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CABALGANDO EN LA LLANURA
ELÍAS URDÁNIGO

El primer enemigo, el primer rasgo de odio, surge de la familia. El día que


descubres el odio, es el mismo día que te descubres huérfano. Solo. ¿Qué te
queda en ese momento? El hogar: la llanura desértica. Subir a un bus que te
lleve lo más lejos posible.

Yo tenía 6 años. Recuerdo lo que sucedió como si lo estuviera viendo en una


pantalla. Mi padre destrozando uno de mis juguetes, porque le cayó encima
mientras dormía. Yo aterrado. Esa ha sido mi vida: una lluvia interna de lágrimas
y miedo. Sobre todo el miedo, ese maldito sentimiento que no he podido apartar
de mí. Hablo de esa cosa física que en ocasiones impide moverte, tiemblan tus
piernas, no puedes pensar con claridad. La manera de esconderlo es bebiendo
alcohol. Pero no quiero perder el control de mí mismo. Cada vez que me
emborracho ve la cara de mamá burlándose de mí mientras una de sus amigas
aprieta mi penecito de 8 años.

No soy tímido, solo un execrable cobarde. Así debí haberme presentado


cuando te conocí, Diana. Si hubiera sabido lo que pasaría lo hubiera dicho, así
terminara haciéndote reír. Hoy podrías explicarte por qué te dejé cuando
supe que estabas embarazada.

Bajo del bus en el centro. Tengo unos dólares en los bolsillos y otro tanto
en la cuenta del banco. Camino esquivando personas y autos, y vendedores y
prostitutas a destiempo. Camino. Las putas del terminal, así decía la crónica del
periódico. Camino durante una media hora y tomo un bus que vaya al terminal.
Le tengo miedo a la gente, les tengo miedo a la multitud y a los hombres
violentos. Siento que no soy capaz de defenderme de los demás, aunque haya
ejemplos precisos que me demuestren lo contrario.

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Bajo y doy unos pasos, miro la fachada de los hoteles que hay por la zona. Voy
a alquilar una habitación y por la noche, voy a conseguir una prostituta, y voy
a ganarle a mi miedo. Miedo al ridículo, quizá el mayor de todos mis miedos.

Escojo el hotel que tiene el edificio más alto. Le digo a la recepcionista que me
dé una habitación. Cuando me pide el nombre, descubro que tengo la necesidad
de dar uno falso. Y me acuerdo de Camilo Ramírez. Me dan la habitación número
11. Subo por el ascensor.

Odiar a tus padres es tabú. Odiarlos conscientemente te convierte en canalla.


Pero ellos te heredan el odio, la incapacidad de salir de ti. Tus pensamientos
suenan clichés pero son la verdad. Mi verdad viscosa, repugnante.

Cierro la puerta tras de mí y espero que anochezca. Si supieras que he


discutido con mi madre, Diana. Que me he echó de la casa, de su casa, diciéndome
de todo. ¿Te sentirías vengada al fin, Diana? Estoy viendo en el cielo raso de la
habitación la noche en que te cogieron el culo en la calle. No pude defenderte,
el tipo era más alto, fornido. Tú lo insultaste. Yo traté de sostenerle la
mirada, pero no pude. Su mirada tenía furia, esa furia que yo nunca he podido
repeler. Mi padre tenía esa furia, se la vi tantas veces cuando yo era un niño,
recuerdo sus azotes y sonrío. Camilo Ramírez, mi compañero de colegio,
también tenía esa furia, y nunca pude hacerle frente a su acoso escolar. Se
parece un poco a la furia que yo puedo sacar cuando estoy frente personas
que percibo más débiles que yo.

Por eso te lastimé tanto Diana, soy un ser hecho de miedo y debilidad. Y para ti
fui un dictador sanguinario. Esa es la cadena que no pude romper. Y
probablemente la misma que arrastró mi padre hasta su muerte. Al menos
nuestro hijo está a salvo de mi influencia, Diana. No hay mal que por bien no
venga, no es así que repite tu mamá.

