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Coleccion: Gaceta Civil - Tomo 19 - Numero 25 - Mes-Ano: 1_2015

La necesidad de una reforma del proceso civil peruano


Nelson RAMÍREZ JIMÉNEZ*

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TEMA RELEVANTE

El autor reconoce la necesidad de un cambio en el Código Procesal Civil en diferentes


aspectos, pues pese a su tiempo de vigencia aún los justiciables sufren las
consecuencias de la lentitud procesal. Entre las principales variaciones que invoca se
encuentra el regular el proceso monitorio, reformar la tutela de derechos colectivos y
difusos, así como la tutelar cautelar, revisar la cosa juzgada fraudulenta y reformar el
recurso de casación.

MARCO NORMATIVO

• Código Procesal Civil: arts. IV del TP, 4, 50 inc. 5, 51 inc. 3, 82, 109 incs. 1 y 2, 110,
111, 112 incs. 2 y 4, 178, 384, 393, 400 y 441.

Introducción

Hace poco más de 20 años, se vivió en el Perú una enorme experiencia procesal, pues
se reformó el antiguo sistema procedimental que el código abrogado de 1912 había
cimentado en la práctica judicial. Con la vigencia de un nuevo código desde 1993, se
cambió el paradigma de la actividad de jueces, abogados y fiscales. Temas tan
sensibles como la buena fe procesal, la dirección del proceso por el juez, la actividad
probatoria con reglas claras desde los actos postulatorios, la inmediación, entre otras
muchas reformas, causaron un cambio profundo; sin embargo, hoy podemos expresar
que sus objetivos no han sido alcanzados a plenitud.

Diría que no ha tenido plena vigencia social, pues seguimos siendo formalistas, en la
audiencia se “oye” pero no se “escucha” a las partes, no se sanciona la mala fe
procesal, se sigue incurriendo en nulidades procesales de manera constante
(verdadero cáncer del sistema), la autoridad del juez se ha confundido con
autoritarismo, el despacho esta congestionado, hay exceso de carga procesal, no se
ha cumplido el objetivo de la casación pues se siguen dando sentencias contradictorias
respecto de temas similares, etc.
Los tiempos del proceso no han mejorado en absoluto. La calidad de la justicia
tampoco, salvo muy honrosas excepciones que enaltecen la jurisdicción y que nos
permiten mantener la esperanza en el sistema.

La situación de la justicia civil es complicada, tanto que en el transcurso de estos 20


años se han adoptado una serie de reformas parciales, con el objeto de mejorarla. Por
ejemplo:

1) Se ha creado la subespecialidad contencioso-administrativa, con Juzgados y


Cortes especializados, y dentro de ella, los juzgados especializados en materia
tributaria, para evitar que la justicia civil tenga que ver temas tan disímiles derivados de
la amplia actividad del Estado.

2) También se ha creado la subespecialidad comercial, sustrayendo de la justicia


civil todo debate sobre procesos ejecutivos, societarios, nulidad de Laudos Arbitrales,
transporte aéreo, marítimo, etc.

3) Se han introducido muchas reformas legislativas al Código Procesal Civil, entre


ellas, en lo referente a la competencia, la nulidad de cosa juzgada fraudulenta,
medidas cautelares, etc., paliativos cuyos resultados tampoco han mejorado la
situación. Se estudian, además, otras reformas, como por ejemplo, la Casación.

Respecto a la estructura inicial del Código, de ella han desaparecido instituciones


importantes como la conciliación, bajo la premisa de que dicha experiencia había
fracasado como mecanismo intraprocesal. En efecto, los jueces tenían que propiciar la
conciliación después de saneado el proceso y ello no funcionó. No la proponían ni la
alentaban; tampoco lo hacían los abogados ni las partes prestaban su apoyo. Ante sus
escasos resultados se optó por lo fácil, dejarla sin efecto.

Frente a tantas modificaciones hechas, sin orden ni coherencia, el resultado es que


tenemos un proceso caótico. Se hace necesaria una reforma integral que ponga al día
el Código. En las siguientes líneas me permito plantear algunas ideas que puedan ser
útiles en la aspiración de lograr el proceso eficaz y predecible que toda sociedad
reclama. Para ello, modestamente, propongo introducir nuevas instituciones
procesales, a la vez que sugiero modificar varias de las existentes; ciertamente, con
ello no se agota la agenda temática.

I. Regular el proceso monitorio

Basado en el principio de no contestación que genera la obtención de un título de


ejecución, vigente en muchos países, suele ostentar resultados positivos, pues busca
evitar el abuso del derecho de defensa y controlar la defensa maliciosa. En el Perú no
está regulado y creo que ha llegado el momento de incorporarlo, al menos, para casos
muy específicos. Por ejemplo, el Código Civil ha regulado en los contratos con
prestaciones recíprocas, mecanismos de protección no jurisdiccionales cuando se
presenta una hipótesis de rompimiento del sinalagma funcional. Es el caso de la
“resolución del contrato por autoridad del acreedor” por el que se autoriza la resolución
de un contrato por la sola decisión de una de las partes, siempre que se sustente en la
inejecución de la prestación bajo un supuesto de culpa en que ha incurrido la
contraparte. Este mecanismo es rápido y supuestamente debe producir satisfacción al
acreedor que ejerce esa facultad resolutoria. Sin embargo, se presentan problemas
cuando se trata de la restitución de aquello que el acreedor que ejerce la facultad
resolutiva hubiese entregado a su contraparte, si este no lo restituye voluntariamente;
es decir, tendrá que solicitar tutela ante la jurisdicción, ya no para resolver el contrato,
pero sí para pedir la restitución de lo pagado durante la ejecución del mismo. Esta
tutela tiene que actuarse dentro de las vías ordinarias.

Siendo evidente que el derecho procesal no le ha prestado atención a estos


mecanismos resolutorios céleres, el proceso monitorio sería una excelente alternativa
para darle eficacia plena.

II. Ampliar los tipos de tutela procesal

Dentro del procesalismo clásico, la tutela jurisdiccional se otorga a través de procesos


de conocimiento y a través de los procesos de ejecución. Es claro que en muchas
ocasiones, cuando la sentencia se cumple en sus propios términos, estamos ante lo
que en doctrina se conoce como tutela específica, como es el caso de las sentencias
de condena; sin embargo, tratándose de obligaciones con prestaciones de hacer y de
no hacer (no fungibles) o de aquellas que protegen derechos sin contenido patrimonial,
suele sustituirse la tutela específica mediante satisfacción pecuniaria, es decir,
ejecución por subrogación.

Creemos que esta hipótesis de sustitución pecuniaria debe someterse a revisión. Es


posible admitir que en el caso de obligaciones de hacer fungibles, las medidas
coercitivas pasen a ser la forma habitual de ejecución de este tipo de obligaciones. La
incoercibilidad del hacer es un dogma que debe superarse, pues asumir que la
subrogación por una suma de dinero a título de indemnización, en todos los casos y de
manera indiscriminada, es la forma correcta de otorgar tutela al vencedor, es equívoca
y frustrante, ya que desnaturaliza la tutela solicitada.

Además, es evidente que el proceso, en su actual configuración, está pensado para


otorgar tutela represiva, es decir, la que soluciona los problemas cuando estos ya se
han producido. Hay que mirar a la tutela preventiva como un camino a seguir, pues con
ello se otorga a los ciudadanos la posibilidad de discutir sus derechos antes que sean
vulnerados. Piénsese en las discusiones relativas a la protección de los derechos al
honor o a la intimidad, y apreciaremos con mayor claridad esta necesidad de tutela
preventiva. La tutela inhibitoria debe pasar a tener un rol protagónico en este esquema.

