en el mejor de los casos, basada en algún efecto fisiológico simple,
tal como algo lleno de confusión y líneas, sin orden alguno. Las rayas
de la cebra suelen considerarse como algo que sirve para confundir a
los depredadores o para camuflarse. Pero, tal como Zahavi lo señala,
esto no explica por qué están colocadas precisamente donde están.
Sin embargo, supongamos que la cebra esté empleando sus rayas para
hacerle propaganda a su calidad ante otros. Supongamos, por ejem­
plo, que trata de mostrarle a los depredadores o a las parejas poten­
ciales que es grande, musculosa o de piernas largas. En este caso, las
rayas estarán colocadas estratégicamente, de tal manera que hagan
énfasis sobre estas mismas cualidades; la selección natural usará di­
bujos particulares para señalizar mensajes particulares (Zahavi 1978,
pág. 182). Zahavi nos obliga a dibujar nuevas líneas alrededor de las
características adaptativas.
152
ARTEFACTOS DE N UE STRAS M ENTES

En realidad, también nos invita a hacer más que esto. Le aplica


una idea suya típicamente contra toda evidencia, que ha llegado a ser
conocida como el “Principio de la desventaja” y que vamos a encon­
trar más tarde tanto en “el pavo real” como en “la hormiga”. Zahavi
sostiene que, lejos de usar las rayas por razones cosméticas, para
esconder y disfrazar deficiencias, para hacer que sus piernas parez­
can más largas y sus músculos más grandes de lo que son, la cebra
está poniéndose en desventaja potencial al usar dibujos que mostra­
rían estas inadecuaciones si las sufriera, arreglos que en realidad
llamarían la atención hacia ellas si las tuviera. Lo que la cebra hace es
mostrar que es lo suficientemente grande o musculosa o que tiene las
piernas suficientemente largas para ser capaz de ser honrada por estas
cualidades. “ Un animal de cuello largo podría desplegar su longitud
poniendo un anillo de desventaja alrededor del cuello. Los individuos
que tienen cuellos cortos se van a ver con el cuello aún más corto: ‘Mi
cuello es tan largo que puedo darme el lujo de hacerlo parecer corto5”
(Zahavi 1 9 7 8 , pág. 1 8 3 ). Entonces, no sólo la idea de Zahavi de expli­
car dibujos particulares, sino también su principio de la desventaja
nos invita a redibujar los límites explicativos. Toda clase de rasgos que
antes se pasaban por alto o se hacían a un lado por demasiado extraños
o costosos para ser resultado de la selección natural, de pronto se
convierten al menos en candidatos plausibles para un explicación
adaptativa.
Esto nos lleva al final de este capítulo. Pero no me gustaría, al
terminar aquí, que tomara su tono de una nota tan sorprendente­
mente poco ortodoxa (aunque como vamos a ver, la teoría de Zahavi
está ganando cada vez más adeptos). El punto general ha sido ilustrar
lo recursiva, sutil y táctica que puede ser la selección natural, aunque
no sea tan tenazmente recursiva y sutil como Zahavi supone. Una
vez que se aprecia esto, no pueden aceptarse las explicaciones no adap-
tativas más que como un último recurso. Y los adaptacionistas deci­
didos pueden confiar en que “el uso de cada pequeño detalle de la
estructura está lejos de ser una búsqueda estéril para quienes creen en
la selección natural” (Darwin 1862, págs. 351-2).

153
PARTE 2

E L PAVO R E A L
5
E L A G U IJÓ N D E L A C O L A D E L PAVO R E A L

Se menea en el rostro de la selección natural

Hubo una época en que el ojo, y su aparente perfecciónale producía


escalofríos a Darwin. La cola del pavo real llegó a plantear una ame­
naza aún mayor para su tranquilidad: “ ¡El espectáculo de una pluma
de la cola del pavo real, cada vez que lo veo, me enferma!” (Darwin E
1887, ii, pág. 296). Para un darwinista, esta espléndida cola tiene un
aguijón. El ojo al menos es muy ventajoso; nadie dudaría de los bene­
ficios que trae. Pero la cola del pavo real es una extravagancia extra­
ña, exagerada, esplendorosa, ornamental, aparentemente sin ningún
uso terrenal y en realidad dañina para su agobiado poseedor. Y lo
que es peor, las “colas de pavos reales” abundan en el reino animal.
Especie tras especie, particularmente entre.pájaros e insectos, las hem­
bras están vestidas de manera económica y sensata, obedeciendo a
los dictados darwinistas, mientras los machos se burlan flagrantemen­
te de las leyes, y se menean frente a la selección natural al favorecer
los colores llamativos, los adornos barrocos o las danzas y cantos com­
plicados. La hembra del pavo real podría haber sido diseñada por un
práctico ingeniero, con la idea de reducir costos; su compañero podría
haberse bajado del escenario de un espectáculo musical de Hollywood.
La dificultad que tales fenómenos plantean al darwinismo es ob­
via: ¿Qué bien le hace la cola al pavo real?, ¿cómo le puede ayudar a él
o a su descendencia en la lucha darwinista?, ¿más aún, cómo puede
ser algo más que un mero estorbo? Darwin llegó a la conclusión de
que en realidad la selección natural era impotente para explicar un
esplendor tan inútil. Su solución fue la teoría de la selección sexual.
Sostuvo que el adorno de los machos había evolucionado sólo porque
las hembras preferían aparearse con los más adornados. Obviamente,
esto les da a los machos una ventaja para el apareamiento y, en últi­
mas, la probabilidad de un éxito reproductivo mayor. Así, a lo largo
del tiempo de la evolución desarrollan un esplendor cada vez más
exagerado.
Darwin aplicaba la selección natural a cualquier rasgo que afectara
las ventajas reproductivas sobre miembros del mismo sexo. Esto
incluía la rivalidad directa entre los machos por las hembras, las ame­
nazas, los combates y las armas que los acompañan. A diferencia de
la escogencia femenina, esta forma de selección sexual se creía que
157
EL A G U I J Ó N DE LA C O L A D E L PAVO R E A L

era fácilmente asimilada por el darwinismo clásico; parecía necesitar


ciertas características -fuerza, garras afiladas, respuestas rápidas- que
la selección natural de todas maneras favorecería. Entonces, se consi­
deró que este aspecto de la teoría de Darwin era indisputable (por
ejemplo Groos 1898, págs. 229-30; [Mivart] 1871; Wallace 1905, ii, págs.
17-18) y no entró en la controversia sobre la selección sexual. Como
Darwin decía: “ la mayor parte de... los naturalistas... admiten que las
armas de los animales machos son el resultado de la selección sexual,
esto es, dé los machos mejor armados que obtienen la mayor parte de
las hembras y le trasmiten su superioridad masculina a su descen­
dencia. Pero muchos naturalistas dudan, o aun niegan, que las hem­
bras ejerzan alguna vez algún tipo de selección, de manera que éstas
elijan a algunos machos con preferencia a otros” (Darwin 1882: Barrett
1977, ii, pág. 278). Esta actitud -la de aceptar la competencia directa
de los machos pero rechazar la selección de las hembras- predominó
a lo largo de la mayor parte de la historia de la teoría. Vamos a detener­
nos en la controversia más que en el consenso. La selección femenina
y la competencia masculina hacen surgir asuntos teóricos bastante
diferentes. No obstante las aseveraciones confiadas de los contempo­
ráneos de Darwin, el darwinismo clásico no era capaz de explicar por
qué como resultado de la rivalidad masculina hay armas tan poco
utilitarias que no parecen armas de ninguna clase. ¿Por qué diablos
se va a sentir amenazado un pavo real por la cola de otro? Las garras
y los colmillos, sí; las plumas y las canciones, no. Pero examinaremos
este problema -competencia convencional- bajo el altruismo. Aquí
nos concentraremos en lo que más le preocupaba n Darwin y a sus
críticos: los sorprendentes ornamentos masculinos y la aseveración
de Darwin de que la escogencia femenina era la fuerza selectiva que
los moldeaba.
Aunque selección natural no es equivalente a escogencia femeni­
na (o, de modo más general, escogencia de pareja; en algunas especies
el dimorfismo es al revés, es la hembra la que lleva la cola del “pavo
real” ), la escogencia de pareja es ciertamente un componente crucial.
Toda selección natural tiene que ver con escogencia de pareja. (Recor­
demos que estamos excluyendo la rivalidad directa de los machos.)
Pero no toda escogencia de pareja da lugar a selección sexual. Para
que haya selección sexual la escogencia de pareja debe, entre otras
cosas, obrar como una fuerza selectiva; debe producir tasas diferen­
ciales de reproducción, que favorezcan a aquellos individuos que tie­
nen las características preferidas (y que difieren genéticamente en
158
SE MENEA EN EL ROSTRO DE LA SE L E C CIÓ N NATU RAL

este respecto de otros de su sexo). El apareamiento selectivo (el apa­


reamiento de parecidos o de distintos), por ejemplo, depende de la
selección de la pareja, pero no necesariamente da lugar a una ventaja
en el apareamiento y por tanto a la selección.
Tampoco es la selección sexual equivalente a la evolución de los
sistemas de apareamiento. Más bien, el sistema de apareamiento afecta
la acción de la selección natural y se deja afectar por ella. Pensemos
nada más, por ejemplo, en cuánto más potencial para la selección
sexual ofrece la poliginia (varias hembras que se aparean con un
macho) que -dando por sentado que todo lo demás sea igual- la
monogamia.
De hecho, ¿cómo se las arregla la selección de la hembra para
actuar como fuerza selectiva en las especies monógamas?, ¿cómo se
las arreglan los machos más adornados para lograr un mayor éxito
reproductivo que otros, si todos los machos encuentran pareja?
Darwin conoció especies de pájaros, cómo el pato salvaje británico,
el pinzón y los mirlos comunes, en los cuales los machos parecían un
caso típico de haber sido seleccionados sexualmente, y sin embargo
eran monógamos. Él, con toda razón, vio que esto le planteaba un
problema a su teoría (Darwin 1871, i, págs. 260-71, ii, pág. 400). Su
respuesta fue que el atractivo y el éxito reproductivo de los machos
están conectados por un vínculo entre procrear a una edad temprana
y el éxito reproductivo en las hembras. Las hembras que están pre­
paradas para tener descendencia más rápido lo hacen, sostiene él,
porque están mejor alimentadas y, por tanto, son las más sanas, -por
consiguiente las más saludables, obviamente, tienden a tener el mayor
éxito en la reproducción; entonces, estos machos que se aparean más
rápido también tienden a tener el mayor éxito reproductivo-, y éstos,
por supuesto, serán los más atractivos. Parece que Darwin tenía razón
en cuanto a que la selección sexual podía operar bajo estas condicio­
nes. R. A. Fisher (1930, págs. 153-4) señaló que la tendencia femenina
a reproducirse temprano tendría que ser no hereditaria (que resul­
tara, por ejemplo, de variaciones en el suministró de comida); dé lo
contrario habría una selección para reproducirse cada vez más rápido,
más bien que una estabilidad en los tiempos de reproducción como
la que realmente existe. Y demostró de manera cuantitativa, aunque
sin explayarse, cómo podría trabajar la teoría de Darwin. En épocas
recientes, análisis matemáticos más precisos han confirmado la con­
jetura de Darwin-Fisher (Kirkpatrick et al. 1990).
Aunque la selección sexual tiene que ver con las consecuencias
159
EL A G U I J Ó N DE LA C O L A DE L PAVO R E A L

evolutivas de las exigencias femeninas, no tiene relación con la causa


final de estas exigencias. Darwin no dio ninguna solución satisfac­
toria a la pregunta de por qué las mujeres escogen más, y tampoco a
aquella de por qué, de hecho, son tan selectivas. Sus razones fueron
el argumento espurio (¡lo cual es muy raro en Darwin!) de que la
ley general de la naturaleza es que el esperma va hacia el óvulo y no
viceversa, haciendo entonces que los machos sean buscadores indis-
crimados y las hembras seleccionadoras discriminadoras (Darwin 1871 ,
i, págs. 2 7 1 -4 ; Darwin, F. y Seward 1 9 0 3 , ii, pág. 7 6 ; véase también
Kottler 1 9 8 0 , pág. 2 1 4 , n 60 para una carta inédita de Wallace a Dar­
win).
El darwinismo moderno reconoce que el hecho de que sean
selectivas procede de una diferencia mucho más fundamental entre
los sexos (véase v. gr. Dawkins 1976, segunda edición, págs. 300-1).
Imaginemos una población en la que hay reproducción sexual, pero
pensemos que no existen ni las colas de los pavos reales, ni la selecti­
vidad femenina ni todo lo demás que vuelve a los sexos asimétricos.
La única condición impuesta por la reproducción sexual es la de que
los apareamientos deben realizarse entre las dos clases diferentes de
organismos que conforman la población, por ejemplo entre azules y
rosados. ¿Cómo podríamos esperar que evolucionara el sentido de
selectividad? Pensemos en el esfuerzo reproductivo de cualquier
individuo como un trueque entre competir por machos y cuidar de
la progenie. Ahora imaginemos que entre los azules la competencia
por los machos resulta teniendo una influencia mayor en el éxito
reproductivo que el cuidar de la progenie; la brecha entre los azules
más exitosos y los menos exitosos, desde el punto de vista de la pro-

Machos elegantes, hembras deslucidas


Chiasognathus g ra n tiij figura superior, el macho; figura inferior, la hem­
bra) (de El origen del hombre, de Darwin)
Las grandes mandíbulas del Lucanidae macho... son tan conspicuas y están
ramificadas de manera tan elegante, que ha cruzado por mi mente a veces la
sospecha de que les pueden servir a los machos de adorno... E l Chiasognathus
grantii del sur de Chile, un escarabajo espléndido... tiene mandíbulas
enormemente desarrolladas; es osado y peleador; cuando se lo amenaza por
cualquier lado vuelve la cabeza y abre sus enormes mandíbulas al tiempo que
emite un chirrido alto; pero las mandíbulas no tenían la fuerza suficiente para
picarme de manera que me produjeran un dolor agudo. (Darwin, E l origen
del hombre)

160
EL A G U I J Ó N DE LA C O L A D E L PAVO R E A L

creación, se establece más por la competencia que por los cuidados.


Y entre los rosados lo opuesto es lo cierto: ser un buen padre tiene
más influencia en el éxito reproductivo que competir por las parejas.
Entonces, los azules van a ganar si ponen todo su esfuerzo en la com­
petencia contra los rosados que en el cuidado como padres. Y los
rosados se van a beneficiar más al invertir sus esfuerzo en su progenie
que en reñir por las parejas. Lo que es importante es que estas ten­
dencias se refuerzan a sí mismas. Una vez que los azules y los rosados
comienzan a ser divergentes, la divergencia será cada vez mayor.
Mientras más orienten los azules sus recursos hacia la competencia
por la pareja en lugar de orientarlos a ser buenos padres, más les
convendrá dedicarse cada vez con mayor dedicación a esta tarea; un
poco más de esfuerzo empleado en la competencia por la pareja po­
dría ser una diferencia sustancial en el éxito reproductivo, al tiempo
que es indiferente cuánto cuidado le ponga un azul a cuidar de la
descendencia, pues este esfuerzo va a establecer una diferencia poco
importante entre uno u otro azul. Y lo contrario ocurre en los rosados:
mientras cada generación despliegue más recursos reproductivos
sobre su progenie en lugar de hacerlo sobre la búsqueda de pareja,
será más valioso hacerlo en las siguientes generaciones. Hay que
admitir que hemos incorporado la diferencia inicial entre los sexos.
Pero, dado que el proceso se refuerza a sí mismo, esa diferencia inicial
puede ser muy pequeña y aun así los sexos se irán por los caminos
diferentes de competir por la pareja e invertir en el cuidado paternal.
Entonces, todo el asunto podría haber comenzado en una pequeña
fluctuación aleatoria. Así, aun si los azules y los rosados empezaron
como iguales, tan pronto como surgiera cualquier diferencia en sus
estrategias para la inversión reproductiva, se amplificaría en la clase
de diferencia conocida para nosotros como “macho” y “hembra”. Ésta
es la razón por la cual los pavos reales están más interesados en im­
presionar a sus rivales, en que les crezcan colas hermosas y en com­
petir de manera feroz por cualquier hembra que puedan conseguir,
que en cuidar de su progenie. Y ésta es la razón por la cual las hem­
bras no se molestan con la rivalidad, pero escogen muy bien quiénes
van a ser los padres de su progenie.

La carrera de una controversia

Darwin elaboró su teoría en El origen del hombre, en 1871. De


inmediato despertó considerable interés y no menor desacuerdo. Y
162
LA CARRERA DE UNA CONTROVERSIA

continuó haciéndolo hasta unos cuantos años después de su muerte,


en 1882. Sin embargo, en forma gradual la teoría comenzó a ser mal
interpretada y distorsionada, y cada vez más se la despreció, se la
subvaloró y no se la tuvo en cuenta. No fue sino un siglo después de
la publicación de El origen del hombre cuando comenzó a ser plena­
mente apreciada. Ahora, por fin, ya es una teoría asimilada al pensa­
miento darwinista central. De hecho, está sufriendo un resurgimiento
espectacular, pues se ha convertido en un área de investigación cre­
ciente, viva, y hasta de moda. Un final feliz, entonces -a l menos por
ahora- para una carrera con altibajos. ¿Qué interés pueden tener para
nosotros estos vaivenes del destino hoy en día? Bueno, por una parte,
los primeros debates nos pueden ayudar a entender la ciencia mo­
derna, porque anticipan posiciones presentes de manera inesperada.
Estas continuidades históricas nos ayudan a ver cómo se relacionan
entre sí las diversas teorías de selección natural que hoy compiten, y a
contemplar los problemas de hoy en día (y los pasados) en una nueva
óptica.
Las primeras discusiones también ponían el dedo en la llaga de
un número de cuestiones que sólo ahora se están respondiendo o
que todavía se siguen explorando. En el caso de la selección sexual el
darwinismo moderno de alguna manera ha sido menos exitoso que
con el problema del altruismo. Veremos que los biólogos pueden ahora
explicar, al menos en principio y a menudo en casos particulares, por
. qué una abeja renuncia a la reproducción y dedica su vida a cuidar a
sus hermanas o por qué una ardilla terrestre se pone ella misma en
riesgo para dar chillidos de advertencia. Pero, ¿cómo adquirió el pavo
real su esplendorosa cola o el ave del paraíso su gusto por la decora­
ción? Aunque el debate ha avanzado inmensamente y de manera muy
emocionante desde la época de Darwin y Wallace, muchas de las pre­
guntas de aquéllos, tanto teóricas como empíricas, no son menos
apremiantes hoy en día.
Y lo que es más, la selección sexual surge como un caso de estu­
dio muy importante para el darwinismo en general. Sus dramáticos
reveses de fortuna reflejan asuntos que han logrado abrirse paso a
través de la ciencia darwinista por más de un siglo; cómo debe ser
una explicación adaptativa, por ejemplo, o dónde yacen los límites
de la selección natural. Y esta historia pone sobre el tapete cuánto se ha
ganado con la revolución de las décadas recientes y cuán ingeniosas
son las soluciones que se han encontrado para algunos de los pro­
blemas más agudos del darwinismo del siglo xix.
163
EL A G U I J Ó N DE LA C O L A DEL PAVO R E A L

Y por último, la historia de la selección sexual ayuda a recordar la


verdadera magnitud del logro de Darwin. A pesar del interés rena­
ciente de los biólogos en la selección sexual, los historiadores y
filósofos de la ciencia le han prestado poca atención. Casi no se la
menciona en las historias generales del darwinismo; de los cinco que
cita Michael Ruse (1979a) como los trabajos principales hasta aquella
época, uno (Eiseley 1958) no menciona la selección sexual para nada
y los otros (de Beer 1963; Greene 1959; Himmelfarb 1959; Irvine 1955)
incluyen sólo los análisis más sumarios, dos de ellos confinados a la
selección sexual en humanos, y sólo uno va más allá de los debates
que se dieron mientras Darwin estaba vivo. Ruse mismo no agrega
más que unos pocos comentarios a la historia. Evolution de Peter
Bowler (1984) -que se admite es una historia general de la evolución
más que del darwinismo- le concede al tema un párrafo. Y un texto
establecido sobre la historia y la influencia general del darwinismo
(Oldroyd 1980) lo ignora por completo. Del tema se hizo un libro de
lecturas (Bajema 1984), pero se detiene en 1900 (aunque se promete
un volumen de lecturas del siglo xx). La historia también ha sido
tratada con cierta extensión en la bibliografía más especializada, pero
aún allí todavía es de producción casera comparada con la produc­
ción industrial sobre el trabajo de Darwin.
Paradójicamente, gran parte del debate sobre selección sexual,
desde el siglo x ix hasta el presente, no ha sido sobre selección sexual
sino sobre selección natural. Bien, como veremos, no hay paradoja.
Los problemas planteados por la selección sexual a lo largo de la his­
toria de la teoría han caído en dos categorías: la primera es si se re­
quiere la cuestión de la selección sexual para explicar el fenómeno, o
si puede explicarse en su lugar sólo por las fuerzas normales de la
selección natural sola. Durante casi un siglo la mayor parte de los
darwinistas pensaban que esto era un asunto de la máxima impor­
tancia. Buscaban casi cualquier alternativa a la selección sexual, y se
basaban más que todo en la selección natural. La segunda categoría
de cuestiones concierne a la escogencia de pareja; en particular, las
razones para la selección y el cómo, o mejor, si las fuerzas darwinistas
podían permitir que ella evolucionara. Estas preguntaste plantearon
desde el principio, pero sólo hasta hace poco el papel de la escogencia
de pareja se ha vuelto el centro de atención. Ahora se ha convertido
en una floreciente línea de investigación, que ha demostrado ser enor­
memente fructífera.
La crítica a la selección natural más importante del siglo x ix fue
164
LA CARRERA DE UNA CONTROVERSIA

la de Wallace. De hecho, de acuerdo con Romanes: “considerar las


objeciones que se le han hecho a la teoría de la selección sexual... es
virtualmente lo mismo que decir que ahora podemos considerar los
puntos de vista de Wallace sobre el tema” (Romanes 1892-7, i, pág.
391). Wallace siguió ambas líneas de crítica, pero se concentró en la
primera, reduciendo la selección sexual a la lucha por la existencia.
Creía él que la selección sexual no era una fuerza selectiva “propia­
mente dicha” y que al introducirla en la teoría darwinista, Darwin le
estaba dando vuelo a una herejía tremendamente antidarwinista. Tal
como Wallace lo dijo en su prefacio Darwinism:

es claro que todo mi trabajo tiende a ilustrar la apabullante im ­


portancia de la selección natural sobre todas las otras agencias... así,
retomo la posición anterior de Darwin, de la que él se ha retractado
un poco en ediciones posteriores de sus obras... Aun al rechazar esta
parte de la selección sexual que depende la escogencia femenina,
insisto en la mayor eficacia de la selección natural; Ésta es una doc­
trina darwinista por excelencia, por tanto, pido que se considere que
en mi libro soy el abogado de un darwinismo puro (Wallace 1889,
págs. xi-xii).

Aunque Darwin y Wallace llegaron a tener una fuerte discrepancia


sobre la selección sexual, al principio no estaban divididos con res­
pecto a su asunto central: la escogencia femenina. Su divergencia,
aunque aguda, se hallaba en buena medida confinada a otros asuntos
sobre las diferencias sexuales en la coloración (véase Kottler 1980).
Sus discusiones, preservadas en su correspondencia, se dieron prin­
cipalmente en 1867 y 1868 y se reanudaron durante un breve lapso en
1871. Fue sólo a partir de 1871, después de que Darwin publicara la
versión de gala de su teoría, cuando Wallace comenzó a blandir sus
mayores críticas en contra de la idea de que la selección femenina
fuera una fuerza evolutiva importante; algunas de sus objeciones más
fuertes no se publicaron hasta después de la muerte de Darwin. De
manera que es una lástima que parte del “debate” de Darwin y Wallace
sobre la selección sexual realmente no haya sido debate de ninguna
clase.
Volvamos ahora a este debate. Comenzaremos con el intento por
asimilar la selección sexual a la lucha por la existencia. (Las principa­
les fuentes para las aseveraciones propias de Darwin y Wallace sobre
selección sexual son las siguientes. Darwin expuso su teoría en El
165
EL A G U I J Ó N DE LA C O L A D E L PAVO R E A L

origen del hombre (1871, i, pág. 248-50,253423, ii, págs 1-348,396-402;


la segunda edición (1874) está extensamente revisada en su totalidad,
pero no hay cambios importantes en la teoría; desde 1877, las
reimpresiones de esta edición incluyen (págs. 948-54) un trabajo de
Nature (Darwin 1876a)). Dicho sea de paso, la preocupación final de
Darwin en El origen es aplicar su teoría de la selección sexual a la
evolución de las razas humanas; la cola del pavo real es, en parte, sólo
un medio hacia este fin (véase v. gr. Darwin 1871, i, págs. 4-5, capítu­
los 7,19 ,21, segunda edición, pág. viii; Darwin, F. 1887, iii, págs. 90-1,
95-6; Darwin, F., y Seward 1903, ii, págs., 59,62,76). Darwin también
publicó dos trabajos breves sobre la selección sexual, después de la
segunda edición de El origen (1880,1881). Para referencias sobre la
selección sexual en la primera edición de El origen véase págs. 87-90,
56-8; para ediciones subsiguientes véase Peckham 1959, págs. 173-6,
305-8,367-72,732. Para la correspondencia entre Darwin y Wallace (y
otros) véase Merchant 1916, ii, págs. 157,159,177-87,190-5,199,202-5,
212-17,220-31, 256-61,270,292,298-302; Darwin, F, 1887, iii; págs. 90-6,
111-12,135,137-8,150-1,156-7; Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 182-3,
283, 303-4, 316, 324-7, ii, págs. 35-6, 56-97. Para las publicaciones de
Wallace sobre la selección sexual véase también su reseña de El origen
de Darwin (1871); tres ensayos escritos entre las décadas de 1860 y
1870, revisados y reimpresos en dos obras completas (1870,1878) y
finalmente en su Natural Selection and Tropical Nature (1891, págs.
34-90,118-40,339-94) (La primera de éstas sólo sobre coloración y la
otra sobre coloración y selección sexual); su Darwinism (1889, págs.
187-3000,333-7) (Las págs. 268-333 sobre selección sexual y coloración;
el resto, sólo sobre coloración); Wallace 1890a; Wallace 1892, y su au­
tobiografía (1905, ii, págs. 17-20).)

166
6
¿SÓ LO S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

“ El abogado del darwinismo puro”

Darwin buscó con denuedo abarcar una amplia gama de fenómenos


previamente no relacionados -colores y plumas, canciones y bailes-
en la categoría “sexualmente seleccionados”. A la estela suya, varias
generaciones de darwinistas buscaron con ahínco desmantelar esta
misma categoría. Durante casi un siglo la mayor parte del trabajo de
selección natural se redujo a un intento concertado de cortarla por
completo y de basarse en unas fuerzas más sobrias y utilitarias de
selección natural ordinaria para explicar el espléndido despliegue de
Darwin.
Este proyecto de demolición comenzó con Wallace. Veremos que
aunque éste cada vez rechazaba más la idea de la escogencia femeni­
na como fuerza selectiva, no la descartó nunca por completo. Pero,
trataba de no meterse con ella en cuanto le era posible. Intentaba
mostrar que la mayor parte de los “adornos” no habían sido seleccio­
nados por las preferencias femeninas sino porque eran útiles en otros
aspectos de la vida. Con su interés particular en el color, su objetivo
principal era la coloración sexualmente dimórfica. Pero también
tocaba las estructuras ornamentales. Sobre los sonidos y colores, que
Darwin sostenía eran seleccionados sexualmente, tenía muy poco que
decir, aunque éste último pensaba que los instrumentos musicales de
los insectos, por ejemplo, constituían una evidencia apabullante, y
él mismo había tenido un punto de vista idéntico antes de llegar a
rechazar la posición de Darwin (Darwin, E 1887, iii, págs. 94,138; Wa­
llace 1871).
Como lo hemos advertido, el trabajo de Wallace sobre la
coloración fue una contribución notable al darwinismo. Y Wallace,
como es lógico, se enorgulleció de haber introducido al territorio
darwinista toda suerte de fenómenos que en el pasado habían sido
considerados como no adaptativos. De toda la coloración de la natu­
raleza, los hermosos colores que Darwin explicaba por selección sexual
habían sido señalados de manera particular como algo que no tenía
valor adaptativo. La explicación en boga había partido de la teología
natural, que sostenía que este ensamblaje fabuloso había sido creado
sólo en aras de su belleza a los ojos humanos y a los de su creador
(véase v. gr. Wallace 1891, págs. 139, 153-6, 339-40). Esto permitía
167
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

introducir la mano guiadora de Dios, aun cuando no se pudiera


descubrir un propósito utilitario. Fue una señal del gran logro de
Wallace el que pudiera incluir gran parte de esta evidencia, así como
algo de los colores de los animales y las plantas en dos categorías
darw inistas: protección y reconocim iento (o atracción de
polinizadores en el caso de las plantas), y por tanto, explicarlas de
manera adaptativa. Los puntos de vista de Wallace fueron desarrolla­
dos en su mayor parte independientemente del trabajo de Darwin
sobre la selección sexual, y algunos de ellos la depredaban. De manera
que el vasto caleidoscopio de ornamentos darwinistas se le presen­
taba a Wallace como un desafío a su esquema explicativo.
Bajo la categoría de protección, Wallace podía explicar no sólo los
colores crípticos sino también, de manera menos obvia, múltiples
ejemplos de coloración llamativa. Éstos eran, a grosso modo, de dos
clases. Primero estaban los colores que podían parecer conspicuos,
pero que en realidad eran crípticos en el medio natural del animal;
sostenía Wallace que la cebra, el tigre y la jirafa, por ejemplo, se mez­
claban en el fondo de sus hábitats naturales (Wallace 1889, págs. 199,
202, 220,1891, págs. 39, 368). En segundo lugar estaban los colores
llamativos, de prevención, que adoptaban las criaturas no comestibles
y quienes las imitaban. La otra categoría, el reconocimiento, com­
prendía los colores que les permitían a los animales reconocer a sus
coespecíficos; ellos les ayudaban a los miembros de especies sociales
a mantenerse juntos, y a los individuos a identificar parejas potencia­
les. Esta categoría también comprendía algunos colores llamativos,
tales como las marcas brillantes que llevan muchas especies de pájaros.
Estas explicaciones de la coloración pueden no haber sido siempre
correctas en sus detalles, pero tanto en aquella época como en ante­
riores tuvieron, en términos generales, bastante éxito, y se convirtieron
en líneas de pensamiento darwinista aceptadas. Éste fue entonces el
principal enfoque que Wallace hacía de la coloración “sexualmente
seleccionada.” Miremos qué suerte tuvo.

Coloración para la protección

Un problema importante al aplicar el principio de la protección a


colores “sexualmente seleccionados” es la necesidad de explicar por
qué los machos y las hembras tienen un aspecto tan diferente. La
explicación de Wallace es que estaban sujetos a distintas presiones de
selección. Veremos que en términos generales esta manera de pensar
168
COLORACIÓN PARA LA PROTECCIÓN

Las rayas intrigantes de la cebra: no hay solución en blanco y negro


Los darwinistas se encuentran divididos con respecto a la manera como la
cebra consiguió sus rayas: ¿reconocimiento individual, orientación para el
apareamiento, cripsis de la mosca tsé-tsé, regulación térmica, desventaja...?
Como era de esperarse, Darwin y Wallace no pudieron ponerse de acuerdo:
Podría pensarse que unas señales tan extremadamente notorias como las de la
cebra serían un gran peligro en una región donde abundan los leones, los
leopardos y otras fieras cazadoras, pero no es así. Las cebras suelen andar en
manadas y son tan veloces y atentas que tienen poco peligro durante el día. En
la tarde, ó en las noches de luna, cuando salen a beber, es cuando más
expuestas están al ataque; y el señor Francis Galton, que ha estudiado estos
animales en sus guaridas naturales me asegura que bajo la luz crepuscular no
son nada conspicuas, pues las líneas blancas y negras se mezclan, convirtién­
dose en un tinte gris muy difícil de ver, aun a una distancia pequeña.
(Wallace, Darwinism )

La cebra tiene rayas llamativas, y las rayas no pueden proporcionar ninguna


protección en las llanuras surafricanas. A l describir una horda Burchell dice:
‘sus bruñidas costillas brillaban al sol, y el resplandor y la regularidad de sus
pieles rayadas presentaban un cuadro de extraordinaria belleza, no superado
quizás por ningún otro cuadrúpedo\ A qu í no tenemos pruebas de selección
sexual, pues en todo el grupo de Equidae los sexos son de idéntico color. No
obstante, quien atribuye las rayas verticales blancas y negras de los flancos de
los varios antílopes a la selección sexual, probablemente extenderá esta misma
visión a la hermosa cebra. (Darwin, El origen del hombre)

169
¡ S Ó L O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

funciona de modo admirable para los colores apagados de las hembras,


pero falla tristemente en lo que atañe a los tonos vivos de los machos;
-el fenómeno mismo que la teoría de Darwin pretende explicar-.
Mientras Darwin pregunta: “ ¿cuáles presiones selectivas pueden ha­
cer que los machos tengan colores vivos?” Wallace le da vuelta al pro­
blema en su mente y se concentra sobre la pregunta: “ ¿qué hace que
las hembras no tengan colores vivos?” Volveremos a su justificación
de esta manera de ver las cosas y a su incapacidad de contestar la
pregunta de Darwin. Primero veamos el éxito de Wallace al tratar el
lado femenino del dimorfismo.
Arguye éste que la necesidad femenina de coloración protectora
es mayor que la del macho, debido a su papel en la reproducción (1871,
1889 págs. 277-811891, págs. 78-82,136-8). Y, cosa que no sorprende,
recoge evidencias muy impresionantes para sustentar su aseveración.
Se centra principalmente en los pájaros. La opacidad femenina,
dice, puede explicarse por la necesidad de protección mientras incu­
ba los huevos: “ Para garantizar este fin, la hembra no ha adquirido
todos los ostentosos ornamentos que decoran al macho, y a menudo
aparece vestida en tonos sobrios” (Wallace 1889, pág. 277).
A menudo, pero no siempre. Wallace cita dos casos de aparentes
contraejemplos: a veces ambos sexos tienen colores vivos y otras, las
hembras son vivas y los machos opacos. Pero se apresura a señalar:
estos “ hechos muy curiosos y anómalos... sirven, por fortuna, como
pruebas cruciales” y “puede mostrarse que en realidad son confirma­
ciones de la ley” (Wallace 1891, págs. 131-2).
No es raro que tanto hembras como machos tengan colores vivos,
pero Wallace descubrió que, en los casos investigados, los nidos siempre
estaban ocultos: “Al buscar alguna causa para esta excepción aparente
y singular a la regla de la coloración protectora para las hembras, llegó
a un hecho que lo explica de manera hermosa. En todos los casos, sin
excepción, la especie, o bien hace los nidos en huecos en la tierra o
en árboles, o los construye en forma de domo o cubiertos, de manera
que esconde por completo la hembra que empolla” (Wallace 1889,
pág. 278; véase también Wallace 1891, pág. 124). En cuanto al caso,
mucho más raro, de dimorfismo contrario en la coloración, hay una
correlación mucho más sorprendente, pues la carga de la incubación
también está trocada: “Existen unos pocos casos curiosos en los cua­
les la hembra del pájaro es en realidad más viva que el macho, y sin
embargo tiene nidos abiertos..., pero en cada uno de estos casos la
relación de los sexos con respecto a la nidificación es al revés, pues el
170
COLORACIÓN PARA LA PROTECCIÓN

macho ejecuta los deberes de la incubación” (Wallace 1889, pág.; 281).


(Llegó un momento en el que Wallace se dejó persuadir del punto de
vista según el que la diferencia de color era demasiado leve para pro­
ducir protección mayor (Wallace 1891, pág. 379), pero al fin volvió a
su creencia original (Wallace 1889, pág. 281)). En Wallace se encuen­
tran muchas más correlaciones importantes en apoyo de su punto de
vista según el que la protección es la fuerza selectiva. Por ejemplo en
la Megapodidae, una familia extraña de pájaros que no incuban sus
huevos, ambos sexos tienen la misma coloración (algunas especies
son opacas, otras llamativas) (Wallace 1891, pág. 128). Wallace hace
hincapié en que muy pocas correlaciones de este tipo se habían ex­
plicado o estudiado de manera sistemática hasta que él estudió la
evidencia a la luz de su teoría de la coloración para la protección
(Wallace 1891, págs. 81,131-2).
Wallace llega demasiado lejos al sostener que no hay excepciones
a estas reglas, aunque da una lista de contraejemplos aparentes (Wa­
llace 1891, págs. 133-5). Pero ellos no demeritan su caso. Sólo unas
pocas son las que él llama excepciones “positivas”, hembras vistosas,
en nidos abiertos (en contraposición a las excepciones “negativas”, de
hembras opacas y nidos ocultos), y en términos generales se las arre­
gla para explicar la mayor parte de los casos “positivos” y “negativos”.
Muestra, por ejemplo, que la hembra vistosa está protegida de algún
otro modo, o que lo que parece ser llamativo en realidad es protector
en el medio natural. Así, Wallace se las arregla para establecer una
conexión muy plausible entre la coloración y el tipo de nido.
Las mariposas son otra clase de criaturas que exhiben una colo­
ración dimórfica sorprendente. Una vez más Wallace estudia esto al
hacer énfasis en la necesidad de protección de la hembra, en este caso
mientras deposita sus huevos: “cualquiera que haya observado a las
hembras de los insectos volar con lentitud en busca de plantas sobre
las cuales depositar los huevos entenderá la importancia que tiene
para ellas no atraer la atención de pájaros insectívoros por medio de
colores llamativos” (Wallace 1889, pág. 272). Y Wallace analiza varias
líneas de evidencia. Las hembras son tan llamativas como los machos,
por ejemplo, en especies que logran protección por el hecho de ser de
mal sabor y pregonarlo a sus depredadores por medio de una colora­
ción llamativa (Wallace 1889, pág. 272). Más aún, una vez más Wallace
se las arregla para volver los aparentes contraejemplos de dimorfismo
trocado en evidencias a favor. Primero, los colores llamativos algunas
veces proporcionan un excelente camuflaje. Cita una especie, la Adolias

171
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

dirtea, en la cual la hembra tiene manchas amarillas muy hermosas


cuando se la ve en el gabinete del coleccionista, que la hacen tan lla­
mativa como el macho, pero a la moteada luz solar del bosque, hábitat
natural de la criatura, “las manchas amarillas armonizan de tal ma­
nera con los rayos fluctuantes de luz solar sobre las hojas muertas,
que sólo con la mayor dificultad pueden detectarse” (Wallace 1889,
pág. 271). Segundo, como Darwin mismo lo admitía (Darwin 1871,
págs. 394-5; Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 67) los dibujos cons­
picuos de la mitad del ala pueden ofrecer protección al atraer a los
depredadores hacia aquella área en lugar de atraerlos hacia el cuerpo
(Wallace 1981, pág. 371). Tercero, en algunos casos donde las cosas
ocurren al revés, o en aquellos en que ambos sexos son igualmente
llamativos pero que tienen una coloración sexualmente dimórfica, la
hembra gana protección al imitar los colores vivos de advertencia de
una especie no comestible (Wallace 1891, págs. 78-80,136-8), por ejem­
plo en la Diadema missippus,

el macho es negro, adornado con una mancha blanca y grande


en cada ala, rodeada por un azul tornasolado, mientras la hembra es
naranja y marrón, con manchas y rayas negras. Encontramos la ex­
plicación en el hecho de que la hembra imita a la no comestible
Daríais, ganando con ello protección mientras pone los huevos en
plantas de poca altura en compañía de aquel insecto (Wallace 1889,
pág. 271).

Y lo que es más, sostiene Wallace, casos como éste muestran qué tan­
to está determinado el dimorfismo por la mayor necesidad que tiene
la hembra de protección. Incluso en algunas de las especies que son
tan fuertes y que vuelan tan rápido que los machos no tienen necesi­
dad de imitar a ninguna otra, las hembras de todas maneras lo hacen;
cuando ambos sexos imitan, siempre se encontrará que la especie es
más débü y vuela con más lentitud, de manera que también los ma­
chos tienen esa necesidad de volverse imitadores para buscar protec­
ción; y no existen casos en que sólo los machos busquen imitar.
Es innecesario abundar en ejemplos. Aun ahora, el trabajo de
Wallace sobre coloración protectora se reconoce como una contri­
bución impresionante a la teoría darwinista, a la que le dio marco y
cánones para una rica veta de investigación. Este tributo de Darwin
tipifica las múltiples apreciaciones que Darwin hizo de los logros de
Wallace, - y nos recuerda su éxito en la tarea, aparentemente contra
172
COLORACIÓN PARA LA PROTECCIÓN

toda evidencia, de explicar lo llamativo y lo barroco por medio de la


protección:

¿Cómo... hemos de explicar los colores bonitos y aun fabulosos


de muchos animales de las clases inferiores? Parece dudoso que en
términos generales tales colores sirvan como protección; pero es muy
fácil que erremos en relación con características de todas clases con
respecto a la protección, como lo tiene que admitir cualquiera que
haya leído el excelente ensayo de Wallace sobre este tema (Darwin
1871, i, pág. 321). -

Pero, como lo hemos visto, el principal logro de Wallace no consistió


en explicar lo “bonito” y lo “fabuloso”. Él sobresalió por entender lo
opaco y lo tosco. Era ésta una coloración que un darwinista, des­
lumbrado por la cola del pavo real, podía sobre entender, como en
efecto lo veremos. En principio, ningún darwinista habría negado
que la protección cumple un papel principal importante en la deter­
minación del color de los animales. Pero Wallace fue más allá e hizo
hincapié en la necesidad de explicar en detalles precisos no sólo la
coloración extraordinaria sino también la más común; para decirlo
una vez más, una tarea muy común hoy en día, pero que en aquella
época estaba lejos de ser rutinaria. Quizás Wallace estaba pendiente
de esta necesidad más que la mayor parte de las personas, gracias a
sus experiencias en el archipiélago malayo, donde había encontrado
que los pájaros e insectos espectaculares, que eran tan prominentes
en las colecciones de los naturalistas, conformaban una proporción
relativamente pequeña de las especies existentes; el gusto del colec­
cionista por lo grande y exótico y su desprecio por lo pequeño y lo
oscuro malinterpretan de manera evidente los intereses propios de la
naturaleza (Brooks 1984, págs. 132-7,176-7). Por el contrario, el mé­
todo propio de Wallace como él mismo lo dijo con mucha razón:
“llevó al descubrimiento de múltiples armonías interesantes e inespe­
radas entre los más comunes (y hasta ahora más descuidados o mal
entendidos) de los fenómenos que presentan los seres organizados”
(Wallace 1891, pág. 140).
Sin embargo, por muy impresionante que sea la contribución de
Wallace, hasta ahora sólo ha realizado la mitad de su tarea. Apuntaba
a dar una explicación adaptativa de la coloración sexualmente di-
mórfica y explicó la de las hembras, pero le quedó por explicar el
meollo de los fenómenos darwinistas “ sexualmente seleccionados” :

173
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

los llamativos y fabulosos colores ornamentales dé los machos. Antes


de examinar cómo manejó este problema echemos un vistazo a cómo
solucionó su segundo principio adaptativo, el reconocimiento, y cómo
trató el asunto del despliegue del macho.

Coloración para el reconocimiento

Wallace sostenía que ciertas clases de coloración dimórfica (y al­


gunos de los sonidos, olores y estructuras peculiares del sexo, por lo
general especialmente los de los machos), habían evolucionado como
medios de reconocimiento. Su mayor obligación era la de mantener
a las especies sociales juntas; a veces también promovían un aparea­
miento eficiente, al ayudar a los animales a reconocer a miembros del
sexo opuesto de su propia especie (Wallace 1889, págs. 217-27, págs.
284-5,298,1981, págs. 367-8). Tales características tendrían lógicamente
un aspecto dual: ser fácilmente visto y reconocido, pero al mismo
tiempo tan poco notorio para los depredadores como fuera posible.
Wallace le dio gran importancia a la coloración para el reconoci­
miento, considerándola muy generalizada y dueña de un papel crucial.
“Estoy empezando a creer que su necesidad ha tenido una influencia
más amplia en la determinación de las diversidades de la coloración
animal que otra causa cualquiera” (Wallace 1889, pág. 217). Quizás
estaba influido por sus propios intentos tempranos de reconocimiento
de especies; al coleccionar especies en el archipiélago malayo había
encontrado que, para el taxónomo al menos, la coloración estructu­
ral era muy confiable y, generalmente, de importancia enorme para
la diferenciación de la especies (Brooks 1984, págs. 66-70, 84-93).
Wallace usó la idea de la selección para reconocimiento con el pro­
pósito de dar una solución definitiva a varios problemas de Darwin.
Primero, el reconocimiento, junto con la protección, era básico en
sus explicaciones sobre la coloración. Segundo, lo blandía en su cam­
paña a favor de las explicaciones adaptativas, usándolo e a particular
para explicar muchas de las demarcaciones distintivas de las especies
que, como hemos visto, eran objeto de tanto pleito entre adaptacio-
nistas y no adaptacionistas. Tercero, como se verá cuando estudiemos
el altruismo, el reconocimiento era importante en su solución del
problema de la esterilidad interespecífica. Wallace estaba tratando de
encontrar candidatos para la explicación de la esterilidad de manera
adaptativa. Buscaba barreras reproductivas (esto es, no geográficas)
para el apareamiento. La capacidad de reconocer coespecíficos servía

174
COLORACIÓN PARA EL RE C ON O C I M I E N T O

Membretes para las especies


Tres especies de chorlitos africanos (de Darwinism, de Wallace)
Algunos medios para el fácil reconocimiento deben ser de importancia v i­
tal... y me inclino a creer que su necesidad tenía una influencia más generaliza­
da en la determinación de las diversidades de la coloración animal que cual­
quier otra causa... Entre los pájaros estas marcas de reconocimiento son espe­
cialmente numerosas y sugestivas. Las especies que habitan en distritos abiertos
tienen por lo general coloración protectora, pero suelen poseer algunas señales
distintivas que tienen el propósito de hacerlos fácilmente reconocibles por los de
su clase cuando están en reposo o cuando vuelan. Éstas son... las marcas de la
cabeza y el cuello conformas de gorras blancas a negras, collares, marcas en los
ojos o parches en la frente; ejemplos de esto se pueden ver en las tres especies de
chorlitos africanos. (Wallace, Darwinism)

para cumplir con la ley: el reconocimiento ayudaba a prevenir el apa­


reamiento interespecífico y los “males” de los cruces infértiles (Wa­
llace 1889, págs. 217, 298,1981, pág. 154, ni). Es indicativo de la
importancia que Wallace -con toda razón- les adjudicaba a aquellas
explicaciones el que llame la atención hacia las tres, como novedosas
o de interés especial, en el prefacio de Darwinism (1889, pág. xi). Al
igual que la coloración para la protección, el principio de reconoci­
miento habría sido importante en el pensamiento de Wallace aun si
no hubiera estado buscando alternativas a la selección sexual.
Pero aunque la explicación de la coloración llamativa por el reco­
nocimiento encaja a la perfección con el proyecto explicativo total de
Wallace, queda predeciblemente corto al explicar la coloración del
macho. Primero, gran parte déla coloración que Wallace pone en esta
categoría no es dimórfica, -lo que no sorprende cuando su función

175
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N NA T U R A L ?

es mantener juntos a todos los miembros de las especies sociales,


machos y hembras-. Acepta que en el caso de los insectos, en parti­
cular las mariposas y las chapolas, la principal función de las marcas
de reconocimiento podría ser facilitar el apareamiento entre coes­
pecíficos; de manera que en aquel caso uno tal vez podría esperar
dimorfismo. Pero niega específicamente que el reconocimiento para
el apareamiento fuera muy lejos al explicar la coloración dimórfica
de los pájaros (Wallace 1889, pág. 224, m; véase también págs. 226-7,
1891, pág. 354) (aunque no es del todo consistente en esta limitación
(1889, pág. 298,1891 pág. 154 m)). La segunda dificultad es que la
selección para el reconocimiento también podría explicar casos más
modestos de coloración, pero ¿cómo puede explicar aquellos excesos
más locos, que tanto preocuparon a Darwin? El reconocimiento no
habría podido, es lo más seguro, producir la cola del pavo real. Tal
como Wallace mismo lo dijo: “ la esplendorosa cola del pavo real...
exhibe ante nosotros la culminación de aquella maravilla y misterio
del color animal” (Wallace 1889, pág. 299). ¿Habría sido la selección
natural tan totalmente ineficiente como para haber evolucionado en
adaptaciones tan esplendorosas y elaboradas sólo para el reconoci­
miento de las parejas potenciales, aun sin haber necesidad apremian­
te de evitar la confusión entre las especies?
En un momento veremos cómo respondió Wallace a estas pregun­
tas. Pero primero le añadiremos una sola pieza más a este plan de
explicaciones.

La explicación del despliegue

La protección y el reconocimiento pueden ser capaces de absorber


parte de la coloración llamativa, pero no pueden vérselas con uno de
sus aspectos más sobresalientes: la exhibición del macho. Muchos
machos no sólo tienen colores fabulosos sino también un elemento
de espectacularidad en su coloración y estructura, y un comporta­
miento complicado, estilizado y ceremonial, que parece diseñado para
hacer gala de su glamour. Como Wallace dijo de los pájaros (en una
época cuando todavía no había rechazado la selección sexual): “es un
hecho muy conocido que cuando un pájaro macho posee algún or­
namento poco común, toma posiciones o da volteretas de tal manera
que lo pueda exhibir para sacar la mayor ventaja posible, mientras
trata de atraer o de fascinar a las hembras” (Wallace 1891, pág. 320).
Wallace no podía ignorar esto, que exige ser explicado si se quiere
176
LA EXPLICACIÓN DEL DESPLIEGUE

construir una teoría comprensiva de la coloración. Y también es


preocupante la evidencia, convincente a primera vista, aunque de
manera indirecta, de que hay escogencia femenina. De hecho, desde
el punto de vista de Darwin era el mejor indicio: “La evidencia resul­
ta lo más completa posible sólo cuando los individuos más adorna­
dos, casi siempre machos, despliegan voluntariamente sus atractivos
ante el otro sexo” (Darwin 1871, segunda edición, pág. 401).
Darwin se aseguró de que esta evidencia fuera “completa”. Intentó
mostrar que el despliegue del macho no es incidental ni inadvertido,
sino que en realidad se trata de exhibir los adornos ante las hembras.
Argumentaba, por ejemplo, que el despliegue es más común entre
los grupos con mayor dimorfismo sexual; que el comportamiento
muestra las características de la mejor manera; que los machos pare­
cen intentar captar la atención de las hembras o que se exhiben sólo en
su presencia. La siguiente es una descripción fabulosa del comporta­
miento de una especie de pez, un Macropus chino durante la tempo­
rada de procreación: “ los machos tienen los colores más hermosos...
y, en el acto del cortejo, expanden las aletas, que están dibujadas y
adornadas con rayos de colores brillantes de la misma manera... que
el pavo real. Entonces, también brincan cerca de las hembras con
mucha vivacidad y parecen [tratar de atraer su atención]” (Darwin
1871, segunda edición, págs. 522-3). Y advierte que algunos pájaros
machos hacen poses delante de las hembras: “el Tordo de la Guayana,
las aves del paraíso y algunas otras se congregan, y los machos, suce­
sivamente, se despliegan con el más perfecto cuidado, para dar una
exhibición de la mejor manera que pueden, de su plumaje fabuloso;
también llevan a cabo piruetas extrañas ante las hembras, que, de pie
como espectadoras, escogen por compañero al más atractivo” (Peck-
ham 1959, pág. 175). Cita el caso de la mariposa Leptalides; ambos
sexos han conseguido, por la evolución, una coloración mimética
protectora, pero el macho ha retenido una pincelada de su color ori­
ginal, que despliega sólo durante el cortejo. Darwin cita un comen­
tario sorprendente, hecho por el naturalista y explorador Thomas
Belt en su libro The Naturalist in Nicaragua... “No puedo imaginar
que le sea de ningún otro uso más que de atractivo durante el cortejo,
cuando se exhibe ante las hembras, para así gratificar su preferencia
profundamente arraigada por el color normal de la orden a la cual
pertenecen las Leptalides” (Darwin 1871, segunda edición, pág. 498;
véase Belt 1874, pág. 385).
¿Cómo se enfrenta Wallace a todo esto? Cuando todavía le otor-

177
¿ S Ó L O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

gaba un papel significativo a la selección sexual estaba de acuerdo


con Darwin en que la evidencia de los pájaros, al menos, lo ponía a
uno a pensar:

los pájaros... [han] dotado a Darwin de los argumentos más po­


derosos... Entre ellos se encuentra la primera prueba directa de que
la hembra advierte y admira la mayor vivacidad y belleza en el color,
o cualquier adorno nuevo o novedoso; y, lo que es más importante,
que escoge, rechazando un pretendiente y seleccionando otro. Tam­
bién existen evidencias patentes de que el macho despliega por com­
pleto todos sus encantos ante las hembras... (Wallace 1871, pág. 179).

Después se cambió de bando y aceptó que la evidencia requería una


explicación, pero negaba que la elección femenina fuera la respuesta.
Aquí lo tenemos de nuevo sobre los pájaros, ya en un tono menos
entusiasta:

Queda... por explicar el notable hecho del despliegue que el


macho, en todas las especies, hace de sus bellezas particulares de
plumaje y colorí despliegue que Darwin evidentemente considera el
argumento más fuerte a favor de la escogencia consciente que hace la
hembra. Este despliegue... puede, creo, explicarse de manera satis­
factoria... sin llamar a nuestra ayuda a una escogencia puramente
hipotética ejercida por el pájaro hembra (Wallace 1891, págs. 376-7).

Admitió sin reservas que la evidencia en realidad parecía estar a favor


de Darwin: “ El extraordinario modo como la mayor parte de los
pájaros despliegan su plumaje a la hora del cortejo, aparentemente
con pleno conocimiento de su belleza, constituye uno de los argu­
mentos más fuertes de Darwin” (Wallace 1889, pág. 287). Sin embargo,
sostenía, estos aparentes despliegues pueden realmente no serlo. El
macho podría simplemente estar gastando parte de la energía sobrante
que acumula durante la temporada de apareamiento, de la misma
manera como retozan los animales jóvenes:

Durante la excitación y cuando un organismo desarrolla un supe­


rávit de energía, muchos animales, como es comprensible, ejercitan
a menudo sus diversos músculos de maneras fantásticas, como se ve en
las cabriolas de las ovejas y otros animales jóvenes... En el momento
del apareamiento, los pájaros machos se encuentran en el estado del

178
COLORACIÓN SIN SELECCIÓN

más perfecto desarrollo y poseen una enorme vitalidad; y bajo la


excitación de la pasión sexual ejecutan extrañas piruetas o vuelos
rápidos, posiblemente tanto por un impulso interno hacia el m ovi­
miento y la autoafirmación, como por el deseo de complacer a sus
parejas (Wallace 1889, pág. 287).

¿Y por qué, se pregunta, si la actividad de los machos los lleva a la


exhibición, los pájaros no adornados se portan de la misma manera
(Wallace 1889, pág. 287,1891, pág. 377)? Lejos de apoyar la teoría de
Darwin, esta conexión entre el vigor, por una parte, y la estructura y
el color por la otra, le parecen evidencias a favor de su propia teoría
(qué examinaremos) según la que tales conexiones son meros sub­
productos de la fisiología: “... indica una conexión entre el esfuerzo
de algunos músculos particulares y el desarrollo del color y el ador­
no... El despliegue de estas plumas resultará de la misma causa que
llevan a su producción” (Wallace 1889, págs. 287, 294). De manera
similar, dice, hay una correlación inversa entre los colores ornamen­
tales y las estructuras, por una parte, y el desarrollo del poder por la
otra. Esto, además, es lo que se esperaría si el canto fuera un mero
escape alternativo para el superávit de energía (Wallace 1889, pág. 284).
Los argumentos de Wallace son totalmente inadecuados para lo
que se propone. No dan cuenta del propósito aparente del despliegue.
Y es muy poco plausible sostener que un comportamiento tan compli­
cado y estereotipado no sea producto de la selección. Wallace había
adoptado una posición no adaptacionista y trataba de ver hasta dónde
podía llegar. Pero lo peor está por venir.

Coloración sin selección

Hasta aquí lo relacionado con hembras y sus más sobriamente


trajeados machos. Pero Wallace todavía tiene que explicar a los ma­
chos de colores más llamativos. Esto nos lleva a la manera como puso
patas arriba la pregunta de Darwin, sosteniendo que son los colores
opacos de la hembra y no los brillantes del macho los que más nece­
sitan explicación. Es en este punto donde sus argumentos no adapta-
cionistas se doblegan bajo su carga explicativa.
Durante el período anterior a 1871, cuando Wallace aceptaba la
teoría de la selección sexual de Darwin (que por la época se limitaba
principalmente a pájaros e insectos), combinaba sus teorías sobre la
protección para la hembra con la explicación darwinista de la colora-

179
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

cióri brillante del macho por medio de la selección sexual (v. gr.
Wallace 1891, pág. 89). Pero aun cuando comenzaba a tener dudas
sobre la selección sexual, le dejaba un papel, si bien secundario, con
respecto a la selección natural: “mientras la selección sexual ha esta­
do desempeñando su trabajo, el mecanismo aún más poderoso de la
selección natural no ha estado a la espera, sino que ha modificado a
uno o a ambos sexos de acuerdo con las condiciones de vida” (Wallace
1871, pág. 180). Así, pues, en este período Wallace tenía una teoría
selectiva -o selección natural o sexual- para cubrir tanto a machos
como a hembras. Sostenía que los colores primordiales eran posible­
mente opacos; a lo largo de un tiempo de la evolución la selección
sexual había hecho evolucionar a los machos hasta volverlos llamati­
vos, mientras la selección natural por lo general había retenido 7
aumentado el vestido poco llamativo de las hembras (Wallace 1891,
pág. 130). Cuando Wallace abandonó la selección sexual, necesitó una
explicación alternativa para los machos. Su solución fue su teoría
fisiológica de la coloración llamativa (Wallace 1889, págs. 288-93,
297-8,1891, págs. 359-60).
Ya nos hemos detenido en los puntos de vista de Wallace sobre la
coloración rio adaptativa. Incluso este comprometido adaptacionista
se tomaba el trabajo de distinguir entre colores que eran puramente
físicos o fisiológicos 7 los que eran biológicos, 7 de hacer énfasis en
que estos últimos no requieren explicación adaptativa (Wallace 1889,
págs. 188-9). Sin embargo, resultó que su idea de lo que se podía ex­
plicar por medio de la sola fisiología era demasiado católica. Desa­
rrolló la teoría de que a lo largo del tiempo de la evolución, si los
organismos no se veían frenados por la selección natural, tenderían
de modo natural a volverse multicolores, como resultado de los
cambios físico-químicos constantes: “ Se puede considerar el color
como un resultado necesario de la constitución química altamente
compleja de los tejidos 7 fluidos animales” (Wallace 1889, pág. 279).
“ Muchas de las sustancias complejas que existen en animales 7
plantas están sujetas a cambios de color bajo la influencia de la luz, el
calor, o los cambios químicos, 7... éstos ocurren permanentemente
durante... el desarrollo 7 el crecimiento... Cada característica externa
también... pasa por cambios diminutos constantes, que con mucha
frecuencia, producen cambios de color” (Wallace 1891, pág. 359). De
manera que ser multicolor es el estado “normal” : “estas considera­
ciones hacen probable que el color sea normal 7 aun un resultado
necesario de la estructura compleja de los animales 7 las plantas”
180
COLORACIÓN SIN SELECCIÓN

(Wallace 1891, pág. 359). Sin embargo, si no hubiera sido por la mano
limitadora de la selección natural, los animales se regocijarían en sus
espléndidos colores. Al fin y al cabo no hay tales limitaciones en su
interior y allí presentan un despliegue multicolor. Su exterior está
sujeto a un mayor número de cambios y por tanto tendería a tener
tonalidades aún más llamativas:

La sangre, la bilis, los huesos, la grasa y otros tejidos tienen colo­


res característicos y a menudo llamativos que no podemos suponer
fueron determinados con algún propósito especial, en cuanto a ser
colores, pues por lo general están escondidos. Los órganos externos,
con los diversos apéndices e integumentos, gracias a las mismas leyes
generales, darían lugar a una mayor variedad de color (Wallace 1889,
pág. 297).

Es sólo la acción de la selección natural lo que evita la explosión


pluricromática. La domesticación proporciona evidencia indepen­
diente de ello. Cuando las presiones de selección se levantan, parece
qüe los colores fueran desconocidos en la naturaleza. Y en las aves
domésticas los modelos se desarrollan de manera simétrica, un
“ hecho crucial” de acuerdo con Wallace, porque indica la acción de
leyes fisiológicas de desarrollo más que de fuerzas selectivas como
Darwin lo supone (Wallace 1891, pág. 375). (Sostiene que las simetrías
mantenidas por las fuerzas selectivas son por lo general inexactas y a
menudo se pierden bajo la domesticación (Wallace 1889, págs. 217-18
m)).
Más aún, sostiene Wallace, la tendencia a desarrollar colores
llamativos es por lo general más fuerte en el macho por la misma
razón no adaptativa: la coloración aumenta con la actividad fisiológica
y el macho es casi siempre más vigoroso (Wallace 1891, págs. 365-6).
Wallace apoya esta aseveración con tres argumentos; primero, los
colores brillantes y vivos indican, la mayor parte de las veces, una
buena salud. Segundo, la vitalidad masculina está en su clímax en la
temporada de apareamiento y es ahí cuando los colores son más
vivos. Tercero, los machos tienden a desarrollar colores más vivos
que las hembras aun bajo domesticación, en ausencia de cualquier
selección para la coloración. Wallace también llegó a atribuirle la
coloración más viva de las hembras, cuando los papeles están trocados
(en donde el macho es quien incuba), a que en estos casos*ellas tenían
más energía vital (Wallace 1891, pág. 379).
181
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

De la misma manera da cuenta de las estructuras ornamentales


de los machos: surgen en momentos de alta actividad fisiológica
aumentada. Por ejemplo, muchas aves del paraíso llevan un gran
mechón de plumas en el pecho, que brota del más poderoso de los
músculos de los pájaros, el pectoral, en un momento en que éste es más
activo. Wallace sostiene que la teoría de Darwin no puede explicar
por qué los adornos ocurren en estas partes peculiares del cuerpo
(Wallace 1889, págs. 291-3).
Entonces, de acuerdo con Wallace, ésta es la razón por la cual el
colorido apagado de las hembras, pero no los tonos vivos de los
machos, es lo que requiere explicaciones adaptativas. Ambos sexos
tienden por naturaleza a tener colores vivos (aunque los machos más
que la hembras), pero esta tendencia se encuentra bajo presiones de
selección que disminuyen estos impulsos fisiológicos: '

Parece haber una tendencia constante del macho de gran parte


de los animales -pero en especial en las aves e insectos- a desarrollar
más y más intensidad de color, que culmina a menudo en tonos
metálicos azules y verdes o en las tonalidades iridiscentes.. . más esplén­
didas, mientras, al mismo tiempo, la selección natural se mantiene
en un perpetuo trabajo para evitar que las hembras adquieran estos
mismos tintes o modifiquen sus colores de diversas maneras para
asegurar la protección, asimilándola a su entorno o produciendo un
animal parecido a alguna forma protegida (Wallace 1889, pág. 273).

Pero con toda seguridad, quisiera uno alegar, la apariencia de


“haber sido diseñados” que tienen los animales y sus colores indican a
las claras que son adaptados; sin embargo, Wallace llega a la conclu­
sión opuesta: la conexión entre coloración y estructura es una evi­
dencia adicional a su favor de que el color es sólo efecto secundario
fisiológico inevitable y no seleccionado. Al fin y al cabo su teoría de
los colores vivos surge de los cambios fisiológicos. ¿Y no es probable
que en el proceso emerjan los dibujos? Llama la atención al hecho de
que la disposición del color coincide por lo general con la estructura:
“la coloración diversificada sigue las líneas principales de la estruc­
tura y cambia en ciertos lugares, tal como las articulaciones* donde la
función cambia” (Wallace 1889, pág. 288). De manera que los colores
más esplendorosos tienden a encontrarse en las estructuras más
complejas o alteradas: “Los colores vivos suelen aparecer justo en pro­
porción al desarrollo de... apéndices... El color aumenta en variedad
182
COLORACIÓN SIN SELECCIÓN

El esplendor del colibrí (de The N aturalist in Nicaragua , de Belt)


Para Wallace, el esplendor del colibrí era sólo un derroche más de la
energía sobrante. Thomas Belt, fiel adaptacionista y seleccionista sexual,
tenía otro punto de vista:
[La cola del] hermoso colibrí azul, verde y blanco (Florisuga mellivora, L.)...
puede expandirse hasta form ar un semicírculo, y cada plum a se abre hacia el
extremo, completando el semicírculo en el borde. [Este espectáculo está]...
reservado para el cortejo. He visto la hembra posada en una ram a sin moverse
y dos machos desplegar sus encantos frente a ella. Uno salía disparado hacia
arriba como un cohete y luego, tras expandir la cola, blanca como la nieve,
como un paracaídas invertido, descendía lentamente ante ella, y se volvía de
manera gradual para exhibir tanto el frente como la parte posterior. E l efecto
se aumentaba por el hecho de que las alas se podían observar desde la
distancia de unas cuantas yardas, tanto a causa de la gran velocidad de su
movimiento como por no tener el lustre metálico del resto de su cuerpo. La
blanca cola expandida cubría más espacio que el resto del pájaro y era,
evidentemente, el rasgo más grandioso dé la actuación. Mientras uno bajaba,
el otro salía disparado hacia arriba y descendía expandido. La entretención
terminaba en una pelea entre ambos actores, pero no tengo ni idea de si el
pretendiente aceptado era el más hermoso o el más peleador. (Belt, The
Naturalist in Nicaragua)

183
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

e intensidad al volverse las estructuras y apéndices dérmicos más


diferenciados y desarrollados” (Wallace 1889, págs. 290-1, 297). Y los
cambios de color ocurren con una regularidad que, de acuerdo con
Wallace, no indica selección sino efectos secundarios automáticos de
las leyes del desarrollo: “hay indicios de que existe un cambio relativo
de color, tal vez en un orden definitivo, que acompaña el desarrollo
de tejidos o apéndices... [tales cambios indican] una ley de desarrollo...
dependiente de las leyes del crecimiento” (Wallace 1889, pág. 298).
Así es como, argumenta Wallace, los machos suelen tener dibujos
distintivos y alegres; su vitalidad superior favorece el desarrollo de
estructuras nuevas que estarán acompañadas por figuras de color
(Wallace 1891, pág. 366). Por ende, sucede que las mariposas y pájaros,
cuyas estructuras han sido sujetas a gran cantidad de cambio, superan
por mucho a todos los otros animales en intensidad y variedad de
coloración (Wallace 1891, págs. 368-9). Así es como los pájaros de
colores más vivos son los que tienen un plumaje más elaborado y
voluminoso (Wallace 1889, pág. 291). Los colibríes, en particular los
machos, exhiben más energía vital y colores más espectaculares que
la mayor parte de los grupos, y los más pugnaces de su especie son
además los más llamativos (Wallace 1891, págs. 379-81). Y así fue como,
concluye Wallace triunfante, al menos en parte, el pavo real consi­
guió su cola y el faisán dorado y las aves del paraíso las suyas (Wallace
1891, pág. 375 ).
Los argumentos de Wallace son por cierto ingeniosos. Se equivoca
al poner patas arriba la pregunta de Darwin, -las explicaciones adap-
tativas no deben estar reservadas sólo a las hembras-, pero ciertamente
tiene razón en llamar la atención sobre la necesidad de explicar la colo­
ración apagada y poco llamativa. Los darwinistas deben prestarle
atención a los tonos de color cotidiano de la hembra del pavo real y al
traje dominguero de su pareja. Al fin y al cabo ella no es opaca sino que
está camuflada. Por el contrario, tal como el argumento de Wallace
sobre las partes de los cuerpos lo sugiere, la vivacidad puede ser un
estado “natural”, en cuyo caso los darwinistas no deben apresurarse a
concluir que requiere explicación adaptativa.
Sin embargo, los argumentos de Wallace, aunque son muy in­
geniosos, fallan de manera espectacular: son inherentemente poco
plausibles. ¿Es probable que una apariencia de diseño tan destacada e
innegable surja sin adaptación? Estos argumentos fallan en su pro­
pósito declarado de reemplazar la teoría darwinista de la elección
femenina con los principios normales de la selección natural. Y son
184
COLORACIÓN SIN SELECCIÓN

inconsistentes con su propio programa de insistir en las explicaciones


adaptativas.
Pensemos en lo que Wallace habría querido que pensáramos: la
coloración del macho, con su fino detalle, sus dibujos sorprendentes,
su apariencia de diseño, su constancia y su ocurrencia generalizada a
lo largo del reino animal, han surgido sólo como un efecto secundario,
sin ayuda de la selección directa, y el resultado final de este proceso
fisiológico es selectivamente neutral -n i ventajoso ni deletéreo- y se
mantiene sólo por fuerzas fisiológicas.
Tomemos primero la aseveración de Wallace de que debido a que
las diferencias de color siguen las características estructurales, la
coloración no es resultado de la selección. Ciertamente, las conexiones
entre color y estructura se podrían originar de la manera sugerida
por él. Pero es claro que esto no implica que cuando uno encuentra
color y estructura mano a mano sea resultado sólo de leyes fisiológicas,
sin intervención de fuerzas selectivas. Uno de los criterios del propio
Wallace para decir que la selección es lo que ha funcionado era que
“los colores están localizados en dibujos definidos, a veces de acuerdo
con las características estructurales” (Wallace 1889, pág. 189). Al fin y
al cabo, uno esperaría que la selección natural aprovechara y de­
sarrollara conexiones entre estructura y color. Una estructura dife­
renciada que además es coloreada de manera que concuerde es materia
prima para, por ejemplo, exhibiciones o camuflajes complejos. E. Ray
Lankester señaló un punto de vista similar en su revisión de Darwinism
de Wallace: “Wallace parece no haber tenido mucho éxito al demostrar
que la teoría de Darwin de la selección sexual es inaplicable a la ex­
plicación de desarrollos especiales de color y ornamentos aunque ha
sugerido causas adicionales que influyen sobre la distribución pri­
maria y el desarrollo del color” (Lankester 1889, pág. 569). De hecho,
Wallace mismo aceptó más tarde (Wallace 1900, i, págs. 390-1) que
estaba más de acuerdo con sus fines adaptacionistas argumentar que
el color y el adorno se originaban del modo que él sugirió al principio
y que habían sido modelados entonces por la selección para el reco­
nocimiento, pero no desarrolló su idea.
Después, Wallace mismo afirmó que la maravillosa individualidad
del color de los animales y las plantas (Wallace 1889, pág. 189) exige
una explicación adaptativa. Seguramente esta regla se debería aplicar
a la coloración masculina. Es claro que ninguna de las razones fisioló­
gicas que expone llega muy lejos al tratar de explicar su complejidad
y variedad. ¿Por qué, por ejemplo si el color se limita a seguir la es-
185
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

tructura son, por decir algo, las alas de las mariposas tan similares
estructuralmente pero tan enormemente diferentes en sus patrones
de color? Como el psicólogo comparativo C. Lloyd Morgan dijo:

No se puede sostener con facilidad la tesis de que la teoría nos


permite una explicación adecuada de los tintes de color específicos...
Si, como lo argumenta Wallace, los mechones inmensos o los pluma­
jes dorados del ave del paraíso le deben su origen a... las arterias y a
los nervios... [¿por qué] otros pájaros en los cuales se encuentran las
arterias y nervios en similares posiciones... no tienen... mechones si­
milares? (Citado en Romanes 1892-7, i, pág. 449).

Karl Groos, otro psicólogo comparativo y profesor de filosofía en la


ciudad de Basilea llegó a una conclusión similar: “ [Wallace] parte del
hecho de que las marcas características y apéndices de los animales
están estrechamente relacionados con su estructura anatómica... Sin
embargo, yo no puedo concebir que un desarrollo como por ejemplo
la cola del pavo real se pueda derivar de comienzos insignificantes,
simplemente por un superávit de energías” (Groos 1898, págs. 235-6).
Y lo que es más, si hay una tendencia constante a producir color,
pero la selección no funciona, ¿por qué terminan los animales teniendo
colores vivos en lugar de adquirir los sombríos y monocromáticos
tonos de los colores mezclados? El libro sobre la coloración que más
influyó sobre Wallace concluía que, como resultado de este proceso
caleidoscópico, “este color sería indefinido, si no tuviera limitaciones
o direcciones, y no podría producir tintes definidos, ni el fenómeno,
más complicado, de los dibujos” (Tylor 1886, pág. 29). Wallace podía
haber sostenido que las complejidades del desarrollo embriónico
podían muy bien producir fenómenos así de complicados (y esto
podía haber respondido el punto sobre la “individualidad maravi­
llosa” también). Pero, por el contrario, sostenía que una “mezcla al
azar” de pigmentos produciría colores “opacos o neutrales” (Wallace
1891, págs. 360-1). De hecho, usó un argumento similar en contra de
la aseveración de Darwin de que el gusto de las hembras podría ser
responsable de los colores bien definidos de los machos: “generacio­
nes sucesivas de pájaros hembras que eligieran cualquier pequeña
variedad de color que se diera entre sus pretendientes llevaría nece­
sariamente a un resultado moteado o pecoso, e inestable; no a los
hermosamente definidos dibujos y marcas que vemos” (Wallace 1871,
pág. 182).
186
COLORACIÓN SIN SELECCIÓN

Aun en el caso poco probable de que la coloración se hubiera


desarrollado de la manera que Wallace sugiere, su constancia en el
tiempo y la uniformidad en la especie presentarían problemas. ¿Cómo
se puede sostener esto, a menos que sea por selección (que ahora se
llamaría selección estabilizadora, favorecedora del tipo promedio)?
No daba ninguna razón para suponer que las leyes de la fisiología por
sí mismas asegurarían efectos tan constantes. Y Wallace mismo había
insistido en que la constancia era signo de que la selección había me­
tido la mano (Wallace 1889, págs. 138-42,189-90,1891, pág. 340); “las
marcas más diminutas son a menudo constantes en miles o millones
de individuos... [Esto] debe servir a algún propósito en la naturaleza”
(Wallace 1891, pág. 340). De hecho, citaba la constancia de caracterís­
ticas específicas de la especie como su principal evidencia contra el
punto de vista de que eran no adaptativas. (Hay que admitir que
menciona las características sexuales secundarias que tienden a ser
variables (Wallace 1889, pág. 138); pero son suficientemente constan­
tes para ser candidatas a explicaciones adaptativas según su criterio
y, como veremos, utiliza el hecho de su constancia relativa como evi­
dencia de que no son resultado de la escogencia de la hembra). Es
más, los adaptacionistas estaban de acuerdo en términos generales
de que uno no debería esperar que las características selectivamente
neutrales fueran demasiado estables, y éste es también el punto de
vista corriente entre los darwinistas de hoy (v. gr. Cain 1964; Maynard
Smith 1978c; Williams 1966, págs. 10-11).
Consideremos también que Wallace mismo, con toda razón, de­
claraba que el principio de utilidad de Darwin “nos lleva a buscar un
propósito... adaptativo... en minucias que de otro modo pasaríamos
por alto por insignificantes y poco importantes” (Wallace 1891, pág.
36). Y cuando él se pone su sombrero adaptacionista no quiere con­
ceder ni siquiera que los colores de una fruta podrían ser un mero
subproducto, en vez de una adaptación para atraer animales (Wallace
1889, pág. 308). Sin embargo, en lo que atañe al adorno animal, Wallace
felizmente le permite a una hueste no meramente de minucias sino
de “colas de pavo real” colarse a través de la red adaptativa.
Finalmente, Wallace mismo insiste en que una teoría de la adap­
tación debe ser juzgada sobre la base de qué tan comprensivamente
trata el fenómeno:

a aquellos que se oponen a la explicación dada ahora sobre los


diversos hechos que tienen que ver con este tema [coloración], yo...

187
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

los instaría a que aborden todo el conjunto de hechos, no solamente


uno o dos. Se admitirá que en la teoría de la evolución y la selección
natural se han coordinado y explicado una gran cantidad de hechos
relacionados con el color en la naturaleza. (Wallace 1891, págs. 139-40).

Sí, una gran cantidad; pero no lo suficientemente grande. Wallace


necesita explicar los colores de hembras y de machos como adapta­
ciones a (diferentes) presiones selectivas. Globalmente hablando,
ejecuta muy bien la primera parte de su programa. Tanto, que es víc­
tima de su propio invento: muestra la necesidad de una coloración
equivalente masculina y un vergonzoso fracaso en proporcionarla.
Sus explicaciones de la coloración son más débiles precisamente en
los lugares donde para un darwinista son más intrigantes. Por muy
impresionantes que sean sus explicaciones de la coloración femenina,
no tiene esperanzas de reemplazar la selección sexual a menos que
explique ambas mitades del dimorfismo. Romanes señaló la gran
discrepancia entre las declaraciones de Wallace sobre la universalidad
del principio de utilidad y su explicación de fenómenos “sexualmente
seleccionados” :

¿Puede sostenerse que los “colores fantásticos” que Darwin atri­


buye a la selección sexual... han de ser adscritos a la “variabilidad
individual” sin referencia a la utilidad, mientras al mismo tiempo se
sostiene, “como una deducción necesaria de la teoría de la selección
natural”, que todos los caracteres específicos tienen que ser “ útiles?”
¿O no tenemos que concluir que aquí hay una contradicción tan
clara como la que más? (Romanes 1892-7, ii, pág. 271).

Si Wallace, dice Romanes, apela con tanta facilidad a la fisiología más


bien que a la utilidad, no está comprometido con la explicación
adaptativa como sostiene estarlo: “me parece que la diferencia entre
Wallace y yo, con respecto al principio de utilidad, está abolida”
(Romanes 1892-7, ii, pág. 222).
La mayor parte de los darwinistas hicieron algún tipo de concesio­
nes a la coloración no adaptativa; a veces, en retrospectiva, concesio­
nes innecesariamente generosas. Pero Wallace fue mucho más allá.
Se acepta en términos generales que, como Darwin lo expresó, “el
complejo laboratorio de organismos vivientes” daría probablemente
lugar a los colores espléndidos, de la misma manera que los laborato-

188
COLORACIÓN SIN SÉLECCIÓN

rios químicos lo hacen (Darwin 1871, i, pág. 323). Hemos visto que
los colores escondidos, como el rojo de la sangre por ejemplo, se expli­
caban corrientemente de esta manera. De igual forma, los colores
llamativos de los animales “ inferiores”, se pensaba en el pasado, no
eran adaptativos; Darwin mismo no dudó en hacer a un lado la selec­
ción natural para favorecer las explicaciones físico-químicas en este
caso (v. gr. Darwin 1871, i, págs. 321-3; 326-7; Romanes 1892-7, i, págs.
409-10). Aun E. B. Poulton, cuyo trabajo en buena parte estaba dedi­
cado a descubrir el significado adaptativo de la coloración, se sintió
obligado a insistir en que los colores pueden ser “incidentales” ; señaló
un punto importante al alabar a Darwin por reconocer esto y por
prevenirlo contra un adaptacionismo demasiado entusiasta (v. gr.
Poulton 1910, págs, 271-2). Pero todo ello estaba muy lejos de pro­
clamar con Wallace que la cola del pavo real era “ incidental”.
En síntesis, para cualquier darwinista es una táctica demasiado
débil relegar al no adaptacionismo un fenómeno tan generalizado,
tan constante y con tanta apariencia de haber sido diseñado como lo
es la llamativa coloración que, según Darwin, era sexualmente selec­
cionada; para alguien que profese estar a favor de las explicaciones
adaptativas, particularmente para aquel que se enorgullezca de su
explicación de la coloración como una contribución importante, equi­
vale a un fracaso sin atenuantes. Y su fracaso no sorprende, tal como
John Maynard Smith lo señaló bien: “ Por más que uno dude sobre la
función de la cornamenta del ciervo irlandés y de la cola del pavo
real, es muy difícil suponer que pueden ser selectivamente neutrales”
(Maynard Smith 1978c, pág. 36).
Y hablando de fracasos sin atenuantes, haré sin embargo, una
petición de clemencia para buscar atenuantes en el caso de Wallace.
Sus argumentos parecen en algunos sentidos tan absurdos, en parti­
cular para los casos más dramáticos, que es de mínima justicia men­
cionar que él no fue el único en sostener cualquiera de los puntos
particulares (aunque los reunió y los explotó a su manera). Algunas
de las explicaciones más ingeniosas de los dibujos fueron tomadas de
un libro sobre coloración animal escrito por Alfred Tylor, un geólogo
inglés (Tylor 1886; Wallace 1889, pág. 288). Tylor veía los efectos
fisiológicos como la base sobre la que la selección natural comienza a
trabajar, más que como la ofrenda final de la naturaleza (Tylor 1886,
págs. 6-7,17). Pero otros se acercaban más al punto de vista de Wallace.
Un crítico de la teoría de Darwin de selección sexual, G. Norman

189
¿ S Ó L O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

Douglass, que escribió en 1890, pensaba que una teoría como la de


Wallace era más científica que la aseveración de Darwin con relación
al gusto femenino.

Si la tendencia de la biología es a convertirse en una ciencia más


exacta... los procesos inherentes a la formación de los pigmentos ani­
males... mostrarán pronto si no se puede traer orden al “concurso
fortuito de los átomos de la materia de Color” sin sanción externa
(femenina). Creo que se encontrará que la distribución armoniosa
de tintes en las plumas del faisán dorado se limita a continuar un
principio que ilustran las formas radiales y bilaterales de todos los
organismos vivos: la coincidencia de la simetría con la economía
(Douglass 1895, págs. 404-5).

La teoría de Wallace de que los organismos tendían por naturaleza a


una coloración viva también la sostenían otros. Un corresponsal de
la revista Nature en 1870 aseveraba que “la fuerza productora de color
que existe en la planta pasará a través de toda obstrucción cuando se
le presente la oportunidad... Esta ley se aplica a todo el mundo orgá­
nico, y da cuenta del color donde se encuentre” (Mott 1874, pág. 28).
Unos 30 años más tarde, Jacob Reighard, profesor de zoología de la
Universidad de Michigan, proponía una teoría similar (Reighard1908,
págs. 310-11, 316-21). Y 30 años después uno de sus sucesores en
Michigan, el genetista A. Franklin Shull (Shull 1936, págs. 179-80,198),
defendía los puntos de vista tanto de Wallace como de Reighard. A
propósito, John Turner (Turner 1983, pág. 152, ns) cita la teoría de
Reighard como ejemplo de un punto de vista que no ha sido registrado
por los historiadores porque fue desacreditado científicamente. Son
exactamente estos filtros históricos los que nosotros debemos tener
en cuenta antes de descartar a Wallace como un excéntrico entre sus
contemporáneos.
En cuanto a la afirmación parecida de Wallace de que los machos
estaban dotados de una mayor vitalidad que las hembras y que esto
podría dar lugar a colores y estructuras complicados, era el pensa­
miento normal, tanto popular como científico (véase v. gr. Farley
1982, págs. 110-28; Wallace 1889, págs. 296-7, m). Cuando se publicó
El origen del hombre, un crítico le escribió a Darwin: - ¿Está m a l-
suponer que el mayor crecimiento, la estructura complicada y la ac­
tividad de un sexo existan como válvulas de escape para el vigor ex­
cedente en lugar de para agradar o luchar con...? (Darwin, F. y Seward
190
COLORACIÓN SIN SELECCIÓN

1903, ii, pág. 93). Y Darwin, en su respuesta, aceptó que había quedado
impresionado con una sugerencia similar de que algunas estructuras
masculinas extravagantes fueran “producidas por el exceso de nutri­
ción en el macho, exceso que en la hembra se dedicaba a formar los
órganos generativos 7 el óvulo” (Darwin F. 7 Seward 1903, ii, pág. 94)
(Un argumento que se acerca más a la idea moderna es que las hem­
bras 7 machos distribu7en sus costos reproductivos de diferentes
maneras). Darwin también pensaba que los colores vistosos de los
machos correlacionaban con su pugnacidad (Marchant 1916, i, pág.
302). Ya más avanzado el siglo, Reginald Pocock, uno de los expertos
del museo Británico, especializado en arañas, sugirió que había in­
vestigaciones recientes que sostenían poder demostrar que la selección
sexual de las arañas también se podía explicar a partir de la teoría de
Wallace de la vitalidad masculina:

los casos que se citan en este trabajo... también se pueden expli­


car por los puntos de vista del señor Wallace. Asi... parece ser... que el
sexo [masculino] es el que sobresale por su actividad, 7 si ella fuera
un criterio de alta vitalidad, al momento podríamos ver la conexión
entre la vitalidad alta 7 la ornamentación... o también, si se pregun­
tara por qué los machos ejecutan las extrañas piruetas en presencia
de las hembras si no es por exhibición, se debe responder que la exci­
tación de los machos, siempre m a7or durante las temporadas de
apareamiento, llega a un máximo en el momento en que están en
compañía de las hembras 7 se muestra a sí misma en la ejecución de
estas extrañas piruetas... (Pocock 1890, pág. 406).

W. H. Hudson, en su popular libro The Naturalist in La Plata (1892),


desechó la explicación “laboriosa” de Darwin de la música 7 del baile, a
favor de la visión de Wallace de que en “la temporada de cortejo,
cuando las condiciones de vida son más favorables, la vitalidad está
al máximo” (Hudson 1892, págs. 263, 285). Otro libro mu7 leído,
Animal Coloration (Beddard 1892) publicado el mismo año, también
seguía a Wallace al atribuirle el color animal a la vitalidad. Douglass,
el crítico que acabamos de mencionar declaró:

los gestos 7 las cabriolas de todas las denominaciones en todos


los órdenes de la naturaleza brincona -desde los giros 7 vueltas
“atípicos” de los gusanos, hasta las contorsiones ejecutadas por los
humanos jóvenes en las salas de baile m odernas- se pueden ver, en

191
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

últimas, como el resultado de una... “vitalidad excedente”. Aquí está,


en efecto, la raíz de todo el asunto [del ornamento masculino]. Por­
que el excedente de vitalidad es otro nombre que se le da a los proce­
sos fisiológicos primarios que suministran el material (sea éste color,
estructura o actividad exuberante) cuya elaboración subsiguiente, por
ser incompatible con el principio de utilidad, se le confía a las prefe­
rencias de las hembras (Douglass 1895, pág. 330).

(Y, desde ese punto de vista, se confía mal.) A finales del siglo, Vernon
Kellogg declaró que la teoría del “vigor extraordinario del crecimien­
to” es “la alternativa más llamativa” a la “desacreditada teoría de la
selección sexual” (Kellogg 1907, pág. 352; véase también pág. 117). Y
más tarde se convirtió en un punto de vista normal que “los colores
vivos de los machos... a veces son una suerte de productos secunda­
rios de su vigor” (MacBride 1925, pág. 218).
Y lo que es más, Darwin, como Wallace, recurría de vez en cuando
a la fuerza no adaptativa del joie de vivre o el puro placer de la activi­
dad, para tratar casos tan extraños como el de los pavos reales que
“exhiben” sus colas cuando no hay hembras presentes o el de los
petirrojos, que cantan a todo pulmón cuando ya ha pasado la tem­
porada de apareamiento (v. gr. Darwin 1871, ii, págs. 54-5, 86). De
hecho, la actividad animal se ha explicado comúnmente de esta ma­
nera, y lo han hecho naturalistas tan diferentes como Paley (1802,
págs. 454, 457, 458), Kropotkin (1902, págs. 58-9) y Julián Huxley
(1923a, págs. 122-7,1966). Quizás de manera más sorprendente, un
libro muy influyente, The Evolution ofSex (1889) escrito por Patrick
Geddes y por J. Arthur Thomson, apoyaba con ahínco muchas de las
ideas de Wallace. Sostenía que los machos están constitucionalmente
predispuestos a desarrollar colores más vivos, estructuras más desarro­
lladas y comportamientos más vigorosos que las hembras, porque
tienen un metabolismo más activo; la selección natural y sexual de­
sempeñaban un papel, pero relativamente menor (págs. 11,14,16,-31,
320,324). Tales ejemplos se pueden multiplicar. Así, pues, los puntos
de vista de Wallace, aunque hoy en día nos parezcan absurdos, no
eran tan alejados de la corriente principal del pensamiento como uno
pudiera imaginar.
A pesar del fracaso de Wallace, tanto él como otros se han dejado
llevar en ocasiones por las impresionantes explicaciones sobre la co­
loración femenina que han presupuesto que él logró su propósito
más amplio (al menos en principio) de descartar por completo cual­
192
COLORACIÓN SIN SELECCIÓN

quier selección sexual. El historiador de la ciencia Peter Vorzimmer,


por ejemplo, parece pensar que el debate de Darwin y Wallace termi­
nó en una total victoria para Wallace. En aparente acuerdo con éste,
dice:

La poca inclinación de Wallace a aceptar la teoría de la selección


sexual se convirtió en una desautorización completa como resultado
de su trabajo sobre la imitación y la coloración para la protección.
Cuando llegó a darse cuenta de que el principio de la selección na­
tural operaría igualmente bien para adquirir cualidades de autopro-
tección, y que la mayor parte de las características sexuales secunda­
rias, si no todas, podíán explicarse de esta manera, no vio necesidad
de ninguna clase de llamar a tal proceso selección sexual. El principio
de la selección natural, tal como originalmente la postularon él y el
darwinismo, parecía perfectamente adecuado (Vorzimmer 1972, pág.
197).

Descarta la teoría de Darwin de la selección sexual como una teoría


cno muy importante5 (Vorzimmer 1972, pág.. 202), y no se da cuenta
de que Wallace no logra aprehender los fenómenos más importantes
que la selección sexual debe explicar. He aquí, en una onda similar, al
botánico Verne Grant: “ Como Wallace... señaló en un análisis del pro­
blema [de las características secundarias del macho], la teoría de
Darwin de la selección sexual [no proporciona]... una explicación
satisfactoria del desarrollo de la ornamentación y el canto en el sexo
masculino” (Grant 1963, pág. 243). De acuerdo con Grant, esto se
puede explicar sólo por medio de la selección natural (principalmente
por reconocimiento de la especie).
Las afirmaciones del propio Wallace fueron incluso más allá.
Hemos visto que afirmaba que en relación con la selección sexual era
más darwinista que Darwin. También sostenía que sus teorías alter­
nativas de la coloración ampliaban el alcance de la selección natural:
“Mi punto de vista, en realidad, extiende la influencia de la selección
natural, porque muestro de cuántas maneras insospechadas son úti­
les el color y los marcadores para quien los posee” (Wallace 1905, ii,
pág. 18; véase también 1889, pág. 268). Sostenía que al reemplazar la
selección sexual con su teoría, a la selección natural se le “quitaría
una excrecencia anormal y obtendría vitalidad adicional” (Wallace
1871, págs. 392-3). Y a diferencia de la teoría de Darwin, la suya no
tenía necesidad de una presuposición adicional bastante cuestionable:

193
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

“ella desecha por completo la instancia hipotética e inadecuada de la


escogencia femenina” (Wallace 1889, pág. 334). Así, dice, sus teorías
pueden cubrir el rango completo de los fenómenos darwinistas
“sexualmente seleccionados” : “Yo creo que puedo explicar (de un modo
general) todos los fenómenos de los ornamentos y colores sexuales
por medio del desarrollo, ayudado por la simple selección natural”
(Marchant 1916, i, pág. 298). Dice que se da cuenta de que su afirma­
ción es osada pero que se justifica, y que va a demostrar ser “un alivio”
para los naturalistas (uno casi puede oírlo suspirar), que arrojarán la
selección sexual y se quedarán con la selección natural:

Quizás se considere presuntuoso exponer este esbozo del tema


del color en los animales como sustituto de las teorías más desarro­
lladas de Darwin sobre la selección sexual; sin embargo, me aventuro
a pensar que está más de acuerdo con los hechos globales y con la
teoría de la selección natural misma... La explicación de que casi to­
dos los ornamentos de los pájaros y los insectos han sido producidos
por las percepciones y escogencia de las hembrasha... hecho dudar a
gran número de evolucionistas, pero ha sido aceptada de modo pro­
visional porque era la única teoría que intentaba explicar los hechos.
Quizás sea un alivio para algunos de ellos, como lo ha sido para mí,
encontrar que los fenómenos se pueden concebir como dependien­
tes de las leyes generales del desarrollo y basados en la acción de la
“selección natural” .. (Wallace 1889, pág. 392).

La posición de Wallace reversaba los papeles acostumbrados. El en


extremo pluralista Romanes, por lo general crítico severo del entusias­
mo de Wallace por las explicaciones adaptativas; lo urgió a aceptar
que estructuras tan complejas y especializadas como los ornamentos
masculinos no podrían resultar sin selección (v. gr. Romanes 1892-7,
i. págs. 394). Mientras tanto, el ferviente adaptacionista Wallace exhor­
taba a Darwin a ponerle menos peso a su teoría seleccionista y más a
las “leyes desconocidas” del desarrollo del color y cosas semejantes
(Wallace 1871).
Además, es extraño darse cuenta de que Wallace dio la vuelta com­
pleta con relación los colores ornamentales. Al principio desarrolló
su teoría de la coloración; en parte para desbancar las aseveraciones
de la teología natural de que la belleza de la naturaleza no tenía uti­
lidad alguna (v. gr. Wallace 1891, págs. 153-6). Después, intentó des­
bancar las afirmaciones de Darwin de que su utilidad radicaba en la
194
¿LOS M A C H O S A FAVOR DE DA R W IN , . . .

selección sexual. Y aquello terminó en que negaba con obcecación que


los colores “sexualmente seleccionados” tuvieran utilidad alguna.
Finalmente, hay una cruel ironía en las exigencias alegre y radical­
mente adaptacionistas y darwinistas de Wallace ante su fracaso
manifiesto al analizar el asunto de las características ornamentales
(véase Kottler 1985, págs. 410-11). Su fervor es quizás el del converso.
Para el Wallace más joven, las características ornamentales habían
sido una luz providencial en un mundo oscuramente utilitario. En el
siguiente párrafo, por ejemplo, tenemos al Wallace de 1856, antes de
que descubriera la selección natural. Acaba de argumentar que los
enormes caninos del orangután no le sirven para nada, y continúa
así: “ ¿Entonces, lo que quieres decir es que algunos de mis lectores se
van a preguntar indignados que este animal, o cualquier animal, está
provisto de órganos que no le sirven para nada? Sí, replicamos, que­
remos decir que muchos animales tienen órganos y apéndices que no
les sirven para ningún propósito material o físico” (Wallace 1856, pág.
30). Muchos colores y estructuras hermosas fueron creadas simple­
mente en “aras de la belleza” (Wallace 1856, pág. 30). Son signos del
diseño, del trabajo de un creador supremo. Esto le pone límites estre­
chos a las explicaciones adaptativas: “Concebimos que es una visión
completamente errada y muy limitada del mundo orgánico la de creer
que todas las partes de un animal... existen sólo para el uso material y
físico del individuo” (Wallace 1856, pág. 30). Y siguen criticando a los
adaptacionistas muy fervientes: “La práctica constante de imputar­
le... algún uso al individuo, o a cada parte de su estructura, y aún de
inculcar la doctrina de que toda modificación existe sólo para; un uso
es un error craso en nuestra apreciación global de todas las variedades;
la belleza y la armonía del mundo orgánico” (Wallace 1856, pág. 31).
Obviamente, el Wallace de años posteriores había viajado por un lar­
go camino darwinista desde aquella época.

¿Los machos a favor de Darwin, las hembras a favor de Wallace?

Ahora llegamos a un acertijo que no he sido capaz de resolver.


Ésta es la respuesta de Darwin a la estrategia de Wallace de explicar la
coloración por medio de la protección y el reconocimiento (particu­
larmente la protección, pues las ideas de Darwin sobre el reconoci­
miento no estaban tan desarrolladas en la década de 1870 como cuando
Wallace las aplicó de modo más completo, aproximadamente una
década más tarde). Es obvio que la selección sexual y la selección

195
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

para la protección pueden ser complementarias. Juntas pueden pro­


porcionar una explicación completa tanto de la coloración femenina
como de la masculina. Muchos casos de dimorfismo se pueden tratar
de esta manera, más que todo los impactantes, como por ejemplo los
esplendorosos pavos reales de lá naturaleza y sus relativamente opa­
cas hembras. Un contemporáneo de Darwin y Wallace captó la idea
en una imagen deliciosa; al hacer un comentario sobre una mariposa
que tenía un lado de las alas muy bien camuflado y una superficie
superior llamativa, declaró: “Podemos darle la parte de abajo de la
superficie al señor Wallace, pero la de encima al señor Darwin” (Fraser
1871, pág. 489). Darwin podría haber aplicado el mismo juicio salo­
mónico en lo que atañía a los dos sexos. Le podría haber dado con
toda tranquilidad a Wallace las hembras opacas y algunos colores vi­
vos de ambos sexos, sin debilitar seriamente su propia aseveración en
cuanto a los machos más llamativos.
Pero no lo hizo así. En su lugar, le dio en buena medida la espalda
a la selección, recurriendo sólo a las leyes de la herencia y del desarrollo
(véase Ghiselin 1969, págs. 22-9; Kottler 1980) -una explicación no
adaptativa-. Al comienzo de su correspondencia de 1867 y 1868, Dar­
win aceptaba en buena medida el punto de vista de Wallace. Pero
hacia el otoño de 1868, había llegado a estar en desacuerdo. No quiero
exagerar esto. Cuando Darwin no estaba tratando con la selección
sexual hacía uso extensivo de la selección para protección a fin de
explicar el colorido. Y aún en casos en los que explicaba la coloración
del macho por medio de la selección sexual, casi con seguridad hacía
concesiones a la coloración de la hembra en aras de la protección.
Sostenía con mucha claridad que tanto la selección sexual como la
protección determinan la coloración adaptativa: en el caso de “ani­
males de todas clases, cuando el color es modificado con algún propó­
sito especial, ha sido por... protección o por atracción entre los sexos”
(Darwin 1871, i, págs. 391-2). Pero no mostraba gran inclinación a
mirar la mitad no seleccionada sexualmente del dimorfismo como
adaptativa, como “modificada para algún propósito especial”. Y enton­
ces se basaba, menos de lo que uno pudiera esperar de un darwinista,
en la clase de explicación que Wallace apoyaba, y más de lo que uno
pudiera esperar, en sus teorías de la herencia sin beneficio de la selec­
ción. Aquí hay un paralelo con las explicaciones no adaptativas de la
coloración de Wallace. En el caso de Wallace el mecanismo no
adaptativo era la fisiología, en el caso de Darwin, la herencia. En el

196
¿LOS M A C H O S A FAVOR DE DARWIN, ...

caso de Wallace se usaba para explicar la coloración del macho, en el


de Darwin para la de la hembra.
Darwin sostenía que la coloración femenina dependía en buena
medida de cómo resultaban heredándose las variaciones típicamente
masculinas cuando surgían por primera vez en el curso de la evolu­
ción. Éstas podrían ser llevadas y expresadas (hasta cualquier punto)
por ambos sexos desde el comienzo; en este caso la hembra compar­
tiría los colores sexualmente seleccionados del macho. Como alter­
nativa, la herencia podría ser limitada según el sexo (manifestada sólo
en uno) desde el comienzo, en cuyo caso los sexos serían dimórficos,
si los machos fueran sexualmente seleccionados. Ahora vamos a un
punto crucial: de acuerdo con Darwin la selección natural por lo ge­
neral carecería del poder de modelar variaciones en un sólo sexo si se
expresaran en ambos, esto es, la selección natural no podría conver­
tir una herencia igual en una herencia limitada por el sexo. Así pues,
si había una herencia igual de los colores sexualmente seleccionados
del macho, la selección no tendría poder para degradar la coloración
femenina. Así, en muchos casos en que la selección sexual funciona­
ba con el macho, las fuerzas selectivas de Wallace, de protección y
reconocimiento, no tendrían ningún papel. La selección natural de
Wallace podría responder por la coloración más opaca de las hem­
bras sólo si el sistema de herencia hubiera sido tal que la dejara a ella
libre de los colores sexualmente seleccionados del macho. Hay que
admitir que Darwin sí pensó que aunque la herencia de ambos sexos
era la regla general, las características de los machos sexualmente se­
leccionados tenderían a estar limitadas a un sexo más a menudo que
la tendencia que mostraban las otras características. Esto, entonces,
les dejaba un lugar alas fuerzas de Wallace. Pero, como veremos, sorpren­
de el poco uso que les dio. Debo hacer énfasis en que Darwin, por
supuesto, estaba de acuerdo con Wallace en que el papel femenino en
la reproducción podía estar sujeto a fuertes presiones de selección y
que los principios de la protección y del reconocimiento eran una
parte legítima de la teoría darwinista. Pero no estaba de acuerdo en
que la coloración de la hembra en caso de dimorfismo podía expli­
carse, en términos generales, con base en estos parámetros. Tal como
dijo Wallace, Darwin “reconoce la necesidad de protección [en algu­
nos casos]... pero no parece considerarla un agente modificador del
color tan importante como yo estoy dispuesto a hacerlo” (Wallace 1891,
pág. 138).

197
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

La indicación más diciente de que ésta era la posición de Darwin


está en la evidencia de su cambio de manera de pensar, cambio que
pasó desde aceptar en buena medida la visión de Wallace hasta estar
abiertamente en desacuerdo con ella. Este cambio no es difícil de ras­
trear. En la cuarta edición (1866) de El origen, en la que expande su
análisis de la selección sexual, permite que el dimorfismo sexual de los
pájaros sea explicado algunas veces por selección sexual del macho y
selección natural de la hembra. Cita dos casos, uno de estructura y
otro de coloración. A la hembra del pavo real, dice, le estorbaría duran­
te la incubación una cola tan larga como la del macho; y la hembra
del urogallo sería peligrosamente conspicua durante la incubación
si fuera tan negra como el macho. Pero en la edición sexta (1872) se
omite este análisis (Peckham 1959, pág. 372). Y en el El origen del hom­
bre se retracta de los comentarios que había hecho en El origen, soste­
niendo que la selección sexual del macho además de la selección
natural de la hembra, no son por lo general la causa del dimorfismo
sexual en pájaros:

En mi El origen dé las especies indicó brevemente que la larga cola


del pavo real sería un inconveniente y que el color negro tan llamati­
vo del urogallo le sería peligroso a la hembra durante el período de
incubación; y en consecuencia, que la transmisión de estas caracte­
rísticas de la descendencia m asculina a la femenina habría sido
frenada por la selección natural. Todavía pienso que esto podía
haber ocurrido en algunos casos: pero después de una reflexión
madura de los hechos que he podido recoger, me inclino a creer
que cuando los dos sexos difieren, las variaciones sucesivas han
estado limitadas desde el comienzo, en su transmisión, al mismo sexo
en el cual aparecieron en un principio (Darwin 1871, ii, pág. 154).

También dice que antes “me inclinaba a hacer mucho más hincapié
en el principio de la selección, para responsabilizarla de los colores
menos vivos de las hembras de las aves” (Darwin 1871, ii, pág. 198).
Pero ahora sostiene el punto de vista de que, si bien en algunos casos
las hembras “pueden posiblemente haber sido modificadas, indepen­
dientemente de los machos, en aras de la producción” (Darwin 1871,
ii, pág. 200), por el momento, “se debe dudar de que sólo las hembras
de muchas especies hayan sido modificadas así” (Darwin 1871, ii, pág.
197). Y concluye que Wallace no tiene razón: “No puedo acompañar a
Wallace en la creencia de que los colores opacos, cuando se limitan a
198
¿LOS M A C H O S A FAVOR DE D A R W IN , . . .

las hembras, han sido, en la mayor parte de los casos, ganados específi­
camente en aras de la protección” (Darwin 1871, ii, pág. 223). Analiza
las mariposas y las chapolas de la misma manera; acepta que los co­
lores de algunas especies incluso los llamativos, son protectores, pero
sostiene que, de todas maneras, esto no sucede así de modo general,
aun cuando las hembras son opacas (v. gr. Darwin 1871, i, págs. 392-3,
399-409). Y de modo similar sostiene que aunque los mamíferos
tienen colores protectores, “sin embargo, en un gran número de es­
pecies los colores son demasiado llamativos y arreglados de modo
demasiado singular para permitirnos suponer que sirven a este pro­
pósito” (Darwin 1871, ii, pág. 299).
La preferencia de Darwin por la selección sexual y el legado .de la
herencia, más que la selección para la protección, también se revela
en el modo como maneja los casos de la coloración opaca de ambos
sexos. Acepta que en algunas especies en las que los sexos son opacos
no hay duda de que ha habido selección para la protección (Darwin
1871, ii, págs. 179, 223-6). Sin embargo, hace énfasis en que aun la
coloración opaca en ambos sexos (bien sea la misma o dimórfica) no
indica precisamente que la causa sea la selección para la protección,
mejor que la selección sexual, aunque sea muy tentador caer en esta
presuposición. Al fin y al cabo, señala con justa razón, las hembras de
estas especies pueden preferir machos poco llamativos (una presu­
posición razonable, pero no muy frecuente en él).

M e gustaría que pudiera seguir a Wallace hasta el final, porque la


admisión solucionaría algunas dificultades;., sería... un alivio poder
admitir que los tintes oscuros de ambos sexos de muchos pájaros
han sido adquiridos y preservados en aras de la protección... [esto es,
en aquellos pájaros] con respecto de los cuales no tenemos suficiente
evidencia de la acción de la selección sexual. Sin embargo, debemos
ser cautelosos al concluir que los colores que nos parecen a nosotros
opacos, no son atractivos para las hembras de ciertas especies... (Dar­
win 1871, ii, págs. 197-8).

Agrega que aun si la selección sexual no hubiera funcionado en estos


casos, sería mejor argüir ignorancia que hacer conjeturas sobre la
selección para la protección con poca evidencia: “Cuando ambos sexos
tienen colores tan opacos que sería apresurado presuponer la acción
de la selección sexual y cuando no se pueden adelantar evidencias
directas de que tales colores le sirven de protección, es mejor aceptar
199
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

nüestra completa ignorancia del asunto” (Darwin 1871, ii, pág. 226).
Tal precaución con toda seguridad está fuera de lugar (7 es, a propó-
sitoj poco característica de Darwin). Es su plausibilidad, no su de­
mostración, lo que está sobre el tapete.
De modo significativo, Darwin estaba mucho más dispuesto a
invocar la protección cuando la selección sexual no tenía nada que
ver. Advierte que el color de los huevos de dos cucús australianos es
más parecido que el de los anfitriones de los cucús cuando el nido
que se toman como parásitos está abierto que cuando está cubierto
(Peckham 1959, pág. 393), y se aprovecha de la solución de Wallace al
enigma de los grillos demasiado llamativos que le hacen propaganda
a lo mal que le saben a los depredadores (Darwin, F. 1887, iii, págs.
93-4; Darwin, F. 7 Seward 1903, ii, págs. 60,71,92-3; Marchant 1916, i,
págs. 235-6).
Hasta aquí la evidencia de la posición de Darwin. Ahora:, vamos a
la dificultad que plantea: ¿Por qué la adoptó? Tal como lo he dicho,
no puedo encontrar una respuesta clara 7 nítida. Pero he aquí algu­
nas consideraciones que parecen importantes.
Darwin se sintió llevado a sus conclusiones sobre la importancia
de la herencia por sus propias investigaciones empíricas (publicadas
en TheVariations ofAnimáis andPlants under Domestication [La varia­
ción de los animales y de las plantas bajo la acción de la domesticación]
(1868)), particularmente por sus hallazgos sobre la herencia en ambos
sexos 7 las limitaciones sexuales. Éstos fueron resultados que consi­
deró experimentalmente bien fundados. Le parecía que haber cedido
por completo a la posición de Wallace habría sido inconsistente con
sus descubrimientos. Pero ésta no debe ser la respuesta correcta. Con
seguridad, aun dados estos hallazgos, Darwin era innecesariamente
no adaptacionista en cuanto atañía al funcionamiento de la herencia.
Al fin 7 al cabo tenía razones para suponer que todos los procesos
que examinaba (lo que, en particular, ahora reconoceríamos como
influencias hormonales (Ghiselin 1969, pág. 226)) habrían estado su­
jetos a la selección natural a lo largo del tiempo de la evolución 7, lo
que es más, al adoptar el punto de vista que sostenía, Darwin estaba
adoptando una posición que era un poco rara en él. Hemos advertido
que eii el pensamiento darwinista se había presentado una división
de tiempo atrás entre aquellos que hacían énfasis entre la fuerte in­
fluencia de la herencia y las limitaciones en el desarrollo que impone,
7 aquellos que hacían hincapié en el inmenso poder de la selección
(posiciones que eran descendientes darwinistas de concepciones
200
¿ LOS M A C H O S A F A V O R DE D A R W I N , ...
idealistas y utilitaristas). Uno puede encontrar a Darwin casi siempre
en el lado del poder de la selección, pero en este asunto estaba muy
inclinado, inexplicablemente, hacia el otro.
Comparemos la posición de Darwin con la de Wallace. Wallace
salió a defender con bríos la importancia de la selección: “Me parece
que la selección es más poderosa que las leyes de la herencia, de las
cuales hace uso” (Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 86). Wallace se
quejaba de que en la explicación darwinista la coloración femenina
no guardaba relación con las fuerzas selectivas que actuaban sobre
ella; se convertía en un asunto de puro azar:

Si esto se explica sólo por las leyes de la herencia, entonces los


colores de uno u otro sexo siempre serán (con relación al medio) un
asunto de azar... Es contrario a los principios del E l origen de las espe­
cies que el color haya sido producido en ambos sexos por la selección
sexual y que nunca se hubiera modificado para llevar a la hembra a
una armonía con el medio (Darwin, F., y Seward 1903, i, págs. 86-8).

Una vez más le parecía que Darwin disminuía de manera no justifi­


cable el alcance de la selección natural, esta vez porque pasaba por
alto la gran utilidad que la coloración opaca podía tener:

Tu punto de vista me parece opuesto a tus leyes de la selección


natural y niegan su poder y su amplio rango de acción. A menos que
niegues que los tonos opacos de las hembras de los pájaros y de los
insectos les sean de algún uso, no veo cómo puedes negar que la se­
lección natural tiene que tender a aumentar tales tonos y a eliminar
los más vivos. No me cuesta creer que las adaptaciones estructurales
de los animales y plantas fueron producidas por “ leyes de la evolu­
ción y de la herencia” solas, como tampoco que las que me parecen
adaptaciones igualmente hermosas y variadas de color deberían
producirse así (Carta inédita de Wallace a Darwin, citada en Kottler
1980, pág. 217).

Como Wallace lo dijo en su reseña de El origen del hombre, Darwin


“devalúa sin necesidad la eficacia de su primer principio cuando pone
a la transmisión sexual limitada más allá del rango de su poder” (Wa­
llace 1871, pág. 181).
Los hallazgos empíricos de Darwin sobre la herencia fueron la ra­
zón que esgrimía para no seguir a Wallace, pero su posición también
201
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

refleja una falta de interés sobre la coloración protectora, en particu­


lar la coloración opaca, que permea todo su trabajo. La comparación
con Wallace señala un paralelo agudo de los lugares que ocupan en la
historia del darwinismo. Mientras Wallace solía preocuparse por las
fuerzas selectivas que daban lugar a los animales de colores apagados
y con diseños crípticos, a Darwin lo cautivaba lo llamativo y lo que
tenía colores conspicuos. Sus intereses diferentes emergen ya en la
primera declaración pública de su teoría, la comunicación conjunta
de 1858. Darwin incluye su selección sexual, pero no menciona la co­
loración críptica; Wallace hace lo opuesto (Darwin y Wallace 1858,
págs. 94-5,102,106). Y una década más tarde, este último se retira
paulatinamente de la selección sexual, después de haberla aceptado
inicialmente, mientras Darwin se retira cada vez más de explicar la
parte más opaca del dimorfismo sexual por medio de la selección
para la protección. En su correspondencia, Darwin le escribe a Wa­
llace: “En el pasado le había prestado demasiada atención a la protec­
ción” (Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 73). Pero los comentarios
que se encuentran en su correspondencia posterior resumen de modo
más preciso su posición final y muestran el contraste con Wallace:
“Me desconcierta mucho hasta cuánto extender tus puntos de vista
protectores con respecto a las hembras de las diferentes clases. Mien­
tras más trabajo, más sobresale la importancia de la selección sexual”
(Darwin, F. 1887, iii, pág. 93) y “mientras más lejos voy [con la selección
sexual] más discrepo deque las hembras tengan colores opacos para
buscar protección” (Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 84). También
es típico que Wallace considere la causa de la coloración en los pája­
ros como si fuera el tipo de nido mientras para Darwin el tipo de
color es la causa y el nido es el efecto; en el punto de vista de Wallace,
el color es eminentemente modificable por medio de la selección
natural, mientras para Darwin está tan fijado por las leyes de la
herencia que si un pájaro ha de tener protección, la selección natural
debe modificar el comportamiento (el tipo de nido que construye)
(Darwin 1871, ii, págs. 171-2; Wallace 1891, págs. 135-6; véase también
Wallace 1889, págs. 278-9.
Uno no puede criticar a Darwin por insistir en lo que más le inte­
resaba, pero su insistencia lo llevaba a parcializarse. Gomo Wallace
objetaba con toda razón, Darwin tendía a tratar la fealdad de las hem­
bras como mera fealdad, más bien que como camuflaje. Darwin ten­
día a pasar por alto el hecho de que en muchos casos de dimorfismo,
la hembra no es sólo más fea que el macho, que tiene además colores
202
¿ LOS M A C H O S A F A V O R DE D A R W I N , ...

crípticos, y que su coloración es aparentemente adaptativa. En aque­


llos casos en los que el dimorfismo no es muy fuerte pueden explicarse
los colores de la hembra por la transferencia hereditaria incompleta
de las características sexualmente seleccionadas (aunque aun ello
presupone una mayor indiferencia por parte de la selección natural a
las pequeñas variaciones de la que Darwin por lo general presuponía).
¿Y qué pasa en aquellos casos en que la hembra no es simplemente
opaca sino camuflada, y en detalles finos? Wallace señaló que esto
sucedía en la mayoría de los pájaros (Darwin, F. y Seward 1903, ii,
pág. 87). ¿Por qué, preguntaba, “debe el color de tantos pájaros parecer
protector si no ha sido hecho de manera que parezca protector por la
selección?” (Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 87; énfasis omitido).
De manera similar se quejaba de que Darwin no explicaba satisfacto­
riamente por qué algunas hembras eran parecidas a sus machos vivos y
otras eran opacas y completamente diferentes:

esta teoría no arroja ninguna luz sobre las causas que han hecho
que las hembras del tucán, el pájaro abejófago, el perico, el guacamayo
y el herrerillo en casi todos los casos sean tan alegres como el macho,
mientras en el fabuloso tanagra, el picotero enano y las aves del
paraíso, al igual que en nuestro propio mirlo, las hembras son tan
opacas y poco llamativas que casi no puede reconocerse que perte­
nezcan a la misma especie (Wallace 1891, pág. 124).

Y lo mismo sucedía con el dimorfismo de las mariposas. La selección


para la protección debió haber estado en funcionamiento, porque de
otro modo sería “un hecho inexplicable que en los grupos que tienen
protección de cualquier clase, independiente del escondite, no haya
diferencias sexuales de color o estén poco desarrolladas” (Wallace 1891,
pág. 80).
Wallace tenía buenas bases para su queja. Por supuesto, Darwin
había aceptado en principio que cuando los colores parecen ser pro­
tectores, se necesita una explicación adaptativa. Pero tenía poco inte­
rés en rastrear el principio cuando se trataba dé la coloración opaca.
Algunas veces, incluso, parecía caer en la presuposición de que la
selección sexual y la herencia sola eran suficientes para explicar
“muchos casos de coloración”. Le señalaba a Wallace que, por ejemplo,
“las variaciones que conducen a la belleza tienen que haber ocurrido
a menudo en los machos solos y haber sido transmitidas a los de
aquel sexo únicamente. Así, debo responder en muchos casos por la
203
¿ S Ó L O S E L E C C I ÓN N A T U R A L ?

mayor belleza de los machos sobre las hembras, sin necesidad delprin­
cipio protector (Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 74; el subrayado es
mío). Pero el hecho de que el color femenino sea menos esplendoroso
que el masculino no elimina la posibilidad de ubicarlo por medio de
la adaptación. Las teorías de Darwin de la selección sexual y de la
herencia pueden explicar en conjunto tanto la coloración masculina
como la ocurrencia del dimorfismo. Pero no pueden explicar la colo­
ración femenina en los muchos casos en los cuales parece haber sido
protegida; éstos parecen exigir una explicación adaptativa.
¿Sería que Darwin, al fin y al cabo sí satisfacía esta exigencia? ¿Se
limitaba sólo a presuponer, sin decirlo, que ambos sexos empezaban
con colores protectores desde que la selección sexual salía a escena?
En aquel caso, los principios selectivos en realidad no necesitarían
ser vueltos a invocar para explicar los colores siempre opacos de las
hembras. Malcolm Kottler, el comentarista que había escrito más
extensamente sobre este aspecto de la historia darwinista, insinúa que
Darwin descuidó el asunto de que la selección natural mantenía a las
hembras con colores protectores, mientras se concentraba en mos­
trar que la selección natural no podía hacerlas así (Kottler 1980, pág.
204). Entonces, algunas de las declaraciones de Darwin necesitan
interpretarse con más generosidad; quizás sus premisas están en la
presuposición de que las hembras tienen colores protectores. Al fin y
al cabo, resulta que Darwin no era el único que hacía tales asevera­
ciones.
?lomemos, por ejemplo a Kottler mismo. Aunque hace la distinción
explícitamente, aun él suena con demasiada frecuencia como Darwin
mismo sobre este punto. Nos dice, por ejemplo, que Darwin tenía
razón, en los casos dé herencia limitada por el sexo, en no invocar la
selección para explicar los colores vivos de los pájaros hembras, por­
que la selección sexual y las leyes de la herencia solas podían res­
ponder por ellas: “La selección femenina sola, en conjunción con la
herencia limitada por el sexo desde la primera variación seleccionada
sexualmente en el macho, producirían un macho conspicuo y una
hembra inconspicua; en tales casos, la selección natural en aras de la
protección del sexo que está en mayor peligro era innecesaria” (Kottler
1980, pág. 204; el subrayado es mío). Parece olvidar (pero con seguri­
dad no es así) que lo más probable es que la hembra no es sólo
“inconspicua sino que está camuflada”. Kottler también dice con gran
seguridad que “Darwin le atribuía la coloración del sexo menos llama­
tivo a la herencia limitada por el sexo desde la primera de las varia-
204
¿ LOS M A C H O S A F A V O R D E D A R W I N , ...
ciones de color sexualmente seleccionadas en el sexo más llamativo”
(Kottler 1980, pág. 204). También parece pasar por alto los muchos
casos donde no es suficiente “atribuirle” su coloración sólo al hecho
de que ella no hereda la de él. De manera semejante, al discutir las
correlaciones entre la coloración y la clase de nido, concluye: “Los
resultados eran exactamente los descritos por Wallace, pero habían
sido producidos sin la acción de la selección natural para la protección”
(Kottler 1980, pág. 219; el subrayado es mío). Esto suena como si ig­
norara el hecho de que sin la selección natural uno puede explicar
algunos colores opacos, pero no los protectores. ¿Se trata sólo de que
Kottler comienza con la presuposición de que las hembras tienen
colores protectores, de manera que no se requiere más explicación
para su clase de dimorfismo? Ciertamente se refiere a su coloración
como “un rasgo claramente adaptativo” y está de acuerdo con Wallace
en que es “manifiestamente adaptativo” (Kottler 1980, págs. 204,217).
Sin embargo, no es tan manifiesto, porque de un mismo golpe castiga
a Wallace por tener un adaptacionismo demasiado celoso al expli­
car la coloración femenina (v. gr. Kottler 1980, págs. 204,219). ¿Quizá
sí siente que Darwin no tenía “necesidad” de un principio protector?
Michael Ghiselin (1969, págs. 225-9,1974, págs. 131.178), también,
si lo entiendo bien, considera que tiene poca necesidad de explicar
los colores opacos de la hembra de manera adaptativa. Advierte que
la explicación de Wallace era adaptativa, mientras la de Darwin no,
pero lo ve como una fortaleza de la posición darwinista al comparar­
la con el adaptacionismo dogmático de Wallace. Elogia a Darwin por
basarse en las leyes de la herencia para explicar características que
parecían “neutrales” o “mal adaptativas” (v. gr. Ghiselin 1974, pág.
178). Darwin sí emplea la herencia para explicar características de
esta clase, tales como los cuernos del reno hembra, que podían con­
siderarse como pertenecientes a este caso (Marchant 1916, i, pág. 217);
pero el dimorfismo también cubre casos que exigen una explicación
adaptativa.
A propósito, hablando de los cuernos del reno hembra, parecería
que Darwin podría haber explicado la coloración llamativa de las
hembras por medio de la selección sexual. Su teoría no excluía la
posibilidad de escogencia de pareja por parte de los machos. De he­
cho, incluso aceptaba que la escogencia que hacían los machos era
rutinaria en los humanos y ocurría ocasionalmente en otros anima­
les. Pero en general hacía énfasis en que la escogencia de pareja era
casi exclusivamente femenina (sus razones, como lo hemos adverti-
205
¡ S Ó L O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

do, estaban basadas en la idea de que el esperma generalmente es el


que va hasta el óvulo, razón muy pobre, para decir verdad). Una con­
sideración obvia de la explicación de Darwin es que simplemente los
intentos de Wallace por aplicar los principios de la protección no eran
muy llamativos. El principio en realidad es más convincente para
explicar el dimorfismo exagerado de un pájaro macho llamativo y de
cola larga y su pareja modestamente vestida, que para explicar los
muchos casos (que ocurren, en particular, entre reptiles y mamífe­
ros) en donde los colores de la hembra son sólo un poco más opacos.
Darwin y Wallace discutían estos puntos en detalle (véase Kottler
1980). Plantearon por ejemplo la pregunta de por qué en algunos
casos en que el pájaro macho incuba, las diferencias entre la hembra
relativamente vistosa y el macho opaco son tan pocas; ¿cómo puede
esto proporcionarle a la hembra mucha más protección? Y por él con­
trario, si aun estas pequeñas diferencias son para protección, ¿por
qué son los reptiles hembras muy poco menos conspicuas que los
machos, aunque en apariencia no necesitan protección adicional
porque no incuban los huevos?, y ¿por qué en algunas especies de
peces la hembra no incubadora es menos llamativa que el macho que
sí lo hace? (En este caso Wallace insinuaba que los machos están pro­
tegidos de una u otra manera (Marchant 1916, i, págs. 177,225).) Tales
preguntas nos recuerdan que Wallace se concentraba en dos grupos:
las aves y las mariposas* en los cuales el dimorfismo sexual del color
es por lo general más marcado: consideraba que proporcionan la
mejor prueba para decidir entre sus puntos de vista y los de Darwin
(Wallace 1889, págs. 275-6,1891, pág. 353). Pero desde el punto de vista
de la selección para la protección son las diferencias aparentemente
marginales las que plantean el problema mayor (aunque un caso
notorio de un dimorfismo muy marcado -la imitación en las mari­
posas, que tan a menudo está limitada a las hembras- todavía hoy
sigue sin explicación (véase v. gr. Turner 1978); Darwin sostenía que
en el caso de al menos una de las especies, el conservatismo del gusto
femenino hacía que los machos mantuvieran sus colores originales,
mientras Wallace explicaba el dimorfismo diciendo que resultaba de
que las hembras y los machos habitaban en ambientes diferentes
(Wallace 1891, pág. 373).) Sin embargo, aun admitiendo todo lo ante­
rior, Darwin pudo haber aceptado la selección por protección con
más entusiasmo. Porque con toda seguridad, él; más que cualquier
otro, apreciaba lo significativas, que pueden ser a los ojos de la selec­
ción natural, aun las diferencias más pequeñas.
206
EL LEGADO DE WALLACE: UN SIGLO DE S E L E C C I Ó N N A T U R A L

Y así, terminamos con la explicación no muy satisfactoria de la


preferencia de Darwin por la herencia sobre la selección para la pro­
tección. Sus consecuencias son paralelas a las dé la intransigencia de
Wallace con respecto a la selección sexual. La solución obvia al desa­
cuerdo entre ambos era darles los machos a Darwin y las hembras a
Wallace. Pero nadie tomó este curso simple. Wallace, en su deseo de
desechar la selección sexual tendía a pasar por alto el hecho de que
los machos no eran sólo llamativos sino “diseñados”. Darwin, en su
deseo de explicar el color por medio de la selección sexual, tendió a
pasar por alto el hecho de que las hembras no eran sólo opacas sino
“diseñadas”. Wallace explicaba la coloración de la hembra adaptati-
vamente, pero no podía dar cuenta adecuada de la coloración mas­
culina. Darwin explicaba la coloración masculina adaptativamente
pero no estaba del todo convencido de quién era responsable de la
coloración de las hembras. Uno puede apreciar por qué Wallace retro­
cedió y se colocó en su posición. Pero el caso de Darwin es un pequeño
misterio.