Ya no hay luz solar afuera. No he comido desde hace varias horas, pero no
tengo hambre. A las 9 de la noche empezarán a llegar las chicas, debutar con
una prostituta a estas alturas, todo con retraso; en ustedes reinas
nocturnas descargaré todo el miedo y pondré en práctica lo que aprendí en
la escuela del dolor. Mi padre dijo que no sabía cómo había criado un pelele sin
carácter. Por más que intenté no pude enfrentarlo. Lo insulté desde la calle
cuando estuve seguro de que no podría alcanzarme. Faltarle el respeto a tus
padres es tabú.

Me paro junto a la ventana y veo la avenida que divide la ciudad. ¿Me


reconocerás a mi regreso, Diana? Tres años no son nada. El olor viajará
lejos, no sé si será mi propia sangre la que rastreen los perros.

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FABIAN HERLLEJOS

- ¿Y ella quién es?


- ¿Quién es, quién?
- Hace rato mencionaste a "Ilse" para después hablar de tu salida de la carrera y de los procesos que pasaste
después de eso...
- Ella era mi prometida en aquel tiempo
- ¿Y por qué no habíamos platicado sobre ella?...
Entonces me asalta el recuerdo que tengo, me quedo en silencio y antes de hablar sobre Ilse se me comienza a
bajar la presión, el aire comienza a faltarme, empiezo a sudar, y no puedo contener el espasmo que sufro justo
en la boca del estómago. Así comienza este texto, con una serie de preguntas que me hacía la psicóloga una
tarde de hace ya algunos meses y que hoy, por culpa de mi desorganización digital, traigo al presente. Solo había
hablado con una persona de eso, hasta ahora. Esta mañana estaba buscando un textito que escribí y que quería
editar, y acudí a una memoria usb que tengo desde hace bastante, la búsqueda me llevó a una carpeta que
contenía un solo archivo y al abrirlo ahí estabas tú, en una imagen pixeleada de 107 KB, a blanco y negro. Quedé
viendo la foto largo rato, fijamente, y recordé la escena de esa fotografía, el motorola con el que la tomé, dónde
y porqué estábamos, y de pronto me asalta la escena frente a la doctora, esa en donde me encuentro vulnerable
y pidiendo que abandonemos el tema por la falta de valor para hablar sobre el tema.
Ella era Ilse, era mi novia y la foto la tomamos el día que le propuse matrimonio. Solo me queda esta foto de
ella. En aquellos años la distancia con mi familia era abismal y por ende nunca les conté sobre Ilse, porque nunca
busqué ni he buscado la aprobación de nadie, así como tampoco busqué la de sus padres. Habíamos decidido
hacer una vida, y yo estaba por sacar la ingeniería. Tenía un trabajo asegurado. Ella estudiaba turismo y sus
aspiraciones eran grandes. Sabía que mi condición económica no era la mejor, pero siempre me apoyó y mis
promedios en la carrera me habían impulsado para algo que figuraba como un buen futuro en una empresa
transnacional.
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A ella la conocí cuando llegué de colado a su fiesta de cumpleaños, junto con otros cinco amigos, en donde bailé
con ella sin saber que era la festejada, y me enseñó a desconocer la soledad una noche de cumplemes, en la que
llegué a su casa para ir por Sushi, y descubrí que en su salita ella había transcrito y colgado varios de los poemas
y textos cortos que tenía en una libreta vieja y mal tratada de la prepa. Aquella noche me preguntó sobre los
textos y el porqué del no haberle dicho sobre eso, respondí con pena que había dejado de escribir desde el día
en que mi padre fue a reclamar por un cero en la clase de redacción (en aquellos años no me gustaba hacer las
tareas, pero salvaba los semestres con ensayos y exámenes. Para mi desgracia, en aquel parcial ni ensayos ni
exámenes tenían validez para la materia); cuando le dijeron el porqué de mis calificaciones, mi viejo pidió, frente
a la clase y sin quitar la mirada de furia de mis manos, la libreta en donde llevaba los apuntes de la asignatura.
Las vio abrir la mochila, sacar la libreta y cómo le llevaba la libreta. Cuando vio que el contenido, lejos de traer
