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UNA

HISTORIA QUE TE DEJARÁ


HUELLAS

C raz´n de

F amy

Julio Miguel Choza


© Julio Miguel Choza Herrera, 2018.


Imagen de portada: Julio Choza.
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Número de registro: 1809218443123
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SINOPSIS
"Una historia que te dejará huellas"
Lo que a Uriel le fastidiaba de Michelle era su pasión por las mascotas.
Nunca imaginó que la comprendería, justo cuando, ya lejos de ella y
teniendo que aceptar que estrenaba novio, fue un perro quien le ayudó
a salir de su depresión. Aunque Foamy siempre le evocaba su pasado,
sus huellas le indicaron el camino que debía seguir hacia su libertad
emocional. Su corazón pendía de un hilo que aún lo unía a ella, y en el
cual se habían anidado los tentáculos del rencor. Sabía que, si cortaba
aquel hilo, caería y se rompería en pedazos, a menos que estuviera
hecho de otro material.
La historia nos narra las aventuras que Uriel pasa para poder cuidar de
un perro a pesar de todas las cosas que se le ponen en su contra,
empezando por él mismo. Descubrirá un terrible secreto que pondrá en
riesgo la vida de su mascota, donde a la vez se revelarán cosas de sus
familiares que lo ayudarán a entender la necesidad del perdón y la
redención.
Fue un ángel, vestido de la forma menos pensada, quien le enseñó
cómo funciona un verdadero amor. Una última decisión pondrá a
prueba su capacidad de amar.

PREFACIO
D entro de un entorno familiar saludable suele haber una pequeña
lumbrera, cuya luz solo la nota el alma, especialmente el alma de
un niño. Lo que quise decir con esas palabras es que no concibo en
ninguna parte de mi historia un ambiente hogareño, cálido y
reconfortante, donde no estuviese presente un pequeño animal. Las
mascotas suelen inspirar, y a la vez enseñar, a un niño el expresar
afecto y cariño, puesto que toda criatura necesita cuidado, respeto y
atención. Su compañía no solo anima espiritualmente a los pequeños,
también acompaña a los mayores, que suelen ser carentes de afecto,
y encuentran en los animalitos una renovada pizca de amor, que los
aleja día a día del fantasma de la depresión y la soledad. Me parece
curioso que estos mayores también tengan como característica el
portarse como niños. Por eso digo que quien nota este poder en la
mascota de dar luz a sus dueños tiene algo propio de la niñez.
Nuestras mascotas, en cambio, no distinguen nuestras edades, pues
con sus ojos siempre miran directo al corazón. Son tan listos en tantas
cosas, pero ignoran que las diferencias de tamaño representan otros
tipos de discrepancias entre las personas. Ellos siempre aman de la
misma forma tanto a grandes y pequeños. Duele conocer una cruda
realidad: no se les trata a ellos de la misma manera.
Los seres más incomprendidos suelen darnos grandes lecciones de
amor. Muy poca paciencia tenemos con ellos, a veces nada de
caridad, no comprendemos sus acciones naturales, somos bastante
intolerantes, los etiquetamos por raza y permitimos que eso influya en
nuestra manera de verlos. Dejamos que existan, por ejemplo, “perros
callejeros” y nos volvemos testigos pasivos de su sufrimiento.
Consentimos que la sociedad y esas etiquetas influyan para que
prefiramos comprar una mascota, aunque debamos pagar por ella un
alto precio, debido a su belleza “física”, antes que adoptar a un
pequeño recién rescatado del abandono, por ser este “feo” y sin raza
de valor.
Me parece loable el esfuerzo que realizan muchas instituciones que
velan por el bienestar de todas las criaturas, ayudando a las
lastimadas y devolviendo a aquellas que lo tienen a su hábitat natural.
El caso de los perros, sin embargo, es que su lugar en el mundo de
hoy es dentro de una casa, al servicio de unos dueños que le deben
ver como un miembro más de la familia. Pero muchas personas usan a
los perros como herramientas que ofrecen un beneficio, ya sea el de
cuidar la casa o en peores casos servir para peleas y apuestas, y a
cambio sólo se les paga con techo, agua y alimento.
Siempre quise dedicar una de mis historias a estos fieles amigos, y al
momento de concebir en mi corazón la creación de esta novela,
pensaba en todas las mascotas que he tenido a lo largo de mi vida.
Reflexionaba, especialmente, en la mascota que me acompaña al
escribir este libro. Pero en mi historia considero plasmar toda la belleza
de mis experiencias con cada una de las mascotas que me vieron
crecer, y entre ellas algunas que me vieron olvidarme de ser como un
niño, y por eso soportando mi falta de compasión. He pasado largos
días dando vueltas y vueltas en mi cabeza queriendo hacer algo digno
de contemplar, comparado a la admiración que se produce en mí
cuando me llueven recuerdos de cada una de ellas. Llegué a la
conclusión de que nunca podré hacer algo tan majestuoso como
desnudar el interior de un animalito y el porqué de sus actuaciones:
qué lo guía, qué lo inspira, qué lo mueve a amar, cuando aquello que
pasa pareciera ser más que producto de un “instinto”. Tengo una teoría
al respecto. Siempre he pensado que los animales son instrumentos al
servicio de Dios, y que mientras haya la armonía suficiente a su
alrededor como para que su “instinto” no sea más fuerte que todo lo
demás, Dios los usará para proveernos de algo no material que los
humanos necesitamos. Podría decir, en pocas palabras, que son otro
tipo de ángeles.
Corazón de Foamy procura llevar al lector a visualizar un poco más
allá de las apariencias y las circunstancias, para que este sea capaz
de recordar en su propia experiencia, o bien descubrir en la actualidad,
la forma en que Dios le habla a través de sus mascotas. Así como hay
una delicadeza divina en el trato que se nos da a través de las
circunstancias, así también se dibuja una obra majestuosa con el
pincel que se disfraza en la vida de un animalito. El personaje principal
no es un niño, pero hay cosas en la vida que, aunque hayamos
olvidado ser niños, nos hacen actuar como tales. Indefenso y
dependiente emocionalmente, fluye el niño interior que llevamos ante
circunstancias que nos acorralan, temiendo que aparezcan, como les
sucede a los abuelos, los fantasmas de la depresión y la soledad. Ese
es el caso de Uriel, quien será testigo de la forma en que una mascota
puede darnos grandes lecciones, si aprendemos a verlas tal cual son:
un miembro más en la familia, digno de ser amado, con el amor natural
que surge entre dos corazones, no importa que uno sea el corazón de
una criatura diferente.


I
as tardes de sábados eran estupendas, sobre todo cuando pasaba
L el tiempo con ella. Contemplar su pelo lacio que todos los días
parecía recién planchado era una de mis más grandes fascinaciones,
que podía acompañarla a hacer cualquier cosa, aunque no me gustara
lo que estuviera haciendo, con tal de estar cerca de ella, iluminando
mis pupilas con el esplendor de su belleza y palpando aquel cabello
una y otra vez, sin temor a que se gastaran mis manos. Sinceramente
nunca le pregunté si le gustaba que hiciera eso, pero a juzgar por su
reacción al momento en que lo hacía, cual gatita pequeña en brazos
de su dueño, nunca tampoco sentí que había que dejar de hacerlo. De
hecho, sí se parecía mucho a su gata en ese sentido. Mis caricias, sin
caer en la presunción, eran también irresistibles. A ella le gustaban
mucho los gatos y los perros, y tenía la firme intención de adoptar un
cachorro para el hogar. De eso justamente hablamos aquel día.
A mí no me gustaban las mascotas y nunca consideré la posibilidad de
tener una en casa. Para mí era una locura que pensara en la
posibilidad de un perro cuando ya tenía un gato.
—¿En serio no piensas en lo problemático que puede ser tener un
gato y un perro en la misma casa? No me imagino la cantidad de
peleas que acontecerían diariamente. Y si a eso le sumamos los
pleitos que tienes con tu hermano, no puedo ni imaginarme lo caótico
que será pasar al menos media hora en tu casa. Y eso sin meter los
cuantos rifirrafes que solemos tener tú y yo.
—Cálmate Uriel, tú siempre pensando en lo peor… ¿No puedes al
menos respetar mis decisiones y dejar de opinar al respecto?
Dejé de acariciar su cabello. Mi pregunta había ido en tono dramático
con una pizca de ironía, pero con la suavidad de una típica broma de
las que siempre le hacía y a las que pensé que ya estaba
acostumbrada. Su respuesta era la peculiar: llena de sensibilidad. Su
carácter era terrible. Aun así, la amaba. No podía permitir que
entráramos en discusión así que no objeté más al respecto, pero
respondí a mi estilo para evitar doblegar mi orgullo:
—Bueno señorita delicada, solo quería advertirle de algo que luego
quizás no vaya a soportar.
—Lo que no creo soportar es que tú sigas opinando al respecto de
mis gustos por los animales. No me importa si no amas a mi gata ni
me importa si no te gustan las mascotas y mucho menos me va a
importar si no tolerarás pasar media hora en mi casa. Así que mejor
cambiemos de tema y ayúdame con esto.
En seguida me pasó unas piezas de fomi, unos moldes y unas tijeras.
Empecé a recortar delicadamente cada una de las formas mientras
pensaba en las razones por las cuáles seguía con ella. No teníamos
muchas cosas en común y pasábamos discutiendo la mayor parte del
tiempo. Michelle era muy diferente a mí en todos los sentidos.
Seguramente soportaba sus arranques porque era muy bonita y era el
tipo de chica que a todo hombre nos gusta tener para presumir ante
los demás. Un silencio incómodo se apoderó de la habitación en la que
estábamos hasta que su gata interrumpió con un par de maullidos. En
otro momento hubiese dicho algo, pero permanecí en silencio, y fue
Michelle quien tomó la iniciativa, para volver a hablar de lo mismo:
—Creo que le pondré Fomi. ¿Qué te parece?
—¿Hablas del cachorro? —respondí yo, haciéndome el tonto. Pero
en realidad quería con eso manifestar mi protesta al ver que ella quería
seguir hablando de lo mismo después de la discusión que recién
habíamos tenido. Me sentía, además, aturdido con la facilidad con que
una mujer se contradice sobre un punto en tan poco tiempo. Recién
me había pedido que no opinara. Ahora me pedía una opinión.
—Sí, del cachorro. ¿De qué más? —aseveró ella, zanjando de una
vez con el problema de mi incredulidad ante la necesidad de una
opinión de mi parte.
—Suena tan loco como la idea de tener un perro y un gato en la
misma casa —repuse, impulsivamente, aún cargado de resentimiento
por ver que a ella no le importaba perderme sabiendo que yo no iba a
tolerar estar con ella y con dos animales peleándose a la vez.
—¡Eres un odioso Uriel! ¿Podrías por lo menos aceptar mi decisión,
aunque no te guste?
—De acuerdo… supongamos que lo acepto. Fomi me parece un
nombre para hembra. ¿Quieres una hembra?
—Sí, por supuesto. Las mujeres nos entendemos mejor.
—¿Y qué harás cuando esté en celo y te toque lidiar con sus
pretendientes y luego con la producción masiva de cachorros que
invadirán tu espacio y no te dejarán ni respirar?
—Sabes, eso es lo que no entiendo de ti Uriel. Quieres que la vida
sea perfecta y por eso no te arriesgas a vivir los momentos. Piensas
en todo lo que puede pasar y por eso nunca dejas que nada pase. Sé
lo que implica tener una perrita, pero sé que vale la pena todo por lo
especial que son como mascotas. Yo crecí con mascotas. Mi papá
amaba sus mascotas. Así que yo simplemente amaré. Y el amor está
lleno de cosas feas que soportar. Como dicen por ahí: “si quieres
cultivar rosas debes estar preparado para lidiar con sus espinas”
—De acuerdo Michelle. Me convenciste. Quizás pueda encariñarme
de tu perrita algún día, de tu gatita jamás —dije, aún consternado, y
quise de nuevo manifestar mi inconformidad—. Pero… — Y entonces
me interrumpió.
—Tú nunca dices algo bonito si no va con un pero… ¿Pero qué
Uriel?
—Pero el nombre… ¿Por qué Fomi? Una cosa es que ames las
manualidades y te encante usar el fomi en todas tus obras “tan
perfectas”, pero otra es que le pongas así a tu perrita… pobrecita…
¿Qué dirán los otros perros cuando sepan su nombre? Se echarán a
reír a carcajadas seguramente. Fomi es un nombre demasiado raro.
Obviamente se dio cuenta de mi dosis de sarcasmo en todo lo que
dije. Debía haber adivinado como iba a refutarme eso.
—El fomi es más que solo el fomi. ¿No ves que fácil de trabajar y
moldear es? ¿No ves cuan amable se vuelve cuando quieres hacer
estas obras de arte que tú dices que son “perfectas”? Yo diría que lo
que es perfecto es el fomi, que no siente nada y siempre te da tantas
alegrías. Yo creo que los corazones de los perros están hechos de
Fomi. No importa lo que hagas con ellos siempre te devuelven algo
hermoso. Son amigos incondicionales. No tienen rencores. Los puedes
lastimar, pero ellos no dejan de amarte. Sabes, me encantaría al igual
que ellos tener un corazón así: un corazón de fomi, incapaz de sentir
dolor, pero fácil de darse a los demás y dejarse amar con tanta
docilidad.
—Bueno, viéndolo de esa manera quisiera tener un corazón de
fomi. Así no sentiría nada si algún día me lastimas.
No supe darme cuenta de la ingenuidad de mi broma. Mientras decía
eso mis ojos intentaban buscar los suyos, pero los de ella me
esquivaban. Sin mirarme, insistió:
—Sí, sin duda sería perfecto tener un corazón de fomi.

II
N adie podía dudar de la profunda devoción con que amé a Michelle.
Nadie excepto yo, hasta entonces. Siempre tuve la impresión de
que las cosas entre ambos no iban bien, pero nunca imaginé como
una posibilidad real que ella terminara conmigo, mucho menos que
saliera con otro tan solo una semana después. Los últimos días los
pasé reflexionando sobre todas las cosas que hice mal. El orgullo me
corroía. Mi depresión se debía más a la forma en que todo terminó, al
miedo que tenía de que al salir a las calles la gente hablara de mí y se
riera en mi cara. Por otro lado, podía encontrarme con personas que
me demostraran su lástima, haciendo aún más grande mi sufrimiento.
Todo eso podía explicar con suficiencia por qué no salía de mi casa.
Pero mi mayor temor era el verla a ella saliendo con él. No me creía
capaz de soportarlo. No iba a controlar mis reacciones y no sé qué
locura podía cometer si así sucedía. El ego lastimado de un hombre es
muy peligroso. Mi reflexión sobre el hecho de no haber soportado sus
acciones postreras a lo nuestro fue lo que me hizo dudar del amor que
decía tenerle. Más cuando fui a esa misa.
Ir a la iglesia no era algo que me agradara antes de estar con ella. Fue
ella quien me invitó la primera vez que pisé un templo. En mi familia
nunca me inculcaron la fe. Por el simple hecho de que ella me hiciera
frecuentarla hasta el punto de adquirir los sacramentos, bajo la
consigna de que algún día me serían necesarios si quería que nos
casáramos, todo lo que tenía que ver con Dios y con la iglesia me
hacía sentir peor en mi depresión. Si ese día había ido es porque a mi
mejor amigo se le murió su abuelo. Esa era la razón: mi amigo me
necesitaba. Aquel acto de caridad que surgió en medio de mi estado,
donde no importaba nada más que mi sufrimiento, fue el comienzo de
mi terapia. Pero como todo primer paso hacia la sanación, no resultó
nada fácil.
Me había aprendido los ritos de una misa por mis recientes charlas
para recibir los sacramentos y porque cada parte la asociaba con ella.
Toda vez que estuve a su lado me fijaba en sus comportamientos,
hasta en el detalle más mínimo, que me había dado cuenta de que ella
también tenía sus propios ritos. Desde el inicio, parecía adivinar al
sacerdote el momento exacto en que iba a hacer la señal de la cruz.
Luego deduje que eso siempre iba después de una antífona de
entrada. Pronto éramos dos los que iniciábamos la señal en el mismo
instante que el celebrante, un poco adelantados al resto. También noté
que antes de cada evangelio colocaba sus manos de una forma u otra
dependiendo de su estado. Si estaba en gracia, cosa que después
confirmaba si comulgaba, ponía sus manos adelante, como si formara
con ellas una pequeña canasta en la que recibía la “gracia”. Si en
cambio, no estaba en gracia, cosa que también confirmaba al
momento de la comunión, ponía sus manos detrás de su cuerpo, como
un gesto de sentirse “indigna” de la gracia. Siempre, después de la
consagración, momento en el que se ofrecían el pan y el vino para que
estos se convirtieran en el cuerpo y la sangre del Señor, se hacía una
oración. En esa oración ella se inclinaba levemente cuando se
mencionaba a la virgen María. Todo ello era signo de su devoción. Y
nada de esto ella me lo había explicado, sino que yo lo deduje de lo
que observara en sus gestos y de lo que aprendiera luego.
Pero entonces, cuando ella para mí era signo de traición y la
consideraba una mentirosa, alguien que no tenía corazón, una persona
que jugaba fácilmente con los sentimientos de otra y a quien le parecía
que podía hacer lo que quisiera por la vida; toda su religiosidad me
parecía una falacia. Estar en esa misa suponía un gran sacrificio, pues
cada cosa que pasaba evocaba su recuerdo, lo que me producía
nauseas. Sin embargo, resistí. Lo hacía por mi amigo. Volvieron mis
reflexiones, y me puse a pensar en que yo era más vil por juzgarla.
Fue entonces cuando me dije a mi mismo que no la amaba. Si la
hubiese amado hubiese respetado su libertad. Hubiese entendido que
yo no era su dueño y que ella tenía el derecho de tomar las decisiones
que consideraba convenientes para su felicidad. Y por mucho que me
hubiese dolido que pronto estuviera con otro, debía meditar sobre mí y
las cosas que no hice bien, y que permitieron que ella hiciera fácil el
proceso de olvidarme. ¿Quién era yo para juzgarla?
Aun así, la reflexión se detenía cuando el corazón volvía a dolerme.
Entonces se repetían los razonamientos que me llevaban a declararla
culpable, a odiarla, a querer incluso vengarme. Sin embargo, no tenía
fuerzas para ello. Sentía que aún la amaba y que quería estar a su
lado. Incluso llegué a pensar que no me importaría soportar a su perro
y a su gato juntos. Me preguntaba si había conseguido al perro. Pero
el hecho de que ella estuviera con otro, me dolía, lastimaba mi ego.
Nuevamente me declaraba vil por sentir dolor, no por su ausencia, sino
porque ella tenía un nuevo novio. Y en ese enfrentamiento de
pensamientos fui consumiendo el tiempo de la celebración hasta que
el sacerdote captó mi atención.
Empezó a hablar de cómo enfrentar los duelos y vivir los procesos de
pérdida. No solo habló de un duelo propio de alguien que había
experimentado la muerte de un familiar o conocido, sino también de
aquellos que sufrían pérdidas sentimentales, como rupturas de
noviazgo. Sentí que me hablaba directamente. Puso ejemplos de
personas que quieren llenar sus vacíos de distintas maneras. Y fue ahí
donde creí que adivinaba mis pensamientos, puesto que, ya formulaba
en mi mente planes para “vengarme” de Michelle buscando una nueva
relación, o varias chicas a la vez, de forma que ella supiera que no me
hacía falta. Al respecto, el sacerdote decía que no había que ser
dependientes de caricias de otros para sentirse completo, jugando con
las personas. En tono melodramático dijo una frase que me pareció
impactante, y con la cual me iría de aquel lugar como el aventurero
que vuelve a casa después de encontrar un tesoro escondido: “Si
quieres acariciar algo, consíguete una mascota”.
Entendí en ese momento que no estaba bien buscar una nueva
relación. Pero aquel ejemplo lleno de ironía era para mí algo muy
probable. Empecé a amortiguar los sufrimientos propios de una
depresión con la idea de adquirir una mascota. Al inicio me parecía
una locura, puesto que nunca había pensado en la posibilidad de
tenerla, pero luego aceptaba que era lo único sensato que podía
realizar en medio de la intención de superar mi dolor. Empecé a revisar
por todos los medios posibles los sitos adecuados donde uno podía
adoptar. En mi mente estaba claro qué era lo que quería. Los gatos no
terminaban de gustarme, cualquier otra opción era demasiado
complicada. Tenía que ser un perro.

III
L a hubieran
búsqueda no había dado resultados. Parecía que los perros se
extinguido, pero como eso era improbable, lo que pensé
es que la gente me los ocultaba a propósito. Estuve a punto de darme
por vencido, más cuando supe que mi abuelo se mudaría a vivir con
nosotros.
Don Aparicio era un señor que tenía más de ochenta años. La edad
exacta ni mi madre, que era su hija, la sabía. Supe por mis tías que el
señor la abandonó cuando tenía seis años. Fue hasta hace un tiempo
que ella lo conoció, lo perdonó y empezaron a vincularse más como
padre e hija. Al parecer, mi abuelo se había arrepentido de todos sus
pecados. La última desgracia que le había pasado es que se le quemó
su casa. Vivía solo. Su otra mujer había muerto y sus otros hijos se
habían mudado del país, sin que estos pudieran ayudarle a conseguir
una nueva casa. La medida era temporal y el abuelo pasaría con
nosotros un tiempo prudencial hasta que pudiera conseguir un nuevo
hogar. Había una especulación que sostenía que la casa se la habían
quemado a propósito por rivalidades políticas. Mi abuelo decía que
aquello lo ponía en riesgo si vivía solo pronto, así que pidió a mi madre
que lo recibiera en nuestra casa. Cuando lo vi no le dije abuelo. No lo
consideraba como tal.
El hecho de que él viviera con nosotros minimizaba las probabilidades
de que mis padres aceptaran mi decisión de adoptar un cachorro. A
diferencia de Michelle, en mi casa nunca tuvimos mascotas. Quizás
alguna vez mi madre tuvo conejos, pero no hubo pruebas de eso. Lo
que nos contaba al respecto es que se le murieron devorados por
hormigas. Desde entonces pensó que en la familia no era posible tener
animales, pues tenían un destino fatídico.
En otra ocasión recuerdo haber visitado a un amigo. El tenía una
tortuga a la que quería mucho. Aquella vez le pedí que me la prestara
un momento, y me pareció tan agradable acariciar su caparazón que
quise tener una. Sin embargo, Teddy, la tortuga de mi amigo, no sólo
se escondió de mí, sino que días después desapareció de su casa.
Nunca la encontraron. Como vivía cerca de un río, se pensó que la
tortuga usó esa vía como escape. Mi madre me culpó del hecho por
haberla tocado. Mi amigo también lo creyó, y desde entonces no me lo
ha perdonado.
¿Cómo pues se me había ocurrido adoptar un cachorro? Quise
arrancarme la idea de la mente, y pareció incluso que lo olvidaba,
hasta que Sonia, mi madre, invitó a una de sus amigas que vivía en la
ciudad contigua a la nuestra, y que se encontraba de paseo. De no ser
porque ella me pidió que le ayudara a atenderla, y que por ninguna
razón me encerrara en mi cuarto, yo hubiese proseguido con mi faena
depresiva. Estábamos en la sala, justo después de la cena, y cuando
mi madre se fue al cuarto de arriba, para arreglarle todo a la visita, que
esa noche se quedaba, empecé con doña Fátima una amena
conversación:
—Vaya, muchacho, eres ya todo un hombre. Aún recuerdo cuando
eras un pequeño. Te gustaba tanto contar chistes. ¿Por qué no me
cuentas uno?
—Me halaga mucho que me recuerde tan bien, y sobre todo mis
talentos, señora, pero ahora ya no cuento chistes. ¿Se reía usted
mucho con mis ocurrencias?
—¡Ni te lo imaginas! Eran carcajadas. No solo eras muy gracioso, sino
que eras un perfecto imitador y actor. Una vez, en medio de una de tus
anécdotas, en serio creí que te habías golpeado, que saqué de mi
bolso mi pomada para el dolor, y ya iba yo a asistirte cuando tu padre
me detuvo y me hizo esperar a que continuaras con el show.
—No hace mucho participé de una obra teatral en el instituto —dije
cuando la vi reír como si se acordara de qué trataba el chiste —.
Puede que no haya cambiado mucho, es solo que ahora ha habido
otras prioridades. En lugar de actuar, ahora escribo: obras de teatro,
comedias, dramas satíricos, alegorías e imitaciones.
Me pidió que le hablara sobre la obra en la que participé. Le hablé de
eso. Luego me pidió que contara un chiste. Recordé uno viejo. No se
rio mucho. Cuando noté que había fracasado, le dije:
—Lo siento, doña Fátima. Quizás es que no estoy en forma. La
próxima vez le prometo que será mejor.
—Lo que pasa, Fátima, es que mi hijo está en un mal momento
—interrumpió mi madre, mientras bajaba las escaleras. Al parecer
había estado escuchando la conversación. Desde que dijo eso,
presentí lo que seguiría. Mi madre era experta en contarle al mundo
mis males, dejándome siempre en ridículo —. Tenía una novia muy
bonita y ella lo cambió por otro. La amaba mucho. Es por esa razón
que ha pasado triste. Es imposible que te cuente ahora un buen chiste.
—No sea pendejo hombre, hay más mujeres por ahí —espetó don
Aparicio, que hasta el momento parecía concentrado en un periódico,
ajeno a la conversación.
—Eso que dice don Aparicio es verdad, hijo. No te vas a morir por una
mujer. Ya verás que pronto encontrarás otra —interrumpió mi padre,
Gadiel, que venía del cuarto, con su bata puesta ya dispuesto a irse a
dormir. Él sabía bien que cuando doña Fátima llegaba, mi madre se
desvelaba en pláticas nocturnas.
—No pasa nada —refuté yo—. Mi madre siempre exagera. Lo de mi ex
es una cosa que a cualquiera le pasa.
Cuando dije eso, al parecer mi madre rio. Doña Fátima parecía estar
atenta y con un gesto le indicó que no se burlara. Luego me habló a
mí:
—Hijo, si te duele, es normal. Aun si la amaste como si no, siempre
pasas por un proceso de recuperación. Te noté apagado desde que
vine. Tus ánimos decaídos me lo habían avisado. ¿Se te olvida que
tengo un hijo casi de tu edad? A él también ya le pasó. Pero no te
desanimes. Tienes que ocupar tu mente en otras cosas. Dime, ¿Has
pensado en algo?
—Nada, doña Fátima, bueno… sí… en algo… solo…
No pude seguir. Había olvidado que en la casa nadie estaría de
acuerdo con una mascota. Fátima insistió:
—Dilo hijo, no te lo quedes.
—Pensé en adoptar un cachorro. Cuidar a uno de ellos me ayudaría a
mantener mi mente ocupada.
Escuché la reacción de mis padres. Era la esperada. Mi madre rio
primero, y después soltó con toda la seriedad un «Estás loco». Siguió
a eso una lista interminable de razones para no permitir un perro en
casa. Mi padre guardó silencio. Doña Fátima me apoyó. Es más, dijo
que la idea le encantaba. La conversación giró en torno a que por el
hecho de que don Aparicio estaba en casa era inconcebible traer una
mascota. Después de una discusión sin aterrizaje, se decidió consultar
con el abuelo. Si él aceptaba, entonces ellos también. Lo que él dijo
fue: «A mí me gustan los perros». En mi corazón experimenté el deseo
de llamarlo por primera vez abuelo. Aquella expresión rudimentaria
donde me dijo “pendejo” parecía ahora llena de cariño. Él sí me
entendía.
Doña Fátima llamó a una sobrina que tenía una perra. Era madre
reciente de una camada. Después de consultar le confirmaron que aún
quedaba uno. Esa misma noche decidimos que cuando ella se
marchara, yo también me iría, para traerlo.