El legado de Wallace: un siglo de selección natural

Yo soy la primera en reconocer a Wallace como un darwinista a


quien le debemos mucho; fue un pensador imaginativo con una com­
prensión empática profunda de los principios de selección natural.
Pero en lo atinente a la selección sexual tiene mucho por qué respon­
der. O mejor, tienen mucho por qué responder él y sus sucesores.
Porque su legado al darwinismo fue -para exagerar sólo un poco-
cien años sin selección sexual; cien años en los que le correspondid a
la selección natural explicar toda la profusión de belleza, todos los
adornos que Darwin atribuía a la selección de la pareja. La selección
sexual no file descartada del todo. La mayor parte de los darwinistas
se contentaba con aceptar que tenía un papel en la evolución. Pero se
lo veía como algo muy pequeño. La selección natural era considerada
la verdadera fuerza impulsora; la selección sexual, sólo un aditamento
poco influyente; algo marginal, que no ocasionaba diferencias reales
con relación al gorgeo de un pájaro o al color de sus plumas. Una
actitud tan desdeñosa y displicente nos parece asombrosa hoy en día,
pues desde hace más o menos una década hemos abierto los ojos ala
selección sexual. Pero ésta fue, de hecho, la actitud que dominó el
pensamiento darwinista durante casi un siglo.
Hay que admitir que Darwin se había portado como un desfachata-
207
¿ S Ó L O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

do imperialista al hacer sus aseveraciones, con actitudes prepotentes


a favor de la selección sexual; al final de su vida llegó incluso a decla­
rar: “Es... probable que la haya llevado demasiado lejos” (Darwin 1882;
Barrett 1977, ii, pág. 278). Que tuviera o no razón no importa; lo cierto
es que para casi todos los darwinistas, desde aquella época hasta hace
muy poco fue demasiado lejos. Éstos se volvieron entonces hacia la
alternativa wallaciana de la selección natural. Wallace había abierto
el camino de los principios de la protección y el reconocimiento. Poco
a poco aquellos que lo seguían redefinieron estos principios y exten­
dieron la lista, de manera que incluyera otras fuerzas selectivas. Al
cabo, no sólo la coloración sino los sonidos, los olores, las estructu­
ras y otras características que Wallace había descuidado fueron, en su
mayor parte, devoradas por la selección natural. Debo hacer hinca­
pié en que tales explicaciones no estaban necesariamente erradas. De
hecho, en muchos casos era muy probable que fueran correctas. Lo
que estaba mal era considerar que reemplazaban la selección sexual
y, no permitieron que la selección sexual hiciera una contribución
significativa a la evolución. Varias generaciones de darwinistas se cria­
ron con la visión de que la selección natural era la única fuerza que
en realidad importaba y que tarde o temprano podía ganar para sí
la mayor parte de los casos que Darwin le había adjudicado a la selec­
ción sexual.
Hagámonos una representación de cómo se veía este plan de la
selección natural. ¿Qué se le podía haber enseñado a un estudiante
acerca de la importancia (o, más bien, falta de importancia) de la
selección sexual hasta hace apenas un par de décadas?
Tomemos la cuestión que demostró ser tan engañosa para Wallace:
el despliegue del macho. Darwin aseveraba con firmeza que la única
alternativa para explicar el despliegue por la selección sexual era pre­
suponer que no tenía propósito. Decía de los pájaros: “ Suponer que
las hembras no aprecian la belleza de los machos es admitir que sus
espléndidos decorados, toda la pompa y despliegue son inútiles; y
esto es increíble” (Darwin 1871, ii, pág. 233; véase también i, págs. 63-
4, ii, pág. 932). Al discutir el despliegue de los peces, preguntaba: “ ¿Se
puede creer que actuarían de tal modo sin ningún propósito durante
su cortejo? Y éste sería el caso, a menos que las hembras ejercieran
alguna selección y escogieran aquellos machos que les gustaran o las
excitaran más” (Darwin 1871, segunda edición, pág. 524). Lo mismo
sucede con las mariposas: “ Basados en cualquier otra suposición los

208
EL LEGADO DE WALLACE: UN SIGLO DE SELECCIÓN NATURAL

machos estarían adornados, hasta donde podemos ver, sin ningún


propósito” (Darwin 1871, i, pág. 399; véase también segunda edición,
págs. 505-6).
En lugar de aceptar que este despliegue era el resultado de la se­
lección sexual, Wallace optó, de hecho, por no considerar selección
de ninguna clase. Pero sus sucesores fueron wallacianos más furi­
bundos. Al rechazar la dicotomía darwiniana de despliegue sexual o
falta de propósito, buscaban modos alternativos de explicar estas ca­
racterísticas de manera adaptativa.
La categoría de la amenaza, por ejemplo, se creía abarcaba mu­
chas de las características más espectaculares (una idea que Wallace
tomaba en consideración, pero que más tarde rechazó (Wallace 1889,
pág. 194,1891, pág. 377)). He aquí cómo Julián Huxley, uno de los
fundadores de la síntesis darwinista moderna, quien llegó a ser consi­
derado autoridad en selección sexual, trató el problema medio siglo
después de Wallace: “De muchas características conspicuas (colores
llamativos, canciones, estructuras especiales, o modos de comporta­
miento), a las que Darwin asignaba una función de despliegue, ahora se
ha demostrado que tienen otras funciones... entre éstas, las caracte­
rísticas de amenaza incluyen un gran número, probablemente la
mayoría, de los casos aducidos por Darwin como subordinados al
despliegue y por lo tanto evidencia de selección sexual” (Huxley 1938,
pág. 418). R. W. G. Hingston llegó hasta el punto de sostener que
toda la coloración conspicua y el ornamento masculino eran señales
convencionales para amenazar a los coespecíficos y a los miembros
de otras especies; que eran “maquinaria de intimidación” cuyo “sig­
nificado sería conocido por un rival” (Hingston 1933, págs. 11-12).
Otra solución radicaba en la categoría de características “epigá-
micas” Ésta acabó por referirse a las características que tienen que
ver con el apareamiento y se asocia específicamente con el despliegue,
pero por lo general no incluye la selección femenina. La idea era que
los adornos de los machos se necesitan para interesar a la hembra en
el apareamiento -se pensaba comúnmente que las hembras eran
“tímidas” y difíciles de excitar-, pero que su respuesta es demasiado
automática y pasiva para considerarla “escogencia”. Esta idea fue
anticipada por el crítico notablemente antidarwinista, St. George
Mivart: “ La hembra no selecciona; sin embargo, el despliegue del
macho puede ser útil para proporcionar el grado necesario de estí­
mulo para su sistema nervioso” ([Mivart] 1871, pág. 62). La noción

209
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

fue desarrollada en particular por Poulton, el más importante de los


sucesores inmediatos de Wallace, en la tradición del séleccionismo
natural. Aunque éste originalmente hizo énfasis en el papel de la se­
lección femenina al explicar el ornamento masculino (Poulton 1890),
después empezó a eliminar el énfasis. Fue él quien acuñó el término
“epigámico” (Poulton 1890, págs. 284-313,1908,1909, págs. 92-143,
1910).
Esta solución se convirtió en el soporte principal de los seleccio-
nistas naturales. Al cambiar el siglo, Karl Groos, en su ampliamente
leído libro The Play o f Animáis, aseveraba:

Com o el impulso sexual tiene que tener un poder tremendo, es


del interés de la preservación de las especies que su descarga sea difí­
cil... El impedimento a la función sexual más eficaz... es la timidez
instintiva de la hembra. De ahí que se necesiten todas las artes del
cortejo, y lo más probable es que rara vez o nunca ejerza la hembra
una selección. Ella no es la que otorga el premio, sino una criatura
cazada... hay selección sólo en el sentido de que la liebre al fin su­
cumbe al mejor galgo, lo que significa casi lo mismo que decir que
los fenómenos del cortejo se refieren de una vez a la selección natural
(Groos 1898, pág. xxiii).

Este punto de vista, decía, “descarta toda escogencia y relega el asun­


to completo a la esfera de la selección natural” ; la selección sexual
simplemente se convierte “en un caso especial de la selección natural”
(Groos 1898, págs. xxii, 244,271). Unos años más tarde encontramos
a Kellogg, en su resumen de las objeciones a la selección sexual, di­
ciendo que la clase de evidencia sobre la cual Darwin se basaba tan a
menudo resulta ser:

más ilustrativa de la excitación sexual de las hembras como re­


sultado del olor o las acciones, que cualquier grado de escogencia
por su parte... [Los colores, las serenatas, etc.] probablemente sí ejer­
cen un efecto excitante sobre, las hembras, y son, en realidad, des­
plegadas con este propósito. Pero, ¿demuestra esto de cualquier
manera, o da siquiera bases para una presuposición razonable que
permita creer en una selección discriminadorá y definitiva entre
los machos por parte de las hembras? (Kellogg 1907, págs. 115,117-18).

Un entomólogo muy conocido, O. W. Richards (más tarde se convir-


210
EL LEGADO DE WALLACE: UN SIGLO DE SELECCIÓN NATURAL

tió en profesor de entomología del Imperial College, de Londres)


sostenía que en muchos insectos la función del comportamiento de
la estructura del macho tenía el propósito de vencer la “timidez” fe­
menina; la ventaja era el tiempo que se ahorraba en el apareamiento
(Richards 1927). “ Se ha vuelto obvio desde que Darwin escribió”, con­
cluyó, “que las características que se despliegan se adquieren proba­
blemente más a menudo como resultado de la selección natural que
de la selección sexual” (Richards 1927, pág. 300). Shull desechó la
selección sexual, sosteniendo que los fenómenos de Darwin sólo te­
nían que ver con despertar la excitación sexual (Shull 1936, págs. 194-
8). Y aquí tenemos a Julián Huxley de nuevo: “El despliegue puede
inducir un estado psicofisiológico de disposición a favor del
apareamiento, que no tiene que ver con posibilidad de escogencia
alguna. En los pájaros, el despliegue puede sincronizar los ritmos del
macho con los de la hembra en el comportamiento sexual... e iniciar
cambios fisiológicos que llevan a... la ovulación... Estos efectos pro­
mueven directamente la reproducción efectiva y no necesitan nin­
guna categoría especial de ‘selección sexual5para explicar su origen”
(Huxley 1938, págs. 422-3; véase también 1914,1921,1923); Dicho sea
de paso, a favor de este punto de vista hizo énfasis en que en algunas
especies de pájaros la mayor parte de las ceremonias de apareamiento
tienen lugar después de que han encontrado pareja para la tempora­
da -u n punto que Darwin no trató- y, segundo, que ambos socios
ejecutan el despliegue, que era la clase de monomorfismo que Darwin
atribuía a las leyes de la herencia; así, en casos como éste, argumen­
taba Huxley (aunque no con estas palabras), “la selección femenina”
no era ni femenina ni selección (v. gr. Huxley 1914,1921,1923). (Du­
rante varias décadas estuvo ampliamente difundida la idea de que
las características epigámicas eran “la mejor solución al acertijo”
(MacBride 1925, págs. 218-19) y de que se podía prescindir en buena
medida de la selección sexual. Se aceptaba que algunas veces podía
operar, pero sólo del modo más secundario. La categoría “epigámica”
proporcionaba más satisfacción a estos críticos, que se las arreglaban
para hacer a un lado la escogencia y por tanto excluir la selección
sexual.
Dicho sea de paso, estos argumentos deben sonarle conocidos a
cualquiera que se haya encontrado con los debates corrientes sobre
escogencia “activa55y “pasiva”, “preferencia” y “escogencia55(v. gr.Arak
1983, págs. 192-201,1988; Halliday 1983a págs. 19-28; Maynard Smith
1987, págs. 11-12; Parker 1983, págs. 141-5). Estaba muy bien que los
211
¿ S ÓL O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

primeros darwinistas descartaran la selección sexual sobre la base de


que en realidad las hembras no escogían. Pero, ¿cuál, se preguntan
ahora los sucesores, es la selección real? Consideren, dicen, la hem­
bra de un ciervo a la que se acorrala hacia el harem de un ciervo rojo.
Si ella no hace ningún intento por salir de este harem, ¿está escogién­
dolo como pareja? ¿Su papel, aparentemente pasivo, hace que se des­
carte la selección sexual? Si un sapo natterjack hembra, rodeado de
un coro de machos, se mueve hacia la llamada que oye más recia y se
aparea con quien la llama, ¿ha hecho una selección y, además, esta­
mos viendo ahí selección sexual? Supongamos que simplemente está
tratando de bajar los costos de la demora en aparearse yendo hacia el
macho más cercano y usando la reciedumbre como clave. En este
caso, ¿esta atracción pasiva... [proporciona sólo] un beneficio simple
de selección natural (Arak 1988, pág. 318), o el beneficio de una selec­
ción rápida? ¿Debería descartarse la selección sexual si “no hay rela­
ción entre las características del llamado y los beneficios inmediatos
o a largo plazo, proporcionado por los machos” ? (Arak 1988, pág.
318), ¿no es un llamado en voz alta indicación de, por ejemplo, tama­
ño o vigor? Quisiéramos decir que hay escogencia: “ La selección de
pareja puede definirse operacionalmente como cualquier patrón de
comportamiento mostrado por un sexo, que lleva a una mayor pro­
babilidad de que se apareen con ciertos miembros del sexo opuesto
que con otros” (Halliday 1983a, pág. 4). En el caso de los sapos, “las
hembras tienen un comportamiento (que suben por una pendiente
sonora) que hace más probable que se apareen con los machos que
hagan más ruido” (Maynard Smith 1987, pág. 11). Sin embargo, quizá
“si deseáramos hacer un modelo de esta situación, deberíamos tra­
tarla como un caso simple de competencia de macho con macho”
más que de escogencia de la hembras (Maynard Smith 1987, pág. 11).
Bien, ¿cómo podemos resolver estas preguntas? Esto es un asunto al
cual volveremos más tarde.
La categoría que al fin llegó a ser la más favorecida para dar cuen­
ta del despliegue fue la de mecanismos de aislamiento etológico (v.
gr. Dobzhansky 1937; Grant 1963; Lack 1968, págs. 159-60; Mayr 1963).
Éstas son características estructurales y de comportamiento específi­
cos de las especies, que le permiten a los miembros de una especie
aparearse sólo con su propia clase. Al igual que las características
epigámicas, se consideraban como algo que permitía a las potencia­
les parejas permitirse toda clase de despliegues ostentosos sin que
estuvieran impregnados de selección sexual. Los mecanismos de ais-
212
EL LEG A D O DE WALLACEl UN SIGLO DE SELECCIÓN NATURAL

lamiento etológico se restringían a la escogencia de un compañero de


la especie correcta; nada tenían que ver con la escogencia de un com­
pañero dentro de una especie. Se consideraba entonces que conce­
dían nada más que la conocida categoría wallaciana del reconoci­
miento, pero aplicado al cortejo. Se pensaba que cualquier “selec­
ción” de pareja tenía tanto que ver con la especiación - y lo que es
más, de manera tan involuntaria- que caía con comodidad dentro de
la selección natural. Una versión primitiva (algo diferente) de su idea
se hizo más fuerte por medio de un influyente libro, The History of
Human Marriage (1891), por el reconocido antropólogo y sociólogo
finlandés Edward Westermarck, quien argüía que el propósito de las
figuras ornamentales era doble: facilitar el hecho de encontrar pareja
y ubicar el apareamiento dentro de la misma especie (al atraer indi­
viduos a distancia) (Westermarck 1891, págs. 481-91). Los mecanis­
mos de aislamiento etológico eran afines a los darwinistas cuyo prin­
cipal interés era la especiación y fue a través de esta influencia que,
desde más o menos la época de la gran síntesis, se convirtieron en la
explicación más popular del despliegue. Todavía a fines de la década
de 1960, Ernst Mayr, por ejemplo, sostenía que las formas del cortejo
“todas... en últimas le sirven directa o indirectamente, como meca­
nismos de aislamiento” (Mayr 1963, pág. 96; véase también págs. 95-
103,126-7). Y aún hoy se pueden oír numerosos argumentos a favor
del reconocimiento de las especies en lugar de la selección sexual:

Yo señalo la distinción más aguda posible entre la selección de


pareja y el reconocimiento específico de la pareja: no deseo aceptar
un compromiso mayor del juicio consciente en los organismos sexua­
les del que se da en el reconocimiento de un antígeno por un
anticuerpo, a menos que la evidencia me obligue a hacerlo.,, mi cre­
dulidad se puso a plena prueba cuando me pidieron que considerara
la selección de pareja en muchas plantas, hongos, protistos, y aun
animales como las ostras (Paterson 1982, pág. 53).

El punto de vista de la selección natural también produjo varias


extensiones de las sugerencias de Wallace en cuanto a cómo la noto­
riedad, que al parecer es tan peligrosa, podía en realidad proteger
contra la depredación. James Mottram (un experto médico con gran
interés en el camuflaje) parece haber tenido en mente un mecanismo
Como éste cuando sostenía que había encontrado una correlación
entre el dimorfismo extrasexual entre los pájaros y su vulnerabilidad
213
¿ S Ó L O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

a los enemigos (Mottram 1915, pág. 663); por regla general, decía, las
especies de aves que son más víctimas de la depredación son especies
más sexualmente dimórficas que las especies más feroces, más gran­
des o más sociables. Aunque no hace el intento de explicar cómo obra
el dimorfismo como protector (en otra parte había propuesto una
curiosa alternativa de selección grupal a la selección sexual (Mottram
1914)), concluyó que la “teoría de Darwin no puede explicar la corre­
lación y qüe las diferencias sexuales posiblemente se deberían menos
a la selección sexual que a cel escape de los enemigos5 55 (Mottram
1915, págs. 674, 678). Hugh B. Cott, un zoólogo de Cambridge, más
tarde desarrolló una versión de la idea de Mottram (Gott 1946, pág.
506). Un día, cuando preparaba pieles de pájaros en Egipto advirtió
que los avispones estaban haciendo rapiña en las pieles descartadas
de las palomas de palma, pero evitaban las del martín pescador
moteado. La especie más conspicua tenía, al parecer, un sabor más
desagradable. Hizo la conjetura de que los pájaros vulnerables -es­
pecies que son pequeñas, que viven en el piso, que tienen una gran
carencia de armas protectoras, etc - habían sido “forzadas... a lo lar­
go de una de las líneas de especialización: aquellas que son relativa­
mente comestibles buscaban la seguridad escondiéndose y aquellas
que eran de un mal sabor relativo, por medio de la publicidad” (Cott
1946, pág. 465). Pruebas cuidadosas sobre las preferencias de los
avispones, apoyadas por información sobre gatos y humanos, pare­
cían respaldar esta conjetura. Cott se dio cuenta de que los miembros
de su grupo de catadores no eran los depredadores naturales de los
pájaros; pero “esta concurrencia de gusto parecía más notable cuan­
do se encontraba... en tres criaturas tan totalmente diferentes en or­
ganización y hábitos” (Cott 1946, pág. 501), suficientemente notable
para sugerir que también era muy probable que los depredadores
naturales estuvieran de acuerdo. Cott aceptaba que la selección sexual
podía funcionar cuando una especie relativamente no vulnerable
exhibía colores vistosos. Pero pájaros relativamente vulnerables que
fueran conspicuos, predecía, por lo general resultarían ser de mal sa­
bor; sus tonos fuertes tendrían que ver con “la lucha interespecífica
por la seguridad, y no por la lucha intraespecífica por la reproduc­
ción” (Cott 1946, pág. 501).
Más recientemente, Robert Baker y Geoffrey Parker (1979% si­
guiendo su rastro, también concluyeron que la depredación ha sido
mucho más importante que la selección sexual en la evolución del
plumaje vistoso. En relación con su teoría de “presas improductivas”
214
EL LEGADO DE WALLACE: UN SIGLO DE SE L E C CIÓ N NAT UR A L

los pájaros evolucionan para conseguir una coloración viva para ha­
cerse propaganda ante los depredadores. Esto no es tan descabellado
como parecería a primera vista. La aseveración que hacen es que los
pájaros más difíciles de cazar -los más veloces, por ejemplo, los de
vista más aguda-, también son los de colores más vivos; ellos infor­
man a los depredadores potenciales que los intentos de depredación
van a rendirles un retorno bajo, comparado con presas que luchan
por no parecer notorias: “ Tú no me puedes agarrar. Ve a atrapar a las
que tratan de esconderse”. Baker y otros, después de esto han intenta­
do interpretar una variedad de datos como evidencia en apoyo de lo
anterior (Baker 1985; Baker y Bibby 1987; Baker y Hounsome 1983).
Esto ha generado una fuerte discusión y no mucho acuerdo (Ander-
sson 1983a; Krebs 1979; Lyon y Montgomerie 1985; Reid 1984). Para
tomar sólo dos ejemplos de la serie de dificultades: ¿Qué exactamente
sería evidencia?, ¿es, por ejemplo, la depredación de los gatos domés­
ticos relevante, dado que no sería una presión de la selección a lo
largo del tiempo de la evolución?, ¿y qué decir acerca de los datos que
aparentemente la teoría no es capaz de manejar* tales como la hora
de la muda de los pájaros con relación a los cambios estacionales de
su plumaje conspicuo?
Dicho sea de paso, un naturalista del siglo x ix sostenía que la
selección natural trataba de lograr el resultado exactamente contra­
rio al de una “presa improductiva”. Jean Stolzmann (Stolzmann 1885)
sostenía -con toda seriedad- que el esplendor masculino en los pája­
ros era el modo que la selección natural tenía para deshacerse del
exceso de machos. Los óvulos se desarrollaban con más facilidad para
volverse machos que hembras porque los embriones de los machos
requerían menos alimentación. Pero estos machos sobrantes consu­
mían los recursos y molestaban a las hembras sin ninguna ventaja
evolutiva. La selección natural había acertado con varias soluciones
inteligentes, que Darwin por error había confundido con selección
sexual. La vistosidad les ayudaba a los depredadores a divisar su pre­
sa y a las hembras a divisar a sus perseguidores; los rituales de canto
y danza mantenían ocupados a los machos y fuera del camino de las
hembras; las estorbosas plumas impedían el vuelo y les dejaban más
insectos a las hembras. Stolzmann advirtió que todo esto no sería
bueno para los machos mismos, pero, insistía, sin duda sería bueno
para la especie. Y al menos, dijo (con un poco de desdén), su explica­
ción se ceñía a la selección natural y no recurría a mngún“ agent aussi
artificiel que la sélection sexuelle” (Stolzmann 1885, pág. 429).
215
¿ S Ó L O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

Finalmente, el dimorfismo sexual también se ha explicado por


una idea sobre la que Wallace se explayaba demasiado: la de que dife­
rentes fuerzas selectivas actúan sobre los machos y las hembras (por
razones diferentes al apareamiento). Esto lleva hoy en día el nombre
de “diferenciación ecológica”, y se refiere a que los dos sexos están
adaptados a nichos ecológicos diferentes. La aplicación de la teoría
de Wallace era muy limitada. No estaba muy deseoso de atribuir las
diferencias a algo diferente de la protección mucho mayor que la hem­
bra necesitaba (v. gr. Wallace 1889, pág. 271,1891, pág. 80). Y en
general, como en el caso de los colores relativamente opacos de las
hembras de los pájaros que anidanj no logró dar cuenta de ambos
sexos. Hoy en día, las ideas de diferenciación ecológica tienen un al­
cance mucho más amplio. Por ejemplo, se ha indicado que algunas
especies de aves siguen elprincipio de Jack Sprat, en el sentido de que
los machos y las hembras explotan diferentes recursos alimenticios
porque ambos se benefician de la competencia reducida por los su­
ministros limitados (Selander 1972; cf. Darwin 1871, ii, págs. 39-40).
Así, entonces, fue como se desarrolló el programa del seleccio-
nismo natural. Durante casi un siglo fue la ortodoxia darwinista sobre
las características extravagantes de los machos. La escogencia de pa­
reja como fuerza selectiva no quedó descartada, pero en términos
generales se aceptaba que Darwin había subestimado en buena me­
dida su alcance. La mayor parte de la evidencia de Darwin, por más
sorprendente o extravagante que fuera, fue adjudicada a la protec­
ción, a la amenaza, a los mecanismos de aislamiento o a alguna otra
presión utilitaria. Mirando en retrospectiva ahora, desde el especta­
cular renacimiento de la selección natural en las últimas dos décadas,
parece casi increíble que tantos darwinistas durante tanto tiempo pu­
dieran creer que, como lo expuso Mayr en 1960: “El canto del ruiseñor
pertenece a esto [a la selección natural] y también lo hace el pavoneo
del pavo real” (Mayr 1963, pág. 96). Sin embargo, ésta fue la tradición
que dominó en la investigación tanto teórica como empírica durante
todo un siglo. ‘‘Hasta tal grado dominó la atractiva idea del poderío
de la selección natural las mentes de los científicos, que pocos le han
prestado atención al asunto de la selección sexual. ‘Si la selección na­
tural explica todo, ¿entonces, por qué investigar más?’ parece ser la
actitud general de los naturalistas del presente” (Dewar y Finn 1909,
pág. 308). Éste fue el comentario de Douglas Dewar (más tarde un
notorio antidarwinista) y de Frank Finn, dos comentaristas que cri­

216
EL LEGADO DE WALLACE: UN SIGLO DE SELECCIÓN NATURAL

ticaban el punto de vista de la mayoría y que escribieron a comienzos


del siglo. Su descripción pareció ser característica no sólo del pensa­
miento de su época sino de varias décadas por venir.
La posición adoptada por E. B. Poulton era típica; también fue
bastante influyente, pues fue el exponente más destacado de las teo­
rías darwinistas de la coloración en las primeras décadas del comien­
zo del siglo (Poulton 1890,1908,1909, págs. 92143,1910). No rechaza­
ba la selección sexual. De hecho, en su obra Colours of Animáis (1890)
la defendía y hacía hincapié en el papel de la selección femenina. Es
quizás por esta razón por lo que a menudo, de manera errónea, se lo
ve como un aguerrido defensor de la posición de Darwin y un teóri­
co de la selección sexual (por ejemplo, George 1982, pág. 77; Kottler
1980). Pero Poulton perdió su entusiasmo inicial por la teoría. Aun­
que admitía que sí se daba selección sexual, llegó a relegarla a una
posición muy secundaria, sosteniendo que era relativamente poco
importante “en la evolución” (Poulton 1896, pág. 79) y haciéndole
concesiones a su papel sólo a regañadientes: “ Probablemente la ma­
yor parte de los naturalistas están convencidos, por los argumentos
de Darwin y su gran exposición de los hechos, de que el principio de
la selección sexual es real y da cuenta de ciertas características relati­
vamente poco importantes en los animales superiores, y además acep­
tan la opinión de Darwin de que su acción casi siempre ha sido su­
bordinada a la selección natural” (Poulton 1896, pág. 188). Poulton,
en lugar de ello, dedicó la mayor parte de sus energías a subsumir los
argumentos de Darwin bajo las presiones selectivas de Wallace. Y
numerosos expertos darwinistas posteriores, especializados en
coloración, lo siguieron en su punto de vista de que la selección sexual
era relativamente poco importante (v. gr. Beddard 1892, págs. 253-82).
Hacia la década de 1930, Julián Huxley había llegado a ser consi­
derado uno de los principales expertos en selección sexual, y sin em­
bargo escribía trabajos sobre la posición darwinista, acerca de la po­
sición actual de la teoría, que estaban casi por completo dedicados a
volver a empacarla en la selección natural (Huxley 1938,1938a). De
acuerdo con él, mucha parte de esta evidencia no tenía nada que ver
con el apareamiento, y mucho menos con la selección sexual; Darwin,
declaró ex cathedra, “le asignaba tercamente demasiado peso al pun­
to de vista de que los colores llamativos y otras características conspi­
cuas tenían que tener una función sexual... ahora ya es claro que la
hipótesis no se aplica a la gran mayoría de las características que se

217
¿ S Ó L O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

despliegan... la aseveración original de Darwin no se sostiene” (Huxley


1938a, págs. 11,20-1,33). De hecho, mucha parte de la falta de atención
a R. A. Fisher -una figura crucial que, como lo veremos, reivindicó
de manera importante a Darwin- se le ha atribuido a la influencia de
Huxley (O’ Donald 1980, págs. ix, 2,10-15; Parker 1979). La posición
de Huxley tiene como epítome el libro Adaptative Coloration in
Animáis (Cott 1940). Él lo elogiaba como “un valioso sucesor del li­
bro de sir Edward Poulton The Colours o f Animáis... uno de ellos fue
un estudio pionero, el otro en muchos aspectos la última palabra
sobre el tema” (Cott 1940, pág. ix); sin embargo, Cott ceñía su estudio
específicamente a las relaciones de presa y depredador, excluyendo el
análisis de las fuerzas selectivas dentro de las especies.
Incluso ya en las celebraciones del centenario de El origen del hom­
bre la alternativa de la selección natural seguía emergiendo como el
punto de vista mayoritario. La teoría darwinista de la escogencia de
pareja se había eclipsado tanto, que por sorprendente que nos pueda
parecer ahora, en el prefacio de uno de los pocos libros célebres
(Campbell 1972), Julián Huxley todavía podía ser citado como la au­
toridad establecida y a R. A. Fisher ni siquiera se le hacía una men­
ción de honor. La contribución de Mayr en este libro es típica. Al
citar a Huxley y a Richard como las dos autoridades, sostiene: “Ahora
es evidente que hay tres... presiones de selección principales... que
favorecen el desarrollo o el aumento del dimorfismo sexual, sin re­
querir la selección sexual” (Mayr 1972, pág. 96) y menciona la selec­
ción epigámica, los mecanismos de aislamiento y la utilización de
diferentes nichos por los machos y las hembras. El único trabajo que
se destaca en el libro en contra de esta corriente es el de Robert Trivers,
una de las figuras prominentes de la revolución darwinista reciente.
Tal como lo señala allí: “ La mayor parte de los escritores desde
[Darwin]... han relegado [la selección femenina]... a un papel tri­
vial... Con notables excepciones, se ha demostrado en el estudio de la
selección femenina, que las hembras fueron seleccionadas para deci­
dir si un compañero potencial es de la especie adecuada, del sexo
adecuado y maduro sexualmente” (Trivers 1972, pág. 165). Aun en
una colección de trabajos publicados unos pocos años después, so­
bre la selección sexual en los insectos (Blum y Blum 1979), la reseña
histórica describe el punto de vista de Huxley con entusiasmo (Otte
1979), aunque la mayor contribución de este experto en particular
fue promover el movimiento de seleccionismo natural.

218
EL LEGADO DE WALLACE: UN SIGLO DE SELECCIÓN NATURAL

Es claro, entonces que la teoría darwinista de la escogencia de


pareja fue descartada por la mayoría. Pero, ¿por qué?, ¿y cómo volvió
a renacer por fin? Éstos son los asuntos que voy a tratar de responder
en seguida.

219
7
¿P U E D E N L A S H E M B R A S M O L D E A R A LO S M A C H O S?

Las alternativas a la selección sexual no eran suficientes. Wallace afian­


zaría su posición si también pudiera socavar la idea misma de que la
selección femenina podía ser no sólo una fuerza selectiva, sino tener
el suficiente poder para crear la cola del pavo real. Y de hecho, esa fue
su segunda línea de ataque: una andanada contra el mecanismo cen­
tral de la selección natural.
Wallace proponía tres argumentos: que la selección femenina re­
quiere un sentido estético que pocos animales, o quizás ninguno,
poseen; que aun si las hembras prefieren los ornamentos de algunos
machos a los de otros, esto, sin embargo, no influye sobre su esco-
gencia; y que aun si las hembras escogieran sus machos sobre una
base estética, su gusto sería demasiado poco discriminador y veleidoso
para hacer surgir los intrincados adornos.

Sólo los humanos pueden escoger

Wallace sostenía que la escogencia femenina exigía poderes esté­


ticos que sólo los humanos podían poseer. Una reflexión tan refinada
probablemente se encontraba más allá de las capacidades de los ani­
males aun más cercanos a nosotros, definitivamente mucho más allá
de las capacidades de, por ejemplo, los peces, los insectos y otros
animales “inferiores” ; y con toda seguridad más allá de las muy inferiores
mariposas, en las que Darwin se basaba como fuente importante de
evidencia. Wallace había comenzado a albergar dudas hasta sobre los
insectos, incluso en el período en que Darwin confinaba la selección
sexual más que todo a pájaros y a insectos y Wallace la aceptaba para
los pájaros: “al pasar... a los animales inferiores... la evidencia de se­
lección sexual se vuelve comparativamente muy débil, y hay que dudar
de si se justifica aplicar sin razones las leyes que prevalecen entre los
pájaros altamente organizados y emotivos para interpretar resultados
un poco análogos en su caso” (Wallace 1871, pág. 181). De acuerdo
con su autobiografía, ésta fue la razón por la cual llegó a rechazar la
selección sexual (Wallace 1905, ii, pág. 18) (aunque encuentra otras
razones en otra parte (v. gr. Wallace 1891, pág. 374)).
Muchos críticos pensaban lo mismo. Para Stolzmann, la idea del
gusto estético de los pájaros era la primera razón para rechazar la
selección sexual (y reemplazarla, como hemos visto, con su alternativa
221
¿ P U E D E N LAS H E M B R A S M O L D E A R A LOS M A C H O S ?

muy personal): “Au premier abord, il nous est difficile d’admettre chez
les femelles des oiseaux la présence d}un goüt esthétique si fortement
développé comme le sígnale Darwin” (Stolzmann 1885, pág. 423). Groos
pensaba que todo el proyecto darwinista podía beneficiarse al reem­
plazar la idea:

Sería... absurdo afirmar que todos los cantos de los pájaros se


originan en un acto o juicio estético por parte de la hembra. Una
selección consciente, bien fuera de los que cantaran de modo más
hermoso o más recio no es ciertamente la regla, y probablemente
nunca ocurra... El principio darwinista... se refuerza de manera im ­
portante con la [eliminación de la idea de]... la selección estética
consciente por parte de la hembra (Groos 1898, págs. 240,242).

Lloyd Morgan, si bien no quería sumergir la selección sexual por com­


pleto dentro de la selección natural, también objetaba la escogencia
de tipo humano en general y la selección estética en particular:
“ Tanto los que sostienen la selección sexual como los críticos de esta
hipótesis han estado demasiado dispuestos a considerar la selección
de pareja en los animales desde un punto de vista antropomórfico, a
mirarla como el resultado de la deliberación racional, de pesar en la
balanza estética el atractivo relativo de uno y otro pretendiente”
(Morgan 1900, pág. 266). “ La estética tiene que ver con ideales y a los
ideales... ningún bruto puede aspirar” (Morgan 1890-1, pág. 413).
Empleaba la analogía de que un pollo “escogiera” un gusano jugoso;
es, decía,

una suposición innecesaria la de que el pájaro hembra debe


poseer un parámetro o ideal de valor estético, y que selecciona el
cantor que se acerca más a su concepción de lo que un cantor debe
ser. Uno bien puede suponer que un pollo seleccionara las lombrices
que más se aproximaran al ideal de suculencia que había concebido.
El pollo selecciona la lombriz que excita el impulso más fuerte de
atraparla y comérsela. Así, también la gallina selecciona el compañero
que por su canto o por otra cosa excita en mayor grado el impulso de
apareamiento; y no hay más necesidad de suponer la existencia de un
parámetro estético en este caso que la de hacer la hipótesis de un
ideal gustatorio en el caso del pollo que se come una lombriz jugosa
(Morgan 1896, págs. 217-18).

222
SÓLO LOS HUMANOS PUEDEN ESCOGER

Una década más tarde, Kellogg objetaba también a la estética délos


insectos. Una selección como ésta “implica un alto grado de desarrolló
estético por parte de las hembras de los animales de cuyo desarrollo
en este sentido no tenemos (otra) prueba. De hecho, esta selección
exige el reconocimiento estético entre los animales a los cuales les
negamos claramente tal desarrollo, como las mariposas y otros in­
sectos... De manera similar prácticamente con todos los animales
invertebrados” (Kellogg 1907, pág. 114). En la década de 1920, History
ofBiology de Nordenskióld, sostenía que una de las razones por las
cuales se había rechazado la selección sexual fue la “tendencia de
Darwin de atribuir al reino animal ideales puramente humanos sin
crítica alguna, de creer en la competición de belleza5en las mariposas,
escarabajos, peces, y tritones, o que los grillos y langostas tuvieran
oído musical” (Nordenskióld 1929, pág. 474).
Darwin era consciente de que hablar de un sentido “estético” era
invitar tal crítica. Pero insistía en que se necesitaba algo como esto
para la selección del macho, y que los humanos de ninguna manera
eran los únicos animales que habían evolucionado en ese sentido;
aunque los gustos particulares de otros animales pudieran diferir de
los nuestros, la mayoría poseía un sentido de belleza (v.gr. Darwin F.
y Seward 1903, i, pág. 325).
Darwin sostenía que, por poco probable que suposición pudiera
parecer, había evidencia que la apoyaba: “esto implica, sin duda, al­
gún poder de discriminación y gusto de parte de las hembras, que al
principio parecerá extremadamente improbable; pero tengo la espe­
ranza... de mostrar que las hembras realmente tienen tales poderes”
(Darwin 1871, segunda edición, pág. 326). Una aguamala, por ejem­
plo, o una babosa de mar no los tendrían; pero, en general, cada vez
sería más probable que apareciera, a medida que uno pasa de los insec­
tos hasta los pájaros, y de ahí a los mamíferos (v. gr. Darwin 1871, i,
pág. 321). Parece ser que el grado extraordinario de dimorfismo sexual
y ornamentación en pájaros, y aún más en las mariposas; encajara a
la perfección en este esquema. La respuesta de Darwin tenía dos partes.
Primera, “los afectos fuertes, la percepción aguda y un gusto por lo
hermoso” (Darwin 1871, ii, pág. 108) no dependen del desarrollo in­
telectual; por el contrario, los animales inteligentes, tales como las
serpientes, pueden carecer de estas cualidades (Darwin 1871, ii, pág.
31). Segundo, parecería que aun las hormigas y los escarabajos estuvie­
ran mejor dotados de tal sensibilidad de lo que podría pensarse, de

223
i P U E D E N L A S H E M B R A S M O L D E A R A LOS M A C H O S ?

modo que las mariposas no se podrían excluir sobre la base de su


“ inferioridad” :

Sabemos que las hormigas y algunos escarabajos lamelicornios


son capaces de sentir apego mutuo, y que las hormigas reconocen a
sus compañeras después de un intervalo de varios meses. De ahí que
no sea una improbabilidad abstracta en los lepidópteros -q u e pro­
bablemente se encuentran casi tan altos en la escala como estos
insectos-, el que tengan la suficiente capacidad mental para admirar
los colores vivos (Darwin 1871, i, pág. 399).

La posición de Darwin no era, entonces, negar que la selección


sexual exigía la apreciación estética de parte de las hembras, sino
argumentar que en realidad ellas podían mostrar tal apreciación.
Regresaré después a este punto.

No escoger, sólo mirar

Pero aun si las hembras admiran las plumas vistosas, las crestas
de gran tamaño o las explosiones de canto, sin embargo, argumentaba
Wallace, no escogen a sus compañeros sobre esta base. Disfrutar y
apreciar estos rasgos es una cosa. Permitirles que influyan sobre la
escogencia del compañero es otra. Esbozó una analogía con el gusto
femenino de los humanos:

Un joven, en el noviazgo, se peina o se riza el cabello y se arregla


el bigote, la barba o las patillas, y no hay duda de que su amada lo
admira; pero esto no quiere decir que ella se case con él gracias a
estos adornos, y mucho menos que el bigote, las patillas, la barba o el
cabello se hayan desarrollado por las preferencias continuadas del
sexo femenino. Así, pues, a una joven le gusta ver a su amado bien
vestido y a la moda, y él siempre se viste tan bien como puede cuan­
do la visita; pero no podemos concluir de ahí que el conjunto de
atavíos masculinos, desde el jubón abullonado, al sesgo y los colores
vistosos, hasta las medias del período isabelino, pasando por los
fabulosos abrigos, sacolevas y coletas de comienzos de la era georgiana,
y llegando el vestido de gala del día presente sean resultado directo
de la preferencia femenina (Wallace 1889, pág. 286).

Y lo mismo, argüía, sucede con los pájaros: “de igual manera, los pá-
224
“ la i n e s t a b i l i d a d de un i n d ó m i t o c a p r i c h o f e m e n i n o ”
jaros hembra pueden estar fascinadas o excitarse con un hermoso
despliegue de plumaje por parte de los machos; pero no hay prueba
de ninguna clase de si... [esto tiene] algún efecto para determinar su
escogencia de compañero” (Wallace 1889, págs. 286-7). ¿Entonces, qué
buscan las hembras? Nada, de acuerdo con Wallace: se limitan a mirar.
El argumento de Wallace presupone una conjunción poco proba­
ble de fuerzas no adaptativas. Las hembras les prestan mucha atención
a los machos, sin ningún propósito adaptativo. Ellas ejercen discrimi­
nación en el juicio, sin efectos selectivos. Ellas se fascinan y se excitan,
sin implicaciones evolucionistas para su escogencia de compañero.
Ciertamente, cada una de estas circunstancias podría dar lugar a otras
razones. Pero que todas se den al mismo tiempo es altamente impro­
bable.

“ La inestabilidad de un indómito capricho femenino”

Finalmente, Wallace argumentaba que aun si las hembras ejer­


cieran una selección, ésta no tendría el poder de crear características
“ sexualmente seleccionadas”. El ojo agudo del águila podría ser
responsable de que una ave anidadora se mezclara en el paisaje para
pasar inadvertida. Pero, ¿podría ser el mero gusto estético tan exi­
gente o constante como para ser responsable de las demarcaciones
intrincadas del ala de una mariposa o de la compleja melodía del
canto de un pájaro?
“ Pues, ¿por qué no?”, podría uno pensar. “ ¿Por qué presumir que
el juicio estético será menos discriminador y estable que la selección
de lo que se come y de dónde anidar?” Regresaremos a esto, y a otros
asuntos sobre el gusto. Por ahora dejemos de criticar a Wallace y vea­
mos en su lugar qué pensaba Darwin.
Darwin creía que, a primera vista, las preferencias estéticas pue­
den en realidad no parecer una fuerza evolutiva suficientemente
poderosa para sus propósitos: “puede parecer infantil atribuirles
cualquier efecto a medios aparentemente tan débiles” (Darwin 1859,
pág. 89). Sin embargo, sostenía, la idea no es absurda. Al fin y al cabo,
miremos la selección doméstica. Allí encontramos la aplicación sis­
temática de criterios estéticos que logran los resultados deseados:
“ Si el hombre puede en un corto tiempo darle un porte elegante y
hermoso a sus gallos, de acuerdo con sus parámetros de belleza, no
veo ninguna buena razón para dudar de que los pájaros hembras, al
seleccionar durante miles de generaciones a los machos más
225
¿ P U E D E N LA S H E M B R A S M O L D E A R A LOS M A C H O S ?

“ Más que una obra de arte de la naturaleza”


El faisán Argus macho

226
“la i n e s t a b i l i d a d de un i n d ó m i t o c a p r i c h o f e m e n i n o ”
melodiosos o bellos, de acuerdo con sus parámetros de belleza, pudie­
ran producir un efecto marcado” (Darwin 1859, pág. 89; véase también
Darwin 1871, i, pág. 259, ii, pág. 78).
Wallace planteaba dos objeciones. Primero, le parecía poco pro­
bable que las hembras discriminaran entre diferencias que eran sólo
muy pequeñas. ¿Cómo, preguntaba, podría haber evolucionado la
selección natural para producir poderes tan exigentes? Wallace acepta­
ba de buena gana que criaturas como los pájaros y los insectos
podían distinguir colores diferentes. ¿Cómo podían los expertos en
la coloración protectora y la evolución de los colores en las flores (v.
gr. Wallace 1889, págs. 304, 306-8, 316-319) pensar de otra manera?
Pero de acuerdo con él los animales requieren más que una “percep­
ción de diferenciación y contraste” de colores, mientras la selección
sexual exhibe una “apreciación de... una variedad y belleza infinitas
de... delicados contrastes y armonías sutiles de color” (Wallace 1891,
pág. 409). Los poderes de discriminación de las hembras, decía, son
demasiado débiles para distinguir variaciones tan pequeñas: “Yo no sé
cómo variaciones diminutas, suficientes para que la selección natural
opere, pueden ser seleccionadas sexuálmente. Parece que requiriéra­
mos una serie de variaciones osadas y abruptas. ¿Cómo podremos
imaginar que cada pulgada de la cola del pavo real, o cada cuarto de
pulgada de la del ave del paraíso, serían advertidos y preferidos por
las hembras?” (Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 62-3). Y ni siquiera
la evidencia de Darwin muestra que las hembras en realidad estén
empleando discriminaciones tan finas:

Tales casos no apoyan la idea de que los machos con plumas en


la cola un poco más largas o colores un poco más brillantes sean
preferidos en términos generales, y aquellos que sean sólo un poco
inferiores se rechacen casi siempre, y esto es exactamente lo que se
necesitaría para establecer la teoría del desarrollo de estas plumas
por medio de la selección de la hembra (Wallace 1889, págs. 286).

Su paradigma es la precisión maravillosa de la curiosa ornamentación


del faisán dorado (de la cual anotaba Darwin “que es más una obra
de arte que de la naturaleza” (Darwin 1871, ii, pág. 92)): “ La gran serie
de gradaciones por medio de las cuales se produjeron los ojos del
más hermoso color en las plumas secundarias de estas aves se pueden
rastrear con claridad como resultado de un conjunto de señales que
están exquisitamente coloreadas para representar ‘esferas colocadas
227
¿ P U E D E N LAS H E M B R A S M O L D E A R A LOS M A C H O S ?

holgadamente dentro de las cuencas555(Wallace 1891, pág. 374). ¿Podría


un patrón tan fino ser apreciado por un mero pájaro?: “ Fue este...
caso... el que por primera vez sacudió mi creencia en la ‘selección
sexual5 55 (Wallace 1891, págs. 374). En resumen, Wallace desdeña la
posibilidad de que cualquier criatura diferente de los humanos discri­
mine de forma tan minuciosa como para notar el detalle 7 la comple­
jidad del ornamento masculino. Otros críticos argumentaban con
razones semejantes. Aun concediendo quelos pájaros y los mamíferos
tienen sentido estético, decían, “¿este sentido sí será tan agudo como
para llevar a la hembra a escoger entre modelos de canciones con
pequeñas diferencias?55 (Kellogg 1907, pág. 114). Señalando el hecho
de quedas mariposas son atraídas por estímulos estéticos tan burdos
como el papel brillante o las flores monocromáticas, preguntaban si
las hembras tendrían un parámetro doble, uno para los refina­
mientos dé los adornos masculinos y otro para los demás objetos (v.
gr. Geddes y Thomson 1889, págs. 29-30).
Darwin replicaba que las hembras podrían producir una ornamen­
tación exquisita sin discriminar bien, sólo por medio de la escogencia
de alguna impresión general:

Presupongo que nadie que sostenga el principio de la selección


sexual cree que las hembras seleccionan puntos particulares de belle­
za en los machos; simplemente se limitan a ser excitadas o atraídas
en mayor grado por un macho vigoroso, y esto parece depender a
menudo, especialmente en el caso de los pájaros, de la coloración
llamativa. Aun el hombre, exceptuando quizás al artista, no analiza
las pequeñas diferencias en los rasgos de una mujer a quien admira,
de los cuales depende su belleza (Darwin 1876a; Barret 1977, ii, pág.
210).

De manera similar le dice a Wallace: “ Con respecto a la selección


sexual. Una joven ve a un hombre buen mozo y sin observar si su
nariz o sus patillas tienen la décima parte de una pulgada de longitud
más o menos que las de otro, admira su apariencia y dice que se casará
con él. Así supongo que sucede con la hembra del pavo real, y la cola
se ve aumentada en tamaño solamente porque, como un todo, pre­
senta una apariencia más bonita55 (Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág.
63). Así, uno no necesita suponer que las hembras “estudian cada
banda o cada mancha de color; que la hembra del pavo real admira
cada detalle de la fabulosa cola del macho; a ella probablemente sólo
228
“la i n e s t a b i l i d a d de un i n d ó m it o c a p r ic h o f e m e n i n o ”
le impacta el efecto general” (Darwin 1871, ii, pág. 123). Y lo m is m o
puede decirse del ejemplo de Wallace del faisán dorado: “Muchos
dirán que puede ser absolutamente increíble que un pájaro hembra
(su énfasis está en lo del pájaro, no en lo de hembra) sea capaz de
apreciar la coloración fina y los dibujos exquisitos... pero quizás ad­
mire el efecto general más bien que cada detalle en particular” (Dar­
win 1871, ii, pág. 93). Esboza entonces una analogía con lo que llama
la selección doméstica “inconsciente” ; el ser humano podría desarro­
llar una población de perros que corran con gran rapidez, aunque
usara criterios muy difusos de selección y no criara nunca de manera
sistemática a los perros por su rapidez (Darwin 1876a: Barrett 1977, ñ,
pág. 210).
Sorprendentemente, después de esto Wallace argumenta de ma­
nera explícita a favor de una visión similar del funcionamiento de la
selección (Wallace 1893). En la selección artificial, dice, los criadores
no seleccionan un hueso, músculo o extremidad en particular, selec­
cionan unas “capacidades” o “cualidades” generales, tales como la
velocidad, la fuerza y la agilidad; la selección natural actúa de la
misma manera. Entonces, al menos en este último período, Wallace
no debía haber excluido la posibilidad de que las hembras hicieran la
clase de juicios no específicos que Darwin proponía. (Se ha sostenido,
a propósito (v. gr. Ghiselin 1974, págs. 131,178-9; Gould 1983, págs. 13,
369; Gray 1988, págs. 213-14; Lewontin 1978, págs. 16 0 -1,1979a, pág.
7), por razones que encuentro oscuras, que algunos adaptacionistas
convencidos como Wallace presuponían que la selección natural de
alguna manera funcionaba poco a poco, seleccionando de manera
separada cada característica; si los comprendo bien, la posición pos­
terior de Wallace y la de muchos adaptacionistas modernos (v. gr.
Dobzhansky 1956; Mayr 1983) con seguridad la minan). Más tarde
Wallace también (v. gr. Wallace 1900, págs. 379-81) cambió de opinión
sobre el tamaño de las variaciones dentro de una especie, llegando a
adoptar el punto de vista de que eran lo suficientemente grandes para
ser “ fácilmente vistas y medidas por cualquiera que las mirara” (Wa­
llace 1900, pág. 381). Pero no reexaminó el asunto de si la hembra del
pavo real podía ver y medir las variaciones de la cola del macho.
La segunda objeción de Wallace a la escogencia femenina como
fuerza selectiva es la poca probabilidad de que las preferencias sean
lo suficientemente constantes dentro y entre poblaciones o a lo largo
de un período de tiempo para producir los resultados que Darwin le
atribuye. La escogencia femenina como fuerza selectiva “no tiene en
229
¿ P U E D E N L A S H E M B R A S M O L D E A R A LOS M A C H O S ?

ningún caso el carácter de constante y de resultado inevitable propios


de la selección natural... es improbable que todas las hembras de las
especies, o la gran mayoría de ellas, a lo largo y ancho de una amplia
área de una región, y durante muchas generaciones sucesivas, prefie­
ran exactamente la misma modificación de... color o adorno” (Wa-
llace 1889, págs. 283,285). Y si la selección femenina no es uniforme,
¿cómo puede producir resultados uniformes (Wallace 1891, pág. 374)?
Wallace encontraba “absolutamente increíble” (Wallace 1891, pág. 374)
que las plumas del faisán dorado, por ejemplo, pudieran haber resul­
tado de una selección de esta naturaleza. Varias autoridades fueron
más allá, haciendo énfasis en la notoria veleidad de las hembras. De
acuerdo con Mivart, “la inestabilidad de un capricho femenino tenaz
es tan indómita, que ninguna constancia de la coloración se podría
producir por su acción selectiva” ([Mivart] 1871, pág. 59). Geddes y
Thomson tenían esta misma deprimente visión misógina de que la
permanencia del gusto femenino “rara vez es verificable en la expe­
riencia humana” (Geddes y Thomson 1889, pág. 29). La crítica de
Wallace sirvió de aliciente para que Darwin tomara acción:

Tu argumento... de que el sentido del gusto de un sexo tendría


que permanecer m uy semejante durante muchas generaciones de
modo que la selección sexual produjera un efecto, lo acepto... He
reconocido hace poco tiempo que hice una omisión al no haber anali­
zado... su permanencia dentro de límites estrechos durante períodos
largos (Darwin, F. 1887, iii, pág. 138; véase también i, págs. 325-6).

Darwin replicó con dos pimtos. (Incorporó algunos de sus argumentos


en la edición del El origen del hombre (págs. 755-6)).
Primero, estaba el asunto de la constancia entre individuos (Dar­
win 1876 y Barrett 1977, ii, págs. 209-11). Darwin sugirió que ésta se
sostendría por falta de posibilidades de escogencia del consumidor.
Las hembras “no pueden tener un alcance ilimitado en su gusto por­
que... aunque el rango de variación de una especie puede ser muy
grande, no es de ninguna manera indefinido” (Darwin 1876a: Barrett
1977, ii, pág. 210). Además, aun si el gusto femenino variara, el entrecru­
zamiento entre la descendencia de parejas escogidas por cualidades
con pequeñas diferencias produciría uniformidad en los machos; de
la misma manera, viceversa, que hay demasiada divergencia entre las
características sexualmente seleccionadas de los machos en dos po­
blaciones muy relacionadas, pero que no copulan entre sí. Darwin,
230
“la i n e s t a b i l i d a d de un i n d ó m i t o c a p r i c h o f e m e n i n o ”
también tentativamente, sugería que el gusto femenino podía ser
moldeado por el medio, en cuyo caso uno esperaría lo que en reali­
dad ocurre: la constancia dentro de poblaciones geográficamente di­
vididas y la divergencia entre ellas. Darwin no estaba solo, a propósito,
al albergar el punto de vista de que el gusto femenino está influido
por los alrededores; entre otros, el naturalista y escritor Grant Alien
desarrolló una teoría estética basada en ideas semejantes (Alien 1879,
particularmente págs. vi, 4,280; véase también v. gr. Darwin, F. 1 8 8 7 ,
ii, págs. 151; Wallace 1889, pág. 335). Finalmente, Darwin sostuvo que
las hembras de todas maneras podían seleccionar una variedad de
características mientras sus preferencias no entraran en conflicto
(Darwin 1882: Barrett 1977, ii, pág. 279).
En segundo lugar, estaba el asunto de la constancia a lo largo del
tiempo. Darwin admitía que el gusto relativamente poco refinado de
los animales, al igual que el de los “salvajes”, es algo voluble y que la
novedad gusta por sí misma. Negaba, sin embargo, que el gusto fuera
volátil: “ Podemos admitir que el gusto fluctúa, pero no es del todo
arbitrario” (Darwin 1871, segunda edición., pág. 755). Así como po­
demos ver en nuestras modas más elegantes, hay un gusto por los
pequeños cambios, pero disgustan los demasiado grandes. Así, aun­
que los gustos pueden cambiar, los cambios siempre serán graduales:

Aun en nuestra propia ropa, el carácter general dura mucho; los


cambios son hasta cierto punto graduados... [Como a los humanos,
a los animales les repugna el cambio súbito, pero esto] no evitará que
aprecien los cambios... de ahí que... parece bastante probable que los
animales admiren durante un período de tiempo largo el mismo
estilo general de ornamentación u otros atractivos, y sin embargo
aprecien pequeños cambios en los colores, la forma, o los sonidos
(Darwin 1871, segunda edición, págs. 755-651).

A propósito, la caracterización de Darwin de cómo opera la preferencia


estética es similar a una idea que fue desarrollada originalmente para
comprender la psicología de lo que el ser humano encuentra placen­
tero y no placentero (McClelland et al, 1953,págs. 42-67), pero que ha
sido aplicada ahora con éxito a estudios de selección de pareja (v. gr.
Bateson 1983,1983b); es la “ hipótesis de la discrepancia óptima”, la
idea de que el objeto más atractivo es el que difiere sólo un poco de
un parámetro conocido.
Las repuestas de Darwin sí responden hasta cierto punto las críti-
231
¿ P U E D E N LA S H E M B R A S M O L D E A R A LOS M A C H O S ?

eas de Wallace. Si la selección femenina se basa en preferencia estética


tal como él la caracteriza, entonces, al menos la rescata del caos total
que con seguridad sobrevendría si fuera sólo producto del capricho
individual, o de algo por completo arbitrario. Sin embargo, ¿es sufi­
ciente? Al fin y al cabo, como el mismo Darwin lo admite, es de la
naturaleza de las preferencias estéticas el que, a pesar de que hay algo
de continuidad, son en última instancia caprichosas. Dice que entre
los humanos uno esperadlos cambios más caprichosos en las costum­
bres y en las modas” (Darwin 1871, i, pág. 64); y de modo semejante
otros “animales son... caprichosos en sus afectos, aversiones y sentido
de la belleza” (Darwin 1871, i, pág. 65). ¿Por qué, entonces, no es el
gusto femenino más voluble de lo que es? De nuevo, como él mismo
lo admite (Darwin 1871, ii, págs. 229-32), la selección sexual es típi­
camente “caprichosa” al crear diferencias entre las especies, porque
“depende de un elemento tan fluctuante como el gusto” (Darwin 1871,
ii, pág. 230). ¿Por qué, entonces, actúa al parecer de modo tan estable
dentro de las especies?
Wallace ha dado en el talón de Aquiles de la posición de Darwin.
No hay duda de que algo falta en la teoría estética de Darwin de la
selección femenina. Pero el problema se origina en algo más profundo
que cualquier crítica que Wallace haya hecho; éstas eran solamente
las consecuencias de la omisión de Darwin. En la teoría darwinista
de la selección sexual hay una premisa importante que clama a gritos
ser explicada. Lo que falta es una explicación de cómo se desarrolló el
gusto de la hembra.

El problema del gusto

La teoría darwinista de la selección sexual se queda corta en este


punto crucial. Se limita a presuponer que el gusto de las hembras es
algo “dado”. No explica qué ventajas adaptativas hay para tal selección,
qué presiones selectivas han dado lugar a estas preferencias y cómo
se sostienen.
Con las presiones selectivas “sensatas” de la selección natural tales
problemas no surgen. Es obvio el porqué la necesidad de una ali­
mentación eficiente ejerce una presión selectiva - y además precisa y
muy exigente- sobre el pico del pájaro carpintero. No es tan obvio,
empero, que las fuerzas selectivas estén presentes en la selección esté­
tica. Al fin y al cabo las hembras escogen características que no son
útiles y, que pueden ser totalmente desventajosas, y hacen esta elec-
232
EL PROBLEMA DEL GUSTO

ción de manera consistente y exigente. Pero si no hubiera ventajas


adaptativas en la selección, entonces no habría razón para que ésta se
diera. Y si no hay más razones “racionales” para cualquier escogencia
particular que el mero gusto, ¿qué lo mantiene tan constante y preciso?
A menos que haya presiones selectivas que lo dirijan, ¿qué evita que
todo esto cambie de manera arbitraria?
Wallace - y de hecho, la mayor parte de los otros críticos hasta
bien entrado el siglo x x -, se concentraban en el problema de cómo
podían hacerse las selecciones estéticas. Preguntaban cómo meros
pájaros y mariposas podían mostrar una apreciación tan fina y cómo
las fluctuaciones del gusto podían operar como fuerza selectiva. Para
replicar, Darwin señalaba el gusto estético en los humanos como
modelo de una apreciación discriminadora, a largo plazo y generali­
zada, de ornamentos aparentemente inútiles. Muy bien hasta ahí. Pero
hacía surgir con más fuerza el asunto de cómo había evolucionado el
gusto estético -bien fuera humano o de otros animales-. Darwin sos­
tenía que había evolucionado a partir de la selección femenina de
pareja. Pero, ¿qué fuerzas evolutivas habían producido un gusto ba­
sado en la mera estética? Decir que las hembras ejercitan la escogencia
por amor a la belleza es dejar esa escogencia como un “hecho dado”
que no tiene explicación en cuanto a la selección -natural o sexual-.
El propósito de Darwin era proporcionar una explicación adaptativa
para las “colas de pavo real” ; y si le concedemos la selección femenina
para la belleza, tuvo éxito. Pero preguntémonos cómo evolucionó el
gusto y uno encuentra que en el corazón mismo de esta teoría no hay
explicación de ninguna clase.
Entonces, ¿por qué insistía Darwin con tanta vehemencia en la
naturaleza estética de la selección femenina? Si hubiera presupuesto
(como veremos más tarde que lo hicieron Wallace y otros darwinis-
tas), que las hembras escogían al más fuerte, o al más sano, o al macho
más vigoroso, su selección habría sido fácil de explicar (aunque, como
veremos también, habría dado lugar a otros problemas). Entonces,
¿por qué ligó de manera tan específica la selección del macho a la
apreciación de la belleza?
Bueno, primero establezcamos qué fue lo que sí hizo. Hay un
cúmulo de evidencia en El origen del hombre de que los pasajes que
hemos visto eran típicos de su pensamiento y no lapsos ocasionales.
Repetidas veces hace énfasis en que la selección del macho tiene que
ver con emociones suficientemente fuertes para permitir preferencias
y una facultad estética suficientemente desarrollada para guiarlos:

233
¿ P U E D E N LAS H E M B R A S M O L D E A R A LOS M A C H O S ?

“ La selección sexual... implica la posesión de considerables poderes


perceptivos y de pasiones fuertes” (Darwin 1871, i, págs. 377); las
hembras podían seleccionar un macho, dice, “suponiendo que su ca­
pacidad mental bastara para el ejercicio de una selección” (Darwin
1871, i, págs. 259). Los pájaros, por ejemplo, tienen “afectos fuertes,
percepción aguda y gusto por lo bello” (Darwin 1871, ii, pág. 108;
véase también ii, págs. 400). Y, hace énfasis, esto es cierto para la
mayor parte de los animales, por poco probable que parezca: “Admito
sin dudas que es un hecho sorprendente el que las hembras de mu­
chos pájaros y de algunos mamíferos estén dotadas de suficiente
gusto por lo que aparentemente se ha efectuado a través de la selección
natural; y es aún más sorprendente en el caso de los reptiles, peces e
insectos” (Darwin 1871, ii, pág. 400; véase también ii, pág. 400-1). No
necesitaba Darwin presuponer que el gusto tenía que ver con ello,
aun aseverando que las hembras discriminaban entre machos poten­
ciales. Al fin y al cabo él le daba el crédito a los animales de tener
sorprendentes habilidades para discriminar entre alimentos nutriti­
vos o venenosos, o entre la sombra de un halcón y la de una gaviota,
sin necesidad de sentir la necesidad de argüir que estaban ejerciendo
“el buen juicio”. Y, como sus críticos lo señalaban, negaba específica­
mente cualquier necesidad de adjudicar razonamiento matemático a
las abejas para dar cuenta de la increíble construcción de sus panales.
Pero sí sentía la necesidad de atribuirle sentido de la estética a los
pájaros y a los insectos para dar cuenta de los hermosos colores de

La belleza está en el ojo de las especies


El macho del mono proboscis (Nasalis larvatus ) tiene la nariz como un
pepino gigante y pendular, en marcado contraste con las narices
respingadas de las hembras y los jóvenes. El crecimiento monstruoso
comienza más o menos a los siete años de edad y continúa con la edad,
llegando en ocasiones a tener diecisiete centímetros. En machos más viejos
es un apéndice hinchado, que le cae sobre la boca a su dueño, a veces casi
hasta tocarle la barbilla, de modo que tiene que retirarlo con la mano para
poder comer. Esta probóscide parece haber evolucionado al menos en
parte como un amplificador. En los densos manglares de Borneo, donde
viven, la mejor manera de comunicarse a la distancia es llamándose; el
sonido que resuena a través de la nariz del macho evoca un tambor doble.
Pero, por ridículo que nos pueda parecer a nosotros, él llega a estos
extremos para satisfacer el gusto de la hembra.

234
EL P R O B L E M A DEL GUSTO
¿ P U E D E N LA S H E M B R A S M O L D E A R A LOS M A C H O S ?

sus parejas (v. gr. Darwin y Seward 1903, i, págs. 324-5,113; Wallace
1889, págs. 336-7). Entonces, es claro que á los ojos de Darwin la idea
de la elección estética era un aspecto importante de su teoría.
Esto nos trae de regreso a la cuestión de por qué sucedía así. Co­
mencemos descartando lo que no hacía. No se limitaba a presuponer
que las colas de los pavos reales debieran parecer glamorosas a las
hembras sólo porque eran tan asombrosamente hermosas para no­
sotros. Era muy consciente de que, aunque los casos paradigmáticos
de la selección sexual nos impresionan con su belleza pura, las carac­
terísticas de los machos son a veces no sólo poco atractivas para los
humanos, sino que inclusive nos pueden parecer grotescas:

ningún caso me interesó y me dejó tan perplejo [en mi estudio


de la selección sexual] como los cuartos traseros y partes aledañas de
colores fuertes que tienen ciertos monos... concluí qué los colores se
habían obtenido para que hubiera atracción sexual. Era bien cons­
ciente de que con ello me ponía en ridículo; aunque de hecho, no es
más sorprendente que un mono despliegue su trasero rojo encendi­
do que un pavo real exhiba su magnífica cola (Darwin 1876a: Barrett
197, ii, 207; véase también Darwin 1871, ii, pág. 296).

Los adornos de los pájaros no “son siempre ornamentales a nuestros


ojos” (Darwin 1871, ii, pág. 72). Pensemos en el plumaje azul y ama­
rillo del guacamayo y en sus chillidos estrepitosos; ellos atraen el sen­
tido estético de su compañera, pero para nosotros son de un mal
gusto deplorable (Darwin 1871, ii, pág. 61; Darwin, F. y Seward 1903; i,
pág. 325). (El pobre y viejo guacamayo ofendía en particular la sensi­
bilidad de Darwin; en su primera casa de Londres solía “reírse de la
fealdad de... los muebles de la Sala, que, decía, combinaban todos los
colores del guacamayo, en una espantosa falta de concordancia” (Clark
1985, pág. 64). Aun a las diferentes especies de pájaros les parecen
atractivos sonidos distintos, sólo algunos de los cuales nos parecen
así a nosotros. Entonces, nos previene de que “no debemos juzgar los
gustos de las diferentes especies por unos parámetros uniformes, ni
debemos juzgar por el gusto normal del hombre” (Darwin 1871, ii,
pág. 67). (¡Como si el gusto humano fuera uniforme o siquiera mu­
tuamente comprensible!).
De manera que no fue la belleza de las “colas del pavo real” en
nuestra percepción lo que llevó a Darwin a caracterizar el gusto feme­
nino como estético. De hecho, los adornos sexuales le proporcionaron
236
EL PROBLEMA DEL GUSTO

un modo espléndido de contradecir la aseveración de la teología


natural de que muchas estructuras habían sido creadas en aras de la
belleza a los ojos humanos (Darwin 1859, pág. 199; Peckham 1959,
págs. 369-72). Al respecto, darwinistas posteriores enfatizaban a
veces la idea de que las características sexualmente seleccionadas se
distinguían por su belleza para los humanos. Esto parece sorpren­
dente, hasta que uno se da cuenta de que el propósito era estrechar el
alcance de la selección sexual. Julián Huxley, por ejemplo, argumen­
taba que la coloración más vistosa de los machos, por el hecho de
ser meramente “ impactante”, podría atribuirse al reconocimiento,
a la amenaza o a algo de este tipo; era solamente la “coloración
hermosa” -intrincada, delicada y muy efectiva a corto alcance- lo
que podría atribuirse a la selección sexual (Huxley 1938,1938a).
A mí me parece que había dos razones por las cuales Darwin to­
maba las características sexualmente seleccionadas como evidencia
de que las hembras ejercían su sentido estético. La primera no es
difícil de ver. Era parte de su consideración sobre la evolución humana
(que incluye la evolución de las razas humanas) (Darwin 1871, i, págs.
63-5; véase también de Beer et al 1960-67,2 (3), [C] 178). También se
había sostenido que la facultad de apreciación estética era única en
los hombres, y Darwin deseaba contradecir esta aseveración estable­
ciendo una continuidad entre humanos y otros animales: “El sentido
de la belleza. Este sentido ha sido declarado peculiar del hombre...
pero estoy seguro de que los mismos colores y los mismos sonidos
que nosotros admiramos son admirados también por muchos ani­
males inferiores” (Darwin 1871, i, págs. 63-4). “La belleza... corta el
nudo gordiano”, como lo escribió en uno de sus cuadernos (Gruber
1974, pág. 272, [M] 32). La escogencia de la pareja era la única eviden­
cia que podía encontrar para tal apreciación: “con la gran mayoría de
los animales... el gusto por lo hermoso está confinado, hasta donde
podemos juzgar, a los atractivos del sexo opuesto” (Darwin 1871, se­
gunda edición, pág. 141). Entonces, nuestro amor por la pintura, la
música, los paisajes, al fin y al cabo no nos distancia de otros animales.
Por el contrario, nos acerca a ellos. Esto surge del comportamiento
común, un comportamiento que, tanto en el caso nuestro como en el
de ellos tiene importantes efectos selectivos en el pasado evolucionario.
A propósito, el argumento continuista de Darwin quizás le diera
a Wallace razones extracientíficas para rechazar la selección sexual.
Wallace era uno de esos darwinistas que deseaban confinar el sentido
estético a los humanos. En su juventud, cuando aceptaba la selección

237
¿ P U E D E N LAS H E M B R A S M O L D E A R A LOS M A C H O S ?

sexual, reconocía que tal continuidad sería “un hecho de importancia


filosófica grande en el estudio de nuestra propia naturaleza y de las
verdaderas relaciones con los animales inferiores” (Wallace 1891, pág.
89). Eran implicaciones como éstas las que más tarde deseaba negar.
Veremos cuando examinemos el altruismo humano, que mientras
Darwin esperaba establecer vínculos entre los humanos y otros ani­
males, Wallace estaba ansioso de establecer una diferencia. Llegó a
sostener que diversas facultades eran exclusivamente humanas; la
apreciación estética era una de ellas. Algunos comentaristas (v. gr.
Fisher 1930, pág. 150; Selander 1972) han planteado la idea de que ésta
era la razón por la cual Wallace no podía aceptar la selección sexual,
que consideraba nuestras facultades estéticas parte de nuestra “natu­
raleza espiritual” (aunque como Kottler señala en contra de esta ase­
veración, Wallace adoptó estos puntos de vista extracientíficos en la
década de 1860, pero continuaba aceptando la selección sexual, al
menos en las aves, hasta más o menos 1871 (Kottler 1980, pág. 225)).
De acuerdo con Kottler, las creencias espirituales de Wallace de todas
maneras no habrían evitado que aceptara la selección sexual al menos
en humanos; al fin y al cabo Wallace reconocía con facilidad que
ejercemos el sentido estético; de hecho, que somos los únicos que lo
hacemos (Kottler 1980, pág. 225). Pero con toda seguridad no podía
haber aceptado que practicamos selección sexual si esto implicaba
aceptar el punto de vista darwinista de que las hembras escogen sobre
bases estéticas, pues esto le daría un papel evolucionista a nuestro sen­
tido estético y, como veremos, a juzgar por sus puntos de vista sobre
el altruismo, Wallace consideraba como un distintivo de nuestras
facultades de las que estamos “especialmente dotados” el que no
podían haber evolucionado porque eran un excedente de los requisi­
tos de la evolución. De hecho, hacía énfasis en que, a diferencia de la
habilidad primitiva de meramente distinguir colores, que comparti­
mos con otros animales, nuestro disfrute y apreciación del color no
pueden explicarse con base en “principios puramente utilitaristas”
(Wallace 1891, pág. 415). (En un contraste típico* Darwin caracteriza
el juicio estético de otros animales de modo que incluye el placer,
haciéndolos entonces más parecidos a nosotros (Darwin, F. y Seward
1903, i, pág. 325)). En años posteriores (Wallace 1890; véase también
Fichman 1981, págs. 141,148-53), Wallace llegó a creer que la escogencia
del compañero por las mujeres inteligentes podía seleccionar cuali­
dades sociales en las sociedades humanas; pero tal escogencia no era
un juicio estético, era una selección sensata. Veremos que Wallace
238
EL PR O B LE M A DEL GUSTO

estaba preparado para aceptar la selección no estética de compañero


aun en animales “inferiores” ; hacía énfasis en el papel del apareamien­
to selectivo en la esterilidad interespecífica (como hemos notado) y en
el reconocimiento de los compañeros para localizar a los coespecíficos,
e incluso estaba dispuesto a permitir la selección de pareja sobre una
variedad de otras bases mientras éstas fueran de “sensatez” en lugar
deestéticas.
Mi segundo planteamiento, complementario del primero, en
cuanto al porqué Darwin se apegaba de manera tan tenaz a la idea de
que la selección femenina no era sino estética, es más una conjetura
que otra cosa. El punto de vista de Darwin quizás reflejaba su intui­
ción darwinista de que realmente hay algo absurdo; algo narcisista,
algo demasiado esplendoroso en las colas de los pavos reales. Esto
ciertamente lo capta la idea de las preferencias puramente estéticas,
en aras de la belleza misma, uña preferencia en apariencia libre de
ataduras utilitaristas. Y cuánta razón tenía Darwin, como Fisher aca­
bó por demostrar. Pero a este interesante asunto regresaremos más
tarde.
Extrañamente para nuestros ojos modernos, muchas décadas
antes del fracaso de Darwin para explicar cómo había evolucionado
la selección femenina, ésta se veía como una objeción importante a
su teoría. El problema fue planteado, pero lentamente y por críticos
de diversas ideologías, más bien que como un asunto perteneciente a
la concepción darwinista. Un reseñador de mentalidad teísta de El
origen del hombre, por ejemplo, se quejaba de que lá selección feme­
nina era “una causa que a la mayor parte de los hombres le parecía
más necesitada de explicación y más merecedora de ella que el efecto
mismo” (Anón 1871a, pág. 319). ¿Dónde, preguntaba él, habían adqui­
rido los animales su sentido estético sino de Dios? De esta manera, el
argumento de continuidad de Darwin hacía que hübiera más, y no
menos, trabajo para las manos divinas; no solamente los humanos
sino muchos escarabajos, mariposas y pájaros tendrían que estar do­
tados de un gusto por lo bello. Un artículo similar fue aún más allá,
sosteniendo, a pesar de las negativas de Darwin, que “las culebras y
pájaros espléndidamente coloreados de los bosques tropicales... nunca
son lo que nuestro gusto llamaría vulgarmente coloreados, nunca
tienen parches burdos de dibujos feos, tales como los que uno puede
ver en trajes de noche recargados, en papeles de colgadura ostentosos
y en tapetes vistosos” ; esto hacía un contraste marcado con las “prefe­
rencias de las clases menos cultivadas de seres humanos civilizados...
239
¿ P U E D E N LAS H E M B R A S M O L D E A R A LOS M A C H O S ?

marineros ingleses o... muchachas del servicio” ; pensemos, al fin y al


cabo, “en los espantosos pero llamativos remolinos amarillos, tales
como los que una cocinera británica seleccionaría como diseño para
su vestido dominguero” ; un gusto tan impecable seguramente debería
surgir dispuesto y a la medida de una fuente divina (Anón 1871, pág.
281). Dos décadas después, Edward Westermarck fue guiado en buena
medida por las mismas premisas no hacia Dios sino hacia la selec­
ción natural (Westermarck 1891, págs. 477-91). Se quejaba de que,
según Darwin, las características secundarias masculinas, “dependían
del sentido estético, o del gusto de las hembras, el origen de lo cual
no lo conocemos” ; la preferencia femenina es “una tendencia inexpli­
cable” (Westermarck 1891, págs. 478,490). Concluía quelos ornamen­
tos deben “explicarse por medio del principio de la supervivencia del
más apto” (Westermarck 1891, pág. 479). Por el contrario, a comienzos
del siglo, Thomas Hunt Morgan usaba la selección femenina como
evidencia contra cualquier selección, sexual o natural. Morgan, como
lo hemos anotado, creía que en una época la mutación sola podía
hacer gran parte del trabajo de la evolución sin ayuda de la selección
(véase v. gr. Bowler 1983, págs. 202-5). Como otros mutacionistas del
período, trataba de mostrar que todas las clases de explicaciones adap-
tativas eran en realidad inadecuadas. De manera que para él la expli­
cación darwinista de los ornamentos masculinos era no un caso
especial sino una de las muchas características que la selección no
podía explicar:

El desarrollo de la presencia del gusto estético en el sexo selector


no se explica en la teoría. Hay tanta necesidad de explicar por qué las
hembras están dotadas de una apreciación de lo bello, como de que
los colores hermosos se desarrollan en las machos... Darwin presu­
pone que la apreciación por parte de la hembra está siempre presen­
te, y así simplifica el problema en apariencia, pero deja sin explicar la
mitad (Morgan 1903, pág. 216).

No fue sino hasta 1915 cuando el asunto de cómo había evolucio­


nada el gusto femenino se planteó de manera explícita con una
respuesta satisfactoria. La pregunta la planteó R. A. Fisher, que no
sólo fue uno de los principales arquitectos de la síntesis darwinista y
pionero de la genética estadística y de poblaciones, sino también figura
central en la historia de la selección sexual. Así fue como Fisher ex-

240
EL PROBLEMA DEL GUSTO

presó el problema (por desgracia en términos relativos a las especies


pero por fortuna no limitado a nivel de la especie):

“ ¿De dónde”, se puede preguntar, “ ha surgido este gusto defini­


do y uniforme por un diseño particularmente detallado de forma y
de color?” Concediendo que mientras este gusto y preferencia preva­
lezcan entre las hembras de las especies, los machos se volverán más
adornados y hermosos y llenos de plumas, la pregunta debe respon­
derse: ¿Por qué tienen las hembras este gusto? ¿De qué les sirve a las
especies que seleccionen este ornamento aparentemente inútil? (Fisher
1915, págs. 184-5; el subrayado es mío).

Es a Fisher a donde regresaremos en busca de la respuesta.


Así, durante casi un siglo, pendió sobre la teoría de la selección
sexual de Darwin la pregunta sin respuesta de por qué es adaptativo
para las hembras escoger los machos mejor ornamentados. ¿Podría
ser la mera selección estética selectivamente ventajosa, o quizás era la
selección no estética?, y si no, ¿cómo podría explicarse? Este asunto
de por qué escogen las mujeres como lo hacen, nos trae al último
trecho del debate del siglo x ix y nos lleva hasta el presente, a la etapa
más fructífera y emocionante de la teoría.

241
8
¿P R E F IE R E N L A S H E M B R A S SE N SA T A S A LO S M A C H O S
C O N A T R A C T IV O S E X U A L ?

¿Buen gusto o sensatez?

Entonces, ¿por qué escogen las hembras y cómo lo hacen? A través de


la historia de la selección sexual los darwinistas han ofrecido dos
respuestas muy diferentes a esta pregunta. A la primera la podemos
considerar como la solución de “buen gusto”. Desde este punto de
vista, que era el de Darwin, las hembras escogen sólo por la belleza;
de manera que su selección es mal adaptativa en cuanto a los
parámetros de la selección natural. La otra respuesta se puede consi­
derar como la de la solución de la “sensatez”. De acuerdo con este
punto de vista las hembrás escogen con base en las mismas guías
utilitarias de la selección natural; de manera que su selección es
adaptativa y no causa problema. Ésta era la posición que Wallace
adoptó. Hay que admitir que hasta ahora he dibujado a Wallace como
un hombre opuesto implacablemente a la idea misma de la selección
femenina una vez que rechazó la teoría darwinista de la selección
sexual. Pero ha llegado la hora de modificar esta impresión. A pesar
de todas sus protestas, Wallace nunca desechó por completo la selec­
ción de la hembra. Lo que hizo fue argumentar con fuerza contra el
punto de vista darwinista al respecto y proponer una alternativa, un
punto de vista de la “ sensatez”. Una vez más, entonces, encontramos
a Darwin y Wallace en orillas opuestas. Comencemos con Darwin.

La solución de Darwin: la belleza por la belleza

Hemos visto que de acuerdo con Darwin las hembras se interesan


sólo en lo que les place desde el punto de vista estético; las caracte­
rísticas que favorecen son puramente ornamentales y no cumplen
ninguna otra función: “un gran número de animales machos... se han
vuelto hermosos en aras de la belleza” ; “la belleza más refinada puede
servir como atractivo para las hembras, pero no tiene ningún otro pro­
pósito”; “este adorno y la variedad es el único objeto y no tengo la más
mínima duda” (Peckham 1959, pág. 371; Darwin 1871, ii, págs. 92,152-3;
el subrayado es mío).
También hemos visto que Darwin reconocía algunas de las difi­
cultades que surgen de la “ irracionalidad” de tal escogencia y que

243
¿ P R E F I E R E N LAS H E M B R A S SEN S A T A S A LOS M A C H O S ...

El problema: la belleza masculina

Soluciones

Tres caminos hacia la belleza. Las alas del halieto: ¿son sólo aerodinámica­
mente elegantes? La cola del viudo dominicano: ¿revela su cualidad? El
abanico del pavo real: ¿un capricho de la m oda femenina desbocada?

intentaba abordarlas apelando al modelo del sentido estético de los


humanos. Sin embargo no encaró el aspecto más serio de la irraciona­
lidad: el hecho de que la selección es a menudo costosa y con frecuencia
muestra características extravagantes. No parece haber ninguna
buena razón para que la hembra seleccione como lo hace, y, lo que es
peor, parece haber demasiadas buenas razones para que no lo haga.
Requerir del macho que se decore con colores vistosos, o que luzca
una cola larga, o que cante y bañe por horas seguidas es imponerle
una carga pesada. Esto lo pone en desventaja en su propia lucha por
la existencia. Y si no puede ayudarle a su pareja, entonces ella también
sufre. No sólo una esposa e hijos para mantener, sino esposa, hijos y
244
LA SOLUCIÓN DE DARWIN

cola. Y lo que es más, si sus hijos heredan los ornamentos, ellos y sus
compañeras sufrirán el mismo destino. Es seguro entonces que la
hembra tiene buena razón para no escoger “ la belleza por la belleza”.
Parece injusto acusar a Darwin de no haber sido capaz de dar con
la idea de lo costoso de las características masculinas. Con toda segu­
ridad la selección sexual es la única área en la cual el darwinismo
clásico reconoce de modo sistemático que las adaptaciones pueden
ser costosas. Al fin y al cabo, la teoría se construyó expresamente para
dar cuenta de las características de apariencia no utilitaria, caracte­
rísticas que parecen no ser adaptativas según los cánones de la selec­
ción natural. En El origen, el encabezamiento mismo bajo el cual
Darwin analiza la ornamentación masculina cuestiona su utilidad:
“La doctrina utilitaria, ¿hasta dónde es cierta?: la belleza, ¿cómo se
adquiere?” (Peckham 1959, pág. 367). Y Darwin dice de modo explí­
cito que “puede llamarse útil sólo en un sentido muy forzado”
(Darwin 1859, pág. 199). También dice que las características
sexualmente seleccionadas “ han sido adquiridas en algunos casos al
costo no sólo de la inconveniencia sino de la exposición a peligros
reales” (Darwin 1871, ii, pág. 399). Por ejemplo, algunos pájaros con
sus colores llamativos o su ornamentación son presa fácil o se les
dificulta luchar (Darwin 1871, ii, págs. 96-7,233,234); de modo simi­
lar, las estructuras construidas por los tilonorrincos “debe costarles
a las aves mucho trabajo” y a los tucanes deben “estorbarles” sus
inmensos picos (Darwin 1871, ii, págs. 71,227).
Y lo que es más, y otra vez poco usual dentro del darwinismo
clásico, Darwin veía las características sexualmente seleccionadas
como producto del trueque, porque las oportunidades de supervi­
vencia se disminuyen a cambio de tener ventajas para el apareamiento:

El desarrollo... de ciertas estructuras... se ha llevado... en algunos


casos a un extremo tal que, en cuanto a las condiciones generales de
vida concierne, deben ser un poco dañinas para el macho. De este
hecho aprendemos que las ventajas que favorecen a los machos, deri­
vadas de conquistar a otros machos en la batalla o en el cortejo... son a
la larga mayores que las que se derivan de una adaptación bastante
más perfecta a las condiciones extremas de vida (Darwin 1871, i, pág. 279).

De modo similar dice que las características que le harían daño a los
jóvenes podrían, en los machos mayores, tener más peso, por sus ven­
tajas reproductivas (Darwin 1871, i, pág. 299).
245
¿ PR EF I ER E N LAS HE MBR AS SENSATAS A LOS MACHOS ...

Sin embargo, Darwin no se preocupa por el costo. Presupone que


la ornamentación masculina nunca amenaza de verdad la supervi­
vencia porque la selección natural siempre interviene para controlar
sus excesos más locos: “la selección sexual... será dominada por la
selección natural para el bienestar general de la especie” (Darwin 1871,
i, pág. 196; véase también págs. 278-9). De acuerdo con él, aun un
plumaje tan sobredesarrollado como el del faisán dorado no será un
impedimento para la búsqueda de alimento de las aves (Darwin 1871,
ii, pág. 97). Es claro que desde el punto de vista de Darwin los “orna­
mentos” son más bien inútiles que desventajosos. Cuando describe
las características sexualmente seleccionadas como no utilitarias sólo
tiene en mente que no son de ventaja particular. Son “extraordina­
rias”, “hermosas”, “curiosas”, “elegantes”, “singulares” 7 “diversificadas”
(v. gr. Darwin 1871, ii, págs. 307,312). Pero no necesariamente costosas.
Bien, Darwin puede tener razón en que las características sexualmente
seleccionadas son menos onerosos que lo que pudieran parecer al
principio. Pero esto no puede darse por sentado sin demostración. Y
aun si los costos resultan ser bajos, subsiste la necesidad de indicar
cómo se las arreglan los beneficios para pesar más que éstos. Así,
aunque la teoría de las selección sexual incorpora una idea de costos,
subestima su magnitud y su significado.
Una vez que se han tenido en cuenta los posibles costos de la
ornamentación, la falta de explicación adaptativa para la selección
femenina se convierte en algo mucho más apremiante. Las desven­
tajas para los machos pueden compensarse por la escogencia de las
hembras. Pero esto solamente le devuelve el problema con más fuerza
al campo de las hembras. ¿Por qué insisten en hacer selecciones tan
costosas? A menos que la escogencia de la hembra pueda mostrarse
como producto de las fuerzas selectivas hay, en el corazón de la teoría
de Darwin, no sólo un mecanismo que no es explicado adaptativa-
mente sino un mecanismo que parece ser terriblemente mal
adaptativo.

La solución de Wallace: no sólo una cola hermosa

De acuerdo con Wallace, la selección de la hembra no tiene nada


que ver con el buen gusto sino con la sensatez. En tanto que las hem­
bras escogen sus machos, argumenta Wallace, prefieren las cualidades
útiles como la salud, el vigor o la resistencia. Lo escogen con base en
las líneas “sensatas” de la selección natural. Y lo hacen porque evi-
246
LA SOLUCIÓN DE WALLACE

dentemente se les justifica: están consiguiendo un compañero de cua­


lidades altas. De manera que su gusto es un producto claro de la
selección natural.
Wallace admite que las hembras parecen a menudo optar por el
gusto en lugar de la sensatez, que parecen estar haciendo una selec­
ción estética más que una práctica. Pero esto, dice, es porque belleza
y calidad tienden a coincidir, y los machos más enérgicos y saludables
son por lo general también los más decorados: el macho “más vigo­
roso, desafiante y buscapleitos” es “por regla general el de colores
más vivaces y el que está adornado con los plumajes más hermosos5’
(Wallace 1891, pág. 375; véase también pág. 369). De manera que un
pavo real no es sólo una cara bonita o cola, canción, o lo que sea. Las
hembras que usan la calidad para guiarse escogerán los machos con
ornamentos más espléndidos como un efecto secundario automático.
No juzgan al macho por sus adornos sino por las cualidades sensatas
que los acompañan. Pongamos a la hembra de un pavo real que sea
daltónica ante un grupo de parejas potenciales y aun ella se dirigirá
hacia el que tenga un tono irisado más vistoso, no porque aprecie su
belleza (por desgracia, es necesariamente indiferente a ella) sino
porque busca la calidad, y la belleza viene como parte accidental del
paquete. Por supuesto, para Wallace, aunque esta conexión no sea
resultado de la selección, no es mero azar. Recordemos su teoría
fisiológica de que el vigor y la salud dan origen a los colores vivos y a
estructuras complejas.
En cuanto a la evidencia darwinista de la selección femenina,
Wallace tiene razón al señalar que las hembras pueden no estar inte­
resadas en las características en las que Darwin se centra. En ausencia
de un conocimiento más detallado, sigue siendo una pregunta abier­
ta la de si una hembra escoge a un macho por su belleza o por sus
dotes más útiles. Tomemos el ejemplo de las mariposas. Su propia
argumentación, sostiene él, es tan plausible como la de Darwin: “En­
tre las mariposas, varios machos a menudo persiguen a una hembra,
y Darwin dice que, a menos que la hembra ejerza una selección, el
apareamiento deberá dejarse al azar. Pero, con toda seguridad, puede
ser el macho más vigoroso o el más perseverante el que és escogido,
no necesariamente el más vistoso o el que tiene colores distintos”
(Wallace 1889, pág. 275; véase también Wallace 1871). De manera se­
mejante en el caso de los pájaros, aun cuando la hembra escoja, no
sabemos las bases de su selección “y de ninguna manera se sigue que...
las diferencias en forma, diseño, o colores de las plumas ornamenta-
247
¿ P REF IER EN LAS H EMBR AS SENSATAS A LOS MACHOS ...

les sean lo que lleva a la hembra a darle preferencia a un macho sobre


otro” (Wallace 1889, pág. 285; véase también 1891, págs. 369,376). Así,
“la selección de... pájaros machos más adornados por parte de las
hembras... es una inferencia de los hechos observados de... desplie­
gue...; la aseveración de que los adornos han sido desarrollados por
la escogencia femenina del macho más hermoso porque es el más
hermoso, es una inferencia apoyada por muy poca evidencia” (Walla­
ce 1905, ii, págs. 17-18). Darwin habla de hembras de aves que sienten
gran repugnancia o gusto por machos particulares, pero no muestra
“que la superioridad o la inferioridad del plumaje tengan nada que
ver con estos caprichos” (Wallace 1889, pág. 286). Y Wallace cita a
Darwin mismo haciendo referencia a observadores experimentados
que no creen que la belleza del plumaje afecte la selección femenina
(Wallace 1889, págs. 285-6). Un experto, por ejemplo, es de la firme
opinión de que un “gallo de pelea, aunque desfigurado por el hecho
de haber sido vencido, y con sus plumas averiadas, sería aceptado
con tanta facilidad como un macho que tuviera todos sus ornamen­
tos naturales” (Wallace 1889, pág. 286). También esto abre el camino
para que Wallace entre con su punto de vista alternativo. Cita la
convicción de una de estas autoridades de que “ la hembras casi
invariablemente prefieren al macho más vigoroso, desafiante y bus-
capleitos” (Wallace 1889, pág. 286). En efecto, dice Wallace, la hembras
por lo general le prestan tan poca atención al despliegue de los
adornos pues “hay razones para creer que el éxito radica más en su
persistencia y energía que en su belleza” (Wallace 1889, pág. 370).
De acuerdo con Wallace, de este punto de vista se sigue que la
selección femenina tiene poca o ninguna importancia en la evolución.
Si la escogencia femenina es sensata, entonces coincide en buena
medida con la escogencia de la selección natural, en cuyo caso no
será una fuerza selectiva, y si su selección no coincide, entonces será
una selección en contra. Así, si ella hubiese de escoger el macho más
adornado, o bien su selección sería redundante o bien sería eliminada.
Por una parte, la acción extremadamente rígida de la selección
natural debe volver nulo cualquier intento de selección meramente
ornamental, a menos que los más adornados siempre coincidieran
con los “más aptos” en todo otro respecto... [y] si lo hacen, entonces
cualquier selección de ornamento es superflua” (Wallace 1889, pág.
295). Por otro lado, “si los machos de plumaje más vistoso y lleno no
son los más sanos y vigorosos... no son, ciertamente, los más aptos, y
no sobrevivirán” (Wallace 1889, pág. 295). Así, la selección de la hem-
248
LA SOLUCIÓN DE W A LLA C E

bra no tiene efecto evolutivo significativo: “ La-acción de la selección


natural, en realidad no niega la existencia de la selección femenina
del ornamento como tal, pero la hace enteramente ineficaz” (Wallace
i 889¿ págs. 294-5). No puede ser más que una fuerza marginal de la
evolución, para siempre subordinada a las fuerzas utilitarias.
Guando más, dice Wallace, la selección femenina puede reforzar
la selección natural. En el caso de los pájaros, por ejemplo, la selec­
ción natural favorecerá los machos más vigorosos, y el plumaje más
elaborado se desarrollará como efecto secundario automático; si las
hembras también escogen los machos más vigorosos -una escogencia
“sensata”- entonces la selección sexual actuará en la misma direc­
ción y ayudará a conducir el proceso de desarrollo de plumaje hasta
su culminación (Wallace 1889, pág. 293). Wallace no explica cómo
exactamente ayudaría la escogencia de la hembra. Quizás se imagi­
naba que haría más estrecho el rango permitido por la selección
natural o que coincidiría con la escogencia de la selección natural
pero acrecentaría el costo de desviarse de ella.
Aunque desecha la idea de que las hembras escogerían la belleza
por la belleza, sí habla de la posibilidad de que la belleza, sin embargo,
se use como criterio de escogencia. Reconoce que si hay una conexión
íntima y confiable entre el adorno y las cualidades “sensatas”, como la
hay en su teoría fisiológica de la ornamentación, entonces las hembras
podrían usar el despliegue ornamental como marcador de las cuali­
dades por las que en realidad eligen: “El despliegue de las plumas,
como la existencia misma de las plumas, sería la principal indicación
externa de la madurez y vigor del macho, y por lo tanto, sería necesa­
riamente atractiva para la hembra” (Wallace 1889, pág. 294). Es una
lástima que Wallace no desarrollara este concepto. Veremos que el
darwinismó moderno sí lo hizo, para su gran beneficio. Sin embargo,
sugerir que Wallace podría haber explotado la noción de los marcado­
res no es forzarlo a tener una perspectiva del siglo xx. Es obvio, aun
sin aventurarse en los laberintos de la epistemología, que muchas de
las experiencias de los organismos son hasta cierto punto vicarias. Y
las explicaciones de las adaptaciones le dan cabida a esto como algo
normal. La fruta sabe a dulce, no a nutritiva. Wallace mismo usaba la
idea de colores que son advertencia. ¿Qué son si no marcadores?
La posición de Wallace es claramente la antítesis de la de Darwin.
De acuerdo con Wallace, las hembras parecen buscar el esplendor,
pero en realidad eligen por la calidad. De acuerdo con Darwin, las
hembras van por el esplendor y nada más. De manera que es extraño
249
¿ P REF IER EN LAS HE MBR AS SENSATAS A LOS MACHOS ...

encontrar algunos pasajes en El origen del hombre en los que Darwin


suena igual a Wallace. De vez en cuando regresa a la aseveración de
que una hembra puede escoger tanto belleza como caHdad. Y va más
allá que Wallace. Desde el punto de vista de Wallace la “escogencia”
que la hembra hace de la belleza es un mero efecto secundario; desde
el punto de vista de Darwin está haciendo una genuina selección dual.

Las hembras se excitan más con los machos más adornados, o


prefieren aparearse con ellos, o con los mejores cantores, o los que
hacen las más hermosas piruetas; pero es obviamente probable que...
al mismo tiempo preferirían los más vigorosos y vivaces... que selec­
cionarían aquellos que son vigorosos... y en otros aspectos los más
atractivos (Darwin 1871, i, pág. 262; véase también i, págs. 263,271, ii,
pág. 400).

¿Por qué adopta Darwin por épocas una posición que está tan lejos
de su teoría? La razón tiene que ver con su explicación de cómo pue­
de operar la selección sexual en especies monógamas. Como vimos
antes, con toda razón arguye que la selección femenina puede ser
una fuerza selectiva efectiva si los machos más resplandecientes se
aparean con las hembras más sanas y por tanto las que pueden criar
más pronto. Esta solución es adecuada tal como está. Pero Darwin,
sin embargo, llega a sentir la necesidad de darle a la selección sexual
un empuje adicional, postulando que los machos más atractivos, y
por tanto los que tienen descendencia más temprano, son los más
sanos (como las hembras que más pronto tienen descendencia).
Incluso resume su teoría de la selección sexual de esta manera: “ He
mostrado que este [éxito en la descendencia de los machos más
atractivos] probablemente indicaba que las hembras... preferirían no
solamente a los más atractivos sino al mismo tiempo a los más vigoro­
sos...” (Darwin 1871, ii, pág. 400). Esta presuposición no es necesaria
para solucionar el problema de Darwin. Además, tiene pocas bases,
dada la evidencia disponible para él (pues a diferencia de Wallace,
Darwin no ofrece razón para presuponer que la belleza y la caHdad
van mano a mano). Y es extraña a su teoría, pues su idea central es
que las hembras no seleccionan nada más que la belleza por sí misma.
Yo hago énfasis en este punto porque, antes del reciente resurgi­
miento del interés en la selección natural, la teoría de Darwin se
tomaba de modo erróneo en el sentido de que la selección femenina
combinaba “ buen gusto” y “ sensatez”. Malos entendidos como el
250
LA SOLUCIÓN DE WALLACE

anterior eran muy comunes; la siguiente cita es de una reseña su­


puestamente de buena fuente de la posición de la teoría de Darwin
en la década de 1920: “la lucha para... [encontrar un macho] lleva al
éxito de los machos más vigorosos y atractivos; un resultado que
Darwin llama selección sexual” (MacBride 1925, pág. 217; énfasis
omitido). Cincuenta años más tarde, un importante darwinista se­
guía considerando que éste era un planteamiento central de la teoría
de Darwin. Mayr acusó a Darwin de presuponer “de manera más
bien ingenua”, “con evidencias no tangibles”, que la atracción y el
vigor generalmente van de la mano; incluso asimilaba a Darwin y a
Wallace a este respecto (Mayr 1972, págs. 97,100). Su evidencia eran
los pasajes atípicos de El origen del hombre, que acabamos de adver­
tir. Tales pasajes no parecen apoyar esta mala interpretación. De modo
que es crucial tener en mente que las presuposiciones que Darwin
hace en ellos no son necesarias ni típicas de su teoría de la selección
sexual. La teoría de Darwin no guarda semejanza con la de Wallace;
en lo que atañe al asunto de por qué las hembras escogen a los machos
como lo hacen, los dos eran polos opuestos.
Y ahora regresemos a Wallace. Su teoría de que las hembras selec­
cionan de manera sensata ciertamente esquiva el principal problema
de Darwin de dejar el gusto femenino sin explicación. Para su desgra­
cia, también, lo lleva a una dificultad obvia: dar cuenta del costo de la
ornamentación masculina, la total extravagancia de mantener una
cola descomunal, irnos cuernos barrocos y horas y horas de cantos
elaborados. A este respecto, es altamente improbable sostener que
una hembra que prefiera un macho tan recargado está haciendo una
selección sensata de pareja. La respuesta de Wallace es que no está
escogiendo las características costosas; que ellas son un acompaña­
miento inevitable de su selección sensata. Pero esto sólo muestra hasta
qué punto subestimaba Wallace el grado a que podían llegar los
costos, una subestimación mucho más seria que la de Darwin.
Wallace parece por completo inconsciente de que la extravagancia
masculina, al menos en un primer análisis, elimina su punto de vista
de que la selección femenina es sensata. Cuando trata la coloración
femenina, implícitamente reconoce que los colores llamativos del
macho podían ser desventajosos; al fin y al cabo, presupone, que las
hembras los han suprimido en aras de la protección. Pero cuando
tiene que ver con los ornamentos del macho desecha la idea de que
pudieran amenazar la supervivencia de quienes los llevan; Tomemos

251
¿ P REF IER EN LAS HEMBRAS SENSATAS A LOS MACHOS ...

por ejemplo su análisis de la cola del pavo real (Wallace 1889, págs.
292-3). Dice que en algunos casos es útil tener el plumaje accesorio,
que ha sido desarrollado por la selección natural para protección en
el combate. Admite que, sin embargo, esto no puede responder por
todos los casos de costos aparentes: “las plumas enormemente alar­
gadas del ave del paraíso y del pavo real pueden, sin embargo, no
tener tal uso, pero tienen que ser más dañinos que benéficos para la
vida diaria del pájaro” (Wallace 1889, págs. 292-3). Pero de acuerdo
con Wallace, el daño no podía ser demasiado, porque los pájaros
parecen arreglárselas a pesar de eso. De hecho, la extravagancia del
pavo real no hace más que apoyar su aseveración (recordemos su
teoría fisiológica del ornamento) de que los machos tienen una re­
serva tan grande de energía que pueden permitirse cargar lo que de
otra manera podría ser un fardo demasiado pesado. El hecho de que
las plumas

han sido desarrolladas hasta tal punto en unas cuantas especies


es indicio de tanta adaptación a las condiciones de la existencia, tal
éxito en la batalla por la vida, que existe, en el adulto macho en todo
caso, un sobrante de fuerza, vitalidad y poder de crecimiento que
=tpuede gastarse o derrocharse de esta manera sin hacerle daño (Wallace
1880, pág. 293).

Y apunta al hecho de que estas especies son muy exitosas -abundan­


tes y de amplio espectro- como evidencia de que el esplendor de los
machos no impide su lucha por la existencia. De manera que, aun­
que haya costos, concluye Wallace, éstos deben ser despreciables.
Sin manera de explicar la extravagancia aparentemente absurda
de los machos, su visible desafío a la sensatez, la solución de Wallace
no podía llegar lejos. Es claro que tiene un enorme potencial para
explicar por qué las hembras prefieren los más fuertes, los más rápi­
dos o los mejor camuflados. Pero se queda corta en estos mismos
casos -las problemáticas colas “de pavos reales”- que la teoría de
Darwin pretendía explicar.

¿Es razonable la “ sensatez” ?

Este problema continuó siendo un obstáculo para las teorías de


la escogencia sensata durante un siglo. Pero han llegado nuevos de­
sarrollos al rescate de Wallace. El darwinismo de hoy puede acoger
252
iES R A Z O N A B L E LA “ S E N S A T E Z ” ?

estas teorías en su seno, pues incorpora varias nociones que pueden


explicar, al menos en principio, cómo una escogencia sensata walla-
ciana puede dar lugar a características que son tan lujosas y tan ex­
travagantes que intuitivamente parecen no ser sensatas en ningún
sentido. Tres ideas interrelacionadas, en particular, han demostrado
ser fructíferas: los marcadores, los conflictos de intereses y las carre­
ras armamentistas de la evolución. Estos conceptos existían en el
darwinismo clásico pero no estaban desarrollados.
Ya nos hemos encontrado antes con la idea de los marcadores.
Pensemos, por ejemplo, que un plumaje de colores vivos y una constitu­
ción fuerte están, por lo general, conectados íntima y confiablemente,
quizás porque sólo los machos fuertes tienen lo que se necesita para
mantener brillantes las plumas. Entonces, las hembras podrían usar
el brillo como marcador de fortaleza. Y los machos más brillantes
llegarían a ser preferidos, no porque el brillo mismo sea de alguna
utilidad, sino porque es un marcador de una cualidad útil. Presupo­
niendo que el brillo y la fortaleza se heredan, es obvio que el uso de
los marcadores abre la vía para la selección directa del marcador en
lugar de la cualidad sensata sola. Los colores brillantes podrían ha­
berse desarrollado bajo la presión conjunta del escrutinio femenino
y los intentos masculinos de ser adecuadós. Advirtamos, a propósito,
cómo difiere esto de la teoría wallaciana de las preferencias sensatas.
La hembra daltónica de un pavo real que quisiera hacer una selec­
ción wallaciana sensata no podría aprovecharse de la información
que ofrecen los marcadores.
La segunda noción es que podría haber un conflicto de intereses
entre machos y hembras que resultara en una persecución evolucio­
nada entre machos que hacen trampa con relación a los marcadores,
inflándose más allá de su verdadero valor, y hembras que desarrollan
contra adaptaciones para detectar el engaño, de modo que no sean
víctimas de propagandas deshonestas. A ambas partes les iría mejor
si pudieran optar para salirse de esta escalada extravagante. Pero en­
tonces quedarían presas en la lógica estratégica de respuesta y contra
respuesta.
Tercera, existe la idea de una carrera armamentista evolutiva que
se da entre los machos en su competencia por las hembras. Esto tiene
el potencial explosivo típico de una carrera de armas simétrica, en
la cual, a diferencia de la carrera armamentista entre machos y hem­
bras, los competidores tratan de volverse mejores para hacer lo
mismo (por ejemplo construir las bombas más grandes) en lugar de

253
¿ PR EF I ER E N LAS HE MB R AS SENSATAS A LOS MACHOS ...

usar estrategias diferentes (como un mejor radar versus mejores


maneras de evitar la detección) (Dawkins y Krebs 1978,1979; Krebs y
Dawkins 1984; véase también Thornhill 1980; West-Eberhard 1979,
1983). Todos los pavos reales compiten para desarrollar cada vez más
y mejores colas. El resultado es que la selección favorecerá en general
a los machos que tengan colas un poco mayores que el promedio,
cualquiera sea el tamaño que este promedio haya llegado a alcanzar:

Imaginemos una especie en la cual un tamaño grande sea ventajo­


so para la competencia entre machos, pero que no sea ventaja desde
ningún otro punto de vista. Es totalmente lógico que la competencia
va a favorecer a los machos que son un poco más grandes que la moda
en la población corriente, cualesquiera sea la moda en un momento
dado. Ésta es una receta para la evolución progresiva de la clase que
esperamos de una carrera armamentista. Es una carrera armamentista
verdaderamente simétrica... (Dawkins y Krebs 1979, pág. 502).

Ahora combinemos estas fuerzas selectivas, y el resultado es un


poderoso mecanismo de escalada, -con el suficiente poder para ge­
nerar la clase de exageración extravagante, el desboque, que Wallace
fue incapaz de explicar-. Durante la primera mitad de este siglo, el
clima no era afín a la noción de que la selección natural podía acep­
tar, y mucho menos promover, dicha escalada, un absurdo tan apa­
rente. Veremos durante varias décadas al darwinismo bajo la influencia
de una vaga armonía de intereses, un pensamiento de algo bueno
para la especie. El apareamiento se veía más que todo como una
aventura cooperativa. No fue sino después de descartar este punto de
vista cuando se aceptó la versión revisada de la idea de Wallace. Sin
embargo, hoy en día florece. Esta línea de pensamiento, a diferencia
de la tradición de la selección natural, no se ha desarrollado prima­
riamente por medio de un descenso lineal a partir de Wallace. Pero,
desde nuestra perspectiva histórica, gran número de teóricos mo­
dernos se revelan como “wallacianos” de una nueva e inesperada
manera. Las teorías de la sensatez no han perdido nada del atractivo
que tenían para Wallace: les proporcionan una explicación adapta-
tiva no sólo a las características de los machos sino también a la esco-
gencia de las hembras. Más aún, no se basan en una noción de
adaptación tan poco ortodoxa y contra la intuición como Wallace y
muchos de los darwinistas de hoy han creído que sugiere la teoría de
Darwin.

254
¿ES RAZONABLE LA SENSATEZ ?

LAS HEMBRAS
ELIGEN POR

Buenos recursos
(‘el mejor nido’ )
También llamados
no adaptativos, mal\xdaptat¡vos, El macho suministra el nido y otros
arbitrarios, estético, Jjsheriano recursos, por lo tanto la hembra
puede escoger por la calidad de los
recursos y no sólo por la calidad del
macho.

enético
Estos dos algunas veces (’elmejoh nido’ - ambiental)
llamados adaptativos
Las diferencias en la
calidid de los machos
surgen en su totalidad de
diferencias ambientales.
Los tres llamados algunas veces La hembra está escogiendo
'buenos genes’ sólo *el- mejor nido’, no
al mejor ‘armador de nidos’

‘Los mejores recursos’: algunas veces


se utilizan sólo para esta categoría.

Entonces, ¿cómo podría una hembra wallaciana moderna escoger


su pareja? Si los machos de su especie proporcionan cuidados pater­
nos, entonces, obviamente, podría buscar a los que mejor lo hacen.
Podría buscar un nido seguro para sus huevos, un suministro estable
de alimento y protección contra los depredadores. Ahora bien, puede
no haber diferencia genética, diferencia en los genes, para la cons­
trucción de nidos, entre el macho que construye el nido más bonito y
más fino y el que construye el peor. La diferencia en calidad se podría
deber por completo a factores ambientales, como la disponibilidad

255
¿ PR EF I ER E N LAS HE MB R AS SENSATAS A LOS MACHOS ...

de materiales, etc. En este caso, la selección femenina no actuaría como


fuerza selectiva. Su escogencia podría evolucionar, pero no influir
sobre la evolución de la construcción de nidos por parte del macho.
De manera alternativa, las diferencias en la calidad de los nidos po­
drían reflejarse como algo que subyace a una diferencia genética
heredable. En este caso, la preferencia femenina se convertiría en una
fuerza selectiva importante sobre el buen desempeño masculino en
la construcción de nidos.
Ahora bien, consideremos una especie en la cual la hembra prote­
ge, alimenta e instruye a su descendencia sin ayuda alguna del padre,
o una en la que el macho se limita a encontrar hembra y a aparearse
con ella, sin contribuir más que con el esperma al esfuerzo reproduc­
tor. En este caso ella no tiene más opción, si acaso escoge, que selec­
cionar su macho sólo sobre la base de aquel cuyos genes contribuirán
mejor a la supervivencia y reproducción de su descendencia. El único
factor sensato que podría en últimas determinar su selección es la
dotación genética que el macho tiene probabilidad de pasarle a sus
descendientes. Su única preocupación sería la de si él tiene buenos
genes, -genes de una constitución sana, por ejemplo-. Los genes por
supuesto, tienen que detectarse de manera indirecta, por medio de
los fenotipos; las hembras no están mejor equipadas que otras fuer­
zas selectivas para ver genes desnudos. De manera que pueden muy
bien usar las clases de cualidades fenotípicas -el vigor, la fuerza, etc.-
que Wallace sugería.
Por desgracia, en la bibliografía no hay nombres consistentes para
estas diferentes clases de selección y la terminología puede ser confusa.
Por tanto, antes de seguir adelante, voy a explicar brevemente los
términos que se usan más comúnmente. Temo que esta lista sea muy
complicada para una comprensión instantánea, pero espero no
obstante que pueda ser útil; es más fácil seguirla observando el
diagrama que la acompaña.
El tipo de selección en la escogencia del mejor nido es llamado a
veces selección de “buenos recursos” y el tipo que escoge la constitu­
ción fuerte, “buenos genes”. “ Buenos recursos” a veces cubre tanto a
la buena selección del mejor nido como a la selección del mejor
constructor de nidos, esto es, selecciones que no reflejan diferencias
genéticas y selecciones que sí lo hacen. Pero algunas veces los buenos
recursos están restringidos al caso en los que la hembra escoge sólo el
mejor nido, no al mejor constructor de nidos, es decir, en los que su
selección no refleja diferencias genéticas (en cuyo caso ella no discri-
256
¿ES RAZONABLE LA SENSATEZ ?

mina entre diferentes genes, y por tanto no actúa como fuerza selectiva
sobre los machos). En cuanto a la clase de selección de constitución
sana, he dicho que es llamada selección de buenos genes en contraste
con selección de buenos recursos. Pero algunos autores usan el tér­
mino buenos genes para demarcar una categoría más amplia, muy
semejante a la que yo he llamado de sensatez. En este caso, los buenos
genes cubren no sólo la clase de selección de constitución sana sino
también los buenos recursos genéticamente diferenciados, la catego­
ría completa que he llamado de sensatez, diferente de los buenos
recursos no genéticos. Cuando buenos genes se usa de esta manera,
la idea es hacer un contraste entre lo que he llamado selección sensata
(al menos, selección sensata que refleja diferencias genéticas) y lo que
he llamado selección de buen gusto (la noción de Darwin de selec­
ción). En este contexto la selección de buen gusto a veces se llama no
adaptativa, mal adaptativa, arbitraria, estética o fisheriana, y su alter­
nativa (sensatez genética) se llama selección adaptativa. Finalmente,
genes buenos a veces cubre no sólo la categoría que he mencionado
sino también buen gusto; en otras palabras, toda la selección femenina
que incluye las diferencias genéticas. En tal caso, la subcategoría de
buen gusto es a menudo llamada genes buenos fisherianos. (Bueno,
yo les advertí que esto iba a ser tortuoso).
Por mi parte, una distinción fundamental que quiero hacer es
entre buen gusto y sensatez. Y dentro de la categoría de sensatez en­
contraremos importante distinguir entre especies en las cuales los
machos ponen los recursos en el esfuerzo reproductivo (cuidado pa­
terno) y aquellos en los cuales no son sino donantes de esperma.
Donde el macho proporciona recursos, la hembra estará interesada
en la calidad de estos recursos; donde proporciona nada más que
esperma, le interesarán sólo sus genes. Como hemos notado, en las
especies que tienen cuidado paternal, las preocupaciones de la hembra
podrían muy bien incluir recursos que no reflejan diferencias gené­
ticas; pero en este punto nuestro interés global diverge del de ella,
pues nos preocupa la evolución y por tanto, en últimas, los genes, de
manera que buenos recursos generalmente significará selecciones
entre machos genéticamente diferentes. Por supuesto, en la práctica
una hembra puede hacer más que una clase de escogencia, y esto nos
sería muy difícil de discernir.
Pero apartándonos de la terminología, hay una dificultad seria
entre estas teorías de sensatez, particularmente en la versión de los
genes buenos, a la que llegaremos en un momento. En una nota más

257
¿ P REF IER EN LAS HE MBR AS SENSATAS A LOS MACHOS ...