Por otro lado, el principio nulla executio sine título impide a los jueces emitir
resoluciones de actuación inmediata sin que antes exista una sentencia inmutable.
Esta visión dogmática viene siendo objeto de serias observaciones, pues el tiempo del
proceso no atiende las necesidades de quien reclama tutela efectiva. Hoy se buscan
mecanismos que permitan la actuación inmediata de las resoluciones, mecanismos
que podrían ser clasificados en dos grandes grupos, a los que se agrega la tutela
cautelar:

1) La tutela de urgencia, que se materializa en la sumarización de los procesos, la


que puede ser de carácter cognitiva o procedimental.

2) La tutela anticipatoria que busca ser temporalmente oportuna, pero no


definitiva.
Es evidente que el tiempo necesario para la solución del conflicto a través del proceso,
debe acortar la brecha que existe con el resultado que se obtiene cuando el
cumplimiento es espontáneo. La eficacia sustitutiva de la jurisdicción si bien no puede
ser inmediata, debe ser lo menos mediata posible. Existen ejemplos al respecto:

1) En Brasil, además de la tutela de conocimiento ordinaria, existen diferentes


tipos de tutela que pueden ser conseguidas a través de: Tutela anticipada, tutela
específica, tutela de conocimiento sumaria, tutela de urgencia, tutela conforme al
estado del proceso, etc.

2) En Argentina, existe la tutela inhibitoria, así como las denominadas “medidas


autosatisfactivas” y los métodos de ejecución de las sentencias. Asimismo, hay una
manifiesta vocación de ejercer autoridad dentro del proceso, como por ejemplo, al
imponerse sanción a los letrados patrocinantes por considerar que su función es
demostrarle a su cliente los puntos débiles de su pretensión; por ende, la temeridad o
malicia que proviene de la fundamentación insuficiente o contradictoria no está
solamente en la conducta de quien pide sin razón, sino también, en la de quien
encauza con ligereza y atrevimiento.

Las principales características de estos tipos ampliados de tutela, son:

1) En la actuación inmediata de la sentencia impugnada se requiere que se preste


caución y que la actuación no importe transferencia de dominio. Queda sin efecto si
sobreviene sentencia que modifique o anule la que es objeto de ejecución provisoria.

2) En la tutela anticipada la decisión es de mérito, pero provisoria; solo puede ser


concedida a pedido de parte, al inicio de la litis, inaudita parte, o después de la citación
al demandado cuando haya fundado temor de daño irreparable o de difícil reparación.
Después de contestada la demanda puede concederse cuando se aprecie abuso del
derecho de defensa o animo dilatorio. Se exige prueba concluyente (documental o
preconstituída), y que exista una gran probabilidad de que los argumentos sean
verdaderos (superior al fumus boni iuris). Se rechaza si hay peligro de irreversibilidad y
se exige caución para poder ejecutarla.

3) La tutela específica procede para el cumplimiento de obligaciones de hacer y


no hacer; es provisoria, se concede al inicio del proceso, inaudita parte, solo si hay
prueba documental preconstituida. El juez puede imponer, de oficio, multa diaria si es
relevante el fundamento de la demanda y hay justo temor de la ineficacia de la
resolución final. Los daños, perjuicios y multa son acumulables. La ejecución es
provisoria.

4) La medida autosatisfactiva busca remediar las limitaciones de la teoría


cautelar, la que reclama la existencia de un proceso principal, pues como quiera que
agota su objeto en sí misma no es tributaria de un petitorio principal; no es pues,
instrumental. Da respuesta a una serie de disposiciones legales que establecen
soluciones urgentes no cautelares. Es útil para hacer cesar conductas de hecho
respecto de las cuales la estructura cautelar es ineficiente. Agota su finalidad de tutela
urgente con su emisión; de allí lo de “autosatisfactiva”.

Son muchas las opciones que existen para dar eficacia al pedido de tutela ordinaria,
así como para atender a la tutela urgente. El Código no puede mantenerse ajeno a
esas tendencias.

III. Reformar la tutela de derechos colectivos y difusos

Los llamados derechos de incidencia colectiva constituyen el reclamo de la hora actual


y ya han generado una respuesta procesal especializada, debidamente estructurada
en el Código Modelo de Procesos Colectivos para Iberoamérica que el Instituto
Iberoamericano de Derecho Procesal ha patrocinado. La dialéctica del proceso
bilateral o intersubjetivo, propia de la dogmática jurídica del siglo XIX, es insuficiente
para atender adecuadamente los problemas que alcanzan a una masa de ciudadanos,
sea como consumidores, usuarios, o por la afectación del medio ambiente, cuya
preservación es de interés de todos; en buena cuenta, el cambio supone reconocer a
la colectividad de ciudadanos como sujeto de derecho propiamente dicho. Ese
reconocimiento conlleva pasar de una visión individualista del proceso a una visión de
grupo, colectiva, lo que a su vez obliga a adoptar cambios estructurales al proceso
clásico, pues solo así se puede lograr la tutela del colectivo como tal. Al margen de la
eficacia de tutela específica que ello debe generar, propicia beneficios colaterales no
menos importantes, como la reducción de la carga procesal en la jurisdicción, pues no
tiene sentido que el Poder Judicial deba atender demandas múltiples, esencialmente
iguales, cuando bien pudieran ser tramitadas como pretensión única, colectiva, dando
el sistema una respuesta uniforme, sin caer en fallos contradictorios que tanto daño
hacen a la credibilidad de la justicia ordinaria.

La actuación colectiva en defensa de los derechos supone, entre otros importantes


aspectos, la necesidad de cambiar radicalmente varias instituciones procesales. Por
ejemplo, la legitimidad para obrar, sea admitiéndola con carácter extraordinario o con
la calidad de autónoma para la defensa del colectivo; la facultad amplia que se otorga
al juez para admitir la variabilidad de la demanda y su interpretación flexible; la
precisión de la extensión de la cosa juzgada, su efecto erga omnes en algunos casos y
en otros no y, en fin, una serie de instituciones que deben ser repensadas para
mantener coherencia.

Estos derechos no se agotan en la dicotomía de derechos difusos y colectivos


propiamente dichos, pues también forma parte de dicho elenco la categoría de los
denominados “intereses individuales homogéneos” especialmente útil para la
protección en aquellos casos en que el daño individual puede ser de mínima cuantía,
pero que colectivamente, se convierten en objeto de un reclamo importante. Se trata
pues, del acceso a la justicia de un conglomerado humano, no del individuo, quien
como bien sabemos, tiene garantizado el acceso por su sola condición de tal.

El estado actual de la teoría constitucional de los derechos fundamentales, la


denominada tercera generación, que comprende la tutela de los “derechos de
solidaridad”, y cuya preocupación son los temas de interés social, explican la
necesidad de adoptar cambios en la forma de otorgar tutela colectiva. Ese avance
normativo, agregado al hecho de que hoy en día las disposiciones constitucionales ya
no se interpretan como meros enunciados programáticos sino como lo que son,
disposiciones atributivas de derechos, indican que la protección y vigencia real de los
mismos exige una adecuada respuesta procesal.