IV
A unque la lluvia era tempestuosa, ni doña Fátima ni yo sopesamos
la posibilidad de quedarnos en mi casa por más tiempo. No había
nada que nos pudiera doblegar el firme convencimiento de salir cuanto
antes. Nos abrigamos bien, nos pusimos botas adecuadas, nos
encapotamos y además llevamos una sombrilla. Las maletas estaban
forradas con plástico. Éramos un par de tercos dispuestos a brincar los
charcos que se formaron a lo largo del camino que nos llevaría a la
avenida donde podíamos tomar el primer bus hacia la terminal. Entre
anécdotas y risas doña Fátima volvió a verme complacida, como lo
hacía cuando era un pequeño. Hasta entonces yo no la recordaba,
pero cuando vi sus ojos brillando de esa manera, se esclareció mi
pasado infantil. No importó que ella usara lentes y que estuvieran
opacos y llenos de gotas diminutas de agua. Pude ver a través de sus
sentimientos el antiguo “yo” que había olvidado. La ilusión de encontrar
a mi futura mascota me inundaba de un renovado optimismo. Era mi
esperanza de salir de una situación triste en la que no quería
permanecer.
Más tarde, cuando ya viajábamos en el otro bus, que nos conducía
hacia su ciudad, a ella la dominó el sueño. Yo, que iba cerca de la
ventana, no pude dormir, y me pasé todo el viaje mirando el paisaje a
través no solo del cristal, si no del millón de gotas de agua que tan
velozmente caían. El cielo, totalmente gris, se precipitaba sobre las
montañas que se divisaban a lo lejos. Pero fueron esos los únicos
detalles que pude asimilar. Todo lo demás: casas, situaciones, carteles
empapados, personas bajo la lluvia, ríos, lagunas, matorrales, etc.; no
pasaron de ser detalles minúsculos. Eso se debió a que mi mente se
ocupaba de otra cosa. Me imaginaba qué tipo de cachorro podía ser
aquel. Ahora que de pronto me surgía la idea de tener mascota, me
daba cuenta de lo poco que sabía de ellas. Entre hacer apuestas
conmigo mismo sobre la raza del animal, también trataba de recordar
lo más importante de toda la información que había leído vorazmente
desde que me decidí por aquello. No había caído en la cuenta de que
leer tantas cosas me impedía ahora recordar las fundamentales. Debí
aprender algunas de memoria. Supuse que no tenía que ser tan
complicado y dejé que las cosas fluyeran. Pasé a pensar luego en el
nombre. Esta era la tarea más difícil. Pensaba en uno y en otro,
gustándome el primero mucho y luego el otro más, para terminar
afirmando que ninguno de los dos era bueno. Y así se repetía el ciclo
con otras dos opciones. Después del estresante ajetreo mental recordé
un detalle importante: no podía ponerle un nombre sin antes ver qué
tipo de animal era, su color, su tamaño, su carácter. Así pues, se
calmó todo aquello. A aquella calma mental se unió la calma exterior,
donde avistábamos la ciudad vecina y el ritmo de la lluvia disminuía
hasta convertirse en una suave brisa. Doña Fátima despertó y me dijo:
—¿Preparado para conocer a tu nueva mascota?
Yo no respondí. Solo pude darle una sonrisa. Tampoco ella me dio
tiempo de responder. Me habló de Mérida, su sobrina, y de su pequeña
hija Alondra, que tenía siete años y que era la verdadera amante de
los cachorros que venían en cada camada. Me confesó que la niña se
había negado a regalar al último de ellos, pero que Mérida la había
convencido. Pronto me orientó que debíamos prepararnos para bajar,
lo que hicimos en la siguiente parada. Doña Fátima vivía en las
periferias de la ciudad, y teníamos que esperar en aquel empalme un
bus que nos llevara a la ciudadela donde ella residía. No recordaba
cuando fue la última vez que tuve que usar tantos buses. Aquello me
generaba ansiedad. Mientras más cerca estábamos de su casa mayor
era mi preocupación por el nuevo reto a enfrentar.
Media hora más tarde y después de repetir los mismos procedimientos
para viajar, llegamos a Fuente Alondra, donde un muchacho nos
esperaba para ayudarnos con el equipaje.
—Te presento a Héctor, mi hijo —dijo ella.
—Mucho gusto —dijo él.
—Uriel, para servirte —respondí.
El muchacho se parecía mucho a ella, pero en tamaño éramos iguales.
Pronto me daría cuenta que en otras cosas también nos
asemejábamos. Esos días que pasé en el lugar fueron amenos, y logré
hacer amistad con él, platicando, entre otras cosas, de nuestras
decepciones amorosas. Con alguien tenía que hablar de eso.
El itinerario era el siguiente: terminar el día con su familia y seguir
hablando sobre obras de teatro, chistes y películas de comedia. En
todos sus tiempos de ocupación yo haría planes con su hijo, para
pasar el rato. Al día siguiente visitaríamos a su sobrina, que vivía a
unos dos kilómetros. Ahí conocería a mi nueva mascota. Ese trayecto
lo recorreríamos caminando mientras conocía la belleza natural de la
ciudadela, para entender por qué el nombre que le habían puesto.
Supuse que encontraríamos una fuente. Lo que si había confirmado ya
eran las alondras, que se miraban por todas partes. Habiendo llegado
a casa de Mérida, almorzaríamos allí para luego llevarme al cachorro a
casa de doña Fátima, pasar por mis cosas y regresar a mi ciudad, para
llegar de noche.
Como era de esperarse, esa noche no dormí. Al día siguiente tampoco
me interesaron mucho los detalles del lugar. A penas volví a ver la
fuente y tomé una foto porque mi madre me la había pedido. Llegamos
a la casa donde habitaba el cachorrito que iba a ser mío y mi corazón
palpitó de manera acelerada. Cuando nos abrieron la puerta pude ver
dos rostros que nunca olvidaré: una fatigada Mérida, con sus veinte y
tantos años de edad y su pequeña hija de siete años, Alondra, que se
llamaba así por evidentes razones. Alondra tenía en sus brazos un
perrito totalmente blanco, a penas más grande que sus delicadas
manitas. El perrito parecía dormido. Ni siquiera se inmutaba ante la
escena que quedó marcada en mis recuerdos. Alondra lloraba
inconsolablemente. Nos quedamos estremecidos por unos segundos.
Tuve que interrumpir el silencio del resto, sin ni siquiera saludar
correctamente:
—¿Porqué está llorando? —indagué, queriendo mostrar mi empatía.
—Caprichos de una niña de siete años —respondió Mérida. —No
quiere dejarla ir. Pero pasen por favor. Mucho gusto de conocerte.
Pase tía. Pasa Héctor.
No necesité hacer otra pregunta para saber que el perrito que Alondra
tenía en sus brazos era el que se iría conmigo. Una vez ubicados en la
sala de estar, Mérida llevó a su hija a la cocina, cuando volvió nos
contó las razones por las que su hija lloraba:
—Ya estaba convencida de dejar ir al cachorro, pero de pronto hoy se
ha puesto así. No te preocupes, Uriel, la cachorra tiene que irse
contigo.
—¿Cachorra? ¿Es hembra? —pregunté, totalmente consternado.
Pensé todo el tiempo que se trataba de un macho. Una hembra no
estaba en mis planes. De pronto parecía ver una escapatoria, pues
tuve miedo.
—Sí, una preciosa hembra —insistió Mérida.
—Mérida, es un gusto enorme saber que quiere regalarme al
cachorro… digo, cachorra. Pero si la niña no quiere regalarla no tengo
corazón para llevármela. Siento que quizás la considera parte de su
hogar —afirmé, y con esto creí que la desilusión se resolvería en un
par de segundos.
—Alondra sabe que no podemos conservarla, ya se lo he explicado.
Es solo que ella es así...
Alondra apareció en la sala cargando a la cachorrita blanquecina que
parecía un montoncito de nieve, interrumpiendo a Mérida, acercándose
a mí, y entregándome al animal. Se secó las lágrimas con su puño, me
clavó una mirada dramática, con la cual logró conmoverme. Estaba
preparada, con su fina y delicada voz quebrantada, para dirigirme unas
palabras o, mejor dicho, hacerme una pregunta:
—¿Me prometes que vas a cuidarla?
La escuché mientras la veía a los ojos. Luego vi a la cachorrita que
abría su boca, bostezando, y después me atrajeron sus ojitos negros,
con los cuales me dirigió una mirada aun más conmovedora, para
empezar a lamer mis manos con su humedecida lengua rosada. No
tuve otra opción más que responder a Alondra:
—Claro que sí, Alondra. Te lo prometo.
Todos rieron, la niña también lo hizo. Posterior al rato adorable vino la
información que me hiciera sentir dolor en las heridas aún no sanadas:
—Bueno —dijo Mérida—, entonces ya es toda tuya. El primer dato que
debes saber es que nació un cuatro de diciembre.
Todo mi ser se congeló. Aquella fecha no era cualquier fecha. Un
cuatro de diciembre le pedí a Michelle que fuera mi novia y ella aceptó.
Estaba en proceso de borrar de mi mente todo aquello, y mi nueva
mascota me lo recordaría cada mes. Mérida notó que me puse un
poco mal. Me preguntó si estaba bien. Le dije que sí, que solo se
trataba de un pequeño malestar, quizás por haberme mojado el día
anterior. Prosiguió con los datos. No todo quedaba ahí.
—Mira, aquí tienes su tarjeta. Ya está vacunada y desparasitada.
Casi me desmayo cuando vi el nombre de la cachorra. Esto si era
inevitable de esconder. Mérida fue por un vaso con agua, me dio de
beber de él. Luego me dio las explicaciones de aquello que recién
había leído:
—Como pudiste ver en la tarjeta, ya tiene nombre. La niña quiso
llamarla “Espumosa”. Su pelo blanquecino y su cuerpo redondo eran
suficientes razones para que se decidiera por ello. Tuve que
convencerla de que en inglés se escuchaba más bonito, por eso se
llama Foamy.
No podía creer que hubiera tantas coincidencias en un solo ser. Lo que
pensé que me rescataría de mi depresión llevaba dos signos
ineludibles del pasado que quería dejar atrás. La fecha de su
nacimiento era la misma del inicio de mi pasada relación. El nombre de
la perrita, aunque con una ligera variación en su escritura, era el
mismo que habría escogido Michelle. Pensé en Dios y le pregunté qué
quería conmigo. Era evidente que si quería evitar mi pasado debía
devolverla, decir que ya no podía llevarla. Pero ya había hecho una
promesa, y no cumplir una promesa me haría igual a Michelle, y eso
me parecía aun peor. Mérida volvió a hacerme preguntas:
—¿Estás bien Uriel? ¿No te gusta el nombre?
—No pasa nada —respondí. —Foamy es un lindo nombre. Foamy está
bien.

V
F oamy se miraba muy tranquila cada vez que estaba en mis brazos.
Con eso me transmitía su seguridad de llegar al lugar correcto. Ella
empezaba a ver en mí su hogar. Yo en cambio tenía temor. Cuanto
más tiempo pasaba cargándola mayor era mi miedo de no cuidarla
correctamente, o incluso de repudiarla, como repudiaba a Michelle. Era
inevitable para mí ver a Foamy y recordar a mi ex. Notaron fácilmente
que poco duraba en sostenerla y que la ponía en el piso para dejarla
correr y fingir jugar con ella hasta que la misma perrita encontraba otra
distracción. Pero en mí había una natural atracción que la hacía volver
pronto. No estaba listo para ella, pero empezó a suceder magia.
Después de que almorzamos en casa de Mérida, tomamos un café en
la sala de estar. Aquel momento pudo parecer uno más del montón,
pero fue el primer vínculo afectivo que su instinto le inspiró. Mientras
yo tomaba el café y participaba, entretanto, de la plática entablada, la
perrita observaba cada uno de mis movimientos. De reojo, ya un poco
incómodo por sentirme tan vigilado, notaba su esfuerzo para
concentrarse y no pestañear, cosa que no pudo evitar un par de veces.
Quizás ella ya evaluaba lo que le gustaba a su nuevo dueño, mientras
yo me resistía a lo que estaba sucediendo. Terminado el café nos
despedimos para volver a casa de doña Fátima. Pocas palabras
intercambiamos porque en el trayecto tuve que cargar a la perrita, lo
que me ponía ensimismado, sumido en pensamientos que iban y
venían, produciéndose una guerra que encontraba su propósito en
contrarrestar el fantasma de Michelle. Solo reí para mi mismo cuando
pensé en donde podía encontrar un manual para ahuyentar a los
fantasmas. Héctor y su mamá pensaron que sonreía por algo que vi en
Foamy, y comentaron algo así como «Ya empiezan a tener empatía».
La empatía aun no llegaba. Yo lo veía imposible, pero aquello que
parece imposible resulta ser fascinante cuando se vuelve posible.
Pasé por mis cosas, demostré mi sincero agradecimiento con los
anfitriones que me recibieron, y al ponerse el sol emprendí el viaje de
vuelta a casa. Justo entonces comenzó a llover. Busqué un lugar
cercano donde pudiera acampar mientras me ponía el capote que
llevaba guardado. Aunque tenía también una sombrilla desplegable en
la maleta, me era imposible usarla, pues con una mano llevaba el
equipaje y con la otra la cajita donde Foamy dormía, hasta que
empezó a llover. La primera cosa que descubrí de ella fue su miedo a
la lluvia. Empezó a chillar. Abrí la caja para observarla y entender qué
le pasaba. Vi que tiritaba, nerviosa. Cuando me vio se quiso lanzar a
mis brazos, parándose en dos patitas mientras acomodaba las otras
en el extremo superior de la caja, queriendo sacar su pequeña
cabecita. Le dirigí unas palabras cariñosas, y así pensé que le
transmitía seguridad. Tuve que volver a cerrar la caja y proseguir el
camino para no perder los buses que me iban a llevar, trasbordando, a
mi ciudad. En cada parada todas las personas pusieron especial
atención en mí, al escuchar los gemidos desesperados de la perrita.
Fue hasta en el último viaje, el más largo, que la saqué de la caja y la
puse entre mis brazos. Hasta entonces se calmó y se durmió
tranquilamente. Tímidamente le pedí que por favor no orinara, lo que
ella entendió, pues no lo hizo hasta que llegamos a casa. Todo el
trayecto que la llevé así sirvió para que en mí surgiera afecto. Desde
entonces creo firmemente que la lluvia trae consigo magia.
El cariño fue creciendo a medida que iba compartiendo con ella. Pero
eso sólo significó que la guerra entre sentimientos encontrados se
volviera más intensa. Foamy quizás nunca entendió mis problemas de
bipolaridad. Tuvo que aprender a soportar que la tomara entre mis
brazos y que luego le abandonara en la cajita que puse en mi cuarto,
donde la cuidaba mientras crecía; que jugara con ella y que luego le
gritara para que se alejara y me dejara solo.
Hice muchos intentos para que obedeciera por otro nombre, queriendo
resolver así el problema de mis recuerdos, aquellos que contaminaban
a mi nueva mascota. Todos fueron frustrados, puesto que, por mucho
que insistiera, ni Foamy era capaz de hacer caso por otro nombre, ni el
fantasma de Michelle se disipaba con aquello. No me quedaba de otra
más que resignarme. Además, el propio ajetreo que abarcaba su
cuidado me llevó a darme cuenta que había cosas mucho más
importantes.
No tuve noches tranquilas durante 15 días. Foamy solo podía dormir si
yo estaba cerca. Cuando llovía, las cosas eran peores. Dejé que
durmiera a mis pies, sobre la cama, un par de días, pero al encontrar
las sábanas mojadas, y no precisamente por la lluvia, y tener que
cambiarlas antes de tiempo, volví a ponerla en su caja. Dejaba para
ella siempre lo necesario, pero ninguna noche fue sencilla. Puse la
caja a los pies de la cama, donde ella pudiera verme, y así logré que
tardara menos en dormirse, hasta que un día desperté de pronto y
providencialmente porque mi almohada había caído sobre la caja y le
estaba quitando el aire. Casi se ahoga. Tuve que soportar que llorara
las siguientes noches, cuando ya solo podía verme si sacaba su
cabeza de la caja. Muchas noches lo último que vi antes de dormirme
fue su carita y sus dos patitas que sobresalían de su pequeña cárcel.
Entendí que ella comprendería que debía dormirse después de que yo
lo hiciera. Sin embargo, tenía que vérmelas con mis padres,
especialmente con mi mamá, que me hacían sentir, con sus reproches
y gestos de inconformidad, arrepentimiento por la decisión que había
tomado. Algo en mi corazón me decía que mi historia con Foamy
tendría que enfrentar muchas dificultades. La primera llegó pronto.
Más noches de desvelo vinieron después de que la perrita enfermara.
Diversos síntomas aparecieron hasta que el más agraviante de todos,
la diarrea, hizo saltar las alarmas. Quizás reaccioné tarde, puede que
fuera por mi poca experiencia, o por mi bipolaridad. Acaso hasta pensé
en que si la perrita moría todo se solucionaría, pero el corazón me
llevó a realizar un acto de amor que jamás pensé que sería necesario.
La llevé al veterinario, guardada en otra cajita. Puse muchos
periódicos en la base para que su diarrea no hiciera estragos conmigo.
El camino fue complicado, pues pensé de pronto que había muerto.
Cuando vi sus ojos que me miraban con ternura entendí que no debía
dejarla morir, que tenía que luchar por ella, pero temía que fuera muy
tarde. Me hacía muchas preguntas, me culpaba por mis actitudes,
indagaba cuales habían sido mis fallas en su alimentación. Pensé que
todas las veces que le di leche fueron equívocas. Pero las cosas iban
más allá.
El veterinario la revisó. Su rostro evidenciaba cierto cansancio, quizás
aburrido por la rutina, que amenazaba con quitarle su vocación,
poniendo hastío en sus actos. Me pidió la tarjeta de vacunación. La
observó incrédulo, frunciendo el ceño, mostrando, incipiente, una
desesperación por salir del paso.
—Tu cachorra tiene un virus mortal —avisó, sin miramientos. Al notar
mi turbación retomó la palabra —. Aquí dice que fue vacunada, pero,
¿Estás seguro de que la vacunaron?
—No lo sé, doctor —respondí —. Cuando la adquirí ya había sido
vacunada.
—Comprendo —dijo él, y prosiguió: —Puede ser que el veterinario
atendió a la camada completa y por error o por negligencia, no los
haya vacunado a todos, y puso en las tarjetas que sí lo hizo. Tu perrita
no fue vacunada.
—¿Vivirá? —indagué, consternado.
—Le pondré una inyección que hará que se acelere su diarrea, para
que te prepares. Perderá mucha sangre. Pondré también un
vitamínico, pero, hijo, es tarde. No se te salvará. Si resiste un día, es
mucho. Lleva un suero y dáselo en pacha.
Me quedé en silencio. Una lágrima corrió por mis mejillas. El
veterinario le puso las dos vacunas, una después de la otra, ante lo
cual Foamy no se inmutó. Ella nunca dejó de observarme, siempre
buscó mi rostro. Quizás sentía que, si se iba, se aseguraría de
amarme hasta el final, con un amor natural que nace de las mascotas.
Inmediatamente después de las vacunas el doctor me la entregó y me
dijo:
—Llévatela rápido.
Solo la tomé, di media vuelta para salir de la veterinaria, y Foamy
empezó a desangrarse. Poco hubieran servido los periódicos aun
poniéndola rápido en su caja. Escuché algunas expresiones de
asombro de la gente en derredor, observé el piso manchándose por la
sangre a medida que avanzaba, mientras aceleraba el paso. Mis
zapatos, que eran blancos, también se pintaron de rojo. Salí del local,
avancé unos cuantos metros más, y el flujo se detuvo. Guardé a la
perrita en su caja, y por primera vez noté su pérdida de peso. Me senté
en una grada saliente de una casa próxima, y antes de cerrar la caja la
miré. Ella también me miró, con sus ojos grandes, negros, húmedos,
queriendo vivir. Creí escuchar una voz subconsciente que me decía:
«Sálvame». Yo le dije en voz alta, para que me escuchara:
—No vas a morir, Foamy. Vas a vivir. Vamos a salir de ésta. Te lo
prometo.
Recién había dicho aquello cuando recordé la promesa que una vez
me hizo Michelle, después de que nuestra relación estuvo a punto de
terminar por primera vez: «Saldremos de ésta, Uriel, siempre
estaremos juntos. Te lo prometo».