El morro del Pelecanus onocrotalus parece oscurecerle la visión. ¿Ha


evolucionado éste a pesar de este hecho... o a causa de él?

positiva, el darwinismo moderno ha transformado claramente la idea


wallaciana de una selección femenina sensata para hacerla más fruc­
tífera. Pero es sorprendente ver cuán grandes son estas transforma­
ciones.
Nada pone tan patas arriba la idea de Wallace como lo que se
llaman las teorías de la desventaja en la selección femenina (véase
particularmente a Zahavi 1975,1977,1978,1980,1981,1987; véase tam­
bién v. gr. a Anderson 1982a, 1986; Dawkins 1976, págs. 171-3, segunda

258
edición., págs. 304-13; Kodric-Brown y Brown 1984; Maynard Sniith
1985; Nur y Hasson 1984; Pomiankowski 1987). En efecto, las teorías
de la desventaja en general ponen patas arriba todo el mundo darwi-
nista. La última vez que nos las encontramos fue cuando miramos las
explicaciones adaptativas. Entonces dejamos a la cebra poniéndose
potencialmente en desventaja al lucir bandas que sin misericordia
traicionarían sus músculos subdesarrollados o sus piernas débiles.
Esto es, si tuviera tales defectos. Por supuesto, si tenía rayas y era
fuerte, entonces las bandas contarían una historia más feliz. De acuer­
do con el punto de vista de la desventaja, cuando el propósito es im­
presionar a compañeros potenciales, el resultado podría inclusive
hacer parecer sobria la deslumbrante cebra. Amotz Zahavi, quien
propuso el principio de la desventaja, dice en sus charlas sobre los
pelícanos machos (Pelecanus onocrotalus) que a éstos les crecen unos
morros grandes en los picos durante la temporada de apareamiento,
tan grandes que les dificulta la vista. Ahora bien, si hay algo que un
pelícano debe tener es la visión clara, para poder ver con precisión
antes de sumergirse a buscar peces. Parece, entonces, que los machos
se ponen en desventaja de manera deliberada. Eso es exactamente lo
que sucede, dice Zahavi. Todo el punto delejercicio está en jactarse, y
en hacerlo de manera confiable. “ ¡Miren qué bien me puedo alimen­
tar a mí mismo, aunque tengo este gran morro al frente de los ojos!”
Entre mayor el morro, más diciente es la prueba y más confiable su
aseveración.
De manera que las hembras zahavianas explotan el hecho de que
los morros y los colores vivos y las colas largas implican costos reales.
Las desventajas llevan el mensaje de que el macho puede sufragar
estos costos. Por supuesto, los machos podrían tratar de falsificar su
carga. Pero Zahavi y otros argumentan que la propaganda desho­
nesta, ante el escrutinio femenino, no es estable desde el punto de
vista de la evolución. Entonces, las cargas que evolucionarán son las
que son difíciles de falsificar. Y así la hembra sabrá que si un macho
se las ha arreglado para escapar de sus depredadores, alimentarse y
en términos generales mantener la lucha por la existencia, aun con su
plumaje llamativo o su cola poco ágil, entonces sin duda debe ser de
cualidad número uno A. Puede confiar en que las desventajas del
macho la llevarán a una pareja con buenos genes. Ahora, todo esto
cambia dramáticamente las reglas del juego de la sensatez de Wallace.
Wallace presupone implícitamente que la selección de sensatez ten-
¿P R E F IE R E N LAS H E M BR AS SENSATA S A LOS MACHOS ...

dría un costo bajo. Las teorías de la desventaja presuponen que las


hembras seleccionan machos no a pesar de lo costoso de su caracte­
rística sino debido a ello.
Casi todo el mundo creía que en la versión original de Zahavi era
muy difícil que el principio de la desventaja funcionara en su mayor
parte (Bell 1978; Davis y O’Donald 1976; Kirkpatrick 1986; Maynard
Smith 1976a; 1978, págs. 173-4,1978a; O’Donald 1980, págs. 111,167-
74). Parecía -lo que uno intuitivamente habría imaginado hasta que
Zahavi sacudió nuestras intuiciones- que las ventajas de los buenos
genes de un hijo podrían pesar más que las desventajas de su impedi­
mento. Pero los modelos subsiguientes han sido más exitosos (v. gr.
Andersson 1986; Grafen 1990,1990a, también en Dawkins 1976, se­
gunda edición, págs. 308-13; Pomiankowski 1987). Diversos autores
han sostenido que existen variantes del principio de la desventaja
-algunos más moderados, otros menos- que pueden, al fin y al cabo,
funcionar. Las teorías de la desventaja, se dice cada vez más, pueden
ser respetables desde el punto de vista matemático y biológico.
Mencioné que las teorías modernas de sensatez presentan una
dificultad que surge de la selección femenina. Este obstáculo no es,
como lo sostenían los obtusos misóginos Victorianos, que las hembras
sean demasiado volubles. Por el contrario, es su tenaz constancia lo
que desconcierta a los teóricos. El problema es: ¿por qué no desaparece
la variación entre los machos? La cuestión surge de la siguiente
manera (véase v. gr. Arnold 1983: Borgia 1979; Davis y O’Donald 1976;
Maynard Smith 1978, págs. 170-1). La selección natural no puede ac­
tuar a menos que haya diferencias entre las cuales pueda seleccionar.
Por lo general hay suficiente variación en la población para que las
fuerzas selectivas seleccionen al mejor, entresacándolo de aquellos
que son demasiado lentos o demasiado rápidos, demasiado grandes
o demasiado pequeños. La selección natural favorecerá a aquellos que
se acerquen más a lo que encaja mejor con el medio en el momento
dado, quizás una cola de apenas cuatro pulgadas de largo o una velo­
cidad de un poco menos de veinte millas. Sin embargo, la selección
femenina no deja que sus parámetros descansen. Ejerce una presión
implacable, siempre exigente, que demanda no una cola de cuatro
pulgadas sino una más larga, a partir de cualquier clase de extensión
que ya hayan logrado adquirir los machos. Uno puede imaginar fá­
cilmente, y la genética de poblaciones lo confirma, que la selección
femenina causaría rápidamente la desaparición de la variación misma
objeto de esta selección. Si las hembras seleccionan consistente y
260
¿ES RAZONABLE LA “ SEN SATEZ” ?

exitosamente los machos que tienen una mejor herencia, no habrá


“mejor” de donde escoger: al final todos los machos tenderán a ser
igualmente buenos. La selección femenina requiere que haya dife­
rencias genéticamente heredables entre los machos, pero el efecto de
la selección con base en tal escogencia es que agota estas diferencias,
tragándoselas, por el hecho de estar siempre exigiendo más y más.
(Las hembras, déjenme decirlo de paso, no son las únicas golosas de
la selección. El mismo problema surge con cualquier fuerza selectiva
fuerte que empuje de modo consistente en alguna dirección.) Daría
la impresión, entonces, que la selección minaría su propio éxito. Y
sin embargo, parece que se las ha arreglado para moldear más de una
“cola de pavo real”. ¿Qué es lo que evita que la selección femenina
destruya aquello de que se alimenta?
Los parásitos. Al menos esa es una respuesta. Es la interesante
teoría de uno de los darwinistas más importantes de la segunda mi­
tad de este siglo: W. D. Hamilton. Su argumento, que desarrolló con
Marlene Zuk, dice así (Hamilton y Zuk 1982). De todas las amenazas
con las que un organismo tiene que batallar -frío, hambre, depreda­
ción- el ataque de los parásitos está entre los más graves. Y es una
amenaza siempre renovada. A lo largo del tiempo evolucionario hay
una carrera armamentista de nunca acabar: mientras los organismos
desarrollan adaptaciones para resistir sus parásitos, éstos desarrollan
contra adaptaciones para continuar su saqueo, o nuevos parásitos los
relevan, con trucos originales. Los anfitriones, entonces, tienen que
hacerles frente a estas adaptaciones, y así, el ciclo sigue repitiéndose.
Entonces, los que son genes buenos para resistir en un período pue­
den ser ineficaces en generaciones posteriores, cuando los parásitos
existentes han tomado venganza u oportunistas nuevos han aprove­
chado su momento. Hay entonces una revisión constante de lo que
es mejor, un revolcón permanente de lo que constituye tener los mejo­
res genes. Los genes más resistentes de hoy en día pueden demostrar
ser un estorbo para los bisnietos de quienes ahora los portan.
Hasta aquí los machos y sus parásitos. Ahora, las hembras y su
selección. Es claro que una hembra en busca de un macho podría
estar mal aconsejada si seleccionara uno que hubiera sucumbido a
los parásitos o fuera vulnerable a ellos. De hecho, si los parásitos fue­
ron demasiado opresivos o se constituyeran en una amenaza demasia­
do fuerte, una hembra estaría bien aconsejada si hiciera de la resisten­
cia hereditaria su primer criterio de selección de compañero. Ahora
podemos ver por qué, aunque las hembras están constantemente
261
¿ PR EF IER EN LAS H EM BR AS SENSATA S A LOS MACHOS ...

seleccionando los “mejores machos”, la variación genética entre ma­


chos nunca se acaba. Es debido a que el criterio para “mejor” siempre
está variando.
¿Pero, cómo puede una hembra detectar los genes para la resis­
tencia a los parásitos? Necesita alguna clase de indicador externo de
calidad genética. Un buen procedimiento sería seleccionar al m adio
que parezca más saludable. Es posible que un macho que tenga pará­
sitos mostrara una figura pobre mientras que el resistente podría ser
capaz de impresionar con el brillo o resplandor de su piel o de sus
plumas, la envergadura de su hermosa cola o el vigor de su despliegue.
De modo que es una buena apuesta que si un macho se ve sano,
tendrá genes superiores para transmitirle a sus descendientes. Y lo
más seguro es que este indicador permanezca confiable aunque los
parásitos particulares que él necesita resistir cambien todo el tiempo.
Si las hembras adoptan esta política, estarán poniendo una presión
selectiva sobre los machos para que presenten una apariencia saluda­
ble. De hecho, los machos se sentirán presionados para tratar de
superarse el uno al otro, para tratar de verse un poco más sanos que
el más sano. A lo largo del tiempo de la evolución van a verse obligados
a hacerle propaganda a su salud con colores más y más vivos, con
colas más y más largas, con despliegues más y más esplendorosos.
Todos los machos van a participar en esta escalada, aun aquéllos que
están tan llenos de parásitos que sus adornos dejan traslucir el hecho.
Al fin y al cabo, si ni siquiera trataran, entonces las hembras pen­
sarían lo peor de ellos. Pero los machos podrían, claro, tratar de falsi­
ficar los signos de buena salud. Pero la selección se halla ocupada en
refinar también el juicio femenino, y además, en favorecer las hembras
que pueden advertir una propaganda honesta, descartando aquellas
que caen en las trampas. Entonces las hembras forzarán a los machos
a adoptar crestas, colores, etc., que revelen fácilmente su verdadero
estado. Y la manera más probable como esto funcione sería por medio
de las desventajas; un macho parasitado no sería capaz de permitirse
los costos de producción de un despliegue verdaderamente espec­
tacular, o al menos, de permitírselos y al mismo tiempo mantener
todas las otras necesidades de la vida. Y así, llevado por la carrera
armamentista con los parásitos, con las hembras y unos con otros,
los machos desarrollan sus ornamentos gloriosos, gracias a la escalada,
pero honestos, gracias al escrutinio.
Tan pronto como los parásitos entran en escena, un nuevo con­
junto de intereses entra con ellos. Hemos visto que los parásitos no
262
¿ES RAZONABLE LA “ SEN SATEZ” t

siempre se conforman con simplemente vivir de los recursos ya dis­


puestos. Algunos también buscan con ahínco beneficios adaptativos,
tomando un control más activo de los cuerpos de sus anfitriones.
¿Recuerdan los manipuladores gusanos de cabeza espinosa y sus an­
fitriones, los desgraciados crustáceos? Ahora pensemos en la teoría
de Hamilton y Zuk. Ésta presupone que los signos delatores de la
presencia de los parásitos son un efecto secundario “no buscado” de
que el invitado explota el cuerpo del anfitrión. Y ciertamente, el pa­
rasitismo por lo general da como resultado signos de debilitamiento.
Pero me parece tentador especular que en lo que atañe al adorno del
macho y a la selección de la hembra, los parásitos podrían a veces tener
la sartén por el mango. Pensemos en un parásito que (a diferencia del
gusano del crustáceo) utilice la ruta reproductiva de su anfitrión para
su propio ciclo reproductivo: sus intereses reproductivos corren en
forma paralela. Aparearse exitosamente sería del interés del parásito
y de su anfitrión. En tal caso, sería tan desafortunado para el parásito
como para el anfitrión que los efectos secundarios de sus depreda­
ciones delataran su presencia. De hecho, el parásito se beneficiaría si
pudiera hacer aparecer al anfitrión lo menos parasitado ante las pa­
rejas futuras, tal vez dándole un brillo adicional a su plumaje o a su
color. Los signos externos de su presencia no serían entonces meros
efectos secundarios; serían adaptaciones, para el benefició del pará­
sito, resultado de su manipulación. La ornamentación de los machos
sería el producto conjunto de las presiones selectivas de la selección
femenina y los efectos fenotípicos extendidos de un gen en el cuerpo
de un parásito. Hay que admitir que esto parece absurdo. Por una
parte, la ornamentación es costosa hasta para un anfitrión saludable,
por lo que los parásitos tendrían que violar las reglas de la fisiología
muy a su favor. Pero, entonces, resulta que las lagartijas machos más
infectadas de malaria son las que tienen colores más hermosos (Réad
1988)... y se sabe que algunos parásitos hacen que los colores de sus
anfitriones sean más notorios para los depredadores que son su des­
tino final (Moore 1984, pág. 82; Moore y Gotelli 1990).:.
Y hablando de manipulación, ¿por qué presuponer que si la sen­
satez es lo que prevalece ésta ha de encontrarse en la selección feme­
nina? Se ha sugerido que a veces las presiones de selección pueden ser
impulsadas no por las hembras sino por los machos que manipulan
el gusto femenino; los machos ornamentados no son mera creación
de la fantasía femenina sino ellos mismos los principales promotores.
Consideremos el caso del complicado canto del pájaro. A veces se

263
¿P R E F IE R E N LAS H E M BR A S SE NSATAS A LOS MACHOS ...

cree que evolucionó como un marcador de buenos genes o recursos,


y que la selección femenina seleccionaba la canción como examen
para los potenciales machos. Pero esto podría ser al revés: que el
gusto femenino hubiese sido moldeado bajo presiones selectivas
originadas en el macho. Tomemos por ejemplo la canción del cana­
rio macho (Serinus canarius). Él lleva a la hembra a que esté lista para
la reproducción; una canción compleja es más efectiva que un re­
pertorio artificialmente simplificado. Los machos mayores tienen
repertorios más largos y se ha sugerido que las hembras usan la
canción como guía del vigor masculino, porque los machos que
empollan más temprano sobreviven mejor y tienen canciones más
complejas (Kroodsma 1976). Pero tal vez el macho manipula a la
hembra para que lo “seleccione” a él; su comportamiento podría ser
un efecto fenotípico extendido de sus genes manipuladores (Daw-
kins 1982, págs. 63-4). Es probable que el resultado sea una carrera
armamentista evolucionada entre la manipulación y la resistencia a
ella. ¿Por qué, entonces, no ha sido la hembra más capaz de resistir?
¿Por qué aparenta el macho estar ganando la carrera? Puede ser que
el canal sensorial que explota sea crucial para ella, para su propósito
adaptativo original; de manera que puede defenderlo hasta un grado
limitado, pero no puede permitirse el lujo de separarlo del todo de la
invasión. ¿Podría la cola del pavo real haberse desarrollado de modo
semejante? Se ha propuesto que el pavo real explota una respuesta
adaptativa normal de parte de los pavos hembra: la propensión a pres­
tarle cuidadosa atención a los ojos (Ridley 1981). Las teorías de la
manipulación tienen la ventaja de explicar de manera muy clara por qué
a los humanos les parecen hermosas las características sexualmente
seleccionadas. Las otras teorías no saben cómo entender esto. Cuan­
do la manipulación trabaja, la belleza emerge como una herramienta
del poder manipulador. El atractivo que una cola deslumbrante o una
canción fabulosa tienen sobre los humanos es sólo un efecto secunda­
rio del atractivo que tienen sobre los miembros de la especie para
quien van dirigidos.
Hemos recorrido un largo camino desde Wallace. En su versión
del punto de vista de la sensatez, no era plausible que las hembras que
escogen los machos más decorados estuvieran haciendo una escogen-
cia sensata. Esto se debía a su insistencia en que la selección femenina
podía hacer poca o ninguna diferencia sobre los efectos de la selec­
ción natural. Sin embargo, el darwinismo moderno no presupone
esto y puede explicar cómo la selección utilitaria, no sólo sí hace dife-
264
LA SOLUCIÓN DE FISHER

renda, sino que puede llevar a una ornamentadón tan costosa que se
puede considerar cualquier cosa menos sensata. Esto era lo que nece­
sitaba la teoría de la sensatez de Wallace. Y, con este nuevo giro, por
fin está obteniendo más potencia de la que parecía tener al principio.

La solución de Fisher: el buen gusto es sensato

Dejamos a Darwin y a Wallace en 1880, en medio de un impasse.


La teoría estética de Darwin podía explicar el adorno masculino de
manera adaptativa, pero no la selección femenina. La teoría utilitarista
de Wallace podía explicar la selección, pero no la extravagancia típica
del adorno masculino. Y ahí fue donde el darwinismo clásico dejó el
asunto y donde la teoría de la selección sexual se quedó durante sus
primeros 50 años. Hemos visto cómo revitalizó el darwinismo mo­
derno la teoría de Wallace. Fue R. A. Fisher quien propició el punto
de cambio crucial para la concepción darwinista. En un trabajo de
1915 y en su obra clásica The Genetical Theory o f Natural Selection
(Fisher 1915,1930, págs. 143-56, particularmente págs. 151-3), apunta­
laba la teoría de Darwin con la explicación adaptativa del gusto fe­
menino que Wallace había exigido con tanta razón. Fisher explicó
que la selección femenina podría buscar sólo los atractivos, como
sostenía Darwin, y aún así ser adaptativa, como Wallace insistía que
debería ser. En síntesis, Fisher demostró cómo el buen gusto de Dar­
win podía ser, para nuestra sorpresa, muy sensato.
Argumentó Fisher que escoger un compañero atractivo podría
ser adaptativo para una hembra porque tendría hijos atractivos. En
una población en donde hay preferencia mayoritaria por alguna cosa
dada, a una hembra le va mejor si sigue la moda, por arbitraria o por
absurda que sea, porque la próxima generación de hijas heredará la
preferencia de la madre, mientras los hijos heredarán el rasgo caracte­
rístico del padre. Pensémoslo de esta manera. Imaginemos que usted
es un pavo hembra en una población donde hay preferencia mayori­
taria entre los pavos hembras por machos que tengan colas largas y
estorbosas. Usted podría hacer una escogencia de pareja, aparente­
mente sensata, y buscar una que tuviera una cola mucho más corta.
Pero, ¿qué sucedería en la próxima generación? Su hijo habría here­
dado una cola corta, pero la próxima generación de hembras habrían
heredado la preferencia mayoritaria por las colas largas. Su hijo
podría estar mejor equipado para la supervivencia, pero, ¿qué tan
bueno puede ser desde el punto de vista evolutivo no poder conseguir
265
¿ P R EF IER EN LAS H EM BR AS SENSATAS A LOS MACHOS ...

pareja? La selección natural acabaría por eliminar tanto su preferen­


cia en el apareamiento como la cola corta de su compañero. Habría
sido una estrategia mejor haber buscado un macho que lo hubiera
dotado de hijos atractivos. Usted habría disminuido las probabili­
dades de sobrevivir de sus hijos, pero aumentado sus posibilidades
de tener nietos.
Pero, ¿qué refuerza esta moda? ¿Por qué se disemina? ¿Y por qué
se da, en primer lugar? La moda es atizada por un vínculo entre el
gen de preferencia y el de adorno. Consideremos una hembra que
tiene genes para preferir un macho de cola larga. Sus descendientes
heredarán tanto los genes de la preferencia como los dexolas largas
de su compañero, aunque la preferencia se expresará fenotípicamente
sólo en sus hijas y las colas largas en sus hijos, de manera que su
unión afianza una conexión entre los genes de preferencia y los de
cola larga, una conexión más cercana de la que surgiría en un
apareamiento aleatorio. (Una medida de este vínculo es el llamado
coeficiente de desequilibrio del vínculo.) Y lo mismo sucederá en
generaciones subsiguientes. Es esta conexión la que aliméntala moda.
Mientras más ejercen las hembras la preferencia en boga por las colas
largas, más se refuerza la moda, y cada selección de un macho de cola
larga automáticamente tendrá más probabilidades de favorecer una
copia de los genes para esa misma selección.
Es fácil ver con qué velocidad despega la escalada. El proceso
total puede comenzar de una preferencia mayoritaria de cualquier
clase, aunque sea pequeña; la “mayoría” no tiene que ser una sección
grande de la población, tan sólo se precisa que sea más grande que la
otra. La preponderancia podría crearse inicialmente por medio de
nada más que las fluctuaciones aleatorias. (Recordemos que los sexos
divergen en diferentes estrategias reproductivas a partir de comienzos
mínimos, meramente por medio del autorefuerzo.) De modo alterna­
tivo, como lo sugería Fisher, la moda podría comenzar a partir de
una selección “sensata” y después zafarse de sus amarras utilitarias
para volar a los reinos de la extravagancia. Imaginemos, por ejemplo,
que las colas más largas de lo normal ayudan a los machos a volar
mejor, de manera que la preferencia femenina por colas cada vez más
largas está favorecida por la selección natural. Éstas tarde o temprano
se vuelven un verdadero estorbo, pero ya para aquella época la prefe­
rencia por ellas está suficientemente diseminada para despegar con
su vapor sexualmente seleccionado. Comience como comience, cual­
quier preferencia que tenga más partidarios que otra, aún si la pre-
2 66
LA S O L U C I Ó N DE F I S H E R

ponderancia no es muy grande, va a verse favorecida por la selección,


debido al efecto de “los hijos atractivos”. Y entonces, por supuesto, se
va a convertir en una mayoría más grande y las ventajas de tener hijos
atractivos van a aumentar, etc., etc.
La teoría de Fisher tiene que ver con un proceso potencialmente
explosivo de retroalimentación positiva: el éxito llama al éxito. Mien­
tras más exitosa sea una preferencia por colas largas, en generaciones
sucesivas se darán más machos con colas cada vez más largas y hem­
bras con preferencia por colas más largas todavía, y más exitoso será
tener y preferir colas largas (hasta que la selección natural llame a un
alto). El éxito depende de la frecuencia y se refuerza a sí mismo; lo
mejor que se puede hacer es lo que la mayoría hace; así, mientras más
se hace, más se convierte en algo que es mejor hacer. De manera que
la selección en favor de colas largas y la selección a favor de preferen­
cia por las colas largas proceden juntas; el ornamento masculino y el
gusto femenino evolucionan mano a mano, reforzándose el uno al
otro, empujándose el uno al otro en una espiral, hasta la extravagancia
espectacular de la cola del pavo real. Esto es lo que le da a la evolución
del ornamento y al gusto su calidad típicamente inmoderada, escala­
dora y desbocada.
Veremos cómo lo expresa Fisher quien señaló que la preferencia
femenina le da a la ornamentación una ventaja y que los hijos ador­
nados le dan a la preferencia una ventaja:

la modificación del carácter del plumaje de un gallo procede


bajo... una... ventaja conferida por la preferencia femenina, que será
proporcional a la intensidad de su preferencia. La intensidad de
preferencia en sí misma estará aumentada por la selección, mientras
los hijos de las gallinas que ejerzan la preferencia tengan una ventaja
más decidida sobre los hijos de las otras gallinas... en tanto haya una
ventaja neta en favor del desarrollo de más plumaje, también habrá
una ventaja neta en favor de darle a esto una preferencia más decidi­
da (Fisher 1930, pág. 151-2). ;

Y esta retroalimentación positiva genera un proceso de desboque:

el desarrollo del plumaje en el macho y la preferencia sexual por


tales desarrollos en la hembra, entonces, deben avanzar juntos, y
mientras el proceso no esté atajado por la contraselección, lo harán
cada vez con mayor velocidad... La velocidad del desarrollo será pro-

267
¿P R E F IE R E N LAS H E M BR AS SENSATAS A LOS MACHOS ...

porcional al desarrollo ya obtenido, que entonces aumentará expo­


nencialmente con el tiempo, o en una progresión geométrica. Así...
existe la potencialidad de un proceso de desboque que, por peque­
ños que fueran los comienzos de donde surgió, y a menos que se
frene, tiene que producir efectos magníficos, y en las últimas etapas,
con gran rapidez (Fisher 1930, pág. 152).

Fisher no desarrolló más esta explicación ni, si la analizó mate­


máticamente, dejó registro alguno de haberlo hecho. Y durante casi
medio siglo nadie más lo hizo. Pero es una teoría a la que por fin le ha
llegado su tiempo. En años recientes la genética de poblaciones ha
retomado la idea de Fisher con entusiasmo, expandiéndola en una
variedad de modelos formales (v. gr. Kirkpatrick 1982; Lande 1981;
O’Donald 1962,1980; Seger 1985; véase también Dawkins 1986, págs.
195-215). Y no sorprende que el remiendo ingenioso de la teoría de
Darwin hecha por Fisher haya sido reivindicado: se ha demostrado que
el desboque fisheriano es por cierto, al menos teóricamente, posible.
Por fin se les puede responder a los críticos de Darwin. Ellos se pre­
guntaban con toda razón por qué las hembras escogían la ornamen­
tación por sí misma, selección sin ventajas adaptativas aparentes; y
por qué su gusto, si no estaba controlado por la selección, no fluctuaba
de manera arbitraria. Si la selección femenina es fisheriana, entonces
Darwin puede finalmente contestar. El origen, la persistencia y la
escalada, tanto de la preferencia femenina como de la ornamentación
masculina pueden, al menos en principio, explicarse adaptativamente.
Pero las presiones de selección se generan en últimas sólo por medio
del gusto femenino mismo; actúan sobre una hembra sólo a causa de
lo que las otras hembras están haciendo. El proceso completo se basa
sólo en la estética femenina arbitraria, no en los criterios sensatos del
seleccionista natural. Entonces, aunque la teoría de Fisher es una teoría
adaptativa de la selección femenina, es radicalmente diferente de la
wallaciana. Capta el espíritu de “la belleza por la belleza”, de Darwin,
sin ninguna concesión a las inclinaciones utilitarias de Wallace. La
idea de Darwin -de que la selección podría dar como resultado que
las hembras escogieran sólo por razones estéticas, no obstante el costo
para los machos- se ha demostrado teóricamente posible. Fisher se
las arregla para unir el buen gusto de Darwin con la sensatez de Walla­
ce: ambos ligados por medio de la escogencia de la mayoría, por el
consenso sobre la moda pura.

268
9
“ H A S T A Q U E S E E F E C T Ú E N E X P E R IM E N T O S
C U I D A D O S O S ... ”

¡Qué gran satisfacción habrían tenido Wallace y Darwin al ver sus


teorías puestas a prueba; pero no lo alcanzaron! Aunque ambos
hicieron sugerencias de que se efectuaran experimentos sobre la
selección de machos, mientras vivieron fueron pocos los que se rea­
lizaron. Sólo hace muy poco se han llevado a cabo pruebas siste­
máticas para que podamos decir quién tenía la razón, Darwin (o,
mejor Darwin-Fisher) o Wallace. Sería muy gratificante poder con­
testar esta pregunta informando que ya tenemos alguna idea de si en
alguna especie particular las hembras predominantemente tienen
buen gusto, sensatez, o alguna juiciosa mezcla de ambas. Pero, no
obstante la investigación extensa en busca de los detalles más íntimos
de gran parte del comportamiento sexual de los animales, en buena
medida todavía no lo sabemos. Las dificultades son más que todo
metodológicas; un breve recorrido sobre el tema lo revelará pronto.
Darwin y Wallace estaban deseando armar un lío con relación al
ornamento masculino (Darwin 1871, ii, págs. 118,120; Darwin, F. 1887,
iii, págs. 94-5; Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 57-9, 64.5, Wallace
1892). Darwin conocía algunos casos en los cuales las hembras habían
rechazado a pájaros machos después de que se les había dañado el
plumaje, aunque antes los habían aceptado. Deseaba observar con
más cuidado el efecto que se logra al retirar o dañar las plumas orna­
mentales de un ave (en particular el pavo real) que antes había tenido
éxito al aparearse. Pero, mostrando gran indiferencia por lo que
pudieran sentir las hembras, los dueños de estas aves no quisieron
sacrificar sus ornamentos. Entonces sugirió teñirles la cola y la cresta
de plumas a una serie de palomos machos blancos, no emparejados,
para ver cómo podría afectar la decoración su éxito sexual. Y logró
convencer al dueño de una paloma de que tiñera de rojo a su pájaro.
Pero su esplendor natural aparentemente pasó desapercibido por sus
compañeras. Se las arregló para pintar de colores fabulosos a una
libélula, pero no siguió adelante con el experimento. Propuso que
tiñeran los amplios pechos rojos de los pinzones machos con colores
oscuros para saber cómo les iba en la competencia con las hembras
de pájaros normales, pero esto nunca se llevó a cabo.
¿Habrían podido decidirnos tales experimentos a apoyar los pun­
tos de vista de Wallace o de Darwin? Obviamente, si las hembras no
269
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s . . . ”

muestran preferencia por los machos más adornados, entonces


Darwin estaba errado. Pero supongamos que sí se inclinan por los
más hermosos. Aquí es donde comienzan las complicaciones. Si, como
Wallace sostenía, hay una correlación positiva entre la belleza y mu­
chas características sensatas, entonces las hembras podrían no estar
prefiriendo de ninguna manera al más hermoso. Estarían simplemente
expresando una preferencia wallaciana por lo sensato, y los adornos
no tendrían cabida en su selección. Wallace cita el caso de un híbrido
macho de pinzón y canario (Wallace 1889, pág. 300a). Este pájaro era
más grande, de colores más bonitos y canto más hermoso y mejor
que el pinzón normal; también era atractivo para las hembras no en
cautiverio. Pero, se pregunta Wallace, ¿era su tamaño, su color o su
voz lo que las atraía? (y, podría agregar uno, ¿en este caso, qué cuali­
dades eran ornamentales y cuáles eran sensatas?). Hasta que sepa­
mos cuáles rasgos eran los atractivos, la preferencia femenina por los
machos más adornados no puede tomarse como evidencia en favor
de Darwin y no de Wallace.
Pero supongamos que podemos discernir las cualidades de los
machos, y establecer cuáles atraen a las hembras. Supongamos que
encontramos que ellas en realidad están escogiendo a los más ador­
nados. Aun entonces persiste una dificultad importante. Podrían
estar usando marcadores. Tal como Wallace lo señaló, podrían escoger
los machos más decorados, sólo porque toman la belleza como un
indicio de características sensatas: “la viveza del color en pájaros ma­
chos está muy relacionada con la salud y el vigor, y mientras no se
efectúen experimentos cuidadosos no podemos decir si es en este
vigor o salud, o en el color que los acompaña, y que por tanto se
convierte en indicación de su existencia, en donde radica el atractivo
para las hembras” (Wallace 1889, pág. 300b; véase también Wallace
1892). Wallace no dice por qué piensa que estos “experimentos cuida­
dosos” son importantes (ni, por desgracia, cómo deberían hacerse).
Pero es claro que si la belleza sirve como marcador, entonces es más
difícil distinguir de modo experimental su teoría de la de Darwin.
Las hembras podrían continuar prefiriendo los machos más bonitos
aun cuando las características sensatas que normalmente los acom­
pañan se retiren para un experimento; y los machos podrían ser
rechazados cuando se les despojara de su plumaje ornamental, como
en los casos que Darwin cita, no porque las hembras prefirieran el
ornamento por sí mismo sino porque éste es signo de alguna caracte­
rística ventajosa, tal como la madurez sexual (Wallace 1889, pág. 286).
270
“ HASTA QUE SE EFECTÚEN EXPERIMENTOS CUIDADOSOS . . . ”

Entonces parece que hay una asimetría en lo que estos experi­


mentos de selección de pareja nos pueden decir. Ellos pueden incli­
narse decisivamente en favor de Wallace. Pero, por muy convincente
que sea la evidencia de la selección femenina y por muy intrincado el
ornamento masculino, ¿puede alguna vez descartarse la posibilidad
de que la hembra está usando el adorno sólo como marcador de alguna
cualidad sensata de tipo wallaciano? Consideremos el tilonorrinco
satinado de Australia (Ptilonorhynchus violaceus) (Borgia 1985,1985a,
1986; Borgia y Gore 1986; Borgia et al 1987; Pagel et al 1988; véase
también v. gr. Diamond 1982,1987). ¿Qué podría ser, a primera vista,
más puramente estético y no utilitario que los esfuerzos artísticos del
macho? Éste está envuelto en esplendor, en un decorado emparrado
de su propia hechura. Los decorados son predominantemente azules
y amarillos; flores, conchas, pieles de culebra, plumas y, hoy en día,
una ocasional lata de cerveza. La hembra inspecciona el emparrado y
copulan allí, pero ni la hembra ni el macho hacen más uso de él.
Gerald Borgia manipuló los decorados experimentalmente y encon­
tró que el éxito del apareamiento del macho dependía de la calidad
de los ornamentos; en particular, del número de conchas de caracol y
plumas azules que tuviera. Hasta aquí la cosa era meramente estética.
Pero, no obstante, la selección femenina es probablemente wallaciana.
Una indicación de ello es que los machos intentan destruir los
emparrados de los demás y acumulan sus adornos en parte robándo­
selos a los otros. De modo que el decorado del emparrado del macho
refleja su capacidad de defenderse y robarles a otrosí Estas cualidades
que se requieren del batallador artista podía presumiblemente in­
dicar “realmente” cualidades útiles: fuerza, vigor, malicia, etc. Y de
hecho (tomando la dominación agresiva en los sitios de alimentación
como medida de dominancia), la agresividad en la destrucción del
emparrado correlaciona de manera positiva el estatus de dominancia
del macho. Otro indicio de una selección sensata es que las hembras
prefieren para la decoración objetos escasos. Si ello es así; entonces
probablemente exigen ingenio, memoria y resistencia para amoblar
un emparrado, y su decoración sería hacerse propaganda ante las
hembras. En otra especie de tilonorrinco, el jardinero Vogelkop de
Nueva Guinea (Amblyornis inornatus) (Diamond 1988), se ha encontra­
do que poblaciones geográficamente separadas muestran diferencias
de color y parece, una vez más, que los colores preferidos podrían ser
aquellos que tienen menos probabilidades de darse en los diferentes
medios naturales. Además, hay evidencia, como veremos en un
271
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s ...”

momento, de quedas hembras buscan los machos con mayor resis­


tencia a los parásitos.
Consideremos ahora otro ejemplo: los machos que despliegan
sus encantos ante las hembras. Darwin lógicamente le adjudicaba gran
importancia a la preferencia femenina por un despliegue superior.
Era la evidencia más directa de que la naturaleza les proporcionaba a
las hembras las posibilidades de ejercer escogencia. Y lo que es más,
la exhibición parecía no tener función distinta a la de exhibir “ la
belleza por la belleza”. Sin embargo, como Wallace lo aseveró, el buen
desempeño en la exhibición va, con toda probabilidad, mano a mano
de la superioridad en cualidades sensatas. En la chachalaca (Centro-
cercus urophasianus) (Gibson y Bradbury 1985; Krebs y Harvey 1988)
los machos se dedican a un pavoneo complicado: baten las alas e
inflan el pecho con un par de sacos de aire color naranja, rodeados de
plumas blancas, con el que hacen sonidos de explosiones y silbidos,
adoptando una postura como de petimetre, a ojos humanos, que por
desgracia los hace parecer un par de huevos fritos hullosos y anima­
dos. No sorprende entonces que esta publicidad de alto impacto sea
muy costosa en energía, y los machos varían grandemente en su
capacidad de pavonearse. Las hembras prefieren los machos que más
se pavonean. Parece que escogen los machos que son más capaces de
mantenerse a sí mismos, tal vez -se ha sugerido-, por que son los
más eficientes en encontrar comida. O también, como veremos, qui­
zás las hembras están influidas por los signos de parásitos. En las
gallinetas (Philomachus pugnax), también, la selección femenina
parece estar influida por el vigor y la frecuencia del despliegue del
macho (Hogan-Warburg 1966); otra vez el despliegue puede ser aquí
un buen marcador.
El problema es que las interpretaciones de “ la belleza por la belle­
za” son siempre susceptibles de hallazgos como éstos. Uno nunca
puede establecer que una preferencia es puro buen gusto, porque
nunca puede cerrarle la puerta a la sensatez. Hay multitud de cuali­
dades de sensatez que la hembra podría estar buscando. Así, pues, es
imposible determinar que las fuerzas utilitarias no están operando al
lado de las estéticas. En cuanto concierne a los experimentos, enton­
ces, las explicaciones de Darwin-Fisher parecen sostenerse más bien
por ausencia de otras que por derecho propio.
Pero, ¿es la posición de las interpretaciones estéticas realmente
tan deprimente? ¿Tienen las investigaciones empíricas inevitablemente
prejuicios en favor de Wallace? No; no necesariamente. Hay que
272
“h a s t a que se e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u id a do so s . . . ”
admitir que én teoría las interpretaciones wallacianas no se pueden
excluir. Pero en la práctica, si uno esbozara una lista sustancial de
factores probablemente waUacianos, informada por intuiciones evolu­
cionistas imaginativas y sensatas, y después mostrara que no están
correlacionadas con el adorno masculino o la selección femenina,
esto sería un argumento plausible contra la sensatez wallaciana y en
favor del buen gusto fisheriano.
Y la plausibilidad se reforzaría si uno pudiera rastrear las predic­
ciones de las dos teorías, que siguieron caminos enteramente dife­
rentes. Pensemos otra vez, por ejemplo, en el planteamiento de que
los tilonorrincos jardineros Vogelkop prefieren colores que son más
escasos en su localidad. Mark Pagel ha señalado que estas poblaciones
geográficamente separadas proporcionan una buena manera de
demostrar si el gusto femenino realmente refleja el valor de la esca­
sez, como se esperaría si los machos estuvieran haciendo propaganda a
alguna cualidad utilitaria, o si el gusto femenino y la escasez no mues­
tran ninguna relación, positiva o negativa, como fuera de esperarse
si a las hembras las guiara la selección arbitraria de Wallace-Fisher
(Pagel et al. 1988, pág. 289; véase también Borgia 1986, pág. 79). Si
dejamos las cosas así, y resulta que no hay correlación, entonces
todavía podemos darle campo a la posibilidad de que las hembras en
realidad están haciendo una selección utilitaria, pero empleando
algún criterio diferente de las escasez por medio del cual juzgar la
calidad del macho. Pero una interesante idea de Darwin sugiere que
no tenemos que dejar las cosas así. La selección “ arbitraria” no nece­
sita ser impredecible. Como hemos notado, Darwin jugó con la idea
de que el gusto femenino por los adornos podría estar formado por
los diferentes colores con que las hembras están más familiarizadas
por su medio natural (Darwin 1876a, pág. 211; Darwin, F. 1887, iii,
págs. 151,157; Marchant 1916, i, pág. 270; Poulton 1896, pág. 202; véase
también Wallace 1889, pág. 335). En este caso, lejos de esperar ninguna
correlación entre la escasez y la preferencia, uno esperaría una corre­
lación negativa, donde las hembras se inclinarían hacia los colores
que abundan más en la naturaleza; exactamente lo opuesto a la pre­
dicción wallaciana.
Quizás la mayor parte de los experimentos hechos hasta ahora
han encontrado criterios serios y utilitaristas en la escogencia, porque
es lo que más han buscado la mayor parte de ellos. ¿Por qué no bus­
car extravagancia y el absurdo típico que muy probablemente surgen
entre los seguidores fisherianos de la moda? Si las hembras escogen

273
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s . . . ”

sobre las bases de Darwin-Fisher, al darles la oportunidad, se decidi­


rían por machos decorados con múltiples adornos, inclusive más de
los que la naturaleza normalmente proporciona. Esto se debe a que
los adornos normales son un compromiso entre la selección sexual y
la selección natural -entre el gusto femenino que intenta empujar los
adornos en una selección desbocada hacia una extravagancia cada
vez mayor y la selección natural que los constriñe-. Así, sería impo­
sible descubrir experimentalmente lo que es, por lo general, una
preferencia latente y no expresada.
Y esto es en realidad lo que una de las pruebas quizás ha efectuado.
El experimento se hizo con una especie de viudo dominicano, (Ewp/ec-
tes progne) en el cual los machos tienen colas sorprendentemente
largas, en especial durante el tiempo del apareamiento. Malte An-
dersson (1982,1983) les cortó las colas a algunos machos y se las dejó
de casi una cuarta parte de su extensión, desde más o menos cincuenta
centímetros (20 pulgadas), a más o menos catorce centímetros (5,5
pulgadas); a otros machos les pegó con goma las alas arrancadas a los
demás machos, aumentándoles el tamaño de la cola en la mitad.
Entonces, tenía un grupo de machos subornamentados y un grupo
de supermachos. También tenía dos grupos normales de machos; para
el caso de que la operación de cortar y pegar con goma afectara la
preferencia femenina, dejó un grupo intacto y al otro se le cortó la
cola, pero se la pegó de nuevo por completo. Entonces dejó que las
hembras escogieran. Midió el éxito en el apareamiento pór el nú­
mero de nuevos nidos que contuvieran huevos o crías en el territorio
del macho, que es componente del éxito reproductivo tanto como
indicio de la preferencia femenina. Los machos con extraordinarias
colas resultaron ser los más claros ganadores. Atrajeron en promedio
más hembras que sus rivales de colas cortas o normales. Los grupos de
colas cortas o normales no pegadas con goma atrajeron al mismo
número de hembras, y la diferencia entre ellos y los de extraordina­
rias colas fue estadísticamente significativa (dada la pequeña cantidad,
la diferencia entre los de extraordinaria cola y los de cola normal pero
pegada con goma fue mínima para ser estadísticamente significativa
(Baker y Parker 1983).)
Todo esto es evidencia plausible de que las colas de los viudos
dominicanos machos de cola larga han evolucionado por un proceso
de Darwin-Fisher de desboque, pero la selección femenina podría
sin embargo ser wallaciana. La preferencia por machos con extraor­
dinarias colas podría quizás ser sólo una reacción al estímulo de lo
274
“HASTA QUE SE EFECTÚEN EXPERIMENTOS CUIDADOSOS ...”

fuera de lo normal -com o la reacción de los padres putativos del cucú


a la fuera de lo normal garganta de su hijo adoptivo- sin ningún
mecanismo de Darwin-Fisher como respaldo. Contra una interpre­
tación tan utilitaria se encontró que el éxito en el apareamiento no se
relacionaba con dos posibilidades probables de tipo wallaciano: la
cualidad territorial o la capacidad de mantener el territorio. Sin em­
bargo, quedan otras posibilidades igualmente probables; quizás, por
ejemplo, los machos de colas más largas son los más resistentes a los
parásitos.
No son sólo preferencias que favorezcan la ornamentación extra­
ordinaria lo que podría indicar una selección darwin-fisheriana. El
descubrimiento de cualquier preferencia normalmente latente que al
parecer sea caprichosa o escasa es muy diciente. De las preferencias
arbitrarias es, al fin y al cabo, de lo que trata la selección darwin-
fisheriana. Darwin pudo haber tenido en mente una idea como ésta
con su caprichoso planteamiento de teñir las palomas de rojo. Sin
duda sí habría recibido una alta gratificación (aunque habría quedado
perplejo) al saber de algunas preferencias aparentemente extrañas en
los pinzones cebra cautivos (Poephila guttata) (Burley 1981,1985,1986,
1986a, 1986b; Trivers 1985, págs. 156-60; véase también Harvey 1986).
Cuando se les presentaba una selección de posibles parejas a cuyas
patas se les había puesto anillos de plásticos coloreados, las hembras
prefirieron a los machos con anillos coloreados de rojo sobre los de
naranja, o verde, y los machos prefirieron las hembras con anillos
negros a los azules o naranja. Más aún, las hembras más atractivas
(las de anillos negros) tuvieron un éxito reproductor mayor. Criaron
más polluelos hasta llevarlos a la edad de la independencia. Es de
presumir que aquellas hembras no eran superiores; al fin y al cabo
los anillos se asignaron al azar. Lo más probable es que fueron los
machos los que hacían la diferencia. Parece que los pinzones de cebra
ponen más recursos en la cría de sus descendientes cuando se adueñan
de una pareja atractiva (Burley 1988a). Experimentos adicionales
descubrieron predilecciones aún más curiosas entre las hembras.
Cuando los machos se vistieron con sombreros de varios colores, las
hembras prefirieron los de blanco.
¿Qué sucede aquí? ¿Cuál es el significado evolutivo de estas extrañas
preferencias? Podrían ser señal del tipo de selección femenina que Dar­
win planteaba. Pero puede ser que la respuesta no radique en selec­
ción sexual de ninguna clase. Hay evidencias de que estos extraños
ornamentos se vuelven señales a las que los pájaros normalmente
275
“ h a s t a QUE SE EFECTÚEN EXPERIMENTOS CUIDADOSOS ...”

responderían, que quizás intensifican los picos de rojo brillante que


significan buena salud, o coinciden con los colores empleados para
identificar miembros de su propia especie. En ese caso las predilec­
ciones son probablemente subproducto de selección por sensatez o
del reconocimiento de la especie. Y si es el reconocimiento interespe­
cífico lo que está operando, entonces, lejos de estar al lado de Darwin,
la selección de la hembra lleva de regreso al sendero de la selección
natural que Wallace expuso hace un siglo. En el mejor de los casos,
proporciona un punto de partida donde se podrían originar las
preferencias Darwin-Fisher y proliferar en la población antes que
el desboque fisheriano despegue. Hay que admitir que la artificialidad
de los adornos masculinos y el hecho de que los pinzones eran cau­
tivos se agregan a las dificultades de la interpretación: en su medio
natural, es poco probable que los pinzones femeninos encuentren
machos que lleven brazaletes brillantes o sombreros exóticos (aunque
se ha encontrado que los pinzones que viven en libertad tienen las
mismas preferencias por el color de las bandas que sus parientes cau­
tivos (Burley 1988)). Pero se han hecho aseveraciones similares de
selección natural en el caso de especies salvajes que no han estado
sujetas a tal manipulación. Los gansos de la nieve (Anser caerulescens)
seleccionan sus compañeros con base en el color de las plumas, pero
un estudio de su selección concluyó que esta escogencia dentro de la
especie no tenía ventajas adaptativas y era probablemente un efecto
secundario de la selección que buscaba una habilidad muy precisa
para discriminar entre las especies (Cooke y Davies 1983).
De todas maneras es posible que la búsqueda de ornamentos
darwin-fisherianos no debiera confinarse a lo maravilloso, fantástico
y exhibicionista. Al fin y al cabo, la selección sexual podría, en princi­
pio, acabar con una cola con tanta facilidad como podría construir
una (Dawkins 1986, pág. 215). Quizás la ornamentación no llamativa
sea más común de lo que pensamos, un amplio reino que todavía
espera ser explorado, oscurecido hasta ahora por lo burdo de nuestras
expectativas estéticas.
Es más, quizás la búsqueda no debería confinarse a adornos obvios,
a plumas, crestas y otros ornamentos. Aun los genitales del macho
pueden exhibir con orgullo una arquitectura suntuosa. Siempre que
los animales favorecen la fertilización interna, desde las pulgas hasta
los roedores, desde las culebras hasta los primates, los genitales de los
machos presentan una exuberancia de formas. Tradicionalmente,
estos esenciales órganos se han considerado como puramente
276
“ h a s t a que se e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s . . . ”
utilitarios, producto de una ingeniería hermética, de especies en
aislamiento o algo por el estilo. Pero, ¿es el pene sólo una herramienta
útil? William Eberhard ha argüido que tal profusión, prodigalidad y
arbitrariedad, una evolución tan rápida y divergente, lleva todos los
signos de un desboque fisheriano: aquellos genitales masculinos le
deben su esplendor típico al capricho femenino (Eberhard 1985).
Me he concentrado en las dificultades de distinguir entre explica­
ciones basadas en la sensatez y en el buen gusto. Ahora dirijámonos a
otras razones por las cuales las cuestiones empíricas sobre selección
sexual son tan difíciles de responder. Consideremos, por ejemplo, la
interesante teoría de Hamilton y Zuk de que los machos le deben su
esplendor a la detección de parásitos, a que las hembras emplean el
adorno como guía para la resistencia hereditaria a los parásitos. Una
idea muy plausible. Pero en la medida en que se hacen pruebas en­
contramos barreras, como Andrew Read ha documentado en detalle
(Read 1990). Hablaremos sobre algunas de ellas, pues ilustran las
clases de dificultades que aparecen no sólo en esta teoría sino en cual­
quier teoría de selección sexual. (Y, a propósito, también veremos
cómo le ha ido a esta hipótesis en particular desde el punto de vista
empírico.)
Tomemos primero la más importante predicción nueva deduci­
da de la teoría Hamilton-Zuk, una predicción sobre comparación de
especies cruzadas. De acuerdo con esta hipótesis, las especies más
susceptibles de ser invadidas por parásitos serían las más llamativas
porque, a lo largo del tiempo de la evolución, sus machos han estado
bajo presiones selectivas mayores para exhibir su resistencia here­
ditaria. Cuando Hamilton y Zuk propusieron la teoría, repasaron
ciento nueve especies de pájaros paserinos americanos y encontraron
que su predicción se cumplía: había en realidad una correlación
positiva entre infección sanguínea crónica y la espectacularidad del
macho, medida por la coloración viva y la complejidad de las cancio­
nes (Hamilton y Zuk 1982).
Pero las correlaciones entre las especies, al igual que cualquier
otra correlación, plantean problemas (v. gr. Clutton-Brock y Harvey
1984; Harvey y Mace 1982; Harvey y Pagel 1991; Pagel y Harvey 1988;
Ridley 1983). Dos de los más notorios son la “ inflación de n” y “ la
correlación pero no causación”. La “ inflación de n” como problema
surge de la siguiente manera. Si, por ejemplo, cien de cada ciento
nueve especies de pájaros tienen la coloración adecuada, y a la vez
una gran carga de parásitos, parece que tuviéramos cien casos de apo-

2 77
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s . . . ”

yo. Pero si los cien heredaron ambos rasgos de un ancestro común,


en realidad sólo tenemos un caso de apoyo; estamos contando la
misma cosa cien veces. Por tanto, debemos tratar de asegurarnos de
que las referencias de nuestros datos sean independientes. Al fin y al
cabo, si fuéramos a permitir que estas cien especies de filogenia común
se constituyeran en cien datos independientes, entonces ¿por qué
deberíamos detenernos en contar a las especies? ¿Por qué no contar
individuos, y tener posiblemente millones de casos de aparente
apoyo? Por fortuna hay soluciones para esta dificultad, al menos en
principio. El truco es no contar especies o ningún otro nivel particular
de la jerarquía taxonómica de manera ingenua, sino contar orígenes
evolutivos independientes de las características de interés (Ridley
1983). De modo alterno, uno puede simplemente ver si la correlación
se mantiene independientemente a lo largo de diversas taxa.
El otro problema surge del hecho conocido de que la correlación
no implica causación. Tanto la coloración viva como la carga parasi­
taria alta podrían ser causadas de manera independiente por algún
tercer factor, que puede o no sernos conocido. Recordemos las corre­
laciones halladas por Wallace entre vistosidad (en las hembras en este
caso) y el tipo de nido. Si, por ejemplo, el estar cubiertos también
hacía a los nidos más atractivos para los parásitos o para sus vectores,
entonces podría ser ésta la razón para que la vistosidad se correla­
cionara con la carga parasitaria. En principio, este segundo tipo de
problema también se puede solucionar. Pero en la práctica la tarea es
terriblemente difícil, son innumerables las alternativas posibles de
explicación y profunda nuestra ignorancia de ellas, aparte de las difi­
cultades de hacer pruebas en aquellos casos de los que sospechamos.
También en este caso, una respuesta consiste en tomar correlaciones
de un conjunto amplio de grupos: mamíferos, reptiles y aves, en los
huéspedes, por ejemplo, y un grupo amplio similar en parásitos. Des­
pués de todo, es poco probable que grupos que varían mucho com­
partan las mismas variables confusas.
Cómo podría irle a la teoría Hamilton-Zuk en un análisis amplio
de grupos taxonómicos es algo que no conocemos, pues nada tan
ambicioso se ha intentado jamás. Sin embargo, hay algunas investi­
gaciones más limitadas que han tratado de suprimir los efectos de la
filogenia o de las variables confusas tales como la ecología, o ambas.
Globalmente las conclusiones han sido muy favorables, y algunos
estudios han encontrado una asociación positiva; casi todos los demás

278
“ HASTA QUE SE EFECTÚEN EXPERIMENTOS C UI DA D OS OS ”

no encontraron asociación, pero ninguno la encontró negativa (pero


véase Read 1990).
Entonces, por ejemplo, un sondeo en el que se estudiaron 526
especies de pájaros neotropicales, en el que se suprimieron los efectos
de la filogenia, mostró una relación positiva entre el brillo de los
machos 7 la carga parasitaria (al menos en familias constituidas por
completo o en su mayor parte por especies residentes, aunque no en
familias de especies migratorias; esto es quizás lo que se espera, por­
que las especies residentes están expuestas a los mismos parásitos todo
el año, 7 están bajo una presión selectiva mayor) (Zuk 1991). Y en
diez especies de aves del paraíso, en que se permitieron variables tales
como el tamaño del cuerpo, la dieta 7 el rango de altitud, mientras
más llamativos los machos mayor el número promedio de parásitos
que se les encontró (intensidad parasitaria); 7 lo que es más, las espe­
cies promiscuas, que eran más vivas que las monógamas, tenían una
proporción de machos más alta que eran anfitriones al menos de un
parásito (prevalencia parasitaria) (Pruett-Jones et al 1990). Un estudio
que cubría 79 especies de pájaros de Papua, Nueva Guinea, que tenía
en cuenta variables ecológicas similares, encontró correlaciones
entre las vistosidad del macho 7 las cargas parasitarias en algunos
niveles filogenéticos (aunque no en otros) (Pruett-Jones et al 1991).
En un estudio de ciento trece especies de paserines europeos en los
que se suprimieron los efectos de la filogenia y de diez variables
ecológicas 7 comportamentales de amplio rango, se encontró que
mientras más brillantes los machos más alta la prevalencia de parási­
tos en la sangre (Read 1987). Y cuando se controló la filogenia en una
versión aumentada de los datos originales de Hamilton y Zuk, de
nuevo la vistosidad de los machos mostró correlación positiva con la
prevalencia parasitaria (Read 1987). Además de esta evidencia de los
pájaros, veinticuatro especies de peces de agua dulce británicos e ir-
landeses, de diez familias, mostraron una correlación similar en vi­
vacidad, esta vez entre la carga parasitaria y las diferencias entre
macho 7 hembra en brillo (los efectos de varios factores ecológicos 7
comportamentales habían sido suprimidos) (Ward 1988).
Contra estos resultados, el segundo criterio de Hamilton 7 Zuk
de despliegue masculino -complejidad del canto- no mostró tal
relación (la duración de la canción incluso mostró una relación
negativa) cuando se analizaron varios componentes de complejidad
(tamaño de repertorio, versatilidad, etc.) en 131 paserines norteame-

279
“ HASTA QUE SE EFECTÚEN EXPERIMENTOS CUIDADOSOS ...”

ricanos y europeos, también después de haber suprimido las asociación


nes filogenéticas (Read yWeary 1990). Y cuando la versión aumentada
de los datos originales de Hamilton y Zuk y el conjunto de los 131
paserines europeos se analizaron de nuevo, esta vez empleando una
manera diferente de calificar al brillo (aunque no necesariamente de
mayor autoridad), las correlaciones se volvieron menos convincen­
tes; en los pájaros europeos, aunque la correlación en realidad se
volvió mayor, dependía bastante de las especies en las cuales se habían
usado pocos pájaros como muestra, y en los pájaros americanos,
además, la correlación podría haber estado influida por muestras
pequeñas y quizás por la filogenia (Read y Harvey 1989).
Estas investigaciones nos recuerdan que, aun si se controlan todas
las variables confusas que sabemos son plausibles, todavía es necesa­
rio expurgar gran número de dificultades de interpretación (Cox 1989;
Hamilton y Zuk 1989; Read y Harvey 1989a; Zuk 1989). ¿Cómo, por
ejemplo, puede cuantificarse la complejidad de un ornamento y com­
pararse entre las especies -rojo vivo con azul iridiscente, una cola
larga con una cresta lujosa-? ¿Se distorsionan seriamente los datos si
se incluyen sólo algunos de los tipos de parásitos a que los anfitriones
son susceptibles?
Las comparaciones entre especies son, por supuesto, sólo una
manera de comprobar la teoría. Otra, es tomar correlaciones entre
las especies. La predicción en este caso es que los machos más llama­
tivos van a tener una resistencia hereditaria mayor a los parásitos. Y
también deberían ser los más atractivos para las hembras. Pero aquí
también hay problemas. Por ejemplo, el número de parásitos de que
un macho es anfitrión no debería ser una medida confiable de re­
sistencia porque la diferencia en número también dependerá de las
diferencias de exposición aleatorias a los parásitos. Y los machos que
resulten tener mayor número de parásitos pueden ser, como conse­
cuencia directa de la actividad de sus invitados no deseados, los
menos vistosos. Más aún, si la resistencia es costosa, como es muy
probable que lo sea -una concha gruesa, una respuesta inmune muy
precisa- entonces, los machos resistentes pagan doble: una vez por
su resistencia y otra por su ornamento; así, en poblaciones que resul­
tan no haber estado expuestas a parásitos, si los machos pueden
“ escoger” su nivel de exhibición, los individuos resistentes podrían
serlos que tienen los ornamentos menos desarrollados. Y si desarrollar
ornamentación complicada realmente es desventajoso, existe el
problema de encontrar pruebas para distinguir entre la selección
280
“ HASTA QUE SE EFECTÚEN EXPERIMENTOS CUIDADOSOS . . . ”

femenina (hamilton-zukiana) de machos con desventaja porque son


resistentes y la selección femenina (zahaviana), de machos con des­
ventaja porque despliegan más cualidades generales, tales como fuerza
y vigor; esto, por ejemplo, podría inducir a que se descubrieran los
mecanismos específicos por medio de los cuales los parásitos inter­
fieren en la capacidad masculina de darle a su cresta un color rojo
profundo o de que les crezcan cornamentas que sean de verdad gran­
des. Y aquí también existe el problema, que se resuelve con mayor
facilidad, de encontrar si las hembras simplemente tratan de evitar
que los parásitos se les transmitan a ellas o si tratan de copular con
machos que tengan resistencia hereditaria.
Esas dificultades no han evitado que los estudios interespecíficos
se hayan convertido en un área creciente de investigación. Los análi­
sis han cubierto una amplia gama de especies de huéspedes (y de
parásitos). El resultado hasta aquí, como en aquellos entre especies,
ha sido un tanto mixto, pero más bien favorable (les puedo decir que
muchos son tan favorables como se podría esperar de cualquier teo­
ría de selección sexual). En síntesis, los hallazgos han sido: primero,
mientras más esplendoroso el adorno de un macho, es más baja su
carga parasitaria y segundo, las hembras favorecen machos con
menos parásitos. Esto es presuponiendo, a propósito, que el “orna­
mento” -la tasa de despliegue, de color o de lo que sea- ha sido
correctamente identificado; en la mayor parte de los casos esto se ha
decidido por intuición humana más que por cualquier experimento
u observación de campo. Voy a esbozar sólo unos cuantos ejemplos
de los resultados que se están dando a conocer.
En las golondrinas de granero (Hirundo rustica), los machos muy
parasitados con una garrapata hematófaga tenían colas más cortas
que los libres de parásitos - y como veremos, las hembras preferían
machos de colas más largas-; los machos no apareados solían estar
más parasitados y tenían más parásitos que los machos apareados;
altos niveles de parásitos en el nido reducían el éxito de la procrea­
ción (como se muestra tanto en observaciones de campo como en la
manipulación experimental de parásitos); y -u n factor clave en la
teoría Hamilton-Zuk- la resistencia a los parásitos es hereditaria, a
juzgar por el hecho de que cuando la mitad de los habitantes de algu­
nas nidadas se cambian por la mitad de otros, las cargas parasitarias
de los anidamientos individuales encajaban con la de sus padres
genéticos, más que con la de los padres putativos (Moller 1990,1991).
En un estudio del gallo silvestre rojo (Gallusgallus) las cargas parasi-
281
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s . . . ”

tarias de los machos fueron manipuladas experimentalmente (usando


un ascáride intestinal); se encontró que las características ornamen­
tales eran más impresionantes en los machos no parasitados; que eran
un indicador más confiable que las características no ornamentales
(como el peso del cuerpo) que las hembras podrían haber usado como
clave si no fueran seguidoras de Hamilton y Zuk, y que las hembras
preferían machos no parasitados (Zuk etal 1990). Las palomas zuritas
(Columba livia), estaban sujetas a la misma clase de manipulación (y
tenían dos especies de parásitos), con resultados similares: probable­
mente las hembras empleaban como clave un despliegue reducido en
el cortejo, porque, a juzgar por los efectos de los parásitos en las hem­
bras, éstos no afectaban otros aspectos del comportamiento u otras
características que los humanos, al menos, pudiesen detectar
visualmente (Clayton 1990). En un estudio del faisán de anillo en el
cuello (Phasianus colchicus), la mayor parte de los animales estaban
fortificados contra parásitos con la ayuda de drogas antiparasitarias e
higiene estricta, mientras a la otra mitad los dejaron que se defendie­
ran por sí mismos, como si estuvieran bajo condiciones naturales.
La progenie del grupo que no; recibió ayuda sufrió una mortalidad
mayor, pero aquellos que sobrevivieron la presión selectiva resultaron
ser más resistentes que la progenie del grupo al que se le había dado
ayuda artificial, indicando, como lo plantea la teoría Hamilton-Zuk,
que la resistencia es heredada. Pero los experimentos de selección de
pareja en esta progenie no fueron concluyentes pues las hembras no
mostraron preferencia por los hijos de los machos “naturalmente
seleccionados” sobre aquellos de los machos que vivían protegidos
(H illgarth 1990). En el caso de la chachalaca ( Centrocercus
urophasianus), los machos con piojos tienen menos probabilidades
de aparearse que los que no los tienen (Johnson y Boyce 1991); cuan­
do a machos cautivos de chachalacas les pintaron sus sacos de aire con
“marcas de sangre” para que parecieran como machos con piojos, las
hembras tendían a evitarlos, aunque antes los habían aceptado con
tanta facilidad como a los que no estaban pintados (Spurrier et al
1991).
En el tilonorrinco satinado (Ptilonorhynchus violaceus) los machos
que tenían emparrados eran los mismos que tenían la menor intensi­
dad de piojos en la cabeza, aunque la intensidad de los piojos no
correlacionaba con otras características ornamentales que, como he­
mos visto, se piensa que las hembras utilizan para juzgar las parejas

282
“ HASTA QUE SE EFECTÚEN EXPERIMENTOS CUIDADOSOS . . . ”

potenciales; y lo que es más, casi todos los apareamientos los tuvieron


quienes tenían emparrados. Y dentro de los que los tenían, aquellos
que tenían la menor intensidad de piojos de cabeza tenían el mayor
éxito en el apareamiento (esto sucedió en un segundo estudio; en
uno anterior muy pocos dueños de emparrados fueron infectados en
esta temporada para que se mostrara alguna correlación) (Borgia
1986a, Borgia y Collis 1989). Una investigación de una pequeña mues­
tra de Lawes parotia, una especie de ave del paraíso, era equívoca,
pero indicaba algo: mientras más intensamente parasitados estaban
los machos, menos características relacionadas con la exhibición
mostraban; no era sorprendente, bajo las circunstancias, que las
hembras no se aparearan con machos altamente parasitados; sin
embargo, las hembras aceptaban machos con una intensidad parasitaria
baja aunque, de modo consistente con la hipótesis de Hamilton-Zuk,
las hembras podrían haber seleccionado los machos no expuestos de
entre los expuestos pero bastante resistentes (Pruett-Jones etal 1990).
En los dominas (Poecilia reticulata), las tasas de exhibición se encon­
traron inversamente correlacionados con la carga parasitaria y las
hembras prefirieron machos menos fuertemente parasitados
(Kennedy et al 1987). Las ranas arbóreas grises (Hyla versicolor) que
estaban altamente parasitadas (medidas por el número de helmintos)
tenían una tasa de llamadas menor y un éxito en el apareamiento
también menor (las hembras juzgan a los machos por sus llamadas);
en el caso de machos pocos parasitados, sin embargo, las llamadas no
se vieron afectadas y sus pretendientes eran tan populares con las
hembras como los no parasitados, lo que puede deberse al mismo
fenómeno que se encontró en la Lawes parotia (Hausfater etal 1990).
En la mosca de las frutas (Drosophila testacea)ylos machos parasitados
eran menos exitosos en el apareamiento, y cuando las hembras se
apareaban con ellos, la descendencia tenía menos probabilidad de
sobrevivir; pero no se sabe hasta qué punto esto era selección feme­
nina o competencia masculina, ni se sabe qué claves empleaban las
hembras, aunque los abdómenes de los machos parasitados son a
menudo distendidos, lo que le hace tener un color un poco más claro
que el normal (Jaenike 1988). En los grillos del campo (Gryllus veletís
y G. pennsylvanicus), mientras más altos los niveles de un parásito del
intestino, más bajo el número de espermatóforos que producen los
machos por unidad de tiempo (componente importante para el éxito
en el apareamiento). Las hembras también se apareaban preferen-

283
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s ...”

cialmente con los machos menos parasitados (y mayores) (la edad


más bien que el ornamento era quizás su clave) (Zuki987,1988).
Me he detenido sobre las dificultades para hacer experimentos.
Ahora miraremos de manera más sistemática qué experimentos se
han hecho sobre las teorías de la selección sexual y cuáles han sido
sus resultados.
Darwin y Wallace inauguraron un prometedor programa de tra­
bajo experimental, aunque pocas de sus ideas fueron aceptadas en su
época. El intento más minucioso por observar los efectos de la selec­
ción femenina o la selección sexual se publicó muy poco después de
la muerte de Darwin. Dos expertos norteamericanos en arañas,
George y Elizabeth Peckham, estaban interesados en hacer experi­
mentos sobre la teoría fisiológica de Wallace de que los adornos del
macho surgen de su mayor “ fuerza vital” y la teoría de Darwin, de
que resultaban de la selección femenina (Peckham y Peckham 1889,
1890; véase también Pocock 1890; Poulton 1890, págs. 297-303). Bus­
cando este fin realizaron observaciones detalladas de arañas en sus
hábitats naturales. (“El cortejo de las arañas es un asunto muy te­
dioso, que toma hora tras hora”, anotaron sarcásticamente (Peckham
y Peckham 1889, pág. 37).) Concluyeron que Darwin tenía razón:

El hecho de que en los Attidaelos machos compiten el uno con el


otro para hacer un despliegue complicado ante las hembras, no sólo
de su gracia y agilidad sino también de su belleza, y el hecho de que
las hembras, después de mirar con atención las danzas y vueltas que
se han ejecutado para su gratificación, seleccionan como parejas a
los machos que encuentran más agradables, apunta con fuerza hacia
la conclusión de que las grandes diferencias en color y adorno entre
los machos y las hembras de esas arañas son el resultado de la selec­
ción sexual (Peckham y Peckham 1889, pág. 60).

Poco tiempo después, Alffed Mayer, también en los Estados Unidos,


manipuló experimentalmente varias especies de chapolas sexualmente
dimórficas para ver si la selección femenina se afectaba (Mayer 1900;
Mayer y Soule 1906, págs. 427-31; véase también Kellogg 1907, págs.
120-3). Les cortó a los machos las alas negruscas y les pegó alas del
marrón rojizo de las hembras, pero fue “incapaz de detectar que estas
desplegaran ninguna aversión especial hacia sus consortes afemina­
dos” (Mayer 1900, pág. 19); las hembras demostraron ser igualmente
no discriminadoras con respecto a los machos con alas pintadas de
284
“ HASTA QUE SE EFECTÚEN EXPERIMENTOS CUIDADOSOS ...”

rojo o verde, aunque (a menos que hubieran sido enceguecidas) recha­


zaban a los machos que no tenían alas de ninguna clase. A Mayer le
dio la impresión de que los resultados hablaban en contra del punto
de vista de Darwin*
El cortejo puede ser un “asunto tedioso” para el observador. Pero
aun así, uno puede esperar que estudios como éstos fueran los pri­
meros en una tendencia que ha durado un siglo. Pero no. Teniendo
en cuenta la influencia del intento de Wallace de reemplazar la selec­
ción sexual por la selección natural, este descuido al fin y al cabo no
es una sorpresa. No es que no hubiera estudios empíricos de com­
portamiento en el momento del apareamiento. Pero hasta hace muy
poco la mayor parte de ellos, en particular los realizados en ambiente
salvaje, no iban dirigidos a la teoría de la selección sexual sino a la
tradición wallaciana de selección natural: “ los naturalistas centraban
su atención en... [problemas tales] como las señales de apareamiento
y el comportamiento, y el aislamiento reproductivo... Con respecto
al comportamiento sexual, se esperaba que un animal consiguiera
una compañera de la misma especie (tipo), ¿qué más importaba?”
(Loyd 1979, pág. 293). Hubo excepciones honorables. Una de las más
notables fue Edmund Selous, pionero del estudio del comportamiento
de las aves en Gran Bretaña (aunque abogado de profesión). Escribió
en las primeras décadas de este siglo, y concluyó que sus observaciones
de pájaros que se aparean habla “con lengua atrompetada” en favor
de la selección sexual (Selous 1910, pág. 264). Pero miren lo que le
sucedió a su contribución. Fue en gran parte, Julián Huxley quien se
basó en el trabajo de Selous, y hemos visto con qué ortodoxia se apegó
al modo de pensar de la selección natural; aun sus primeros trabajos
son el epítome de este método. (Huxley 1914,1921,1923). Estos estudios
revelaban muy poco sobre la selección sexual. Tuvieron que pasar
varias décadas antes de que se comenzaran experimentos sistemáticos
(en drosófilas) para investigar el papel de la selección de pareja (véa­
se v. gr. O’Donald 1980, pág. 16). De manera que en la mayor parte de
la historia de la selección sexual se dieron pocos intentos de investi­
garla empíricamente. Sólo con el renacimiento reciente del interés en
la teoría ha comenzado a estudiarse la selección femenina en una
amplia gama de especies, tanto en cautiverio como en libertad. Ahora,
por fin, se han hecho intentos serios para descubrir cómo, si es el
caso, han influido estas preferencias sobre la evolución de los extra­
vagantes adornos del macho (véase v. gr. Bateson 1983a; Blum y Blum
1979; Thornhill y Alcock 1983; véase también Catchpole 1988;
285
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s . . . ”

Kirkpatrick 1987 para resúmenes del conocimiento corriente, tanto


teórico como empírico). Sin embargo, como hemos visto, la influen­
cia más fuerte aun ahora no es la de Darwin, sino el punto de vista
que podemos rastrear hasta Wallace. Los experimentos tienden a ser
emprendidos con el espíritu de comprobar, entre diversas conjeturas,
selecciones hechas con sensatez. ¿Seleccionan la hembras buenos genes
o buenos recursos? Si son buenos genes, ¿buscan resistencia hereda­
da a los parásitos?, y si son buenos recursos, ¿es territorio, o qué? La
posibilidad de indagar entre algunas de estas conjeturas y la selec­
ción Darwin-Fisher ha atraído menos atención, aunque también esto
ha comenzado a cambiar.
La búsqueda de selecciones wallacianas (dejando a un lado la
resistencia a los parásitos, que hemos contemplado ya) ha demostrado
ser muy fructífera. Las hembras de muchas especies aparentemente
hacen su selección en el sentido de la sensatez wallaciana. Las gallinetas
hembras (Gallínula chloropus) prefieren los machos con las mayores
reservas de grasa, posiblemente porque sean mejores incubadores que
los más delgados (Petrie 1983). La escorpina moteada, (Cottus bairdi)
un pez de agua dulce, prefiere parejas grandes, aparentemente por su
buen desempeño al vigilar los huevos (Brown 1981; Downhower y
Brown 1980,1981). Y las hembras de una especie de moscas que per­
tenecen al género Bittacus seleccionan el macho que trae el mayor
número de insectos cazados durante la alimentación, en la época del
cortejo, presumiblemente porque esta ofrenda los sostiene durante
la transferencia del esperma y la época de desove (Thornhill 1976,
1979,1980,1980a, 1980b). Se ha visto que muchas especies encontra­
rían la aprobación de Wallace.
Las hembras que escogen incubadores/guardias, etc., obviamen­
te valoran a un macho por sus recursos. ¿Y qué sucede con las especies
en las que el macho le deja a la hembra el trabajo de satisfacer las
necesidades de la descendencia? ¿Dan alguna evidencia de la preferen­
cia femenina por los buenos genes, genes de las cualidades necesarias
en la lucha por la existencia? El faisán Phasianus colchicus es una
especie en la cual no hay cuidados paternos. Torbjórn von Schantz y
sus colegas (von Schantz et al 1989) observaron cuidadosamente no
sólo algunos faisanes con variaciones naturales en el tamaño de la
espuela del machó sino otros a los que les habían manipulado las
espuelas, acortando unas y alargando otras con una espuela “plástica”
(pero manteniendo todas las longitudes dentro de límites naturales,
ninguna demasiado corta y ninguna demasiado larga). Encontraron
286
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n EXPERIMENTOS CUIDADOSOS .

que las hembras prefieren los machos con espuelas más largas. Y
resultó ser, significativamente para la hipótesis de los buenos genes,
que estos machos sobrevivieron más tiempo que los de espuelas
menos atractivas. Al parecer las espuelas no intervienen en decidir la
dominancia entre los machos (el tamaño y la extensión de la cola son
lo que importa), de manera que la preferencia femenina toma sim­
plemente su clave de la propia jerarquía de los machos y deja que las
fuerzas selectivas entre ellos establezcan los parámetros. Tampoco
utilizan las hembras el largo de la espuela como guía de la calidad del
territorio o de la edad. Parece que la preferencia femenina estuviera
guiada sólo por las cualidades de supervivencia de los machos -por
genes buenos- Aparentemente las hembras de las mariposas Colias
tiene una preferencia similar (Watt et al 1986). Su estrategia no es
exactamente la misma, porque el espermatóforo lleva nutrientes al
igual que esperma: recursos, así como genes. Pero en cuanto tiene
que ver con los genes, las hembras prefieren machos con un genotipo
mejor para darles combustible para el vuelo y para mantener la tem­
peratura, atributos relacionados entre sí, cruciales para las mariposas.
Es probable que las hembras tiendan hacia tales machos, porque estos
mismos atributos también les permiten persistir en su cortejo.
Todos estos ejemplos de sensatez son impresionantes. Sin embar­
go, esta evidencia sola no basta. No habrá evolución de la selección
femenina y del adorno del macho, bien sea wallaciana o darwin-fishe-
riana, a menos que tanto la preferencia como la característica prefe­
rida sean hereditarias, y a menos que el apareamiento con los machos
preferidos dé como resultado un éxito reproductivo mayor que el
promedio (o al menos, que esto hubiese sido cierto en el pasado evo­
lutivo). Se ha encontrado alguna evidencia de esta clase, aunque está
lejos de ser completa. En las moscas de las algas (Coelopa frigida),
por ejemplo, las hembras que tienen un gen particular hacen una
selección particular de macho y también se aparean con más éxito
que las hembras que tiene un alelo diferente, aunque no necesaria­
mente sea el mismo gen el responsable de su comportamiento
(Engelhard et al 1989). La descendencia híbrida de uniones entre
dos especies de grillos de campo australianos (Teleogryllus commodus
y T. oceánicas) se da en dos tipos; las hembras prefieren el canto del
llamado de los machos de su propio tipo (sólo los machos cantan),
con lo que indican que la preferencia de pareja va genéticamente unida
a las llamadas de los machos (Hoy et al 1977; véase también Doherty
y Gerhardt 1983). En los faisanes, las hembras que se aparean con los
287
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s . . . ”

machos de espuelas más largas empollan más animales que las otras,
y los machos de espuelas más largas también disfrutan de un éxito
reproductivo mayor. En las escorpinas moteadas, los machos más
grandes parecen tener un éxito de empollamiento mayor. En las
moscas del género Bittacus, las hembras que discriminan tienen más
éxito al poner huevos y los machos con las presas cazadas más atrac­
tivas tienen un éxito mayor en la transferencia de esperma; y lo que
es más, tanto la preferencia femenina como la selección de presas del
macho son ál parecer hereditarias.
En un detallado estudio de laboratorio Linda Partridge se propuso
demostrar específicamente una conexión entre la escogencia de la
pareja y un componente de éxito reproductivo (y tal vez quizás para
la selección sexual) (Partridge 1980). Dividieron las moscas de la fru­
ta (Drosophila melanogaster) en dos grupos; en uno, a las hembras se
les permitió una escogencia Ubre de pareja y en el otro, se les asignó
al azar. Los descendientes de los dos grupos estuvieron expuestos a la
competencia normal, competencia para el acceso a un suministro de
comida limitado. Encontraron que una proporción significativamente
más alta de los descendientes de apareamientos escogidos por las hem­
bras sobrevivieron hasta llegar a la edad adulta. Pareció entonces que,
al ejercer la selección, los padres podían afectar al menos este com­
ponente del éxito reproductivo. Pero otras preguntas continúan sin
respuesta (véase v. gr. Arnold 1983; Maynard Smith 1982c, pág. 184).
¿Eran los padres capaces de hacer una escogencia de genes buenos,
por ejemplo, contrario al punto de vista de que la variación genética
que afecta la aptitud no sería heredada?, o ¿se trataba de un caso donde
se debía escoger aquellos diferentes a uno (apareamiento de selecti­
vidad negativa)? ¿Se aumentó el éxito reproductivo total?, o ¿pesaban
más las pérdidas que los beneficios en algún otro componente del
éxito reproductivo -que, como John Maynard Smith (1985, pág. 2) lo
señala, podría esperarse tanto por razones teóricas (Williams 1957)
como empíricas (Darwin 1871, ii, págs. 51-68)? ¿Escogían las hembras
a los machos superiores, o eran los machos superiores más capaces
de obtener acceso a las hembras? ¿Si había escogencia femenina, era
ésta heredada o lo había sido en el pasado? ¿Tenía que ver el criterio
para selección de pareja con la clase de características exageradas que
Darwin trataba de explicar? Hasta que tales preguntas se contesten,
en realidad no sabemos qué nos pueden contar estos resultados sobre
si las hembras son seguidoras de Wallace.
Wallace habría estado aún más contento con una interpretación
288
“h a s t a que se e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s . . . ”
que ahora se da sobre numerosos hallazgos experimentales. Para él,
la idea de que las hembras escogían sus parejas, aun de manera sen­
sata, era una explicación que utilizaba como último recurso. Su primer
recurso, por supuesto, era la selección natural ortodoxa. Pero su si­
guiente preferencia era explicar el adorno masculino como resultado
de la competencia directa entre machos. Se sentiría reivindicado por
muchas de las aseveraciones que ahora se hacen.
Tomemos el canto del pájaro, que Darwin definitivamente consi­
deraba existía para “fascinar a la hembra” (Darwin 1871, ii, pág. 5168).
Darwin estaba convencido de que era una característica sexualmente
seleccionada (aunque, de toda la evidencia que recogió, sólo citó a
un naturalista que sostenía haber observado una conexión -era en
pinzones y canarios- entre la capacidad de canto del macho y el éxito
del apareamiento (Darwin 1871, ii, pág. 52)). Darwin habría apreciado
el resultado de algunos estudios recientes. En dos especies de
cazamoscas (Ficedula hypoleuca y F. albicollis), se encontró que las
hembras favorecían mayoritariamente las cajas de nidos en donde
cantaban falsos pájaros (cortesía de las grabaciones) sobre aquellas
que permanecían silenciosas (Eriksson y Wallin 1986). En el caso de
la curruca (Acrocephalus schoenobaenus), se encontró que los machos
con los cantos más sofisticados lograban aparearse más rápido (lo
que probablemente les daba ventaja reproductiva) (Catchpole 1980).
Esta preferencia de las hembras continuó siendo válida bajo las
condiciones de laboratorio, cuando se retiraron los factores walla-
cianos de confusión tales como la calidad del macho o su territorio
(Catchpole et al 1984). (Pero esto no excluye la posibilidad de que el
canto sea un marcador de alguna otra cualidad sensata). Pero la
preferencia femenina no descarta la competencia masculina como
fuerza selectiva; ambas influencias podrían funcionar (Catchpole
1987). En los pájaros garrapateros de cabeza parda (Molothrus ater)
se encontró que las hembras mostraban preferencia por los cantos
distintivos de los machos dominantes sobre aquellos de los machos
subordinados (West et al 1981). Y en el azulejo cruceta, de Zambia,
(Vidua chalybeata) aunque la canción del macho y el comportamiento
muy exhibicionista que lo acompaña se han tomado hasta cierto punto
como modelados por la selección femenina, la agresión entre los
machos parece haber desempeñado un papel importante (Payne 1983;
Payne y Payne 1977). De hecho, algunos investigadores sostienen que
la competencia entre machos es a menudo la principal fuerza evolu­
tiva en la producción de cantos complicados. Esto se ha sostenido,
289
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s . . . ”

por ejemplo, de los mirlos de ala roja (Agelaius phoeniceus), porque


se encontró que un repertorio grande de canciones ayudaba a la de­
fensa del territorio mientras, por el contrario, una correlación entre
el tamaño del repertorio y la selección femenina (medida por el
tamaño del harem) desapareció cuando se controló el tamaño del
repertorio para la edad reproductiva de los machos (Peek1972; Searcy
y Yasukawa 1983; Yasukawa et al 1980). Aseveraciones semejantes se
han hecho acerca de otras características, tales como las pinceladas
de color vivo. Tomando otra vez los mirlos machos de alas rojas, se
encontró que el hecho de quitarles las charreteras rojas no tenía efec­
to directo sobre la escogencia femenina (Peek 1972; Searcy y Yasukawa
1983; Smith D. G. 1972). Las hembras parecían estar influidas por un
factor wallaciano, la calidad del territorio del macho. Pero las machos
con sus charreteras sin color eran menos capaces de defender su
territorio. En el pez de tres espinas (Gasterosteus aculeatus), parece
que las hembras hicieran al principio una selección puramente esté­
tica, que no tiene que ver con la competencia masculina. En algunas
poblaciones hay dos clases de machos: el grupo minoritario, que
desarrolla una garganta roja durante la temporada de apareamiento,
y los demás, que permanecen de colores pardos. En experimentos de
laboratorio se ha encontrado que las hembras prefieren los machos
con garganta roja (medido por la selección del nido para poner los
huevos). Y parece ser que lo que a ellas les gusta es la garganta roja;
cuando a los machos parduzcos se los adorna con una garganta arti­
ficial hecha con lápiz labial o barniz para las uñas, las hembras les
responden como si genéticamente fueran de gargantas rojas (Semler
1971). Tales selecciones son de la clase que le hubiera gustado a Dar-
win. Pero dejan traslucir que es menos probable que los machos rojos
pierdan huevos del nido debido a la depredación del pez de tres es­
pinas y esto probablemente suceda porque la garganta roja tiene un
valor de amenaza. Así, no sólo parecen las hembras hacer una selección
wallaciana completamente sensata, sino, lo que es más, la compe­
tencia masculina también puede estar funcionando en el caso de estas
gargantas rojas. Éste era exactamente el tipo de resultado que Walla-
ce había esperado tener: las características que no podían asimilarse
a las fuerzas más normales de la selección natural podían explicarse
por medio de la competencia entre machos.
Es seguro que sobrepasaría aun los sueños más locos de Wallace
sobre rivalidad entre machos el haber capturado las colas del pavo
real, el faisán dorado y otros pájaros realmente espectaculares: Y sin
290
“HASTA QUE SE EFECTÚEN EXPERIMENTOS CUIDADOSOS . . . ”

embargo, en los últimos años, las interpretaciones se han inclinado


tanto hacia él que aun en el caso de estos extremos de extravagancia
estética se ha pensado que al fin y al cabo tenían mucho menos que
ver con la escogencia femenina que con la competencia entre machos.
La mayor parte de estos pájaros de hermoso plumaje pertenecen a
especies que van a un tálamo (lek) (o de tipo de tálamo) (véase v. gr.
Borgia 1979; Bradbury 1981; Bradbury y Gibson 1983). Éstas son espe­
cies en las cuales los machos se congregan y hacen despliegues sobre
extensiones particulares de tierra, tierra que se usa sólo para este pro­
pósito, no para alimentación, refugio o alguna otra cosa. Las hembras
visitan los machos allí, y al parecer les dan una mirada, aunque hasta
qué punto llegan, es uno de los asuntos que se discuten. De cualquier
manera, el tálamo es un punto de encuentro para el apareamiento.
Es típico de los machos de tales especies no proporcionar cuidados
paternales. De manera que si las hembras sí escogen, deben buscar
los buenos genes wallacianos o ejercitar el buen gusto de Darwin-
Fisher. Darwin, con mucha lógica, consideraba los tálamos como una
fuerte evidencia directa de que las hembras seleccionaban las carac­
terísticas espectaculares que se desplegaban allí, y, por supuesto, de
que las escogían sólo por cualidades estéticas (Darwin 1871, ii, págs.
100-3,122-4). Sin embargo, algunos darwinistas contemporáneos
sostienen el punto de vista de que en varias de estas especies las carac­
terísticas más exhibicionistas y exageradas de los machos se han vuelto
así por medio de la competencia entre los machos, y que si las hembras
han desempeñado algún papel es sólo porque prefieren copular con
los victoriosos. Un repaso de los hallazgos empíricos termina con
este comentario: “La evidencia existente apunta hacia la conclusión
de que la importancia de la selección femenina en la evolución de los
rasgos exagerados ha sido más que todo indirecta, por medio de las
preferencias femeninas por los machos dominantes, y de la impor­
tancia de los rasgos exagerados para la determinación o señalamiento
de la dominancia” (Searcy 1982, pág. 80). Linda Partridge y Tim
Halliday llegan a una conclusión similar:

es común que las consecuencias de la selección intersexual se


ejemplifiquen con el pavo real y las aves del paraíso. La evidencia de
que la hembra realmente escoge sus machos en estas especies es, sin
embargo, pequeña o inexistente. De hecho, algunos estudios recien­
tes indican que el plumaje sofisticado de los machos de estas aves
puede ser, en parte, el resultado evolutivo de la competencia entre

291
“ hasta que se efectúen experimentos cuidadosos ...”
los machos; los machos pueden ser intimidados por el plumaje de
sus rivales en los encuentros agresivos... Los estudios de campo que
se han efectuado en especies en las cuales la evolución del plumaje
sofisticado en el macho se le ha atribuido clásicamente a la selección
femenina, generalmente no apoyan estas hipótesis de manera inequí­
voca (Partridge y Halliday 1984, págs. 233-5).

Tomemos por ejemplo las aves del paraíso, uno de los grupos de
pájaros más sorprendentemente adornados. Se ha sostenido que hay
una especie (Paradisaea decora) en la que su plumaje extravagante y
su exhibición resultan casi por completo de la competencia entre
machos por la supremacía y el derecho a aparearse primero (Diamond
1981). Los machos dejan los despliegues más fabulosos el uno para el
otro. Cuando hay hembras presentes, dan un espectáculo más bien
pobre, y de todas maneras la selección femenina no llega a mucho
más que a aceptar el victorioso. El faisán dorado (Argusianus argus),
no ha escapado a esta degradación del papel femenino en la mode­
lación de cuerpos -o, en este caso, de las plumas-, hermosos. Se ha
argumentando que la selección femenina no está determinada por
las sutilezas del plumaje artístico del macho sino por el efecto general
de su despliegue (ecos aquí de los desacuerdos de Darwiny Wallace)
y, más importante aún, por el hecho de que tenga un lugar para el
despliegue (Davison 1981). La embestida contra la selección femeni­
na no se detiene allí. Algunos autores han indicado que aun cuando
hay selección, los machos a veces adquieren el derecho de prioridad
interrumpiendo con éxito los intentos de aparearse de otros machos;
el maniquí de cabeza dorada (Pipra erythrocephala) se ha citado como
ejemplo (Lili 1976). Para resumir, se discute que hay poca o ninguna
selección femenina en especies de tálamo; que aun cuando la hembra
sí escoge, puede no dirigirse hacia los ornamentos esplendorosos del
macho y que aun cuando su escogencia es por el ornamento, puede
estar simplemente reforzando los resultados de la competencia mas­
culina.
Algunos críticos han contradicho estas interpretaciones de los
datos (v. gr. Cox y Le Boeuf 1977). Al fin y al cabo, argumentan, las
hembras podían simplemente hacer que los machos hagan el trabajo
por ellas, incitándolos a que compitieran el uno por el otro, de ma­
nera que entre sí seleccionaran al superior. Y lo que es más, las hem­
bras son a menudo capaces de escoger entre tálamos, aun cuando
tienen poca selección dentro de ellos. También tienen la opción de
292
“h a s t a que se e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s . . . ”
escoger un macho de bajo rango en la periferia de un tálamo. Cual­
quier intento de otros machos por perturbar las cópulas entre una
hembra y un macho de su selección tiene pocas probabilidades de
éxito.
También hay nuevos hallazgos que están socavando esta visión
de la especie que va al tálamo como “un club masculino”. Se cita, por
ejemplo, que en el caso de la chachalaca, gran parte del plumaje vis­
toso del macho y de su despliegue se había desarrollado a través de
competencias entre los machos por los límites territoriales (Wiley
1973). Desde este punto de vista, la hembra no estaba interesada en
los adornos sino en si el macho ocupaba una posición central en el
tálamo: una dirección de moda, no un traje de moda. Pero hasta ahora
se ha encontrado que la posición no es un factor determinante im­
portante del éxito en el apareamiento. Más aún, como hemos visto,
las hembras establecen su programa en lugar de simplemente limi­
tarse a aceptar el veredicto del combate masculino: ellas escogen a los
machos por su capacidad de pavoneo, una actividad que cuesta
mucho en energía y por tanto, presumiblemente, un signo de calidad
(Gibson y Bradbury 1985; Krebs y Harvey 1988).
Esta reinterpretación les devuelve a las hembras la escogencia.
Sin embargo, el criterio de las hembras sigue siendo el de la sensatez.
No hay informes hasta ahora en las especies que van al tálamo de
selecciones tipo darwin-fisheriana, de la belleza por la belleza. Pero
tal vez este icono de la selección sexual, el pavo real, al fin y al cabo va
a venir a rescatar a Darwin. Marión Petrie y sus colegas encontraron
que en el pavo Pavo cristatus, las hembras aparentemente prefieren
machos con el mayor número de ojos en la cola (Petrie et al 1991). Lo
que sucede es esto. En todas las especies que van a un tálamo, los
machos intentan asegurar el sitio del despliegue fuera de los límites
de su área, y sólo aquellos machos que logran asegurar uno pueden
hacer despliegue. Las hembras visitan a los machos en el tálamo. És­
tas nunca se aparean con el primer macho que las corteja, y siempre
rechazan algunas parejas potenciales antes de decidirse. Hay una gran
variación en el éxito del apareamiento del macho; de los diez más
observados en un tálamo, los más exitosos copularon doce veces (con
ocho hembras diferentes) y los menos exitosos no lo hicieron ni una
vez. Más del cincuenta por ciento de esta variación se puede explicar
por el esplendor de la cola del macho, en particular por el número de
ojos. Se encontró, por ejemplo, que en diez de cada once cópulas
exitosas, la hembra había seleccionado al macho con el número más

293
HASTA QUE SE EFECTÚEN EXPERIMENTOS CUIDADOSOS ...

294
“ HASTA QUE SE E F E C T Ú E N EXPERIMENTOS CUIDADOSOS

alto de ojos de aquellos que había observado (en un caso extraño, el


macho escogido sólo tenía una mancha menos). El éxito en el aparea­
miento no se podía explicar por factores que se había pensado eran
comunes en otras especies que van al tálamo (tenían más que ver con
la competencia entre machos), tales como la tasa de llamadas, el
número de veces que desplegaban su cola, los desafíos de intrusos y
si su posición en el tálamo era central o periférica. (Por supuesto,
todo esto se aplica a machos que se las arreglan para obtener un lugar
para el despliegue; no se sabe si tienen más ojos que los machos sin
sitio, porque esos “flotantes” no muestran las colas a los experimen­
tadores ni a las hembras; sin embargo, se sabe que los machos con
sitios son más pesados y tienen colas más largas.) Es posible que las
hembras no usen el número de manchas en forma de ojo como clave,
o al menos como la única clave. Pero ciertamente parecen, basadas
en quién sabe qué claves, preferir las colas más sofisticadas. La próxi­
ma pregunta es: ¿por qué? El número de manchas, y, en menor gra­
do, el tamaño y el color de la cola cambia con la edad. De manera que
las hembras podrían estar usando la cola más compleja cómo
indicador de alguna cualidad sensata que va con la edad, posible­
mente la capacidad de sobrevivir. ¿O es incorrecto presuponer que
las hembras hacen selección sensata de alguna clase? Quizás, como lo

La belleza ¿en aras de qué?


Nativos de A ra disparándole a la gran ave del paraíso (de The Malay
Archipelago, de Wallace)
Perneen los largos años pasados, en los que generaciones sucesivas de esta
criaturita [el pájaro rey del paraíso (Paradisea regia)] siguieron su curso,
naciendo año tras año, viviendo y muriendo en medio de estos bosques
tenebrosos, sin ojo inteligente que contemplara estas bellezas; a todas luces un
cruel desperdicio de belleza. Ideas como éstas despiertan un sentimiento de
melancolía. Parece triste que, por una parte, criaturas tan bellas como éstas
pasen toda su vida y exhiban sus encantos sólo en estas silvestres y poco
hospitalarias regiones, condenadas por los siglos de los siglos a la barbarie sin
esperanza, mientras, por otra parte, de llegar algún día el hombre civilizado a
estas tierras distantes, a traer luces morales, intelectuales y físicas a los
recónditos lugares de estas selvas vírgenes, podemos estar seguros de que
perturbarían tanto las bien balanceadas relaciones de la naturaleza orgánica e
inorgánica que causarían la desaparición y al fin al la extinción de estos
mismos seres cuya estructura y belleza maravillosas es el único que aprecia y
disfruta. (Wallace, The M alay Archipelago)

295
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s . . . ”

pensó Darwin, escogen los machos más fabulosos sólo porque son
los más fabulosos. Todavía no lo sabemos.
Cualquiera sea la historia que el pavo real nos cuente al fin, en la
actualidad la mayor parte de los otros símbolos de selección sexual
que se conocen, es decir la mayor parte de las especies que van a un
tálamo, están más allá de la comprensión darwinista (o de Darwin-
Fisher). Puede que esto a la vista de unos cuantos años parezca poco
generoso, tan poco generoso como ahora nos parece haber sostenido
que la función de la cola del pavo real y la canción del ruiseñor es
reconocimiento de la especie.
A propósito, he dicho que es una victoria para Wallace ver las
principales exhibiciones de Darwin aparentemente sucumbiendo a
la fuerza incontenible de la competencia masculina. No obstante, es
una victoria obtenida con grandes sacrificios en cuanto concierne al
darwinismo clásico. Sólo recientemente ha sido capaz el darwinismo
de entender los aspectos convencionales y ritualizados del compor­
tamiento. Wallace veía que la competencia masculina funcionaría sin
problemas con base en las líneas de la selección natural; los machos
se tirarían de cabeza a luchar, con armas que serían útiles para otros
propósitos (v. gr. Wallace 1889, págs. 136-7, 282-3). En su teoría no
habría lugar para una escalada extravagante -tan característica de las
especies que van a un tálamo-, que la competencia masculina puede
generar. Aun los ejemplos menos llamativos que aceptamos como
éxitos de Wallace, -las canciones del mirlo de ala roja, de los azulejos
y de los garrapateros, la garganta roja del pez de tres espinas, las
charreteras del mirlo de ala roja-, tienen un elemento altamente
convencional que subyace al alcance del pensamiento clásico y que
requiere aún hoy de análisis cuidadoso. Una vez le pregunté al genetista
de poblaciones más eminente de Gran Bretaña y pionero en las ex­
plicaciones de la competencia por medio de la teoría del juego conven­
cional qué creía de las alegres presuposiciones que a veces se hacen
acerca del valor de las amenazas convencionales. “ Si yo fuera un pavo
real y otro macho me exhibiera la cola, le daría una patada en las
pelotas” fue su autorizada réplica. Y lo que es más, a diferencia de
Darwin (v. gr. Darwin 1871, ii, págs. 50,232-3,269), Wallace presuponía
que la competencia entre machos excluiría casi por completo la
selección femenina. Pero, tal como hemos advertido, puede haber
mucho campo de acción para la preferencia de la hembra, especialmente
de la clase de hembra sensata, aun si la competencia masculina es la
fuerza impulsora principal.
296
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s . . . ”

Vimos que Darwin, y Wallace aún más, subestimaron los probables


costos de los ornamentos de los machos. Y en especie tras especie,
qué enorme falta de estima la que se ha encontrado. Para los darvi­
nistas modernos, hay una fuente de costos obvia. Si los machos les
hacen señales a las hembras, entonces estas señales están maduras
para la explotación por parte de un monstruoso regimiento de aves
de rapiña, depredadores, parásitos y machos competidores. Y en
realidad esto es lo que sucede. En las poblaciones de peces de tres
espinas polimórficos, los machos de aro rojo en la garganta sufren
más depredación que los de garganta negra, debido a sus colores llama­
tivos (Moodie 1972). Lo mismo sucede con los machos cuando se les
compara con las hembras de varias otras especies de peces (v. gr. Haas
1978). En una especie de grillo del campo (Gryllus integer), los machos
que cantan más alto y con más intensidad para llamar a las hembras
sufren una tasa más alta de parasitismo de una mosca que deposita
unas larvas devoradoras de anfitriones (Cade 1979,1980). En la rana
túngara (Physalaemuspustulosus), las hembras prefieren en el llamado
para el apareamiento un sonido como de un sopapo, particularmen­
te en una frecuencia baja, más que un lamento de alta frecuencia; éste
les da más información sobre el tamaño del cuerpo de sus potenciales
machos; pero las llamadas de sopapo de baja frecuencia también son
más atractivas para el murciélago que come ranas ( Trachops cirrhosus)
(Ryan 1985, págs. 163-78; Ryan et al 1982).
Y esto no es de ninguna manera la única clase de costo de ser
atractivo. La selección sexual que da como resultado un mayor tama­
ño en los pájaros machos, invariablemente trae consigo un aumento
en el tamaño del pico, en algunos casos tan grande que se ven forza­
dos a explotar nichos alimentarios subóptimos (Selander 1972). Los
costos energéticos del despliegue de los machos pueden ser tan altos
que se vean empujados a abandonar opciones seguras donde encuen­
tran alimentación por algunas que posiblemente les dan retornos
mayores de energía, pero que son más riesgosas (Vehrencamp y
Bradbury 1984). En el estornino de gran cola (Quiscalus mexicanas),
no solamente su brillante plumaje atrae a los depredadores, sino que
su colas largas impiden el vuelo y su gran tamaño está por encima del
óptimo para alimentarse de modo eficiente (Selander 1972). Pero de­
jémosle algo de simpatía a las hembras, pues ellas también pueden
tener que cargar con los costos directos de los rasgos sexualmente
seleccionados. En algunas especies en las que los machos son
sexualmente seleccionados para ser más grandes que las hembras,
297
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s . . . ”

producir un hijo le toma más trabajo a la madre que producir una


hija (Clutton-Brock etal 1981).
Supongamos que los machos parezcan soportar bien su impedi­
mento, tan bien que a aquellos con los ornamentos más extravagan­
tes les va mejor en la lucha por la supervivencia, así como en la lucha
por el apareamiento. ¿Debemos concluir entonces que la carga de ser
atractivo no es después de todo una carga, 7 que la supervivencia 7 el
éxito en el apareamiento, en lugar de halar en direcciones opuestas, en
realidad están de acuerdo? ¿Debemos presuponer que, por ejemplo,
en los faisanes “la supervivencia en la reproducción favorece unáni­
memente las espuelas más grandes” ? (Kirkpatrick 1989, pág. 116).
Wallace, como lo hemos anotado, trató de estudiar las dificultades que
sufren los machos que tienen estorbos, en su teoría del no propósito,
señalando “la gran abundancia de la ma7or parte de las especies que
poseen estos plumajes superfluos” (Wallace 1889, pág. 293); los costos
deben ser mínimos, insistía, si los machos se las arreglan para pro­
gresar a pesar de ellos (aunque estas dificultades se mitigaban por el
hecho de que, desde su punto de vista, los adornos se desarrollan
sólo si los machos son fisiológicamente capaces de darse el lujo de un
exceso tal). Pero uno podría sacar la conclusión opuesta al no costo o
al poco costo: que el costo es tan alto que sólo los más resistentes lo
pueden aguantar. Pensemos en estos monumentos ingenuamente
idealizados, tan amados por los artistas del realismo socialista, que
m uestran m usculosos trabajadores stajánovitas soportando
estoicamente cargas hercúleas. Por más que provoquen nuestra a risa,
captan bien la realidad de cierto modo. ¿Esperaríamos que el héroe
de esta cuota excesiva pareciera un tipo enclenque? Seguramente sólo
alguien que lo sepa 7 sepa que es capaz, aceptaría la carga en primer
lugar. Y si sigue ahí para contar el cuento al final de la estación, eso
muestra que en realidad sí tenía estas cualidades de supervivencia;
que no era, al fin 7 al cabo, una carga hacer más de lo que le corres­
pondía. En realidad, un punto de vista de la desventaja iría más allá.
Un macho lleva en sus hombros la carga, precisamente para hacerle
propaganda a su cualidad, para proclamar su capacidad de que pue­
de con ella 7 sin embargo es capaz de seguir. Así, por ejemplo, los
faisanes machos con espuelas largas sobrevivirían aún mejor sin
espuelas, pero se las dejan crecer porque son indicadores precisos de
calidad (Pomiankowski 1989).
Hemos visto la solución de Darwin al problema de cómo actuaría
la selección sexual en especies monógamas. Sugería que las hembras
298
“ HASTA Q UE SE E F E C T Ú E N EXPERIMENTOS CUIDADOSOS ... ”

más sanas engendrarían en cada estación más temprano. Por tener la


posibilidad de escoger machos, escogen los mejor ornamentados; y
por empezar temprano tienen el mayor número de descendientes. La
salud no es hereditaria, pero la preferencia femenina y los ornamen­
tos masculinos sí lo son. R. A. Fisher advirtió que “no parecía fácil de
demostrar” (Fisher 1930, pág. 153) si realmente hay una correlación
entre salud, procreación temprana y número de descendientes. No es
fácil, pero durante tres años se ha demostrado en varias especies
(O’Donald 1980, págs. 3, 25-7,236-48,1987). Y Peter O’Donald mos­
tró que en una especie monógama, la gaviota parda ártica (Stercorarius
parasiticus), sí hay una correlación impresionante, entre los datos de
las fecha de procreación y las predicciones sobre vínculos entre genes
de adornos y genes de preferencia, que se puede hacer cuando se for­
maliza la estructura de Darwin en modelos genéticos. Pero O’Donald
no hizo la clase de experimentos de selección de machos que podrían
ayudar a mostrar hacia dónde se dirige en realidad la preferencia de
las hembras. Anders Moller ha llenado esta brecha ahora (Howlett
1988; Moller 1988). Tomó una especie monógama de golondrinas (la
especie usada para probar la hipótesis de Hamilton-Zuk, H. rustica),
en las cuales las plumas más traseras de la cola eran aproximada­
mente un dieciséis por ciento más grandes quedas de los machos que
atraían hembras al desplegar sus colas. Moller dio a los animales el
mismo tratamiento de recortar y pegar con goma que Andersson había
dado a los viudos dominicanos. Una vez hecho esto, los machos con
extraordinarias colas tuvieron un éxito apabullante con las hembras,
que se aparearon en promedio sólo una cuarta parte del tiempo con
los machos de colas muy cortas. A causa de este apareamiento más
rápido, había mayores probabilidades de que los machos de extraor­
dinarias colas y sus parejas tuvieran una segunda nidada juntos. De
manera que los machos de extraordinarias colas terminaban la tem­
porada teniendo en promedio el doble de descendientes y reivindi­
cando la intuición biológica darwinista, al menos en este punto, si no
en la cuestión de por qué las hembras prefieren machos de colas más
largas. A propósito, se ha sugerido que la selección sexual algunas
veces puede funcionar en especies más monógamas porque al fin y al
cabo no son enteramente monógamas. Resulta que las golondrinas
de colas demasiado largas en realidad sí se beneficiaron del aparea­
miento no monógamo, y también, mucho más que otros animales,
aunque no por falta de intentarlo los otros. Así, la selección podría
estar consiguiendo más empuje.
299
“ h a s t a q u e s e e f e c t ú e n e x p e r i m e n t o s c u i d a d o s o s ...”

Finalmente, recordemos algunas dificultades prácticas para de­


mostrar las teorías de la selección sexual. Por una parte, no es asunto
fácil juzgar si los animales seleccionan o no. El apareamiento no
aleatorio, por ejemplo, podría a primera vista parecer buena evidencia
en favor de la escogencia, pero no a segunda vista. Los sapos comu­
nes (Bufo bufo) practican el apareamiento selectivo por tamaño, y
hubo una época en que esto se le atribuía a la selección femenina;
pero ahora se cree que es una mera consecuencia del hecho mecánico
de que sólo en parejas que están bien encajadas según tamaño puede
en realidad el macho agarrar a la hembra con la suficiente firmeza
para evitar que otros se la quiten (Arak 1983; Hallyday 1983). Tampo­
co es la escogencia necesariamente un signo de selección sexual. El
apáreamiento selectivo sobre la base de, por ejemplo, relaciones de
parentesco puede incluir la escogencia, pero puede que no dé lugar a
la selección sexual y que incluso se le oponga (Bateson 1983, pág; xi).
Y, además, hay en el mundo salvaje tareas que presentan dificultades
prácticas formidables. Para demostrar que la selección sexual es lo
que opera, tiene que haber evidencia de éxito reproductivo diferencial
(aunque sea en el pasado, si ya no lo hay); esto requiere, en particu­
lar, medidas de éxito reproductivo de toda una vida, más que los pe­
ríodos de corto término en que la mayor parte de los estudios sé han
basado.
En 1890 Wallace anotó que se necesitaban tantas observaciones
más para resolver problemas sobre la selección sexual que “lo más
seguro es que este interesantísimo asunto... no pueda resolverse du­
rante la presente generación de naturalistas” (Wallace 1890a, pág.
291). Un siglo más tarde, el asunto está todavía lejos de decidirse. De
hecho este “interesantísimo asunto” ha dado lugar a abundancia de
preguntas nuevas, una abundancia tal que muchos de los misterios
del apareamiento probablemente no sean penetrados durante las
generaciones venideras.

300
10
L A S U P E R A C IÓ N D E LO S F A N T A S M A S D E L
D A R W IN IS M O

El rostro cambiante de la selección sexual

Para el darwiñismo clásico la selección sexual era una rareza, com­


pletamente diferente de la selección natural y por lo general opuesta
a ella. No es difícil ver por qué. La selección sexual era impulsada por
preferencias de miembros de la propia especie del macho, que llevaba
a competencia entre ellos; las fuerzas paradigmáticas de la selección
natural eran entre las especies, no dentro de ellas, y eran asociales. La
selección sexual tenía que ver sólo con el éxito en el apareamiento;
para la selección natural, el éxito y el fracaso cubrían un amplio y
cada vez más vasto rango, la supervivencia y todos los aspectos restan­
tes de la reproducción. Y la selección sexual parecía favorecer lo
ornamental, lo que no tenía objeto, lo que incluso podía ser dañino;
de la selección natural se creía que optaba invariablemente por lo
eficiente y lo utilitario. Para el darwiñismo clásico tales distinciones
eran de gran importancia y abrían un profundo abismo entre la selec­
ción sexual y la selección natural. El darwiñismo moderno tiene un
punto de vista diferente.
Comencemos con el hecho de que la selección sexual tiene que
ver con las relaciones sociales dentro de las especies. Hemos visto
que el darwiñismo clásico descuidó la idea de los aspectos sociales de
las fuerzas selectivas; aun cuando se analizaban las fuerzas selectivas
en el interior de las especies, se lo hacía sin sentido de lo social, de
modo semejante alas presiones inorgánicas. Este pensamiento permeó
de tal manera el darwiñismo clásico que la selección sexual se consi­
deraba muy distinta de la selección natural. El darwiñismo clásico
fue obligado a reconocer la selección sexual como algo social porque,
de hecho, es la quintaesencia de las fuerzas dentro de la especie y la
competencia dentro de un sexo. En seguida veremos la manera como
Darwin lo constrastaba con la selección natural: “Esta forma de se­
lección no depende de la batalla por la existencia en relación con
otros seres orgánicos o condiciones externas sino de una lucha entre
los individuos de un sexo, por lo general los machos, por la posesión
del otro sexo” (Peckham 1959, pág. 173-4). Y lo que es más, la selec­
ción sexual tiene que ver con lo que se ha considerado una fuerza
selectiva no corriente: “la voluntad, la escogencia y la rivalidad”

301
LA S U P E R A C I Ó N DE LOS F A N T A S M A S DEL D A R W I N I S M O

(Darwin 1871, i, pág. 258). La teoría presuponía que la preferencia de


la hembra podía moldear machos esplendorosos, de casi la misma
manera como la necesidad de alimentación eficiente pudo moldear
el pico del pájaro carpintero, o las ventajas de una dispersión amplia
pudieron favorecer a las semillas con plumillas.
Varias generaciones de darwinistas pensaron, como Darwin, que
todo esto implicaba una diferencia importante entre las dos teorías
(aunque, a diferencia de Darwin, normalmente concluían que esta
diferencia hablaba en contra de la selección sexual). Groos, que esta­
ba en favor de descartar la escogencia y asimilar la selección sexual a
la selección natural, decía así: “El principio selectivo existente... no es
la ley mecánica de la supervivencia del más apto sino más bien el
deseo de un ser vivo, que siente y es capaz de hacer una escogencia, y
se parece mucho al que se emplea en la procreación artificial... Una
adecuada denominación de esta teoría de selección sexual sería una
‘multiplicación de los más agradables” 5 (Groos 1898, pág. 320), un
principio que encontró muy poco convincente. Lloyd Morgan llamó
la atención a lo que consideraba una diferencia

entre la selección natural por medio de la eliminación, y la se­


lección consciente por medio de la escogencia. Los dos procesos
comienzan en diferentes extremos en la escala de la eficiencia. La
selección natural comienza eliminando los más débiles, y va subiendo
por la escala de este extremo inferior hasta que no sobreviven sino
los más aptos; no hay selección consciente en el asunto. La selección
sexual por apareamientos preferenciales comienza seleccionando los
más exitosos en estimular el instinto de apareamiento, y así va bajando
por la escala, hasta que no quedan sino los más desesperadamente
poco atractivos sin pareja. El proceso lo determina la selección cons­
ciente (Morgan 1896, pág. 219).

La presuposición de que esta clase de diferencia es fundamental sigue


apareciendo ocasionalmente aun hoy en día. Peter Vorzimmer por
ejemplo, parece estar de acuerdo con Darwin: “ Porque el organismo
particular (del sexo opuesto al seleccionado), más que los elementos
del medio, constituía la fuente del parámetro selectivo. Darwin vio
que una forma verdaderamente diferente de la selección estaba en
juego55 (Vorzimmer 1972, pág. 189).
Dicho sea de paso, esta actitud tradicional hacia la selección sexual
ofrece un contraejemplo muy diciente del punto de vista ampliamente
302
EL R O S T R O CAMBIANTE DE LA SELECCIÓN SEXUAL

sostenido de que el darwinismo clásico (o al menos el darwinismo del


propio Darwin) sistemáticamente incorporaba las presiones sociales
en las fuerzas selectivas. Se sostiene comúnmente, por ejemplo, que
Malthus era importante para Darwin y para Wallace porque veía la
competencia como algo intraespecíficoy social, a diferencia de la idea
prevaleciente (se destaca la de Lyell) de que la lucha biológica era
primariamente una batalla asocial contra fuerzas inorgánicas o miem­
bros de otras especies (v. gr. Herbert 1971; Kohn 1980; Manier 1978,
pág. 78; Ruse 1979a, pág. 175; Sober 1984, págs. 16-17,195-6; Vorzimmer
1969). Aun si Malthus proporcionó este punto de partida, el parámetro
darwinista clásico establece un contraste entre la selección natural y
la sexual y muestra hasta qué punto Darwin y Wallace se alejaron de
este comienzo.
El contraste entre las fuerzas selectivas no sociales y las sociales se
reflejaba en la idea de Darwin de que mientras la selección natural se
limitaba más o menos a trabajar hasta llegar a un alto en un medio
constante, la selección sexual era, en principio, capaz de continuar
indefinidamente en su deslumbrante espiral de exageraciones orna­
mentales:

Con relación a estructuras adquiridas a través de la selección


natural u ordinaria, en la mayor parte de los casos, mientras las
condiciones de vida permanezcan iguales, hay un límite para la
cantidad de modificaciones ventajosas con relación a ciertos fines
especiales; pero con respecto a estructuras adaptadas para que un
macho sea victorioso sobre otro, bien sea al luchar o al cortejar a la
hembra, no hay límite definido para la cantidad de modificaciones
ventajosas; de manera que mientras surjan las variaciones apropia­
das, el trabajo de la selección sexual va a seguir andando (Darwin
1871, i, pág. 278).

El darwinismo clásico no ofrecía razones teóricas explícitas para soste­


ner este punto de vista. Éste aparece en El origen del hombre, como si
Darwin se hubiera limitado a leer, a partir de los datos, la disparidad
entre la economía parsimoniosa del pico del pájaro carpintero y déla
espectacularidad barroca de la cola del pavo real. De hecho, la escalada
extravagante era para él un rasgo diagnóstico de características
sexualmente seleccionadas. Pero los puntos de vista de Darwin reflejan
su reconocimiento de la selección sexual como una fuerza selectiva
social. A diferencia de la selección natural, se consideraba que la selec-

303
LA S U P E R A C I Ó N DE LOS F A N T A S M A S DEL D A R W I N I S M O

ción sexual era generada internamente, y, como resultado, inevita­


blemente cambiante y dinámica, pues las exigencias de la hembra
provocaban la competencia masculina, y cada uno empuja al otro a
excesos cada vez mayores. El resultado, como Darwin lo decía, no
tenía “límite definido” Es significativo que en sólo una esfera Darwin
mirara la selección natural como algo que actúa de la misma manera.
Adoptó el punto de vista de que el mejoramiento mental de los
humanos podía continuar indefinidamente. (A propósito, conside­
raba que era mejora y no mero cambio.) No es coincidenciá que éste
fuera otro de los casos raros en los que reconocía que las presiones de
la selección tenían que ser sociales.
¿Podrían estas fuerzas sociales empujar la ornamentación a una
escalada tal que pudieran llevar a una especie a la extinción, o le pon­
dría la selección natural fin a tales excesos antes de que se le salieran
de las manos? De acuerdo con Darwin la selección natural invaria­
blemente intervendría (v. gr. Darwin 1871, i, págs. 278-9). Había, por
supuesto, algo que decir en favor de este punto de vista; la selección
natural puede actuar como una fuerza que hace contrapeso y proba­
blemente lo hace muy a menudo. Puede funcionar moderando las
características sexualmente seleccionadas de todos los individuos; así
era como Darwin lo consideraba. O, tal como lo hemos visto, puede
favorecer la variabilidad; esto parece ser lo que sucede con, por ejem­
plo, las poblaciones de peces de tres espinas negros y rojos, en los
cuales se mantiene el polimorfismo de una manera dependiente de la
frecuencia por los costos relativos y los beneficios de ser poco atrac­
tivo y críptico o conspicuo y atractivo (Moodie 1972; O’Donald 1980,
págs. 67,170,182). Sin embargo, aunque la selección natural pueda
mantener a la selección sexual dentro de ciertos límites, no actúa
invariablemente como el deus ex machina que Darwin suponía: “ Se
ha sostenido a menudo que la evolución -esto es, la selección natural-
de alguna manera rescata las poblaciones de la selección sexual”...
“ Los modelos genéticos dé la evolución de la selección sexual no con­
firman esta creencia. La noción de que la evolución necesariamente
sacará a una especie de las tendencias mal adaptativas de la selección
sexual no tiene bases” (Kirkpatrick 1982, pág. 10).
Dicho sea de paso, se ha sugerido (Cohén 1984) que la selección
natural a veces puede llamar a un alto a la ornamentación, cuando
hacerse propaganda está en el umbral de una saturación en el por­
centaje. Imagínese lo que le costaría a un pavo real hacer un impacto
aún mayor sobre las percepciones de una hembra. Sus ornamentos
304
EL ROSTRO CAMBIANTE DE LA SELECCIÓN SEXUAL

podrían volverse tan exagerados que cualquier incremento tendría


que ser extremadamente grande para que las hembras fueran capaces
de apreciar la diferencia. En este caso, un impacto mayor podría ser
tan costoso que no valdría la pena intentarlo.
Para el darwinismo moderno nada queda de la idea tradicional
de que la naturaleza intraespecífica y social de la selección sexual la
aparta de la selección natural. Hoy en día no hay nada extraño en
estas propiedades, aun en lo que atañe a la selección natural. Es ahora
de rutina considerar las relaciones entre los organismos, en parti­
cular miembros de una misma especie, como presiones selectivas
altamente significativas. Las preferencias de apareamiento son com­
petencia intrasexual y ya no sobresalen como atípicas. El darwinismo
moderno también puede explicar por qué podría esperarse “selección
ilimitada” cuando la escogencia de la hembra está en funcionamiento.
La escala fisheriana es una razón obvia; hemos visto que las seleccio­
nes sensatas de Wallace también pueden tener efectos similares. De
hecho, ahora casi siempre se reconoce que la competencia social entre
miembros de la misma especie, no sólo por parejas sino también por
recursos, puede ser una fuente poderosa de la espiral revolucionaria.
Otra vez, la selección sexual resulta no ser nada anómala.
Mientras estamos con la idea de competencia intrasexual, me
gustaría hacer énfasis en que intrasexual es precisamente lo que es la
competencia. Menciono esto porque existe el hábito generalizado de
referirse a la selección de pareja como intersexual, como de selección.
¿Qué diablos puede significar esto? Consideremos la competencia
intra- e interespecífica. La competencia intraespecífica significa com­
petencia dentro de una especie, gatos que compiten contra gatos en
una rivalidad de los jóvenes o al buscar la presa. La competencia
interespecífica significa competencia entre dos especies diferentes,
gatos contra ratones. Ahora consideremos la competencia intrasexual
o intersexual. La competencia intrasexual en realidad significa
competencia reproductiva dentro de los miembros del mismo sexo,
machos que batallan con machos, o cantan más alto, o se dejan crecer
la cola más llamativa. Si la competencia “intersexual” entonces querría
decir algo, tendría que significar competencia reproductiva dentro de
los dos sexos, o sea, machos y hembras que compiten por el privilegio
de ser el sexo que hace todo en el apareamiento, lo que sería con
seguridad un triunfo dudoso en una especie que se reproduce
sexualmente. De hecho, claro, la así llamada selección “intrasexual”
tiene que ver, como la competencia intrasexual, con machos que

305
LA S U P E R A C I Ó N DE LOS F A N T A S M A S DEL D A R W I N I S M O

compiten con otros machos. Ciertamente hay competencia para las


hembras. Pero esto no hace su competencia “intersexual” Los gatos
que compiten por un ratón no constituyen competencia interes­
pecífica, aunque el ratón sea de una especie diferente. Cómo surgió
esta terminología no lo sé. Gerald Brown plantea la conjetura de que
Julián Huxley, aunque no fue el verdadero culpable, sí aumentó el
caos al introducir el término “intrasexual” para referirse a las batallas
agresivas entre machos por las hembras, invitando, por tanto, a que
el término “intersexual” cubriera la otra alternativa, la selección de
machos por parte de las hembras (lo que Huxley llamaba selección
epigámica) (Brown 1983). Pero esto es quizás poco justo con Huxley.
Una invitación podía haber sido, pero una invitación significa que
uno pueda rehusarla.
Vamos ahora a la segunda razón de que la selección sexual se con­
siderara por fuera de la selección natural. Esto tiene que ver con el
hecho del énfasis que el darwinismo clásico ponía en la supervivencia
como opuesta a la reproducción. La selección natural, por supuesto,
tiene que ver con ambas; en palabras de Darwin, comprende “no sólo
la vida del individuo, sino el éxito en dejar descendencia” (Darwin
1859, pág. 62). Sin embargo, al ser centrado en el organismo, el
darwinismo clásico le da una prioridad apabullante a la superviven­
cia individual; en comparación, pasa por alto la reproducción; Pero
la selección sexual trata sólo de la reproducción: ella “depende de la
ventaja que ciertos individuos tienen sobre otros del mismo sexo y
especie, en relación exclusiva con la reproducción... mientras la
selección natural depende del éxito de ambos sexos, en todas las
edades, y en relación con las condiciones generales de vida” (Darwin
1871, i, pág. 256, ii, pág. 398). Y, lo que es más, trata con uno solo de
los componentes de la reproducción, las ventajas en el apareamiento.
Fue por esta razón por la que la selección sexual también fue con­
siderada como menos rigurosa que la natural. Para decirlo en otras
palabras, la selección natural tiene que ver con la vida y la muerte,
mientras la selección sexual sólo con el éxito en el apareamiento dife­
rencial:

La selección sexual actúa de una manera menos rigurosa que la


selección natural. La última produce sus efectos por vida o muerte, a
todas las edades, de los individuos más o menos exitosos... pero [en
el caso de la selección sexual]... los machos menos exitosos simple­
mente dejan de obtener una hembra, u obtienen más tarde en la

306
EL R O S T R O CAMBIANTE DE LA SELECCIÓN SEXUAL

tem porada una hem bra menos vigorosa o retardada o, si son


polígamos, menos hembras. De manera que dejan poca descendencia,
menos vigorosa o ninguna (Darwin 1871, i, pág. 278; véase también
1859, págs. 88,156-7).

¿“ Simplemente” no dejan descendencia? Si aun Darwin pudo caer en


el punto de vista de que dejar de reproducirse era menos importante
que dejar de sobrevivir, entonces la supervivencia individual pudo
lógicamente haber tomado precedencia sobre la reproducción. (Para
ser justos, tales pasajes podían interpretarse como referidos al destino
reproductivo de un individuo en una estación particular; pero Dar­
win no hace tales cualificaciones en ninguno de ellos.)
El darwinismo clásico llegó a hacer gran hincapié en los papeles
evolutivos de la supervivencia diferencial y de la reproducción dife­
rencial. Ofreció un punto de vista según el que la selección natural
tenía que ver con el verdadero asunto de la lucha por la existencia,
mientras la selección sexual era relativamente poco importante por­
que estaba relacionada “sólo” con la reproducción y, lo que es más,
“sólo” con un aspecto de ella. Respecto a Shull, “el punto de vista
prevaleciente” era que “la selección natural necesita... hacer que las
decisiones de vida o muerte sean reales para que funcione” (Shull
1936, págs. 152-4) (un punto de vista que criticaba, pero no porque
aceptara la selección sexual). Julián Huxley, por ejemplo, distinguía
entre lo que él llamaba “ selección de supervivencia” y “ selección
reproductiva” (que incluía la selección sexual), y sostenía que “la
selección de supervivencia es mucho más importante: la selección...
opera primariamente por medio de... supervivencia diferencial hasta
la madurez... Es claro que la selección natural también puede operar
por medio de la reproducción diferencial de individuos maduros,
pero... esta selección reproductiva sólo tiene efectos evolucionarios
menores” (Huxley 1942, pág. xix). El énfasis en la supervivencia y el
relativo descuido de la reproducción se convirtió en un modo tan
establecido de pensar que a Darwin a menudo se le atribuye el punto
de vista de que la selección natural se preocupaba casi exclusivamente
de la supervivencia. Simpson, por ejemplo, decía que: “reconocía el
hecho de que la selección natural opera por medio de la reproducción
diferencial, pero no las igualaba a ambas. En la teoría moderna la
selección natural es reproducción diferencial... en el sistema darwi-
nista, la selección natural era ehminación, muerte de los no aptos y
supervivencia de los aptos en la lucha por la existencia” (Simpson

307
LA S U P E R A C I Ó N DE LOS F A N T A S M A S DEL D A R W I N I S M O

1950, pág. 268). De acuerdo con Michael Ruse, hay un falso conoci­
miento que se ha generalizado: “hoy en día se suele argumentar que
Darwin estaba obsesionado con el hecho de la muerte, a tal punto
que excluía por completo el hecho de la reproducción” (Ruse 1971,
pág. 348).
Para el darwinismo moderno todo esto es una tempestad en
un vaso de agua. Hoy en día, la distinción entre la reproducción y la
supervivencia de organismos particulares ha perdido esta significa­
ción suprema. Desde un punto de vista centrado en el gen el asunto
importante es: “ ¿qué contribución puede cualquiera de las dos hacerle
a la réplica de los genes?”
Al considerar la selección sexual como algo que se ve menos ri­
guroso que la selección natural, este punto de vista tenía una
consecuencia interesante. Llevaba a un contraste impresionante
entre los puntos de vista clásico y moderno del darwinismo sobre la
variabilidad de las características sexualmente seleccionadas dentro
de una especie. El darwinismo clásico presuponía que, en términos
generales, la variabilidad surgiría sólo cuando las fuerzas selectivas
no fueran rigurosas; que bajo condiciones exigentes, las adaptacio­
nes serían casi siempre uniformes. (Recordemos que Darwin trataba
los hábitos aparentemente erráticos de poner huevos de los ñandús y los
garrapateros como un instinto “ imperfecto” ). Darwin advertía que
las características sexualmente seleccionadas a menudo exhibían
marcadas diferencias estructurales y comportamentales dentro de una
especie (v. gr. Darwin 1871, i, págs. 401-3, ii, págs. 46,132-5)7 tomaba
esto como evidencia para su punto de vista de que la selección sexual
era menos rigurosa que la selección natural. Hablando de escarabajos,
por ejemplo, dice: “ El extraordinario tamaño de los cuernos y la
estructura inmensamente diferente de formas que están muy cercanas
indican que éstos han sido formados para algún propósito importante,
pero su excesiva variabilidad en los machos de la misma especie lleva
a la inferencia de que este propósito no puede ser de naturaleza defi­
nida” (Darwin 1871, ii, pág. 371). Concluye entonces que son adornos
sexuales.
Donde el darwinismo clásico veía diferencias individuales sin
propósito, el darwinismo moderno encuentra con mayor frecuencia
que lo que está en juego es la selección. Por lo general se entiende la
variabilidad como selección dependiente de la frecuencia: si el más
escaso de dos tipos ha tenido una ventaja en virtud de ser raro, en­
tonces la variabilidad se mantendrá automáticamente. Pensemos en
308
EL ROSTRO CAMBIANTE DE LA SELECCIÓN SEXUAL

un boxeador zurdo. Cualquier persona zurda servirá de testigo de que


suele ser desventajoso ser zurdo en un mundo hecho para diestros.
Pero, dado que todos los boxeadores están acostumbrados a pelear
con oponentes diestros, entonces un boxeador zurdo será capaz de
darle un golpe inesperado. Ahora pensemos de nuevo en los esca­
rabajos cornudos de Darwin. Hay algunas especies en las cuales los
cuernos, al tiempo que muestran la variabilidad “excesiva” que Dar­
win advirtió, se dividen solamente en dos clases en los machos más
grandes. Este dimorfismo es el producto típico de la dependencia de
la frecuencia. Darwin podía haber tenido razón en que los cuernos a
menudo tienen una función ornamental. Pero W. D. Hamilton ha
señalado que algo más puede estar sucediendo en este caso. Si los
machos más grandes sacan más y más cuernos en su lucha por las
hembras, entonces “una variante no común puede tener una ventaja
similar a la del boxeador zurdo”, aun cuando en algunos sentidos
pueda tener algo de desventaja (Hamilton 1979, pág. 204; véase
también Eberhard 1979,1980). Es la misma clase de fuerza que suele
operar en la selección sexual para el ornamento del macho. En este
caso, la presión de selección dependiente de la frecuencia se da a
favor de tácticas de apareamiento diferentes. Supongamos, por ejem­
plo, que algunos machos tienen territorios y atraen hembras hacia
ellos por medio de cantos elaborados. Entonces podría ser de provecho
a otros machos, llamados satélites, parasitar sus esfuerzos tratando
de interceptar las hembras que están en ruta hacia su territorio ardua­
mente conquistado. La variabilidad en las características sexualmente
seleccionadas está resultando ser muy común en una gran cantidad
de especies (v. gr. Cade 1979), a veces en niveles extremadamente
altos (v. gr. Harvey y Wilcove 1985). Y no nos sorprende. Los darwi-
nistas ya no la consideran como resultado de la selección débil. Por el
contrario, se espera por el mismo poderío de las fuerzas selectivas; el
impulso hacia la “mera” ornamentación no se considera ya como una
presión selectiva laxa.
Ahora vamos a la última distinción que el darwinismo clásico
hacía entre la selección natural y sexual: las adaptaciones sobriamen­
te utilitaristas del uno y los adornos ornamentales del otro. Sólo hay
que mirar hembras, decía Darwin, para ver cómo la características
sexualmente seleccionadas eran inútiles en otros aspectos de la vida:
“ sin armas, sin adornos o sin atractivos, los machos tendrían el
mismo éxito en la batalla por la vida y en dejar numerosa progenie,
en caso de que no hubiera presentes machos mejor dotados. Pode­

309
LA S U P E R A C I Ó N DE LOS F A N T A S M A S DEL D A R W I N I S M O

mos inferir que éste sería el caso para la hembras, que no están arma­
das, no tienen adornos y son capaces de sobrevivir y procrear su
especie” (Darwin 1871, i, pág. 258). Y lo que es más, los resultados
finales de la selección natural y de la selección sexual halaban típica­
mente en direcciones opuestas. Donde la selección natural favorecía
el camuflaje, ir con la corriente y los costos energéticos bajos, el gusto
de las hembras llamaba a los colores brillantes, a las estructuras extra­
vagantes y al comportamiento notorio. Este contraste entre lo útil y
lo ornamental se consideraba la diferencia más preponderante entre
la selección natural y la sexual. Al fin y al cabo, fue la extravagancia
barroca del adorno masculino lo que originalmente le planteó el
problema de la selección sexual a Darwin.
Las presuposiciones que subyacen a esta distinción son típicas
del darwinismo clásico. La selección sexual sí aceptaba que tenía que
ver con un trueque (entre la ventaja del apareamiento, por una parte
y la supervivencia junto con los restantes aspectos de lá reproducción,
por la otra); pero los costos en que se incurría por las adaptaciones
de la selección natural tendían a ser pasados por alto. Y las caracte­
rísticas sexualmente seleccionadas eran por lo general consideradas
características sin ningún “uso real” y aun dañinas para sus poseedores,
pero se daba por sentado que las adaptaciones de la selección natural
serían útiles para el que las portara.
Muchos darwinistas, a menudo bajo la influencia de un pensa­
miento vago a nivel de especie, llegaron a considerar esta generosidad
ornamental bajo una luz muy oscura. Las adaptaciones sexualmente
seleccionadas (junto con aquellas de otras fuerzas intraespecíficas) se
consideraban tan útiles para el individuo pero tan “egoístas”, que eran
malas para la especie, quizás tan malas que podrían llevar de modo
inexorable a la extinción. Los adornos del macho (y las armas desarro­
lladas por los machos al competir con las hembras) se consideraban
ayudas en interés propio para el éxito reproductivo de sus poseedores,
que ponían en peligro el bien colectivo. Éstas eran las consideraciones
de Konrad Lorenz:

la procreación selectiva puramente intraespecífica puede llevar


a... formas y comportamientos que no sólo son no adaptativos sino
que incluso podrían tener aspectos adversos en la preservación de la
especie... Si la rivalidad sexual... ejerce presión de selección no influida
por ninguna exigencia ambiental, puede desarrollarse en una direc­
ción que sea... irrelevante, cuando no positivamente dañina para la

310
EL ROSTRO CAMBIANTE DE LA SELECCIÓN SEXUAL

supervivencia... [que lleva a] formas físicas extrañas sin ningún uso


para la especie... La selección sexual de la hembra tienen a menudo...
resultados... que van muy en contra del interés de la especie (Lorenz
1966, págs. 30-2).