Cuando el conflicto se relaciona con la protección de los derechos del consumidor o la


tutela del medio ambiente, la intervención del juez se hace más necesaria, como
también, la real efectividad de sus decisiones, dada la envergadura social de la
protección que otorga. Efectiva y adecuada tutela tienen un enorme contenido en ese
contexto.

Tenemos una experiencia jurisdiccional lacerante a propósito de la demanda que


ciudadanos, a título individual, plantearon en el distrito judicial de Cajamarca.
Peticionaban, además de una indemnización por daños sufridos a título personal, la
defensa del interés difuso derivado del envenenamiento producido por derrame de
mercurio en su ciudad, es decir, un daño marcadamente ambiental. El Primer Pleno
Casatorio realizado en el Perú, convocado con el propósito de asumir una posición
única para superar la incertidumbre derivada de la emisión de sentencias
contradictorias para resolver tales procesos individuales, discutió, entre otros temas, si
las personas naturales tienen legitimidad para obrar defender el medio ambiente, en
atención a que el artículo 82 de nuestro Código Procesal Civil faculta para demandar
este tipo de tutela solo al Ministerio Público, a los Gobiernos Regionales, a los
Gobiernos locales, a las Comunidades Campesinas y/o Nativas y a las asociaciones o
instituciones sin fines de lucro. El Pleno Casatorio desestimó la demanda en este
extremo, bajo el argumento de que la ley no reconoce legitimidad para demandar a las
personas individuales en defensa de los derechos difusos, salvo que actúen en
representación de las personas jurídicas legitimadas.

Gran problema es el de la extensión de la cosa juzgada, pues está vinculada a la


repercusión social del tema en discusión, así como al indeterminado número de
afectados. La discusión es en torno a si la inmutabilidad de la cosa juzgada debe
alcanzar o no a quienes no han participado en el proceso, incluso cuando es probable
que ni siquiera hayan sabido de la existencia del mismo. Como quiera que fueron
representados por quien alegó tener legitimación y el juez comprobó que ostentaba
una representación adecuada, es de lógica concluir que “son parte” de la litis. Esta
consecuencia explica que el análisis que el juez haga de la representación adecuada,
sea la cuestión procesal más importante para deba hacer en resguardo de los
afectados ausentes.

En el caso de los derechos individuales se perfila una situación excepcional,


claramente explicable por la naturaleza ontológicamente individual de dicha categoría,
aunque coyunturalmente colectiva. Se admite la posibilidad de que accione
individualmente cada afectado, para reclamar las indemnizaciones a que tengan
derecho, haya o no prueba nueva respecto al derecho de fondo discutido. Lo mismo
sucede cuando la categoría colectiva de “derechos individuales homogéneos” es la
que ha sido demandada y vencida en el proceso, hipótesis en la cual, los individuos
podrán demandar a título personal para lograr la ineficacia de dicha sentencia en su
esfera jurídica individual.

En fin, se trata de una situación muy compleja. La regulación actual del Código
Procesal Civil es insuficiente y no atiende a los aspectos que hemos reseñado.
IV. Reformar el proceso cautelar

En lo esencial, cuando un juez dicta una medida cautelar sin que hayan justas razones
fácticas o jurídicas que lo justifiquen, no solo afecta el valor justicia, sino que incurre en
un acto de arbitrariedad y parcialidad que desdice de su alta misión. A su vez, cuando
se niega a conceder una medida cautelar pese al cabal cumplimiento de la
acreditación de los requisitos para otorgarla, actúa con arbitrariedad y desdén.

Por lo general, al concederse medidas cautelares basadas en la arbitrariedad, estas se


acompañan con la “flexibilización” de los controles referidos a la contracautela, ya que
se otorgan bajo la “exigencia” de una simple caución juratoria, pese a que muchas
veces es evidente que se trata de una medida injusta y que el daño sobreviniente se
va a producir, siendo insuficiente la caución juratoria como protección al afectado. Por
esa experiencia, constante, es que se perfila la necesidad de que el proceso cautelar
deba ser objeto de reformas que impidan este estado de cosas. He aquí algunas
sugerencias al respecto:

1) La apariencia de derecho y el peligro en la demora, constituyen una zona gris


que permite cualquier argumentación que sirve para conceder lo imposible o negar lo
evidente. Hay que acotarlas, impidiendo la pura discrecionalidad judicial.

2) Hay que regular, especialmente, la competencia del juez de la cautela, para


evitar el forum shopping.

3) Hoy se faculta al juez a fijar la forma, naturaleza y alcances de la contracautela,


pero sin precisar parámetros para evitar que esa discrecionalidad se convierta en
arbitrariedad. Hay que fijárselos o en todo caso establecer los casos en que no
procede conceder la medida sobre la base de una contracautela juratoria. Por ejemplo,
cuando la medida es solicitada por un no domiciliado, pues el afectado tendría que
demandar fuera del país los daños y perjuicios que se le pudieran ocasionar; o, cuando
la medida concede la administración de un negocio en marcha o afecta un bien de
enorme valor (como el caso de los aviones o embarcaciones pesqueras); en fin,
cuando el juramento de indemnizar resulta a todas luces una promesa sin contenido.
Debe dejarse establecido claramente, que al dictarse la resolución cautelar sin
escuchar a la contraparte, la contracautela es un contrapeso de raigambre
constitucional, pues sirve para preservar la igualdad de las partes en la medida que es
la garantía de que los bienes del afectado no serán objeto de maniobras abusivas o de
mala fe. Por otro lado, siendo que existen vasos comunicantes entre la apariencia de
derecho y la naturaleza y monto de la contracautela, a mayor apariencia de derecho,
menor contracautela; ergo, solo la casi certeza permitiría al juez aceptar una caución
juratoria. Esta premisa lógica debe estar fijada en la ley, de tal manera que si un juez
concede una medida sin esa convicción inicial, debe estimarse que hay mala fe. Por
todo ello, la ley debería precisar el carácter excepcional de su admisión, y como ya se
ha dicho, debe establecer un listado de aquellos casos en que es manifiestamente
improcedente.

4) El juez tiene que evitar perjuicios innecesarios. El principio de mínima


injerencia así lo exige. La medida cautelar debe respetar este parámetro, pues sin ese
límite, la actividad del juez es manifiestamente arbitraria.
5) Se deben tener en cuenta los posibles efectos irreversibles que la medida a
conceder pueda generar. La praxis judicial es demostrativa del abuso del otorgamiento
de medidas que tienen consecuencias claramente definitivas, pero disfrazadas de
provisoriedad.

6) Toda medida cautelar es provisoria, instrumental y variable. Sin embargo, la


experiencia judicial nos ha demostrado que la conducta judicial niega esas
características. Una vez otorgada, es casi intangible. La revisión no es lo común, pues
los jueces no le prestan la debida atención a esa obligación, manteniendo la medida
cautelar pese a la evidencia de que las circunstancias que se tuvieron en cuenta para
su otorgamiento han variado sustancialmente. Por ende, se impone una precisión legal
que establezca la obligación de revisarla. La discrecionalidad del juez no puede llegar
a estos límites. De ser el caso, hay que presumir mala fe si se niega a hacerlo, pues
nada justifica su inacción, más aún si con ello mantiene una situación claramente
injusta.

