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Ambos Mundos

A LOS CUATRO VIENTOS


Las ciudades de la América Hispánica
MANUEL LUCENA GIRALDO

A LOS CUATRO VIENTOS


LAS CIUDADES
DE LA AMÉRICA HISPÁNICA
Estudio preliminar
Miguel Molina Martínez

Fundación Carolina
Centro de Estudios Hispánicos
e Iberoamericanos
Marcial Pons Historia
Cubierta: Edward Walhouse Mark [Málaga (España), 1817 – Norwood (Inglaterra),
1895], Plaza Mayor de Bogotá (1846), acuarela sobre papel (24,5 × 56,9 cm),
Colección de Arte del Banco de la República de Colombia (registro 0057).

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de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el
tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o prés-
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© Manuel Lucena Giraldo


© Fundación Carolina. Centro de Estudios Hispánicos e Iberoamericanos
© Marcial Pons, Ediciones de Historia, S. A.
San Sotero, 6 - 28037 Madrid
 34 91 304 33 03
ISBN:

Diseño de cubierta: Manuel Estrada. Diseño Gráfico


A mi querida madre bogotana, Inés Giraldo,
que contempla la ciudad desde el cielo.
Índice

Índice

Págs.

Prólogo, por Felipe Fernández-Armesto................................................... 11

Introducción .......................................................................................... 15

Capítulo I: La apertura de la frontera urbana ....................................... 29

Capítulo II: La ciudad de los conquistadores........................................ 61

Capítulo III: La metrópoli criolla .......................................................... 97

Capítulo IV: El simulacro del orden: la ciudad ilustrada....................... 129

Epílogo: Las luces que envuelven.......................................................... 173

Notas ..................................................................................................... 181

Anexo: Tabla de medidas de longitud y superficie ................................ 207

Bibliografía............................................................................................. 209

Índice onomástico.................................................................................. 229

Índice toponímico.................................................................................. 235

Índice temático ...................................................................................... 243


Prólogo

Prólogo

Cuando dos ingleses se tropiezan en una frontera lejana, forman


un club. Cuando dos españoles se encuentran en circunstancias pare-
cidas, fundan una ciudad. Al regreso de Cristóbal Colón de su primera
travesía atlántica habría dejado en La Española, según mostró uno
de los grabados que ilustraron las primeras ediciones de su periplo,
una gran urbe floreciente, coronada de torres y murallas: una ciudad,
por cierto, enteramente perteneciente al reino de la imaginación.
Pero así son todas antes de ser edificadas.
También Hernán Cortés y sus acompañantes procedieron a fundar
Veracruz al poco de arribar a tierra firme. Por supuesto, hubo en
ello motivos políticos obvios. Como alcalde de la ciudad recién nacida,
Cortés adquirió una autoridad que hasta aquel momento le faltaba.
Pero me parece también que a los conquistadores este impulso o
urgencia de fundar una ciudad les era casi natural. Porque la vida
urbana es el marco y la morada de lo español. A fines del siglo XV,
cuando empieza la apasionante historia contada por el investigador
del CSIC Manuel Lucena Giraldo en las páginas que siguen, cada
aldea aspiraba a ser villa y cada villa quería ser ciudad. Había pueblos
de unos pocos habitantes que gozaban de los privilegios de una
urbe, con sus fueros, poderosos cabildos, murallas y jurisdicciones.
Algunas ciudades se comportaban casi como las repúblicas cívicas
de la antigüedad. Jerez de la Frontera negó la entrada a la reina
católica. Barcelona mandaba embajadas a la Corte. En España, hasta
el día de hoy, según mandan prejuicios antiguos y entrañables, sólo
lo cívico es civilizado. Lo rústico es motivo de risa. Desde la época
de los godos, que se apoderaron de las rentas rurales mientras se
12 Prólogo

asentaban en centros fuertes y poblados, la aristocracia española ha


vivido desvinculada de las fuentes de su riqueza, procedentes del
campo. Así, poseían ostentosos palacios urbanos, pero en contraste,
como señalaron muchos viajeros, sus casas solariegas fueron rela-
tivamente modestas y con frecuencia yacían en el abandono. En
la literatura española de principios de la Edad Moderna y aún hasta
el siglo XX, aparecen representaciones del campo fantásticas e increí-
bles: tierras de hados y de invenciones bucólicas, de pastorcillos
inocentes y bandoleros románticos, de soledades soñadas y aventuras
caballerescas. La razón de ello resulta evidente: sus autores suelen
conocer el campo sólo por lecturas.
Con este libro, seguimos las trazas y los alcances de la ciudad
española en la otra orilla del océano Atlántico, desde que, terminada
la reconquista, los conquistadores empezaron a reproducir en América
diseños cuadriculares, tomados del campamento guerrero de Santafé
en Granada, o su propio pueblo de origen en Extremadura, Andalucía
u otro lugar. En pleno vigor del Renacimiento, el patrón romano
de lo que debía ser una ciudad era tan conocido como imitado.
Pero el mayor impulso en el trasvase de la urbe peninsular al Nuevo
Mundo provino de la imaginación. Como se muestra en el primer
capítulo, el número de fundaciones urbanas realizadas en el siglo XVI
resulta extravagante. Por supuesto, en su gran mayoría, aquellas ciu-
dades parecieron inicialmente esbozos o intentos inacabados. Pero
lo más curioso es que, poco a poco, se fueron encarnando de veras
y las más de ellas llegaron a ser dignas de los nombres grandilocuentes
de santos y arcángeles, reyes y vírgenes, damas y caballeros, que
sus fundadores les dieron. Todavía más sorprendente resulta lo rela-
tado por el Dr. Lucena Giraldo en el segundo capítulo, que trata
de la ciudad hispánica como fragua de mentalidades, forja de iden-
tidades, marco psicológico y espacio social. Leyendo la gran reco-
pilación de datos fascinantes que reúne en sus diferentes partes,
procuro imaginar cómo fue la vida de un encomendero en una ciudad
de frontera, matando el tiempo con antiguos compañeros en la taberna
o debajo del pórtico de la audiencia o de la casa del gobernador,
esperando una respuesta improbable a unas probanzas de méritos
imposibles o fantasiosos. Allí, ante una atmósfera marcada por la
combinación de egoísmo y camaradería, y en conversaciones llenas
de quejas y quijotismos, de hazañas y holgazanerías, típicas de las
reuniones de antiguos soldados, se forjaron las primeras mentalidades
criollas. Por su minuciosa atención a las fuentes y su ojo atento
a la evocación, la obra muestra en el tercer capítulo una imagen
Prólogo 13

fehaciente sobre la manera en que los criollismos fueron criados


en sus cunas americanas. Aún en el siglo XVIII —asunto del cuarto
capítulo, que resulta ser un ensayo sutil de historia atlántica— las
metrópolis americanas, por inmensas y ricas que fuesen, no dejaron
de ser ciudades imaginadas, impulsadas por el utopismo del progreso
y la idea mecanicista que tuvieron los ilustrados del universo. Así,
fundaron y reformaron ciudades, como bien se nos indica, para ser
«máquinas cuyos mecanismos se hallaban en perpetuo movimiento».
Pero el sedimento del pasado urbano perduró: su caos, sus fiestas,
su colorido, sus ritos y alborotos, sus mezclas de sangres y olores.
Con lo que Lucena Giraldo denomina la «catástrofe urbana», repre-
sentada por las guerras de independencia, se cerró la primera gran
época de la ciudad hispánica. Pero habría renacimientos luego, y
los hay ahora.
Al fin, jamás debemos olvidar que, en su anhelo de vida urbana,
los españoles trasplantados a América coincidieron con una poderosa
tradición urbana indígena, poseída por aztecas, mayas, incas y muchos
otros pueblos mesoamericanos y andinos. Tal vez ello explique, siquie-
ra en parte, el gran misterio del asentamiento español en el Nuevo
Mundo: el hecho de que se desarrolló tan rápidamente, de manera
tan fácil en apariencia, si pensamos en todos los problemas que
representaba ajustarse a un nuevo ambiente natural, tan amenazador
y lejos de Europa, y con un cumplimiento tan perfecto. Por todo
ello, me resulta un gran privilegio presentar a los lectores una obra
maestra de la historia de América y de la difusión por el mundo
de la civilización española.

Felipe FERNÁNDEZ-ARMESTO
Catedrático «Príncipe de Asturias»
Tufts University
Introducción

Manuel Lucena Giraldo


Introducción

En uno de los relatos incluidos en El Aleph (uno de los puntos


del espacio que contiene todos los puntos), Jorge Luis Borges narra
la peripecia del anticuario Joseph Cartaphilus. Este comete la impru-
dencia de aventurarse a buscar la ciudad de los inmortales, de enorme
antigüedad e insensata complejidad y presidida por un palacio de
arquitectura sin fin, «el corredor sin salida, la alta ventana inalcan-
zable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las
increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia
abajo». Su aspecto es tal «que su mera existencia y perduración,
aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado
y el porvenir y de algún modo compromete a los astros».
Tan brillante y acusadora metáfora de la vida en la urbe moderna
obedeció a su propia sensación de pérdida de la Buenos Aires que
amaba y reconocía, demolida a impulsos de una modernidad mons-
truosa y aborrecible. Al final, sostiene Cartaphilus, «ya no quedan
imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras» 1. Una vez más, la
enseñanza de Borges resulta cualquier cosa menos ambigua: mientras
la materia de las ciudades es arrasada, permanecen las palabras rela-
tivas a ellas. Precisamente esa peculiaridad de ser expresada mediante
el lenguaje hizo que se levantaran desafiantes las ciudades letradas
imaginadas por escritores, las ciudades utópicas cuyos habitantes se
regían por leyes matemáticas que mantenían la ecuación perfecta
para el buen gobierno, las ciudades situadas en espacios geográficos
imposibles para la vida humana, ciudades de muchos tipos y orígenes,
reales, intermedias, lentas, centrales y fronterizas, las que prueban
la existencia del paraíso y las que habitan en el infierno.
16 Manuel Lucena Giraldo

La realidad es que nadie sabe muy bien cómo definir una ciudad.
De hecho, sólo podemos proclamar, de la mano de Guillermo Cabrera
Infante, que se trata de un espacio al que nada humano le es ajeno,
lo que le permite apropiarse de todos los territorios y todas las memo-
rias: «El hombre no inventó la ciudad, más bien la ciudad creó
al hombre y sus costumbres» 2. Los clásicos la contemplaron como
el espacio de la acción política suprema, una aglomeración que era
humana porque constituía república 3. Fustel de Coulanges explicó
el origen de la ciudad antigua como la reunión de grupos religiosos
autónomos: para formarla, cada uno de los fundadores arrojaba un
puñado de tierra en un foso. Así encerraba el alma de sus antepasados
y se podía erigir el altar donde ardería en adelante el fuego sagrado 4.
No han faltado valerosos intentos de caracterizar la ciudad a
partir de elementos constitucionales fundados en la medida de su
tamaño y densidad, el aspecto del núcleo y la actividad no agrícola,
así como determinadas características sociales, la heterogeneidad,
la cultura, el modo de vida y el grado de interacción social 5. Sebastián
de Covarrubias definió en 1611 la ciudad como «multitud de hombres
ciudadanos, que se ha congregado a vivir en un mismo lugar, debajo
de unas leyes y un gobierno» 6. La vertiente política tendió a diluirse
en los siglos posteriores y así, en el inicio de su estudio contem-
poráneo, la densidad y aglomeración de habitantes y edificios se
convirtió en elemento determinante. En 1910 el sociólogo francés
René Maunier la definió como «una sociedad compleja, cuya base
geográfica es particularmente restringida con relación a su volumen
y cuyo elemento territorial es relativamente débil en cantidad con
relación al de sus elementos humanos». Hans Dörries avanzó una
definición formalista. Una ciudad se reconoce «por su forma más
o menos ordenada, cerrada, agrupada alrededor del núcleo fácil de
distinguir y con un aspecto muy variado, acompañada de los elementos
más diversos». Las funciones económicas y el predominio de acti-
vidades no agrícolas fueron consideradas primordiales. El gran geó-
grafo Friedrich Ratzel consideró la ciudad «una reunión duradera
de hombres y de viviendas humanas que cubre una gran superficie
y se encuentra en la encrucijada de grandes vías comerciales».
Ferdinand von Richthofen, por su parte, la definió como «un agru-
pamiento cuyos medios de existencia normales consisten en la
concentración de formas de trabajo que no están consagradas a la
agricultura, sino particularmente al comercio y la industria».
El norteamericano Marcel Aurousseau consideró rurales los sec-
tores de población que se extendían en la región y se dedicaban
Introducción 17

a explotar la tierra, mientras los urbanos englobaban a las grandes


masas concentradas que no se interesaban de forma inmediata por
la obtención de materias primas, pues se vinculaban a los transportes,
la industria, el comercio, la educación, la administración del Estado
o simplemente residían en la ciudad. La dependencia alimentaria
también fue considerada determinante por Werner Sombart, que
la definió «como un establecimiento de hombres que para su man-
tenimiento han de recurrir al producto de un trabajo agrícola exte-
rior». Algunos autores pusieron de relieve la importancia de la escala
urbana. En 1926 Pierre Deffontaines y Jean Brunhes mantuvieron
que había ciudad «cuando la mayor parte de los habitantes pasan
la mayor parte del tiempo en el interior de la aglomeración». En
esta línea, décadas después Pierre George mantuvo que eran peque-
ñas ciudades los núcleos en los cuales los desplazamientos funcionales
se podían realizar a pie.
El impacto de la sociología y la antropología en el estudio de
la ciudad llevó a la identificación del concepto de «cultura urbana»
como una característica propia y añadió importantes elementos cua-
litativos. Ya a principios del siglo XX el pionero Georg Simmel había
mantenido que la vida en la ciudad conformaba una cierta mentalidad,
la despersonalización de las relaciones humanas, la tendencia a la
abstracción, una intensificación de la vida nerviosa por la prisa con-
tinua. Debido a ello, producía unos individuos tensos y agotados,
libres pero solitarios, cosmopolitas pero atrofiados emocionalmente.
Max Weber señaló como característica de la ciudad occidental la
reunión de fortaleza, mercado, tribunal y trama asociativa, la función
militar y la capacidad impositiva 7. También desde una perspectiva
sociológica Louis Wirth consideró la existencia de un modo de vida
urbano, definido por el aislamiento social, la secularización, la seg-
mentación funcional, la superficialidad, el anonimato, el carácter tran-
sitorio y utilitario de las relaciones, el espíritu de competencia, la
movilidad, la debilidad de las estructuras familiares y el control de
la política por agrupaciones de masas. La dimensión, densidad y
heterogeneidad de la aglomeración caracterizaron la ciudad como
«una instalación humana relativamente grande, densa y permanente
de individuos socialmente heterogéneos», que era productora de cul-
tura urbana. En esta línea, Lewis Mumford propuso en 1937 una
acepción no exenta de lirismo: «Podríamos definir la ciudad como
una trama especial dedicada a la creación de oportunidades dife-
renciadas para una vida en común y a producir un drama colectivo
pleno de significado» 8.
18 Manuel Lucena Giraldo

En 1952, el geógrafo Max Sorre señaló que la ciudad era «una


aglomeración de hombres más o menos considerable, densa y per-
manente, con un elevado grado de organización social, generalmente
independiente para su alimentación del territorio sobre el cual se
desarrolla y dotada de un sistema de relaciones activas, necesarias
para el sostenimiento de su industria, de su comercio y de sus fun-
ciones». Robert E. Dickinson mantuvo que el carácter de una ver-
dadera ciudad conllevaba la posesión de un sector de servicios y
una organización de la comunidad más o menos equilibrada. Por
entonces, el eminente arqueólogo Gordon Childe formuló su teoría
de las tres revoluciones, neolítica, urbana e industrial, y, a pesar
de una discutible identificación entre lo civilizado y lo urbano, definió
diez condiciones para distinguir las primeras ciudades: el tamaño
y la población, la aparición de especialistas, la formación de capital
mediante impuestos a productos primarios, la construcción de edi-
ficios a gran escala, la existencia de una clase gobernante, el uso
de la escritura, el comienzo de las ciencias exactas y predictivas,
la existencia de arte, el comercio exterior de objetos de lujo y el
suministro permanente de materias primas a los artesanos 9.
La tremenda evolución del hecho urbano desde los años sesenta
del pasado siglo otorgó espacio y credibilidad a las definiciones socio-
lógicas y antropológicas, que primaron el elemento relacional y comu-
nicacional de la ciudad. Umberto Toschi, heredero de las antiguas
teorías orgánicas, mantuvo que resultaba básica la diferenciación
interna del espacio. La ciudad era «un agregado complejo y orgánico
de edificios y viviendas, con una función de centro coordinador para
una región más o menos vasta, en el cual la población, las cons-
trucciones y los espacios libres se desarrollan diferenciados por las
funciones y por la forma, coordinados unitariamente en función del
grupo social localizado y en desarrollo hasta constituir un típico orga-
nismo social». A partir de 1980, se hizo ostensible el abandono de
las teorías de la dependencia, la modernización y el marxismo a
favor de las interpretaciones subculturales de la ciudad, que definieron
ámbitos inferiores y desagregados, alternativos, comerciales, comu-
nitarios, sexuales, de género, de consumo, criminales, étnicos, de
descanso y de juventud, entre otros posibles, junto a enfoques regio-
nales y lingüísticos 10. Lindando con el nihilismo conceptual, se difun-
dió una aportación de la geografía de la percepción: «En todo país
existe ciudad cuando los hombres de este país tienen la impresión
de estar en una ciudad» 11.
A fines del siglo XX, la urbe pareció justificar su existencia como
lugar de intercambio y competencia discursiva y se hizo receptáculo
Introducción 19

predilecto de las redes que constituyeron la única identidad factible,


globalizada, virtual y postmoderna, desnuda de otra condición que
no fuera la transitoriedad y el aparato espectacular, privada del sentido
del tiempo y consagrada a sobrevivir sólo como ruina 12. La ciudad
se hizo laberinto, emporio, escenario teatral donde sus habitantes
jugaban con identidades abiertas y fluidas. Frente a la antigua cer-
tidumbre positiva vinculada al abigarramiento físico, se abrió paso
una inmaterialidad ligada a la densidad de comunicación como defi-
nitoria de las relaciones de los hombres, su agrupación y proximidad.
Era la urbe en la última frontera, deslocalizada y etérea, dependiente
sólo del flujo permanente de la energía eléctrica, conectada al milagro
de la comunicación instantánea, incapaz de distinguir el día de la
noche, ajena al territorio circundante, el pulso del aire o la situación
atmosférica. Había aparecido nuestra ciudad, la ciudad informacional,
definida por Manuel Castells como la expresión urbana de la sociedad
de la información, marcada por el dualismo que oponía al cosmo-
politismo de la elite conectada a la red el tribalismo de la comunidad
local, atrincherada en una identidad amenazada 13. Su variedad ibe-
roamericana, si se diferencia en algo, es por un vertiginoso proceso
de fragmentación caracterizado por la decadencia de los centros tra-
dicionales, el traslado de los servicios a barrios de oficinas, la auto-
segregación de los grupos privilegiados que se recluyen en comu-
nidades cerradas y el aumento de la pobreza y la marginación de
grandes sectores sociales, muchos de ellos expulsados del campo,
desplazados o víctimas del «deseo de urbe» 14.
Quizás resulte útil, a la vista de algunas reflexiones actuales sobre
la ciudad, recuperar su sentido como urbs (entorno físico, opuesto
a lo rural), civitas (comunidad institucionalizada) y polis (entidad
política), a fin de trascender sus elementos funcionales y espaciales
y rescatar su sentido de la historia. Porque bajo la fútil dictadura
del instante que nos abruma todo se hace construcción permanente,
pero su mágica inserción en la línea del tiempo es pura atribución
de sentido y desvelamiento de secretos profundos, recuperación de
un acumulado de experiencias que se contempla y transforma en
una fracción de tiempo que ya se ha desvanecido, pero también
queda petrificada para siempre 15. De este modo, se nos desvela
que la ciudad desafía todo pensamiento evolucionista y toda apro-
piación particular. No sólo avanza y retrocede, muere y resucita como
un organismo regido por impulsos que interpretan a su manera los
senderos de la historia, también es elemento propio de todas las
culturas. Donde ha habido hombres y estos han sobrepasado el estadio
20 Manuel Lucena Giraldo

de los cazadores y los depredadores, ha nacido una ciudad. Todo


lo que ha acontecido tras su aparición ha sido un añadido, porque
lo que creó el tiempo como una magnitud no regida por la tiranía
alimentaria, lo que otorgó al hombre la posibilidad de contar con
un excedente para empezar a distanciarse de la naturaleza fue la
agricultura y la ciudad fue en origen su hija predilecta.
La historia global de los últimos cinco mil años cuenta con dos
movimientos fundamentales y ambos se relacionan con la ciudad.
El primero definió la progresiva construcción de un ámbito urbano,
por definición artificial y en ese sentido humanizado. Para Claude
Lévi-Strauss, la ciudad surgió en la confluencia entre la naturaleza
y el artificio, es a la vez objeto material y sujeto de cultura, es vivida
y soñada de manera simultánea 16. Ciertamente, plantas y animales
tuvieron desde el comienzo un lugar en ella, pero sujetos al des-
potismo y la imaginación del hombre, a su capacidad de desgranar
una tiranía simbólica sobre lo que le rodeaba, desafiada de manera
periódica por la fuerza brutal e incontrolable de plagas, terremotos,
huracanes, heladas y sequías 17.
La vigencia de las leyes de una naturaleza imposible de ser rendida
del todo por la fuerza y la inteligencia del ser humano se vio con-
trarrestada por la construcción de utopías negadoras de la ciudad,
a modo de máscaras que disimulaban una dramática frustración,
la de no haber logrado, de una vez y para siempre, el dominio del
medio natural 18. En los últimos dos siglos, la moderna tecnología
ha proyectado hasta el infinito la capacidad de intervención humana
y frente a la ciudad preindustrial, definida por K. Sjoberg como
aquella que tenía población escasa, un centro prominente, funciones
políticas, murallas interiores, una periferia clara y era encrucijada
de caminos, se levantó la urbe industrial y postindustrial, al modo
de un gigantesco e inacabado mecano en permanente transformación,
un artefacto envolvente de combinaciones entre lo humano y lo que
no lo es 19. Como resultado de esta expansión indefinida y universal
de lo urbano, de su infinita autosuficiencia y su capacidad de pro-
selitismo y expansión, la ciudad se confunde de manera definitiva
con el hombre, moldea su presencia física y su representación cultural
en una amalgama final, absoluta y permanente.
En estas circunstancias, escribir historia acaba por ser en una
medida abrumadora y sin menoscabo de que existen y han existido
siempre sociedades extrañas a lo urbano, estudiar lo que ocurre en
las ciudades, valorar lo que tienen de metáfora perfecta e imposible
a la vez, la representación de lo humano tal y como debería ser
Introducción 21

y su realidad tal y como es. Esta ambivalencia precipita la necesidad


de implementar un punto de vista. ¿Cómo se ha definido la ciudad?
¿Desde qué ángulo se observa y a partir de qué tradición intelectual?
¿Son más felices quienes la niegan que quienes la alaban? ¿Dónde
se encuentra su impulso vital, dónde se entrecruzan su realidad y
su virtualidad? ¿Cuáles son los límites entre el centro y la periferia?
¿Ha existido la ciudad ideal? ¿Por qué fueron inventadas en tantos
lugares distintos y distantes al mismo tiempo?
Sólo podemos rastrear el mapa de la historia que es la hoja de
ruta del presente en busca de respuestas. Y así llegamos a precisar
que la ciudad expresa elementos fundamentales de numerosas civi-
lizaciones a escala planetaria. Algunas de ellas tuvieron en su fun-
dación una razón de ser, la plataforma desde la cual expandieron
su aparato de dominio físico y ejercieron su pretensión de perdurar;
que en rigor resultara imposible es lo de menos. De acuerdo con
esta perspectiva, el colosal proceso urbanizador acontecido en Amé-
rica entre 1492 y 1810 constituyó un fenómeno único en la historia
de la humanidad por su densidad, equilibrio y continuidad en el
tiempo y ofreció un campo privilegiado para estudiosos y obser-
vadores. Como señaló con sencillez el norteamericano Richard M.
Morse, la colonización española creó en el Nuevo Mundo un sistema
de justicia, administración y evangelización sustentado en una base
urbana 20.
Pese al carácter determinante de la ciudad hispánica colonial
para la Historia de América, su estudio ha sido descuidado hasta
hace relativamente poco tiempo. Una de las causas de ello, como
ha apuntado el historiador panameño Alfredo Castillero, podría ser
la extensión de una percepción ruralizada del continente durante
el siglo XIX 21. Los estudios pioneros del argentino Juan A. García,
La ciudad indiana (1900), y del peruano Jorge Basadre, La multitud,
la ciudad y el campo en la Historia del Perú (1929), dedicados a
aspectos sociológicos e institucionales y a las vinculaciones entre el
campo y la ciudad y el papel de las masas, respectivamente, cons-
tituyeron esfuerzos aislados. Así, fue la estructura física de la urbe
y su apariencia, los aspectos vinculados a la más tradicional Historia
del Arte, el inventario monumental y arquitectónico de raíz positivista
y erudita, lo que reunió buena parte de los esfuerzos de los estudiosos,
entre los cuales destacó el historiador español Diego Angulo Íñiguez.
Gracias a su labor podemos contar hoy con testimonios de numerosos
edificios y obras que han desaparecido 22.
A partir de la década de 1940 y en franca simultaneidad con
una agresiva etapa de crecimiento urbano que no se ha detenido
22 Manuel Lucena Giraldo