VI
L os últimos días de febrero de aquel año se esfumaron rápidamente.
Siempre supe teóricamente que se trataba del mes con menos
días, pero nunca lo había experimentado, hasta que sentí que esos
días se desvanecieron en un abrir y cerrar de ojos. Quizás cuidar a un
cachorro hacía que los días tuvieran menos horas, o que las horas
tuvieran menos minutos, o que los minutos tuvieran menos segundos.
Sé que nada de lo que pensaba para entonces era lógico, pero no era
para menos. Deliraba por la falta de reposo. Me desvelé noches
enteras después de aquella visita al veterinario.
Para toda mi familia algo raro estaba pasando. Aunque muy poca
atención le pusieran a Foamy, que ni supieron de su enfermedad, ni de
cuando fui y regresé de la clínica para mascotas, lograron percatarse
de que algo raro pasaba en casa. Supieron distinguir entre el silencio
incómodo que se produjo cuando caí en depresión y el silencio nuevo,
sin los chillidos nocturnos de la mascota recién adoptada. Hasta yo
extrañaba el ruido de aquel llanto incesante que evidenciaba el apego
que Foamy había desarrollado hacia mí. Pero ahora era silencio. Para
mi familia era silencio y calma, para mí no.
Foamy no murió, solo dejó de expresarse de aquel modo. Su única
manera de decir palabras era construir poemas con su mirada. Desde
aquella noche que la llevé de nuevo a casa empecé a estar pendiente
de ella, sin dormir ni un momento, hasta lograr que bebiera toda la
dosis de suero necesaria. Lo bebía lentamente, como tenía que ser,
pero sólo porque la cargaba en mis brazos y se lo suministraba cual si
fuera un bebé recién nacido. Dirigí a ella muchas palabras de ánimo.
Le pedí constantemente que no se rindiera, que luchara por su vida,
que la quería más tiempo conmigo. Le repetía la promesa hecha. Ella
parecía entenderme, pues realizaba esfuerzos por beber de aquello
que, con un amor que nunca antes sentí, le daba. Sólo podía dormir un
poco más de una hora cuando ella se lo había terminado. La ansiedad
hacía que me despertara para ir a verla nuevamente. Después de tres
días Foamy seguía con vida, y el pronóstico de aquel veterinario había
quedado en ridículo. Empecé a alimentar esperanzas.
Pero, cuando uno crece en una virtud, poco tiempo pasa para que
aparezcan cosas que la ponen a prueba. Mi madre apareció en mi
cuarto pasada ya una semana, preocupada por aquel silencio nuevo,
en respuesta a la curiosidad que la embargaba, y queriendo conocer
aquello que desconocía. Cuando me vio con la perrita entre mis
brazos, me dirigió una mirada escéptica y vaticinó un eminente final:
—Esa perra se te va a morir. Está muy triste y la luz de sus ojos se
está apagando. Te lo dije: en este hogar no estamos hechos para las
mascotas. Pudiste ahorrarle este sufrimiento si no la hubieras traído a
casa.
—Basta, mamá —respondí—. Si no vas a ayudarme mejor no vengas
a decirme “cosas”. Yo sí veo, como no lo ves tú, que sus ojos están
con más brillo que ayer. Lamento decirte que tu pronóstico quedará en
ridículo, como el del veterinario.
—¿Fuiste ya al veterinario?
—¿Lo ves? ni cuenta te has dado. Fui la semana pasada y el
veterinario me dijo que, si resistía 24 horas, era mucho. Pues ya lo
ves, le he estado administrando suero y lleva siete días resistiendo. Sé
que vivirá.
—Ahora entiendo —dijo ella, insensible ante lo que veía—, en qué has
estado gastando el dinero que te da tu padre. Todo en vano. Tu perra
al fin, va a morir. Mírala, es evidente. Ningún animal sobrevive en esta
casa. Quisiera que fuera diferente, pero las cosas son así. Preocúpate
mejor por tu regreso a clases. Ya casi entramos a marzo.
—Madre —insistí, exasperado —, no es mi culpa que la perrita esté
mal. No estaba vacunada. Yo me encargaré de demostrarte cómo si
sobrevive un animal en esta casa. Vete, por favor, déjame en paz.
Mi madre salió del cuarto vociferando. Decía, entre otras cosas, que yo
estaba quedando loco, que cuidaba de un perro como si fuera un
bebé, que debía buscarme ayuda sicológica. Pensé, en respuesta, que
mi terapia era la amistad con Foamy. Aquello no me hizo perder la
esperanza, sino que me dio la fe para continuar. Le hablé, como solía
hacerlo a menudo, a la perrita:
—Yo te quiero conmigo Foamy. Eres ya mi mejor amiga. No te vas a
morir.
Por un momento pensé en que mi mamá tenía razón al recordarme
que en marzo volvería a la universidad, para empezar mi segundo año
de la carrera. Entonces me preocupé de que, en mi ausencia, nadie la
cuidaría. Eso me hizo agregar unas palabras a lo que le estaba
diciendo:
—No te rindas, pequeña, recupérate pronto.
Poco a poco, como si me obedeciese, Foamy empezó a caminar más,
aunque lentamente. Todavía no corría. Sus fuerzas a penas le
ayudaban a sostenerse en pie, pero se notó una evidente
recuperación. Volví a visitar al veterinario, quien sorprendido me felicitó
por el esfuerzo desplegado. Yo no sabía cómo era posible tener tanto
amor a un animal, hasta entonces, y aprendí que el amor es
reconstructor y sanador, y que quizás Foamy aún vivía porque se sintió
amada. Pudo haber muerto, pero decidió luchar. Quizás yo no veía
respuesta de su parte, o talvez pensaba que no quería vivir, pero lo
que ahora entendía es que requirió de todas las fuerzas que le
quedaban para seguirse alimentando. El veterinario le inyectó
nuevamente. Ahora solo eran vitaminas. Después de darme ciertas
instrucciones me pidió que siguiera atento a su evolución y le
informara de su progreso. Ahora sus palabras no eran negativas, si no
que me presentaba un panorama lleno de luz. Aquello me dio miedo,
pues ya no creía en sus pronósticos, pero duró el sentimiento lo que lo
permitió uno nuevo: el de la satisfacción de reconocer que, si algo
había hecho quedar mal al veterinario y próximamente a mi mamá,
había sido la reciprocidad de amor que se gestaba entre la cachorrita y
yo.
Foamy empezó a comer, y muy pronto a trotar. A inicios de marzo ya
estaba totalmente repuesta. Aquellas vacaciones se habían anunciado
como las peores, puesto que pensaba que superar a Michelle me sería
imposible, pero se convirtieron en las mejores porque fueron las
vacaciones en las que conocí a la mejor amiga que he tenido en la
vida, que estuvo a punto de morir, pero que se salvó. Fueron aquellas
las vacaciones de un milagro. El 4 de febrero no recordé que cumplía
mes, porque la fecha, evidentemente, me era repudiable. El 4 de
marzo hice a un lado mis recuerdos de Michelle para celebrar los 3
meses de Foamy, que hasta parecía ya más grande. Compré una
pequeña torta con un baño delgado, e hice una excepción en mi
estricto plan alimenticio para la cachorra. Era necesario, puesto que no
todos los días se celebraba un nuevo mes de vida. Más ahora que ella
tenía vida, cuando semanas atrás parecía apagarse la luz de su
existencia. Aquel día supe una nueva cosa de Foamy: le encantaba el
pan. Su apetito de pronto pareció ser el de un león por la forma en que
devoró su torta. Desde entonces consideré, en cada mes, romper el
esquema de su plan nutricional.

VII
V olví a relacionarme con Hamilton un día antes de ir a clases. Me
refiero a mi mejor amigo, a quien se le había muerto su abuelo
recientemente y por quien volví a pisar una iglesia. Nos conocimos
desde la primaria y desde entonces siempre fuimos al mismo colegio,
instituto y ahora universidad. Aquella noche vino a mi casa para revisar
todos los detalles previos al nuevo semestre. Cuando bajé las
escaleras noté que se asustaba por dos razones: la primera era verme
con un semblante completamente distinto al de la última vez que nos
vimos, y la segunda era que escuchaba el chillido de Foamy,
totalmente novedoso para él. Foamy siempre lo hacía cuando me
alejaba. Mi madre, aun incrédula por lo de la perrita, me sermoneaba
cada vez que eso pasaba, para que yo de una vez por todas educara a
mi mascota.
—¿Son ideas mías o tienes un cachorro en tu cuarto? —indagó
Hamilton.
—Wow —respondí —. Eres mi mejor amigo y hasta ahora lo sabes.
—Algo de ello me comentó Bryan.
Bryan era uno de mis vecinos, aquel al que una vez se le escapó su
tortuga llamada Teddy. Aunque aún no me perdonaba aquello de lo
que me consideraba el culpable, y ya que coincidimos en las clases de
la universidad, improvisamos una nueva manera de relacionarnos,
haciendo a un lado aquel suceso.
—Pero ahora que soy testigo —continuó Hamilton—, me parece como
si no me lo hubieran dicho. El gran Uriel, quien siempre se quejó de las
mascotas de Michelle, ahora tiene un perro.
—Ni me la recuerdes —imploré. Aunque Foamy era un recordatorio
constante de ella, que me la mencionara otra persona era impasable.
—Bueno, no te hablo más de ella, pero para terminar con esto de tu
perrita, sólo cuídala de Bryan. Dijo que un día se vengaría de lo que
pasó con su tortuga. Conociendo a su familia, creo que la venganza
fácilmente podría fraguarse.
—¿Y eso por qué? —pregunté, confundido—. ¿Quieres asustarme?
No creo que Bryan sea capaz de vengarse.
—Pues su tío trabaja en un zoológico. A Bryan no le vendrían mal un
dinerito extra y dar por perdido a tu cachorro —insistió él.
—Deja de hablar de eso —dije—. En un zoológico no exhiben perros.
Cambiemos de tema.
Mi amigo sonrió maliciosamente. Lo conocía y sabía que ese gesto era
la firma que garantizaba su satisfacción después de una buena broma.
Era común en él mofarse por todo. Y como yo tenía con él, antes de lo
que me pasó con Michelle, tan buen humor, siempre le respondía de la
misma manera. Proseguimos a hablar de lo que nos interesaba y
quedamos en que pasaría por mí antes de las 8, después de Bryan,
para irnos como siempre, juntos a la universidad.
Mi primer día de clases fue tan sencillo y agradable como comerse un
flan. Lo único que me perturbó fue el recuerdo de mi mascota. Podía
dejarla en mi cuarto porque aún estaba pequeña. Temí encontrar a mi
regreso que hubiera hecho sus necesidades dentro. Yo siempre la
sacaba al patio un tiempo, para que hiciera lo que tenía que hacer,
pero siempre con mi supervisión. Sin estar en la casa mi miedo era el
trato que pudiera recibir de mi familia. Y así transcurrió un mes hasta
que la perrita se puso lo suficientemente grande como para tener su
propia casa en el patio. La construí en un fin de semana. Para
entonces Foamy ya demostraba ser una cachorrita intrépida y
juguetona, llena de un espíritu explorador y atrevido. Deduje que
faltaba poco para que empezara a romper las reglas del hogar, cosa
que hizo pronto.
Mis clases eran por la mañana. Solo necesitaba que Foamy se portara
bien en ese lapso. Por las tardes yo me encargaría de todo lo demás.
Pero, siempre que volvía, recibía reclamos de mis padres por una
nueva travesura, y siempre había algo que reparar, algo por lo que
responder y explicaciones que tenía que dar. Tuve que reponer a mi
madre un par de zapatos y a mi papá sus adoradas pantuflas más de
una vez; reparar el cable de la plancha, o del equipo de sonido, que
habían sido masticados y dañados; y muchas otras cosas más. Como
si supiese de quien eran las cosas, Foamy nunca me dañó nada. Todo
lo contrario, conmigo siempre se portó como un ángel. Nunca se
apartaba de mi lado. Cuando estaba en la mesa haciendo alguna que
otra tarea, o dedicaba minutos a escribir guiones, ella siempre estuvo a
mis pies. Recuerdo que más de una vez se me caía uno de los
lapiceros. Ella siempre los recogía y los devolvía a mis manos sin que
yo se lo pidiera. Foamy comprendió lo mucho que me gustaba escribir.
Cuando me dedicaba a los guiones, lo hacía con toda la pasión del
planeta. Usaba hasta 10 colores distintos de lápices, pues cada
personaje tenía que identificarse fácilmente en mis letras. Eso explica
porqué era común que alguno de ellos se cayera de la mesa, y que
una de las tareas más asiduas de mi perrita fuera aquella de recoger
los lapiceros y devolvérmelos con su hocico. Lo hacía, además, con
evidente placer, pues también permanecía atenta a mis
interpretaciones del guion, las cuales hacía en voz alta como una
técnica de revisión inmediata. Ella mostraba su interés en ser parte de
la obra cuando, sin pedírselo, hacía un casting ladrando y aullando
cuando alguna de mis líneas le emocionaba. Aquel pasatiempo, que
era mi favorito, se tornó un evento especial de cada día, logrando así
que un simple lápiz se convirtiera en uno de nuestros símbolos más
preciados de amistad.
Una semana Hamilton enfermó, por lo que tuve que irme caminando a
la universidad. Poco había avanzado para alejarme del hogar cuando,
sin saber como hizo para escaparse, Foamy me perseguía. Le exigí,
con gritos, que volviera a casa. Hacía el ademán de regresarse, pero
recién le daba le espalda, ella volvía a seguirme. La tuve que tomar y
regresarla a casa. Me aseguré de cerrar todas las puertas y confié en
que de ninguna forma podía salir. Proseguí el camino confiado en que
lo recorría solo, después de que ya bien avanzado volví mi mirada
hacia atrás y no vi rastros de ella. Sin embargo, cuando me detuve en
la entrada de la universidad, escuché que unas chicas hablaban de un
perro muy bonito, mencionando sus características. Era Foamy, que
había seguido mi rastro. Hablé con ella para pedirle que regresara,
pero como era de esperarse, no obedeció. Entré a la universidad y
desde el otro lado del portón le volví a pedir que se marchara. No hizo
caso. Después de varios intentos fallidos decidí entrar al recinto y
dejarla ahí, pensando que se aburriría y que encontraría la manera de
regresar. Cuando terminé mi turno, y me dispuse a volver a casa, me
encontré con que Foamy seguía ahí. Movió la cola alegremente
cuando me vio. Comprendí que su nivel de apego era muy grande. El
portero me dirigió las siguientes palabras:
—Te ayudé a cuidar a tu cachorro esta vez, pero no me pagan por eso.
Trata de que no te siga mañana, ni ningún otro día, porque es muy
probable que te lo roben si continúa viniendo.
—Muchas gracias, señor—dije, mostrando mi entero agradecimiento.
Cuando comenté en casa lo sucedido, mis padres aprovecharon la
ocasión para decirme que el cuidado de un perro era complejo y que
Foamy me daría muchos problemas, más si se acostumbraba a vagar.
Para ellos lo que la perrita había hecho era eso, vagar. Para mí era un
gesto de apego, cariño y lealtad. Sin embargo, estaba consciente de
que no podía exponerla. Como si adivinara mis pensamientos, mi
abuelo se acercó, y puso su mano arrugada y suave en mi hombro.
Sentí no solo la calidez de su gesto, sino también el olor a cigarro, que
provenía de su boca, con la cual se disponía a hablar.
—Mire pendejo, usted no está solo en esta casa. Cuenta conmigo. Yo
me encargaré de la perra mientras usted ande en clases. Recuerde
que yo di mi consentimiento para que la adoptara, ahora me deja hacer
mi parte.
El anciano parecía siempre resuelto a hacer las cosas tal y como le
pareciesen bien. Consideraba yo una insolencia pedirle que me
apoyara con el cuidado del animal, más cuando no tenía la confianza
que se supone debía tenerle, solo por el hecho de ser mi abuelo. Su
oferta me parecía más que providencial, llena de mucho cariño.
Aquello me hizo responderle con mucha confianza y acorde a mi
manera de decir las cosas, que él ya bien conocía:
—Bueno viejo, ya que has comprendido que la perrita es como una
hija para mí, te dejo que me ayudes. Es más, ya era hora que el
bisabuelo se encargara de la bisnieta. Gracias de verdad.
Y aquella fue la primera vez que le di un abrazo a don Aparicio. El
último abrazo que di con tanta devoción se lo había dedicado a
Michelle, y ahora por causa de un animalito que llevaba por nombre
uno que me la recordaba siempre, volvía a abrir mi corazón a una
persona. Foamy, que estaba presente, pareció unirse a mí, y entender
que el abuelo era alguien a quien se debía querer. Desde entonces
empecé a ser testigo de como Foamy compartía su cariño con otra
persona. Jamás imaginé las consecuencias de aquella nueva amistad.
Un domingo, días después de que mi abuelo se empezara a ocupar de
ella por las mañanas, busqué a la cachorra por todos los rincones de la
casa, sin éxito. Había desaparecido.

VIII
C ada domingo era Foamy quien se encargaba de levantarme. No era
una tarea difícil para ella subir hasta mi dormitorio. A mis padres
nunca llegó a agradarles aquel animalito, pero después de ver a mi
abuelo cuidando de él en mi ausencia, se habían resignado a su libre
movilización por cada rincón de la casa.
Pero a la motivación de verme y alegrarse con la noticia de que yo
seguía vivo, se unió otra razón para querer despertarme. Lo que
pasaba era que yo me levantaba muy tarde, considerando aquel sueño
sagrado, y que por ello desayunaba después de las diez. Como el
almuerzo era un poco después de las doce, no me convenía comer
mucho, para poder disfrutar de los manjares que preparaba mi madre.
Entonces yo comía por las mañanas pan, con café, por supuesto. Un
detalle importante que debo aclarar es que a mis padres no les
gustaba el café, por lo que nunca había disponible. Compraba mis
propios sobres de café instantáneo, y lo preparaba yo mismo. Tomaba
todas las mañanas mi taza favorita, una negra sublimada, la lavaba
con sumo cuidado y luego vertía agua en ella hasta llenarla. Esa
cantidad de agua que alcanzaba en la taza era la que ponía a calentar.
Tomaba aquella medida pensando en la rapidez de mis
procedimientos. Mientras el agua calentaba, echaba en la taza el café,
el azúcar y en ocasiones un poco de leche en polvo, dependiendo del
pan que me iba a comer. Si era pan dulce lo hacía sin leche, si era pan
simple con margarina y mayonesa, añadía la leche. Luego batía
constantemente agregando unas gotitas de agua, para que se hiciera
una mezcla viscosa, muy parecida a la melcocha. Dejaba de batir
cuando el sonido peculiar de la cocina me indicaba que el agua estaba
lo suficientemente caliente. Vertía el agua poco a poco y seguía
batiendo, con lo que lograba que una espuma blanquecina se
desbordara. La espuma se elevaba mientras la taza cambiaba de
color, dejando ver un dibujito de Coraje, el perro cobarde. La había
pedido así cuando la compré porque Coraje era el único animal
doméstico que me había agradado en mi niñez. Tomar en aquella taza
era un acto casi religioso. Ese café tan espumoso como el pelaje de mi
perrita era especial, no solo por ser una vez a la semana, sino también
por representar un vínculo más con Foamy.
La ocasión en que me vio tomar café en casa de Mérida, día en que
descubrió lo primero que me gustaba, quizás notó el placer que me
causaba. Pero cuando se dio cuenta que hacer café significaba que
había pan, Foamy también amó el café, aunque ella no tomara. Se
ponía desbordante de alegría desde que me veía coger la taza, y su
alegría solo iba en aumento con cada actividad que hacía. Era chistoso
ver como daba saltos de emoción cuando batía la mezcla en mi taza.
Ella no veía el pan, pero ya lo imaginaba. Lógicamente que cuando
terminaba de desayunar, compartía con ella lo que quedaba. En
ocasiones se lo daba mientras comía, por lo que fui el culpable de que
ella se pusiera cerca de la mesa cada vez que alguien la usaba.
Pero fue precisamente eso lo que me hizo darme cuenta de que ella
no estaba en casa. ¿Cómo era posible que no estuviera aquel día, que
no me hubiera despertado? Cuando me dispuse a ver la hora eran ya
casi las once de la mañana y al notar su ausencia, salí desesperado a
buscarla en cada rincón del patio y de la casa. Temía primero que
estuviera enferma, y luego que se hubiese escapado. Al no encontrarla
dentro y descartar la primera opción, pensé en que las posibilidades de
que ella se fuera estando yo en casa eran mínimas, debido al apego
que me tenía. Puesto que solo quedaba una solución, fui a buscar al
abuelo, pero tampoco lo encontré. Cuando pregunté por él a mis
padres supe lo que estaba pasando:
—Buenos días Uriel —saludó mi padre —. Al parecer tu abuelo ha
resuelto sus problemas, está volviendo a salir a las calles, sin temor
alguno.
—¿Salir a las calles? ¿Dónde puede estar a esta hora? —indagué.
—Se fue a misa —intervino mi madre.
—¿Y Foamy se fue con él? —pregunté, tratando de llegar al punto.
—Hasta tu perra es más espiritual que tú, Uriel, ella va a misa y tú no.
Al menos nosotros estamos descansando de ella —contestó mi madre,
con su típica ironía al hablar.
“¿Acaso mi abuelo le habrá ofrecido un pan para llevársela?” fue la
pregunta que me hice en mi interior, mientras seguía desconcertado,
incrédulo. Admito que sentí celos de que Foamy estuviera apegándose
a don Aparicio. Fue entonces cuando me di cuenta de lo mucho que la
quería.
Pasaron los meses y Foamy siguió yendo a misa con el abuelo cada
domingo, y empecé a sentirme solo cada vez que hacía mi café. No
tardé mucho en decidir levantarme más temprano, para ver si prefería
quedarse conmigo si me veía despierto. Pero eso no pasó. Tuve que
conformarme con adelantar la hora del desayuno y dejarla ir a la
Iglesia habiendo comido su pan.
En una ocasión mi abuelo me dijo: «Algún día tendrás que ser tú quien
la lleve». Aunque no le hice caso, la afirmación siguió viviendo en mi
mente, debilitada por mi egocentrismo y por mi repulsión hacia todo
aquello que me evocara el recuerdo de Michelle. Era demasiado
pensar que por mi mascota tuviera que enfrentar todo eso. Con la
esperanza de que sus palabras morirían, traté de ser indiferente a lo
que sucedía, hasta que lo que sucedió fue malo.
Un domingo Foamy volvió a casa sin mi abuelo. La vimos actuar como
nunca antes lo había hecho, y no ver a don Aparicio hizo que se
encendieran las alarmas. La perra empezó a morder mi pantalón,
halándome, como queriendo llevarme hacia algún lugar. Entendimos
que nos quería conducir a donde estaba el abuelo. Dejamos que nos
guiara y la seguimos, hasta que encontramos al señor en un callejón,
tirado en el suelo, golpeado. Cuando volví a ver a Foamy noté que ella
tenía una herida. Seguramente había intentado defenderlo. A don
Aparicio lo habían asaltado.
Después de que el abuelo se curó de todos los golpes, decidió
firmemente no volver a salir. Al parecer los culpables eran los mismos
que una vez se encargaron de quemar su casa. En la familia se seguía
conjeturando que las razones de aquella enemistad eran políticas.
Después de que don Aparicio ya estaba recuperado, pensé que todo lo
malo traía algo bueno en la maleta, y aquello que imaginé bueno era
que volvería a levantarme tarde los domingos y cuando lo hiciera
Foamy iba a estar de nuevo ahí, lamiendo mi rostro con su tersa
lengua. Pero al domingo siguiente tampoco estaba. Inmediatamente
me fui a buscar al abuelo a su cuarto. Él no había salido.
—Pensé que estaba contigo —dijo —. No la he visto.
Me alisté lo más rápido que pude para salir a buscarla. No me había
percatado de la hora, pues aquel día confiaba en que volvería a
levantarme tarde y quien me levantaría iba a ser Foamy. Eran más de
las once. Cuando atravesé la puerta de la casa, saliendo de la misma,
a la distancia pude ver un bultito blanco que corría y saltaba alrededor
de una señora. Reconocí a mi mascota. Me puse en mitad de la calle y
grité su nombre. La cachorrita salió corriendo hacia mi encuentro, y
ladraba emocionada. Me parecieron eternos los segundos que
pasaron, pero cuando la tuve en mis brazos sentí un enternecimiento
indescriptible. Perderla por minutos era algo a lo que no me había
acostumbrado. Ella saltó sobre mí y no paró de pasar su lengua por mi
rostro. Unos minutos después me habló la señora con quien Foamy
venía, que se había acercado ya lo suficiente para hacerlo:
—Perdona Uriel. No me percaté de que la perrita me seguía hasta ya
muy adelante en el camino. La cuidé por ti y por tu abuelo.
La señora que me hablaba era la madre de Bryan. Su nombre era
Sandra. Por concentrarme en la perrita no la había reconocido. Pero
aun conociendo a esta señora tan bien, me seguía siendo un misterio
el hecho de que Foamy estuviera con ella.
—Buenos días, doña Sandra. Le agradezco que la cuidara. Sin
embargo, me parece inexplicable que Foamy se fuera con usted.
—Pero tiene explicación, hijo. Al menos eso creo. Creo que a tu
cachorrita le gusta mucho ir a misa.
Volver a escuchar aquello me producía una sensación difícil de
explicar. Era agridulce, pero de pronto muy amargo. Michelle
empezaba con M. Misa empezaba con M. No me agradaban aquellas
coincidencias. El lector conoce ya de lo que le estoy hablando.
—¿Y cómo es que Foamy podía saber que usted se dirigía a la
Iglesia? —indagué, incrédulo y consternado.
—Bueno, ella iba con tu abuelo antes—contestó, y prosiguió con
palabras que me dejarían meditando—. Todas las veces que fue me
vio por allá. Supongo que ella intuyó que hacia allá me dirigía. ¿Sabes,
Uriel? No todas las cosas en esta vida se entienden. Yo tampoco me
explico como es que recuerda haberme visto en misa tantas veces.
Pero no todo hay que entenderlo. A veces basta con aceptarlo. Creo
que debes considerar tu regreso al templo cada domingo. Así no
tendrás que temer porque tu perrita se pierda.

IX
V olví al templo el siguiente domingo, y como era de esperarse, los
recuerdos de mi relación pasada me atacaron sin piedad. Lo peor
de todo era encontrarme a Michelle en la iglesia, ahora acompañada
con su novio. Quizás me vio. No noté su reacción. Yo no pude
sostener mi mirada en ella. Tenía que ver hacia otros lugares, incluso
ver a Foamy me era insostenible. La consideraba culpable de lo que
me estaba pasando. Mi mascota volvió a experimentar mi bipolaridad.
Fueron los momentos más difíciles que viví con ella.

La siguiente semana que fui a misa traté de ser más optimista. Pensé
que, si Michelle tenía algo de afecto aun por mí, no iría a la iglesia a
esa misma hora, o decidiría acudir a otro templo. En todo caso si
alguien debía cambiar de lugar, era ella. Yo tenía más derecho de ir a
ese templo en particular, pues estaba más cerca de mi casa. Pero
siendo francos, ella iba más, seguro le era difícil dejar la parroquia que
la había acogido desde mucho antes. Al volver me di cuenta que ella
seguiría yendo, por lo que esto se volvió un combate de egos, típico
entre dos personas que han sido novios.