7) El juez fija la reparación indemnizatoria si la medida cautelar deviene en


innecesaria o maliciosa por haberse declarado infundada la demanda. Este principio
no ha tenido “vigencia” en el anecdotario jurisdiccional. No sancionar al litigante que
abusa de su derecho a la tutela preventiva, es alentar la malicia procesal. No se
entiende por qué frente a la constatación de esa situación, el sistema no tenga
estructurado un mecanismo que impida esta práctica perniciosa, que la convierte
muchas veces, en un instrumento de extorsión antes que en el ejercicio de un derecho.
La ley debe dejar claramente establecida la naturaleza de la responsabilidad (sea
objetiva, subjetiva o mixta) y precisar que su tramitación debe hacerse dentro del
mismo cuaderno cautelar. Me inclinaría por la responsabilidad objetiva, bajo la premisa
de que se trata del uso de un instrumento procesal “riesgoso”. Un parámetro a tener en
cuenta es el caso de la afectación de bien de tercero, en el que se decreta, ope legis,
la pérdida de la contracautela a favor del afectado.

8) El problema de la concurrencia de medidas cautelares debiera ser


cuidadosamente regulado. Al día de hoy, cuando dos o más medidas afectan un mismo
bien se atenderá a la prelación surgida de la fecha de su ejecución; si no se puede
precisar la fecha, se atenderá a la naturaleza de los derechos que sustentan la
pretensión. Sin embargo, la regulación es insuficiente, especialmente cuando se trata
de derechos de diferente naturaleza. A tal efecto, debiera considerarse que la fecha de
ejecución como punto de partida para otorgar la preferencia, no es justa, pues creemos
que debe ser la concesión de la medida la que marque la preferencia, toda vez que la
ejecución no depende necesariamente de la voluntad del titular de la medida,
parámetro que se presta además a la connivencia del deudor de mala fe con un
acreedor simulado. Por otro lado, solo se atiende a la hipótesis de las medidas que,
concurriendo sobre el mismo bien, no se excluyen entre sí, como por ejemplo, dos
embargos sucesivos. ¿Cómo se soluciona el caso de medidas de diferente naturaleza?
¿Cuál debe primar?

En otro orden de ideas, existe un caos en la regulación de las medidas cautelares. En


efecto, a raíz de los cambios introducidos en la legislación procesal para la
implementación de los TLC, se han generado una serie de consecuencias al parecer,
impensadas. Debido a la falta de coordinación, hoy tenemos cuatro “sistemas”
cautelares distintos, cada cual con matices que los hacen diferentes entre sí. Digo que
la consecuencia es impensada porque es ilógico suponer que el legislador haya
pretendido, conscientemente, que coexistan esos cuatro sistemas, a saber: Las
medidas cautelares en los procesos civiles (reguladas en el Código Procesal Civil); las
medidas cautelares en los procesos contencioso-administrativos (reguladas en la ley
del proceso contencioso); las medidas cautelares en el arbitraje (de la Ley General de
Arbitraje); y, las medidas en los procesos constitucionales (reguladas en el Código
Procesal Constitucional).

Si analizamos algunas de las variables que hacen la diferencia, podemos apreciar que
en algunos casos se podría justificar la regulación independiente, pero en otros no, ya
que se tratan de opciones que bien pueden ser aplicadas en las mismas condiciones
sin importar las diferentes vías procesales. Hoy en día, dependiendo de la naturaleza
del proceso, la forma de pedir y de ejecutar la medida cautelar será distinta, aun
cuando los presupuestos para obtenerla sean los mismos. Un juez deberá actuar, en lo
que a tutela cautelar se refiere, de manera diferente cuando tenga en sus manos un
asunto civil, uno contencioso-administrativo, o uno constitucional, como si la tutela
cautelar hubiera perdido su carácter instrumental y urgente.

En efecto, los matices que las diferentes regulaciones contienen nos llevan a esa
conclusión. Veamos:

1) Cautelar civil: En el proceso civil se mantiene el esquema clásico. Hay que


procurar convencer de la apariencia de nuestro Derecho, del peligro que supone la
demora en la tramitación del proceso, ofrecer una contracautela por los posibles daños
que la medida cause al afectado y precisar el monto de la afectación. La medida se
dicta sin escuchar a la parte contraria. Los cambios normativos en este campo se han
preocupado de aspectos vinculados a la eficacia de la contracautela, en especial a la
de naturaleza real.

2) Cautelar contencioso-administrativa: En el proceso contencioso-


administrativo se han introducido unas variables que bien podrían haberse extendido al
proceso cautelar civil sin ningún inconveniente conceptual. Las principales
modificaciones en esta materia establecen que el juez, para otorgar una medida
cautelar, debe ponderar la proporcionalidad entre la eventual afectación que causaría
la medida cautelar al interés público o a terceros y el perjuicio que causa al solicitante
la eficacia inmediata de la actuación impugnable; debe además, considerar necesaria
su emisión por el peligro en la demora u otra razón justificable; y, evaluar que resulte
adecuada para garantizar la eficacia de la pretensión. Para la ejecución de la medida
cautelar el demandante deberá ofrecer una contracautela, atendiendo a la naturaleza
de la pretensión a asegurar, y si se trata de resoluciones con contenido pecuniario, el
juez podrá requerir una contracautela distinta a la caución juratoria. Es decir, la
contracautela no es un requisito para el otorgamiento de la medida, sino para su
ejecución, tendencia que la doctrina viene reclamando como la adecuada. Por ende,
no entendemos por qué la contracautela es un requisito para el otorgamiento de la
medida cuando el proceso es civil, y no cuando el proceso es contencioso-
administrativo, donde por arte de magia, se convierte en requisito para la ejecución de
la medida ya otorgada. Falta de congruencia interna en la legislación nacional, sin
duda.

3) Cautelar arbitral: En el campo del arbitraje el proceso cautelar tiene otra


estructura. En efecto, lo más resaltante está en el procedimiento para el otorgamiento
de la medida solicitada. El Tribunal Arbitral debe escuchar a la otra parte antes de
dictar la medida, pues debe poner la solicitud en su conocimiento. Sin embargo, por
excepción, el Tribunal puede dictarla inaudita parte cuando se justifique la necesidad
de no escuchar, previamente, al afectado para garantizar la eficacia de la medida. El
procedimiento es distinto a lo que sucede en sede civil. Cabe preguntarse si el juez
civil no debe tener las mismas facultades que los árbitros en materia cautelar, pues
suele solicitarse a la justicia ordinaria el otorgamiento de medidas cautelares fuera del
proceso, con lo que, en la práctica, el juez que otorgue una medida cautelar, lo hará
con base en normas distintas a la de la justicia arbitral, la que puede dejar sin efecto la
medida o confirmarla de acuerdo a un estatuto legal basado fundamentalmente en la
discrecionalidad. Tal divorcio normativo es incongruente. ¿Era necesario crear
“sistemas” cautelares tan disímiles? No, pues el tema cautelar es un puente de
contacto entre lo jurisdiccional y lo arbitral.

4) Cautelar constitucional: Se regula la medida cautelar con algunas


especificidades que la hacen igualmente singular. Por ejemplo, a diferencia de lo que
sucede en el proceso civil, la medida cautelar se extingue de pleno derecho, solo
cuando la resolución que concluye el proceso ha adquirido la autoridad de cosa
juzgada, no antes. En este caso, la medida cautelar no está al servicio de la sentencia,
sino del proceso.