hasta nuestros días, se empezó a estudiar la morfología, la lógica


y tradición del trazado en forma de damero, la plaza central y los
grandes monumentos cívicos, religiosos y militares. Desde la década
de los sesenta, el impulso de nuevas políticas culturales dirigidas
a la conservación y restauración de monumentos, con frecuencia
ligadas a organismos multilaterales, junto al acceso de especialistas
de diversas disciplinas (antropólogos, sociólogos, politólogos, arqui-
tectos, geógrafos, urbanistas e historiadores) a una gran cantidad
de material documental y bibliográfico, así como la renovación his-
toriográfica y la mejora del tratamiento analítico, visual y estadístico
del hecho urbano, enriquecieron nuestros conocimientos 23. Los estu-
dios tradicionales continuaron, pero se fueron definiendo nuevas
líneas de investigación, preocupadas por la continuidad de lo pre-
hispánico, la construcción social de la ciudad, su vinculación con
el hinterland o «traspaís», la articulación con el exterior, los flujos
de dinero y bienes o las transferencias de población.
Figuras como José Luis Romero, Richard M. Morse, Jorge Enrique
Hardoy o Graziano Gasparini, entre otros, representaron un movi-
miento que vinculó el estudio del pasado de la ciudad americana
con su más atribulado presente, hasta configurar en verdad una nueva
mirada sobre ella. En sus brillantes estudios, libres al fin de la falacia
que suponía el desprecio de la tradición colonial (tan habitual desde
la independencia), el devenir del tiempo se convirtió al fin en una
magnitud que contaba y no en un estorbo del que había que des-
prenderse violentamente para poder arrancar de nuevo. Por eso,
contemplaron el deterioro de los centros históricos como parte de
un proceso humano, constructivo y ecológico de fatales consecuencias
contemporáneas y origen de miseria, «tugurización», desvalorización,
desarraigo y subdesarrollo.
Especialistas en cuestiones específicas y ciudades o regiones con-
cretas como George Kubler, Antonio Bonet Correa, Enrique Marco
Dorta, James Lockhart, Peter Gerhard, Ángel Rama o Gabriel Guarda,
sin duda estimulados por la difusión de enfoques comparativos y mul-
tidisciplinarios, prepararon trabajos devenidos en clásicos dedicados
a la cuadrícula, las capillas y las plazas, Cartagena de Indias, Lima,
el desarrollo urbano mexicano, los modelos de escritura o el sistema
urbano chileno. Las ciudades del pasado y del presente fueron objeto
de atención preferente de una serie de seminarios y simposios en
sucesivos congresos de americanistas, siempre bajo la potente ins-
piración de Hardoy 24. Mientras desde una perspectiva institucional
y jurídica se hicieron estudios tan notables como los de Francisco
Introducción 23

Domínguez Company sobre las actas de fundación de ciudades, el


modelo reticular «clásico», que durante años se creyó era un patrón
impuesto desde la metrópoli repetido en América, fue considerado
el resultado de un largo proceso de experimentación. El objetivo,
en esta cuestión ejemplar como en otras, fue la recuperación de
la originalidad americana, tan evidente en los siglos XVII y XVIII como
discutida o hurtada en el XIX.
Aunque la cuadrícula fue reconocida característica del proceso
urbanizador hispanoamericano, se demostró que abundaban las
excepciones, dependiendo de la orografía del asentamiento, de su
propio carácter e historial local, o de las particularidades y destrezas
de los fundadores en materia urbanística. En buena parte fueron
brillantes discípulos o allegados de estos maestros o interesados en
la ciudad procedentes de diversos campos, como Ramón Gutiérrez,
Alejandra Moreno Toscano, Francisco de Solano, Horacio Capel o
Alfredo Castillero, entre otros, quienes llevaron hasta las últimas
consecuencias sus innovadores planteamientos iniciales y colaboraron
en la institucionalización de una historia urbana renovada 25. El Centro
de Estudios Urbanos y Regionales en Buenos Aires, el Departamento
de Geografía de Syracuse University, el Centro de Estudios Históricos
Urbanos del INAH en México o el Centro de Estudios Históricos
del CSIC en Madrid representaron bien este movimiento. Lo más
llamativo de sus programas fue el estudio de la ciudad en el marco
de contextos evolutivos regionales, la integración de elementos socioe-
conómicos estructurales y la preocupación por el trazado, los mate-
riales, usos o formas constructivas e incluso la vida cotidiana de
sus moradores. El gobierno local fue estudiado como un modelo
de oligarquía más o menos eficiente ante problemas como el sumi-
nistro de trigo, los terremotos, sequías o ataques de piratas, la higiene,
la delincuencia, el orden o el castigo de delincuentes, marginales,
rebeldes y díscolos. La identidad local y la producción y difusión
cultural también atrajeron muchos especialistas, aunque la fragmen-
tación de la percepción histórica, en especial durante las últimas
décadas del siglo XX, ha dispersado los esfuerzos, dirigiéndolos al
estudio de subculturas urbanas. También se desarrollaron cuestiones
nuevas, los estudios ligados a la demografía histórica, las razas y
castas y su distribución en la ciudad, las historias de familias y la
nueva prosopografía 26.
El Quinto Centenario del Descubrimiento de América, en su
vertiente historiográfica, representó una oportunidad para que la
inquietud hacia la ciudad colonial diera frutos notables. En el ámbito
24 Manuel Lucena Giraldo

de la cooperación internacional, la colaboración en el campo de la


conservación del patrimonio cultural impulsó la restauración de cascos
históricos coloniales y el establecimiento de escuelas-taller recupe-
radoras de destrezas tradicionales y configuró un modelo vigente
hasta nuestros días, cuyos frutos son visibles en lugares tan alejados
entre sí como Potosí, Cartagena de Indias, Quito, Comayagua, La
Habana, Ponce, Ciudad Bolívar y Portobelo. También se realizaron
exposiciones, entre las cuales destacó la española La ciudad hispa-
noamericana. El sueño de un orden (1989), cuyo comisario fue Fer-
nando de Terán, y se acometieron dos monumentales proyectos his-
toriográficos, uno dedicado al estudio de las ciudades iberoamericanas
dentro de las colecciones Mapfre-América, con una serie de mono-
grafías dedicadas a distintas urbes, y la imprescindible y exhaustiva
Historia urbana de Iberoamérica coordinada por Francisco de Solano 27.
Con posterioridad, la historia de la ciudad hispánica colonial a
ambas orillas del Atlántico, salvo algunas excepciones, como la de
Estados Unidos, donde por cuestiones ligadas al resurgir de la tra-
dición hispana y latina o la fuerza de identidades regionales y locales
en California o Nuevo México existe un renovado ímpetu, ha estado
marcada por la crisis de las grandes interpretaciones y el predominio
de enfoques microhistóricos o localistas. De modo que mientras la
metrópoli global converge en el espacio físico, parece producirse
un movimiento opuesto en la memoria urbana: demasiados políticos,
tecnócratas y, lo que es peor, ciudadanos ignoran y desprecian el
pasado de sus ciudades. Quizás es el signo de nuestro tiempo, con-
templar la ciudad como una «atopía» más, asumir que se pretende
invisible y fragmentada también en la memoria.
Como hemos mencionado, la mayor colonización urbana pro-
tagonizada nunca por Occidente tuvo por objetivo el continente
americano durante la Edad Moderna. A la ofensiva urbanizadora
acontecida desde 1492 hasta 1573, año de promulgación de las fun-
damentales Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacifi-
cación, con la ciudad como verdadero núcleo de la estrategia con-
quistadora, vanguardia y retaguardia de las huestes, que abandonaron
con frecuencia las armas para dedicarse a su realización y cons-
trucción, hemos dedicado el primer capítulo. Asentada la frontera
urbana, apareció la ciudad de los conquistadores, a la que hemos
consagrado el segundo capítulo. Novedosa en sus fórmulas y solu-
ciones, fue expresión simultánea de la voluntad utópica del rena-
cimiento europeo y de la realidad del Nuevo Mundo, hostil al enca-
sillamiento e inventora de mestizajes. El tamaño de las calles; el
Introducción 25

establecimiento de solares y parcelas cuadrangulares, proyectadas y


deslindadas sobre un territorio sin apenas límites; o el aspecto de
la plaza mayor, centro geométrico, funcional y simbólico desbordado
en los cercados y el suburbio por una humanidad de variedad incon-
cebible, le otorgaron un aspecto al mismo tiempo familiar y ajeno,
tan pretendidamente europeo como americano en sus múltiples
esencias.
A finales del siglo XVI, las emergentes ciudades y metrópolis criollas
aparecieron a ojos de los contemporáneos como un paraíso en la
tierra. Naturalmente, cada una de ellas presentó rasgos singulares
en función de sus características históricas y geográficas. México,
la primera gran metrópoli, fue una prolongación de Tenochtitlan
y su identidad indígena perduró largo tiempo. Lima, la segunda,
fue, por el contrario, una nueva urbe rodeada de pueblos de indios
y controlada por los encomenderos y sus descendientes. Bogotá tam-
bién fue nueva, pero surgió en un área indígena y permaneció aislada
del mundo, apenas alterada por periódicos terremotos, entregada
al «tiempo del ruido». Cartagena, Portobelo y La Habana fueron
grandes ciudades-puerto y bastiones defensivos. Buenos Aires tam-
bién fue una creación colonial, pero careció de una población cir-
cundante indígena y agrícola. Su destino inicial fue vivir entregada
a una tropa de aventureros, maloqueros y contrabandistas.
Estas ciudades y metrópolis criollas, a las que hemos dedicado
el tercer capítulo, se habían levantado según las bondades de la
traza cuadricular, que dividió el espacio en solares cuya jerarquía
dependió de la distancia que los separaba del centro. Algunas fueron
capitales de gran magnitud, mientras otras, de dimensiones menores,
se quedaron en urbes que representaban regionalidades aún inde-
finidas, pero emergentes. La ciudad era lugar de sociabilidad y repre-
sentación. En ella se encontraban los edificios que simbolizaban el
poder y también sus resquicios, catedral, casas reales o audiencias,
con construcciones modernas e inspiradas en proyectos de urbanismo
que combinaban la estética con la majestad. Ciudades gobernadas
por un poderoso cabildo, expresión del poder local, que tenía el
encargo de organizar entradas y salidas de personajes notables, fiestas,
devociones, ferias y mercados. La amplitud de las calles y de las
plazas y la perspectiva abierta por la traza rectilínea favorecían los
espectáculos y ordenaban la vida. La importancia de la función deco-
rativa resultó consustancial al espíritu de la contrarreforma y a la
influencia del barroco. Este dio cauce a una etapa de madurez de
la ciudad americana y le permitió exhibir su variedad social y de
26 Manuel Lucena Giraldo

naciones, al tiempo que confirió espacio adecuado a la circunstancia


particular. Esta diversidad se exhibió sin tapujos en las fiestas reli-
giosas y las conmemoraciones civiles, de modo que en desfiles, pro-
cesiones y cortejos cada grupo lució sus emblemas y signos distintivos
y se hizo visible una suerte de integración jerarquizada de la sociedad.
Con posterioridad, el pragmatismo ilustrado pretendió implantar un
orden vertical y centralizado, con el propósito de hacer de la ciudad
el reflejo de un pacto utilitario supuestamente perfecto. Al simulacro
del orden vivido en la ciudad de las luces hemos dedicado el cuarto
capítulo. Mientras las ciudades de la América Hispánica crecían en
riqueza y complejidad, se adivinaba el horizonte de la independencia
y con ella una nueva era de libertad republicana para el continente.
Esta es la materia del epílogo, «Las luces que envuelven».
Para concluir, me gustaría formular diversos agradecimientos.
Maira Herrero Pérez-Gamir, anterior directora del Centro de Estu-
dios Hispánicos e Iberoamericanos de la Fundación Carolina, me
propuso emprender la aventura intelectual de escribir este libro. Des-
pués de años de travesías en selvas y desiertos, el regreso a la ciudad
ha sido más que reconfortante: por ello le estoy muy agradecido.
Alfredo Moreno Cebrián, director académico de la Fundación Caro-
lina e investigador del CSIC, renovó esta confianza en mí, sabedor
de que se trataba de una tarea imposible sin buen ánimo y bene-
volencia por parte de quienes la encargaban. Durante una estancia
como investigador visitante en 2004 en el Queen Mary College de
la Universidad de Londres gracias a la invitación de Felipe Fer-
nández-Armesto pude realizar algunas consultas bibliográficas impres-
cindibles; su invitación al Seminario de Historia Global resultó deci-
siva para mejorar mis argumentos y combatir mis prejuicios. Javier
Lucena Giraldo me ayudó con diligencia en una ardua búsqueda
en revistas, repertorios documentales y bases de datos. En América
y España, Fernando Rodríguez de la Flor, Juan Pimentel, Rafael
Valladares, Alfredo Castillero, Antonio Lafuente, Emanuele Amodio,
Fernando Lucena Giraldo y Astrid Avendaño han leído partes del
manuscrito y me han hecho multitud de sugerencias y comentarios.
La labor de Luis Conde-Salazar en la corrección ha sido decisiva.
Por distintos motivos, también agradezco su apoyo a Miguel Cabañas
Bravo, Piedad Martín y Lorena Cárcamo. El personal de la biblioteca
del Centro de Humanidades del CSIC en Madrid ha sido eficaz
y paciente conmigo y ha colaborado conmigo en cuanto he necesitado.
Mi buen amigo Javier Beorlegui me ha ayudado a dejar de lado
las tensiones neuróticas propias de toda vida en la gran ciudad y
Introducción 27

mi esposa María ha sido paciente en lo cotidiano y crítica en lo


intelectual. El recuerdo de mi querido maestro Francisco de Solano
y sus enseñanzas ha hecho que fuera capaz de navegar en la jungla
urbana con la tranquilidad de quien sabe ha aprendido al menos
una parte de lo que debía. Este libro está dedicado al recuerdo
de mi madre, Inés Giraldo Gómez, que me enseñó a amar la ciudad
y a vivirla como un ámbito de posibilidades y libertad, con la lógica
pionera de la frontera antioqueña de la que procedemos. Muchas
gracias a todos.
Capítulo I
La apertura de la frontera urbana

Manuel
La apertura
Lucena
de laGiraldo
frontera urbana

El fenómeno histórico que los europeos occidentales empezaron


a denominar desde el siglo XVI «Descubrimiento de América» consistió
en la apreciación etnocéntrica, y en este sentido tan arbitraria como
legítima, de su primer contacto con unos hombres, tierras y mares
extraños, sobre los que proyectaron pretensiones de autoridad y anti-
güedad, aunque tuvieran al menos tanta potestad y siglos de historia
como ellos 1. Por supuesto, se puede discutir hasta el infinito la inten-
ción y orientación de la expansión europea, pero existen determinados
rasgos culturales, como la insólita capacidad de producir elementos
vinculados con lo que en nuestros días llamamos relativismo —ahí
está la duda con frecuencia angustiosa sobre la justicia y legitimidad
de la aventura conquistadora—, o la fundamental proyección de la
experiencia urbana, que llaman la atención y ofrecen sobre tal evento
claves interpretativas de largo alcance.
La España de finales del siglo XV estaba estructurada en una
potente y prometedora red de ciudades, resultado del largo y complejo
proceso de reconquista, finalizado con la expulsión o asimilación
de los hispano-musulmanes. En algunos casos, sus habitantes, exce-
lentes navegantes, se habían volcado hacia el océano Atlántico 2. Tanto
la experiencia portuguesa de exploración de la costa africana, apoyada
en el establecimiento de pequeñas pero eficientes fortalezas-factoría
(Senegal, Saõ Jorge da Mina, Benim, Luanda), como la temprana
colonización de los archipiélagos más próximos (Canarias, Azores,
Cabo Verde y Madeira), que implicó la fundación de Funchal, Sao
Vicente, Santa Cruz de Tenerife o Las Palmas, pusieron en marcha
soluciones urbanísticas que, en la hora inicial americana, se probaron
con más o menos éxito 3.
30 Manuel Lucena Giraldo

La apertura del Nuevo Mundo, con su dimensión colosal, implicó


que la relación entre población, territorio y renta quedara brutalmente
trastocada a escala global. De acuerdo con la clásica tesis «occi-
dentalista» de Walter P. Webb, el descubrimiento y sus consecuencias
hicieron de Europa una verdadera metrópoli y de América su gran
frontera. En 1492, los cien millones de europeos ocupaban una exten-
sión de 6.033.750 kilómetros cuadrados 4. Desde entonces, la super-
ficie disponible se multiplicó por cinco, la densidad se contrajo a
una sexta parte de la preexistente y se difundió por doquier la idea
de que en Ultramar existían riquezas asombrosas. El comercio de
valiosas y extrañas mercancías se multiplicó, se difundieron comidas
y bebidas deliciosas y el oro y la plata se importaron en cantidades
inimaginables 5.
La ciudad fue herramienta de apertura y consolidación de la
frontera atlántica y tuvo en ella una función doble y determinante.
En una primera etapa, al modo de una embarcación avanzada sobre
una playa extraña, fue lugar de aprovisionamiento, descanso, centro
de decisión y fiscalización de la empresa indiana. Pero a partir de
la conquista de México en 1521, terminada la etapa depredadora
y adaptativa del Caribe, se convirtió en el núcleo de estabilización
e irradiación de la colonización española, en la metáfora de su poder
y también de sus alcances. Estos vinieron impuestos por los procesos
de americanización, indianización y criollización. Como resultado de
ello, la modélica ciudad mediterránea y europea devino en algo nuevo
y distinto: se convirtió en urbe atlántica e indiana.
Las imágenes iniciales del descubrimiento y la conquista muestran
que la percepción de lo urbano fue primordial. De acuerdo con
la tradición grecolatina, se presumía que donde existían ciudades
habría policía y gobierno, pero con frecuencia se constituyeron en
núcleos de encarnizada resistencia y rechazo organizado por parte
de los indígenas. Pese a ello y visto en conjunto, el hecho urbano
facilitó sobremanera la conquista de América. La ciudad gobernaba
recursos, hombres y territorios y quien se apoderaba de ella los poseía.
Frente a la colosal y admirada Tenochtitlan de los aztecas, o la por-
tentosa red de almacenes y tambos de los incas, los indígenas nómadas
del desierto mexicano o la selva amazónica parecieron a los con-
quistadores tan sólo unos salvajes sin jerarquía, criaturas al margen
de la condición humana. El umbral de asimilación territorial por
parte de los españoles encontró su límite en un estadio civilizatorio
situado de manera convencional entre la agricultura estacional y la
práctica nómada de la caza y recolección. Los «indios agrícolas»,
La apertura de la frontera urbana 31

según narraron con insistencia los cronistas, poseían poblados siquiera


temporales y se suponía que alguna civilidad, ideas sobre la existencia
de Dios y el diablo, reyezuelos, guerras y herramientas. A partir
de ese nivel cultural, habitaba el planeta de la bestialidad. Sus mora-
dores, carentes de nombre propio, fueron percibidos a partir de
categorías polisémicas tan determinantes como perdurables: caribes,
sodomitas, indios de guerra, bárbaros y caníbales 6.
La novedad del Nuevo Mundo desplazó en el mapa del universo
las tierras, hombres y ciudades y las dispuso donde adquirieron cohe-
rencia y sentido. En una «Memoria» dirigida en 1524 al patriciado
de Córdoba, el humanista Hernán Pérez de Oliva señaló sin empacho
que era preciso impulsar la navegación del río Guadalquivir, «porque
antes ocupábamos el fin del mundo y ahora estamos en el medio,
con mudanza de fortuna cual nunca otra se vio» 7. El conquistador
y cronista Gonzalo Fernández de Oviedo mencionó el «imperio occi-
dental de nuestras Indias» y pidió abandonar las discusiones bizan-
tinas y dejar de disputar «esta materia de Asia, África y Europa
[...] pues lejos estamos en las Indias de donde al presente aquestas
cosas hierven» 8. Estas ansiedades geográficas refieren un desfase
entre la realidad y la capacidad cultural de producción de sentido,
indican el movimiento también de los descubridores y cronistas en
su conjunto de referencias, narran su pérdida relativa dentro del
espacio terrestre, por supuesto infinitamente menos abrupta que la
de los descubiertos, pero también significativa. Se trató, en todo
caso, de algo manejable. La novedad americana no supuso un enigma
indescifrable para el humanismo europeo y la idea de «descubri-
miento» funcionó como arma de dominio e invención de América.
Las incertidumbres relativas al carácter de los nativos o las pecu-
liaridades de su naturaleza plantearon retos y dudas que de un modo
u otro se acabaron resolviendo, por las vías de la racionalización
universal de la humanidad, el doloroso mestizaje o la simple y eficaz
atribución de monstruosidad 9.
Una de las razones del éxito civilizatorio europeo fue la capacidad
de mitificación, que hizo de los enigmas y misterios geográficos,
tan bellamente reflejados en historias, relatos y crónicas de Indias,
una de las armaduras de la conquista. Es importante señalar que
sus narrativas estuvieron presididas por una tensión que opuso a
la inicial representación de la realidad americana en términos de
idealización de la naturaleza, los hombres y los hechos providenciales
de la conquista una visión muy distinta. Esta subrayó lo contrario,
el fracaso de la aventura ultramarina, con su secuela inevitable, la
32 Manuel Lucena Giraldo

posibilidad e incluso la obligación de la rebelión individual frente


al desamparo y la fatalidad de un destino injusto. La historia de
la conquista está plagada de perdedores y por eso los mitos sirvieron,
según convino, como coartada del fracaso e instrumento de pro-
paganda de la empresa indiana 10. De ahí que en la segunda mitad
del siglo XVI se abriera paso, frente al modelo representado por quie-
nes, como el loco Aguirre, pretendían seguir buscando en el interior
continental o en alguna isla ignota «tierras por descubrir y por ganar»,
una posibilidad de estabilización, a través de una conciencia pro-
tocriolla de raíz profundamente urbana. De esta manera se volvió
a adaptar la fábula necesaria a los imperativos de la realidad, los
mitos a la cruda materialidad del mundo, con el fin de hacerlo
habitable 11.
El lugar de las ciudades en la mitología del descubrimiento de
América fue fundamental desde que Cristóbal Colón perfiló su pro-
yecto de alcanzar Asia navegando hacia el oeste, con sólidos fun-
damentos en la geografía clásica y los testimonios de los viajeros
medievales 12. El palacio del rey de Cipango con las paredes recu-
biertas de oro descrito por Marco Polo espoleó la imaginación del
descubridor, cuyo sueño místico, como se sabe, distaba de ser modes-
to, pues pretendía nada menos que reconquistar Jerusalén y reedificar
el templo de Salomón 13. También recabó su atención la leyenda
de la comarca de Ofir, situada al norte de la India y trasvasada
por él a la isla Española. En otro episodio mitificador, Colón reme-
moró la «isla de las siete ciudades» a cuyas playas, según contó,
había arribado una embarcación empujada por la tempestad: sus
tripulantes descubrieron entonces con asombro que las arenas estaban
impregnadas de oro. Que en fecha tan temprana como 1495 los
escasos resultados prácticos de sus viajes reportaran a Colón el cruel
apodo de «almirante de los mosquitos» no impidió que se propagaran
dos mitos urbanos fundamentales de la conquista de América de
raigambre salomónica, preñados de elementos como mares y lagunas,
ciudades fortificadas, hombres blancos y tierras doradas. Así, en el
Río de la Plata fue localizada la «ciudad perdida de los césares»,
también llamada Linlín, Trapananda, La Sal o Conlara. La urbe
mítica tendría murallas con fosos, revellines y una sola puerta, edificios
suntuosos y templos cubiertos de plata maciza, un metal allí tan
abundante que sus moradores se servían de él para elaborar ollas,
cuchillos y hasta rejas de arados. En sus casas, dispondrían de asientos
de oro. Su aspecto físico era inconfundible, pues eran blancos y
rubios, con ojos azules y barba cerrada. Su idioma resultaba inin-
La apertura de la frontera urbana 33

