Está en la página 1de 12

¿Cuál es el sentido de la vida?

Al final, todo se reduce a esto: ¿Amar o no amar? He aquí el dilema

uizás porque acabo de cumplir años, o quizás porque acabo de terminar mis exámenes…
sea cual sea la razón, he estado reflexionando mucho en esta pregunta últimamente.
“Un hombre sale a pasear. En el camino, se encuentra con un obrero y le pregunta: ¿Qué
haces? Trabajo ¿Para qué trabajas? Para ganar dinero ¿Para qué quieres dinero? Para
comer ¿Para qué comer? Para vivir ¿Para qué vives? No lo sé…”. Es una de las
anécdotas que más versiones tiene. A veces, el protagonista es un filósofo, otras veces
un santo, un filántropo, un artista o todo lo anterior. No importa. Sea cual sea el origen de
la historia, nos muestra el método de la filosofía (buscar las causas últimas) y nos
introduce al tema: ¿Para qué vivimos? ¿Cuál es el sentido de la vida?
Mucho se podría decir del tema, pero el objetivo de las cápsulas no es el de ofrecer
respuestas definitivas, sino el de generar espacios de reflexión sobre la propia existencia.
Por lo tanto, no te ofrezco respuestas; te ofrezco vías para responder.Imagina que estas
en un cuarto completamente vacío. El cuarto se llama: “El sentido de la vida”. Delante de
ti, se encuentran tres puertas: I) No hay sentido; II) El sentido es inmanente; III) El sentido
es trascendente. Vamos a abrir las tres antes de atravesar alguna.
La primera puerta nos muestra un vacío. La vida no tiene sentido. Nuestra existencia se
consume lentamente en el tiempo del cual somos prisioneros. Vagamos por el mundo
como extranjeros, esperando el momento de culminar el gran y único destino al cual
hemos sido llamados: la muerte. Nacemos para morir. Nacer, crecer, reproducirse y
perecer, esto es lo más cercano que tenemos a un sentido de la vida. Venimos de la nada
y a la nada nos dirigimos.
Después de ese vértigo nihilista, te diriges a la segunda puerta. La abres y te encuentras
contigo mismo. La inmanencia te dice que el sentido de la vida eres tú. Amar duele; el
dolor es un mal; por lo tanto, tenemos que evitar el amor. El sentido de la vida consiste en
un vaciarse, liberarse de toda atadura externa y alcanzar la paz con uno mismo. Hacerte
nada para hacerte todo. La segunda puerta te lleva al encuentro con un Yo nirvánico, libre
y absoluto.

Te diriges a la tercera puerta. La trascendencia te invita a la donación. El amor es


donación; en la donación encuentras la felicidad; por lo tanto, en el amor encuentras la
felicidad. La felicidad es proporcional a la capacidad de donación y, ésta, es
potencialmente infinita. El sentido de la vida consiste en salir de ti mismo y amar, amar
con locura, amar como nunca nadie ha amado antes. Amar duele, es verdad, pero el dolor
no tiene la última palabra. El Amor es más fuerte que la muerte.
Al final, todo se reduce a esto: ¿Amar o no amar? He aquí el dilema. Nos vemos a la
siguiente y que te mejores…

El sentido de la vida
Dios es el principio y el fin de todo ser humano: viene de Dios y va hacia Él.

Una vez un hombre iba viajando en un tren; estaba durmiendo. Se despertó y alguien le
preguntó a dónde iba, pero el hombre adormilado respondió que no sabía. La misma
persona le preguntó dónde había subido en el tren, pero respondió lo mismo, que no
sabía. Es comprensible que un señor así no sepa responder a unas preguntas tan
fundamentales: estaba todavía en los brazos de Morfeo.
Sin embargo, muchos hombres hoy en día no saben responder a preguntas todavía más
fundamentales, que se refieren al sentido de su existencia humana ¿de dónde vienen?,
¿a dónde van?

El Catecismo responde en el n.34 a estas dos grandes interrogantes del hombre:

...el hombre puede acceder al conocimiento de la existencia de una realidad que es la


causa primera y el fin último de todo, y que todos llamamos Dios.

Dios es el principio y el fin de todo ser humano: viene de Dios y va hacia Él.

El filósofo Aristóteles dijo que el hombre es como una flecha lanzada al aire: no sabe de
dónde viene ni a dónde va. Pero nosotros los creyentes sí conocemos las respuestas a
estas preguntas. Dios, por así decirlo, nos ha dado todo servido en el plato:

Dios nos creó y estamos de regreso hacia Él. Él, al mandarnos a este mundo, nos dio un
boleto de ida y vuelta. Todo el sentido de nuestra vida está contenido en esta verdad:
estamos regresando a la casa paterna. No todo el mundo tiene la suerte de conocer esta
verdad.

¡Hay tantos seres humanos que están vagando por las tinieblas de la duda y de la
incertidumbre! Pensemos en los espiritistas que creen en la reencarnación, en los
materialistas que piensan que todo es materia y que el hombre tiene la misma suerte de
una planta o de un pájaro... Debemos dar gracias a Dios por el don de la fe en esta
verdad que es el eje de la existencia humana: Dios es nuestro principio y mi fin.