Foamy empezó a acaparar mi atención. Ella no tenía uso de razón,


pero parecía sentirse bien en la iglesia. Desde que llegábamos se
echaba en el piso, miraba hacia todos lados, como para ver a los
presentes. Quizás corroboraba que el número de fieles fuera el mismo
que el domingo anterior. Luego, más tranquila, se dormía. Se
despertaba cuando el ruido de las bancas, que denotaba el
movimiento de las personas hacia la salida, confirmaba que la misa
había terminado. La perrita me dirigía una mirada de satisfacción,
como para darme las gracias por acompañarla, y luego invitarme a
marcharnos.

Poco a poco, y como por un efecto mágico, la presencia de Michelle en


la iglesia dejó de molestarme. Aceptar las cosas, como decía doña
Sandra, se había convertido en el siguiente paso de mi terapia. Muy
pronto llegué a comprender que Foamy tenía un propósito en mi vida:
su fecha de nacimiento, su nombre, su forma de ser, el traerme a la
iglesia; todo lo que ella evocaba en mí sobre Michelle, me confirmaban
que quizás la voluntad de Dios era que sanara mis rencores y mis
deseos de venganza. La próxima vez en la Iglesia hice una oración. Le
pedí a Dios que me ayudara a perdonar a Michelle.

El primer fruto de aquella oración fue volver a tener la empatía que ya


había logrado con mi mascota. Jugaba con ella al volver a casa, y
como en el trayecto caminábamos por un campo pastoso y verdoso,
decidí invertir allí más minutos. Compré un disco y disfrutamos buenos
ratos, donde me reía hasta el cansancio. Se volvió una experta
capturadora de discos. Foamy era mi mejor amiga, ella no merecía mis
rechazos. Nuestra unión debía fortalecerse. Pero volví a enfrentar
momentos inesperados, no contemplados en el plan. Era mi miedo de
que Foamy fuera una hembra.

En uno de aquellos regresos noté que muchos perros aparecieron de


pronto, y Foamy asustada, se me metía entre las piernas, intentando
protegerse. La gente me observaba, y me sentía juzgado. Los
animales a mi alrededor hacían que pareciera un cuidador de perros.
Foamy estaba en su primer celo, y yo no sabía como manejarlo. En
cuanto llegué a casa hice lo primero que vino a mi mente. Por primera
vez en su vida Foamy pasó el tiempo atada a una correa. Llamé,
desesperado y confundido, a doña Fátima, la amiga de mi madre, para
que me ayudara. Imaginé que ella sabría darme un consejo, pero muy
poco fue lo que me dijo.

Días después apareció Héctor, su hijo, en mi casa. Traía con él a un


amigo. Se trataba de un perro.

—¿Cómo estás Uriel? Mi madre me contó lo de Foamy. Traje un buen


pretendiente para ella. Su nombre es Tonky.

—¿Y ese perro de quién es? —pregunté, confundido.

—Es mío, por supuesto. Un poco mayor que tu cachorra. A mi madre


le pareció una buena idea lo de tener un perro para superar lo que tú
ya sabes. Lo encontré a la disposición ya grandecito.

Héctor también había buscado la misma terapia que yo. Y ahora la


idea era que las terapias produjeran "terapitas". Eso me hizo
acordarme de lo que una vez le dije a Michelle sobre la invasión
masiva de animales en un hogar. Yo no tenía planeado que Foamy
tuviera hijos. Por esa razón quería un macho. Con un solo perro
bastaba.

—Supongo que, viniendo de donde vienes con este perro, no puedo


negarme, ¿verdad? —dije, sin siquiera saber lo que decía.

—Tarde o temprano iba a pasar, Uriel, deja que se conozcan. Si ella lo


acepta pues pasará. Si no lo acepta, pues todo seguirá igual. Yo te
dejaré lo que necesitas para alimentarlo.

—Pero Héctor, mi madre no tolera a los perros...

—Descuida —interrumpió él —. Mi madre ya se encargó de eso. La


persuadió para que no se opusiera. Los cachorros nos los llevamos
nosotros, si aceptas. Mi madre quiere venderlos, parte del dinero sería
para doña Sonia.

—Nada de venderlos —espeté. No pedí a Foamy para hacer negocios


con ella. Tonky se quedará, pero si nacen perros seré yo quien decida
qué hacer con ellos.

—No te preocupes. Por mi parte estoy bien con Tonky, solo quiero que
se haga "mayor". Tú sabes a lo que me refiero. Mi madre comprenderá
la decisión.

Con esa afirmación Héctor dio por concluida la plática, me dejó a


Tonky, y se despidió de mí, asegurando que se iría lo más pronto a su
casa. Yo llevé al pretendiente al patio, y a Foamy la idea no le pareció.
Un par de gruñidos fueron suficientes para intimidar al perrito recién
llegado. Se notaba que un perro novato no tiene lo necesario para
realizar conquistas, menos con mi Foamy.

Dudé por un momento, sobre si dejar las cosas así y ser respetuoso
con el protocolo o aportar un poco a la causa. No sé por qué me dirigí
a mi perrita y le dije las siguientes palabras: "Vamos Foamy, dale una
oportunidad a Tonky. Si no es con él, que no sea con nadie más". Sus
ojos negros e inmensos se perdieron por un instante, y cierta culpa se
asomó en su semblante. No sé cómo explicarlo, pero sentí que mi
mascota me ocultaba algo. Los días empezaron a gastarse como el
suelo se gasta producto de la erosión. Los ladridos de Foamy y sus
arranques de furia protegían su espacio, alejando a Tonky cada vez
que éste se le acercaba, pero un día desperté y el silencio me pareció
incómodo. Fui al patio y los perros no estaban. Foamy se había
escapado y Tonky había ido con ella. Pero había sido tan preciso en el
momento de ir a buscarla, que justo cuando supe de su fuga, escuché
el escándalo causado por perros peleando.

Salí corriendo a la calle para buscar el lugar de los hechos, y la escena


que vieron mis ojos nunca se pudo borrar de mi mente. La culpa
aquella que Foamy me había desvelado con su mirada se veía ahora
descubierta por completo. El perro que estaba con ella y que había
logrado conquistarla era un perro mucho más grande, viejo, amarillo y
feo. Con mis amigos solíamos hablar de esos perros vagabundos
como perros "machines" porque no eran de raza. Si algo le reproché
con todas mis fuerzas a Foamy, mas aun que sus detalles que me
evocaban a Michelle, fue aquel mal gusto. Me sentí desafortunado.
Creí que como su dueño había fracasado. Una mano se posó en mi
hombro. Aquel gesto familiar me hizo entrar en sí.

—Parece que nuestra Foamy ha elegido a su novio. Y mira que gustos


tiene. Tan parecidos a los de su dueño —afirmó mi abuelo, queriendo
hacer chiste de lo que veía.

—No estoy para bromas abuelo. Ni siquiera conocía a ese perro.

—Yo sí —dijo —. Algunas veces jugó con Foamy mientras pasábamos


por el campo después de asistir a misa.

Quise entender a Foamy. Lo que me contaba mi abuelo aportaba algo


a la causa. Quizás ese fue el primer perro al que mi mascota le tomó
cariño. No sé mucho del tema, pero adivino que cuando un cachorro
se encuentra por primera vez con un similar, y en ellos se produce
empatía, automáticamente se crea un lazo imposible de romper. Pero
por mucho que tratara de amortiguar la impresión que la imagen me
causaba, la sensación de decepción no se apartaba de mí. Además,
me era la escena demasiado repugnante.

Sentía rabia. Vi los perros que descontrolados intentaban arrebatar al


conquistador no deseado. Parecían faltarme al respeto. Reaccioné
cuando mi madre salió con un balde lleno de agua caliente. Mi abuelo
la detuvo, evitando así que lastimara a nuestra mascota. Tomó el balde
y se encargó de lanzar el agua al suelo sin lastimar a ninguno, pero
corriéndolos a todos. Foamy por su parte buscaba mi mirada, y cuando
por fin la encontró pude ver sus ojos brillantes, humedecidos. Algo en
ella me mostraba un profundo remordimiento. Fue como escucharla
decir: "Perdón. Te he quedado mal esta vez". En mi oración pedía a
Dios la capacidad de perdonar a Michelle. Antes tenía que pasar por el
proceso de perdonar a mi mascota, que por primera vez, con sus
actitudes, me había lastimado.

X
E l de veterinario me agobió con consejos abundantes para el cuidado
una perra embarazada. La cita había iniciado con el típico
discurso, en ocasiones innecesario, donde se apunta a despertar
arrepentimiento, dejándome muy claro que no era recomendable haber
permitido que la perrita quedara preñada en su primer celo. Cuando
notó que sus palabras no habían servido más que para hacerme sentir
peor, trató de consolarme asegurando que Foamy se había
desarrollado tan bien en sus primeros meses, que a lo mejor no tendría
ningún tipo de dificultades, puesto que ya no iba a crecer más. Aunque
aún no estaba listo para vivir ese proceso, donde mi mascota iba a ver
como su cuerpo se iría transformando, entendí que la vida está llena
de cambios, y que por lo tanto se requiere una innegociable capacidad
de adaptarse. Lo bueno de aquel momento es que no solo era yo, sino
que Foamy también enfrentaba una situación así, y en lugar de
alejarnos, nos unimos más.
Fue evidente su cambio de humor. A pesar de que Tonky ya se había
marchado, justo un día después de que descubriera el romance de mi
mascota con otro perro, ella seguía huraña, muy distante de nosotros y
constantemente agotada. Como es natural, su intrepidez desapareció
aquellos días. Dejaron de sucederse las travesuras, y los juegos
fueron pospuestos para un futuro no tan cercano. Foamy daba un paso
de madurez hacia una maternidad naciente y en constante formación.
La necesidad de apoyo que ella mostraba era la única razón que me
bastaba para perdonarla por haberme lastimado de aquella forma.
Naturalmente empecé a ver a mi perrita como si fuera una hija, y hasta
entonces empecé a visualizarme como padre. Definitivamente no
estaba preparado.
Pero ese cambio de escenario también hizo que en mi personalidad se
diera un paso hacia la madurez. Foamy representaba una
responsabilidad delicada que debía asumir con amor, y aquel perdón
genuino era la primera prueba de que realmente amaba a mi
cachorrita. Quizás me equivoqué al dejar que en su primer celo ella
quedara embarazada, quizás nunca debía haberla dejado tener hijos,
pero yo era un torpe, que nada sabía de mascotas y que tenía su
primera experiencia, cometiendo los errores típicos de un primerizo,
sobre todo cuando el ambiente a mi alrededor jugaba en contra. Si no
fuera por mi abuelo quizás me hubiera ido peor. Ahora lo que valía era
que Foamy traería a nuestro hogar cachorritos, pero para entonces no
podíamos pensar en ellos, porque teníamos demasiadas cosas en que
concentrarnos para con la nueva madre.
La habitación de huéspedes fue desalojada. Mi madre, aun con todo
su escepticismo, aceptó que la perrita necesitaba un lugar nuevo,
nunca antes explorado por ella, donde no hubiese luz, y la oscuridad
se convirtiese en su nueva amiga, aliada necesaria para cuando
llegara el momento del parto. Seguí al pie de la letra las
recomendaciones que el veterinario me había dado y que ameritaron
ser anotadas en una libreta, para que nada se me escapara. Pero en
medio de todas las cosas que hice nunca dejé que me faltara el amor.
Quince días después ya estaba hecha la camita donde Foamy pudiese
acomodarse para recibir a los pequeños. Había incluido en el diseño
algunos puntos que me mencionó el doctor, especialmente los que
trataban sobre el cuidado de las crías, para evitar accidentes.
Pronto pasó de estar huraña a estar mucho más cariñosa. Al parecer
intuía que nosotros habíamos aceptado su nueva condición. Quizás
estuviera asustada ante lo novedoso que era todo, pero los animales
se enfrentan a las situaciones de la vida con gran coraje, como si
trajeran en su código genético un manual de instrucciones. Cuando
hacía comparaciones probablemente el más asustado era yo. Y
mientras más avanzábamos en el tiempo más miedo sentía, quizás
porque algo en mi interior me avisaba de lo que nos tocaría vivir.
Foamy fue bañada dos veces en aquel período. Una vez fue
inmediatamente después de lo sucedido con el perro que hasta
entonces era desconocido, y la otra fue un mes después, justo a mitad
de su embarazo, lo que sirvió de preparación para llevarla al
veterinario, pues para esa visita él la revisaría y me diría cuantos
cachorros venían en camino.
—¡Hey, Uriel! ¡Foamy está bastante bien, lo noto con solo verla!
—¿Cómo está, don Fabri? Pues hasta el momento no he tenido
complicaciones, creo que ella lleva el proceso bastante bien.
Don Fabricio se había convertido en un amigo más, y aunque confiaba
en todos sus procedimientos, nunca fue así con sus presagios. Lo que
más temía de aquella visita es que me pasara algo similar a la primera,
donde me había dicho que la perrita moriría. Se entretuvo acariciando
al animal, y yo volví a hablar:
—Ya sabe usted a lo que vengo.
—No te preocupes —dijo —. En eso estoy. También tengo prisa.
Y después de seguir una serie de pasos, según lo indicaba el
protocolo, sonrió para avisarme:
—Puedes llevártela. Te recomiendo esta comida que contiene los
nutrientes necesarios, que, aunque coma poco, nada le faltará. Te
felicito porque tu amiga tendrá 4 cachorritos. Todos parecen estar muy
bien y serán perros muy saludables.
La falta de apetito de Foamy era algo que me preocupaba, pero que el
veterinario ya me había avisado. Lo único que tenía que cuidar
después era que siempre comiera. Aquel regreso a casa fue un poco
melancólico, extrañé cuando Foamy estaba pequeña, cuando era más
apegada a mí, y pensaba en que, cuando estos cuatro nuevos
amiguitos se fueran a un nuevo hogar, quizás tendrían ellos una mejor
suerte que aquella que tuvo su mamá conmigo. Regalar a los
cachorros era la única condición que mi madre había puesto para que
yo hiciera todo lo necesario en la casa para su parto. El resto de días
faltantes, hasta cumplirse los sesenta, me encargué de que mi
mascota hiciera ejercicios, llevándola a pasear por las tardes y por las
noches, lo que según el veterinario era muy necesario. Mi abuelo
siempre me acompañó y me ayudó, quizás porque se sentía culpable
de que el padre de los cachorros fuera un perro de la calle, o porque
simplemente disfrutaba de hacer cosas con la perrita. El la llevaba a
pasear por las mañanas.
Llegó el día del parto y no tuvimos complicaciones. Foamy se había
acomodado perfectamente en la cama que preparé para ella y el
cuarto que le dimos le daba tranquilidad. Fue su comportamiento
agitado y aunado a ello unas pequeñas convulsiones que la
estremecieron, lo que nos avisó que el momento se acercaba. Cuando
todo terminó, me acerqué a verla, y ya los cachorros estaban
mamando. Pude reconocer levemente sus colores: dos parecidos a
ella, uno color blanco totalmente, y uno blanco con manchas amarillas;
otro un poco más grande que todos, totalmente amarillo, parecido a su
padre, el perro aquel callejero; y, por último, el más pequeño. Ese era,
además, más afelpado, y tanto el pelaje rizado, como los colores
blanco y café, eran parecidos a los del perro de Héctor, Tonky.
Entonces comprendí que aquel pequeñín era la respuesta que Foamy
había tenido a la petición que le hice. Ella había escogido a un perro,
pero por mí permitió que otro también la preñara. Foamy hizo un
esfuerzo por agradarme, aunque su instinto animal la llevara a otra
dirección. No supimos cuando había sucedido, pero al ver la prueba
tan palpable no quedaban dudas de lo que había pasado. No pude
evitar derramar mis lágrimas.
Mientras llegaran a sus hogares y en cuanto supe sus sexos, usé
nombres temporales para identificarlos: las dos primeras eran hembras
y les puse: Lacky y Sasha. El amarillo, que era macho, se llamaría
Pardo, y el más pequeño de todos e hijo de otro padre, también
macho, se llamaría Dinky. Pero las cosas, que parecían buenas, no lo
fueron del todo. Antes de que se cumpliera el mes tuve que
enfrentarme a la cruda realidad que carea el que cuida de una
mascota, y es que siempre se tienen que transigir momentos
dolorosos.
Diez días después, y sin saber por qué razones, Lacky estaba muerta.
Trastocado por la escena fui testigo de como la misma Foamy la llevó
con su hocico, bajando las escaleras, atravesando luego la cocina y
buscando el patio después, para escarbar, haciendo un hoyo, y
finalmente enterrarla. Mi abuelo, al igual que yo, siguió todo el
parsimonioso acto de despedida, y procuró explicarme, para conseguir
el consuelo mío, que eso era normal que sucediera en el primer parto,
pero yo no lo aceptaba. Antes de que llegara el mes después del
nacimiento, tuvimos que ver repetirse aquel acto cuando primero
Dinky, y luego Sasha, también murieron.
El único sobreviviente de la camada, Pardo, sí logró prevalecer.
Cumplido el mes lo llevé al veterinario para las primeras acciones, y
don Fabricio, que sorprendido ratificó que solo uno hubiera
permanecido, vio como una vez más sus predicciones habían fallado.
Después de hacerme un prolongado interrogatorio sobre todas mis
acciones en torno a la camada, para convencerse de que no había
sido mi culpa, terminó aceptando que se había equivocado. Para mí no
fue fácil asimilar lo ocurrido. Yo era el mismo que había salvado a
Foamy de la muerte y ahora, cuando creí que amaba más, vi morir a
tres perritos en mi hogar. Las constantes acusaciones de mi madre me
ahogaban, y por momentos pensaba que era verdad lo que ella decía:
que no estábamos hechos para cuidar animales, que ellos
encontraban en nuestro entorno un destino fatídico. Ver a mi abuelo y
cómo él me apoyaba; ver a Foamy y a Pardo aún vivos; y verme a mí
con mis deseos de seguir adelante a pesar de todo, parecía ser
suficiente para alejar aquellos pensamientos. Pero no pude más que
crear uno nuevo: y… ¿si Pardo y Foamy solo estaban prolongando su
encuentro con su destino fatídico? ¿Y si al final lo que había hecho era
aferrarme a algo que no funcionaría?
Ante esas preguntas el fantasma de Michelle apareció y recordé cómo
también me esmeré tanto para mantener la relación viva, y a pesar del
gran esfuerzo todo había terminado. Aquel miedo que sentí durante el
período de gestación de Foamy no desapareció, sino que se hizo más
grande.

XI
P ara aquella época del año los campos se llenaban de abundante
pasto, y en aquel lugar que tantas veces tuve que atravesar
domingo a domingo para acudir a la Iglesia, ya no se podía caminar
tranquilamente sin tener miedo. El último susto que tuve fue con una
serpiente que había atrapado Pardo, el que ya había crecido tanto
como su padre.
Las lluvias de aquel noviembre anunciaron una navidad accidentada,
puesto que las calles eran más que intransitables. Los desagües
fallaban, el río que quedaba cerca de nuestra casa amenazaba con
inundarnos, los techos sucumbían ante la fuerza estremecedora de los
diluvios, en los patios se formaban lagunas y en las aceras se hacían
vigilancias permanentes para hacer correr el agua por los badenes y
así impedir que se metiera en las casas. La humedad había propiciado
que en algunas paredes se extendiera el moho hasta un metro de
altura. Y las alergias no solo habían afectado a las personas, sino
también a los animales. Foamy estaba enferma.
Era tradicional para cada navidad que la familia de mi padre se
reuniera. Venían todos sus hermanos que residían en otros países, y
se juntaban para ponerse al día y para fortalecer o reparar, si era el
caso, los vínculos familiares. Yo había dejado de participar de esas
reuniones desde que cumplí los quince años, pues para entonces me
comenzaron a interesar las chicas, y no podía perderme las
actividades multitudinarias que se celebraban en honor a la fiesta más
grande. Fue para esas fechas, entre los meses de noviembre y
diciembre, que logré conquistar a mi primera y hasta entonces única
novia. Al comenzar mi relación con Michelle se volvió imposible que
acompañara a mis padres en aquellas actividades. Celebrar la navidad
con ella era para mí lo más importante. Ahora que las navidades
habían adquirido otra tonalidad y que giraban en torno a mi mascota,
no podía evadir con excusas participar de aquel evento. El cumpleaños
de Foamy no era un pretexto válido.
Habían pasado ya dos años desde que mi perrita llegó a cambiarme la
vida, y con mucha dedicación logramos conjuntamente evitar que
volviera a quedar embarazada. Aquel golpe de perder a tres cachorros
nos había sacudido tanto que nunca nos volvimos a sentir preparados
para volver a intentarlo. Y fue tan impactante lo que se sintió en la
casa, que hasta mis padres estuvieron conmovidos, a tal punto que no
opinaron nada al respeto de la presencia de Pardo, el cual no necesitó
alejarse para encontrar su hogar. Mi abuelo había sido el principal
promotor de quedarnos con aquel cachorrito que nos impresionó por
su fortaleza, al ser el único sobreviviente. Fue hasta entonces, cuando
ya estaba grande, que empezamos a valorar lo que había heredado de
su padre. LA adhesión que Foamy tenía conmigo no solo se había
renovado, si no que era más fuerte, pues competía con el apego
desarrollado por Pardo. Debo admitir que también llegué a amarlo.
Pardo era un perro temeroso, pero cuando tenía que proteger a los
suyos hacía relucir una valentía que yo nunca había visto en nadie.
Siempre caminaba con la cabeza hundida, y su porte era muy de un
perro cualquiera, callejero, como aquel que había conquistado a mi
Foamy. Pero cuando se sentaba y se quedaba quieto, su postura era
hermosa. Se le notaba un pecho abultado y con abundante pelaje, que
se deslizaba por los lados hasta llegar a sus patas. Sus orejas se
caían hacia adelante, y sus ojos eran de un color amarillo intenso. Era
igual a su padre, pero no era un perro feo. Quizás tampoco aquel perro
desafortunado lo era, y su apariencia era resultado de un trato
despectivo por parte de la sociedad que lo rodeaba, en la cual me
incluyo. Aquel perro del que hablo no desapareció del todo, y aunque
no sabíamos donde vivía, en cada nuevo celo de Foamy lo veíamos
rondar la zona. Solo para entonces era cuando hijo y padre se
encontraban, pero no precisamente para demostrarse cariño. Pardo
defendió el hogar de todo aquel que se acercara, sin hacer ninguna
excepción. Y cuidaba de su madre, especialmente cuando estuvo
enferma, lo que cumplió fielmente hasta que sucedió aquel evento
desafortunado.
Para aquel año los tradicionales visitantes habían propuesto como
sede nuestro hogar, pero los últimos incidentes lo hicieron imposible.
Por lo tanto, el arreglo era que ellos llegarían a traernos en una
camioneta. Las lluvias se habían calmado un poco, pero los vientos de
diciembre, tan gélidos como siempre, me hicieron dudar al respecto de
aceptar aquella invitación, pues yo no podía irme sin Foamy, y ella no
estaba en condiciones para salir. Sin embargo, era aquella una
situación tan comprometedora, que no podía decir que no. Creí dejar
todo controlado, con mi abuelo encargándose de cuidar a los perros, y
nos dispusimos los varones en la tina de la camioneta, por lo que pude
darme cuenta de lo que en aquella noche pasaría. Habiendo recorrido
unos doscientos metros, vimos cómo Pardo y Foamy venían corriendo
tras de nosotros. No puedo explicar cómo lograron escaparse, pero la
escena fue más que conmovedora, al ver que de ninguna manera
aquellos animalitos querían separarse de mí. Mi abuelo ya no era
competencia.
—Papá, Foamy y Pardo nos persiguen. Pídale a mi tío que se detenga.
Hay que llevarlos —requerí, preocupado y con insistencia.
—Déjalos —interrumpió un primo llamado Joseph—. No van a
mantener el ritmo y seguramente no tendrán otra opción más que la de
regresarse.
—Joseph tiene razón, Uriel. Ya tendrán que rendirse y volverán a casa
—sentenció mi padre.
Decepcionado me resigné a no seguir insistiendo, pero mientras ellos
dejaron de poner atención a los perros para continuar con la animada
conversación que los ocupaba, yo los seguí observando, y para
sorpresa mía, los perros mantenían su carrera sin rendirse. No podía
soportar verlos así, y tampoco toleraba la actitud de mi familia al
respecto. Desesperado volví a pedir lo mismo:
—Vamos papá, dile a mi tío que se detenga. Tenemos que llevarlos a
ellos también. ¡Míralos! Siguen corriendo. No van a rendirse y ya están
muy lejos de casa.
—Mira Uriel, saliendo de la ciudadela tendremos que rodear el Coloso,
ahí ya no nos verán y van a regresarse. Los perros son astutos y no
tendrán problema en volver y en esperarnos hasta que estemos de
nuevo en casa.
Me quedé taciturno. Mi padre no era de poner atención a los detalles,
no sabía que Foamy estaba enferma. Ensimismado pensaba en que el
Coloso, como se le conocía al edificio de 6 pisos y que era el más
grande de la ciudad, quedaba muy lejos de casa, quizás a dos
kilómetros. Me preguntaba que tan ciertas podrían ser las palabras de
un hombre que, al igual que mi madre, nunca había tenido mascotas.
¿Qué podía entender de mi preocupación alguien que era escéptico a
la relación con animales? ¿Cambiaría su posición si le dijera que ella
estaba enferma o se reiría de mí? ¿No sería su actitud un signo de
evasión a algo que para él no era importante? ¿Podía yo quedarme
tranquilo después del gran esfuerzo mostrado por mis grandes y fieles
amigos, con la incertidumbre de que si realmente podrían volver a
casa? Retorné a la realidad, escapando de mis pensamientos, movido
por la compasión que les dedicaba a mis mascotas, para mirar la
estela del camino recorrido. A la distancia aún se veía a los dos
cachorros corriendo. Ambos eran intrépidos, y ahora notaba que
también eran resueltos y obstinados. ¿Era aquella terquedad algo
propio de su vínculo sanguíneo?
—Padre, míralos, aún vienen tras de nosotros. Ya estamos muy lejos y
es peligroso —insistí.
—Basta Uriel, no eches a perder nuestro viaje. Ya salimos y no nos
vamos a detener por ellos. Resígnate a que vuelvan por su propia
cuenta a casa.
Tuve tanta furia que preferí quedarme callado, para no explotar y con
ello hacerlo quedar mal ante mis primos. Sin embargo, mi enfado era
monumental. De ser una persona más impulsiva quien sabe hasta que
punto hubiera llegado. Seguí observando a mis pequeños, fatigados,
pero sin rendirse, que mantenían el ritmo y no parecían estar más
lejos. De ninguna manera iban a retroceder. Por fin llegamos al Coloso,
y una vez que lo rodeamos, fijé mi mirada en el contorno de la
carretera, por la parte que recién habíamos pasado, con la seguridad
de que vería a los perros emerger de la nada. Mi corazón latía con
fuerza y aceleración nunca antes sentida, que incluso puedo asegurar
que se trataba de una pequeña taquicardia, quizás unido a lo que
padecían mis mascotas. La camioneta tuvo que detenerse por un
infortunio en un auto que iba más adelante, al cual intentaban sacar de
la carretera, para no seguir parando el tráfico. Agradecí al cielo por
eso. Pasaron pocos minutos para notar que Pardo resurgía de entre la
oscura neblina y nos seguía con la misma velocidad inicial. Pero ya
venía solo. Foamy había quedado relegada.
Me bajé de la tina, aprovechando que estábamos estacionados, y me
fui directamente a hablar con mi tío, quien sorprendido me vio aparecer
ante él, con un rostro de pocos amigos.
—Tío Arnold, por favor, no arranque hasta que mi perro nos alcance.
Nos ha estado persiguiendo en todo el camino.
Era aquella vez la primera que tenía la confianza para pedirle algo.
Nunca antes me había dirigido a él en busca de un favor porque su
sola presencia era intimidante. Por esa razón le suplicaba a mi padre
que fuera él quien pidiera que se detuviera. Pero me encontré con que
las apariencias engañan, y mi tío, en lugar de responderme de una
mala manera, sí que mostró compasión con el pequeño animal.
—Claro Uriel. Vamos a esperarlo —dijo.
Pardo nos alcanzó rápido, tanto que no hubo que perder mucho tiempo
después de que la vía estuviera despejada. Sus patas estaban
cubiertas de lodo y en todo su cuerpo se había respingado; los testigos
no hicieron más que vernos con apatía. Lo subí a la tina y me
encargué de abrazarlo, consolarlo, y devolverle con afecto las fuerzas
que había perdido. Él, sin embargo, se mostraba contento, como si
hubiese alcanzado el mayor logro de su vida, sabiéndose con
nosotros. Pero Foamy, mi pequeña Foamy, ya no apareció. Mi padre
volvió a insistir en que encontraría la manera de volver a casa,
mientras yo no podía dejar de pensar en ella. Sé que en otras
condiciones también hubiera logrado alcanzarnos, pero Foamy, insisto,
aún estaba enferma.