teligible a españoles e indios, pero extrañamente herraban su ganado


con marcas «como las de España».
El origen de la versión más corriente del mito de la ciudad perdida
provino de las andanzas del descubridor Francisco César, que, según
refirió el cronista rioplatense Ruy Díaz de Guzmán, salió en 1526
de Sancti Spíritu a orillas del río Paraná y, tras encontrar gente
«muy rica y vestida con buenas prendas de lana», no se dejó obnubilar
por peligrosas fantasías y retornó entero a Cuzco. Otros relatos fueron
más aventurados, pues pretendieron que la ciudad perdida estaba
habitada por náufragos supervivientes de la expedición de Simón
de Alcazaba al estrecho de Magallanes (1534-1535), un grupo de
incas rebeldes emigrados del Perú o los 150 desgraciados super-
vivientes de la expedición del obispo de Placencia Vargas de Carvajal,
abandonados en la Patagonia en 1539. En la segunda mitad del
siglo pretendieron que se trataba de los infortunados pobladores
de Nombre de Jesús y Rey Don Felipe, las «ciudades» magallánicas
establecidas en 1584 por Pedro Sarmiento de Gamboa, o de antiguos
habitantes de Osorno, la urbe chilena cruelmente destruida por los
mapuches.
La «ciudad de los césares» constituyó una leyenda de tierras
extraordinarias y hombres blancos perdidos cuya funcionalidad geo-
gráfica ofrece pocas dudas. Debían estar en alguna parte ignota del
mapa, lo que constituía una motivación perfecta para continuar con
las exploraciones y entradas. Cada quien tenía su versión, construida
al modo de una geografía del deseo. En 1580, el escribano de Tucu-
mán Alonso de Tula Cerbín informó que en el valle de San Pedro
Mártir había «una gran provincia de ingas belicosos» que extraían
oro. Al tener noticia de la llegada de los españoles se habrían refugiado
en una laguna como la de México: «Puéblanse entre ellos en la
costa muy buenas ciudades, fértiles y de gran temple, que hay en
la costa de la mar desde la boca del Río de la Plata hasta el estrecho
de Magallanes» 14. La difusión de poderosas imágenes, «una esme-
ralda como media luna», un «canal sin bahía en el fondo», «los
náufragos perdidos», favoreció que durante el siglo XVII los ingleses
tuvieran una auténtica obsesión por encontrar lo que imaginaban
como «un pueblo de hombres españoles», que algunos de sus arro-
jados navegantes habían entrevisto en la distancia. En su metamorfosis
dieciochesca, la representación se alteró de manera sustantiva, pues
se presentó como una república perfecta, cuya ubicación era secreta.
Todo el mundo trabajaba excepto las viudas y huérfanos, nadie poseía
más de veinte hectáreas, las calles eran limpias, las casas contaban
34 Manuel Lucena Giraldo

con dos plantas y la tortura estaba prohibida. No había españoles


y los católicos tenían prohibido participar en el gobierno 15.
El equivalente del mito de los Césares en el norte americano
fueron las no menos famosas «siete ciudades de Cíbola». Una versión
bastante extendida mantuvo, en la línea de ciertos relatos penin-
sulares, que habían sido fundadas en el siglo XII por siete obispos
huidos con las reliquias de la iglesia de Mérida, en Extremadura,
justo cuando la ciudad iba a ser capturada por los moros. Cómo
pudieron recorrer tan enorme distancia, no lo sabemos. Por supuesto,
el mito se fue acomodando en sospechosa concordancia a los impulsos
y necesidades del proceso descubridor, creó la realidad americana
que la imaginación ya había soñado. La secuencia de acontecimientos
así lo prueba. Tras el hallazgo por Juan Ponce de León de la península
de Florida en su búsqueda de la fuente de la eterna juventud, la
poderosa y arquetípica imagen de la ciudad del oro se difundió sin
remisión. Los intentos de exploración del interior continental aca-
baron, naufragio por medio, con el alucinante periplo de Álvar Núñez
Cabeza de Vaca y su compañero, el antiguo esclavo negro y moro
Estebanillo: entre 1528 y 1536 ambos cruzaron el continente a pie,
desde la actual Tampa hasta Sinaloa. Con ello transformaron para
siempre el arte de viajar.
Tres años después de su retorno, un Hernán Cortés deseoso
de afirmar su poder despachó a Francisco de Ulloa a explorar el
Pacífico. El virrey Antonio de Mendoza se le había adelantado, pues
el otoño del año anterior había mandado al franciscano fray Marcos
de Niza hacia el incógnito norte, acompañado del inquieto Este-
banillo, que encontraría entonces la muerte por propasarse con las
indígenas. El informe de Niza mencionó el hallazgo de reinos abun-
dantísimos con camellos y elefantes y apuntó la existencia de una
ciudad más grande que México, identificada de inmediato con una
de las siete de Cíbola. De ahí que a pesar de su fama de mentiroso
el virrey no dudara en encargarle una formidable expedición que,
por si acaso, puso al mando de uno de sus hombres de confianza,
el gobernador de Nueva Galicia Francisco Vázquez de Coronado.
Estuvo compuesta por unos trescientos hombres, al menos tres muje-
res, seis franciscanos, más de mil indígenas aliados y cerca de 1.500
caballos. En su transcurso soportaron toda clase de penalidades y
acabaron por encontrar una aldea de los indígenas zuni en lo que
hoy es Hawi Kuk (Nuevo México), habitada por unas cien familias.
Los nativos, que en adelante se llamarían «pueblos», tenían edi-
ficaciones con explanadas a distintos niveles, patios y casas de adobe,
La apertura de la frontera urbana 35

pero carecían de oro en cantidades dignas de justificar el esfuerzo


de llegar hasta ellos. Como todo buen conquistador, Vázquez de
Coronado conjeturó que debía encontrarse cerca, por lo que despachó
exploradores hacia el Gran Cañón y las tierras de los hopi y los
taos. En el inmenso continente, abrumados por la decepción y el
aburrimiento, buscaron el mítico reino de Quivira, mencionado por
un indígena conocido como «el turco». Según sus noticias, allí el
señor de la tierra dormía la siesta a la sombra de un gran árbol,
del cual pendían numerosas campanas de oro tintineantes. Algunas
exploraciones posteriores alcanzaron el territorio de la actual Kansas,
pero el tiempo se agotaba. Después de mandar ajusticiar al turco
por mentiroso, Vázquez de Coronado ordenó el retorno a México.
Al llegar, como temía, tuvo que hacer frente a un duro proceso
legal por negligencia e ineptitud, pero fue exonerado de toda culpa
en el fracaso de la expedición 16.
La culminación y con gran frecuencia la única justificación posible
de un descubrimiento, su concreción en una nueva ciudad, partió
de una representación llena de simbolismo: la toma de posesión.
Esta transfería al dominio material de la Corona una parte de las
Indias, considerada hasta entonces res nullius, habitada por paganos
y entregada por las bulas papales a los reyes católicos, y la hacía
propia para que ningún otro se aposentase en ella: vacabant dominia
universali jurisdictio non posesse in paganis 17. Proyectaba de ese modo
la acción descubridora sobre el terreno y también convertía por un
acto de brujería jurídica el espacio «sin dueño» en territorio propio,
detentado con justo título. La toma de posesión precedió y ordenó
el procedimiento de fundación de ciudades. Su regulación, como
solía ocurrir en el derecho indiano, no adoleció de rigidez, de modo
que pudo asumir el juego de la circunstancia. Entre sus fuentes
jurídicas estuvieron algunas fórmulas procedentes del derecho roma-
no y germánico, ya ensayadas en las islas Canarias 18. Para que tuviera
validez, el descubridor debía cortar ramas, pasear, tomar puñados
de tierra, beber agua y hasta dar gritos; el escribano público levantaba
testimonio y el pregonero daba luego voz a todo lo actuado. El
acto solía ir acompañado de misas y levantamiento de cruces y fina-
lizaba con la traza física de calles y solares y el nombramiento del
primer cabildo. En una etapa posterior, como fruto de la experiencia,
se le añadió en ocasiones el enterramiento de una botella con la
escritura de posesión indicando para que no hubiera dudas quién
era el propietario del territorio. Se buscaba así advertir a posibles
competidores europeos, ante los que sólo valía el «ánimo de dominio»
36 Manuel Lucena Giraldo

o la presencia efectiva. En cualquier caso, las variantes fueron muchas.


En las instrucciones entregadas a Juan Díaz de Solís en 1514 para
el descubrimiento del estrecho que comunicaba el Atlántico con el
Pacífico, se le ordenó tomar posesión en un sitio bien determinado,
cortar árboles y ramas, cavar el terreno y proclamar todo lo efectuado
con testigos y levantamiento de testimonio. También se le encareció
construir algún pequeño edificio donde hubiera un cerro señalado
o un gran árbol y levantar una horca. Finalmente, tenía que actuar
como juez y sentenciar las demandas que le presentaran 19. El año
anterior, una vertiente marítima de la ceremonia protagonizada por
Vasco Núñez de Balboa —nada menos que la toma de posesión
del océano Pacífico— había obligado a los participantes a esperar
en la orilla hasta que subiera la marea: «Sentáronse él y los que
con él fueron y estuvieron esperando que el agua creciese, porque
de bajamar había mucha lama e mala entrada». Tal condición se
contempló como requisito indispensable para que tuviera validez
jurídica.
A partir de 1510, uno de los requisitos de la conquista fue la
lectura del requerimiento a los indígenas. Lejos de representar el
absurdo que algunos pretenden, tuvo una función simbólica e inti-
midadora y sirvió tanto para remarcar la superioridad civilizatoria
española como para transformar el contacto inicial en sumisión o
colisión, ya que excluyó la posibilidad de una percepción mutua
en idéntico nivel cultural. Recientes estudios mantienen que el reque-
rimiento podría fundarse en tradiciones peninsulares islámicas ligadas
a la jihad, entendida como una lucha regulada según principios legales
adecuados 20. Mediante la obligación de su lectura, la Corona atendió
algunas de las fundadas quejas de los frailes indigenistas, al tiempo
que prescribió para un momento de gran peligro un procedimiento
(bien se quejaron algunos conquistadores por ello) que determinaba
la conducta a seguir. La imposición del protocolo legal también
sirvió para recalcar la magnitud y ubicuidad del poder real. En
este sentido, era lo de menos que la explicación fuera proyectada
literalmente hacia árboles, animales u hombres que no podían
entender nada, salvo en el universal lenguaje de las señas, hasta
que hubo disponibles intérpretes o «lenguas» capaces 21. Los argu-
mentos del requerimiento son muy conocidos. El Dios creador
del universo hizo un hombre y una mujer, «de quien nos y vosotros
y todos los hombres del mundo fueron y son descendientes y pro-
creados». Sus hijos se dispersaron por la tierra y más tarde San
Pedro fue puesto por cabeza de todo el linaje humano, «don-
La apertura de la frontera urbana 37

dequiera que los hombres viniesen en cualquier ley, secta o creen-


cia». Uno de los papas donó a los reyes de Castilla, León y Aragón
«las islas y tierra firme del mar océano». Por causa de ello, los
indígenas debían reconocer su potestad y tener a los monarcas
«como a superiores y reyes», o arriesgarse en caso contrario a
perderlo todo:
«Tomaremos vuestras personas y de vuestras mujeres e hijos y
los haremos esclavos y como tales los venderemos y dispondremos
de ellos como sus majestades mandaren y os tomaremos vuestros
bienes y os haremos todos los males y daños que pudiéramos, como
a vasallos que no obedecen ni quieren recibir a su señor y le resisten
y contradicen; y protestamos que las muertes y daños que de ello
se siguiesen sean a vuestra culpa y no de sus majestades, ni nuestra» 22.

Con requerimiento o sin él y sin dejar de lado que la auténtica


infantería de la conquista de América estuvo constituida por los pro-
pios indígenas, que acompañaron a las huestes de manera voluntaria
o forzada, lo cierto es que la rapidez del proceso conquistador, con-
cluido en su primera etapa con la victoria de Hernán Cortés, sus
600 acompañantes españoles y varios miles de aliados indígenas sobre
los aztecas el 13 de agosto de 1521, se explica tanto por su supe-
rioridad militar, tecnológica y táctica, como por el apoyo que le
brindaron desde la retaguardia las incipientes ciudades del Caribe 23.
La conquista de México resumió la experiencia reunida desde
1492. En los años posteriores, la «factoría colombina», un intento
de trasposición de los procedimientos usados en la costa africana
y los archipiélagos atlánticos, había funcionado tan mal como el
gobierno del descubridor. Desde finales del siglo XV, liquidado su
monopolio, las cabalgadas o entradas de los conquistadores, una
adaptación a las nuevas circunstancias de las clásicas «algaras» o
rápidas expediciones estacionales de la reconquista peninsular, mar-
caron la pauta. La regulación jurídica característica se basó en la
firma de capitulaciones entre la Corona y los particulares. Bajo el
nuevo sistema, los reyes compartían el riesgo, las pérdidas y las even-
tuales ganancias con financieros y aventureros privados, porque el
negocio americano había sido hasta entonces ruinoso. En segundo
término, se reservaron el control político de la conquista, la sujeción
de quienes tuvieran pretensiones señoriales o hicieran gala de un
espíritu demasiado independiente.
Este entramado político y legal hubo de transformarse a causa
de la magnitud de la catástrofe demográfica indígena en las Antillas
38 Manuel Lucena Giraldo

y la conquista del imperio azteca. Ambos hechos concatenados ace-


leraron la institucionalización de la frontera del Nuevo Mundo
mediante la fundación de los reinos de Indias, definitiva expresión
política del trasvase institucional y burocrático español al continente
americano. En torno a 1550, era precisamente la estabilidad de la
red urbana la que garantizaba la viabilidad de una monarquía his-
pánica atlántica, que contenía una conciencia criolla en estado ger-
minal. En este sentido, la promulgación de las Ordenanzas de des-
cubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias de 1573, ver-
dadera piedra angular de la ciudad americana, no hizo más que
sancionar y encauzar una dinámica de permanencia y una originalidad
ya entrevista, pero llamada a adquirir plena visibilidad en el siglo
siguiente.
La fundación por Cristóbal Colón de Fuerte Navidad a finales
de 1492 supuso la creación del primer establecimiento europeo en
América, excepción hecha de los olvidados asentamientos vikingos.
No deja de ser irónico que el motivo circunstancial de ello residiera
en un lamentable descuido que produjo el naufragio de la Santa
María, cuyo mando había quedado a cargo de un inexperto grumete,
en la noche del 25 de diciembre de aquel annus mirabilis. Cuando
emprendió el retorno a la península de su primer viaje, Colón dejó
en Fuerte Navidad 39 hombres al mando del cordobés Diego de
Arana, Pero Gutiérrez y el segoviano Rodrigo de Escobedo, con
mercaderías para rescatar, bizcocho, artillería y una pequeña embar-
cación 24. A fines de noviembre de 1493, al arribar a La Española
en el transcurso del segundo viaje, Colón comprobó con consternación
que todos habían sido masacrados por los nativos y tomó con rapidez
la decisión de fundar una ciudad para asentar las más de 1.200
personas que lo acompañaban, entre las cuales había, además de
marineros, hidalgos, artesanos, labradores y religiosos, pues su obje-
tivo en esta ocasión era colonizador. La urbe recibió el nombre de
Isabela para honrar a la reina católica y se localizó en el norte de
la isla, junto al mar, a 29 leguas del puerto de Santa Cruz. Su comienzo
fue celebrado con una misa el 6 de enero de 1494 y por entonces
se debió organizar su cabildo. El emplazamiento, según manifestó
un descubridor que vivía sus horas de gloria, resultaba ideal, pues
estaba en un alto junto a un puerto, en un amplio valle, y disponía
en sus cercanías de un bosque y una cantera. Otros testigos de
aquel acontecimiento, como el italiano Michele Cuneo, opinaron
en cambio que las endebles casas de Isabela eran tan sórdidas que
le recordaban el aspecto de un burdel. El catalán Guillem Coma
La apertura de la frontera urbana 39

mencionó que tenía una calle ancha trazada a cordel que la dividía
en dos partes y estaba cortada por otras transversales; consta que
más adelante tuvo una fortaleza y una casa para residencia del almi-
rante de las Indias 25.
En agosto de 1498 el puerto de Isabela había sido abandonado
y la malsana ciudad estaba a punto de sufrir la misma suerte; apenas
dos años después se encontraba deshabitada. Según un testimonio
del propio Colón, un «desastre de fuego» había destruido dos terceras
partes de ella en 1494. El padre Las Casas señaló que se había
localizado cerca de una aldea indígena, por lo que había sido escenario
de hechos de crueldad; resulta obvio que esta circunstancia debió
agravar su atmósfera fronteriza y violenta. Obligado por los acon-
tecimientos, Colón buscó un emplazamiento alternativo al sur, que
también podía dar salida al mar a los asentamientos surgidos en
el interior para la explotación minera (Santo Tomás, Esperanza o
Concepción de la Vega) que en algunos casos se transformarían en
ciudades. En ejecución de sus designios, Santo Domingo fue fundada
por su hermano Bartolomé Colón en 1498, al oriente del río Ozama.
A pesar del intento del descubridor de llamarla «Isabela la Nueva»
para disimular este segundo fracaso urbano, su recuerdo quedaría
asociado a romances y leyendas populares de fantasmas, muerte y
desolación.
Apenas cuatro años después, el gobernador Nicolás de Ovando,
que había llegado de España para corregir los desatinos colombinos
acompañado de 2.500 colonos, trasladó Santo Domingo a la orilla
izquierda del río e inauguró con ello el fenómeno tan genuinamente
americano de las ciudades «portátiles», el desplazamiento por causas
de pobreza, sanidad, ataque indígena o catástrofe de vecinos y pobla-
dores con sus familias, servidores, enseres y animales a otro lugar,
pero sin cambiar de urbe. La primera capital de América fue orga-
nizada por Ovando con la habilidad burocrática y el sentido común
que siempre le caracterizaron. Es importante destacar que sus ins-
trucciones expresaron con claridad la voluntad real de establecer
ciudades al modo de las peninsulares:
«Que se hagan poblaciones en que los dichos indios puedan estar
y estén juntos, según y como están las personas que viven en estos
nuestros reinos. Las cuales hagan hacer en los lugares y partes que
a él bien visto fuere» 26.

Lo relevante fue la decisión política, consistente en el tiempo


y en el espacio, de abrir una frontera urbana y de fundar según
40 Manuel Lucena Giraldo

un procedimiento reglado y clásico, «digno de ser imitado». Este


partió de la identificación y justificación del sitio elegido y continuó
con la traza del plano en damero sobre el terreno, el diseño de
las calles principales, la colocación de la cruz en el solar de la futura
iglesia y de la picota en el área central de la plaza mayor y la desig-
nación de solares para cabildo, gobernación y hospital 27. En cum-
plimiento de las órdenes recibidas, Ovando también acabó con la
licenciosa costumbre extendida entre los colonos españoles de vivir
desperdigados en las aldeas indígenas. Cuando retornó a la península
en 1509, había asentado cerca de 3.000 vecinos en unas quince
villas, entre las que se encontraban algunas tan importantes como
Santa María de la Verapaz, Salvatierra de la Sabana, Azúa, Villanueva
de Yáquimo, Buenaventura y Bonao.
La orgullosa Santo Domingo, a la cual la Corona concedió divisas
y escudo de armas en 1508, contaba con un puerto muy activo.
Su rápido crecimiento se vertebró sobre una incipiente trama urbana
ortogonal, que tenía las calles principales paralelas a la costa y la
plaza mayor en su área central, aunque ligeramente desplazada hacia
el río. Pronto se levantó en ella la primera catedral americana, de
estilo gótico tardío, con tres naves y dos capillas laterales; a diferencia
de lo que se haría habitual posteriormente, su fachada principal no
se orientó a la plaza mayor. Junto a ella, se edificaron el palacio
de Diego Colón (1510-1514), el hospital de San Nicolás de Bari
(1533-1552), la torre del homenaje de La Fuerza, las atarazanas
(1515-1530) y la primera universidad americana, la de Santo Tomás
de Aquino, abierta en 1538. Ante la magnificencia del conjunto,
el obispo Geraldini señaló sin aparente sonrojo: «Quedé admirado
al ver tan ínclita ciudad fundada hace el breve tiempo de 25 años,
porque sus edificios son altos y hermosos como los de Italia, su
puerto capaz de contener todos los navíos de Europa, sus mismas
calles anchas y rectas, que con ellas no sufren comparación las de
Florencia». El gran cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, alcalde
de su fortaleza, recalcó tanto la novedad urbana como la voluntad de
estilo presente en ella: «Fue trazada con regla y compás, es una
ciudad nueva, bien planeada, que ha de servir de modelo a todas
las ciudades de América» 28. El primer recuento de población, que
data de 1528, indica que residían en ella 433 hombres, de los cuales
281 eran cabeza de familia, casi dos terceras partes disponían de
espada u otras armas y un 14 por 100 poseía caballo propio 29.
La distribución geográfica de las ciudades en La Española res-
pondió tanto a la necesidad de impulsar la producción de alimentos
La apertura de la frontera urbana 41

destinados a las declinantes explotaciones auríferas, como al estímulo


del comercio con los incipientes núcleos urbanos surgidos a lo largo
de la dinámica frontera antillana. En pocas décadas la población
indígena desapareció casi del todo a causa de la avalancha de enfer-
medades desconocidas (de las cuales algunas terribles también se
propagaron por Europa), los malos tratos y las brutales incursiones
de los cazadores de esclavos, que proveían de mano de obra a estan-
cias agropecuarias. Las sabanas fueron invadidas por el ganado vacuno
y porcino; el cerdo se convirtió en «la despensa del conquistador».
En estas condiciones, el ritmo de la conquista americana dependió,
más que de la posibilidad inmediata de encontrar metales preciosos,
perlas o pedrería, de la disponibilidad real de alimentos y de la
existencia de bases de partida y avituallamiento. El alargamiento
de las redes de aprovisionamiento se había convertido ya en la primera
década del siglo XVI en un grave problema logístico 30.
Casi todos los capitanes de conquista se formaron en la expe-
riencia dominicana, que fue una verdadera escuela de baquianos
y «prácticos de la tierra». En 1508, el gobernador Ovando encomendó
a Juan Ponce de León la conquista de Puerto Rico y también despachó
a Tierra Firme las expediciones de Alonso de Ojeda y Diego de
Nicuesa. En 1509 mandó a Juan de Esquivel a Jamaica y en 1511
Diego Velázquez alcanzó Cuba por orden suya 31. Ponce de León
y Esquivel habían participado en la conquista del oriente de La
Española, donde fundaron Salvaleón del Higuey en 1505. Velázquez
dirigió la conquista de la parte occidental de la isla, donde fundó
Verapaz, Azúa y San Juan de la Maguana. Ojeda y Nicuesa fueron
conocidos veteranos de la frontera y Núñez de Balboa, fundador
de los primeros establecimientos en el continente, Santa María la
Antigua del Darién y Acla, fue colono en Salvatierra de la Sabana,
cerca del actual cabo Tiburón.
El establecimiento de ciudades litorales a fin de asegurar el sumi-
nistro y la defensa de las huestes conquistadoras que pretendían
avanzar hacia el oeste y el sur marcó la pauta. En Cuba, donde
el hallazgo de chozas de paja llevó al doctor Chanca a conjeturar
que entre los nativos existía algún grado de civilidad —«esta gente
nos pareció más política», afirmó— cinco de las siete ciudades que
fundó Velázquez fueron costeras o próximas al mar 32. Baracoa, erigida
en 1512, fue la más próxima a La Española y se levantó sobre un
eje urbano lineal. Santiago, la primera capital cubana, se fundó en
1511 en una bahía alargada y resguardada por dos promontorios;
su primer trazado fue ortogonal en los alrededores de la plaza mayor
42 Manuel Lucena Giraldo