El faisán dorado, por ejemplo, “se ha metido en un callejón sin sáli-


da... estos pájaros nunca van a llegar a una solución sensata y ‘deci­
dirse’ a parar este sinsentido de una vez... Aquí... estamos ante un
fenómeno extraño, casi misterioso... Es la selección misma la que se
ha metido en un callejón sin salida que puede terminar fácilmente en
la destrucción” (Lorenz 1966, págs. 32-3). Julián Huxley declaró indig­
nado: “La selección intraespecífica es en su totalidad un mal biológico”
(Huxley 1942, pág. 484; véase también pág. xx). De acuerdo con él,
“la selección interespecífica obviamente promovería la ventaja bio­
lógica de la especie. La selección intraespecífica, por otra p arte-
podría... favorecer la evolución de características que sean inútiles o
aún perjudiciales para la especie como un todo... Los ejemplos más
extremos tienen que ver con la reproducción” (Huxley 1938a, pág. 22
véase también pág. 13); “el despliegue de características confinado a
un sexo podría ser... inútil o aún dañino para la especie” (Huxley
1942, pág. 484; véase también pág. 174). J. B. S. Haldane dijo de la
competencia intraespecífica en general y de la selección sexual en
particular (aunque en este caso no estaba implicado “el bien de la
especie” ):

el resultado puede ser biológicamente ventajoso para el indivi­


duo, pero en últimas desastroso para la especie... Es en la lucha entre
adultos de la misma especie donde los efectos biológicos de la com­
petencia son probablemente más marcados. Parece probable que
hagan que la especie como un todo sea menos exitosa para interactuar
con el medio... Los colores vivos y canciones de muchas especies de
pájaros... sirven para atraer al otro sexo... pero... se duda de su valor
para la especie en conjunto (Haldane 1932, págs. 120-8).

G. G. Simpson (1950, pág. 323) y Vérne Grant (1963, págs. 242-3)


llegaron a conclusiones similares. Y algunos comentaristas (aunque
generalmente no biólogos), siguen señalando la competencia intra­
específica y en particular la selección sexual, como única en este
respecto. De acuerdo con la filósofa Mary Midgley, la competencia
interespecífica “tiene que estar tajantemente limitada por la prudencia

311
LA S U P E R A C I Ó N DE LOS FAN TA S M A S DEL D A R W I N I S M O

y el sentido común... [mientras la competencia intraespecífica] puede


fácilmente resultar muy mala... Donde los motivos para la compe-
titividad son fuertes, es difícil que una especie se salga del... cuello de
botella” (Midgley 1979, págs. 132-3). Cari Bajema en su comentario
histórico sobre la selección sexual distingue las adaptaciones de la
selección natural, que son “benéficas para todos los miembros de la
especie, tanto como para el individuo”, de las adaptaciones de la
selección sexual, que son “benéficas para el individuo, pero dañinas
para otros miembros de la especie” (Bajema 1984, págs. 111,113; véase
también v. gr. págs. 110,146, 262).
Es cierto en realidad que los adornos de la selección sexual
podrían hacer a alguna especie más vulnerable para la extinción. Pero
no es lo peculiar de la selección sexual, ni siquiera de la selección
intraespecífica en general. Hay que admitir que de allí es de donde,
intuitivamente, vienen los más sorprendentes ejemplos. Pero, ¿qué
tiene de “prudente” o de “sensata” por ejemplo, una carrera armamen­
tista interespecífica? ¿No se serviría mejor a “la ventaja biológica de
la especie” si tanto presa como depredador “decidieran detener todo
este sinsentido de una vez” y llegar a una “solución sensata” ? Suponga­
mos que la especie presa simplemente aceptara rendir sus miembros
más débiles a los depredadores. Esto le salvaría a ambos bandos toda
la costosa inversión en músculos más y más poderosos, en más y
mejores armas, en armadura protectora y en aparatos para penetrar­
los. Si uno aplica el argumento de “ extinción” sistemáticamente, las
garras del águila y la velocidad de la pantera resultarían tener el
mismo “dudoso valor” de la cola del pavo real.
Y más en serio, es claramente un error de un impreciso pensa­
miento de nivel de especies presuponer que la selección natural tiene
interés en lo que es bueno para la especie, presuponer que las adapta­
ciones casi siempre serán buenas tanto para el individuo como para
el grupo, y que la selección intraespecífica es peculiarmente “egoísta”
si favorece las adaptaciones buenas para el individuo, pero malas para
el grupo. Como dijo Fisher, es inapropiado preguntar

“ ¿qué ventajas podría tener una especie cualquiera en la que el


macho peleara por las hembras y las hembras pelearan por los ma­
chos?...” La selección natural sólo puede explicar estos instintos en
cuanto son benéficos individualmente, y deja por completo abierta
la cuestión de si en conjunto son benéficos o dañinos para la especie
(Fisher 1930, pág. 50).

312
EL ROSTRO CAMBIANTE DE LA SELECCIÓN SEXUAL

Y aun Fisher no ha ido lo suficientemente lejos. Debemos bajarnos


del individuo, así como de la especie, para llegar directamente hasta
el gen, a fin de encontrar el único ente para el cual la idea “egoísmo”
es sistemáticamente apropiada. (Dicho sea de paso, la atmósfera domi­
nante del pensamiento de especie y de grupo fue probablemente una
gran barrera para que la explicación fisheriana de la selección sexual
fuera apreciada en todo su valor en su tiempo). Los genes tienen
“egoístamente” efectos fenotípicos que favorecen su propia réplica.
Que estos efectos también sean “buenos” para el individuo que lleva el
gen, para otros miembros de su grupo, para la especie, para la familia,
e incluso para miembros de otras especies, es un asunto contingente.
De hecho, aunque es clara la manera como los efectos fenotípicos
pueden ser buenos para los genes, no es obvio qué precisamente signi­
fica “bueno” para los otros casos. Lo que es “bueno para” el esfuerzo
reproductivo individual puede amenazar su supervivencia; lo que es
bueno para la distribución geográfica de una especie puede al fin
contribuir a su extinción.
La selección sexual, en particular el desboque fisheriano, no se ha
liberado de las sospechas de que es de alguna manera mala adapta­
ción. Ernst Mayr declaró que “las diversas formas de selección egoísta
(por ejemplo... muchos aspectos de selección sexual) pueden produ­
cir cambios en el fenotipo que difícilmente se pueden clasificar como
adaptaciones” (Mayr 1983, pág. 324). Un libro de texto de gran auto­
ridad -quizás el texto reciente de más autoridad- sobre biología de la
evolución asevera: “ La selección sexual desbocada es un ejemplo
fascinante de cómo la selección puede proceder sin adaptación... En
estos modelos la evolución de la preferencia de la hembra no es un
proceso adaptativo” (Futuyma 1986, págs. 278-9). Los editores de los
trabajos de un congreso reciente, con el mismo grado de autoridad
sobre selección sexual anotaban: “Una de las controversias más comu­
nes [sobre selección sexual] comienza con la falta de certeza sobre
qué tan ‘adaptativo’ podemos esperar que sea el mundo... La selección
sexual se ha convertido en un nuevo campo de batalla con relación a
los límites de la adaptación... Este asunto ha invadido casi todas las
discusiones (en el congreso)... y se propuso como el primero de los
cuatro temas principales” (Andersson and Bradbury 1987, págs. 2-3).
Stevan Arnold ha llegado inclusive a insistimos en que ésta es su­
ficiente base para perseverar en la distinción tradicional entre la
selección natural y la selección sexual: “Las estructuras que confieren
éxito para el apareamiento pueden obstaculizar al macho en la lucha

313
LA S U P E R A C I Ó N DE LOS F A N T A S M A S DEL D A R W I N I S M O

por la supervivencia: la selección sexual y la natural pueden ser pro­


cesos opuestos” (Arnold 1983, pág. 70; véase también págs. 68-71). Y,
como lo notamos antes, este sentimiento se refleja en el vocabulario
corriente, pues cuando se refieren a la selección sexual fisheriana lé
dicen también “no adaptativa”, “mal adaptativa” o “arbitraria”, en con­
traste con teorías “adaptativas” (sensatas). Por supuesto, uno no debe
ver en eso mucho más que la mera escogencia de palabras. Probable­
mente no intentan ser más que etiquetas convenientes, una manera
de aguzar la distinción entre selección por buen gusto y por sensatez.
Pero son palabras resonantes, y es posible que capten una tendencia
en el pensamiento actual y lo que es más, que lo refuercen.
La intranquilidad sobre la posición adaptativa tenía alguna justi­
ficación en el siglo xix. Al fin y al cabo, en el corazón mismo de la
teoría darwinista, el gusto de la hembra no se explicaba adaptativa-
mente. Y lo que es más, las características sexualmente seleccionadas
violaban la noción de que constituían una adaptación del siglo xix:
el pico de un pájaro carpintero y las semillas con plumillas eran
elegantes desde el punto de vista utilitario y obviamente benéficas
para quienes las portaban; la cola del pavo real y la canción de rui­
señor no lo eran. De modo que era comprensible que los darwinistas
del siglo xix, en especial los adaptacionistas convencidos como Walla-
ce, pensaran que los ornamentos masculinos no eran adaptaciones
respetables.
Pero Fisher cambió todo esto. Las explicaciones de Darwin-Fisher
dan cuenta tanto del ornamento masculino como del gusto femenino.
Y dan cuenta de ellos adaptativamente. Hay que admitir que las
adaptaciones fisherianas todavía podrían parecer a algunos claramente
contrarias a la intuición. Pero una délas contribuciones de Fisher fue
mostrar qué tan contrarios a la intuición pueden ser los resultados
de la selección, y ayudarnos a revisar nuestras intuiciones. Desde este
punto de vista es particularmente inapropiado que la selección sexual
de Darwin-Fisher haya terminado siendo llamada “mal adaptativa”,
¡sin mencionar lo injusto que es para con Fisher!
A propósito, es extraño que los darwinistas críticos del adaptacio-
nismo de línea dura sostengan que las características sexualmente
seleccionadas de Darwin-Fisher algunas veces son de algún modo
mal adaptativas meramente porque no son “sensatas”. Tales críticos
suelen acusar a los adaptacionistas convencidos de tener un punto de
vista panglossiano de las adaptaciones, el punto de vista de que la
selección siempre va a dar como resultado lo que es “mejor”. Pero

3i4
EL ROSTRO CAMBIANTE DE LA SELECCIÓN SEXUAL

cuando cuestionan la posición de las características sexualmente se­


leccionadas, ellos mismos están haciendo presuposiciones panglo-
ssianas con relación a cuán “sensatas” deben ser.
En el darwinismo moderno se desvanecen los contrastes de
Darwin entre la extravagancia de la selección sexual, sus trueques, y
lo dañina que es, con la utilidad de la selección natural, su eficiencia,
y sus beneficios. Todas las adaptaciones son compromisos; un true­
que entre apareamiento y depredación no es diferente en principio
de un trueque entre alimentación y depredación. Y la selección sexual
de ninguna manera es la única engendradora de adaptaciones dañi­
nas para el organismo que las lleva. Uno de los logros del darwinismo
moderno es haber revisado nuestras ideas sobre lo que constituye
una adaptación y sobre el ente que se beneficia de ella. No pensar
más en los picos de los pájaros carpinteros sino en los genes de los
parásitos manipuladores. La idea de que la selección, incluyendo la
natural, siempre opta por soluciones elegantes y utilitarias que son
“mejores” para quienes las llevan es un punto de vista del siglo xix.
Hoy en día, hasta los adaptacionistas más acérrimos no necesitan
sentirse incómodos con relación a las adaptaciones sexualmente
seleccionadas.
La selección sexual se convirtió en un campo para debates sobre el
alcance del darwinismo, una indicación diciente de qué tan hetero­
doxo se creía que era. Por un lado, pluralistas como Wallace miraban
la selección sexual como una herejía antidarwinista que amenazaba
desbancar la selección natural. Por el otro, darwinistas que se con­
sideraban pluralistas le daban la bienvenida a la teoría como una
alternativa a “nada fuera dé la selección natural”. Romanes, por ejem­
plo, declaró con satisfacción: “ Si alguien sostiene que la selección
sexual es una verdadera causa de... modificaciones, está obligado a
creer en que las innumerables... características se han producido sin
referencia a la utilidad (diferentes, por supuesto, a la utilidad para propó­
sitos sexuales), y por tanto sin referencia a la selección natural”
(Romanes 1892-7, ii, pág. 219). Consideró la posición de Wallace como
otro ejemplo de visión estrecha e intransigente:

la objeción de que los principios de la selección natural tienen


necesariamente que tragarse los de la selección sexual... subyacen en
la raíz de toda la oposición de Wallace a la teoría suplementaria de la
selección sexual. Muestra ser consistente consigo mismo al negarse a
considerar la evidencia de la selección sexual sobre la base de su an-

315
LA S U P E R A C I Ó N DE LOS F A N T A S M A S DEL D A R W I N I S M O

térior convencimiento de que en el gran drama de la evolución no


hay lugar para más actor que aquel que aparece en la persona de la
selección natural (Romanes 1892-7, i, pág. 3991).

Los prejuicios, que ya tienen cien años de edad, siguen vigentes.


Ésta puede ser la razón por la que aún hoy algunos darwinistas niegan
que la selección sexual sea sólo un caso especial de la selección na­
tural (por ejemplo, Arnold 1983, pág. 71). Pero ahora se está recono­
ciendo cada vez más que las disensiones tradicionles entre la selección
sexual y otras fuerzas selectivas se han acabado. La selección sexual
ciertamente trae más que su justa ración de propiedades extrañas.
Pero, desde un punto de vista centrado en el gen, todas caen dentro
del alcance de la selección natural. La selección sexual no necesita
seguir viéndose como la antítesis a la selección natural; el darwinismo
moderno da una vuelta a la página. La otra teoría de Darwin, parece
al fin, no ser tan “otra”.

Un.final feliz para la historia del pavo real

La teoría de la selección sexual ha tenido una carrera complicada.


Darwin la aplicó con mucha libertad. Detectaba la selección femeni­
na en la caída de una pluma. La reacción en contra de la teoría fue
tan lejos que el programa de Wallace de reducir la selección sexual a
la selección natural tuvo éxito durante casi un siglo. A lo largo de la
mayor parte de este período, la selección sexual permaneció en los
extramuros del darwinismo, despreciada, distorsionada o mal en­
tendida. La selección natural sufrió un eclipse parcial durante casi
medio siglo tras la muerte de Darwin. La selección sexual sufrió un
eclipse casi total por el doble del tiempo. A comienzos del siglo, por
ejemplo, una reseña de Vernon Kellogg, muy larga y muy en su favor,
sobre la teoría darwinista, despachaba la sección sexual como algo
“ahora desacreditado casi del todo” (Kellogg 1907, pág. 3). Veinte años
después, Erik Nordenskióld, en su historia de la biología (que de to­
das maneras era hostil al darwinismo) declaraba que la “doctrina de
selección sexual... no la abraza hoy en día casi ninguno de los ver­
daderos científicos” agregando, como prueba tácita de lo poco adecuada
que era, que, sin embargo, “la bibliografía de divulgación muestra
trazas de ella” y cita en particular el “entusiasmo” de Strindberg (Nor­
denskióld 1929, págs. 474-5). Uno de los pocos abogados de la selección
sexual durante este período, Edmon Selous, se quejaba de que había
316
UN FIN A L FELIZ PARA LA HISTORIA DEL PAVO REAL

sido totalmente suprimida: “Hice todo lo que pude para luchar por
la verdad científica y en realidad he exhibido una evidencia
inmensamente fuerte en favor de la teoría de Darwin de la selección
sexual. Pero me parece, sin embargo, que puesto que la teoría misma
está (oficialmente) sin respaldo, tal evidencia no se desea” (Selous
1913, pág. 98); dio como ejemplo un artículo en The British Bird Book
donde dice; “No hay referencia a ciertos hechos... que he registrado,
aunque contradigan lo que generalmente se asevera sobre el tema...
Nada se dice sobre la conducta de la hembra de las aves, que de ‘indi­
ferente5 no tiene nada, que muestra con tanta claridad su poder de
selección... tal como lo infirió Darwin, pero que todavía se niega de
manera tan constante” (Selous 1913, págs. 96-7). Con la llegada de la
síntesis moderna la selección natural se volvió a establecer. Pero la
selección sexual seguía siendo ignorada. Si miramos en el índice de
cualquiera de los textos clásicos de aquel período no la encontrare­
mos. Si las entradas del índice son medida de la importancia que se le
otorga a algo, entonces la selección sexual no estaba en la vanguardia
de las ideas. En Dobzhansky (1937), Simpson (1944,1953), y aún en
una revisión histórica reciente del período (Mayr y Provine 1980) es
evidente su ausencia; en Mayr (1942,1963) y Rensch (1959) se men­
ciona una vez; en Huxley (1942) se le da un tratamiento más largo:
dos páginas (págs. 35-7). La contribución de Fisher debió haber res­
catado la selección sexual de la oscuridad. Pero esto toma aún otro
siglo. ¿Por qué la teoría de Darwin -que hizo surgir tanto interés en
sus comienzos y lo ha hecho de nuevo en las décadas recientes- por
qué, durante los años que pasaron entre esas dos épocas sufrió una
carrera tan poco gloriosa?
A primera vista, la razón principal podría ser que la propia versión
de Darwin de la teoría dejó la selección de la hembra sin explicación.
Y sin explicación permaneció hasta que Fisher retomó el problema:

Si en lugar de considerar la existencia de la preferencia sexual como


un hecho básico, que se establece sólo bajo observación directa, consi­
deráramos que los gustos de los organismos, como sus órganos y
facultades, tienen que ser considerados como productos del cambio
evolutivo, gobernados por la ventaja relativa que tales gustos puedan
conferir, parece... que... una preferencia sexual de una clase particular
puede conferir ventaja selectiva y por tanto puede convertirse en algo
establecido en la especie (Fisher 1930, pág. 50).

317
LA S U P E R A C I Ó N DE LOS F A N T A S M A S DEL D A R W I N I S M O

Con el beneficio de una mirada retrospectiva de tipo fisheriano des­


de el presente, la omisión de Darwin en realidad se nos revela como
una brecha seria y obvia. Entonces sorprende darnos cuenta de que
difícilmente explica todo el rechazo de la selección sexual. Esta
objeción solamente desempeñó un papel relativamente menor en las
críticas de la teoría. Ésta es probablemente la razón por la que los
darwinistas no apreciaron la teoría de Fisher en la importancia que
tenía. Si uno no ve el problema, es muy difícil que valore la solución.
John Maynard Smith es desalmadamente franco sobre el poco im­
pacto del análisis que Fisher hizo: “En las extensas publicaciones que
marcaron el centenario de El origen de las especies, el único trata­
miento explícito de la selección sexual fue el de Maynard Smith
(1958a). Aunque yo describí un mecanismo posible para la selección
femenina en la Drosophila subobscura, es claro que no había leído o
entendido a Fisher” (Maynard Smith 1987, pág. 10).
Una razón más importante para haber hecho a un lado la selección
sexual es que siempre había despertado el miedo de ser antropomór-
fica, de llevar la idea de que los atributos humanos se le adjudicaban
injustificada a los animales. Era la selección femenina y, peor que
todo, el gusto estético femenino lo que demostró ser tan perturbador.
Tomemos la noción de escogencia. En lo que atañía a los darwinis-
tas del siglo x ix al menos, no es obvio por qué debían haberse sentido
tan incómodos por el hecho de que los pájaros, insectos y peces esco­
gieran sus compañeros. Hay que admitir que pocos de ellos siguieron
a Darwin en tratar a los humanos como otros animales. Pero en
términos generales no estaban en contra de dignificar a los demás
con hacerlos un poco como nosotros, mientras la analogía no fuera
demasiado lejos. Y, ciertamente, aplicaban la idea de selección a otras
esferas. Hablaban con toda tranquilidad de animales que escogían
entre diferentes alimentos o materiales para hacer los nidos o el
hábitat. Pero se ponían claramente incómodos ante la mención de la
selección de parejas. Por supuesto que habrían podido argumentar
que había presiones selectivas fuertes que hacían evolucionar la dis­
criminación del alimento, mientras el gusto de la hembra no surgía
por ninguna razón aparente, sin ninguna fuerza selectiva que la
llevará a mejorar, sin el desarrollo de una discriminación cada vez
más fina que proporcionara ventajas a la hembra o a su compañero.
Sin embargo, hemos visto que esta brecha explicativa difícilmente
preocupaba a los críticos del siglo xix. De modo que sorprende pen­
sar en qué se supone que radicaban las diferencias entre la selección
318
UN FIN AL FELIZ PARA LA HISTORIA DEL PAVO RE A L

del compañero y la selección de cualquier otra cosa. “ ¿Por qué eran


los juicios sobre los compañeros vistos comodogros mayores que el
juicio de un pájaro acerca de cuál huevo en un nido es de ella y cuál del
cucú, o el juicio de un camaleón sobre mimetizarse precisamente
contra su fondo? Encontramos a Wallace, por ejemplo, dudando de
que las aves pudieran seleccionar sus compañeros. Pero éste es el
Wallace que informó cómo escogen las aves comerse ciertos insectos,
evitando los que no les saben bien (Wallace 1889, págs. 234-8). Éste
era el Wallace que hacía énfasis en que las aves debían seleccionar sus
compañeros de entre sus propias especies más bien que de otras y, lo
que es más, usar marcadores arbitrarios para hacerlo. ¿Qué mecanis­
mos diferentes podría haber pensado que requeriría una selección
“de buen gusto” ? Hay que admitir que no podemos saber cómo se las
arregla un animal para discriminar entre su propia especie y otras;
pero, como dijo Fisher: “No es conjetura el hecho de que existe un
mecanismo diseriminativo y que sus variaciones serán capaces de dar
lugar a discriminaciones semejantes dentro de la propia especie”
(Fisher 1930, pág. 144). De nuevo encontramos a Wallace dudando de
si los pájaros podrían hacer discriminaciones entre diferencias muy
pequeñas. Pero éste era el Wallace que se maravillaba del parecido del
insecto con una hoja o una flor, un parecido tan estrecho que aun un
naturalista de su talla podría engañarse al examinar una “flor”, que
salía volando cuando él la tocaba. ¿Y cuál era la fuerza selectiva que
había producido una serie de adaptaciones tan perfectas si no la
discriminación visual de los pájaros?
Más tarde los darwinistas fueron más consistentes en su intran­
quilidad sobre la selección femenina. A la vuelta del siglo, “la ten­
dencia principal en los estudios comportamentales se dirigía hacia
las explicaciones mecanicistas y se apartaba de cualquier cosa que
oliera a antropomorfismo” (Maynard Smith 1987, pág. 10). La selección
de compañero cayó bajo sospecha junto con la selección de comida^
de hábitat o de cualquier otra cosa. De hecho, a pesar de las protestas
de una vigorosa minoría de otólogos, las primeras décadas del siglo
vieron algo así como un movimiento hacia la fisiología de laborato­
rio, alejada de cualquier cosa que tuviera que ver con el comporta­
miento. Sólo hasta cuando la etología comenzó a establecerse, entre
las décadas de 1930 a 1950, se desafiaron estos puntos de vista restrin­
gidos sobre otros animales. “Los animales son gente emocional de
inteligencia extremadamente pobre”, decía el eslogan predilecto de
una de las figuras más importantes del movimiento, Konrad Lorenz

319
LA S U P E R A C I Ó N DE LOS F A N T A S M A S DEL D A R W I N I S M O

(Durant 1981, pág. 177). Estos etólogos se veían a sí mismos como


personas que seguían rechazando firmemente el antropomorfismo,
pero que pensaban “que era posible entender los animales del mismo
modo que entendemos a nuestros compañeros hombres” (Durant
1981, pág. 186). Las dos tendencias paralelas del principio de conti­
nuidad de Darwin, comenzaron una vez más a tomarse en serio; Dar-
win no sólo había explicado “los pensamientos y acciones humanas­
en términos de instinto animal, [sino que también explicaba el com­
portamiento animal]... en términos de pensamiento y sentimientos
humanos... aun cuando bajaba la mente del hombre a la naturaleza,
Darwin subía la mente de los otros animales para que se encontra­
ran” (Durant 1985, pág. 291). La selección natural no fue retomada de
inmediato otra vez. Pero fue el comienzo de un clima más favorable
para ella.
A riesgo de parecer que trato de apoyar ambas partes, diré ahora
que la teoría de la selección sexual no requiere tal clima. No hay nada
necesariamente antropomórfico en que las hembras seleccionen sus
compañeros. Hablar de la selección femenina es sólo decir que ha
habido selección de genes que tienen el efecto de hacer que las hem-
bras se comporten como si estuvieran escogiendo. Tal punto de vista
no hace presuposiciones -antropomórficas o de ninguna otra clase-
sobre lo que produce el comportamiento ni sobre qué mecanismos
son responsables de este efecto. Un pavo real hembra puede pasar
por un proceso que es como nuestra comprensión humana de la
selección; y puede no hacerlo. Decir que las hembras “prefieren”
machos que les pueden dar hijos atractivos, es sólo decir que hay
ahora o ha habido en el pasado evolutivo diferencias genéticas en la
población que causan o han causado diferencias en el comporta­
miento; y que, por esas diferencias, algunas hembras tienen una
probabilidad mayor que otras de aparearse preferencialmente, de tal
manera que terminen “con hijos atractivos” ; esto es, hijos que se
beneficiarán de la misma clase de apareamiento preferencial. Así, al
igual que con cualquier teoría que tenga que ver con genes “egoístas”
(Dawkins 1981), la teoría de la selección sexual no requiere ningún
clima de antropomorfismo, pues no trata de animales que discriminan
sino de genes que discriminan, y sólo un pedante (Midgley 1979a)
llamaría a esto antropomórfico.
De hecho, las interpretaciones antropomórficas de selección de
pareja podrían incluso dificultar nuestra comprensión, al hacernos
pensar en términos de individuos en lugar de genes. Tomemos por
320
UN FINAL FELIZ PARA LA HISTORIA DEL PAVO REAL

ejemplo el análisis reciente que expusimos antes (cuando examiná­


bamos la noción de características epigámicas) sobre cuándo una se­
lección es en realidad una selección. ¿En qué punto, por ejemplo, la
competencia o la cohesión entre machos vuelve la selección femeni­
na activa en algo más pasivo, tan pasivo que ya ni siquiera se pueda
llamar escogencia ni, en realidad, su escogencia?
Si pensamos en términos de animales que hacen selecciones, es
difícil evitar tales preguntas (¡y difícil responderlas!). Pero si pensa­
mos en términos de genes y de sus efectos fenotípicos, podemos ser
capaces de esquivar estos problemas y mirar el asunto de escogencia
de manera más provechosa. Consideremos un modelo de cortejo en
el cual los machos fuerzan a las hembras. Mirado desde un punto de
vista de los individuos es sorprendente encontrar que un sexo termi­
ne siendo sistemáticamente manipulado. ¿Qué diablos sacan con ello?
Pero, desde un punto de vista genético, no hay sorpresa. Un gen para
manipulación de la hembra ejerce sus efectos fenotípicos (extendi­
dos) tanto en el macho como en la hembra. Si estos efectos confieren
una ventaja selectiva sobre las alternativas disponibles -una presu­
posición no improbable en este modelo- entonces el gen va a proli-
ferar. En general, podría m uy bien demostrar ser más esclarecedor
preguntarnos cómo ejercen estos genes su poder a través de los efectos
fenotípicos de cualquier sexo, que preguntar cuál sexo está “en reali­
dad” haciendo la escogencia. Con seguridad es ésta la cuestión más
interesante para los darwinistas. Si ya es suficientemente difícil encon­
trar qué constituye el libre albedrío en los humanos, ¿por qué com­
plicarnos la vida innecesariamente con la metafísica de la preferencia
de las hembras de los pavos reales?
Dado que la noción de selección no nos compromete con ninguna
noción de antropomorfismo, por fin están los darwinistas libres de la
noción asociada de gusto estético, que ha sido la otra objeción tradi­
cional a la selección. La insistencia de Darwin en que la selección de
pareja era estética provocó un coro de críticas desde sus días hasta los
presentes. Para los naturalistas del siglo x ix en particular, la noción
de que los animales “ inferiores” compartieran una experiencia tan
elevada como el sentido estético, ofendía sus sentimientos (¡en bue­
na medida estéticos!) sobre lo que era propio de “ellos” y de “nosotros”.
La estética se consideraba por lo general como una de esas áreas, como
la moral y la racionalidad, que podían evitar que otros animales se
nos acercaran tanto que no pudiéramos seguirnos sintiendo cómodos.
De manera que una de las mismas razones que atrajeron a Darwin a
321
LA S U P E R A C I Ó N DE LOS F A N T A S M A S DEL D A R W I N I S M O

la teoría de la selección sexual -que el gusto estético de la hembra


soldaba un vínculo en la cadena de la continuidad- la hacía repug­
nante a la mayor parte de sus contemporáneos (como hemos visto en
el caso de Wallace). A lo largo de la historia de la teoría, los defensores
bien intencionados de Darwin han argüido que él no presuponía el
sentido estético (o al menos, que no intentaba hacerlo), que la idea
sustentada por él era un invento de sus críticos y que la presuposición
de todas maneras era irrelevante en su teoría. Lloyd Morgan decía
que “Darwin ocasionalmente se expresa de modo descuidado sobre
el asunto”, pero que su teoría podría “desnudarse de todos sus
excedentes estéticos innecesarios” (Morgan 1896, págs. 218, 263). Y
algunos comentaristas han dicho algo muy parecido (por ejemplo,
Ghiselin 1969, pág. 218; Morgan 1896, pág. 263; O’Donald 1980, págs.
2-3, 5). Con una interpretación no antropomórfica de la selección,
este debate pierde su interés. Se reduce a la cuestión de cómo llamamos
a las cosas. Y todos sabemos que tales asuntos no son importantes, que
los nombres no importan y que es inútil pelearnos por palabras.
Después de cumplir mi deber de decir esto, voy, sin embargo, a
hacer de ello un problema, a convertirlo en un problema sólo esta
vez, a sugerir que al fin y al cabo sí deberíamos ir con Darwin y llamar
a una escogencia de macho de “buen gusto” darwin-fisheriana, una
escogencia estética. ¿Por qué? Porque esto nos ayuda a tener en cuenta
sus similitudes con el gusto estético humano, con el juicio y con la
moda, y sus diferencias de la selección sensata de Wallace. El modelo
de Fisher se parece más a los modelos de selección estética de los
humanos en que los criterios de selección tienen una cualidad de
autogobierno, de autonomía, de capricho, de belleza por la belleza;
es el gusto y sólo el gusto lo que pone los parámetros, sin referencia a
consideraciones utilitarias. Una cola es popular sólo porque es popular
y sólo a través de ese autorrefuerzo es como se mantiene la autopo-
pularidad de generación en generación. La propia versión dé Darwin
de esta teoría tenía menor justificación de llamarlo gusto estético.
Pero Fisher reinvindicaba la analogía de Darwin; cuando la teoría
darwinista aumentó con el análisis fisheriano, la descripción se
vuelve enteramente adecuada. Hay que admitir que la belleza puede
no estar en el ojo de quien la contempla; pero ciertamente está en sus I
genes. Todo esto hace un fuerte contraste con la selección de sensatez
wallaciana. No hay nada estético en la preferencia utilitarista de que
haya una buena cantidad de suministros alimenticios o inmunidad a
la enfermedad; allí no hay parámetros arbitrarios.
322
UN F I N A L FELIZ PARA LA HISTORIA DEL PAVO REAL

Y a propósito, mientras estamos en el tema de cómo describir la


selección femenina, notemos que se ha vuelto común hablar de las
“ hembras tímidas” (y de los “machos ávidos” ) (v. gr. Bradbury y
Andersson 1978, pág. 4). No puedo resistir preguntarme qué palabras
se emplearían si los papeles sexuales fueran los contrarios. ¿Se llamaría
a un inversionista o a un ejecutivo masculino tímido por no tirarse
de cabeza a la primera opción? Si los machos fueran quienes escogieran
a las hembras, serían ellos “tímidos”, o más bien discriminadores,
juiciosos, responsables, prudentes, con poder de discernimiento (y, a
propósito, ¿serían las mujeres “impetuosas”, o sinvergüenzas, frívolas,
locas y arrojadas?).
Ahora pasemos a una última influencia que trabajó contra la
selección sexual y que ya he examinado: la popularidad de la alterna­
tiva de la selección natural de Wallace. Este salirse de la selección sexual
refleja, - y en sí mismo contribuyó a ello-, la creciente preocupación
del darwinismo con el asunto del origen de las especies. Hemos visto
cómo podrían agruparse en dos los problemas que Darwin enfrentó:
adaptación y especiación. La adaptación había sido de gran impor­
tancia tanto para la teología natural predarwinista como para los
comienzos del darwinismo temprano. Pero este interés fue disminu­
yendo con el eclipse del darwinismo y en particular con el surgimiento
de la ortogénesis y el saltacionismo, teorías ambas que enfatizaban
los aspectos supuestamente no adaptativos de los organismos. Un
giro en el énfasis fue incorporado en el renacimiento del darwinismo.
Cuando Darwin renació con la síntesis moderna, lo central era el
problema de la especiación. En esta óptica, las cuestiones sobre se­
lección del compañero se reducían a la cuestión de las marcas de
reconocimiento de la especie, los mecanismos de aislamiento
etológico y otros por medio de los cuales se sabe que las especies se
establecen y se preservan (v. gr. Lack 1968, págs. 159-60; Mayr 1942,
pág. 254; Rensch 1959, págs. 11-12).
Aunque el surgimiento de la etología demostró de algunas mane­
ras ser favorable al estudio de la selección sexual, también reforzó su
tendencia a centrarse en las diferencias entre las especies más bien
que en las diferencias dentro de ellas. Gran parte del éxito de la tradi­
ción etológica radicaba en tratar el comportamiento no como una
variable sino como algo estereotipado dentro de las especies. Pero la
selección sexual trata de la variación intraespecífica: colas un poco
más largas, preferencias un poco más fuertes. Como el etólogo Peter
Marler ha dicho:

323
LA S U P E R A CI Ó N DE LOS F A N T A S M A S DEL D A R W I N I S M O

Todavía les debemos a nuestros progenitores etológicos la com­


prensión de que lo que parece al observador no iniciado como una
serie de movimientos que varían continuamente, demasiado caóti-
cos para ser manejados científicamente, suele tener, en su corazón,
acciones estereotipadas y específicas de la especie... [Pero la selección
sexual trata] del grado en que el comportamiento varía, dependiendo
de las mismas especies, y aún en la misma población. Esta variación...
es la materia prima sobre la cual pueden operar las fuerzas de la
selección sexual (Marler 1985, págs. ix-x).

Darwin aceptaba que concebir la cola del pavo real como un pro­
ducto de la selección femenina era un “una extensión tremenda”
(Darwin; F. y Seward 1903, ii, pág. 90). Pero nunca cedió en su insis­
tencia de que debiéramos extender nuestra creencia. “Mi convicción
del poder de la selección sexual permanece inconmovible” (Darwin
1871, segunda edición., pág. viii), dijo en el prefacio de la segunda
edición de El origen del hombre. Contrastan estas palabras con sus
dudas sobre la selección natural y son todavía más dicientes. Su
convicción permaneció inamovible hasta el final. Tal como Romanes
lo anotó,

; sus últimas palabras para la ciencia -leídas solamente unas


cuantas horas antes de su muerte en un encuentro de la sociedad
zoológica-fueron:
“ Quizás se me permita decir que después de haber sopesado con
cuidado y en la mejor de mis capacidades los diferentes argumentos
que se han adelantado contra el principio de selección sexual, sigo
firmemente convencido de su certeza” (Romanes 1892-7, i, pág. 400;
véase Darwin 1882).

Darwin confiaba en que al fin “la idea de la selección sexual [sería]...


más aceptada” (Darwin 1871, segunda edición, pág. ix). Ha tomado
más de un siglo, pero al fin su predicción demostró ser cierta. Un
final feliz para el cuento del pavo real; o quizás sea éste en realidad el
comienzo...

324
PA RTE 3

L A H O R M IG A
11
E L A L T R U IS M O A H O R A
El problema del altruismo

La selección natural es exigente, agotadora, implacable. Es intolerante


con la debilidad e indiferente al sufrimiento. Favorece al duro, al terco,
al sano. Uno puede esperar que los organismos moldeados por esta
fuerza lleven su sello, que sufran en su propia imagen, -se puede
esperar que estén comprometidos en la lucha, persiguiendo sus pro­
pios intereses, sin importarles los demás- Lo más seguro es que la
selección natural con seguridad aleje la caballerosidad y el autosacri-
ficio. El egoísmo sería el ganador.

El problema solucionado

Un pájaro da una llamada de alarma. Esto parece ser algo bastante


altruista: advertir a los demás el peligro, alertando peligrosamente al
depredador de su propia presencia. ¿Cómo podemos explicarlo? Si
adoptamos un punto de vista centrado en el organismo, no seremos
capaces. Y lo que es peor, si adoptamos uno grupal, o a nivel de espe­
cies, tampoco será demasiado fácil “explicar” todo, y acabaremos
empantanados en un lodazal que, como lo veremos pronto, permeó
el darwinismo, durante varias décadas. Pero si nos centramos en un
punto de vista basado en el gen, el problema desaparece, para nuestro
regocijo, ante nuestros propios ojos.
Consideremos primero la idea de la selección de parentesco (Fisher
1930, págs. 177-81; Haldane 1932, págs. 130-1, 207-10,1955, pág. 44;
Hamilton 1963, 1964, 1971, 1971a, 1972,1975, 1979; véase también
Dawkins 1979; Grafen 1985). Éste es el principio en que la selección
natural puede favorecer el acto de un organismo, brindándole ayuda
a sus parientes, aunque la ayuda sea costosa para el organismo
mismo. ¿Cómo funciona? Imaginemos un gen que tiene él efecto de
hacer que el organismo en donde se aloja se comporte de tal manera
que le ayude a copias suyas en otros organismos, por ejemplo, un
pájaro que da llamadas de alarma para ayudar a otros, pero sólo cuan­
do estos otros también tienen un gen que los lleva a comportarse del
mismo modo. Un gen que hiciera que quien lo lleva opere una polí­
tica como ésta, de ayuda diferenciada, podría, obviamente, si todo lo

327
EL A L T R U I S M O A H O R A

demás permanece igual, prosperar. Pero el problema es que la ayuda


debe ser diferencial; si a los pájaros que no tienen el gen de hacer
llamadas de alarma se les ayuda tanto como a aquellos que sí lo tienen,
la selección natural no va a favorecer a aquel gen. No es fácil que “un
gen” reconozca copias de sí mismo en otros individuos. Un modo de
aumentar la probabilidad de que el altruismo llegue sólo a su objetivo
buscado es, para decirlo de manera burda, mantenerlo en familia.
Si de alguna manera yo llevo un gen de comportamiento altruista,
entonces es más probable que mis parientes lo lleven, que cualquiera
otro, escogido al azar de entre la población. Mientras más cercano es
el parentezco más probable es que compartamos aquel gen; mientras
más distante sea el parentezco, mayor la probabilidad de que un miem­
bro al azar de la población lo tenga. Si pensamos en la distribución
probable de un gen altruista como éstos podremos ver cómo pueden
ser las preferencias de la selección natural. Si, por ejemplo, yo tuviera
que elegir entre salvar mi propia vida o la de dos hermanos o la de ocho
primos, entonces (con todas las demás condiciones iguales -siendo
esto una condición crucial-) la selección natural sería indiferente a
lo que yo debería hacer, pero si yo pudiera salvar a tres hermanos o a
nueve primos, entonces la selección natural favorecería este altruis­
mo de autosacrificio, y favorecería el que yo salvara a mis parientes
antes que mi pellejo. Un gen para una actitud altruista de salvar la
vida, en promedio, haría que proliferaran más copias de sí mismo
que el gen alternativo de aferrarse de modo no altruista a la propia
vida. Pero todas las otras condiciones tienen que ser iguales. La razón
por la cual no encontramos individuos que arriesguen sus vidas por
una buena cantidad de primos segundos es que es improbable que
sea práctico reunir esas hordas. Y la razón por la cual la ayuda con
tanta frecuencia va en una sola vía, aunque la relación genética sea
simétrica, es que hay asimetrías prácticas; los padres están en una
mejor posición de amamantar a los descendientes o de enseñarles a
volar que los descendientes de intentar lo contrario, y lo mismo es
válido para hermanos mayores que le ayudan a los menores, -lo cual
está bien, de lo contrario después de dar cada cosa habría que devol­
verla escrupulosamente-
De todos modos podemos ver que a pesar del nombre “selección
de parentesco” no hay nada mágico en ayudarle al pariente en lugar
de ayudarle a cualquiera otro. Se trata sólo de que la selección de los
parientes puede ser un método eficiente y práctico por medio del
cual un gen de altruismo puede practicar la discriminación. Las re-
328
EL P R O B L E M A SOLUCIONADO

glas de la discriminación no necesitan poder identificar a hermanos


y sobrinos como tales. En realidad podría ser algo muy simple: “ayúda­
le a aquellos que se han criado en el mismo nido que tú” o “ayúdale a
los que vuelan igual que tú” o (en especies que tienden a permanecer
en un sólo lugar) “ayúdale a tu vecino”
Abundan los ejemplos de la vida real. En varias especies de ardillas
terrestres (tales como la Spermophilus beldingi), las hembras, a dife­
rencia de los machos, viven cerca de sus parientes. Esto da vía libre
para la selección de parentesco. Y se nota que cuando las hembras
dan los llamados de alarma, actividad altamente peligrosa, discrimi­
nan en favor de sus madres, hermanas e hijas (Dunford 1977; Sherman
1977, 1980, 1980a). En la gallina natural de Tasmania ( Tribonix
mortierii), un grupo de cría a veces está conformado por dos machos
y una hembra. Resulta a veces que, cuando esto ocurre, los machos
son hermanos; cuando hay un exceso de machos es de gran ventaja
selectiva para los machos que se aparean compartir su pareja con un
hermano, en lugar de expulsarlo (Maynard Smith y Ridpath 1972). La
selección de parentesco, entonces, tiene algunas veces que estar com­
prometida en “ayudar con el nido” -dejando a un lado la procreación
propia y ayudando a la crianza de los descendientes de otros- lo que
se sabe ocurre en más de 150 especies de pájaros (Brown 1978; Davies
1982; Emlen 1984). En la mayoría de los casos (aunque no en todos (v.
gr. Ligón y Ligón 1978; Stacey y Koenig 1984)) los jóvenes del nido
son hermanos u otros parientes cercanos del que ayuda. Bajo ciertas
condiciones (por ejemplo, cuando hay pocos sitios de procreación
en el territorio) ayudar a criar a un pariente puede pagar mejores
dividendos que intentar procrear uno mismo.
Pero, ¿qué sucede si los beneficiarios no son parientes del animal?
¿Cómo podríamos explicar entonces el comportamiento altruista?
La reciprocidad es una respuesta. Lo que parece altruismo, en realidad
podría pagarle bien a los participantes. Podrían estar intercambiando
favores altruistas de tal modo que a todos les vaya mejor al cooperar
que como les iría al no hacerlo. Los costos de los buenos actos se com­
pensan por un buen acto que se hace a su vez. Pero, ¿cómo podría
resultar un arreglo tan cálido y benéfico para ambas partes? Para un
estratega darwinista egoísta esto está listo para ser explotado: cierta­
mente, la cooperación paga dividendos. Pero, ¿no pagaría mejores
dividendos la no cooperación? Lejos de evolucionar, es seguro que la
cooperación degeneraría en trampas, y los desertores se aprovecha­
rían de las buenas oportunidades de una fuente siempre en merma.

329
EL A L T R U I S M O A H O R A

Prisionero uno
Las ganancias son para el Prisionero uno

COOPERA REHÚSA COOPERAR

Bastante buena La mejor

COOPERA R: la recompensa por la T: la tentación de desertar


cooperación mutua
Sentencia de un año
Sentencia de dos años

Prisionero dos
La peor Bastante mala

C: castigo por traición P: el merecido del criminal


mutua
REHÚSA COOPERAR
Sentencia de seis áños
Sentencia de 10 años

El dilema del prisionero

Si todo el mundo cooperara, todo el mundo estaría mejor; pero el


mejor curso para un individuo es perseguir su propio interés; y así
todo el mundo inevitablemente acabará en una situación peor.
O así parece a primera vista. Sin embargo, se ve que tal pesimismo
no tiene bases. La manera correcta de mirar el problema es utilizando
la teoría de los juegos, como lo hizo el especialista norteamericano
en ciencia política Robert Axelrod junto con W. D. Hamilton, y como
fuera anunciado por Robert Trivers (Axelrod 1984, particularmente
págs. 88-105; Axerold y Hamilton 1981; Trivers 1971,1985, págs. 361-94,
particularmente págs. 389-92; véase también Dawkins 1976, segunda
edición, págs. 202-33). Axelrod 7 Hamilton buscaron un modelo bien
analizado en la teoría de los juegos, el dilema del prisionero, porque
capta exactamente el problema: la persecución racional del interés
individual, que lleva a todas a un resultado que nadie prefiere. Ima­
ginemos dos cómplices de un crimen, que esperan juicio. Cada uno
tiene ante sí dos opciones: cooperar con el otro, rehusando confesar,
o abandonar su alianza y confesar. Si ambos cooperan -mantenien­
do los labios sellados- entonces las autoridades no les pueden acusar
de mucho y a cada uno le dan una sentencia liviana (R: la recompen-
330
EL P R O B L E M A SOLUCIONADO

sa por cooperación mutua); si uno traiciona al otro y le da la eviden­


cia al rey, mientras el otro rehúsa hablar, entonces al que traiciona se
le premia con una sentencia aún menos fuerte (T: la tentación de
desertar) mientras el otro recibe la sentencia más dura (P: el merecido
del criminal); si ambos hablan, entonces cada uno recibe una sen­
tencia más suave de la que habrían tenido si hubieran mantenido un
silencio firme y solidario, pero más fuerte que la sentencia que a cada
uno le hubiera tocado por cooperación mutua (C: castigo por traición
mutua). Entonces, ambos tienen una escala para las preferencias. T.
R. C. P; T es el mejor resultado y P el peor. Notemos que en este juego
no hay suma cero. En un juego de suma cero mi pérdida es tu ganan­
cia, como si un banquero estuviera dividiendo una suma fija entre
los dos; en un juego de no suma cero, me puedo beneficiar sin que tu
pierdas; trabajando juntos, ambos podemos beneficiarnos a expen­
sas del banquero. Los prisioneros han de tomar sus decisiones sin
saber qué va a hacer el otro. ¿Gomo actuaría un prisionero racional?
Él acusaría independiente de lo que haga el otro prisionero, la
traición paga más que la cooperación. Su argumento sería así: “ Su­
pongamos que mi socio en el crimen coopera. A mí me puede ir
bastante bien, cooperando también (R). Pero me podría ir mejor
traicionando (T). Supongamos que, por el contrario, él me traiciona.
Entonces si yo coopero me va ir peor que si hiciera cualquier otra
cosa (P). Así que, debo traicionar (C). Yo espero que suceda lo mejor
(T), y evito lo peor (P).” Y puesto que ambos prisioneros razonan de
esta manera, ambos terminarán traicionando. De manera que aca­
ban optando por la preferencia de más bajo rango (C) que por la
preferencia de rango más alto (R). Éste es el dilema: es buen negocio
traicionar, sin importar lo que el otro haga; pero, sin embargo, si
ambos traicionan, entonces a cada uno le va menos bien que si ambos
hubiesen cooperado: “lo que es mejor para cada persona indivi­
dualmente lleva a la traición mutua, mientras que a todo el mundo le
hubiera ido mejor con la cooperación mutua” (Axelrod 1984, pág. 9).
Pero el dilema tiene una solución. Hemos hablado de una jugada
y no más; supongamos, sin embargo, que los participantes juegan
repetidas veces; supongamos que cada uno sabe que los dos con toda
probabilidad se encontrarán un número indefinido de veces. Su­
pongamos, para usar la potente metáfora de Axelrod, que el futuro
puede lanzar su larga sombra sobre el presente. Bajo tales condiciones,
la cooperación puede evolucionar. Consideremos, por ejemplo, la
estrategia de golpe por golpe: cooperar en el primer movimiento y

33i
EL A L T R U I S M O A H O R A

después copiar lo que el otro hizo en el movimiento previo. Golpe


por golpe no es nunca traicionar primero; es vengar la traición, trai­
cionando en el próximo movimiento, pero enseguida dejar que lo
pasado sea pasado. Resulta que esta estrategia altamente cooperativa
puede evolucionar, aun cuando inicialmente se encuentra con estrate­
gias de explotación, donde hay una fácil traición. Y puede ser estable
para no dejarse invadir por ellas. Si quiere poder salir adelante, una
proporción crítica de sus encuentros debe ser con cooperadores como
él mismo; de otra manera la estrategia siempre traicione va a evolu­
cionar, se va a volver estable. En resumen, para usar un concepto que
tocamos antes, golpe por golpe equivale a una estrategia evolutiva­
mente estable (EEE): una vez que él, o algo así, excede una frecuencia
crítica en la población, entonces (no estrictamente, pero para todos los
propósitos) tal estrategia será estable contra una invasión de cualquier
otro.
¿A qué se debe este éxito? Axelrod identifica varias propiedades;
en particular, ser “bueno” (nunca traicionar primero), “dejarse pro­
vocar” (que se vengue contra la traición) y no ser “rencoroso” (dejar
que el pasado pase y volver a la cooperación). La nobleza genera la
recompensa de la cooperación; el ser provocado desanima a la traición
persistente; y la capacidad de olvido lleva a brotes largos y reverbe­
rantes de recriminación y contra recriminación. La razón por la cual
una estrategia con estas propiedades puede ser tan exitosa es que cuan­
do juega contra otra estrategia semejante, entonces ambos jugadores
pueden obtener la recompensa por cooperación mutua (R) en cada
encuentro; pueden tomar ventaja plena de jugar un juego que no
suma cero para ayudarse el uno al otro a fin de obtener un puntaje de
promedio alto para cada uno de ellos. A diferencia de estrategias
menos cooperativas, éstas nunca recogen un pago espectacular por
la traición (T); pero tampoco bajan hacia esos pagos pobres donde
hay un sólo criminal o la traición mutua (P o C) que las estrategias
menos cooperativas con toda probabilidad infligirán uno al otro, a
menudo de un lado a otro, en recriminaciones cada vez mayores. En
la evolución, una estrategia se ve representada en una generación en
proporción a su éxito en la generación previa. De modo que mientras
más exitosa sea una estrategia de golpe por golpe, más probable será
encontrarla, y más probable será que disfrute de las ventajas de la
cooperación mutua. Y así es como del autointerés darwinista puede
evolucionar la cooperación; del egoísmo sale el altruismo.

332
EL P R O B L E M A SOLUCIONADO

Tal cooperación aparentemente ocurre entre las hembras de los


murciélagos vampiros (Desmodus rotundus) cuando regurgitan la
sangre que le sacaron a ciertos compañeros de percha que no encontra­
ron comida durante su búsqueda nocturna (Wilkinson 1984; véase
también Wilkinson 1985). Algunas veces los recipientes son los des­
cendientes u otros parientes, pero otras no tienen relación alguna;
resulta que en tales transacciones hay un gran espacio para la coope­
ración de tipo golpe por golpe. El futuro lanza una larga sombra; las
mismas hembras (parientes y no parientes, sin machos) a menudo
cuelgan de la percha juntas por muchos años. El costo de la regurgi­
tación es relativamente bajo cuando un murciélago es el donante, pero
el beneficio es relativamente alto cuando es un recipiente (porque el
valor de una comida se eleva significativamente con el tiempo transcu­
rrido desde la última comida; un murciélago bien alimentado
normalmente ha comido más de lo que necesita para sus requeri­
mientos, pero una vez que la pérdida de peso comienza, aumenta de
manera tan rápida que sólo se necesitan tres días para que un murcié­
lago muera de hambre). Son comunes los viajes para buscar alimento
que no tienen éxito y es igualmente probable que esto le suceda a
cualquier miembro de la percha (aparte de los murciélagos jóvenes, a
los que les sucede más a menudo), de manera que es probable que los
papeles de donantes y recipientes se alternen a menudo. Los indivi­
duos pueden reconocerse unos a otros; y, mientras más cercanos
sean dos murciélagos, más probable es que cada uno va a favorecer al
otro cuando regurgite. Gerald Wilkinson investigó minuciosamente
éstas y otras condiciones que se esperarían si los murciélagos estu­
vieran comprometidos en el dilema del prisionero con una solución
de tipo golpe por golpe. Llegó a la conclusión de que en realidad esto
era lo que hacían.
Es posible que en las golondrinas (Tachycineta bicolor) haya evolu­
cionado una relación de golpe por golpe entre adultos que se reprodu­
cen y no reproductores (ni parientes ni ayudantes) que se mantenían
cerca de los nidos de modo oportunista, esperando tomárselos
(Lombardo 1985). Los dos grupos generalmente practican restricciones
mutuas en lugar de comprometerse en uña agresión abierta; los padres
posiblemente logren ayuda defendiendo el nido y los que no procrean
posiblemente ganen información sobre lugares buenos para anidar.
Cuando Michael Lombardo simuló la traición de los no reproductores,
haciéndola aparecer como si dos pájaros disecados que había coloca-

333
EL - A L T R U I S M O A H O R A

do cerca del nido habían matado a dos pichones, los padres se vengaron
atacando los pájaros disecados; pero rápidamente “perdonaron” a los
aparentes traicioneros cuando sus pichones vivos les fueron devueltos.
Las mismas fuerzas pueden trabajar cuando los mandriles oliva
machos (Papio anubis), se juntan en coaliciones temporales (no
de parientes) contra opositores solos (Packer 1977); cuando los monos
vervet (Cercopithecus aethiops) están más deseosos de ayudar a otros
(de nuevo no parientes) si el individuo que solicita ayuda ha acicalado
al ayudador (Seyfarth y Cheney 1984); cuando las mangostas enanas
(Helogale párvula) hacen el papel de “nanas” (para los no parientes)
(Rood 1978); cuando los peces espinosos (Gasterosteus aculeatus) juntos
emprenden la peligrosa tarea de aproximarse a un depredador que
viene pisando con fuerza (Milinski 1987); y cuando parejas de peces
hermafroditas de los bancos de corales, el mero negro (Hypoplectrus
nigricans) se turnan, mientras ponen los huevos, en la alternancia de
ser el socio “macho” (baja inversión reproductiva), y el socio “hembra”
(alta inversión) (Fischer 1980).
Los altruistas recíprocos tienen que tener alguna manera de reco­
nocerse entre sí, una manera de discriminar en favor de aquellos que
hacen buenos turnos y contra los que no. Pero no necesitan un cerebro
demasiado desarrollado, o ningún cerebro, que maneje esto; como
hemos advertido, en el caso de la selección de parentesco cualquier
equivalente funcional a una discriminación inteligente servirá. Podría
ser un contacto constante entre dos especies mutuamente dependien­
tes, tales como el cangrejo eremita y su socia, la anémona de mar. O
podría ser un lugar único de encuentro, tal como los sitios confiables
adoptados por los peces que necesitan que les quiten los parásitos y
aquellos que se los quitan. De manera que los juegos del dilema del
prisionero no tienen que estar confinados a murciélagos, golondrinas
y monos. Aun los microbios y sus anfitriones podrían jugar. Axelrod
y Hamilton han especulado que el dilema del prisionero en esta clase
de análisis podría explicar por qué los microbios que son normalmente
benignos pueden de pronto volverse virulentos cuando su anfitrión
está fuertemente herido o tiene una enfermedad mortal. La sombra
del futuro de repente se encogió. Si el microorganismo necesita ser
infectivo para diseminarse a otros anfitriones, entonces es el momento
de aprovechar la oportunidad. Y quizás, lo han sugerido, los
cromosomas en la célula reproductora de una mujer pues hacen lo
mismo cuando ella llega al final de su vida reproductiva. Esto podría
explicar el aumento de cierta clase de defectos genéticos en los des-

334
EL p r o b l e m a s o l u c i o n a d o

¿Monstruo raro o desventaja egoísta?


El guanaco centinela (huanaco) (de The Naturalistin La Plata, de Hudson)
Mientras la manada pasta, un anim al actúa como centinela, estacionado en
una colina; a la aparición del peligro profiere un aullido de alarma agudo,
todos emprenden la huida al instante..: Son excitables y por épocas se
permiten actuaciones raras. Darwin escribe: “En las montañas de Tierra de
Fuego he visto más de un huanaco que, al aproximarme a él, no sólo gimotea
y chilla sino que brinca y corretea del modo más ridículo, al parecer desafian­
do un reto”. (Hudson, The Ná.turalist in La Plata)
335
EL A L T R U I S M O A H O R A

cendientes cuando se incrementa la edad materna. Un descendiente


que sufre del síndrome de Down, por ejemplo, tiene una copia más
del cromosoma 21. A medida que la sombra del futuro se acorta, a los
cromosomas que antes habían cooperado limpiamente en la lotería
de la división celular les iría mejor traicionando para anular el punto
muerto del cuerpo polar e instalarse en su lugar en el núcleo del óvulo.
Pero la traición también podría engendrar traición. Y el resultado
final -desafortunadamente para la víctima humana tanto como para
los cromosomas que quedarían presos de la doble traición- sería un
cromosoma extra en la descendencia.
La selección de los parientes y la cooperación recíproca altruista
son dos explicaciones del altruismo bien establecidas ya. Una expli­
cación heterodoxa es la teoría de la desventaja de Amotz Zahavi. Ya
hemos visto que es una explicación, en contra de la intuición, de la
espectacularidad sexualmente seleccionada. Cuando se le aplica al
altruismo, la teoría de la desventaja pone el mundo patas arriba y nos
deja desconcertados. Consideremos un pájaro -Zahavi estudió el
tordo árabe (Turdoides squamiceps)- que actúa como centinela. ¿Hace
esto, no obstante el peligro que corre, para ayudar a sus parientes o
para ser recíproco con los favores? No, dice Zahavi; de ninguna ma­
nera (1977,1987, particularmente págs. 322-3,1900, págs. 122,125-9).
Es que al hacerlo se ayuda a sí mismo, ¡y a causa del peligro! “Miremos
lo que soy capaz de hacer”, le dice el tordo a sus compañeros. “ Soy
fuerte y sano y suficientemente fisto para llevar la carga de deberes
del centinela, para asumir los costos y aún ser capaz de sobrevivir. Y
usted puede confiar en eso; sólo un individuo de alta calidad podría
darse el lujo de ponerse en una desventaja tan grande.” De manera
que los tordos positivamente “compiten para... reemplazar a otros
miembros fiel grupo como centinelas, en lugar de dejar que los otros
derrochen su tiempo y su energía” (Zahavi 1987, pág. 323). ¡Uno casi
los puede ver haciendo chistes el uno con el otro sobre el deber de
vigilancia, escogiendo para sí el lugar más peligroso, y la vigilia más
larga, la hora más caliente del día! Difícil como sea de tragarnos esto,
ya hemos visto en el contexto de la selección sexual que en teoría
puede haber beneficios sustanciales en exhibirse para ganarse la
confianza, aunque ésta exija costos altos.
Finalmente, es ésta la explicación más siniestra del comporta­
miento de autosacrificio. Tenemos que considerar la posibilidad de que
el comportamiento realmente sea de autosacrificio: el de una víctima,
de un peón, el instrumento de otro. Ya hemos encontrado la idea de
336
EL P RO BLEM A SOLUCIONADO

que un organismo manipula a otro para ventaja del manipulador: el


desgraciado camarón que se rinde a los depredadores, el canario hem­
bra que se va sin resistencia tras la canción del macho. Quizás algu­
nos altruistas sean en realidad altruistas, quizás estén actuando contra
sus propios intereses, bajo la influencia de genes que están en el orga­
nismo ajeno, danzando a la tonada de la evolución de otro. Si éste es
el caso, su altruismo es la expresión fenotípica extendida de aquellos
genes. Y son ellos los que hacen rebatiña de los beneficios selectivos.
Consideremos a los anfitriones no deseosos de un cucú, que se sa­
crifican a sí mismos y a sus propios descendientes para satisfacer los
exigentes hijos putativos. Podríamos mirar su comportamiento sólo
como un error, o una adaptación cuyo propósito se ha pervertido, un
nicho ya listo que el cucú usa para sus propios fines más que para los
que la selección natural “busca”. En este análisis, el comportamiento
del cucú se explica adaptativamente, pero no así el del anfitrión. Su
altruismo no es más que una aberración temporal, el resultado de un
lapso de tiempo inevitable en la carrera armamentista entre los cucús
y sus víctimas; al fin, la especie anfitriona probablemente desarrolle
defensas contra este parasitismo, y sus explotadores, que tendrán que
mejorar su engaño para encontrar una especie nueva e ingenua que
tome la carga del cuidado paternal (Brooke y Davies 1988). Ésta es
una manera de ver las cosas.
Sin embargo, podríamos mirar el comportamiento de los anfi­
triones como una adaptación, que beneficia a los cucús, el efecto
fenotípico adaptativo de un gen manipulativo en el cuerpo de un
cucú (Dawkins 1982, págs. 54,55, 67-70, 226-7, 233, 24). También en
este análisis podría haber una carrera armamentista en la cual los
anfitriones luchan por tener mayor control sobre su propio destino y
los cucús por afianzarse más o por pasarse a una presa más fácil. De
hecho, parecería que desde este punto de vista esperaríamos positi­
vamente que los anfitriones devolvieran el golpe. Al fin y al cabo, no
ganan nada; de hecho, es un sacrificio total: dar todo y no recibir
nada. Parece poco menos que un escándalo darwinista que la selec­
ción natural permita que los cucús tengan éxito. Pero nuestra indig­
nación estaría fuera de lugar. No deberíamos mirar a los anfitriones
como perdedores sistemáticos, aun si están condenados a nunca
deshacerse de sus opresores. Puede muy bien haber una asimetría
en el poder de las fuerzas selectivas que actúan sobre los cucús y so­
bre los anfitriones. Del lado del anfitrión puede que no se justifique
el costo de invertir en adaptaciones contra la manipulación; gastar

337
EL A L T R U I S M O A H O R A

una temporada criando un cucú no necesariamente tiene que ser


fatal para el éxito reproductivo, y de todas maneras podría ser un
acontecimiento extraño para un miembro individual de la especie
anfitriona. Por el contrario, podemos esperar que los cucús den una
lucha evolucionada fuerte, porque para ellos la carrera es asunto de
vida o muerte. “ El cucú desciende de una línea de ancestros, cada
uno de los cuales ha engañado exitosamente a un anfitrión. El anfi­
trión desciende de una línea de ancestros, muchos de los cuales
pueden no haberse encontrado nunca un cucú en su vida, o pueden
haberse reproducido exitosamente después de haber sido parasitados
por uno” (Dawkins 1982, pág. 70). De manera que los cucús proba­
blemente le deben parte de su victoria al principio de la “comida por
la vida” : “el conejo corre más rápido que el zorro, porque el conejo
corre por su vida mientras el zorro sólo corre por su comida” (Daw­
kins 1982, pág. 65).
El “principio de vida-comida” ilustra el punto más general sobre
la carrera armamentista y la manipulación. Si hay cualquier asimetría
en el poder de las fuerzas selectivas que actúan sobre ambas partes, si
las fuerzas que afectan al manipulador son más críticas y, más
limitantes que las que afectan al manipulado, entonces la selección
natural con toda probabüidad no rescatará al explotado de su explo­
tación. “ Si el manipulador individual tiene más que perder al no
manipular que la víctima individual al no resistir la manipulación,
entonces debemos esperar ver manipulación exitosa en la naturaleza.
Debemos esperar ver a animales que trabajan por el interés de los
genes’ de otro animal” (Dawkins 1982, pág. 67).
Pensemos otra vez en el pájaro que da el llamado de alarma. Qui­
zás está manipulando a sus compañeros. Hay que admitir que está
llamando la atención hacia sí mismo al alertar a los otros. Pero al
mismo tiempo puede estarse proporcionando protección al desper­
tar a sus compañeros para que lo acompañen en el peligroso vuelo
hacia la seguridad (Charnov y Krebs 1975; Dawkins 1976, págs. 182-3).
En este ejemplo los otros pájaros podrían estar ganando algo de ven­
taja, aunque también están siendo utilizados. Pero la manipulación
puede ser absolutamente egoísta. La guardia aparentemente altruista
puede estar levantando una falsa alarma que ponga a los otros a
hacer un buen turno aunque no se hagan ningún bien a sí mismos. Se
han encontrado en la selva del Amazonas al menos dos especies de
pájaros (Lanío versicolor y Thamnomanes schystogynus) que hacen esto
(Munn 1986). Buscan insectos en bandadas de especies mezcladas;
338
EL P RO BLEM A SOLUCIONADO

los miembros individuales de aquellas dos especies actúan como cen­


tinelas de sus respectivas bandadas. Se alimentan en buena medida
de insectos que el resto de la bandada ha extraído. Si el centinela da
una falsa alarma cuando está escarbando para conseguir el mismo
insecto que un miembro de otra especie, entonces otro pájaro se dis­
trae y hay más probabilidades de que el centinela acabe consiguiendo
la comida para él. ¿Por qué permiten esos otros pájaros que los en­
gañen? De nuevo, la respuesta radica en la asimetría de las fuerzas
selectivas, las ganancias útiles de hacer trampa ocasionalmente
frente al posible peligro fatal de no tomar todas las alarmas en serio.
Manipulación puede ser lo que hay detrás del efecto Bruce, la
capacidad que tiene un ratón macho de provocar un aborto (por el
olor de una feromona* en su orina) en una hembra que ha sido pre­
ñada por otro macho y traerla rápidamente hacia el estro de manera
que esté lista para aparearse con él. Los darwinistas han quedado
perplejos sobre la significación adaptativa de este comportamiento
(v. gr. Wilson 1975, pág. 154). El beneficio para el macho es obvio. Pero,
¿qué ventajas tiene para la hembra su aparente autosacrificio? Bien,
tal vez ninguno (Dawkins 1982, págs. 229-33); tal vez la ventaja adap­
tativa sea para los genes del ratón macho, genes que tienen su expre­
sión fenotípica extendida en la obediencia fácil de la hembra. Quizás
es una carrera armamentista que ella está condenada a “perder”.
Noten, a propósito, que todos los ejemplos de manipulación son
diferentes al del parásito del camarón, en su proximidad íntima* aun­
que se asemejan al de los canarios macho y hembra en su separación
física. El cucú, el pájaro que da la llamada de alarma, el ratón macho,
todos estos manipuladores trabajan por medio de la acción genética
a distancia. No viven dentro de sus víctimas; no controlan sus cuerpos
por medio del contacto físico directo. Ejercen su poder a control
remoto, tocando en los órganos sensoriales de aquellos a quienes
manipulan, en su sistema nervioso central, en su cerebro. El cucú,
por ejemplo, a diferencia del parásito del camarón, no vive dentro
del cuerpo del anfitrión:

* Feromona: sustancia química que al ser liberada por un animal influ­


ye sobre el comportamiento o el desarrollo de otros individuos de la misma
especie (N. del E.).

339
EL A L T R U I S M O A H O R A

de manera que tiene menos oportunidad de m anipular la


bioquímica interna del anfitrión. Tiene que basarse en otros medios
para su manipulación, por ejemplo las ondas sonoras y las ondas
luminosas... Usa un bostezo luminoso supernormal para inyectar su
control al sistema nervioso de la curruca de la caña a través de los
ojos. Usan un chillido estridente de súplica para controlar el sistema
nervioso del animal a través de los oídos. Los genes de los cucús, al
ejercer su poder de desarrollo sobre los fenotipos del anfitrión, tie­
nen que basarse en la acción a distancia (Dawkins 1982, pág. 227).

Se puede decir que con la manipulación al fin hemos encontrado


el altruismo verdadero, aunque involuntario. Con la selección de pa­
rentesco, la cooperación recíproca o la propaganda de las desventajas
hay un beneficio para el altruista o para la copia de sus genes altruistas.
Con la manipulación, las experiencias altruistas sólo cuestan (aunque
quizás un costo que en sí mismo sería demasiado valioso eliminar).
Pero esta manera de mirarlo resulta ser demasiado centrada en el
organismo. El que se beneficia del altruismo en cada caso es el gen
para el altruismo. Que ese gen resulta siendo llevado por el organis­
mo a que ejecute el acto altruista es algo que no le interesa a la selec­
ción natural. Todo lo que le interesa en cuanto tiene que ver con la
selección natural es que la expresión fenotípica del gen debe ser de
ventaja selectiva para el gen mismo (comparándolo con sus alelos,
las otras alternativas que podrían haber sido seleccionadas). Así que,
desde un punto de vista centrado en el gen, la manipulación resulta
no ser un caso especial. Esto se puede ver fácilmente (aunque, debo
admitirlo, con bastante tedio) describiendo exactamente cómo fun­
ciona cualquier gen para el “altruismo”. En la selección de parentesco,
el gen del “altruismo” ayuda a las copias de sí mismo en los parientes
cercanos; en la propaganda de las desventajas y la cooperación recí­
proca, se ayuda a sí mismo a través de la expresión fenotípica en el
organismo que lleva el gen, y en la manipulación fenotípica extendi­
da, se ayuda a sí mismo a través de la expresión fenotípica en otro
organismo. En este análisis es difícil ver por qué quisiera uno señalar
la manipulación como algo especial.

El “altruismo” vuelto a analizar

Prometí que en un enfoque del problema del altruismo basado en el


gen, el problema del altruismo se disolvería. El darwinismo moder-
340
EL “ALTRUISM O ” VUELTO A ANALIZAR

. no ha demostrado ser un disolvente tan poderoso que debo, para


apreciar lo que se ha logrado, recordar de qué se trataba este alboroto
y, mostrar de dónde surgió la dificultad en primer lugar.
El problema se originó con una aseveración central del darvinis­
mo clásico: “ Cada estructura e instinto complejos... [deben ser]... útiles
para el poseedor” ; la selección natural “nunca producirá nada que
sea dañino para sí mismo, porque ella actúa solamente por y para el
bien de cada uno” (Darwin 1859, págs. 485-6, pág. 201; véase también
v. gr. págs. 84, 86,95,199,233,459,485-6). Esto descarta el altruismo
y el sacrificio del yo en aras del otro. Pero, ¿qué debe incluir el altruis­
mo? ¿El cuidado materno?, o ¿es el éxito reproductivo una buena parte
del autointerés darwinista de modo tal que la maternidad se considera
como “útil para su poseedor” ? Y si la ayuda al vástago no es altruista,
¿por qué insistir en que la ayuda a otro pariente lo es? Y, más aún, la
cuestión no era sólo quién consigue ayuda sino cómo. Algunos ani­
males son caníbales; ¿debe considerarse altruista el que se abstengan
de comerse a los vecinos? Algunos pájaros echan a sus hijos del nido;
¿debe considerarse altruista el no hacerlo? Es claro que, como se vio
por primera vez, el problema del altruismo estaba lejos de ser preciso.
Estaba alimentado por un pensamiento centrado en el organismo,
por una tradición etológica más o menos desarticulada de lo que se
consideraba “normal” (amamantar a los descendientes, sí; comérselos,
no... bueno, casi nunca); y por las expectativas hobbesianas acríticas
de que los organismos darwinistas podrían abrirse a garrotazos su
camino hacia la inmortalidad evolucionista, por medio de la pura
fuerza bruta.
Solamente una vez que esto se solucionó se pudo ver el problema
con claridad. Sólo con el punto de vista retrospectivo, centrado en el
gen fueron capaces los darwinistas de formular con nitidez lo que
realmente podría considerarse altruista, y por qué. El resultado re­
vela lo mal orientadas que las intuiciones antiguas podrían estar:

Considerem os una m anada de leones que despedazan una


presa. Un individuo que coma menos que lo que su fisiología requie­
re, de hecho se comporta altruistamente hacia los otros a quienes les
corresponde más comida, como resultado de lo anterior. Si estos otros
fueran parientes cercanos, tal control podría ser favorecido por la
selección de parentesco. Pero la clase de mutación que podría llevar a
reprimirse con este tipo de altruismo podría ser simplemente ridicu­
la. Una propensión genética a tener los dientes malos podría volver

341
EL A L T R U I S M O A H O R A

más lento el ritmo de masticar carne de un individuo. El gen de los


dientes malos, podría ser, en el pleno sentido técnico, un gen de al­
truismo, y en realidad podría ser favorecido por la selección de
parentesco (Dawkins 1979, pág. 190).

¿Son altruistas las caries dentales? ¡No era ni mucho menos éste el
modo como originalmente se había visto el autosacrificio, y sin em­
bargo su lógica es innegable!
La diversidad de soluciones al problema del altruismo ha desper­
tado la sospecha de un buen número de críticos de que la empresa
explicativa está de pie sobre bases falsas (v. gr. Midgley 1979a, págs.
440; Sahlins 1976, pág. 84). Esta impresión posiblemente se base en la
idea de que hay una sola característica que unifica el fenómeno, de
donde se sigue que debe haber una solución simple y unificada. No la
hay y de todas maneras no se sigue.
Inspirados en el reciente interés por el altruismo, los biólogos han
comenzado a detectar un caudal de comportamientos de apariencia
altruista, previamente invisibles para los ojos darwinistas. De hecho,
comienza a murmurarse que el emperador tiene un traje nuevo:

Ha surgido en la biología la consoladora suposición de que lá


naturaleza en realidad no es “ roja en colmillo y garra” ; que los ani­
males por lo general se comportan de una manera altruista, o por lo
menos cortés, hacia los demás miembros de su propia especie y que
aquellos que pertenecen a una misma especie rara vez se hacen da­
ños serios. Hasta qué punto está esto dejado de la verdad... [por el
grado] de canibalismo en las poblaciones naturales (Jones 1982, pág.
202).

Una queja como éstas habría sido impensable a lo largo de la mayor


parte de la historia del darwinismo. Durante un siglo el comporta­
miento altruista casi no se analizó; hasta hace poco, la mayor parte de
los darwinistas ni siquiera apreciaban que el altruismo planteaba un
problema. ¿Qué sucedió durante todo ese tiempo?

342
f V

12 ---
E L A L T R U ISM O D E A N T A Ñ O

La más cruel naturaleza

Estamos enfrentados a un enigma. Hay discrepancia entre el “rojo en


colmillo y garra” de la naturaleza y el deseo de autosacrificio que
numerosos animales despliegan. El enigma consiste en por qué a los
darwinistas les tomó tanto tiempo reconocer esta discrepancia. ¿Por
qué sólo en recientes décadas muchos han ido considerando el
altruismo como un problema? Los darwinistas esperaban, cosa típica
en ellos, que los animales fueran crueles, implacables y egoístas, y no
gentiles, suaves y benignos. Pero al mismo tiempo, incluso los natu-
rabstas del siglo xix, conocían un impresionante repertorio de actos
altruistas. ¿Por qué, entonces, no se convirtió el altruismo en una
anomalía destacada para el darwinismo?
Gomo un primer paso a la solución, miremos las presuposiciones
de fondo de que la naturaleza es “roja en colmillo y garra”. Es compren­
sible que los darwinistas esperaran que el orden natural fuera de­
sagradable y no hermoso. Al fin y al cabo, los genes están en el mundo
para ayudarse a sí mismos; y aun pensando sólo en organismos, como
los darwinistas tradicionalmente lo hacían, y concediendo el noble
barniz de un poco de ayuda calculada a los otros (particularmente a
la descendencia), el darwinismo sigue teniendo que ver con un uni­
verso de individuos interesados en sí mismos, individuos que se abren
paso en el mundo más que todo a expensas de otros seres vivos. Ade­
más, vale la pena recordar que, aun sin entrar en las estrategias refina­
das de aspecto altruista que examinamos en el capítulo anterior, los
organismos darwinistas que batallaban por la existencia no necesaria­
mente tenían que estar comprometidos en un combate implacable e
incesante. Es cierto que la frase “lucha por la existencia” evoca una
imagen de encuentros sangrientos, guerras a muerte, el triunfo del
fuerte y el débil aplastado bajo sus patas. Pero aun en la visión más
simple de la selección natural, ella también tiene que ver con la ma­
nera de ganarse la vida, de usar los recursos, tácticas para la supervi­
vencia y reproducirse dentro de ciertas limitaciones. Y los modos que
tienden hacia esos fines necesariamente parecían, al menos en la su­
perficie, despiadados y egoístas. La lucha puede ser un asunto de cómo
explotar mejor los recursos, más que de cómo monopolizarlos: “ De
una planta en los límites del desierto se dice que batalla por la vida

343
EL A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

contra la sequía” (Darwin 1859, pág. 62). La lucha puede ser conducida
principalmente no por medio de encuentros armados o tomas pe­
rentorias, sino por el camuflaje sutil, la alimentación nocturna o
simplemente acostándose a ras de suelo. De manera que el interés
por sí mismo no necesita parecer brutal y fuerte; podría venir en
multitud de estilos. Esta interpretación más amplia era lo que Dar­
win quería que su teoría abarcara: “Empleo el término lucha por la
existencia en un sentido amplio y metafórico, que incluye la depen­
dencia que un ser tiene de otro” (Darwin 1859, pág. 62). Da como
ejemplo la planta del desierto. De hecho, escogió el término prefi­
riéndolo a su frase original: “ La guerra de la naturaleza”, porque era
más probable que comunicara su sentido más amplio (Stauffer 1975,
págs. 172,186-8,569).
Sin embargo, aun para Darwin y Wallace las connotaciones de
guerra, explicablemente, ganaron la batalla. Ambas introducen la idea
de la lucha por la existencia al hacer énfasis en que estamos mal diri­
gidos si pensamos que la naturaleza tiene una disposición amable:

Para la mayor parte de las personas la naturaleza parece ser cal­


mada, organizada y pacífica. Ven a los pájaros cantar en los árboles, a
los insectos revolotear sobre las flores, a la ardilla trepar a las copas
de los árboles, todos los seres vivos en estado de salud y vigor, disfru­
tando de una existencia alegre. Pero no ven... los medios como se
producen tal belleza, armonía y disfrute. N o observan la búsqueda
diaria y constante de comida, el fracaso para obtenerla, que puede
significar debilidad o muerte; el esfuerzo constante de escapar de los
enemigos; la batalla siempre recurrente contra las fuerzas de la natu­
raleza. Estas batallas de cada hora de cada día, esta guerra incesante,
sin embargo, son el mismo medio por el cual se producen la belleza,
la armonía y el disfrute... La impresión general del observador ordi­
nario parece ser que los animales y plantas salvajes vivieran pacífica­
mente sus vidas y tuvieran pocos problemas... Este punto de vista, en
todas partes y en todos los tiempos, es claramente falso... En la natu­
raleza se da una competencia continua, con guerras y batallas... (Wa­
llace 1889, págs. 14, 20, 25; véase también Darwin 1859, pág. 62).

En esta tónica, ambos (con toda razón) rechazaban la idea de Lyell de


un balance feliz y de un equilibrio en el número de las especies, hacien­
do hincapié en la batalla como el proceso que Lyell debía haber pro­
puesto. “Cuando las langostas devastan grandes regiones causando la
344
LA MÁS CRUEL NATURALEZA

muerte de animales y del hombre, ¿para qué decir que se preserva el


equilibrio? [¿Son] las hormigas de azúcar de las Indias Occidentales
[así como] las langostas, que según el señor Lyell han destruido ocho­
cientos mil hombres, ejemplo del equilibrio de las especies? Para la
comprensión humana no hay un equilibrio sino una lucha en la cual
uno extermina al otro” (Wallace, escribiendo aproximadamente en
1856, Species Notebook (1855-9), págs. 49-50, manuscrito, Sociedad
Linneana de Londres; citado en McKinney 1966, págs. 345-6). Darwin
concebía que en algunos ejemplos la palabra “equilibrio” era más
apropiada que la palabra “guerra”, pero llegó a la misma conclusión
de Wallace sobre ella: “en mi mente expresa demasiada aquiescencia”
(Stauffer 1975, pág. 187).
La interpretación de Darwin y Wallace, y no es de extrañarse, se
convirtió en el punto de vista darwinista normal. Era una indicación
de cuán normal se convirtió la voz de disentimiento que elevó una
minoría de darwinistas que objetaban fuertemente una imagen tan
feroz de la naturaleza y quienes querían que se pusiera mayor énfasis
en los aspectos comunales de la lucha por la existencia (Montagu
1952 documenta este movimiento). Estos críticos fueron más o menos
una tradición alternativa, que repudiaban el enfoque en la compe­
tencia y hacían énfasis en el papel de la cooperación en la evolución.
Uno de los primeros representantes de esta manera de pensar, ahora
más conocido por sus actividades políticas, pero así mismo entusiasta
geógrafo y naturalista, es Peter Kropotkin. El siguiente comentario,
aparecido en su Mutual Aid (1902), un libro que todavía consideran
los miembros de su escuela como clásico (v. gr. Montagu 1952, págs.
37-8) es una expresión característica de esta visión:

A este libro se le puede objetar que tanto los animales como los
hombres están representados bajo un aspecto demasiado favorable;
que insiste en sus cualidades sociales, m ientras sus instintos
antisociales y de dominio casi no se tocan. Sin embargo, esto era ine­
vitable. Hemos oído hablar tanto últimamente de la dura e incle­
mente lucha por la vida (que se decía cada animal llevaba a cabo
contra todos los demás...) y ciertas aseveraciones se han vuelto un
artículo de fe tan fuerte, que era necesario, primero que todo, propo­
ner una amplia serie de hechos que mostraran la vida humana y ani­
mal bajo un aspecto algo diferente (Kropotkin 1902, pág. 18; véase
también 1899, ii, págs. 316-18).

345
EL A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

La cruel naturaleza
La araña suramericana comedora de pájaros con su presa
Contemplamos el rostro de la naturaleza iluminado de la dicha... olvidamos
que los pájaros que ociosos cantan en nuestro alrededor viven, en su mayor
parte, de insectos o semillas, y que por ende destruyen la vida, o no recorda­
mos en qué cantidad estos cantantes, o sus huevos, o sus nidos, son destruidos
por pájaros y fieras depredadoras. (Darwin, E l origen )

Los escritos de Kropotkin y otros como él mostraban que se veían a sí


mismos como opositores explícitos de la posición dominante, y una
y otra vez contrastaban sus puntos de vista con lo que describen como
el “canon ortodoxo” o la “doctrina recibida” (Montagui952, págs. 43,
49). Que, a propósito, muchos de ellos atribuyen a una injustificada
aceptación de las presuposiciones malthusianas (v. gr. Kropotkin 1902,
pág. 68), influencia que tocaremos más adelante. Algunos de estos
346
LA MÁS CRUEL NATURALEZA

pensadores han defendido un darwinismo poco claro 7 refinado. Pero


su queja en realidad atestigua cómo era interpretada la teoría
darwinista por la mayoría de las personas.
Otra indicación de que la dura lucha se había convertido en la
interpretación normal es el hecho de que el darwinismo se asociaba
con un punto de vista ético riguroso de tal manera, que algunos
darwinistas sintieron la necesidad de negar el vínculo. Darwin y
Wallace aceptaban que la lucha por la existencia por lo general impli­
caba muerte violenta y súbita, combate y dolor; sin embargo, estaban
deseosos de borrar cualquier impresión de que la selección natural
fuera una fuerza cruel. Repudiaban explícitamente tales exageraciones
éticas, sosteniendo, con toda razón, que quienes las mantenían esta­
ban aprovechándose de la teoría de manera injustificable. Darwin se
ocupa, en El origen, de terminar el capítulo sobre la lucha por la
existencia con esta tranquilizadora frase: “Cuando pensamos en esta
lucha nos podemos consolar con la certeza de que la guerra de la
naturaleza no es incesante, de que no se siente miedo, de que la muerte
generalmente es pronta, y de que el vigoroso, el sano y el feliz sobre­
vive y se multiplica” (Darwin 1859, pág. 79). Wallace consideraba que
el aspecto ético se entendía tan mal hasta aquel entonces que hacía
necesaria una reflexión extensa basada en estas mismas ideas (Walla­
ce 1889, págs. 36-40). Concluía que la imagen del poeta de “La natu­
raleza roja en colmillo y garra” .. es un retrato donde sedee el mal por
medio de la imaginación (Wallace 1889, págs. 40). El intento de po­
nerle un lente color de rosa a la cara inaceptable de la lucha de la
naturaleza fue, a propósito, un ejercicio normal en la historia de la
naturaleza predarwinista y en la teodicea del creacionismo utilitarista
(véase v. gr. Blaisdell 1982; Gale 1972; Young 1969). Darwin y Wallace
estaban andando por senderos muy hollados.
Diversas influencias se combinaron para reforzar esta dura visión
de la naturaleza “roja en colmillo y garra”. Una fue el fracaso del darwi­
nismo clásico en hacerle justicia al comportamiento social, porque esto
predispuso a los darwinistas a interpretar la lucha por la existencia
como nada más que individuos enfrentados contra un medio
inmisericorde. Recordemos que en el pensamiento clásico los otros
organismos, incluso los coespecíficos, tendían a ser considerados más
como parte estática del fondo que como seres sociales. De manera
que la lucha por la existencia era la lucha contra los elementos. Los
organismos egoístas obtenían sus logros al cazar, evitar o comerse a
otros, no al compartir o cooperar con ellos. El darwinismo clásico

347
E L A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

trae a la mente con más facilidad imágenes de depredadores feroces


desmembrando las desafortunadas presas que a un miembro de un
grupo social de animales acicalando pacíficamente a otro.
Una segunda influencia que reforzaba esto fue la fecundidad
propia, aparentemente irresponsable, de la naturaleza, la “superfe-
cundidad”. De acuerdo con la teoría darwinista, los individuos se
multiplican y sus números se mantienen a raya por las arremetidas
de la selección. Pero este principio sólo nos indica la sorprendente y
prodigiosa fertilidad que es casi universal en los organismos. Darwin,
por ejemplo, hizo algunos cálculos (Darwin 1859, pág. 64) con rela­
ción a los elefantes, que se creía eran los animales que más lento pro­
creaban (lo que ahora se describiría como seleccionados tipo K* en
oposición a seleccionados tipo r, esto es, entre otras cosas, que adop­
taban una estrategia reproductiva que busca la calidad más que la
cantidad); concluyó, en un estimativo conservador, qué una sola pa­
reja, sin ninguna restricción, podría poblar la tierra con 15 millones
de elefantes en 500 años (para cifras revisadas véase Darwin 1869,1869a;
Peckham 1959, pág. 148). La idea de que la naturaleza podría optar
por una tasa prodigiosa de reproducción recibió un sorprendente
apoyo empírico del trabajo del biólogo alemán C. G. Ehrenberg en la
década de 1830, durante el período en que Darwin estaba desarro­
llando su teoría (Gruber 1974, págs. 161-2). Sus hallazgos sobre los
microorganismos causaron gran impresión en Darwin. En sus cua­
dernos comentó: “ Guando uno lee en el trabajo sobre las infusorias
de Ehrenberg acerca de la enorme producción -millones en pocos
días- uno duda de que un animal pueda en realidad producir efecto
tan grande” (de Beer et al. 1960-7,2 (3), [C] 143). Y, “un animalículo
invisible en cuatro días podría formar dos piedras cúbicas (14 libras)”
(de Beer et a l 1960-7,2 (4), [D] 167). Darwin también se vio obligado
a advertir esta generalizada superfecundidad por los escritos de
Thomas Malthus y otros autores a quienes admiraba (algunos en la
tradición malthusiana), tales como su abuelo Herasmus Darwin,
Charles Lyell y el explorador y erudito del mundo natural, el alemán
Alexander von Humboldt (Gruber 1974, págs. 161-3,174). Por supuesto,

' * r y k son parámetros demográficos. Las especies tipo r, también llama­


das estrategas r, son especies oportunistas, pioneras y colonizadoras. Las es­
pecies tipo k, conocidas como estrategas k, son especies estables que se ca­
racterizan por vivir en hábitats plenamente desarrollados (N. del E.)
348
LA MÁS CRUEL NATURALEZA

una tasa alta de reproducción no necesariamente implica un com­


portamiento agresivo e implacable, en particular porque gran parte
de la destrucción se da en las primeras etapas de la vida. Sin embar­
go, era inevitable que le arrojara una luz aún más fuerte a la selección
inherente a la teoría darwiniana. Y lo que es más, a los darwinistas les
parecía que las consecuencias duras predichas por Malthus para los
humanos se aplicaban aún con mayor fuerza en el mundo no huma­
no porque la tasa de incremento era por lo general mucho más alta.
Gomo decía Wallace: “ Los animales [poseen...] poderes de aumen­
tarse de dos a dos mil veces más que los humanos; [así]... la destruc­
ción anual siempre presente también debe ser este mismo número de
veces mayor” (Sociedad Linneana 117). Los darwinistas del siglo x ix
también conocían la idea de superfecundidad gracias a la teología
natural (véase v. gr. Grinnell 1985, pág. 61), aunque en esta escuela
ésta se asociaba, obviamente, con la benevolencia de la naturaleza,
con lo que se limpiaba, por ejemplo, el aparente mal de la depreda­
ción (v. gr. Paley 1802, págs. 476,479-81), o se suministraba evidencia
de plenitud (supuestamente, un signo del esquema unificado de Dios).
Tercero, el legado de Malthus también alimentaba la deprimente
visión que los darwinistas tenían de la naturaleza. El pesimismo
permeó el punto de vista malthusiano y se introdujo en el darwinismo
junto con la idea de la lucha por la existencia. El pensamiento
malthusiano tuvo una poderosa influencia en el desarrollo de la teo­
ría darwinista. Darwin y Wallace le atribuían el descubrimiento de la
importancia de la lucha a Malthus más que a otro pensador cual­
quiera. Y la lucha malthusiana era, sin duda, cruel y dura. Por su­
puesto que el darwinismo podría haber incorporado la idea de lucha
al mismo tiempo y rechazar tales connotaciones tan extremas. Pero
parecía haber razones lógicas para no hacerlo. De hecho, también a
la luz de la teoría malthusiana el mundo natural se revelaba más cruel
y duro que la sociedad humana descrita por Malthus. Bajo el punto
de vista de Darwin, la descripción de Malthus de los frenos sobre el
crecimiento de la población humana servían para hacer un énfasis
más claro sobre la extrema dureza e inevitabilidad de los frenos sobre
otros organismos que, a diferencia de los humanos “civilizados” (y
hasta cierto punto menos “ salvajes” ) eran impotentes para mitigar
los efectos de tales frenos mejorando la agricultura, la vivienda o los
hospitales. La lucha por la existencia, decía Darwin, “es la doctrina
de Malthus aplicada con fuerza multiplicadora a todo el reino vegetal
y animal; porque en este caso no puede haber incremento artificial

349
EL A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

del alimento, ni freno prudente al matrimonio” (Darwin 1859, pág.


63). Y así, como lo decía Wallace: “ las hambrunas, las sequías, las tor­
mentas 7 las inundaciones invernales tendrían un efecto aún ma­
yor en los animales que en los hombres” (Sociedad Linneana 1908,
pág. 117). De acuerdo con Malthus la sociedad humana podía ser
deprimente; de acuerdo con Darwin y Wallace la naturaleza “no civi­
lizada” lo era aún más.
De paso para los darwinistas, éste es sólo uno de los modos como
la sociedad humana malthusiana se diferencia de la esfera no huma­
na. Este punto tiene que ver con la aseveración de que los darwinistas
tomaban, intacta, la teoría malthusiana, incluso con sus múltiples
implicaciones políticas (v. gr. Young 1970,1971). Muchos comentaris­
tas, el más notable de los cuales fue Marx (Meeki953, pág. 25), han
sostenido, con toda razón, que la teoría malthusiana desviaba la aten­
ción de las causas políticas del sufrimiento humano porque se las
atribuía a la “inevitables” “leyes de la naturaleza” (aunque toda la idea
de Malthus era que estaba en nuestro poder prevenir lo “inevitable” ).
Sin embargo, parece que Darwin y Wallace encontraron en la teoría
malthusiana no los factores sociales disfrazados de “naturales” sino
una teoría social que tenían que “naturalizar”. Tomemos como ejemplo
los pasajes de Malthus que Wallace seleccionó porque lo impresiona­
ron más (hay que admitir que fue 60 años más tarde). Sorprende ver
cuán pocos son los frenos naturales sobre las poblaciones humanas y
cuántos los producidos por el hombre. Las hambrunas, la enfermedad
y la mortalidad infantil pueden parecer acontecimientos naturales,
pero en los casos que Malthus cita son invariablemente causados por
la intervención humana. La escasez de alimento y agua, por ejemplo,
se deben al saqueo, la quema de campos y el secar los pozos, o por el
daño a los sistemas de irrigación cuando los gobiernos tiránicos y
opresivos engendran inseguridad sobre la propiedad; la mortalidad
infantil es en parte resultado de la opresión patriarcal, pues las mu­
jeres mataban sus hijas para salvarlas de un destino tan negro como
el suyo propio. De manera que los frenos sobre la población son ene­
migos mayores que los elementos, las fuerzas sociales y políticas, y la
economía de la naturaleza. Wallace dice, después de leer estos pasajes
de Malthus: “ Entonces vi que la guerra, el saqueo y las masacres entre
los hombres estaban representadas por los ataques de los carnívoros
contra los herbívoros, y los más fuertes contra los más débiles de los
animales” (Sociedad Linneana 1908, pág. 117). Como lo sugieren estos
ejemplos, las mismas propiedades que determinan quién ha de florecer
350
LA MÁS CRUEL NATURALEZA

y quién se va para el paredón son del todo diferentes en los mundos


darwinistas y malthusianos. De hecho, existe el punto de vista (v. gr.
Bowler 1976; Hirst 1976, págs. 20-1; Manier 1978, págs. 77-8) de que la
idea de una selección sistemática basada en la variación que ocurre
entre los individuos, que es fundamental para la teoría darwinista,
está ausente de la malthusiana, donde su contraparte es una selec­
ción en su mayor parte indiscriminada.
Se debería decir que los historiadores han cuestionado las propias
aseveraciones de Darwin y Wallace sobre la influencia de Malthus en
su pensamiento (véase v. gr. Bowler 1984, págs. 162-4; Herbert 1971;
Manier 1978; Schweber 1977; Vorzimmer 1969) y es ciertamente posible
que no desempeñara el papel directo que le atribuyen. Sin embargo,
se debe recordar lo profundo que fue el impacto del pesimismo
malthusiano sobre el pensamiento de comienzos del siglo xix (Young
1969). Aún el empalagoso optimismo de Paley y los Bridgewater
Treatises estaba matizado como respuesta a este punto de vista. Y el
“rojo en colmillo y garra” de Tennyson no era una descripción del
punto de vista darwinista; el poema, publicado en 1850, era anterior
a Darwin y reflejaba el punto de vista sobre la naturaleza que era
común tanto fuera como dentro déla ciencia de la época (Gliserman
1975). Darwin y Wallace, no menos que sus contemporáneos, fueron
herederos de esta negra tradición.
Como una posible cuarta influencia, se asevera comúnmente que
el laissez-faire económico empujó al darwinismo a una interpreta­
ción dura y sin atenuantes de la naturaleza. Tal vez la filosofía econó­
mica sí influyó las teorías darwinistas (Schweber 1977,1980), pero no
es obvio que esta influencia esté particularmente de acuerdo con la
visión de una naturaleza dura. La mayor parte de los economistas de
tipo laissez-faire hacían énfasis en la benevolencia de “la mano oculta”.
A sus ojos, el resultado final de la competencia era más benigno que
cruel y su modelo de la sociedad era fundamentalmente optimista.
De hecho, se les ha criticado ampliamente por haber extraído con­
clusiones tan color de rosa. Marx, irónicamente comparaba la ho­
nestidad de Malthus con la evasividad de estos economistas que
sostenían que no hay un conflicto real de intereses de clase bajo el
capitalismo (v. gr. Meek 1953, págs. 124,164).
Finalmente, se ha sugerido, aunque en forma menos generalizada,
que la naturaleza darwinista refleja no sólo las teorías contemporá­
neas sobre la sociedad humana sino también el modelo de vida del
capitalismo Victoriano (véase v. gr. Bernal 1954, págs. 457-8, 748;

35i
EL A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

Bowler 1976,1984, pág. 164; Gale 1972; Harris 1968, págs. 105-7; Ho
1988, págs. 119-20; Montagu 1952, pág. 31; y probablemente de modo
más irónico que serio, Marx en Meek 1953, pág. 173). Pero esto presu­
pone que los darwinistas veían el rostro del capitalismo como algo
feo. Existe la visión de que, por el contrario, el espíritu prevaleciente
de las clases privilegiadas, a las cuales todos pertenecían, era de opti­
mismo: la presuposición de que la lucha estaba coronada por el pro­
greso y que el progreso aliviaba el sufrimiento (Schweber 1980, págs.
271-4).

El altruismo no detectado

En este contexto de “rojo en colmillo y garra” uno muy bien podría


esperar que el altruismo se considerara un problema serio. Nos parece
que aununa mirada muy superficial a la naturaleza haría surgir dudas.
Al fin y al cabo, los naturalistas eran conscientes de que había compor­
tamientos que parecían ser altruistas: el acicalamiento, el compartir
la alimentación, la defensa. Pero el problema del altruismo casi no se
discutía y ciertamente no se analizaba de modo sistemático. ¿Por qué?
Si miramos retrospectivamente las primeras fases de la teoría dar-
winista, un factor emerge de inmediato: su incapacidad de apreciar
los costos. Como hemos visto, el darwinismo clásico estaba muy orien­
tado a detectar las ventajas adaptativas, pero era relativamente malo
para divisar las desventajas. Pero en el caso del altruismo, a menos
que las desventajas para el individuo que realizara el acto altruista
fueran reconocidas, no parece haber ningún problema. Lo que hace al
altruismo anómalo es que implica, o parece hacerlo, costos netos para
el altruista. Cuando se pasan por alto estos costos o se subestiman en
gran medida, el altruismo no parece ser una dificultad. Además, el
darwinismo clásico, como lo hemos advertido, le prestaba poca aten­
ción al comportamiento social. Pero es en la esfera social, más que en las
adaptaciones estructurales que fueron por tanto tiempo la principal
preocupación del darwinismo, donde uno intuitivamente esperaría
que se encontraran las formas más sorprendentes de altruismo (aunque
la idea de qué constituía un acto altruista era vaga). Se ha sostenido
que: “El molesto problema del altruismo era... el obstáculo más grande
en la teoría darwinista del comportamiento social” (Gould 1980a,
pág. 260). Podría igualmente decirse que la débñ teoría del compor­
tamiento social del darwinismo clásico era una barrera para que se
reconociera al altruismo como problema.
352
EL ALTRUISMO NO DETECTADO

Hemos visto estos rasgos del darwinismo clásico ilustrados de una


manera más general en la primera parte del libro, y en los capítulos
finales veremos en detalle qué impacto tuvieron sobre el tratamiento
del altruismo. Por ahora, deseo traer a la luz un desarrollo importan­
te en la historia, que hasta ahora hemos tocado sólo de manera
tangencial. Este desarrollo desempeñó un papel crucial primero en
esconder y después en revelar el altruismo como problema que era
necesario resolver. Era la idea de apelar a un nivel más alto en el fun­
cionamiento de la selección, apelar a un bien mayor.
Las adaptaciones se dan para el bien de... ¿qué? Hemos visto que
de acuerdo con el darwinismo moderno se dan para el bien de los
genes, de los que son los efectos fenotípicos. Y de acuerdo con el
darwinismo clásico, se dan por lo general por el bien de los indivi­
duos que los llevan. Por lo general, pero no siempre. Durante el siglo
XX, otra corriente de pensamiento se fue abriendo camino paulati­
namente al interior del punto de vista clásico. Éste consistió en la
idea de que las adaptaciones podrían ser no por el bien del individuo
sino del grupo, población, especie o algún otro nivel mayor que el
individual. Consideremos una vez más ahora el pájaro que emite la
llamada de alarma. Para el darwinista centrado en el organismo, tal
comportamiento es altruista, mal adaptativo y problemático. Para el
darwinismo centrado en el gen, es altruismo meramente aparente, es
adaptativo, y no plantea problema alguno. Ahora mirémoslo desde el
punto de vista de la interpretación del “bien mayor”. La llamada de
alarma es altruista y sin embargo adaptativa porque el beneficio
adaptativo recae no en el individuo altruista (o en el gen que hace la
llamada de alarma), sino en el grupo, la población o la especie de la
cual el altruista es miembro.
Este nivel más alto, la manera de pensar en un bien mayor, se
puede encontrar en el darwinismo desde el principio; veremos ocasio­
nales ejemplos de ello incluso en Darwin y Wallace. Pero se generalizó
en las generaciones posteriores de darwinistas, más o menos desde la
década de 1920 hasta la mitad de los años sesenta. Desde esta época,
entonces, la teoría darwinista fue opacada por un doble, un nivel más
alto, en el que se creía que trabajaba la selección, un nivel que estaba
por encima de los intereses de los meros individuos. Y en el abrazo
generoso de este bien mayor, quedaba fácilmente abarcado el proble­
ma del altruismo.
O eso fue lo que se creyó. Hoy en día tal conclusión nos parece
sorprendente. A la luz de la teoría darwinista corriente sobre el pro-

353
EL A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

blema del altruismo -las soluciones que acabamos de revisar- salta a


la vista que, lejos de resolver el problema, esta idea del bien mayor
sólo lo agudiza más. El autosacrificio bondadoso está muy predis­
puesto a la invasión del egoísmo; son los beneficiarios egoístas quienes
sobrevivirán, prosperarán y estarán representados en las generaciones
futuras, no aquellos que renuncien a las necesidades vitales o aun a la
vida misma en aras de los otros.
¿Por qué no fue igualmente obvia esta misma idea para los muchos
darwinistas (en la década de los sesentas, muchísimos) que sostenían
este punto de vista? La razón es curiosa. Aunque el pensamiento de
un bien mayor tuvo influencia, rara vez era más que un marco teórico
vago, a menudo muy poco explícito, cuando no desarticulado por
completo, y muchas veces ni siquiera reconocido conscientemente.
Lejos de ser una alternativa bien estudiada contra la selección a nivel
individual, era a menudo tan difuso y nebuloso que difícilmente
merece el nombre de teoría alternativa. Como veremos en más detalle
en los siguientes cuatro capítulos, el recurso para bien del grupo, de
la especie o de algún nivel más alto llegó a ser tan laxo y tan equívoco,
que a menudo no somos capaces de decir exactamente qué tenían sus
autores en mente.
A juzgar por lo que dicen, estas teorías del bien mayor hacen algu­
nas aseveraciones atrevidas. Consideran que la selección natural es
capaz de actuar no sólo sobre los organismos (o genes) sino sobre
grupos enteros, no seleccionando entre alelos alternativos, sino entre
poblaciones alternativas, preservando o dejando en el olvido a grupos
enteros de organismos, con la mayor parte de los cambios en las fre­
cuencias de los genes ocurriendo sólo como efectos secundarios “no
buscados”. Tal selección actúa sobre adaptaciones propiedad sólo de
los grupos, que no pueden ser reducidas a las de sus miembros. Y
estas adaptaciones, aun si a veces se dan en favor tanto del individuo
como del grupo, también pueden estar en oposición a lo que la selec­
ción natural favorecería a nivel individual. Los individuos se pondrán
en peligro para que otros puedan vivir, pasarán hambre para que
otros puedan comer. La selección natural puede pasar atropelladamente
sobre las pequeñas adaptaciones de los individuos, impermeable a la
lucha individual, fijando su mente, en su lugar, en algo más elevado,
pronunciando juicios sobre la armonía adaptativa a niveles mayores,
recompensando a los grupos que promueven el “bien mayor” y
penalizando a aquellos cuyos miembros persiguen sólo sus propios
fines egoístas. A primera vista, entonces, son aseveraciones atrevidas.

354
EL A LT R U ISM O NO D E T E C T A D O

Pero no debemos tomar los términos como “el bien del grupo” (o
especie, o lo que sea) como signos de un desafío explícito a la ortodo­
xia. Muy a menudo fueron empleados con alegre inocencia. A veces,
de hecho, no llegaron a ser más que un mero giro lingüístico, una
forma de decir que en realidad no quería implicar más que “el bien
del individuo”. A veces tenían que ver con la selección a un nivel más
alto, pero a menudo se ve que esta aseveración era ingenua, exenta de
toda noción de que la selección de esta clase implicaría un alejamiento
radical del funcionamiento normal de la selección natural y requeri­
ría un mecanismo radicalmente diferente para guiarla.
Durante varias décadas, entonces, los darwinistas desplegaron sin
darse cuenta una extraña mezcla de ortodoxia y heterodoxia. Algunas
veces, muy pocas, predicaban y practicaban al mismo tiempo la orto­
doxia de nivel individual de Darwin, Wallace y sus contemporáneos.
Otras, las aceptaban sólo de labios para afuera, mientras confiaban
demasiado en las nociones del “bien mayor”. Y gran parte del tiempo
hacían uso alegre y fio apologético de explicaciones de nivel mayor,
aparentemente inconscientes de que violaban principios ortodoxos;
es más, aparentemente inconscientes de en qué consistía la ortodoxia
en realidad.

Desde cerca de 1920 hasta 1960 se desarrolló una situación curio­


sa en la cual los modelos del “ neodarwinismo” tenían que ver con la
selección a niveles no más altos que los individuos competidores,
mientras la bibliografía biológica en conjunto, cada vez proclamaba
más la fe en el neodarwinismo, pero al mismo tiempo expresaba la
mayor parte de sus interpretaciones de la adaptación en términos de
“ beneficio para la especie” (Hamilton 1975, pág. 135).

No debemos subestimar la influencia de estos puntos de vista sólo


porque a menudo fueran sostenidos de manera ingenua y aun in­
consciente; tales creencias pueden ser aún más insidiosas:

¿Tiene una especie... voluntad colectiva para evitar la extinción


o algo similar a un interés colectivo tal? Ningún biólogo moderno ha
propuesto explícitamente que tales factores fueran operativos en la his­
toria de una especie, pero creo que los biólogos reciben una influencia
inconsciente de tal pensamiento y que esto es cierto de algunos estudio­
sos distinguidos y capaces (Williams 1966, págs. 253-4; el subrayado es
mío).

355
EL A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

Parece extraño, a la luz de todo esto, que yo sostenga que el pro­


blema del altruismo era poco reconocido. No hay duda de que de
esto se trataba el “bienmayorismo”. ¿Por qué invocar un nivel más
alto, a menos que la selección natural parezca estar dándole inexpli­
cablemente, al menos a algunos individuos, un poco más duro? Así
podría pensarse. Pero, como veremos en detalle más adelante, estas
explicaciones de un nivel superior rara vez muestran el valor de los
costos del altruismo, o de por qué esto plantea un problema. Lo que
en realidad les preocupa es lo “social”. Tras haberle dado la espalda
a las adaptaciones sociales durante la primera parte del siglo, el
darwinismo comenzó poco a poco a mostrar interés y a simpatizar
con ellas. Por desgracia, sin embargo, la preocupación no era sobre
las adaptaciones individuales de las características sociales sino sobre
las características colectivas de sociedades completas. Las adaptaciones
sociales de individuos eran de interés sólo como ladrillos para cons­
truir un edificio mayor. La pregunta no solía ser: “ ¿Cómo benefician
a quien los lleva?” sino “ ¿cómo benefician al grupo?”. La idea de lo
“social” parecía disparar un sentimiento vago y de respeto de que el
bien de algo de más peso que el mero individuo debía estar en juego.
Se consideraba que las características sociales debían ser seleccionadas
a un nivel social. El “bienmayorismo”, entonces, no tenía que ver en
principio con el altruismo, con los conflictos aparentes entre los in­
dividuos y el grupo. Cuando el altruismo se reconocía y se elevaba
a un plano más alto, no era porque el autosacrificio se viera como
problemático sino porque se veía como “social” y el plano mayor era
lo que encajaba bien con las características sociales. Una y otra vez el
comportamiento altruista se asimilaba a las adaptaciones que son
claramente buenas para quien las porta; los peligros de emitir una
llamada de alarma se introducían en el mismo costal que los benefi­
cios obvios de acuclillarse juntos para calentarse, o con mantenerse a
salvo permaneciendo con el resto de la manada. De manera que era
sólo con un pensamiento posterior como se incluían las explicaciones
de un nivel superior para analizar los rasgos que beneficiaban al gru­
po en conjunto, pero no a algunos de sus miembros más abnegados.
Entonces veremos que el uso rutinario de explicaciones de un bien
mayor no era signo de que el problema del altruismo se apreciara. Por
el contrario, estos puntos de vista actuaron como barrera, oscure­
ciendo los temas y haciendo menos claras las preguntas que debían
haberse formulado.
Detrás de todo esto había una presuposición noble, rara vez
356
EL ALTRUISMO NO DETECTADO

explícita y quizás a menudo no reconocida de que no hay, en términos


generales, ningún conflicto entre el bien del grupo y el de sus miem­
bros individuales; de que, a la larga, “el verdadero amor propio y el
social son lo mismo”. Es la clase de tranquilización color rosa que se
encuentra más en casa en una teología natural optimista o en una
cruda apología del capitalismo que en una teoría darwinista centrada
en el organismo (o en el gen). Agregado a esto se presuponía de for­
ma ligera que si hubiera alguna vez un conflicto entre el individuo
y el grupo, éste por lo general ganaría; recordemos, por ejemplo, el
desaliento con el que algunos darwinistas advirtieron el “egoísmo”
de los ornamentos sexualmente seleccionados al compararlos con la
“bondad para todo” de la mayor parte de las adaptaciones. De muchas
maneras el extraño del grupo era este ornamento sexual egoísta, que
entraba en conflicto con el bien del grupo, más bien que el altruismo
no egoísta, que lo promovía el extraño del grupo.
Una fuente influyente de bienmayorismo simplista fue el del gru­
po de ecólogos que tuvieron su base en Chicago, agrupados alrededor
de W. C. Allee y Alffed E. Emerson (v. gr. Allee 1938,1951; Allee et al,
1949; Emerson 1960; véase también Collins 1986, págs. 264-8,279-83;
Egerton 1973, págs. 343-7). De hecho, fue en parte la visión del mundo
empañada por algún trabajo anterior de ecología lo que alimentó
este episodio en la teoría darwinista. Muchos ecólogos, equipados
nada más que con una débil analogía, se salían alegres del conocido
territorio darwinista de los organismos individuales hacia un mundo
de poblaciones y grupos. Las poblaciones eran tratadas como indivi­
duos que resultaban estar un grado o dos más altos en la jerarquía de
la vida; más grandes, de vida más larga y que poseían propiedades
emergentes que no se encontraban en los individuos, pero que eran,
sin embargo, en lo fundamental, muy parecidos a los conocidos orga­
nismos de la teoría de Darwin: “ Las poblaciones, al igual que los
organismos, exhiben la autorregulación de condiciones óptimas de
existencia y supervivencia (homeóstasis)” (Emerson 1960, pág. 342);
como un organismo, una población tiene “estructura, ontogenia,
herencia e integración, y forma una unidad en el medio” (Allee et al-,
1949, pág. 419). Con demasiada frecuencia, en un intento laudable de
poner las adaptaciones en todo su contexto para ver cómo estaban
moldeadas y a la vez cómo modelaban su entorno, los ecólogos veían
adaptaciones en cualquier parte, en todos los niveles de la jerarquía
orgánica: “No parece haber razón para suponer que la unidad de
selección deba estar confinada exclusivamente a un sólo sistema de

357
EL A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

organización, bien sea el nivel individual, sexual, familiar o social de la


integración” (Emerson 1960, pág. 319); “ Todos los sistemas vivos ex­
hiben adaptaciones evolucionadas, adaptación para la reproducción,
adaptación para mantener la función metabólica en el estado vital y
adaptación al sistema completo de su ambiente físico y biótico” (Emer­
son 1960, pág. 309). Mientras más alto es el nivel, más importante se
creía que era el impacto sobre la historia de la evolución. Y así la
ecología podía regodearse en la satisfacción de trabajar sobre un lienzo
mayor, que contenía un cuadro más amplio que el de las preocupa­
ciones darwinistas tradicionales: la ecología “tiende a ser holística en
el método” y el holismo “ le agrega una cierta dignidad a las ciencias
sintéticas” (Allee et a l 1949, pág. 693), una “dignidad”, a propósito,
que un darwinista más convencido de que el centro está en los genes
ha llamado “más holista que vuestra virtud” * (Dawkins 1982, pág.
113). Esta manera de pensar no ha muerto en la ecología, aun hasta el
día de hoy. Y en la historia natural popular, más notablemente en los
documentales para televisión, todavía florece. Su epítome es la idea -
que al parecer no se emplea como mera metáfora- de que el mundo
entero es un superorganismo gigante (Lovelock 1979).
Pero mi preocupación aquí no es promover más violencia en la
televisión. Regresemos a Allee, Emerson y compañía. Principies of Ani­
mal Ecology (Allee et al. 1949), el principal libro de texto de esta escuela,
tipificaba un pensamiento de nivel superior, generalmente nebuloso,
acerca de para quién o para qué es buena la adaptación, a menudo
descendiendo al nivel del grupo, invariablemente dando por sentado
que la variación natural preferiría intereses grupales si entraran en
conflicto con los individuales y sin especificar nunca el mecanismo
mediante el cual se logra todo ello. Tomemos por ejemplo esta con­
clusión sabré el destino evolutivo de los genes egoístas: “A nivel de la
especie los genes que tendían a mutar excesivamente serían deletéreos
para el sistema de la población, aunque algunas de las características
producidas por tales genes podrían ser ventajosas para el individuo.
Por tanto, uno podría esperar que la selección ejerciera un control
sobre la tasa de mutación” (Allee et a l 1949, pág. 684). Por el contra­
rio, el altruismo se vería favorecido: “ Si el sacrificio de los individuos
que emigran [lemmings] tuviera valor de supervivencia para la pobla­
ción en conjunto, el comportamiento de emigración podría haberse

* Juego de palabras con holier (sagrado) y holister (más holista).

358
EL ALTRUISMO NO DETECTADO

desarrollado bajo la selección natural de todo el sistema” (Allee etal.


1949, pág. 685); “si poblaciones enteras son adaptativas, parece posi­
ble que las adaptaciones que producen muerte benéfica del individuo
-muerte para el beneficio de la población- evolucionaran” (Allee et
a l 1949, pág. 692); y el envejecimiento, la senectud y el canibalismo
podrían ser “adaptaciones en beneficio de las especies” (Allee et a l
1949, pág. 692).
Dicho sea de paso, es irónico encontrar que se invoca el bienma-
yorismo para justificar por qué son tan bajas las tasas de mutación.
Este mismo principio solía invocarse muchas veces para justificar por
qué las tasas de mutación son tan altas; tasas de mutación demasiado
bajas, se argumentaba, reducirían la plasticidad evolucionista de la
especie (véase Williams 1966, págs. 138-141). Y esta manera de pensar
condujo a senderos más tortuosos aún. Combinemos la idea de que
los intereses grupales subyugan a los egoístas con un método de su­
pervivencia del organismo (más que con réplica parental de genes), y
hasta el cuidado paternal puede llegar a ser un sacrificio para el bien
del grupo; al fin y al cabo, le trae “riesgos al padre individual... [que
dan como resultado] un aumento en la homeóstasis a nivel del
grupo, que a menudo implica una disminución de la homeóstasis
individual. Sería extremadamente difícil explicar la evolución del útero
y de las glándulas mamarias de los mamíferos o los instintos de construc­
ción de nidos de los pájaros, como resultado de la selección del individuo
más apto” (Emerson 1960, pág. 319; el subrayado es mío).
Estos ecólogos suelen identificarse a sí mismos con una corriente
del pensamiento darwinista que ya hemos encontrado antes, una opo­
sición al darwinismo “rojo en colmillo y garra” y hacer énfasis, en su
lugar, en una naturaleza amigable. De acuerdo con ellos “el tono ge­
neral del darwinismo se ha tomado del extremo individualismo de la
época de Darwin” (Allee 1951, pág. 10); Darwin mismo no “...aplicó
adecuadamente la selección natural a grupos enteros o a unidades de
población, en contraste con su teoría de selección natural de indivi­
duos” (Emerson 1960, pág. 309); aunque hacia la década de 1880 la
“idea de la existencia de cooperación natural estaba aparentemente
en el aire a pesar de la preocupación con la fase egoísta del darwi­
nismo” (Allee 1951, pág. 11), “el nuevo siglo se inició con el énfasis
aún centrado sobre el individuo y sus problemas, más bien que sobre
el grupo... el giro hacia el énfasis del presente en la importancia de la
cooperación natural no llegó hasta comienzos de la década de 1920”
(Allee et a l 1949, pág. 32). Lo que sorprende sobre aquel “ énfasis del

. 359
EL A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

presente” es cuán poco, desde sus ingenuos comienzos, ha visto los


problemas ligados al aparente autosacrificio para el bien grupal. A
este respecto, las fallas y omisiones de lo que Allee llama “el notable
aunque acrítico libro sobre la ayuda mutua” (Allee 1938, pág. 11)
escrito por Kropotkin, no son muy diferentes de aquellas de muchos
darwinistas de mediados del siglo xx, que en múltiples aspectos eran
incomparablemente más refinados. Tomemos, por ejemplo, la Hsta
de Kropotkin de los envidiables beneficios de que disfrutan los insec­
tos de sociedades bien organizadas:

Las h orm igas y term itas han ren unciado a una “ guerra
hobbesiana” y gracias a ello les va mejor. Sus nidos magníficos, sus
construcciones...; sus caminos pavimentados y las galerías subterrá­
neas con arcos; sus vestíbulos y graneros espaciosos; sus maizales,
sus cosechas y la fermentación del grano; sus métodos racionales de
empollar sus huevos y las larvas y de construir nidos especiales para
criar a los pulgones... descritos como “ las vacas de las hormigas”...
(Kropotkin 1902, pág. 30).

Kropotkin no sentía reatos darwinistas sobre el hecho de que se lo­


grara un bien cívico con este “autosacrificarse para el bien común” y
“enlas batallas durante las cuales gran número de hormigas perecían
por la seguridad de la comunidad” (Kropotkin 1902, págs. 30-31). Al
discutir los entierros de los escarabajos describe que al encontrar un
animal muerto lo “entierran con gran conmiseración, sin discutir cuál
va a disfrutar el privilegio de poner sus huevos sobre el cadáver ente­
rrado” (Kropotkin 1902, pág. 28). No sentía reatos darwinistas sobre
la forma de trabajar de algunos escarabajos para el éxito reproductivo
de otros. Errores garrafales. Pero que nos recuerdan conceptos en
muchos trabajos posteriores que eran, desde el punto de vista cientí­
fico, mucho más respetables.
Dejaremos estos ejemplos del bienmayorismo asumido acrítica­
mente y el altruismo no detectado con una diciente ilustración de
TheMajorFeatures ofEvolution, un texto clásico escrito por el altamen­
te respetado paleontólogo norteamericano George Gaylor Simpson
(1953). Impulsado en parte por el análisis del altruismo de J. B. S.
Haldane (al que ahora volveremos), Simpson plantea la posibilidad
de un “contraste entre las ventajas individuales y grupales en la adap­
tación” (Simpson 1953, pág. 164) (una posibilidad no considerada en
la primera edición del libro (1944 -e l que, dicho sea de paso, lleva el
360
EL ALTRUISMO NO DETECTADO

título diferente de Tempo and Mode in Evolution). Desde el punto de


vista de Simpson, los intereses individuales y grupales por lo general
coinciden. Sostiene que el darwinismo primitivo (lo que llama la
selección darwinista), al concentrarse en adaptaciones individuales
(por el bien de la especie), no apreciaba la posibilidad de una divergen­
cia; el darwinismo corriente (la selección genética), al concentrarse
en poblaciones enteras, sí lo aprecia, pero aun así lo considera poco
probable.

Este contraste [entre las ventajas del individuo y del grupo] está,
de hecho, por lo general ausente. Una ventaj a adaptativa del individuo
también es probable que sea ventajosa para la especie. Se solía presu­
poner que esto siempre era cierto, o el asunto simplemente no se
planteaba. Esto sucedía cuando se entendía la selección y se la anali­
zaba en términos puramente darwinistas, y la selección darwinista,
por lo general (pero no siempre) actúa para otorgar la ventaja de la
especie al favorecer individuos de algunas clases y eliminar los de
otras. Aun la selección en agregados sociales por lo general favorece
al individuo, pues su integración al grupo se considera favorable a la
supervivencia y adaptativo tanto para él como para el grupo, al ser la
estructura social favorable para continuar la reproducción de toda la
unidad. En tales casos la selección genética, así como la darwinista,
no produce contradicciones entre adaptaciones individuales y espe­
cíficas (Simpson 1953, pág. 164).