XII
odavía recuerdo aquellos días con suma nostalgia. La noche en
T que Foamy desapareció, tuve que quedarme en la casa que nos
había recibido para aquel encuentro familiar que nunca me había
parecido atractivo, y menos en esa ocasión. Estábamos muy lejos de
mi hogar y la impotencia que sentía al querer regresar en busca de mi
amiga y verme privado de ello por mis padres me aprisionaba el
pecho, y la angustia me estrangulaba. No pude dormir. Hice una vigilia
en la cabina de aquella camioneta en compañía de Pardo, quien
ferviente estuvo a mi lado tratando de consolarme. Mis lágrimas
habían adquirido un tono cerúleo al ser traspasadas por los rayos que
reflejaba la luna, misma que en en toda su majestuosidad brillaba
como si poseyera luz propia. Ese brillo se filtraba por las densas nubes
que viajaban por el cielo como enormes dirigibles, mientras la reina de
la noche se preparaba para volver a vestirse del color del cielo
nocturno, después de mostrarse lo más grande y hermosa que puede,
que para aquellos primeros días de diciembre del 2009 el temporal
había querido opacar. Aquella hermosa desnudez del satélite volvería
a aparecer hasta finales de mes y sus constantes cambios me hacían
pensar en la vida. También los seres humanos somos así, por
momentos desnudamos toda nuestra belleza interior, para volver a
ocultarla, y así prepararnos para exponer nuevamente, como la luna
toda su belleza, nuestros sentimientos. Esa había sido mi historia con
Foamy: días llenos de felicidad contrastaban con días tristes y
melancólicos. Pero eran éstos últimos los que hacían que aquellos en
los que había luna llena fueran especiales. Bien lo dice una frase que
si todos los días fueran iguales despertar no tendría sentido.
Aquel jueves grisáceo la luna no paró de darme grandes lecciones,
pues parecía un queso enorme que flotaba en el universo, y al cual le
habían dado una pequeña mordida. Hay días en que también
parecemos incompletos, pero no dejamos por ello de ser lo que
somos. Su tono blanco amarillento me hacía recordar el pelaje de
Foamy cuando llevaba varios días sin bañarse. Era el último color con
que la vi vestida aquella noche que nos persiguió, pues la oscuridad y
el lodo en sus patas había hecho que su blanco resplandeciente
perdiera la viveza de los días buenos. Me sentía fatal y me recriminaba
mi falta de valor para salir a buscarla cuanto antes. Me declaraba
como el peor dueño de la historia y pedía perdón a mi perrita desde
lejos. Sólo Pardo evitó que en la camioneta se formara un charco,
pues con su lengua detenía el flujo que corría por mis mejillas. El cielo
era un indeciso igual que yo, por momentos mostrando las estrellas y
por otros nublando todo. Algo en mí me pedía que fuera valiente, pero
otra parte de mi ser se preguntaba como era posible que Coraje,
siendo un perro cobarde, diera tantas muestras de hombría. ¿Acaso
me faltaba amor? Quizás yo era como la luna, pero el momento de mi
vida era más oscuridad que luz, y para esa etapa alguien que no
puede brillar con luz propia estaba incapacitado de ser alumbrado
completamente por el sol. Pasé la noche entera inmóvil, sin capacidad
de reacción, hasta que al amanecer me escapé de aquel lugar para ir
en búsqueda de Foamy, como una “mimosa púdica” que al sentir el
contacto de otro cuerpo con sus hojas se repliega con rapidez.
Mis padres no supieron de mi fuga. Mi abuelo era imposible de
contactar. Nunca usó un celular, nunca contestó llamadas. Su encierro,
lejos de lo que lo acusaba, implicaba muchas cosas. Por eso me
contacté con Hamilton, para que en cuanto pudiera fuera a buscarme a
la parada de bus que quedaba cerca del Coloso. Mientras tanto yo
tomaría el primer bus que me dejara por ahí, llevando a Pardo
conmigo. Aunque amaneció un tanto soleado, el cielo se nubló en un
abrir y cerrar de ojos, y una nueva lluvia amenazaba con azotar
nuevamente la ciudad. Corrí desesperado hasta el parque más
cercano y tomé el primer bus que pasó, evitando así mojarme. En 20
minutos ya me encontraba en donde había quedado de verme con mi
mejor amigo. La espera ahí me resultó punzante. Los minutos que
pasaban eran como agujas que se ensartaban en mi piel. En mi mente
divagaba sobre el paradero de Foamy.
La camioneta Toyota, de un modelo novedoso y con su color azul
cobalto, apareció ante mí y me sacó del trance. La ventana se deslizó
y descubrió la imagen de un joven de mi edad, con su piel morena, sus
ojos marrones y su pelo negro rizado. Su altura era destacada con
respecto a la mía, por lo que su porte como conductor era
extravagante. Hizo sonar la bocina y me llamó por mi nombre. El
desvelo me había afectado a tal punto que andaba ahora como un
sonámbulo, y solo después de aquel ruidoso sonido pude reconocer
que aquel era mi amigo.
—Te ves mal Uriel. ¿Cuál es la situación grave que te ha pasado?
¿Estás enfermo y necesitas que te lleve al hospital? —resopló,
haciendo una pausa, esperando a que contestara, pero no tenía
intenciones de escuchar mi respuesta—. Es evidente que luces mal.
Sube rápido que tengo que llevarte a la clínica más cercana cuanto
antes.
—¡No! A la clínica no —reaccioné—. Necesito tu ayuda con otra cosa.
Se trata de Foamy. Ayer salí con mi familia para la reunión familiar y
tanto ella como Pardo nos han seguido por casi todo el trayecto,
hasta… aquí. Bueno, sólo Pardo llegó hasta aquí. Ella no apareció
después de que rodeamos el coloso. Necesito que me ayudes a
buscarla hasta que lleguemos a mi casa. Puede que la encontremos
en el camino o que quizás si haya podido regresar, pero mientras no
pueda confirmar lo último necesito que me ayudes a recorrer con
calma el trayecto mientras revisamos cada rincón. ¿Cuento contigo
amigo?
Hamilton guardó un silencio incómodo mientras me lanzaba una
mirada fulgurante. Sus ojos se movieron hacia otro lado, justo donde
Pardo aparecía, pues éste se encontraba entre unos matorrales que
rodeaban la parada de bus en la que me encontraba, justo a mis
espaldas.
—Pardo también viene, por lo que veo —dijo al fin—. No puedo creer
que me llamaras a estas horas para esto Uriel. No tienes perdón de
Dios. Estamos en vacaciones…
—Sabes que es importante para mí, Hamilton —interrumpí,
expresando mi preocupación de forma más intensa, mientras mis ojos
evitaban derramar más lágrimas. Hamilton nunca me había visto llorar
después de aquella vez que, en el campo de baseball cuando éramos
niños, soltó el bate y éste impactó en mi cabeza —. Foamy estaba
enferma, y este clima no le hace bien. Temo que se haya perdido.
La lluvia, que ya había evitado en otro punto, volvió a alcanzarme, e
inmediatamente subí a la camioneta de mi amigo, llevando a Pardo en
mis brazos. Era inevitable no pensar en que el primer miedo que
descubrí en mi mascota era aquel pavor a las gotas que caían del
cielo. El recorrido hasta mi casa se fue haciendo lentamente, mientras
mi amigo, habiendo cambiado totalmente su actitud, y mostrándose
ahora compasivo, me preguntaba todos los pormenores que implicaba
cuidar a un perro. Al contarle mis experiencias con ella, todas aquellas
que el lector ha conocido hasta hoy, pareció conmovido, a tal punto
que estaba dispuesto a ayudarme no solo en el recorrido hasta mi
casa, sino hasta que Foamy apareciera. Después de que revisamos
cada rincón, cada esquina e hicimos cada parada pertinente, llegamos
a mi casa sin haberla encontrado. Lo único que no hicimos fue
preguntar a la gente por ella. Hamilton me dijo que no lo hiciéramos.
Le pedí que me explicara porqué no agotar ese recurso. Le bastó
decirme estas palabras: “La gente de nuestro pueblo es muy extraña,
Uriel, tanto que no le gusta tener perros, ni tampoco verlos en la calle”.
Yo no estaba en condiciones mentales para darle muchas vueltas a
aquello que me dijo. Mis esfuerzos, los que podía hacer después de
una noche como la que había tenido, eran pragmáticos. La última
esperanza que me quedaba era encontrar a mi Foamy en casa, siendo
abrazada cariñosamente por mi abuelo.
Salté del auto con ánimos renovados y solté al cachorro que ladraba
entusiasmado al sentir el olor del hogar. Mi abuelo salió a mi
encuentro. Se miraba igual o peor que yo. Una noche de desvelo pudo
haber hecho más estragos con él, que era más viejo. A sus arrugas, a
su pelo blanco, a su postura cansina y a sus dejes de enfermizo, ahora
se sumaban una palidez impropia y unas ojeras remarcadas. Mi
corazón se estremeció, como para apuntillar el constante estado de
inquietud con sus punzantes aguijonazos, los que me acompañaron
como el tic-tac que acompaña a la segundera de un reloj, cuando mi
abuelo me hizo una pregunta:
—¿Sólo ustedes dos vienen? ¿Y Foamy?
Con ello comprendí que Foamy aún no había vuelto. Hamilton,
acompañado de ademanes poco comunes, me instó a hacer una
nueva inspección por el barrio, recorriendo todos los lugares que
fueran necesarios. Así lo hicimos hasta que no pude evitar quedarme
dormido. Cuando me despertó, estábamos de nuevo en mi casa.
—Ve y descansa —pidió, visiblemente fatigado —. En la tarde vendré
por ti para que hagamos otra ronda.
—No puedo descansar —repliqué, confundido, indeciso y lleno de
temor—. Ahora mismo iré a pedir que me hagan un anuncio con una
foto de ella. Ofreceré recompensa, la que sea, pero Foamy tiene que
regresar a casa.
—Hazme caso, Uriel —insistió, enfadado, mientras me sujetó los
hombros y me dio una sacudida—. No podemos poner un anuncio,
créeme lo que te digo, que sé muy bien porqué lo hago. A esta gente
no le importa una recompensa por un perro extraviado cuando puede
obtener algo mejor que eso. Ve y descansa, en la tarde vamos de
nuevo. Y si no la encontramos, seguiremos esperando a que vuelva.
Mi abuelo y yo caímos derrotados por el cansancio y sólo movidos por
el amor despertamos en la tarde. Hamilton cumplió con su palabra y
volvió a pasar por mí. Salimos nuevamente para rastrear a Foamy.
Quise preguntarle la razón por la que consideraba inconveniente poner
anuncios, pero no pude. A penas tenía ánimos de platicar cuando mis
ojos estaban atentos a cada detalle que mirásemos a través de los
cristales de aquel auto. Sin embargo, él sí quiso preguntar algo:
—¿Llevaba puesto su collar?
—Sí —respondí, con tanta seguridad que en su rostro se reflejó su
satisfacción—. Siempre lo llevó puesto—añadí—, es un collar muy
lindo que siempre se le ha visto muy bien.
—Entonces, Uriel, por ahora no debemos preocuparnos —aseguró, lo
que escuché a penas perceptiblemente.
Aquel sondeo tampoco nos dio resultados. Lo intentaríamos una vez
más al día siguiente. Antes de dormirme, cosa que creí imposible,
elevé una oración a Dios y pedí por ella, para que apareciera pronto.
Una tranquilidad reconfortante me llenó el alma. Me quedé
plácidamente dormido sin inconveniente alguno, lo que no era para
nada mi intención.
Al día siguiente, me desperté temprano y justo cuando me disponía a
salir de nuevo, con renovado optimismo, tanto que deseé ir por
Hamilton más temprano, escuché a Pardo ladrar alegremente, dando
saltos cerca de la puerta. Quería avisar que del otro lado había
alguien. “Es Foamy” pensé, y salí corriendo a abrir la puerta. En efecto,
era ella, que había encontrado el camino de regreso. Lucía sucia,
extenuada, frágil, enferma, pero sus ojos se iluminaron cuando
volvieron a verme. En su hocico traía algo, me agaché para ver que
era, y luego abrazarla. Lo que mordía sin dejar caer era un lápiz.

XIII
H ablaba, más tarde, de lo acontecido con Hamilton, quien había
demostrado el porqué de mi elección de un mejor amigo.
—¿Me dices que ha vuelto a tu casa, y encima me dices que llevaba
un lápiz? —preguntó, nuevamente, mostrando su incipiente falta de fe.
—Sí, Hamilton, mil veces sí. Convéncete ya de eso. ¿O acaso tendré
que llevarte a mi casa para que la veas tú mismo?
—Te creo, pero en todo caso tengo que verla. Tu cachorra es un
ejemplo de supervivencia. Mira que se te ha salvado cuando era tan
pequeña, ahora ha sobrevivido, estando enferma, a tres días de
indigencia, expuesta a la intemperie, que tanto nos ha azotado a
nosotros.
—Todo tiene su explicación. Ella realmente me ama.
—¿Vas a insistir con eso del lápiz, Uriel?
—Hay cosas y signos que solo dos comprenden, y es porque esa cosa
o ese signo representa un vínculo de esos dos, y en su mundo, sólo de
ellos y de nadie más—afirmé, mientras levanté mis ojos al cielo, que
necio como sólo él, ahora lucía despejado, tranquilo, cual niño
satisfecho por la maldad recién realizada—. Te he dicho, Hamilton, y lo
sostengo, que un lápiz no es para mí sólo un lápiz. Representa, en
primer lugar, mi pasión por los guiones, y, en segundo lugar, pero más
importante desde que empezó a suceder, la disposición, el afecto y el
apego que Foamy siempre ha tenido conmigo.
»Te he contado ya —proseguí, mientras volvía mis ojos hacia a él y
con mis manos intentaba dibujar cada escena que traía a la memoria—
que desde pequeña me ha acompañado en cada cosa que hago,
desde aquellas en las que obtiene un beneficio, como cuando hago mi
café de cada domingo, hasta aquellas donde sólo demuestra su
fidelidad, como el estar a mis pies cuando trabajo en mis guiones.
Cuántas veces se ha repetido esa escena en que de la mesa se cae
uno de mis lápices y ella lo recoge alegremente para devolverlo a mis
manos. ¿No he visto acaso el mismo brillo en sus ojos que se
manifiesta cuando jugamos con el disco? Por eso —insistí, mostrando
total convencimiento de mis palabras, y más que convencimiento,
fervor— es que te digo que cuando ella traía un lápiz en su hocico, no
hacía más que manifestarme su amor.
»Ella sabía, ya sea por su intuición o inteligencia, o por la costumbre
de verme con ellos, que los lápices son especiales para mí. Ver un
lápiz, no importa su forma o su color, me evoca tantas historias
creadas, personajes maravillosos, escenas impactantes, eso de lo cual
me vanaglorio. Ver un lápiz, más que todo eso, me evoca a Foamy y
su amor tan profundo, aún siendo esta una pequeña mascota, aún
siendo su paso por mi vida tan fugaz como el de algunas estrellas en
el cielo. Que volviera a casa después de tres días y en sus
circunstancias, donde con toda razón, y lo sabes, podía espera lo peor,
y que lo hiciera trayendo en su boca un lápiz, es como si viniera a mí
con estas palabras: “No fue fácil, pero he vuelto, por ti, porque te amo,
y porque sé que me amas” o dicho de otra manera: “Quiero seguir
recogiendo para ti el lápiz muchas veces más”.
Al terminar de hablar, un pequeño silencio hizo eco en derredor
nuestro, como para que mis palabras acabaran de esparcirse con el
viento. Mientras eso pasaba en el ambiente, también posiblemente
pasaba lo mismo en la mente de mi amigo, quien después manifestó
tal comprensión de lo que decía, que mencionó algo que no pudo ser
mejor comparativo. Sin embargo, aquellas palabras me dolieron.
—No dejo de sorprenderme Uriel, por esto y por todo lo que te ha
pasado. La última vez que te vi hablar así de alguien te referías a
Michelle. ¿Quién diría que de amar a una chica de la que lo único que
odiabas eran sus mascotas, ahora pasas a amar a una mascota de la
que lo único que odias es que te evoca una chica?
Dicho aquello la plática se dio por concluida, y lo que pasó con Foamy
se quedó en una anécdota más. Pero en mi mente permanecieron
aquellas palabras tan grabadas que me preguntaba si realmente había
superado a Michelle. Ella seguía con su novio y parecía ser tan feliz.
Lo sabía por las veces que la veía en misa, y aunque trataba de hacer
de cuentas que no me importaba, no dejaba de dolerme. Sí, lo había
aceptado, pero un pequeño dolor aparecía en mi pecho cada vez que
la veía. El único consuelo que tenía era lo pasajero del dolor, pues
cuando ya no la veía todo parecía volver a estar bien. Yo
aparentemente estaba bien, no había buscado novia, me sentía seguro
siguiendo las instrucciones de aquel sacerdote que una vez me inspiró
la adopción de una mascota, y luego Foamy hizo todo lo demás. Las
aventuras que me tocó vivir con ella eran tan variadas e inesperadas
que no me daba tiempo de pensar en una nueva relación.
Pasó el tiempo en medio de una temporada de paz. En la familia se
habían adaptado a los animales. Mi abuelo empezó a encariñarse más
con Pardo, a tal punto que llegamos a interpretar, sin intercambio de
palabras ni acuerdos, que Foamy era mía y el hijo era de él. Lo único
diferente en esta nueva etapa fue que, cuando llegó un nuevo celo de
mi mascota, ya no vimos merodeando al padre de Pardo por nuestra
casa. De hecho, no sólo notamos eso, sino que también nos inquietó el
no ver más perros callejeros.
Terminaba para entonces mi cuarto año de la universidad cuando
supimos que se había conformado una nueva especie de asociación
que capturaba a los animales vagabundos, especialmente a los perros.
Nunca se volvió tan imperante el uso del collar. Por suerte, Foamy no
tenía problemas para usarlo. Pardo, por su parte, mostraba indicios de
haber absorbido de mí la bipolaridad que tantas veces manifesté en
casa. En ocasiones se le veía tranquilo usando su collar, pero de
repente actuaba como si lo que llevaba encima era alambre de púas y
este se le estuviera encarnando. Incontables fueron las veces en las
que lo descubrimos sin su collar, por lo que tuvimos que lidiar con una
nueva habilidad desarrollada: el de quitarse de encima lo que le
estorbara. Tanto mi abuelo como yo luchamos por supervisarlo y
volverle a poner el bendito collar cada vez que fuera necesario.
Sabíamos que eso era muy importante.
Para mi último año de universidad tuve que enfrentar la mayor de
todas las pruebas que hasta entonces había afrontado. Cuando uno se
vuelve más maduro, aprende que la vida tiene altos y bajos, y por eso
sabemos que estamos vivos. Como lo muestra un monitor clínico, si la
línea se queda recta, significa que el paciente ha muerto, así también
los altos y bajos en nuestras experiencias cotidianas nos indican que
estamos vivos, y más importante aún, nos ayudan a no olvidar lo
trascendental de la vida. La monotonía es el principal enemigo de los
que quieren vivir. Pero siendo francos, yo no esperaba un bajo tan bajo
como aquel.
Me sorprendió que el abuelo se levantara temprano un domingo, y más
aún que se alistara para salir. Al mismo tiempo que yo me preparaba
para ir a misa, él lo hacía, como si se dispusiera a lo mismo. Nuestras
intenciones eran calcadas.
Recordé la última vez que lo golpearon y me pregunté que si aquella
terquedad que quizás yo también había heredado no tendría sus
consecuencias. Don Aparicio estaba más viejo y no parecía ser una
buena idea querer retomar su libertad por las calles. Mis padres lo
recibieron alguna vez para acogerlo de manera temporal, pero desde
entonces se dieron cuenta que aquel espacio de tiempo que él
requeriría significaría el resto de su vida. Nadie se quejaba de su
presencia en casa. Yo era el que menos. Había aprendido a quererlo.
—¿Piensa salir, viejito? —indagué, adivinando la respuesta, que era
obvia.
—Sí, el encierro no le hace bien a nadie. Hasta los perros salen más
que yo —respondió, animado por una nueva esperanza.
—¿No teme que le pase algo? —pregunté de nuevo, queriendo traer a
su mente aquel recuerdo que a la mía ya había llegado. Asumía,
quizás, que a su edad empezara a olvidar ciertas cosas.
—Mire pendejo —objetó, volviendo sus ojos con fiereza —. Prefiero
morir libre, que morir encerrado.
Después de eso, no pude decirle nada más. Guardé silencio y acepté
que fuera a misa conmigo. Mi consuelo era que quizás se conformara
con salir cada domingo. Pero las cosas no fueron así. Se ausentaba
otros días. Pardo siempre iba con él. El canino amarillo relevaba a
Foamy en aquella tarea de custodiarlo. Estaba claro que ése era su
perro, y teniendo yo autoridad sólo sobre la mía, nada pude objetar de
ello tampoco. Tuve que aceptar la suerte que correrían ambos.
Fue una tarde calurosa cuando supe que lo peor que podía pasar,
había sucedido. Las nubes avanzaban con lentitud y parecían
extenuadas, como si experimentaran un sinsentido en su existencia.
En las calles los niños jugaban, ajenos a cualquier otra cosa que
pasara en el mundo, viviendo su día a día con la sonrisa en los labios,
de aquella que se dibuja libre de las responsabilidades, cuando uno no
tiene mucho por lo qué preocuparse. Foamy descansaba en su lecho
mientras yo alistaba un par de zapatos para el día siguiente. Lo que
nos rodeaba parecía ser lo mismo de siempre, y no notamos la
presencia nefasta de aquel augurio que sopla y que avisa malas
noticias. Fue como un “deja vu” cuando nos avisaron que don Aparicio
había sido hallado golpeado, nuevamente asaltado. Pero este aviso ya
no nos vino por un animal, como fue la ocasión anterior, cuando
Foamy nos llevó a donde estaba el viejo. Esta vez fue una llamada.
¿De qué servía que me hiciera preguntas tan inútiles cómo aquella de
cuestionar porqué en nuestra ciudad sucedían los asaltos a tales
horas? O la otra aquella de ¿porqué el abuelo nunca había denunciado
a sus perseguidores? Nada de eso ayudaba a solucionar lo que ya
había pasado. Entender las cosas no era algo que urgiera.
La primera vez que vi llorar a mi madre fue aquella tarde de marzo,
cuando a través del teléfono le avisaron que mi abuelo había sido
lesionado de gravedad, que la médula espinal había sufrido un
seccionamiento producto de golpes severos y que por ello don Aparicio
no volvería a caminar. No puedo explicar lo que sentí por ver a mi
madre en aquel estado emocional nunca antes contemplado por mis
ojos, ni lo que hubo en mi interior cuando también lo supe.
Minutos después de aquella noticia, mis padres se dirigían al hospital y
no pensaban en nada más que acompañar al señor. Nada que
reprocharles, les comprendía perfectamente, pero yo fui el único que
pude pensar no solo en mi abuelo. También pensé en Pardo y en su
destino. Busqué inmediatamente por todos los rincones de la casa
hasta que hallé lo que buscaba, pero que no deseaba encontrar. Se
había marchado de casa sin su collar.