El gran error de nuestras vidas es vivir desorientados y engañados, creyendo que vamos
siguiendo un sentido... cuando en realidad cada día nos alejamos más del verdadero
sentido: Dios. El que anda fuera del camino, cuanto más corre, tanto más se va alejando
del término.

Venimos de Dios

El Catecismo en el n.366 dice:

La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios.

Nosotros salimos de la mano creadora de Dios, somos obra de Dios. Cuando quieren dar
valor a una pintura dicen que es de Rembrandt, de Picasso, de Dalí... Nosotros podemos
decir que somos de Dios, pues nuestro Hacedor es Dios mismo.

Esta creación de Dios es una acción continua en nuestra vida, pues Él sigue
sosteniéndonos en el ser. Si Dios pudiera dormir un instante, toda la creación dejaría de
existir. Nosotros necesitamos a Dios para seguir viviendo. Sin Él no podemos hacer nada,
desde la acción más banal como rascarnos la barbilla, hasta la más sublime que es hacer
un acto de caridad.

Nosotros vamos hacia Dios

Dice el Catecismo en el n.27:


El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado
por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios
encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar.

Una persona sensata no intentaría construir su casa en un aeropuerto, o en una estación


de trenes o de autobuses.... Estos son lugares de tránsito. Por muy bonitos que sean,
nunca podrán constituir nuestra morada. El hombre debería tener este sentido de estar de
paso por el mundo; es un peregrino en el planeta Tierra. Cuando se pierde de vista esta
verdad de perogrullo, se comienza a construir una felicidad meramente terrena, como los
Israelitas peregrinando por el desierto que construyeron su becerro de oro, olvidándose
que estaban de paso hacia la Tierra Prometida.

¡Qué insulsa debe ser la vida del hombre que no posee a Cristo! Un poco de tiempo de
egoísmo, un oficio pasajero, tratar de llenar el vacío de la existencia con paladas de
diversión y de sexo, cuando no son de sufrimiento sin sentido; y dejar a otro en nuestro
sitio que continúe la cadena indefinida: a ver si tiene más suerte y logra alcanzar lo que
nosotros no alcanzamos.

La tarea de la vida es trabajar por alcanzar el Cielo

Si poseer a Dios es el fin, buscarlo es el quehacer de la vida. Pero a Dios solo le


encuentra el que le ama, y la experiencia del amor puro a Dios es la experiencia del puro
olvido de uno mismo.

Somos muy sensibles a los desastres físicos y económicos. Nos impresiona cuando hay
un accidente o cuando fulano da un mal paso en el negocio y pierde todo de un día a otro.
No somos tan sensibles a los fracasos espirituales. El fracaso espiritual total es la pérdida
de la propia alma. Sin embargo, ¿cuánto hacemos por salvar nuestra alma?

Esta meditación debe ayudarnos a establecer una correcta escala de valores en la cual
Dios y la salvación de mi alma ocupan el primer lugar.

El sentido de la vida, la dignidad humana, el sufrimiento y la muerte


Estas reflexiones fueron pronunciadas por el dominico español Fausto B. Gómez durante
el Encuentro Internacional de Vida Ascendente celebrado en Bangkok (Tailandia)

Es el extracto de una conferencia sobre pastoral de personas mayores pronunciada por el


religioso, un teólogo que lleva 11 años dirigiendo el Centro para la Tercera Edad de la
Universidad Santo Tomás de Manila (Filipinas).

Sentido de la Vida y de la dignidad humana

En su poderosa encíclica Evangelium Vitae (1995), Juan Pablo II afirma que ´´los mayores
tienen una valiosa contribución que hacer al Evangelio de la vida´´. Por su parte, el
Consejo Pontificio para los Laicos escribe que ´´los planes de pastoral de los mayores y
con los mayores deben enraizarse en la defensa de la vida´´. Ciertamente, el movimiento
Vida Ascendente está plenamente comprometido con la cultura de la vida. Las prioridades
en este compromiso se centran en el sentido de la vida y de la dignidad humana, del
sufrimiento y de la muerte. La vida humana es un bien primario de un valor inestimable e
inviolable, una de las cosas vivas más hermosas del mundo. Es un gran regalo de Dios,
un signo de su maravillosa presencia en nosotros. Es algo sagrado. También es una tarea
para todos los humanos: administrarla bien, defenderla y de promocionarla con otros.

La vida humana es un gran valor porque es la vida de la persona humana, un animal


racional, un ser humano libre, un ser capaz de amar y ser amado, una criatura de Dios y,
ante todo, un hijo o hija de Dios: ¡un peregrino! Somos peregrinos caminando hacia 1.000
destinos, todos enfocados hacia el objetivo de la felicidad, hacia el fin último, es decir,
hacia Dios. En Tertio Millennio Adveniente (1994) Juan Pablo II nos dice que ´´la vida es
una peregrinación hacia la Casa del Padre´´. El más auténtico sentido de la vida es darse
a uno mismo (dar la vida) al servicio de los demás, y hacerlo por amor. ¡Jean Guitton ha
descrito la ancianidad como la edad oblativa del amor! La cuestión del sentido de la vida
es la más radical para todos los seres humanos. Nietzsche escribió estas palabras llenas
de sentido: ´´Aquél que tiene un porqué para vivir puede soportar casi todos los cómo´´.