e irregular en el exterior. Puerto Príncipe, fundada en 1515, tuvo


un primer emplazamiento de trazado irregular junto a la costa y
más tarde se trasladó al interior. Trinidad había sido levantada el
año anterior con cierta disposición radial, en una pequeña colina
que se deslizaba hacia el mar.
La Habana, aunque se fundó en 1515, cambió tres veces de
emplazamiento hasta 1519, cuando se radicó donde hoy permanece.
Alejada en principio de las rutas comerciales y de la dinámica con-
quistadora, la urbe habanera se aglutinó en esta etapa alrededor
de la Fuerza vieja, situada al final del canal de entrada a la bahía
en la que sus habitantes por fin habían hallado refugio. Hacia 1550
contaba con unos 300 habitantes. A fines de siglo la rotundidad
de la Fuerza nueva, dotada de cuatro baluartes iguales en los vértices
de un cuadrado perfecto, alumbró el cambio de fortuna de la ciudad,
llamada a convertirse en pieza clave y fortaleza amurallada de la
Carrera de Indias, merced a los castillos de La Punta y El Morro.
Su traza, que según uso y costumbre prescribió la medida de los
solares y el ancho de las calles, conformó una plaza irregular abierta
al puerto y una estructura de manzanas cuadrangulares de diferentes
tamaños. En otras regiones de la isla se fundaron en 1513 y 1514
Bayamo y Sancti Spíritu. La primera dispuso de un trazado lon-
gitudinal paralelo al río, con una retícula irregular y la iglesia y la
plaza mayor situadas hacia el norte; en la segunda se repitió la fórmula
de trazado irregular con apuntes geometrizantes. La plaza central
articuló ambos conjuntos 33.
En Jamaica, las primeras fundaciones se localizaron en la costa
del norte. De 1508 datan Villa Diego y Melilla; en 1510 surgió Sevilla
del Oro, convertida en capital; Oristán, en cambio, se radicó al sur.
Todas desaparecieron en poco tiempo. En 1524, debido a la insa-
lubridad de Sevilla, el gobernador Francisco de Garay mudó la capital
a Santiago de la Vega, conocida hoy como Spanishtown. La pobreza
de la isla era tan considerable que en 1582 era la única ciudad
habitada. Terminaría por ceder la capitalidad a Kingston, situada
en un lugar estratégico. En cuanto a Puerto Rico, Vicente Yáñez
Pinzón recibió en 1505 el cometido de poblar villas de cincuenta
o sesenta vecinos y repartirles «caballerías y tierras y árboles». Los
desgraciados vecinos de Caparra, la desprotegida y malsana ciudad
fundada por Ponce de León en 1508, se trasladaron en 1519 a
una pequeña isla alargada que cerraba una gran bahía situada al
norte, en la que pretendían hallar un lugar para vivir. Allí surgió
San Juan, cuya traza estaba definida dos años después. En los alre-
La apertura de la frontera urbana 43

dedores de la plaza mayor se configuró una retícula ortogonal y


los edificios se construyeron según el estilo de La Española. Mientras
la iglesia de Santo Tomás semejaba la catedral gótica de Santo Domin-
go, en 1533 se levantó con intenciones defensivas la Fuerza vieja
o fortaleza de Santa Catalina. Pronto fue superada por la colosal
de El Morro, en realidad un complejo sistema defensivo en per-
manente renovación.
Aunque el salto al continente de mayor alcance fue el prota-
gonizado por Hernán Cortés en 1519, como paso previo a la conquista
de los aztecas, hacía tiempo que se había asentado el llamado «núcleo
panameño». Este resultó fundamental en el avance hacia Centroa-
mérica y el Perú. Las ciudades de Panamá, Nombre de Dios y su
sucesora Portobelo, abrigaron puertos terminales en el tránsito de
la Carrera de Indias entre el Pacífico y el Atlántico. En la costa
ístmica fueron establecidas Natá (1522), Concepción (1559), Peno-
nomé (1573) y Remedios (1589). Únicamente Santafé (1558), situada
en un paso cordillerano a medio camino entre Natá, convertida en
granero del istmo, y Concepción, radicada en un área minera, fue
capaz de escapar a la atracción del litoral, gracias a su posición
estratégica. En la naciente Panamá, la experimentación urbana fue
regulada mediante las instrucciones para el poblamiento de Castilla
del Oro, entregadas a Pedrarias Dávila en 1513. La experiencia de
la frontera antillana había dado sus frutos. De ahí que recogieran
por primera vez indicaciones terminantes sobre el carácter del empla-
zamiento, la orientación, la salubridad y la distribución de solares
de las futuras ciudades e incluso insinuaran la necesidad de revisar
las prácticas seguidas desde 1492:

«Habéis de repartir los solares del lugar para hacer las casas
y estos han de ser repartidos según las calidades de las personas
y sean de comienzo dados por orden, por manera que, hechos los
solares, el pueblo parezca ordenado, así en el lugar que se dejare
para plaza, como el lugar en que hubiese la iglesia, como en el orden
que tuvieren las calles, porque en los lugares que de nuevo se hacen
dando la orden en el comienzo, sin ningún trabajo ni costa quedan
ordenados y los otros jamás se ordenan» 34.

Las ciudades que Pedrarias fundó en Panamá se ajustaron al


modelo ortogonal gracias a la colaboración del experto en geometría
y mensura de terrenos Alonso García Bravo. Este tuvo la fortuna
de acompañar a Hernán Cortés en la conquista novohispana, intervino
en el trazado de Veracruz y Antequera y acabó por convertirse en
44 Manuel Lucena Giraldo

«el alarife que trazó la ciudad de México». En el istmo, tal vez


reformó el trazado inicial de la primera ciudad asentada en Tierra
Firme, Santa María la Antigua del Darién, fundada por Martín Fer-
nández de Enciso junto al río Atrato a fines de 1509. García Bravo
también participó en el trazado de Acla, en cuya plaza mayor fue
ejecutado por rebeldías imaginarias en 1519 su desgraciado fundador,
Vasco Núñez de Balboa. Tanto Nombre de Dios, erigida en 1510
sobre la costa atlántica panameña, como Natá y Acla debieron tener
un trazado regular. Los planos de la primera Panamá, establecida
por Pedrarias en 1519, muestran una ciudad de esa morfología, pero
con el curso de las calles torcido 35.
Desde ella partió en 1524 Francisco Hernández de Córdoba para
fundar Bruselas cerca de la actual Puntarenas en Costa Rica y León
y Granada en la actual Nicaragua. Su traza tuvo intención de regu-
laridad, pero careció de la disciplina practicada por los urbanizadores
de México. Situada a orillas de un lago de gran tamaño y a los
pies de un volcán cuya erupción había formado pequeñas islas de
lava, se levantó sobre una retícula dominada por una plaza cua-
drangular, a la que confluyeron las diferentes manzanas. Los prin-
cipales edificios religiosos se colocaron sobre un eje longitudinal y
en perpendicular al litoral, en el que había un pequeño puerto; la
calle atravesada, paralela a la costa, sirvió como punto de reunión
de los caminos que llegaban a Granada desde todas direcciones.
En el extremo sur del Caribe, el asalto conquistador se dirigió
hacia Venezuela, cuyas costas fueron recorridas por Colón durante
su tercer viaje. La efímera Nueva Cádiz de Cubagua, fundada en
1510 al socaire del auge perlífero, que dio lugar a la primera de
las economías extractivas de la región, apenas consistió en una serie
de manzanas alineadas a lo largo de la costa. En 1540 ya había
sido abandonada, de modo que las cercanas Asunción, fundada en
1525 en la isla Margarita, y Cumaná, establecida sobre el continente
en 1520, agruparon la escasa población española. La futura capital
del oriente venezolano fue trasladada en 1569 a su emplazamiento
definitivo por el conquistador Diego González de Serpa y desde
entonces creció con lentitud sobre el espacio comprendido entre
el cerro de San Antonio y el río Manzanares. La imponente presencia
de la cercana fortaleza de Araya, levantada en 1622 para impedir
la explotación holandesa de las salinas próximas, contrastó con la
modestia de la urbe, la pobre iglesia parroquial, los austeros conventos
y la humilde aduana.
Al occidente se fundó en 1527 la ciudad de Coro, que tuvo
una traza regular, al igual que otros núcleos importantes de la hostil
La apertura de la frontera urbana 45

Tierra Firme, como Santa Marta, fundada en 1525 por el trianero


Rodrigo de Bastidas, o Cartagena de Indias, que lo fue por Pedro
de Heredia en 1533. La primera de ellas sirvió de plataforma para
la conquista del interior colombiano, pues de allí partió la hueste
de Gonzalo Jiménez de Quesada, que remontó el río Magdalena
tras el rastro de los indígenas muiscas, la sal y el oro. En 1538
fundó Santafé de Bogotá para justificar sus andanzas doradistas ante
una Corona que se había vuelto demasiado inquisitiva respecto a
los hechos y fines de la conquista. Santa Marta fue una de las primeras
ciudades de trazado reticular ortogonal con manzanas rectangulares
en vez de cuadradas, un estilo urbanizador que también se aplicó
en San Juan de Puerto Rico, México y Puebla de los Ángeles. Sus
calles fueron rectas y paralelas y la plaza mayor se dispuso junto
a la costa, en posición descentrada respecto al eje de la ciudad.
Tuvo seminario, hospital y aduana y fue sede obispal durante buena
parte del siglo XVI. En cuanto a Cartagena, llamada a convertirse
en la gran metrópoli fortificada de Tierra Firme, se radicó en el
extremo de una gran bahía y tuvo un trazado semiregular. En la
plaza mayor, localizada en un vértice que permitió unir las manzanas
próximas al puerto al asentamiento fundacional, se construyeron la
catedral, el cabildo y la casa del gobernador. Otra plaza, llamada
de la aduana o del mar, abierta hacia el puerto, fue el centro de
las actividades comerciales y el tráfico de mercaderías, como aceite,
vino, papel, oro y esclavos. Una trama de calles rectas formaba una
red de manzanas irregulares, que se extendió al poco hacia la cercana
isleta de Getsemaní. En 1572, Cartagena había llegado a los 4.000
vecinos, pero se encontraba todavía lejos del esplendor que alcanzaría
con posterioridad.
En fecha tan temprana como 1517, apenas ocho años después
de la llegada de los españoles, las ciudades cubanas contaban con
hombres y recursos suficientes para servir de base al asalto del con-
tinente, del mismo modo que las urbes de La Española habían sus-
tentado la ofensiva inicial hacia las demás islas de las Antillas y
Tierra Firme. A la expedición de Francisco Hernández de Córdoba
hacia Yucatán aquel mismo año, que terminó en un trágico naufragio,
siguieron las de Juan de Grijalba en 1518 y la acaudillada por Cortés
en 1519. En aquella decisiva coyuntura, el hecho urbano tuvo un
papel relevante. Fue precisamente la fundación de la Villa Rica de
la Veracruz lo que marcó el inicio de la conquista novohispana,
porque permitió a Cortés investirse de la legitimidad política y militar
que necesitaba: gracias a ella se liberó de la tutela de Diego Velázquez,
el gobernador de Cuba a quien debía sujeción y lealtad.
46 Manuel Lucena Giraldo

No se conoce la forma exacta de la primera Veracruz, un puerto


natural en la planicie costera difícil para la navegación, pero idóneo
para la defensa, «cerca de dos buenos ríos para agua y trato y grandes
montes para leña y madera y mucha piedra para edificar», según
narró el propio Cortés. El asiento definitivo de la ciudad en 1521
se conformó según un trazado regular de calles rectas y relativamente
perpendiculares entre sí. La pequeña plaza mayor rodeada de la
iglesia principal y la casa del gobernador quedaron situadas junto
al puerto, pero la aduana se estableció en la plaza del Maíz, donde
se celebraba un populoso mercado. A fines del siglo XVI, Veracruz
presentaba una plaza rectangular rodeada de manzanas cuadradas
y rectangulares y había adquirido cierta irregularidad 36.
Con el fin de asegurar las comunicaciones de su cada vez más
numerosa hueste, Cortés fundó tras Veracruz la localidad de Segura
de la Frontera, que debió tener una planta casi cuadrangular. A
partir de estos emplazamientos, una vez lograda la alianza y el control
de Tlaxcala, que consideró «muy mayor que Granada y más fuerte»
y de Cholula, «la ciudad más hermosa de fuera que hay en España»,
se lanzó a la conquista de los aztecas. Su bella y limpia capital,
Tenochtitlan, la gran presa urbana del continente americano, habitada
quizás por unas 300.000 personas, estaba dominada por el enorme
recinto del Templo Mayor, rodeado a su vez de los grandes palacios
de los tlatoque (gobernantes) y los nobles más poderosos. También
contaba con grandes espacios dedicados al mercado y la adminis-
tración, como el totocalli y el petlacalco. La organización urbana era
impecable. En cada barrio se practicaba un tipo de actividad, con
una deidad a la que se rendía culto en el templo correspondiente 37.
Muchas casas contaban con patios o chinampas, unas plataformas
flotantes dedicadas al cultivo intensivo. Los edificios nunca sobre-
pasaban las dos plantas, que eran exclusivas de las viviendas ocupadas
por la clase privilegiada. La mayoría de la población habitaba en
casas que tenían una sola y disponían de una superficie de unos
treinta o cuarenta metros cuadrados; las más pequeñas sólo tenían
diez 38.
A pesar de la destrucción material acontecida durante la conquista,
las terribles epidemias y los hechos de armas —el cronista Fernando
de Alva Ixtlilxóchitl recordó que «los tlaxcaltecas y otras naciones
que no estaban bien con los mexicanos, se vengaban de ellos muy
cruelmente de lo pasado y les saquearon cuanto tenían»— en lo
referente a la concepción urbana la continuidad fue más notable
de lo que se ha supuesto 39. Las calzadas indígenas y el gran centro
La apertura de la frontera urbana 47

ceremonial de Tenochtitlan fundamentaron el trazado de la capital


de la Nueva España concebido por el ya mencionado alarife Alonso
García Bravo, que diseñó parcelas cuadradas y un sistema vial rec-
tangular de malla ligeramente heterogénea. Los cuatro campa o rum-
bos míticos aztecas permitieron delinear cuatro barrios, puestos bajo
advocaciones que recordaron los atributos de antiguas divinidades.
Así, San Juan Moyotla remitió a la virginidad masculina de Tez-
catlipoca-Telpochtli, Santa María Cuepopan a la diosa Tonantzin,
San Pablo Zoquipan a Quetzalcoatl y San Sebastián Atzacualco al
joven guerrero Huitzilopochtli 40.
A partir de 1521, sobre el paisaje fluvial dominado por multitud
de canales y acequias fueron apareciendo casas de una sola planta
con gruesos muros y pequeñas ventanas. La ciudad semejaba, en
palabras de Bernal Díaz del Castillo, «un pequeño islote, casi un
pantano, del que sobresalían unas rocas, rodeado de cañaverales».
Su superficie se aproximaba a 130 hectáreas, a las que se añadían
750 de las chinampas y 60 más del islote de Tlatelolco 41. La plaza
mayor, la más grande de América, fue levantada sobre el antiguo
centro ceremonial azteca. En su vertiente sur discurría con placidez
una acequia que la separaba de otra plaza contigua, la del Volador,
en la cual se estableció en 1550 la universidad. La gigantesca catedral
se empezó a construir en 1573; sus obras se prolongaron durante
el siglo XVII y parte del XVIII. México creció con orden dentro de
la traza inicial, ocupando primero el terreno hasta el límite de los
solares marcados y más tarde en altura y profundidad. Hacia 1600,
alrededor de la plaza mayor aparecían la catedral en construcción,
el viejo templo pendiente de derribo, la sede arzobispal, la casa
de la moneda, el palacio virreinal y el cabildo. En todas direcciones
se veían iglesias, conventos, monasterios, palacios y edificaciones par-
ticulares, los símbolos de la opulencia y el poder de la capital novo-
hispana.
La ofensiva conquistadora y urbanizadora también hizo de la
nueva urbe la base de partida para nuevas expediciones. El propio
Hernán Cortés mandó a Gonzalo de Sandoval hacia Tuxtepec, en
el oriente; allí fundó en 1523 a orillas del río Coatzacoalcos la Villa
del Espíritu Santo. Luis Marín se encaminó a Chiapas y Francisco
de Orozco exploró la región de Oaxaca. En 1528 se formalizó la
fundación de Antequera, cuya traza fue realizada al año siguiente
por el ubicuo García Bravo. En ella, la plaza cuadrada se situó en
un punto intermedio entre los dos ríos que cruzaban el valle, el
Atoyac y el Jalatlaco, y los ejes se inclinaron unos grados para atem-
48 Manuel Lucena Giraldo

perar la influencia solar. Vicente López se encaminó a la región


de Pánuco, donde el propio Cortés fundó Santisteban del Puerto
a finales de 1522. Hacia el occidente partió Cristóbal de Olid, que
se encargó de culminar la conquista de Michoacán; allí se estable-
cieron Pátzcuaro en 1524 y Valladolid en 1541. La primera de ellas
nació por decisión del franciscano y utopista Vasco de Quiroga y
contó con una fuerte presencia indígena. Frente a ella, Valladolid
surgió como una villa de españoles en el valle de Guayangareo, dis-
puesta según una traza ortogonal, con grandes manzanas partidas
en cuatro solares y anchas calles; su enorme plaza mayor medía
unos 130 por 300 metros antes de la construcción de la catedral.
En el profundo norte mexicano aparecieron en 1546 Zacatecas
y en 1554 Guanajuato, como reales de minas ligados al hallazgo
de plata. Su trazado fue irregular y espontáneo; adquirieron el esta-
tuto de ciudades en 1585 y 1741, respectivamente. En el sur, Fran-
cisco de Montejo fundó Mérida en 1542; dos años antes había erigido
sobre la costa occidental de Yucatán San Francisco de Campeche.
A pesar de la importancia que le deparaba ser el único puerto entre
Veracruz y La Habana en el que podían recalar las flotas de la
Carrera de Indias, en 1562 tenía una sola iglesia y a fines de siglo
apenas llegaba a 400 habitantes. Con posterioridad fue fortificada
y la plaza mayor se orientó hacia el mar; el centro urbano adquirió
un carácter compacto. Si Campeche funcionó como punto de apoyo
para la navegación en la vuelta del Caribe, la necesidad de proteger
la salida del temible canal de las Bahamas hacia el Atlántico explica
la fundación en 1565 de San Agustín de Florida, la primera ciudad
de los Estados Unidos. Constituyó un peculiar núcleo urbano alar-
gado, en cuyo centro se situó una plaza de armas abierta al mar
y dominada por la casa del gobernador. El fuerte de San Marcos
otorgó cobijo a una agrupación de manzanas situadas en paralelo
a la línea de la costa.
Al sur de México se situaron ciudades tan importantes como
Cholula, un caso de clara adaptación del nuevo trazado a una pobla-
ción existente, y Puebla de Los Ángeles. Esta se erigió en 1531
por orden de la audiencia con el ánimo de llevar a la práctica el
utópico modelo de división de españoles e indios en repúblicas segre-
gadas, para residencia exclusiva de los primeros. La traza fue dirigida
con mano de hierro por los franciscanos y ejecutada por Alonso
Martín Pérez, que se encargó también de la distribución de los solares.
Las primeras casas fueron radicadas en la orilla del río San Francisco,
opuesta al futuro emplazamiento de la urbe. Un plano de 1532
La apertura de la frontera urbana 49

muestra una estructura de manzanas rectangulares de 180 por 90


metros, con calles de unos trece de ancho alrededor de una gran
plaza central. Cada lado de la ciudad tenía 21 manzanas, la dimensión
total era de 4,5 por 2,6 kilómetros y la superficie ocupada era de
11,70 kilómetros cuadrados. El asentamiento estaba rodeado de fér-
tiles ejidos y las huertas fueron ocupando diversos espacios; las man-
zanas y lotes fueron urbanizados siguiendo una estricta planificación.
Al noroeste, Cristóbal de Oñate colonizó la Nueva Galicia. La
fundación de Guadalajara en el arenoso valle de Atemeja tuvo lugar
en 1531. Tras sucesivos cambios de emplazamiento, la ciudad fue
establecida de manera definitiva sobre una vega de gran aprove-
chamiento agrícola a 1.500 metros de altitud y a orillas del río de
San Juan de Dios. La estructura de sus plazas centrales resultó insólita.
En un lado de la plaza mayor, que acogió la catedral, se dispuso
el palacio del gobernador, pero las casas del cabildo, contrariamente
a lo habitual, se colocaron en una segunda plaza junto a las casas
reales y el obispado; las manzanas tuvieron una forma casi cuadrada.
Hacia el sureste se había dirigido Pedro de Alvarado, que fundó
Zacatula en 1523 y la primera Guatemala al año siguiente. En 1527
su hermano Jorge estableció de nuevo Santiago de los Caballeros
de Guatemala en el sitio de Bulbuxi, «donde brota el agua». Su
voluntad resuena con claridad en el acta fundacional:

«Mando que se haga la traza poniendo las calles norte y sur,


este y oeste. Otrosí mando que en medio de la traza sean señalados
cuatro solares en cuatro calles en ellos incorporados, por plaza de
dicha ciudad. Otrosí mando que sean señalados dos solares junto
a la plaza, en el lugar más conveniente, donde la iglesia sea edificada
[...] que se señale un sitio para hospital [...] que junto a la plaza
sean señalados cuatro solares, el uno para casa del cabildo y el otro
para cárcel pública y los otros para propios de la ciudad [y] que
los demás sean repartidos por los vecinos» 42.