V. Revisar la cosa juzgada fraudulenta

La sentencia que se emita en un proceso, descansa inevitablemente en la actividad de


las partes y en la convicción del juez. Pero, como bien sabemos, ya sea porque la
actividad de las partes puede ser mal intencionada o porque el juez puede no ser
imparcial, el proceso no alcanza siempre su finalidad en forma adecuada. Decía bien
Carnelutti que, “uno de los peores riesgos de la abogacía está en echar de ver la línea,
casi invisible a veces, que separa la astucia o la coacción lícita, del engaño y del
chantaje, no hay uno acaso de nosotros que no se haya encontrado más de una vez
titubeante entre el peligro de la incorrección y el de la ingenuidad”.

A través del proceso se pueden cometer irregularidades, por lo que se hace inevitable
imponer reglas de conducta, pues fraus omnia corrumpit. El Código Procesal hizo suya
la preocupación de los tiempos modernos por reprimir el fraude procesal, lo que
constituye un síntoma del avance de la tendencia moralizadora del proceso y que el
artículo IV del Título Preliminar adopta al exigir a todos los partícipes en él, que
adecuen su conducta a los deberes de veracidad, probidad, lealtad y buena fe. Tal
principio tiene concretas y reiteradas manifestaciones en el Código, como por ejemplo,
cuando en el artículo 50, inciso 5 se impone a los jueces el deber de sancionar al
abogado o a la parte que actúe en el proceso con dolo o fraude; en el artículo 51 inciso
3 se establece la facultad judicial de interrogar a las partes sobre los hechos
discutidos; en el artículo 109 incisos 1 y 2, se impone a las partes, abogados y
apoderados el deber de proceder con veracidad, probidad, lealtad y buena fe en todos
sus actos e intervenciones en el proceso, y a no actuar temerariamente en el ejercicio
de sus derechos procesales; en el artículo 112 incisos 2 y 4, se considera que ha
existido temeridad o mala fe cuando a sabiendas, se aleguen hechos contrarios a la
realidad, o cuando se utilice el proceso o acto procesal para fines claramente ilegales o
con propósitos dolosos o fraudulentos; en el artículo 441 se impone sanción al
demandante por juramento falso respecto de la dirección domiciliaria del demandado,
ordenando se ponga en conocimiento del Ministerio Público y del Colegio de
Abogados.

En la misma línea conceptual y como lógica consecuencia de la postura adoptada, el


CPC impone sanciones o autoriza acciones para evitar los entuertos; véase al
respecto, como ejemplos, el artículo 110 que impone al pago de costas y multas a
quien actúa de mala fe; el artículo 4 que establece como causa generadora de la
obligación de indemnizar el ejercicio del derecho de acción de manera irregular o
arbitrario; o, el artículo 111 que impone al juez el deber de denuncia penal contra el
propio abogado, cuando ha actuado con temeridad o mala fe.

Pese a todos los mecanismos de prevención aludidos, el fraude muchas veces no se


puede evitar; la sentencia o las formas autocompositivas que ponen fin al proceso,
pueden estar impregnadas del germen de la mentira, del dolo, de la colusión, lo que
hace necesario poner en revisión la cosa juzgada. A ello atiende el artículo 178 del
CPC. Sin embargo, dada la complejidad del tema y lo novedoso que en su momento
fue su regulación, hoy se evidencia que la norma es insuficiente, contradictoria y
oscura, por lo que se hace necesario precisar algunos de sus alcances:

1) Hay que precisar las reglas de la competencia. En España, Brasil, Chile y


Costa Rica resuelve el órgano judicial de mayor jerarquía, en respeto del nivel
jerárquico, evitándose que un juez de menor jerarquía califique la conducta de sus
superiores. No me convenzo de que sea la mejor solución, pero cuando menos tiene el
mérito de precisar la competencia en forma específica y no dejar la materia a las reglas
generales que, por ser tales, pueden resultar inadecuadas.

2) El CPC señala que “hasta dentro de seis meses de ejecutada o de haber


adquirido la calidad de cosa juzgada si no fuere ejecutable (...)” puede demandarse la
nulidad de la sentencia fraudulenta. El texto es confuso, lo que ha originado que un
sector de la jurisdicción nacional resuelva que la demanda es improcedente mientras
no se haya ejecutado la sentencia cuestionada, con lo cual coadyuvan a que el fraude
obtenga los beneficios indebidos que su autor procura; sin querer, al asumir dicha
postura, han convertido a la cosa juzgada fraudulenta en “la cosa ejecutada
fraudulenta”, pues bajo dicho criterio solo este estadio amerita el inicio de la revisión. A
tal efecto, es necesario distinguir la naturaleza de la sentencia cuestionada, pues en
rigor, solo la sentencia de condena amerita ejecución.

3) El artículo 178 cumple con precisar quiénes son los legitimados activos para
demandar, señalándose que lo son la parte y el tercero ajeno al proceso que se
considere directamente agraviado con la sentencia. Sin embargo, omite toda referencia
a la legitimación pasiva, lo que ha originado que se comprenda como demandados a
todos los intervinientes en el proceso original, incluyendo peritos, auxiliares judiciales,
jueces, etc. La omisión es criticable y hay que subsanarla, proponiendo que el
emplazamiento tiene que dirigirse solo contra aquellos a quienes se imputa alguna de
las conductas configurantes del proceso fraudulento, esto es, el fraude, dolo o
colusión.

4) El efecto de la sentencia es “reponer las cosas al estado que corresponda”, el


mismo que estimo no es una buena fórmula, ya que deja a criterios subjetivos lo que
debiera ser un mandato preciso e irrevisable. Siendo que las conductas fraudulentas
son de muy variada especie, se evidencia la necesidad de una escrupulosa regulación.

5) Por economía procesal, sería aconsejable que se evite el reenvío, autorizando


a que el juez que revisa la sentencia fraudulenta, a la vez que la anula (actividad
rescisoria) se pueda pronunciar sobre el fondo de la materia controvertida (actividad
reformadora por adquisición de competencia positiva). Así sucede en Alemania,
Portugal, Brasil y Francia; evitaríamos que el proceso vuelva al juez originario, quien
dicho sea de paso, si no es parte del fraude, ya adelantó opinión y tiene una convicción
formada. De ser aceptada la tesis, es evidente que la competencia para conocer del
proceso fraudulento debe estar en concordancia con la naturaleza del proceso
controvertido, de tal manera que si el proceso fraudulento versa, por ejemplo, sobre
materia laboral, el juez de la revisión debería tener la misma especialidad.

VI. Reformar la casación

La unificación de la jurisprudencia nacional es una tarea que el artículo 384 del Código
Procesal Civil asigna a la Corte Suprema. La predictibilidad judicial está de por medio,
pues una misma causa no puede tener respuestas radicalmente opuestas. No puede
llamarse impartición de justicia al hecho de que se pueda ganar o perder una causa si
el expediente es visto por la Sala Civil permanente o por la transitoria, o viceversa,
pues más parece juego de azar. Los plenos casatorios buscan superar ese estado de
cosas. Lamentablemente, al día de hoy, solo se han celebrado 6 plenos, pese a que
existe una larga lista de temas en que existen manifiestas contradicciones entre ambas
salas supremas. Por otro lado, la demora en resolver los casos de los últimos 2 plenos,
bordea los dos años. A ese ritmo, es utópico que se vaya a lograr la predictibilidad
buscada.