Para el cristiano, como para San Pablo (Fil 1:21), la vida humana es en realidad la vida de
Cristo, que es nuestra vida: ´´Yo soy el camino, la verdad y la vida´´ (Jn 14:6). El Señor
vino al mundo para que todos podamos tener vida, y una vida en plenitud (Jn 10:10). La
vida en Cristo está llena de gracia y amor. La persona humana posee dignidad humana,
que es perfección única, plenitud y valor. La dignidad humana, como dignidad ontológica
o fundamental, es igual en todos los seres humanos. Así, una persona puede actuar cruel
y criminalmente, con lo cual pierde su dignidad moral, pero nunca puede perder su
dignidad humana básica. Para el cristiano, la más alta dignidad humana de la persona se
halla en unión con Dios a través de Cristo, hijo de Dios y hombre perfecto (cf. Vaticano II,
GS, n. 22, 32, 38, 45). Todos los seres humanos, los niños nacidos y los nonatos, los
jóvenes y los viejos, hombres o mujeres, blancos o negros, filipinos o españoles... Todos
los seres humanos son personas. Cualquier ser humano es igual a todos los demás.
Ningún ser humano, hombre o mujer, ni es ni debería ser tratado como un objeto sino
como un sujeto, no como un medio sino como un fin, no como ´´ello´´, sino como ´´él´´ o
´´ella´´ (o, mejor aún, ´´tú´´).

Todo ser humano posee en esencia la misma dignidad humana y, por tanto, es merecedor
de un respeto incondicional (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 90). No obstante, entre los
seres humanos, los más débiles deberían ser protegidos de una manera especial. En la
tradición cristiana, en particular, ser débil es título suficiente para merecer un respeto y
una atención especiales. ¿Quiénes son los débiles hoy en día? Lo son, entre otros, los
embriones humanos, los pacientes terminales, los inválidos, los marginados, los niños, las
mujeres y los ancianos. Ellos merecen recibir, de parte de los cristianos, lo que se viene
en llamar amor preferencial, tal y como han afirmado Juan Pablo II y Pablo VI (cf. Juan
Pablo II, Familiaris Consortio, 1981, 47; Pablo VI, Octogesima Adveniens, 1971, 15).

El derecho a la vida de las personas mayores

La dignidad humana se expresa en los derechos humanos, empezando por el derecho a


la vida, que es inalienable e indivisible. Nosotros defendemos una ética vital consistente
simbolizada por la túnica, de una sola pieza, de Nuestro Señor. Juan Pablo II no cesa de
decirnos que la vida humana debe respetarse desde el momento de la concepción (no al
aborto) hasta la muerte natural (no a la eutanasia y a la pena de muerte). Nuestra vida no
es realmente nuestra: ´´Pertenece a Dios´´. Somos los administradores de Dios. Dios es
el Señor de la vida y de la muerte. Los obispos franceses ya lo dijeron muy bien: ´´Una
vida humana no pertenece a otros; ni siquiera a los padres que la han concebido;
tampoco al Estado; nuestra propia vida ni siquiera nos pertenece a nosotros de un modo
absoluto´´.

Dios dijo: ´´No matarás´´ (Ex 20:13). La eutanasia, ya legalizada en Holanda, en Bélgica y
en Oregón (Estados Unidos), es inmoral. La eutanasia, al matar a un ser humano de
manera activa, directa e intencional, es según el Vaticano II una de las infamias de
nuestro tiempo. Atenta contra el derecho fundamental a la vida y también contra el
mandato de Dios. Hablando objetivamente, la eutanasia ´´voluntaria´´ (o matarse a uno
mismo) es un suicidio, y la ´´involuntaria´´ (la muerte impuesta por otros a pacientes que
sufren) es un homicidio, otro crimen que clama al cielo. La eutanasia recibe a veces el
nombre de ´´matar por misericordia´´. Nos preguntamos: ¿Cómo puede ser misericordioso
el acto de matar a otro ser humano? ¿Cómo puede ser realmente misericordioso ayudar a
cometer suicidio a alguien que está herido? La verdadera misericordia, o compasión, es
una cualidad de auténtico amor al prójimo. Como ha dicho Juan Pablo II, ´´la verdadera
compasión nos lleva a compartir el dolor del otro, no a matar a la persona cuyo
sufrimiento no podemos soportar´´ (EV 66).

Lo opuesto a la eutanasia es la distanasia. Mientras la eutanasia acorta la vida, la


distanasia la prolonga de una manera desproporcionada, cuando el tratamiento es
realmente inútil o supone realmente una carga demasiado pesada, sobre todo para el
paciente. Normalmente lo que hace es alargar la agonía, para terminar en una muerte
indigna, tras el uso de medios abusivos o desproporcionados (o extraordinarios)
proporcionados por el imperativo tecnológico. Al igual que no dar el tratamiento suficiente
puede ser inmoral, también puede serlo el tratamiento excesivo. El problema con la
distanasia es que quiere posponer la muerte cuando ésta es inminente. El poeta Jorge
Manrique escribió: ´´Querer hombre vivir/ cuando Dios quiere que muera/ es locura´´. A
mitad de camino entre la eutanasia (profundamente inmoral) y la distanasia (tal vez
inmoral) tenemos la ortotanasia o permitir la muerte. Estamos obligados a cuidar de
nuestra vida, a protegerla de una manera razonable, pero no a tratar de prolongarla de
manera irrazonable: ¡Para cada uno de nosotros, hay un momento para morir!

