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Torrini decidió por la que tenía a la izquierda: cualquier opción servía, pues al principio la
caliente sale fría. El suspenso fue creciendo luego de diez segundos de agua aliviadora.
¿Se convertiría en tibia y luego en caliente, afectando gravemente la herida y dejando una
mala sensación de indeterminada temporalidad en Torrini? Y el momento parecía llegar,
mezclando la angustia de la espera y el placer que daba la anestesia del agua fría. Un
flash con la imagen del momento en que caía el café interrumpió esa dualidad fatal. A todo
esto, Torrini había elegido Hot.
“El mozo” desde aquel día dejó de llamarse “el mozo”: ahora era Alfio en la memoria
social de su cabeza. El generoso garzón le entregó una sonrisa y se fue con lentitud y
respeto. El gesto era, para el señor que empieza con T, uno de esos pinchecitos de luz
que solían aparecer en determinadas circunstancias de la ciudad, que la mantenían
sobreviviente de la victoria final de los malos humores, ánimos y energías. Luego paró y
se admitió, en esa ocasión, un poco pesimista con ese tipo de visión. Si se la pasaba
regalando sonrisas a quien lo tropezara… Torrini se dio cuenta después que no se llevaba
mal con nadie (que se acordara), cuestión que lo dejó a salvo de la duda.
Tan contento estaba Torrini que desafió tempranamente el trauma: volvió a su silla y pidió
otro café, “este para no volcar”, llegó a bromear. Luego de disfrutarlo salió a la calle y miró
hacia la derecha a ver si aparecía Oliveriotti, por allí, sin motivo aparente. Podría ser en
otra ocasión. Pero, pasando por la panadería, donde iría a comprar tres facturas, se
encontró con Lumbietti que le insistió para ir a la casa de Oliveriotti a tomar mate. A Torrini
le pasan ese tipo de cosas. Tocaron un timbre de madera antiguo y celeste. El anfitrión los
recibió con dos chistes de esquimales, especialidad en la que nadie le compite. Nadie
sabe de donde Oliveriotti saca tantos chistes de esquimales. Otro misterio que todavía
nadie le preguntaba. Como la vez que lo encontraron con un dragón, según afirman
algunos amigos suyos de los campos de la provincia de Misiones.
Torrini cedió gentilmente la bola de fraile como para devolver inconscientemente el gesto
de Alfio. Agarró el mate: llenó la boca con liquido cimarrón, lo hizo pasar lentamente por el
esófago, hasta dejarlo caer con suavidad y talento hacia el estomago. Ahí fue que barajó
su mente y entregó a los presentes la siguiente frase: “Hoy me dieron un aloe salvador”.
Luego dio una explicación que dejó en el ambiente un poco más de clareza. Después
vinieron las preguntas sobre quién era el mozo. “Vamos a felicitarlo con un buen mate”,
soltó alguno. Oliveriotti recordó a un señor que lo salvó de caerse por un ascensor, y
Fernández Casille, recientemente llegado a la casa, resaltó la bondad de una vieja
vendedora ambulante, que siempre le daba más chipá que al resto de los clientes. “¡Ya
está!”, Lumbietti propuso formar un grupo de acción ciudadana espontánea revolucionaria
y matera. “Vamos a irrumpir en los espacios a ofrecer mate a quien nos parezca!!!”,
exclamó contento.
Hubo quien hizo el comentario de llegar al poder, pero fue desestimado tempranamente,
principalmente porque todavía ni habían puesto la pava pa calentar. De eso se trataba,
arriba de la hornallla comenzaba todo. Y una de las cosas buenas que tenía el invierno,
según Torrini, era poder agarrar el mango metálico caliente con la manga de su pulóver
verde y rojo que le hizo una tía de Pergamino. Los cuatro se encaminaron para buscar a
Alfil, irrumpieron allí y le dieron un buen mate, con hierbas. El mozo aceptó y agradeció
sorprendido. Ni estaba el patrón así que pidió otro.
-Mmm… que bueno que está. ¿Qué tiene? – preguntó.
El silencio general y las miradas de complicidad dejaron la situación de esa manera: difícil
era ponerle palabras. Nunca supo bien por qué pero Alfio vivió la tarde de trabajo de una
manera diferente. Se retiraron y fueron por la vendedora ambulante, que de era
ambulante de a ratos. Llegaron con sus bicis y sus observaciones lúcidas de por que en
Retiro hay tanta gente. La buscaron por un lugar y luego por otro y la encontraron en otro.
Cómo le va, se acuerda de mí, le pregunta Fernández Casille. La señora hizo un simple
mueca de asentimiento. Ahí nomás el grupo de acción revolucionario y matero desplegó
en menos de veinte segundos un mate elegante y deliciosos. “Esto es para cambiar su
día, doña”. La mano viejita y arrugada reibió el ya nombrado verde.
Nuevamente no hubo respuesta, y como bien sabían los cuatro la señora vivió la tarde de
trabajo de una manera diferente. Y misión cumplida por hoy. Mañana seguimos. No,
mañana hay partido. Buenos, pasado. Bueno, tá bien. Se fueron rumbeando todos para
distintos barrios, donde los esperaban o no, donde se harían más mate, se comerían una
naranja o se sentarían a leer un libro de Fontanarrosa, o todo eso junto.
Torrini se fue por la avenida Independencia y se le dio por cambiar su paradigma de
biciclista. Cambió para el de ciclista. En otro capítulo explicará los fundamentos filosóficos
de la pequeña diferencia de una sílaba. Aprovechando que él también tomó ese mate, se
fue creyéndose en una carrera, quizás influido por el tour de France, que vio al pasar en
un barcito. Super-consciente aceleró y sumó el desafío de esquivar los coches, motos y
colectivos. Buscando la velocidad y la armonía al mismo tiempo, se sumergió en la
adrenalina de su carrera imaginaria. Y Torrini se lo toma en serio. Sabe que cuando pasa
un coche hay que estar en la situación pero mirando lo que vendrá, como el jugador de
futbol que gambetea ojeando a su alrededor si luego de pasar continuará con la pelota o
mandará un centro. Y ahí va Torrini, una especie de Burrito Ortega de la bici. Solo en
ocasiones especiales, como esta.
Llegó transpirado, ya de noche y que mejor que tener una bañera y llenarla con amigable
agua quenchi. Por suerte se llevaba bien con ese receptáculo blanco y grande; la relación
de años que tenía con ese objeto en la casa le decía que la derecha era la del agua
caliente y que tardaba en llenarse lo que dura un viejo y buen disco de Don Sixto
Palavecino.