Eso sucede porque el recurso, tal como está regulado, deja mucho que desear. Por
ejemplo, es evidente que el legislador, en el afán de lograr la formación de una
auténtica jurisprudencia nacional que abarque todo tipo de conflictos, ha sido muy
permisivo al regular la admisión y procedencia del recurso. Como se sabe, no hay
limitaciones impuestas por la cuantía ni por la vía procedimental ni por la naturaleza de
la resolución impugnada. Por otro lado, no ha impuesto ninguna exigencia para que la
convocatoria a los plenos se realice, necesariamente, y no quede a la libre discreción
de los magistrados.
Por ello, me permito sugerir se revisen los siguientes aspectos:

1) Si nos encontramos ante un recurso extraordinario que no abre una tercera


instancia, carece de lógica el que al ser admitido este, se deje en suspenso la
ejecución de la sentencia, según lo dispone el artículo 393 del Código Procesal Civil.
Otros sistemas casatorios niegan esa posibilidad: En Italia, la ejecución de la sentencia
recurrida en casación no se suspende, salvo los casos de disposición legal en
contrario, o cuando el juez que dictó la sentencia, a instancia de parte y cuando de ella
pueda generarse grave e irreparable daño, disponga que se suspenda la ejecución o
que se preste caución suficiente. En Colombia la sentencia recurrida en casación se
cumple, salvo que verse sobre el estado civil de las personas. En Francia, cuna de la
casación, desde 1976 se implantó el efecto no suspensivo del recurso, salvo
disposición legal en contrario. En Chile y Venezuela tampoco se concede con efecto
suspensivo.

2) Debe definirse de manera indubitable el papel de la Corte Suprema como corte


generadora de jurisprudencia vinculante. En el Perú, las sentencias del Tribunal
Constitucional que adquieren la calidad de cosa juzgada constituyen precedente
vinculante cuando así lo exprese la sentencia, precisando el extremo de su efecto
normativo, según lo dispone el artículo VII del Título Preliminar del Código Procesal
Constitucional.

El precedente normativo, ejercido con ponderación, serenidad y visión de futuro, es un


instrumento noble que amerita ser reconocido y defendido. Es bastante conocida la
tendencia que cuestiona que los jueces puedan “crear” derecho, ya que estiman que
su único papel es el de interpretar “correctamente” para aplicar la ley al caso concreto.

El Tribunal Constitucional ha fijado los requisitos que deben presentarse para proceder
a fijar un precedente:

1) Se aprecian contradicciones en la manera de concebirse o interpretarse los


derechos, principios o normas constitucionales o de relevancia constitucional;

2) Se constata la presencia de interpretaciones erróneas de una disposición


constitucional o integrante del bloque de constitucionalidad, lo que a su vez genera una
indebida aplicación de la misma;

3) Se comprueba la existencia de un vacío normativo;

4) Se acredita que una norma jurídica admite varias posibilidades interpretativas;


5) Tras el conocimiento de un proceso de tutela de derechos se aprecia que la
conducta reclamada se apoya en una norma jurídica, que no solo afecta al reclamante
sino que por sus efectos generales incide sobre una pluralidad de personas;

6) Se hace necesario el cambio del precedente vinculante.

¿Por qué nuestra Corte Suprema no puede actuar con igual proyección jurídica?

El juez es la boca por la que se expresa la ley, o el silogismo clásico que permitía
“administrar justicia” mediante un simple proceso lógico, tuvieron, es verdad, una
enorme influencia en los albores del proceso jurisdiccional; en ese contexto era
entendible la visión sedentaria del papel del juez en el proceso, limitado a admitir y a
acumular los pedidos de las partes, sin iniciativa propia, lo cual parece explicar el
estado actual del recurso. Dar paso a la figura del juez director del proceso se debe en
gran medida a la desaparición del mito que estimaba al Poder Legislativo como primer
poder del Estado, con base en la idea de que el legislador era infalible. Si a ello
sumamos el papel del constitucionalismo y la vigencia de lo que se denomina Estado
Constitucional de Derecho, cuyas ideas esenciales son que la Constitución es una
norma jurídica y no solo política, y que la norma suprema constituye un parámetro a la
actividad del Legislativo que debe ceñirse a sus valores y principios, se perfila el nuevo
papel del juez en la sociedad actual. El activismo judicial paso a tener carta de
ciudadanía.

En aras de esos objetivos, la teoría de la argumentación ha justificado nuevos


enfoques a la forma en que deben pronunciarse los jueces al resolver las
controversias. El discernimiento del juez ha pasado a ser su principal instrumento de
acción, pues su tarea es interpretar la disposición legal y extraer de ella, la o las
normas que su inteligencia y entendimiento consideren las adecuadas para mejor
resolver. Por otro lado, las lagunas del Derecho existen y no son la excepción
(Kantorowicz diría que hay tantas lagunas como palabras). Por lo dicho, pretender
mantener la vieja idea que sostiene que la interpretación consiste en encontrar el
“significado” de la ley, o lo que el legislador quiso, es una ingenuidad, pues el
instrumento utilizado por la ley es la palabra, y bien se sabe que ella no es siempre
unívoca, pues las palabras nunca pueden abarcar la realidad, pues si lo lograran, las
decisiones judiciales serían indiscutibles y por tanto, no tendría sentido el sistema
recursivo para la revisión de las mismas. Por ello mismo, pretender que la letra de la
ley es un mandato claro y preciso, que no necesita de interpretaciones, es una
obsolescencia conceptual. Ernest Fuchs expresa esa idea a través de un ejemplo
clarificador: “El juez y jurista que propugna el estricto apego a la letra de la ley sería
como el criado al que en invierno se le ordena que encienda diariamente la calefacción
y en verano sigue encendiéndola cada día porque el mandato no ha sido revocado”.

A todo ello, podríamos agregar que hay que lograr la economicidad del proceso;
respetando el precedente se simplifica considerablemente el deber de argumentación.
Edgardo Villamil Portilla sostiene que: “La seguridad jurídica no es solo sujeción a la
norma positiva, es también, solo a título de ejemplo, el respeto por el precedente, de
modo que la carga de la argumentación está en hombros de quien quiere combatir el
precedente, bien sea el propio o el construido colectivamente. Además, en un sistema
jurídico que haya consagrado el derecho a la igualdad, el valor del precedente toma
una dimensión descomunal por el derecho de los ciudadanos a ser juzgados de la
misma manera. Por ello el comportamiento del juez no puede ser insular, tiene
ataduras. La coherencia le impone decidir igual que lo hizo ayer, igual que lo hicieron
sus colegas; no puede ser un tiranuelo confinado en su torre de marfil. En ese sentido,
el Derecho es más conservador de lo que se piensa y así debe ser, en tanto el juez
que quiera quebrar el paradigma vigente debe demostrar la necesidad y justicia del
cambio. No es la consagración de la esclerosis del Derecho, es la exigencia de
estabilidad y seguridad que justifican la existencia del Derecho como forma de
regulación social”.

Por todo ello, no podemos menos que reconocer que la Jurisprudencia vinculante es
un instrumento necesario a los fines de la justicia. Aharon Barak en su obra Un juez
reflexiona sobre su labor define de manera precisa esta realidad cuando dice que: “En
realidad, la desviación del precedente del tribunal es un asunto grave y se debe tomar
con responsabilidad. El precedente no es inmutable, pero oponerse a la jurisprudencia
establecida no es un objetivo en sí mismo. La separación del precedente debe ser la
excepción, no la regla. Y cuando un juez se aparta del precedente, debe ser explícito al
respecto, asumiendo responsabilidad personal por el cambio. El Poder Judicial debe
ser transparente… la “carga de la prueba”, debe yacer en quien sea que desee
apartarse del precedente. Por lo tanto, cuando se equilibran las balanzas debemos
apegarnos al precedente”.