definiciones o ejemplos de modos subjuntivos en tiempo pluscuamperfecto -por decir algo-, era un poema sobre
las manos de mi abuela, me arrojó la libreta a la cara, frente a todos y me sacó de clase. Ilse no dejó que
terminara la historia, me abrazó y comenzó a llorar. Yo no lloraba por la historia, hasta me parecía chusca porque
de algún modo mi padre me había salvado de la literatura en ese tiempo en que ya tenía la ingeniería por
terminar, pero ella no me dejó explicarle nada de eso. Me abrazó y me hizo prometerle que si alguna vez quería
escribir que lo hiciera. Entonces todo se volvió un hogar con ella, en sus brazos, en su risa.
El último mensaje de texto que recibí de ella fue un “te amo mucho, no veo las horas para tocarte el ass”
JAJAJAJAJA. Tenía una forma brutal de hacerme reír. Ella había ido de visita a casa de sus padres para darles la
noticia de que nos casaríamos y de lo bien que nos hacíamos el uno al otro. Venía de vuelta a Tuxtla. El plan era
que viniéramos a la casa, para dos cosas: presentarla ante mis padres y de madrazo soltarles la noticia del
compromiso. Yo no la pude acompañar a su ciudad porque estaba en exámenes finales e insistió en ir sola para
decirle a sus padres. La esperé en la parada de camiones de la universidad, ella pasaría por mí, venía en su coche.
La cita era a las cuatro, pero no llegó. Sufrió un accidente en carretera, y me enteré de su fallecimiento a las
siete, aún en la parada, con un ramo de margaritas que le había comprado. Un camión de la coca cola había
impactado de frente contra el coche de Ilse; todo había sido rápido y fulminante. Una voz metálica, con el tono
de voz de su mamá llamó desconsoladísima para darme la noticia. Yo solo me senté en la acera de la banqueta
y me puse a llorar… lloré, lloré y lloré como nunca, en silencio, como supongo que debería llorar alguien que
pierde a su futura esposa. A ella le gustaba mucho decir que yo era un tipo grosero y hasta feo, y que jamás me
hubiera hecho caso si no fuera porque la hacía reír y porque siempre había algo por decir entre nosotros. “Eres
mi Brad Pitt en gordo y no hay una sola Ilse en el mundo que se resista a eso” decía.
Cuando quise ir a verla su mamá y su papá no me lo permitieron. No me dejaron despedirme. Ahí comenzó el
desplome de todo. Salí de la carrera en octavo semestre. Me fui de casa. Tomé, tomé y tomé. Mi depresión se
hizo un modus vivendi. El amor de mi vida se había ido y yo no tenía más ganas de nada. Hasta que la escritura
reapareció en mi vida y tuve cómo sobrellevar todo eso. Tiempo después me contaron que la enterraron con los
dos anillos que le di, uno de juguete, que fue con el que le propuse entregarme a ella por el resto de mi vida, y
otro que le compré con lo que había ahorrado de mis becas. Estaba por suicidarme. Nunca me sentí más solo.
Comencé a soñar horrible y me abandoné de todo. No quería vivir. Pero la vida es una necedad, y el dolor,
después de tanto, pasó de ser una etapa a ser una forma de ver las cosas. Ahora que cuento esto, tengo el
recuerdo nítido la tristeza y del pánico que me dio saberme solo.
Dos meses después de su partida, comencé a escribir sobre lo insoportable que es la gente, sobre lo idiota que
se volvió el mundo después de que se marchó. Cumplí la promesa que le hice una noche de cumplemes, con dos
grandes diferencias: la primera es que no lo hacía en ninguna libreta y la segunda era que lo hacía sin ella
abrazándome o diciendo cuánto le había gustado lo que escribía o qué tan poco convincente era. Sin embargo,
a grandes rasgos, había un cambio que yo no noté sino hasta años después: escribía sin miedo, sin ganas de
gustarle a nadie y eso, poco a poco, se convirtió en todo esto que soy. Existen ocasiones en donde algunos
lectores toman una relación cercana con el personaje de mis cuentos, y eso, a veces, da miedo, porque entonces
sospecho que no se dan cuenta de que las cosas que se escriben llevan consigo un dolor verdadero sobre los
dedos de quien les escribe.