En 1541 un inmenso torrente de agua que descendió del volcán


contiguo la arrasó por completo y mató a muchos de sus habitantes,
que, según una interesada interpretación posterior, habrían recibido
un justo castigo del cielo por vivir en permanente pecado 43. Dos
años después fue refundada en otro lugar, donde actualmente se
encuentra La Antigua, de acuerdo con una trama regular de manzanas
cuadradas, con calles rectas a partir de una plaza central; un terremoto
la volvió a destruir casi por completo en 1773. En el reino de Gua-
temala también se fundaron hasta 1600 otras 44 villas y ciudades,
50 Manuel Lucena Giraldo

como Granada y León (1524), Huehuetlán (1524), Trujillo (1525),


Realejo (1533), Puerto Caballos, Gracias a Dios y San Pedro Sula
(1536), Comayagua (1537), Sonsonate (1552), Cartago (1564) y
Tegucigalpa (1579).
Con frecuencia se olvida que desde el potente núcleo panameño
se emprendió la conquista del sur del continente, lo que supuso
entre otras cosas la imposición de una morfología urbanizadora bien
experimentada en el istmo. El clímax de esta nueva y decisiva etapa,
marcada por la derrota del imperio de los incas, fue la fundación
de Lima a comienzos de 1535 por Francisco Pizarro. La futura capital
peruana fue bautizada quizás como «ciudad de los reyes» para con-
memorar la epifanía, pues en las mismas fechas en que el fundador
y sus compañeros elegían su asentamiento los reyes magos de oriente
habían tomado el camino del portal de Belén 44. Fue establecida
en un área de milenaria ocupación en el valle del Rímac, a cien
pasos del río del mismo nombre y a sólo diez kilómetros de la costa
del océano Pacífico. La elección del emplazamiento no fue casual.
Lima surgió en un punto intermedio entre Trujillo y Cuzco, «una
de las buenas tierras del mundo», como señaló el cronista Pedro
Cieza de León. Sus primeros 79 vecinos recibieron puntualmente
los solares definidos en la traza inicial y, como mandaba la ley, adqui-
rieron la obligación de cercarlos y poblarlos en el plazo de un año.
La trama urbana comprendió 116 manzanas cuadradas y formó un
conjunto rectangular apoyado en el borde del río, con una superficie
cercana a las 214 hectáreas. La construcción de los edificios aledaños
a la plaza mayor, que quedó descentrada a causa de la cercanía
del Rímac a uno de los lados del conjunto, fue emprendida sin dila-
ción. En 1542 Lima ya contaba con audiencia y obispado; en 1551
fue fundada la Universidad de San Marcos. Rondaba por entonces
los 15.000 habitantes y su superficie había crecido hasta las 314
hectáreas.
La utilización de materiales frágiles en su construcción, como
madera, ladrillo y adobe, en detrimento de la piedra, muy escasa
en la región, no dificultó su promisorio futuro. Lima constituyó la
segunda gran metrópoli virreinal americana y pronto estuvo dotada
de magníficos edificios, iglesias y jardines, que quedaron rodeados
por numerosas casas de techo plano, una adaptación local a la práctica
ausencia de lluvia. En la tumultuosa periferia urbana, los indios de
encomiendas y los forasteros se fueron agrupando en el famoso subur-
bio de Santiago del Cercado, cuya existencia legal fue reconocida
en 1566. Su traza tenía 35 manzanas y 122 solares y poseía una
La apertura de la frontera urbana 51

extraña plaza central romboidal. En el interior amurallado coexistirían


por siglos sin problemas aparentes edificios tan disímiles como una
iglesia de los jesuitas, un hospital, un colegio para hijos de caciques,
una cárcel para indios hechiceros y una fábrica de pólvora.
El trazado de Lima definió un modelo que tuvo, como el de
México, una influencia regional perdurable. Sin embargo, el contraste
con lo ocurrido en la antigua capital inca, Cuzco, no pudo ser mayor.
Lejos del monumentalismo irregular azteca, la ciudad se había carac-
terizado por la exactitud geométrica de su trazado (que reproducía
perfectamente la división de los grupos étnicos y su propia situación
en el imperio), la ausencia relativa de grandes edificios, el cruce
en la plaza central (la gran Huacapata, de 550 metros en su lado
mayor y 250 en el menor) de los caminos que partían a los cuatro
suyus o regiones del incanato y la existencia de doce barrios, tres
por cada una de ellas 45. En el centro se encontraba el templo del
sol o inti-cancha, rodeado por los palacios de los incas. En ellos
habían residido los ayllus o linajes reales, mientras en los barrios
externos se alojaban la gente común y quienes procedían de pueblos
conquistados 46. Desde la fundación de Cuzco como urbe hispánica
en 1534 se produjo una reordenación del espacio central y la plaza
incaica, atravesada por el río Huatanay, quedó dividida en manzanas.
En la nueva plaza mayor se ubicó la catedral, en la llamada «del
regocijo» se situaron el mercado indígena y el cabildo y la de San
Francisco se erigió como centro religioso secundario. La situación
de los solares de las órdenes (la Compañía de Jesús, Santa Clara
y Santo Domingo), resultó determinante en el proceso de estruc-
turación de los barrios. La ciudad quedó definida por medio del
eje principal y la calle perpendicular que bordeó las tres plazas. Buena
parte de los nuevos edificios se levantaron sin recato sobre los cimien-
tos incaicos o reutilizaron antiguos materiales.
La rápida pujanza de Lima, tan ligada a la inmediata explosión
productiva de la mina de Potosí y al tráfico de la plata hacia el
istmo panameño y el Atlántico, fue posible porque su fundación
culminó un proceso urbanizador que le otorgó una suerte de cen-
tralidad moderada, de cabecera regional y, si se quiere, felizmente
arcaizante. A su alrededor, Pizarro fundó San Miguel de Piura en
1531 con 46 vecinos y en un sitio malsano. Pronto se tuvieron que
trasladar a otro emplazamiento que no fue mucho mejor, pues estaba
entre «dos valles llanos, frescos y llenos de arboledas, aunque escaso
de lluvias, cálido, abundante en sabandijas y con una [plaga] de
enfermedades de los ojos» 47. También estableció en 1534 la célebre
52 Manuel Lucena Giraldo

Jauja, asociada para siempre a la idea de vida fácil, sobre un hermoso


valle en el que, según mencionó Lope de Rueda, era imposible pasar
hambre o necesidad, «pues los árboles daban buñuelos; los ríos,
leche; las fuentes, manteca, y las montañas, queso». Es posible que
tuviera una plaza mayor rectangular, pero en otros aspectos reprodujo
la norma peruana de traza urbana con manzanas cuadradas, visible
también en San Juan de la Frontera de Chachapoyas (1538), León
de Huánuco y San Cristóbal de Huamanga (1539), El Callao —que
nació por libre como puerto de La Magdalena— y Villa Hermosa
de Arequipa (1540). Esta se radicó en un lugar estratégico situado
entre la zona minera de Charcas y el Pacífico. Su traza fundacional
consistió en un cuadrado perfecto de 63 manzanas, ocho por cada
lado, exceptuada la correspondiente a la plaza. La población estaba
regada por acequias que provenían del río cercano y recorrían las
calles con orden, lo que posibilitó la existencia de huertas y jardines
que confirieron a la ciudad un paisaje característico.
También Trujillo, fundada por Diego de Almagro en 1535 sobre
el valle del río Moche y amurallada de acuerdo con un impecable
proyecto renacentista, siguió la pauta de Lima. Sus primeras viviendas
de adobe con techos de madera ocuparon grandes manzanas de
casi 130 metros de lado; las fachadas daban sobre calles que tenían
13 de ancho. El clima era benigno, el suelo fértil, la vegetación
abundante y la comunicación con el exterior resultaba fácil gracias
a la cercanía del puerto de Guancacho. La hermosa ciudad creció
de manera armónica. Las excelentes «casas de piedra y bien cons-
truidas» que la caracterizaban, según el geógrafo López de Velasco,
se alternaban con los conventos. Al sur fue establecida en 1548
La Paz por orden del pacificador Pedro de la Gasca, que deseaba
asegurarse el control del Alto Perú tras las sangrientas guerras civiles
entre conquistadores. La motivación política de su origen fue recogida
en la simple justificación del sitio elegido, por encontrarse «en la
parte y lugar más conveniente».
Con el propósito de consolidar la conquista del norte del antiguo
imperio inca, Pizarro había mandado a Piura al gran fundador de
ciudades Sebastián de Belalcázar, otro personaje que provenía en
origen del núcleo panameño. Este procedió con la habitual mezcla
en los conquistadores de disciplina colectiva e iniciativa individual
y organizó por su cuenta una expedición a Quito. En junio de 1534
entró en la ciudad, que había sido incendiada y destruida por el
general inca Rumiñahui para evitar su entrega: incluso las 300 vírgenes
La apertura de la frontera urbana 53

del sol, las acllas o ñustas de la familia de Atahualpa, que se habían


negado a acompañarle en su retirada, habían sido exterminadas 48.
Poco después apareció Diego de Almagro, compadre de Belalcázar,
que venía de Cuzco a tomarle cuentas. Ambos olvidaron sus dife-
rencias y unieron sus fuerzas con el objetivo de hacer frente a la
hueste de Pedro de Alvarado, que había desembarcado procedente
de Guatemala con el propósito nada disimulado de usurparles la
conquista. Para evitarlo, Belalcázar y Alvarado fundaron el 15 de
agosto San Francisco de Quito, sobre la falda del volcán Pichincha,
a 2.800 metros de altitud. Sus primeros 200 vecinos se asentaron
en los solares recién delineados alrededor de la plaza mayor. La
traza urbana adquirió movilidad mediante la apertura de otras dos
plazas, que fueron consagradas a San Francisco y Santo Domingo.
Pese a las críticas que recibieron por su proceder, los fundadores
no dudaron en aprovechar el incipiente damero de la traza incaica
y definieron una cuadrícula irregular, que se adaptó bien al estrecho
terreno disponible excepto en el centro, donde se impuso la regu-
laridad. La normativa del cabildo pronto prescribió el cerramiento
y limpieza de los solares otorgados, la construcción de acequias y
la vigilancia de los mercados. El crecimiento urbano quiteño se orientó
en el sentido longitudinal del valle, hacia el norte en dirección al
camino de Pasto y hacia el sur al de Cuzco. La importancia de
la nueva urbe se ratificó al ser designada sede de audiencia en 1563.
Belalcázar, a fin de cuentas un veterano conquistador y excelente
estratega, sabía bien que el control del interior exigía asegurar la
posesión de la costa. De ahí que remontara el Guayas, para fundar
Santiago de Guayaquil a fines de 1534 junto a la boca del río Yaguachi.
La ciudad sufrió asaltos indígenas e incendios, fue reasentada en
1537 por el descubridor del Amazonas Francisco de Orellana y cinco
años después se radicó en su emplazamiento definitivo, un lugar
insalubre plagado de caseríos que fueron regularizados mediante el
trazado de una cuadrícula. Mientras tanto, al suroeste de Quito surgió
de la nada San Antonio del Cerro Rico de Zaruma, un centro minero
que se convirtió en ciudad a fines del siglo XVI. En 1548 Alonso
de Mercadillo fundó Loja, que adquirió una impecable traza regular.
Hacia el oriente también aparecieron algunos núcleos poblados de
efímera existencia ligados a hallazgos metalíferos, como Santiago
de las Montañas o Sevilla del Oro; al sur Gil Ramírez Dávalos fundó
en 1557 sobre un magnífico valle Santa Ana de Cuenca. Su traza
regular siguió el modelo de Lima, pero la plaza mayor fue más peque-
ña. Una vez efectuado el señalamiento de terrenos para iglesia, cabil-
54 Manuel Lucena Giraldo

do, cárcel, casa y tienda de propios, el monasterio de Santo Domingo


y hospitales de españoles y naturales, fueron delineados los solares
de los vecinos: «Que cada uno tenga ciento y cincuenta pies de
largo y trescientos en cuadra, trazando las calles derechas y de anchura
que puedan ir por ellas dos carretas». Dos años más tarde, el fundador
estableció Baeza al oriente. En esa región, Archidona, Ávila y Alcalá
del Río, trazadas a cordel y regla y con las manzanas bien distribuidas,
apenas tuvieron en sus difíciles años iniciales algunas frágiles chozas,
rodeadas de una naturaleza libérrima.
La actividad de Belalcázar continuó hacia el norte del continente,
pues su particular búsqueda de El Dorado le encaminó en esa direc-
ción. Así, fundó Santiago de Cali y Popayán en 1536 según la habitual
estructura cuadricular y en su avance hacia la sabana bogotana se
encontró con las huestes de Gonzalo Jiménez de Quesada, que había
llegado al altiplano procedente de Santa Marta, y de Nicolás de
Federmann, que procedía del occidente de Venezuela, entregado
por Carlos V a los banqueros alemanes Welser para pagar las múltiples
deudas de sus aventuras imperiales y expoliado de inmediato por
ellos con la crueldad propia de los recién llegados a una conquista.
Bajo este impulso, el valle del Cauca y el altiplano andino colombiano
se llenaron de ciudades. En 1537, Belalcázar fundó Pasto. Dos años
después, Jorge Robledo estableció Anserma y Gonzalo Suárez Rendón
fundó Tunja. Mompós, convertida con el tiempo en un puerto estra-
tégico en la ruta del río Magdalena, que comunicaba el interior con
Cartagena y la costa, fue establecida por Alonso de Heredia en 1540
sobre una gran isla fluvial. En el Nuevo Reino de Granada también
se fundaron Cartago en 1541, Tolú en 1543, Pamplona en 1545, Ibagué
en 1550, Mariquita en 1551, Tamalameque en 1561, Leiva y Ocaña
en 1572, Cáceres en 1576, Vélez en 1579 y Zaragoza en 1581.
La traza de Tunja, llamada a convertirse en una opulenta ciudad,
se ajustó al probado modelo limeño, con un sistema de calles igual-
mente distanciadas y cruzadas en ángulo recto para formar manzanas
cuadradas. Ese fue también el diseño de Santafé de Bogotá, surgida
en 1538 por voluntad de Jiménez de Quesada para justificar su
presencia en tierras de los muiscas y dominar el territorio que tanto
Belalcázar como Federmann le disputaban. La Bogotá inicial se levan-
tó, en palabras de su fundador, en un «sitio bueno y acomodado
[...] sin selvas inhóspitas, sin plagas, alimañas o fieras». Las casas
de sus cien primeros vecinos fueron simples bohíos de varas y paja
hasta que lograron levantarlas de tierra y tapia. Ocuparon unas 25
manzanas de 380 pies de lado, limitadas por los ríos San Francisco
La apertura de la frontera urbana 55

y San Agustín al norte y al sur y por la cordillera central al oriente.


Las calles tuvieron 35 pies de ancho en las vías principales y 25
en las secundarias. Las manzanas fueron divididas en cuartos y octavos
y en el lado oriental de la plaza mayor fue reservado un solar para
la iglesia. Durante largo tiempo fue relegada en su papel de centralidad
urbana por la plaza de San Francisco, localizada en el extremo norte
de la ciudad, a orillas del río del mismo nombre. Las razones fueron
poderosas. De ella partía el camino real hacia Tunja y tenía un impor-
tante mercado y un humilladero con una cruz que marcaba el límite
de la capital del Nuevo Reino de Granada, dotada en 1549 de audien-
cia y en 1564 de arzobispado.
Tres años después, Diego de Losada logró fundar una ciudad
en el litoral central venezolano, tanto tiempo remiso a los conquis-
tadores. Santiago de León de Caracas fue establecida en territorios
que había explorado el mestizo margariteño Francisco Fajardo, sobre
un largo valle separado de la costa por una elevada cordillera y
en la encrucijada de los futuros caminos de La Guaira y las minas
de oro de Los Teques. La traza cuadricular de Caracas siguió el
diseño del agrimensor Diego de Henares, compañero del fundador,
que compuso un cuadrado de cinco manzanas para alojar a los 136
primeros vecinos con sus familias, acogidos y servidumbre 49. En el
centro se abrió la plaza mayor. Los límites geográficos de la ciudad
quedaron fijados por tres riachuelos (Coroate, Catuche y Arauco)
que desembocan en el río Guaire, y por la prominente ladera del
monte Ávila. Como era costumbre, se señaló una legua de tierras
comunales por cada viento o dirección. Durante su etapa inicial,
Caracas tuvo pocas casas construidas, las calles apenas existían y
se practicaba una economía de subsistencia. El panorama se trans-
formó radicalmente desde finales del siglo XVI, cuando la producción
de cacao cambió la suerte de la provincia.
En otras regiones de Venezuela cercanas a la costa surgieron
ciudades tan importantes como Valencia, fundada en 1550, la primera
con trazado regular, y Barquisimeto, establecida en 1552, con una
cuadrícula bien definida y trasladada a su asiento definitivo en 1563.
En la región de los Andes, Juan de Maldonado fundó Mérida en
1559 y San Cristóbal en 1561; la «portátil» Trujillo fue establecida
por Diego García de Paredes en 1558 y después de ser trasladada
siete veces se radicó en su solar definitivo en 1570. Carora, primera
ciudad del interior, fue fundada en 1569 en el camino desde El
Tocuyo hacia Coro. Con todo, lo más determinante de esta etapa
fue la tercera y definitiva fundación de Nueva Zamora de Maracaibo
en 1573. Culminó así un proceso de asentamiento empezado por
56 Manuel Lucena Giraldo

Ambrosio Alfinger en 1529, cuando necesitó una base de partida


para sus incursiones hacia el interior en busca de metales preciosos.
Al sur del continente la apertura de la frontera urbana manifestó
el mismo ritmo sostenido de fundaciones que pugnaban por sobrevivir
a una existencia precaria. En el altiplano andino, a 2.880 metros
de altitud y sobre un terreno ondulado, el capitán Pedro de Anzules
fundó en 1538 por orden de Francisco Pizarro la ciudad de La
Plata, que sería capital de Charcas. Desde 1563 se convirtió en sede
de audiencia; en su plaza mayor se situaron la catedral, el palacio
arzobispal, el cabildo y la universidad. Su traza primitiva, con 25
manzanas casi cuadradas y calles rectas, se expandió sobre las partes
llanas del amplio terreno circundante. El reino de Chile permaneció
largo tiempo al margen de la conquista, debido al aislamiento geo-
gráfico que le ocasionaban el océano Pacífico, el desierto de Atacama
y los Andes. En 1535, una expedición al mando de Diego de Almagro
partió de Cuzco con la intención de adentrarse en la jurisdicción
que había capitulado, bautizada como Nueva Toledo. La fundación
de Santiago por Pedro de Valdivia no tuvo lugar hasta 1541. El
trazado de la ciudad «a cordel y regla, comenzando desde la plaza
mayor», se hizo de acuerdo con sus propias ideas, pues no vaciló
en declararse «jumétrico en trazar y poblar, alarife en hacer acequias
y repartir aguas, labrador y gañán en las sementeras, mayoral y rabadán
en hacer ganados y, en fin, poblador, criador, sustentador, conquis-
tador y descubridor». En sus inicios la futura capital, poblada por
unos 150 vecinos, tuvo forma de trapecio, con un lado paralelo de
nueve manzanas al occidente y cinco al oriente y la trama cuadricular
contenida en el interior. Primero se ocuparon las manzanas centrales
y más tarde las periféricas, hasta un total de 126, no todas cuadradas
y separadas por calles de 36 pies de ancho. La hostilidad de los
indígenas fue combatida con diversas medidas, entre las cuales des-
tacó la construcción de una casa fuerte en la manzana situada al
norte de la plaza mayor, dotada de torres en las esquinas, almacén
y guarda de armas. Los sufridos pobladores se tenían que refugiar
en ella cada vez que había «grita de indios» 50.
En 1544 fue fundada San Bartolomé de la Serena. Cinco años
después, tras sufrir el incendio, saqueo y asesinato de todos sus
pobladores excepto dos a manos de los nativos, fue reconstruida
con una muralla fortificada. En el resto del reino que ya era conocido
como el «Flandes indiano» también fue patente el entrecruzamiento
entre pretensión urbanizadora y avance fronterizo 51. Hernando
Pizarro dejó claro testimonio de ello:
La apertura de la frontera urbana 57

«A los cinco de octubre del año 1550 poblé la ciudad de Con-


cepción, hice en ella 40 vecinos; por el marzo delante de 51 poblé
la Ciudad Imperial, donde hice otros 80 vecinos, todos tienen sus
cédulas. Por febrero de este presente año de 1552 poblé la ciudad
de Valdivia [...] Poblé la Villarica, que es por donde se ha de descubrir
la mar del norte [...] y así iré conquistando y poblando hasta ponerme
en la boca del estrecho [de] Magallanes» 52.

El territorio del Río de la Plata, tan buscado en la etapa de


búsqueda del paso hacia la especiería, culminada con el viaje de
circunnavegación completado en 1522 por Juan Sebastián Elcano,
se convirtió en enterrador de quimeras, en especial tras la aparición
fulgurante de la mina de Potosí. En 1536, Pedro de Mendoza fundó
el fuerte de Nuestra Señora de Santa María del Buen Aire, pronto
abandonado a causa de la escasez de alimentos y los ataques de
los indígenas. Con el objetivo de obtener bastimentos, Mendoza
había enviado a su lugarteniente Juan de Ayolas a remontar el río
Paraguay. Poco después, ante la falta de noticias, envió otra expe-
dición en la misma dirección. Durante su transcurso, Juan de Salazar
fundó en 1537 la casa-fuerte de Asunción. Su ventaja sobre Santa
María del Buen Aire era evidente, pues contaba con parcialidades
indígenas favorables, como los carios, dispuestos a colaborar a cambio
de ayuda en su guerra contra los indígenas del Chaco. Además,
disponía de buenas tierras y estaba más próxima al Alto Perú. Asun-
ción se convirtió en las décadas siguientes en la verdadera matriz
urbana de la región. Como tantas otras veces, la alianza entre indí-
genas y españoles fue sancionada mediante matrimonios, pues el
sucesor de Ayolas, el enfebrecido y peligroso Domingo Martínez
de Irala, se casó con la hija de un cacique, igual que hicieron otros
capitanes. Desde el punto de vista urbanístico, Asunción fue una
anormalidad continental, pues su trazado no guardó regularidad
alguna.
La nueva ciudad dio origen a otras que sirvieron de punto de
apoyo a los barcos que venían de Brasil y España y pretendían alcanzar
el Atlántico sur. Así, en 1542 el antiguo explorador Álvar Núñez
Cabeza de Vaca, convertido en gobernador del Paraguay, fundó el
puerto de Los Reyes y promovió la exploración del Chaco, el Guairá
y el Alto Paraná, donde se estableció Ontiveros en 1554. Con la
muerte de Martínez de Irala en 1556 se inició una nueva etapa,
en la que se impuso una colonización agropecuaria basada en la
encomienda indígena. Su desarrollo exigió la apertura de rutas de
comunicación estables con la altiplanicie andina, Tucumán y la desem-
58 Manuel Lucena Giraldo

bocadura del Plata. Santiago del Estero se asentó de modo definitivo


en 1553 sobre el río Dulce, gracias a la insistencia de Juan Núñez
del Prado, que la mudó dos veces hasta que encontró unas con-
diciones favorables. Por otra parte, el sucesor de Martínez de Irala,
Gonzalo de Mendoza, fundó Ciudad Real en el Alto Paraná y Ñuflo
de Chávez estableció en el Alto Perú la Nueva Asunción y en Chi-
quitos Santa Cruz de la Sierra. Sus relatos enloquecidos sobre fáciles
riquezas causaron furor entre los asunceños, que decidieron dirigirse
hacia allá, incluidos el gobernador Francisco Ortiz de Vergara y el
obispo Fernández de la Torre. El 22 de octubre de 1564 empezaron
a remontar el Paraguay; en Asunción sólo permaneció un gobernador
interino y algunas mujeres, ancianos y niños. Al llegar a Santa Cruz
descubrieron con consternación que la riqueza prometida no existía
y decidieron retornar. Chávez murió poco después en un encuentro
con los indios.
Pese a tantos contratiempos, el acicate que suponía para la región
la cercanía de Potosí, con su enorme demanda de toda clase de
bastimentos, así como la voluntad de Felipe II de proteger la ruta
del estrecho de Magallanes y defender el flanco oriental americano
de ataques de sus enemigos, desde San Agustín de Florida a las
Antillas y Venezuela, aconsejaron intentar una fundación definitiva
en la desembocadura del Plata. Mendoza fue establecida en 1561,
con una traza de 24 manzanas cuadradas en damero alrededor de
una plaza central que ocupó el espacio correspondiente a una de
ellas y los edificios de las órdenes religiosas y el hospital en las
esquinas. El mismo esquema se aplicó en San Juan al año siguiente,
con manzanas cuadradas dispuestas alrededor de una plaza central,
solares para los 25 pobladores de a cuarta parte de manzana y los
términos y calles bien trazados. San Miguel de Tucumán se estableció
en 1565 y Córdoba surgió en 1573 por voluntad de Jerónimo Luis
de Cabrera de acuerdo con un modelo monumental, dotado de man-
zanas de más de 428 pies de lado y calles de 25. El resultado fue
una traza rectangular de diez manzanas por siete, con la plaza mayor
centrada. Al igual que en Lima, la manzana principal de la plaza
fue dividida en dos por una estrecha calle y a los lados se situaron
enfrentados el cabildo y la iglesia.
La ausencia de una ciudad costera que diera consistencia y via-
bilidad a la red urbana del Plata fue solventada con la refundación
de Buenos Aires por Juan de Garay en 1580. Apenas siete años
antes había erigido Santafé junto a un brazo del río Paraná, como
punto intermedio entre Asunción y la desembocadura. De modo
La apertura de la frontera urbana 59

harto significativo, para evidenciar que el tiempo de la conquista


a cargo de peninsulares pertenecía al pasado, la gran mayoría de
los compañeros de Garay fueron americanos y mestizos y él mismo
representaba elevados ideales de servicio y respeto estricto a la lega-
lidad de la monarquía, bien lejanos del modelo de conquistador
inicial, emprendedor, individualista y aventurero. La nueva urbe lito-
ral, situada 450 kilómetros al sur de Santafé, se levantó sobre una
retícula que formó un rectángulo de nueve manzanas de este a oeste
y dieciséis de norte a sur 53. Las calles rectas, las manzanas cuadradas
con los habituales cuatro solares por cada una y la plaza mayor
descentrada repitieron una traza tan experimentada como eficiente.
Un siglo después, tan sólo un pequeño fuerte, una iglesia mayor,
algunos conventos y un conjunto de unas 400 casas, la mayor parte
de ellas de adobe y paja, distinguían la futura capital argentina, cuyo
damero inicial permanecía impoluto como consecuencia de la austera
pobreza de sus vecinos y la ausencia de presiones especulativas.
Capítulo II
La ciudad de los conquistadores

Manuel
La ciudad
Lucena
de losGiraldo
conquistadores

«Dios está en el cielo, el rey está en Castilla y yo estoy aquí».