XIV
o primero que preguntó mi abuelo al verme fue: “¿Dónde está
L Pardo?”. Aunque aquella visita que le hice era, contra todos los
impulsos, para sólo interesarme por él, fue él mismo quien me hizo
volcarme nuevamente a la intención que en mis pensamientos también
imperaba.
—Deja de perder el tiempo conmigo y ve a buscar a Pardo —exigió,
con las pocas fuerzas que lo sostenían y con la voz quebrantada no
solo por la edad, si no por el dolor que aún sentía, a pesar de que
ahora media parte de su cuerpo había perdido la sensibilidad.
—Pero… abuelo… no tengo idea de dónde buscarlo —objeté
tímidamente.
—Tú siempre tan pendejo —gruñó, exasperado—. Si supieras a donde
ir creo que no estuvieras aquí. Búscalo, donde sea, pero búscalo.
—Al menos, dígame —supliqué—. ¿le ha pasado algo malo antes de
que lo viera usted por última vez?
—Estaba muy golpeado, a penas se sostenía en pie. Intentó
defenderme. Debes ir por él y hasta que lo encuentres te voy a contar
lo que ha pasado.
Salí de la habitación con rapidez, exaltado, tratando de localizar con la
vista a mis padres, de tal manera que pudiera evadirlos y así no tener
que darles explicación de mi huida. Corrí por los pasillos del hospital a
sabiendas de que aquello era prohibido. Maquinaba con insistencia los
enigmas que surgían alborotados, cual abejas de una colmena
zarandeada, de aquella escueta información que don Aparicio me
había proporcionado. Trataba de inmiscuirme en la mente de un
animal que se encontraba a no sé cuantos metros, o bien convertirme
en uno, para dejar lo cerril de la razón en momentos de desesperación,
y aferrarme a la sosegada intuición que hace tomar las decisiones
rápidas.
¡Cuán complejo se vuelve un asunto cuando la mente no se ordena, y
entre tantos vaivenes de ideas lo más sencillo es inalcanzable! Tuve
que tropezar, caer con violencia en el piso rugoso de aquella entrada
amplia del nosocomio que dejaba atrás y golpearme la cabeza en un
pilar enorme que se erigía para sostener la arquitectura moderna con
la que se había diseñado el susodicho centro. Únicamente así pude
pensar en una sola cosa: el dolor. El golpe fue lo suficientemente
fuerte como para que me doliera, levantándose en mi cabeza un
chichote bastante notorio, pero lo suficientemente débil como para que
siguiera consciente. Ante aquella única alerta que prevalecía en mi
organismo, surgieron en mis razonamientos dos posibles escenarios
que desvelaron el camino que debía seguir. En esa situación solo
podía, o quedarme ahí tirado esperando que alguien me ayudase o ir
yo mismo a buscar auxilio, volviendo al lugar de donde había salido.
Como para Pardo la segunda opción no era viable, supuse que la
primera era la que él había tomado, mejor dicho, obligatoriamente
aceptado. Así como asistieron a mi abuelo así también lo habían
asistido a él. Al menos eso era lo lógico.
Volví al hospital y pregunté en emergencia quiénes habían sido los
encargados de ir a traer a mi abuelo. Ante mi insistencia accedieron a
ayudarme aún poniendo muchos obstáculos para darme la
información. Sucedía que los muchachos habían terminado turno y se
encontraban en su tiempo de descanso. Pero cuando mencioné la
palabra “perro” entendieron qué era lo que estaba buscando. Fue
entonces cuando supe que Pardo había sido llevado a una clínica
veterinaria, fuera de la ciudad. Los perjuicios de aquel desafortunado
evento habían sido igual o peores que los que asolaron a don Aparicio.
Pardo había requerido intervención inmediata. Agradecí el compromiso
que en mi país se mostraba por el cuidado animal. Ponía en duda
desde entonces que hubiera maldad alguna hacia ellos, al menos en el
trozo de planeta en el cual habitaba.
Volví a la habitación donde se encontraba mi abuelo y le conté los
resultados de mi búsqueda, en las que no necesité ir tan lejos, pero
que al final me llevarían más lejos de lo que pensaba. Mi abuelo
entonces, sintiéndose más tranquilo, me contó lo sucedido:
—Intentaba volver a la casa pasando por el boulevard de la ciudad. Se
encontraban allí unos viejos conocidos con los cuales se podría
mencionar que tenía, o aun tengo, cuentas pendientes. Pardo iba
conmigo. Me percaté hasta entonces de que no llevaba puesto su
collar. Había salido tan ensimismado de casa que no lo había notado.
No pensé que fuera un problema si estaba siempre a mi lado, hasta
que pasó lo peor. Los que en el boulevard había visto siguieron mis
pasos, de una manera tan astuta que no los vi venir, hasta que me
acorralaron en el callejón de la avenida del río. Seguramente se
movilizaron en un auto. Tú sabes que siempre elijo esa ruta cuando
voy a la ciudad, y que prefiero caminar antes que tomar un taxi.
MI abuelo carraspeó. Luego tosió. Hacía enormes esfuerzos para
poder hablar. Y cuando tosía se notaba que le dolía mucho. Intenté
pedirle que parara, pues sabía que las sondas le hacían casi imposible
realizar esfuerzos para seguir hablando. Sin embargo, él decidió
continuar:
—Quise, al verme en aprietos, coger el primer carro con sombrero que
apareciese, pero acaso dejaron estos de trabajar o acaso se pusieron
de acuerdo para no pasar por esa carretera, muy tarde había tomado
yo la decisión. Me alcanzaron. Lanzaron contra mí toda clase de
improperios. Pardo salió en mi defensa e intentó morderlos, y
empezaron a golpearlo. Quise evitarlo, pero la zurra también me la
llevé yo. Sentí dolor como nunca antes y caí al piso, entonces vi que
Pardo aún quería defenderme, pero el pobre sólo se sostenía con sus
patas delanteras. Antes de perder la conciencia, lamenté que estuviera
sin su collar. Debes ocuparte de él. Debes ir al hospital donde lo tienen
e impedir que después de recuperado lo lleven a una perrera. Tengo fe
que, al igual que yo, se repondrá de esta paliza.
No dijo nada más. Yo tampoco respondí. Había entendido
perfectamente que su voluntad era que asumiera el cuidado de Pardo,
mientras mis padres se ocupaban de él. Hasta entonces recordé que
Foamy también nos necesitaba. Quizás sintiéndose angustiada en
casa, esperaba a que volviera y me ocupara de ella. Yo también la
extrañaba, pero ahora requería que alguien más se encargara de su
cuidado. Me despedí de mi abuelo, fui a casa, abracé a Foamy y sentí
deslizarse por mis mejillas un par de lágrimas. Aquellas eran por
Pardo, pues mi mascota me hacía sentir que también le extrañaba.
Llamé a Hamilton, ¿a quién más si no a él? Le pedí que me ayudara
con Foamy por un tiempo. Aceptó después de que le insistiera mucho.
Preparé una pequeña maleta con lo necesario mientras él llegaba por
ella. Recopilé lo preciso para hacer constar que yo era el dueño del
perro hospitalizado: collar, tarjeta de vacunación, historial de
intervenciones en la veterinaria y fotos. Tan pronto hube terminado,
Hamilton hizo sonar la bocina de su camioneta, tan inconfundible a mis
oídos que no necesité que lo hiciera de nuevo para salir a su
encuentro. Le entregué a Foamy y un kit de elementos para su
cuidado, el cual incluía un par de juguetes a los que la perrita se había
encariñado. Hamilton, en su ajetreo cotidiano, no pudo ofrecerse a
llevarme a la terminal de buses, pero lo que hacía por mí era bastante.
Me dirigí hacia la ciudad vecina con presteza e ilusión por devolverle a
Pardo la alegría de ver a los que él amaba. Había demostrado aquel
amor con lo que hizo por mi abuelo. Volví a ejecutar los trasbordos
para poder llegar cuanto antes. Una llamada bastó para que mis
padres estuvieran enterados. Mientras recorría la ciudad mi mirada se
posaba en los altos peñascos que sobresalían en los alrededores. Mi
mente abrió sus portales a los recuerdos más significativos de mi vida.
Trataba de localizar memorias de un amor más grande que el que
últimamente había experimentado. De mi niñez surgían algunos
chispazos de felicidad, a través de emociones que se vivieron y se
almacenaron en algún resquicio de mi alma. Ahora que me remontaba
a cada momento inolvidable, pasaba nuevamente por las páginas que
escribí con mi primera relación de noviazgo: Michelle aparecía ante mí
con su semblante tan bello, con su pelo lacio, con su sonrisa perfecta.
Para entonces también me sentía amado. Al comparar todas las
determinaciones realizadas en mi relación con mis mascotas, me daba
cuenta de lo poco que yo la había amado. Pero al volver a mi memoria
su hosca manera de dejarme y cambiarme por otro después de tan
poco tiempo, me consolaba diciéndome que ella no merecía mis
esmeros. Mis mascotas, en cambio, mantendrían su fidelidad siempre
y el amor que yo les diera merecía todas las penas del mundo.
Agotado por los pensamientos y mermado por aquel golpe que me
había dado en la cabeza, me quedé profundamente dormido. Me
despertó el ayudante cuando estábamos en la última parada. Esa
estación era más digna de un tren que de un bus, pero en mi país ya
no existían los trenes. Cogí un taxi, de aquellos a los que mi abuelo
llamaba carros con sombreros, y pedí que me llevaran hasta la clínica
veterinaria, única en toda la zona.
Poco puedo rescatar de mi recorrido por la ciudad, pues mi mente ya
se ocupaba solamente de Pardo. Llegados al lugar, bajé y corrí hacia
la entrada. Cruzado aquel umbral, me dirigí a recepción para preguntar
por el perro característico. Una vez presentadas todas las pruebas
requeridas me llevaron al salón donde se estaba recuperando. La
noticia que me dieron me traspasó el alma: Pardo había perdido la
movilidad de sus patas traseras, y tal cual la suerte de don Aparicio,
había quedado parapléjico. Me enseñaron una revista abierta
justamente en la sección donde se mostraban distintos diseños de
sillas de ruedas para perros. A cada imagen le acompañaba en
números vistosos el precio del ejemplar. El amor me había llevado a
renunciar a una vida libre de ciertas responsabilidades. Mis ahorros no
ajustarían para comprar la más barata. Contar con mis padres era
caso perdido. Ellos ya tenían suficiente con el gasto por lo de don
Aparicio. Pero fuera como fuese, yo tenía que adquirir la silla de
ruedas para mi buen amigo. Sin embargo, la vida da giros
inesperados.
Después de un par de días en aquel lugar, hasta que Pardo fuera dado
de alta, volví a mi ciudad llevando conmigo una silla y una deuda.
Cuando mi abuelo fue llevado a casa y vio la sorpresa, se compadeció
tanto que me dio otra parte del dinero. Mis padres habían gastado sus
reservas, como me lo había imaginado. Pero Hamilton, al devolverme
a Foamy, y saber también lo del perrito, se conmovió tanto como mi
abuelo, o más, que me dijo que contara con él y el dinero que faltaba.
Al decirme que contaba con él no me imaginé que su compromiso
llegara tan lejos hasta que la vida misma lo puso a prueba.
El tiempo siguió transcurriendo de la misma manera. Para él nada
cambia. No se inmutaba a pesar de que necesitara yo más de él para
tener todos los cuidados necesarios con mi mascota y con mi abuelo.
Las fisioterapias hicieron que mi vínculo con Pardo se hiciera más
fuerte. El perro amarillo, que ahora era un héroe, demostró su
capacidad de adaptación a tal punto que, ya no se veían rastros de
aquel que se quitaba de encima todo lo que le estorbara. El uso de la
silla de ruedas era una prueba tangible.
Cuidaba de Pardo y Foamy como si fueran mis hijos. En eso se
resumió mi vida el último año hasta que encontré trabajo. Justo cuando
terminé la universidad ya tenía varias ofertas gracias a algunos
contactos de amigos. Sin embargo, todas ellas eran lejos de mi ciudad,
en la capital. Hamilton también había logrado ubicarse, pero en un
lugar cercano, que le permitía seguir viviendo en la que siempre había
sido su casa. Mi amigo Bryan, por su parte, viéndose nuevamente
golpeado por el destino, había conseguido su puesto en la capital, al
igual que yo, lo que empujaba a que buscáramos la misma casa de
alquiler. Ése no fue el único cambio en mi vida.
Los hijos de mi abuelo por fin aparecieron en escena. Enviaron una
carta donde pedían a mis padres que les cedieran el cuidado, para
alejarlo de aquel entorno donde corría peligro, aun habiendo ya este
sufrido tanto. Por mucho que mi abuelo quisiera, no podía llevarse a
Pardo con él. Mis padres ya habían adquirido una postura resolutiva:
me tenía que llevar a los perros conmigo o ellos los regalarían. Pero,
donde Bryan y yo vivíamos, no permitían animales. Entonces les pedí
a mis padres un tiempo para arreglar las cosas. Fue entonces cuando
Hamilton se ofreció para encargarse de Pardo.
—Deja a Pardo conmigo —pidió—. Sé que de los dos quien debe
seguir contigo es Foamy. Pardo, en la condición que se encuentra,
necesita cuidado y atención, y mi familia está dispuesta a dárselo.
La metamorfosis que había experimentado mi mejor amigo era más
que sorprendente, digna de contemplar. Recordaba la vez que le pedí
que buscáramos a la perrita perdida y cómo había menospreciado mi
preocupación. La mirada con que abrazaba a Pardo era totalmente
distinta a la que le había dirigido cuando salió de los matorrales aquel
día. No pude negarme a dárselo. Pardo quedaba en buenas manos.
Solo me faltaba algo: lograr llevarme a Foamy.

XV
E l tiempo me quedaba para pensar en Foamy, y no era porque no lo
trabajo me demandaba tanto esfuerzo y dedicación que poco

quisiera, sino por la misma inercia de las funciones que debía cumplir.
Tenía programadas varias capacitaciones todos los fines de semana,
cuyo objetivo era dotarme de todas aquellas herramientas y
conocimientos que se requerían para ser más eficiente, como lo exigía
la empresa. Mi mayor temor se vio realizado para entonces: los viajes
a mi ciudad no iban a ser los que había presupuestado. Eso significaba
menos tiempo para ver y cuidar a Foamy. Además, un par de libros
que tenía que leer después del trabajo me esperaba cada noche, lo
que hacía más complicada la tarea de buscar una nueva casa donde
pudiera llevar a mi mascota. Por si fuera poco, habíamos firmado un
contrato donde teníamos que permanecer en el alquiler durante al
menos tres meses. Aquellas cláusulas estaban de moda para
entonces, con el fin de garantizar la estabilidad económica del dueño
del lugar. Nada podía estar peor.
Aproveché el primer fin de semana, que era el único que tenía
despejado, para viajar y hacer los últimos intentos por salvar a Foamy.
Sabía que una semana era mucho tiempo para mis padres y que lidiar
con una mascota les era fastidioso. No necesitaba ninguna prueba
para constatar eso, aun así, recibía llamadas constantes de mi madre,
no precisamente para preguntarme sobre el trabajo, sino para proferir
quejas interminables. En cuanto la vi aquella mañana de sábado, que
se vestía de gris por un cielo nublado, traté de apaciguar su turbulento
estado anímico, pero lo que dije no tuvo el efecto deseado.
—Madre, por favor, ayúdeme con Foamy un tiempo más. Yo le pagaré
por cuidarla, no importa si deba darle por ello la mitad de mi salario,
pero ayúdeme mientras encuentro una solución —rogué, dejándome
ahogar por la impotencia, y adivinando su respuesta.
—¡No! ¡No, Uriel! —sentenció, para luego dar sus razones, que me
eran ya innecesarias —. No me hace falta dinero en la casa, lo que me
hace falta es paz, y la paz no se negocia. Mientras esa perra esté aquí,
yo no tengo ni tendré tranquilidad. Si no resuelves esto pronto, yo
misma me encargaré de deshacerme de ella.
No pude insistir. Sabía que sus resoluciones eran infranqueables. Pero
además de eso había otra razón para dejar de hablar con mi madre:
Foamy había salido a mi encuentro y no podía ignorarla. Su felicidad
era inmensa. Sus ojos negros brillaban y su cola se movía sin cesar.
Sus orejas se levantaban anhelantes de escuchar mi voz. Sus saltos
denotaban el deseo de ser abrazada y sus aullidos y ladridos
evidenciaban su carencia de afecto. Mi perrita me necesitaba, y yo me
estaba alejando de ella.
Ese día no había tiempo para dejar que me atacara mi bipolaridad.
Aquel animalito fue quien llenó el vacío que había dejado una relación
que trastocó mi vida como nunca lo hubiera imaginado. Mi pequeña
mascota se convirtió en el héroe que me rescató de la depresión,
conformando con Pardo el mejor equipo de bizarros, ése que nunca
sale en los comics porque es de la vida real; llevarla a mi vida fue la
decisión más acertada en tiempos donde decidir era lo más difícil. Ella
lamió mis heridas hasta que la mayoría sanaron. Es verdad, se había
ocupado de recordarme a Michelle cada bendito segundo del tiempo
que compartía con ella, pero, aunque me dolieran los recuerdos,
Foamy los sanaba. Con su alegría y amor tan natural, quería pintar de
colores vistosos los paisajes grises de mi pasado. Tenía un propósito:
sanar mi corazón, enseñarme lo que significaba el amor. Sí, a veces
una mascota sabe más de eso. En ocasiones es necesario que la
misma naturaleza sea la que nos enseñe como vivir.
Hice café dos veces, sólo para verla radiante con su esperanza de
probar pan. Y después lo tomé en la mesa de siempre, donde
redactaba mis guiones. Extrañaba tomar mis lapiceros y crear mundos
imaginarios, de historias dramáticas, llenas de humor y finales felices.
Más que eso extrañaba tener a mi mascota a mis pies, dispuesta a
recoger cada lápiz que se cayera al piso, y que con ello me dijera que
siempre estaría ahí para mí. No parecía reprocharme el tiempo que
estuve lejos, y aunque solo fuera una semana, sé que quizás ella lo
había sentido extenso, mucho más de lo que yo percibí. No quería
perderla.
Mi madre apareció nuevamente. Quizás lo había olvidado por su nivel
de estrés o su mal humor, pero me entregó una carta que debió darme
antes. Ya había apagado las luces el día, y en cambio la luna se
mostraba inquieta en el cielo, dejándose ver por las ventanas de
aquella casa que pronto dejaría de ser mi hogar. Vi la letra en el sobre,
y aunque nunca me había detenido a verla antes, supe que era la de
mi abuelo. No podía adivinar la razón por la que me hubiera escrito.
Sabía que era para algo importante, nada más. Él nunca fue de
aquellos que demuestran sus sentimientos, sino que más bien hacía
un esfuerzo por mostrarse siempre imperturbable. Solo su marchita
mano en mi hombro había confirmado su afinidad conmigo. Solo la
palabra “pendejo”, cada vez que la decía, me había mostrado su
cariño. Las únicas veces que lo vi compadecerse fue por las
desventuras que vivimos con los perros. Aquella carta era para
contarme la razón de sus infortunios, y para anunciarme una
preocupación que no pudo compartirme antes de marcharse.
Querido Uriel,
El que haya mal en el mundo no es una novedad para nosotros. No
todo lo que nos pasa en la vida es bueno, pero es verdad que el bien
sabe sacar provecho de todo, aun de lo malo. Tú nunca amaste las
mascotas porque en tu familia no se les amó. No tenías de quien
aprenderlo. Necesitaste tener una mala fortuna en el amor para darte
cuenta de lo bello que es tener un amigo con cuatro patas.
En esta carta te pido que comprendas a tus padres. Todo lo que pasa
tiene una causa. Quizás ellos guarden un secreto que no hayan
querido contarte. Quizás el tiempo lo descubra. Quizás hasta yo lo
sepa, pero me avergüenza ser yo quien te lo diga. Lo que quiero
decirte es que yo también necesité ver y sentir la maldad del hombre
para descubrir el valor de estos animales. Sé que Pardo ya no podrá
estar en casa, y te pido que le busques un buen destino. Una vez
quise salvar a los de su especie y no pude. Tenía una deuda con ellos,
puesto que yo había sido uno más de los que los trataron mal. Pardo,
sin embargo, no escatimó para salvarme, corriendo mi misma suerte.
En esta carta quiero contarte que hace un tiempo trabajé en el
zoológico aledaño a nuestro pueblo. Cosas oscuras se esconden tras
de él. Cuando renuncié del trabajo traje conmigo pruebas para
denunciarlos, pero sabiéndolo todo quemaron mi casa, y por eso me
fui a vivir con ustedes. No conformes con haberse deshecho de la
evidencia, quisieron vengarse de mí varias veces, por aquellas
intenciones de hacer lo que nunca pude. Por eso todo lo malo que me
ha pasado.
Debo advertirte que la última vez que vi a tu amigo, Hamilton, fue
aquella postrera ocasión que me lastimaron. El conducía la camioneta
Toyota de color azul cobalto en la que se escaparon mis enemigos.
Tenía dudas al respecto, pensando que mi falta de lucidez por mi
estado me hiciera una mala pasada. Pero ahora estoy seguro de lo
que te digo. He recordado la imagen en la que los he visto marcharse.
Te pido por favor, que cuides a los perros de él, por mucho que te haya
ayudado la otra vez a buscar a Foamy, créeme, no es de confiar.
Por último, pendejo, recuerda que la vida golpea, pero nos hace más
fuertes. Si pronto encuentras el amor, no lo dejes ir. Hay muchas
mujeres que vagan por ahí deseando ser amadas, y tú tienes el
derecho de volverlo a intentar.
Cordialmente:
Aparicio.
Aquella carta me estremeció. Era como un rompecabezas al que le
faltaban piezas que debía buscar. De entre todas las incógnitas una
fue la que quise resolver de manera inmediata. Me comuniqué con
Hamilton para pedirle explicaciones. No podía creer que mi mejor
amigo resultara ser alguien en quien no pudiera confiar. Para mi
tranquilidad, él contestó mi llamada, y al hacerlo, pude escuchar los
ladridos tan peculiares de Pardo. Si tenía malas intenciones, al menos
hasta aquel momento no las había realizado. Mi amigo accedió a
verme cuanto antes. Minutos después estaba en mi casa. Había traído
a Pardo consigo. El perro lucía, a pesar de su condición, muy feliz.
Estrenaba una silla de ruedas mucho más elegante.
—Le he comprado una nueva con dinero prestado —aclaró—. Sé que
con el salario de mi nuevo trabajo no me resultará difícil saldar la
deuda.
—¿Tu nuevo trabajo? Pero si es el primero que tienes—afirmé con
sutileza, queriendo confirmar lo que recién había mencionado, y a la
vez completar la información que don Aparicio me había proporcionado
a medias.
—Sí, mi nuevo trabajo. Ya tenía uno antes. Hay algo que debo contarte
—dijo, adelantándose a mis intenciones.
—Yo también quería preguntarte algo —interrumpí—. Mi abuelo me ha
escrito para advertirme sobre ti. En su carta me ha pedido que no
permitiera que tuvieras cercanía con los perros. Ahora que veo a
Pardo estoy confundido. Algo aquí no cuadra.
—Déjame explicarte —insistió—. Antes trabajaba en el zoológico.
¿Recuerdas las veces que te he advertido de que nuestro pueblo no
es el mejor para los perros callejeros? Al zoológico le interesan, y no
es para nada bueno. Empecé a dudar de mi continuidad en ese trabajo
desde aquella vez que buscamos a Foamy. Tomé mi decisión definitiva
de renunciar cuando vi lo que le pasó a tu abuelo. Yo hacía mi trabajo
de trasladar lo que fuera necesario, pero nunca sabía más detalles.
Aquella ocasión funesta escuché el ladrido de Pardo, inconfundible
para mí desde que te recogí la otra vez, cuando él salió de entre los
matorrales. Entonces, bajé los vidrios de la camioneta, acercándome
más al lugar, hasta poder reconocerlo. Fui testigo de los últimos
momentos de aquella escena espantosa. Al parecer tu abuelo me vio.
Impedí que la paliza fuera peor amenazando a los verdugos de
dejarlos tirados, pues yo iba a marcharme. No sabía como actuar. Fui
yo quien llamó a la ambulancia para que fueran atendidos cuanto
antes. Puse la renuncia inmediata después de aquello, y ahora estoy
bajo amenaza de no contar nada de lo sucedido. Para reparar algo del
perjuicio causado, me ofrecí a cuidar a Pardo. Al igual que tú las
mascotas no me llamaron la atención nunca. Pero Pardo es mi mejor
amigo ahora. Su silla de ruedas es el signo que me recuerda la bondad
más grande de la que he sido testigo. Perdón Uriel. Perdóname. No
hubiera querido que nada de esto pasara.
Cuando Hamilton terminó de hablar se rompió en llanto. Yo estaba tan
estupefacto que no pude mencionar nada. Me había quedado
ensimismado, sin saber cómo reaccionar. No era dueño de mi cuerpo.
Me sentía paralizado. Mi lengua se negaba a responder a mis impulsos
mientras estos no se pusieran de acuerdo. Una parte de mí quería
culparlo. La otra parte quería agradecerle. Ante el encuentro abrupto
de emociones divergentes, solo pude hacer una pregunta:
—¿Qué maldad esconden ahí?
Tuve que esperar un momento, el justo para que su llanto se calmara.
—No puedo contarte —dijo al fin, entre sollozos —. También estoy en
riesgo ahora.
Mi amigo gimoteaba. Quizás vivía algo similar en su interior. La batalla
talvez era entre su intención de doblegarse ante su arrepentimiento y
el deseo de serle fiel a su orgullo, queriendo evitar el mostrarse más
débil ante mi presencia. Mis ojos ya no lo veían. Mis pupilas reflejaban
a la luna. Ella quizás fue testigo de mis lágrimas aquella noche.