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Ella decía que mi mirada era triste y fuerte, nunca entendí por qué me lo decía, pero cuando me vi por primera
vez en el espejo, después de su muerte, supe a lo que se refería, frente a mí encontré a un hombre desconocido,
exageradamente solitario y desconocido, no volví a ser el mismo. Después de ella tuve una relación que terminó
siendo tortuosa y después ya nada. Hoy me vi al espejo y ya me sé reconocer el rostro, pero sigo con aquella
mirada con la que me vi por primera vez desde que supe de su accidente. Vivo con el miedo de perder a quienes
amo y eso es irresoluble. Ilse, con su partida, de algún modo me enseñó a ver la vida con nostalgia y eso muchas
veces galopa en los cuentos que hago, en mi forma de decirle al mundo “hey, no pasa nada, aún queda gente
jodida con sentido del humor”. Esa es la zona que nadie o casi nadie ve. Ese es mi lastre, mi oficio, hoy no traigo
una libreta de prepa, hoy es el corazón remendado lo que traigo en las manos y sé que no habrá nadie quien me
lo pueda arrojar a la cara. Si lo dejo en alguien es porque hay fe y porque entiendo que todos tenemos fantasmas,
de algún modo u otro. Decía Cerati "poder decir adiós es crecer" y yo, desde hace bastante tiempo, gracias a
ella, ya no le temo al olvido.

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Odio las salchichas
María Fernanda Rodríguez A.