Esta declaración efectuada por un conquistador en pleno siglo XVI
expresó sin ambigüedades la circunstancia americana, la creación
inesperada de un mundo nuevo 1. El hecho urbano formó parte de
manera determinante de su escenario porque impuso a los recién
llegados un proyecto de permanencia y vecindad. Los indígenas tuvie-
ron plena conciencia de ello. Cuando el temible caudillo araucano
Lautaro avanzó en 1556 hacia la recién fundada Santiago de Chile,
arengó a sus compañeros diciendo: «Hermanos, sabed que a lo que
vamos es a cortar de raíz de donde nacen estos cristianos, para
que no nazcan más» 2. La medida del éxito de la colonización española
fueron sus ciudades. De ahí que los dibujantes de grabados ima-
ginaran unas Indias salpicadas de magníficos paisajes urbanos, que
espolearon la admiración de sus lectores europeos 3.
De acuerdo con las concepciones mentales de los conquistadores,
la presumible libertad de acción propia de una nueva frontera se
acompañaba de la tentación de establecer un poder señorial. Pero
lejos de darse un mecánico proceso de transferencia de autoridad
desde Europa hacia una periferia americana sobrevenida por arte
de encantamiento, se generaron nuevos espacios de poder local e
individual, visibles a través de la fundación de pueblos y ciudades.
Estas nacieron en equilibrio político con la metrópoli, pues obtuvieron
reconocimiento y legitimidad a cambio del sometimiento a la lejana
pero indiscutible autoridad real 4. Para asegurar su vigencia, la monar-
quía de los Austrias dispuso de mecanismos de control directo e
indirecto de una asombrosa efectividad: la visita, el juicio de resi-
62 Manuel Lucena Giraldo

dencia, una formidable legislación, la indefinición de las atribuciones


de organismos y cargos, el supremo papel arbitral del monarca y
la potestad de sus súbditos, indios, mestizos y negros incluidos, de
acudir a él en busca de remedio para las injusticias y de recompensa
por sus servicios.
No hubo expedición de descubrimiento y conquista sin factor
y veedor, los encargados de que se pagaran al rey sus tributos, y
ya en 1524 se fundó el Consejo de Indias para ocuparse de su gobier-
no. Debido a su influjo, el continente fue recorrido por multitud
de oficiales reales que constituyeron, según una aguda apreciación,
«la carcoma de los conquistadores». Estos, en su inmensa mayoría,
tuvieron claro que era en la ciudad donde querían vivir y morir,
tanto por origen como por inclinación. Y también por oportunismo.
Era en los núcleos urbanos donde se radicaban los organismos inter-
medios de gobierno que, en reproducción de la potente tradición
municipal peninsular, podían dar cauce a sus aspiraciones y ayudarles
a proteger las rentas y encomiendas logradas con tanto sacrificio
y riesgo personal. De manera paradójica, la riqueza de las tierras
«por descubrir y por ganar» que su trabajo y fortuna habían otorgado
al monarca colaboró en la liquidación de la revuelta comunera por
Carlos I y con ella de la libertad de las ciudades de Castilla. En
Indias, bajo el punto de vista más o menos soterrado de algunos
conquistadores, no hizo más que fomentar la ingratitud y arbitrariedad
de los monarcas. Como señaló con agudeza Francisco Pizarro años
después de apoderarse del Perú, «en tiempos que estuve conquis-
tando la tierra y anduve con la mochila a cuestas nunca se me dio
ayuda y ahora que la tengo conquistada y ganada me envían padras-
tro». Era algo que todos sabían y los que pretendían olvidarlo podían
acabar como el loco Aguirre, colgados de una horca. Sólo la Corona
era dueña de los derechos sobre el suelo y el subsuelo de las Indias,
autorizaba nuevas expediciones de descubrimiento y conquista o con-
fería empleos, encomiendas y mercedes. En caso de conflicto, actuaba
como juez supremo. No resulta de extrañar que el prestigio universal,
los recursos fiscales y administrativos y las grandes reservas de patro-
nazgo procedentes del imperio ultramarino consolidaran el poder
de los Austrias españoles durante los siglos XVI y XVII 5.
La proyección mental que los conquistadores llamaron tan ufanos
«ciudad» fue en primera instancia un núcleo urbano indígena some-
tido, un campamento militar o un simple descampado. En este sen-
tido, no sólo existió una preeminencia de la ciudad política sobre
la natural, sino una aventurada conversión de un espacio indiferente
La ciudad de los conquistadores 63

en territorio «cargado por una especie de superávit, de contenido


humano, emocional, hasta religioso» 6. Esta posibilidad de concreción
utópica fue explotada hasta tal punto que donde devino posible
y real la urbe renacentista fue en América 7. De acuerdo con las
primeras descripciones, las recién fundadas ciudades o villas del Cari-
be o Tierra Firme eran pequeñas aldeas o pueblos construidos con
madera o adobe, en los que se practicaba una horticultura intensiva
y existían corrales y plantaciones de árboles frutales. En su paisaje
se vislumbraban los viñedos y olivares que se pretendían aclimatar,
cabañas de ganado vacuno o porcino, molinos de pólvora y harina,
hornos de cal, tejares, canteras y los primeros obrajes para la fabri-
cación textil. La aspiración a la autosuficiencia y al coste reducido
de los bienes de primera necesidad marcó la conducta de los cabildos
recién establecidos. Nada distinto a aquello que se pretendía en
los lugares de origen, entre los cuales, como se sabe, fueron mayoría
los de Andalucía. Entre 1520 y 1539, de los casi 14.000 emigrantes
legales que pasaron a América, el 32 por 100 tuvo esa procedencia;
los castellanos viejos constituyeron el 17 por 100 y hubo casi idéntica
proporción de extremeños. De 1540 a 1560, el 55 por 100 de los
9.044 emigrantes que cruzaron el Atlántico provino de Sevilla, Extre-
madura, Toledo, Salamanca y Valladolid; también hubo leoneses,
vascos, catalanes, gallegos y de otros sitios 8.
La procedencia regional junto a la recién adquirida calidad de
«benemérito de la tierra», ganada por un derecho de conquista orde-
nado en su procedimiento y sancionado por capitulación real, pres-
cribieron el procedimiento al que debía sujetarse el conquistador
y fundador de una ciudad 9. Nunca existió duda sobre la vinculación
entre conquistar y poblar; quienes la olvidaron se tuvieron que enfren-
tar a la desgracia y el fracaso, como ocurrió en los casos de Pánfilo
de Narváez en Florida o de multitud de enloquecidos buscadores
del estrecho de Magallanes o El Dorado, tragados para siempre por
la manigua. El célebre Francisco López de Gómara, capellán y cronista
de Cortés, señaló en su Hispania victrix (1552), con su habitual eco-
nomía de expresión: «Quien no poblare no hará buena conquista,
y no conquistando la tierra, no se convertirá la gente; así que la
máxima del conquistar ha de ser poblar» 10. Llevado por su afán
providencialista y adulador hacia su patrón, Gómara elevó a la cate-
goría de principio teórico lo que había sido desde el gobierno en
La Española de Nicolás de Ovando una costumbre arraigada y sen-
sata. De ahí que las famosas e influyentes Ordenanzas de descubri-
miento, nueva población y pacificación de 1573, que no vacilaron en
64 Manuel Lucena Giraldo

acogerse a la tradición lascasiana de rechazo del vocablo conquista


por su origen «mahomético», mandaran que los capitanes de futuras
entradas «no se satisfagan con haber tomado y hecho el asiento
y siempre lo vayan gobernando y ordenen cómo se ponga en ejecución
y tomen cuenta de lo que se fuere obrando» 11. Obsesionados por
los procedimientos legales propios de la modernidad política, así
como por la separación entre el acto legislativo y su praxis, algunos
tratadistas han calificado las Ordenanzas de 1573 como anacrónicas,
utópicas e inaplicables, una mera proyección burocrática ajena a una
realidad que, o ya existía como tal, o estaba destinada al caos desde
el origen de los tiempos. Estos planteamientos han partido de pre-
juicios culturales derivados de la conocida «polémica del Nuevo Mun-
do», que supuso la genética inferioridad americana, así como de
un desconocimiento palmario del procedimiento normativo en la
monarquía filipina 12. La novedad de la norma partió, como era lógico
en una sociedad del Antiguo Régimen, de su fidelidad a las virtudes
de la tradición. Pero además se ajustó a un uso social preexistente,
estaba condenada al éxito porque constituyó un destilado de teoría
y experiencia. Era razonable, sencilla y ventajosa en su aplicación
al ordenar, nunca mejor dicho, una situación problemática.
Su génesis resulta clarificadora. Desde 1569 Juan de Ovando,
visitador del Consejo de Indias, fomentó reuniones de juristas con
el propósito de elaborar un código común para su gobierno en siete
partes, las dos primeras dedicadas a lo espiritual y lo temporal. Esta
última contendría un apartado consagrado a descubrimientos y nuevas
fundaciones, que constituyó en rigor las Ordenanzas. Hubo en ellas
una amalgama de normas urbanísticas existentes y doctrina de Vitru-
bio (De Arquitectura es una obvia influencia) pero se percibió la
férrea directriz política de Ovando, decidido a finalizar la conquista
de las Indias. Los principios consignados al sitio de la ciudad, el
clima, la orientación, la salubridad o los edificios públicos fueron
vitrubianos. Existió también influencia de los artículos contenidos
en De regimen principium de Santo Tomás de Aquino en lo relativo
a la bondad del rey fundador de ciudades, como correspondía a
un siglo marcado por el neotomismo y el renacer de la escolástica,
y fueron obvios algunos conceptos vinculados a las Partidas de Alfon-
so X y la Utopía de Tomás Moro 13.
Una serie de disposiciones recogieron, a veces literalmente, las
cartas de Nicolás de Ovando (1501), las Instrucciones a Diego Colón
(1509), las Instrucciones a Pedrarias Dávila y Diego Velázquez, la
Real cédula para la fundación de ciudades (1521), las Instrucciones
La ciudad de los conquistadores 65

a Hernán Cortés (1523), las Instrucciones y reglas para poblar (1529),


las Leyes Nuevas (1542), la Instrucción a fray Juan de Zumárraga,
obispo de México (1543), y directrices sobre poblamiento entregadas
al entonces flamante virrey del Perú, Francisco de Toledo. El conjunto
legislativo comprendió 149 artículos; con los 31 primeros se regularon
los descubrimientos; del 32 al 51 se apuntaron las normas para poblar;
del 52 al 110 se enumeraron las condiciones ofrecidas y exigidas
al jefe descubridor y poblador; del 111 al 138 se definieron los
esquemas de construcción de la ciudad y, finalmente, del 139 al
149 se abordó la pacificación y evangelización de los naturales. Las
Ordenanzas, que se aplicaron hasta la independencia, fueron san-
cionadas por Felipe II en el bosque de Valsaín (Segovia) el 13 de
julio de 1573. Diego de Encinas las incluyó en su Cedulario indiano
(1596). En la Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681)
se insertaron casi textualmente; ocuparon siete títulos del libro IV 14.
La primera parte se dedicó a establecer un control absoluto de
los descubrimientos, con el fin de que se hicieran «con mas facilidad
y como conviene al servicio de Dios y nuestro y bien de los naturales».
Nadie podría hacer por su propia autoridad «nuevo descubrimiento
por mar, ni por tierra, ni entrada, nueva población ni ranchería en
lo que estuviere descubierto o se descubriere sin licencia o provisión»
(art. 1), bajo pena de muerte y pérdida de los bienes. Las autoridades
locales debían informarse de la situación de las fronteras y para
lograrlo enviarían desde un pueblo limítrofe «indios vasallos lenguas
a descubrir la tierra y religiosos y españoles con rescates» (art. 4).
Si el descubrimiento se hacía por mar, debían ir al menos dos navíos
pequeños con treinta marineros y descubridores, dos pilotos y clérigos
y cargar mercaderías de poco valor «como tijeras, peines, cuchillos,
hachas, anzuelos, bonetes de colores, espejos, cascabeles, cuentas
de vidrios» para hacer rescates, además de mantenimientos para
un año (arts. 10-11). Una vez en el territorio descubierto, debían
tomar posesión, llevar una memoria escrita de lo actuado y conferir
nombre a los montes, ríos y pueblos que encontraran. En el caso
de hallar nativos, debían interrogarlos para conocer sus costumbres
y la calidad de la tierra. No podían intervenir bajo ningún concepto
en guerras o conflictos entre ellos y si retornaban con algunos, incluso
si se los habían vendido como esclavos o venían por propia voluntad,
el castigo para los descubridores era la pena de muerte. El artículo 29
señaló:
«Los descubrimientos no se den con título y nombre de conquista,
pues habiéndose de hacer con tanta paz y caridad como deseamos,
66 Manuel Lucena Giraldo

no queremos que el nombre de ocasión ni color para que se pueda


hacer fuerza ni agravio a los indios» 15.

La segunda parte enumeró las normas generales para asentar


poblaciones. Estas se realizarían en regiones saludables y con buen
clima, «de buena y feliz constelación, el cielo claro y benigno, el
aire puro y suave, sin impedimento ni alteraciones y de buen temple,
sin exceso de calor o frío, y habiendo de declinar, es mejor que
sea frío» (art. 34). Los sitios serían a mediana altura y lejos de
lugares marítimos, por el peligro de corsarios «y no ser tan sanos
y porque no se da en ellos la gente a labrar y cultivar la tierra,
ni se forman en ellos tan bien las costumbres» (art. 41). También
se recogieron otras consideraciones:

«El sitio a donde se ha de hacer la población [...] ha de ser


en lugares levantados a donde haya sanidad, fortaleza, fertilidad y
copia de tierras de labor y pasto, leña y madera y materiales, agua
dulce, gente natural, comodidad de acarretos, entrada y salida, que
esté descubierto de viento norte. Siendo en costa téngase conside-
ración del puerto y que no tenga el mar al mediodía ni al poniente,
si fuera posible; que no tenga cerca de sí lagunas ni pantanos en
que se críen animales venenosos y corrupción de aire y aguas» 16.

El descubridor debía declarar si fundaba ciudad, villa o lugar


y nombrar un cabildo, compuesto de oficiales de hacienda, regidores,
fiel ejecutor, procurador, escribano y pregonero. El escribano levan-
taría un padrón de los vecinos y les daría solares y tierras de pasto
y labor. Su estatuto se definió así:

«Declaramos que se entienda por vecino el hijo o hijas, o hijos


del nuevo poblador y sus parientes, dentro o fuera del cuarto grado,
teniendo sus casas y familias distintas y apartadas y siendo casado
y teniendo cada uno casa de por sí» 17.

El suelo concedido era de propiedad libre y enajenable; los pobla-


dores adquirían el compromiso de construirlo y cultivarlo en un plazo
que osciló de uno a cuatro años, bajo pena de perderlo si no lo
hacían 18. Los privilegios del jefe poblador ocuparon los artículos
siguientes. Destacaron el nombramiento de adelantado y gobernador
vitalicio (que podía entregar en herencia a un hijo) y la capacidad
de encomendar indios, construir fortalezas, designar oficiales reales,
hacer ordenanzas o reclutar pobladores y obtener mantenimientos
La ciudad de los conquistadores 67

con ventajas fiscales, así como la exención de almojarifazgo por diez


años y de alcabala por veinte (arts. 82-83). Por el contrario, quedaba
obligado a que la nueva ciudad tuviera al menos 30 vecinos, lo
que aproximaba la población urbana inicial a unos 180 blancos y
allegados, además de indios y negros. Cada vecino debía contar con
casa y ganado propios. La ciudad tendría cuatro leguas de término
en cuadro y estar al menos a cinco leguas de otros núcleos poblados.
Terminada la entrega de solares y decidido el lugar de la dehesa
y el ejido, el resto del término municipal se repartiría en cuatro
partes, una para el descubridor y tres entre los vecinos, medidas
en peonías y caballerías. Los artículos siguientes se ocuparon de
la planimetría urbana. La ciudad se trazaría «a cordel y regla» desde
la plaza mayor, «sacando las calles a las puertas y caminos principales
y dejando tanto compás abierto que aunque la población vaya en
crecimiento se pueda siempre proseguir en la misma forma» (art. 111).
La plaza mayor se situaría en el centro de la población tierra adentro
y junto al desembarcadero si se encontraba junto al mar. Tendría
de largo al menos una vez y media su ancho, «porque este tamaño
es el mejor para las fiestas a caballo y cualquier otras que se hayan
de hacer» (art. 113). No sería menor de 200 pies de ancho y 300 de
largo, ni mayor de 800 pies de largo y 532 de ancho; se consideraba
de buena proporción una de 600 pies de largo y 400 de ancho.
Tendría soportales para comodidad de los mercaderes, sus esquinas
se arrumbarían a los cuatro vientos y del intermedio de cada costado
partirían las cuatro calles principales, que quedarían protegidas de
la intemperie. Debían ser anchas en lugares fríos y angostas en los
calientes; modularían la ciudad al alejarse del centro e ir atravesando
pequeñas plazas, que con el tiempo configurarían distintos barrios.
También se señalarían solares para iglesia principal, casas reales, cabil-
do, aduana, atarazana, hospitales, pescaderías, carnicerías, tenerías
y «otras oficinas que causan inmundicias» (art. 123). Finalmente,
cuando la población estuviera terminada se podían establecer rela-
ciones pacíficas con los indígenas cercanos.
Si la contundencia y alcances de la voluntad política filipina y
el efecto normalizador de las Ordenanzas en las ciudades descubiertas
y colonizadas antes de 1573 resultan indiscutibles, su influencia pos-
terior, así como su importancia en la planificación urbana de buena
parte de América del Norte, desde San Agustín a Santafé (primera
capital continental de Estados Unidos), suscitan otras cuestiones.
Entre ellas, vale la pena detenerse en el tipo de trama urbana que
produjeron y el reforzado papel de la plaza mayor 19. Se presume
68 Manuel Lucena Giraldo

que los españoles establecieron en América ciudades ajustadas a un


trazado en cuadrícula, sin más, pero prevalecieron el trazado en
damero o modelo clásico con variantes y el modelo regular con varian-
tes. En el primero, aplicado en Lima, Puebla u Osorno, existió un
damero formado por manzanas idénticas de forma cuadrada o rec-
tangular. La plaza mayor, situada en una de las manzanas sin construir,
contenía la iglesia, cabildo y casas reales. Los lados de la plaza y
las calles nacidas en sus ángulos poseían arcadas y frente a las fachadas
principales y en los laterales de otras iglesias se abrían plazoletas.
En el segundo, integrado por los mismos elementos, no existió la
misma rigidez y aparecieron diversas plazas con funciones distintas;
es el caso de Campeche, Potosí o Cartagena. También hubo un
modelo irregular, propio de ciudades espontáneas y hasta alguna
lineal, como Baracoa. Una revisión de 134 planos correspondientes
a ciudades americanas en el período colonial muestra la abrumadora
aplicación del modelo clásico con plaza central o excéntrica, o regular
con plaza central o excéntrica 20.
La centralidad del modelo de ciudad ha sido interpretado de
diversas maneras. Conquistadores, pobladores, alarifes y jumétricos
trasladaron a América un rico bagaje teórico, que comprendió influen-
cias del antiguo Egipto, los fueros castellanos, las urbes cuadradas
mallorquinas y la ciudad mística dividida en cuatro barrios auto-
suficientes del franciscano Eximenis. A todo ello se añadieron las
poderosas tradiciones urbanas prehispánicas 21. El modelo enlazó con
la razón política al relacionar el geometrismo cuadricular con las
necesidades de una pujante monarquía, abocada a un designio impe-
rial. Uno de los paradigmas del urbanismo ultramarino hispánico
fue el campamento de Santafé, fundado en 1491 por los reyes cató-
licos para el asedio final al reino nazarí de Granada y culminar la
unidad española. Sus constructores se habrían inspirado en la tra-
dición clásica según las obras de Vitrubio, los castros romanos y
las urbes medievales italianas. Otras opiniones apuntan que la cua-
drícula no fue invocada por modelos teóricos, ya que fue impuesta
desde la realidad: el damero era «natural» y permitía una distribución
ordenada y jerárquica de solares y edificios, al tiempo que favorecía
la construcción de una perfecta escenografía y otorgaba grandes ven-
tajas en alineamiento, densidad, capacidad de orientación y referencia,
pues confería a los pobladores «un importante sentido de [...] segu-
ridad emocional» 22. Finalmente, algunos autores sostienen que lo
decisivo fue que la ciudad estaba arraigada en las tradiciones culturales
hispánicas y el diseño urbano constituyó el vehículo para transplantar
La ciudad de los conquistadores 69

un orden propio, pues materializaba el cuerpo místico contenido


en el pensamiento político 23.
El lugar de la plaza mayor en la ciudad americana fue una con-
secuencia de su morfología, pero ella fue por sí misma generadora
de ciudad, se tornó auténtico corazón urbano. Sitio de paso y de
desahogo al tiempo que escenario del poder, en su composición
ideal y capitalina reunió la catedral y el palacio episcopal al oriente,
el cabildo al occidente, las casas reales (audiencia, palacio del virrey,
casa de moneda) al norte y los palacios de los encomenderos y mer-
caderes al sur 24. Como plataforma urbana que era, expuso sutilmente
el balance del privilegio. Si carecía de soportales, quizás se debía
a que se había impuesto el deseo aristocrático de individualizar las
fachadas de los edificios para exhibir riquezas, escudos y noblezas
reales y supuestas. Recinto abierto y a la vez cerrado, era el espejo
de la magnificencia de los poderosos, pero también lugar popular,
quizás maloliente mercado que preludiaba la contemporánea «tu-
gurización» del centro, hasta convertirse en negación del proyecto
elitista y ordenancista de ciudad por parte de las gentes de color,
que desacralizaban su uso y la inventaban como propia 25.
Nada hay tan americano como una plaza mayor, con su carga
de inventiva humana, con independencia de su origen teórico —el
ágora griega, el foro romano, los espacios situados frente a las cate-
drales medievales, las plazas de Tenochtitlan y Cuzco o los lugares
ceremoniales prehispánicos—, de su integración en la morfología
urbana y de su servicio a la función económica primordial en la
ciudad 26. Para asombro de un visitante, en la de México los mer-
caderes hacían negocios mientras comían pato con chile y se con-
fundían todas las castas y calidades, pues unos iban vestidos a la
española y otros desnudos 27. Su capacidad para generar dinámicas
de aculturación y mestizaje se hizo obvia en la de Mérida de Yucatán,
levantada sobre las estructuras mayas de T’Hó y apenas capaz de
enmascarar su pasado como santuario de los dioses antiguos 28.
Hacer ciudad suponía abrir una puerta a la tierra, crear un emporio
y corte, mantener una frontera o domesticar una realidad sobrevenida;
así ocurrió en Buenos Aires, Lima, Santiago de Chile y Potosí. Empe-
zaba por la elección de un lugar, la imposición de un nombre por
el conquistador o fundador y la atribución de categoría de lugar,
villa o ciudad, que sería más tarde reconocida o no por el rey. Si
este lo consideraba, podía otorgar un escudo de armas que se luciría
en pendones, estandartes, banderas, escudos y sellos 29. La concesión
del título de ciudad constituía privilegio, «quiero y es mi voluntad
70 Manuel Lucena Giraldo