XVI
L a había
primera pieza faltante de aquel rompecabezas que mi abuelo
desvelado en su carta fue encontrada y puesta en su lugar.
La noche me pareció muy larga y el insomnio hizo lo que quiso
conmigo. Dejé marchar a Hamilton sin decirle una palabra y encontré
el consuelo en mi mascota, que dormía plácidamente en mi cuarto,
despertándose de vez en cuando para ser testigo de mi incapacidad
de conciliar el sueño. En cada una de las veces se levantó para ir a
saludarme moviendo su cola con una peculiaridad que denotaba
preocupación. Entendí esa preocupación la mañana de aquel domingo
que considero la más especial e inolvidable. Como suele suceder
cuando uno tiene insomnio, no logra dormirse hasta ya en la
madrugada y luego despertarse no es tarea fácil. Fue Foamy quien me
despertó aquella vez, como solía hacerlo los domingos en los que ella
comía pan, pero esta vez su intención era otra.
Supe ver la diferencia cuando la ansiedad mostrada era distinta y me
mordía el pijama para halarme hacia la puerta principal de la casa y
demostrarme con eso que lo que quería era salir. Al ver la hora había
reconocido que me despertó más temprano que de costumbre y su
deseo era claro: quería ir a misa, pero quería ir conmigo.
Procedí a alistarme para ir a la Iglesia, y lo hice con entusiasmo
porque también pensé que aquella era una oportunidad de entregar a
Dios la preocupación que me embargaba. Necesitaba luces que
iluminaran mis decisiones para hacer lo correcto. También
aprovecharía para jugar con ella una vez más después de misa, como
solíamos hacerlo en aquel campo que atravesamos tantas veces y
donde ella había desarrollado su talento con el disco.
Al llegar al templo lo primero que llamó mi atención fue el vacío que
había en aquella banca que Michelle solía ocupar cada domingo, junto
a su novio, y que en alguna ocasión era yo quien ocupaba antes.
Aquella ausencia acaparó tanto mis pensamientos que dejé que mi
mente se ocupara de hacer conjetura tras conjetura olvidándome de
aquella primera intención por la que había ido a aquel lugar. Y aunque
Foamy era feliz estando ahí, más aun sabiendo que yo estaba con ella,
yo me desconecté de sus emociones y pensé en Michelle como hacía
mucho tiempo no pensaba en ella. La conclusión más repetitiva e
ilusionante a la cual llegaban mis esfuerzos era que Michelle había
terminado con su novio. Pensar en eso me hacía darme cuenta de mi
realidad: llevaba ya muchos años sin haber intentado enamorarme.
He escuchado decir que las palabras tienen poder. Y para entonces lo
que más ocupó mis pensamientos y adquirió poder sobre mis actos
fueron las palabras de mi abuelo en su carta donde me invitaba a estar
abierto a una nueva relación de noviazgo. Esa era otra de las piezas
faltantes de aquel rompecabezas, y de pronto mi vida se vio inclinada
a buscarla, aunque no fuera esta la más importante. La tranquilidad
que experimenté al ver satisfecho un deseo oculto y que recién se
revelaba, de que Michelle tuviera que pagar las consecuencias de sus
actos, hacía que volviera a ver a Foamy y le dedicara una sonrisa.
Algo me decía que todo iba a estar bien, pero también sabía que en mí
no todo estaba bien; no mientras se denotara que aun persistía un
anhelo de venganza, de envidiar la felicidad de mi ex novia y de pronto
sentirme bien al pensar que quizás era ella quien ahora estaba
sufriendo.
Solo el final de la misa y el consiguiente alboroto de Foamy por salir
del templo me hizo sacudirme de aquel estado anímico tan
desconocido. Fuimos al campo y jugué con ella. Quise disfrutarla cada
instante mientras pensaba en qué terminaría nuestra historia. Yo
anhelaba conservarla, llevarla a vivir conmigo. Sus ladridos parecían
responder entusiasmados a mis pensamientos. Y así se fue
consumiendo el día, entre ladridos y risas que se unían y cuya afinidad
era tal que hasta las flores vibraban ante el sonido armonioso que
creamos. Toda una historia de amor merecía tener un buen final. Sin
embargo, algo en mi corazón me decía que nuestros caminos iban a
tomar rumbos separados.
Llamé a Héctor, como primera opción, para saber si ellos podrían
cuidar de Foamy el tiempo que fuera necesario mientras yo conseguía
estabilizarme. Recibí noticias inimaginables de su parte: Tonky, su
cachorro, aquel que una vez intentó conquistar a mi Foamy, había
muerto. Doña Fátima, su madre, se encontraba muy mal de salud.
Ante la necesidad de asumir todas las obligaciones y por su trabajo, él
no era capaz de cuidar de mi perrita. Cuando le mencioné la opción de
Mérida y su hija Alondra, supe que ellas ya no se encontraban en el
país. El padre de Alondra, que siempre estuvo fuera, había logrado
tramitar los documentos necesarios para llevárselas a vivir con él. Las
opciones se acortaban. Parecían ser como pétalos de una flor que
empezaban a caerse uno tras otro, con un fin inevitable. Pensé en
Hamilton, pero él ya cuidaba de Pardo y aquella era una carga muy
grande ya. Desde la carta de mi abuelo el entorno en el que vivía, junto
a mis padres y alrededor de ellos y de nuestra casa, había adquirido
un tono muy oscuro. Los secretos parecían esconderse en cada
esquina, en las riveras del río, bajo las sombras de los árboles y en las
nubes que viajaban particularmente encima nuestro. Aquellos secretos
me daban miedo.
Al caer la noche, y mientras me dejaba inundar por la desesperanza,
fui a ver a Bryan, queriendo agotar el último recurso.
—Hola Uriel. ¿Has resuelto ya lo de tu perrita?
—No, Bryan, por eso he venido a verte. Pienso llevarla mañana
conmigo. Tienes que ayudarme a mantenerla oculta por un tiempo.
—¡Imposible! —gritó, exaltado —No podemos llevarla con nosotros ni
ocultarla. Sabes bien que tú y yo no pasamos mucho tiempo en la
casa. ¿Cómo vamos a asegurar que nadie la descubra? Sabes que la
señora de limpieza revisa nuestras habitaciones cada día, que se
encarga de nuestra ropa sucia y que es meticulosa. Quiero ayudarte
Uriel, pero no puedo hacerlo. Pídeles a tus padres que la tengan una
semana más, al menos. Veremos que hacemos.
—Pero Bryan —insistí —, sabes que no puedo volver el próximo fin de
semana, tengo capacitaciones, y si no vuelvo no hay manera de
resolver esto.
Mientras decía eso parecía que cedía al deseo de llorar. Pero no
podía, debía mantenerme fuerte. Foamy me necesitaba.
—Una semana —repitió Bryan —. Solo pide eso y luego veremos lo
que sigue. Cuentas conmigo el próximo fin de semana.
Aquellas palabras me devolvieron la paz y una pizca de esperanza.
Volví a casa y les pedí a mis padres que me ayudaran esa semana
más. Aunque lo hicieron a regañadientes, accedieron. Una pequeña
luz inundó mi alma y sentí que todo se iba a solucionar. Sin embargo,
no todo cogió el rumbo deseado.
Al día siguiente me despedí de mi cachorra, salí temprano de casa,
cuando aún era oscuro, y el último recuerdo de ella fueron sus ojos
negros y su mirada penetrante y una vocecita en mi mente que decía:
“No me dejes otra vez”. Pero aquello duró lo que me tomó dormirme en
el trayecto. Una vez en mi trabajo todas mis fuerzas eran dirigidas a
cumplir mis funciones laborales. La pieza del rompecabezas
mencionada apareció ante mí el martes de esa semana, cuando
subiendo las escaleras fue un pequeño accidente el que me llevó a
desenfocarme de todo. En la prisa que llevaba no noté que venía una
muchacha y el impacto fue ineludible. Los documentos que cargaba en
mis brazos se desperdigaron a nuestro alrededor. Entonces noté que
en mi trabajo había dimensiones desconocidas y atractivas, cuando
sus ojos se volvieron hacia a mí y noté el color tan hermoso que los
vestía: era un azul tan claro como el agua cristalina, los más hermosos
que había visto hasta entonces. Su pelo era castaño y lacio, pero se
notaban unos rayos de un color más rubio, solo conseguidos gracias a
un tinte. Su piel era blanca y en sus mejillas se veían traslúcidas unas
pecas que le quedaban preciosas. Siempre he dicho que los
accesorios más hermosos que puede llevar una mujer son los
naturales. Esas pecas eran el ejemplo perfecto.
—Discúlpame, no te vi venir —Le dije, mientras me agachaba a
recoger los documentos. Ella, como si de un espejo se tratase, hacía lo
mismo para ayudarme, y sus ademanes eran exactamente iguales a
los míos.
—Descuida —respondió—. Mi nombre es Verónica. Es un gusto
conocerte.
—Uriel, para servirte. ¿Eres nueva aquí? Me parece sorprendente que
hasta hoy me percate de que existes.
—Sí, sí, hoy es mi primer día acá —aclaró, mientras sonreía. Hasta
entonces había descubierto dos cosas aún más hermosas que sus
ojos y sus pecas, se trataba de su voz y su sonrisa—. No quiero
hacerte sentir mal, pero así no se le da la bienvenida a una dama.
Sentí el cambio de temperatura y me sonrojé ante sus palabras.
También la veía a ella ruborizada. Azorados seguimos platicando otro
rato hasta que terminamos de recoger la pila de documentos.
—Quizás no ha sido mi mejor presentación —asentí a un último
comentario de ella al respecto—. Pero dejemos a un lado esta primera
impresión tan torpe y dame la oportunidad de reivindicarme. ¿Salimos
un día de estos?
—Por supuesto —consintió —. Puede ser el viernes después del
trabajo.
Y así, la semana se llenó de encuentros furtivos en los que
intercambiamos palabras con el fin de conocernos más. Aquellos eran
signos de que el viernes nos parecía lejano. Una nueva oleada de
sentimientos hacía mella en mi interior, desplazando todas las
atenciones que a la distancia podía tener de Foamy. Las palabras de
don Aparicio habían tenido su efecto en mí y yo le abría las puertas a
una nueva ilusión, pero tanta era la fuerza de esta que me percataba
de que quizás, a pesar del tiempo que había pasado, yo aun no había
sanado totalmente las heridas de mi relación pasada. Foamy de pronto
era relegada a un segundo plano y aquello confirmaba que solo había
atenuado mi soledad y que ahora que conocía a alguien, ella dejaba
de ser importante. Quizás fue la grandeza de la esperanza de volver a
enamorarme, que en su majestuosidad también desarrollaba rasgos
monstruosos, donde no le importaba desplazar las otras cosas que
hasta entonces ocupaba sitio en mi corazón. No fue hasta el viernes
cuando en nuestra cita una plática me llevó a recordar a mi mascota.
—No me gustan los animales —dijo—. Los gatos son insoportables y
los perros ni digamos. Además, llenan de pelos toda la casa. No me
imagino comer y de pronto encontrarme uno en la comida. He
investigado y ellos son causantes de muchas enfermedades. Otra cosa
es que no tolero el olor que por ellos invade una casa. No,
definitivamente no me gustan los animales.
—A mi tampoco… —dije. Pero iba a decir que tampoco me gustaban.
No logré terminar la frase porque simultáneo al recuerdo de Foamy,
que ya me invadía, reclamando la importancia que tenía y debía seguir
teniendo, también me entraba una llamada de mi madre. Pero no pude
contestar, porque Verónica retomó la palabra inmediatamente.
—Que bien que así sea. Creo que me interesas y hubiese sido una
desilusión que me dijeras que amabas a los animales. Veo mi casa en
un futuro y no me la imagino con mascotas.
Y siguió hablando, dando más razones por las cuales no gustaba de
los animales. También habló de lo que sí le gustaba y cómo imaginaba
su casa. No pude interrumpirla. Mis pensamientos ya no giraban en
torno a Verónica, sino en torno a Foamy, la cual había vuelto a mi
mente con fuerza justo cuando Verónica decía: “hubiese sido una
desilusión que me dijeras que amabas a los animales”. Ponía en tela
de juicio el amor que decía tener por Foamy. Di, sin perder la
caballerosidad, por terminada la cita, y una vez que la acompañé a que
tomara un taxi, llamé a mi madre, pero ella ya no me contestó. Intenté
comunicarme con mi padre, y tampoco contestó mis llamadas. Esa
noche me dormí entre pensamientos de duda sobre la aquella llamada
perdida y su intención. Al siguiente día volví a intentar comunicarme
con ellos, sin éxito. Ya estando listo para ir a mi capacitación recibí una
nueva llamada, pero era de Bryan. Como un dardo que se clava con
fuerza sentí que me dañaban aquellas palabras que él me dirigía:
—Mi madre me ha llamado, dice que se ha enterado de que doña
Sonia ha regalado a tu perra. ¡Uriel! ¡No ha caído en buenas manos!
¡Debes salvarla!

XVII
N o lo dudé ni un momento. Mi destino era el complejo majestuoso de
la capital donde tenía mi capacitación, pero lo cambié por la
sencillez de mi hogar y por la búsqueda y rescate de mi amiga. Viajé
de regreso a mi ciudad y Bryan iba conmigo. Recordé las palabras que
una vez me dijo Hamilton sobre la venganza que éste algún día
ejecutaría. Fui más atrás en los recuerdos, hasta volver a ver en mis
pensamientos a Teddy, su tortuga, la cual desapareció sin decir adiós,
siguiendo el curso del río. Aquel río había sido compañero nuestro en
la infancia. Nos vio jugar y crecer, pero también se llevó muchas cosas
que nos pertenecían. Las inundaciones que habían azotado nuestras
casas nos robaron la seguridad, alguna que otra reliquia cuyas aguas
se llevaron, pero también a su tortuga justo después de que yo la
acariciara. En mi conciencia aun vivía aquella culpa, alimentada por mi
madre y por su forma de pensar. Ella no paraba de hablar de nuestra
mala suerte. Yo no desistía en mi lucha contra ella. Quizás tenía
esperanzas. Quizás creía en la redención.
—Perdóname, Bryan.
—¿Porqué, Uriel? ¿Porqué pides perdón? —indagó, estremecido
visiblemente.
—Por lo de tu tortuga. Si fui yo el culpable de que ella se marchara, te
pido perdón.
—Tranquilo, amigo —dijo, calmándome con sus palabras y con un
abrazo —. Teddy solo buscaba un hogar. Lo he meditarlo mucho,
especialmente en estos últimos días que he sabido todo lo que has
pasado y que por Hamilton me di cuenta de las aventuras
desafortunadas de Pardo, a quien ahora cuida como su mascota.
¿Quién lo iba a decir? Primero tú con Foamy, después él con este can
amarillo. La vida da vueltas impensadas. Yo tuve a Teddy, es verdad,
pero quizás no supe aprovecharla cuando estuvo conmigo. Ahora soy
yo el que no tiene mascotas. Y quizás mi tortuga lo que necesitaba era
su libertad. Puede que el río no se la llevara. Quizás fue su corazón
quien la alejó de mí, y el río solo sirvió de canal para que viera su
sueño realizado. Lo de tu caricia de despedida solo fue una mera
coincidencia. Fue tonto pensar en vengarme, una cosa de niños,
totalmente. Ahora debemos pensar en Foamy y devolverla a su hogar,
que es a tu lado. El hogar de una mascota es ése donde ha puesto su
corazón.
No pude decir nada ante aquello. Mi mente asimilaba cada una de sus
palabras. Después de eso ya no hablamos. El se quedó dormido y yo
contemplé el paisaje que se veía a través de la ventana. Recordé la
primera vez que viajé con Foamy y cómo ella lloraba por el frío y los
látigos recibidos de una lluvia que no escatimó, y que nunca dejó de
ser amenazante.
Cuando llegamos, Bryan se fue a su casa, para pedir más detalles a su
madre y yo hice lo mismo. Pero no fue mi madre quien habló conmigo,
sino mi padre, Gadiel, que parecía estarme esperando. Nos sentamos
y me contó lo que había pasado:
—Esta semana hemos tenido una visita inesperada —Empezó su
narración—. Se trata de un gato que invadió nuestra casa. El felino nos
sorprendió, pero a pesar de que lo corríamos, siempre volvía. Foamy
no estuvo de acuerdo con aquella visita. Deduje que temía por que le
robaran su espacio o la atención. Entonces empezó a marcar su
territorio. El olor de su orina desveló sus travesuras, pero lo peor es
que empezó a dejar sus heces en todas partes. Como quisiera usar las
palabras que tu madre usaba, pero sabes que no es mi estilo. Si de
alguien aprendiste a controlar tu vocabulario es de mí.
Mientras mi padre hablaba, por mi mente pasaban muchas imágenes.
Los recuerdos de Foamy me asaltaban. Pero lo que más tomó fuerza y
sentido fueron mis acciones de la última semana. Rememoré a
Verónica, quien ahora se vestía en mi mente como el gato que invadía
mi casa. Lo más probable, pensaba, es que Foamy y yo estábamos
tan unidos, corazón con corazón, que a pesar de la distancia ella
experimentaba que estaba siendo desplazada. Y es tanta la conexión
entre dos seres, que, aunque estén en lugares distintos, interactúan
sus emociones como si estuvieran en el mismo sitio. La presencia de
aquel gato en casa no era más que el signo que reflejaba la de
aquellas nuevas ilusiones que querían abarcar mi corazón, como si de
dos dimensiones paralelas se tratase. Mi padre proseguía:
—Lo que más hizo enfadar a tu madre, es que lo hizo cerca del
comedor. ¡Tú sabes que Foamy ha tenido esa maña de estar ahí
cuando comemos! ¡Y eso fuiste tú quien se lo enseñó! Hijo, tu madre
tolera limpiar si lo que encuentra son pelos, pero limpiar estos nuevos
elementos no son de su agrado. Aunque hice un esfuerzo por
ayudarla, ella no lo soportó más. Ayer tomó la decisión de
desprenderse de Foamy y hoy mismo la entregó a su nuevo dueño. No
contábamos con tu regreso…
Estaba perplejo ante la facilidad con que mi padre me contaba las
cosas. Creí notar en él un esfuerzo por tener empatía ante lo que
estaba sintiendo… puede que notó la indignación que me embargaba.
Reaccioné enfadado, pero a la vez sintiéndome culpable,
especialmente por lo último que él había mencionado, que había sido
mi culpa por no educarla como quizás debía.
—¿Quién es su nuevo dueño? ¿Lo conocen? ¿Lo han entrevistado lo
suficiente como para estar seguros de que la iba a cuidar
correctamente?
Mis preguntas lo bombardearon, y al verse interrumpido no pudo hacer
más que guardar silencio. Aquel silencio me lastimaba. El llanto que
había impedido todo el camino a casa volvía a golpear con fuerza, que
ya no pude evitar el derramamiento de mis lágrimas. Entre sollozos
hice una nueva pregunta:
—¿Pero… porqué mi madre es así? ¿Porqué odia a los animales?
—No los odio —interrumpió ella, apareciendo de repente —. Hay algo
que debes saber.
Traté de calmarme al verla. Siempre tuve miedo de sus juicios; de
mostrarme débil ante sus cuestionamientos. Pero esta vez ella venía
con un semblante sereno. Pensé que quería disculparse por dejar ir a
Foamy, pero me contó una parte de su vida que yo ignoraba.
—Cuando era pequeña, mi mamá me había regalado un perro. Yo
amaba a ese perro. Es el único animal que he amado y desde
entonces no he podido amar a ningún otro. En una ocasión, cuando
mis padres discutían fuertemente, este perro, llamado Bobby, se lanzó
en defensa de mi madre, quien estaba siendo maltratada. No es un
secreto que mis padres tenían serios problemas. El peor de todos era
el alcoholismo de tu abuelo. Esa noche estaba ebrio, y cuando el perro
lo mordió, él sacó una pistola y le disparó tantas veces hasta
asegurarse de que estuviera muerto. Yo fui testigo de esa escena. Es
un trauma que no he podido superar. Aunque ya lo he perdonado, no
he sido capaz de amar de nuevo a un animal.
Dicho esto, mi madre se rompió a llorar. Yo estaba atónito. Me costó
creerlo. Traía a mi mente la imagen de mi abuelo, todo lo que hizo por
mí y los cachorros, y me parecía que eran dos personas totalmente
distintas. Empezaba a entender por qué siempre habló de una mala
fortuna con las mascotas. Una pieza más del rompecabezas era
encontrada. Don Aparicio, como lo expresó en la carta, no me lo dijo
para evitar el dolor que le causaba. Yo juzgaba a mis padres por su
actitud, pero nunca me había dispuesto a conocer la raíz de aquellas
acciones.
A pesar de lo sabido, y de lo que había meditado, no los justificaba. Mi
deseo de tener a Foamy conmigo podía más que cualquier cosa.
Foamy era lo único que me interesaba. Me fui al cuarto para
cambiarme de ropa, y al estar ahí no pude evitar detenerme a ver la
taza en la que siempre tomaba café. Aquella taza era especial y a
Foamy le agradaba cada vez que la usaba. Aunque la taza era negra,
sabía que, con un poco de calor, descubría lo que la hacía bella: el
dibujo de Coraje. Pensé en que así también pasaba con las personas,
que al igual que la taza necesitaba del calor para mostrar su belleza,
así también las personas necesitan del amor para sacar lo mejor de su
interior. Medité en que Coraje, aun siendo un perro cobarde, actuaba
con valentía porque poseía el amor. Para buscar y salvar a mi Foamy
necesitaba el amor. Cuando estuve listo y salí de mi cuarto, Bryan
apareció en la puerta de mi casa y me invitó a salir en busca de la
perra cuanto antes. Su rostro denotaba pavor. No dije nada a mis
padres y salí de la casa apresurado, dejándome conducir por Bryan.
—Conozco a la persona que tiene a Foamy —dijo—. Es amigo de mi
tío y sé cuáles son sus intenciones. Ambos trabajan en el zoológico y
temo lo que puedan hacer con ella.
—¿Qué es Bryan? ¿Qué oculta ese zoológico?
—Luego te cuento —afirmó. Entendí que no quería decírmelo para que
mantuviera la calma, pero mi mente ya se ocupaba de la pieza faltante
del rompecabezas.
Salimos a lo inmediato. Él iba adelante y yo veía su espalda. En ello
encontraba mi seguridad, puesto que ver alrededor hacía peor mi
angustia. Los miedos me asaltaban desde cada rincón. Es curioso
como a veces tienes tantos años de vivir en un lugar y aún desconoces
varios de sus sitios. Aquella sensación de ansiedad que embargaba a
mi corazón, aun yendo con Bryan, me había llevado a permanecer
inmutable a pesar de caminar por senderos que hacía mucho tiempo
no había transitado. Quizás, por los recuerdos de mi niñez, había una
vaga idea de cómo podía estar aquel barrio oculto, al cual muchas
personas no iban por estar tan cerca de los barrancos que había que
cruzar para llegar a las montañas, y donde el río encontraba sus
niveles más bajos. Solían decir que al bajar por ellos se encontraban
algunas cuantas quebradas que servían de afluentes y que era
fascinante la estadía por ahí para disfrutar un rato ameno después de
una bañada en las frías aguas de aquel misterioso riachuelo. Las
quebradas eran en sí atractivas, sobre todo por la idea de darte un
buen remojón lejos de la agitada ciudad, pero los barrancos eran
temidos por la fama que se había corrido de haber sido conquistados
por los vagos, que inmersos en su frenesí, se drogaban en esos
senderos, volviéndose una amenaza para toda persona que pasara
cerca de ellos. Ya eran varios los casos de violaciones y asesinatos
que se habían producido en aquellos alucinantes precipicios. Sin
embargo, ahí íbamos nosotros, con la remota esperanza de que los
vagos resultaran ser viejos amigos con los que tantas veces habíamos
jugado al baseball.
Mis oídos, de repente, escucharon su ladrido desesperado, lleno de
angustia y a la vez de felicidad. Mis ojos aún no la habían vislumbrado,
pero estaba seguro de que era ella. Me sentí contento de saber su
paradero. Y empecé a recorrer el lugar con la vista hasta encontrarla.
—Es aquí —confirmó Bryan.
Ella estaba entre los arbustos que rodeaban una casa sencilla. Supe
darme cuenta de que me había reconocido. ¿Cuándo no? Ella era
excelente para eso. Recordé la vez que al volver de misa con doña
Sandra corrió desesperada hacia mi encuentro, con un gozo tan
genuino como el de la primera vez. Sus ojos brillaban tanto cuando me
miraba. Era la misma sensación de siempre. Su amor era el mismo a
pesar de que yo la había olvidado por querer un nuevo amor.
Comprendí que su amor era incondicional y que no dependía de mis
actos. Nuevamente me daba una gran lección.
Sus intentos por desatarse aquella correa que no le permitía salir de su
cautiverio eran inútiles. Nos acercamos a ella, con el propósito de
liberarla, cuando apareció un señor con apariencia huraña y de actitud
tosca.
—¿Qué quieren con mi perra? —preguntó, visiblemente enfadado.
—La perra es mía —objeté —. He venido para recuperarla.
—Ya pagué por ella —insistió—. Si la quieres de regreso, devuélveme
el dinero.
—¿Cuánto es? —cuestioné. Estaba dispuesto a pagarle lo que fuera.
—300 dólares—afirmó.
Bryan y yo nos quedamos viendo. Ninguno de los dos andaba esa
cantidad. Nos sorprendió el dato, pero no teníamos tiempo de
cuestionar ni de analizar los números.
—Iré por el dinero, Bryan, quédate aquí y cuida a Foamy por mí.
—No —masculló—. No puedo quedarme aquí solo, es peligroso.
Vamos y volvemos juntos.
—Por favor —pedía al hombre—. Espere aquí mientras le traigo su
dinero.
Cuando nos marchamos escuché el llanto de Foamy, y eso me partió
el corazón. No supimos darnos cuenta de que era una treta. Cuando
volvimos con el dinero ni el hombre ni Foamy estaban. Desesperado,
llamé a Hamilton, le conté todo, y tanto él como Bryan coincidían en
que había que ir al zoológico. Salimos de aquel lugar para llegar a un
camino transitable, y ahí lo esperamos. Fue una larga y ansiosa
espera hasta que él pasó por nosotros. Lo que seguía era una jugada
arriesgada, Hamilton ponía en peligro su vida al volver al lugar de su
anterior trabajo. Bryan era la clave para entrar. Cuando no pude
soportar la tensión acumulada, les exigí que me contaran lo que se
escondía en ese lugar. Aceptaron que ya no podían seguir guardando
el secreto, y que saber la verdad me ayudaría a adquirir el valor y la
pasión que necesitaba para dar el siguiente paso. La última pieza salió
a la luz y el rompecabezas fue completado. Bryan fue quien me hizo
palidecer de miedo con las palabras que usó:
—En ese zoológico alimentan a los cocodrilos con perros.