PRIMER PREMIO
XIV CONCURSO DE CUENTOS
NUESTRA PALABRA CANADA 2019

Mi mamá, más que nadie, sabe que odio las para que el Bobby jugara.
salchichas y aun así las sigue
preparando. Y si, por casualidad, paso por una En esta ciudad la pobreza está en todas partes; en
carnicería y hay salchichas en el exhibidor, las calles y en el aire. Ya nos
las contemplo y me quedo muy quieta evocando acostumbramos a ver a los pobres, junto a su
algo que me duele en el pecho y me rosario de hijos, instalados a pedir limosna, en
provoca llorar. las veredas o al pie de esas iglesias vestidas de
Aquel día, llegué a casa con el apuro de mostrarles piedra. Y los perros callejeros se mueren de
mi nueva adquisición. El perrito hambre, se secan al sol y desaparecen dejando solo
que Doña Margarita Velasco, de la casa esquinera, una mancha sobre el pavimento donde
me regaló. las moscas revolotean. El olor rancio del ambiente
—Ponle un nombre —dijo la vecina mientras le demora en desaparecer.
rascaba el lomo al perro.
—Bobby —dije yo, casi sin pensar. Hay poca gente como la vecina, Doña Margarita,
Tenía una cola larga y puntiaguda que no paraba con algo de recursos y buen
de mover, los ojitos brillosos y el corazón, que se ablanda ante tanta carencia.
pelo café con pintas negras. Lo encontraron Desde hacía algún tiempo que yo quería un perrito.
merodeando por el barrio durante varios días. Se lo comenté a Doña Margarita
Al principio sorprendió que sólo se sentara al pie y ella, mientras acariciaba la cruz colgante de su
de la puerta de los Velasco, luego se supo cuello, dijo que tener un animalito estaba
que fue la misma Doña Margarita quien, a bien ante los ojos de Dios.
escondidas, lo alimentaba, por eso el perrito —Ellos nos ayudan a cruzar el puente que divide la
regresaba puntual; sin embargo, la vecina no pudo muerte de la vida eterna.
adoptarlo. Y aunque el matrimonio Entonces sujeté al Bobby, le amarré al cuello una
Velasco nunca tuvo hijos, gozaban de la compañía cuerda improvisada, agradecí y me
de un gato, un perico, un mono, dos lo llevé. Emprendimos camino a casa, con
perros y un conejo; algunos callejeros y otros esporádicas pero forzosas paradas para que el
regalados, en todo caso, todos adoptados. Con animal saciara su comezón.
el conejo, que fue último en unirse a la gran familia, Caminamos uno al lado del otro, avanzando al
el marido puso un estatequieto mismo ritmo, ambos con la actitud gallarda que da
ordenando no recibir más animales. la alegría de haber encontrado un amigo.
—¡Margarita, ni un sólo animal más en esta casa!
Por eso me regaló el perrito y también por el En aquella época ya habían comenzado los
espacio, dijo que mi casa era grande problemas entre mis padres.
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En ocasiones Papá no llegaba a dormir y cuando y fue imposible que mamá encarara a Doña
regresaba no le dirigía la palabra a nadie, ni Margarita, por lo menos los primeros días.
siquiera a mi mamá, a menos que fuera para
pelear. Las riñas eran cada vez más frecuentes. Cuando papá hizo su aparición y le comenté del
Las gemelas iban a cumplir quince años, yo tenía Bobby, ablandó algo su expresión
nueve. Las rencillas no sólo eran hosca. Se hincó y le llenó de arrumacos. Y mamá
entre mis padres, también mis hermanas echaban olvidó la promesa de devolver el perrito a
leña al fuego, y por duplicado. En los Doña Margarita.
desayunos una se burlaba de la otra tachándola de El Bobby se acostumbró a salir conmigo en las
glotona; a veces intervenían en las mañanas y me esperaba en la puerta
discusiones conyugales y se parcializaban a favor de la escuela hasta la hora de salida. Luego
de mamá. Yo, en cambio, me encogía en regresábamos juntos a casa. Las niñas de mi
mi habitación, como un caracol, a esperar el paso escuela me decían afortunada por tener mi
de la tormenta que sólo dejaba un mascota.
ambiente sordo con esporádicos portazos y El bocadillo que Mamá prepara en las mañanas es,
miradas desafiantes. por lo general, una salchicha
A mis hermanas les dio mucha alegría la presencia envuelta en pan. Yo me comía el pan y el Bobby la
del Bobby, pero les dejé bien salchicha; a mi perrito le gustaban las
claro que era mío. Lo escondí en mi habitación. salchichas.
Papá no estaba en casa y mamá, al principio, El recuerdo de la última noche que dormimos
no lo notó. Estaba apenas recuperándose de la juntos está intacto.
última pelea y, como complemento, tenía la Papá llegó con el semblante cansado y la mirada
preocupación de una de las gemelas que tenía ausente; nadie conocía aquella
crisis de angustia en la escuela. expresión mejor que yo. Habría pelea. La riña
A pesar de ser gemelas mis hermanas son muy comenzó apenas asentó sus talones en la
distintas. La que nació primero, con casa, entonces mis hermanas, mi perrito y yo nos
dos minutos de diferencia, es la más débil. Se encerramos en mi habitación. Los gritos
asusta por todo, la gripa le ataca seguido, iban y venían por largo rato, después los sollozos
tiene malas calificaciones y cada que puede me de mamá. Luego, cuando yo no estaba ni
saca la lengua y me apunta con el dedo dormida ni despierta sino perdida en una zona de
burlándose. La otra, en cambio, es como un adulto vigilia y abrazada del Bobby, escuché un
cariñoso. Me ayuda con la tarea y asiste a ¡PAF! Un golpazo. Y el silencio. Supe que la pelea
mamá con el quehacer de la casa, pero es la que había terminado y también caí dormida.
más llora cuando a papá le da por soltar A la mañana siguiente, con un cachete inflamado,
groserías y portazos, no contiene la pena. mamá nos preparaba el desayuno.
Mi madre tiene, en el carácter, la dualidad de las —Está hinchado por la muela —dijo mientras se
gemelas; ante mi padre es sumisa, palpaba el pómulo moreteado.
pero con nosotras, estricta. Cuando conoció al Tenía los ojos llorosos y el semblante azul. Papá se
Bobby y supo que era un perro callejero, le había marchado. Las gemelas
dio asco. Nunca le han gustado las mascotas. Me comenzaron su clásica pelea matutina. Yo, dejé
ordenó devolverlo, pero me negué y a hurtadillas intacto el desayuno sobre la mesa. El Bobby
lo metí en la bañera, lo dejé limpio y fragante. no paraba de ladrar. Mamá estalló en lágrimas y
Crucé los dedos y le juré a mamá que el Bobby gritos. Tomó la salchicha de entre mi pan y
nunca más será un perro callejero. “Lo devuelves le ofreció al Bobby. Él siguió la salchicha de la
tú, o lo devuelvo yo”, me dijo. Fuimos varias veces cocina hasta la cochera. Solo cuando mi
a la casa de los Velasco, pero nadie abrió la puerta perrito subió en el auto mamá la soltó. Prendió el
auto y arrancó. Y nunca más supe del
Bobby.