Las contradicciones jurisprudenciales no favorecen al prestigio de los tribunales, pero


sobre todo, afectan el principio de igualdad, a la vez que generan incertidumbre en los
justiciables. Para que esa situación no continúe, el efecto vinculante de la
jurisprudencia debe ser asumido. Las razones para ello son de distinta naturaleza.
Veamos:

1) La unificación de la jurisprudencia es un caro anhelo de la justicia, tanto


ordinaria como constitucional. A tal efecto se han regulado los Plenos Casatorios en los
procesos civiles, los plenos jurisdiccionales en materia penal y laboral, entre otros.
¿Para qué se realiza tanto esfuerzo unificador si los acuerdos no terminarán siendo
vinculantes? Por la labor interpretativa de los jueces, se pueden generar varias
“normas” de un solo dispositivo, atendiendo a una serie de factores. Eso es crear
Derecho, y hay que llamar a las cosas por su nombre. Por ende, la jurisprudencia que
contiene ese “derecho nuevo” debe tener una virtualidad jurídica sobre los órganos
inferiores, sin que se le pueda negar esa eficacia bajo el argumento de que los jueces
no son legisladores y, por ende, no pueden generar normas de alcance general.
Comanducci1 expresa una brillante justificación de la legitimidad del efecto vinculante:
“Desde un punto de vista teórico diría que es de sentido común constatar que la
discrecionalidad judicial es, en alguna medida, inevitable y que eso depende, a la vez,
de factores objetivos y subjetivos. Factores que están fuera del alcance del juez y
factores que, en cambio, podrían ser modificados por los mismos jueces. Los factores
objetivos son aquellos –bien conocidos– de tipo semántico, es decir, que dependen de
la open texture, de la textura abierta del lenguaje natural, que no permite al legislador
formular normas tan precisas que puedan siempre ser interpretadas de una única
forma. Los factores subjetivos son igualmente conocidos: están constituidos por la
interacción de ideologías e intereses en la decisión. ¿Es compatible esta constatación,
según la cual los jueces producen normas jurídicas –bastante compartida a nivel
teórico–, con el valor de la separación de poderes, al que todos parecen tener mucho
aprecio? Yo diría que sí, si nos damos cuenta que aquel concepto de la separación de
poderes según el cual el juez se limita a aplicar mientras que el legislador es el único
productor de normas, es fruto de las ideologías jurídicas del inicio del siglo XIX, y poco
tiene que ver con la ideología de la separación de los poderes de Montesquieu, que –
esta sí– se encuentra en la base de la idea liberal del Estado ‘limitado’. La separación
de poderes de Montesquieu solo significa que los poderes no deben estar todos en las
manos de un único sujeto. Deben estar divididos. No significa, sin embargo, que un
poder deba ser ejercido exclusiva y necesariamente por un solo órgano, y otro poder
por otro órgano. La constatación que puede hacerse en el nivel teórico es que el poder
normativo –es decir, el poder de producir normas que vinculan a la colectividad–, que
es el poder más importante y ‘peligroso’, en los países modernos está dividido o
fraccionado. No lo ejerce solo el legislador, sino que lo ejercen también otros órganos:
el tribunal constitucional (si existe), los jueces en alguna medida y, en parte también, el
gobierno y la Administración Pública. Se trata entonces de encontrar formas para
asegurar la coherencia en el tiempo de las decisiones interpretativas de los jueces,
porque solo así ellas serán de alguna forma previsibles y previsible también resultará,
en alguna medida, la decisión final del caso”. La coherencia reclamada es base
suficiente para entender el efecto normativo.

2) En otro orden de ideas, cabe discutir cuál sería la finalidad de la exigencia de


motivación en las resoluciones judiciales que la Constitución exige como garantía del
debido proceso, si luego de ello, la decisión pasa a ser un pieza de biblioteca. Ferreres
y Xiol2 sostienen, con la mayor rigurosidad lógica, que: “Si las decisiones de los
Tribunales han de cumplir con el requisito de ser motivadas, de no ser arbitrarias y de
tratar igualmente a los ciudadanos, entonces, el que en un caso se tome cierta
decisión tiene que determinar que la misma decisión haya de tomarse para un caso
igual a él en los rasgos relevantes (...) en dos casos iguales hacen pronunciamientos
distintos órganos judiciales de diferentes jerarquías, parece lógico que se tenga una
deferencia por el órgano superior; de lo contrario, no solo se ponen también en peligro
valores como la igualdad y la interdicción de la arbitrariedad, sino seguramente un
valor quizás más profundo y que sustenta a ambos, el valor de la racionalidad misma
del proceso de toma de decisiones”. La supuesta independencia del juez no es
argumento idóneo para contrarrestar esta verdad de perogrullo.

3) Un sistema de precedentes obliga a los jueces a pensar en el impacto del caso


presente respecto de los casos futuros sustancialmente iguales. Al resolver se obliga a
hacer una abstracción de las partes litigantes, acentuando con ello el sentido de
imparcialidad.

4) La seguridad jurídica no debe ser vista solo como sujeción al dispositivo legal.
Debe comprender también al precedente, más aún cuando se trata de decisiones de
órganos colegiados de rango superior, cuyos integrantes deben tener, por regla
universal, más experiencia, lo que le da mayor valor a sus decisiones. En todo caso, se
trata de que el juez no se aparte del precedente sin más, ignorando su existencia. El
precedente genera cuando menos la carga de una argumentación específica y más
elaborada, esto es, una argumentación puntual que explique los motivos por los que el
juez considera necesario apartarse del precedente.

5) Sin perjuicio de ello, desde que sendas disposiciones normativas establecen


que la jurisprudencia es vinculante, estamos ante un mandato imperativo de carácter
legal. César Landa3 señala al respecto que existen tres grados de vinculación respecto
de la eficacia de las sentencias del tribunal: como “tener que acatar” (para las
sentencias de inconstitucionalidad de las leyes); como “deber de cumplir” (para los
precedentes vinculantes) y como “poder/deber de seguir” (para la doctrina
jurisprudencial). El grado de fuerza creadora constituye una opción del legislador,
quien podría decidir por un efecto meramente persuasivo, a título de recomendación
por ejemplo, o, como lo establece el artículo VII del Título Preliminar de nuestro Código
Procesal Constitucional, un efecto normativo pleno, sin limitaciones. El mismo efecto
se hace extensivo a la jurisprudencia derivada de los Plenos Casatorios que regula el
artículo 400 del Código Procesal Civil.