que ahora y de aquí adelante para siempre jamás el dicho pueblo


sea y se intitule la ciudad de Cumaná», señaló una real cédula de
1591, que mandaba a todos la nombraran así 30. Hasta tal punto
que los vecinos de la propia Cartagena de Indias lograron en 1575
que se revalidara, para que nadie osara discutir su categoría 31.
Mientras Pizarro tardó casi dos meses en fundar Lima, Garay
sólo necesitó trece días para establecer Buenos Aires. La ciudad
surgió, en realidad, cuando «las personas que quisiesen asentar y
tomar vecindad» sin haber despoblado otra urbe (al menos en teoría)
acudieron ante el escribano para que escribiera sus nombres en los
autos fundacionales. En la designada plaza mayor, apenas un erial
cargado de simbolismo, Garay nombró las autoridades municipales
y dispuso en su centro y bien visibles la picota (una horca hecha
de piedra) o el rollo (una picota en forma redonda), los signos de
la real justicia. Su siguiente tarea fue el reparto de solares para resi-
dencia y sede del cabildo, la catedral y distintas congregaciones reli-
giosas, como las de Santo Domingo, San Francisco, Santa Úrsula
y las Once Mil Vírgenes. A continuación, delimitó el espacio para
el hospital y los solares de viviendas y chacras (tierras de labor)
para los vecinos, los cabezas de familia con fuego y raíz, cerca o
lejos de la plaza mayor en orden de relevancia, a razón de un cuarto
de manzana (la mitad de una cuadra) para cada vivienda. Al oriente,
Garay señaló una zona de huertas separadas por la continuación
de las calles y un ejido de 16 cuadras por 9 sobre la ribera. En
otras direcciones y rodeando la ciudad, fijó las tierras comunales
y los propios, cuyas rentas y alquileres administraría el cabildo. Hacia
el norte, más allá del límite ejidal, para cumplir con el precepto
de otorgar a los pobladores «tierras y caballerías y solares y cuadras
en que puedan tener sus labores y crianzas», entregó a los vecinos
una franja de chacras de una legua de profundidad, dividida en
65 parcelas de 350 o 400 varas de ancho. Por último, distribuyó
las suertes de estancias, de 3.000 varas de frente por legua y media
de fondo. Sin piedra ni madera de tamaño y dureza adecuadas,
las viviendas fueron levantadas sobre una estructura de maderas sin
desbastar, con muros de barro, techos de paja, pisos de tierra api-
sonada y aberturas mínimas, apenas disimuladas por un cuero que
hacía las veces de puerta 32.
Por contraste, en Lima, la riqueza del reino y la inserción de
la nueva urbe en el entramado espacial de una avanzada civilización
indígena preexistente permitieron a Pizarro barruntar un futuro de
opulencia y poder, al que no fueron ajenas las llamadas «guerras
La ciudad de los conquistadores 71

civiles» entre conquistadores, en las cuales él mismo acabaría por


perecer. Con gran sentido práctico y talante organizador, Pizarro
asignó a cada uno de los pobladores que fuesen encomenderos de
indios un solar cerca de la plaza mayor. A los destacados y beneméritos
les dio dos solares, igual que a las órdenes religiosas y el hospital,
sobre las calles trazadas de oriente a poniente (rectas) y de noroeste
a suroeste (travesías), con al menos una de las aceras a la sombra 33.
Finalmente, destinó algunos solares para nuevos vecinos, que se com-
prometieron a residir al menos un año en la localidad y a levantar
su casa; otros los otorgó a los encomenderos para que asentaran
allí los indios de servicio con sus huertas y rancherías. Pronto fueron
tapiados y se convirtieron en «corrales para negros». En el reparto
fue tan generoso con sus compañeros que un sólo encomendero,
Francisco de Chávez, recibió para ranchería y asiento de sus indios
diez solares y otros más para huerta.
El emplazamiento de Santiago de Chile había sido elegido por
Pedro de Valdivia antes de la expedición conquistadora. Primero
consiguió que los jefes indígenas autorizaran una fundación en el
valle del Mapocho. A continuación, levantaron la primera capilla
o iglesia mayor y las bodegas, así como tambos o alojamientos junto
a la plaza y algunas casas de madera y paja para los nuevos pobladores.
Aunque el acto formal de fundación tuvo lugar en febrero de 1541,
el primer cabildo no fue nombrado hasta el 7 de marzo. Tres años
más tarde, Valdivia otorgó a los vecinos algunos indios en encomienda,
pero la situación militar era tan difícil que se vieron obligados a
construir al norte de la plaza mayor una casa fuerte amurallada dotada
de cuatro torres bajas con troneras, cuartos de almacén y otras depen-
dencias. Hacia 1550 la ciudad, a la cual la Corona otorgó dos años
más tarde un escudo de armas y el título de «muy noble y muy
leal», debía constar de seis o siete casas de paja y bahareque. Sólo
en 1580 concluyó la distribución de solares; tanto en su interior
como en los alrededores se aposentaron agrupaciones de naturales 34.
Potosí no tuvo fundación oficial ni trazado regular, porque desde
su explosiva aparición en 1545 cada uno se pobló donde quiso.
Las primeras 94 casas se levantaron en los lugares más secos, alrededor
de una laguna que con el paso del tiempo fue desecada; en año
y medio se construyeron más de 2.500 casas, pero quedaron «sin
calles por donde pasar», pues no hubo quien las delineara. El resul-
tado fue un núcleo urbano laberíntico y difuso extendido en arrabales,
cuestas y barrancos, habitado por una muchedumbre inimaginable
de indios mitayos: a principios del siglo XVII, pudo tener 160.000
habitantes.
72 Manuel Lucena Giraldo

La ciudad política fue regida desde el principio por el cabildo,


el «ayuntamiento de personas señaladas para el gobierno de la repú-
blica». Como hemos visto, sus primeros miembros eran designados
por el conquistador y fundador, en quien el rey había delegado esa
prerrogativa en la correspondiente capitulación. A ellos se sumaban
algunos oficiales reales en razón de su cargo, el tesorero, veedor
y contador. La legislación distinguió tres clases de poblaciones: ciu-
dades metropolitanas, ciudades diocesanas o sufragáneas y villas o
lugares. El cabildo de las primeras estaba integrado por un alcalde
mayor u ordinario, tres oficiales de la real hacienda, doce regidores,
dos fieles ejecutores, dos jurados de cada parroquia, un procurador
general, un mayordomo, un escribano del concejo, dos escribanos
públicos, un escribano de minas y registros, un pregonero mayor,
un corredor de lonja y dos porteros. En las segundas constaba de
ocho regidores y los demás eran oficiales perpetuos, mientras que
en las villas y lugares había un alcalde ordinario, cuatro regidores,
un alguacil, un escribano del concejo, un escribano público y un
mayordomo 35. En general, los cabildos americanos tuvieron dos alcal-
des ordinarios y un número variable de regidores entre los que se
escogieron los primeros, seis en lugares pequeños y doce en los gran-
des, aunque hubo excepciones como Pánuco y Tampico, que tuvieron
cuatro, Santo Domingo con diez o Puebla con veinte. Para desem-
peñar el cargo era necesaria vecindad, capacidad, calidad y opor-
tunidad, esto es, cumplimiento de incompatibilidades como la ley
«del hueco» (1535), según la cual un alcalde ordinario no podía
ser reelegido hasta dos años después de finalizado su último mandato
y con la preceptiva residencia que examinaba su acción gubernativa
satisfecha.
La elección de alcaldes y regidores varió según la época y las
regiones y su conflictividad fue moderada. A pesar de que algunas
veces se registraron quejas, o aparecieron pasquines insultantes o
amenazadores, e incluso se produjeron peleas, desafíos y hasta moti-
nes, fueron de corta duración y baja intensidad 36. En Cuba se intro-
dujo en 1530 una combinación de propuesta, elección y sorteo para
el nombramiento cadañero de los alcaldes, debido a la oposición
general de los vecinos contra la existencia de regidores perpetuos
y el control de los municipios por parte de los conquistadores y
sus familias y paniaguados. De acuerdo con este sistema, el gober-
nador proponía una persona, el cabildo vigente nombraba otras dos
y el cabildo abierto formado por los vecinos, estantes y habitantes
dos más 37. De estos cinco candidatos se escogían por sorteo los
La ciudad de los conquistadores 73

dos alcaldes; los nombres se introducían en un cántaro y un niño


que pasara en ese momento por la calle extraía los papeles con
los nombres de los ganadores 38. En La Habana, en 1555, fueron
admitidos a votar para elegir alcalde 36 vecinos, tres regidores y
el gobernador, pero más adelante lo pudieron hacer todos los pobla-
dores, insólito y avanzado derecho democrático que el gobernador
Pérez de Angulo intentó eliminar sin conseguirlo, pues los regidores,
«mirando por el servicio de Dios y de Su Majestad», los convocaron
y eligieron sus alcaldes como acostumbraban y era su derecho 39.
Hubo otros casos. Acordada la fundación de La Paz por el pacificador
La Gasca, el 20 de octubre de 1548 se reunieron en cabildo en
la iglesia del pueblo de Llaja todos los que allí se encontraban y,
«en la mejor forma y manera que podían», nombraron alcaldes y
regidores. En Chuquiabo, el pueblo de indios donde se estableció,
plantaron luego el rollo para hacer justicia 40. Cubagua en Venezuela
y Nombre de Dios en Panamá conocieron experiencias similares.
El balance de poder entre la Corona, que pretendió a un tiempo
proteger y controlar la autonomía municipal, los virreyes y gober-
nadores y los conquistadores y sus descendientes, aliados o no a
grupos emergentes —hacendados, mercaderes, señores de minas—
tendió a resolverse con el tiempo a favor de los poderosos y adi-
nerados, en especial desde que en 1558 se empezaron a vender
los cargos municipales, aunque las tendencias «populares» perma-
necieron y, de un modo u otro, continuaron vigentes hasta la inde-
pendencia. Hasta aquel año, el «estado llano» de los colonizadores,
en lugares cuanto más alejados y más pequeños mejor, había logrado
defenderse con cierto éxito de las tropelías de algunos conquistadores
y encomenderos 41. De acuerdo con las leyes de Indias, las elecciones
para alcaldes y regidores eran anuales y habían de efectuarse el 1
de enero de cada año en las casas del ayuntamiento. Jamás en la
casa del gobernador ni en presencia de ministros militares, para garan-
tizar la libertad de elección 42. A veces se adelantaban a finales de
diciembre para que el cabildo estuviera formado a la llegada de
un nuevo gobernador, que en teoría debía limitarse a otorgar su
confirmación. Si no lo hacía, porque deseaba ampliar sus redes clien-
telares o subrayar su autoridad, podía suspenderlas. En esos casos,
la legislación y la jurisprudencia eran claramente municipalistas. Si
el pleito resultante acababa en la audiencia, esta solía fallar a favor
de la elección de alcaldes al margen de injerencias externas y por
lo común castigaba a los gobernadores infractores.
La existencia de regimientos hereditarios por nombramiento de
los conquistadores, merced real o compra —en el siglo XVII llegaron
74 Manuel Lucena Giraldo

a ser una posesión hereditaria enajenable, con el único requisito


de entregar un tercio del producto de la venta a la Real Hacienda—
reforzó el componente oligárquico del cabildo 43. En México, ya en
la etapa de gobierno de Cortés, el monarca dotó numerosos regi-
mientos perpetuos y así continuó ocurriendo durante toda la etapa
colonial. En 1527, de los doce regidores que lo componían once
tenían el cargo por provisión real y desde el gobierno del virrey
Luis de Velasco «el viejo» (1551-1566), la presencia de conquis-
tadores y encomenderos fue menoscabada por un nuevo grupo, com-
puesto de oficiales reales y principales no vinculados a la conquista.
En 1623, un 75 por 100 de los regidores del cabildo formaba parte
de la «universidad de mercaderes» en que se había convertido la
institución municipal 44. Poco antes de la independencia había quince
regidores permanentes y hereditarios, que elegían anualmente a los
dos alcaldes y cada dos años seleccionaban además seis regidores
honorarios entre comerciantes y propietarios. Todos los regidores
hereditarios eran criollos, pero era costumbre elegir por mitades los
alcaldes y los regidores honorarios entre americanos y peninsulares.
Por entonces, Caracas tenía doce regidores propietarios y cuatro
anuales que dotaba el rey a partir de una lista de nombres propuesta
por el gobernador. La práctica de elegir alcaldes por partes iguales
entre americanos y peninsulares se generalizó con el fin de disminuir
la animosidad entre ellos y facilitar el gobierno de la ciudad.
La venta de oficios alcanzó, como en Castilla, a todas aquellas
ocupaciones que podían ser rentables. En Lima, desde 1581, fueron
subastados los oficios de depositario general y receptor de penas;
el de escribano fue vendido hasta por dos vidas y, diez años más
tarde, salieron a la venta los de alguacil mayor y fiel ejecutor. Aunque
en la adjudicación se debía dar preferencia a los hombres de capacidad
y, cuando fuera posible, a los fundadores y sus descendientes, hubo
incapaces, menores y analfabetos en calidad de titulares de oficios
municipales. Sólo en el caso de los regidores se mantuvo el control
real mediante la obligatoriedad de la confirmación: todos los nom-
bramientos de regidores perpetuos debían ser aprobados por el
monarca en un plazo de cinco años, bajo pena de pérdida del oficio.
En Caracas, en 1691, sólo un regidor cumplía tal requisito, de modo
que el gobernador se compuso con él para designar los alcaldes
y el procurador que les convenían. Los miembros salientes apelaron
con éxito tan ilegal procedimiento 45. Con frecuencia los cabildos
pagaron por el privilegio de elección y compraron a la Corona uno
o más regimientos para poder designar a sus miembros. En algunos
La ciudad de los conquistadores 75

casos, el gobernador o la audiencia llegaron a arrendar regimientos


a cambio de una renta anual, que percibía la Corona: el cabildo
designaba entonces a sus titulares. En muchas ciudades alejadas de
las capitales e incluso en algunas que pasaban por una crisis, como
ocurrió en Lima en 1784, los oficios del cabildo no tenían gran deman-
da y muchos de ellos, cuando no todos, permanecían vacantes por
falta de comprador. También fue este el caso de Buenos Aires hasta
mediados del siglo XVIII, cuando su cabildo tuvo la fuerza suficiente
para obtener del rey el privilegio de elegir anualmente seis regidores.
Se trató de una muestra incontestable de su inesperada opulencia.
Al igual que en España, el nombramiento de un corregidor, desig-
nado por el Consejo de Indias, pretendió servir para imponer la
autoridad del monarca, controlar a los poderosos y limitar la auto-
nomía municipal. Una solicitud para el establecimiento de corregidor
en México, donde se llamó a veces alcalde mayor, señaló que se
trataba de cargo por tiempo limitado (tres años en Indias, cinco
en la península) y pidió tuviera vara alta de justicia, presidencia,
voz y voto en el cabildo y obligación de visitar la tierra. Cuando
llegó a la Nueva España el primer virrey, Antonio de Mendoza,
comprobó con desánimo que la mayoría de los corregimientos estaban
en manos de conquistadores; estos los consideraban una especie
de encomiendas a corto plazo 46. Hacia 1570 existían allí unas 70
alcaldías mayores y unos 200 corregimientos menores o sufragáneos;
también había corregidores en el virreinato del Perú, Quito y Nueva
Granada 47.
El corregidor presidía el cabildo en ausencia de autoridad superior,
entregaba las varas de regidores a los electos y en caso de empate
tenía voto de calidad. Juzgaba los litigios entre españoles e indios,
cuyos pueblos quedaron bajo su jurisdicción 48. A diferencia de lo
que ocurrió en los reinos peninsulares, no desplazó a los alcaldes
de la judicatura municipal. Aunque se prohibió que se hiciera cargo
de las causas que competían a los alcaldes ordinarios, ejerció cierto
control sobre sus resoluciones, propias de jueces legos, anuales y
con fuertes intereses locales. Los fallos del corregidor en lo civil
se podían apelar ante la audiencia correspondiente. Fue oficio bien
dotado y habitual en conquistadores pobres y fracasados; Miguel
de Cervantes solicitó infructuosamente que le concedieran el de La
Paz. Tan sólo Lima logró defenderse con éxito de la imposición
de un corregidor, de modo que sus dos alcaldes ordinarios se encar-
garon del gobierno y la administración de justicia 49. En México logra-
ron ese privilegio por breves períodos.
76 Manuel Lucena Giraldo

Los dos alcaldes ordinarios, llamados de primer y segundo voto


por el orden de elección, fueron la cabeza de la institución municipal,
pues presidían el cabildo en caso de ausencia del gobernador o el
corregidor, votaban delante de todos y asumían en ciertos casos
el gobierno civil y militar. No podían ejercer en ningún caso como
tenientes del gobernador. Su función primordial fue judicial, pues
constituían la primera instancia civil y criminal. Tenían oficina en
las casas del cabildo y horario determinado para recibir pleiteantes,
examinar testigos y dictar sentencias. Estas podían ser apeladas ante
el cabildo en pleno y las audiencias. También vigilaban la admi-
nistración y el suministro de la ciudad, la adjudicación de tierras,
la situación de propios, comunes y ejidos, la salud pública y el urba-
nismo y el cumplimiento de las ordenanzas 50. Debían ser vecinos
de la ciudad, personas hábiles, saber leer y escribir, no ser oficiales
reales ni deudores de la Real Hacienda y tener una vida honrosa,
sin delitos de sangre ni ejercicio de oficios viles y mecánicos. Tenían
prohibido el comercio, ser regatones (intermediarios), el trato y con-
trato en mercancías y la posesión de tiendas o tabernas, en parte
por ser trabajos infamantes, en parte para evitar colusión de intereses
durante su labor inspectora 51. Sobre el papel, pues hubo multitud
de excepciones. En 1640 se permitió a los de Guatemala tener comer-
cio y pulpería (una tienda de abastos cuyo distintivo era una escoba
en la entrada) y en Potosí, lugar de mineros, se les toleró la deuda
fiscal por la intrincada naturaleza de sus negocios, pues siempre
estaban empeñados debido al pago del azogue. En caso de falle-
cimiento del gobernador y en ausencia de tenientes, los alcaldes
ordinarios desempeñaban provisionalmente sus funciones, pero a
veces tuvieron ese privilegio de modo incondicional. Fue el caso
de Caracas entre 1676 y 1736. Los regidores lo aprovecharon para
repartirse tierras y destituir con la excusa de incapacidad a dos gober-
nadores incómodos, Nicolás de Ponte, que según ellos había perdido
la razón, y José Francisco Cañas y Merino, que además de ser amigo
de «rudas diversiones», como meter en la cárcel a quien le llevaba
la contraria, escandalizó a los vecinos por tener la insólita costumbre
de perseguir de verdad el contrabando 52.
También existieron otros alcaldes, de menor rango y cometido
específico. Los de minas eran propios de esos lugares; tenían juris-
dicción sobre españoles, negros e indios y fueron nombrados primero
por el cabildo y más tarde por el monarca. Los alcaldes de la her-
mandad, como el de Lima, establecido en 1555, se solían elegir
por un año y carecían de voz y voto en el cabildo. A veces fue
La ciudad de los conquistadores 77

oficio vendible y perpetuo, o se desempeñó como en Tucumán por


alcaldes ordinarios salientes. Ejercían, como en la península, la fun-
ción de policía rural. En sus salidas en busca de bandidos y fugitivos
portaban el estandarte real y solían mandar una cuadrilla formada
por negros libres, indios y mulatos, puestos a sueldo del cabildo.
El de Lima, por ejemplo, compró dos esclavos para que desempeñaran
esa labor, pero decidió venderlos por andar vagueando y por miedo
a que murieran y se perdiera su coste. En México hubo alcaldes
de mesta, de alameda y de las aguas para cuidar jardines y paseos.
En Guatemala hubo en el siglo XVI alcaldes de milpas para cuidar
que los indios cultivaran sus campos y de indios y sacas para repartir
indios alquilones entre los que demandaban su trabajo. En Lima
existieron alcaldes de barrio desde el terremoto de 1746, «para segu-
ridad de los vivos y conservación de los bienes, que quedaron desam-
parados y embarazar el latrocinio a que se dieron los negros, mulatos
y otras gentes vulgares» 53. Hubo alcaldes de fortalezas para impulsar
su construcción y cuidado y de oficios para ocuparse de trabajos
concretos, como en Quito, donde los hubo de sastres, sombrereros,
silleros y herradores. En Santiago de Chile hubo alcaldes de borra-
cheros para combatir la afición a la bebida de los indios y en Caracas
de toros, responsables de traer del campo las reses que se lidiaban
en las fiestas.
El alguacil mayor se ocupaba de la detención de maleantes, el
cumplimiento de ordenanzas, la custodia de reos (cuyos regalos no
podían aceptar) y la persecución de juegos y pecados públicos, todo
ello por naturaleza del cargo; por mandato judicial perseguían además
quebrantos, blasfemias y borracheras 54. Después de los alcaldes y
el alférez real tenían el primer puesto y voto del cabildo, junto al
raro privilegio de entrar a las juntas con armas. Incluso sus esclavos
podían llevarlas. El cargo era incompatible con posesión de lugar
de tratos y contratos, oficios y gobiernos. Se solía otorgar por los
conquistadores a sus capitanes de confianza y gozaron de gran pres-
tigio; tuvieron carácter perpetuo y se vendieron por una gran cantidad
de dinero. Al cabo, algunos se convirtieron, como señaló un gober-
nador del Perú, García de Castro, en «los gallos del pueblo». La
impronta del honor revistió su ejercicio, de modo que los titulares
se ocupaban de las detenciones de relieve, las notificaciones de reso-
nancia y las sentencias de degollamiento, mientras los corchetes y
ministriles atendían a la gente común. En los pueblos de indios,
los cabildos tuvieron alguacil propio. Además del salario, cobraban
una tasa por ejecución, encarcelamiento o citación judicial. En algunos
78 Manuel Lucena Giraldo

casos, como en Santa Marta, costeaban la mitad del mantenimiento


de la cárcel, que solía estar en las casas del cabildo; el resto era
pagado de los propios.
El alférez real era el encargado de guardar y portar en ocasiones
de relieve las armas del monarca. Era oficio vendible y alcanzó can-
tidades muy elevadas. El virrey Toledo señaló en La Plata y Cuzco
que lo debía desempeñar cristiano viejo, hidalgo, que no hubiera
sido artesano y no tuviera tienda de mercaderías. Recibía el testimonio
público de lealtad de los habitantes de la ciudad, pero era oneroso,
pues debía mantener el estandarte con las armas si lo había y pagar
los uniformes de lacayos y acompañantes. También iban de su cargo
los refrescos y meriendas de los gobernadores, los oidores de la
audiencia y los cabildos y sus séquitos en las fiestas señaladas. Aunque
por esa causa recibió en ocasiones una ayuda de costa (en Lima
le entregaban la renta anual de seis tabernas) los gastos eran tan
elevados que alguno tardó veinticinco años en pagar una ceremonia;
en Quito un alférez real huyó de la ciudad al acercarse las fiestas
del Espíritu Santo para proteger su bolsillo. Para colmo, las ocasiones
de sacar el pendón real abundaban, por las numerosas festividades
de santos, arcángeles, devociones, cumpleaños y celebraciones reales,
fundaciones y traslados de la ciudad.
El fiel ejecutor, también llamado almotacén, era el encargado
del reconocimiento de los pesos y medidas «para examinar si los
géneros que se daban eran cabales». En 1525 Hernán Cortés, con
el talento leguleyo que le caracterizó, señaló en las ordenanzas para
las villas de Nueva España sus cometidos:

«Ordeno y mando que en cada una de las dichas villas haya


un fiel que vea y visite todos los bastimentos que en las dichas villas
se vendieren y los pesos y medidas con que se vendieren y pesaren
las ahierre el dicho fiel y las señale y marque con la señal y marcas
de la dicha villa y que ninguna persona pueda vender ningunos de
los dichos bastimentos, si no fuere por los pesos y medidas que
el dicho fiel les diere y señalare, so pena de haberlo por perdido
[...] Item, que ninguna persona que trajere bastimento a vender a
cualquiera de las dichas villas, no los pueda vender por menudeo
sin que primero sean vistos por el dicho fiel y por uno de los regidores
de la dicha villa y puéstole precio» 55.