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Daniel Cardona
Es difícil imaginar que una hora antes de que Erwin me propine una puñalada en el pulmón izquierdo nos estamos
tomando una jarra de Corona en la Station des Sports, un bar deportivo del centro de Montreal que está casi vacío
gracias a la tormenta de nieve que azota la ciudad desde el mediodía.
Nos encontramos para ver un partido de futbol entre las selecciones de Colombia y Brasil por las eliminatorias del
mundial de Qatar 2022. Es solo un pretexto para reencontrarnos, ponernos al tanto de los chismes más recientes
y hablar un poco de mierda.
Mientras empieza el partido, el canal de tv nos bombardea con comerciales de cerveza local y algunos boletines
noticiosos. En uno de ellos se repite la noticia de la victoria del Partido Liberal y el discurso progresista de su
Primer Ministro Justin Trudeau, un líder carismático con ideas de apertura y multiculturalismo que hace cuatro
años ganó por mayoría absoluta. El novio de América lo ha vuelto a hacer, pero su segundo mandato será de
carácter minoritario.
- En cuatro años se pasó de ser un príncipe azul a un político de carne y hueso – dice mi amigo.
- El fin de la Trudeaumanía – contesto chocando mi vaso de cerveza contra el suyo.
Erwin me pregunta si alguna vez he pensado regresar a mi país. Le digo que a pasar vacaciones seguro que sí, pero
que regresar del todo no se me pasa por la cabeza. ¿Para qué irte de un país en el que la pérdida de un gato de
raza es la noticia que sale en la primera plana del periódico? Es claro que nadie está exento del factor suerte. Se
nos viene a la mente el caso del inmigrante sirio que sobrevivió a un bombardeo en Damasco para morir en una
calle de Montreal tras ser aplastado por un aire acondicionado que se desprendió de la ventana de un quinto piso.
La vida es una serie de eventos, a veces afortunados, a veces trágicos. Pero es claro que lo del pobre sirio es un
caso aislado. No es la norma.
Erwin me dice que va por la misma línea, que la idea es terminar de echar raíces en esta tierra.

Empieza el partido y el tema de conversación cambia a lo futbolístico. Debate tras debate a medida que rueda el
balón, que el portero de Colombia es un hueco, que no, que un porterazo; que Neymar es un payaso, que no, que
un megacrack; que esto sí, que esto no, y así entre cerveza y cerveza hasta que un cobro de tiro libre de James
Rodríguez se clava en el ángulo de la portería brasilera y nos saca el grito de gol que teníamos atrancados desde
el pitazo inicial.
Nuestra alegría se va al bote de basura en el preciso instante en el que un gorila de 2 metros de alto y unos 200
kg de peso abre la puerta del bar, dejando entrar un ventarrón frío y ruidoso que se mete por nuestros huesos.
Cuando has vivido más de treinta años en Medellín desarrollas la habilidad de oler el peligro. La mirada de Erwin
reafirma mi convencimiento de que algo huele mal.
En una noche de tormenta de nieve, la gente normal se encuentra en casa viendo una película de Netflix al calor
de una botella de vino y las ondas térmicas de una chimenea.