El rebote entre las ventajas individuales y grupales, la distinción


confusa entre el darwinismo inicial y el posterior, la presuposición
alegre de “no contradicción”, todo demuestra que Simpson simple y
llanamente no reconoce todavía el problema planteado por el altruis­
mo y que tampoco lo hacía en la primera edición de su libro. En el
pasaje siguiente agrupa las características altruistas con los “efectos
opuestos, esto es, la adaptación individual deletérea para el grupo,
ejemplificada por el desarrollo de ornamentación grotesca y las armas
supercomplicadas por medio de la selección intragrupal” (Simpson
!953> pág. 165). Para él, el altruismo y el egoísmo van a la par, igual­
mente escasos, igualmente atípicos de la armonía que la selección
natural por regla general engendra entre individuo y grupo; tan anor­
mal y atípico, que dice: “Debo confesar un poco de escepticismo al
considerar algunos de los ejemplos desde ambos lados” (Simpson
1953, pág. 165).
361
EL A L T R U I S M O DE A N T A N O

Pero la idea de que la selección actúe a un nivel superior no siempre


se asumía a la ligera. En un caso, al menos, se propuso como un desa­
fío abierto a la ortodoxia del nivel individual. Y junto a este desafío
venía una apreciación mayor (aunque no lo suficientemente grande)
de los problemas planteados por el altruismo. Ésta fue la posición
adoptada por V. C. Wynne-Edwards, profesor de historia natural de
la Universidad de Aberdeen, en su voluminoso libro Animal Dispersión
in Relation to Social Behaviour (Wynne-Edwards 1962; véase también
1959,1963,1964,1977). Como lo sugiere el título, el comportamiento
altruista que en últimas le preocupaba era cómo se dispersan las po­
blaciones con relación a sus recursos, en particular al suministro de
comida. La dispersión puede no sonar particularmente altruista. Pero
de acuerdo con Wynne-Edwards, los animales por lo general se disper­
san en una densidad cercana a la óptima para el grupo en conjunto,
un óptimo bien por debajo de una explotación total de los recursos.
El darwinismo ortodoxo, dice él, no puede explicar esto (y se le reco­
noce que al menos se da cuenta de qué debe ser la ortodoxia); en el
modelo normal, cada miembro de la población se defiende solo,
explotando sus recursos hasta los límites, aún hasta el punto de
“ sobrepescar” ; la selección a nivel individual es impotente para
actuar contra los intereses tan egoístas y cortos de miras, a favor de los
intereses grupales y colectivos de más largo término. La dispersión,
sostiene, debe lograrse por medio de la selección grupa!, favoreciendo
la selección de poblaciones enteras sobre otras poblaciones; sólo de
este modo pueden los intereses del grupo superar los de sus miem­
bros. La selección grupal favorecerá poblaciones en las cuales algunos
miembros se privan del avance egoísta -a l emigrar, al abstenerse de
procrear, al negarse alimentación a sí mismos- para permitir el pro­
greso de la población en conjunto: “el control de la densidad pobla-
cional exige a menudo sacrificios del individuo, y mientras el control
de la población es esencial para la supervivencia a largo plazo, los
sacrificios lastiman la fertilidad y la supervivencia del individuo”
(Wynne-Edwards 1963, pág. 623). Entonces Wynne-Edwards es explí­
cito y no conciliador: las fuerzas darwinistas normales no pueden
explicar la evolución de las adaptaciones sociales altruistas; un meca­
nismo complementario de selección grupal debe haber desempeñado
un papel crucial.
Y bien, ¿entonces cómo es este mecanismo? En este punto el tono
contundente de Wynne-Edwards se evapora. Su libro pretende expo-

362
EL A L T R U I S M O DEGRADADO

ner un punto de vista radicalmente nuevo y, sin embargo, es extre­


madamente difícil entresacar una teoría seria de esas páginas. El
voluminoso texto está dedicado casi exclusivamente a la exposición
detallada de datos, a catalogar comportamientos de los que se sos­
tiene son altruistas y a la reinterpretación de una enorme cantidad de
adaptaciones sociales como mecanismos para la regulación de la
población (tarea nada simple, pues la ambición de Wynne-Edwards
era explicar los orígenes de todo el comportamiento social y se incli­
naba a interpretar aun las interacciones sociales que parecían más
autointeresadas como autoabnegación con espíritu social). Como más
tarde lo admitió el mismo Wynne-Edwards con mucha nobleza: “Yo
invocaba libremente la selección grupal sin precisar sus mecanismos”
(Wynne-Edwards 1982, pág. 1096); “ Lo que estaba notablemente
ausente de mi planteamiento era un modelo convincente o una teoría
de cómo, en la práctica, ocurríala selección grupal” (Wynne-Edwards
1977, pág. 12).
¿Pero era posible un modelo convincente? Esto fue lo que se plan­
teó al acudir a la selección de nivel superior. A pesar de todas sus
inadecuaciones -o, quizás, a causa de ellas- tales aseveraciones de­
sempeñaron un papel útil. Se convirtieron en una especie de acicate,
una provocación, un desafío al cual el darwinismo ortodoxo respon­
dió, y con resultados fructíferos.

El altruismo degradado

Antes de adentrarnos en esta respuesta, debo aclarar que hubo


excepciones honorables a estemodo de pensar bienmayorista. La más
notable, cosa que no sorprende, fue la de R. A. Fisher (particular­
mente 1930) y J. B. S. Haldane (particularmente 1932). Hay que admi­
tir que sus escritos a veces parecen más centrados en el organismo
que en el gen. Pero lo que importa es que no son de nivel superior.
Desde el punto de vista de su diferencia con el bienmayorismo es
relativamente poco importante saber si fueron centrados en el gen o
en el organismo. Con su análisis en contra de un nivel superior Fishér
y Haldane pusieron a rodar el vehículo adecuado para la selección
natural. Los darwinistas subsiguientes no perdieron el bus sino que
trataron todo el tiempo de subirse al bus equivocado.
Analicemos la carrera de una teoría paradigmáticamente centra­
da en el gen: la selección de parentesco. Fisher y Haldane señalaron el

363
EL A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

camino, aunque de manera somera, ya en 1930. Pero no fue sino tres


décadas más tarde cuando se advirtió su potencial. La idea funda­
mental, que la selección natural puede favorecer la ayuda a los pa­
rientes, le era conocida incluso al darwinismo clásico; al fin y al cabo,
es lo que hay tras el cuidado paterno. Pero no se reconocía como un
principio general. Fisher dio un paso en The Genetical Theory o f Na­
tural Sélection (Fisher 1930, págs. 177-81). Su problema consistía en
cómo pudo haber evolucionado en las larvas de los insectos de mal
sabor esta protección. ¿Qué ventaja podría tener un mal sabor para
un individuo que no sobrevive a un intento desprevenido del
depredador de comérselo? Fisher señalaba que la experiencia desa­
gradable le enseñaría al depredador a evitar presas similares en un
futuro; de manera que si el resto de las crías de un padre vivían cerca
de la víctima, estos hermanos podrían beneficiarse. Haldane también
esbozó el concepto de la selección de parentesco (Haldane 1932, págs.
130-1, 207-10,1955, pág. 44) y lo aplicó al cuidado materno y a los
cuidados sociales. Hay que admitir que ni Fisher ni Haldane lanzaron
su red muy ampliamente; Fisher no aplicó sus conclusiones a parien­
tes diferentes de hermano, y Haldane sugirió que tal altruismo estaría
restringido a las especies que son especializadas reproductivamente
(Haldane 1932, págs. 130,131) o que viven en grupos familiares peque­
ños (Haldane 1932, págs. 208-10,1955, pág. 44). Sin embargo, los
elementos de la teoría estaban allí. Pero sólo hasta el trabajo clásico
de los años 1960 de D. W. Hamilton (Hamilton 1963,1964) se hizo
explícita, generalizada y compacta la noción de selección de paren­
tesco y se incorporó adecuadamente a la teoría darwinista.
Dicho sea de paso, tal como John Maynard Smith mostró, incluso
Haldane podría haber estado tentado a endosar una explicación
bienmayorista del altruismo (Haldane 1939, págs. 123-6; Maynard
Smith 1985b, págs. 135-7). “ Los animales y las plantas no son unos
guerreros eficientes e implacables como lo serían si el darwinismo
fuera toda la verdad”. En uno de sus ensayos de divulgación aseveró
(Haldane 1939, pág. 125): “No siempre le paga a una especie estar dema­
siado bien adaptada. Una variación que logre demasiada eficiencia
puede hacer que una especie destruya su alimentación y se deje morir
de hambre. Este importante principio puede explicar buena parte de
la diversidad de la naturaleza, y el hecho de que la mayor parte de las
especies tienen algunas características de las que no se puede decir
que siguen los principios darwinistas ortodoxos” (Haldane 1939, pág.
126), o sea, la supervivencia de los individuos más aptos (Haldane
364
EL ALTRUISMO DEGRADADO

1939» pág- 123). No creemos estar equivocados al presuponer que


Haldane sucumbía a la tentación de comunicar un mensaje optimista
a los lectores del Daily Worker en lugar de tratar de propagar una
heterodoxia darwinista genuina.
No incluí entre las excepciones honorables a otro precursor im­
portante del darwinismo moderno, Sewal Wright. En esta cuestión
quizás confundió más que clarificó los asuntos, en especial en su propio
país, los Estados Unidos. En esto no tuvo mucha culpa. La mayor
parte de la confusión probablemente se debió a su empleo del térmi­
no “selección intergrupal” referido a un proceso que no guardaba
ningún parecido a lo que Wynee-Edwards y otros llegaron a querer
decir con la expresión de selección grupal (v. gr. Wright 1932,1945,
1951). Su teoría versaba sobre cómo podía la derivación aleatoria (que
trabaja en conjunción con la selección natural) contribuir a la adap­
tación. Imaginemos una población que se fracciona en subpoblaciones
más pequeñas que se procrean internamente. Los individuos de la
población original no estarían igualmente bien adaptados. Por puro
azar (derivación aleatoria) una subpoblación podría estar conformada
por algunos de los individuos menos adaptados, y también podría
ser tan pequeña y con tanta procreación interna que careciera de la
variación que la selección natural necesitaría si fuera a recuperar los
éxitos adaptativos de la población original. Pero el legado genético
empobrecido de la derivación aleatoria podría demostrar ser una
bonificación. Al ser incapaz de regresar a la subpoblación donde la
población de padres había estado, la selección natural se vería forza­
da a tomar otras opciones. Podría entonces encaminar a la población
por una nueva ruta que terminaría por llevar a un pico más alto de
adaptación. La selección natural está limitada a preferir los óptimos
locales, las adaptaciones que son mejores en su época; no puede ig­
norarlas en favor de otras que serían mejores a la larga. La derivación
aleatoria podría permitirle a una población escapar del óptimo local
y por tanto moverse a picos adaptativos mayores. ¿Qué tiene que ver
todo esto con lo que Wright llamaba “selección intergrupal” ? Wright
señalaba que algunas de estas subpoblaciones resultarían mejor adap­
tadas que otras. Al ser más exitosas, se tragarían a las otras, en lo que
Wright llamaba “competencia intergrupal”. Las especies llegarían a
estar dominadas por los miembros de los grupos mejor adaptados.
La selección intergrupal de Sewall Wright no tenía nada que ver con lo
que el término “selección grupal” por lo general sugiere: el bienestar
del grupo en oposición al bienestar individual. Su selección

365
EL A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

intergrupal era un medio por el cual se promovía el bienestar del


individuo porque la derivación aleatoria libera a los individuos de las
restricciones que la dedicación de la selección natural le impondría
normalmente al bien individual; la derivación aleatoria libera a los
individuos del oportunismo implacable, de la concentración sobre su
bien inmediato que la selección natural ejerce en su favor. Sin embargo,
el uso de Wright del término “intergrupal” era bastante ambiguo y
podía haber llevado a pensar en selección a nivel grupal (Provine 1986,
págs. 287-8). Más aún, usaba el término “selección grupal” para un
mecanismo completamente diferente -lo que ahora nos es conocido
como selección de parentesco para explicar la evolución del altruis­
m o- (v. gr. Wright 1945; véase también Provine 1986, págs. 416-17,
quien sin embargo aumenta la confusión al llamar equivocadamente
a ésta la “teoría moderna de la selección grupal” ).
Darwin señaló una vez que en el progreso de la ciencia “los puntos
de vista falsos, si son apoyados por alguna evidencia, hacen poco daño,
pues todos se dan el placer saludable de demostrar su falsedad; y
cuando esto se hace, un sendero hacia el error se cierra y muy a me­
nudo al mismo tiempo se abre el camino hacia la verdad” (Darwin
1871, ii, pág. 385). Cualesquiera que hayan sido las demás contribu­
ciones que Emerson, Wynne-Edwards y sus compañeros seleccionistas
de nivel superior le hicieron a la ciencia, se ha advertido a menudo
que en el caso del altruismo y de los niveles de selección su contri­
bución más importante radicó en estimular a sus críticos, y en con­
vencer finalmente a los darwinistas que desde hacía mucho habían
deplorado estas “visiones falsas” de que necesitaban un tratamiento
más sistemático que uno o dos comentarios de cafetería o una ocasional
reseña desfavorable. Un trabajo clásico que en buena medida debemos
a estos catalistas inconscientes es Adaptation and Natural Selection,
escrito por el distinguido evolucionista norteamericano George C.
Williams (1966 particularmente págs. 92-250). Estimulado por las
alegres aseveraciones del bienestar de los grupos, las poblaciones y
las especies, Williams se desquitó con dos tipos de argumentos. Ex­
presó con claridad por qué los genes son buenos candidatos como
unidades de selección, mientras los organismos, los grupos, etc. no
lo son (v. gr. Williams 1966, págs. 22-3,109-10), y mostró que si la
evolución fuera a proceder por medio de la extinción de grupos
enteros entonces tendrían que satisfacer varias condiciones altamen­
te improbables (tales como que los grupos tendrían que estar confor­
mados por un exceso de altruistas, y no ser invadidos por individuos
366
EL A LT R U ISM O DEGRADADO

egoístas). John Maynard Smith enfrentó otra serie de críticas (1964-


1976). Él diseñó un modelo de genética de poblaciones, modelos
matemáticos explícitos de selección grupal para ver cuáles presupo­
siciones había que hacer en caso de que tal selección operara. Tam­
bién concluyó que las condiciones requeridas (tales como grupos
pequeños combinados con tasas migratorias extremadamente bajas)
resultaban tan limitantes que era muy probable que se dieran sólo
muy de vez en cuando, tan escasamente que la selección grupal
tendría muy poco impacto, o ninguno, en la evolución, conclusión
confirmada después por otros, con numerosos modelos detallados.
Tal como Wynne-Edwards aceptó más tarde: “El consenso general de
los biólogos teóricos... de que no se pueden diseñar modelos convin­
centes por medio de los cuales la lenta marcha de la selección grupal
podría ganarle a la diseminación mucho más rápida de los genes
egoístas que traen ganancias parala adaptación individual” (Wynne-
Edwards 1978, pág. 19). (Aunque aún más tarde parece haber revertido
a su anterior apego al grupo (Wynne-Edwards 1986)). En cuanto a la
labor de reinterpretar la evidencia sostenida por la selección de nivel
superior, David Lack, importante ecólogo y experto en ornitología
británica, demostró cómo se podía lograr esto. Tomando casos que
Wynne-Edwards había usado para ilustrar la regulación de la pobla­
ción, mostró que las explicaciones de seleccionismo grupal eran
inexactas e innecesarias; todos los ejemplos se podían explicar mejor
por medio de la selección individual (Lack 1966, págs. 299-312). Así
fue como el trabajo de Lack convirtió al menos a uno de los darwinistas
conocidos de hoy cuando estaba tratando lidiar con los argumentos de
Wynne-Edwards y de la selección de nivel individual:

Para ayudarme en esta crisis el profesor me hizo leer la obra de


Wynne-Edwards y de su principal opositor, David Lack. Las leí en
tres días, sin parar, una después de la otra. A l comienzo Wynne-
Edwards me convencía cada vez que lo volvía a releer, pero a medida
que continuaba, el agarre que ejercía sobre mi manera de pensar
comenzó a debilitarse, Y al fin, me soltó y se deslizó a la catástrofe
circundante. La evidencia era clara: la selección natural se refiere a
diferencias en el éxito reproductivo individual (Trivers 1985, pág. 81).

En lugar de discutir en detalle las múltiples críticas a la selección


de nivel superior que se han acumulado a lo largo de los últimos
veinte años, voy a entrar de una vez en un análisis para clarificar la

367
E l A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

lógica que subyace tras ellas. Este análisis, al que llegaron indepen­
dientemente Richard Dawkins y el filósofo David Hull, se basa en
una distinción entre vehículos y replicadores (Dawkins 1976, págs.
13-21, segunda edición, págs. 269,273-4,1982, págs. 81-117,134-5,1986,
págs. 128-37, 265-9,1989; Hull 1981). (Hull escogió la palabra menos
diciente de “interactor” en lugar de “vehículo” ).
Consideremos las propiedades que cualquier cosa necesitaría a fin
de ser una unidad de la selección natural, una unidad a la cual pudié­
ramos decir que las adaptaciones -efectos fenotípicos- benefician.
Primero, debe ser capaz de reproducirse a sí misma (más estrictamen­
te, por supuesto, hacer copias de sí misma); debe ser autorreplicadora.
Segundo, debe tener la buena suerte de no replicarse con absoluta
fidelidad, sino de cometer pequeños errores ocasionales; los errores
introducen cambios y, por ende, diferencias en la población, y estas
diferencias son el material sobre el cual trabaja la selección. Y tercero,
estas entidades autorreplicadoras deberán tener propiedades que
influyan sobre su supervivencia, su reproducción y su probabilidad
de autorréplica adicional. A algo que tenga tales propiedades lo po­
demos llamar replicador. Los genes son replicadores. Reproducen
copias de sí mismos, globalmente fieles pero con mutaciones ocasio­
nales, y tienen efectos fenotípicos que influyen sobre su destino. La
selección natural puede obrar a nivel de los genes; los genes pueden
ser unidades de selección.
Hay otros candidatos a unidades de selección: organismos, grupos,
especies. Los organismos son los candidatos con más probabilidades.
Pero un organismo no replica facsímiles de sí mismo; sus descendien­
tes no pueden heredar sus características adquiridas, los cambios ac­
cidentales que ha sufrido durante su vida. Similares consideraciones
se plantean, aún con más fuerza, para grupos y otros niveles superiores.
Aunque en un sentido amplio se renuevan a sí mismos, se dividen,
se ramifican y persisten, no pueden ser verdaderos replicadores. No
tienen medios confiables de autopropagación, no tienen mecanismos
más o menos automáticos para sacar generación tras generación de
facsímiles. Entonces, los genes pueden ser replicadores pero los orga­
nismos, los grupos y otros niveles de la jerarquía no pueden serlo. La
selección natural tiene que ver con la supervivencia diferencial de los
replicadores. De modo que los genes son los únicos candidatos a uni­
dades de selección.
Si los organismos no son rephcadores, ¿qué son? La respuesta es
que son vehículos de los replicadores, portadores de genes, instru-
368
EL ALTRUISMO DEGRADADO

mentos de la preservación de los replicadores. Los replicadores son


lo que se preserva por medio de la selección natural; los vehículos, el
medio para esta preservación. Los organismos son vehículos discretos,
coherentes, bien integrados, para los genes que alojan; pero no
replicadores, ni siquiera incipientes y de baja fidelidad. Los grupos
también son vehículos, pero menos claros, menos unificados.
¿Qué luz nos arroja todo esto sobre las adaptaciones? Las adapta­
ciones deben buscar el bien de los replicadores, el bien de los genes.
Pero ellos se manifiestan en vehículos. Los genes les confieren a los
vehículos propiedades que influyen sobre su propia replicación. En­
tonces las adaptaciones podrían, en principio, presentarse en cual­
quier nivel; en el nivel de los organismos (bien sea del organismo que
porta el gen u otro), a nivel de grupos y aún a niveles superiores. No
hay regla rígida en cuanto al nivel en que se manifestarán, o en cuales
vehículos (ni cómo). Sin embargo, lo más probable es que ocurran
en el organismo que porta el gen. Esto sucede no solamente porque
el vehículo más cercano es el más predispuesto a la influencia física
sino también porque los genes que comparten un cuerpo tienen más
probabilidades, hasta cierto punto, de “estar de acuerdo” sobre cuáles
efectos fenotípicos son adaptativos. Como vimos cuando analizamos
que el darwinismo moderno se centraba en el gen, los conflictos de
intereses entre los genes de un mismo cuerpo se atenuaban por un
interés común en la supervivencia y reproducción de éste. Cualquier
gen de un genoma habrá sido seleccionado entre otras cosas por su
compatibilidad con los otros genes de este genoma, su contribución
a una empresa conjunta. Pero más que todo, los genes de un mismo
cuerpo, y no de cualquier otro cuerpo, tienen la misma ruta esperada
hacia las generaciones futuras. De modo que esperaríamos encontrar
adaptaciones a nivel del organismo; y, aunque cualquier adaptación
será para el bien del gen del cual es efecto fenotípico, también debemos
esperar que en buena medida será buena para otros genes del orga­
nismo, por la necesidad que todos tienen de conciliar sus diferencias
al perseguir un propósito común: la reproducción y supervivencia
del organismo.
Y sin embargo, recordemos los genes bandoleros, la especulación
sobre el síndrome de Down y las facciones de guerreros que pueden
surgir aun éntre genes que comparten un cuerpo. Entonces, cuánto
más probables y agudos serán los conflictos de intereses entre las
uniones más laxas de genes que conforman los vehículos de nivel
superior, los grupos, las poblaciones, las especies. En estos agregados

369
EL A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

más difíciles de manejar no hay un propósito común que los una con
fuerza, nada que conduzca los intereses divergentes a una armonía
perfecta, como sí lo hay en los organismos. Los genes que están en
vehículos de nivel superior no están encadenados por un compromi­
so de autointerés en la supervivencia y éxito reproductivo de un or­
ganismo en particular. Esto permite que afloren los conflictos entre
prioridades. Entonces, encontrar una propiedad adaptativa, una
propiedad más o menos universalmente satisfactoria, a nivel grupal
y aún superior, sería obviamente una hazaña mucho más complicada
para ser ejecutada por la selección.
Supongamos, sin embargo, que existiera tal propiedad. ¿Sería sig­
no de que ahí habría funcionado la selección grupal? Imaginemos,
por ejemplo, que las especies que se reproducen sexualmente evo­
lucionaron con mayor rapidez que las asexuales y florecieron a sus
expensas. Se podría tal vez argüir que ésta sería una propiedad a nivel
de especie, porque son las especies y no los individuos las que evo­
lucionan. Si es así, la selección natural actuaría sobre las propiedades
no de grupos sino de individuos, actuando sobre los efectos fenotí-
picos a nivel grupal. Tal selección, entonces podría ser llamada
selección grupal en un sentido muy estrecho de la palabra. Pero no se
debe permitir que esta terminología oscurezca el hecho de que sigue
siendo simple y llanamente una selección de replicadores. Los grupos
en sí mismos no son unidades de selección, ni son replicadores: son
vehículos, unidades de adaptación para la selección del replicador.
En este limitado sentido de selección grupal, así como en la selección
centrada en el organismo, del darwinismo clásico, la evolución sigue
teniendo que ver con cambios en la proporción de los replicadores
(genes) como resultado de la influencia de sus propios efectos fenotí-
picos sobre su propia replicación. Al igual que la “selección de organis­
mos”, la “selección grupal estrecha” tiene que ver con las alteraciones
en las frecuencias relativas de los alelos en los paquetes genéticos que
ocurren por los efectos fenotípicos de estos genes, efectos que se ma­
nifiestan a nivel del organismo y del grupo respectivamente. Gomo
siempre, la selección tiene que ver con la supervivencia diferencial, y
las unidades que sobreviven a lo largo del tiempo de la evolución no
son grupos ni individuos sino replicadores. En este sentido estrecho,
entonces, podría darse una “selección grupal”. Siempre que haya genes
unidos podrán surgir propiedades emergentes para que progresen
sus individuos, propiedades que se manifestarían sólo a niveles de
grupo o superiores. Pero aun si surgieran -lo que, como lo hemos
370
EL ALTRUISMO DEGRADADO

visto, no es muy probable- de ningún modo socavarían la posición


de los genes como las únicas unidades de selección de replicadores.
Esto no significa que los entes de un nivel superior sean poco impor­
tantes para la evolución. Son muy importantes, pero de diferente
modo: como vehículos.
Hay una analogía muy diciente en este caso - y una “disanalogía”
igualmente diciente- con una controversia ya vieja en las ciencias
sociales. Los reduccionistas sostienen que la sociedad en últimas está
conformada solamente por individuos; en contra de esto, los holistas
sostienen que el mundo social no se puede entender sin recurrir a
niveles superiores. Pero estas posiciones no tienen que estar en con­
flicto. Es posible ser reduccionista con respecto a los objetos, pero
aceptar con toda tranquilidad características holísticas, en una com­
binación de reduccionismo de entes y holismo de propiedades (Rubén
1985, págs. 1-44,83-127, particularmente págs. 3-6.83-86). De acuerdo
con este punto de vista, los seres humanos son, en últimas, los únicos
constituyentes de la sociedad; las naciones y estados, los parlamentos
y los clubes, etc., son, estrictamente hablando, reducibles a ellos, sin
que queden residuos, (los filósofos llaman a esto identificación
reductiva). Pero al mismo tiempo, los objetos del mundo social pue­
den tener, e incluso suelen tener, propiedades irreductibles de tipo
social. Esto es análogo a lo que acabamos de imaginar en el mundo
biológico, aunque el asunto aquí, por supuesto, trata de aquello
sobre lo que la selección natural actúa más que de si existe. De hecho,
en el nivel de organismo el paralelo es estricto: “ La razón por la que
puedo sonar reduccionista es que insisto en el punto de vista ato­
místico de la unidad de selección, en el sentido de unidades que en
realidad sobreviven o no, aunque acepto de todo corazón que soy
interaccionista en lo que atañe al desarrollo de los medios fenotípicos
gracias a los cuales sobreviven” (Dawkins 1982; págs. 113-14). Pero aquí
también hay una “disanalogía” crucial entre las propiedades sociales
y las adaptaciones biológicas. En sociedades humanas; las propieda­
des que emergen pueden ser buenas, malas o indiferentes para los
individuos, para los grupos sociales, para las naciones o para lo que
sea. Pero el seleccionismo grupal (seleccionismo grupal estrecho) hace
aseveraciones sobre adaptaciones, características que satisfacen los
propósitos fragmentados de todos los genes del grupo y, lo que es
más, le confieren una ventaja a aquel grupo sobre otros. Las adap­
taciones a nivel grupal, entonces, son un caso muy especial de pro­
piedades emergentes, tan especial que sería apresurado esperar que

371
EL A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

hayan desempeñado un papel significativo en la evolución. Por su­


puesto, el asunto de qué papel hayan jugado en realidad es un asunto
empírico, no conceptual. Es un asunto real acerca de cuáles adapta­
ciones surgieron a niveles más altos que los organismos, acerca del
grado hasta el cual los grupos y otros vehículos de nivel superior
resultan haber sido buenos para el camino.
Con la distinción entre vehículo y replicador en mente, podemos
ver ahora qué era lo que los seleccionistas de nivel superior como
Wynne-Edwards debían haber sostenido si no hubieran estado sim­
plemente confundidos, sino en el caso de que en realidad hubieran
planteado el desafío atrevido a la selección natural ortodoxa que
expusimos antes. No deberían haber sido adalides de la selección
grupal en el sentido estrecho que acabamos de describir, haber soste­
nido la idea de que los grupos pueden manifestar adaptaciones, adap­
taciones que podrían tener impacto en la evolución. Deberían haber
propuesto que los grupos no eran sólo vehículos sino a veces
replicadores j y replicadores tan exitosos y poderosos que la selección
natural les daría precedencia sobre los esfuerzos más débñes de los
genes (o, como por lo general lo veían, de los organismos) por
replicarse a sí mismos. Si ésta era en realidad su teoría, podemos ver
ahora que surgía de una confusión conceptual, una confusión entre
vehículos -los entes que manifiestan adaptaciones- y replicadores
-las entidades para las cuales las adaptaciones “son buenas”- . Puesto
de este modo, es aún más difícil comprender cómo se suponía que
evolucionaban las adaptaciones altruistas, cómo se suponía que los
entes de nivel superior creaban y sostenían tal coherencia individual,
tal fidelidad en la copiay tal unidad de propósito. (Dicho sea de paso,
éste es algo diferente de un punto de vista que recientemente, en los
Estados Unidos, se ha llamado “seleccionismo grupal” ; (para clarificar
las diferencias véase a Grafen 1984; véase v. gr. Maynard-Smith 1982b,
1984a).
He dicho que Fisher y Haldane señalaron el camino hacia un
darwinismo que descartaba la selección de niveles superiores. Pero la
distinción entre replicadores y vehículos es característica de la más
reciente revolución del darwinismo. Y lleva su análisis más allá. Sólo
a la luz de esta distinción es claro que el gen (a veces para Fisher y
Haldane, el organismo) no esté meramente en un nivel diferente de
selección que los entes que están más arriba en la jerarquía, sino que
es una clase de ente totalmente distinto. Así, el seleccionismo de nivel
superior se basaba en una categorización mal ubicada, una presupo-
372
EL ALTRUISMO DEGRADADO

sición de que los entes de nivel superior estaban, en cuanto atañe a la


selección natural, en la misma escala que los genes, sólo que en un
peldaño más elevado.
Un análisis sistemáticamente centrado en los genes ayuda a clari­
ficar ésta confusión. Muestra que, en cuanto atañe a la selección, hay
una gran discontinuidad entre genes y entes de todos los niveles
superiores: los genes son replicadores, todos los otros niveles son
vehículos. Para la mayor parte de los propósitos no importaba que
Fisher y Haldane a veces hablaran de organismos en lugar de genes.
Pero para este asunto de los niveles de selección, una lealtad más firme
al gen podría haber evitado al menos algunos malos entendidos por
parte de otros darwinistas.
Dicho sea de paso, es irónico que la mayor parte de los individuos
más hostiles al adaptacionismo a nivel del organismo son los mismos
que, al abrazar el “pluralismo”, se ven seducidos con más facilidad a
detectar adaptaciones cuando se encuentran entes de niveles supe­
riores. Son ellos los primeros en cuestionar el significado adaptativo
de las bandas de las conchas de los caracoles. También son los prime­
ros en divisar adaptaciones que aparecen en uno u otro lugar en la
jerarquía de la vida: “selección de especies” o “propiedades holísticas”
y así sucesivamente.
Hay una ironía adicional. Como vimos cuando observamos las
explicaciones adaptativas, estos pluralistas emplean el término
“panglossiano” para describir a los darwinistas que están, desde su
punto de vista, demasiado ávidos de proporcionar explicaciones
adaptativas a las características de los organismos. La ironía es que
Haldane originalmente adoptó este término volteriano para descri­
bir a los darwinistas más parecidos a aquellos mismos pluralistas: los
darwinistas que, al no encontrar ventajas adaptativas a nivel del
organismo, miraban más bien a nivel de grupo, de población o de
especies, presuponiendo que las desgracias de un nivel se reparaban
en el otro; la frase el “teorema de Pangloss” fue utilizada por primera
vez en el debate sobre la evolución no como una crítica a las explica­
ciones adaptativas, sino específicamente como una crítica a los argu­
mentos de “seleccionismo grupal” de medio, aptitud y maximización
(Maynard Smith 1985a, pág. 121).
Gracias a la comprensión darwinista moderna del altruismo, aho­
ra estamos preparados para adentrarnos en las pantanosas aguas de
las discusiones más primitivas. Estudiaremos cuatro casos: la esteri­
lidad de los insectos sociales obreros, la competencia convencional,

373
EL A L T R U I S M O DE A N T A Ñ O

la moralidad humana y la esterilidad en cruces interespecíficos de


primera o segunda generación. Los dos primeros son de interés por­
que si bien con el punto de vista retrospectivo histórico están entre
los ejemplos más egregios del altruismo, esto no fue nada obvio para
los darwinistas hasta hace poco. Los otros dos son casos de los que,
como cosa rara, el darwinismo clásico creía que de alguna manera
tenían que ver con el altruismo.

374
13
LO S IN S E C T O S S O C IA L E S : P A R IE N T E S P E R F E C T O S

Para Esopo los insectos sociales fueron una fuente de inspiración;


para los darwinistas, una fuente de sufrimiento. Darwin declaró que
le creaban “la dificultad especial más seria que ha encontrado mi
teoría” (Darwin 1859, pág. 242). Un siglo más tarde, cuando el pro­
blema por fin se estaba comenzando a solucionar, George Williams,
declaró: “ No hay fenómeno más importante [como reto a la teoría
centrada en el gen] que la organización de las colonias de los insectos”
(Williams 1966, pág. 197).
¿En qué consistía este acertijo que preocupó a los darwinistas por
tanto tiempo? Entre los himenópteros (el grupo que incluye a las
hormigas, abejas y avispas) y los isópteros (las termitas) hay especies
en las cuales las castas estériles trabajan para los otros miembros de
la comunidad, ayudando en el cuidado de sus descendientes, aten­
diendo la colonia y ejecutando otras numerosas tareas cívicas que
benefician a sus compañeros. Les dedican su vida a la supervivencia y
reproducción de los otros, y sin embargo no dejan descendientes
propios. Esto hace surgir de inmediato una dificultad. ¿Cómo podría
la selección natural, que trabaja con base en adaptaciones heredita­
rias, haber dado lugar a tal comportamiento (llamado eusocialidad)?
¿Cómo se benefician las obreras estériles de su autosacrificio? ¿Y cómo
transmiten sus características?
La respuesta, de un modo u otro, probablemente yace en la selec­
ción de parentesco. Tendemos a pensar en el éxito reproductivo en
términos de descendientes. Pero la teoría de selección de parentesco
nos recuerda que un hermano puede ser tan valioso como un hijo. Si
yo poseo un gen para el altruismo (o para cualquier otra cosa) mis
hermanos tienen tanta probabilidad de llevar copias de él como mis
descendientes. De manera que, si todo lo otro permanece igual, una
madre de un animal es una fuente reproductiva potencial tan buena
como el animal mismo. No es difícil ver, entonces, por qué los ani­
males puedan optar por ser estériles y por cuidar de los descendientes
de su madre en lugar de tener descendientes propios. De hecho, a la
luz de la teoría de la selección de parentesco, nuestro problema origi­
nal es el contrario: ¿por qué, se pregunta uno, no es ésta la práctica
más generalizada? Bueno, recuerden que dije “que todas las otras con­
diciones tenían que ser iguales”. Pues resulta que algunos animales -
los himenópteros y los isópteros- son más iguales que otros.

375
LOS I N S E C T O S S O C I A L E S ! P A R I E N T E S P E R F E C T O S

Comencemos con las termitas. Una particularidad que puede


haber pavimentado el camino para la selección de parentesco es una
rareza de su dieta. Su alimentación básica es la madera, que es alta­
mente indigerible sin ayuda. La ayuda viene de un microorganismo
que habita en los intestinos de las termitas. Los insectos necesitan
reinfectarse con estas ayudas digestivas en cada generación, y en
algunos casos después de cada muda (porque el forro que cubre los
intestinos se pierde en ella). Esto ló logran por medio de la coprofagia:
el don precioso de las heces se pasa de generación en generación. La
coprofagia requiere gran proximidad. Tal vez esto hizo que las termitas
emprendieran su viaje por un sendero evolutivo que iba de la pro­
ximidad a la sociabilidad y de la sociabilidad, posiblemente, a la
selección de parentesco, un camino no inevitable, pero en el cual cada
paso hace un poco más probable el próximo (Wilson 1971, pág. 119).
La coprofagia también ofrece una vía adicional para la selección del
parentesco: la manipulación de las feromonas. En todos los insectos
sociales es la supresión feromónica de las obreras por parte de la
reina lo que proporciona el mecanismo para inducir la esterilidad.
La dieta indigerible de las termitas podría haberles dado a sus reinas
un canal ya preparado durante la primera parte de la evolución de su
comportamiento social.
La dieta de las termitas introduce todo un nuevo conjunto de
intereses: los de los microorganismos. Sus genes conforman hasta una
cuarta parte del DNA en un termitero y una cuarta parte esencial,
pues estas minúsculas criaturas y sus termitas son mutuamente
interdependientes. Más aún, debido a que los microorganismos se
reproducen asexualmente, son por lo general clones genéticamente
idénticos. Con tal cantidad y tal unicidad de propósito, bien pueden
dominar la puntilla bioquímica de la manipulación. Quizás, entonces,
a estos valiosos huéspedes se les pueda dar crédito por los comporta­
mientos muy sociables de las termitas.

¿no es inevitable que los genes simbiontes se hayan seleccionado


de manera que ejerzan un poder fenotípico sobre sus alrededores? ¿Y
no incluirá esto el ejercer el poder fenotípico sobre los cuerpos de
las... termitas, o su comportamiento? En este mismo sentido, ¿po­
dría la evolución dé la eusocialidad en los isópteros explicarse como
una adaptación de los microscópicos simbiontes más bien que de las
termitas mismas? (Dawkins 1982, págs. 207-8).

376
LOS INSECTOS SOCIALES: PARIENTES PERFECTOS

W. D. Hamilton advirtió que los ciclos de endogamia de las


termitas en una colonia y los de exogamia cuando encontraban una
nueva, ofrecían una curiosa oportunidad más para la selección de
parentesco (Hamilton 1972, pág. 198). Su descubrimiento, a propósi­
to, fue característicamente en passant, tanto, que comúnmente se le
atribuye a Stephen Bartz, quien analizó la misma teoría más tarde
con mayor detalle (Bartz 1979,1980; véase v. gr Myles and Nutting
1988; Trivers 1985, págs. 181-4); y> típico en él, el mismo Hamilton,
por olvido se lo atribuyó a Bartz cuando le pregunté por él, ¡tal era su
idea de disputarse la prioridad! El razonamiento de Hamilton era
como sigue. Lo voy a describir de una forma idealizada, porque el
cuadro real rara vez es tan claro. En las colonias establecidas de
termitas puede haber mucha endogamia. En algunas especies, las
reinas y los reyes con alas son, por lo general, reemplazados por
reproductores secundarios al interior de la colonia. Es probable que
estos nuevos herederos sean hermanos y entre sus hermanas y des­
cendientes puede haber tanta endogamia que son en buena medida
homocigóticos (donde los alelos de cada individuo ocurren en pares
idénticos). Esto significa que están relacionados de modo más estre­
cho con miembros de la colonia de lo que están con miembros de
otras colonias (que también cada vez más se procrean entre sí, pero
en direcciones diferentes). Esto mismo podría predisponer a las
termitas al autosacrificio altruista. Pero una termita de una colonia
donde existe endogamia no es más cercana a sus hermanas de lo que
sería de sus descendientes hipotéticos. Gon sólo ser más cercana a sus
hermanas habría una razón aún más poderosa de autosacrificio hasta
el punto de esterilidad.
Pues resulta que, en efecto, existe tal razón. Y es así como se da.
En la larga historia de un linaje, perpetuado a través de numerosas
colonias descendientes, la endogamia intensiva está jalonada regu­
larmente por la exogamia. Esto sucede cuando un reproductor alado
joven sale volando y encuentra una colonia para sí. Se esperaría
normalmente que la exogamia cortara los vínculos del parecido de
modo dramático. Pero no. La pareja de nuestro joven procreador,
que viene de otra colonia, tiene grandes probabilidades de haber sido
también procreada endogámicamente, y de ser homocigótica, pero
para alelos diferentes. De manera que sus descendientes (la primera
generación), será heterocigótica, pero idénticamente. Los vínculos de
parecido entre hermanos se siguen manteniendo. Pero tales vínculos
no sobrevivirán a la próxima generación, cuando se reemplacen tan-

377
LOS I N S E C T O S s o c i a l e s : p a r i e n t e s p e r f e c t o s

AA x BB Los fundadores de una colonia


nueva provienen de dos colonias
diferentes: ambos son
macho hembra homocigóticos
pero así mismo diferentes.

AB AB
La primera generación de
crías son todas genéticamente
idénticas; son genéticamente
más cercanas a sus hermanos
y hermanas que a sus propias
crías.

AA AB BA BB

Una ruta para el altruismo en las termitas

to el rey como la reina. La repartición mendeliana terminará por rom­


per la identidad genética. Esto significa que un descendiente
heterocigótico del rey y la reina fundadores está más cercano
genéticamente a sus (idénticamente heterocigóticos) hermanos de lo
que estaría de sus propios hijos, si tuviera alguno. De manera que
aquí tenemos una razón adicional para la evolución de la esterilidad
de las obreras de las termitas. Quizás, entonces, el gran ideal del
altruismo surja de una alternancia muy primaria de incesto y escape:
En algunas especies de termitas, el altruismo con los parientes
puede haber sido fomentado por otra fuente de uniformidad genética
que hace que los hermanos sean más cercanos que los hijos. En este
caso, la uniformidad ocurre entre hermanos del mismo sexo y se
produce por el hecho de que se han ligado numerosos genes en los
cromosomas sexuales (Lacy 1980; 1984 Syreny Luykxipzz; pero véase
también Crozier y Luykx 1985; Leinaas 1983). Las termitas, como no­
sotros, determinan el sexo por medio del sistema del XX y XY. Las
hembras tienen dos cromosomas X, los machos uno X y uno Y. Un
macho hereda su cromosoma Y del padre (el único que su padre le
puede dar) y uno de sus dos cromosomas X de la madre. Una hembra

378
LOS INSECTOS SOCIALES: PARIENTES PERFECTOS

hereda el cromosoma X del padre (el único que él tiene para dar) y
uno de los dos cromosomas X de la madre. Así, con respecto a sus
cromosomas sexuales paternales, los machos son, de hecho, mellizos
idénticos de sus hermanos y las hembras son, de hecho, mellizas idén­
ticas de sus hermanas. No sucede lo mismo con respecto a sus
cromosomas sexuales maternales, o cualquiera de sus cromosomas
ordinarios. En lo que atañe a un gen o a un cromosoma sexual, en­
tonces, los hermanos del mismo sexo son más cercanos genéticamente
de lo que podrían ser los descendientes potenciales. En particular, un
gen para la esterilidad individual al servicio del cuidado de un
hermano del mismo sexo podría ser favorecido si resultara estar lo­
calizado en un cromosoma sexual.
Teóricamente, tal “altruismo del cromosoma sexual” es una ruta
posible para la esterilidad de la obrera en muchos animales con
cromosomas sexuales, incluyendo los mamíferos. Hamilton advirtió
esto hace algún tiempo (Hamilton 1972, pág. 201), pero pensó que los
cromosomas sexuales constituyen una fracción tan pequeña del
genoma (solo 5% en algunos mamíferos, por ejemplo) que tal
altruismo es poco probable. Como veremos, tenía algo más grande
en mente; ya había aclarado el caso análogo de castas de obreras esté­
riles en los himenópteros, donde las hermanas plenas son especial­
mente cercanas la una a la otra respecto al genoma completo. Sin
embargo, más recientemente ha aparecido el hecho de que las termitas
también tienen algo grande que ofrecer. En algunas especies, una
porción grande del genoma (incluso hasta casi la mitad) está ligada
a los cromosomas sexuales, formando lo que es en realidad un
cromosoma sexual gigante. Aquí, entonces, la objeción al “altruismo
del cromosoma sexual” desaparece. Los genes de las termitas en rea­
lidad sí tienen una probabilidad significativamente mayor de ser com­
partidos por los hermanos mismos que por los hijos, debido a que el
grupo de genes que funciona como un cromosoma sexual es tan
desusadamente grande. Quizás, entonces, hace mucho tiempo en el
pasado evolucionista, este vínculo de grandes partes del genoma con
los cromosomas sexuales ocurrió en especies de termitas y ayudó a
que despegara el altruismo del parentesco, aún en especies en las que
quizás no existe tal vínculo hoy. Pero existen problemas. El principal
es que las termitas no parecen comportarse como se predice. Parecen
desplegar altruismo con sus parientes independientemente del sexo;
tanto machos como hembras actúan como ayudantes estériles y no
se ha encontrado hasta ahora evidencia de que ninguno de los sexos

379
LOS I N S E C T O S S O C I A L E S : P A R I E N T E S P E R F E C T O S

sea parcializado en sus buenas obras a favor de su propio sexo. También


existe el problema de que sólo algunas termitas tienen “cromosomas
sexuales gigantes” y no hay nada especial sobre el comportamiento
social de las que lo tienen. Y lo que es más, estas especies están colo­
cadas de manera más bien esporádica en el árbol evolutivo de la
termita. De manera que posiblemente los cromosomas gigantes son
una innovación demasiado reciente para haber desempeñado el
papel sugerido. Para redondear esta lista de dudas, Hamilton mismo
me ofreció la siguiente reflexión: “ ¡El otro grupo notable por sus
cromosomas anillados es el de las primaveras vespertinas! Qué pue­
de tener una termita de los pantanos y manglares de la Florida en
común con una primavera no es algo muy claro. En el momento pa­
rece sólo un chiste de Dios”.
Ahora volvamos a los himenópteros. Una condición que podría
haber ¡favorecido la selección de parentesco es el hecho que ya hemos
observado: las hermanas plenas están más estrechamente vinculadas
la una con la otra de lo que estarían sus descendientes. Esto ocurre
por la organización altamente inusual de sus cromosomas, su haplo-
diploidismo (Hamilton 1963,1964). Las hembras se desarrollan a partir
de óvulos fertilizados y son diploides (tienen un doble conjunto de
cromosomas, la mitad proveniente de cada padre); los machos se
desarrollan a partir de óvulos no fertilizados y son haploides (tienen
solamente un conjunto de cromosomas). Los detalles de la organiza­
ción social difieren de especie en especie, pero una colonia consiste
típicamente de una sola reina, que ha sido fertilizada por un macho,
y de su descendencia. Son sus hijas las que son obreras estériles ¿Por
qué? Estas descendientes femeninas comparten copias idénticas de la
mitad de sus genes, la parte paterna, porque su padre es haploide y
también su esperma lo es; en promedio, también tienen la mitad de
los genes maternos en común. De manera que, en cuanto atañe al
genoma paternos son mellizas idénticas (al igual que las termitas del
mismo sexo, tal como hemos visto que se realizó más tarde, excepto
que en el caso de las termitas la “ identidad de lo mellizo” es sólo de
los cromosomas sexuales). El resultado es que estas hijas están más
estrechamente vinculadas la una con la otra de lo que estarían con
sus propios descendientes hipotéticos de cada sexo. De manera que a
ellas les va mejor al cuidar a sus hermanas potencialmente fértiles
-aquellas que se convertirán en reinas- que teniendo hijos propios.
Otra condición que favorece la selección de parentesco en algu­
nos himenópteros es que la monogamia de la madre está garantizada
380
LOS INSECTOS SOCIALES: PARIENTES PERFECTOS

(Dawkins 1976, segunda edición, págs. 295-6). Si una madre es mo­


nótonamente monógama, entonces todas las hermanas tendrán el
mismo padre, 7 la madre se vuelve tan valiosa como una hermana
melliza. Este punto no le debe nada al haplodiploidismo. Es poten­
cialmente cierto para cualquier animal monogámico. El problema es
que en la mayor parte de los animales “la monogamia” es bastante
poco confiable. Hay algunas especies en las cuales los machos y las
hembras se aparean de manera tan convincente durante toda una
estación o aún de por vida, que los naturalistas desde hace tiempo los
consideraban monógamos; durante una época se creía que la mayor
parte de los pájaros practicaban tal exclusividad (Lack 1968, pág. 4).
Pero al observarlos de manera más atenta, una tras otra, estas espe­
cies revelan un cuadro muy diferente: en los azulejos del oriente (Sialia
sialis), el 9% de todas las nidadas examinadas tenían padres múlti­
ples (Gowaty y Karlin 1984); en el fringilino azul (Passerina cyanea),
más del 22% de las cópulas femeninas no fueron con sus parejas y al
menos 14% de los descendientes no tuvieron a dicha pareja por padre
(tenían, en su lugar, un sugerente parecido genético con machos veci­
nos) (Westneat 1987,1987a) en los abejófagos de frente blanca (Merops
bullockoides), entre el 9% y el 12% de todos los descendientes de la
muestra no estaban relacionados con uno o con ambos “padres”
(Wrege y Emlen 1987); en las golondrinas montaraces de cabeza blanca
(Zonotrichia leucophrys oriantha), entre un 34% y un 38% de los des­
cendientes probablemente no eran hijos de su “padre” (Sherman y
Morton 1988). La costumbre de tirar los huevos que practican algu­
nos otros miembros de la especie podría responder por algunos de
estos “ilegítimos”, pero de ninguna manera por todos. Sin embargo,
los himenópteros organizan sus asuntos de manera diferente. En
algunas especies al menos, la monogamia es por lo general confiable. •
Esto se debe a que la reina se aparea sólo una vez y sella todo su
destino reproductivo en un sólo vuelo nupcial, almacenando el
esperma de esta única unión y racionándolo por el resto de su larga
vida.
Finalmente, se ha sugerido que la eusociabilidad de los insectos
sociales originalmente despegó por medio de la ayuda mutua entre
las hembras (véase v. gr. Brockmann 1984). Las hembras de la misma
generación, o madres e hijas, o ambas, bien pudieron haber comen­
zado simplemente compartiendo los nidos. De modo gradual, con la
ayuda de otras condiciones predisponentes, pudieron haber dado
lugar a un comportamiento cada vez más cooperativo, hasta llegar a
381
LOS I N S E C T O S S O C I A L E S : P A R I E N T E S P E R F E C T O S

los extremos de altruismo que han agotado de tal manera el ingenio


de los darwinistas.
Esto es lo que conocemos hoy en día. Regresemos ahora a Darwin,
que estaba perturbado por el problema de los insectos estériles, como
lo indica su declaración sobre su “más seria dificultad especial” (¡aun­
que varias de sus dificultades son las “más serias” !). Tomando el caso
de las hormigas, repasa los asuntos con profundidad en El origen (págs.
235-42). Pero, ¿de qué se trata exactamente esta “dificultad espe­
cial” ? Sorprendentemente, la anomalía no es, como podríamos espe­
rar, la esterilidad de las hormigas y su devoción al bien de los demás.
“ La manera como las obreras se han vuelto estériles plantea una difi­
cultad, pero no mucho mayor que la de cualquier otra sorprendente
modificación estructural... no puedo ver grandes dificultades en que
esto sea efectuado por la selección natural” (Darwin 1859, pág. 236).
De hecho, en otra parte -como lo veremos cuando se analice la este­
rilidad interespecífica- Darwin diferencia con precisión la esterili­
dad de los insectos sociales de la esterilidad de los organismos no
sociales como algo poco problemático (Darwin 1868, ii, págs. 187-7).
Así, decide “pasar por encima de la dificultad preliminar” (Darwin
1859, pág. 236). No, lo que le preocupa es que las castas estériles sean
tan distintas tanto de sus padres como una de la otra; ¿cómo ha sido
capaz la selección natural de trabajar sobre estos individuos que rió
se pueden reproducir, para crear características tan diversas?

una dificultad especial... al principio me pareció infranqueable y


realmente fatal para toda mi teoría... Las estériles a menudo difieren
ampliamente en instinto y estructura tanto de los machos como de
las hembras fértiles, y sin embargo, por ser estériles no pueden pro­
pagar su clase... y el clímax de la dificultad es... el hecho de que las
estériles de varias hormigas difieren, no solamente de las hembras
fértiles y de los machos, sino una de otra, a veces hasta un grado casi
increíble... (Darwin 1859, págs. 236-8).

De modo que el problema planteado por las obreras estériles es su


extraordinaria diferencia en estructura e instintos de otros miem­
bros de su especie; si sólo se parecieran más a sus padres y las unas a
las otras podría no haber una anomalía seria. Entonces su dificultad
radica en la latencia de las características de las obreras estériles en
padres que difieren tanto de ellas. Esto era ciertamente un problema,
dada la falta de una teoría adecuada de la herencia. Pero no es lo que
382
4,
ílí LOS INSECTOS SOCIALES: PARIENTES PERF EC T OS
SSÉ SL
r podemos pensar como un “clímax” de la dificultad de los insectos
5
,9m estériles.
Aunque para Darwin la anomalía no era el altruismo de las obre­
ras estériles, los comentaristas de hoy suelen dar por sentado que lo
m fue, y es tan común esto, que daré algunas evidencias adicionales de
r
mi punto de vista de que es un error y que para Darwin la latencia era
» el problema principal (un punto de vista, me siento contenta de de­
M cirlo, que también sostiene Hamñton (1972, pág. 193)).
9 Primero, hay una importante analogía que Darwin inserta en la
n
§§ cuarta edición (1866) y subsiguientes de El origen. Asemeja su expli­
m cación de la evolución de obreras estériles a las explicaciones de
Wallace sobre ciertas especies de mariposas que ocurren en dos o
aun en tres formas femeninas diferentes y a la explicación de Müller
de dos formas de machos distintos en ciertos crustáceos (Peckham
1959, págs. 420-1). En estos casos no hay esterilidad, sacrificio ni
altruismo. Pero en el punto de vista de Darwin la proliferación de
formas diferentes hace que estos casos sean “igualmente complejos”
y las explicaciones “análogas” (aunque por desgracia no sigue anali­
zando) (Peckham 1959, pág. 420). Segundo, cuando resume su teoría
en el último capítulo de El origen y selecciona las obreras estériles
como “uno de los más curiosos” “casos de dificultad especial” (Dar­
win 1859, pág. 460), lo que menciona es la diferenciación de castas.
Tercero, si Darwin veía que el autosacrificio en beneficio de los de­
más era un rasgo sobresaliente de las obreras estériles y de su com­
portamiento, seguro lo habría mencionado cuando analizaba la
sociabilidad y moralidad humanas en El origen del hombre; pero, aun­
que analiza allí la protomoralidad en otros animales, escasamente
toca la de los insectos sociales.
El problema de Darwin no era entonces el mismo de los darwi­
nistas de hoy. Sin embargo, tenía que encontrar lo que la selección
natural quería, puesto que no podía estar actuando por medio de la
reproducción diferencial de hormigas estériles. De modo que mien­
tras contestaba su pregunta se vio obligado a responder las planteadas
por el altruismo: ¿Quién se beneficia y cómo?
La solución de Darwin presenta dos etapas. Comienza planteando
la tesis de que si bien los insectos estériles son incapaces de procrear,
sus parientes cercanas pueden, con toda probabilidad, compartir con
ellos características hereditarias de modo que los parientes pueden
transmitirlas, aun si las características no son manifiestas en ellas:

383
LOS IN SE C TO S S O C I A L E S : P A R I E N T E S P E R F E C T O S

La m ayor y más seria dificultad


Pheidole kingi instabilis, una pequeña hormiga mirmicina de los cultivos de
Texas: la casta de las obreras, hecha de subcastas que varían continuamen­
te, de la obrera principal (a), a obreras medias (b, d), a la obrera menor (e,
f); la reina (g) y el macho (h).
Una dificultad especial se nie presentó al principio... fatal para toda la
teoría... el hecho de que las estériles de varias hormigas difieran, no sólo de los
machos y hembras fértiles, sino entre sí, algunas veces hasta un grado casi
increíble. (Darwin, El origen)

384
LOS INSECTOS SOCIALES: PARIENTES PERFECTOS

Esta dificultad [de los insectos estériles], aunque parece infran­


queable, disminuye y creo que desaparece cuando se recuerda que la
selección se puede aplicar a la fa m ilia tanto como al in divid u o ,
obteniéndose así el fin deseado. De esta manera, una verdura de buen
sabor se cocina y el individuo se destruye, pero el horticultor siem­
bra semillas de la misma familia y espera confiado conseguir la mis­
ma variedad; los criadores de ganado desean que la carne y la grasa
estén entreveradas; el animal ha sido sacrificado, pero el criador re­
curre con confianza a la misma familia... (Darwin 1859, págs. 237-8;
el subrayado es mío).

Estrictamente hablando, estos ejemplos no captan de manera perfec­


ta el punto de Darwin. (Admito ser un poco meticulosa, pero necesi­
tamos precisar con exactitud lo que dice; veremos más tarde que otros
han entendido toda suerte de cosas en sus aseveraciones). Darwin
trata de explicar casos en los que algunos miembros de una “familia”
producen descendientes con características fenotípicas que son laten­
tes en ellos, mientras otros, que sí manifiestan las características, son
incapaces dé producir descendencia. Pero en las analogías de Darwin
los miembros fértiles manifestarían en el curso normal (incluso por
fuera de la época en que el criador la selecciona) las mismas caracte­
rísticas fenotípicas que los cocinados y los sacrificados. El próximo
ejemplo de Darwin es mejor: “una raza de ganado que siempre pro­
duce bueyes [toros castrados] con cuernos extraordinariamente
largos, podría formarse lentamente, observando con cuidado cuáles
son los toros y vacas individuales, que al ser apareados producen los
bueyes que tienen los cuernos más largos; y sin embargo, ningún buey
hubiera podido propagar su especie” (Darwin 1859, pág. 238). Pero
podría haber aguzado la analogía si hubiera aseverado de manera
explícita que los padres de los bueyes con cuernos extraordinaria­
mente largos no eran, fenotípicamente hablando, de cuernos ex­
traordinariamente largos. En otras ediciones de El origen presentó
la siguiente “mejor y más real ilustración” (Peckham 1959, pág. 416),
y esta vez una muy bonita. Algunas clases de plantas producen flores
dobles y sencillas, pero las dobles son siempre estériles; sin embargo,
la línea no se extingue, porque continúa produciendo fértiles y senci­
llas. Darwin asemeja de manera muy correcta la flor sencilla a los
parientes fértiles y la doble a las obreras estériles (Peckham 1959,
pág. 417). En suma, entonces, Darwin dice que los parientes tienen
características en común (sean manifiestas o latentes) y que las ca-

385
LOS I N S E C T O S S O C I A L E S : P A R I E N T E S P E R F E C T O S

racterísticas manifiestas del individuo pueden estar latentes en sus


parientes, pero perpetuarse sólo a través de su propia línea germinal.
Un pasaje de El origen del hombre apoya el punto de vista de que no
dice nada más que esto. Darwin asevera que en una tribu humana,
aun si los miembros más “ ingeniosos” no dejan descendientes, sus
características podrían ser transmitidas por otros miembros porque
son parientes, y hace la misma referencia al criador de ganado: “aun
si no dejaran hijos, la tribu seguiría incluyendo a sus parientes
cosanguíneos; y los que trabajan en el negocio agropecuario han
comprobado que al preservar y criar miembros de la familia de un
animal, que cuando fue sacrificado se vio que era valioso, se obtenía
la característica deseada” (Darwin 1871, i, pág. 161).
La segunda etapa del argumento de Darwin prueba que la selec­
ción ha sido capaz de actuar sobre las características de los insectos
estériles porque estas mismas características afectan el éxito de sus
parientes fértiles: “por medio de la selección largamente continuada
de los padres fértiles que producen la mayor parte de estériles con la
modificación deseable, todas las estériles en últimas llegan a conse­
guir la característica deseada” (Darwin 1859, pág. 239). Por analogía,
el criador de ganado selecciona cuáles toros y vacas aparear, emplean­
do como guía no los cuernos de éstos, sino aquellos que más admira
en el buey; y el agricultor selecciona cuáles flores sencillas cultivar,
usando como guía las de la variedad doble que le gustan más.
Las ideas generales de Darwin están claras. (El funcionamiento
específico del mecanismo es vago, pero hizo lo mejor que podía
hacer sin una adecuada teoría de la herencia). Su idea tiene dos
aspectos. Primero, aunque los insectos estériles no se reproduzcan,
sus características pueden ser reproducidas por otros. Segundo, la
selección puede actuar sobre las características de los insectos estéri­
les por medio de los insectos en los que están latentes, porque las
características afectan el éxito de aquéllos. De manera que la conti­
nuidad de la línea germinal se mantiene a través de los miembros
fértiles de la comunidad, aun cuando llega a un callejón sin salida con
las obreras infértiles, porque sus características afectan el éxito de las
parientes fértiles y así pueden modelarse por la selección natural.
Hasta ahora vamos bien. Pero por desgracia este recuento de la
segunda etapa del argumento darwinista, que nos parece tan similar
a nuestro punto de vista moderno, está idealizado. De manera con­
fusa, también dice que la ventaja selectiva es para la comunidad:

386
LOS INSECTOS SOCIALES: PARIENTES PERFECTOS

una pequeña modificación de la estructura o del instinto, correla­


cionada con la condición estéril de ciertos miembros de la comunidad,
ha sido ventajosa para la comunidad: en consecuencia, los machos y
hembras fértiles de la misma comunidad florecieron y transmitieron
a su descendencia fértil la tendencia a producir miembros estériles
que tenían la misma modificación... podemos ver ahora la utilidad que
su producción pudo haber tenido para una comunidad social de in­
sectos, basada en el mismo principio de que la división del trabajo es
útil para el hombre civilizado (Darwin 1859, págs. 238, 241-2; el su­
brayado es m ío).

De modo semejante, dice que la selección natural, al trabajar sobre


los padres, podría haber producido otras formas, tales como obreras
estériles uniformemente pequeñas o sólo dos clases altamente diver­
gentes de castas, si hubieran sido útiles a la comunidad (Darwin 1859,
pág. 240-1). Y en otra parte asevera: “En el caso de los insectos estéri­
les tenemos razón para creer que las modificaciones en la estructura
y fertilidad se han ido acumulando paulatinamente por medio de la
selección natural, a partir de que sé le hubiera dado indirectamente
una ventaja a la comunidad a la cual pertenecía sobre otras comuni­
dades dé la misma especie” (Darwin 1868, ii, págs. 186-7). En El origen
del hombre, llega incluso a citar los insectos sociales como ejemplo
principal de que la selección natural actúa sobre características qüe
benefician al grupo social, pero no a quienes las portan:

En el caso de los animales estrictamente sociales, la selección


natural a veces actúa de modo indirecto sobre el individuo, por me­
dio de la preservación de variaciones que son benéficas sólo para la
comunidad... muchas estructuras especiales, que son de poco o nin­
gún servicio para el individuo o para su descendencia, tales como el
aparato colector de polen, el veneno de la abeja obrera o las grandes
garras de las hormigas soldados, se han adquirido de esta manera
(Darwin 1871, i, pág. 155).

Pero las palabras de Darwin no deberían haberse tomado como


señal de que estaba adoptando internacionalmente la explicación de
un nivel superior. A menudo pasa de un lenguaje individual a unó de
comunidad, sintiéndose, al parecer, libre de usar uno por otro. En la
cuarta edición de E l origen (1866), por ejemplo, omite la referencia a
la comunidad en el siguiente pasaje, de manera que se refiere sólo a

387
LOS I N S E C T O S S O C I A L E S : P A R I E N T E S P E R F E C T O S

los padres, mientras previamente había dicho: “...las formas extremas,


de ser las más útiles para la comunidad, habiendo sido producidas en
números cada vez mayores por medio de la selección natural de los
padres que las generaron” (Peckham 1959, págs. 420; el subrayado es
mío). Pero no es el retractarse de un seleccionista grupal anterior lo
que ahora se ve a la luz del seleccionista individual, porque en otros
casos sus cambios van exactamente en el sentido opuesto. En la quinta
edición (1869) cambia el siguiente pasaje: “...por la selección conti­
nuada durante largo tiempo de los padres fértiles que producían la
mayor parte de los infértiles con las modificaciones productivas...”
(Peckham 1959, pág. 418) para que se lea: “...por la supervivencia de
las comunidades con hembras que producen la mayor parte de los
infértiles...” (Peckham 1959, pág. 418) (aunque admito que esto es
ambiguo; podría estarse refiriendo a la selección en las hembras).
Las revisiones de Darwin, ciegas respecto a los niveles, no están con­
finadas a los insectos sociales. Al analizar la selección natural en El
origen, dice en la primera edición: “en los animales sociales se adap­
tará la estructura de cada individuo al beneficio de la comunidad; si
cada uno, como consecuencia, se beneficia del cambio seleccionado”
(Darwin 1859, pág. 87; el subrayado es mío). Sin embargo, en la sexta
edición (1872) su pasaje reza así: “...para el beneficio de la comunidad
entera... si la comunidad se beneficia del cambio seleccionado”
(Peckham 1959, pág. 172). Entonces, Darwin parece haber sido alegre­
mente indiferente a cómo se expresaba; se mueve de aquí para allá
entre el idioma de dos niveles, aparentemente sin establecer diferen­
cia entre ellos.
Entonces, ¿qué decía Darwin exactamente? Primero miremos lo
que se ha creído que decía. Aquí encontramos poco consenso y enor­
me confusión. La confusión se origina en parte por una identifica­
ción errónea de su problema. Tengamos en cuenta que, mirando en
retrospectiva, la mayor parte de los comentaristas presuponen que
el análisis de Darwin es sobre el problema de la esterilidad altruista.
De modo que uno de los pocos puntos sobre los cuales se está de
acuerdo (erradamente) es que el “aparente altruismo de los insectos
estériles... parece desalineado con... la lucha por la existencia. Dar­
win se daba cuenta de la importancia de este problema” (Ghiselin 1974,
pág. 216).
Pero, ¿ofrece una solución de nivel individual o de un nivel
superior? y ¿tiene éxito, o no? Aquí hay más puntos de vista que
comentaristas. Unos cuantos ejemplos serán más que suficientes; los
388
LOS INSECTOS SOCIALES: PARIENTES PERFECTOS

reduciré a un párrafo (¡aunque muy largo!). Comenzaremos en el


siglo xix, con Weismann, quien elogiaba la contribución de Darwin,
al parecer sin darse cuenta de que en su propio recuento acude a la
selección de dos entes diferentes, los padres y la comunidad. La ex­
plicación de Darwin del origen de las hormigas estériles, dice,

aún debe ser considerada como la única posible, a saber, que


surgieron a través de la s elección dé los padres... Una selección de las
hembras m uy fértiles debió haber ocurrido, porque las que produ­
cían descendientes estériles además de fructíferos eran de valor espe­
cial para el estado; pues la existencia de miembros que eran obreras
solamente era una ganancia y lo reforzaba... Todas las variaciones
entre las obreras surgieron para hacerlas más aptas para estar al servi­
cio del estado (Weismann 1893, pág. 314: el subrayado es mío, el sub­
rayado original está omitido).

Otros comentaristas tenían puntos de vista más fuertes sobre el nivel


de explicación de Darwin. Phillip Sloan (1981, pág. 623), por ejemplo,
censura a Michael Ruse (1979a) por sostener que Darwin apunta a un
seleccionismo individualista; no es convincente, dice, si se mira el
análisis de Darwin de los insectos sociales. Volviéndonos hacia Ruse
encontramos que éste consideraba a Darwin un seleccionista indi­
vidualista pero él mismo sostiene que “veía un panal entero de abejas
como un individuo, en lugar de ver los miembros individuales de los
panales como rivales competitivos” (1979a, pág. 217). También sos­
tiene en alguna otra parte que Darwin consideraba problemático el
caso de las obreras estériles porque era un seleccionista individualista
convencido (Ruse 1982, pág. 190); sin embargo, interpreta que la so­
lución de Darwin se aplica a lo “supraindividual” y explícitamente
contrasta esto con lo que sostiene es la explicación individualista de
Hamilton (Ruse 1982, págs.193, 205). (Sin embargo, en una defensa
más minuciosa del seleccionismo individualista de Darwin (Ruse
1980), no hace mención del “supraindividualismo”. A propósito, en
un momento dado (1980) Ruse hace la distinción entre el problema
del altruismo y el de las enormes diferencias entre las castas estériles
y sus padres.) Michael Ghiselin, también dice muy convencido que la
ventaja selectiva del darwinismo era siempre para el individuo, y
entonces les permite a las unidades sociales contar como individuos
(Ghiselin 1969, pág. 150). Ghiselin parecía, en una época, estar bajo la
impresión de que la de Darwin era la explicación de un seleccionista

389
LOS i n s e c t o s s o c i a l e s : p a r i e n t e s p e r f e c t o s

de parentesco (Ghiselin 1969, pág. 58), pero más tarde contestó el


mecanismo de la selección de parentesco con lo que describía como
el mecanismo de Darwin de la ventaja selectiva para la familia como
unidad (Ghiselin 1974, pág. 137). Más aún, Ghiselin objetó que las
familias fueron tratadas como superorganismos (Ghiselin 1974, pág.
218), pero, sin embargo, prefirió tratar las sociedades de insectos como
“conjuntos integrados” en vez de aceptar la selección de parentesco
(Ghiselin 1974, págs. 137,228-33). Elliott Sober (1984, págs. 218-19,1985,
pág. 895) también sostiene que Darwin le da una explicación de se­
lección individualista: el individuo que se beneficia al ser un padre
que adopta la estrategia reproductiva de producir algunos descendien­
tes estériles; la frase de Darwin de seleccionismo grupal “provechoso
para la comunidad” la despacha como un “ lapsus linguae” (Sober
1984, pág. 219), aunque se pregunta si de todas maneras no hay más
que una diferencia terminológica entre la selección individual y la
grupal, quizás porque se confunde e interpreta “grupo” en este con­
texto como un concepto que significa “grupo de parentesco” (Sober
1985, pág. 895). Por el contrario, Alfred Emerson (1958) elogia
específicam ente a D arw in por plantear una “ unidad social
supraorganística” y dice que Darwin reconocía “la necesidad de tratar
el sistema social como un ente” (Emerson 1958, pág. 315). Artur Caplan,
sin embargo, critica a Darwin por adoptar una solución de seleccio­
nismo grupal (Caplan 1981) y Bowler también parece sen1|r que
Darwin estuviera “forzado a volver a una especie de selección grupal
en este caso” (Bowler 1984, pág. 312). E. O. Wilson (1975) en un punto
(pág. 117) asevera que la solución de Darwin es de seleccionismo de
parentesco y, de hecho, se dedica a analizar la solución clásica de
Hamilton de selección de parentesco en el mismo lugar (pág. 118).
Pero Wilson emplea de modo habitual la expresión “ selección de
parentesco” en un sentido que significa “ selección de grupo que
incluye sólo miembros de la familia” (Wilson 1975, págs. 106 ,117-
18), de manera que es posible que también él pretenda caracterizar la
solución darwinista como de seleccionismo grupal. Y de hecho
asevera que Darwin introdujo el concepto de selección grupal para
explicar las castas estériles (Wilson 1975, pág. 106). De cualquier
manera, Wilson parece no ver ninguna inconsistencia en sus conclu­
siones, porque de manera inequívoca alaba la solución darwinista
por su “lógica impecable” (Wilson 1975, pág. 117). Ruse presupone
que Wilson interpreta que Darwin adopta una teoría “ suprain-
dividual” y parece estar de acuerdo con la interpretación de Wilson
390
LOS INSECTOS SOCIALES: PARIENTES PERFECTOS

(Ruse 1979a, pág. 217), pero en otro lugar argumenta con gran fuerza
contra la aseveración de que la solución de Darwin es de seleccionis­
mo grupal (Ruse 1980, págs. 618-19) (aunque su noción de selección
grupal tampoco es clara). También Robert Richards entiende que la
solución de Darwin es de selección de parentesco, pero no indica por
qué, y además, la iguala con la “selección comunitaria” (Richards 1981,
pág. 225).
He dicho que parte de esta confusión se origina en que el proble­
ma de Darwin se identifica mal. Por otra parte, la responsabilidad
seguramente está en la propia ambigüedad de Darwin (¡aunque él no
es responsable de confusiones sobre selección grupal y de parentes­
co!). A veces es posible interpretar a Darwin como un seleccionista
grupal; otras, como un seleccionista individual y algunas más como
un seleccionista individual con una solución de selección de paren­
tesco. Pero es incorrecto atribuirle algunos de estos puntos de vista
de manera incondicional. Tristemente, parece que no puede haber
una respuesta definitiva sobre lo que en realidad tenía Darwin en
mente. Su posición ciertamente llega muy cerca a una solución de
selección de parentesco. La selección de parentesco explica la evolu­
ción de las características altruistas por el hecho de que un gen para
el altruismo pueda diseminarse porque aumenta su propia réplica a
través de los efectos sobre sus parientes cercanos. El problema de
Darwin fue la dificultad de las características latentes. De manera que
hizo hincapié en dos asuntos; primero, las características de las obre­
ras estériles pueden reproducirse a través de la línea germinal de sus
parientes fértiles en los cuales son latentes. Segundo, estas caracterís­
ticas aumentan el éxito reproductivo de los parientes. Pero esto no
quiere decir que haya una explicación clara de selección de parentesco.
Uno no puede ignorar el hecho de que Darwin le prestaba poca
atención al altruismo de las obreras estériles, aun si su selección
resulta ser relevante para aquel problema. Y más importante aún, no
podemos ignorar el hecho de que Darwin introduce la idea de be­
neficio para la comunidad (o al menos, introduce un lenguaje de
nivel de comunidad); el beneficio de la comunidad, aún cuando por
comunidad se entienda una unidad familiar, definitivamente no
tiene parte en una explicación de selección de parentesco. Su refe­
rencia a la comunidad igualmente socava la pretensión de que él
era sin ambigüedades un seleccionista individualista convencido.
Sin embargo, también es incorrecto sostener que adoptaba de modo
inequívoco un punto de vista de selección grupal. No es claro que

391
LOS I N S E C T O S S O C I A L E S : P A R I E N T E S P E R F E C T O S

considerara el beneficio de la comunidad. Pero a la luz de sús revisio­


nes aparentemente alegres lo que dice, en realidad, no se puede tomar
como explicación completa de un nivel superior. Quizás, y se puede
presumir que sin darse cuenta, combinó estas dos clases diferentes de
explicación.
Pero queda el asunto de por qué Darwin no veía al altruismo de las
obreras como, al menos, un problema tan importante como el de las
características latentes, pues tales extremos de autosacrifieio, tal com­
promiso total con el bienestar de otros, parecían casi antidarwinistas.
Por supuesto, si en realidad estaba amortiguando su punto de vista
de nivel individual con un llamado a beneficios de nivel superior,
entonces el altruismo sería absorbido, felizmente, para el bien de la
comunidad; la esterilidad altruista presentaría una dificultad que
desaparecería rápidamente a la luz de un bien mayor. Pero no pode­
mos presuponer que Darwin recurrió a una explicación de nivel
superior.
Por fortuna, sin embargo, no tenemos que decidir en qué nivel
de explicación se veía a sí mismo a fin de explicar por qué “había
considerado” la esterilidad de las obreras como una mera “dificultad
preliminar” (Darwin 1859, pág. 236). La razón es la misma que ya
hemos encontrado y que encontraremos de nuevo: Darwin consi­
deraba el comportamiento altruista como relativamente no proble­
mático en términos generales para los individuos de comunidades
altamente sociales. Lo vimos decir, por ejemplo, en una cita de El
origen del hombre, que “los animales estrictamente sociales” pueden
tener características que son “benéficas sólo para la comunidad” Y
advertimos que veía la esterilidad como algo realmente problemático
sólo cuando ocurría en organismos no sociales. Cómo exactamente
veía el trabajo de la selección natural en los grupos sociales es algo
que no sabemos. Pero era claro que la estructura social bien desarro­
llada de los insectos fue lo que le permitió enfrentar este altruismo
con relativa ecuanimidad.
Hay un asunto final para tener en cuenta con relación a los puntos
de vista darwinistas sobre las características altruistas. Gomo vimos
antes, el interés de Darwin por las adaptaciones sociales presenta una
influencia fuerte de su interés por la descendencia humana. Debido a
esto, examina la socialización bajo el encabezamiento de “sentido
moral”, como una de las facultades mentales común a humanos y a
otros animales. Esto lo lleva a concebir el altruismo en términos de
bondad más que de costos, en términos de actos bien intencionados
392
LOS INSECTOS SOCIALES: PARIENTES PERFECTOS

en lugar de comportamientos que son desventajosos para quien los


ejecuta, pero ventajosos para otros. En este contexto, nos sorprende
que las costumbres de la hormiga se pasen por alto como una fuente
no prometedora de sensibilidad moral privilegiando aquellas de los
animales superiores (Darwin 1871, i, pág. 74). De hecho, irónicamente,
Darwin usa los insectos sociales para ilustrar exactamente lo contra­
rio de la nobleza. Defiende su aseveración de que nuestro sentido
moral surge de los instintos sociales combinados con la inteligencia.
Señala que los diferentes instintos sociales darían lugar a moralidades
diferentes. Nuestro código moral estaría por completo transformado,
si, por ejemplo, viviéramos como las abejas. Pero, lejos de ser admi­
rables, nuestras prácticas serían, juzgadas por nuestros cánones
actuales, despreciables: “las hembras no casadas pensarían... que era
un deber sagrado asesinar a sus hermanos, y las madres querrían matar
a sus hijas fértiles; y a nadie se le ocurriría interferir” (Darwin 1871, i,
pág. 73). Y estos mismos insectos sociales también son únicos en lo
desagradable de su “desusado... sentimiento de odio entre los parien­
tes más cercanos, como las abejas obreras, que matan a sus hermanos
zánganos, y como las abejas reinas, que matan a sus hijas reinas” (Dar­
win 1871, i, pág. 81).
Hemos visto los puntos de vista darwinistas sobre los insectos
sociales y hemos visto qué se sabe ahora. ¿Por qué se logró tan poco
progreso en el período que transcurrió, aun después de la pista dada
por Fisher y Haldane? La respuesta es que este tema, más que cual­
quier otro en el pensamiento darwinista, estaba dominado por el
bienmayorismo. Estaba tan incorporado este punto de vista, que el
altruismo de los insectos, lejos de considerarse problemático, se
pensaba como algo que se mezclaba sin límites en la organización
social de toda la comunidad, y esta organización, por supuesto, se
consideraba buena.
Consideremos por ejemplo The Social Insects, un texto corriente
de las décadas del “bienmayorismo”, escrito por O. W. Richards, un
entomólogo a quien ya hemos mencionado (Richards 1953). Este li­
bro tiene el interés adicional de que de acuerdo con Wynne-Edwards
es el precursor de su propio seleccionismo grupal (Edwards 1962, pág.
21). Richards ciertamente presupone que la selección actúa sobre la
comunidad en conjunto. Pero resulta que esto no es porque consi­
dere la esterilidad altruista problemática. Por el contrario, el énfasis
en el bien de la comunidad hace perder de vista el problema. Para
Richards, la esterilidad es sólo una entre varias adaptaciones que los

393
LOS I N S E C T O S S O C I A L E S : P A R I E N T E S P E R F E C T O S

insectos sociales han desarrollado en la cooperación. Los agrupa a


todos, si bien muchos, por otras características, aunque no guarden
trazas de altruismo aparente y ciertamente no tienen que ver con lo
que es el sacrificio darwinista por excelencia: no reproducirse. Sugiere
que la esterilidad ha evolucionado como un freno sobre la población
para el bien del grupo: “el problema de una multiplicación demasiado
rápida en los insectos sociales [se solucionaba al establecer]... una
casta estéril que, o no procreaba, o lo hacía en un grado limitado y
bajo ciertas condiciones” (Richards 1953, pág. 194). ¡Ninguna mención
de las desventajas de los estériles! De hecho, parece ver el grupo con
un neutralizador de las desventajas individuales: “ En una especie
solitaria, los individuos con fertilidad reducida a menudo no sobre­
vivirán en la competencia con otros más fértiles. Pero en las especies
sociales cualquier cambio que beneficie al grupo como un todo tiene
probabilidades de preservarse” (Richards 1953, pág. 202). Y aquí está
este pensamiento:

Hay... un proceso que opera no sólo en la colonia de hormigas


sino en cualquier animal social. La unidad cuya eficiencia determina
si la especie sobrevivirá o se extinguirá es la colonia más que el indi­
viduo. Un individuo útil para la colonia puede sobrevivir, aunque
sería rápidamente eliminado en una especie solitaria. Esto sucede con
el hombre en un grado considerable. En sociedades civilizadas, m u­
chos miembros sostienen a quienes contribuyen sólo de modo muy
indirecto a proveer el alimento y la protección necesarios para la vida.
A otros que no contribuyen con nada se les permite sobrevivir por­
que nuestro comportamiento social beneficia a toda la especie y no
solamente a los que se ganan el pan. En una colonia de hormigas hay
una situación análoga: la obrera estéril o capaz sólo de procrear m a­
chos es un buen ejemplo de un individuo que no podría sobrevivir
fuera de la colonia. Algunos de los tipos más fantásticos de hormigas
soldados parecen ser un ejemplo más extremo aún del mismo asun­
to. Pueden describirse como monstruos para los que se ha encontra­
do un uso durante el proceso de evolución, así como un circo lo ha
encontrado para los enanos (Richards 1953, págs. 145-6).

Este pasaje no tiene mucho sentido. Muchas adaptaciones sociales, a


diferencia de la esterilidad, no son en lo más mínimo problemáticas.
Ni es la esterilidad algo similar a criar sólo machos o a ser “fantástico”
o “un fenómeno” (cualquier cosa que eso signifique). Los humanos

394
LOS INSECTOS SOCIALES: PARIENTES PERFECTOS

socialmente “parásitos” no son análogos a las obreras estériles; si


acaso, la analogía de castas de obreras sería con los “ganadores del
pan” que sostienen a los parásitos. Incluso cuando Richards esboza
paralelos entre el comportamiento de los insectos sociales y la
moralidad humana (Richards 1953, págs. 205-6) no muestra ninguna
conciencia de que el altruismo en cualquiera de los grupos plantee
un problema.
El bienmayorismo llegó tan lejos que se convirtió en cosa común
considerar una colonia de insectos sociales como un organismo
individual, no de modo figurado sino-literal. William Morton Wheeler,
profesor de entomología en Harvard y autor de varios libros conoci­
dos sobre los insectos sociales, sostenía que “el organismo personal...
es el prototipo... [pero las colonias también son] organismos reales y
no meramente construcciones conceptuales o analogías” (Wheeler
1911, pág. 309; véase también Wheeler 1928, págs. 23-4). Desde este
punto de vista, el altruismo, lejos de ser problemático, es algo que se
espera naturalmente. Al fin y al cabo, si la comunidad es realmente
un solo individuo, “el altruismo” no es más que una especialización
de la función. Se vuelve menos razonable preguntar por qué las obre­
ras estériles nutren a otras que preguntar por qué el corazón bombea
para el bien del resto del cuerpo. (Esto, recuérdese, era antes de los
días en que los organismos se consideraban vehículos de los genes
egoístas; hoy en día uno podría plantear esta pregunta aun sobre el
corazón.) Una colonia de insectos no es una muchedumbre de inte­
reses potencialmente en conflicto, sino un todo bien integrado, con
“correlación y cooperación de las partes... y la división fisiológica
resultante del trabajo” (Wheeler 1911, págs. 324-5). Este modelo de
organismos individuales fue particularmente atractivo para los crí­
ticos de las teorías de “rojo en colmillo y garra”. De acuerdo con
Wheeler era un error del darwinismo “agresivo e individualista” ver
el comportamiento cooperativo como problemático (Wheeler 1928,
pág. 5); desde su punto de vista sobre los insectos sociales, “nuestra
atención se detiene no tanto en la lucha por la existencia, que se solía
pintar en colores tan tenues” (Wheeler 1911, pág. 325) como en la
colonia, que funciona biológicamente como un solo ente. En el
mismo espíritu, Emerson dijo: “ Como el organismo, la unidad grupal
exhibe una división análoga del trabajo, la integración, el desarrollo,
el crecimiento, la reproducción, la homeóstasis, la orientación
ecológica y el ajuste. El término supraorganismo parece ampliamente
justificado para la sociedad de los insectos” (Emerson 1858, pág. 330).

395
LOS' I N S E C T O S s o c i a l e s : p a r i e n t e s p e r f e c t o s

Los puntos de vista de William y Emerson eran típicos del período


durante el cual se dio rienda suelta a explicaciones de nivel superior.
Para los darwinistas de esta estirpe la esterilidad altruista no presen­
taba ningún problema.
A la luz del conocimiento moderno parece que el darwinismo
clásico no podría haber ido más allá de Darwin en reconocer el pro­
blema del altruismo en los insectos sociales o en resolverlo, porque
la herencia en general, y las relaciones en las comunidades de insec­
tos en particular, no se entendían de manera adecuada. Pero esto es
innecesariamente generoso. Uno no necesita una comprensión re­
finada para ver que, por ejemplo, las picaduras suicidas presentaban
alguna clase de problema. Tampoco necesita a Cricky a Watson para
resolver el problema; con Mendel bastaba. Los bienmayoristas
retrocedieron con respecto al análisis del propio Darwin. Para éste,
el problema de “niveles de selección” no era un problema; pero no
necesitaba serlo -é l iba encaminado por el sendero correcto-. Los
bienmayoristas, sin embargo, tenían el problema de ser demasiado
conscientes de los niveles superiores, y esto los llevó sin tardar al
camino del Edén. Los observaciones de Hamilton sobre la selección
grupal se aplican igualmente en este caso: hasta la llegada del
“ mendelismo [la incapacidad para ver el problema]... de manera
acrítica podía explicarse parcialmente por la vaguedad sobre los
procesos hereditarios... Pero en este caso ni el redescubrimiento del
trabajo de Mendel ni la muy brusca incorporación del mendelismo a
la teoría evolucionista tuvieron mucho efecto” (Hamilton 1975, pág.
135). Nuestra deuda con Hamilton es todavía más grande.

396
14
P A L O M A D E L A P A Z , N O D E L A G U E R R A *.
F U E R Z A S C O N V E N C IO N A L E S

Estaba bien que los contemporáneos de Darwin metieran en cintura


su explicación de las colas de los pavos reales. ¿Pero por qué no hicie­
ron lo mismo con la otra mitad de su teoría de la selección sexual?
Darwin sostenía que la rivalidad masculina -n o la selección femeni­
na esta vez, sino la competencia directa entre los machos-, también
podía explicar la evolución de los cuernos, las garras y los músculos,
las espuelas, las crestas y los collares, la lucha, el rugido y las miradas.
Se consideraba que su aseveración no era controvertible; era el rostro
aceptable (aunque menos hermoso) de la selección sexual. Al fin y al
cabo, ¿no son las batallas terribles y los choques feroces lo que uno
esperaría entre machos rivales? Y, ¿no son necesarias las armas y las
armaduras, de todas maneras, para otros propósitos, como esconder
la fuente de alimentos o caminar pavoneándose y seleccionar territo­
rio, o para agarrar las presas o alejar a los depredadores?
Bueno, sí. Así es. Y aquí es donde radica el problema. Porque al­
gunas de las “ luchas” que Darwin describía parecían más tomas de
posesión que muestras de fuerza, y algunas de las “armas” eran más
ornamentales que fatales. De ahí se trasluce que el combate entre
machos de la misma especie algunas veces puede darse con guantes
de seda:

Aunque los jabalíes luchen con violencia uno con el otro, rara
vez... reciben golpes fatales, pues éstos caen sobre los cuellos respec­
tivos o sobre la capa de piel gruesa que cubre el hombro, que los
cazadores alemanes llaman el escudo...
El mandril macho del Cabo de la Buena Esperanza... tiene una
cola mucho más larga... que la hembra..., que probablemente le sirve
de protección, porque al preguntarle a los guardabosques de los
jardines zoológicos, sin darles ninguna clave de mi objetivo, si
cualquiera de los monos atacaban en especial a otros por la parte de
atrás del cuello, me respondieron que esto no sucedía, con excepción
del mandril de marras (Darwin 1871, ii, págs. 263, 267).

En algunas especies de peces los machos luchan tomando las quija­


das de sus opositores, el lugar menos efectivo, pues ésta es la única
parte del cuerpo protegida por una piel gruesa. En gran número de

397
P A L O M A DE LA P A Z , NO DE LA G U E R R A

especies de culebras los machos luchan el uno con el otro en lugar de


clavar sus colmillos mortales. De hecho, estos encuentros pueden ser
incluso más caballerosos, la lucha concluir y el victorioso ser declara­
do vencedor sin que haya ningún contacto físico, pues todo el asunto
se resuelve sólo con el pelo erizado, una mirada imperturbable y un
gruñido insistente.
Déjenme decirles, de paso, que tal cortesía no prevalece siempre
entre pretendientes rivales. De hecho, los conflictos entre los machos
de la misma especie pueden ser más duros y brutales que los encuen­
tros con miembros de otras especies. Darwin documenta claramente
que en el caso de los machos de muchas especies -señala a los mamí­
feros- “la temporada del amor” trae serias heridas y luchas a muerte
(Darwin 18 7 1, ii, págs. 2 39 -6 8 ).

Se ha visto pelear a dos liebres machos hasta que una quedaba


muerta; los topos machos pelean a menudo, a veces con resultados
fatales; las ardillas machos “se comprometen en frecuentes com pe­
tencias y a menudo se hieren la una a la otra con severidad”, al igual
que los castores machos, de modo que casi no hay “ una piel sin
cicatrices” .. El valor y los angustiosos conflictos de los renos se han
descrito muchas veces; se han encontrado esqueletos... con los cuer­
nos entrelazados de manera inextricable, que muestran de qué triste
manera perecieron vencedor y vencido. N o hay en el m undo un
animal tan peligroso como un elefante en celo (Darwin 1871, ii, págs.
239-40).

Cuando John Maynard Smith y George Price publicaron por pri­


mera vez su explicación sobre el combate ritualizado (al que ya casi
llegaremos) provocaron una aguda respuesta de Valerius Geist, quien
había dedicado muchas horas a observar los choques entre mamífe­
ros machos: “El artículo... perpetúa el viejo mito etológico de que los
animales luchan de manera que no se hieran el uno al otro, o rehúsan
darse ‘golpes bajos’ y, presumiblemente, matarse uno al otro... Pero
los estudios de campo, más que todo de mamíferos grandes..., han
mostrado... qué tan peligroso es el combate” (Geist 1974, pág. 354).
Ciertamente el combate puede ser peligroso. Pero la agresión
convencional no es un mito. Y, por mucho o muy poco que ocurra,
plantea un serio problema. ¿Por qué diablos se frenan los competi­
dores? ¿Por qué caminan o se pavonean cuándo podrían herir al otro
o matarlo? ¿Por qué se contienen cuando serían capaces de asesinar?
398
PALOMA DE LA PAZ, NO DE LA GUERRA

Si cualquier otro individuo es lo suficientemente tonto para obedecer


tales reglas, por qué no las rompen, haciendo un alarde y engañando
o saliendo a buscar una victoria rápida, ¿y por qué tanta restricción
entre miembros de la misma especie, en la que con seguridad la riva­
lidad es más intensa?
Era en la teoría de los juegos, la teoría de las estrategias evolutiva­
mente estables, donde se encontraba la respuesta. Esto es lo que John
Maynard Smith y George Price demostraron en el trabajo pionero
que provocó a Geist (Maynard Smith y Price 1973; véase también
Maynard Smith 1972, págs. 8-28,1974,1976b, 1982; Maynard Smith y
Parker 1976; Parker 1974). La teoría de las EEE nos recuerda que no
basta conseguir una victoria rápida en un solo encuentro. Lo que
importa para la selección natural es si una estrategia es estable desde
el punto evolutivo. Y esto tiene que ver con una condición muy
especial. Cualquier estrategia exitosa va a terminar, a lo largo del tiem­
po evolutivo, encontrándose a sí misma más de lo que encuentra
cualquier otra estrategia. De manera que si es estable contra la inva­
sión, debe ser capaz de desempeñarse mejor contra sí misma que
contra cualquier otra estrategia.
Entonces, debemos pensar no únicamente en un solo encuentro,
o en todos los encuentros de un macho a lo largo de su vida, sino en la
carrera de una estrategia a lo largo del tiempo de la evolución. Desde
esta perspectiva, las cosas comienzan a parecer diferentes. Imagine­
mos un buscapleitos que anda exhibiéndose, siempre preparado para
una pelea, siempre dispuesto a perseguir al otro hasta su triste final;
su rival es un cobarde, que se le quita a la primera señal de conflicto,
que evita un puñetazo a toda costa. Al buscapleitos con toda seguridad
le irá mejor en cualquier encuentro particular. Pero, ¿será probable
que el ser buscapleitos sea estable desde el punto de vista evolutivo?
Recordemos que no estamos hablando de un buscapleitos en parti­
cular. Estamos hablando de la estrategia de desempeñar el papel de
buscapleitos que emplean muchos individuos diferentes lo largo de
muchas generaciones. Las estrategias exitosas llegarán a estar repre­
sentadas en la población en proporción a su éxito. De modo que tarde
o temprano cualquier buscapleitos encontrará otros, en lugar de
encontrar cobardes. Y cuando la estrategia del buscapleitos se en­
cuentre a sí misma, los costos serán mayores y la victoria menos fácil.
El ser buscapleitos puede no seguir redituando. Entonces, podemos
ver que una estrategia de salir a pelear abiertamente por ganancias en
un instante puede muy bien no ser evolutivamente estable. Y podemos

399
P A L O M A D E L A P A Z , NO DE LA G U E R R A

comenzar a ver por qué, bajo una serie de condiciones, el combate


convencional sí puede serlo. Para ir más allá, necesitamos mirar más
de cerca el concepto de una EEE.
Una estrategia evolutivamente estable puede no ser la única mejor,
la llamada estrategia pura, sino una mezcla de estrategias diferentes.
Una estrategia pura se puede concebir como una regla de esta forma:
en una situación A, ser siempre X -por ejemplo, ser buscapleitos-.
En una estrátegia mixta, la regla es probabilística: en la situación
A ser X (buscapleitos) con probabilidad P y ser Y (cobarde) con pro­
babilidad Q. Una EEE puede realizarse de dos maneras: todos los
miembros de una población podrían seguir la misma regla pro­
babilística, variando su comportamiento (durante un encuentro, o de
un encuentro a otro) de acuerdo con la regla; de modo que cualquiera
podría a veces ser buscapleitos y a veces cobarde. O el comporta­
miento de cada individuo podría ser fijo, con las frecuencias de las
diferentes clases de individuos correspondientes a las probabilidades
de la regla; la población consistiría en una proporción p de busca-
pleitos y una proporción q de cobardes. De modo que una EEE mixta
equivale a un estado evolutivamente estable de proporciones críticas
de diferentes estrategias. Las proporciones llegarán a ser tales que, en
promedio, a los seguidores de cada estrategia les vaya igualmente bien.
Si las proporciones no son justas en este sentido, entonces la selección
natural equilibrará las cosas hasta que lo sean. Si hay demasiados
buscapleitos se favorece la cobardía; si hay demasiados cobardes pros­
peran los buscapleitos.
Los juegos evolucionistas pueden incluir cualquier número de
jugadores. En algunas aplicaciones de la teoría de la EEE, a menudo
pensamos en términos de varios jugadores. Cuando estamos aplican­
do la teoría a la lucha en particular, solemos pensar en términos de
juegos de dos participantes.
Una EEE, bien sea pura o mixta, puede ser condicional. Una es­
trategia condicional se puede concebir como una regla con una
proposición condicional: si tiene hambre, entonces busque pleito, si
está bien alimentado, sea cobarde. Hay buenas razones teóricas para
pensar que la mayor parte de las estrategias son probablemente
condicionales. Para ver por qué, necesitamos hacer una última dis­
tinción.
Es útil dividir los juegos en simétricos y asimétricos. Además, es
particularmente relevante para los juegos que tienen que ver con
combates. La simetría podría radicar en la capacidad de lucha de
400
PALOMA DE LA PAZ, NO DE LA GUERRA

Víctimas del celo


El valor y los conflictos desesperados de los ciervos machos se han descrito a
menudo; se han encontrado sus esqueletos en varias partes del mundo, con los
cuernos inextricablemente entrelazados, mostrando de qué triste manera
vencedor y vencido habían muerto. (Darwin, El origen del hombre).
Cuando los alces combaten, la cornamenta se enreda a veces de tal manera
que los contendores no pueden liberarse. Estos machos del alce rojo se
encontraron muertos en Invernesshire. Estos casos son raros. El naturalista
y antes cazador de alces que tomó la fotografía me contó que había oído
hablar de sólo tres casos en alces rojos en sus cuarenta y cinco años de
experiencia.

los concursantes (poder de mantener los recursos, llamada: PMR) o


en el valor del recurso para ellos. Esto podría dar lugar a reglas con­
dicionales como “si es el más grande de los dos, busque pleito; si es el
más pequeño, sea cobarde” o “si es la última oportunidad de conse-

401
P A L O M A DE LA P A Z , NO DE LA - G U E R R A

guir una pareja, busque pleito; si hay muchas otras oportunidades,


sea cobarde”. De modo alternativo, la asimetría podría radicar en una
diferencia puramente convencional, que no debe nada al PMR o a
recompensas diferenciales, llamada asimetría no correlacionada. Po­
dría ser, por ejemplo, la asimetría entre el dueño y el que llega tarde,
entre el competidor que acaba de tener un compañero, alimento o
territorio y el que ahora lo quiere. En general, la EEE en una competen­
cia asimétrica es permitir que la asimetría establezca la competencia
con un mínimo de escalada. En el caso de las asimetrías correlacio­
nadas es intuitivamente obvio siempre y cuando los competidores
puedan aseverar en qué consiste la asimetría. Si, por ejemplo, son
capaces de juzgar su fuerza relativa sin llegar a pelear, entonces
podrían “ponerse de acuerdo” sobre quién es el ganador sin darse
golpes. Pero en el caso de una asimetría arbitraria es menos obvio. Y,
sin embargo, en teoría, los competidores podrían incluso usar una
asimetría absurdamente arbitraria como “si eres el que estás más al
norte de los competidores, busca pleito, si estás más al sur, sé cobarde”.
¿Por qué habría de favorecer la selección natural una regla tan extra­
ña? Recordemos que la EEE se define como una estrategia que no se
puede invadir una vez que la aplica la mayoría. Supongamos que, por
cualquier razón, resultó formándose una mayoría de acuerdo con la
estrategia de que “el norte le busca pleito al sur”. Entonces, la mayor
parte de las competencias se solucionan rápidamente porque todos
los individuos “aceptan” quién está más cerca del norte. Cualquiera
que se aparté de la convención mayoritaria tiene una pelea seria y
dañina con quienquiera que se encuentre. Si, por el contrario, había
resultado que la convención opuesta, “el sur le busca pleito al norte”,
se encontraba en la mayoría, entonces también ella habría sido estable.
Hay que admitir que lo de “norte” y “síir” no es muy plausible. “El
primero en llegar”, por otra parte, sí lo es. La estrategia dé permitir
por convención que el sólo hecho de ser el dueño de las cosas defina
las competencias puede ser una EEE contra una estrategia que ignore
la propiedad. Podemos ver ahora por qué es probable que la mayor
parte de las estrategias sean condicionales. La selección natural se
aprovecha de las asimetrías, y la naturaleza las ofrece en abundancia.
Pasemos ahora a materializar estas categorías abstractas. Imagine­
mos un bosque en verano, donde la luz forma manchas intermitentes
sobre el piso. En cada parche de luz, moviéndose a medida que el sol
lo hace, hay un macho de la mariposa moteada de los bosques (Pararge
aegeria). En la parte superior, en la bóveda de hojas, hay otros
402
PALOMA DE LA PAZ, NO DE LA GUERRA

machos patrullando. Los machos que se encuentran más abajo de­


fienden un recurso útil, que los de la bóveda aspiran a usurpar: un
macho del parche de luz corteja a más hembras que un macho de la
bóveda. Cuando un rival vuela más allá de un parche, el macho terri­
torial sale volando, en defensa, a enfrentarlo. Entonces los dos vuelan
en espiral hacia el cielo por un momento, el rival se aleja volando y el
dueño se asienta en su territorio. N. B. Davies siguió los encuentros
de las mariposas moteadas de los bosques y encontró, cosa muy
notable, que esta historia se repetía todo el tiempo: el residente siem­
pre gana (Davies 1978). ¿Qué sucede? Los machos están claramente
comprometidos en un juego asimétrico, sin escalada, en el que la
propiedad define los competidores. Pero, ¿por qué ganan los propie­
tarios? Obviamente la fuerza o alguna otra asimetría “real” podría
estar definiendo la competencia. Pero las mariposas podrían estar
usando sólo la propiedad como clave convencional. Davies descubrió
que en realidad parecen observar una convención de esta naturaleza.
Una vez pescó con una red a un poseedor, le permitió a otro macho
establecerse en el parche y después soltó al poseedor original; el nuevo
poseedor siempre retenía el territorio y el vuelo espiral no tomaba
más de lo corriente; aun unos cuantos segundos de prioridad eran
suficientes para establecer la propiedad. Si Davies entonces sacaba al
otro poseedor del parche y permitía que el primero lo ocupara, de
nuevo era el ocupante del momento el que lo mantenía, por corta
que hubiese sido su ocupación. Entonces, ¿qué ocurriría si ambas
mariposas “pensaban” que eran los verdaderos dueños? La teoría de
la EEE predice que sus encuentros normalmente breves deberían
tener una escalada dramática; una asimetría no puede definir una
competencia si es ambigua. Davies se las arregló para engañar a ambos
miembros de parejas de mariposas para que percibieran de modo
simultáneo ser los dueños. La predicción se confirmó para su gran
dicha. En ausencia de una clave inequívoca, los vuelos espirales dura­
ban en promedio diez veces más, cuarenta segundos, en lugar de los
usuales tres o cuatro segundos.
El ciervo rojo (Cervus elaphus) favorece,medios menos arbitra­
rios de arreglar sus problemas. En la isla escocesa de Rhum, durante
el celo, la competencia entre los renos se vuelve intensa cuando los
machos que tienen harem son desafiados por otros machos más
maduros. El encuentro comienza cuando un retador se acerca más o
menos a unos 180 o 270 metros, y los dos rivales se rugen el uno al
otro durante varios minutos; normalmente, en este punto, el que reta

403
P A LO M A DE LA P A Z , NO DE LA G U E R R A

se retira. Si no lo hace, el par de animales procede a caminar hacia


arriba y abajo, tensos, en líneas paralelas. Si el retador persiste, los
dos animales entrelazan su cornamenta y empujan con vigor hasta
que uno retrocede rápidamente y sale huyendo; si tuviese la mala
fortuna de caer, su opositor lo atacaría con sevicia. T. H. Clutton-
Brock y sus colegas encontraron que los machos empleaban una serie
de convenciones para evitar la escalada, y que las claves que emplea­
ban no eran arbitrarias (Glutton-Brocky Albon 1979; Clutton-Brock
et al, 1982, págs. 128-39). La lucha es extenuante y peligrosa, y es pro­
bable que se produzcan heridas de gravedad y, en ocasiones, hasta
fatales. Y lo que es más, al dueño del harem puede ocurrirle que se le
infiltre alguien mientras pelea. De modo que es mejor para ambas
partes mantener la escalada a un mínimo. Las claves que los machos
usan para evaluar al otro son los indicadores directos del poder de
mantener recursos, tamaño, fuerza, etc. La tasa de rugidos, por ejem­
plo; es una prueba sensible porque depende mucho de la condición
del animal. Cada etapa del ritual ofrece más información que la ante­
rior. Pero cada una tiene también un costo potencial mayor. Así, los
machos se mueven de una etapa a la siguiente sólo cuando fracasa la
evaluación y necesitan más pruebas. Es significativo que las raras oca­
siones en que las luchas no fueron precedidas por rugidos o caminatas
fue cuando la asimetría resultó demasiado obvia para necesitar eva­
luación cuidadosa o cuando un intruso se había tomado el harem en
ausencia de su dueño.
Para el momento en que los dos machos ya han obedecido las
convenciones y han llegado al punto de entrelazar la cornamenta y
medir las fuerzas el uno contra el otro, ya están bastante bien empa­
rejados. Ahora se comprometen en una guerra en la cual el ganador
será el que pueda continuar por más tiempo que su opositor. Mien­
tras más dura la competencia, más se eleva el costo (y existe el peligro
adicional de que un movimiento en falso pueda acabar en una herida
seria). La selección de estrategias disponibles para cada opositor se
reduce al tiempo que puede resistir. La selección natural se encargará
de que ningún competidor continúe por más tiempo que el valor
que el recurso tenga para él. Y, por supuesto, esta estrategia debe ser
impredecible, pues de otro modo su opositor adoptaría la de simple­
mente quedarse un poco más de tiempo. En una guerra de medición
de fuerzas, entonces, ninguna estrategia pura (tiempo no definido)
puede ser una EEE; la energía evolucionaría estable siempre será mixta.
Parecería raro que un animal apto para la lucha le hiciera publi-
404
PALOMA DE LA PAZ, NO DE LA GUERRA

cidad al hecho. La razón es que la estrategia de publicidad honesta es


estable, mientras la estrategia condicional “no haga publicidad si el
poder del que tiene los recursos es menor de cierto nivel”, no lo es.
Consideremos un macho cuyo PMR es sólo un poco menor que el
que cualquier macho quisiera admitir. Supongamos que decide no
hacer ningún tipo de publicidad. En ausencia de información adicio­
nal, sus oponentes tendrán razón para presuponer que está cerca al
promedio del grupo-de-nivel-de-PMR-inferior-al-crítico. De modo
que al estar, de hecho, más arriba del promedio para el grupo, le irá
mejor si hace publicidad y se deja evaluar por su verdadero valor.
Pero ahora el nivel de publicidad crítica es más bajo. La selección
favorecerá a los machos que hagan publicidad cuando sólo estén un
poco más abajo que éste, y así cada vez se desciende más, hasta que todos
los machos, por débiles que sean, se sienten impulsados a hacerse
propaganda. La propaganda honesta es la EEE.
El darwinismo moderno ha sido capaz de explicar cómo los en­
cuentros pueden ser convencionales: las EEE son los árbitros. ¿Cómo
trató el darwinismo el problema durante los primeros cien años? En
pocas palabras, no lo trató; el darwinismo clásico no reconoció el
“altruismo” que hay en esto, la aparente anomalía de que aún machos
sanos y fuertes, en lo mejor de la estación de apareamiento, rehusaran
adoptar el papel de buscapleitos.
Dejamos a Darwin describiendo luchas feroces entre toda clase
de mamíferos. Tales encuentros, por supuesto, no requieren explica­
ción social. Han de esperarse en la lucha por la reproducción. Y, como
Darwin lo señala, las armas especialmente desarrolladas se pueden
volver contra los enemigos de otras especies (Darwin 1871, ii, pág.
243): el elefante usa sus colmillos al atacar al tigre... el toro común
defiende la manada con sus cachos, y del reno de Suecia se ha sabido
que... ha matado a un lobo de un sólo golpe con sus grandes cuernos”
(Darwin 1871, ii, págs. 249-9). Y lo que es más, los cuernos pueden
volverse arados y herramientas de otras clases:

El elefante... le pega a los troncos de los árboles hasta que puede tum­
barlos con facilidad, y de esta manera extrae los corazones harinosos
de las palmas; en África utiliza a menudo un colmillo, siempre el
mismo, para examinar la tierra y así asegurarse de si ella será capaz
de soportar su peso... Uno de los usos secundarios más curiosos que
se les da a los cachos de cualquier animal ocasionalmente es [en la
cabra montaraz de los Himalayas y en el íbice]... que cuando el

405
P A L O M A DE LA P AZ , NO DE LA G U E R R A

macho se cae accidentalmente de una altura, dobla hacia adentro la


cabeza y al caer sobre su cornamenta grande amortigua el golpe (Dar-
win 1871, ii, págs. 248-9).

Armas que son tan útiles no presentan problemas; por el contrario


“es un hecho sorprendente que estén tan mal desarrollados o casi
ausentes en las hembras” (Darwin 1871, ii, pág. 243).
¿Pero no hay acaso cachos, colmillos y cornamentas demasiado
intrincados, demasiado barrocos para ser armas eficaces? Darwin
admite que sí los hay. “En el caso de algunas clases de ciervos machos,
cuando la cornamenta se ramifica ofrece una especie curiosa de difi­
cultad; porque ciertamente un sólo punzón recto infligiría una heri­
da mucho más seria que varios divergentes... [Un observador] llegó a
la conclusión de que sus cuernos eran más dañinos que útiles para
ellos” (Darwin 1871, ii, págs. 252-3). Darwin no va tan lejos: “este autor
pasa por alto las batallas entre machos rivales” (Darwin 1871, ii, pág.
253); señala que usan la parte superior de la cornamenta para empu­
jar y para defenderse, y, en algunas especies, para atacar. Sin embargo,
acepta que “aunque los cuernos de los machos son armas eficientes,
no puede haber... duda de que un sólo punto habría sido mucho más
peligroso que una cornamenta ramificada... Ni parecen estar las cor­
namentas ramificadas perfectamente adaptadas para [luchar contra
ciervos rivales]... pues tienen posibilidades de entrelazarse” (Darwin
1871, ii, pág. 254). No; dice Darwin, estas magníficas estructuras no
pueden ser por completo utilitarias; con seguridad también sirven
para impresionar. Desempeñan un doble papel en la selección sexual:

Por mi mente... ha pasado la sospecha de que pueden servir en


parte como adorno. Que la cornamenta ramificada de los machos,
tanto como los cuernos elegantes en forma de lira de ciertos antílo­
pes, con su graciosa doble curvatura, son ornamentales a nuestros
ojos, es algo que nadie va a discutir. Si los cuernos, como los esplén­
didos aditamentos de los caballeros de antaño, aumentan la apariencia
noble de los ciervos machos y de los antílopes, pueden haber sufrido
modificaciones, en parte, para este propósito, aunque principalmen­
te para un verdadero servicio en la batalla... (Darwin 1871, ii, pág.
254-5).

Concedámosle a Darwin algo de adorno. Pero aun así, sigue ha­


biendo una enigmática capacidad de aguantarlos que ha de ser explica-
406
PALOMA DE LA PAZ, NO DE LA GUERRA

da. Hemos visto a Darwin describir a los jabalíes “luchar desesperada­


mente uno con el otro” y sin embargo “rara vez recibir golpes fatales”
porque confinan sus ataques a áreas especialmente protegidas, y, como
los monos que se atacan unos a otros en la nuca, son los únicos qúe
tienen una melena protectora. ¿Por qué van estos machos por la
armadura cuando podrían ir por la yugular?, ¿por qué parecen obe­
decer las leyes de Queensberry en lugar de las de la selva? Darwin
presupone que la competencia fue menos caballerosa en el pasado y
que esa es la razón por la cual el jabalí desarrolló su escudo y el mono
su melena. Para él el problema termina allí. Pero para el darwinista
moderno es donde en realidad comienza. La convención de atacar
sólo el escudo o la melena debió haberse desarrollado en conjunto
con estas defensas. ¿Cómo sucedió y cómo se mantiene? Con respecto
a tales preguntas Darwin permanece en silencio. La razón nos es co­
nocida. Parece que no apreciaba el costo aparente de reprimirse, de
permitirles a los rivales lanzarse de primeros, de dejar de dar golpes
bajos.
Sin embargo, debido a que advertía que al menos algunas armas
eran parcialmente ornamentales, Darwin no consideraba que el com­
bate masculino fuera implacablemente “rojo en colmillo y garra”. Sin
embargo, la mayor parte de los darwinistas lo hacían. Estaban deseo­
sos de erigir una barrera entre las dos clases de selección sexual de
Darwin: la femenina y el combate masculino. A la primera la querían
negar, al último deseaban asimilarlo sin problemas a la lucha por la
existencia. Wallace, por ejemplo, hacía énfasis en que el resultado de
la rivalidad masculina era exactamente lo que de todas maneras la
selección natural favorecería: “necesariamente resulta una forma de
selección natural que aumenta el vigor y el poder de lucha del animal
macho, puesto que en todos los casos los más débiles son muertos,
heridos o expulsados... Es evidentemente un poder real de la natura­
leza, al que debemos imputarle el desarrollo de la fuerza excepcional,
la talla y la actividad del macho, junto con la posesión de armas espe­
ciales, de tipo ofensivo y defensivo” (Wallace 1889, págs. 282-3). Desde
esta perspectiva, las convenciones, las conciliaciones, y las concesiones
pasan a la sombra, se conocen pero no se detectan. Esta cornamenta
lujosa, por ejemplo, que puso a pensar a Darwin en los caballeros de
antaño es, para Wallace, evidencia clara de la preferencia práctica de
la selección por los “machos más fuertes y mejor armados” y por las
“armas vigorosas y ofensivas” (Wallace 1889, pág. 282).
Wallace consideró este punto de vista como una selección natu-
407
P A L O M A DE LA P A Z , NO DE LA G U E R R A

Convencional pero no arbitrario

Los tres estados de la escalada del ciervo rojo

Primero, una competición de bramidos..

408
PALOMA DE LA PAZ, NO DE LA GUERRA

...y, como último recurso, la lucha: los cuernos entrelazados en una prueba de fuerza.

ral sensata, en la que los machos buscan una victoria clara (y, como
bonificación, los ornamentos barrocos de Darwin recortados en ta­
maño). Pero incluso sin un análisis refinado de la EEE, no es difícil
para un darwinista moderno ver que a un macho podría irle mejor si
mostrara algo de control. Al fin y al cabo, la política de destrozar
podría ser muy costosa. Incluso un macho fuerte, en la plenitud de
su vida, podría tener mucho que perder. Los costos de las oportuni­
dades, por ejemplo. El tiempo y la energía que dedica a vencer rivales
no pueden dedicarse a cazar presas o a atraer hembras. Y, además,
está el hecho de que por muy útil que sea tener a un rival fuera del
camino, ello es igualmente útil para sus otros rivales, y es él quien ha
pagado los costos de sacarlo de lugar. Y lo que es más, si el animal que
combate ya posee la hembra o el territorio que desea, fue presu­
miblemente alguna vez un victorioso, de modo que está retando a
un antiguo campeón. En síntesis: como siempre, las ventajas deben
compararse con los costos. La incapacidad de Wallace para ver esto
quizás no es sorprendente. Él y sus contemporáneos no apreciaban
los costos de las convenciones. No ver los costos del combate es sim­
plemente el otro lado de la misma moneda.
De modo gradual, a medida que el pensamiento de lo que es
“bueno para la especie” empezó a permear el darwinismo, el comba­
te convencional se despojó de su invisibilidad. “La ritualización... ha
sido muy importante”, dijo Julián Huxley, “porque redujo el daño
intraespecífico, asegurando que la amenaza pueda producir la victo-

409
P A L O M A DE LA P A Z , NO DE LA G U E R R A

ria sin lucha real, o ritualizando el combate mismo en lo que Lorenz


llama un torneo... Un torneo de peleas que permite la máxima reduc­
ción del daño” (Huxley 1966, págs. 251-2). En realidad, el combate
ritualizado llegó a desempeñar un papel estelar en el bienmayorismo.
¿Qué mejor evidencia de que la selección natural funciona para el
bien de la especie que el hecho de que dos rivales poderosos, capaces
de despedazarse miembro por miembro, escojan definir los asuntos
de manera pacífica, con una movimiento de cabeza y un gruñido?
Esta manera de pensar culminó en la década de 1960 con el libro
de Konrad Lorenz On Aggression (1966). “Aunque ocasionalmente,
en batallas territoriales o de rivales, por alguna desgracia un cuerno
puede penetrar en un ojo o un diente en una arteria, nunca hemos
encontrado que el propósito de la agresión fuera el exterminio de los
compañeros miembros de la especie en cuestión” (Lorenz 1966, pág.
38). En cambio, la agresión hacia otras especies no tiene barreras. O
así, al menos, parece decirnos Lorenz a veces. Y ciertamente lo han
criticado mucho por sostener un punto de vista de nivel grupál o de
especie (v. gr. Ghiselin 1974, pág. 139; Kummer 1978, págsv 33-5;
Maynard Smith 1972, págs. 10-11,26-7; Ruse 1979, págs. 22-3). Pero si
sus críticos son capaces de discernir un mensaje tan claro en sus
confusos pronunciamientos, es por que son muy nobles. Aunque
constantemente habla de que la selección natural actúa para “el bien
de las especies”, es difícil saber lo que realmente dice. A veces parece
referirse a la ventaja individual simple y llana: “para qué”... simple­
mente pregunta qué función, ejecuta el órgano o la característica que
se está discutiendo que sea de interés para la supervivencia de la
especie. Si preguntamos: “ ¿qué hace que un gato tenga las garras
afiladas y curvas”... [Podemos] responder simplemente diciendo, “para
que pueda cazar ratones con ellas” (Lorenz 1966, pág. 9). De manera
que aquí la “supervivencia de la especie” se refiere nada más qué a la
selección individual. Pero, ¿quiere decir Lorenz lo mismo cuando pre­
gunta sobre la agresión dentro de una especie o se ha mudado a la
ventaja a nivel de la especie?: “ ¿Cuál es el significado de esta lucha? En
la naturaleza, la lucha es un proceso siempre présente, con meca­
nismos de comportamiento y armas desarrolladas de manera tan
impresionante y que han surgido tan obviamente bajo la presión
selectiva de una función presentadora de la especie, que es nuestro
deber plantear esta pregunta darwinista” (Lorenz 1966, pág. 17). Su
respuesta no es más clara que su pregunta: cuando “los animales de
diferentes especies se pelean unos contra otros... cada uno de los
4 10
PALOMA DE LA P A Z , NO DE LA GUERRA

luchadores gana una ventaja obvia por su comportamiento; o, al


menos, en el interés de preservar la especie debería ‘ganarla’ Pero
la agresión intraespecífica... también llena una función de preserva­
ción de la especie” (Lorenz 1966, pág. 22). ¿Compara Lorenz por una
parte, la selección de nivel individual en las luchas entre especies con,
por la otra, la selección a nivel de especies en la lucha dentro de las
especies (aunque en ambos casos se refiere a la preservación de las
especies)? El darwinismo de Lorenz es tan confuso que es imposible
decir con exactitud lo que tenía en mente, y uno comienza a sospechar
que, si se lo retara, él mismo no habría sido capaz de decirlo. Hemos
visto cómo el bienmayorismo no lograba aprehender los problemas
planteados por el altruismo ni reconocer cualquier falta de ortodoxia
al clamar por un nivel más alto. En Lorenz tenemos a uno de los
practicantes más alegres de bienmayorismo.
Es a Wynne-Edwards a donde uno debe volver para encontrar un
reconocimiento explícito de que el combate convencional plantea un
problema y para encontrar un intento explícito de explicarlo por
medio de la selección grupal:

el conjunto de heridas y muertes perpetrados mutuamente por


los miembros es por lo general dañino para el grupo y, por tanto, ha
sido suprimido por la selección natural... cualquier ventaja inmedia­
ta que obtenga el individuo al matar y así salir de sus rivales para
siempre, tiene a la larga que ser superada por el efecto perjudicial del
continuo derramamiento de sangre en la supervivencia del grupo
como un todo... Las convenciones... han evolucionado en salvaguarda
del bienestar general y la supervivencia de la sociedad, y en especial
contra la ventaja antisocial y subversiva del individuo (W ynne-
Edwards 1962, págs. 130-1).

Al menos uno sabe donde está parado, así sea definitivamente en el


lado incorrecto.
Unos 32 kilómetros nada más separan las Islas de Bali y Lombok,
un poco más allá de la punta oriental de Java. Wallace descubrió,
para su sorpresa, que atravesar esos pocos kilómetros era pasar de
Asia a Australia, cruzar de una creación a otra. Cuando leí On
Aggression, de Lorenz, a finales de la década de los sesenta, dejé el
libro desilusionada, confusa y perpleja. Era el enfoque darwinista del
conflicto convencional lo que por desgracia le faltaba a la teoría, Sólo
unos cuantos años más tarde leí The Selfish Gun, donde encontré el
4 11
P A L O M A DE LA P A Z , NO DE LA G U E R R A

análisis de Maynard Smithy dePrice sobre la EEE, relacionado con el


mismo problema. He ahí un mundo distinto. El darwinismo había
entrado en una nueva era. Para la época en que acabé este libro, ha­
bía cruzado mi propia línea wallaciana.

412
■ 15
A L T R U ISM O H U M A N O :
¿U N A C L A S E D E B O N D A D N A T U R A L ?

La inhumanidad del hombre con el hombre puede, de hecho, hacer


vestir de luto a miles de millones de personas. Pero es la humanidad
del hombre lo que hace vacilar a los darwinistas. Los darwinistas
fueron lentos en detectar el altruismo en las industriosas hormigas y
en la agresión ritualizada. La moralidad humana, sin embargo, le
presenta un desafío obvio a la teoría darwinista. Y, desde el principio
mismo, trataron de encararlo. Miraremos las diversas respuestas
de cuatro evolucionistas del siglo xix: tres darwinistas importantes
-Darwin mismo, Wallace y T. H. Huxley- y Herbert Spencer, sólo en
parte darwinista, pero un pensador enormemente influyente. Este
pequeño grupo cubre un amplio espectro de ritmos darwinistas so­
bre la naturaleza humana. Examinaremos por el camino paralelos y
contrastes.

Darwin: la moralidad como historia natural

Comencemos con Darwin, para quien la selección natural no era


sólo parte del problema; era también la solución. La moralidad
humana, insistía, se debía explicar de la misma manera como la mano
o el ojo, como una adaptación, un producto de la selección natural:
“la moral y la política serían muy interesantes si hicieran sus análisis
como cualquier rama de la historia natural” (Darwin 1887, iii, pág.
99). “Esta gran cuestión” -e l origen de nuestro sentido m o ral-“ ha
sido discutido por muchos escritores de consumada habilidad; pero-
nadie lo ha enfrentado exclusivamente desde el punto de vista de la
historia natural” (Darwin 1871, i, pág. 7). Nadie, esto es, hasta Darwin
mismo, en El origen del hombre (Darwin 1871, i, págs. 70-106,161-7).
Darwin se dio a esta tarea, así como lo hizo en todo El origen del
hombre, observando las continuidades entre el hombre y los otros
animales. Deseaba encontrar en ellos algún sentido moral incipiente,
algún sentimiento por los demás, que formara un eslabón con lo que
nosotros llamamos moralidad, eslabón con nuestra conciencia alta­
mente desarrollada, con nuestro sentido del deber, con nuestro deseo
de morir por una causa. Se dirigió a lo que llamó “los instintos so­
ciales”. El comportamiento social, dice, trae consigo los primeros in­
tentos de moralidad porque exige la preocupación por otros, tanto

413
ALTR UISM O HUM ANO: ¿UNA CLA SE DE BONDAD NATURAL?

como por uno mismo: “el así llamado sentido moral se derivaba
originalmente de los instintos sociales, pues ambos se relacionan al
comienzo exclusivamente con la comunidad” (Darwin 1871, i, pág.
97). A esto se añade la inteligencia, y el resultado es la moralidad
plena: “cualquier animal dotado de instintos sociales bien demarca­
dos; inevitablemente adquiriría un sentido o conciencia morales,
tan pronto como sus poderes intelectuales se hubiesen desarrollado
tan bien, o casi tan bien, como los del hombre” (Darwin 1871, i, pág.
71-2). Otros animales llegan a actuar como centinelas, a acicalarse el
uno al otro, a cazar en comunidad. Las raíces de nuestra moralidad
se encuentran en actos sociales de esta naturaleza. Es a nuestro in­
telecto a quien le debemos lo demás que tenemos, nuestros códigos
de ética y de justicia, nuestro sentido de los principios finamente
aguzado.
De manera que aquí, al fin, tenemos a Darwin reconociendo
explícitamente un caso problemático de altruismo y, lo que es más,
documentando de modo sistemático evidencias sobre comporta­
mientos “altruistas” en otros animales (comportamiento que sería
considerado altruista si hubiera sido ejecutado por humanos). Sin
embargo, ni siquiera esto lo lleva a generalizar más allá de la morali­
dad humana y a plantear el problema más amplio del altruismo en
sentido darwinista. ¿Cómo puede Darwin registrar ejemplo tras ejem­
plo de un comportamiento aparentemente de autosacrificio y sin
embargo errar en el significado que tiene para su propia teoría?, ¿por
qué no avanzó hasta preguntar cómo tolera la selección natural tal
autoabnegación? Examinaremos una explicación en un momento.
Por ahora baste recordar la conocida razón de por qué el altruismo
pasó desapercibido por tanto tiempo. El análisis darwinistá de lá vida
social en otros animales es predeciblemente rico en ideas sobre bene­
ficios selectivos, pero predeciblemente pobre en la identificación de
costos. Tomemos este pasaje por ejemplo:

El servicio más común que ejecutan los animales superiores para


los demás es la advertencia qüe se dan unos a otros por medio de los
sentidos unidos de todos... Muchos pájaros y algunos mamíferos
apostan centinelas, que, en el caso de las focas, se dice son casi siem­
pre hembras. El jefe de una tropa de monos actúa como centinela y
emite chillidos que expresan peligro y seguridad (Darwin 1871, i, pág.
74).