Permitir la muerte es ético en dos situaciones: En primer lugar, cuando el tratamiento para
prolongar la vida es realmente inútil para el paciente. En segundo lugar, cuando la
prolongación de la vida (de la agonía) es una carga demasiado dura de soportar, sobre
todo para el paciente. Hay otra posibilidad de acortar la vida indirectamente: cuando el
paciente necesita calmantes que, directamente, le mitigarán el dolor, pero indirecta e
involuntariamente pueden acortarle la vida (en ética se habla aquí del principio de doble
efecto).

La seria obligación de los profesionales de la salud de mitigar el dolor y el sufrimiento


queda limitada por la prohibición de causar la muerte directa o eutanasia. La misión de los
médicos no es solamente curar, sino también cuidar: dar cuidados paliativos o confort. El
deber que todos tenemos con la humanidad sufriente es el de la solidaridad empática, es
decir, dar a nuestros hermanos y hermanas que sufren un ´´corazón cálido´´. Esta
solidaridad, producto de la empatía, es contraria al utilitarismo presente en algunos
segmentos de nuestra sociedad, que parecen considerar a los ancianos una carga inútil.
Eric Fuchs escribe: ´´¿Cómo no van a sentirse culpables por seguir aquí, por salir tan
caros y por ser inútiles?´´.

Afirmamos con energía que hay un derecho a la vida, pero no hay un derecho a la muerte.
Podemos hablar, con sumo cuidado, del derecho a ´´una muerte digna´´ o a ´´una muerte
con dignidad´´, es decir, una muerte que llega a su tiempo, ni antes (como en la eutanasia
y el suicidio asistido) ni después (como en la distanasia). Juan Pablo II dijo en Viena, en
1988: ´´Tanto la extensión artificial de la vida humana como el aceleramiento de la
muerte, aunque emanan de diferentes principios, encierran ambos el mismo fundamento:
la convicción de que la vida y la muerte son realidades confiadas a los seres humanos
para que dispongan de ellas a su voluntad´´. El Santo Padre añadió entonces que, ´´al
igual que el resto de seres humanos, nuestros ancianos tienen derecho a una vida digna y
a una muerte digna´´.

Sentido del sufrimiento

La palabra ´´sufrimiento´´ deriva del término latino ´´suferre´´ o ´´sub-ferre´´, y significa


soportar: El sufridor es el que soporta cargas. El dolor, aunque es de naturaleza
principalmente física, está íntimamente ligado al sufrimiento, que es algo más que dolor
del cuerpo. Usualmente, el sentido de ambos términos es intercambiable. Al fin y al cabo,
la experiencia de dolor y sufrimiento afecta a toda la persona, a su cuerpo y a su alma, a
su espíritu encarnado.

En el orden de la naturaleza, el sufrimiento y el dolor, especialmente si es un dolor grave y


crónico, son un mal que ataca nuestra integridad como seres humanos ordenados, limita
nuestra libertad e independencia y desarrolla en la mayoría de nosotros sentimientos de
rabia, rechazo, culpa y miedo a la alienación y a la marginación. Como mal que es, debe
ser evitado y hay que luchar contra él. Pero como es una parte inevitable de nuestra vida
en la Tierra (se mete en nuestras vidas antes o después), se nos pide que lo afrontemos
humanamente, es decir, razonable y responsablemente, con coraje y esperanza. En el
orden de la gracia, el sufrimiento sigue siendo un mal, pero puede convertirse en un
instrumento de salvación y purificación si se soporta con amor y paciencia. La palabra
clave de nuestra fe no es sufrimiento, sino amor. Y el amor hace que el sufrimiento
también tenga sentido. Para el cristiano, llevar la cruz a lo largo de la vida es una
condición propia del discípulo (cf. Mc 8:34; Lc 9:23).

El sufrimiento es realmente misterioso (mysterium doloris!). ¿Cómo relacionar el


sufrimiento con un Dios todo bondad y omnipotente? Lo cierto es que el Dios de Nuestro
Señor Jesucristo no es vengativo ni masoquista, sino el Padre compasivo del hijo pródigo.
Creemos que Dios es amor (I Jn 4:16) y que hay un Cielo. El sufrimiento es parte del
proyecto de la vida humana que se realiza en el amor. Dios no se alegra de nuestras
enfermedades; de hecho, en su hijo Jesucristo, compartió el sufrimiento con nosotros. La
única respuesta a esa cuestión está en Cristo en la cruz. Por amor, Cristo murió por toda
la humanidad. Él no rehuyó el sufrimiento y la muerte: ´´Bajó del Cielo para cargarlos
sobre sí mismo; no sólo no los rehuyó, sino que hizo algo más: les dio sentido y los
iluminó por dentro, transfigurándolos y haciéndolos semejantes a Dios´´ (Charles Journet).

De este modo, el sufrimiento se puede convertir en un camino para encontrar a Dios. Con
la gracia de Dios y nuestra cooperación, la cruz puede pasar de ser un lugar de dolor y
sufrimiento a ser ´´una cita con el Señor Crucificado´´ (J.M. Cabodevilla). Los santos no
sólo soportaron sus sufrimientos paciente y gozosamente, por amor a Dios, sino que
incluso pedían al Señor que aumentase sus sufrimientos para poder unirse de una
manera más próxima a Jesús crucificado, con lo cual se convertían en corredentores con
Él. El sentido más profundo del misterio del sufrimiento es el sufrimiento corredentor y
salvífico, como decía San Pablo (Col 1:24).