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Pero ni Erwin ni yo somos personas normales.
Y aparentemente el clon de Hulk tampoco lo es.
El bar está semivacío pero el gorila en cuestión decide sentarse a mi lado.
Erwin me mira de reojo, olemos problemas.

El hombre pide una cerveza extrafuerte. Le hace entender al barman (señalando a nuestra jarra) que no se le
ocurra servirle bebidas para señoritas. También ordena que cambien el partido de futbol por uno de hockey.
El barman le indica que hay otras pantallas en el bar, pero el tipo dice que esta es su pantalla favorita.
En ese instante la mesera nos trae la comida que habíamos ordenado treinta minutos atrás. Dos platos cargados
con un bistec de búfalo y papas fritas. Tratamos de actuar con normalidad y proseguimos con nuestra
conversación.
Al tipo no le hace gracia que hablemos en español. Estamos en fucking Quebec, aquí se habla fucking french.
Destila un olor a alcohol fermentado cada vez que abre la boca.
Le digo en francés que decir “Fucking french” en inglés es una incoherencia a la hora de defender su lengua natal.
También le pregunto si es capaz de hablar otro idioma.
Me responde recogiéndose las mangas de su pullover que domina el idioma de los puños.

El barman nota la tensión en el ambiente y le hace una seña al de seguridad, un ser enorme con aspecto de matón
italiano que supera en estatura y musculatura al buscapleitos que nos trajo el niño Dios.
- ¿Todo bien por acá? – pregunta nuestro ángel de la guarda.
El tipo responde, antes de beberse su cerveza de un solo trago, que "por ahora todo está bien”.
El de seguridad lo invita a cambiarse de lugar. La invitación no es bien recibida y dice que él se puede sentar
donde le plazca, que este es un “Free fucking country”.
Erwin interviene y propone que seamos nosotros los que cambiemos de lugar, a otra mesa donde podamos seguir
viendo el partido.
Nos cambiamos de sitio. El administrador del bar nos dice que la cena va por cuenta de la casa.
Le digo a mi amigo que lo mejor es que nos vayamos después de comer.
Erwin dice que lo más inteligente es que nos vayamos de una vez.
No comemos. Obedecemos a nuestro instinto de conservación y abandonamos el bar.
Al fondo vemos al sujeto bebiendo directamente de su jarra mientras nos observa con los ojos llenos de odio.
Salimos en medio de la tormenta. Un ventarrón violento nos hace retroceder dos pasos mientras avanzamos
tres. La nieve nos llega a las rodillas.
Logramos llegar a paso de tortuga al bar más cercano. También está vacío. Nos ubicamos en la barra y ordenamos
algo de comer, lo mismo que queríamos cenar en el otro bar, bistec de búfalo y papas fritas.
No tarda mucho en llegar el pedido. El mesero nos trae la comida. Nos entrega los utensilios envueltos en una
servilleta. Erwin se ríe al ver el tamaño y el filo de los cuchillos. Dice que no tiene nada que envidiarle a los Ginsu
2000, los famosos cuchillos japoneses que inundaban los comerciales de televisión en la década de los noventa.

Nos reímos al recordar aquella época.


Bueno, no por mucho tiempo.
La risa se convierte en angustia al repetir la escena que habíamos experimentado minutos atrás.
Sentimos un el aire frío que viene del exterior.
Miramos a la puerta del bar.
Ya sabes quién acaba de entrar.
Ya sabes quién viene a sentarse a mi lado.
Me gane la lotería sin comprarla.
Veo que Erwin se mete el cuchillo dentro del bolsillo de su chaqueta.

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El tipo viene a mi encuentro y eructa en mi cara.
- Wtf man, This is disgusting. – le digo al sujeto cayendo en su provocación.
Tomo mi cerveza y se la echo encima.

El tipo me toma del cuello y me lleva colgando hacia la pared.