414
d a r w i n : la moralidad como h i s t o r i a n a t u r a l

Darwin describe estos pobres y solitarios centinelas como seres que


disfrutan de la ayuda mutua. Pero, por el contrario, parecen soportar
la carga del grupo entero.
Pasando a los humanos, sin embargo, Darwin reconoce que aquí
sí puede haber un auténtico autosacrificio; las consideraciones mo­
rales chocan muchas veces contra nuestros intereses egoístas, y a
veces sobrepasan nuestro instinto de autoconservación. Y acepta
plenamente que esto plantea un gran problema para su teoría. ¿Gomo,
pregunta, pudo el altruismo haber surgido por selección natural?
¿Cómo evolucionamos a partir de ser meramente sociales hasta
llegar a ser morales? (Darwin 1871, i, págs. 164-7). Su análisis (aunque
confinado a los humanos) comienza de manera promisoria.
Darwin empieza considerando la competencia entre grupos. Si
un grupo que tiene una alta proporción de miembros trabajadores y
no egoístas entra en conflicto con un grupo que tiene una alta pro­
porción de miembros egoístas, es fácil ver que el grupo de los altruistas
triunfará. Su disciplina, fidelidad, valor y otras cualidades de la
misma índole pronto asegurarán la victoria (Darwin 1871, i, págs.
162-3), pero el núcleo del problema es explicar cómo llegaron a ser
grupos altruistas y cómo han logrado mantenerse así; ¿De qué manera
logró el altruismo despegar de la tierra en primer lugar y cómo pudo
crecer y multiplicarse?: “ ¿Cómo, dentro de los límites de la misma
tribu, llegaron a estar dotados los primeros miembros de estas cua­
lidades sociales y morales, y cómo fue subiendo el nivel de excelencia?55
(Darwin 1871, i, pág. 163). Los miembros no egoístas no tendrían el
mayor número de descendientes -exactamente lo contrario-:

Es extremadamente dudoso que los descendientes de padres más


bondadosos y de aquellos más fieles a sus camaradas se criaran en
números mayores que los hijos de los padres egoístas y traicioneros
de la misma tribu. Aquel que estuviera dispuesto a sacrificar su v id a -
más bien que a sacrificar a sus camaradas a menudo no dejaría des­
cendencia que heredara su noble naturaleza. Los hombres más va­
lientes, que siempre estaban deseosos de salir adelante en la guerra, y
que libremente arriesgaban la vida por otros, perecerían en prome­
dio en mayor número que los demás (Darwin 1871, i, pág. 163).

Él acepta que el problema parece casi irrastreable: “Por tanto parece


muy poco posible... que el número de hombres dotados de tales vir­
tudes, o que el nivel de su excelencia, pudiera acrecentarse a través de

4 i5
ALTR UISM O HUM ANO: ¡UNA CLA SE DE BONDAD NATURAL?

la selección natural, esto es, por medio de la supervivencia del más


apto” (Darwin 1871, i, pág. 163).
Darwin ve dos maneras de salir de este escollo. Una es el altruismo
recíproco: “todo hombre aprendería con rapidez que si ayudara a sus
compañeros casi siempre recibiría ayuda a su vez” (Darwin 1871, i,
pág. 163). Pero cuando Darwin vuelve a su otra solución, nos defrau­
da. Parece sugerir que el sacrificio individual en aras del grupo puede
evolucionar porque paga bien en la competencia entre grupos:

No debe olvidarse que si bien un nivel alto de moralidad da sólo


una pequeña ventaja, o ninguna, a cada individuo y a sus hijos sobre
los otros miembros de la misma tribu, es sin embargo un avance en
el nivel de moralidad, y el incremento del número de hombres bien
dotados ciertamente le dará una inmensa ventaja a una tribu sobre
otra. No puede haber duda de que una tribu que incluyera muchos
miembros que por poseer un alto nivel de espíritu de patriotismo,
fidelidad, obediencia, valor y compasión, que estuvieran siempre lis­
tos a ayudarse mutuamente y a sacrificarse a sí mismos por el bien
común, saldría victoriosa sobre la mayor parte de las otras tribus; y
esto, por tanto, sería selección natural. (Darwin 1871, i, pág. 166).

Este pasaje nos deja perplejos. Darwin ha dicho específicamente que


ahora está tratando el problema de cómo se establece el altruismo
dentro del grupo; se cuida de recordarnos que “aquí no estamos
hablando de que una tribu sea victoriosa sobre la otra” (Darwin 1871,
i, pág. 163). Sin embargo, parece estar hablando exactamente de esto.
Y lo que es más, de manera poco característica en él, parece ofrecer
bastante explícitamente una solución de nivel superior. Y, sin embar­
go, no sugiere ningún mecanismo que trate el problema que él
mismo ha planteado bien: ¿Cómo se establece dentro del grupo el
comportamiento de autosacrificio, cómo se desarrolla y cómo se man­
tiene? Es difícil adivinar lo que tenía en mente aquí. A regañadientes
concluyo (como lo hace Hamilton 1972, pág. 193,1975, pág. 134) que
cuando Darwin trató el altruismo humano vio el problema, lo ana­
lizó, pero lo dejó sin solución.
Del mismo modo, los análisis darwinistas hacen surgir asuntos
que vale la pena explorar. Consideremos primero cómo emprendió
en realidad la tarea de buscar el legado de la selección natural en
nuestra naturaleza moral. No lo hizo en el estilo característico en que
lo haría, hoy día, un darwinista. Sin embargo su aproximación po-
416
D A R W I N : LA M O R A L I D A D COMO HI S T O RI A N A T U R A L

dría resultar una forma fructífera de estudiarnos a nosotros mismos.


Seríalo que en la actualidad caracterizaríamos (o bien, caracteriza­
mos) como ‘psicológico’ en vez de otológico’ o ‘sociológico’ Darwin
se interesa más en nuestras emociones que en nuestras acciones. Mien­
tras la mayoría de las investigaciones darwinistas sobre la naturaleza
humana se dedicaban a observar la incidencia del comportamiento
homosexual, las tasas comparativas de divorcio, las jerarquías socia­
les, los encuentros agresivos, las relaciones familiares, Darwin estaba
más interesado en los sentimientos, en sentimientos de amor y de
odio, de celos o de generosidad, de orgullo y de vergüenza, de resen­
timiento y de gratitud, de compasión y de desquite. Miremos por
qué adoptó esta manera de hacer las cosas y qué puede ofrecer ella.
Darwin se tropezó con su método sin darse cuenta. Cuando exa­
minamos el darwinismo clásico vimos que su preocupación con la
descendencia humana y su búsqueda de continuidades lo desviaron
para estudiar el comportamiento, y lo llevaron, en cambio, a concen­
trarse en los estados mentales que los acompañaban. Cuando bus­
caba un precursor de la moralidad humana estaba menos interesado
en el comportamiento social de otros animales que en sus instintos
sociales, menos interesado en los costos y beneficios selectivos de lo
que ellos hacían que en cómo se sentían acerca de ello. En un mo­
mento veremos que esto no le ayudó mucho a su comprensión de los
demás animales, particularmente en lo relacionado con el altruis­
mo. Pero en el caso de los humanos sí demostró ser una buena mane­
ra de enfrentar los asuntos.
Esto se debe a que es problemático tratar el comportamiento
humano como una adaptación más. El problema surge de nuestro
entorno no natural. La mayor parte del tiempo, la mayoría de nues­
tros genes se expresan a sí mismos fenotípicamente casi del mismo
modo como lo buscaba la selección natural. Aunque ya no estamos
en la sabana, -donde la selección modeló la forma erguida de caminar,
nuestra agudeza visual y nuestra destreza manual- nuestros genes
para pies plantígrados, la visión a color y los dedos opuestos se
expresan fenotípicamente como estaban diseñados para hacerlo.
Tales genes no se perturban mucho por la vasta diferencia entre dón­
de comenzamos y dónde estamos ahora. Pero es posible que para
alguno de nuestros genes nuestro entorno moderno haya inducido
alguna metamorfosis de su expresión fenotípica desde aquélla que la
selección natural quería al comienzo. Y los genes del comportamien­
to son unos de los más prominentes entre éstos. Un animal adaptado
417
ALTR U ISM O HUM AN O: ¡UNA CLA SE DE BONDAD NATURAL?

para vivir como nómada en manadas pequeñas, para dormir cuando


cae la noche, para reunirse con el fin de cazar, puede encontrar que
su estructura física está muy poco perturbada por un mundo de ciu­
dades atestadas y luces eléctricas, donde los alimentos se consiguen
con facilidad (y en ocasiones parcialmente predigeridos). Gran parte
del comportamiento de aquel animal, sin embargo, quizás cambie
hasta un punto en que sea irreconocible.
Por supuesto no hay nada sorprendente en el hecho de que los
fenotipos se aventuren por fuera de las expectativas de la selección
natural. No existe “el” efecto fenotípico de cualquier gen. Los fenotipos
son siempre resultado de una interacción entre el gen y el medio.
Hemos aprendido, a un costo trágico, que aun los genes para los pies
plantígrados y los dedos en oposición no se expresarán a sí mismos
como se espera en el ambiente de un útero que ha estado expuesto a
algunos de los inventos de la industria de las drogas. Es triste, ade­
más, la posibilidad de que los genes, para conservar energía de modo
eficiente en condiciones de escasez, se puedan expresar como diabe­
tes cuando sus portadores siguen una dieta occidental moderna. O
consideremos el comportamiento, curioso desde el punto de vista
evolutivo, dé la homosexualidad. Podría ser una adaptación, como lo
han sugerido algunos (v. gr. Trivers 1974, pág. 261; Wilson 1975, pág.
555» 1978, págs. 142-7), o una patología, como la mayor parte de los
miembros de la profesión médica lo han considerado durante tanto
tiempo. Pero (Ridley y Dawkins 1981, págs. 32-3) si hay “genes para la
homosexualidad” podrían ser genes que, en nuestro medio del
pleistoceno -que difería de nuestro mundo moderno en algún as­
pecto crucial (por ejemplo, dormir siempre con los padres en vez de
dormir solo)-, se habrían expresado a sí mismos como algo por
completo diferente: quizás una útil habilidad para escoger el olor de
la presa o para trepar a los árboles altos. Los detalles de este ejemplo
imaginativo no deben, por supuesto, tomarse en serio. Pero el mode­
lo de cómo necesitamos pensar en expresiones fenotípicas* sí.
De modo que el problema de los fenotipos que están lejos de
nuestras intenciones de selección natural no es peculiar de los huma­
nos ni del comportamiento. Pero es en esta conjunción en donde el
problema es más agudo. Y la razón es obvia. Los humanos no están,
como la pobre avispa excavadora, condenados a una camisa de fuer­
za comportamental: si la Sphex ichneumoneus tiene que enmendar
una etapa ya completada de su rutina de aprovisionar su surco,
procede a ejecutar el paso siguiente desde el principio; cuarenta
418
d a r w i n : la m o r a l i d a d como h i s t o r i a n a t u r a l

veces en un experimento (fue el experimentador quien no fue capaz


de seguirlo aguantando), la hormiga fue incapaz de apreciar que
bastaba con haber emprendido donde había dejado la tarea
(Hofstadter 1982, págs. 529-32). La selección natural no nos ha en­
casillado en un molde parecido al de esta avispa; nos dotó de una
enorme flexibilidad comportamental. Ésta era la táctica óptima para
la evolución. Pero esto mismo le complica las cosas al evolucionista,
le dificulta encontrar cuál es nuestro legado evolucionista. Cuando
miramos a alguien que reza, que hace trampas, que ayuda a su vecino
o que se mete en una pelea, ¿estamos viendo algo cercano a un reper­
torio consagrado por el uso ancestral, o se ha transformado el com­
portamiento, aunque sea generado por aquellas mismas reglas
antiguas, en algo bastante extraño al ambiente en el cual los genes
para aquellas reglas ahora encuentran su expresión fenotípica? Cono­
cemos el hecho de salimos muy lejos del rango de nuestra selección
natural cuando intervenimos, de manera consciente, en la contra-
cepción, en la alimentación con biberón, en el viaje a altas velocidades,
en el uso de ropa y anteojos. Es obvio en estos casos que no estamos
haciendo lo que la selección natural tenía previsto para nosotros; de
hecho, al menos con la contracepción, estamos haciendo exactamente
lo que estábamos diseñados para no hacer. Pero, ¿cómo podemos
descubrir los designios de la selección natural en los casos menos
obvios?
Y peor aún, nuestro medio antinatural también puede dar lugar
al problema casi opuesto: que nos comportemos demasiado como la
naturaleza buscaba. Supongamos que orar o ayudar parezca irrelevan­
te para las necesidades darwinistas o aun malo para la adaptación.
¿Debemos desechar las explicaciones darwinistas, o recordar que aquel
comportamiento que la selección natural favorecía asiduamente en
la sabana puede parecer no adaptativo para las calles citadinas?
Entonces, ¿de qué manera podemos juzgar cómo evolucionamos
en el comportamiento? Una manera común es la siguiente. Supóngase
que quisiéramos saber si somos por naturaleza monógamos o
polígamos, y si el hombre y la mujer difieren en sus predisposiciones.
Haríamos un sondeo comparativo de un grupo completo -por ejem­
plo, los primates-buscando qué características están correlacionadas
con qué sistemas de apareamiento. Así, por ejemplo, entre las diversas
especies de primates, por lo general, el grado hasta el cual los machos
son más grandes que las hembras, el grado hasta cual maduran más
tarde que ellas, correlaciona con la intensidad de la poliginia (un
419
ALTRUISM O HUM ANO: ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

macho, más de una hembra) en aquella especie. Como nosotros somos


levemente dimórficos en tamaño y los hombres maduran un poco
más tarde que las mujeres, esperamos que nuestro sistema de aparea­
miento natural, basados en este razonamiento, tienda un poco hacia
la poliginia (v. gr. Daly y Wilson 1978, págs. 297-310, particularmente
págs. 297-8).
Hay una dificultad obvia con este método, que ya hemos en­
contrado en el caso de demostrar teorías de selección sexual. Es el
conocido problema de la inflación del “n” ; el problema de la no
independencia de los datos. ¿Qué se puede considerar como una
unidad? Si la mayoría de los primates sexualmente dimórficos son
poligámicos, ¿hay una correlación genuinamente reveladora o lo que
sucede simplemente es que ambos atributos se han heredado de un
ancestro común, sexualmente dimórfico y poligámico? Por fortuna,
como hemos notado, el problema es - a l menos en prin cipio-
solucionable.
Un segundo método en boga es el que se llama de invariancia
fuerte. ¿Hay algunos patrones de comportamiento humano que
perseveran en su expresión casi sin tener en cuenta la diversidad de
condiciones? Y por “diversidad” me refiero a condiciones diferentes,
tal vez muy diferentes, tanto de la planicie del pleistoceno como de
una cultura a otra en la actualidad. Darwin pensaba que esto era cierto
con relación, por ejemplo, a la sonrisa: “En el caso de todas las razas
de los hombres la expresión de buen genio [sonriendo] parece ser la
misma” (Darwin 1872, pág. 211). Un siglo más tarde el etólogo
austríaco Eibl-Eibesfeldt comprobó esta aseveración (Eibl-Eibes-
feldt 1970, págs. 408-20). De modo clandestino filmó gente de una
amplia gama de culturas. Y concluyó que podía detectar poca dife­
rencia en la forma o las circunstancias de la sonrisa; gran parte de
estas similitudes se extendían incluso a niños que nacían ciegos, que
nunca habían visto una sonrisa para copiar (Eibl-Eibesfeldt 1970, págs.
403-8). Es posible que hubiera malas interpretaciones -culturales,
y muy probablemente con prejuicios sexistas-pero ciertamente en­
contró alguna base común:

Para poner sólo un ejemplo, encontramos igualdad en los deta­


lles más pequeños del comportamiento de coqueteo de las jóvenes
de Samoa, Papua, Francia, Japón, África (Turcana y otras tribus
nilotoalmitas) y los indios suramericanos (waikas, orinocos).
La joven coqueta comienza sonriéndole a la persona a quien se

420
d a r w i n : l a m o r a l i d a d c o m o h i s t o r i a n a t u r a l

¿Quién asesina a quién? Una invarianza fuerte


Éstas son las tasas específicas, en edad y sexo, del asesinato de personas no
parientes del propio sexo en Inglaterra, Gales y Chicago durante más o
menos el mismo período. Aunque los n ú m ero s absolutos difieren enorme­
mente, las fo rm a s d e las curvas son sorprendentemente similares: estos
asesinatos los cometen de manera apabullante los hombres, y de modo más
apabullante los hombres jóvenes.

está dirigiendo y levanta las cejas con un movimiento rápido y con­


vulsivo, de modo que el ojo se agranda un poco... Después de este
inicio frentero hacia la persona, el próximo movimiento es darle la
espalda. Entonces vuelve la cabeza a un lado, a veces doblada hacia
abajo, baja la mirada y los párpados caen. Con frecuencia, pero no
siempre, puede la joven cubrir el rostro con una mano y reír o son­
reír con turbación. Continúa mirando al compañero por el rabillo
del ojo y a veces vacila entre mirarlo y, turbada, mirar hacia otra
parte. Fuimos capaces de despertar este comportamiento cuando ias
jóvenes nos observaban durante la filmación. Cuando uno de noso­
tros operaba la cámara, el otro le hacía gestos a la joven y sonreía
(Eibl-Eibesfeldt 1970, págs. 416-20).

“ También se encuentra una amplia uniformidad en muchas otras


expresiones. Así, la arrogancia y el desdén se expresan por medio de
una postura erguida, levantamiento de la cabeza, movimiento hacia
421
ALTR UISM O HUM AN O: éUNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

atrás, mirada hacia abajo, labios cerrados, exhalaciones por la nariz;


en otras palabras, a través de los movimientos ritualizados de tratar
de irse y mostrar que se siente rechazado” (Eibl-Eibesfledt 1970, pág.
420).
Más notable aún, cuando examinamos a los asesinos, a quién ase­
sina a quién y por qué, encontramos un patrón sorprendentemente
fijo que se repite durante los siglos y a lo largo de las culturas (Daly y
Wilson 1988, págs. 123-86,1990). Las tasas de asesinatos difieren a lo
largo del tiempo: un inglés de hoy solamente tiene una vigésima
parte de probabilidad de morir a manos de un asesino, en compara­
ción con uno de hace siete siglos. Y difieren de lugar a lugar: las tasas
actuales en Islandia son de 0,5 homicidios por un millón de personas
por año, mientras en la mayor parte de Europa son de diez, y en los
EE.UU. de más de cien (Daly y Wilson 1988, págs. 125,275); los*asesi-
natos en los cuales la víctima y el asesino son del mismo sexo y no
son parientes van desde sólo 3,7 por millón de personas por año en
Inglaterra y Gales (1977-86) a un altísimo 216,3 en Detroit (Daly y
Wilson 1990). Y sin embargo, si vamos desde Oxford en el siglo xn a
Miami en 1980, pasando por Islandia (1946-70), los kunk san de
Botswana (1920-55), los mayas tzeltal de México (1938-65) y muchas
otras sociedades desde Australia hasta Alemania, de India al África,
emerge el mismo modelo de homicidio (Daly y Wilson 1988, págs.
147-8). Los asesinatos son cometidos en una grandísima mayoría por
los varones; “la diferencia entre los sexos es inmensa, y universal. No
hay ninguna sociedad humana conocida en la cual el nivel de violen­
cia mortal entre mujeres siquiera comience a acercarse al que existe
entre los hombres” (Daly y Wilson 1988, pág. 146). Y los varones, mas
no las mujeres, son impulsados por lo que un sociólogo ha llamado
un “altercado de origen relativamente trivial; un insulto, una maldi­
ción, un enojo, etc.” (Daly y Wilson 1988, pág. 125). Dónde las tasas
de homicidios son altas, estos altercados explican una alta proporción
de los asesinatos, y es tan alta que “ sin duda constituye una gran
proporción de los asesinatos del mundo” (Daly y Wilson 1988, pág.
126). Y lo que es más, estos asesinos varones son en una grandísima
parte jóvenes, en la mitad de la década de los veintes; así, por ejem­
plo, a pesar de la enorme diferencia que advertimos entre las tasas de
asesinatos en Inglaterra, Gales y Detroit, las edades promedio de los
hombres que mataron a otros, no parientes, era de 25 y 27 respectiva­
mente; en Canadá (1974-83) y en Chicago (1965-81), donde las tasas
caían entre ambos extremos, la edades promedio eran de 26 y 24 (Daly
422
d á r w i n : l a m o r a l i d a d c o m o h i s t o r i a n a t u r a l

y Wilson 1990, pág. 93). Individualmente, estas estadísticas podrían


parecer meras contingencias demográficas. Pero las colocamos jun­
tas y estamos frente a frente con un modelo invariable a lo largo de
cambios culturales inmensos: “las tasas generales de homicidio varían
tremendamente y se pueden concebir como culturales, pero el hecho
de la diferencia de sexo trasciende la variación cultural” (Daly y Wilson
1990, pág. 88), así como lo hace la edad délos asesinos y sus motivos.
Ahora bien, esto no nos dice que la selección natural tiene el designio
de que los jóvenes asesinen por razones en apariencia triviales, ni
siquiera que asesinen. Pero sí indica que estamos por la senda de la
selección natural.
A propósito, esta conclusión no se refuta con el hecho de que la
mayor parte de los varones no son asesinos. En realidad no lo son. Pero
la mayor parte de los asesinos son varones. Y es la fuerte invariancia
cultural de aquella diferencia de sexo lo que requiere explicación.
Igualmente, esta línea de razonamiento no se afecta por el hecho de
que las mujeres de las sociedades más violentas tienen más probabili­
dades de cometer asesinatos que los hombres en las menos violentas.
Porque aun en las sociedades más violentas, también asesinan más
los varones que las mujeres. De nuevo, eso es algo que necesitamos
explicar.
Es claro que el método de la “ invariancia fuerte” también es sus­
ceptible de sufrir el problema de la inflación de “n”. Consideremos
otra vez el asunto de descubrir nuestro propio modo de apareamiento
ancestral. De las 849 sociedades humanas tabuladas en el Ethnographic
Atlas de Murdock, 708 son poligínicas, 137 monógamas y 4 polián-
dricas (véase Daly y Wilson 1978, pág. 282). Un punto, al parecer, en
favor de la poliginia como sistema de apareamiento humano primi­
tivo. Pero si 700 de estas 708 sociedades donde hay poliginia tomaran
sus costumbres del Corán, tendríamos un solo dato, no setecientos.
La invariancia fuerte procedería de un libro, no de los genes. Regre­
saremos más tarde al ejemplo del asesinato para ilustrar la manera de
salir de este problema.
Un tercer método común es no buscar invariancia en el compor­
tamiento humano, ni constantes de semejanzas entre humanos y otros
animales, sino diferencias adaptativas reveladoras dentro de la espe­
cie humana. Tomemos, por ejemplo, el sistema social generalizado
conocido como el “ avunculado” o “el efecto del hermano de la
madre” en el cual “el papel del padre” lo toma no el esposo de la
madre sino su hermano. Esto parece contradecir, en principio,

423
ALTR UISM O HUM ANO: ¡UN A CLASE DE BONDAD NATURAL?

nuestras ideas sobre la selección de parentesco. De hecho, Richard


Alexander, el influyente zoólogo americano, dice que éste era uno de
los “dos argumentos más prominentes contra la explicación bioló­
gica de los sistemas de parentesco” (Alexander 1979, pág. 152).
Alexander propuso, por el contrario, que ésta es una adaptación de la
selección de parentesco. En sociedades donde la promiscuidad hace
incierta la paternidad biológica, los machos pueden confiar más en
la cercanía genética de los hijos de sus hermanas que en la de sus
propios hijos. Alexander comprobó esto comparando sociedades pro­
miscuas con sociedades monógamas y prediciendo que el efecto del
tío materno sería más prevalente en las promiscuas; encontró en
efecto, evidencias en favor de su predicción (Alexander 1979, págs.
152,168-75).
El método “psicológico” de Darwin ofrece una solución diferen­
te. Si deseamos saber qué quería la selección natural que nosotros
hiciéramos, tenemos tantas probabilidades de encontrar la contesta­
ción en cómo nos equipó para dar respuestas comportamentales como
en las respuestas mismas. Siguiendo la guía inconsciente de Darwin,
podríamos estudiar tanto nuestras emociones como nuestros actos,
nuestros cerebros como nuestro comportamiento. Es muy probable
que el repertorio comportamental, construido para la flexibilidad,
esté distorsionado por nuestro ambiente altamente no natural;
nuestro repertorio cognitivo, motivacional y emocional, construido
para generar comportamiento apropiado, quizás lo estará menos. Sin
embargo, en el caso de la evolución humana, podríamos saltarnos las
distorsiones que los ambientes no naturales le hacen a nuestro
comportamiento yendo directamente al estudio de los mecanismos
psicológicos que lo ocasionan.
Es sin duda perfectamente plausible suponer, como lo hace este
enfoque, que la selección natural nos dotó de un maquillaje psico­
lógico específico que promueve un comportamiento adaptativo no
específico. La selección natural modeló nuestros cerebros así como
lo hizo con las manos, los ojos y otros órganos. Y, aún más que la
mano y el ojo, el cerebro podría incorporar capacidades altamente
especializadas a fin de responder de modo apropiado a una variedad
de situaciones. Podemos imaginar cómo podría operar esto a partir
de lo que sabemos del lenguaje humano. El filósofo Jerry Fodor cita
un comentario sorprendente de uno de sus colegas: “Lo que uno tie­
ne que recordar sobre el análisis gramatical es que básicamente es un
reflejo” (Fodor-1983, pág. vi), pero un reflejo flexible. Aunque no na-
424
d a r w i n : l a m o r a l i d a d c o m o h i s t o r i a n a t u r a l

cimos hablando inglés o chino, sí lo hicimos con una capacidad que


es a la vez altamente estructurada y suficientemente abierta para que
aprendamos no sólo estos lenguajes sino múltiples otros. La historia
se parece mucho a la de nuestra capacidad de reconocer rostros
humanos (que la selección natural parece haber tenido en gran esti­
ma, a juzgar por la gran área de nuestro cerebro que se dedica a la
tarea). Ésta es una adaptación altamente específica. Pero nos permite
reconocer a un sorprendente número de personas (muchas más en
nuestro medio moderno que aquéllas que la selección natural podía
haber soñado); y de modo más confiable que la mayoría de las otras
claves (“recuerdo tu rostro, pero no tu nombre” )» y hacerlo aún con
una información muy mínima (una fotografía borrosa en la cual se
ve una mancha en medio de una muchedumbre). El punto sobre
información mínima es muy importante. Actuamos con base en
nuestras reglas especializadas a la luz de una información acumulada
del pasado y a la última actualización. Pero esta información a me­
nudo será incompleta y una labor de las reglas es ayudarnos a actuar
adaptativamente ante el caso de falta de certidumbre. En resumen,
entonces, conocemos la idea de que el legado de la selección incluye
maquinaria psicológica especializada y específica, diseñada para ge­
nerar respuestas comportamentales plásticas y flexibles, y por ende
adaptativas, aún sobre la base de un conocimiento incompleto. La
selección natural nos da las reglas, y nosotros terminamos el trabajo.
Después de que leer a Darwin me llevara a pensar de esta manera,
me sentí contenta de encontrar que varios darwinistas modernos que
trabajan activamente en el campo habían convergido hacia el méto­
do darwinista. Entre los nombres que se pueden encontrar están los
de Martin Daly y Margo Wilson, Leda Cosmides y John Tooby, y
Donald Symons (véase v. gr. Barkow 1984; Cosmides 1989; Cosmides
y Tooby 1987,1989; Daly 1989; Daly y Wilson 1984,1988a, 1989,1990;
Rozin 1876; Shepard 1987; Symons 1979,1980,1987,1989, en impren­
ta; Tooby y Cosmides 1989,1989a, 1989b; Trivers 1971, págs. 47-54,
1983, págs. 1196-8). No sugiero que ésta sea necesariamente la mejor
manera de entendernos a nosotros mismos desde un punto de vista
darwinista. Pero sin duda promete ser un método fértil, que vale la
pena explorar. Ahora hagámonos a una idea más concreta de lo que
este método puede ofrecer, dándole un vistazo a dos intentos recien­
tes de aplicarlo, dos intentos diferentes, pero ambos con el espíritu
del método “psicológico” de Darwin.
Darwin mencionó las clases de respuestas psicológicas que
425
a l t r u i s m o h u m a n o : ¿UNA c l a s e d e b o n d a d n a t u r a l ?

podríamos examinar si estamos interesados en nosotros mismos como


seres sociales y, específicamente, morales: no es “probable que la
conciencia primitiva le reproche a un hombre que hiera a su enemi­
go: más bien le reprocharía que no se vengara” (Darwin 1871, segunda
edición, págs. 172-3, n27); “el elogio y la inculpación de los otros
hombres” y el amor “a la aprobación y el miedo al reproche” son un
“poderoso estímulo para el desarrollo de las virtudes sociales” (Dar­
win 1871, i, pág. 164)» Hoy en día, al menos en lo que atañe al altruismo,
tenemos ideas más precisas sobre las respuestas que podríamos
buscar. Ésta es una área en la que podemos basarnos, hoy en día, en
modelos muy precisos. Conocemos, por ejemplo, que es probable,
sin duda hasta cierto punto, que hayamos evolucionado como seres
recíprocos. Y sabemos que el altruismo recíproco no es evoluciona-
damente estable, a no ser que la mayor parte de las trampas no den
buenos resultados. De modo que debemos esperar encontrar meca­
nismos sensibles para detectar las trampas, para revelar quién no es
recíproco si (como es probable) la información es incompleta; y
debemos esperar que estos mecanismos operen sin tener que aplicar­
los de modo consciente.
Tales propensiones se han investigado, y es posible que se hayan
encontrado. Éste fue el trabajo de Leda Cosmides (Cosmides 1989;
Cosmides y Tooby 1989). La historia es un tanto complicada, pero
vale la pena referirla. La gente tendía a cometer ciertos errores
lógicos de modo sistemático y Cosmides sospechó que la naturaleza
de estos errores podría ser muy reveladora. Del mismo modo como
los psicólogos han usado las ilusiones ópticas para descubrir las
reglas del funcionamiento normal del cerebro y los errores en la
adquisición gramatical para descifrar la impronta lingüística de la
selección natural, su idea fue explotar los errores lógicos para descu­
brir propensiones sociales muy arraigadas e innatas. Los psicólogos
experimentales han sabido desde hace mucho que nuestro poder de
razonamiento está afectado por el contenido y no sólo por la estruc­
tura lógica de los argumentos. Esto se demuestra en las respuestas de
la gente a las así llamadas tareas de selección de Wason, un examen
de razonamiento lógico en el cual a la gente se le pide decidir si se ha
violado una regla condicional (véase por ejemplo, Wason 1983). En el
caso de algunas reglas, una gran proporción de personas responden
de modo ilógico, seleccionando condiciones irrelevantes y dejando
de señalar las importantes. Algunas reglas, pero no todas. Un cambio
en el contenido de las reglas puede transformar los resultados de
426
d a r w i n : l a m o r a l i d a d c o m o h i s t o r i a n a t u r a l

manera dramática. Algunos temas suscitan un alto porcentaje de res­


puestas lógicas. Esto se conoce como el “efecto del contenido”.
Consideremos, por ejemplo, el siguiente problema:

Parte de tu nuevo trabajo en la escuela local es asegurarte de que


los documentos de los estudiantes han sido procesados de manera
correcta. Tu oficio consiste en asegurarte de que los documentos es­
tán conforme a la siguiente regla alfanumérica:
Si una persona tiene una calificación de “ D ”, entonces su docu­
mento se marca con el código “3”.
Tu sospechas que la secretaria a quien reemplazaste no realizó la
categorización de los documentos de manera correcta. Las siguientes
tarjetas tienen información sobre los documentos de cuatro estu­
diantes de la escuela. Cada una representa a una persona. Un lado de
la tarjeta muestra la letra de la calificación de la persona y el otro el
número del código de aquella persona.
Indica sólo aquella tarjeta o tarjetas que definitivamente necesi­
tas voltear para saber si los documentos de cualquiera de estas perso­
nas viola esta regla.

D F 3 7

Lo que se le pide hacer, entonces, es decidir en ausencia de infor­


mación completa, si en cada uno de los cuatro casos se ha violado
una regla condicional. Lo que uno debe hacer -la respuesta lógica­
mente correcta- es volver solamente dos tarjetas: La D y la 7. El razo­
namiento que hay detrás de esto es así. La regla condicional se puede
expresar como “si P (calificación D), entonces Q (código 3)”. La úni­
ca condición que viola la regla es “ P y no-Q ” (D como calificación,
pero no el código 3). De modo que las únicas situaciones que uno
necesita seguir son “ P” (comprobar que es Q) y “no-Q ” (para revisar
que es no P). Esto implica vigilar cualquier calificación de D (para
revisar que se ponga tres) y cualquier código no-3 (para revisar que
sea no-D). Uno puede ignorar “no-P” (calificación de no-D) y “Q”
(código 3). No hay una violación potencial de la regla en aquellos
casos, de manera que uno no se debe preocupar. El problema lógico,
entonces, se ve así:
427
ALTRUISM O HUM AN O: ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

Si una persona tiene una calificación “D ”, entonces su documento


debe tener el código “3 ” [si P entonces Q].

D F 3 7

[P] [no-P] [Q] [no-Q]


#

Si usted volteó tanto la D como la 7 y solamente la D y la 7, enton­


ces usted es una persona poco común. A la gente por lo general le va
mal en un examen como éste. Típicamente, sólo entre el 4% y el 10%
ve que “P y no-Q ”, y sólo eso, viola la regla. La mayor parte pasan por
alto la importancia de 7 (no Q) y escogen D, (P) y 3 (Q) o D (P) sólo
(v. gr. Wason 1983, págs. 46,53).
Ahora consideremos otro problema que tiene que ver con una
regla condicional:

En una campaña contra los choferes borrachos, los agentes de


Massachusetts están revocando licencias de vender licor a diestra y
siniestra. Tú eres un apagabroncas en un bar de Boston y perderías
tu empleo a menos que aplicaras la siguiente ley: si una persona está
tomando cerveza, debe tener más de veinte años.
Las siguientes tarjetas contienen información sobre cuatro perso­
nas que están sentadas en una mesa del bar. Cada tarjeta representa a
una persona. Un lado de la tarjeta dice qué está tomando una persona
y la otra dice su edad. Indica solamente aquellas tarjetas que necesitas
voltear para saber si alguna de las personas está rompiendo la ley.

TOM A TOMA 25 16
CER VEZA REFRESCO AÑOS AÑOS

La lógica en la aplicación de esta regla es, por supuesto, exactamente


la misma. La lógica deductiva no cambia cuando el contenido de un
argumento cambia. Se ve así:

Si una persona está tomando cerveza, entonces tiene que tener


más de veinte años [P entonces Q ].

428
d a r w i n : l a m o r a l i d a d c o m o h i s t o r i a n a t u r a l

TOM A TOM A 25 16
CER VEZA REFRESCO AÑOS AÑOS

[p ] [no-P] [Q] [no-Q]

Entonces, de nuevo, las únicas tarjetas que hay que revisar son “ P”
“no-Q ”, en este caso “tomar cerveza” y “tener menos de veinte años”.
Resulta que cuando a la gente se le pide que aplique esta ley, le va
muchísimo mejor. En este caso parece tener mucha más lógica. La
proporción de personas que ven que sólo “ P y no Q” viola la ley
normalmente se dispara a un 75%.
¿Por qué esta diferencia? ¿Por qué son los poderes de razonamiento
de la gente aparentemente tan superiores en la clase de examen de
“tomar sin la edad?” Los psicólogos han buscado algún sesgo siste­
mático en el efecto del contenido, alguna propiedad que el tema de
las reglas tiene en común. Y por lo general suponen que tiene que ver
con la experiencia previa de las personas.
Pero Leda Cosmides sospechaba que la solución del acertijo po­
dría radicar no en la experiencia individual sino en la ancestral, en
nuestras propensiones darwinistas. Examinó las reglas que evocaban
un efecto de contenido y concluyó que casi siempre tenían que ver
con un intercambio social. De acuerdo con su análisis, tenían la
estructura:

Si tú te beneficias, entonces pagas el costo


[si P entonces Q].

Ésta es la estructura del contrato social, un contrato que relaciona


beneficios percibidos (bienes racionados que son valorados por parte
del receptor) con costos percibidos. Cosmides dedujo que existe una
buena razón adaptativa por la cual nos comportamos relativamente
bien cuando aplicamos reglas condicionales de esta naturaleza. Nos
basamos en respuestas que la selección natural nos incorporó. La se­
lección nos ha dado un modo de comportarnos como altruistas re­
cíprocos exactamente del mismo modo como se nos ha dado la ma­
nera de correr, respirar o reproducirnos. Si el altruismo recíproco ha
de evolucionar, establecerse y mantenerse, entonces necesitamos
algunas experiencias específicas que regulen los contratos sociales.
Por una parte, debemos tener manera de evaluar los costos y be-
429
ALTR UISM O HUM AN O: ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

neficios de modo que para cada individuo los costos, en promedio,


no excedan a los beneficios. También debemos ser capaces de recor­
dar quién nos ha hecho trampa, de manera que podamos vengarnos;
ésta es tal vez la razón por la cual la selección natural se ha tomado
el trabajo de asegurar que reconozcamos los rostros humanos,
garantizándonos que “ el individuo traicionero no se pierda en un
mar anónimo de personas” (Axelrod y Hamilton 1981, pág. 1395).
Es más, tenemos que ser capaces de detectar las trampas. Y esto,
según la hipótesis de Cosmides, explica por qué la gente es mucho
mejor para aplicar la regla condicional cuando está en el contexto
de un contrato social que cuando no tiene que ver nada con él. La
gente opera con un procedimiento de búsqueda de trampas. Ésta es
la razón por la que aprovechan las condiciones “ P” y la “ no-Q ”.
Potencialmente, cualquiera de ellas podría implicar el hecho de
que se obtiene un beneficio y no se paga el costo: ¡hacer trampa!
Es como si a la gente se la aleccionara para estar pendiente de los
casos en los cuales otros se benefician y no son recíprocos. Todos
están al parecer preparados para caerle a cualquiera que haya
tomado el beneficio P (para ver si le han sacado el cuerpo al costo)
y a quienes no hayan pagado el costo, no-Q (para ver si se han
salido con las suyas con el beneficio). De manera que parece que
la gente fuera más lógica, pero la impresión es errada. Lo que en
realidad hacen es actuar como policías para los contratos sociales.
Usañ las reglas adaptativas de cooperación mutua, no las lógicas
del cálculo proposicional. Sucede que en situaciones como el tra­
bajo del hombre del bar la regla de obrar como policía coincide
con la lógica. En ambos casos “ P y n o -Q ” es la situación de la cual
debe estar pendiente. Esta convergencia, sin embargo, es mera­
mente accidental.
¿Y qué sucedería si los dos casos no coincidieran? Si la conjetura
de Cosmides es correcta, entonces la gente saldría con una respuesta
de “busque las trampas” cuando aplicara los contratos sociales aun si
esta respuesta no estuviera sancionada por la lógica formal. Y eso,
concluye Cosmides de sus experimentos, es lo que en realidad tienden
a hacer. Ella elaboró reglas condicionales que tenían la estructura de
“un contrato social cambiado” :

Si usted paga el costo, entonces obtiene el beneficio.

(Cambiar la posición de los términos contractuales de la estruc-


430
d a r w i n : LA M O R ALID A D c o m o h i s t o r i a n a t u r a l

tura “si-entonces” de un contrato social normal lo transforma en


uno cambiado y viceversa.) Imaginemos, por ejemplo, una sociedad
en la cual la yuca es un beneficio racionado, que debe ganarse; y tener
un tatuaje es el costo o requisito que permite ganarla. Un contrato
social normal sería:

Si un hombre come yuca, entonces debe tener un tatuaje en el rostro.


(Si un hombre obtiene el beneficio, entonces paga el costo).

Un contrato social cambiado sería:

Si un hombre tiene un tatuaje en el rostro, entonces puede comer


yuca.
(Si el hombre paga el costo, entonces obtiene el beneficio).

La estructura costo-beneficio de las reglas, o la falta de ella en los


casos de contratos no sociales fue proporcionada por la historia en la
que la regla estaba arraigada. Así, por ejemplo, en la versión de con­
trato social de la regla de la yuca y el tatuaje, el cuento era que la
escasa raíz de la yuca era un afrodisíaco poderoso en una sociedad en
la cual sólo los hombres casados llevaban tatuajes y las relaciones
sexuales entre solteros encontraban profundo rechazo. En la versión
de no-contrato-social, el cuento era que las yucas simplemente cre­
cían por casualidad de manera exclusiva, en el área donde vivían los
tatuados. En algunos experimentos las reglas de los contratos socia­
les se expresaban explícitamente en términos éticos (tales como “si
un hombre come yuca, entonces tiene que tener el rostro tatuado” ),
en otros experimentos no (“si un hombre come yuca entonces tiene
tatuaje en el rostro” ). Pero resultó que las respuestas de la gente al
parecer no estaban influidas por si los “tienes” y “puedes” apropiados
se hacían explícitos. Si la regla tenía el tipo de un contrato social,
suplido por la historia, entonces las personas parecían proporcionarse
a sí mismas los “tienes” y “puedes” implícitamente. Por el contrario,
se dejaba traslucir que la gente al parecer no trataba una regla como
si fuera un contrato social sólo por que incluía la palabra “tener” ;
también tenía que tener la estructura apropiada de costo-benefició.
Aunque una regla cambiada se ha trocado en sus aspectos sociales,
la estructura lógica (si P entonces Q) es, por supuesto, inmodificable.
La única condición bajo la cual se viola la regla es, como antes, “ P y
no-Q ”. Supóngase que a uno lo encargan de detectar violaciones de
ALTR UISM O HUM AN O: ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

la regla cambiada. Si uno quiere hacer lo que es lógico, selecciona


“pagar el costo y no obtener el beneficio” (P y no-Q); uno ignora “no
pagar el costo y obtener el beneficio” (no-P y Q). ¡Bien, si esto suena
raro y en contra de la intuición, precisamente ahí está el punto!, por­
que la lógica pura lo llevará a uno a ignorar las trampas potenciales.
Pero si uno sigue un procedimiento de “mirar las trampas” uno va a
buscar en su lugar “no-P y Q” (no pagar los costos y beneficiarse).
Uno usará el mismo razonamiento del problema de contrato social
normal, seleccionando la misma condición (no pagar costos y be­
neficiarse); pero esta condición ahora ha cambiado de lugar en la
estructura lógica. La respuesta de buscar trampas en el contrato cam­
biado (no-P y Q), a diferencia del contrato normal, diverge de la
respuesta lógica (P y no-Q).
Cosmides encontró que “ buscar las trampas” es lo que en su
mayoría parecía estar haciendo la gente. En experimentos sobre el
contrato social normal, más del 7 0 % de los sujetos escogió “ P y no-
Q” (el mismo resultado que el contrato social normal de los “que
toman cerveza” ). El contrato social cambiado produjo resultados dra­
máticamente diferentes. Sólo una pequeña proporción -el 4% en un
experimento, y nadie en el otro- dio con la respuesta lógicamente
correcta: que “P y no-Q ” (pagar costos y no beneficiarse) fue la única
condición que potencialmente violaba la regla. Si estaban siguiendo
un procedimiento de buscar trampas, ésta es la clase de respuesta que
uno esperaría. Obviamente, la selección natural no afinaría nuestra
vigilancia en favor de otros; un altruista recíproco no tiene necesidad
especial de asegurarse de que los otros que pagan costos reciban sus
beneficios. Más aún, una proporción alta -67% en un experimento,
75% en otro- respondieron ilógicamente el problema del contrato
social cambiado, buscando los costos no pagados y los beneficios
obtenidos (“no-P y Q” ) aunque aquella condición era totalmente
irrelevante para aplicar la regla. Por el contrario, esta respuesta
apabullantemente popular de “no-P y Q” era extremadamente rara
cuando el problema no se trataba de un contrato social cambiado.
De varios experimentos -que incluían contratos sociales normales y
problemas abstractos como en el caso de las calificaciones de D y 3 -
sólo una persona escogió “no-P y Q” en respuesta a un problema que
no era un contrato social cambiado.
Así, de acuerdo con Leda Cosmides, podemos encontrar “lógica”
en estos errores de razonamiento. Del mismo modo como podemos
hacerlo con las ilusiones visuales. Las personas “se equivocan” siste-
432
d a r w i n : l a m o r a l i d a d c o m o h i s t o r i a n a t u r a l

máticamente en el aspecto de detectar trampas. (Advirtamos que, a


diferencia del caso de las ilusiones ópticas, parte del problema mis­
mo es identificar cuándo la gente está en realidad “errando” : al fin
y al cabo las leyes de la cooperación mutua los lleva a producir de
manera más confiable respuestas lógicas más correctas que cuando
trata de emplear sólo las leyes de la lógica). Resulta que en el caso de
los contratos sociales normales, la lógica y las respuestas adaptativas
coinciden. En el caso de los contratos sociales cambiados no lo ha­
cen. Y en el caso de las reglas condicionales que no tienen nada que
ver con contratos sociales, tenemos que basarnos en nuestro poder
de razonamiento nada más. Son estas diferencias las que muestran
las reglas que hay detrás de los errores de la gente y nos presentan
una ventana a su mente. La selección natural, parece, nos ha dotado
de una propensión a perseguir el procedimiento de buscar trampo­
sos porque es útil desde el punto de vista adaptativo. Normalmente
esto da la apariencia de mejorar nuestras hazañas lógicas. Ocasional­
mente diverge de lo que se justifica desde el punto de vista lógico;
cuando las personas tienen que vérselas con contratos sociales cam­
biados, no se desempeñan muy bien como lógicos puros, a pesar de
que al parecer razonan con mucha eficiencia como altruistas recí­
procos que están involucrados en el juego de detectar y castigar a los
tramposos en los contratos sociales normales. En ambos casos, el
normal y el cambiado, las personas no piensan con lógica sino, pare­
ce, de modo adaptativo -u n triunfo de la moral sobre la mente-.-Si­
esta conclusión es correcta, parece que la mente tuviera sus razones
que la razón no conoce. Y, lo que es más, que estas razones fueran
adaptativas.
Si ha evolucionado en nosotros una maquinaria para echar a
andar un sistema de altruismo recíproco podemos también esperar
ver la emergencia cultural (o aun biológica) de un modo de mante­
ner esta maquinaria bien aceitada. Robert Axelrod ha investigado esta
posibilidad, no una investigación empírica de lo que en realidad
hacemos sino una simulación computarizada de cómo podrían de­
sarrollarse las reglas morales en las sociedades humanas (Axelrod
1986). Sus hallazgos indican que si estamos jugando juegos en donde
se necesita cooperación, sanciones contra la deserción, etc., entonces
debemos esperar la emergencia no sólo de formas que regulen nues­
tro comportamiento sino también de “metanormas”. Las metanormas
refuerzan las normas al hacer que la gente esté dispuesta a castigar a
cualquiera que no las aplique. Cita un ejemplo memorable:

433
ALTR UISM O HUM AN O: ¿UNA CLA SE DE BONDAD NATURAL?

Una poco lamentada norma que alguna vez tuvo mucha fuerza fue la
práctica de los linchamientos para aplicar la ley blanca en el sur. Un
episodio particularmente esclarecedor tuvo lugar en Texas en 1930
luego de que un negro fuera arrestado por atacar a una blanca. La
muchedumbre impaciente quemó la Corte para matar al prisionero
que se encontraba en su interior. Un testigo dijo: “ Oí que un hombre
detrás de mí comentó sobre el incendio, ¡qué vergüenza! N o acababa
de pronunciar estas palabras cuando alguien lo tumbó al suelo con
una botella. Le pegaron en la boca y le rompieron varios dientes”.
Ésta es una manera de aplicar una norma: castigar a aquellos que no
la apoyan. En otras palabras: sea vengativo, no sólo contra los que
violan la norma sino contra los que rehúsan castigar a los que lo
hacen. Esto quiere decir que hay que establecer la norma de que se
debe castigar a aquellos que no castigan la traición (Axelrod 1986,
págs. 1100-1).

“ Ser meta-” es, en realidad, una potente manera de aplicación déla


ley: “ Reforzar así los propios poderes, aplicar cualquier truco propio
a los existentes, es una manera bien reconocida de abrirse paso en
muchos dominios” (Dennett 1984, pág. 29). Todo esto indica que si
queremos saber si hemos evolucionado para el altruismo recíproco
podemos examinar no sólo prácticas como el intercambio de regalos
sino propensiones como la de detectar y castigar trampas. Si de­
seamos saber lo mismo para la selección de parentesco podría­
mos estudiar no sólo las relaciones sociales dentro de las familias
sino nuestras destrezas inconscientes para el reconocimiento de
parientes cercanos. Y si deseamos conocer sobre la monogamia y
poligamia, podríamos comparar no solamente el modelo de apareamien­
to a lo largo de las culturas y especies, sino también precisamente qué
es lo que despierta los celos en los hombres y en las mujeres. Como
Darwin, podríamos centrarnos no sólo en lo que hacemos sino en lo
que nuestra psicología indica que estamos diseñados para hacer.
No quiero adentrarme en si las conclusiones de Leda Cosmides
son correctas en sus detalles. No sería sorprendente que un trabajo
tan pionero tuviera algunos aspectos incorrectos (véase v. gr. Cheng
y Holyoak 1989), aunque es notable hasta qué punto se las ha arreglado
para anticipar las críticas y para mostrar, por medio de experimentos
cruciales, qué bien encaja su teoría con los hechos, al compararse con
alternativas aparentemente plausibles (tales como la teoría de que el
efecto del contenido refleja diferencias en el conocimiento del tema).

434
d a r w i n : l a m o r a l i d a d c o m o h i s t o r i a n a t u r a l

Para mi propósito este trabajo sirve como ejemplo de una manera de


enfrentar el problema de comprobar conjeturas generadas por la
psicología darwinista. Su solución fue indagar en el campo de los
errores los cuales revelan asuntos adaptativos, usando experimentos
cuidadosamente concebidos. Ahora miremos una nueva manera de
enfrentar este mismo problema.
Consideremos otra vez un ejemplo que vimos antes: la prepon­
derancia apabullante de varones, sobre todo jóvenes, entre los asesi­
nos, y en particular el hilo persistente de altercados aparentemente
triviales que van aumentando hasta llegar al conflicto final. Una
invariancia tan fuerte a lo largo de las culturas y del tiempo indica
que se da quizás algo más que un condicionamiento meramente
cultural. ¿Pero cuál? Martin Daly y Margo Wilson se decidieron a
investigar éste y un buen número de asuntos semejantes en su libro
Homicide (Daly y Wilson 1988; véase también Daly y Wilson 1990).
Su análisis es un modelo de razonamiento “psicológico” darwinista
sobre el comportamiento humano (y es, a propósito* muy agradable
de leer; más, imagino, que la mayor parte de los libros de misterio
sobre crímenes). Daly y Wilson decidieron mirar los patrones de
homicidio porque éste surge del meollo mismo de las adaptaciones
darwinistas: los conflictos de intereses. No suponían que el acto de
asesinar sea una adaptación, que fuera una ventaja darwinista para el
asesino. Lo que sí asumieron fue que la mente humana se adapta de
tal manera que bajo ciertas circunstancias es muy probable que surja
el crimen. No es el comportamiento mismo, en ningún caso especí­
fico, o en promedio a lo largo de la evolución, lo que intentaban ex­
plicar de modo adaptativo, sino las propensiones psicológicas que lo
producen.
Entonces, ¿qué puede decirse sobre estos patrones consistentes de
sexo, edad y motivo entre los asesinos? Algunos análisis no darwinis­
tas se extrañan sobremanera de que un hombre llegue a arriesgar su
vida por “un disco de 10 centavos en una rocola o por una deuda de
un dólar en el juego de dados” (Daly y Wilson 1988, pág. 127). Contra
esto, varios científicos sociales han hecho énfasis en que, contrario a
la primera apariencia, algo más importante está en juego: “Una afrenta
al parecer menor... puede entenderse en un contexto social más grande
de reputaciones, honor, posición social relativa y relaciones dura­
deras... En la mayor parte del entorno social, la reputación de un
hombre depende en parte de que mantenga una amenaza creíble de
violencia” (Daly y Wilson 1988, pág. 128). Pero, ¿por qué es la reputa-

435
ALTR UISM O HUMANO.* ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

ción tan importante?, ¿por qué valoran los hombres estos recursos
tan intangibles hasta llegar a perseguirlos incluso hasta la muerte?
Para contestar esto, Daly y Wilson se vuelven a la teoría darwinista
y al impacto de la rivalidad sexual (D alyy Wilson 1988, págs. 123-86;
Wilson y Daly 1985). “ Si la selección ha modelado este aspecto de la
psiquis humana, parecería que la respuesta de alguna manera debe
tener la siguiente forma: estos recursos sociales son (o eran en el
pasado) maneras de lograr ser aptos para la supervivencia” (Daly y
Wilson 1988, pág. 131). Y analizan la evidencia para mostrar que esto
es en realidad así:

El Homo sapiens es muy claramente un ser para quien la posi­


ción social diferencial se ha asociado consistentemente con variacio­
nes en el éxito reproductivo. Los hombres de rango social más alto
tienen más esposas, más concubinas, más acceso alas esposas de otros
hombres que los de nivel social más bajo. Tienen más hijos y los hijos
sobreviven en mejores circunstancias. Éste ha sido consistentemente
el caso en las sociedades agrícolas y pastorales, en las horticulturales
y en las compuestas por estados (Daly y Wilson 1988, págs. 132-3).

¿Por qué, pues, las diferencias entre hombres y mujeres, y por qué los
varones en particular? La respuesta, por supuesto, radica en la se­
lección sexual. Varias líneas de evidencia apuntan a una historia
humana de competencia poligínica (aunque moderada). Las dife­
rencias en el éxito reproductivo son mayores entre los hombres que
entre las mujeres y están más fuertemente correlacionadas con la
posición social. Los hombres, mas no las mujeres -sobre todo los
hombres jóvenes- tienen instintos poderosos para luchar por esta
posición. Y así la selección natural haya buscado o no que llegaran
hasta tan lejos, literalmente lucharán y a veces hasta de modo fatal.
Los machos conscientes de la posición son una cosa. Pero suele
decirse que en lo que atañe a la violencia y al homicidio, la familia es
uno de los lugares más peligrosos donde uno pueda estar. La aparen­
te implicación de que los asesinos matan a sus parientes parece com­
plicarle la vida a la teoría de selección de parentesco. Pero cuando
Daly y Wilson examinaron con más cuidado los datos de Norteamé­
rica resultó que ¡la mayor parte de las víctimas de la “ familia” eran la
esposa del asesino! Si el FBI tuviera una manera más darwinista de
pensar, podría analizar sus estadísticas de modo crucialmente dife-

436
d a r w i n : la moralidad como h i s t or ia n a t u r a l

rente, así como lo harían los múltiples científicos sociales que han
intentado explicarse el asesinato. Mirando cuidadosamente las cifras
de numerosas fuentes Daly y Wilson concluyeron que, lejos de reba­
jarle peso a la teoría de la selección de parentesco, los modelos de
asesinato encajan a la perfección con sus expectativas. No sólo era
más probable que la violencia tuviera una escalada mientras más dis­
tante era la relación de las personas, sino también que era más pro­
bable que encontraran causa común en las disputas que llevaban al
asesinato mientras más cercanamente estuvieran relacionados; de
manera que los cómplices son en promedio parientes más cercanos
que la víctima y el ofensor (Daly y Wilson 1988, págs. 17-35).
Y sin embargo, existe el infanticidio en las familias, aunque asesi­
nar el hijo propio es, lógicamente, cometer un suicidio darwinista.
Pero, una vez más, el análisis minucioso de Daly y Wilson encuentra
que, por el contrario, el infanticidio encaja bien con las inclinaciones
de la evolución que se esperarían en el reparto de los recursos escasos
de los padres (Daly y Wilson 1988, págs. 37-93). Es muy diciente el
hallazgo de que los hijastros resultan tener un riesgo mucho mayor
que los hijos naturales (Daly y Wilson 1988, págs. 83-93). De modo
que, por ejemplo, en 1967 un niño norteamericano que viviera con
uno o más padres sustitutos tenía cien veces más probabilidades de
que se le tratara mal hasta matarlo, que uno que viviera con sus padres
naturales; las cifras canadienses son iguales y, en toda Norteamérica,
los padrastros están más representados entre los homicidas que entre
los casos de abusos no fatales. Dicho sea de paso, por reveladoras que
sean estas cifras, no se revelan tan fácilmente en las estadísticas ofi­
ciales. Al igual que con otros asuntos “familiares”, los datos de los
niños se clasifican bajo categorías organizadas de manera no biológi­
ca: “Sorprende que por ejemplo las oficinas de censo de los EE.UU.,
Canadá y otras partes nunca han intentado distinguir padres natura­
les de sustitutos, con el resultado de que no hay estadísticas oficiales
del número de niños de cada edad que viven en cada tipo de vivienda”
(Daly y Wilson 1988, pág. 88). En realidad sorprende. Y es un desper­
dicio. Si los científicos sociales rehúsan admitir que la relación genética
de un padre con sus descendientes es una fuente de acción humana,
quizás deberían permitir que los zoólogos reunieran estas estadísti­
cas. Daly y Wilson emplean los mismos métodos darwinistas para
ilustrar el parricidio, el asesinato de esposas y muchas otras clases de
asesinatos. Entre los datos demográficos de gran escala, por una parte,

437
ALTRUISM O HUM ANO: ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

y los principios darwinistas tales como la selección de pareñtesco, el


cuidado paternal y la rivalidad sexual, por otra, logran una psicología
humana evolucionada.
Pensar en la mente humana con el modo estructurado que este
método favorece puede parecer menos un paso hacia adelante que
uno hacia atrás, al siglo x ix y aun más. En aquellos oscuros resqui­
cios de la historia científica acechan “psicologías de facultades” que
dividían la mente en compartimentos sellados con capacidades fijas;
y en los rincones más tenebrosos pulula el culto a la frenología (Fodor
1983, particularmente págs. 1-38). Tales asociaciones pueden, compren­
siblemente, en el pasado haber evitado que los darwinistas pensaran
sobre nuestro comportamiento en términos de facultades psicológicas
específicas. Pero la revolución reciente en nuestra comprensión dar-
winista del comportamiento nos lleva lejos de todo eso. Ésta nos ha
dado una visión poderosa de cómo fuimos construidos y para hacer
qué, y del maquillaje psicológico que necesitamos para hacerlo. En­
tonces podemos empezar a construir una psicología de facultades
respetable, una psicología darwinista, que no se parece en nada a aquellos
cráneos divididos en partes extrañas, olvidados hace mucho tiempo.
Esta visión de la mente, a propósito, no hace suposiciones sobre
la arquitectura del cerebro. Por ejemplo, no exige que nuestras capa­
cidades sean localizables desde el punto de vista neurológico (aunque,
como en el caso de la habilidad de reconocer caras, lo pueden ser);
Desde Kant, la mayor parte de los filósofos han supuesto rutinaria­
mente que nuestra mente está llena de ideas sintéticas a priori, pero;
con toda razón, no han necesitado mostrarnos con exactitud en qué
parte del cerebro están acomodadas. Hasta que sepamos más sobre
nuestra neurología y fisiología podemos pensar, con todo respeto, en
las dotes psicológicas dé la selección natural simplemente como ideas
sintéticas a priori darwinizadas, como Darwin mismo lo hizo, ba­
sándonos en la evidencia de este apunte memorable en uno de sus
cuadernos: “ Platón... dice en Fedón que nuestras cideas imaginarias’
surgen de la preexistencia del alma, que no son derivadas de la expe­
riencia. Hay que leer en los micos para conocer de la preexistencia”
(Gruber 1974, pág. 324). Tampoco necesitamos suponer que cada una
de nuestras facultades sea altamente específica; algunas (la memoria,
por ejemplo) son muy posiblemente bastante generales. Todo lo que
estamos suponiendo es que, más que haber determinado nuestro di­
seño, ;a la manera de las avispas excavadoras, hasta el último detalle
comportamental, la selección natural nos da los medios, en la forma
438
d a r w i n : la m o r a l i d a d como h i st or ia n a t u r a l

de reglas de computación, para actuar adaptativamente a la luz de la


información sobre nuestro entorno.
John Maynard Smith indicó que “a menudo entendemos los fe­
nómenos biológicos sólo cuando hemos inventado máquinas con
propiedades similares” (Maynard Smith 1986, pág. 99). Nos parece
relativamente fácil avistar el significado adaptativo del corazón, los
lentes y las alas. Por el contrario, hemos hecho un progreso doloro­
samente lento en embriología: “Entender cómo se desarrollan las
estructuras es uno de los problemas más grandes de la biología. Una
razón por la que encontramos tan difícil comprender el desarrollo de
la forma puede ser que no construimos máquinas que se desarrollen”
(Maynard Smith 1986, pág. 99). Tal vez se ha dificultado en nuestra
mente la visión darwinista por el hecho de que no hacemos máquinas
que “piensan”. Hasta hace poco, los novelistas y biógrafos probable­
mente fueron quienes más nos proporcionaban modelos de la mente;
quizás sea esto parte de la fascinación por su obras. Ahora tenemos
maquinaria analítica, como las redes distribuidas (véase v. gr.
McClelland et a l 1986), máquinas de Turing y la lógica moderna. Tal
vez por fin tenemos algo que nos va a permitir entender nuestra mente.
Hasta hace muy poco los psicólogos no consideraban trabajo suyo
investigar la mente de la manera como Darwin lo hacía: “ En El ori­
gen del hombre Darwin escribió sobre la combinación de facultades
intelectuales que forman ‘los poderes mentales superiores’: la curio­
sidad, la imitación, la atención, la memoria, el razonamiento y la
imaginación. La lista de temas de Darwin cubría casi como en un
inventario los temas crónicamente descuidados por los psicólogos
del siglo xx, hasta el surgimiento de la psicología cognitiva a comien­
zos de la década de 1950” (Gruber 1974, pág. 236). El conductismo le
dio la espalda a tales estudios; la creencia era que si queríamos entender
nuestra mente, bastaba con entender nuestro comportamiento. Un
enfoque psicológico darwinista va exactamente en la dirección
opuesta: el significado adaptativo demuestro comportamiento puede
ser oscuro, pero tenemos alguna esperanza de entenderlo si compren­
demos nuestra mente.
A menudo se han criticado los intentos darwinistas de explicar el
comportamiento humano que se centran en asuntos que no se deben
explicar. Stephen Gould, por ejemplo, dice de E. O. Wilson que “ha
cometido un error fundamental al identificar el nivel incorrecto de
datos biológicos. Observa comportamientos específicos y sus venta­
jas genéticas, e invoca la selección natural para cada asunto. Trata de

439
ALTRUISM O HUM ANO: ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

explicar cada manifestación como un modo de comportamiento entre


muchos” (Gould 1987a, pág. 290). El método psicológico darwinista
proporciona una manera de seleccionar las unidades correctas que
hay que explicar. Como vimos en un capítulo anterior, no hay una
manera fácil de decidirnos sobre los candidatos a la explicación adap-
tativa. Podemos tener lástima de la pobre mariposa, obligada a inmo­
larse en la luz de una vela, pero también tenemos que sentir lástima
por el pobre darwinista, obligado a explicar el imperativo genético
aparentemente no adaptativo de este animal. La respuesta en el caso
de este ejemplo favorito es muy conocida: debemos explicar no un
intento de suicidio sino el intento de recorrer una línea recta. En el
ambiente en que la selección natural afianzó las reglas de navegación
de la mariposa, la única fuente de luz era la Luna; porque los cuerpos
celestiales están en un infinito óptico, sus rayos son paralelos cuando
caen sobre el animal, de modo que la Luna podía usarse sin peligro
como compás para navegar en línea recta. Entonces, en su ambiente
normal hay reglas incorporadas que generan un comportamiento
adaptativo. Sólo en el ambiente poco usual de las velas y las luces
eléctricas no le funcionan estas reglas. De modo que las adaptaciones
que los darwinistas necesitan explicar son las reglas, no los com­
portamientos. Lo mismo sucede con los humanos. Necesitamos
encontrar las categorías descriptivas correctas, los candidatos apro­
piados para la explicación adaptativa. El enfoque darwinista apunta
en dirección a estas reglas; No debemos sorprendernos si nuestro
comportamiento parece no adaptativo en las llamaradas de la vida
moderna. De hecho, algunas distorsiones pueden ser tales que nunca
descubramos nuestras raíces evolutivas; la conexión entre lo que
hacemos y lo que se supone debíamos estar haciendo puede ser tan
tortuosa que encontrarla sería como tratar de alcanzar la Luna y a
diferencia de la explicación de la mariposa, no lograrlo (Dawkins 1986a,
págs. 66-72). Pero si tratamos de dar explicaciones darwinistas, enton­
ces las reglas de nuestra psicología nos pueden ayudar a encontrar el
curso estable que la selección natural pretendía que siguiéramos.
Ahora miremos el otro lado de la moneda darwinista. ¿Cómo
influyó la atención de Darwin por los sentimientos más que por los
comportamientos sobre sus puntos de vista con relación al altruismo,
no en los humanos sino en otros animales? Como vimos en el caso
de los insectos sociales, un efecto importante es que hizo menos fácil
que apreciara que había un problema. El problema darwinista del

440
d a r w i n : la moralidad como hi s to ri a n a t u r a l

altruismo tiene que ver con los costos para el altruista. Pero Darwin
les presta más atención a los sentimientos que acompañan al altruismo
que a sus aparentes desventajas; le preocupa menos que el comporta­
miento sea costoso que el hecho de que se base en la preocupación
por los demás. Ésta es una razón por la que es capaz de analizar lo
que es aparentemente un comportamiento no egoísta en otros ani­
males sin verlo como problemático. El interés de Darwin está en la
fuente de la miel de la bondad humana más bien que en la hiel del
autosacrificio.
. Irónicamente, el propio método suyo le dio modos más exactos
de hacer lo opuesto: llegar directamente al problema darwinista general
del altruismo, sea en humanos o en cualquier otro ser viviente. Para
llegar a este problema general, el truco es rehusar empantanarse en
cuestiones de conciencia moral y concentrarse más bien en las
ventajas y desventajas adaptativas del comportamiento (o de la es­
tructura) animal, (o de las plantas), particularmente si incluye un
aparente autosacrificio. Dar win al parecer no tomó este sendero. Pero
su propio método se lo proporcionó. Veamos cómo.
Necesitamos comenzar con un asunto de la teoría ética. A los
filósofos morales les parece muy buena la distinción -e l más famoso
de quienes insistieron en ella fue Kant- entre meramente actuar de
acuerdo con una regla y actuar con base en una regla, entre acciones
que resultan conformarse al deber y acciones hechas en aras del deber.
Es la diferencia entre no robar dinero porque uno no se hadado cuenta
que está allí y no robarlo porque uno piensa que robar es malo. La
diferencia entre hacer a alguien feliz sin darse cuenta (aún incons­
cientemente), y hacerlo feliz porque uno cree en hacer el bien. Sólo si
un agente actúa con base en una máxima puede la acción ser moral
(o inmoral): sólo los agentes que son capaces de adoptar máximas
pueden ser morales (o inmorales). No llamaríamos a un perro moral
porque no toca el dinero de su amo, ni inmoral si le quitara el dinero
y lo llevara a su canasta, (aunque quizás estaríamos tentados a pensar
en términos morales si el perro le robara de modo furtivo un pedazo
de carne al amo de la mesa o la mirara con ganas pero resistiera la
tentación). Darwin usa los términos moralidad “material” y “formal”
para la misma idea (Darwin 1871, segunda edición, pág. n25); la
moralidad material tienen que ver con la práctica de la moralidad
(actuar en concordancia con reglas morales), mientras la moralidad
formal trata de la conciencia moral (el conocimiento de aquellas

441
ALTRUISM O HUM AN O: ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

reglas). Uno puede ver por qué, para la ética, la división es crucial.
Delimita los actos y agentes morales, apartándolos del reino donde
no se aplican consideraciones morales.
Sin embargo, Darwin rechaza cualquier distinción precisa entre
un acto que simplemente resulta teniendo buenos efectos aunque se
haya emprendido sin plan consciente y el resultado pleno de un acto
moral ejecutado de manera consciente, por un profundo sentido del
deber (Darwin 1871, i, págs. 87-9). Por importante que la diferencia
pueda ser para los filósofos morales, Darwin insiste en que no se puede
trabajar: “ Parece poco posible trazar una clara línea de distinción de
esta clase” (Darwin 1871, segunda edición, pág. 169). Señala casos en
los cuales le parece que el criterio elevado délos filósofos en cuanto a
lo que es moral nos da la respuesta errada, excluyendo de la esfera de
lo moral actos que con seguridad queríamos poner dentro de ella.
Por ejemplo, se han registrado múltiples casos “de bárbaros, gente
que no tiene ningún sentimiento de benevolencia general hacia la
humanidad y no está guiada por ningún motivo religioso, que como
prisioneros han sacrificado sus vidas deliberadamente, en lugar de
traicionar a sus camaradas” (Darwin 1871, i, pág. 88). Si es cierto que
estos “bárbaros” no están impulsados por “motivos nobles” (Darwin
1871, segunda edición, pág. 169), por máximas éticas generales (aun­
que no es claro por qué Darwin asume esto), entonces no satisfacen
los cánones kantianos de la actuación moral. Y sin embargo, con se­
guridad y con toda razón querríamos tildar su acción de moral. Sin
duda, también presenciamos un heroísmo noble “cuandb un perro
terranova arrastra a un niño y lo saca del agua, o un mono se enfren­
ta al peligro para rescatar a su camarada* o toma bajo su cargo a un
mono huérfano” (Darwin 1871, segunda edición, págs. 170-1); pero
para los filósofos estos hechos no serían prueba de moralidad, por­
que desde su punto de vista los perros y los monos carecen de la
capacidad de comprender principios morales abstractos, capacidad
esencial para que un agente sea moral. Así, Darwin rechaza cualquier
demarcación contundente, señalando en su lugar áreas grises, áreas
montadas unas sobre otras, protomoralidad, las continuidades entre
la mera sociabilidad y el tener un sentido moral más elevado.
Ahora bien, esto le permite una libertad que se le niega a los
filósofos éticos, a aquellos que se aferran a la noción de conciencia
moral. Le ofrece la libertad de caracterizar el altruismo -en cuanto
presenta un problema para la teoría darwinista-, como el problema
del altruismo del biólogo, más bien que como el problema del na-
442
d a r w i n : la mo r al i d a d como h i s t o r i a n a t u r a l

turalista; de caracterizar tanto el altruismo humano como el no


humano no como un comportamiento que sea “moral” sino como
un comportamiento costoso, al parecer demasiado costoso, para ser
favorecido por la selección natural. Gomo resultado de su propio
método, Darwin tuvo la posibilidad de mirar el altruismo animal del
modo amoral, no antropomórfico que tienen los darwinistas moder­
nos, sólo desde el punto de vista de la práctica de la “moralidad” y de
los efectos selectivos de tal comportamiento, más que desde el punto
de vista de sus acompañamientos mentales. Pero la ironía es, tal como
lo hemos visto, que Darwin empleó esta libertad para tomar por el
rumbo exactamente opuesto. Deseaba ver al perro valiente y al mono
como moralistas en ciernes, como seres que daban los primeros pasos
vacilantes hacia la conciencia kantiana. Deseaba revelar los signos
elementales incipientes de moralidad humana en otros animales,
arrastrar sus acciones al ámbito de la moral, o al menos acercarlos a
ella.
Hay una ironía más. Los críticos de Darwin se quejaban de que al
ignorar la distinción de los filósofos no apreciaba que era nuestra
posesión de un sentido moral lo distintivo de la moralidad humana.
Mivart, por ejemplo, alegaba que: “Darwin está continuamente con­
fundiendo una acción meramente benéfica con una acción moral;
pero... una cosa es actuar bien y otra ser agente moral. Un perro, o
hasta un árbol frutal puede actuar bien, sin ser agentes morales”
( [Mivart] 1871, pág. 83). En la misma vena, algunos críticos de hoy (v.
gr. Midgley 1979a, págs. 444-6) rabian indignados ante la idea
darwinista del altruismo porque, sostienen, no le prestan atención a
los motivos y emociones que deben entrar en los actos altruistas. Pero
de la fidelidad del perro o de la generosidad del árbol frutal (suponien­
do que el perro y el árbol incurran en algún costo) es precisamente
de lo que trata el problema del altruismo. La ironía es que, desde el
punto de vista del problema, Darwin está demasiado preocupado con
lo que sucede en nuestros corazones y cerebros.
El origen del hombre (la primera parte, sobre evolución humana)
es un largo argumento en favor de las continuidades entre el hombre
y las otras especies. ¿Qué mejor manera de establecer nuestro pedigree
que a través de conexiones, comparaciones, afinidades, homologías,
rudimentos? Es un método darwinista normal y muy poderoso: Pero
no puedo evitar pensar que le hubiese servido a Darwin menos para
la moralidad humana que para nuestros huesos y músculos, nuestro
uso de herramientas y las hazañas de la memoria. Darwin y muchos
ALTRUISMO HUM ANO: ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

otros veían en nuestros atributos morales la brecha mayor entre el


hombre y otros seres vivos: “de todas las diferencias entre el hombre
y los animales inferiores, el sentido o conciencia moral es, con mu­
cho, el más importante” (Darwin 1871, i, pág. 70). Más difícil todavía,
entonces, que la selección natural la explique. Y mayor la necesidad,
podría uno pensar, de establecer continuidades. Pero quizás donde la
brecha sea mayor sería más fructífero concentrarnos en las razones
adaptativas de por qué es tan amplia, en lugar de tratar de estrecharla;
ayuda más estudiar lo que es adaptativamente diferente y especial
que lo similar y común. Parece probable que Darwin esperara que la
división fuera considerable. Esto se debía en buena medida a las
mismas razones por las que esperaba que los ornamentos sexuales
fueran exágerados. Ya advertimos que creía que la selección sexual, a
menos que la selección natural le apretara las clavijas, era capaz de
producir una escalada indefinida, empujándose hacia adelante bajo
su propio vapor. Consideraba esto desusado. Desusado pero no úni­
co. También el desarrollo mental de los humanos, creía, no tenía
“límite definido” :

En muchos casos, los desarrollos continuados de una parte del


cuerpo, por ejemplo, del pico de un pájaro, o de los dientes de un
mamífero, podían no ser ventajosos para que la especie consiguiera
alimento o para algún otro objetivo, pero en el caso del hombre no
podemos ver límite definido, en cuanto atañe a las ventajas, del desa­
rrollo continuado del cerebro y de las facultades mentales (Darwin
1871, i, pág. 189).

Para Darwin nuestras “facultades mentales” incluían nuestro sentido


moral; analiza la moralidad bajo el tópico de “poderes mentales”
(Darwin 1871, i, págs. 70-106). Quizás entonces veía nuestras cualida­
des morales como una de las colas de pavo real que se menean en
nuestro mundo mental, resultado de las presiones selectivas para las
cuales no hay fin natural. Si ello es así, los darwinistas no deben estar
alarmados por la distancia que la moralidad abre entre nosotros y
los “animales inferiores”. Incluso debemos esperarlo, esperar una
evolución tan rápida y dramática que nos llevara lejos, aun de los
parientes vivos más cercanos. Pero entonces quizás Darwin no debe­
ría haberse dedicado de manera tan tenaz a establecer continuidades.
Quizás debía haber tomado una o dos plumas de la cola del pavo real,

444
d a r w i n : la moralidad como h i s t o r i a n a t u r a l

haber explorado más bien la naturaleza adaptativa de su crecimiento


explosivo y de las brechas que puede dejar en su estela expansiva.
Quizás tendemos a dar por sentado que los darwinistas deben
estar preocupados con las continuidades. Si Darwin pensaba que
nuestra moralidad tiene una cualidad de cola de pavo real, entonces
buscar afinidades con Otros animales podría no ayudar. Hay que ad­
mitir que las continuidades son esenciales para establecer la historia,
y la historia era, por supuesto, la principal preocupación de Darwin
en £/ origen del hombre. Vero cuando analizaba lo sobresaliente de la
cola del pavo real y de la mente humana, su preocupación no era la
filogenia, sino el modo como trabaja la selección natural, la manera
como se van forjando las adaptaciones. Y sobre los asuntos de las
continuidades de principios puede tener poco que ofrecer. Pero Darwin,
por desgracia, no estudió a fondo cómo sería la “selección ilimitada”
en cualquiera de los casos. Es de presumir que consideraba el adorno
sexual y las cualidades mentales como un fenómeno que se reforzaba
a sí mismo, capaz de generar de modo peculiar, una retroalimenta-
ción positiva. Como advertimos en el caso de la selección sexual, es
probable que no haya coincidencia en que éstos fueron dos de los
casos raros, en los que reconoció que las presiones de selección más
importantes eran las fuerzas sociales.
El asunto de las continuidades nos lleva a una crítica común de
los estudios darwinistas del comportamiento humano: ellos se fun­
dan en la “convicción de que puesto que los humanos son animales
que han evolucionado de modo muy semejante a como lo han hecho
los otros animales, deben poderse explicar en buena medida del
mismo modo” (Montagu 1980a, pág. 5). No estoy segura de qué
cubre este “en buena medida igual” ; podría abarcar una multitud de
pecados metodológicos (y políticos). Pero vale la pena advertir que
un enfoque darwinista impecable llevaría a la conclusión exactamente
opuesta. La concentración de Darwin en la psicología en lugar del
comportamiento podría hacer que el estudio humano fuera marca­
damente diferente del de los otros animales. Es necesario admitir que
el mismo Darwin aplicó este método a aquéllos al igual que a nosotros.
Pero el darwinismo moderno ha avanzado un paso, concentrándose
en el comportamiento de los animales más que en sus menos accesibles
mentes.
De todas maneras, el que sea en “buena medida igual” no requie­
re defensa si significa que sea necesario tratar de aplicar principios

445
ALTR UISM O HUM AN O: ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

generales darwinistas iguales a cualquier animal o planta. No supo­


nemos que las hormigas creen que la hermandad es poderosa, pero
sí consideramos que su comportamiento se puede explicar por los I
principios de la selección de parentesco. No suponemos que los
cromosomas tienen una conciencia moral; pero podemos especular
sin ser muy atrevidos sobre si la lotería de la división celular plantea
un juego semejante al dilema del prisionero y si los cromosomas han
desarrollado una respuesta de golpe por golpe. Por el contrario, po­
demos aplicar la teoría de la selección de parentesco a los humanos,
sin tener que suponer que nuestra comida básica es la madera, o que
reconocemos a los miembros de nuestra familia por el olor, o que
nuestros hermanos son genéticamente más valiosos para nosotros
que nuestros hijos. De manera que podemos asumir que en buena
medida los “principios” son iguales sin hacer la inferencia absurda de
que los humanos, las termitas y los cromosomas instrumentan sus
estrategias de una manera muy semejante.
En realidad, quejarnos sobre los intentos de explicar a los huma­
nos en buena medida del mismo modo que a “los “ animales” es
suponer de modo implícito que todos los animales no humanos
pueden explicarse en buena medida del mismo modo: que las tortu­
gas, los leopardos, las hormigas, las avestruces (y, es de presumirse
que las primaveras* y las bacterias) todos caen en una categoría ex­
plicativa igual, mientras nosotros solos estamos a un lado, aparte,
en un reino explicativo por completo diferente. Ahora bien, esa pre­
suposición es en realidad errada, y además especiesista, para acabar
de ajustar. Hay muchas, muchas maneras de ser un estratega darwi-
nista. Y ellas no se dividen de modo tajante en “maneras humanas” y
“todas las demás”. La razón por la que se justifica asumir igualdad
de principios estratégicos es que, aunque el comportamiento se
manifiesta en los organismos, las estrategias pertenecen en última
instancia a los genes. Y los genes no son especiesistas.
Y lo que es más, erigir un apartheid biológico de “nosotros” y “ellos”
es separar una fuente potencialmente útil de principios explicativos.
Una vez que nos hemos entendido como tácticos naturalmente
seleccionados, podemos tener una guía ingeniosa de tipo heurístico
hacia las tácticas que la selección natural ha empleado con otros seres
vivos. Si, siguiendo a Darwin, miramos cómo ha modelado la selec-

* Planta también llamada vellorita.

446 '
d a r w i n : la m o r a l i d a d como h i st or ia n a t u r a l

ción nuestra mente, estamos estudiando un área a la cual tenemos


acceso privilegiado, un área que está, por desgracia, tan profunda­
mente escondida de nosotros en todas las demás especies que, en
comparación, los truculentos problemas de cómo conocemos -las
mentes humanas diferentes a la propia nos parece trivial. Ésta es una
rica fuente de información, sin duda demasiado rica para mantenerse
bajo arresto domiciliario intelectual por miedo al antropomorfismo.
No necesitamos asumir que otros organismos piensan como noso­
tros. Ni siquiera suponemos que piensan. Al fin y al cabo, los
cromosomas y las plantas se las arreglan para instrumentar los prin­
cipios darwinistas aun sin cerebro. Es la selección natural la que ha
hecho su “pensamiento”. Sin embargo, sus elecciones estratégicas y
las nuestras podrían ir por líneas paralelas, y la estructura de su
comportamiento podría ser la misma, porque la selección natural
ha implantado sus estrategias en un estilo similar. Hay que admitir
que somos únicos. Pero no hay nada único en ser único. Cada especie
lo es a su propia manera. Al entender cómo pensamos como estrategas,
podemos ayudarnos a anticipar cómo podrían comportarse otros
estrategas. Nuestra mente podría proporcionar un modelo funcional
de un posible modo de hacer las cosas¿ Podríamos servirles a otras
especies como conejillos de indias, como ratones en laberintos.
En una nota para sí mismo, Darwin declaró: “Aquel que entiende
a los mandriles hará más por la metafísica que Locke” (Gruber 1974,
pág. 281, [M] 84). Su declaración pública era menos exagerada. Los
filósofos éticos, dijo, deberían reconocer que nuestros sentimientos
morales son parte de nuestra dotación evolucionista:

El señor J. S. Mili, en su célebre trabajo “ Utilitarismo”, habla de


los sentimientos sociales como un “ sentimiento natural poderoso5'y
como “ la base natural del sentimiento para la moralidad utilitarista”...
Pero... también anota... “ los sentimientos morales no son innatos sino
adquiridos”. Es con dudas como yo me aventuro a diferir de pensa­
dor tan profundo, pero no se puede discutir que los sentimientos
sociales son instintivos o innatos en los animales .inferiores; ¿y por
qué no han de serlo en el hombre?... [Varios pensadores] creen que
cada persona adquiere el sentido moral durante la vida. En la teoría
general de la evolución esto es extremadamente improbable. El que
ignoremos todas las cualidades mentales transmitidas será juzgado
más tarde, me parece, como una mancha muy seria en la obra de
Mili (Darwin 1871, segunda edición, págs. 149-50, ns).

447
ALTR UISM O HUM AN O: ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

No fueron sólo los filósofos quienes pensaron que los micos y la


metafísica no mezclaban bien. También los científicos darwinistas se
encontraban en estas filas. Pronto veremos algunas de las razones que
declaraban para rechazar el programa de Darwin. Aquí vamos a darle
una mirada a los motivos extracientíficos.
Los opositores de Darwin del siglo x ix hacían gran énfasis en
nuestra superioridad moral -aun, como Kropotkin para nuestro pe­
sar advirtió, al punto de rehusar “admitir hechos científicos bien com­
probados que tendían a reducir la distancia entre el hombre y sus
hermanos animales” (Kropotkin 1902, pág. 236)-. Esta necesidad de
guardar distancia indica que una explicación darwinista de la ética se
consideraba algo que amenazaba nuestra posición elevada; la mora­
lidad se rebajaba si era compartida (aun en cantidades diminutas)
con otros “animales inferiores”. Pero una explicación darwinista de
los orígenes de la moralidad no necesariamente, por supuesto, ame­
nazaba nuestro predominio moral, más que la aseveración de que
una pantera, el animal que mejor corre, se rebaja porque la selección
natural hace que comparta esta gloria. Los darwinistas podían soste­
ner, como lo hizo Darwin, que nuestro sentido moral ha evolucionado,
pero que sin embargo es único y altamente refinado. Era también
muy probable que los críticos de Darwin temieran que se colara el
relativismo: la negación de que hay un canon absoluto y único para
la moral, válido para todos los agentes morales durante todas las
épocas. Porque si nuestra práctica de moralidad depende de nues­
tro desarrollo evolutivo, entonces quizás los principios morales
también cambien a lo largo del tiempo de la evolución. ¿No fue Dar­
win mismo quien dijo que nuestra moral resulta ser como es por
nuestro sistema social (un sistema social contingente en nuestra
biología)?

No deseo sostener que en el caso de que las facultades intelectua­


les de un animal estrictamente social se volvieran tan activas y alta­
mente desarrolladas como las del hombre, éste adquiriría exactamente
el mismo sentido moral nuestro. Del mismo modo como diversos
animales tienen algún sentido de la belleza, aunque admiran objetos
totalmente diferentes, pueden tener un sentido del bien y del mal,
que los lleve por líneas de conducta muy diferentes (Darwin 1871, i,
pág. 73).

Y pasa a citar un ejemplo de lo que ya hemos advertido:


448
WALLACE: SABIO ANTE EL A C O N T E C I M I E N T O

Si... los hombres hubieran sido criados bajo precisamente las mis­
mas condiciones que las abejas, hay poca duda de que nuestras m u­
jeres solteras considerarían su deber sagrado, al igual que las obreras,
matar a sus hermanos, y las madres buscarían asesinar a sus hijas
fértiles; y a nadie se le ocurriría interferir (Darwin 1871, i, pág. 73).

Si lo que creemos correcto depende en buena medida del hecho de


que somos seres humanos en lugar de abejas o mandriles inteligentes,
entonces, ¿cómo sabemos que estamos en lo cierto en cuanto a lo que
consideramos correcto? De hecho, quizás la misma noción de que
hay un código moral objetivo sea sólo una ilusión, una creencia que
nos ha entrado por la selección natural. Y a diferencia, por ejemplo,
de nuestra propensión a experimentar el mundo como tridimensional
o a internalizar un reloj de veinticuatro horas, podría ésta ser una
creencia que no le correspondiera a nada que estuviera “por fuera”.
Podría no ser más que una manera de reforzar, otro truco de la selec­
ción natural para aceitar la maquinaria del altruismo. Para aquellos
contemporáneos de Darwin que temían las laderas resbalosas, su
forma de pensar puede muy bien haber parecido como el peligroso
comienzo de una ladera de vértigo.

Wallace: sabio ante el acontecimiento

La distinción entre las razones declaradas y los motivos de fondo


para rechazar el programa de Darwin nos lleva al caso extraño de
Wallace. A estas alturas estamos acostumbrados a verlo como el de­
fensor siempre vigilante de la selección natural, el ultra adaptacionista,
el más darwinista de los darwinistas. Y sin embargo, en lo relaciona­
do con los humanos, particularmente con nuestro sentido moral...
Pues bien, aquí están las palabras del propio Wallace: “ Probablemen­
te suscitará... sorpresa entre mis lectores encontrar que no considero
que la naturaleza se pueda explicar con base en los principios de los
cuales soy abogado tan fervoroso y que ahora yo mismo plantee ob­
jeciones y ponga límites al poder de la selección natural” (Wallace
1891, pág. 186). Aunque Wallace siguió siendo un aguerrido darwinista
hasta el fin de sus días, también de modo gradual cada vez se fue
convenciendo más y más de la realidad y poder de las fuerzas so­
brenaturales (Durant 1979; Kottler 1974,1985, págs. 420-4; Schwartz
Í984, págs. 280-8; Smith R. 1972; Turner 1974, págs. 68-103). A una
temprana edad había resuelto estudiar frenología y mesmerismo; en

449
ALTR UISM O HUM AN O: ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

la mitad de la década de 1860, se volvió hacia el espiritualismo. A


medida que estas convicciones crecían en él, llegó a creer que la selec­
ción natural no podía responder por algunas de nuestras cualidades
específicamente humanas, sobre todo nuestros atributos mentales
(1864 versión revisada. 1869,1870, págs. 332-71,1870a, 1877,1889, págs.
4 4 5 -7 8 ).

El origen del hombre como ser moral e intelectual: sobre este


gran problema, la creencia y las enseñanzas de Darwin eran que la
naturaleza total del hombre, -física, mental, intelectual y m oral- se
desarrolló desde los animales inferiores por medio de las mismas le­
yes de la variación y supervivencia; y, como consecuencia de este modo
de pensar, que no había diferencia cualitativa entre la naturaleza del
hombre y la del animal, sólo de grado. M i creencia, por otra parte,
era y es que sí existen diferencias cualitativas, desde el punto de vista
intelectual y moral, entre el hombre y otros animales, y que mientras
su cuerpo sin dudas se desarrolló por medio de las continuas modi­
ficaciones de algunas formas animales ancestrales, algún medio dife­
rente, análogo al que al principio produjo la vida orgánica y después
originó la conciencia, entró en juego a fin de desarrollar la naturaleza
intelectual y espiritual superiores del hombre (Wallace 1905, ii, págs.
16-17).

Este “medio diferente” era espiritual: “ El cuerpo del hombre puede


haberse desarrollado a partir de la forma animal inferior, siguiendo
la ley de la selección natural; pero... poseemos facultades intelectuales
y morales que no podrían haberse desarrollado de esta manera, sino
que tienen que haber tenido otro origen; para este origen sólo pode­
mos encontrar causa adecuada en el universo oculto del espíritu”
(Wallace 1889, pág. 478). A grosso modo (pero no con injusticia), la
naturaleza nos dio el cuerpo y las capacidades mentales inferiores,
pero el alma es un don sobrenatural. Ésta es una posición conocida.
Es el argumento corriente que la religión todavía sostiene con el
darwinismo. La teoría darwinista, dice el argumento, proporciona
una excelente explicación del mundo orgánico, pero no del aspecto
espiritual de nuestro ser (aunque Wallace, a diferencia de la mayor
parte de los comentaristas religiosos, sostenía que los cuerpos espiri­
tuales eran susceptibles de ser investigados científicamente).
Nuestro interés aquí es en el darwinismo, no en otras ideas soste­
nidas por los darwinistas. De manera que no vamos a meternos con
450
wallace : sab io a n t e el a c o n t e c i m i e n t o
Wallace en los reinos de lo etéreo. Por fortuna, podemos examinar su
posición sin tener que hacerlo. Cualesquiera fueran sus motivos
extradarwinistas, Wallace, como un auténtico darwinista que fue,
hacía una vivaz defensa darwinista de sus explicaciones no darwinis-
tas de la moralidad humana.
El problema de los humanos, decía, es que somos más avanza­
dos, más refinados, mejor preparados para la vida moderna de lo que
las fuerzas darwinistas podrían habernos hecho. La selección natural
nunca puede hacer más que solucionar los problemas que se le pre­
sentan. No tiene previsión, no atesora para el futuro. No puede dar
lugar a características inútiles o dañinas, aun si resultara que en al­
guna época posterior pudieran ser útiles. La selección natural no
tiene “poder para hacer avanzar a ningún ser mucho más allá de sus
compañeros, sólo un poco más allá de ellos para que le permita
sobrevivirles en la lucha por la existencia. Y menos poder aun tiene
de producir modificaciones dañinas en cualquier grado para quien
las posee” (Wallace 1891, pág. 187). Debemos recordar esto al estudiar
a los seres humanos:

Si... encontramos en el hombre cualquier característica sóbrela


que toda la evidencia accesible demuestre que habría sido dañina para
él cuando apareció por primera vez, no habría sido producida por la
selección natural. N i podría ningún órgano especializado haberse
desarrollado para producirla, en caso de que simplemente le hubiera
sido inútil, o de que su uso no fuera proporcionado a su grado de
desarrollo (Wallace 1891, pág. 1878).

Ahora mirémonos. Miremos en particular nuestro cerebro. Es


claro que fue construido con un superávit con relación a los requisi­
tos, un superávit para las necesidades adaptativas. Por un lado, el
cerebro humano es grande en proporción al tamaño corporal si lo
comparamos con los simios “ inferiores” ; su tamaño es constante en
todas las razas de hoy y no ha cambiado desde épocas prehistóricas, y
el tamaño cerebral es el mayor determinante de la capacidad mental.
Por otra parte, las exigencias que el hombre prehistórico y los
“ salvajes” le hacían al cerebro eran muchísimo menores que sus
capacidades: “ Los sentimientos más elevados de moralidad pura y de
sentimientos complejos, y el poder de razonamiento abstracto y
concepción ideal le son inútiles, y nunca, o rara vez manifestados, y
no tienen relaciones importantes con sus hábitos, deseos, necesida-

451
ALTRUISM O HUM AN O: ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

des o bienestar. Poseen un órgano mental más allá de sus necesidades”


(Wallace 1891, pág. 202). El cerebro no pudo haber sido producto de
la selección natural porque la selección puede funcionar sólo sobre
facultades que se ejercen, no sobre potencialidades; “ La selección
natural sólo podría haber dotado al salvaje de un cerebro de unos
cuantos grados de superioridad al de un simio, mientras en realidad
posee uno muy poco inferior al del filósofo” (Wallace 1891, pág. 202).
De modo que la selección natural no podría haber sido responsable
de “los sentimientos más elevados de moralidad pura”, “ la constancia
del mártir, la falta de egoísmo del filántropo, la devoción del patrio­
ta..., la pasión por la justicia y la emoción aguda de la que oímos
hablar en el caso de cualquier acto de autosacrificio valeroso” (Wa-
llace 1889, pág. 474). Ni puede dársele crédito a la selección natural
del “actual desarrollo gigante de la facultad matemática”, que está au­
sente o no es ejercitada en las sociedades primitivas y sin embargo ha
florecido “durante los últimos tres siglos... en el mundo civilizado”
(Wallace 1889, págs. 465, 467). Nuestra facultad musical cuenta la
misma historia, fue muy poco ejercida en los “ sonidos musicales
burdos... y en los cánticos monótonos” de los “salvajes inferiores”,
pero de pronto, en el siglo xv, avanza con “ rapidez maravillosa”
(Wallace 1889, págs. 467-8). Nuestras facultades filosóficas, también
“saltan de pronto a existencia” a medida que nos despojamos de nues­
tras costumbres primitivas (Wallace 1889, pág. 472). “Y la facultad
peculiar del ingenio y del humor..., casi desconocida entre los sal­
vajes..., aparece más o menos frecuentemente a medida que la civili­
zación avanza” (Wallace 1889, pág. 472).
No sólo estos sentimientos más elevados y estas capacidades más
refinadas no son ejercitadas en las sociedades “no civilizadas” sino, y
lo que es peor, serían incluso una completa molestia, y posiblemente
hasta un peligro:

en sus facultades estéticas y morales el salvaje no tiene ninguna


de aquellas grandes simpatías con toda la naturaleza, aquellas con­
cepciones de lo infinito, de lo bueno, de lo sublime y de lo hermoso,
que se han desarrollado en tanto grado en el hombre civilizado. De
hecho, cualquier desarrollo considerable en esto, sería inútil o inclu­
sive dañino para él, puesto que hasta cierto punto interferiría con la
supremacía de aquellas facultades animales y perceptivas de las que
depende su existencia misma en la dura lucha que tiene que desarro-

452
w a l l a c e : s a b i o a n t e e l a c o n t e c i m i e n t o

llar contra la naturaleza y los demás hombres (Wallace 1891, págs.


191-2).

El cerebro y nuestros poderes mentales plantean el problema más


serio. Pero también venimos ya aperados de otras características por
las cuales no podemos agradecer ala selección natural, algunas de las
mismas que necesitamos para la vida moderna, culta y refinada. Nues­
tra soberbia destreza manual, por ejemplo, parece ir más allá de las
exigencias de una sociedad primitiva: “las manos del hombre con­
tienen capacidades y poderes latentes que no son utilizados por los
salvajes y deben haberlo sido menos en el hombre paleolítico y en sus
predecesores aun más primitivos. Tiene toda la apariencia de un
órgano preparado para el uso del hombre civilizado, requerido para
hacer posible la civilización” (Wallace 1870, págs. 349-50). La pérdida
del pelo de la espalda sin duda habría sido más dañina que beneficio­
sa en el momento en que ocurrió. ¿Y cómo podría la fuerza utilitaria
de la selección natural dar cuenta de la exquisita musicalidad de la
voz, su “maravilloso poder, rango, flexibilidad y dulzura” (particu­
larmente, dice Wallace, románticamente, en el sexo femenino), cuando
“ los salvajes” se las arreglan para emitir nada más que un “ aullido
bastante monótono” (Wallace 1870, pág. 350)? Pero aunque ninguna
de estas características habrían sido adaptativas cuando surgieron por
primera vez, es exactamente lo que necesitamos en la sociedad civili­
zada. De hecho, son ni más ni menos lo que habría especificado un
diseñador con la mirada al futuro.
Y Wallace apunta a lo que veía —quizás erróneamente- como otra
rareza sobre algunas de nuestras facultades superiores. Ellas varían
mucho más en cualquier población que lo esperado en el caso de
características utilitarias. Cualquier zorro es muy parecido al otro para
cazar conejos; cualquier conejo es casi igual a otro para escapar de los
zorros. Pero no podemos decir lo mismo de los artistas, de los músi­
cos y de los escritores. Si en realidad necesitábamos ser ingeniosos,
filosóficos y musicales, ¿por qué hay tan pocos genios, por qué la
mayor parte de nosotros vamos detrás y algunos son aterradoramente
malos?
A la luz de todo eso, insiste Wallace, no apostata de sus principios
darwinistas. No solamente no reniega de ellos, sino que se aferra con
toda resolución. ¿Pero sí lo hace? ¿Es el seleccionista natural muy
respetable de línea dura que nos hace creer que es?

453
ALTRUISM O H UM AN O : ¿UNA CLA SE DE BONDAD N ATURAL?

Cualquier darwinista tiene que admitir que nosotros los huma­


nos presentamos algunos casos extraños para la selección natural.
No debemos considerar como exento de problemas el hecho de que
la evolución nos haya equipado con manos que pueden escribir a
máquina o tocar el violín (aunque hayamos modelado estas activida­
des según nuestras dotes). Y todavía menos obvio es el porqué posee­
mos la facultad dé disfrutar de un cuarteto de Schubert (para no
mencionar la escasa y preciosa facultad de componer uno). Wallace
no fue el único entre sus contemporáneos en sentirse incómodo ante
tales dotes. Citaba un comentario que se decía que Huxley había
hecho sobre su disfrute de la música y del paisaje: “ No sé cómo
pueden haber ayudado en la lucha por la existencia. Son dones
gratuitos” (Wallace 1889, pág. 478). Darwin dijo algo similar: “Puesto
que ni el disfrute ni la capacidad de producir notas musicales son
facultades del más mínimo uso directo para el hombre en referencia
a sus hábitos ordinarios de vida, deben clasificarse entre los más
misteriosos de los cuales está dotado” (Darwin 1871, ii, pág. 333).
Wallace cita a Weismann que decía que talentos tales como los mate­
máticos o la habilidad artística “no pueden haber surgido por medio
de la selección natural porque la vida no depende de ningún modo
de su presencia” (Wallace 1889, pág. 473). Y Romanes comentó: “ El
porqué hay belleza en la arquitectura, la música, la poesía, y en
muchas otras cosas, es cuestión que no concierne en especial al
biólogo. Si en ocasiones ello ha de recibir cualquier explicación satis­
factoria en términos de causación natural, debe venir de las manos
del psicólogo... Como biólogos simplemente tenemos que aceptar este
sentimiento como un hecho” (Romanes 1892-7, i, pág. 404).
Las respuestas respaldadas por muchos de sus compañeros dar-
winistas a menudo no eran afines a Wallace. Las explicaciones no
adaptativas ofendían su adaptacionismo estricto, y la selección sexual,
como la hemos visto, no lo satisfacía aun en el caso de la colas de los
pavos reales, y muchos menos en el de los atributos humanos.
Tomemos por ejemplo la pérdida del pelo del cuerpo. Darwin
consideró varias ideas sobre cómo podría la selección natural haber
favorecido esto, pero las encontró deficientes y al final se quedó con
la selección sexual (Darwin 1871, i, págs. 148-50, ii, págs. 318-23,375-
81). Estaba de acuerdo con Wallace en que “ la pérdida de pelo es una
inconveniencia y probablemente dañina para el hombre... nadie su­
pone que la piel desnuda sea directamente ventajosa para el hombre,
de modo que su cuerpo no puede haber quedado sin pelo gracias a la
454
w a l l a c e : s a b i o a n t e e l a c o n t e c i m i e n t o

selección natural” (Darwin 1871, ii, págs. 375-6); “el hombre, o más
bien, principalmente la mujer”, concluyó, “se fue quitando el pelo
por propósitos ornamentales” (Darwin 1871, i, pág. 149). Otros críti­
cos (v. gr. Bonavia 1870; Wright 1870, págs. 291-2) sugirieron que la
pérdida del pelo fue meramente un efecto secundario no adaptativo
de la selección; la falta de pelo fue un acompañamiento inevitable de
la selección de alguna característica útil; al fin y al cabo ello correla­
ciona en particular con el aumento del tamaño del cerebro. Chauncey
Wright (un empleado público de Massachusetts y convencido darwi-
nista), adhirió a este argumento volviendo uno de los propios argu­
mentos de Wallace en contra de él mismo. Wallace había argüido que,
en cierto punto de la evolución, el ingenio humano tuvo el efecto de
escudar nuestro cuerpo de la selección natural (Wallace 1864; 1891
reimpreso, págs. 173-6). Quizás, dijo Wright, la pérdida del pelo fuera
originalmente un efecto secundario no adaptativo. Pero la selección
natural no habría tenido incentivo para volver a dar vellos a nuestra
piel una vez solucionáramos el problema: “Cualquier salvaje protege
su espalda con cubiertas artificiales. Mr. Wallace cita el hecho como
prueba de que la pérdida de cabello es un defecto que la selección
natural debía remediar. Pero, ¿por qué debería remediar la selección
natural lo que el arte ya ha solucionado?” (Wright 1870, pág. 292).
Era una historia similar a la de nuestro desarrollo musical. Darwin
se la atribuía a la selección social (Darwin 1871, i, pág. 56), ii, págs.
330-1,337-7); pero -aparte de sus objeciones normales-Wallace soste­
nía, como hemos advertido, que el uso de la voz humana para el
canto “ sólo entra en escena entre los hombres civilizados” y la se­
lección sexual “no podría por tanto haber desarrollado este poder
maravilloso” (Wallace 1870, pág. 350). Weismann, sin justificación
que Wallace pudiera ver, concluía que todos los talentos tales como la
musicalidad, la capacidad de pintar y la aptitud matemática son meros
subproductos de la mente humana (Wallace 1889, págs. 472-3, m).
Entonces no podemos limitarnos a descartar los argumentos de
Wallace como un alegato especialmente engañoso. Sí ponen el dedo
sobre algunos problemas serios para el darwinismo. Y las respuestas
no son tan obvias. Sin embargo, un juicio darwinista sobre Wallace
debe ser que “pudo haber hecho un esfuerzo mayor”.
Para comenzar, el darwinismo no tenía por qué sentirse mal por
la aparente visión futurista de la selección natural. Hay una manera
ortodoxa de manejar este asunto, muy conocida para los darwinistas
del siglo xix. Wallace debería haber dado a su argumento clásico con-

455
ALTRUISM O HUM ANO: ¿UNA CLA SE DE BONDAD NATURAL?

sideración apropiada, aun si acabara por rechazar su aplicación en


este caso. El razonamiento es el siguiente. Cualquier adaptación tiene
rasgos “no buscados”. Ellos pueden no servir para un propósito útil
cuando aparecen por primera vez. Pero la selección natural puede
presionarlos para que entren en servicio más tarde si hay algún tra­
bajo adecuado para ellos. De modo que las “preadaptaciones”, como
son llamadas, no tienen por qué violar el principio de utilidad de
Wallace. El pulmón de los peces primitivos fue reciclado después como
una excelente vejiga natatoria. Las plumas de los pájaros resultaron
ser buenas tanto para el aislamiento como para el vuelo, aunque la
selección natural originalmente favoreciera sólo una de estas fun­
ciones (los expertos no se han puesto de acuerdo en cuál). Ahora
bien, estas características no buscadas pueden manifestarse desde el
comienzo, como en la capacidad de flotar del pulmón de los peces.
Pero también pueden ser sólo potencialidades latentes, no aprovecha­
das, que no se muestran a sí mismas hasta que se necesitan. Y tal
como algunos críticos de Wallace se apresuran a señalar, ésta es, con
toda seguridad, la manera como podemos pensar, más que todo,
sobre las sorprendentes capacidades del cerebro humano.
Chauncey Wright, por ejemplo, sugirió que el uso del idioma exige
un cerebro enormemente poderoso: “aun el desempeño más pobre
en él podría requerir más poder mental que el más rico en cualquier
otro aspecto” (Wright 1870, págs. 294-8), Entonces, quizás aquellas
habilidades mentales no usadas por los “salvajes” que tanto preocu­
paban a Wallace sean propiedades emergentes. Darwin estaba de
acuerdo con Wright (Darwin 1871, i, pág. 105, ii, págs. 335, 391;
segunda edición, pág. 72). Y explicó algunos aspectos de nuestra
capacidad musical de una manera muy semejante: “Se podrían ex­
poner múltiples... casos de organismos e instintos originalmente
adaptados para un propósito, que después se han utilizado para otro
totalmente diferente. De ahí que la capacidad de desarrollo musical
elevado que poseen las razas salvajes de humanos puede deberse
simplemente a que han adquirido, para algún otro propósito, los
órganos vocales apropiados” (Darwin 1871, ii, pág. 335). De acuerdo
con algunos críticos de Wallace este “propósito distinto” era sólo la
comunicación; el hecho de que los europeos, incluso los cantantes
educados, no puedan reproducir muchos de los sonidos de los “ sal­
vajes” muestra que “el cultivo adecuado de la garganta y la tráquea...
es necesario, no sólo para aquellos requisitos más altos del arte, sino
también para los sonidos más comunes y los alaridos de salvajes poco
456
w a l l a c e : s a b i o a n t e e l a c o n t e c i m i e n t o

más refinados que las bestias” (Dohrn 1871, pág. 160; véase también
Wright 1870, pág. 293).
La mayor parte de los darwinistas de hoy en día estarían de acuerdo
con los principios generales de estos argumentos, así no lo estén con
los detalles. No puedo resistir el deseo de citar el siguiente ejemplo de
la clase de proceso que los críticos de Wallace tenían en mente; no es
sobre humanos sino sobre algún comportamiento cautivante (y por
desgracia cautivo) de los cetáceos:

Los delfines y las ballenas han desarrollado cerebros relativamente


grandes en comparación con sus cuerpos, de manera que son rela­
tivamente más sesudos que otros mamíferos, a excepción de los m o­
nos y los simios. Com o uno esperaría, estos cerebros más grandes se
asocian con capacidades de aprendizaje más refinado que la capaci­
dad de lograr lo que se llama aprendizaje de segundo orden. Por ejem­
plo, a los delfines de dientes burdos se les enseñó, por métodos de
acondicionamiento comunes, a ejecutar un comportamiento nuevo
a fin de ganar una recompensa. Pronto intuyeron que se requería un
nuevo comportamiento y comenzaron a hacer un gran número de
piruetas inventadas que nunca habían sido vistas antes en cautiverio
o en el mar, tales como nadar en remolino y deslizarse boca arriba
con la cola fuera del agua (Trivers 1983, págs. 1205-6).

Los darwinistas del siglo x ix debieron tener conocimiento de mu­


chos de los aparatos mecánicos que fueron construidos para un
propósito y resultaron tener poderes inesperados para otras tareas.
Hoy en día los computadores nos muestran un mejor modelo de la
evolución del cerebro como lo veían los críticos de Wallace. Aunque
los computadores fueron construidos para hacer cálculos, automáti­
camente poseen destrezas latentes, un potencial que se puede aplicar
a otros usos. Sería difícil diseñar una máquina para cálculos
programables que no pudiera ser fácilmente reprogramada para
procesar palabras o tener un sistema de referencias bibliográficas.
Tenemos evidencias sorprendentes de las propiedades emergentes en
nuestros propios computadores cada vez que leemos o escribimos.
Estas poderosas destrezas dependen del don de la selección natural,
pero trascienden por mucho sus intenciones. No fueron construidas
a propósito; se puede presumir que salieron de las cornucopias de
nuestras capacidades lingüísticas. Y es más bien sorprendente, a pro­
pósito, que no sean más comunes las disfunciones de la lectura y la

457
ALTR UISM O H U M A N O ’. ¿UNA CLASE DE BONDAD N ATURAL?

escritura, como la dislexia. La selección natural no tiene manera de


eliminarlas de modo directo. Tal vez, en tanto que se tratan de mane­
ra biológica (más bien que cultural), se corrigen automáticamente
como un subproducto de las mejoras en nuestras destrezas lingüísticas.
Los críticos de Wallace también señalaron la incapacidad casi
total de aplicar sus criterios rigurosos de utilidad a cualquier ser
vivo diferente del humano. De haberlo hecho, podía no habérselas
arreglado para mostrar el lugar único en la naturaleza qué aducía
para el hombre. Otras especies, también, muestran “preadaptación”
de una clase aparentemente emergente. Darwin, por ejemplo, soste­
nía que “No hay nada anómalo en... [que la musicalidad humana
permanezca dormida]; a algunas especies de pájaros que por na­
turaleza nunca cantan, sin mucha dificultad se les puede enseñar a
cantar; así, un gorrión casero ha aprendido la canción de un jilgue­
ro” (Darwin 1871, ii, pág. 334). Chauncey Wright (1870, pág. 293)
también habló de poderes de canto no usados en los pájaros, citando
a Wallace mismo (en un ensayo reimpreso en el mismo volumen que
el ensayo sobre el hombre que Wright criticaba): algunas especies
“que tienen naturalmente poca variedad de canto están preparadas,
al estar en cautiverio, para aprender de otras especies, y se vuelven
mucho mejores cantoras” (Wallace 1870, pág. 221) (Wallace podría
haber pensado que esto no era convincente; en respuesta a un punto
similar de otro crítico (1870a), argumentó que algunos pájaros no
cantores tienen una laringe redundantemente compleja porque sus
ancestros sí lo hacían). Huxley (1871, págs.471), también citaba casos
de lo que llamaba un desarrollo más allá de las necesidades en los
animales “inferiores”. “El cerebro de la tortuga”, por ejemplo, “es ma­
ravilloso para su masa y para el desarrollo de las circunvoluciones
cerebrales. Y sin embargo... es difícil creer que las tortugas tengan
muchos problemas intelectuales” (Huxley 1871, págs. 471-2) (¿aunque
cómo podía estar tan seguro?).
Para hacerle justicia a Wallace se debe decir que, como las armas
para los adaptacionistas, estos argumentos “preadaptacionistas” sobre
las potencialidades pueden ser un arma de doble filo. Se basan en la
idea de que algunos efectos secundarios de las adaptaciones, que se
vuelven verdaderamente útiles cuando cambian las condiciones, hasta
entonces simplemente yacen por ahí, dormidas. Tales argumentos, a
no ser que sean aplicados con discriminación, podrían terminar
salpicando el mundo con una multitud de características que no tie­
nen propósitos darwinistas (aunque al fin pueda dárseles buen uso).
458
w a l l a c e : s a b i o a n t e e l a c o n t e c i m i e n t o

Wallace puede haber tenido reticencias adaptacionistas con respecto


al hecho de permitir la proliferación de esos entes funcionalmente
ociosos. Sin embargo, si se ha de abogar por las propiedades emer­
gentes en algún lugar (como seguramente se hará), el cerebro debe
ser un candidato número uno.
Finalmente, Wallace no hizo muchos intentos de manejar las ex­
plicaciones adaptativas disponibles, ¡incluyendo las suyas propias! Él
mismo, en una época, pensaba al parecer que la selección natural
proporcionaba suficientes presiones para nuestro progreso moral:
“ Es la lucha por la existencia, £la batalla por la vida’, la que ejercita las
facultades morales y hace saltar las chispas latentes del genio. La es­
peranza de ganar, el amor al poder, el deseo de fama y aprobación,
suscitan actos nobles y llaman a acción a las facultades que son atri­
butos distintivos del hombre” (Wallace 1853, pág. 83). Ésta fue una
anotación al margen en su diatriba contra la esclavitud, de un traba­
jo anterior, Travels on theAmazon and Rio Negro. No fue sino más o
menos 15 años después cuando comenzó a discutir que la selección
natural no podía responder por el cerebro humano, las cualidades
mentales avanzadas y ciertas características físicas (Wallace 1869,1870,
págs. 332-71). Y en el caso de algunas de estas características físicas
(como el que no tengamos vellos, la pérdida del pie prensil y el desa­
rrollo de los dedos opuestos) al fin volvió a su explicación adaptativa
original (v. gr. Wallace 1870, págs. 348-50 y 1889, págs. 454-5).
Sobre el asunto específico de nuestras capacidades mentales y
morales, varios de los contemporáneos de Wallace estaban en
desacuerdo con él sobre que debieron haber sido superfinos en las
primeras etapas de nuestro desarrollo. De acuerdo con Darwin, por
ejemplo, fueron cruciales para nuestra evolución (junto con nues­
tra estructura corporal):

El hombre en el estado más rudo en que existe ahora es el animal


más dominante que ha aparecido sobre la Tierra. Se ha esparcido
más ampliamente que cualquiera otra forma organizada y las demás
han cedido ante él. Es manifiesto que debe su inmensa superioridad
a sus facultades intelectuales, a sus hábitos sociales... y a su estructura
corporal... Por medio dé sus poderes intelectuales, ha hecho evolu­
cionar su lenguaje articulado y de esto ha dependido principalmente
su avance maravilloso. Ha inventado... diversas armas, herramien­
tas, trampas, etc.... Ha hecho balsas y canoas... Ha descubierto el arte
de prender el fuego... Este último descubrimiento, probablemente el

459
ALTR UISM O HUMANO.' ¿UNA C LA SE DE BONDAD N ATURAL?

mayor si se exceptúa el lenguaje, hecho alguna vez por el hombre,


data de antes de los albores de la historia... Y por tanto, no puedo
entender cómo es que Mr. Wallace sostiene que “ la selección natural
sólo podría haber dotado al salvaje de un cerebro un poco superior al
de un simio” (Darwin 1871, i, págs. 136-8).

Huxley (1871, págs. 470) también insistía en que la vida “primitiva”


era mentalmente exigente, citando el propio ensayo de Wallace “Sobre
el instinto del hombre y los animales” (Wallace 1870, págs. 201-10)
(que también aparecía en el mismo volumen que el trabajo sobre el
hombre que Huxley estaba criticando). El ensayo de Wallace parte
del hecho de que mucha gente ha creído que los “ salvajes” poseen
algún “poder misterioso”, tan sorprendente es su desempeño en
encontrar el camino sin perderse a través de campos que les son
desconocidos. Wallace, negando que los “salvajes” tengan algún
instinto especial, argumenta que estas hazañas impresionantes de
navegación se basan en un conocimiento intrincado, el agrupar la
información meticulosamente detallada, la observación aguda y la
excelente memoria. Así, como el mismo Wallace lo admite, dice
Huxley, el mundo primitivo no es menos exigente. Ni, a la luz de la
propia evidencia de Wallace, va él muy lejos: “Los examinadores para
optar a un empleo público producen gran terror a los jóvenes in­
gleses, pero ni su ferocidad los ha tentado nunca a requerir de un
candidato que posea tal conocimiento de un distrito como el que
Mr. Wallace con toda justicia señala que pueden poseer los salvajes
de un área de cien millas de diámetro o más” (Huxley 1871, pág. 471).
Huxley decía que la vida social en particular hace grandes exigencias;
de hecho, que las presiones sociales podían haber sido una de las
fuerzas selectivas mayores que nos empujaron a desarrollar faculta­
des mentales avanzadas (Huxley 1871, págs. 472-3):

las condiciones de nuestra existencia social presente ejercen la


más extraordinaria influencia selectiva en favor de novelistas, artis­
tas e intelectos fuertes de todas las clases, y parece incuestionable que
todas las formas de existencia social tengan que haber tenido la
misma tendencia... Las condiciones de vida social tienden, pode­
rosamente, a darles ventaja a aquellos individuos que varían en el
aspecto de la excelencia intelectual o estética (Huxley 1871, págs. 472-
3)-

460
w a l l a c e : s a b i o a n t e e l a c o n t e c i m i e n t o

“Al salvaje que puede entretener a sus compañeros contándoles una


buena historiá al lado de una fogata nocturna”, por ejemplo, “lo tienen
en alta estima y lo recompensan de una manera u otra por hacerlo”
(Huxley 1871, pág. 472).
La mayor parte de los darwinistas modernos van más allá en cuan­
to a la potencial importancia de las presiones sociales sobre las fuerzas
selectivas. Gomo hemos visto, el darwinismo de hoy es consciente
del inmenso poder selectivo que puede generarse por “otros como
uno”. En el caso de nuestras habilidades mentales, el psicólogo Ni-
cholas Humphrey, por ejemplo, ha argumentado que es a las com­
plejidades de la vida social a las que debemos la evolución de nuestra
autoconciencia (Humphrey 1976,1986). Las demás personas son seg­
mentos especialmente difíciles y complicados de nuestro entorno, que
requieren una manipulación diestra y sensitiva. A fin de entender y
manejar a los demás, hacemos una pintura en nuestra mente de los
seres humanos a quienes tenemos acceso privilegiado -nosotros
m ism os-y esto sirve como modelo de lo que es ser parecido a alguien.
Entonces la selección natural nos ha vuelto “psicólogos naturales”, y
al hacerlo nos ha dotado de conciencia. Esta clase de argumento es
notablemente diferente del punto de vista sostenido desde hace mu­
cho tiempo por tanta gente, de que una de las principales fuerzas
impulsoras de la evolución de nuestra inteligencia fue la necesidad
del invento práctico.
Así, al apreciar el principio general de la importancia de nuestro
entorno social, hemos avanzado un gran trecho desde Wallace y sus
contemporáneos. Pero sobre la cuestión empírica de en qué exacta­
mente es en lo que nuestros atributos mentales contribuyen al éxito
darwinista y cómo lo hacen, no hemos avanzado mucho. ¿Para qué
usaron nuestros ancestros su cerebro? Huxley pensaba que los “salva­
jes” encuentran realmente útil, por ejemplo, contar un buen chiste
alrededor de la fogata en un campamento. Por el contrario, Wallace
creía que la facultad peculiar del ingenio y el humor... es casi desco­
nocida entre los salvajes [y]... es por completo inutilizada en la lucha
por la vida, tan inutilizada que la mayor parte de la gente es “total­
mente incapaz de decir cosas ingeniosas o hacer frases cómicas, aun
si con ello salvaran su vida” (Wallace 1889, pág. 472). Entonces, ¿qué
ventaja darwinista tiene contar un buen cuento? Tratar de reunir
datos antropológicos sobre el tema no sería ningún chiste. (La
diferencia entre los puntos de vista de Huxley y de Wallace proba­
blemente revela más sobre sus personalidades que sobre la historia
461
ALTRUISM O HUM AN O! ¿UNA CLA SE DE BONDAD NATURAL?

humana). Pero podríamos estar mejor equipados para responder el


problema de Wallace sobre el diseño si supiéramos, por ejemplo, si la
inteligencia correlacionaba con la calidad o la cantidad de parejas, el
número de hijos, los tubérculos desenterrados, los animales atrapa­
dos, etc.
El argumento tanto de Wallace como de sus críticos se basa en la
idea de que los “salvajes” tienen la misma inteligencia promedió que
“nosotros” y que razonan de manera muy semejante. Si hemos de
desarrollar una comprensión darwinista de nuestra mente, o de la
evolución de nuestras facultades mentales y morales, es esencial que
pensemos en los seres humanos como unificados por la selección
natural. Por desgracia, la mayor parte de los antropólogos, los ex­
pertos en “otros” (si no en “nosotros” ), hace mucho han insistido
en que, por el contrario, las diferentes sociedades tienen modos
fundamentalmente diferentes de pensar. Una versión extrema de esta
actitud, por ejemplo, llegó al cénit alrededor de comienzos de siglo,
cuando la idea de que “salvaje” tenía una “mente prelógica” tomó
fuerza en algunos círculos antropológicos, bajo la influencia del
antropólogo francés Lucien Lévy-Bruhl. En su libro La Morale et la
Science des Moeurs (1903; publicada en 1905 como Ethics and Moral
Science) desarrolló la idea de que “los pueblos primitivos” poseen
una “mentalidad primitiva”, con procesos de razonamiento muy di­
ferentes de los que empleamos en las sociedades civilizadas; su modo
de pensar, sostenía él, no está gobernado por las leyes de la lógica, y
viola en particular la ley de la contradicción. Hay que admitir que
éste fue un caso extremo. Sin embargo, la tiranía de “las diferentes
culturas, los diferentes sistemas de pensamiento” permeó gran parte
del pensamiento antropológico de aquella época y de varias décadas
posteriores. De acuerdo con el antropólogo Maurice Bloch, a uno de
los padres fundadores de la sociología moderna, Émile Durkheim
era a quien más habría de culpar (Bloch 1977; Symons 1979, págs.
44-5) . Éste sostenía que nuestros conocimientos están construidos
socialmente; que la cultura, no la naturaleza, determina nuestras
categorías de comprensión y que las diferentes culturas tienen modos
fundamentalmente diferentes de clasificación.
Ahora bien, parece raro echar en un mismo saco la idea de Lévy-
Bruhl de una “mentalidad primitiva” y la de Durkheim del relativismo
cultural. Al fin y al cabo la idea de una “mente primitiva” nace de un
imperialismo cultural, mientras el relativismo cultural ha sido sieirí-

462
w a l l a c e : s a b i o a n t e e l a c o n t e c i m i e n t o

pre la respuesta liberal común para tal imperialismo en las ciencias


sociales. Pero desde el punto de vista darwinista tienen una falla
común. En ambos casos encontramos la misma fragmentación de la
humanidad, el mismo énfasis en las diferencias culturales, diferencias
tan profundas que nuestra unidad darwinista es pasada por alto.
Quizás éste fue uno de los muchos factores que impidieron el
progreso darwinista en la comprensión de la evolución de la mente
humana. Nuestras teorías deben estar basadas en una afinidad fun­
damental de los seres humanos a través de una multitud de culturas
e incluso a través del tiempo.
Pero regresemos a Wallace. Algunos críticos han estado de acuer­
do con él en que sus puntos de vista sobre la evolución humana son
por completo consistentes con sus principios darwinistas, resultado
inevitable de aplicar criterios utilitarios hasta el amargo fin (v. gr.
Gould 1980, págs. 53-4; Kottler 1985, pág. 422; Lankester 1889; Smith
R. 1972). A diferencia de Wallace, sin embargo, ellos, por supuesto,
no han dicho esto no para justificar sus puntos de vista sobre la evolu­
ción humana, sino para exponer una debilidad en los principios.
Gould ve todo este triste episodio como una advertencia cautelosa
contra los excesos del hiperadaptacionismo. E. Ray Lankester lamen­
tó la insistencia de Wallace en que el darwinismo éra la única explica­
ción científica; cuando la selección natural le falló no tuvo más a donde
acudir sino a algo exterior a la ciencia: “Wallace parece tan conven­
cido de la importancia y capacidad del principio de la selección
natural, que cuando falla como explicación pierde la fe en todas las
causas naturales y tiene que recurrir a las presuposiciones metafísi­
cas” (Lankester 1889, pág. 570). De modo semejante, David Hull dijo:
“ Cuando Wallace se convenció de que la selección natural era inade­
cuada para responder por los superabundantes poderes del cerebro
humano, no tuvo ninguna hipótesis naturalista de qué asirse y se vio
forzado a plantear la agencia sobrenatural” (Hull 1984, pág. 799). Pero,
como hemos visto, todo esto es tomar las propuestas de Wallace de­
masiado superficialmente. Las cosas no iban tan mal para el adapta-
cionismo en el frente humano.
¿Qué tan dañina para el darwinismo fue la posición de Wallace
de que la selección natural no puede explicar la moralidad humana?
De acuerdo con Wallace no le hacía daño alguno. La selección na­
tural, insistía él, no se perjudica por el hecho de que los humanos
“ hagamos” que nuevas plantas y animales evolucionen cuando prac-

463
ALTRUISM O HUM AN O : ¡U N A CLA SE DE BONDAD NATURAL?

ticamos la selección doméstica; ¿por qué, entonces, debería importar


que la selección natural no haya tenido mucha mano en nuestra evo­
lución mental? Sus puntos de vista, dijo,

no afectan en lo más mínimo la doctrina general de la selección


natural. Lo mismo se podría decir que porque el hombre produjo la
paloma mensajera, el perro bulldog y el caballo de tiro -ninguno de
los cuales hubieran sido producto de la sola selección natural-, se
debilitaría la instancia de la selección natural o se refutaría. Ninguna
de las dos, insisto, se debilita o se refuta si mi teoría del origen del
hombre es cierta (Wallace 1905, ii, pág. 17).