¿Qué hacer frente al sufrimiento de otros? Siguiendo a Cristo, el Buen Samaritano, todos
tenemos que estar al lado de los que sufren, en nuestras familias y comunidades, para
ayudarles a sobrellevar su sufrimiento, ¡no para aumentárselo! En su obra Calígula, Albert
Camus puso las siguientes palabras en boca de Escipión: ´´Calígula me dijo a menudo
que la única falta que uno comete en su vida es causar sufrimiento a otros´´. Tenemos
que estar al lado de los que sufren de dolor y de soledad, y tenemos que hacerlo sin
juzgarles, no con una actitud paternalista sino de comprensión, respeto y oración, puesto
que ellos pasan por diferentes estadios psicológicos, como los cinco clásicos de la
doctora Elizabeth Kubler-Ross, a saber: negación, rabia, negociación, depresión y
aceptación.

Sentido de la muerte

El dolor y el sufrimiento son compañeros de viaje en la jornada de nuestra vida. Aparecen


como advertencias veladas o claras de la realidad de la muerte. No se puede escapar de
la muerte, que es inevitable. No la podemos negar de ninguna de las maneras: ´´Los días
del hombre son como la hierba, como una flor del campo; así florece. Pero sopla sobre
ella el viento, y ya no es más, ni se sabe siquiera dónde estuvo´´ (Sa 103:15-16).
¿Aceptamos la muerte? El hombre moderno parece que está tratando por todos los
medios de esconder la realidad de la muerte, considerada tabú por un mundo materialista
y secular. No obstante, la muerte está ahí fuera y también dentro de nuestros propios
corazones. Para ser capaces de aceptar la muerte, tenemos que entenderla desde la
propia vida, ya que la muerte es parte de la vida. ´´La última pregunta sobre la vida está
relacionada con la muerte. La cuestión de la muerte es radicalmente la cuestión del
sentido de la vida. ¿Cuál es el propósito de todo, si vamos a morir?´´ (Martin Gelabert).

Se dice que la ´´muerte social´´ (separación de todos y soledad) precede muchas veces a
la muerte biológica. Las familias de las personas mayores que sufren y el equipo sanitario
que les atiende no deberían permitir que esto suceda. El cristiano moribundo, en
particular, cree en la compañía de Cristo y muere con esperanza, en la comunidad de
creyentes, auxiliado por la oración y los Sacramentos. Teilhard de Chardin pedía a Dios
que le enseñase a tratar su muerte como un acto de comunión. La muerte representa la
terminación de esta vida, lo que implica la desintegración del cuerpo y, en perspectiva
cristiana, el paso del alma, como esperamos, a la vida eterna (una vida que, al final de los
tiempos, será también compartida por nuestros cuerpos, que tendrán entonces una forma
gloriosa). Hablando en términos médicos, la muerte se define hoy como la cesación total e
irrevocable, tanto de la función cardiopulmonar como de la de todo el cerebro, incluido el
tronco cerebral. De hecho, el debate sobre la ´´muerte cerebral´´ continúa todavía activo.

Teológicamente hablando, la muerte, como el sufrimiento, tiene un ´´carácter penal´´,


debido al pecado como fuente de muerte (cf. Gen 2:15-17; Rom 6:23; I-II, 85, 5), aunque
el sufrimiento no es normalmente un castigo por nuestros pecados (por ejemplo, los
santos son los que más sufren). Al igual que el sufrimiento, la muerte también puede ser
corredentora, ´´vivida´´ como muerte en Cristo y unida a la muerte redentora y victoriosa
de Cristo (cf. Rom 6:3-5). Los cristianos de hoy tienen que volver a su rica tradición del
ars moriendi (el arte de morir) y retomar sus puntos positivos de un modo creativo,
subrayando que el camino hacia una buena muerte es una vida buena: ´´En todo,
recuerda de verdad tu fin, y nunca pecarás´´ (Si 7:36,40). Cuando se les acerca la muerte,
nosotros acompañamos a nuestros mayores orando por ellos y con ellos, compartiendo la
Eucaristía y la Unción de Enfermos con ellos.

La cruz de los cristianos, el báculo para la jornada de la vida, según San Juan de la Cruz,
es la ´´cruz de la esperanza´´. Una cruz que apunta a la Resurrección de Cristo. En la
perspectiva de la Pascua, sufrir y morir no son meramente estar en la cruz, sino una
oportunidad de amar, y de amar más: ´´Dios amó tanto al mundo que nos dio a su Hijo
Unigénito, y aquél que cree en Él no morirá, sino que tendrá vida eterna´´ (Jn 3: 16). En
esta vida terrenal, debemos integrar el Viernes Santo con el Domingo de Pascua, ya que
uno necesita del otro: ´´El Viernes Santo sin la Resurrección está falto de esperanza, y la
Resurrección sin el Viernes Santo está falta de sentido´´. Bajo la mirada de Dios, ´´una
experiencia de sufrimiento puede convertirse en una experiencia de resurrección´´ (Javier
Barbero).