XVIII
L lovía. La tristeza y la angustia que pudiera estar sintiendo Foamy
eran las peores de su corta vida. La conexión que tenía con ella me
hacía sentir como si estuviera en su lugar. Escalofríos constantes
invadieron mi cuerpo. Tiritaba. Tenía miedo del destino de Foamy. El
fantasma de lo fatídico volvía a aparecer. Pardo, aunque estaba vivo,
era parapléjico. Y ahora ella podía terminar en las fauces de un
cocodrilo. Me parecía una escena demasiado pintoresca. Llegué a
pensar en que quizás estaba soñando, y deseé que la pesadilla
terminara pronto. ¿Cómo podía describir aquel espectáculo? Realidad
tan verosímil, contradicciones enlazadas, temores presupuestados,
sorpresas avisadas, pero al fin, verdades increíbles y mentiras tan
reales.
Que insulso estremecimiento aquel donde había detectado el amor a
los animales: las asociaciones que los salvaban y la clínica que
atendió a Pardo. ¿Dónde estaban ellas ante la realidad que se
presentaba ante mí? ¿Cómo pude ser tan ingenuo al creer que en la
pequeña parte del mundo en la que yo habitaba no se les lastimaba?
Recordé cuando la idea de adoptar una mascota ocupaba todo mi
interés y me daba cuenta que aquella percepción ilógica de que no se
encontraban perros fácilmente en mi ciudad ahora resultaba lógica. En
aquel lugar no había muchos perros, y los que había, callejeros, eran
robados para fines caricaturescos.
Al llegar a una zona cercana al zoológico, Hamilton nos dejó y
prometió estar cerca para acudir en cuanto fuera necesario, pero
acercarse más para él no podía ser opción. Nos movimos rápida y
sigilosamente, sorteamos algunos obstáculos, y entramos al lugar
como clientes, haciendo uso del dinero que habíamos conseguido. Las
entradas no eran tan baratas. La manutención era la principal razón a
aquellos precios. Bryan conocía el lugar perfectamente, y nos
inmiscuimos en los más recónditos pasadizos para poder llegar a la
galería oculta donde estaban enjaulados los perros, cual si fueran unos
más entre la gran cantidad de animales que sufrían cautiverio. Era
inevitable ver, tras las mallas y las rejas, cada una de las especies que
ahí se mostraban, cual si fuera un parque de atracciones creado por el
humano. De hecho, lo era, pero en mi mente no se concebía que los
animales no estuvieran gozando de libertad, y que se les usara para
fines económicos. Mi amigo me había explicado con mucho
detenimiento el plan: él distraería al cuidador de las celdas. Una vez
estos se alejaran, yo me encargaría de liberar a los perros, tantos
como pudiera. Me enseñó una técnica para forzar los candados con
facilidad y me confesó que él había aprendido todo de su tío. Luego
me hizo aprenderme la ruta por la cual iba a salir del zoológico.
Quedamos de vernos en media hora en aquel punto y avisamos a
Hamilton para que pasara por nosotros en esa calle. Para llegar al
punto de encuentro había que atravesar una casa que colindaba con el
zoológico. El también se encargaría de conseguir el apoyo para que
nos permitieran pasar.
Fuimos tan oportunos que, al llegar a la galería oculta, observamos
cómo Foamy era encerrada en una de las tantas celdas.
Inmediatamente retrocedí, no solo para ocultarme, si no para alejarme.
No era que no soportara verla siendo tratada de esa manera, sino que
temía que me viera o que sintiera mi olor, a lo cual reaccionaría, y que
de esa manera echara a perder nuestros planes. Bryan dio el primer
paso, y acordó darme una señal. Se trataba de un mensaje de texto.
Estuve escondido mientras tanto, hasta que la señal llegó.
Procedí con cautela. Aunque sabía que al verme Foamy iba a ladrar,
ya teníamos previsto el ruido de los animales. Aquello era algo
cotidiano, y como la galería quedaba muy alejada, mientras el celador
estuviera distraído no íbamos a tener inconvenientes. En todo caso,
Bryan se encargaría de que la música ambiental subiera el volumen,
bajo engaño, y así esta sirviera de atenuante. Para que los perros me
persiguieran por aquel pasadizo llevaba una bolsa de concentrado
(comida para perros), el cual iba a ir regando por el sendero que
debíamos seguir. Cuando llegué a la galería me dirigí a Foamy
inmediatamente. La prioricé, y continué, llevándola a ella en brazos, a
liberar al resto de canes. No conocía a ninguno. En mi corazón
albergaba la esperanza de encontrar al perro amarillo aquel que era el
papá de Pardo, pero lógicamente no iba a hallarlo. La tristeza que
sentí fue indescriptible. Vi la gran cantidad de celdas, la mayoría
vacías, y el escenario era dantesco. Quizás alguna vez estuvieron
todas llenas. Los barrotes estaban oxidados, y los interiores sucios,
llenos de excrementos secos, migajas y hasta moho. Era claro que no
le daban mantenimiento. No era necesario para los animalitos cuyo fin
era muy distinto al del resto. Adquirí aún más valor cuando percibí el
aumento del sonido de la música ambiental en los altavoces. Los
perros, sacando fuerzas de flaqueza, ladraban, hambrientos y
confundidos. Hice que me siguieran. Recorrí el pasadizo lleno de
temor, pero la adrenalina era tal que nada me impidió llegar a la casa
colindante. Nos abrieron la puerta de un patio y nos escabullimos hacia
la calle. Eran 10 perros. Hamilton estaba esperándome. Bryan
apareció minutos después, corriendo angustiado y desesperado. Los
perros fueron subidos a la parte trasera de la camioneta. Nos llevamos
varias mordidas, pero tal era su debilidad, que los colmillos no llegaron
a atravesar nuestras pieles. Lo último que vi en aquella espantosa fuga
fue al celador, que por otro lado de la calle salía, gritando todo tipo de
improperios, cosa que imagino, puesto que a la velocidad que íbamos
su voz era inaudible. Después de dejarme en mi casa con Foamy,
Hamilton y Bryan se encargaron de llevar al resto al lugar donde
rescataban animales.
El sábado se consumió cual vela que se derrite por el fuego. En la
noche recibí una llamada de Verónica. Me dijo que había logrado que
me justificaran en mi trabajo y que por lo tanto podía volver el lunes a
mis funciones. Su puesto estaba relacionado con el plan de
capacitaciones, y ella llevaba el control de las asistencias. Su favor era
irrechazable. Aquella noticia volvió a ponerme en una encrucijada,
pues yo ya daba por sentado que perdería mi trabajo y que me iba a
poder encargar de Foamy. Volver a la capital era poner en riesgo a la
perrita. Mis padres se sorprendieron de ver que había regresado con
ella, pero su actitud no era aun la que esperaba. No podía contar con
ellos. Después de que Bryan y Hamilton llegaron a platicar conmigo
esa noche, para discutir sobre las repercusiones de lo que habíamos
hecho y para crear un plan de contingencia, valoré la única opción que
me quedaba. Movido por un profundo afecto, pero golpeado por el
dolor de aquella decisión, hice lo que consideraba correcto: Foamy
sería puesta en adopción. Quisiera ser capaz de explicar al lector lo
difícil que fue hacer esto, pero es algo que por más que intente, no
podría.
—Recuerda hacer una entrevista y estar muy seguro de entregarla a la
persona adecuada —dijo Bryan.
—Es buena idea que solo pongas un anuncio —propuso Hamilton—.
La prudencia es la madre de las virtudes. Y te sugiero que dicho
anuncio lo pongas en la Iglesia. Es más probable que de ahí salga esa
persona de buen corazón que necesitas.
—Y yo te aconsejo que uses fomi en el anuncio. Así será más original
y acorde al nombre de tu mascota —recomendó Bryan para dar por
concluido el tema.
Esa misma noche me encargué del cartel, mientras Foamy estuvo a
mis pies todo el tiempo y mis lágrimas agregaron efectos a los colores
del material que usaba. Pude visualizar la transformación del papel
ante el arte de mis manos. Su respuesta al agua, al lápiz, a las
lágrimas y al calor era la misma: fácil de trabajar, de moldear y de usar.
Fue inevitable pensar en Michelle y en todas las veces que la ayudé
con sus manualidades. Recordé la plática aquella que tuvimos cuando
me comentó que quería un perro, que quería que fuera hembra y que
se llamara Fomi. Una plegaria elevada a Dios me ayudó a sentirme
mejor después de volver a pedirle explicaciones del porqué me había
dado el regalo a mí y no a ella. Al día siguiente en la misa quizás la
vería. Un domingo podía faltar, pero ya dos seguidos era difícil. Una
vez Foamy estuviera en mejores manos no me iba a ser necesario
volver. O quizás sí. No lo sabía.
El domingo todo se dio como siempre. Foamy fue conmigo a misa, me
vio poner el anuncio, me acompañó en el último juego en el campo, y
en la tarde esperaría en casa a aquel buen corazón que quisiera a mi
perrita. Pasó una hora después de la que había puesto en la pancarta
y nadie había aparecido. Los minutos que prosiguieron me llenaban de
ansiedad, hasta que alguien llamó a la puerta. Cuando abrí, me quedé
perplejo ante la imagen que vieron mis ojos. Su cabello lacio era el
mismo de siempre y trajo a mi mente nuevos recuerdos que creí
completamente olvidados. Era Michelle.
—Hola Uriel. Espero no te molestes. Pero he venido por dos cosas.
¿Puedo pasar?
Mi corazón se sintió estrujado. Aunque habían pasado muchos años
era inevitable sentir aquella turbación.
—Claro Michelle. Puedes pasar. Adelante.
Su manera de caminar era la misma de siempre. Su físico era distinto
y los años le habían hecho cambiar varios aspectos, gestos y
maneras. Pero al entrar en mi casa me pareció ver a la Michelle de
nuestros días. Quizás mis ojos veían su alma antes que su cuerpo. Ya
sentados ella tomó la palabra:
—He visto tu anuncio y quiero pedirte que me dejes cuidar a Foamy
por ti.
—No sé qué decirte, Michelle —titubeé al hablar.
—Entonces déjame primero hacer algo que debí hacer antes. Te
quiero pedir perdón por la forma en que terminamos y por lo que hice
después. Tú no merecías eso.
—Ya está superado —intervine, quizás sintiéndome realmente sanado
hasta entonces.
—Necesito que me digas que me perdonas, Uriel.
—Está bien Michelle. Te perdono. ¿Por qué quieres a Foamy? ¿No
tuviste el perro que querías? ¿Tu gato aún vive contigo?
La lluvia de preguntas pareció sacudirla, pues mostró un semblante
descolocado.
—El novio que tuve después de ti no me permitió tener un perro. Dirás
que soy una tonta y tendrás razón. Ha terminado conmigo hace poco y
solo hasta entonces comprendí que me había equivocado en muchas
cosas. Mi gata ha muerto. Sabes que yo he querido un perro siempre.
Y este es el mejor momento para tenerlo. Prometo cuidar de Foamy.
Mira que además lleva el nombre que siempre quise para el mío.
Siempre agradecí el gesto que tuviste por llamarla así. Aunque no lo
creas, escuchaba tu voz cuando la llamabas después de cada misa,
aunque haya conocido su nombre antes por tu abuelo.
—Yo no le puse el nombre. La suerte me jugó la mala pasada, pero
todo ha servido para poder superar lo que sucedió. Me he sentido
dolido, sí, pero he comprendido que la vida es así. Yo no era quien
para sentirme mal por lo que hiciste. Estabas en tu libertad de hacer lo
que quisieras. Comprendí que sufrí más por mi orgullo. Foamy me
enseñó en que consiste un verdadero amor, y ahora solo espero poder
vivirlo algún día.
Michelle guardó silencio. Su mano le ayudó a secarse una lágrima. Por
primera vez sentí compasión de ella, y entendí que todo el
resentimiento que le había guardado sólo me había causado daño.
Estaban, por fin, todas las heridas sanadas y cicatrizadas.
—Quiero agradecerte por tu interés de cuidar de ella—retomé la
palabra—, y creo que nadie mejor que tú para hacerla feliz.
Le entregué una maleta con algunas pertenencias, le pedí que revisara
la lista de cosas a las que Foamy era apegada y le hablé sobre todas
las manías y características de la perrita. Al final agregué:
—A lo que más se ha apegado es a mí. Pero claro, yo no alcanzo en la
maleta.
Nos pusimos a reír. Ella me dio un abrazo y me agradeció la confianza.
Por mi parte, yo daba gracias a Dios porque Foamy encontraba el
mejor hogar que podía tocarle. También daba gracias porque sólo de
esa manera podía pasar página de una vez por todas, y Foamy, que
siempre me recordaba a Michelle, ahora pasaría a formar parte de su
mismo recuerdo. Su tiempo conmigo había terminado. Michelle revisó
la tarjeta y al ver su edad y la fecha de nacimiento también quedó
pasmada, como me pasara una vez a mí. Le regalé agua al instante y
le animé. Mi madre apareció en escena y sostuvo una conversación
con ella. Sonia concluyó su plática diciéndole:
—La mejor noticia en mucho tiempo es que Foamy se vaya contigo. En
nuestra casa no estamos hechos para las mascotas.
Recordé lo que mi madre me había contado. Ahora tenía la
experiencia y la capacidad para dar mi opinión al respecto y terminar
con aquella falsa creencia de una vez por todas:
—Sabe, eso es lo que no entiendo de usted, mamá. Quiere que la vida
sea perfecta y por eso no se arriesga a revivir momentos. Piensa en
todo lo que puede pasar y por el dolor que teme, no deja que nada
pase. Tener una mascota vale la pena y solo asumiendo el cuidado es
que uno aprende a amarlas con un amor único e irrepetible. Yo no
crecí con mascotas. Usted no me enseñó a amar a las mascotas. Pero
yo simplemente amé. Y aunque mi aventura con Foamy haya tenido
tantos momentos de dolor, volvería a vivirlas si fuese necesario. Y el
amor está lleno de cosas feas que soportar. Como dicen por ahí: “si
quieres cultivar rosas debes estar preparado para lidiar con sus
espinas”. Ahora no puedo seguir con Foamy, y es mi mayor acto de
amor dejarla ir para que sea feliz. Pero si en el futuro tuviera una
nueva oportunidad con otra mascota, dejaría atrás lo que he vivido
para crear una nueva historia que solo puede ser amada por ser única
y diferente a las demás historias. Yo le he demostrado que aquí sí
estamos hechos para las mascotas manteniendo con vida a Foamy
hasta hoy a pesar de todos los obstáculos. No diga que no estamos
hechos para las mascotas. Lo que le falta es amor.
Todos guardamos silencio. Creí adivinar lo que pensaba. Sabía que
debía volver a hablar, y lo que dije pareció afectarla más:
—Las personas somos un conjunto de momentos buenos y malos.
Como mi taza, negra sin su café caliente, con una imagen bella
cuando siente el calor. Como la luna, brillante en ocasiones, invisible
otras veces. Nos toca ser testigos de momentos buenos de una
persona, y a otros quizás de sus momentos malos, como fue en
nuestro caso con mi abuelo: yo vi toda su bondad, y nunca hubiese
creído de sus momentos oscuros si usted no me los hubiese contado.
Mis amigos, usted los conoce, también han tenido esas tonalidades
grises. Y Michelle, aquí presente, vio mi momento negro, donde no
comprendía lo que significaba el amor. Foamy, quien ahora se va con
ella, sabe que me ha enseñado a ser diferente, y es eso lo que me
ayuda a dejarla partir. No todas las personas son malas, solo tienen
malos momentos, y es el amor quien los rescata de ellos. Mamá
—Tenía rato de no llamarla así—, no todas las experiencias en la vida
son malas, solo son momentos negros en los claroscuros de la vida,
pero ellos no nos impedirán seguir viviendo. Sólo hay que estar
atentos a los momentos de luz, y disfrutarlos como si fueran eternos.
En mi corazón, Foamy se queda para siempre. En mi corazón, Foamy
siempre tiene su hogar. Aunque se vaya ahora, siempre estaremos
juntos.
Mi madre asintió a mis palabras, y pareció entender el mensaje que
quería transmitirle. Pude adivinar nuevamente sus pensamientos. Vi a
Bobby viviendo en su corazón. Bobby tenía un hogar. Cuando una
lágrima amenazó con escapársele se retiró. Por su parte, Michelle,
denotaba haber recordado las palabras que una vez me dijo y que se
parecían mucho a las que yo recién había dicho, sobre lo de cultivar
rosas y lidiar con las espinas, que eran lo mismo que vivir la vida,
aunque tenga momentos oscuros.
—Dime Uriel —dijo—. ¿Has podido comprobar que su corazón es de
fomi?
—No solo eso, Michelle. Gracias a ella he podido comprobar que
también se puede tener un corazón de fomi. Mejor dicho, como el de
ella, de F-O-A-M-Y —dije, deletreando el nombre de la perrita —. Es
posible tener un corazón de foamy.
Michelle se marchó y Foamy lloraba al verse arrebatada del que había
sido su hogar. Pero en mi corazón sentía que aquel llanto era producto
de un dolor como el que siente una madre antes de dar a luz. La
felicidad que seguiría a lo que sentía valía mucho más la pena. Foamy
seguiría haciendo su trabajo, el que hizo conmigo, y que ahora haría
con Michelle, que recién había experimentado la pérdida que yo había
sentido. Foamy tenía un propósito, y allí iba para seguir cumpliéndolo:
rescatar a un ser humano de una depresión. Bueno, a dos. Su
recuerdo aún sigue salvándome.

FIN

EPÍLOGO
Q uizás Uriel pudo hacer más por su mascota, desde el primer
momento en que la tuvo hasta el último instante. Pudo, por
ejemplo, seguir intentando conservarla. Pero su último acto es una
prueba de que su proceso de sanación había sido completado.
Después de terminar su relación con Michelle se dio cuenta que no
sabía amar porque su orgullo le impedía aceptar dejar marchar a esa
persona para que sea feliz. El amor verdadero es aquel en el que se
sacrifica lo que uno desea cuando esto implica conseguir la felicidad
de lo que se ama. Los caminos de Foamy y Uriel no pudieron terminar
juntos, pero el tiempo que compartieron fue el suficiente para que se
cumpliera el propósito por el cual se habían encontrado. Sin duda,
Foamy había sido un ángel enviado por Dios para que nuestro
protagonista aprendiera a amar.
Quisiera poder contar en mi historia que los perros dejaron de correr el
riesgo de ser usados cruelmente para provecho de unos pocos, pero la
realidad es distinta. En el contexto de la historia había una
organización corrupta que involucraba a policías para que el negocio
del zoológico siguiera funcionando con mucho dinero de por medio. A
través de esta historia quiero lanzar mi grito de inconformidad ante el
maltrato animal y el aprovechamiento despectivo de la fauna por
motivos monetarios y de intereses particulares.
Ojalá un día podamos todos reconocer en las criaturas la mano del
creador, y que en su existencia ellos forman parte de un maravilloso
coro con el que se le canta y se le alaba. Nuestros amigos de cuatro
patas han demostrado que son fieles compañeros y que su existencia
en nuestras vidas aporta un bien intangible que no puede compararse
con nada material.
La historia de Uriel y Foamy nos sirve para comprender que estos
pequeños seres también pueden enseñarnos grandes cosas. Sin
embargo, no solo en los animales, sino en las circunstancias de la
vida, estén o no ellos presentes, Dios nos habla y nos ilumina para
tomar decisiones que nos lleven a optar al bien mayor. La historia tiene
el propósito de despertar en cada uno de nosotros esa capacidad de
asombro por la cual podemos identificar una oportunidad de
aprendizaje, por muy oscuro que sea el momento que se atraviesa en
la vida.
Al inicio hablaba que esta lumbrera sólo la ven los que tienen cosas
propias de un niño. Insisto en que, para aprender a gozar de los
momentos de mayor felicidad en la vida, debemos conservar intacto el
niño interior que cada uno posea, y que no se resista a actuar como tal
si las circunstancias así lo requieren.
Espero que al igual que a mí, la historia te haya interpelado y haya
hecho surgir la duda de que si realmente los perros tienen el corazón
hecho de otro material. Quizás si sea que los perros tienen corazón de
fomi. Por mi parte, y si es así, no me cabe la menor duda de que
quisiera que mi corazón también fuera de ese material.

Contenido
Contenido
SINOPSIS
PREFACIO
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
EPÍLOGO

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