Algunos comentaristas no están de acuerdo con Wallace. Joel Schwartz,


por ejemplo, ha sostenido que Darwin adoptó el punto de vista opues­
to y que (o así parece pensarlo él) tenía razones para hacerlo (Schwartz
1984). “Darwin”, dice, “era consciente de que todo su concepto de
evolución por selección natural peligraba ante la insistencia de Wa­
llace de que la selección natural no era el único factor en la evolución
del hombre. Si una parte esencial de la teoría se negaba, la teoría en­
tera era cuestionada” (Schwartz 1984, pág. 288). Pero si Darwin había
llegado a esta conclusión (Schwartz no ofrece evidencia de que lo
hiciera y yo no conozco ninguna) su reacción, con toda seguridad,
había sido indebidamente alarmista. Darwin sin duda estaba preocu­
pado con nuestro sentido moral. El tema absorbe casi una cuarta
parte de su argumento sobre la evolución humana en El origen del
hombre. Analizó varios elementos diferentes para la unicidad humana
(o, al menos, otras discontinuidades aparentemente importantes),
entre ellas el uso del lenguaje, el pensamiento introspectivo, la re­
lación cuerpo-cerebro, la postura erecta, la destreza digital y la
manufactura de herramientas; pero todas estas recibieron una ex­
posición relativamente corta. Ciertamente hacia 1870 la moralidad
había llegado a ser un último bastión de los argumentos de unicidad
(mientras los críticos anteriores tendían a concentrarse con la misma
intensidad en la racionalidad (Herbert 1977, pág. 197; Richards 1979,
1982)). Así, si Darwin pudiera tomarse su pequeña fortaleza, cierta­
mente le agregaría plausibilidad a la historia darwinista de la descen­
dencia humana. Pero tal victoria no era crucial para la aceptación de
la historia. Para el momento en que se publicó El origen del hombre
había un amplio acuerdo -aún entre los científicos (Ellegárd 1958, págs.
293-331)- de que la evolución (total o parcialmente por selección
464
w a l l a c e : s a b i o a n t e e l a c o n t e c i m i e n t o

natural) podría sostener que tanto nuestros cuerpos como parte de


nuestros atributos mentales eran causados por ella, aunque el sentido
moral no lo fuera. Entonces, el caso darwinista para la descendencia
humana no era - y con razón- visto como algo que dependiera de
nuestro sentido de la moralidad. Aun menos era este punto conside­
rado como un caso de prueba para “la teoría entera” de selección
natural, de nuevo con toda razón.
Antes que dejemos a Wallace, demos una mirada a sus puntos de
vista sobre los comienzos mismos de la moralidad. Aunque no pen­
saba que la selección natural pudiera explicar nuestro sentido moral
altamente desarrollado, creía, sin embargo, que era responsable de la
moralidad en un nivel básico; de sus orígenes, aunque no de su de­
sarrollo (1864 versiones original y revisada, 1864a, 1869,1870, págs.
3 3 2 - 7 1,1870a, 1889, págs. 445-78). Tal como lo hemos anotado,
proponía la teoría de que en cierto punto de nuestra evolución la
selección de nuestras cualidades mentales se volvía más importante
que la selección en nuestros cuerpos. Entre estas cualidades mentales
está la capacidad de ser “social y compasivo” :

Debido a sus sentimientos benevolentes y morales superiores, él


[el hombre] se apresta para el estado social; deja de darle golpes al
débil e indefenso de su tribu, comparte con cazadores menos activos
o afortunados la presa que ha capturado, o la cambia por armas que
aun los débiles o deformes pueden manejar; salva al enfermo y al
herido de la muerte, evitando así que el poder que lleva a la destruc­
ción estricta de todos los animales que no son capaces en todo res­
pecto de ayudarse a sí mismos actúe sobre ellos (Wallace 1864; 1891
reimpreso, pág. 184).

Wallace reconoce que tal altruismo puede parecer que va en contravía


de la selección natural:

nos encontram os con m uchas dificultades en el intento de


entender cóm o pudieron estas facultades mentales, que son es­
pecialm ente hum anas, haber sido adquiridas por medio de la
preservación de variaciones útiles. A primera vista parecería que estos
sentimientos abstractos de justicia y benevolencia no podrían haber
sido adquiridos de esta manera porque eran incompatibles con la ley
del más fuerte, que es la esencia de la selección natural (Wallace 1891,
págs. 198-9).

465
A L T R U I S M O H U M A N O : ¡U N A C LA SE DE BO N D A D N A T U R A L ?

Al igual que Darwin, señala la ventaja que los grupos altruistas expe­
rimentarán en la competencia con otros grupos:

debemos mirar no a los individuos, sino a las sociedades; y la


justicia y benevolencia ejercidas hacia miembros de la misma tribu
ciertamente ayudarían a reforzar a aquella tribu y a darle superiori­
dad sobre cualquiera en la que el derecho del más fuerte prevaleciera
y donde, en consecuencia, el débil y el enfermo perecieran y los pocos
fuertes destruyeran implacablemente a los muchos que fueran más
débiles (Wallace 1891, pág. 199).

Pero ésta no es una explicación. ¿Qué favorece la selección natural?


Podría igualmente argumentarse que un grupo con una proporción
relativamente alta de miembros enfermos y débiles estaría en consi­
derable desventaja.
Y lo que es más, Wallace tiende a pasar por alto la posibilidad de
un conflicto entre lo que es bueno para la raza y la tribu y lo que es
bueno para el individuo. De modo no característico, parece suponer
de alguna manera vaga que la selección natural va a querer cambios.
Aunque algunas de las cualidades de las que habla son obviamente de
autosacrificio, no parece apreciar los costos:

las cualidades mentales y morales van a tener una influencia cada


vez mayor en el bienestar de la raza. La capacidad de actuar en
concierto para buscar protección y para la adquisición de comida y
refugio; la compasión que lleva a que unos ayuden a los otros; el
sentido del deber, que frena las depredaciones ejercidas sobre nues­
tros compañeros y el menor desarrollo dé las propensiones combativas
y destructivas; el dominio de los apetitos presentes y la previsión
inteligente que lo prepara para el futuro, son todas cualidades que
desde la primera aparición debieron haber sido en beneficio de la
comunidad y por tanto se habrán vuelto temas de la selección natu­
ral. Porque es evidente que tales cualidades irían a favor del bienestar
del hom bre, lo protegerían contra enem igos externos, contra
disensiones internas y contra los efectos de las estaciones inclemen­
tes y las inexorables hambrunas, con más seguridad de lo que podría
haberlo defendido cualquier mera modificación física posible (Wa­
llace 1864; 1891 reimpreso, págs. 173-4).

466
h u x l e y : l a m o r a l i d a d e n f r e n t a d a a l a n a t u r a l e z a

Así como Darwin decía de la selección entre grupos, uno sólo puede
preguntarse qué tendría en mente.

Huxley: la moralidad enfrentada a la naturaleza

Si parece extraño encontrar al radical adaptacionista Wallace que­


dando corto en una explicación de la moralidad darwinista, no lo es
menos hallar a T. H. Huxley, el autodenominado agente de relacio­
nes públicas del darwinismo, en las mismas (aunque por diferentes
razones). Huxley llegó eventualmente a creer que nuestra moralidad
debe ser resultado de la selección natural sola, una intervención cons­
ciente y ardua en el curso de la naturaleza. Lo bueno que tenemos rio
puede haber surgido de las fuerzas evolutivas; la lucha por la existen­
cia es tan profundamente “roja en colmillo y garra” que estrangularía
una moralidad incipiente (Huxley 1888,1893,1894; véase también
Paradis 1978, págs. 141-63).
Bueno, casi incipiente. Como Darwin y Wallace, Huxley veía que
la selección natural estaba produciendo los primeros rayos de bondad.
Sí puede, al fin y al cabo, haber ventajas adaptativas en un comporta­
miento noble, como la cooperación. Pensemos en el panal, nos urge
Huxley, y uno puede ver de inmediato cómo podía la selección natu­
ral favorecer lo que es éticamente correcto. Por desgracia, la manera
como Huxley lo ve parece ser como seleccionismo grupal, aunque
parece no ser consciente del hecho, o, si lo es, inconsciente de que la
selección grupal no es la selección natural ortodoxa. De acuerdo con
Huxley, las abejas y muchas otras especies sociales prosperan en la
lucha por la existencia porque algunos individuos no egoístas se sacri­
fican a sí mismos por el bien del grupo, y los grupos que practican un
comportamiento social tan esclarecido tienen ventajas en la compe­
tencia con aquéllos que no lo hacen:

La organización social no es algo peculiar de los hombres. Otras


sociedades, tales como las constituidas por las abejas y las avispas,
también han surgido de la ventaja de la cooperación en la lucha por
la existencia... Ahora bien, esta sociedad [de abejas] es el producto
directo de la necesidad orgánica, que lleva a cada miembro de ella a
un curso de acción tendiente al bien del conjunto... La dedicación de
las obreras a una vida de trabajo incesante por un mero salario que les
permita la subsistencia no puede explicarse como egoísmo esclareci­
do o con alguna otra clase de motivo utilitario (Huxley 1894, págs. 24-5).

467
ALTR UISM O HUM ANO: ¿UNA CLA SE DE BONDAD NATURAL?

Y, como en el caso de las abejas, fue igual -en el comienzo- en el


nuestro:

en su origen, la sociedad humana fue producto de una necesidad


orgánica como la de las abejas. La familia humana, para comenzar,
descansaba exactamente sobre las mismas condiciones que dieron
lugar a asociaciones similares entre animales superiores en la esca­
la... y, al igual que en el panal, la limitación progresiva de la lucha por
la existencia entre miembros de la familia exigiría una creciente
eficiencia con relación a la competencia del exterior (H uxley 1894,
pág. 26).
Así, al menos en los orígenes, la moralidad emerge en la lucha por la
existencia y es parte de ella. Lo que Huxley llama “los procesos éti­
cos” (el desarrollo de la moralidad) tiene firmes raíces en lo que él
llama “los procesos cósmicos”, (evolución por selección natural):

Estrictamente hablando, la vida social y los procesos éticos en


virtud de los cuales avanza hacia la perfección, son arte y parte de los
procesos generales de la evolución... aun en... formas rudimentarias
de sociedad [tales como el panal], el amor y el odio entran en acción
y aplican una renuncia mayor o menor de la voluntad individual. En
este punto, el proceso cósmico comienza a verse frenado por un pro­
ceso ético rudimentario, que es, estrictamente hablando, parte del
anterior... (Huxley 1893, págs. 114-15). r

Pero los humanos no somos abejas. “Las rivalidades y la compe­


tencia están ausentes de la política de las abejas” porque “todos están
orgánicamente predestinados al desempeño de sólo una clase particu­
lar de funciones” (Huxley 1894, pág. 26). En el caso de los humanos,
sin embargo, la lucha por la existencia trae consigo conflictos de
intereses. Los humanos tienen un deseo egoísta incorporado “de no
hacer más que lo que les plazca, sin la menor referencia al bienestar
de la sociedad en la que nacen... Ésta es su herencia... de una larga
serie de ancestros humanos, semihumanos y brutales, en los cuales la
fuerza de su tendencia innata a la autoafirmación era la condición de
la victoria en la lucha por la existencia” (Huxley 1894, pág. 27). Entre
los pueblos primitivos y prehistóricos,

los más débiles y estúpidos se iban al paredón mientras los más


fuertes y avispados, aquellos más aptos para dominar las circunstan-

468
h u x l e y : l a m o r a l i d a d e n f r e n t a d a a l a n a t u r a l e z a

das, pero no los mejores en ningún otro sentido, sobrevivían. La vida


era una continua lucha libre, y fuera de las relaciones temporales y
limitadas de la familia, la guerra hobbesiana de cada uno era el esta­
do normal de la existencia (Huxley 1888, pág. 204).

“ La historia de-la'civilización;., es el registro de los intentos que la


ráza humana ha hecho de escapar de esta posición” (Huxley 1888,
pág. 204). Si hemos de ser seres morales, debemos superar nuestra
herencia biológica, tenemos que luchar contra ella. Nuestras armas
tienen que ser la cultura y la educación. El desarrollo de la moralidad
no puede ser un desarrollo darwinista, pues ella tiene que trabajar
contra la naturaleza: “puesto que la ley y la moral son restricciones a
la lucha entre los hombres en sociedad, el proceso ético está en opo­
sición al principio del proceso cósmico y tiende a la supresión de las
cualidades más adecuadas para el éxito en aquella batalla” (Huxley
1894, págs. 30-1).

la práctica de lo que es mejor éticamente... exige un curso de


acción que, en todo otro respecto, es opuesto a aquel que lleva al
éxito en la batalla cósm ica por la existencia. En lugar de la
autoafirmación inclemente, demanda restricciones de uno mismo;
en lugar de echar a un lado o pisotear a todos los competidores,
requiere que el individuo no sólo respete sino que ayude a sus com­
pañeros; su influencia está dirigida no tanto a la supervivencia del
más apto, sino a volver aptos a tantos como sea posible para que
sobrevivan. Repudia la teoría gladiadora de la existencia... el proceso
ético de la sociedad no depende de imitar el proceso cósmico, ni
mucho menos de huir de él, sino de combatirlo (Huxley 1893, págs.
81-3).

¿Cómo se logra esto? De nuevo, Huxley parece suponer que lo


que es mejor a un nivel superior de alguna clase prevalecerá sobre el
egoísmo individual, que los miembros de la sociedad practicarán de
forma voluntaria el autosacrificio por un bien mayor: “La moralidad
comenzó con la sociedad. La sociedad es posible sólo con la condi­
ción de que los miembros depongan más o menos de su libertad
individual de acción... Así, la evolución progresiva de la sociedad
significa el aumento de la restricción en ciertos sentidos de la liber­
tad individual” (Huxley 1892, págs. 52-3).
De modo que los seres humanos son producto de la selección
469
ALTR UISM O H UM AN O : ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

natural; pero para ser humanos tenemos que civilizar nuestro legado
natural: “la naturaleza ética, aunque nazca de la naturaleza cósmica,
está en necesaria enemistad con su padre” (Huxley 1894a, pág. viii).
“No podremos librarnos de la herencia de nuestros antecesores, que
eran marionetas del proceso cósmico; la sociedad que renuncie a ella
será destruida desde afuera. Pero aún menos podemos arreglarnos
con demasiada; la sociedad en la cual ella domine se destruirá desde
adentro” (Huxley 1894a, pág. viii). Pero una vez que hayamos llegado
a un alto nivel de desarrollo moral, las fuerzas darwinistas ya no nos
podrán moldear. Asegurándonos de que todos los miembros de la
sociedad tengan medios de existencia, los seres humanos le quitan a
la selección natural su poder.
Para Huxley, entonces, la cultura necesariamente se contrapone
a las preferencias de la selección natural. La evolución cultural tuvo
que navegar a todo vapor más adelante, en oposición a la evolución
genética, para hacer de nosotros lo que somos. Y para un darwinista
tan “rojo en colmillo y garra” como Huxley, esto era un hecho. Hoy
en día, sin embargo, el darwinismo sabe mejor cómo son las cosas.
Nuestras cualidades más admirables en realidad pueden ser legado
de la cultura y no de la selección natural. Pero no hay que suponer
que tienen que serlo, que es necesario depender de la evolución cul­
tural si hemos de elevarnos sobre el egoísmo de nuestros genes. La
selección natural no excluye el autosacrificio, las buenas acciones, la
nobleza, la preocupación por los demás. Los senderos darwinistas
pueden llevar al altruismo, y hacerlo por diferentes rutas, la más ob­
via de ellas por la cooperación mutua y la selección de parentesco. De
modo que Huxley estaba equivocado al pensar que si nos encontrá­
bamos con un acto moral era necesario atribuirlo por completo a la
cultura y al aprendizaje. La selección natural podría haber sido la
instructora. (Para una variada selección de intentos modernos de
relacionar la cultura con nuestra herencia darwinista véase (y. gr.
Alexander 1979,1987; Boydy Richerson 1985; Cavalli-Sforzay Feldman
1981; Lumsden y Wilson 1981,1983 -pero en Lumsden y Wilson 1981,
adviértase que, aunque algunos pensadores lo han tomado con serie­
dad (v. gr. Ruse 1986), tienen también poderosos detractores (v. gr.
Maynard Smith y Warren 1982).)
La idea de que las normas culturales de alguna manera se las
arreglan globalmente para incorporar un bien de nivel mayor proba­
blemente llegó a su cima en la primera mitad del siglo x x con las
teorías funcionalistas de la sociología y la antropología, que explíci-
470
h u x l e y : l a m o r a l i d a d e n f r e n t a d a a l a n a t u r a l e z a

tamente solían sostener ser darwinistas, pero que se destacaban por


su vaguedad con respecto a los mecanismos por medio de los cuales
prevalecía el nivel superior sobre el egoísmo individual (para críticas
véase v. gr. Elster 1983, págs. 49-68; Jarvie 1964, págs. 182-98). Recien­
temente, algunos científicos sociales han intentado desarrollar análi­
sis funcionales más refinados. Sin embargo, muchas veces no han sido
capaces de esquivar la trampa de la selección grupal. Consideremos,
por ejemplo, el libro, muy agradable de leer, Vacas, cerdos, guerras y
brujas (1974), escrito por el antropólogo norteamericano Marvin
Harris. (No quiero decir que el trabajo de Harris sea egregiamente
grupista; lo he usado como ilustración, en parte porque él mismo
llama la atención a lo que percibe ser su carácter claramente darwi­
nista, y en parte porque su influencia se extiende mucho más allá del
mundo de la antropología académica.) Harris explica una amplia
variedad de prácticas culturales, desde las vacas sagradas hasta los
cerdos prohibidos, como algo funcional desde el punto de vista
ecológico. Por desgracia, su idea de lo biológicamente óptimo a me­
nudo parece encubrir a un seleccionista grupal. Presupone Harris
que lo que es “bueno” biológicamente va a evolucionar culturalmente,
pero no se pregunta a qué nivel actúan la selección natural o la selec­
ción cultural. Tomemos su análisis sobre el amor a los cerdos entre
los tsembaga, una tribu de Nueva Guinea. Describe un ciclo regular,
que ocurre más o menos cada doce años, en el cual, entre otras cosas,
hay guerras de clanes, apaciguamiento de ancestros y un festival de
cerdos de un año de duración que arrasa con la manada. De acuerdo
con Harris: “ Cada parte del ciclo está integrada en un ecosistema
complejo y autorregulado, que ajusta con efectividad el tamaño y
distribución de la población animal y humana de los tsumbaga para
que se conforme a los recursos disponibles y a las oportunidades de
producción” (Harris 1974, pág. 41). Esto suena más al vago bien-
mayorismo de la ecología anticuada que a uno de los darwinistas más
respetables. Y su explicación del punto de vista judío e islámico de
que los cerdos no son limpios también es sospechosa: La Biblia y el
Corán condenaban al cerdo porque la cría era una amenaza para la
integridad de los ecosistemas culturales y naturales básicos del Medio
Oriente (Harris 1974, pág. 35). Debo mencionar que en el libro más
reciente de Harris, Good to Eat (1986), que plantea que muchas
preferencias alimentarias arbitrariamente culturales son al parecer
en realidad ventajas biológicas, trata de ser más cuidadoso sobre los
niveles de selección y menos grupal: “ las comidas malas, como los

47 i
A L T R U IS M O H U M A N O : ¿UNA C LA SE DE B O N D A D N A T U R A L ?

vientos malos, a menudo le hacen bien a alguien. Las preferencias y


lás aversiones alimentarias surgen de balances favorables de costos y
beneficios prácticos, pero no digo que el balance favorable lo com­
partan por igual todos los miembros de la sociedad” (Harris 1986,
págs. 16-17). Sin embargo, sería más tranquilizador si no tratara de
buscar con tanto ahínco “balances” a nivel grupal. Y aún más si a su
noción de “favorable” no le metiera de contrabando tonos darwinis­
tas y no fuera tan laxo como lo es, con relación a los beneficios eco­
nómicos, ecológicos, etc.; “adaptaciones favorables” quizás, pero sin
duda no darwinistas.

Spencer: cuerpos darwinistas, mentes lamarckianas

Nuestro último evolucionista del siglo x ix es el filósofo social


Herbert Spencer. Spencer pensaba que la posición de Huxley era, para
usar su término, “ridicula”. He aquí su resumen preciso del punto de
vista de Huxley. Niéguese cada oración, y se obtiene un resumen pre­
ciso de la propia posición de Spencer:

su punto de vista es una rendición de la doctrina general de la


evolución en lo que atañe a sus aplicaciones superiores, y está
permeada por la ridicula suposición de que, en su aplicación al mundo
orgánico, está limitada a la lucha por la existencia entre individuos
bajo sus feroces aspectos, y que no tiene nada que ver con el desarro­
llo de la organización social, o con las modificaciones de la mente
humana que tienen lugar en el curso de esta organización... La posi­
ción que adopta, de que tenemos que luchar contra los procesos
cósmicos o corregirlos, tiene que ver con el supuesto de que existe
algo en nosotros que no es producto de los procesos cósmicos...
(Duncan 1908, pág. 336).

Spencer, entonces, favorecía una explicación biológica total de la


moralidad humana. Poner “al hombre y la naturaleza en antítesis”
era, creía él, profundamente equivocado (Duncan 1908, pág. 336). La
moralidad, argumentaba, es peculiar de los humanos, pero es, sin
embargo, resultado de la evolución biológica. Hasta aquí estaba más
con Darwin que con Wallace o Huxley. Pero en lo atinente a la cues­
tión de cuál fuerza evolutiva era responsable, descartaba firmemente
la selección natural. De acuerdo con Spencer, sólo la herencia de las
características adquiridas podría haber sido la causa.
472
s p e n c e r : c u e r p o s d a r w i n i s t a s , m e n t e s l a m a r c k i a n a s

En algunas especies, argumenta Spencer, son los miembros más


inteligentes los que vencen en la lucha por la existencia porque su
inteligencia les permite responder de las maneras más creativas a las
presiones de la selección (Peel 1971, págs. 125,127). Esto es más cierto
en los humanos que en cualquier otra especie y más verdadero en los
humanos “cultos” que en los “primitivos”. Los seres humanos pue­
den, en particular, aumentar su eficiencia. Esto exige la división del
trabajo, que a su vez exige la interdependencia de una amplia red de
relaciones sociales. Y el altruismo tiene todas las probabilidades de
formar un hilo en aquella red (Peel 1971, págs. 138-9,1972, págs. 25-6).
El altruismo, entonces, es un atributo muy humano, muy alejado de
“los animales inferiores”.
¿Por qué es el desarrollo del altruismo un asunto lamarckiano en
lugar de darwinista? Porque, de acuerdo con Spencer el darwinismo
es meramente una fuerza exterminadora mientras la lamarckiana es
creadora. Spencer ve la selección natural (lo que llama “equilibrio
indirecto” ) como un ente pasivo, mientras el lamarckismo, “equilibrio
directo” (Peel 1971, págs. 14 2-3, pág. 295, n42), exige una respuesta
adaptativa inteligente por parte del organismo (aunque, a diferencia
de la mayor parte de los lamarckistas, cree que la respuesta es de al­
guna manera mecánica en lugar de ser producto de la voluntad
(Bowler 1983, págs. 69-71)). Así, mientras los organismos aumentan
su inteligencia, la importancia de la selección natural declina y la de
las fuerzas lamarckistas suben. Entre las “razas civilizadas” esto ha
ido tan lejos que el trabajo de la selección natural está restringido a la
destrucción de los débiles (Spencer 1863-7, i> págs. 468-9). Por el
contrario, la evolución lamarckiana está más ocupada en esta etapa.
El comportamiento altruista es el pináculo de la evolución (Peel 1971,
págs. 152-3) y se desarrolla a través de la cooperación creativa; en el
punto de vista de Spencer, debe, por tanto, ser lamarckiano (v. gr.
Peel 1971, pág. 147).
Para Spencer el lamarckismo tenía un atractivo especial. Creía
que “una respuesta correcta a la cuestión de si las características ad­
quiridas son o no heredadas, subyace a las creencias adecuadas, no
sólo en biología y psicología, sino también en la educación, la ética y
la política” ; “en cuanto a si son influyentes sobre los puntos de vista
del hombre sobre la educación, la ética, la sociología y la política, el
asunto de si las características adquiridas son heredadas ha sido la
pregunta más importante que enfrenta el mundo científico” ; “una
responsabilidad grave tienen los biólogos... puesto que las respuestas

473
ALTR UISM O HUM AN O: ¿UNA C LA SE DE BONDAD N ATURAL?

incorrectas llevan... a creencias incorrectas sobre los asuntos sociales


y acciones sociales desastrosas” (Spencer 1863-7 edición revisada, i,
págs. 650,672,690; véase Spencer 1887, págs. iii-iv). Su visión fue que
la herencia de características adquiridas serían un puente entre la
evolución biológica y la cultural, forjándolas en un gran proceso sin
costuras (Peel 1971, pág. 143; Young 1971, pág. 495).
Como vimos cuando estudiamos el lamarckismo, la creencia en
la herencia lamarckiana se ha alimentado de esta misma visión. La
esperanza es que las mejores ideas de una generación se transferirán
de modo automático a la siguiente sin pasar por el molino de la edu­
cación, el aprendizaje y la adoctrinación. También vimos entonces
que, irónicamente, tales aspiraciones le confían al lamarckismo la
única cosa que es necesariamente incapaz de dar. Pongamos a un
lado la cuestionable suposición de que tal herencia sería más progre­
siva y conservadora, de que la gente estaría liberada en lugar de estar
aprisionada por los genes comprometidos con las actitudes de sus
padres. Aun sin este problema, las fuerzas lamarckianas nunca esta­
rían en la vanguardia del cambio social. La evolución lamarckiana es
un mecanismo instructivo más que un mecanismo selectivo. Y si hay
una cosa que los mecanismos instructivos no pueden hacer es iniciar,
dar pasos creativos para que haya una verdadera novedad; ésta a fin
de cuentas, corresponde a los mecanismos selectivos. Entonces los
procesos lamarckianos deben ser modelados en últimas por los
darwinistas. Hay que admitir que no estoy segura de cómo se vería
este modelo lamarckiano cuando se transpusiera al mundo de las
ideas, que es de lo que estábamos hablando ahora. Pero si en realidad
fuera impecablemente lamarckiano, entonces es de presumirse que
surgirían los mismos problemas con la innovación en las ideas que
con las nuevas estructuras y el comportamiento. Contrario a los ar­
dientes deseos de Spencer, entonces, la herencia de las características
adquiridas nunca podría ser la punta de lanza de la ingeniería social.
En el mejor de los casos, sólo podría reforzar Cambios que son en­
cendidos por otras fuerzas.
A menudo se ha anotado que la evolución cultural es lamarckiana.
Cuando Spencer lo dijo, lo entendía literalmente. Hoy en día los
darwinistas sólo lo entienden de modo figurativo: “La evolución psico-
social... es una evolución de estilo lamarckiano, en el sentido de que
el conocimiento particular y las destrezas de un padre y su entendi­
miento pueden en realidad ser transmitidos a su hijo, aunque no
(como lo suponía Spencer) por senderos genéticos” (Medawar 1963,

474
SPENCER: CUERPOS DARWINISTAS, MENTES LAMARCKIANAS

pág. 217). La transmisión cultural, entonces, se puede imaginar como


“la herencia” de características adquiridas; lo que una generación
aprende se adquiere en la otra. Pero no necesitamos acudir a Darvdn
sólo por nuestros genes y acudir a Lamarck por la cultura. La evolu­
ción cultural puede pensarse de un modo darwinista. Depende de a
qué llamemos ser fundamentalmente darwinista, de lo que conside­
remos como diagnóstico de un proceso darwinista. El darwinismo
puede entenderse en su forma más general como una teoría de la
selección de los replicadores (como vimos cuando analizamos las
explicaciones de nivel superior del altruismo). En este análisis, los
genes movidos por la selección natural no necesariamente son los
únicos candidatos para modelos darwinistas: “Los memes” (unida­
des culturales de replicación) movidos por la selección cultural
podrían también encajar en las especificaciones darwinistas (Daw-
kins 1976, págs. 203-15, segunda edición, págs. 322-31,1982, págs. 109-
12 para otras teorías de evolución cultural en líneas darwinistas
véase v. gr. Boy y Richerson 1985; Cavalli-Sforza y Feldman 1981). Si
pensamos en el darwinismo de este modo, entonces decir que la
evolución cultural es darwinista no necesariamente es una mera
analogía. La evolución cultural podría aducir que es tan darwinista
como la evolución de la vida sobre la Tierra.
Las razones de Spencer para rechazar la selección natural cómo
la fuerza que subyace a la moralidad humana pone patas arriba una
conocida línea de argumentación. La posición más común es la de
Huxley: las fuerzas darwinistas son demasiado crueles, demasiado
implacables para haber alentado el altruismo. Sin embargo, para
Spencer la lucha darwinista, lejos de buscarse a sí misma oficiosa­
mente, es demasiado pasiva para responder por la complejidad de las
relaciones sociales que se dan en la moralidad. De acuerdo con él, el
altruismo requiere un mecanismo biológico que pueda incorporar
respuestas activas, en especial la cooperación. Spencer rechaza la
lucha darwinista como agente de los desarrollos morales, no porque
en ella hay demasiada competencia sino porque hay demasiado poca.
Dicho sea de paso, si uno ha tratado a veces de abrirse camino
entre los escritos de Spencer sobre evolución y se ha preguntado
cuántos contemporáneos suyos le llegaron a creer a uno de los pen­
sadores más grandes de su época, puede sentirse consolado por los
comentarios de Darwin sobre su trabajo. A Darwin se le cita con
frecuencia cuando decía de Spencer (en una carta a E. Ray Lankester
en 1870): “Sospecho que de aquí en adelante lo van a considerar el

475
ALTR UISM O H U M AN O : ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

filósofo vivo más grande de Inglaterra; quizás igual a cualquiera de


los que han vivido” (Darwin, F. 1887, iii, pág. 120). Y hay tres cartas en
Life and Letters j More Letters que también son elogiosas, aunque no
sorprenden tanto, porque fueron dirigidas a Spencer mismo (Darwin,
F. 1887, iii, págs. 165-6; Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 442). Pero en
otra parte de estos volúmenes el elogio de Darwin es más ambiguo:
“Maravillosamente inteligente... e incluso en el arte maestro del
serpenteo... si se hubiera entrenado para ser más observador... habría
sido un hombre maravilloso... un prodigio de pensamiento original.
Pero... cada idea, para que tenga valor real para la ciencia requeriría
años de trabajo... Con excepción de ciertos puntos que yo ni siquiera
entendí de la doctrina general de H. Spencer, pues su estilo es muy
difícil para mí” (Darwin, F. 1887, üi, págs. 55-6,193; Darwin, F. y Seward
1903, ii, pág. 235; véase también págs. 424-5). Y en cartas que no fue­
ron publicadas en estas colecciones fue aún más directo. En 1860 le
contó a Lyell que el ensayo de Spencer sobre la población era “una
atroz basura hipotética” y en 1865 confió: “ Por alguna razón siento
que no he aprendido nada después de haberlo leído, más bien me
siento confuso [sic]” ; en 1854 le escribió a Romanes: “ Tengo una
cabeza tan mala para la metafísica que los términos de Spencer de
equilibrio, etc. siempre me molestan y me vuelven todo más confu­
so” ; (Freeman 1978, págs. 263,264). Viniendo de alguien con este punto
de vista de la filosofía, quizás el comentario de “El filósofo vivo más
grande” no sea todo lo que parece ser. Al fin y al cabo fue Darwin
quién dijo de otro filósofo: “ Es un metafísico, y tales caballeros son
tan profundos que yo creo que a menudo no entienden a la gente
común y corriente” (Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 271).
Huxley desarrolló sus puntos de vista en parte como críticas a
Spencer. Lo veía tomar partido en favor de la economía de laissez-faire
sobre la base de que la lucha era benéfica. Algunos comentaristas han
alegado que Huxley y la mayoría de los críticos subsiguientes se equi­
vocaron con respecto a la defensa que Spencer hacía del capitalismo
Victoriano. Él no sostenía, dicen ellos, que aunque el desarrollo exi­
giera lucharla lucha fuera productiva; por el contrario, le parecía que
la industrialización, aun tal como se experimentaba en aquel período,
requería dé la cooperación en lugar del conflicto (Carneiro 1967, pág.
62; Peel 1971, págs. 125 ,14 6 ,15 1,19 7 2 , pág. xxi, págs. 170-1). Ahora
bien, puede ser que Spencer viera la Inglaterra victoriana de este modo
optimista. Pero su optimismo no nos puede servir para justificar su
posición. Spencer asume de modo demasiado alegre que el indivi-
476
spencer : cuerpos darwinistas, mentes lamarckianas
dúo y la sociedad se benefician y que esto tendía a coincidir (Carneiro
1.967, págs. 62-71). Biológicamente, su conclusión se basa en una vi­
sión bienmayorista de la evolución. Y hemos anotado lo que hay de
malo en ello. Políticamente hablando, su conclusión reposa sobre una
visión voluntarista liberal de la cooperación, que ve las relaciones de
arrendador e inquilino, de patrón y obrero como necesariamente ten­
dientes al beneficio mutuo. Si Spencer ha de ser exonerado del cargo
de Huxley, lo que requiere defensa es la premisa poco plausible de
que el voluntarismo describe bien al capitalismo Victoriano.
También de modo optimista suponía Spencer que el progreso
social y moral humanos continuarían indefinidamente. Pensaba que
la evolución en general es inherentemente progresiva, y que el altruis­
mo humano, espoleado por las presiones selectivas de la vida social,
en particular, también sería así. Cuando Wallace leyó Social Statics
de Spencer, también quedó convencido de que nuestras cualidades
sociales sufrirían mejoras indefinidas (esto fue antes de que se con­
virtiera en la concepción de que nuestras facultades mentales más
sofisticadas estaban superdiseñadas y requerían explicación sobre­
natural): “Si mis conclusiones son justas, debe inevitablemente seguir­
se que las razas superiores -las más morales e intelectuales- deben
desplazar a las más bajas y degradadas, y que el poder de la ‘selección
natural5, que aún actúa sobre su organización mental, debe siempre
llevar a la adaptación más perfecta de las facultades superiores del
hombre a... las exigencias del estado social55 (Wallace 1864; 1891
reimpreso págs. 184-5 en un pie de página en el trabajo original acepta
la inspiración de Spencer (pág. clxx)). Darwin también, como hemos
visto, sostenía el punto de vista de que nuestra evolución moral
podría continuar de manera ilimitada. Así, Darwin, Spencer y (el
darwinista) Wallace creían que tarde o temprano el bien emerge del
curso propio de la naturaleza, que al menos algunos de sus caminos
son los de la nobleza y algunas de sus sendas las de la paz. Desde este
punto de vista, Huxley es el único que opinaba de modo diferente.
Para él, el estado natural era “malo” y el progreso hacia la “bon­
dad” podría lograrse sólo con una pelea cada vez más fuerte, una
intervención antinatural (v. gr. Huxley 1894, págs. 81-3,1888, pág. 203).
Desde otro punto de vista, sin embargo, Huxley está más cerca de
Spencer que lo que cualquiera de ellos probablemente hubiera queri­
do. Aunque Spencer veía la moralidad como resultado naturalide la
evolución, también, como buen lamarckista, veía la competencia
humana como una contribución esencial a este proceso. Y lo que es

477
ALTR UISM O H UM AN O : ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

más, al reforzar el papel de la lucha, el punto de vista de Spencer se


encuentra cohabitando con otro extraño compañero: la interpreta­
ción marxista del desarrollo humano. Los marxistas, es obvio, se han
opuesto tradicionalmente a Spencer, el decidido apologista del capi­
talismo, por todas las razones políticas de Huxley y otras más.
Y esto nos lleva a uno de los puntos de vista del desarrollo huma­
no de hoy que todavía no hemos tocado: un punto de vista marxista
moderno. (Digo con cautela “un” más bien que “el” ; no es el marxismo
el lugar donde uno busca consenso). Éste ha influido en las críticas
de las explicaciones darwinistas del comportamiento humano mucho
más allá de los círculos marxistas específicos; aunque yo lo llamo un
punto de vista marxista, deseo incluir allí a todos los círculos más
amplios, también “marxistas” con una ‘m5muy pequeña. Esta posición
hace hincapié en la importancia de las fuerzas no biológicas para
moldear la vida social humana, la importancia de las influencias
económicas, sociales y políticas, comparadas con los factores darwi­
nistas. (Ya hemos visto que una mirada similar es endémica en la
antropología y muy común en todas las ciencias sociales; asevera­
ciones de esta clase no son peculiares del “marxismo” ). De acuerdo
con esta escuela de pensamiento, la noción misma de “natúraleza
humana” va por mal camino: “el positivismo evolucionista proclama
el establecimiento de la naturaleza humana5, concepto que es inheren­
temente ideológico en el sentido de que establece un cierto modelo
de humanidad como esencial, y por lo tanto ‘natural5.. Tenemos que
afirmar que los humanos son seres sociales y su socialización no se
puede retirar como un enchape, para revelar la naturaleza humana
desnuda que hay debajo de él” (Miller 1976, pág. 278). El componente
fijo de nuestro maquillaje es tan insignificante y general, dice el argu­
mento, que el darwinismo nos puede decir poco de interés sobre los
asuntos humanos. Nos puede informar, por ejemplo, que todos los
humanos tienen amores y odios, miedos y preferencias; que todos
deseamos comer si tenemos hambre, encontrar una pareja y no tener
ni demasiado calor ni demasiado frío. Pero la mayor parte de nuestro
comportamiento y de nuestra psicología no es universal* no nos lo
dio la evolución; es específico de las culturas, específico de las econo­
mías particulares y de las organizaciones sociales: “los universales
biológicos humanos han de descubrirse más en las generalidades del
comer, excretar y dormir, que en aquellos hábitos específicos y alta­
mente variables de la guerra, la explotación sexual de las mujeres y el
uso del dinero como medio de intercambio” (Alien et al, 1975, pág.
478
spencer : cuerpos darwinistas, mentes lamarckianas
264), o, es más, que “las observaciones antropológicas y sociológicas
indican que aun las funciones humanas más generalizadas y básicas
tales como dormir, comer y excretar están socialmente condicionadas
de modo irrevocable” (Miller 1976, pág. 278). Así, por ejemplo, es una
parte de nuestra dotación darwinista que todos tengamos capacidad
de amar, de formar vínculos, de dar cariño. Pero para comprender
cualquiera de las formas que esto ha tomado en la historia humana,
tales como la noción del amor romántico, tenemos que mirar las
condiciones particulares de la sociedad en las cuales surgieron, en
este caso a la Europa de siglos recientes. Una explicación darwinista
será necesariamente superficial, carente de detalles, y no podrá ne­
cesariamente explicar uno de los aspectos más sorprendentes del
comportamiento humano, de la cultura y de las instituciones sociales:
su diversidad.
No quiero comprometerme con el amor romántico. Pero sí deseo
señalar que todo esto no tiene por qué estar tan lejos de un punto de
vista darwinista como la retórica lo podría indicar. Es un error suponer
que si estamos equipados con reglas comportamentales, entonces
estamos atrapados por una naturaleza humana semejante a la de las
avispas excavadoras. Para decirlo de otro modo, es un error suponer
que la plasticidad comportamental exija una mente totalmente abierta
a todos los propósitos. Hemos visto que, por el contrario, la selección
natural puede permitirnos actuar de modo adaptativo, al equiparnos
con una maquinaria especialmente acondicionada para el procesa­
miento de información, con reglas específicas llenas de contenido,
que generarán comportamientos flexibles. Es obvio que las reglas del
comportamiento no tienen que ser reglas para la rigidez comporta-
mental. Igualmente, es obvio que en una pizarra mental vacía, nues­
tro cerebro sería un aparato muy poco darwinista, y que, lejos de
rescatarnos de la rigidez, nos haría incapaces de comportarnos de
cualquier manera (y menos aún de modo adaptativo); aun una má­
quina de baja inducción no puede despegar de tierra sin previa guía,
sin algunas reglas de lo que constituye la igualdad, la repetición, el
modelo. Así, de observar a los humanos comportarse en una mul­
titud de modos diferentes, no necesariamente se concluye que la
selección natural no ha metido la mano en nuestro comportamiento.
Y si aceptamos que la selección natural ha hecho más que moldear
nuestro cuerpo, dejando nuestra mente vacía, no por eso nos hemos
de condenar a ser esclavos de la selección natural.
He usado la idea de la tabula rasa como una formulación ta-

479
ALTRUISM O HUM ANO: ¿UNA CLASE DE BONDAD NATURAL?

quigráfica para un conjunto de puntos de vista. Pero debo destacar


que ella caricaturiza hasta al lockeano más radical, incluyendo al mis­
mo Locke. Tal como Donald Symons lo señala, la línea divisora entre
los puntos de vista sobre la naturaleza humana no ha sido la de los
innatistas y los tabularrasistas, sino aquella entre una innatez, es­
pecífica y altamente estructurada y una innatez que lo es menos.
“ Históricamente ha habido dos concepciones básicas de la naturale­
za humana: la concepción de los lockeanos, la empirista... en la cual
se piensa que el cerebro y la mente están conformados sólo por irnos
mecanismos de dominio general no especializados, y la kantiana, la
concepción nativista, en la cual se cree que el cerebro y la mente
contienen gran número de mecanismos especializados, de dominios
específicos (Symons, 1992). “ Todas las teorías psicológicas, incluyendo
las más extremas de los asociacionistas y empiristas, suponen que la
mente tiene una estructura. Nadie se imagina que una pila de la­
drillos, un plato de avena, o unatabla rasa percibirán, pensarán, apren­
derán, o actuarán jamás, aun si les dan todas las ventajas” (Symons
1987, pág. 126). “ Cada teoría del comportamiento humano implica
una psicología humana. Esto incluye a las teorías que atribuyen el
comportamiento humano a la cultura5: si los seres humanos tienen
cultura, mientras las piedras, las ranas arbóreas y los lémures no la
tienen, debe ser porque los humanos tiene una conformación psico­
lógica diferente a la de la roca, las ranas arbóreas y los lémures” (Symons,
1992).
Dicho sea de paso, todo lo que hemos visto sugiere que no debemos
pensar que el libre albedrío y las “limitaciones biológicas son fuerzas
que halan en direcciones opuestas; por el contrario, se podría
argumentar de manera lógica que la proliferación de limitaciones
biológicas protege al hombre de ser manipulado por el entorno”
(Marshall 1980, pág. 24); de hecho, que lejos de constreñirlo, estas
“limitaciones” son los instrumentos mismos del libre albedrío. Y lo
que es más -aunque esto es sólo cuestión de gusto- tampoco debemos
considerarlos como algo que impugna nuestra dignidad. Por el
contrario, ¿no aumenta nuestra dignidad si llegamos al mundo no
como una especie de tabula rasa con pocos instintos sino como un
haz complejo de capacidades y propensiones, de preferencias y gustos,
con poder de discriminación y con nuestra propia manera de hacer
las cosas?

480
RETORCIMIENTOS RETÓRICOS

Retorcimientos retóricos

La retórica llena de basura los escritos sobre el altruismo humano.


Los ejemplos que ya hemos visto salieron de la bibliografía “marxis-
ta” pero se encuentran en cualquier parte. Tomemos, por ejemplo, el
notable capítulo sobre la agresión en la naturaleza humana de E. O.
Wilson. John Maynard Smith, entre otros, con toda razón lo censuró:

Arranca diciendo, “ ¿Son los seres humanos innatamente agresivos?


“Ésta es la pregunta favorita de los seminarios universitarios y de las
conversaciones de coctel; es la que hace surgir emociones en los
ideólogos políticos de todos los géneros. La respuesta a ella es sí”.
Ahora bien, la razón por la que esta apertura hace acalorar a los
ideólogos políticos (incluyendo a éste) es que se toma en el sentido
de que significa que los seres humanos son agresivos suceda lo que
suceda, que la guerra es inevitable y que por tanto es una pérdida de
tiempo trabajar por la paz. Pero resulta que Wilson no pretende de­
cir nada de esto. Decir que somos innatamente agresivos, sólo quiere
decir que hemos mostrado comportamiento agresivo, incluyendo la
guerra, en casi todos, pero no en todos los ambientes en los que hasta
ahora nos hemos encontrado. Wilson hace énfasis en que la palabra
agresión se ha empleado para describir múltiples y diversos patrones
de comportamiento. Termina el capítulo con un análisis de cómo
podríamos esquivar nuestra tendencia a ser violentos el uno con el
otro. Dado que éstos son sus puntos de vista, creo que las palabras de
apertura del capítulo son desafortunadas. Con certeza provocará con­
troversia, pero con toda probabilidad, aquella clase de controversia
especialmente inútil que tiene lugar entre personas que no se están
entendiendo la una con la otra (Maynard Smith i978d, pág. 120).

¿Y qué se puede decir sobre el determinismo biológico descarado?


“La selección natural dice que los organismos actúan en su propio
interés... su ‘batalla’ continua es la de incrementar la representación
de sus genes a expensas de sus compañeros. Y esto, sencillamente, es
todo; no hemos descubierto ningún otro principio mayor de la natu­
raleza.” “ Si estamos programados para ser lo que somos, entonces
estos rasgos son ineludibles. En el mejor de los casos podemos cana­
lizarlos; mas no cambiarlos, ni por voluntad, ni por educación ni por
cultura”. ¡He aquí una intransigencia de línea dura! Pero en realidad
no vienen esas citas de algún fogoso proponente de un punto de vista
481
ALTR UISM O HUM AN O : ¿UNA CLA SE DE BONDAD N ATURAL?

de que todo está en nuestros genes sino de Stephen Gould, un crítico


voluble de la gen-ería egoísta en general y de su aplicación a los hu­
manos en particular (Gould 1978, págs. 261, 238). Ahora bien, ¿no
esperaría uno que él dijera algo que tuviera que ver más con la supre­
macía de la cultura sobre lo aparentemente “natural”, quizás algo más
como esto?: “La aversión por la indecencia, que nos parece tan natu­
ral como para que se considere innata, y que es tan valiosa como
ayuda para la castidad, es una virtud moderna, que pertenece exclu­
sivamente... a la vida civilizada”. ¿O algo así?:

Tenemos el poder de desafiar los genes egoístas de nuestro naci­


miento... podemos incluso discutir modos de cultivar y nutrir, de
manera deliberada, un altruismo desinteresado y puro, algo que no
tiene lugar en la naturaleza, algo que nunca existió antes en toda la
historia del mundo. Estamos construidos como máquinas de g en es-
pero tenemos el poder de volvernos contra quienes nos crearon.
Nosotros, somos los únicos en la Tierra que podemos rebelarnos
contra la tiranía de los replicadores egoístas.

Pero la primera de estas citas no es tomada de un opositor implaca­


ble de la naturaleza humana darwinista, sino de uno de sus más fieles
abogados: Darwin mismo (Darwin 1871, i, pág. 96). Y la segunda es
de Richard Dawkins, ningún ocioso en lo que atañe al darwinismo,
(Dawkins 1976, pág. 215). Sin embargo, la suya es una posición que a
menudo se caracteriza como la del defensor implacable de los genes
sobre la cultura.
Me gustaría haber enfocado este capítulo como los demás sobre
el altruismo, observando la historia a la luz del consenso actual. Pero
la retórica se me atravesó. Parece no haber consenso en la actualidad.
Sospecho que las diversas posiciones difieren menos de lo que a mu-
chos opositores les gustaría creer. Si sus sospechas son diferentes de
las mías, le pido el favor de que se lleve a cabo la siguiente prueba.
Trate de plantear las diferentes alternativas sobre el altruismo huma­
no sin hacer que ninguna de ellas suene ridicula, sin tener que correr
a calificarlas de “por supuesto se debe admitir que...” u “obviamente,
nadie negará que...” Tengo que admitir que en mis paseos por la biblio­
grafía, encontré muchos tabularrasistas intransigentes* deterministas
genéticos rábidos y otras bestias fabulosas. Pero, muy significativa­
mente, por lo general deambulan sólo en dos lugares: en las declara-

482
RETORCIMIENTOS RETÓRICOS

-¿Estás sugiriendo que la responsable de la


desigualdad es la naturaleza? -preguntó Jane.
-Bueno -repondió el tío W illie- si estuviéramos
destinados a ser todos iguales, todos seríamos
blancos, machos y heterosexuales.

ciones tipo manifiesto y en las descripciones febriles de sus opositores.


No puedo tomar a ninguno muy en serio como ciencia, y es la ciencia
lo que nos concierne. La dificultad de intentar una clasificación de
los puntos de vista sobre el altruismo humano no radica en que sean
tan diversos sino en que se parezcan tanto.

483
16
L A P R O C R E A C IÓ N T R A S B A M B A L IN A S

¿Cómo se divide una especie en dos? Para los darwinistas, que están
más que todo interesados en la diversidad de la vida, esto ha sido
siempre el problema de los problemas: el asunto del origen mismo de
las especies. Un punto en particular molestó a los darwinistas por
muchos años. ¿Cómo llegan las especies a aislarse desde el punto de
vista reproductivo? ¿Por qué, si tratan de procrear entre sí, acaban
sus esfuerzos en esterilidad o en poca fertilidad? ¿Por qué, si nacen
híbridos, lo más probable es que sean estériles?
Éstos han sido asuntos importantes para el darwinismo. Pero, ¿por
qué discutirlos bajo el título de altruismo? Al fin y al cabo, para los
darwinistas modernos no hay conexión particular. La respuesta es
que desde tiempos anteriores a Darwin hasta hace unas pocas décadas,
las repetidas confusiones han llevado ala idea de que la especiación,
la separación de linajes en especies y en particular el desarrollo de la
esterilidad interespecífica exigen un autosacrificio altruista. Y los in­
tentos de corregir este error han llevado a más confusiones. Como
un primer paso para corregir esta historia, daremos una mirada a
cómo se ven hoy en día el problema y su solución.

El origen de las especies

Fundamentalmente, el problema de la especiación trata de cómo


una especie ancestral única puede dividirse en dos sin que el paquete
genético incipiente se ahogue en el otro. Cuando llegó para nuestros
ancestros y los de los chimpancés la división de los caminos, ¿cómo
sé las arreglaron para separarse? Al fin y al cabo, hace algún tiempo
eran hermanos y hermanas. ¿Por qué no siguieron entrecruzándose
para seguir siendo uno, apretados en un abrazo mutuo? La selección
natural no tiene ninguna razón para favorecer la especiación, ningu­
na razón para considerarla buena. Y sin embargo, si miramos hacia
atrás podemos ver que es un hecho que las especies se han dividido,
muchos millones de veces. Si no lo hubieran hecho, todas las plantas
y animales serían una vasta especie (ni siquiera separada en animales
y plantas). El problema es saber cómo se produjo esta división.
Los darwinistas modernos no suponen que la selección trate acti­
vamente de formar dos especies donde antes había una. La especiación
se ve como algo en gran medida incidental, y la mayor parte del tra­
485
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

bajo de dividir poblaciones en especies incipientes ocurre meramen­


te por casualidad, casi siempre por un capricho de la geografía. La
selección natural se considera sólo como algo que entra a jugar, si es
que lo hace, en una etapa muy tardía, para aplicar los toques de per­
fección a lo que ya está casi completo.
Imaginemos que pudiéramos tomar dos especies modernas es­
trechamente relacionadas entre sí y mirar su historia expandirse ante
nosotros, retrocediendo en el tiempo hasta antes de que empezaran a
dividirse. ¿Qué podríamos ver normalmente? Mientras estuviéramos
mirando nuestro feliz grupo homogéneo entrecruzarse, el primer
cambio que atraería nuestra atención sería el establecimiento de una
barrera geográfica. Un río se ensancharía, haciendo que algunos ani­
males y plantas quedasen atrapados en un lado. Una cordillera o una
montaña se volverían impenetrables. “Un istmo angosto separa ya
dos faunas marinas... supongamos que antes estuviera sumergido, y
las dos faunas... se podían mezclar” (Darwin 1859, pág. 356). Unos
cuantos animales podían verse transportados en una enmarañada
balsa hecha de hojas y ramas navegando a lo largo de un pantano de
manglares, hasta que por fin toca tierra lejos de sus compañeros.
Darwin anotó que “no es raro que peces aún vivos sean arrojados a
lugares distantes por los remolinos; y se sabe que los óvulos retienen
su vitalidad por un tiempo considerable después de que los sacan del
agua” (Peckham 1959, pág. 612). Las plantas pueden ser transporta­
das a islas distantes por la acción inconsciente de los pájaros; el
cargador y su carga trasportados por los vientos a lo largó de grandes
distancias, allende los mares. Darwin tuvo éxito al hacer germinar
semillas recuperadas de los buches de los pájaros, de sus estómagos y
de sus excrementos, a algunas de las cuales se las habían comido peces
que los pájaros se habían comido después -tam bién examinó la
cantidad de tierra que podía quedar adherida de las patas de un pá­
ja ro -y concluyó que “los pájaros no pueden dejar de ser medios alta­
mente efectivos en el transporte de semillas” (Darwin 1859, pág. 361;
véase también págs. 361-3). También encontró que algunas semillas;
especialmente si estaban secas, podían flotar sobre el agua marina
por un tiempo suficiente para que las llevaran a través de anchos océa­
nos, y así germinar, a pesar de su inmersión, y algunas especies, que
habrían muerto en el agua salada en pocos días, podían, sin embargo,
viajar sin peligro en el cadáver flotante de algún animal: “algunas que
tomé del excremento de una paloma, que había flotado en agua
artificialmente salada durante treinta días, para mi sorpresa germi-
486
EL ORIGEN DE LAS ESPECIES

naron casi en su totalidad” (Darwin 1859, pág. 361; véase también


págs. 358-61). Darwin descubrió que unos caracoles de agua dulce
recién salidos del huevo se aferraron con tenacidad a las patas de un
pato y sobrevivieron allí, fuera del agua, hasta por veinticuatro horas:
“En este lapso de tiempo un pato o un avispón pueden volar al
menos seiscientas millas, y es seguro que aterricen en un charco o
riachuelo, si vuelan a través del mar hasta una isla oceánica o a cual­
quier otro punto distante” (Darwin 1859, pág. 385). Pero las barreras
geográficas no necesariamente tienen que ser distancias heroicas o
colosales montañas. Para un animal pequeño o no muy móvil, una
pequeña separación física podría ser suficiente, una brecha de nueve
metros, infranqueable entre dos árboles, tal vez incluso el mundo
extraño, del envés de una hoja. Algunas de estas barreras, hay que
admitirlo, deben su existencia a acontecimientos improbables y
extraños. Pero esto no es obstáculo para la especiación. Porque tales
acontecimientos no necesitan suceder a menudo. Una sola ocurren­
cia podría ser suficiente. Entonces, como dijo Darwin, “a lo que se
llama medios accidentales... debería llamarse más apropiadamente
medios ocasionales de distribución” (Darwin 1859; pág. 358). Un sólo
pájaro zarandeado por la tormenta, una sola erupción volcánica,
podrían afectar profundamente el curso de la especiación, separan­
do lo que eran parejas potenciales, dividiendo el paquete genético de
manera arbitraria.
La historia ha llegado al fin de la primera etapa: nuestra especie,
que inicialmente se procreaba entre sí, ha sido dividida en dos o más
fragmentos. Pero sigue siendo una especie. Entonces, ¿qué es lo que
causa las diferentes evoluciones, el desarrollo gradual de formas dis­
tintas? Aquí, otra vez, el taller de la naturaleza ofrece una elección. El
azar puede hacer un impacto. Advertíamos, cuando mirábamos el
papel del azar en la evolución, que este tipo de colonización capri­
chosa muy probablemente no llegará a ser una réplica en miniatura
de la especie parental. Lo más probable es que los genes del fragmen­
to fundador van a ser alguna muestra sesgada del paquete genético
original, aquellos genes que, por casualidad, resultaron separados por
la intrusión de la barrera. Y el azar también puede desempeñar un
papel después de la colonización inicial; como lo hemos visto tam­
bién, a través de la deriva genética -pues los genes de cualquier ge­
neración no son seleccionados por el muestreo no aleatorio de la
selección natural de la generación previa, sino por un error en el
muestreo-. Entonces, sucede que los grupos de fundadores y de pa-
487
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

dres pueden muy bien estar en diferentes ambientes -m ás secos, más


cálidos, con más viento- y así estar sujetos a presiones selectivas dife­
rentes. La más importante de tales diferencias ambientales, como
Darwin a menudo decía, son los demás organismos: “Hay que tener
en cuenta que las relaciones mutuas de los organismos con los otros
son de la mayor importancia... en diferentes regiones sobrevienen,
independientemente de sus condiciones físicas, condiciones de vida
infinitamente diversificadas; habría casi infinito número de acciones
y reacciones orgánicas” (Darwin 1859, pág. 408); existe un “error
firmemente arraigado... en la consideración de que las condiciones
físicas de un país son el factor más importante de los que afectan a
sus habitantes...; me parece que es innegable que los otros morado­
res, con los cuales cada uno tiene que competir, es un elemento del
éxito al menos tan importante, y por lo general mucho más” (Darwin
1859, pág. 400). Ésta es la razón por la cual las islas, expuestas a
climas extraños, contruidas a partir de una geología extraña, y sobre
todo habitadas por criaturas extrañas, son a menudo verdaderos
centros de creación: una “riqueza de formas endémicas... pocos
habitantes, pero de ellos un gran número... endémicos o peculiares”
(Darwin 1859, págs. 396-409). Entonces, el cuadro del final de la segun­
da etapa de la historia es de dos o más formas que divergen lentamen­
te, en las que la separación física evita entrecruzamientos, e impide
por lo tanto que se borren sus diferencias cada vez mayores.
Pero, ¿cómo se convierten los grupos en entes incapaces de
entrecruzarse? ¿Cómo se convierten en dos especies diferentes? Una
cosa que podría suceder es que los paquetes genéticos divididos
evolucionaran tan lejos entre sí que los grupos de genes se volvieran
incapaces de trabajar juntos para programar el desarrollo de un
embrión viable. Otra posibilidad es que se las arreglen para formar
un embrión, pero que éste resulte ser estéril: una “muía”. Por qué
tales híbridos son perfectamente viables y aun así estériles es algo
que todavía sigue siendo un misterio. En algunos casos la esterilidad
puede ser causada por el problema de manufacturar gametos a partir
de cromosomas derivados de padres muy diferentes; las células del
cuerpo de la muía contienen cromosomas de caballo y cromosomas
de burro intactos y los tiene que juntar para hacer gametos de muía.
Cualquier paquete genético geográficamente aislado, a medida que
pasa el tiempo acumulará las reorganizaciones idiosincráticas propias
de su material cromosómico; las inversiones de una parte de los
cromosomas y las traslocaciones de las otras partes del genoma se
488
EL ORIGEN DE LAS ESPECIES

tolerarán o incluso se animarán por medio de la selección natural.


Las diferencias resultantes entre los cromosomas de poblaciones se­
paradas pueden volverse tan amplias que, como efecto secundario,
las dos clases de cromosomas no encajarán en la meiosis. De estos
dos resultados -la total interesterilidad, de la que no resulta ningún
tipo de descendientes, o la parcial, de la clase que produce “muías”—,
el éxito “parcial” es el peor destino. El “fracaso” total es más aceptable,
porque una clara esterilidad desperdicia poco esfuerzo paternal;
mientras mayor “el fracaso” mejor, pues las fallas más económicas
son las uniones que, como los intentos de unir los cromosomas de
humanos con los de otros animales, nunca comienzan en realidad.
La naturaleza es menos obsequiosa cuando ofrece una barrera tan
escasa que le permite a los padres producir descendientes viables y
colmarlos de recursos, sólo para ver que sus esfuerzos terminan en
esterilidad híbrida, el río al que aspira su plasma germinal represado
para siempre en el callejón sin salida de una muía.
Supongamos ahora, para finalizar esta historia, qué las barreras
geográficas desaparecieron y aquellos dos grupos que más o menos
no procrean entre sí, que son más o menos infértiles, se mezclaron.
En este punto su interesterilidad podría dejar de ser incidental. La
selección natural podría repentinamente interesarse en ella. Ahora
podría volverse importante prevenir la procreación de los grupos,
de manera que los individuos no desperdiciaran sus esfuerzos repro­
ductivos en abortos de embriones, muías o algo por el estilo. Podría
haber presión selectiva para formar barreras completas a la interpro­
creación, para refuerzo de los mecanismos de aislamiento. La selección
natural podría trabajar para perfeccionar las barreras que ya hubiesen
surgido sin su ayuda directa, y aprovechar cualquier barrera nueva
que resultara de modo accidental. Las diferencias en las preferencias
de parejas, en los tiempos de apareamientos no sincronizados, en las
elecciones divergentes de hábitat, en la infertilidad baja, en el aborto
espontáneo, todo podría pasar por el molino de la selección. La
selección natural podría buscar activamente evitar el flujo de genes
entre estos dos grupos y la esterilidad interespecífica podría ser una
de las maneras de lograrlo, la barrera final contra la interprocreación,
cuando todas las otras defensas hubieran fallado. La selección natural,
sin duda alguna, podría en principio hacer todo esto. La mayor parte
de los darwinistas están de acuerdo en que el refuerzo por medio de
la selección natural es teóricamente posible. Sin embargo, en épocas
recientes algunos han discutido el punto de vista ampliamente soste­
489
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

nido de que la selección suele actuar de este modo (v. gr. Barton y
Hewitt 1985, particularmente págs. 121,137).
Ésta es una historia que veremos. Es una especiación en donde
las barreras geográficas desempeñan un papel crucial (con o sin re­
fuerzo posterior por parte de la selección natural). La especiación
alopátrica (“en otro lugar” ) es su nombre. Los darwinistas modernos
se han puesto de acuerdo en que ha sido un proceso vital en la
especiación de la mayor parte de los grupos. Más controvertida es la
idea de algunos darwinistas de que la especiación simpátrica (“en el
mismo lugar” ) también ha sido significativa. En esta última, las ba­
rreras iniciales contra la interprocreación no son geográficas (aunque
algunas de las barreras más débiles que hemos llamado geográficas,
como los dos lados de una hoja, podrían estar incluidas aquí). El caso
más claro ocurre en las plantas, cuando el aislamiento reproductivo
instantáneo ocasionalmente surge por la repentina duplicación de los
cromosomas -llamada poliploide- en los híbridos. De otra manera
estos descendientes de híbridos habrían sido estériles. Pero con la
duplicación de sus cromosomas (de dos (diploides) a cuatro (tetra-
ploides) o, más generalmente, a cualquier número mayor de dos
(poliploides)) se vuelven capaces de procrear el uno con el otro, pues
cada cromosoma tiene un socio con el cual aparearse en la meiosis.
Al mismo tiempo son estériles con su especie de origen. Guando esto
ocurre la naturaleza puede anunciar el nacimiento inminente de una
nueva especie. Las dalias, las ciruelas, los castaños florecidos, las fram­
buesas, el nabo y otras muchas especies de plantas surgieron de este
modo. La primavera Prím ula kewensis -e l descendiente híbrido
poliploide de la P. verticillata y la P. floribunda- es un ejemplo famoso.
En los animales, empero, rara vez, o quizás nunca, surgen espe­
cies nuevas por poliploidia. En ellas, la especiación simpátrica puede
resultar gracias a, por ejemplo, un cambio en los hábitos de alimen­
tación o de escogencia del lugar de procreación. Imaginemos una
especie de insecto en el que, por medio de una mutación aleatoria,
algunos individuos se volvieran capaces de extraer comida de una
nueva planta. Si estos mismos individuos también prefirieran poner
sus huevos en aquellas plantas y aparearse con individuos con las
mismas inclinaciones, entonces la especie se iría dividiendo gradual­
mente. Por supuesto que sugerir la posibilidad aleatoria del origen
de un nuevo genotipo que simultáneamente influyera sobre la capa­
cidad de la larva de crecer sobre una nueva planta alimenticia, sobre
los hábitos de poner huevos y sobre las preferencias en el aparea-
490
EL ORIGEN DE LAS ESPECIES

miento del adulto sería, en palabras de John Maynard Smith, exigir


un milagro (Maynard Smith 1958, pág. 225). Pero, lo aclara Maynard
Smith, en realidad no se requieren milagros. Supongamos que
cuando los adultos ponen sus huevos siguen la regla: escoja la planta
comestible sobre la que usted fue criado. “ En tal caso, las referencias
de las hembras para poner los huevos serían transmitidas de gene­
ración en generación, del mismo modo como los idiomas se trans­
miten en nuestra propia especie: está determinado genéticamente que
los seres humanos pueden aprender a hablar, pero no que deban
aprender inglés en lugar de francés, o viceversa” (Maynard Smith 1958,
pág. 226). Supongamos entonces que los miembros de una especie se
aparean muy pronto después de haber emergido, de manera que
tienen más probabilidades de emparentarse con individuos que
habitan en el mismo tipo de planta. Entonces, la preferencia
genéticamente determinada de comida y la ambientalmente más de­
terminada de postura de huevos y de decisiones sobre apareamiento
se reforzarán mutuamente. La especie incipiente va a separarse de
modo gradual. Una separación similar se puede imaginar por ejemplo
en las aves, gracias a la influencia de la experiencia individual sobre el
sitio del nido y sobre las preferencias individuales: “ Para dar un ejem­
plo extremo, las palomas domésticas descendieron de las palomas
zuritas... y las palomas de Londres a su vez descendieron de... las
palomas domésticas. Sin embargo, las palomas de Londres perma­
necieron efectivamente aisladas de sus ancestros silvestres por su
escogencia de los edificios en lugar de los arrecifes como sitios de
anidaje. Con el tiempo, podrían muy bien evolucionar como especies
distintas” (Maynard Smith 1958, pág. 227). En el modelo simpátrico,
entonces, la selección natural puede tener el poder suficiente para
acrecentar las diferencias adaptativas entre dos formas, aun cuando
haya procreación entre ellas. Como efecto secundario, los grupos
comienzan a divergir gradualmente, hasta que al fin empiezan a vol­
verse interestériles. En este punto, como con la especiación alopátrica,
la selección adquiere interés en mantener formas separadas y asume
un papel directo, en el que refuerza las fallas para interprocrearse,
que incluyen la interesterilidad y convierte, por tanto, las dos formas
en dos especies.
Además de la especiación alopátrica y la simpátrica, existe una
posibilidad intermedia. Las especies separadas pueden evolucionar a
partir de poblaciones que, geográficamente hablando, no están ni
separadas ni entremezcladas sino continuas. A ésta se la llama
491
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

especiación parapátrica (o semigeográfica, semisimpátrica o estasim-


pátrica). Las consideraciones a favor y en contra de esta posibilidad
son muy parecidas a la de la especiación simpátrica.
Vemos, entonces, que de acuerdo con la teoría moderna, la selec­
ción natural es indiferente a gran parte del proceso de especiación en
general y al desarrollo de esterilidad interespecífica en particular. Esto
se debe a que la división en especies de un grupo exitosamente in-
terprocreado no ofrece beneficios para los individuos o para los genes.
Si la selección interviene, no lo hace sino en los últimos estadios,
cuando la ventaja individual está sobre el tapete. La selección natural
podría, por supuesto, desempeñar un importante papel en la diver­
gencia adaptativa. Pero si lo hace, es la adaptación lo que le interesa;
la divergencia es sólo un efecto secundario. Para la selección, la mayor
parte de la especiación es sólo un subproducto no buscado de otras
actividades. El darwinismo moderno no supone que la selección
natural se preocupe mucho por la especiación como tal, que alguna
vez trabaje activamente para plantar un seto entre las especies.

Especiación para el bien mayor

Las ideas sobre la especiación no fueron siempre tan claras.


Durante el período darwinista del bienmayorismo, la imposibilidad
de las especies de entrecruzarse se consideraba a veces “buena para la
especie”. Desde este punto de vista, la esterñidad era la renuncia
bondadosa y altruista a la reproducción, un sacrificio para el beneficio
de la especie como un todo. Para aquellos cuya visión estaba entrena­
da para yer el bienmayorismo, parecía obvio que la selección ayudara
a la esterilidad interespecífica. ¿No era mejor para cada especie man­
tener su integridad en lugar de mezclarse en una masa indiferenciada?
¿No era ventajoso a nivel de especie mantener los grupos enteramente
separados, cada uno con sus propias adaptaciones, su propia manera
de explotar su nicho particular? Si dos variedades estaban divergiendo,
¿no trabajaría la selección natural para el bien general de ambos lados,
esforzándose por animar la división? Si surgía una nueva forma que
podía usar un nicho ecológico desocupado, ¿no aprovecharía la na­
turaleza la oportunidad de especiación en lugar de permitir que la
aspirante se cruzara, volviendo al pasado, a la especie paterna? Es
cierto que algunos individuos podrían encontrarse a sí mismos invir­
tiendo tiempo y esfuerzo en un cortejo que no tendría respuesta,
derrochando huevos o esperma en una unión poco exitosa, y aun
492
ESPECIACIÓN PARA EL BIEN MAYOR

condenada, como un híbrido, a toda una vida de esterilidad. Pero


estos sacrificios individuales traerían grandes beneficios para la
especie.
Tal era el pensamiento, bien fuera explícito o no, de numerosos
darwinistas durante las décadas del bienmayorismo que permeó las
ideas evolucionistas durante buena parte de este siglo. Yo realicé un
vistazo de cómo influyó esta manera de ver las teorías de la especiación
cuando le pregunté a W. D. Hamilton su opinión sobre los puntos de
vista actuales. El asunto particular que le pregunté vendrá más tarde,
porque primero debo contar otra historia. El asunto general tenía
que ver con el refuerzo de los mecanismos de aislamiento -e l pro­
blema de cuáles mecanismos es capaz de aplicar la selección natural
cuando se rompen las barreras geográficas que antiguamente sepa­
raban a dos especies incipientes- Resultó ser que había puesto el
dedo en la misma llaga que había inducido al profesor Hamilton a
escribir su primer trabajo para publicación. Cuando era un estudiante
de pregrado, a final de la década de 1950, le habían recomendado leer
los libros de actualidad sobre el tema. Allí había encontrado una
cantidad de mecanismos de aislamiento agrupados, sin distingos en­
tre lo adaptativo y lo incidental, entre los mecanismos que podrían
haber sido fruto de la selección natural y los que estaban fuera de su
alcance. Se dio cuenta entonces de que veía el ecumenismo
indiscriminado propio de la manera de pensar del bienmayorismo.
No importaba que, por ejemplo, la esterilidad híbrida no fuera ven­
tajosa para el híbrido o para sus padres o para cualquier individuo
identificable. Si servía a algún bien de un nivel mayor, como de mane­
ra vaga y a menudo inarticulada se creía comúnmente que lo hacía,
entonces era una ventaja suficiente. La selección natural promovería
la esterilidad híbrida porque era una manera de mantener las es­
pecies separadas, y mantener las especies así era bueno para ellas.
Fue una revista, New Biology, del profesor de botánica de Belfast, J.
Heslop-Harrison (Heslop-Harrison 1959), lo que finalmente movió
a Hamilton a expresar sus dudas. Por desgracia, este estudiante univer­
sitario demasiado iluso no sabía que New Biology, publicaba artículos
por encargo, y nunca publicaron su trabajo. Por fortuna, sin embargo,
mantuvo el manuscrito y tuvo la bondad de buscarlo cuando habla­
mos sobre él. Se destaca como un testigo elocuente de la prevalencia
del bienmayorismo en la época.
Existe, escribió Hamilton,

493
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

una distinción fundamental en el término [mecanismos de ais-,


lamiento] que rara vez se hace... Un M . A . (de aquí en adelante usado
como abreviación de “ mecanismo de aislamiento” ) que opera por
falta de atracción sexual puede ser una clase completamente diferen­
te de fenómeno de un M. A. que opera por medio de la esterilidad
híbrida y ambos no pueden ser clasificados como equivalentes, a
menos que se esté seguro que su naturaleza es la misma.

La preferencia sexual podría ser moldeada por medio de la selección:


“depende simplemente de la desventaja selectiva donde se encuentran
los ‘híbridos’: si ésta es suficientemente aguda ocurre una fisión de la
especie por medio de una selección real de cualquier característica
que lleve a una menor probabilidad de que se formen los híbridos”.
La esterilidad híbrida, sin embargo, debe ser accidental, aunque podría
instigar la selección por la preferencia sexual:

este fenómeno [selección para la preferencia sexual]... es... dife­


rente del fenómeno de la esterilidad híbrida que a veces se observa
cuando se reencuentran especies alopátricas... [La esterilidad híbrida]
es su antecedente, que le da condiciones ideales para la evolución de
un mecanismo que evite el apareamiento. Porque como Fisher seña­
ló: “el error más craso de preferencia sexual que podemos concebir
que cometa un animal sería aparearse con una especie diferente dé la
suya y con la cual los híbridos son, o bien infértiles o... se encuentren
en una desventaja tan seria que no dejen descendientes”.

Creer que la esterilidad híbrida es una adaptación es un error del


análisis a nivel de población: “Es cierto que la esterilidad híbrida de
hecho previene del intercambio de genes, pero el hecho de que lo
haga debe considerarse como bastante fortuito, a no ser que estemos
dispuestos a considerar las subpoblaciones mismas como cuerpos
reproductivos y a la selección, como algo que discrimina entre ellas,
preservando a los más aptos”. Y sin embargo, aunque estas dos clases
de mecanismos de aislamiento se produzcan de modos tan diferentes,
“por lo general se clasifican como equivalentes (por ejemplo, en la
clasificación que Dobzhansky expuso en Genetics and tHe Origin o f
Species, y en la adaptación de ella hecha por Stebbins). El último
número de New Biology en ninguna parte las distingue de modo ex­
plícito”. Y Hamilton cita la siguiente frase del artículo que fue su
catalista (agregándole su propio énfasis): “ la selección favorecerá el
494
E S P E C I A C I Ó N P ARA EL B I E N M AYOR

establecimiento de una barrera de interprocreación como tal, puesto


que ésta protegerá los complejos de genes adaptativos de las dos pobla­
ciones”. Esto, objeta, hace parecer como si la selección estuviera
interesada en el bienestar de las especies: “ la conjunción ‘y’ tal vez
sería más apropiada en este caso. Es precisamente en donde se trata
de las ideas de raza y aptitud de las especies que las maneras
teleológicas de pensar tienden a salirse de su curso”.
¿Cómo, entonces, podemos distinguir entre aquellos mecanismos
de aislamiento que podrán ser obra de la selección natural (a los que
sugiere llamar artificios de aislamiento, A. A.) y los que no? La respues­
ta, dice Hamilton, es mantenernos centrados en las ventajas repro­
ductivas para los individuos. Tomemos, por ejemplo, la progresión
en mecanismos de aislamiento que van desde la esterilidad híbrida
hasta las preferencias para el apareamiento. La esterilidad no puede
ser resultado de la selección natural, y en cambio las preferencias sí lo
pueden ser. Y sin embargo, la progresión es en apariencia suave:

¿Cuales M . A. pueden posiblemente ser usados como A A .?... La


esterilidad de la progenie híbrida es una característica que no puede
de ninguna manera ser ventajosa para un individuo de una subespecie,
aunque podría serlo para una subespecie en conjunto. Y sin embargo,
la esterilidad de FT, la muerte prematura de Fi, el no desarrollo de
un cigoto, una falla de la penetración en el tubo del polen, forman
una serie de pasos que llevan, al fin y al cabo, a las fallas en la atracción
sexual entre miembros de diferentes subespecies en el caso de los
animales, o de la polinización por diferentes insectos, en el caso de
las plantas.

Es concentrándonos en el beneficio reproductivo individual como


podemos precisar el punto en el que se divide la serie, la ruptura
entre lo adaptativo y lo incidental:

Es m uy probable que estos últimos fenómenos [fallas en la atrac­


ción y en la polinización] sean A. A:: desde el punto de vista del valor
reproductivo los primeros en las series son catástrofes, mientras en
éstos no hay detrimento de ninguna clase, o casi ninguno, siempre y *

* Fi es la primera generación filial, la descendencia de un cruce dé plan­


tas o animales de una generación parental de líneas puras (p l).

495
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

cuando las parejas o los polinizadores sean abundantes. En alguna


parte parece haber ocurrido una disyunción y por regla general será
en el punto donde un individuo se compromete tanto en realizar
una unión desaconsejada que reduce las expectativas de ser repre­
sentado por descendientes de generaciones futuras distantes.

Este punto dependerá de los hábitos reproductivos de la especie:

Una planta polinizada por el viento inevitablemente diseminará


su polen en toda clase de estigmas además de aquellos de su propia
especie, pero, puesto que el proceso de hacerlo es bastante aleatorio,
el polen que aterriza en ellas no tiene más valor reproductivo despil­
farrado que el polen que aterriza sobre el suelo, pues todo se permite
en una producción abundante. Pero si una de las plantas polinizadas
de esta manera se compromete con cualquiera de su limitado número
de óvulos en el desarrollo de esta estimulación, podría reducir seria­
mente su expectativa de tener una descendencia fértil. Pero, otra vez,
si la incompatibilidad fuera tal que el embrión estuviera destinado a
morir en una etapa temprana, y si el ovario contuviera más óvulos
de los que pudiera volver semilla en caso de ser todas fertilizadas,
entonces la planta no perdería valor reproductivo.
Bajo estas circunstancias podría surgir un A. A. que trabajara
matando los embriones prematuros. A sí mismo una flor que establece
múltiples* aquenios podría probablemente darse el lujo de dejar que
algunos se degeneraran sin que decreciera su producción total de
semillas. Similar podría ser el caso de un árbol cuyas semillas germi­
naran en grandes números en un vecindario cercano; aquí, otra vez,
las semillas menos aptas (y las híbridas) podrían morir sin afectar el
valor reproductivo del árbol. Pero si las semillas fueran dispersadas
de tal manera que la competencia por la luz y el suelo se diera con
semillas de otros árboles de la misma especie, entonces sí sería una
verdadera pérdida para su padre si con su muerte la semilla híbrida
le diera su lugar a una no relacionada.
En consecuencia lo tardío de la etapa en la que un A. A . puede
operar se determina por las circunstancias de reproducción que
pertenecen a la especie en cuestión. Con el caso de la planta polinizada*

* Aquenios o frutos secos que contienen una sola semilla.

496
LA G R A N D IV IS IÓ N DE LA S E L E C C IÓ N

por el viento de que hablábamos uno puede comparar el de la orquí­


dea, en la que sería desastroso entregar la polinización a un insecto
que volara a las flores de otra subespecie: en este caso uno podría
esperar que operara un A . A . en la etapa de la atracción del insecto.

Es claro, entonces, que no hay un punto universal único en la secuen­


cia de reproducción en donde la selección detenga la aplicación de
los mecanismos de aislamiento. Las decisiones de la selección natural
dependerán de los costos de los futuros padres, y sobre todo de los
costos de oportunidad. Éstos pueden muy bien diferir de especie en
especie, entre macho y hembra, incluso en el mismo individuo en
diferentes etapas de su carrera reproductiva.
¡Si se les hubiera hecho caso a tales ideas! Los darwinistas se hi­
cieron Conscientes de la necesidad de entresacar lo adaptativo de lo
incidental en los mecanismos de aislamiento. Pero el intento de ha­
cerlo los enredó en concepciones erróneas nuevas. Varios de ellos,
retirándose demasiado hacia atrás para no caer en la trampa de la
“espéciación es altruista”, aterrizaron en otro precipicio. Si hemos de
entender las soluciones de Darwin y en particular las de Wallace para
el problema de la esterilidad interespecífica, y lo que es más, los jui­
cios de los biólogos e historiadores de hoy sobre estas soluciones,
primero necesitamos entender - y clarificar- estos errores. Éste es el
tema de nuestra próxima sección.

La gran división de la selección: ¿El apareamiento o el destete?

Una idea extraña se pavonea en la bibliografía sobre especiación,


y lo ha hecho desde comienzos de la década de los años sesenta. Es la
idea de que la selección natural puede aplicar mecanismos de aisla­
miento antes del apareamiento, pero que no tiene poder sobre los
posteriores. Un mecanismo de preapareamiento es, por ejemplo, la
selección de la procreación en diferentes estaciones o en diferentes
lugares; la falla en la atracción sexual entraría aquí. Un mecanismo
de postapareamiento sería, por ejemplo, el rechazo a un feto no via­
ble; la esterilidad híbrida podría estar ubicada aquí. Desde este punto
de vista, entonces, la selección puede favorecer una inclinación pobre
a aparearse, pero no una “ inclinación pobre” a retener un embrión
cuyo destino sea la esterilidad; puede favorecer una tendencia a pre­
ferir una llamada de apareamiento sobre otra, pero no una tendencia
a preferir un descendiente sobre otro.

497
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

Pero en la práctica, como lo hemos notado, la selección natural


puede no tener efectos detectables. N. H. Barton y G. M. Hewitt han
sostenido que: “a pesar de la popularidad de la idea de que la selec­
ción puede incrementar... el aislamiento de las zonas híbridas, hay
notablemente poca evidencia de tal aplicación. Sólo podemos encon­
trar tres casos plausibles” (Barton y Hewitt 1985, pág. 137). Uno de los
ejemplos que aceptan tiene que ver con dos especies de un sapo de
boca pequeña, Microhyla olivácea y M. carolinensis, de los EE.UU.
(Blair 1955). Las llamadas para aparearse de las especies eran por lo
general muy semejantes. Pero en las áreas donde se encuentran, hay
una “divergencia sorprendente” en las formas puras (Blair 1955, pág.
478). En estos lugares las llamadas de la M. olivácea tienen un tono
más alto que las de la carolinensis, en promedio casi el doble de la
longitud del esfuerzo de su vecino, y también comienza con un sonido
distintivo, que la olivácea nunca usa. De hecho, la olivácea está tan
transformada en las zonas donde coexisten, que “la llamada de la
olivácea de Arizona se parece a la de carolinensismás que a la olivácea
de Texas y Oklahoma [que quedan en las zonas donde coexisten o
cerca de ellas]” (Blair 1955, pág. 474). Éste es un ejemplo prototípico.
La mayor parte de los darwinistas presuponen que es típico. Sin em­
bargo, independiente del hecho de que la mayor parte de los darwi­
nistas tengan o no la razón, por el momento no nos preocupa lo que la
selección hace en realidad. Nuestra preocupación en este momento
es con lo que podría hacer, en principio: ¿Podría aplicar mecanismos
de postapareamiento tanto como de preapareamiento una y otra vez?
La bibliografía nos dice que no lo puede hacer.
Aquí, por ejemplo, tenemos a John Mecham a comienzos de 1960:

hay una buena razón para creer que los mecanismos de postapa­
reamiento, si es que existen, son rara vez establecidos o intensificados
por medio de la acción de la selección natural. Existe considerable
desacuerdo en la bibliografía con respecto al significado de la selec­
ción natural en lo que atañe a los mecanismos de aislamiento repro­
ductivo, lo que se debe, al menos en parte, al hecho de que no se han
comprendido con claridad las diferencias tajantes en la significación
adaptativa de los mecanismos de postapareamiento y preapareamien­
to. De acuerdo con la teoría propuesta por Dobzhansky (1 9 4 0 y en
otras partes) y basada en Fisher ( 1930), si se da cualquier grado de
hibridización entre dos formas diferentes, es más probable que los
factores hereditarios que prom ueven los apareamientos intra-

498
LA GRAN DIVISIÓN DE LA SELECCIÓN

específicos (en oposición a los interespecíficos) se perpetúen (para


ser seleccionados). Esto se debe al hecho de que la progenie produci­
da al cruzar diferentes genotipos integrados es probablemente infe­
rior, desde el punto de vista adaptativo, en la mayoría de los casos a
los tipos de padres puros, por lo que es menos probable que sobrevi­
van los genes que se gastan en la producción de híbridos. De ahí se
sigue que, bajo estas condiciones, los mecanismos de aislamiento re­
productivo entre especies se intensificarían por medio de la acción
de la selección natural en zonas donde coexisten. Un punto impor­
tante que generalmente pasan por alto (tanto Dobzhansky como los
demás) es que los mecanismos de aislamiento del postapareamiento
no pueden reforzarse por medio de tal proceso, porque de ninguna
m anera actúan de m odo que prom uevan los apaream ientos
homocigóticos, en oposición a los heterocigóticos. La teoría, por tanto,
es aplicable sólo a los mecanismos de aislamiento del preaparea­
miento.
...lo s factores h ered itario s que aum entan el aislam iento
reproductivo tendrán un valor de supervivencia superior a aquellos
que no lo hagan, en los casos donde ocurra algún tipo de hibridización
natural. Esta teoría cubre cualquier mecanismo de aislamiento de
preapareamiento... pero... no se puede aplicar a los mecanismos de
aislamiento del postapareamiento, ninguno de los cuales favorece los
apareamientos intraespecíficos sobre los interespecíficos (Mecham
1961, págs. 4 3-4,50).

Si nos vamos a la década de 1970 encontramos a Theodosius Dobz­


hansky, el eminente genetista evolucionista que Mecham citaba, que
quizás había tomado estas palabras al pie de la letra: “ Los mecanismos
de postapareamiento tales como la no viabilidad y la esterilidad
híbridas son productos de la divergencia genética: los de preaparea-'
miento se efectúan por la selección natural para que mitiguen o eli­
minen las pérdidas de aptitud que resultan de la hibridización de
formas genéticamente divergentes y diferencialmente adaptadas”
(Dobzhansky 1975, pág. 3640). En la década de 1980, Murray Littlejohn*
en una reseña amplia del aislamiento reproductivo dijo que sólo los
mecanismos de aislamiento reproductivo de preapareamiento “son
susceptibles de dirigir la acción de la selección natural al efecto de
aislamiento per se” (Littlejohn 1981, pág. 300). (Sin embargo, este
punto de vista no es universal (véase v. gr. Coyne 1974; Grant 1966,
pág. 100,1971, pág. 180).)

499
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

Esta posición es exactamente opuesta a la que sirvió de acicate a


Hamilton. Encontraba éste que a la selección natural, en el nombre
de un bien mayor, se le daba el crédito de tener capacidades absurdas
para una fertilidad muy precisa en cualquier punto, llegando incluso
a esterilizar a los híbridos o a los descendientes híbridos. Pero ahora,
en esta distinción de preapareamiento y postapareamiento, encon­
tramos que a la selección natural, por el contrario, le adjudican de­
masiado poco control, y se presume que su influencia termina en el
encuentro de un óvulo y un espermatozoide. Veremos que esto fue
un látigo contra las explicaciones de lo bueno para la especie, un
intento de desalojar su noción vaga y demasiado ambiciosa de los
poderes de la selección. El propósito de estos críticos fue distinguir
entre los mecanismos de aislamiento reproductivo que podrían ser
resultado de que la selección natural en acción actuara a nivel del
individuo y los que no lo eran. Pero su solución estaba errada.
La selección natural no reconoce ninguna distinción entre el pre
y el postapareamiento. Sin duda, es mucho menos eficiente poner
barreras para el postapareamiento que prevenir el apareamiento, como
primera medida. Sin embargo, la selección natural bien podría deci­
dir que aun una barrera ineficiente es preferible a permitir que el
peso muerto o la posible esterilidad sigan su curso. Llegado el caso, la
selección bien puede animar el aborto de un embrión híbrido de baja
fertilidad si al hacerlo fibra a la madre para encontrar una pareja que
pueda dotarla de nietos. ¿Para qué llevar a una muía a término si
mejor podría procrear un hijo o una hija fértil? Mejor abortarla o
que muera antes del destete, que gastar recursos que podrían caer en
terreno más fértil. Por supuesto, la selección natural podría haber
tenido un mejor desempeño si hubiera evitado que ocurriera la infe­
liz unión. Pero como un cigoto poco promisorio se desliza a través de
la red de otras barreras, la selección podría seguir actuando en lugar
de quedarse por ahí ociosa. Hay que admitir que es difícil imaginar
cómo pudo la selección natural llegar tan lejos en esta dirección, de
manera que favoreciera la esterilidad híbrida. Tal teoría tendría que
suponer una combinación improbable de circunstancias. Si, por ejem­
plo, los hijos de mi descendiente híbrido fértil fueran estériles (lo
que se llama rompimiento del híbrido), pero compitieran con los
nietos no híbridos, y si, de una u otra manera, yo tuviera el poder de
manipular la fertilidad en mis descendientes, entonces la esterilidad
híbrida bien podría ser una adaptación: los genes de padres manipu­
ladores serían favorecidos sobre los genes de padres que permiten
500
LA GRAN DIVISIÓN DE LA SELECCIÓN

que todos sus nietos, estériles y fértiles, luchen por los mismos re­
cursos limitados. Pues bien, éste es un caso absurdo. Pero ilustra la
moraleja: si estamos buscando el punto de corte de la selección, la
distinción entre preapareamiento y postapareamiento es irrelevante
y no lleva a ninguna parte. La distinción correcta es pre y pos destete,
donde destete significa cualquier inversión paternal. Es aquí donde
está la gran división. En una alternativa, la selección natural podría
actuar para ahorrarles costos a los padres; en la otra, se queda impo­
tente.
Yo quedé perpleja cuando vi aparecer esta distinción espúrea. ¿Qué
yacía tras ella? Ésta fue la pregunta que le formulé al profesor Ha­
milton. Entonces, cuando me contó cómo había llegado a escribir su
trabajo no publicado, me di cuenta de que la confusión había surgido
de una reacción contra el bienmayorismo. El análisis que se encuentra
en la bibliografía de hoy es un remanente de aquella reacción. Las
críticas estaban erradas, eran una reacción extrema. Pero este residuo,
sin embargo, sobrevivió hasta convertirse en el darwinismo del gen
egoísta de hoy.
Lo que sucedió fue lo siguiente. La idea del mecanismo de aisla­
miento viene de atrás, cómo veremos, desde el darwinismo del siglo
xix. Pero fue Dobzhansky, en su clásico Genetics and the Origin o f
Species, quien expuso la idea de modo sistemático y le aseguró su
lugar en la síntesis moderna, al producir una obra muy famosa ya y
una categorización muy citada (Dobzhansky 1937, primera edición,
págs. 228-58). Y, sin embargo, mostró escaso interés en cuáles de es­
tos mecanismos podrían ser adaptaciones y cuáles seguramente sólo
productos secundarios incidentales de divergencia durante la separa­
ción geográfica; de hecho, sólo una vez menciona explícitamente la
selección (Dobzhansky 1937, primera edición, pág. 258). Fue en un
trabajo varios años después cuando aceptó la necesidad de considerar
el papel de la selección natural, la necesidad de distinguir lo que
podía ser seleccionado de lo que tenía que ser incidental. (Dobzhansky
1940) Las ediciones siguientes de su libro reflejan el cambio: compa­
remos “ El origen del aislamiento”, págs. 254-8 en la primera edición,
con el “ Origen de los mecanismos de aislamiento”, págs. 280-8, en la
segunda y “El aislamiento reproductivo y la selección natural”, págs.
206-11, en la tercera. El punto de vista normal de la especiación, decía
en su trabajo, es que las barreras del aislamiento se acumulan sólo
como efectos secundarios. Pero la divergencia casi nunca sería sufi­
ciente para producir aislamiento reproductivo: éste tendría que ser
501
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

función de la selección natural. “ El problema básico”, entonces, “es


qué tan frecuentemente y hasta qué punto pueden los mecanismos
de aislamiento ser considerados subproductos adaptativos que surgen
sin la intervención de los procesos selectivos especiales” (Dobzhansky
1940, pág. 320). Esto hacía surgir la pregunta de por qué la selección
podría querer el aislamiento. A ella respondió: “Cada especie, género
y probablemente cada... raza geográfica es un complejo adaptativo
que encaja dentro de un nicho ecológico un poco distinto de aque­
llos ocupados por otras especies, géneros y razas” (Dobzhansky 1940,
pág. 316); la hibridización pone en peligro la integridad de estos com­
plejos adaptativos. Ahora bien, no está claro si Dobzhansky pensaba
a un nivel individual o a uno mayor. Pero para los darwinistas que
trabajaban con las ideas vagas de seleccionismo grupal, tal manera
de hablar podía haber estado preñada de ambigüedad. Ya hemos
encontrado “complejos adaptativos” en el artículo que Hamilton critica.
A continuación tenemos a John Moore, a mediados de la década de
1950, en su “punto de vista como embriólogo del concepto de especie”,
explicando que, contrario a lo que toma como la tesis de Dobzhansky,
la selección natural podría no estar siempre interesada en los mecanis­
mos de aislamiento porque no siempre son buenos para las especies:

no debemos suponer que el gasto de gametos siempre sea una


desventaja para la especie. Hay unos casos especiales donde el despil­
farro de gametos podría ser una verdadera ventaja para la población
global. Como caso hipotético consideremos una especie Cuyo número
se mantiene a raya por los depredadores y por el alimento disponi­
ble. Si la fuente de depredación se retira, entonces va a haber más
competencia por el alimento disponible. En algunas especies una
competencia fuerte puede producir un 100% de mortalidad. En esta
situación un poco de derroche de gametos sería ventajosa (Moore
1957, pág. 336). i

En este contexto expresó Mecham su distinción de preapareamiento


y postapareamiento. Buscaba cortar de tajo la proliferación de meca­
nismos de aislamiento que se le atribuían a la selección natural, con
el fin de seleccionar con más cuidado qué podría hacer en realidad la
selección individual y qué no. El fin último era, al parecer, eliminar
los planteamientos de seleccionismo grupal. Y en la mente de algunos
darwinistas, así fue, ciertamente, como llegó a verse. Dobzhansky,
por ejemplo, dijo en 1970:
502
LA GRAN DIVISIÓN DE LA SELECCIÓN

El que los mecanismos de aislamiento de postapareamiento se


puedan aplicar por medio de la selección natural es... un problema
abierto. Si la progenie de los híbridos es inferior en aptitud, parece­
ría ventajoso, para la especie a la que atañe, prevenir la hibridización,
bien sea por medio del aislamiento de preapareamiento o, de fallar
éste, por mecanismos de postapareamiento tales como la no viabili­
dad o la esterilidad de los híbridos Fi. Teóricamente la selección grupal
podría producir tal resultado. Sin embargo, dado que la eficiencia de
la selección grupal es baja con relación a la selección de genotipos
individuales, es dudoso que de esta manera surjan con frecuencia
mecanismos de aislamiento (Dobzhansky 1970, pág. 382).

Las falacias que generaron la distinción entre preapareamiento y


postapareamiento como línea divisoria de la selección nos son cono­
cidas ya. La primera, que encontraremos más tarde con Darwin y
Wallace, es la incapacidad de apreciar los costos y, más notablemente
en este caso, los costos de oportunidad. Para la selección natural el
juego nunca debió haber terminado mientras hubiera un gasto que
se pudiera ahorrar en esfuerzos reproductivos adicionales. Y, en prin­
cipio, tales costos de oportunidad podrían presentarse aun al comien­
zo mismo del “destete”. Por mucho tiempo, alimento y energía que
gastara un padre en un hijo o hija estériles, a este padre podría irle
mejor si abandonara a quien tuviera a su cargo que si perseverara en
su cuidado, si con ello el tiempo, el alimento y la energía le quedaran
a los hijos fértiles. Esto, hay que admitirlo, sería una manera des­
pilfarradora de proceder, pero menos despilfarradora que caminar
laboriosamente, dejando pasar oportunidades reproductivas más
prometedoras. La segunda falacia surge del pensamiento centrado
más en el individuo que en el gen. De acuerdo con un adagio de la
escuela de pensamiento de preapareamiento versus postapareamiento,
la selección natural tendría que actuar sobre la generación de los pa­
dres (v. gr. Murray 1972, pág. 81). En un punto de vista centrado en el
individuo, es fácil pasar de ahí a la idea de que la selección natural
tiene que actuar sobre los padres mismos, no sobre los descendientes
híbridos y ni siquiera sobre el feto. Otro dictado dice que la selección
natural está pendiente de evitar “el desperdicio de gametos” (v. gr.
Mecham 1961, pág. 43). De nuevo, es fácil caer en la idea de que una
vez se fertiliza un gameto su destino está sellado, y que la selección
natural no puede tener más interés. No estoy segura de la razón por
la cual, dentro de todo el esfuerzo reproductivo, se encumbra a los

503
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

gametos de tal manera. Pero es claro que se podría escoger una perspec­
tiva más razonable si se hubiera criticado el bienmayorismo desde
un punto de vista centrado en el gen, en lugar de centrado en el padre.
Y lo mismo es cierto de otra transmutación conceptual: pasar de la
idea de que la selección natural trata de evitar “el derroche del po­
tencial reproductivo” (v. gr. Mecham 1961, pág. 26) a la idea de que en
el momento crucial de la fertilización, aquel potencial está fijo para
siempre y que la influencia de la selección natural sobre él ha llegado
a su fin.

El problema de Darwin y Wallace

Busquemos “esterilidad” en el índice de Ernst Mayr en la primera


edición de El origen, y después, en el propio índice de Darwin para la
misma edición y encontraremos una diferencia diciente. Mayr nos
dirige a los “mecanismos de aislamiento” (Darwin 1859, pág. 501). El
índice de Darwin parece más el manual para un reproductor: la
esterilidad en los híbridos, las leyes y causas de la esterilidad, las
condiciones que la inducen (Peckham 1959, pág. 813). En el índice de
Mayr, la “esterilidad” tiene que ver con la especiación, con el origen
de las especies, tal como la entendemos hoy en día. Para el Darwin de
1859, sin embargo, el propósito de este capítulo sobre la esterilidad
era argumentar contra el creacionismo separado, contra el punto de
vista antievolucionista de que las especies le deben su origen a la in­
tervención divina. Su interés no se centraba en los mecanismos de
aislamiento ni en ninguna otra herramienta de la especiación, sino
en mostrar que no hay diferencia de importancia entre las especies y
las variedades.
Ahora busquemos la misma entrada del índice en ediciones pos­
teriores de El origen y de Darwinism de Wallace. Un nuevo tema ha
entrado en él: si es adaptativa la esterilidad. Y mientras la entrada de
Darwin dice, “no inducida a través de la selección natural”, la de Wa­
llace dice, “de híbridos producidos por la selección natural” (Peckham
1959, pág. 13; Wallace 1889, pág. 492). Durante la década de 1860 esto
se convirtió en el foco del interés de Darwin en la esterilidad. Y a
finales de 1860 se había convertido en un área de profundo desacuerdo
entre Darwin y Wallace.
Para entender los puntos de vista de Darwin y de Wallace sobre la
esterilidad interespecífica y la especiación necesitamos comprender

504
EL PROBLEMA DE DARWIN Y WALLACE

en qué estaban en desacuerdo. De manera que veamos su oposición


al creacionismo, al significado de explicar la esterilidad interes­
pecífica de manera adaptativa, y a una convergencia curiosa entre
estos asuntos.
El creacionismo especial descansaba sobre la idea antievolucionista
de que las especies eran fijas, inmutables e irreductibles, y que no
evolucionaban sino que surgían completas de un acto de la creación,
cada una traída al mundo de forma separada. La idea central de este
punto de vista era que las diversas especies eran fundamentalmente
diferentes. Las especies eran interestériles, mientras las variedades
podrían entrecruzarse. Era una parte esencial de la dotación de cual­
quier especie, parte de su preciosa unicidad, el que sus miembros
fueran estériles por fuera de su propio grupo, o, que si esa regla se
violaba, que la esterilidad se hiciera presente en una cría híbrida. Los
individuos, entonces, habían sido hechos estériles (con otras especies,
o en el caso de los híbridos, del todo) para el bien de la especie. Esto
iba más allá del vago bienmayorismo darwinista que hemos acabado
de analizar. La esterilidad interespecífica se consideraba la evidencia
de una mano organizadora, que luchaba por mantener las formas
naturales aparte, evitando que cayeran en un gran desorden. Por tanto,
se veía como la manera en que la naturaleza -o D ios- mantenía a los
seres vivos taxonómicamente bien definidos:

El punto de vista sostenido por la mayor parte de los naturalistas


es que las especies han sido especialmente dotadas de la cualidad de
la esterilidad cuando se entrecruzan, a fin de prevenir la confusión
de las formas orgánicas. Es cierto que este punto de vista parece plau­
sible al principio, pues habría sido muy difícil que las especies dentro
de un mismo país se hubieran mantenido separadas, de haber sido
capaces de entrecruzarse libremente (Peckham 1959, pág. 424).

Los críticos del darwinismo se aprovecharon de estas supuestas


diferencias entre variedades y especies (véase v. gr. Ellegárd 1958, págs.
206-9). La selección natural, decían, puede ser capaz de acumular
variedades. Pero, ¿cómo se las arregla para dar el último paso y separar­
las en especies? Hasta que los darwinistas explicaron cómo podía la
selección dar origen a la esterilidad no habían dado cuenta del origen
de las especies, no importa cuántas otras diferencias entre especies
hubieran sido capaces de explicar. Y lo que es más, no era suficiente

505
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

sólo con dar cuenta de ello. Los darwinista necesitaban demostrar


‘ante los ojos del mundo’ el desarrollo de la esterilidad entre dos es­
pecies incipientes.
Para empeorar las cosas, a algunos darwinistas les dio por tomar
en serio el reto empírico. El más notable, H. Huxley, para gran exas­
peración de Darwin, persistió en que, “hasta que se demuestre que la
cría selectiva da lugar a variedades infértiles entre sí, los fundamentos
lógicos de la teoría de la selección natural están incompletos” (Huxley
1893-4, ii, pág. vi; véase también v. gr. Huxley 1860, págs. 43-50,74-5,
1860a, págs. 389-91,1863, págs. 148-50,1863a, págs. 108-17,1887, pág.
198; Huxley, L. 1900, i, págs. 194-6, 238-9). Darwin, con toda razón,
rechazaba la idea de que tal demostración fuera necesaria, poniéndola
a la par con la noción de que los darwinistas tuvieran que mostrar
una transformación completa, paso a paso, de una especie a otra (v.
gr. Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 137-8,225-6,230-2,274,277,287).
Pero la queja de Huxley se contagió, diseminándose durante años
entre todas las personas que dudaban del darwinismo. A comienzos
del siglo xx, la retomaron Thomas Hunt Morgan y William Bateson,
quienes, como lo hemos notado, durante algún período de sus carre­
ras fueron antagonistas del darwinismo. De acuerdo con Morgan:

En toda la historia humana no sabemos de un sólo caso de trans­


formación de una especie en otra, si aplicamos los exámenes más
rígidos y extremos usados para distinguir especies salvajes una de la
otra. Puede demostrarse que a la teoría de la descendencia le falta,
por tanto, el rasgo más esencial que se necesita para darle a la teoría
una base científica (Morgan 1903, pág. 43).

Durante veinte años Bateson sostuvo que las objeciones de Huxley


eran mucho más serias, ahora que los experimentos de criar habían
sido ensayos fallidos:

este aspecto particular y esencial de teoría de la evolución que


atañe al origen y la naturaleza de las especies permanece en el más
completo misterio... La conclusión con la que crecimos, que las espe­
cies son el producto de la suma de las variaciones, ignora sus princi­
pales atributos... que el producto de sus cruces es a menudo estéril
en un mayor o menor grado. Desde comienzos del debate Huxley
señaló este grave defecto en la evidencia, pero antes que se hubieran
llevado a cabo los experimentos en cría a gran escala nadie consideró

506
EL PROBLEMA DE DARWIN Y WALL ACE

que ésta era una objeción seria. Con un trabajo m uy extenso se


esperaba que se supliera esta deficiencia. No ha sucedido esto, y el
significado de la evidencia negativa no puede negarse más... La
producción de un híbrido indudablemente estéril, a partir de padres
completamente fértiles, que se han criado bajo observación crítica, a
partir de un origen único común, es el acontecimiento que esperamos.
Hasta que seamos testigos de él, nuestro conocimiento de la evolu­
ción está incompleto en un aspecto vital (Bateson 1922, págs. 58-9).

Las palabras de Bateson, a su vez, hicieron una profunda impresión


en William Jennings Bryan, el fiscal fundamentalista de la ignomi­
niosa “pantomima de juicio” (Clark 1985, pág. 284). Algunos años
más tarde Haldane, señalando que la investigación en la cría de plantas
para esa época había proporcionado la evidencia que se exigía, hizo
hincapié en que, no obstante “los apologistas católicos, a quienes a
veces leo, porque sus argumentos son al menos coherentes, todavía
se burlan de nosotros los pobres darwinistas, por nuestro fracaso”
(Haldane 1932, pág. 55). La misma burla aparece en la obra amplia­
mente leída A ShortHistory ofBiology, de Charles Singer, publicada
por aquella época; uno de los tres puntos más débiles de la posición
darwinista -declaró Singer-, es la “ausencia de cualquier experimen­
to en la formación de las especies... Hasta que veamos a una variedad
convertirse en una nueva especie, no puede decirse que el problema
ha encontrado solución” (Singer 1931, págs. 305-6). Otro de estos
“puntos débiles” (del mecanismo de evolución), a propósito, era “la
ausencia de cualquier prueba de que las uniones de diferentes varie­
dades (esto es, especies incipientes desde el punto de vista de Darwin)
son relativamente más estériles que las uniones de la misma variedad”
(Singer 1931, pág. 305).) Aun hoy en día esta “ falla” se saca regularmente
a relucir cuando se habla de la muerte del darwinismo, generalmen­
te, como es predecible, con referencia triunfal a la pesada autoridad
de Huxley (v. gr. Hitching 1982, pág. 105).
Haciendo a un lado las demostraciones empíricas, Darwin y Wa-
llace pensaban que había un genuino asunto por explicar. De hecho,
como veremos, Darwin mostró que no había una diferencia absoluta
tal entre especies y variedades como la que los críticos sostenían.
Estos abogados eran capaces de mantener su clara distinción sólo
por medio de uña definición juiciosa: definían los grupos que se
entreprocreaban exitosamente como variedades y aquellos que nó lo
hacían los nombraban especies (véase v. gr. Darwin 1859, págs. 246-7,
507
LA P R O C E E A C I ÓN T R A S B A M B A L I N A S

268,277; Wallace 1889, págs. 152-3,167). Sin embargo, la aseveración


era más o menos cierta y los darwinistas necesitaban explicarla. Y
Wallace llegó al punto de aseverar que las “notables diferencias entre
variedades y especies con respecto a su fertilidad en el cruce” eran
“uno de los impedimentos mayores, o tal vez el mayor de todos, para
que se aceptara la teoría de la selección natural como explicación com­
pleta del origen de las especies” (Wallace 1889, pág. 152). Bien fuera
que la esterilidad interespecífica se pudiera explicar con o sin demos­
tración empírica, de manera adaptativa o no, los darwinistas habrían
proporcionado los toques finales necesarios para convertir las varie­
dades en especies.
En estrecha conexión con todo lo anterior estaba el problema
del efecto resbaloso del entrecruzamiento. Como lo enfatizaban los
críticos de Darwin, parecía que el entrecruzamiento podría evitar
cualquier diferenciación en grupos especializados, bien fueran varie­
dades o especies. Como resultado, Darwin, Wallace y sus contempo­
ráneos estaban a la espera de cualquier cosa que actuara como barrera
para cruzar diferentes grupos: las preferencias sexuales, la esterilidad,
o lo que fuera.
¿Vieron Darwin y Wallace que la esterilidad interespecífica tenía
que ver con el altruismo? “ Sí”, es la respuesta de dos de los historia­
dores que han escrito con más profundidad sobre este tema: Malcolm
Kottler y Michael Ruse. Kottler asevera que la esterilidad cruzada e
híbrida es “útil, al menos para la especie... si no para el individuo” y
que la selección grupal es una posible explicación de cómo se produ­
jeron; uno dé los “puntos centrales” del debate entre Darwin y Wallace
era, dice éste, “¿a qué nivel opera el proceso de selección” ?; la respuesta
de Darwin era que a nivel individual y la de Wallace que a nivel grupal
(Kottler 1985» pág. 388; véase también págs. 406,408,414). Ruse plan­
tea que “el hecho de que la selección produjera esterilidad contradice
su idea básica” (Rüse 1979a, pág. 217); “ la esterilidad entre miembros
de diferentes especies o, si se formaban híbridos, la esterilidad de
estos híbridos” era una cuestión “donde Darwin podría haberse visto
inclinado hacia mecanismos de selección grupal”, pues la esterilidad
de híbridos casi parecía “hacerle señas a un enfoque de seleccionismo
grupal” tentación que Darwin resistió, pero Wallace no (Ruse 1980,
págs. 619-20; 1982, pág. 191; véase también 1979a, pág. 217,1980, pág.
624). Otros comentaristas han estado de acuerdo con ellos (v. gr. Sober
1985, págs. 896-7). Ghiselin, independientemente, insinuó que aun la
autoesterilidad de las plantas (que analizaremos más adelante) po-
508
DARWIN CONTRA LA CREACIÓN

dría parecer altruista,una desventaja para el individuo, pero que ofre­


cía “ventajas a largo plazo para la especie” (Ghiselin 1969, pág. 149).
Más tarde veremos hasta qué punto eran justificadas estas asevera­
ciones.
Ahora estamos preparados para observar las aseveraciones de
Darwin y Wallace con relación al problema de la especiación, en par­
ticular a la esterilidad interespecífica e híbrida. Empezaremos con
Darwin. (Para análisis de las posiciones de Darwin y Wallace sobre
este problema véase Ghiselin 1969, págs. 146-53; Kottler 1985, págs.
387-417; Mayr 1959 particularmente págs. 226-8,1976, págs. 117-34;
Ruse 1979a, págs. 214-19 1980^ págs. 619-25, 1982, págs. 191-2;
Vorzimmer 1972, págs. 159-60,168-85, 203-9. Para mayores análisis
sobre el debate del siglo x ix acerca del papel del aislamiento geográ­
fico en la especiación véase Kottler 1978; Lesch 1975; Mayr 1976, págs.
135-43; Sulloway 1979. Para una visión moderna sobre la especiación
en general y la esterilidad interespecífica en particular véase v. gr.
Barton y Hewitt 1985,1989; Bush 1975; Endler 1977, págs. 12,13,142-51
(para especiación parapátrica). Maynard Smith 1958, págs. 215-58;
Mayr 1959 particularmente págs. 226-8,1963, págs. 89-135,1976, págs.
117-34; Ridley 1985, págs. 89-120. Para la obra de Darwin sobre la re­
producción de las plantas a la luz de los conocimientos posteriores
véase v. gr. Heslop-Harrison 1958, págs. 276-86; Whitehouse 1959. Para
el estado del conocimiento moderno sobre las plantas véase Ford 1964,
págs. 218-33; Lewis 1979; Meeuse y Morris 1984, capítulos 1-3; Stebbins
1950, págs. 189-250 (que es completo aunque un poco típico de una
época). Para un análisis de la selección sexual de los mecanismos re­
productivos que Darwin analiza véase Willson y Burley 1983. Ghiselin
1969, págs. 141-6,151-3» 1974» págs. 120-4,243-4 trata tangencialmente
algunos puntos relevantes.)

Darwin contra la creación: incidental, no de dotación

Darwin tomó el desafío creacionista sobre la esterilidad inter­


específica con mucha seriedad, tratándolo en E l origen como una de
las cuatro “dificultades de la teoría” : “ ¿cómo podemos explicar que las
especies, al cruzarse, sean estériles y produzcan descendencia esté­
ril, mientras que, cuando se cruzan las variedades, su fertilidad no se
ve impedida?” (Darwin 1859, pág. 172). Le dedica al problema todo
un capítulo: “ El hibridismo” (Darwin 1859, págs. 245-78; Peckham
1959 »págs. 424-74).

509
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

Su línea de ataque es mostrar que la naturaleza no despliega nin­


guna de las relaciones sistemáticas y claras de esterilidad de especies/
fertilidad de variedades, que los creacionistas han sostenido. Lejos de
ser una línea divisoria clara, la capacidad de interprocrear se mueve
de una manera excéntrica hacia atrás y hacia adelante, y a menudo de
modo impredecible, por entre las especies y variedades, los cruces
primeros y los híbridos, los machos de una especie cuando se unen
con la hembra de otra especie y viceversa, los vástagos bastardos de
variedades y de los hijos híbridos de las especies. Consideremos, por
ejemplo, el “hecho singular... de que hay plantas individuales... que
pueden ser fertilizadas mucho más fácilmente por el polen de otra
especie distinta que por el propio polen..., Todos los individuos de
casi todas la especies de Hippeastrum parecen tener este problema”
(Peckham 1959, pág. 430). Consideremos esto también:

Existe a menudo una inmensa diferencia en la facilidad de hacer


cruces recíprocos entre [machos de una especie y hembras de la otra
y viceversa]. Tales casos son bien importantes, porque demuestran
que la capacidad de cualquier par de especies al cruzarse es a menu­
do completamente independiente de su afinidad sistemática, esto es,
cualquier diferencia en su estructura o constitución, exceptuando su
sistema reproductivo... Para poner un ejemplo: el M irabilis jalapa
puede ser fácilmente fertilizado por el polen del M . longiflora, y los
híbridos así producidos son suficientemente fértiles; pero Kólreuter,
durante ocho años seguidos, trató más de doscientas veces de fertili­
zar recíprocamente la M. longiflora c on el polen de la M . jalapa, y
fracasó por completo (Peckham 1959, pág. 438).

“Ahora bien”, pregunta Darwin, “ ¿indican estas reglas singulares


y complejas que las especies han sido dotadas de esterilidad simple­
mente para evitar que se confundan en la naturaleza? Creo que no”
(Peckham 1959, pág. 440). ¿Por qué, por ejemplo, difiere tanto la es­
terilidad de especie en especie si es igualmente esencial para todas?
¿Por qué se entrecruzan fácilmente algunas especies y sin embargo
producen híbridos estériles, mientras otras se cruzan con dificultad y
sin embargo producen híbridos más o menos fértiles? ¿Por qué, de
hecho, existen los híbridos? ¿Para qué adjudicarle a una especie Un
poder especial de producir híbridos y después detener su propagación
adicional por medio de diferentes grados de esterilidad...?; parece un
extraño arreglo” (Peckham 1959, pág. 440). La esterilidad entonces
510
DARWIN CONTRA LA CREACIÓN

no es una “dotación especiar: “ Ni la esterilidad ni la fertilidad se


pueden dar el lujo de establecer ninguna distinción clara entre es­
pecies y variedades” ; las especies “originalmente” existían como
variedades y no hay “distinción esencial” entre las dos (Peckham 1959,
págs. 427, 474 , 4 7 0 ).
La teoría de Darwin es que “la esterilidad tanto de los primeros
cruces como de los híbridos es simplemente incidental o dependien­
te de fuerzas desconocidas, en sus sistemas reproductivos”, (Peckham
1959, pág. 440-1); “mezclar” o volver “compuestas” las estructuras
distintas disminuye la fertilidad (v. gr. Peckham 1959, pág. 450). (En
ediciones más tempranas de El origen menciona también otras dife­
rencias constitutivas y estructurales. Pero en la última edición, hace
énfasis más que todo en los cambios de los elementos sexuales en el
sistema reproductivo (v. gr. Peckham 1959, pág. 466).) A propósito,
su teoría de que la esterilidad era incidental se aplicaba igualmente,
como la última cita lo sugiere, al primer cruce y a la esterilidad híbrida.
Hay que admitir que en las primeras tres ediciones de El origen no
distingue entre los dos casos. Pero esta distinción no tiene que ver,
como pudiéramos esperar, con lo incidental y lo adaptativo. Distin­
gue entre diferentes causas fisiológicas del disturbio reproductivo:
“Las especies puras tienen, por supuesto, los órganos de la reproduc­
ción en una condición perfecta... los híbridos, por otra parte, tienen
órganos reproductivos funcionalmente impotentes... En el primer
caso, los dos elementos sexuales que van a formar el embrión son
perfectos; en el segundo, o no están desarrollados del todo o no lo
están perfectamente” (Peckham 1959, pág. 425; véase también v. gr.
pág. 447). Más tarde, cuando llegó al punto de vista de que las per­
turbaciones fisiológicas eran muy parecidas, dejó de distinguir entre
esterilidad en primeros cruces de híbridos (v. gr. Peckham 1959, págs.
424-5, 4 4 7 -9 , 4 7 2 ).
La esterilidad, entonces, no tiene ningún propósito, es sólo uno
de los accidentes de la naturaleza. No es “una cualidad especialmente
adquirida y de la que se está dotado, sino secundaria a otras diferencias
adquiridas” (Peckham 1959, pág. 425). Como dice en Variation under
Domestication: “ Debemos inferir que ha surgido incidentalmente
durante la lenta formación de las especies, en conexión con otros
cambios desconocidos en su organización” (Darwin 1868, ii, pág. 188).
Y para exhibir la diferencia entre lo que es de “dotación especial” y lo
que es incidental, Darwin esboza una analogía con el potencial de
hacer injertos:
511
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

Como la capacidad de injertar una planta en otra es tan poco


importante para su bienestar en un estado natural, presumo que
nadie supondrá que esta capacidad es una cualidad de la que está
especialmente dotado, sino que admitirá que es incidental con rela­
ción a las diferencias en las leyes de crecimiento de las dos plantas...
(Peckham 1959, pág. 441; véase también págs. 4 4 1-3,4 7 1).

En Variation under Domestication cita da susceptibilidad al veneno


como ejemplo conocido de una propiedad incidental:

Por una cualidad que surge de modo incidental, me refiero en


tales casos a diferentes especies de animales y plantas que se afectan de
modo diferente por venenos a los que no están expuestas naturalmen­
te; y esta diferencia en la susceptibilidad es claramente incidental con
relación a otras y desconocidas diferencias de su organización (Dar-
win 1868, ii, pág. 188).

Darwin agrega que su explicación no va “al meollo del asunto”


(Peckham 1959, pág. 451), porque no puede explicar por qué se saca
la reproducción del juego; pero tampoco habría podido arreglárselas
sin mucho más conocimiento de los mecanismos de la herencia. (Y
aún hoy en día no se entiende por qué los híbridos son a menudo
completamente viables y sin embargo estériles.)
A propósito, a Darwin le impresionaba tanto la arbitrariedad de
las “reglas singulares y complejas” que había descubierto que llegó a
ver la esterilidad corno un parámetro no confiable para distinguir las
especies: ‘‘El examen fisiológico de fertilidad disminuida... no es cri­
terio seguro para la distinción de las especies” ; “la evidencia de esta
fuente se va alejando de modo gradual, y es dudosa en el mismo grado
que la evidencia derivada de otras diferencias inconstitucionales y
estructurales” (Peckham 1959, págs. 456, 427). Estos “arreglos extra­
ños” también presentan dificultades, de una clase bastante diferente,
para aquellos que todavía estaban decididos a ver la esterilidad como
evidencia de la mano divina. Mivart, por ejemplo, persistió en la ase­
veración de que la inteligencia de Dios era manifiesta; pero, decidió
entonces que; no era ciertamente “como la nuestra” (Mivart 1871a,
págs. 124-5, 238).

512
DARWIN CONTRA LA SELECCIÓN NATURAL

Darwin contra la selección natural: incidental, no seleccionada

Hasta aquí el Darwin de las tres primeras ediciones de El origen.