La muerte es parte de la vida. La vida y la muerte encuentran su significado verdadero en


una tercera palabra, que es amor: amor de Dios y nuestro compartir en su amor. Juan
Pablo II dice en Evangelium Vitae que el sentido más profundo de la vida se encuentra en
el amor, en servir a los otros con amor y por amor. Amar a otros significa, según Gabriel
Marcel, decir a ella o a él que ´´tú nunca morirás´´. Y como Dios nos ama, nunca
moriremos. La muerte, para los que creen en Cristo, significa realmente no morir nunca
(cf. Jn 11:26). Así pues, para un cristiano, la muerte, siendo por supuesto importante y
también traumática, no es la realidad última, un atributo reservado para la vida eterna con
Dios. San Clemente de Alejandría dijo de una manera bellísima: ´´Mediante su muerte y
resurrección, Cristo convirtió la puesta de sol en amanecer´´. Santa Teresita del Niño
Jesús dijo, justo antes de morir a la edad de 24 años: ´´No me estoy muriendo, sino que
estoy entrando en la vida eterna´´. Como escribió Rabindranath Tagore, ´´la muerte no es
apagarse la luz, sino apagarse la lámpara porque ha llegado la aurora´´. Enfrentados al
sufrimiento y la muerte, recordamos lo que dijo San Agustín: ´´Somos el pueblo de la
Pascua, y Aleluya es nuestra canción´´. Aleluya, es decir, ¡alaba al Señor! A lo largo del
peregrinar de la vida, también a través del sufrimiento y de la muerte, tratamos de decir:
´´Alaba al Señor, porque Él es bueno y su amor durará para siempre´´.

Conclusión

La Iglesia de Cristo se preocupa por cada uno de nosotros: Es nuestro pastor. Como
pueblo de Dios, los mayores son también Iglesia y tienen que cooperar activamente en los
planes y acción pastoral de la Iglesia proclamando, celebrando y sirviendo el Evangelio de
la vida y el amor. En particular nosotros los mayores, y particularmente los miembros de
Vida Ascendente, tratamos de ser ministros de pastoral siendo creativamente fieles a
nuestro carisma, a nuestra tríada, es decir, a la espiritualidad, la amistad y el apostolado.
Parte de nuestra misión consiste en proclamar la dignidad, los derechos humanos y el
sentido de la vida, del sufrimiento y de la muerte.

El sentido de la vida
La experiencia nos revela que el sentido abarca más que el significado. Para captar el
significado de una acción basta analizar ésta en sí misma

Si queremos otorgar al vocablo "sentido" todo su alcance, hemos de distinguirlo


cuidadosamente del término "significado". En los diferentes contextos, cada vocablo -lo
mismo que cada realidad y cada acción- añade a su significado básico un matiz especial.
Ese matiz es su "sentido". Beber un vaso de vino es un hecho que presenta siempre un
significado básico. Su sentido cambia si se bebe en solitario o en compañía, de modo
rutinario o con espíritu festivo. El rojo y el verde tienen un significado propio inalterable.
Ponlos en vecindad y verás cómo adquieren una coloración especial, un sentido peculiar.
Figurémonos que un cantor se destaca demasiado en el conjunto de un coro. Su voz es
espléndida y su musicalidad notable, pero no se ajusta al volumen de las otras voces. Su
actuación presenta, así, un significado relevante, mas no tiene sentido en este contexto.
Aunque sea el intérprete más valioso, deberá ser excluido de este conjunto. Golpeas en el
piano la tecla negra intermedia en el grupo de tres. El significado del sonido que produce
es siempre el mismo, pero su sentido es muy distinto cuando suena en obras compuestas
en la tonalidad de la bemol mayor y de la menor.

La experiencia nos revela que el sentido abarca más que el significado. Para captar el
significado de una acción basta analizar ésta en sí misma. El sentido sólo se revela
cuando se contempla tal acción en una trama de acciones interconexas. Tienes hambre y
ves un cestillo de manzanas apetitosas en la entrada de una frutería. Para ti tiene un gran
significado tomar una y comerla. Te apetece, te gusta, te sacia. Ese gesto está colmado
de significado. Significa mucho para ti. Pero ¿tiene sentido?

La manzana que te apetece comer no es abstracta, se halla en un contexto concreto:


pertenece al frutero y no puedes apropiártela sin concertarlo con él. Concertar algo
significa entrar en una red de interrelaciones y ajustarse a sus leyes. El sentido sólo se
nos alumbra cuando tomamos cierta distancia y contemplamos una acción o realidad en
su contexto. El sentido presenta una condición relacional.

Por ser relacional, el sentido es cambiante; puede incrementarse o amenguarse, adquirir


nuevos matices o tornarse más elemental y tosco. Si deseo dominar una realidad, tiendo
a rebajarla a condición de objeto, de medio para mis fines interesados, no a verla en toda
su complejidad, como un "nudo de relaciones". La mirada contemplativa, respetuosa,
colaboradora, ve, por ejemplo, el pan y el vino como el fruto de una confluencia múltiple
de elementos: campesino, semillas, cepas, tierra, lluvia, viento, sol... El sentido de los
términos "pan" y "vino" se enriquece al máximo merced a esta forma relacional de ver. El
que sólo ve en el pan un medio para saciar el hambre no altera su significado básico, pero
amengua la amplitud de su sentido .