6) ¿Se viola la independencia judicial imponiendo efecto normativo a la


jurisprudencia? Creemos que no. Baste observar que el juez sigue siendo director del
proceso, y lo es con mayor énfasis en el análisis y valoración de la prueba, eje central
de su decisión. A partir de ello, el juez puede considerar que existen elementos que
diferencian el caso del precedente que se le exige aplicar y por tanto, considerar que
está ante un caso distinguible. Ferreres y Xiol agregan un elemento de juicio realmente
incontestable: “¿Hasta qué punto es coherente la conexión que se traza habitualmente
en nuestra cultura entre el principio de independencia judicial, por un lado, y la
negación de la fuerza vinculante de la jurisprudencia, por el otro? Tengamos en cuenta
que, en la práctica, nadie cuestiona la legitimidad de que las sentencias judiciales sean
recurridas ante los tribunales supremos, y que estos hagan prevalecer sus opiniones
frente a las de los jueces que las han dictado. Tampoco se duda de la legitimidad de
que, en algunos supuestos, los tribunales supremos retrotraigan las actuaciones para
que los jueces de instancia dicten nueva sentencia, ajustada al criterio que se les
impone desde arriba. No se estima que haya aquí lesión alguna de la independencia
judicial. Si ello es así, ¿no resulta sorprendente que se rechace la fuerza vinculante de
la jurisprudencia, en nombre de la independencia judicial? ¿Por qué se considera que
no hay lesión de la independencia cuando el tribunal superior obliga al inferior a dictar
nueva sentencia en un caso concreto, y se estima que sí la hay cuando esa obligación
reviste carácter más general? A fin de cuentas, en ambos supuestos el juez se ve
obligado a dejar de lado su opinión jurídica, ajustándose a la ordenada por el tribunal
superior”. Evidentemente, no hay justificación a este enfoque dispar. La independencia
judicial no debe significar libertad para apartarse de pronunciamientos que puedan
contener argumentos de autoridad, o razonables interpretaciones, o que sencillamente
han resuelto de manera justa el caso similar al que el juez tiene entre manos. Hay una
cuota de respeto en todo ello, que los jueces inferiores no pueden desconocer bajo el
argumento de su independencia.

7) Finalmente, cabe hacerse una pregunta respecto del valor de los precedentes
en el sistema del Common Law. No podría sostenerse seriamente que los jueces de
ese sistema carecen de independencia, en la medida que no puede dejar de aplicar los
precedentes de la Suprema Corte. ¿El stare decisis los convierte en jueces menos
independientes que los del sistema continental del Civil Law?

Por todo ello, estimo que se hace necesario una modificación profunda en esta
materia. No basta ser igual ante la ley; lo exigible es ser igual ante quien aplica la ley.

VII. Debe potenciarse la ejecución de las sentencias

Estimamos que en la hora actual, en la que los malos deudores han perfeccionado sus
mecanismos de “protección” contra las acciones de cobro de su acreedor,
especialmente ocultando sus bienes, es necesario adoptar mecanismos más eficaces
que coadyuven a que las sentencias se ejecuten efectiva y rápidamente y, en lo
posible, en sus propios términos. Proponemos las siguientes ideas:

1) Presumir la mala fe del deudor. Esta sugerencia puede generar una severa
crítica, pero creo que es sensata y engarza adecuadamente con la realidad. Un deudor
vencido en juicio y sujeto a la ejecución de la sentencia (advertencia: la presunción se
sugiere solo para esta circunstancia, estar sometido a ejecución judicial, y no de
manera abierta para toda actividad con efectos jurídicos), quien alega no tener
patrimonio alguno, debe ser objeto de sospecha. Como se tiene dicho, no es aceptable
que alguien que logró obtener un crédito porque demostró ser digno de la confianza de
su acreedor, inexplicablemente aparezca como una persona en situación de miseria.
En todo caso, si una desgracia le sucedió, puede demostrarla para evitar que la
presunción se haga efectiva. Esta conducta suele acentuarse cuando la ejecución que
se cierne sobre el deudor es inminente, momento en el cual celebra actos jurídicos de
disposición, en connivencia con terceros. La presunción genera el traslado de la carga
de la prueba.

2) Declarar la nulidad de puro derecho de los actos de disposición del patrimonio


del deudor vencido. La nulidad funcionaría con la misma lógica y eficacia que el
periodo de sospecha tiene en el sistema concursal o de quiebra. El acreedor no tendría
que verse obligado a iniciar acción pauliana o de simulación para reintegrar el bien
indebidamente dispuesto, al patrimonio de su deudor. Si el acto traslativo es real y
sano, será el tercero adquirente o el deudor transferente el que tenga que iniciar un
proceso para que se declare su validez. Se invierte la iniciativa jurisdiccional,
generándose un auténtico equilibrio.

3) Levantamiento automático del velo societario. Hay empresas de fachada, un


cascarón cuyo patrimonio pertenece en realidad a un deudor que no quiere pagar y
que oculta sus propiedades a través de ella. Muchas veces las instalan en paraísos
fiscales, lo cual dificulta mucho más la persecución que el acreedor, legítimamente,
pretende hacer. La ficción basada en que se trata de una persona jurídica, distinta de
las personas naturales que la integran, debe ceder para dar paso a la indagación de su
real composición y detectar así al verdadero “dueño” oculto o demostrar que el
aparente titular es un testaferro, una interpósita persona. Por ende, aun cuando los
bienes aparecen a nombre de la persona jurídica, puedan ser afectados por el
acreedor.

4) Obligación de colaboración de la administración tributaria con la justicia. La


reserva tributaria debiera levantarse cuando se trata de hacer cumplir los mandatos
judiciales. Bien sabemos que la Administración Tributaria cuenta con medios,
información y sistemas de control que le permite detectar el patrimonio de los
contribuyentes, pues puede hacer cruce de dicha información, para verificar la
autenticidad de las rentas declaradas y así, controlar la evasión tributaria. Pues bien, el
Poder Judicial es parte del Estado y la capacidad de cobro que la administración
tributaria tiene con relación a los contribuyentes, debe de tenerla el Poder Judicial en
favor del ciudadano común, para que el deudor ejecutado no pueda “evadir” el pago.
En todo caso, la presunción de mala fe justificaría el levantamiento de la reserva
tributaria. Es evidente que si se cuenta con esa información, el acreedor podrá
perseguir los bienes ocultos de su deudor y facilitar la ejecución de la sentencia.

5) La astreintes debe ser regulada con más detalle y reforzada para su


cumplimiento cabal. La multa compulsiva debe empoderar la labor del juez, de tal
manera que ante la negativa del deudor a pagar, se le impongan multas por cada día
de demora, la que puede aumentarse progresivamente mientras subsista el desacato.
Esta institución, si está acompañada con un sistema efectivo para su cobro, ayudará a
forjar una cultura de cumplimiento.

6) Proscribir que en los procesos en que se discuta la constitucionalidad o validez


de una sentencia (sea vía amparo constitucional, o la nulidad de cosa juzgada
fraudulenta), puedan otorgarse medidas cautelares que suspendan la ejecución en
marcha. En todo caso, si existen elementos de juicio suficientes para conceder una
medida cautelar de esa naturaleza, no debiera permitirse que se concedan con una
mera caución juratoria.
La idea es que la ejecución de la sentencia se constituya en el logro de lo que el
proceso promete al ciudadano, la tutela judicial efectiva de sus derechos, y no sea
como hoy, una vía crucis.

Bibliografía

COMANDUCCI, Paolo. Democracia, derechos e interpretación jurídica. ARA Editores,


Lima, 2010.

FERRERES, Víctor y XIOL, Juan Antonio. El carácter vinculante de la jurisprudencia.


2ª edición, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2010.

LANDA ARROYO, César. Los precedentes constitucionales. Grijley, Lima, 2010.

___________________________

* Abogado por la Universidad de Barcelona y por la Universidad Nacional


Federico Villareal. Socio emérito del Estudio Muñiz, Ramírez, Pérez-Taiman & Olaya.
Profesor de Derecho Procesal Civil.

1 Comanducci, Paolo. Democracia, derechos e interpretación jurídica. ARA


Editores, Lima, 2010, p. 149 ss.

2 Ferreres, Víctor y Xiol, Juan Antonio. El carácter vinculante de la jurisprudencia.


2ª edición, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2010.

3 Landa Arroyo, César. Los precedentes constitucionales. Grijley, Lima, 2010, p.


79.

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