Mis pies están en el aire, pataleando.
Me falta la respiración.
Veo la figura de Erwin cada vez más borrosa acercándose con un Ginsu 2000 en su mano temblorosa.
Veo en cámara lenta como le clava, con todas sus fuerzas, el puñal en la espalda.
Sus gafas quedan cubiertas por el chorro de sangre.
El sonido que emite el sujeto tras recibir el primer envión me hizo recordar el de los marranos en las fiestas
decembrinas al ser acuchillados por el carnicero del pueblo en plena calle.
Una orgía de sangre.
La presión en mi cuello disminuye.
Una segunda puñalada.
Una tercera.
A medida que recibe las estocadas, su fuerza se desvanece.
La presión de sus dedos en mi garganta se hace cada vez más débil.
En una explosión de adrenalina se da media vuelta, conmigo colgando de su puño como gallina a punto de ser
degollada.
Al girar conmigo 180 grados quedo de espaldas a Erwin, quien sigue blandiendo su cuchillo como samurái
enloquecido.
La cuarta puñalada se clava en mi pulmón izquierdo.
Erwin se detiene al sentirme gritar como Rosmery pariendo al mismo diablo.

Los de seguridad llegan.


Una patrulla de policía aparece después.
También una ambulancia.
En ella me meten con el sujeto que me quería matar.
Vamos en camillas separadas.
Ambos agujereados como colador de cocina.
Mi amigo me salvó la vida y al mismo tiempo me dejó sin pulmón.
Antes de que los paramédicos cierren la puerta de la ambulancia alcanzo a ver a la policía llevándose a Erwin.
Luego todo comienza a fundirse en negro.

Cientos de imágenes atraviesan mi cabeza.


En una de ellas me veo conduciendo un auto con un tanque de oxígeno bombeando aire a mis pulmones.
Me dirijo a la prisión estatal para visitar a mi amigo.
Al llegar me sonríe y me cuenta que no tiene compañero de celda, que según los reclusos, ese puesto está
reservado para un tipo apuñalado que se está recuperando en la enfermería.

Cientos de imágenes atraviesan mi cabeza.

Todo se funde en negro.

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SOBRE LA CALLE DE LAS 1000 Máscaras
FELIPE VALENZUELA

Sobre la calle de las mis máscaras el día comienza lento.


Amodorrada y bañada en sudor, Bertha María deja el catre recuperarse de una larga noche de friega sin pudor.
Aun sin abrir los ojos completamente y de largos golpes de piernas, Bemita, como la llamaba su mamá de pequeña,
se dirige sin pausa al fondo del terreno en donde se encuentra el baño comunal de la gran casona de doña Luisa, la
encargada del único burdel del pueblo.
Mientras desahoga sus miserias, Bemita deja viajar su imaginación y sus reflexiones la llevan a la caída del sol
anterior, cuando la clientela ávida de distracción empieza a distraerse sin amor.
Algunos conocidos, otros por olvidar, el ancestral rítmico es lo mismo; sin embargo, es en esos últimos 9 segundos
en los que Bemita descubre la expresión, la máscara como ella lo llama, cuando concede la falsa victoria de misión
cumplida y con creces al visitante en turno.
El señor se sentirá orgulloso y partirá presuroso a presumir muy sabroso de su tiempo con la del rebozo.
Cada mañana Bemita se distrae recordando cada máscara, diferente para cada cliente. A veces ríe, a veces llora;
pero como dice la señora doña Luisa, hay veces que el ego del hombre es más grande que su suerte en el catre, es
tu trabajo hacer que parezca lo contrario.
El día pasa lentamente y sin piedad. Bemita practica nuevas máscaras. Esta tarde es especial, es su cumpleaños y su
madre viene a visitarla.
Bemita saca del fondo de su cajón la máscara especial para esta ocasión... hermosa niña de 14...
La tarde cae y la visita no llega.
Bemita regresa su máscara al cajón y recibe el primer cliente.
Un conocido de siempre, la máscara de siempre.
Después de todo es la calle de las mil mascara.

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