La comprensión de los términos fundamentales de las disciplinas que estudian el enigma


del ser humano pende no sólo de nuestro grado de inteligencia y preparación sino
también, y no en último término, de nuestra actitud ante la vida: actitud dominadora y
prepotente, o bien respetuosa y solidaria. Esta observación es decisiva a la hora de
elaborar una ética, una antropología, una teoría de la creatividad, y, de modo singular,
una teología.

El sentido brota en el proceso de desarrollo personal

La cuestión del sentido surge con el ser humano. El animal no necesita planteársela.
Tiene que desarrollarse, pero su desarrollo está predeterminado con firmeza implacable
por la especie. Por eso no puede equivocarse nunca al actuar. Le basta seguir sus
instintos para asegurar su pervivencia y la de la especie.

El ser humano debe también crecer por ley natural, pero tiene el privilegio de poder
saberlo y precisar el modo de llevarlo a cabo. El hombre es un "ámbito", no un mero
"objeto", y se desarrolla como persona creando nuevos ámbitos a través del encuentro. El
encuentro es fuente de luz y de sentido. Al encontrarme con otras personas y formar
comunidades, siento que configuro mi vida de forma ajustada a las exigencias de mi
realidad personal, a lo que ya soy y a lo que estoy llamado a ser. Esta llamada es mi
vocación y misión. Cuando mis opciones fundamentales, mis hábitos y mis actos se
orientan hacia el cumplimiento de esta misión y esta vocación, la marcha de mi existencia
se realiza en el sentido adecuado, en la dirección justa. En la misma medida tiene
"sentido".

El sentido no es algo que el hombre pueda tener estáticamente, como un objeto; lo


adquiere y posee dinámicamente, al entrar en relación creadora con otras realidades. El
ser humano, por bien dotado que esté en cuanto a potencias -inteligencia, sentidos,
salud...-, no puede ser creativo a solas. Tanto en el nivel biológico como en el espiritual, la
fecundidad es siempre dual. Cualquier actividad, aun la más intensa, sólo puede tener
sentido cabal si asume activamente ciertas posibilidades que le vienen dadas de fuera.
Aprendo un poema de memoria; lo declamo una y otra vez, fraseando de modo distinto,
alterando los ritmos, buscando el ajuste perfecto de forma y fondo. Muy pronto sentiré que
el poema me pertenece, aun siendo distinto de mí. Dejó de serme distante, externo y
extraño para hacérseme íntimo. Ahora ya no me viene dictado de fuera; lo proclama mi
voz interior, y yo participo de él creadoramente. Lo configuro al dejarme configurar por él.
Esta actividad bilateral o reversible ("configurar / ser configurado") sólo es posible en el
plano de los acontecimientos creadores, no en el de los procesos meramente artesanales
o productivos.

La vida humana se desarrolla vinculándose a otros ámbitos y haciendo surgir ámbitos


nuevos de mayor envergadura. Cuando uno acierta a ver que su entorno vital está
constituído no sólo por objetos sino también por ámbitos -realidades dotadas de iniciativa
que ofrecen ciertas posibilidades e invitan a responder activa y positivamente a ellas-,
descubre que el sentido de la vida es fruto de la actividad creadora de encuentros
fecundos. La idea de sentido pende de la concepción que se tenga del ser humano.

El sentido de la vida y la libertad verdadera

Nuestra vida se desarrolla y adquiere, por ello, sentido cuando cumplimos el deber de
elegir en virtud del ideal verdadero de nuestra existencia. Ese ideal viene dado -según la
investigación actual más cualificada- por la creación de formas valiosas de unidad con las
realidades circundantes . Al elegir de este modo, comenzamos a ser libres, por cuanto
tomamos distancia de nuestras apetencias inmediatas, sobrevolamos la situación y
optamos en virtud de una realidad distinta de nosotros y sumamente valiosa.

Si ese deber que asumimos lo consideramos como algo impuesto desde el exterior,
nuestra libertad interior es todavía incipiente: nos liberamos del apego a nuestras
apetencias, pero permanecemos sumisos a una instancia externa y ajena. Mas, cuando
llegamos a amar ese ideal, lo interiorizamos de tal forma que lo sentimos como una
exigencia interior. Con ello, nuestra elección a favor del ideal gana espontaneidad, y la
libertad interior se hace perfecta. Uno se torna transparente al ideal. Éste se hace
presente en toda nuestra actividad. Tal presencia transfigura nuestro ser y actuar y los
colma de sentido.

Nuestra vida tiene pleno sentido cuando no necesita tender hacia el ideal -visto como una
meta futura-, porque éste se ha convertido ya en su más íntima razón de ser y en el
impulso de su acción. El ideal juega entonces la función de valor supremo, el que aúna
dinámicamente todos los demás como una clave de bóveda.
El sentido y la responsabilidad

El sentido de nuestra vida brota cuando somos responsables, en el doble sentido de que
respondemos al valor que polariza todos los demás y respondemos de los frutos de tal
respuesta. Esta recepción activa del valor es una actividad creativa. Y toda forma de
creatividad es dual, implica al menos la colaboración de dos realidades. Por eso exige una
actitud de apertura desinteresada.