Sus argumentos en este libro se dan con naturalistas de una era
predárwinista. Pero desde la cuarta edición, publicada en 1866, intro­
duce una nueva pregunta, una pregunta darwinista: ¿Es la esterilidad
adaptativa? La responde con un firme “No” ; de hecho hay tres razones
para decir “no”, seguidas por una cuarta razón en la edición sexta y
varias otras en trabajos posteriores. Sin embargo, durante la década
de 1860 jugaba con una teoría que esperaba daría la respuesta “ Sí”, y
en las ediciones cuarta y quinta esboza su conjetura, aunque de in­
mediato la repudia y la omite por completo en la última edición, en
1872. (Para los argumentos de Darwin en pro y en contra en E l origen,
véase Peckham 1959, págs. 443-7,471; estas discusiones están repeti­
das casi textualmente en 1968 y 1975 (1868, ii, págs. 185-91, segunda
edición, págs. 211-18).) Miraremos primero las cuatro razones para
rechazar una explicación adaptativa.
Desde la primera edición de El origen Darwin había mencionado
de paso que la esterilidad le planteaba un problema a la selección
natural: “ En la teoría de la selección natural el caso es especialmente
importante, en tanto que la esterilidad de los híbridos [y, agrega más
tarde, “la esterilidad de las especies cuando se cruzan por primera
vez” ] no sería ninguna ventaja para ellos, y por tanto, no podría ha­
berse adquirido por medio de la preservación continua de grados de
esterilidad productivos y sucesivos’’ (Peckham 1959, pág. 424). Había
dejado el asunto de la selección natural en este punto. Su pregunta
no era ¿incidental o seleccionada?, sino ¿incidental o especialmente
dotada? En la cuarta edición, sin embargo, su pregunta se amplía.
Para el resumen del comienzo del capítulo, “ La esterilidad, no una
dotación especial, sino incidental con relación a otras diferencias”,
agrega la frase “no acumulada por selección natural” (Peckham 1959,
pág. 424).
“En una época me parecía probable”, dice Darwin, “como les ha
parecido a otros, que la esterilidad de los primeros cruces y la de los
híbridos podría haber sido adquirida a través de la selección natural
por medio de grados de fertilidad inferior, que, como cualquier otra
variación, aparecieron de manera espontánea en algunos individuos
de una variedad al cruzarlos con individuos de otras variedades”
(Peckham 1959, pág¿ 443; véase también Darwin 1868, ii, pág. 185). Al
fin y al cabo, la esterilidad preservaría las diferencias incipientes: “ Por-

5i3
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

que sería claramente ventajoso para las dos variedades de las especies
incipientes el hecho de que no fueran capaces de mezclarse, con el
mismo principio de que cuando un hombre está seleccionando al
mismo tiempo entre dos variedades, es necesario que las mantenga
separadas” (Peckham 1959, pág. 443; véase también Darwin 1868, ii,
pág. 185). (Es imposible decir si Darwin está pensando aquí en indi­
viduos o en un bien mayor; de cualquier manera, es claro a donde
apunta.) Pero, como lo dice en Variation: “cuando tratamos de aplicar
el principio de la selección natural a cómo adquirieron las especies
distintas su mutua esterilidad, nos encontramos con grandes dificul­
tades” (Darwin 1868, ii, pág. 185). Y llega al fin a la conclusión de que
la “esterilidad de los primeros cruces y de la progenie híbrida no ha
sido, hasta donde podemos juzgar, incrementada a través de la selec­
ción natural” (Peckham 1959, pág. 471).
Su primer argumento (Peckham 1959, pág. 443; véase también
Darwin 1868, ii, págs. 185-6) es que la selección natural no podría
haber sido siempre la causa de la esterilidad interespecífica, porque
en algunos casos las especies están geográficamente separadas la una
de la otra y no podían haber tenido la oportunidad de cruzarse. La
selección no habría tenido ocasión de dejar por fuera el entrecru­
zamiento porque de todas maneras estaba descartado por razones
geográficas.
Los argumentos de Darwin indican que la selección natural no
es esencial, pero, por supuesto, no la descarta del todo. De hecho, tal
como Darwin lo anotaba, si hubiera habido selección para la esterili­
dad entre especies vecinas, entonces la esterilidad entre especies
geográficamente separadas podría haber surgido como un efecto
secundario no buscado (Peckham 1959, pág. 443). Wallace señaló (Dar­
win, E y Seward 1903, i, pág. 294; Wallace 1889, pág. 173) que, de todas
maneras las especies que ahora están separadas podrían haber seguido
en contacto cuando se volvieron interestériles,
En el segundo argumento, Darwin (Peckham 1959, págs. 443-4;
véase también Darwin 1868, ii, pág. 186) toma el arma que había blan­
dido contra el creacionismo especial y la vuelve contra la selección
natural. La infertilidad en cruces recíprocos es demasiado asistemática
para ser adaptativa:

se opone en tanto grado a la teoría de la selección natural como


a la de la creación especial el que en cruces recíprocos el elemento
macho de una forma pueda volverse totalmente impotente en una

514
DARWIN CONTRA LA SELECCIÓN NATURAL

segunda forma, mientras al mismo tiempo el elemento macho de


esta segunda forma puede libremente fertilizar a la primera, porque
este peculiar estado del sistema reproductivo no podría tener ningu­
na ventaja posible para ninguna de las dos especies (Peckham 1959,
págs. 443-4)-

(Por “las dos especies” uno esperaría que él quisiera indicar “indivi­
duos de cualquier especie”, pero este punto es válido, no importa qué
nivel de selección tuviera en mente.)
Wallace objeta, con toda razón, que la selección natural no tiene
que hacer un trabajo adaptativo completo de un sólo golpe, mientras
una adaptación parcial fuera útil; y aun la semiesterilidad, decía él,
era de alguna ventaja para prevenir cruces interespecífieos: “la esteri­
lidad de un cruce sería ventajosa aun si el otro cruce fuera fértil: y del
mismo modo como las características ahora coordinadas podrían
haber sido acumuladas separadamente por la selección natural, los
cruces recíprocos pudieron haberse vuelto estériles uno tras otro”
(Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 293; véase también pág. 294). Darwin
aceptaba el punto de Wallace como principio, pero siguió reacio a
“admitir [en la práctica] la probabilidad de que la selección natural
ejecutara su trabajo de manera tan extraña” (Darwin, F. y Seward
1903, i, pág. 295). Éste es un juicio más bien arbitrario en boca de uno
de los abogados más destacados de la idea de que “el funcionamiento
extraño” fuera evidencia en favor de la selección natural y contra el
creacionismo.
Ahora llegamos “a la mayor dificultad” (Peckham 1959, págs. 444-5).
¿Cómo podría haber sido alguna vez ventajoso para un individuo
ser del todo infértil? Si, por ejemplo, dos variedades interfértiles se
hubieran entrecruzado, entonces ningún individuo se hubiera be­
neficiado de una pérdida de fertilidad: “no podría haber sido de ninguna
ventaja directa para un animal individual procrear pobremente con
un animal de otra variedad diferente, y, por ende, dejar poca des­
cendencia; en consecuencia, tales individuos no podrían haber sido
preservados o seleccionados” (Peckham 1959, pág. 444). O tomemos
el caso de dos especies que ya muestran alguna infertilidad al cruzarse;
otra vez, dice Darwin, ningún individuo se beneficiaría de una
infertilidad mayor:

tomemos el caso de dos especies que en su presente estado pro­


ducen al cruzarse una descendencia escasa y estéril; ahora bien, ¿qué
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L IN A S

puede favorecer la supervivencia de aquellos individuos que resul­


taban estar dotados de un grado un poco más alto de infertilidad
mutua y que se acercan así, en un paso pequeño, hacia la esterilidad
absoluta? Sin embargo, un avance de esta clase, si la teoría de la selec­
ción natural tiene importancia, debe haber ocurrido incesantemente
con muchas especies... (Peckham 1959, pág. 444).

¿Qué podría favorecer tal supervivencia? Darwin plantea esta cues­


tión de modo retórico. Pero hemos visto que los darwinistas moder­
nos tienen una respuesta a mano: los costos de oportunidad. Darwin
tenía razón en que la selección natural no puede hacer que despegue
la esterilidad interespecífica si hay interfertilidad plena (y los descen­
dientes híbridos no son inferiores). Pero si dos especies incipientes
son parcialmente estériles, es muy posible que haya enormes ventajas,
para los individuos de ambos lados, en volverse por completo
interestériles. Al igual que algunos de sus sucesores de un siglo después,
Darwin al parecer es incapaz de apreciar los costos totales, sobre todo
los de oportunidad, de producir “descendientes escasos y estériles”.
El punto es crucial para entender la posición de Darwin, y ya regresa­
remos a él.
Es en este argumento donde Darwin parece estar pensando más
explícitamente en el altruismo y reconociendo -pero rechazando-la
posibilidad de una explicación de nivel mayor. Tanto Kottler como
Ruse lo interpretan de este modo (Kottler 1980, pág. 406; Ruse 1979a,
pág. 217,1980, págs. 623-4). Darwin ciertamente parece plantear el
problema como un contraste entre grupo e individuo: “se tiene que
admitir... que una especie incipiente se beneficiaría si se volviera un
poco estéril al cruzarla con su forma paterna o con alguna otra variedad,
pues así se producirían pocos descendientes bastardizados y deterio­
rados que mezclaran su sangre con la de una variedad que estuviera
comenzando a formarse” (Peckham 1959, pág. 444). “Bastardía” y,
“mezcla de sangre” suenan como preocupaciones más bien de nivel
grupa! que individual (aunque “la descendencia deteriorada” tam­
poco sería deseable para un individuo si se interpusiera en el cuidado
de descendientes mejores). Y su respuesta, como acabamos de ver,
es que tal esterilidad no podría ser resultado de la selección natural
porque no sería ventajosa para ningún individuo. Entonces contras­
ta su caso con la esterilidad en los insectos sociales; allí, dice, puede
ser favorecida porque están en una comunidad social:

516
DARWIN CONTRA LA SELECCIÓN NATURAL

En el caso de los insectos estériles tenemos razones para creer


que las modificaciones en la estructura y fertilidad se han ido acu­
mulando lentamente, por medio de la selección natural, a partir de
una ventaja que se le había dado así indirectamente a la comunidad a
la cual pertenecían sobre otras comunidades de la misma especie;
pero un animal individual que no perteneciera a la comunidad so­
cial, si se volviera un poco estéril al cruzarlo con alguna otra varie­
dad, no ganaría en sí mismo ninguna ventaja o no le daría ninguna a
í otros individuos de la misma variedad, que llevara a su preservación
(Peckham 1959, pág. 444; véase también Darwin 1868, ii, págs. 186-7).

Es imposible decir sobre qué nivel se está hablando, pero es claro que
Darwin trata de establecer alguna clase de contraste entre las cos­
tumbres comunitarias de los insectos y la esterilidad derrochada de
un animal no social. (Mientras mayor es el contraste, sin embargo,
menos convincente se vuelve caracterizar a Darwin de seleccionista
individual hasta las últimas consecuencias. Ruse, por ejemplo, tiene
dificultades con esto y tiene que acabar por declarar que Darwin “veía
un panal de abejas completo como un individuo” (Ruse 1979a, pág.
217).)
En la sexta edición de El origen, Darwin le agrega una cuarta con­
sideración: (Peckham 1959, pág. 447; véase también Darwin 1868, se­
gunda edición, ii, pág. 214) la selección natural definitivamente no
podía haber sido responsable de la esterilidad interespeeífica en el
caso de las plantas. Y sin embargo, las reglas de la esterilidad son muy
parecidas para plantas y animales. De modo que también es poco
probable que sea adaptativa en los animales:

en el caso de las plantas tenemos evidencia concluyente de que la


esterilidad de especies cruzadas tiene que deberse a algún principio,
del todo independiente de la selección natural... Y del hecho de que
las leyes que gobiernan los diversos grados de esterilidad sean tan
uniformes en todo el reino vegetal y animal, podemos inferir que la
causa, cualquiera que sea, es la misma, o casi la misma, en todos los
casos (Peckham 1959, pág. 447).

La evidencia de las plantas es ésta. En ciertos géneros hay una gra­


duación en la esterilidad interespecífica que va desde las especies que
producen semillas en abundancia en algunos cruces, hasta aquellas
que producen menos semillas, y llega hasta las que no producen nin-

517
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I ÑA S

guna, pero se hinchan al contacto con el polen extraño. Una de las


tácticas normales de Darwin consistía en tomar una serie de etapas
intermedias en diferentes especies o géneros como evidencia plau­
sible de que la selección natural había estado en acción; así fue como
trató, por ejemplo, la evolución de un órgano notoriamente proble­
mático como el ojo (Darwin 1859, págs. 187-8). Una graduación en la
esterilidad a través de una gama de especies, entonces, podría parecer*
al principio, que apuntara a la adaptación. Pero en este caso, argu­
menta Darwin, la apariencia nos lleva por mal camino. Hay un hiato
en el punto crucial: el extremo de la característica -que produzca
hinchazón pero no semillas- obviamente no se transmite, y por tanto
no puede ser resultado de la selección: “Es aquí manifiestamente im­
posible seleccionar los individuos más estériles, que ya han cesado
de producir semillas; de manera que este apogeo de la esterilidad,
cuando sólo el germen se ve afectado, no puede haberse ganado por
medio de la selección” (Peckham 1959, pág. 447).
No es claro por qué encuentra Darwin esta evidencia más “con­
cluyente” que otra graduación de fertilidad que termina en la esteri­
lidad. Hay que presumir que no hay otros casos investigados en tanto
detalle; de modo que, como lo señaló en otra parte, era extremada­
mente difícil obtener datos similares de animales (Darwin, R y Seward
1903, i, pág. 231), (en particular de especies con fertilización interna).
Tal vez esta evidencia le pareció especialmente significativa porque
era el ejemplo de las plantas lo que le había dado esperanzas de expli­
car la esterilidad interespecífica de modo adaptativo.
Darwin, entonces, se sale de su camino para insistir en que la
esterilidad no es una adaptación. Pero, curiosamente, al mismo tiempo
en la cuarta y quinta edición de El origen (pero no en la sexta) también
agrega una conjetura de por qué la esterilidad sí podría ser adaptativa
en las plantas (aunque no en los animales) (Peckham 1959, págs. 445-7;
véase también Darwin 1868, págs. 187-8). ¿De qué se trata todo esto?
¿Por qué decide Darwin colocar la selección natural en primer lugar?
y ¿por qué repudia con firmeza y, al mismo tiempo, tentativamente
apoya la idea de que la esterilidad puede ser adaptativa?

El interludio adaptativo de Darwin

Lo que sucedió fue esto. A comienzos de la década de 1860 Darwin


comenzó un cruce experimental de plantas. Sus hallazgos llevaron a
un interludio emocionante e impetuoso. Le parecía que la autoeste-
518
EL INTERLUDIO ADAPTATIVO DE DARWIN

rilidad en las plantas era una adaptación. Y que el medio por el cual
la selección natural había logrado esta esterilidad interespecífica
también podía haber sido usado para hacer que la esterilidad evolu­
cionara entre las especies. Pero acabó por decidir que la esterilidad
dentro de las especies quizás era rara vez adaptativa, si es que alguna
vez lo fue, y la esterilidad interespecífica nunca lo fue. Pero durante
unos cuantos años, sus publicaciones reflejaron las conjeturas y argu­
mentos en contra, los resultados experimentales a favor y en contra,
la fortuna cambiante de sus ideas.
La historia comenzó en 1861, con el trabajo de Darwin sobre el
género Prímula (Darwin 1862a). En algunas especies, tales como en
las velloritas y las primaveras, las flores se dan de dos formas, con
una sola clase de flor por planta y la misma proporción entre plantas.
En una de las formas, la de alfiler, el estilo es largo y el estambre corto
(el estilo es la parte que termina en el estigma, la que recibe el polen,
y el estambre es la parte que segrega los granos de polen); en la otra,
la de cabo corto, el estilo es corto y el estambre largo. Darwin descu­
brió que ésta era una adaptación, un mecanismo estructural para
lograr la polinización cruzada por medio de los insectos. Los natura­
listas habían notado hace mucho tiempo que los descendientes de
plantas autopolinizadas carecían de vigor, y Darwin había concluido
en el pasado, que la selección natural favorecía la polinización cruza­
da (v. gr. Darwin 1862). Mostró que, en la mayor parte de las especies
dimórficas de las Prímula, las alturas del estambre y del estigma en
las dos formas estaban ingeniosamente apareadas, de manera que
cuando un insecto en busca de néctar insertaba su proboscis entre las
flores con estilo largo, el polen del estambre se pegaba a aquella parte
de la proboscis que más tarde tocaría el estigma de la de estilo corto,
y viceversa Entre 1861 y 1863 Darwin encontró la misma clase de pro­
visión estructural en otros grupos: en el lino y en otras especies Linum,
y en la lisimaquia púrpura y otras especies de Lythrum (algunas de las
cuales son trimórficas, con un estilo y dos estambres en cada forma)
(Darwin 1864,1865).
Mientras trabajaba en la Prímula, notó que el diseño no era a toda
prueba. Las flores podían seguir siendo autopolinizadas accidental­
mente. Se preguntó si, como respaldo para promover la polinización
cruzada por medio de arreglos estructurales, la selección natural
había desarrollado alguna barrera fisiológica para la autofertilización,
de modo que aun si el propio polen de las flores llegara a su estigma
de modo accidental, la unión no fuera fértil. El estigma y los granos
519
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

de polen eran ciertamente diferentes en las dos formas, signo quizás


de tal barrera. No podía comprobar su hipótesis autofertilizando
flores, porque los efectos dañinos del cruce interno (en su hipótesis,
la razón misma para tales barreras) influiría sobre los resultados. Pero
encontró que cuando cruzaba flores de la misma forma (cruces
homomórficos, las de estilo corto con las estilo corto o las de largo
con las de largo) la fertilidad era mucho menor que en los grupos
hetéromórficos. Supuso que esta falla en la fertilidad de una planta
con la mitad de los miembros de su especie era un subproducto de la
selección para la autoinfertilidad. Porque la selección natural tenía
que evitar que las flores fueran fertilizadas no sólo por ellas mismas
sino por cualquier flor de la misma planta; había recurrido a la ley de
la cobija: volver infértiles todas las uniones entre plantas de la misma
forma. Y como subproducto no buscado, incluso uniones entre dife­
rentes plantas de la misma forma se habían vuelto infértiles.
Y lo que es más, parece que Darwin encontró sorprendente evi­
dencia independiente para esta idea. Las flores de estilos cortos eran
estructuralmente más vulnerables a la autopolinización. Por ende, la
selección natural debería haber tomado precauciones mayores para
hacer sus inadvertidas uniones fisiológicamente estériles. Y en reali­
dad encontró que los cruces homomórficos de especies de estilo corto
eran mucho menos fértiles que los cruces homomórficos de las de
estilo largo:

las posibilidades de autofertilización son mucho mayores en ésta


[de estilo corto] que en la otra forma. Desde este punto de vista [de
que el propósito del dimorfismo es promover el entrecruzamiento]
podemos entender fácilmente la bondad de que el polen de la forma
de estilo corto, relativa a su propio estigma, sea el más estéril; porque
esta esterilidad sería el mayor requisito para frenar la autofertilización,
o para favorecer el éntrecruzamiento (Darwin 1862a: Barret 1977, ii,
pág.60).

En el Linum también encontró que mientras una forma era fértil con
su propio polen, en plantas de la otra forma “su propio polen no
produce más efecto que el de una planta de un orden diferente, o que
una cantidad de polvo inorgánico” (Darwin 1862a: Barret 1977, ii, pág.
63; véase también Darwin 1864). (Debió haberse sentido desalentado
al encontrar que la esterilidad del Lythrum no podía ser una adapta­
ción porque estaba relacionada inversamente al peligro estructural
520
EL INTERLUDIO ADAPTATIVO DE DARWIN

Forma de de estilo largo Forma de estilo corto

El amor de las plantas


N in g ú n p eq u eñ o d escu b rim ien to m ío m e d io ja m á s tanto p la c e r com o
d escifra r el sign ificad o d e las flo res d e estilo diferen te. (Darwin,
A u to b io g ra fía ).
P r ím u la v eris con estilo largo y estilo corto (prímula de alfiler y de cabo
corto) (de L a s diferen tes fo rm a s d e las flo res, de Darwin): Algunas especies
de P r ím u la producen dos formas de flores. Una, de estilos largos pero
estambres cortos, colocados en la parte baja del estilo floral; la otra de
estilos cortos, pero estambres largos que quedan cerca de la boca del
pistilo. (El pistilo termina en el estigma, que recibe el polen, y el estambre
es la parte que produce el polen.) Todas las flores de una planta tienen la
misma forma. Darwin descubrió que este dimorfismo es un mecanismo
estructural para promover la fertilización cruzada por parte de los insectos.
Las alturas del estambre y el estigma encajan de modo ingenioso en las dos
formas, de modo que cuando un insecto que busca néctar inserta su
proboscis en una flor de pistilo largo, el polen del estambre se le pega a
aquella parte de la proboscis que más tarde tocará el estigma de la del
pistilo corto, y viceversa.

de una unión “ ilegítima” : “ Si la regla fuera cierta, deberíamos consi­


derarla un resultado incidental e inútil de los cambios graduales por
los cuales ha pasado esta especie hasta llegar a su presente condición”
(Darwin 1865: Barret 1977, ii, pág. 120). Pero persistía en su conjetura).
Parecía, entonces, que la autoinfertilidad fuera trabajo de la selección
natural, con la infertilidad homomórfica como efecto secundario no
buscado.

521
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S
Unión legítima
Fertilidad completa

Unión

Las uniones legítimas e ilegítimas de las prímulas (de L a s diferen tes


fo rm a s d e las flo res, de Darwin): Darwin encontró que en ellas las uniones
“ ilegítimas” (de estilo corto con estilo corto o de estilo largo con estilo
largo) son menos fértiles que las “ legítimas”. Durante una época pensó que
esto podría ser una adaptación: una barrera fisiológica para que la
autofertilización respaldara las adaptaciones estructurales en pro de la
fertilización cruzada. Tal barrera garantizaría que, aún si el propio polen
de una flor por accidente llegara a su estigma, el matrimonio sería infértil.
También evitaría matrimonios fértiles entre flores de la misma planta.
Darwin encontró que, además, las uniones entre todas las flores de la
misma forma, aun de plantas diferentes, eran menos fértiles que las
uniones “legítimas”. Supuso que este último caso - la infertilidad entre
plantas diferentes- era un subproducto no buscado de la selección por la
autoinfertilidad, consecuencia inadvertida de una prohibición de fertilidad
entre flores de la misma forma. Parecía entonces que la selección natural
lograra la autoinfertilidad a un costo enorme de infertilidad con la mitad
de los miembros de la propia especie de la flor: una prímula era “estéril con
la mitad de sus hermanos”.

Darwin conjeturó que el mecanismo fisiológico por medio del


cual la selección natural había evolucionado hasta la esterilidad era
lo que él llamaba “preponderancia” El polen heteromórfico se había
vuelto hasta tal punto más potente que el homomórfico, que si por
accidente el estigma de una flor se exponía a su propio polen, enton­
ces cualquier polen heteromórfico que llegara al estigma “ borraría
la acción del polen homomórfico” (Darwin 1862a: Barret 1977, ii,
pág. 59) y se encargaría dé la fertilización (aun, en el caso de algunas
especies, si llegaba un día después). Esta “preponderancia” es la que
conocemos como incompatibilidad sexual, en este caso la autoin-
522
EL INTERLUDIO ADAPTATIVO DE DARWIN

compatibilidad. La planta puede reconocer y rechazar el polen propio


o uno similar. Como Darwin pensaba, un mecanismo bioquímico
para evitar la autofertilización, un respaldo a los mecanismos mecá­
nicos para evitar la autopolinización. Y por lo general actúa como
contraceptivo en lugar de hacerlo por medio del aborto, al intervenir
con la suficiente rapidez para que los óvulos de la planta se conserven
para otro intento.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la esterilidad entre las espe­
cies? Para Darwin la moraleja era aparentemente doble. La esterilidad
podía ser una adaptación. Y la preponderancia -en el caso interes­
pecífico, la preponderancia del polen de la propia especie sobre el de
la otra- podría ser el modo por el cual la selección natural logra la
esterilidad. Éste es el modelo que Darwin parece haber tenido en
mente, aunque fue cuidadoso en esbozar la analogía.
En su trabajo sobre la Prímula, apunta a un paralelo entre la este­
rilidad dentro de una especie y la interespecífica. Los cruces homo-
mórficos, dice, son tan estériles como los cruces interespecíficos, y hay
suficiente variación individual en la esterilidad dentro de la especie
para que la selección natural trabaje sobre ella; esto nos hace pensar
en la esterilidad interespecífica:

A l ver que así tenemos una base de variabilidad en la potencia


sexual, y que algunas especies de Prím ula ya han adquirido esterilidad
de una clase peculiar para favorecer el entrecruzamiento, aquellos
que creen en la m odificación lenta de las form as específicas se
preguntaran naturalmente si la esterilidad pudo o no haber sido
adquirida con un objeto distinto, a saber, evitar dos formas y al tiempo
adecuarse para líneas diferentes de vida, mezclándose por medio del
matrimonio, y ser así menos bien adaptadas a sus nuevos hábitos de
vida (Darwin 1862a: Barret 1977, ii, pág. 61).

(“ Las formas” parecen significar aquí una selección individual en


lugar de una de nivel superior; al fin y al cabo, hace una analogía de
la selección de nivel individual dentro de las especies. Dicho sea de
paso, la esterilidad en la Prímula es “peculiar” porque se da entre
parecidos.) Pero detiene abruptamente su especulación: “seguiría ha­
biendo numerosas dificultades mayúsculas aun si este punto de vista
se pudiera sostener” (Darwin 1862a: Barret 1977, ii, pág. 61). Sin em­
bargo, al escribirle a Huxley unos meses más tarde, a principios de
1862, es menos cauteloso: “ La segunda mitad de mi trabajo sobre la

523
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

Prímula en “Journal Linn.” me lleva a sospechar que de aquí en adelan­


te la esterilidad se tendrá que seguir considerando en buena medida
una característica adquirida o seleccionada, un punto de vista sobre
el que me gustaría haber tenido bastantes datos para poderlo haber
sostenido en El origen” (Darwin, F. 1887, ii, pág. 384). En diciembre
de aquel año escribió a su gran amigo Joseph Hooker, el eminente
botánico: “mis nociones sobre los híbridos se están modificando
considerablemente por el trabajo dimórfico. Ahora me siento muy
inclinado a creer que la esterilidad es al principio una cualidad se­
leccionada para mantener diferenciadas a las especies incipientes”
(Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 222-3).
De hecho, en las dos siguientes ediciones de El origen, la cuarta y la
quinta, de 1856 y 1869, parece indicar en realidad, al menos tentati­
vamente, cómo podría la selección natural haber producido esterilidad
interespecífica en las plantas:

En el caso de numerosas clases [de plantas], los insectos cons­


tantemente llevan polen de plantas vecinas a los estigmas de cada
flor y, en algunas, esto lo efectúa el viento: Ahora bien, si el polen de
una variedad, cuando es depositado en el estigma de la misma varie­
dad, se vuelve un poco más preponderante por variación espontánea
que el polen de otras variedades, esto sería, con seguridad, ventajoso
para la variedad; pues su propio polen borraría entonces los efectos
del de otras variedades y evitaría el deterioro de la característica. Y
mientras más preponderante se pudiera volver el polen propio de la
variedad, por medio de la selección natural, mayor sería la ventaja
(Peckham 1959, pág. 445).

La esterilidad interespecífica, dice, va acompañada siempre de esta


preponderancia. La gran pregunta es qué fue primero, la prepon­
derancia o la esterilidad, porque la selección natural no podría per­
mitirse promover esterilidad con polen extraño a menos que se
asegurara la autofertilización: “ Sabemos que... en el caso de especies
mutuamente estériles, el polen de cada una es siempre ponderante
en su propio estigma sobre el de las otras especies; pero no sabemos
si es consecuencia de la esterilidad mutua, o la esterilidad conse­
cuencia de la preponderancia” (Peckham 1959, págs. 445-6). Si la
preponderancia fue antes de la esterilidad, entonces tenemos una vía
que la selección natural podría haber adoptado: “A medida que la
preponderancia se volviera más fuerte por medio de la selección na­
524
EL INTERLUDIO ADAPTATIVO DE DARWIN

tural, por ser ventajosa para una especie en proceso de formación, asi
al mismo tiempo se vería la esterilidad como consecuencia de la pre­
ponderancia y el resultado final sería varios grados de esterilidad, tal
como ocurre con especies existentes” (Peckham 1959, pág. 446). Es claro
que Darwin ve la preponderancia como la clave. Si una flor comienza
con una selección asegurada de pólenes, la selección puede entonces
aumentar de modo gradual el poder del polen de su propia especie y
disminuir el del de las otras.
Una vez más escribe Darwin en un lenguaje de nivel superior. En
la cuarta edición llega incluso a decir que la preponderancia del pro­
pio polen sería ventajosa para la variedad porque “escaparía así de
volverse bastarda y deteriorada en su carácter” (Peckham), aunque el
“bastardismó”, una explicación a nivel de la especie, es algo que deja
por fuera de la quinta edición. Y sin embargo, es de suponer que está
pensando en un nivel individual, pues su razón para aferrarse a la
preponderancia es al parecer porque proporciona una clave de cómo
trabajan los costos y beneficios individuales.
Darwin ha expresado su conjetura. Y procede luego a retirarla. El
obstáculo, dice, es que no hay equivalente a la “selección de polen” en
los animales. Y, sin embargo, los modelos de esterilidad interespecí­
fica de los animales y plantas son similares, de modo que es posible
que tengan una causa común. Entonces, es de suponer, que en ningún
caso sea ésta la selección natural:

Este punto de vista se podría extender a los animales si las hem­


bras antes de cada nacimiento recibieran varios machos... Pero... la
mayor parte de los machos y hembras se aparean para cada naci­
miento, y algunos pocos de por vida... Podemos concluir que en el
caso de los animales la esterilidad de las especies cruzadas no se ha
aumentado lentamente, a través de la selección natural; y como esta
esterilidad sigue las mismas leyes generales en los reinos vegetal y
animal, es improbable, aunque parezca posible, que en el caso de las
plantas las especies cruzadas se hubieran vuelto estériles por un pro­
ceso diferente (Peckham 1959, pág. 446).

(Es irónico encontrar a Darwin, precisamente sosteniendo que las


hembras no tienen alternativa.) Y por ende, concluye, “debemos dejar
la creencia de que la selección natural ha desempeñado un papel; y
aquí nos vamos a nuestra propuesta anterior: que la esterilidad de los
primeros cruces, e indirectamente la de los híbridos, es simplemente

525
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

incidental con respecto a las diferencias desconocidas en los sistemas


reproductivos de las especies padres” (Peckham 1959, pág. 446; véase
también Darwin 1868, ii, págs. 228-9).
Darwin se convencía cada vez más de que la esterilidad interes­
pecífica no podía ser adaptativa. No incluyó esta especulación en sus
últimas ediciones de El origen (la sexta, 1872) y en Variations under
Domestication (la segunda, 1875).Y en Effects o f Cross and S elf
Fertilisation (1876) y en Different Forms o f Flowers (1877) hizo una
lista de diversas razones adicionales por las cuales era improbable que
la esterilidad en las plantas, aún dentro de la especie, fuera adapta­
tiva. Un argumento era que el grado de autoesterilidad no corres­
pondía al de inferioridad de la descendencia de la autofertilización,
de modo que era poco probable que esta inferioridad hubiese sido
una presión selectiva (Darwin 1876, págs. 345-6). Otra era que el
grado de autoesterilidad difería en gran medida en distintos descen­
dientes de los mismos padres (Darwin 1876, pág. 346). (Darwin plantea
la interesante posibilidad de que algunos individuos hayan sido se­
leccionados para entrecruzamiento y algunos para autocruzamiento,
“para garantizar la propagación de la especie” (Darwin 1876, pág. 346),
pero rechaza la idea porque los individuos autoestériles son demasiado
escasos. ¿Era una explicación de nivel superior, o de bien mayor o, más
interesante aún, alguna clase de concepto dependiente de la frecuen­
cia lo que estaba predominando en su mente?) Argumentó también
que los grados de esterilidad en los diferentes cruces homomórficos
difieren “caprichosamente” (Darwin 1877, pág; 265) y que el grado de
esterilidad se ve muy afectado por la temperatura, los nutrientes y
otros factores del entorno (Darwin 1876, págs. 345-6). Hizo énfasis en
que la esterilidad no puede ser seleccionada, a menos que se asegure
la fertilización cruzada (Darwin 1876, págs. 381-2); pero, dijo, hay
tantos mecanismos para lograr la fertilización cruzada, que la “es­
terilidad parece una adquisición casi superflua para este propósito”
(Darwin 1876, pág. 346). Finalmente, la selección natural no habría
traído la autoesterilidad al costo enorm e de la esterilidad
homomórfica, que le niega a las plantas la unión con la mitad de su
especie (dos terceras partes en las especies trimórficas). Ya en el trabajo
sobre la Prímula, cuando todavía pensaba que la autoesterilidad era
una adaptación, dijo: “no es sorprendente que el final [la fertilización
cruzada] se haya ganado... a expensas [de esto] ” (Peckham 1959, pág.
459). Ahora argumentaba:

526
EL INTERLUDIO ADAPTATIVO DE DARWIN

Es increíble que una forma tan peculiar de infertilidad mutua


hubiera sido adquirida especialmente, a menos que fuera altamente
benéfica para la especie; y aunque pudiera ser benéfico para un plan­
ta en particular ser estéril con su polen, pues de este modo se asegura
la fertilización cruzada, ¿cómo puede ser ventajoso para una planta
ser estéril con la mitad de sus hermanas, esto es, con todos lo indivi­
duos que pertenecen a su misma forma? (Darwin 1877, págs. 264-5).

(Si Darwin tomaba en serio este argumento, debería haber sostenido


que el sexo tampoco era adaptativo; él ciertamente reconocía que el
sexo tenía un costo muy semejante (v. gr. Darwin 1865: Barret 1977, ii,
pág. 126).) Armado con este arsenal de argumentos, Darwin descartó
de forma expedita la esterilidad interespecífica (Darwin 1877, págs.
466-9); el resultado del cruce y la hibridización siguen en buena
medida el mismo patrón dentro y entre las especies, de manera que
no hay razón para asumir que las causas sean diferentes; por ende,
concluyó, no hay esterilidad adaptativa: es del todo incidental. Y aun­
que ocasionalmente aceptaba que la selección natural podía dar lugar
a la autoesterilidad en algunos casos (v. gr. Darwin 1876, pág. 442,
1978, pág. 258), relegó la idea de que esto fuera cierto sólo en el caso
de la esterilidad interespecífica.
Es difícil entender por qué formó Darwin tal tormenta con todo
esto, a menos que nos pongamos en su posición. Recordemos que
tenía dudas sobre la idea de que la esterilidad fuera adaptativa por­
que le parecía que la selección natural tendría que romper lo que él
consideraba sin duda su regla fundamental para el éxito reproductivo
individual. Subestimaba los costos de oportunidad presentes en el
hecho de ser sólo parcialmente interestéril o de tener una descendencia
inferior o híbrida estéril.
Parece que la preponderancia lo liberó de su propia manera de
pensar, permitiéndole en su lugar pensar en términos de costos de
oportunidad, de que la selección no le quitaba al organismo las opor­
tunidades reproductivas sino que lo liberaba para aprovechar las
mejores. La esterilidad no surgía ya como una pérdida inevitable de
poderes reproductivos sino como la liberación de oportunidades
reproductivas superiores. La preponderancia proporcionaba un
modelo de la evolución de la selección reproductiva, una selección
entre un polen y otro, entre fertilización por los semejantes o por los
diferentes. Le permitía a Darwin mirar un sendero evolutivo a lo largo
del cual la selección aseguraba, primero, que la mejor opción se es-
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

Estilo
largo

Estilo
mediano

Estilo
corto

528
EL INTERLUDIO ADAPTATIVO DE DAR WIN

tablecía bien y sólo entonces le quitaba la menos atractiva. Es la garantía


de fertilización alternativa lo que vuelve la esterilidad una opción.
Tal como Darwin lo expresaba, al referirse a la autoesterilidad (esto
fue cuando decidió que la esterilidad no era adaptativa): “los medios
para favorecer la fertilización cruzada debieron haber sido adquiridos
antes que los que evitaban la autofertilización, pues sería manifiesta­
mente dañino para una planta que su estigma no recibiera su propio
polen, a menos que ya se hubiera adaptado bien para recibir polen de
otro individuo” (Darwin 1876, pág. 382).
Y lo que es más, cuando Darwin observaba la preponderancia del
polen (un incremento en su fertilidad) quizás estaba viendo el canal
mismo que la selección podía haber usado para promover también la
esterilidad del polen. Como lo escribió a Joseph Hooker en 1862: “Si
has observado el Lythrum vas a ver cómo puede el polen ser modifi­
cado sólo para favorecer el cruce; con igual facilidad podría haberse
modificado para evitarlo. Esto es lo que me hace interesarme tanto
en el dimorfismo, etc.” (Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 222-3).
Recordemos también que Darwin estaba pensando en la especia-
ción simpátrica (habiendo subestimado la importancia del aislamiento
geográfico en la especiación). No tenía en mente dos grupos que han
sufrido divergencias adaptativas dramáticas durante la separación
geográfica sino dos variedades inicialmente muy semejantes. Pensaba

“ Un arreglo matrimonial m uy complejo”


E n la m a n era d e fe rtiliz a c ió n estas p la n ta s ofrecen u n caso m ás n o table d e l
q u e se p u e d e en co n tra r en c u a lq u ie r otra p la n ta o a n im a l... la n atu raleza ha
o rd en a d o u n arreglo m a trim o n ia l m u y com plejo , a saber: u n a u n ió n trip le
en tre tres h erm afro d itas. (Darwin, L as diferen tes fo rm a s d e las flo res).
Las tres formas de la L y th ru m sa lic a ria (de L as diferen tes fo rm a s d e las
flo res, de Darwin): La planta produce flores con tres disposiciones en los
estilos y estambres. (El estilo recibe el polen donde éste termina en el
estigma; el estambre es la parte de la flor que produce los granos de polen.)
Los estambres vienen en tres tamaños: largo, mediano y corto; cada flor
tiene estambres de dos tamaños nada más. El estilo también puede ser
largo, mediano y corto; cada flor tiene sólo un estilo y es siempre de un
tamaño diferente al de los estambres. Cada planta produce flores de sólo
un tipo. Darwin se dio cuenta de que estas estructuras están dispuestas de
manera ingeniosa para promover la fertilización cruzada. Cuando un
insecto vuela de flor en flor, por lo general cargará polen de un estambre de
una flor a un estigma de tamaño correspondiente... lo cual se dará en una
flor de forma diferente.

529
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

que, bajo estas condiciones, los costos del entrecruzamiento no eran


severos (a diferencia del caso de la esterilidad dentro de las especies,
donde los costos de la autofertilización eran un incentivo enorme
para la polinización cruzada y la autoesterilidad). De hecho, Darwin
parecía más impresionado por los riesgos de la interesterilidad -de
que un individuo fuera privado de tantas parejas potenciales-, que
por las ventajas que parece haber en que este individuo procree sólo
dentro de su propio grupo. Una vez más, presumiblemente veía que
la preponderancia suavizaba el camino de la evolución. Al comienzo,
cuando había algunas ventajas para la procreación dentro de la varie­
dad, pero el balance del riesgo también le era favorable a la continua­
ción de la procreación con otras variedades, la selección en favor de
la preponderancia del polen de la propia variedad explotaría las
ventajas sin excluir por completo la fertilización cruzada^ Una vez
la ventaja de la fertilización dentro de la variedad hubiera aumentado
lo suficiente (por las divergencias adaptativas entre los dos grupos) y
los riesgos hubieran disminuido suficientemente (porque la selección
había promovido la fertilidad del grupo), la selección seria capaz de
favorecer la esterilidad con otras variedades.
Hasta aquí el breve encuentro con Darwin. Se puede predecir que
el intento de Wallace por explicar la esterilidad interespecífica de modo
adaptativo tomó un curso totalmente diferente.

Wallace: el poder de la selección natural

“Estoy profundamente interesado en todo lo que atañe a los po­


deres de la selección natural”, k escribió Wallace a Darwin, “pero, si
bien admito que hay unas pocas cosas que no puede hacer, no creo
que la esterilidad sea una de ellas” (Marchant 1916, i, pág. 203). Wa­
llace era reacio a aceptar que la selección natural no pudiera explicar
la evolución de una característica tan útil, generalizada y uniforme.
También le preocupaba que los antidarwinistas intentaran explotar
la incapacidad de Darwin de proporcionar una explicación adaptati-
va de algo tan esencial para el origen de las especies (Marchant 1916,
i, pág. 210). [Se preocupaba con toda razón; la reseña de Vernon
Kellogg de las críticas del darwinismo escrita a principios del siglo
en donde cita ésta como una de la “serie más bien formidable de obje­
ciones”, y menciona en particular a Thomas Hunt Morgan y su
ataque (Kellogg 1907, pág. 76)]. Wallace trató de cerrar la brecha
adaptativa. Y le pareció que había tenido éxito, aunque, con alguna
530
w a l l a c e : e l p o d e r d e l a s e l e c c i ó n N A T U R A L

razón, no muchos han estado de acuerdo. (Los puntos de vista finales


de Wallace sobre este asunto aparecieron después que Darwin murió,
en su Darwinism (Wallace 1889, capítulo 7, particularmente págs. 168-
80,184-6). Ésta era una versión simplificada déla solución que había
propuesto veinte años antes en su correspondencia con Darwin, en
1868 (Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 287-99; Marchant 1916, i, págs.
195-210 contiene en gran medida estas mismas cartas, pero con unas
cuantas adiciones (págs. 203,207)). La versión del libro de Wallace es
en buena medida la misma de la primera parte de su texto anterior.
La segunda parte del texto previo, en donde incluía algunas suposi­
ciones más complicadas sobre las condiciones iniciales, no agrega nada
de valor (Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 292-3, m) y no la exami­
naremos).
En un momento de su correspondencia con Wallace sobre la este­
rilidad interespecífica Darwin anotó: “No creo que pueda trabajar el
argumento de la esterilidad hasta que regrese a casa; ya he tratado
esto una o dos veces, y me hace dar un terrible dolor de estómago”
(Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 293). Después de tratar más de una
o dos veces, puedo entender los sentimientos de Darwin y los de su
familia: “ Tu trabajo ha llevado a tres de mis hijos casi a la locura; uno
de ellos se quedó hasta las doce de la noche leyéndolo” (Darwin, F. y
Seward 1903, i, pág. 293). El análisis de Wallace no lo muestra en su
mejor estado. Es difícil decidir a qué está apuntando y a veces difícil
encontrar el sentido darwinista de lo que parece estar diciendo. En
su libro, Wallace mismo admitió que su “argumento es más bien difícil
de seguir” (Wallace 1889, pág. 179) y llegó incluso a hacer un resumen,
sospechando que algunos lectores no serían capaces de entender el
texto completo (Wallace 1889, págs. 179-80). Su argumento parece
estar compuesto de varias ideas independientes. Una manera de
hacerle justicia es examinar estas ideas separadamente y después vol­
verlas a encajar para hacer una evaluación general.
La idea básica de Wallace es que la evolución de la esterilidad
interespecífica e híbrida procede en dos etapas. En la primera, la es­
terilidad se adquiere incidentalmente. En la segunda, la selección
natural entra a moldear estos accidentes en la forma de una barrera
reproductiva sistemática entre las especies. Hace énfasis en que su
argumento se aplica sólo cuando la esterilidad surge al comienzo de
modo incidental, aunque es probable que esto suceda muy a menudo
(Marchant 1916, ii, pág. 41; Wallace 1889, pág. 179).
Consideremos, dice Wallace, que dos variedades de la misma área
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

que se están adaptando a diferentes nichos ambiéntales, tales como


sitios húmedos o secos, bosques o campo abierto. Las dos formas
pueden ser completamente interfértiles, en cuyo caso, si los híbridos
son más vigorosos, les irá mejor que a las cepas puras (“El vigor hí­
brido” era un efecto comúnmente observado y bien documentado).
Pero es más probable que los híbridos sean un poco infértiles. Darwin
ha mostrado, nos lo recuerda Wallace, que la reproducción exitosa
requiere una compatibilidad estricta entre los sexos. De hecho, desde
un punto de vista fisiológico, es la fertilidad una condición precaria:
“Parece como si la fertilidad dependiera de un ajuste tan delicado de
los elementos masculinos y femeninos entre sí que, a menos que se
mantenga por medio de la preservación de los individuos más fértiles,
la esterilidad siempre está preparada para surgir” (Wallace 1889, pág.
184). La fertilidad en particular es altamente susceptible de cambiar.
Estamos, por supuesto, suponiendo que las variedades sufren cambios
constitutivos (por sus nuevas adaptaciones) y experimentan cambios
ambientales (los nuevos nichos). “Supongamos”, entonces, “que surge
la esterilidad parcial de los híbridos entre las dos formas, en correla­
ción! con los diferentes modos de vida y las pequeñas peculiaridades
externas e internas que existen entre ellas, las que hemos visto que
son causas reales de infertilidad” (Wallace 1889, pág. 175). Asumir
esta esterilidad parcial de híbridos no es ir más allá de Darwin. Pero
Wallace arguye ahora que la selección natural puede aumentar y
sistematizar esta tendencia incidental a la esterilidad:

... hemos conseguido... un punto de partida... Todo lo que nece­


sitamos ahora es algún medio de aumentar o acumular la tendencia
inicial... Se ha demostrado que existen amplias causas de infertilidad
en la naturaleza del organismo y en las leyes de correlación; la
instancia de la selección natural sólo se necesita para acumular los
efectos producidos por esas causas y para hacer que los resultados
finales sean más uniformes y estén más de acuerdo con los hechos
que existen (Wallace 1889, págs. 173-4).

La selección natural, argumenta Wallace, va a seleccionar en contra


de la descendencia híbrida, y al hacerlo, va a promover, como sub­
producto, la esterilidad interespecífica. Los híbridos son inferiores a
los descendientes puros, en parte porque son menos fértiles y en par­
te porque son menos adaptados (lo que habla en contra de ellos, a
pesar del vigor híbrido, si las condiciones se vuelven severas). Como
532
w a l l a c e : e l p o d e r d e l a s e l e c c i ó n n a t u r a l

un efecto secundario automático de esta fuerza selectiva, la selección


natural favorecerá una tendencia a no producir híbridos; por tanto
favorecerá la esterilidad interespecífica. Es crucial advertir, insiste
Wallace, en que la selección natural trabaja seleccionando en contra
de descendientes híbridos (porque son inferiores), no seleccionando
a favor de la interesterilidad:

Debe notarse en particular que [la selección para la interes­


terilidad mayor] ... resultaría, no de la preservación de las variaciones
infértiles en razón de su infertilidad, sino de la inferioridad de los
descendientes híbridos, por ser menores en número, menos capaces
de continuar su raza y menos adaptados a las condiciones de existencia
que cualquiera de las formas puras. Es esta inferioridad de los des­
cendientes híbridos el punto esencial... (Wallace 1889, pág. 175).

La razón por la cual esto es tan importante, dice, es que la selección


dejará por fuera automáticamente la esterilidad, a menos que esté
ligada a alguna ventaja. Es siempre la ventaja, no la esterilidad, lo que
la selección favorece; la esterilidad se promueve como un subproducto:
“ninguna forma de infertilidad o esterilidad entre individuos de una
especie puede aumentarse por medio de la selección natural, a menos
que correlacione con alguna variación útil, mientras que toda la
infertilidad que no correlacione así, tiene la tendencia constante a
efectuar su propia eliminación” (Wallace 1889, pág. 183). Wallace piensa
que ha encontrado tal correlación: la selección favorece la descenden­
cia no híbrida y esta “variación útil” está correlacionada con la
interesterilidad.
Y así, concluye Wallace, ha llevado él el argumento desde el punto
en donde Darwin lo dejó, pasándolo de lo meramente incidental a lo
adaptativo:

Darwin llegó a la conclusión de que la esterilidad o la infertilidad


mutua de las especies... no es una constante o un resultado necesario
de la diferencia específica, sino incidental con respecto a peculiari­
dades desconocidas del sistema reproductivo... Aquí dejó Darwin el
problema; pero hemos mostrado que la solución se puede llevar un
pasó más adelanté (Wallace 1889, págs. 185-6).

Para comprender el argumento de Wallace pensemos en la posición


en que él se encuentra: desea explicar la esterilidad de modo adap-

533
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

tativo. Pero, como Darwin mismo, no aprecia los costos de los padres
de tener descendientes híbridos de baja fertilidad o estériles. Entonces
no puede comprender cómo podría la selección trabajar sobre los
padres. De manera que tiene que mirar a su alrededor en busca de
algo sobre lo que la selección pueda actuar. Y su respuesta está en los
híbridos mismos. Wallace cree que tiene que insistir, en cuanto adap-
tacionista ortodoxo, que la selección actúa sobre la inferioridad
híbrida, no sobre la esterilidad de los padres que tienen estos descen­
dientes inferiores, porque es incapaz de ver los costos de oportunidad
que hay ahí. Su argumento es difícil de entender (inclusive no es ni
siquiera coherente) en detalle; pero es claro cuál es el caso que trata
dedefender.
Una de las objeciones principales de Darwin a los argumentos de
Wallace refleja de modo diciente esta misma inadvertencia; no hay
razón, dice Darwin, por la que la selección natural deba favorecer
una mayor fertilidad entre individuos que ya son algo interestériles;
al fin y al cabo, sus descendientes puros no se beneficiarán si la este­
rilidad de las uniones híbridas de sus padres aumenta:

tomemos dos especies, A y B, y supongamos que son (necesaria­


mente) medio estériles, esto es, que producen la mitad del número
completo de descendientes. Ahora tratemos de hacer (por medio dé la
selección natural) que A y B sean absolutamente estériles al cruzarse,
y encontraremos qué difícil es... Si [cualquier] individuo estérilísimo
de, por ejemplo A , después se cruza con otros individuos de A , no le
traerá ninguna ventaja a su progenie, por lo cual estas familias ten­
derán a aumentar en número sobre otras familias de A , que no son
más estériles cuando se las cruza con B (Darwin, F, y Seward 1903, i,
págs. 289).

Pero esto ignora los costos de oportunidad, las capacidades repro­


ductivas ligadas a la unión estéril que quizás podrían haber sido
empleadas de manera más fértil en otra parte.
Darwin también objetó el argumento de Wallace sobre la base de
que éste asume a veces que los híbridos tienen la ventaja del mayor
vigor y a veces que están en desventaja pues están menos bien adap­
tados (Marchant 1916, i, pág.,207). Wallace sostenía que esto no era
inconsistente, porque la ventaja adaptativa dependía de las condicio­
nes, y las ventajas del vigor híbrido eran superadas por la adaptación
superior de la forma pura durante las luchas fuertes.

534
w a l l a c e : e l p o d e r d e l a s e l e c c i ó n n a t u r a l

La siguiente idea del argumento de Wallace tiene que ver con las
preferencias para el apareamiento. La especiacióny la interesterilidad
cada vez mayor, al menos en los animales, dice, recibirían “gran ayuda
por... la poca inclinación de las dos formas a aparearse entre sí” (Wa­
llace 1889, pág. 176). Esto se debe a que los animales por lo general
tienen una preferencia fuerte de procrearse con los parecidos, y las
diferencias constitucionales se correlacionan a menudo con dife­
rencias externas que los animales reconocerán, en particular las
peculiaridades de color:

hay... una causa m uy poderosa de aislamiento en la naturaleza


mental -lo s gustos y las repugnancias- de los animales... Esta prefe­
rencia constante de los animales por los parecidos... es evidentemen­
te un hecho de gran importancia al considerar el origen de las espe­
cies por selección natural, puesto que nos muestra que, tan pronto
como se ha efectuado alguna pequeña diferenciación de forma o color,
el aislamiento surgirá de inmediato por la asociación selectiva de los
animales mismos... (Wallace 1889, págs. 172-3).

Esto suena muy parecido a la idea moderna de que la selección


natural refuerza las preferencias de apareamiento para que actúen
como mecanismos de aislamiento. Y esto parecería el próximo paso
obvio que Wallace sugiriera: exactamente la clase de etapa adaptativa
que se acumula sobre lo incidental, que buscaba. Pero, curiosamente,
Wallace introduce la preferencia para el apareamiento con los seme­
jantes como un don afortunado de la naturaleza en lugar de como
una adaptación. Ciertamente estas preferencias refuerzan la tenden­
cia ala interesterilidad. Pero así son las cosas. No son respuestas adapta-
tivas para evitar uniones poco exitosas y promover las exitosas. Es de
extrañar que este adaptacionista incisivo, paradójicamente, no señale,
precisamente aquí, que la preferencia del apareamiento podía estar
modelada por las ventajas de evitar descendientes híbridos.
Sin embargo, sabemos, por sus teorías de la coloración para el
reconocimiento, que sí tenía en cuenta el refuerzo. De hecho, como lo
hemos visto, aprovechaba el reconocimiento como una explicación
alternativa para la selección sexual: “Alguna manera de reconocimien­
to fácil... les permite a los sexos reconocer a los de su clase y así evitar
los males de cruces infértiles... la maravillosa diversidad de color y de
las demarcaciones que prevalecen, especialmente en pájaros e insectos,
pueden deberse al hecho de que una de las primeras necesidades de

535
LA PROCREACIÓN TRAS BAMBALINAS
una nueva especie sería la de mantenerse separada de sus semejantes
más cercanos, y eso podría hacerse más fácilmente por medio de
alguna marca externa diferenciadora que se vea fácilmente” (Wallace
1889, págs. 217-18; véase también págs. 217-28,1981, págs. 367-8). Dicho
sea de paso, ésta fue la idea que desarrolló luego de su corresponden­
cia en 1868 con Darwin (v. gr. Wallace 1891, págs. 349, 354). Hacia
1889, cuando publicó Darwinism, había llegado a pensar que “el
reconocimiento [en general, no específicamente para el apareamiento]
ha tenido una influencia más generalizada en la determinación de la
diversidad de la coloración animal que cualquier otra causa de nin­
guna clase” (Wallace 1889, pág. 217). Aquí, entonces, tenemos una
confluencia de algunas de las nociones más amadas por Wallace: el
adaptacionismo, la selección natural en lugar de selección sexual y la
importancia de la coloración. La coloración para el reconocimiento
era una alternativa a la teoría de Darwin de la selección sexual. Era
también una explicación adaptativa para las diferencias específicas
en la coloración de las especies, diferencias que algunos críticos sos­
tenían eran no adaptativas. Y además, era una adaptación para evitar
los “males” de la hibridación.
El reconocimiento de los machos era sólo una de las diversas ba­
rreras reproductivas que Wallace se daba cuenta podían aislar mutua­
mente a las especies incipientes. De nuevo, aunque él no las aduce en
su argumento de la esterilidad interespecífica, las analiza en otro lugar.
En un trabajo sobre distribución zoológica, por ejemplo, señaló que
las especies externamente similares podían separarse por “modos de
vida y hábitos” y las especies que “se parecen mucho en sus hábitos”
con toda probabilidad diferían en “color, forma o constitución” (Wa­
llace 1889, págs. 257-8). Darwin, a propósito, le prestaba menos aten­
ción a tales barreras. Esto se debía en parte a que prefería explicar la
coloración hasta donde fuera posible por medio de la selección sexual.
Quizás también porque tomaba las plantas como su caso paradig­
mático, y en ellas la esterilidad es el mecanismo de aislamiento más
obvio (aunque no el más importante (Wilson y Burley 1983)); las ba­
rreras etológicas principales ocurren en un sólo grado más alto, en el
comportamiento de los insectos.
Para decirlo en lenguaje darwinista de hoy, a Wallace se le podía
dar crédito por haber hecho énfasis en la importancia de las barreras
reproductivas etológicas y otras, las de la reproducción (estructura,
color, etc.) en la especiación, aunque quizás no apreciaba hasta dón­
de podía la selección natural ser responsable de aplicarlas. En la
536
w a l l a c e : e l p o d e r d e l a s e l e c c i ó n n a t u r a l

época de Wallace esto era poco común. Durante muchos años la mayor
parte de los darwinistas le prestaron poca atención a cualquier ba­
rrera diferente de los accidentes de la geografía y la esterilidad. Una
excepción notablefue la de Karl Pearson: “La selección natural”, argu­
mentaba, “requiere que el apareamiento selectivo... produzca aquella
barrera para el entrecruzamiento de la cual depende el origen de las
especies? (Pearson 1892, pág. 423). Pero no fue sino hasta la publicación
de Genetics and the Origin o/ Species, de Dobzhansky (1937), seguido
de Systematics and Origin o f Species escrito por Mayr (1942), cuando
la mayoría de los darwinistas empezaron a tomar en serio las clases
de mecanismos de aislamiento reproductivo que Wallace consideraba.
En reconocimiento a la percepción pionera de Wallace (y sin
cuestionar la aseveración suya de haber explicado la esterilidad de
manera adaptativa) Verne Grant llamó al proceso de selección por
aislámiento reproductivo “Efecto Wallace” (Grant 1966, pág. 99,1971,
pág. 188): “Wallace... presentó un modelo por medio del cual la se­
lección natural podía construir barreras de esterilidad híbrida y de
comportamiento en el apareamiento entre especies simpátricas
divergentes. Argumentó que si los híbridos fueran adaptativamente
inferiores a las razas o a las especies, la selección favorecería la este­
rilidad y las barreras etológicas entre ellos” (Grant 1963, pág. 503).
Algunos críticos han discutido si Wallace merece su efecto epónimo,
argumentando que su teoría trataba de la selección de los mecanis­
mos de postapareamiento, sobre los que, dicen ellos, la selección no
puede influir (v. gr. Kottler 1985, págs. 416-17,430-1; Littlejohn 1981,
pág. 320):

W allace no estaba proponiendo el origen selectivo de los meca­


nismos de aislamiento reproductivo en general, sino más bien el ori­
gen selectivo de los mecanismos particulares de postapareamiento
de esterilidad cruzada e híbrida. Puesto que, de acuerdo con la teoría
corriente, estas formas de esterilidad son precisamente los tipos de
aislamiento reproductivo que no pueden ser producidos por la selec­
ción, el debate de Darwin-Wallace proporciona poca justificación
histórica para el término “ Efecto Wallace” (Kottler 1985, pág. 416).

Como hemos visto, esta crítica se basa en una distinción espúrea. Y


como hemos visto también, Wallace sí hizo hincapié, a todas luces, en
la importancia de la selección sobre las barreras de preapareamiento,
en particular las preferencias para el apareamiento, aunque hay que

537
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

admitir que no fue capaz de integrarlo a su teoría de la esterilidad


interespecífica, donde más se necesitaba (véase también Kottíer 1985,
págs. 430-1, n3l).
Ahora vamos a la tercera idea de los argumentos de Wallace. Lo
siguiente que argumenta es que los diferentes factores que ha men­
cionado se reforzarían mutuamente. Es posible, dice, que el grado de
interesterilidad correlacionaría con el grado de diferencia éntre las
especies incipientes 7 quizás dependería en parte de él. En este caso,
la esterilidad aumentaría en proporción a la divergencia de las dos
formas. Todos estos factores de aislamiento, entonces, trabajarían en
tándem: la divergencia adaptativa, las diferencias en la apariencia
externa, la poca inclinación a aparearse con los distintos 7 la
infertilidad híbrida “procederían todas pari passu, 7 llevarían al fin 7
al cabo a la producción de dos formas distintas que tuvieran todas las
características, tanto las fisiológicas [con lo cual quería decir
interesterilidad] como las estructurales, de las verdaderas especies”
(Wallace 1889, pág. 176).
Darwin 7 otros críticos no estaban de acuerdo con la idea de que
la infertilidad tendía a coincidir con la poca inclinación a cruzarse, o
con las diferencias estructurales; 7 de todas maneras, decía Darwin,
esto no “es cierto en el caso de las plantas, o en los animales acuáticos
inferiores” (Darwin, E 7 Seward 1903, i, págs. 295; Marchant 1916, ii,
pág. 42). Wallace estaba convencido de que la correlación entre la
infertilidad 7 otros cambios surgiría debido a lo fácilmente que se
producía infertilidad por cualquier perturbación para el organismo.
Darwin, por supuesto, estaba de acuerdo en términos generales con
el efecto de las perturbaciones; al fin 7 al cabo Wallace estaba basán­
dose en su trabajo, pero, ¿era probable que los cambios de color, por
ejemplo, estuvieran acompañados de cambios en las preferencias de
apareamiento? No había razón particular para creer que lo fueran 7
ninguna evidencia empírica de ninguna clase (incluso veinte años
más tarde, como Wallace con pesar señaló (Marchant 1916, ii, pág.
42)). Darwin sin duda tenía razón al sospechar que Wallace estaba
suponiendo que todos los cambios complementarios, -colores, pre­
ferencias de apareamiento, etc - tenían que coincidir para que la
selección pudiera despegar, 7 que eran hereditarios. Como hemos
notado, esto “requeriría un milagro”. Pero, como vimos también, los
modelos simpátricos de especiación pueden proporcionar la clase de
feliz coincidencia que Wallace necesitaba, sin recurrir a milagros.
Finalmente, en varios puntos Wallace entreteje lo que parece ser
538
w a l l a c e : e l p o d e r d e l a s e l e c c i ó n n a t u r a l

un argumento de seleccionismo grupal (v. gr. Wallace 1889, pág. 178).


Es importante para su teoría, dice, que en una área particular la
proporción de híbridos parcialmente estériles sea bastante alta; de
lo contrario la esterilidad incipiente entre las dos formas se vería
ahogada. Una vez la selección en estos híbridos ha aumentado la
interesterilidad entre las dos formas, entonces las formas más
interestériles dominarán a las de otras áreas que tengan mayor
infertilidad. Así que, al cabo, toda el área estará dominada por las
formas de mayor interesterilidad. Y la esterilidad va a aumentar por
la selección natural.
Wallace es aquí más confuso que en cualquier otra parte, y es
difícil saber si en realidad acude a la selección grupal o meramente
emplea un lenguaje de nivel superior. Darwin encontró el razona­
miento sobre este punto de la teoría extremadamente tortuoso y su
desacuerdo se convirtió en una disputa sobre las matemáticas, cuyos
detalles no le legó a la historia. Darwin dejó el cálculo a su hijo mate­
mático, que entonces estaba en Cambridge, y que ese año era Segundo
Disputador; pero aún él, se volvió loco con la tarea. Todo esto refor­
zaba el punto de vista de Darwin de que la idea de que la selección
natural podía promover la esterilidad, por plausible que pareciera al
principio, no se podía hacer funcionar en detalle (Darwin, F. y Seward
1903, i, pág. 294). Hoy en día la clase de preguntas que se planteaban
(sobre los efectos de selección en las poblaciones vecinas) probable­
mente se podrían solucionar con mucha facilidad con la simulación
computarizada.
Wallace ha sido ampliamente criticado por ser seleccionista grupal,
a menudo en contraste con su propio seleccionismo individual (v. gr.
Bowler 1984, pág. 201; Kottíer 1974, pág, 190,1985, págs. 387,388,408-
10,414-15; Ruse 1979, pág. 14 ,1979a, págs. 214-19 particularmente pág.
217, 1980, pág. 624; Sober 1984, págs. 217-18, 1985, págs. 896-7;
Vorzimmer 1972, págs. 203-9 particularmente pág. 207; para el selec­
cionismo individual de Darwin véase también Ghiselin 19694, págs.
149-50; Ruse 1982, págs. 191-2). Kottíer (1985, págs. 407-10) hace un
cuidadoso análisis del argumento de Wallace, en el que ciertamente
se ve como de “selección entre grupos” (pág. 410), pero Kottíer no
deja en claro cómo en esto, en últimas, hay presente algo que no sea
seleccionismo individual. La evidencia que normalmente se cita con­
tra Wallace (v. gr. Kottíer 1985, pág. 408; Ruse 1980, pág. 264; Sober
1984, págs. 217-18,1985, pág. 896; Vorzimmer 1972, págs. 206) es un
comentario que le hizo en una carta a Darwin:
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

No veo tu objeción a la esterilidad entre especies aliadas como


algo que recibiera ayuda de la selección natural. M e parece a mí que,
dada la diferenciación de una especie en dos formas, cada una de las
cuales estaba adaptada a una esfera especial de existencia, cualquier
pequeño grado de esterilidad sería una ventaja positiva, no para los
individuos estériles, sino para cada forma (Darwin, R y Seward 1903,
i, pág. 288).

Hay que admitir que las palabras de Wallace sí parecen inclinar el caso
hacia el seleccionismo grupal. Pero si a eso vamos, vistas aisladamente,
también lo harían las aseveraciones de Darwin, citadas anteriormente,
sobre la esterilidad interespecífica: “La selección natural no puede
efectuar lo que no es bueno para el individuo, incluyendo en este
término una comunidad social” (Darwin, R y Seward 1903, i, pág.
294). El pasaje de Wallace era sólo una afirmación hecha al comienzo
de su correspondencia con Darwin. Cuando expuso por fin los detalles
de su teoría, nunca fue tan inequívoco (¡o tan claro!). Como Darwin,
Wallace hace un uso ligero del lenguaje de nivel superior, quizás sin
intenciones de nivel superior. A este respecto, por ejemplo, escribió a
Darwin: “no es probable que la selección natural pudiera acumular
estas variaciones [en grado de esterilidad] y así salvar la especie” (Dar­
win, F. y Seward 1903, i, pág. 294; el subrayado es mío); pero sólo
unos cuantos meses más tarde estaba escribiendo: “ Si la selección
natural no pudiera acumular varios grados de esterilidad para el
beneficio de la planta, entonces, ¿como podría la esterilidad llegar a
asociarse con un cruce de una planta trimórfica en lugar de con otra?”
(Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 298; el subrayado es mío). Desafor­
tunadamente tanto en el caso de Darwin como de Wallace el uso
general del lenguaje a nivel superior -especies, variedades, tipos, for­
mas-generalmente hace difícil decidir en definitiva si tenían en mente
alguna verdadera clase de altruismo.
Wallace también ha sido acusado de ser un hiperadaptacionista,
otra vez en comparación poco favorable con Darwin (v. gr. Ghiselin
1969, págs. 150-1; Kottler 1985, pág. 388; Mayr 1959,1976, págs. 129-34;
véase también Gillespie 1979, pág. 72). Pero no estaba mal encamina­
do, en el fondo, en la lucha por una explicación adaptativa donde
Darwin había abandonado toda esperanza. De hecho, hemos visto
que Darwin mismo conservó tal esperanza por varios años. Para
ponerlo en términos modernos, Wallace trataba de desarrollar una
teoría simpátrica de la especiación, suponiendo que la selección na-
540
ORÍGENES ESQUIVOS

tural podría tener el suficiente poder para producir adaptaciones


divergentes aun cuando estuviera contrarrestada por el entrecru­
zamiento. Que los defectos de su teoría indudablemente hayan de
atribuirse al adaptacionismo extremo, hay necesidad de demostrarlo,
no basta con suponerlo.
Cualquiera sea el juicio de los demás, Wallace estaba orgulloso de
su explicación, tan orgulloso que en su autobiografía la menciona
(junto con la coloración animal) como uno de los tópicos en los cuales
logró llevar al darwinismo más lejos que el propio Darwin.

en varias direcciones creo que he extendido y reforzado [la teoría


de la selección natural]... He abogado sin reservas por el principio de
la “utilidad”, que es uno de los fundamentos principales; mientras
que al extender este principio a casi cada grado de coloración, y
mantener la selección natural para incrementar la fertilidad de las
uniones híbridas, he extendido considerablemente su alcance. De ahí
que algunos de mis críticos me dicen que soy más darwinista que el
mismo Darwin, y en esto, lo admito, no están m uy equivocados
(Wallace 1905, ii, pág. 22).

Orígenes esquivos

A un darwinista moderno le causa perplejidad que Darwin y


Wallace hubieran subestimado tanto el aislamiento geográfico, el
factor crucial que podría haberles resuelto tantas dificultades. En años
anteriores, ambos habían supuesto que éste desempeñaba un papel
prominente, y aún indispensable, en la especiación (en Darwin:
Bowler 1984, págs. 160,170-1, 200-1; Kottler 1978, págs. 284-8; Lesch
1975, págs. 484-5; Sulloway 1979, págs. 23-33; Vorzimmer 1972, págs.
168-9; en Wallace: Fichman 1981, págs. 34,94-5; McKinney 1972, capí­
tulo 2) . ¿Por qué acabó por desempeñar un papel tan inferior en im­
portancia? Una razón, probablemente entre varias (véase v. gr.
Ghiselin 19694, págs. 148-9; Mayr 1959, págs. 221-3,1976, págs. 120-3;
Sulloway 1979, págs. 33-45), era que el asunto del aislamiento geo­
gráfico y la selección natural en la especiación curiosamente se
polarizaron, al verse como si cada uno fuera opuesto al otro más
bien que como si tuvieran papeles mutuamente complementarios.
El muy influyente naturalista alemán del siglo x ix Moritz Wagner,
llegó a atribuirle sólo un papel muy pequeño a la selección (Wagner
1873; véase también Sulloway 1979, págs. 49-58). Y al fin argumentó

541
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

que el aislamiento geográfico podría producir una especiación casi


sin su ayuda. Wagner publicó al principio un trabajo sobre la impor­
tancia del aislamiento geográfico en 1840, y durante la década de los
sesenta y setenta refinó sus ideas. El trabajo tuvo su mayor impacto
en las décadas siguientes, una vez el asunto había sido adoptado por
numerosos científicos. Como advertimos cuando observamos las
explicaciones adaptativas, una de las figuras más importantes de este
último período fue Romanes, quien estaba particularmente impre­
sionado con los escritos de Gulick. A sus ensayos, dijo, les atribuía
“un valor mayor que a cualquier otro trabajo en el campo darwinista
desde la fecha de la muerte de Darwin” (agregando, en un pie de
página, que consideraba la teoría de la herencia de Weismann... como
todavía subjudice” (Romanes 1892-7, iii, pág. 1). Romanes estaba con­
vencido de la apabullante importancia del aislamiento:

Yo creo... que en el aislamiento tenemos un principio tan funda­


mental y universal que aún el gran principio de la selección natural
es menos profundo, y permea una región de menor extensión. Igua­
lado en su importancia sólo por los dos principios básicos de la
herencia y la variación, éste, el del aislamiento, constituye el tercer
pilar sobre el cual se levanta la superestructura de la evolución orgá­
nica (Romanes 1892-7, iii, págs. 1-2).

(Romanes incluye en este principio el aislamiento por preferencia


para el apareamiento - “la selección discriminada”- ; pero en sus es­
critos tomó una línea más idiosincrática sobre el aspecto compor-
tamental del aislamiento, una teoría a la que llamó “ selección
fisiológica” (Romanes 1892-7, ii, págs. 41-100).) A comienzos de 1900,
Vernon Kellogg informó que “para algunos, la influencia del aisla­
miento en la formación de especies es tan efectiva como la selección
misma; algunos la consideran incluso más efectiva” ; ambos “algunos”
habían de encontrarse particularmente entre “sistematistas, estudian­
tes de la distribución y los así llamados naturalistas de campo” (Kellogg
1907, pág. 231) En una vena menos extrema, existía el punto de vista
cada vez más popular de que la mayor parte de las diferencias carac­
terísticas entre especies muy cercanas entre sí no eran resultado de la
adaptación sino del mero aislamiento geográfico combinado con el
azar o con “las tendencias ortogenéticas” (de nuevo, un punto de vista
que encontramos cuando analizamos el adaptacionismo; recordemos
los caracoles terrestres). De acuerdo con Kellogg, se creía que muchas
542
ORÍGENES ESQUIVOS

características específicas de la especie eran no adaptativas y que


pavimentaban el camino para el triunfo del aislamiento sobre la
selección: “De hecho, la mayor parte de los naturalistas reconocen la
trivialidad o indiferencia de la mayor parte de las características es­
pecíficas, lo que ha llevado a la renovación reciente de la importancia
de la teoría del aislamiento, en particular del aislamiento geográfico
(Kellogg 1907, pág. 43).
Contra tales aseveraciones, Darwin y Wallace deseaban hacer én­
fasis en que las especies cercanas no eran sólo divergentes sino que lo
eran también de manera adaptativa. La selección natural, decían,
merecía gran parte del tributo por las diferencias entre las especies.
Como Darwin decía: “ Ninguna migración, ni el aislamiento en sí
mismo, pueden hacer nada” (Darwin 1859, pág. 351). Cuando leyó los
puntos de vista de Wagner, garrapateó en su copia: “La peor basura...
no aparece la más mínima explicación de por qué, por ejemplo, po­
dría haberse formado un pájaro carpintero en una región aislada”
(citado por Vorzimmer 1972, pág. 182) o, como más moderadamente
le escribió a Wagner en 1876:

mi obj eción más fuerte a tu teoría es que no explica las múltiples


adaptaciones de la estructura de cada ser orgánico -p o r ejemplo, en
el caso del pájaro carpintero, por qué trepa a los árboles y atrapa
insectos-, o en el del búho, por qué caza animales por la noche, y así
hasta el infinito. Ninguna teoría es en lo más mínimo satisfactoria
para mí a menos que explique con claridad tales adaptaciones (Dar­
win, F. 1887, iii, págs. 158-9; véase también v. gr. Darwin, F. 1887, iii,
págs. 157-62; Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 311; Peckham 1959, pág.
196; para Wallace, véase v. gr. Wallace 1889, págs. 144-51).

Al comienzo de este capítulo cité copiosos ejemplos de barreras


geográficas tomados de El origen. ¿Qué eran esos ejemplos, muchos
de los cuales resultaron de los propios experimentos minuciosos de
Darwin, si no una parte de su debate sobre la especiación? La respuesta
es que son parte de su análisis de la distribución geográfica. Su preocu­
pación es demostrar que “los individuos de las mismas especies, al
igual que los de especies aliadas, han procedido de una misma fuente
[y que]... los principales hechos que llevan a la distribución geo­
gráfica se explican por la teoría déla migración... junto con modifi­
caciones subsiguientes” (Darwin 1859, pág. 408). Su preocupación
es demostrar, en otras palabras, que la evolución, no un gran diseña­

543
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

dor, colocó los seres vivos donde los encontramos ahora. Darwin
demostró una fina apreciación de cómo pudieron los accidentes geo­
gráficos moldear la historia de la vida. Pero no era la apreciación que
esperaríamos.
Aunque Darwin y Wallace aceptaban las teorías simpátricas de la
especiación, entre la mayor parte de los evolucionistas tales teorías
están desacreditadas desde hace largo tiempo; no meramente pasadas
de moda sino revaluadas. Ernst Mayr, en particular, argumentó con
gran autoridad e influencia durante varias décadas que aunque la
selección natural puede reforzar los mecanismos de aislamiento re­
productivo, no puede establecerlos desde el principio, por completo
bajo su determinación: “una y otra vez se citan los mismos viejos
argumentos en favor de la especiación simpátrica, sin parar mientes
en qué tan decisivamente han sido refutados en el pasado... la
especiación simpátrica es como la hidra de Lerna, a la que le crecían
dos cabezas cuando le cortaban alguna de la viejas” (Mayr 1963, pág.
451). El problema con las teorías simpátricas, dice, es que “en últimas,
todas... hacen postulados arbitrarios que, sin más, dotan a los indivi­
duos que están en proceso de especiación de todos los atributos de una
especie completa” (Mayr 1963, pág. 451), y consideran el aislamiento
reproductivo el principal atributo.
Yo no sé por qué la especiación simpátrica ha encontrado una
oposición tan dura. De acuerdo con el eminente citólogo austrahano
M. J. D. White, los zoólogos en vertebrados han sido los menos de­
seosos de aceptar la idea, y los evolucionistas de las plantas también,
en términos generales, han sido poco receptivos (excepto en el caso
de la alopoliploidismo). Los entomólogos se han persuadido con más
facilidad, quizás -sugiere- porque los pequeños animales son más
capaces de especiarse sin divisiones geográficas (White 1978, pág. 229).
(¿No será que los entomólogos están adoptando un punto de vista
gulliveriano respecto de una barrera lilliputiense?)
Quizás, también, todavía estemos siendo testigos de una historia
conocida de inclinaciones adaptacionistas versus no adaptacionistas.
Hemos visto con cuánta firmeza se aferró Wallace a la idea de que la
selección natural tenía suficiente poder para dividir las especies sin
ayuda de las barreras geográficas. Y Darwin también pensaba que las
pequeñas diferencias entre especies incipientes se podían acumular
en generaciones sucesivas sin que llegara ayuda de las cofinas (o de
las corrientes de agua, o de cualquier cosa). (El desacuerdo de Dar­
win con Wallace, recordemos, no era sobre el aislamiento geográfico

544
ORÍGENES ESQUIVOS

sino sobre si la selección natural favorecería la interesterilidad du­


rante la especiación, en particular al comienzo, o si la interesterilidad
surgiría sólo como efecto secundario con relación a la divergencia.)
Así, por ejemplo, Darwin aseveró en El origen: “en la misma área, las
variedades de los mismos animales pueden permanecer separadas du­
rante mucho tiempo, por el hecho de vivir en diferentes estaciones,
de entrecruzarse en temporadas levemente diferentes, de que hay va­
riedades de la misma clase que prefieren aparearse entre sí” (Darwin
1859, pág. 103). Y agregó el siguiente comentario a las ediciones quin­
ta y sexta: “ Morritz Wagner ha mostrado que el servicio prestado
por el aislamiento al evitar los cruces entre variedades recién for­
madas es probablemente mayor de lo que yo suponía. Pero... de nin­
guna manera puedo estar de acuerdo con este naturalista en que la
migración y el aislamiento son elementos necesarios para la for­
mación de la nueva especie” (Peckham 1959, pág. 196). Por el
contrario, los darwinistas que han estado menos convencidos que
Darwin y Wallace de la competencia de la selección han supuesto
que, por el contrario, la migración y el aislamiento son cruciales.
Unos pocos de los darwinistas del siglo x x han pensado que
incluso permitir el refuerzo después del aislamiento geográfico es
conceder demasiado al poder de la selección. Por ejemplo, John
Moore, el embriólogo a quien encontramos antes en este capítulo,
sostenía en 1950 que el modelo de Mayr de especiación alopátrica
mostraba que la divergencia durante la separación geográfica era su­
ficiente para producir especies propiamente dichas, con mecanismos
de aislamiento; la etapa final de refuerzo era posible, pero sería su­
perfina (Moore 1957, págs. 325-6, 332). En años recientes, H. E. H.
Paterson ha llevado más lejos los argumentos de Moore (Paterson
1978,1982), afirmando con fuerza que los darwinistas se han aferrado
a la idea de los refuerzos sólo porque:

ella le otorga un papel directo a la selección natural en la pro­


ducción de especies nuevas... Dobzhansky creía que las especies eran
“ mecanismos adaptativos por medio de los cuales el mundo vivo se
ha desplegado a sí mismo para dominar progresivamente en una
forma más amplia el medio y los modos de vida”. Esta visión le im­
pone a quienes la sostienen la obligación de aceptar que las especies
son el producto directo de la selección, lo que, a su vez, requiere que
el modelo de refuerzo de especiación sea aceptado (Paterson 1978,
págs. 369-371)-

545
LA P R O C R E A C I Ó N T R A S B A M B A L I N A S

El reconocimiento de la pareja, argumenta Paterson, ha estado sobre­


cargado de significados adaptativos. Su única función evolucionista
es hacer que las células sexuales se unan. Cualquier aislamiento repro­
ductivo resultante es puramente incidental y no una adaptación y lo
mismo es válido para la preferencia de una pareja dentro de una es­
pecie (Paterson 1982, pág. 53). Piensa incluso que las especies son tan
libres con relación a las adaptaciones que esta visión las atribuye a
las especies como un todo, por lo cual, dice, terminan (inconsisten­
temente), como seleccionistas grupales; como evidencia señala el uso
generalizado de términos como los “mecanismos adaptativos” de
Dobzhansky o la “integridad de la especie” (una inconsistencia, señala,
porque los mecanismos de refuerzo son de seleccionismo indivi­
dual) (Paterson 1982, págs. 53-4).
Pero regresemos a la especiación simpátrica. Durante diferentes
períodos en la historia de la teoría darwinista, principalmente hacia
el final del siglo pasado y de nuevo, desde más o menos la década de
1940, el aislamiento geográfico ha absorbido una inmensa cantidad
de atención, en particular entre evolucionistas cuyo principal interés
es la especiación más que la adaptación. Algunos lo han considerado
como un pilar de la teoría darwinista:

el desarrollo de los mecanismos de aislamiento fisiológicos es


precedido por un aislamiento geográfico de partes de la población
original... Desde Darwin, y en especial desde Wagner, se considera
probable que la formación de razas geográficas es un antecedente en
la formación de la las especies... Algunos sistematistas consideran ésta
una de las generalizaciones más im portantes que han resultado de su
trabajo (Dobzhansky 1937, primera edición., págs. 256-7; el subrayado
esm ío).

(-aunque, como hemos visto, Dobzhansky no tiene razón en el caso


de Darwin-). Por muy importante que el aislamiento geográfico sea en
la práctica, cosa indudable, parece curioso que se lo tenga en tal esti­
ma teórica como aquella en la que estos sistematistas aparentemente
lo tenían. ¿Sería quizás en parte porque la especiación simpátrica
aplica lo que algunos darwinistas tenían por “ una magnífica gene­
ralización” que les parecía a ellos no solamente mala sino completa­
mente opuesta?
Dicho sea de paso, si son las generalizaciones numéricas las que
están sobre el tapete, entonces la especiación simpátrica probablemente
546
ORÍGENES ESQUIVOS

gana cómodamente. Como lo ha señalado Guy Bush, si se trata de


números solamente, los insectos, que son el 65% de las especies
nombradas, bien podrían inclinar la balanza, haciendo que la
especiación simpátrica sea más común que la alopátrica:

La especiación simpátrica parece limitada a clases especiales de


animales, a saber, los fitófagos y los parásitos zoófagos, y los
parasitoides. Sin embargo, este grupo comprende un gran número
de especies (más de quinientas mil descritas solamente de insectos)

A la luz del hecho de que los parásitos probablemente sean los


más abundantes de todos los eucariotes, la divergencia simpátrica
parece igualmente probable, y posiblemente hasta la form a de
especiación normal en numerosos grupos. El número de parásitos
zoófagos y fitófagos es sorprendente... [De acuerdo con un estimativo]
cerca del 72,1% de los insectos británicos (entre los más conocidos
del mundo) son parásitos de plantas o animales... Si consideramos
que existen cerca de setecientas cincuenta mil especies de insectos
descritas en el mundo, más de doscientas veinticinco mil de ellas pa­
rásitas, una cifra conservadora, quedan por lo menos tres veces este
número, sin ser descritas. Ésta resulta ser más elevada que la de todas
las otras especies de animales y plantas juntos (Bush 1975, págs. 352,
354)-

Sin embargo, aun si los insectos pudieran venir al rescate cuantita­


tivamente, Darwin y Wallace sin duda alguna subestimaron fuerte­
mente la importancia potencial de las barreras geográficas y de la
especiación alopátrica.
Los dos problemas fundamentales que la teoría de Darwin debía
resolver eran la adaptación y la diversidad. El acertijo de la adaptación
lo solucionó de manera soberbia. En cuanto a la diversidad, en ciertos
aspectos tuvo igual éxito. Los modelos de distribución geográfica, el
registro fósil, la jerarquía taxonómica y la embriología comparativa
ocuparon su lugar bajo su incisivo análisis. Pero, en medio de tal éxi­
to, hubo un problema que no logró dominar. Éste fue, curiosamente,
el problema del origen de las especies.

547
EPÍLOGO

El darwinismo se encuentra entre los logros más ampliamente exitosos


del intelecto humano. Reúne y explica una vasta y diversa colección
de hechos que de otra manera nos dejarían perplejos. Como cualquier
teoría Científica, genera problemas al igual que soluciones. Hemos
observado dos de estos problemas: el altruismo y la selección sexual.
Fueron problemas una vez. Son triunfos ahora. Sin embargo, todavía
quedan otras dificultades: ¿Por qué el sexo? ¿Cómo evolucionaron la
mente y otras propiedades emergentes? ¿Cuál es la relación entre la
evolución cultural y la genética? Estas cuestiones son tan problemá­
ticas para los darwinistas modernos como lo fueron la hormiga y el
pavo real para Darwin y Wallace. Aquellas primeras irregularidades
se resolvieron en la revolución darvinista de las décadas recientes.
¿Necesitaremos otra revolución para entender estas nuevas dificulta­
des o, más interesante aún, están ya las respuestas mirándonos a la
cara? ■

548
NOTA SOBRE LA S CAR TAS DE DARW IN Y W ALLACE

En las referencias a Life and Letters, de Darwin he citado la primera edi­


ción. El siguiente listado ayudará a identificar estas referenciás en las numero­
sas ediciones posteriores. En ella se dan las fechas de todas las cartas citadas de
The Life and Letters of Charles Darwin (Darwin, F. 1887), así como de More
Letters of Charles Darwin (Darwin, F. y Seward 1903) y de Alfred Russel Walla­
ce: Letters and Reminiscences (Marchant 1916).

Capítulo 2 Un mundo sin Darwin

Darwin, F. 1887, i, pág. 314: Darwin a Julia Wedgwood, 11 julio [1861]


Darwin, F. 1887, ii, pág. 241: Darwin a Charles Lyell, [12 diciembre 1859]
Darwin, F. 1887, ii, pág. 373: Darwin a Asa Gray, 5 junio [1861]
Darwin, F. 1887, ii, pág. 378: Darwin a Asa Gray, 17 septiembre [1861?]
Darwin, F. 1887, ii, pág. 382: Darwin a Asa Gray, 11 diciembre [1861]
Darwin, F. 1887, iii, págs. 61-2: Darwin a Joseph Dalton Hooker, 8 febrero [1867]
Darwin, F. 1887, iii, pág. 266: Darwin a John Murray, 21 septiembre [1861]
Darwin, F. 1887, iii, págs. 274-5: Nota del editor
Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 190-2, n2: Nota del editor
Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 191-3: Darwin a Charles Lyell, [12 agosto 1861]:
Darwin a Charles Lyell, [13 agosto 1861]
Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 202: Darwin a Asa Gray, 23 julio [1862]
Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 203: Darwin a Asa Gray, 23 julio [1862]
Darwin, F. y Seward 1903, i págs. 330-1, ni, n'2: Nota del editor
Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 455: Darwin a Hug Falconer, 17 diciembre [1859]
Marchant 1916, i, pág. 170: Wallace a Darwin, 2 julio 1866

Capítulo 3 El viejo y el nuevo darwinismo

Darwin, F. 1887, ii, pág. 273: Darwin a Asa Gray, [? febrero 1860]
Darwin, F. 1887, ii, pág. 296: Darwin a Asa Gray, 3 abril [1860]
Darwin, F. 1887, iii, pág. 96: Darwin a Wallace, marzo [1867]

Capítulo 5 El aguijón en la cola del pavo real

Darwin, F. 1887, ii, pág. 296: Darwin a Asa Gray, 3 abril [1860]
Darwin, F. 1887, iii, págs. 90-1: Darwin a Wallace, 28 [mayo?] [1864]
Darwin, F. 1887, iii, págs. 90-6: Darwin a Wallace, 28 [mayo?] [1864]; Darwin a Walla­
ce 22 febrero [1867?]; Darwin a Wallace, 23 febrero [1867]; Darwin a Wallace, 26
febrero [1867]; Darwin a Wallace, marzo [1867]
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Tegetmeier, 30 marzo [1867]; Darwin a Wallace, 29 abril [1867]; Darwin a Wallace, 5
mayo [1867]; Darwin a Wallace, 19 marzo 1868; Darwin a F. Müler, 28 marzo [1868];
Darwin a John Jenner Weir, 27 febrero [1868]; Darwin a John Jenner Weir, 29 febre­
ro [1868]; Darwin a John Jenner Weir, [6 marzo 1868]; Darwin a John Jenner Weir,
13 marzo [1868], Darwin a John Jenne Weir 13 marzo [1868]; Darwin a John Jenne
Weir 22 marzo [1868]; Darwin a John Jenne Weir 27 marzo [1868]; Darwin a John
Jenne Weir, 4 abril [1868]; Darwin a Wallace, 15 abril [1868]; Darwin á John Jenne
Weir, 18 abril [1868]; Darwin a Wallace, 30 abril [1868]; Darwin a Wallace, 5 mayo
[1868?]; Darwin a John Jenne Weir 7 mayo [1868]; Darwin a John Jenne Weir, 30
mayo [1868]; Darwin a F. Müller, 3 junio [1868]; Darwin a John Jenne Weir, 18 junio
[1868]; Darwin a Wallace, 19 agosto [1868]; Darwin a Wallace, 23 septiembre [1868];
Wallace a Darwin, 27 septiembre 1868; Wallace a Darwin, 4 octubre 1868;
Darwin a Wallace, 6 octubre [1868]; Darwin a Benjamin Dann Walsh, 31 octubre 1868;
Darwin a Wallace, 15 junio [1869?]: Darwin a George Henry Kendrick Thwaites, 13
febrero [N.D]; Darwin a F. Müller, 28 august [1870]; Wallace a Darwin, 27 enero
1871; Darwin a G. B. Murdoch, 13 marzo 1871; Darwin a George Fraser, 14 abril
[1871]; Darwin a Edward Sylvester Morse, 3 december 1871; Darwin a agosto
Weismann, 29 febrero 1872; Darwin a H. Müller, [mayo 1872]
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 59; Darwin a Wallace 29 abril [1867]
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 62; Entrada en el diario de Darwin, 4 febrero 1868
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 76; Darwin a Wallace, 30 abril [1868]
Marchant 1916, i, pág. 157; Wallace a Darwin, 29 mayo [1864]
Marchant 1916, i, pág. 159; Darwin a Wallace, 15 junio 1864
Marchant 1916, i, págs. 117-87; Darwin a Wallace, enero 1867; Darwin a Wallace, 23
febrero 1867; nota de Wallace; Darwin a Wallace, 26 febrero 1867; Wallace a Darwin,
11 marzo 1867; Darwin a Wallace marzo 1867; Darwin a Wallace, 29 abril 1867; Dar-
win a Wallace, 5 mayo 1867; Darwin a Wallace, 6 julio 1867

550
N O T A S O B R E L A S C A R T A S DE D A R W I N Y W A L L A C E

Marchant 1916, i, págs. 190-5; Darwin a Wallace, 12 y 13 octubre 1867; Wallace a Dar­
win, 22 octubre; Darwin a Wallace, 22 febrero [1868?]
Marchant 1916, i, pág. 199; Darwin a Wallace, 27 febrero 1868
Marchant 1916, i, págs. 202-5; Darwin a Wallace, 17 marzo 1868; Wallace a Darwin, 19
marzo; Darwin a Wallace, 19-24 marzo 1868
Marchant 1916, i, págs. 212-17; Darwin a Wallace, 15 abril 1868; Darwin a Wallace, 30
abril 1868; Darwin a Wallace, 5 mayo 1868
Marchant 1916, i, págs. 220-31; Darwin a Wallace, 19 agosto 1868; Wallace a Darwin, 30
agosto [1868?]; Darwin a Wallace, 16 septiembre 1868; Wallace a Darwin, 18 sep­
tiembre 1868; Darwin a Wallace, 23 septiembre 1868; Wallace a Darwin, 27 septiem­
bre 1868; Wallace a Darwin, 4 octubre 1868; Wallace a Darwin, 6 octubre 1868
Marchant 1916, i, págs. 256-61; Wallace a Darwin, 27 enero 1871; Darwin a Wallace, 30
enero 1871; Wallace a Darwin, 11 marzo; Darwin a Wallace, 16 marzo 1871
Marchant 1916, i, pág. 270; Darwin a Wallace, 1 agosto 1871
Marchant 1916, i, pág. 292; Darwin a Wallace, 17 jimio 1876
Marchant 1916, i, págs. 298-302; Wallace a Darwin, 23 julio 1877; Darwin a Wallace, 31
agosto 1877; Wallace a Darwin, 3 septiembre 1877; Darwin a Wallace, 5 septiembre
[1877}

Capítulo 6 ¿Sólo selección natural?

Darwin F. 1887, iü> pág. 93; Darwin a Wallace, 22 febrero [1867? ]


Darwin F. 1887, iii, pág. 93-4; Darwin a Wallace, 23 febrero [1867]; Darwin a Wallace,
26 febrero [1867]
Darwin F. i ]887, iii, pág. 94; Darwin a Wallace, 26 febrero [1867]
Darwin F. 1887, iii, pág. 138; Darwin a Wallace, 16 marzo 1871
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 60; Darwin a Wallace, 29 abril [1867]
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 67; Darwin a John Jenner Weir, [6 marzo 1868]
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 71; Darwin a John Jenner Weir, 4 abril [1868]
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 73; Darwin a Wallace, 15 abril [1868]
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 74; Darwin a Wallace, 15 abril [1868]
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 84; Darwin a Wallace, 19 agosto [1868]
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 86; Wallace a Darwin, 27 septiembre 1868
Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 86-8; Wallace a Darwin, 27 Septiembre 1868
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 87; Wallace a Darwin, 27 septiembre 1868
Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 91-2; Darwin a F. Müller, 28 agosto [1870]
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 93; Darwin a G.B. Murdoch, 10 marzo 1871
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 94; Darwin a G.B. Murdoch, 10 marzo 1871; B T.
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Marchant 1916, i, pág. 177; Darwin a Wallace, enero 1867
Marchant 1916, i, pág. 217; Darwin a Wallace, 5 mayo 1868
Marchant 1916, i, pág. 225; Wallace a Darwin, 18 septiembre 1868
Marchant 1916, i, págs. 235-6; Wallace a Darwin, 10 marzo 1869

551
N OTA S O B R E L A S C A R T A S DE D A R W I N Y W A L L A C E

Marchant 1916, i, pág. 198; Wallace a Darwin, 23 julio 1877


Marchant 1916, i, pág. 302; Darwin a Wallace, 5 septiembre [1877]

Capítulo 7 ¿Pueden las hembras moldear a los machos?

Darwin F. 1887, iii, pág. 138; Darwin a Wallace, 16 marzo 1871


Darwin F. 1887, iii, pág. 151; Darwin a F. Müller, 2 agosto [1871]
Darwin F. 1887, iii, pág. 157; Darwin a Augusto Weismann, 5 abril 1872
Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 324-5,113; Nota del editor
Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 325; Darwin a John Morley, 24 marzo 1871
Darwin, F. y Seward 1903, i, pp-325-6; Darwin a John Morley, 24 marzo 1871
Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 62-3; Darwin a Wallace, 19 marzo 1868
Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 63; Darwin a Wallace, 19 marzo 1868

Capítulo 9 ‘Hasta que se efectúen experimentos cuidadosos...’

Darwin F. 1887, iii, págs. 94-5; Darwin a Wallace, 26 febrero [1867]


Darwin F. 1887, iii, pág. 151; Darwin a F. Müller, 2 agosto [1871]
Darwin F. 1887, iii, pág. 157; Darwin a Augusto Weismann, 5 abril 1872
Darwin F. 1887, ii, págs. 57-9; Darwin a Wilíiam Bernhard Tegetmeier, 5 marzo [1867];
Darwin a William Bernhard Tegetmeier, 30 marzo [1867]
Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 64-5; Darwin a John Jenner Weir, 27 febrero [1868];
Darwin a John Jenner Weir, 29 febrero [1868]
Marchant 1916, i, pág. 270; Darwin a Wallace, 1 agosto 1871

Capítulo 10 La superación de los fantasmas del darwinismo

Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 90; Darwin a Wallace, 15 junio [1869?]

Capítulo 15 Altruismo humano: ¿Una clase natural de bondad?

Darwin F. 1887, ii, págs. 141-2; Darwin a Herbert Spencer, 25 noviembre [1858]
Darwin F. 1887, iii, págs. 55-6; Darwin a Joseph Dalton Hooker, 10 diciembre [1866]
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552
N O T A S O B R E L A S C A R T A S D E D A R W I N Y W A L L A C E

Capítulo 16 La procreación entre bambalinas

Darwin F. 1887, ii, pág. 384; Darwin a T. H. Huxley, 14 [enero?] [1862]


Darwin F. 1887, iii, págs. 157-62; Darwin a Moritz Wagner,i868?]; Darwin a Moritz
Wagner, 13 octubre 1876;
Darwin a Karl Semper, 26 November 1878; Darwin a Karl Semper, 30 noviembre 1878
Darwin F. 1887, iii, págs. 158-9; Darwin a Moritz Wagner, 13 octubre 1876
Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 137-8; Darwin a T. H. Huxley, 11 enero [1860?]
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Darwin a T. H. Huxley, 10 [enero] [1863]
Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 231; Darwin a T. H. Huxley, 10 [enero] [1863]
Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 274; Darwin a T. H. Huxley, 22 diciembre [1866?]
Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 277; Darwin a T. H. Huxley, 7 enero [1867]
Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 287; Darwin a T. H. Huxley, 30 enero [1868]
Darwin, F. y Seward 1903, i.págs. 287-99; Wallace a Darwin, febrero 1868; Darwin a
Wallace, 27 febrero [1868]; Wallace a Darwin, 1 marzo 1868; Darwin a Wallace, 17
marzo 1868; Wallace a Darwin, 24 marzo [1868]; Darwin a Wallace, 6 abril [1868];
Wallace a Darwin, 8 [abril?] 1868; Wallace a Darwin, 16 agosto [1868]
Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 288; Wallace a Darwin, febrero 1868
Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 189; Darwin a Wallace, 27 febrero [1868] Darwin, F.
y Seward 1903, i, pág. 293; Darwin a Wallace, 17 marzo 1868
Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 292-3, ni; nota de Wallace, 1899
Darwin a Wallace, i, pág. 293; Wallace a Darwin, 1 marzo 1868
Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 194; Wallace a Darwin, 24 marzo [1868}
Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 195; Darwin a Wallace, 6 abril [1868]
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Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 311; Darwin a agosto Weismann, 22 octubre 1868
Marchant 1916, i, págs. 195-210; Wallace a Darwin, [febrero 1868?]; Darwin a Wallace,
27 febrero 1868; Wallace a Darwin, 1 marzo 1868; Wallace a Darwin, 8 marzo 1868;
Darwin a Wallace, 17 marzo 1868; Wallace a Darwin 19 marzo 1868; Darwin a Walla­
ce, 19-24 marzo 1868; Wallace a Darwin, 24 marzo 1868; Darwin a Wallace, 27 marzo
1868; Darwin a Wallace, 6 abril 1868; Wallace a Darwin, 8 [abril?] 1868
Marchant 1916, i, pág. 203; Wallace a Darwin, 19 marzo 1868
Marchant 1916, i, pág. 207; Darwin a Wallace, 27 marzo 1868
Marchant 1916, i, pág. 210; Wallace a Darwin, 8 [abril?] 1868
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553
B IBLIO G R A FIA

Normalmente las citas han sido tomadas de las primeras ediciones. Cuando éste no es el caso se
da la indicación en el texto o se pone un asterisco en la bibliografía.
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584
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585
INDICE

abejófagos de frente blanca 381 avunculado 423


acantocéfalos 92,95 ayuda mutua 345)360, 381,415
acción genética a distancia 339 ayudar en el nido 112
A croceph alu s schoenobaenus 289 azar 26, 36 ,37, 41, 42, 43, 44, 69, 70,
adaptaciones imperfectas 10 0,10 1 7 2 ,1 2 5 ,1 2 6 ,1 2 7 ,1 3 2 ,1 4 1 ,1 8 6 , 201,
adaptacionismo 60, 132, 134, 135, 247, 275,28 8,328,36 5
1 3 6 ,137> 39, 14 1,14 2 , 143) 145> 146,
150,189, 2 0 5 ,3 14 ,3 73,4 54 ,4 6 3 bandoleros 9 5,9 7 ,10 3,36 9
A d o lia s d irtea 171 Bateson 7 5 ,12 2 ,2 3 1,2 8 5 ,3 0 0
A g elaiu s p h oen iceu s 301 Beagle 35
aislamiento etológico 2 12 ,2 13,32 3 bienmayorismo 356, 357, 359, 360,
alelo 287 3 6 3 ,393, 395, 4 1 0 , 411,4 1 2 ,4 7 1
alometría 135,136 Bittacus 286,288
alternativa del seleccionista natural boxeador zurdo 309
323 B rid g ew a te r Treatises 351
altruismo humano 10 7 ,113 ,114 ,12 1, buenos genes 256 ,257,259,260 ,26 4,
12 2 ,2 3 8 ,4 13 ,4 16 ,4 4 3 ,4 8 0 28 6 ,28 7,29 1
A m b lyo rn is in o rn atu s 271 buenos recursos 256 ,257,28 6
amor romántico 482 Bufo bufo 300
A n ser caerulescens 276
ante irlandés 189 canario 2 6 4 ,270 ,337
antropología 470, 4 71,478 capitalismo 351, 352, 357, 476, 477,
aplicación 9 7 ,10 9 ,11 1,11 2 ,1 2 3 , 216, 478
2 2 5 ,4 2 8 ,4 34 ,4 5 6 ,4 7 2 ,4 8 2 caracoles 1 2 7 ,1 2 8 ,12 9 ,13 0 ,13 1,1 3 4 ,
apostática 130 373
aprendizaje de segundo orden 457 caricatura 122,125
arañas 9 2 ,19 1,28 4 , 290 carrera armamentista 253, 254, 261,
arcos 360 \ 2 6 2 ,2 6 4 ,312 ,337 ,338 ,339
ardillas terrestres 329 cebra 15 2 ,15 3,16 8 ,2 59 ,2 7 5
argumento de continuidad 239 centrado en el gen 96, 9 7,150 ,30 8 ,
argus 292 3 16 ,34 0 ,34 1,35 3
Argyll, duque de 39,48 C entrocercus u ro ph asian ü s 272,282
arquetipos 32 ,4 9 ,5 0 C ercopithecus aethiops 334
artefactos de nuestra mente 149 cerebro 2 1,5 0 ,13 7 ,334, 339, 424, 425,
asesinato 423,437 426, 438, 4 4 4, 447, 451) 452, 453,
asimetría 271,337,338 ,339 , 402 455, 456, 457, 458, 459, 46o, 461,
aves del paraíso 163, 177, 182, 184, 463, 464, 479, 480
186, 203, 227, 252, 279, 283, 291, C ervu s élaph u s 403
292 chachalaca 272,28 2,293
avestruces 100,446 ciencia mala 29

587
ÍN D ICE

ciervo 133,136, i37> 212,403 353, 356, 359, 361, 362, 363, 364,
ciervo rojo 212,403 365, 369, 370, 372, 374, 389, 395,
clásico 31, 34, 81, 83, 86, 87, 89, 90, 396, 405, 409, 411, 412, 417, 445,
95, 96, 97, 98, 9 9 , 102> 103> 104 > 450, 455, 461, 463, 467, 470, 473,
10 5 ,111,113 ,114 ,12 2 ,15 0 475. 4 7 8 .4 8 2
Coelopa frígida 287 darwinista 2 1 ,2 2 ,2 6 ,2 9 , 37, 3 8 ,4 1,
Colias 287 43, 46, 47, 52, 53, 55, 56, 60, 61, 63,
Columba livia 282 73, 75, 77,78 , 80,81, 83, 86,89, 90,
competencia convencional 158,373 95, 98, 100, 102, 106, 107, 111, 113,
conductismo 439 11 5 ,1 1 7 ,1 1 8 ,1 1 9 ,1 2 0 , 12 1,12 2 , 125,
conocimiento a priori 59 12 7 ,13 1,14 3 ,14 4 ,14 5 ,14 9 ,15 7 ,16 3 ,
contrato social 4 29 ,4 30 ,4 31,4 32 16 5 ,16 7 ,16 8 ,17 2 ,17 3 ,17 9 ,18 4 ,18 8 ,
cornamenta 2 2 ,7 9 ,13 3 ,13 4 ,13 5 ,13 6 , 190, 195, 197, 199, 202, 205, 206,
137,18 9 ,4 0 4 ,4 0 6 ,4 0 7 208, 209, 210, 217, 219, 222, 232,
Cottus bairdi 286 238, 239, 240, 243, 247, 251, 259,
creacionismo 32, 33, 34, 4 6 , 47> 50, 265, 296, 299, 303, 307, 314, 316,
53,5 4 , 56,58, 60, 9 9 ,10 2 ,10 9 ,12 2 , 322, 329, 332, 337, 341, 345, 347,
143.347 348, 349, 351, 352, 353, 357, 358, 359,
creacionismo utilitarista 32, 33, 34, 361, 364, 365, 373, 386, 390, 393,
46, 47, 50, 53, 54, 56, 58, 60, 99, 394, 407, 4 0 9 , 411, 412, 413, 414,
10 2 .10 9 .12 2 .14 3 .3 4 7 416, 425, 435, 436, 437, 438, 439,
creencias espirituales 238 440, 441, 442, 443, 445, 446, 448,
cromosoma sexual 379 449, 450, 451, 454, 455, 461, 462,
cucús 2 0 0 ,337,338 ,34 0 463, 464, 465, 467, 469, 470, 471,
cuidados paternales 291 473. 475. 477. 479.4 8 2
de anillo en el cuello 282
Daily Worker 365 deriva genética 12 5 ,12 6 ,12 7 ,134
Darwin, F. 35, 38, 39, 47, 48, 58, 83, desboque Fisheriano 313
102, 109, 160, 166, 167, 172, 190, Desmodus rotundus 333
200, 201, 202, 203, 204, 227, 228, determinismo biológico 481
236, 238, 269, 273,324, 476 diabetes 418
darwinismo 21, 22, 2 4 ,3 4 ,3 5 ,3 8 ,3 9 , dicotomía diseño o azar 41
4 0 ,4 1 ,4 2 ,43, 44, 45, 4 6 , 53,56, 60, diente de león 105
61, 62, 63, 68, 6 9 ,70 ,72 , 73,74, 75, diferenciación ecológica 216
7 6 ,77, 78,7 9 ,81, 83, 86, 8 7,89 ,90 , dilema del prisionero 330, 333, 334,
91, 95, 9 6 , 97, 98, 9 9 ,10 1,10 2 ,10 3 , 446
10 4 ,10 5 ,10 6 ,10 7 ,-111,113 ,114 ,117 , diversidad 26, 27, 29, 32, 34, 35, 48,
1 1 8 ,1 19 ,1 2 0 ,1 2 1 ,12 2 ,12 7 ,1 3 5 ,1 4 4 , 49, 52, 53, 55, 56,11 4 ,1 15 ,12 8 , 342,
15 0 ,15 7,15 8 ,16 0 ,16 3,16 4 ,16 5,16 6 , 364, 420, 479
167, 175, 185, 193, 202, 207, 245, D N A 71,376
249, 252, 253, 254, 258, 264, 265, dogmático 124,205
296, 301, 303, 305, 306, 307, 308, Drosophila melanogaster 288
309, 310, 315, 316, 323, 327, 340, Drosophila testacea 283
341, 342, 343, 347, 349, 351, 352,
588
ÍN D IC E

eclipse 6 2 ,12 0 ,12 1,3 16 ,3 2 3 2 8 7 ,30 8 ,313,316 ,321,32 7 ,32 8 ,337 ,


ecología 10 5,278 ,357, 358,471 340, 341, 342, 353, 357, 363, 369,
EEE (estrategia evolutivamente es­ 372, 373, 375, 379, 391, 4 l2 , 418,482
table) 10 3 ,10 4 ,10 5 ,114 ,3 3 2 ,3 9 9 , gen bandolero 96
400, 4 0 2 ,4 0 3,4 0 4 ,4 0 5 ,4 0 9 ,4 12 genes buenos 2 57,26 1,2 8 7,28 8
efecto Bruce 339 genitales 276 ,277
efecto del contenido 4 27 ,4 2 9 ,4 34 genoma 9 5 ,9 6 ,97,36 9 ,379 ,38 0
el consejo irlandés 46 genotipo 7 1,2 8 7
embriología 26, 56, 68, 70, 71, 72, golondrinas 2 8 1,2 9 9 , 3 3 3 , 334) 38l
115 ,13 4 ,13 9 ,14 1,14 2 ,4 3 9 golpe por golpe 3 3 1,332, 3 3 3 ,4 4 6
equilibrio directo 473 Gould, S. J. 4 7 ,1 2 1 ,1 2 2 ,12 3 ,12 4 ,1 3 1,
equilibrio indirecto 473 132, 136, 150, 229, 352, 43p} 440,
escorpina moteada 286 463, 482
especiación 2 6 ,115 ,12 7 ,2 13 ,3 2 3 grillos de campo 287
esterilidad 12 4 ,15 3 ,17 4 ,2 3 9 , 373,374, G ryllu s in teger 297
376, 377, 378, 379, 382, 383, 387, G ryllu s veletis 283
38 8 ,39 2 ,39 3,39 4 ,39 6
Ethics a n d M o ra l Scien ce 462 Hamilton, W. D. 261, 263, 277, 278,
etología 10 5,319,323 279, 280, 281, 282, 283, 299, 309,
etológico 2 12 ,2 13,32 3,39 8 327, 330, 334, 355, 364, 377, 379,
Euplectes p ro g n e 274 38 0 ,38 3,38 9 ,39 0 ,39 6 ,4 16 ,4 30
evolución cultural 4 70 ,474,475 haplodiploidismo 380,381
exhibición del macho 176 Harris, M . 3 5 2 ,4 7 1,4 7 2
H elo g ale p á r v u la 334
facultad estética 233 herencia de las características ad­
faisán dorado 18 4 ,19 0 ,227,229 ,230 , quiridas 61, 6 6 ,7 1,7 2 ,4 7 2 ,4 7 4
2 4 6 ,2 9 0 ,2 9 2 ,311 híbrido 270
faisanes 286 ,287,298 himenópteros 37 5,37 9 ,38 0 ,38 1
FBI 436 Hirundo 281
fenotipo 7 1,8 9 ,9 1,9 2 ,12 2 ,3 1 3 historia de la ciencia 24,29
fenotipo extendido 8 9 ,9 2 ,12 2 historia progresista 2 2,23
F ic e d u la h ypoleu ca 289 holismo 358,371
Fisher, R. A. 86, 122, 159, 218, 238, homicidio 4 22 ,4 2 3,4 35,4 36
239, 240, 241, 265, 266, 267, 268, homología 49,50
299,3 1 2 ,3 1 3 ,314, 317,3 18 ,3 19 ,3 2 2 , humanos 2 1,2 5 ,4 9 ,5 6 ,10 7 ,10 8 ,10 9 ,
327,3 6 3 ,3 6 4 ,372, 373,393 130 ,14 7
frenología 438,449 humor 452,461
G a llín u la chloropus 286 Huxley, J. S. 129, 135, 136 ,139 , ! 43,
G á llu sg a llu s 281 192, 209, 211, 217, 218, 237, 285,
garrapateros 10 0 ,28 9 ,29 6 ,30 8 306, 307, 311, 317, 410, 413» 454,
Gasterosteus aculeatus 290,334 458, 460, 461, 467, 468, 469» 470,
gaviota parda 299 472, 475, 476, 477, 478
gen 71, 83, 8 9 ,9 0 ,9 1,9 6 , 97, 98,103, Hyla versicolor 283
13 2 ,13 3 ,139,14 0 ,14 1,15 0 ,2 6 3,2 6 6 ,
589
ÍN D ICE

idealismo 3 2 ,3 3 , 34, 46,53, 54, 56,57» 12 6 ,12 7 ,12 9 ,2 12 ,2 13 ,2 16 ,2 18 ,2 2 9 ,


5 8 ,59»73» 77» 143 251» 313, 3i7»323
imperialista 123,208 mecanismos de aislamiento 212,213,
infanticidio 437 216, 218,323
ingenio humano 30,455 Megapodidae 171
insectos sociales 21, 373, 375, 376, meiosis 96
381, 382, 383, 387» 388, 389, 393, mero negro (Hypoplectrus
394»395»3 9 6 ,4 4 0 nigricans) 334
instinto 31, 101, 102, 123, 124, 302, Merops bullockoides 381
30 8 ,320 ,341,38 2, 387, 415, 460 metanormas 433
intrasexual 305,306 métodos 8 0 ,119 ,36 0 ,4 37 ,4 5 7
islas Galápagos 54 mirlo de ala roja 296
Molothrus ater 289
juego de suma cero 331 Molothrus bonariensis 10 0,10 1
monogamia 159» 38o, 38 1,4 34
kantianismo 443,480 monos 10 8 ,137, 236, 334, 397, 407,
4 14 ,4 4 2 ,4 5 7
Lamarck 61, 62,475 moral 31,10 8 , 321,39 2 ,39 3, 413, 414,
lamarckiana 61, 62, 64, 68, 72, 473, 416, 433, 441, 442, 443, 444, 4 4 6,
474 447, 448, 4 4 9, 450, 459, 464, 465,
Lanío versicolor 338 4 6 9 ,4 7 0 ,4 77
Leptalides 177 moralidad 374, 383, 395, 413» 4H ,
Lévy-Bruhl, L. 462 416, 417, 441, 442, 443, 4 4 4, 445,
libre albedrío 321,480 447, 448, 451, 452, 463, 464» 465,
Lyell, Ch. 38,348 \- 467, 468, 469, 472, 475, 477
murciélagos 54 ,333,334
mal adaptativa 136,319 murciélagos vampiros 333
mamas 47 musicalidad 453,455,458
mandriles oliva 334 musicalidad humana 458
mangostas enanas 334 mutacionismo 7 2 ,7 4 ,7 5 ,7 6 ,7 7
manipulación 92, 9 5,10 3, 109, 114,
263, 269, 270, 281, 287, 324, 337, ñandú 101
338, 339»340, 376, 461 natterjack 212
maniquí de cabeza dorada 292 naturaleza humana 413, 417, 478,
mano oculta 351 4 79 ,4 8 0 ,4 8 1,4 8 2
marcadores 193, 249, 256, 260, 261, naturaleza roja en colmillo y garra
276 347
mariposa moteada 402 neodarwinismo 22,355
mariposas 113 ,14 3 ,17 1,17 6 ,18 4 ,18 6 , neolamarckismo 62
199, 203, 206, 208, 221, 223, 224, no adaptacionismo 115 ,118 ,119 ,12 2 ,
2 2 8 ,2 33,2 39 ,2 4 7 ,2 8 7 ,38 3 ,4 0 3 12 5,12 8 ,18 9
marxismo 478 no correlacionada 402
Mayr, E. 2 3,10 5 ,111,114 ,115 ,12 2 ,12 5 ,

590
ín d ic e

objeciones 68,165, 2 10 ,2 27 ,4 4 9 ,4 5 5 proceso cósmico 468 ,469 ,470


ojo 21, 22, 41, 46, 68, 74, 9 1,10 2 ,10 3, proceso ético 468,469
117 ,12 7 ,13 0 ,15 7 , 225, 295,322, 410, progresista 2 2,23
4 13 ,4 2 1,4 2 4 propaganda honesta 262,405
dom inas 283 propiedad 31, 91, 142, 14 7 ,14 8 , 350,
optimismo 9 9 ,35i> 352,4 76 354,370, 402, 403, 429
órganos rudimentarios 4 6 ,4 7 ,5 7 ,5 8 propiedades emergentes 357, 370,
E l origen 29, 35, 39, 43» 45» 47, 53, 62, 3 7 1,4 5 6 ,457,459
77, 83, 8 6 ,10 1,115 ,118 ,12 0 ,12 3,12 9 , provisión especial 109
16 2 ,16 3,16 6 ,18 6 ,19 0 ,19 8 , 201, 211, psicología 4 4 0 ,4 73,4 78 ,4 8 0
218, 230, 240, 247, 251, 268, 303, P tilo n o rh yn ch u s violaceus 271,282
3 18 ,323, 324, 347,382,383,38 5,38 6 , pulmón 4 7,19 2,4 56
387, 388, 389, 392, 413, 422, 439,
4 4 3,4 4 5 ,4 5 0 ,4 6 4 ,4 6 8 Q uiscalus m exican u s 297
orquídeas 2 5 ,2 6 ,4 7 ,4 8 ,5 1 ,5 7 ,1 2 0
ortogénesis 7 2 ,7 3 ,7 4 ,7 5 ,7 6 ,7 7 ,3 2 3 ranas 54, 283,297,480
razas humanas 166,237
pájaros carpinteros 315 reduccionismo 371
panglossianismo 9 9 ,12 2 ,314 , 373 reduccionismo de entes 371
P arad isaea decora 292 relativismo 448,462
P ararge a egeria 402 replicador 9 7 ,36 8 ,370 ,372
parásitos 92, 95, 105, 200, 261, 262, replicadores y vehículos 372
263, 272, 275, 277, 278, 279, 280, revisión del Darwinismo 185
2 8 1,2 8 2 ,2 8 6 ,2 9 7 ,315 ,334 ,3 9 5 Romanes, G. J. 119 ,12 0 ,12 1,12 3 ,12 8 ,
P a rtu la 128 133 ,16 5 ,18 6 ,18 8 ,18 9 ,19 4 ,3 15 ,3 16 ,
P asserin a cyanea 381 324 ,4 54 ,4 76
P a v o cristatus 293 ruiseñor 216 ,29 6 ,314
P elecan us onocrotalus 259
pene 277 saltacionismo 74,323
P h a sia n u s colchicus 282,286 sapos 5 4 ,5 6 ,12 4 ,2 12 ,3 0 0
P h ilo s o p h ie Z o o lo g iq u e 61 satinado 271,282
P h ysalaem u s pu stu losu s 297 selección acumulativa 36
P ip ra eryth ro cep h ala 292 selección apostática 130
pleiotropía 140 selección de pareja 2 12 ,2 13,2 2 2 ,2 31,
pluralismo 12 0 ,121,37 3 2 39 ,27 1,2 8 2 ,28 5 ,2 8 8 ,30 5 ,320 ,3 21
P o ecilia reticulata 283 selección de parentesco 97,327,328 ,
P o ep h ila gu ttata 275 329, 334, 340, 341, 342, 363, 364,
poliginia 15 9 ,4 19 ,4 20 ,4 2 3 366, 375, 376, 377, 38o, 390, 391,
positivismo 81,478 424, 434, 436, 437, 438, 4 4 6, 470
preadaptación 458 selección dependiente de la frecuen­
prevalencia 279 cia 111,112 ,30 8 ,30 9
primavera 130,380 selección doméstica 38, 39, 43,
principio del fundador 125 2 25,22 9 ,4 6 4

591
ÍN D ICE

selección epigámica 218,306 200, 201, 202, 203, 204, 205, 207)
selección grupal 362, 363, 365, 366, 208, 209, 210, 211, 212, 213, 214,
3^7) 37°> 372) 390, 391, 396, 411, 215, 216, 217, 218, 221, 222, 223,
467,471 224, 227, 228, 230, 232, 234, 236,
selección intergrupal 365 237, 238, 240, 241, 243, 245, 246,
selección intersexual 291 249, 250, 251, 265, 274, 275, 276,
selección natural 21, 22, 26, 27, 37, 277, 281, 284, 285, 288, 293, 296,
38, 39, 42, 43, 4 6 , 5 1 , 53, 55, 56, 57, 297, 298, 299, 300, 301, 302, 303,
61, 62, 6 8 ,7 5 ,7 6 ,7 9 , 80, 81, 83, 86, 3 0 4 ,3 0 5 ,3 0 6 ,3 0 7 ,3 0 8 ,3 0 9 ,3 1 0 ,
9 ° , 91) 92, 95, 96, 97, 99 j 10 0,10 1, 3 1 1 ,3 1 2 ,3 1 3 ,3 1 4 ,3 1 5 ,3 1 6 ,3 1 7 ,3 1 8 ,
10 2 ,10 3 ,10 4 ,10 9 ,115 , n 7 , na, u 9, 320, 322, 323, 324, 336, 397) 406,
12 0 ,12 1,12 2 ,12 3 ,12 4 ,12 5 ,12 6 ,12 7 , 407, 420, 436, 444, 445, 454,455
12 8 ,1 2 9 ,13 0 ,13 2 ,13 3 ,13 4 , i35> i37, semejanza en la diversidad 114
13 9 ,14 0 ,14 1,14 2 ,14 3 ,14 5 ,14 6 ,14 8 , semillas con plumillas 302,314
14 9 ,15 0 ,15 2 ,15 3 ,15 7 ,15 8 ,15 9 ,16 3 , sentido estético 221, 228, 236, 237,
16 4 ,16 5 ,16 7 ,17 6 ,18 0 ,18 1,18 2 ,18 5 , 2 3 8 ,2 3 9 ,2 4 0 ,2 4 4 ,3 2 1,3 2 2
18 8 ,18 9 ,19 2,19 3,19 4 ,19 5, i97, 198, Sialia sialis 381
200, 201, 202, 203, 204, 205, 206, simetría 32, 4 8 ,5 7,19 0 ,4 0 0
2 0 7,2 0 8 ,2 10 ,2 11,2 12 ,2 13,2 15 ,2 16 , síntesis moderna 86, 126, 129, 317,
217) 218) 221, 222, 227, 229, 230, 323
232, 234, 240, 243, 245, 246, 247, sistema de apareamiento 159, 420,
248, 249, 250, 252, 254, 260, 264, 423
265, 266, 267, 274, 285, 289, 290, sistema de apareamiento humano
296, 301, 302, 303, 304, 305, 306, 423
307,3 0 8 ,3 0 9 ,3 10 ,3 12 ,3 13 ,315,316, Sm ith,A. 44
317, 320, 324, 327, 328, 337, 338, sociología 462,4 70 ,4 73
340, 341, 343, 347, 354, 355, 356, solución de Darwin 243, 298, 383,
359, 361, 363, 364, 365, 366, 367, 3 8 9 ,3 9 0 ,3 9 1
368) 369, 370, 371, 372, 373, 375, solución de Wallace 20 0 ,246 ,252
382, 383, 386, 387, 388, 392, 399, sombra del futuro 334,336
400, 402, 404, 407, 409, 410, 411, Spencer, H. 413, 472, 473, 474, 475,
413, 414, 415, 416, 417, 418, 419, 476, 477, 478
423, 424, 425, 426, 429, 430, 432, Spermophilus beldingi 329
433, 436, 438, 439, 4 4 0 , 443, 4 4 4, Sphex ichneumoneus 418
445, 446, 447, 448, 449, 450, 451, Struthio camelus 102
452, 453, 454, 455, 456, 457, 458, superfecundidad 348,349
459, 46o, 461, 462, 463, 464, 465,
466, 467, 468, 469, 470, 471, 472, tábula rasa 479,480
473) 475, 477, 479,4 8 1 Tachycineta bicolor 333
selección sexual 2 1 ,22> 24,78,8 9,99 , tálamo 2 9 1,2 9 2 ,29 3,2 9 5,2 9 6
10 3 ,10 9 ,113 ,117 ,14 5 ,15 7 ,15 8 ,15 9 , tareas de selección de Wason 426
16 3,16 4 ,16 5 ,16 6 ,16 7 ,16 8 ,175 ,17 6 , tasas de mutación 359
178 ,179 ,18 0 ,18 5,18 8 ,18 9 ,19 1,19 2 , Teleogryllus comjmodus 287
193, 194, 195, 196, 197, 198, 199, teleología 3 8 ,4 8 ,7 9 ,8 0 ,12 4
592
ÍN D IC E

teleológica 78 uso-herencia 61,62, 68


Tem po a n d M o d e in E vo lu tio n 361 utilitarismo 3 4 ,4 6 ,4 7 ,4 9 ,5 3 ,5 4 ,10 6 ,
teodicea 347 447
teología 29, 30, 31, 32, 33, 41, 43, 48,
6 0 ,14 4 ,16 7 ,194, 2 3 7 ,323, 349,357 vago 3 10 ,354 ,35 6 ,38 6 ,4 7 1
teorema de Pangloss 373 variaciones aleatorias 37,4 5
teoría de la optimización 111,112 vehículo 9 6 ,36 3,36 8 ,36 9 ,372
teoría de la sensatez 265 vejiga natatoria 47,456
teoría de la sensatez de Wallace 265 vervet 334
teoría de los juegos 11 1,1 13 ,3 3 0 , 399 V id u a chalybeata 289
teoría moderna 307,366 vigor 122
teoría neutral 126 viudo dominicano 274
teoría newtoniana 52 Vogelkop 2 71,273
termitas 360, 375, 376, 377, 378, 379, voluntarismo 477
380,446 von Humboldt, Alexander 348
T h e B lin d W atchm aker 89 vonSchantz 286
T h e C ase o ft h e M id w ife Toad 63
tilonorrinco satinado 271,282 Weismann, A. 61, 62, 65, 66, 71, 75,
tiionorrincos 245,273 3 8 9 ,454,455
timidez 210 ,2 11 weismannismo 77
tordo árabe 336 Wright, C. 8 6 ,36 5,36 6 ,4 55,4 56 ,4 57,
Trachops cirrhosus 297 458
trascendentalismo 32 Wynne-Edwards, V. C. 36 2,36 3,36 6,
T rib o n ix m o rtierii 329 3 6 7 ,3 7 2 ,393, 4 ii
T urdoides squ am icep s 336
Zahavi, A. 152 ,15 3,2 5 8 ,2 5 9 ,2 6 0 ,336
ultradarwinismo 119 Zonotrichia leucophrys oriantha 381
Urbach, P. 81

593
{

4
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