Si atiendo en exclusiva a mis intereses, me bloqueo en mí mismo, no me abro, ciego las


fuentes de la creatividad y del sentido. De ahí que, si quiero descubrir el sentido de mi
existencia en un momento determinado, no debo preguntar qué partido le puedo sacar a
la vida, sino qué solicita de mí la vida en esa circunstancia. Si alguien espera algo de mí y
yo satisfago sus deseos, mi vida se carga de sentido, pues se ha orientado hacia el
verdadero ideal; se ha puesto en verdad, ya que se ha movido en el plano de la
creatividad y ha cumplido las leyes del crecimiento personal.

A la inversa, el que sólo se preocupa de lo que puedan reportarle los seres del entorno,
tiende a reducirlos a medios para sus fines, con lo cual los rebaja a condición de objetos y
hace inviable la actividad creativa. En consecuencia, vacía su vida de sentido, porque no
funda encuentros ni crea nuevos ámbitos de vida; se reduce a manipular objetos. Sitúa su
vida en un plano inferior al debido, se aleja de su verdad existencial, agosta su capacidad
creadora.

Así, el que confunde el amor personal con el mero erotismo corre peligro de reducir la otra
persona a mera fuente de gratificaciones. Esta vida de relación interesada puede tener un
significado intenso, incluso conmovedor, pero carece de sentido, por la razón decisiva de
que no sitúa su comportamiento en el plano de la creatividad sino en el del manejo
arbitrario de una realidad gratificante. Esta falta de autenticidad y ajuste a las condiciones
del propio ser se traduce en mengua de sentido.

El sentido de la vida humana es acrecentado por la actitud integradora de diversos planos


de realidad: por ejemplo, el sensible-corpóreo y el espiritual, el objetivo y el ambital. Es
amenguado o incluso anulado del todo por la actitud reduccionista que se mueve
exclusivamente en los niveles más elementales de realidad y actividad. Cuando me dejo
llevar por los valores inferiores, que arrastran, y dejo de lado la llamada de los valores
superiores, que atraen respetando mi libertad, no actúo de forma integradora, sino
unidimensional, infracreadora. No cargo mi vida de sentido; la oriento en una dirección
falsa.

El sentido y la armonización de autonomía y heteronomía

Cuando uno adopta una actitud integradora y se abre al encuentro de realidades vistas
como ámbitos, crea con éstas un campo de juego común, en el cual las relaciones
espaciales "aquí-ahí", "dentro-fuera", "interior-exterior", "lo propio-lo ajeno"... quedan
felizmente superadas. En el aspecto físico-corpóreo, dos amigos están el uno "fuera" del
otro, porque dos cuerpos opacos no pueden ocupar el mismo lugar. Pero, en el aspecto
lúdico-creador, se hallan en la intimidad de un mismo campo de interacción. Lo que les
viene de fuera ya no es necesariamente externo y ajeno; puede serles íntimo. Y el
entregarse a ello o tomarlo como impulso de su obrar no supone una entrega a lo ajeno,
por tanto una alienación o enajenación, que carece de sentido en un ser llamado a regirse
autónomamente.
Al vivir de modo creativo, el esquema "autonomía-heteronomía" deja de aparecer como
un dilema para presentarse como un contraste . Soy de verdad autónomo al ser
heterónomo. Me guío por criterios propios al asumir activamente criterios de acción
fecundos para mi vida y convertirlos en íntimos sin dejar de ser distintos. Al vivir uno
personalmente esta integración de la autonomía y la heteronomía, se siente plenificado,
colmado, desbordante de sentido.

Algo semejante cabe decir de la fecundación mutua de la libertad y las normas. Si acepto
de forma pasiva una norma o un precepto, no los convierto en íntimos; siguen siendo
externos, extraños y ajenos, y, al dejarme guiar por ellos, me alieno y pierdo mi identidad
personal, mi autenticidad. No actúo con la debida autonomía e independencia. Mi vida
pierde el carácter personal que le compete. No tiene sentido. Está rebajada de rango,
envilecida. No se halla en la verdad; se mueve en la falsedad.

Ahora comprendemos lúcidamente que el sinsentido o absurdo procede siempre de la


falta de creatividad, y ésta arranca de un error de principio: partir de una voluntad
interesada de dominio, reducir los seres del entorno a meros objetos y limitar la propia
actividad al manejo de realidades objetivas o reducidas a objetos. La Literatura del
absurdo supo reflejar con verismo sobrecogedor la imagen depauperada que ofrece el
hombre que ha descendido casi al grado cero de creatividad: en vez de entusiasmo,
siente aburrimiento y tedio; en lugar de alegría, experimenta tristeza; en vez de
esperanza, abriga desesperación. Su vida aparece totalmente vacía, y, al asomarse a
esta hoquedad, siente vértigo espiritual, y con él angustia, desesperación y una desolada
soledad. Este vacío angustioso y desesperado supone una falta absoluta de sentido. No
sin profunda razón afirman hoy reputados psiquiatras que el vacío existencial es la causa
más frecuente de los desarreglos psíquicos del hombre actual . La falta de sentido
responde al desajuste de los distintos planos de la personalidad, y esa falta de integración
sólo puede superarse mediante la entrega a un ideal capaz de polarizar las diversas
energías de la persona, las instintivas y las espirituales.

También podría gustarte