El trabajo del fiel ejecutor pretendió hacer realidad el derecho


de los habitantes de la ciudad a alimentarse bien y a un precio
razonable. Para lograr este objetivo, según la tradición municipal,
La ciudad de los conquistadores 79

lo más eficiente era un mercado controlado, que no dejara a los


vecinos y sus familias a merced de poderosos, acaparadores y regatones.
El fiel ejecutor vigilaba las transacciones, visitaba por sorpresa tiendas
y mercados, imponía tasas, «posturas» y aranceles y fijaba precios
máximos. En el siglo XVIII se esforzaron en separar la producción
de la distribución; los panaderos no podían ser molineros y quienes
poseían tienda no podían vender pan, pues ese era el cometido de
los panaderos. «No se consienta por ninguna vía regatones de trigo
o pan cocido en los pueblos», se señaló en Buenos Aires 56. En su
celo revisor, el cabildo de La Habana mandó pesar de madrugada
«las reses, puercos y vacas que se trajesen muertas a la carnicería
de cada vecino», sellar las medidas del vino y comprobar las existentes
en las tabernas y tiendas y el pan y el pescado que se vendía en
las plazas. El campo de actuación del fiel ejecutor se extendió a
la medición de solares, caballerías y estancias. En algunos casos,
como en Puerto Rico o Santiago de Chile, se dividieron ambos come-
tidos (el fielazgo atañía al control de las medidas y la ejecución
de penas en los infractores), pero lo común fue que estuvieran unidos
y los cabildantes lo dotaran cada año. La eficaz labor del fiel ejecutor,
entre otras causas, explica que, en comparación con lo que ocurría
en Europa, las ciudades de la América española permanecieran, por
lo general, al margen de hambrunas devastadoras 57.
Otro cargo importante fue el de procurador, pues representaba
al común de la ciudad ante los tribunales, organismos de gobierno
y la Corte y exponía sus necesidades ante el cabildo, en el cual,
sin embargo, carecía de voto. También se personaba en procedi-
mientos judiciales, por orden del cabildo o sin ella. En sus juntas
podía proponer o rechazar acuerdos y conminaba si lo consideraba
necesario con costosas apelaciones a tribunales superiores. Estas se
pretendían evitar porque los oidores de la audiencia solían tener
pendencias guardadas contra los regidores y la propia ciudad. Durante
el siglo XVI fueron elegidos por el vecindario, pero desde 1623 fueron
los regidores y no el cabildo abierto quienes los designaron 58.
El de procurador no podía ser cargo servido por oficiales reales;
por las materias de su interés, acabó ocupándose de asuntos diversos.
En Caracas fue costumbre que el procurador presentara poco después
de las elecciones una lista de peticiones, que invariablemente se
ocuparon del pregón de las carnicerías, el arancel de las pulperías,
el arreglo de los caminos, la apertura de acequias, la visita de los
ejidos y el interrogatorio de los vagos, a fin de que declararan sus
medios de vida y, en caso de no tenerlos, obligarles a trabajar. La
80 Manuel Lucena Giraldo

ambigüedad del oficio de procurador se hacía evidente cuando tenía


que ir contra los acuerdos del cabildo. El de Lima se opuso en
1604 a que se pagaran con dinero de los comunes los gastos de
un auto de fe; su petición fue ignorada. En cambio, el de Quito
logró en 1599 que el cabildo devolviese a los vecinos la tasa añadida
al precio de la carne, aunque hubiera sido con la loable intención
de arreglar las calles. Los procuradores de las ciudades de Indias
tenían prohibido pasar a la península sin autorización, pues eran
muy caros de mantener y se temía que infestaran la Corte con peti-
ciones y súplicas, dificultando aún más la acción de gobierno 59.
El escribano del cabildo, también llamado «fiel de fechos», tenía
la función de dejar testimonio por escrito de cuantas actuaciones
lo requirieran. A pesar de su gran importancia, ya que respondían
de la memoria pública y privada de la ciudad, para desempeñar
el oficio sólo se pedía ser español y saber leer y escribir. Tenían
un sueldo considerable, además de prebendas y una reputación públi-
ca acompañada en ocasiones de mala fama, por el frecuente abuso
en el cobro de aranceles y la malignidad y tendencia de algunos
a vincularse en hechos fraudulentos y delictivos. Por su calidad de
secretarios y notarios participaban en registros, testimonios, pleitos
y juicios. Una cédula filipina prescribió que llevaran el registro de
pobladores en nueve libros, con los nombres de los conquistadores,
fundadores y encomenderos. También debían anotar los que no tenían
indios pero sí tierras y solares, los que no tenían bienes pero sí
un oficio, los que tenían oficio pero no lo ejercían, los ausentes
en servicio del rey y los indios de los arrabales y las haciendas.
Con el transcurso del tiempo, se redujeron en número; en Caracas
hacia 1790 sólo había tres escribanos, para blancos de calidad, pardos
y blancos de orilla 60.
Desde comienzos del siglo XVI fue cargo de nombramiento real,
aunque hubo algunas designaciones de cabildos y gobernadores. Sin
ellos no se podían reunir los regidores, ya que recibían los votos,
redactaban las actas y las firmaban. También transcribían en los libros
que eran de su responsabilidad las reales cédulas y los nombramientos
y custodiaban el archivo, cuyos papeles debían tener inventariados,
cosidos y con índice. En su caso, otorgaban copia de documentos
y títulos de propiedad. Una cédula de 1590 mandó que ningún enco-
mendero fuera escribano y los hubo que sólo se ocuparon de pleitos
de indios.
Las llamadas «varas de justicia» se entregaban a quienes acom-
pañaban a los alcaldes en representación y auxilio del poder real.
La ciudad de los conquistadores 81

Eran altas para ministros superiores y cortas para los inferiores; siem-
pre iban grabadas con una cruz. Sobre ellas se efectuaban los jura-
mentos de cumplimiento de cargos o de decir la verdad en los juicios.
Recoger las varas a quienes las ostentaban equivalía a la destitución.
Producían en las gentes de bien un sano temor. En México, al alcalde
de la alameda le fue concedida una vara de justicia «para que nadie
se le atreviera».
Al margen de los cargos y oficios mencionados, que formaban
el llamado «cuerpo de ciudad», hay que mencionar una serie de
empleos extracapitulares. Todos eran atribuidos por el cabildo, que
exigía el juramento de ser desempeñados «fiel y lealmente» y un
depósito de fianza previo a su ejercicio. El mayordomo de la ciudad
administraba los bienes del cabildo, pero no podía efectuar pagos
sin un mandato escrito. El depositario general, oficio de merced
real y luego vendible, era quien custodiaba los bienes en litigio. Los
tenedores de bienes de difuntos se encargaban de los caudales de
quienes habían fallecido. Debían guardarlos en cajas de tres llaves
y remitirlos a la Casa de Contratación de Sevilla, que se encargaba
de buscar a los herederos para entregárselos. El padre de pupilos
y huérfanos, llamado curador de mancebos, padre de mozos, juez
de menores o, como en nuestro tiempo, defensor de menores, tenía
los cometidos de evitar que los huérfanos se hicieran viciosos y de
malas costumbres y de fiscalizar a los tutores asignados y pagados
que no cumplían como era debido. Pedro Martín fue nombrado
en 1567 por el cabildo de Santiago de Chile «padre de huérfanos
y huérfanas, así españoles como mestizos e indios», por un año,
con el cometido de vigilar cómo se administraban sus haciendas
si las tenían, ponerlos como criados o imponerles el aprendizaje de
un oficio. También debía cuidar de que las mestizas que tuvieran
edad cumplida se casaran. En algunos casos, como en Cuzco, un
regidor acompañado del corregidor se ocupaba de controlar a los
tutores y administradores de los bienes de los menores. Era un cargo
retribuido por arancel: en Lima, cobraban un peso por cada mozo
puesto a servir y diez pesos por cada mil de renta de huérfano
vigilada.
Hubo un protector de indios propio de la ciudad y nombrado
por el cabildo para evitar los abusos cometidos sobre ellos en la
jurisdicción urbana por caciques, curas y encomenderos. El juez de
naturales existió en los cabildos peruanos para evitar gastos a los
nativos, litigantes por naturaleza y enredados en largos procesos que
los arruinaban, al decir de los cronistas. Era de nombramiento anual
82 Manuel Lucena Giraldo

y llevaba vara de justicia. Si el monto del pleito en el que entendía


bajaba de 50 pesos no se levantaba testimonio, pero si subía de
esa cantidad había que hacerlo. De sus fallos era posible apelar ante
el corregidor, cuya sentencia era definitiva. El corredor de lonja hacía
las veces de intermediario entre el vendedor y el comprador, ya
que tasaba las mercancías y artículos que eran objeto de trato. Cobra-
ba a ambas partes y existió en todas las ciudades importantes. En
México y Caracas hubo un diputado de la alhóndiga (mercado de
grano), encargado de la administración del pósito (almacén) de maíz
y trigo y también un administrador de hospitales, que eran del cabildo
o estaban bajo la custodia de alguna orden religiosa o el patronato
de algún particular. Un regidor se encargaba de vigilarlos; al médico
le solía pagar el cabildo, a razón de 200 pesos, como ocurría en
Lima en 1561. Estaba mandado por el rey que hubiera hospitales
en todos los pueblos de españoles e indios. En Santo Domingo se
construyó uno en 1502, en México se abrió en 1524, en Guatemala
en 1527 y en La Paz en 1550 61.
El cabildo pagaba un mayordomo de iglesias para que cuidara
de sus fábricas, ornamentos y rentas. También tenía su propio cape-
llán, que celebraba misa para los regidores en sus casas o se acercaba
a la cárcel para impartir la bendición y ofrecer consuelo a los presos.
En lo referente a la enseñanza las instituciones municipales fueron
muy cuidadosas y se esforzaron en apoyar el eficaz sistema educativo
administrado por la iglesia en sus parroquias, conventos y monasterios.
Además, fueron militantes en la petición de universidades. En 1540,
el cabildo de Santo Domingo solicitó para un estudio donde se impar-
tía gramática desde hacía dos años «las libertades que gozan los
estudios generales» y poco después el de México pidió «universidad
de estudio de todas las ciencias, porque los hijos de los españoles
y los naturales las aprendan y se ocupen de toda virtud y buenos
ejercicios y salgan y haya letrados de todas facultades» 62. Allí existió
universidad desde 1551, como en Lima, donde el cabildo pidió tuviera
edificio propio, independiente de los claustros de Santo Domingo,
lo que logró en 1574. En Quito se fundó la universidad en 1586,
en Cuzco en 1598, en Santiago de Chile en 1619, en Tucumán
en 1622, en Bogotá en 1623, en Caracas en 1721 y en La Habana
en 1728.
Precisamente el cabildo de la capital venezolana tuvo el arrojo
de nombrar en 1593 a un soldado-poeta de nombre Ulloa como
cronista de la ciudad. Dos años antes había designado maestro a
Luis de Cárdenas; con lo que cobraba a algunos alumnos de posibles
La ciudad de los conquistadores 83

lograba sostenerse y admitir a quienes no podían pagarle. Simón


Basauri enseñaba a pobres y huérfanos «por amor de Dios y para
que no se criaran como potrillos»; el cabildo le retribuía del estanco
del vino 63. En México, algunos maestros celosos acudieron en 1617
al procurador para que se comprobara si sus competidores eran bue-
nos cristianos y si en verdad sabían escribir o sólo lo parecía y se
limitaban a mover frente a sus alumnos los moldes de las letras.
Por entonces el cabildo de Buenos Aires acogió la propuesta de
Francisco Montesdoca, maestro de señoritas, de enseñar rudimentos
de lectura a los hijos de los pobres. En Ibarra, Martín Cumeta recibió
en 1609 el monopolio docente y en Santiago de Chile concedieron
permiso en 1618 a Melchor de Torres para abrir escuela aunque
sin exceder el arancel y con un máximo de cien alumnos. En Santafé
de La Plata, el cabildo pidió en 1577 al teniente de gobernador
que prohibiera emigrar de la ciudad al maestro Pedro de Vega, pues
no había quien lo supliera. Hubo escuelas municipales para indios
y mestizos en Cuzco, México y Quito y para morenos en Venezuela
y Buenos Aires. En Luján, donde tenían una escuela gratuita para
pobres, el cabildo acordó en 1775 multar a las familias que no enviaran
a ella a sus hijos 64.
Hubo otra serie de oficios considerados menores, poco rentables
y de escasa honra. El obrero mayor era un alarife municipal, que
cuidaba de fomentar y vigilar las obras públicas y requería los indios
y peones necesarios para llevarlas a cabo. El capitán de la ciudad
castigaba a los nativos rebeldes y montaraces. El guarda mayor era
un vigilante urbano y los cobradores de rentas reales existían donde
no había oficiales que se ocuparan de ello. En Lima y Santiago
de Chile hubo examinador de caballos, encargado de evitar que
se echara a las yeguas municipales macho alguno sin aprobación,
a fin de evitar la degeneración y enfermedad de la casta caballar.
Los omnipresentes pregoneros, tan importantes en una sociedad basa-
da en la cultura oral, daban voz pública a resoluciones judiciales,
citaciones, remates, festejos y bandos. También acompañaban a los
delincuentes camino de la horca; fue oficio propio de negros esclavos
o libres, mulatos e indios. El visitador La Gasca lo concedió en
Arequipa al negro Alonso Gutiérrez para recompensar su servicio
en la reciente campaña contra los pizarristas, bajo la obligación de
pagar al cabildo cincuenta pesos. El español Diego García, infeliz
en fortuna y honra, le compró el cargo y además se ofreció como
verdugo; también fue nombrado almotacén de acequias. El oficio
de verdugo solía ser desempeñado por negros libres. En Trujillo
84 Manuel Lucena Giraldo

del Perú el cabildo pretendió innovar y compró un negro esclavo


para que lo fuera; le tuvieron que pagar un vestido decente, pues
no lo tenía. Al fin, se trató de una mala solución, pues debido a
«su talante altanero y desconsiderado» tuvo un enfrentamiento con
el alférez real y acabó por ser enviado a Guayaquil, donde se le
cambió por un cargamento de madera. Algunos reos de muerte pro-
testaron porque el verdugo fuera un antiguo esclavo y además negro,
pues consideraron que se faltaba a su honra en el trance supremo
de abandonar este mundo. En Arequipa hubo un cirujano que sirvió
de manera simultánea el oficio de verdugo. En Guadalajara, debido
a su inexistencia, fue fusilado para su fortuna Fernando de Armindes,
condenado por la justicia a pena infamante, pues la sentencia había
ordenado que fuera ahorcado y se le cortase después la cabeza y
una mano, para clavarlas en la ventana por la que había pretendido
robar las cajas reales del pueblo en el que había sido alcalde ordinario.
El portero vigilaba las puertas del cabildo, avisaba de su celebración
y a veces introducía en las juntas las peticiones de los vecinos a
cambio de dinero. También hubo, según los casos, maceros (que
en tiempo ordinario ayudaban al fiel ejecutor), alarifes para «medir
los solares y repartir el agua que anda por la ciudad y echar las
acequias por donde han de ir», almotacenes para reducir al patrón
de pesas y medidas guardado en el cabildo el que se aplicaba en
tiendas y mercados, yegüerizos para cuidar las yeguadas públicas
que pacían en la dehesa de la ciudad e intérpretes de lenguas para
el trato con los naturales.
Los carceleros solían salir dos veces a la semana a pedir por
las calles para alimentar a los presos y podía haber trompeteros y
atabaleros para la ocasión en que fuera necesaria música, mesegueros
para cuidar de los panes, albéitares para vigilar y cuidar los animales
de la ciudad, campaneros y relojeros. En México, el primer reloj
fue cedido por Cortés y se instaló en el antiguo palacio de Axacayatl.
En Lima, el cabildo decidió comprar uno en 1549 y en Santafé
de Bogotá la audiencia lo mandó instalar en 1563. Los jesuitas tuvie-
ron fama de excelentes astrónomos y mecánicos del tiempo; en 1612
el cabildo de Quito contribuyó a la construcción de una torre para
que el toque de campanas del reloj existente en el colegio de la
Compañía diera a conocer las horas hasta en sus barrios más lejanos 65.
La ciudad de los conquistadores tuvo en el cabildo su institución
primordial, la expresión de su poder. Una muestra de 682 individuos
pertenecientes a las huestes de Cortés, Pizarro, Pedro de Heredia
y su socio Durán y Valdivia, las de Belalcázar, Jiménez de Quesada
La ciudad de los conquistadores 85

y Federmann (que coincidieron en el altiplano de Bogotá en 1538)


y los miembros de la expedición de Fernández de Serpa en 1569
a la Nueva Andalucía, indica tanto su vocación de permanencia en
América como su opción municipalista. De los 194 que se sabe obtu-
vieron algún cargo, 13 lo lograron en la península, donde fueron
con frecuencia calificados como peruleros o indianos, nuevos ricos
y advenedizos cuya hidalguía no contaba. De los 181 restantes, sólo
21 obtuvieron altos empleos en la administración y 121 lograron
un oficio en las instituciones de sus ciudades. Apenas el 10 por
100 retornó a España 66. El ejercicio de un cargo en el cabildo quizás
no hizo de los conquistadores dóciles servidores del rey, pero sin
duda formó parte de la vida señorial a la que creyeron tener derecho 67.
Su permanente aspiración a una posición política superior no ofreció
lugar a dudas. De ahí que su relación con los representantes directos
del poder real, que a veces acudían a América con una mentalidad
depredadora y altanera, resultara difícil. La institución del cabildo
facilitó el restablecimiento de complejos equilibrios políticos. En un
lugar tan apartado como el Río de la Plata, Carlos V confirió en
1537 a los vecinos y conquistadores asentados en ciudades el derecho
a elegir gobernador bajo ciertas premisas. El cabildo de Asunción
lo invocó cuando le convino y en cierta ocasión depuso uno bajo
la acusación de evitar mayores perjuicios y hasta «la pérdida del
reino». Para el cabildo de Caracas, destituir al gobernador fue casi
un hábito. En 1623 lo depusieron «por los muchos delitos cometidos».
En realidad quiso que se cumpliera de una vez por todas la real
cédula de supresión del servicio personal de indios encomendados,
en favor de un menos oneroso tributo en metálico. Es interesante
anotar que al constituir el cabildo la única institución privativa del
vecindario urbano, se produjeron intentos de introducción mediante
juntas comunes a varias ciudades de una representación por esta-
mentos, tal como existía en las Cortes de los reinos peninsulares.
Los cabildos de diversas ciudades de La Española acreditaron a sus
diputados para una junta que tuvo lugar en Santo Domingo en 1518.
Por unanimidad aprobaron numerosas peticiones al rey, pero pronto
las diferencias les impidieron toda acción común. En 1528, un enviado
del cabildo de México se esforzó por obtener en la Corte un privilegio
para que se concediera a la ciudad, en representación de Nueva
España, voz y voto en las Cortes de Castilla. Carlos V no lo otorgó,
pero le concedió una especie de premio de consolación, pues en
1530 le dio el primer voto entre las ciudades de Nueva España
«como lo tiene en estos nuestros reinos la ciudad de Burgos» y
86 Manuel Lucena Giraldo

le cedió el primer lugar en los congresos que, previa autorización


real, reunieran eventualmente a los representantes de las ciudades
y villas de las Indias. En 1540 concedió el mismo primer voto a
Cuzco en Nueva Castilla, pero en 1630 Felipe IV mandó guardar
los privilegios de Lima, «para que aquella ciudad como asiento del
gobierno superior siempre sea ennoblecida y aumentada» 68.
A mediados del siglo XVI, como una más de las medidas a tomar
para luchar contra la bancarrota real, se proyectó introducir en el
Perú un servicio en metálico al monarca, voluntario y único. A fin
de aprobarlo, se convocaría una diputación general de ciudades, con
el fin de tratar la contribución, negando por principio la presentación
de quejas y peticiones, como era habitual en las Cortes castellanas 69.
Algunos miembros del Consejo de Indias formularon fuertes reparos
y la convocatoria no se llevó a efecto. Décadas después, el virrey
del Perú, marqués de Cañete, preocupado por el aumento continuo
del número de criollos, que suponía de fidelidad menos contrastada
que los peninsulares, sugirió a Felipe II que convocara diputados
de los reinos americanos a las reuniones de las Cortes castellanas
y que sus leyes tuvieran validez en Indias. Sin embargo, en 1609
otro virrey, Montesclaros, se opuso a que se reunieran diputados
de las ciudades más importantes del Perú, porque «darían lugar
a una agitación desenfrenada». Hubo que esperar a las Cortes de
Cádiz de 1812 para que se eligieran diputados americanos, pero
aun sin ellas la autonomía urbana fue hasta la independencia un
elemento fundamental en la arquitectura institucional de la monarquía
española 70.
El éxito de la ciudad de los conquistadores, su continuidad en
el tiempo, se basó en una articulación territorial muy eficiente. La
relación entre los centros urbanos menores y las capitales tendió
a ser más importante que en la etapa prehispánica, pues las segundas
actuaron como verdaderas fronteras de colonización, conectadas
mediante puertos a las redes de comunicación del mundo atlántico 71.
El Nuevo Mundo occidental y urbano encontró su línea de per-
manencia en un sistema económico de extensión comarcal, orientado
a que las ciudades fueran autosuficientes, baratas y abundantes en
los precios de los alimentos y artículos de primera necesidad, pero
sometido a la «fricción de la distancia»: la existencia de una barrera
muchas veces infranqueable en el acceso a objetos y productos, a
causa del alto costo de los transportes 72. Los modelos de inserción
de las urbes recién fundadas en el espacio inmenso de América fueron
centrífugos y dependieron de la estructura indígena preexistente y
La ciudad de los conquistadores 87

de la adaptación o superposición española, de acuerdo con dos tipo-


logías aparecidas en la Nueva España y el Perú. En el primer caso,
las políticas cortesianas fueron capaces de estructurar, tras una rápida
victoria militar, una red urbana regional amplia e integrada, a través
de diversas y complejas dinámicas institucionales que aglutinaron
y adaptaron los ritmos y espacios prehispánicos. En el segundo, la
pervivencia de una campaña militar durante casi veinte años, debido
a los conflictos entre pizarristas y almagristas, implicó el fracaso de
la interrelación urbana en una etapa fundamental. A ello se sumó
la propia e inmutable naturaleza vertical andina, con el resultado
de una articulación más frágil, irregular y desintegrada 73.
En Nueva España, las redes de comunicación unieron ciudades,
pueblos y aldeas con un «traspaís» o hinterland fluido y próximo.
En Perú se quebraron a diferentes alturas con ciudades-isla localizadas
en nichos ecológicos distintos y distantes. Con el paso del tiempo,
un buen número de urbes, por su tamaño y pujanza, evolucionaron
funcional y formalmente, mientras que otras parecieron estancarse
en volumen y aspecto. Las mejor situadas en las cambiantes redes
de comercio y transporte, caso de Tucumán, Puebla, León, Mérida
o Pasto, sostuvieron una gigantesca red urbana que acabó por vincular
el continente. Sobre los gigantescos intersticios se abrieron múltiples
y vastas fronteras, como las misionales, sustentadas en sofisticados
mecanismos de relación entre lo urbano y lo rural, generadoras de
tipologías asombrosas y autosuficientes hasta ser acusadas de cons-
tituir república aparte, como fue el caso de las reducciones jesuíticas
del Paraguay 74. Pero también las de cimarrones, palenques y cumbes
de negros en la América tropical y las más determinantes, las indí-
genas, organizadas alrededor de los pueblos de indios y con exclusión
teórica de españoles, mestizos o mulatos, según una fórmula rura-
lizada que les confirió un importante grado de autonomía y resultó
determinante en la formación de las regiones americanas 75.
La concentración de los indígenas pretendió que se hispanizaran
en sentidos bien concretos: debían convertirse en cristianos, vasallos
leales, tributarios y vivir en república, en núcleo poblado; hasta el
siglo XVIII hablar español no se consideró imprescindible 76. Como
señaló el formidable obispo de Michoacán Vasco de Quiroga, creador
e impulsor de los hospitales-pueblo con el propósito de remediar
la miseria de los nativos, se trataba de que fueran «verdaderamente
cristianos y políticos [...] y no vivieran desparramados y dispersos
por las sierras y montes» 77. En 1530 Carlos V plantea la necesidad
de que los indios «se entiendan más con los españoles y se aficionen
88 Manuel Lucena Giraldo

a su manera de gobierno» y tengan cabildos propios en sus pueblos,


con alcalde, regidores y escribano, en la acertada presunción de que
podían ser complementarios de las demás instituciones 78. Ciertas
tradiciones prehispánicas de organización política, que comprendían
la existencia de castas de funcionarios y consejos nobiliarios, se fusio-
naron de modo peculiar con la municipalidad hispánica y ofrecieron
a los nativos la posibilidad de sobrevivir en control de lo que ver-
daderamente importaba, la tierra, protegida así por títulos legales 79.
En Cuernavaca, el heredero del tlatoani anterior a la conquista fue
instalado como gobernador y se mantuvo una rotación de cargos
entre nobles indígenas principales 80. En 1533, se promulgó una cédula
para que los naturales próximos a la ciudad de Santiago de Guatemala
eligieran alcaldes y un alguacil. El indio Baltasar, de Tepeaca, recibió
licencia en 1542 para hacer una población en el valle de Tozocongo,
«que ellos por ser muy de Dios nuestro señor y vivir en república
y policía cristiana querían edificar un pueblo donde se quedasen
a vivir y permanecer» 81. Otra cédula enviada al virrey de Nueva
España en 1560 insistió en que «los indios de esa tierra que están
derramados se [juntaran] en pueblos».
Las Ordenanzas de 1573 consagraron esta probada práctica de
organización territorial y, como hemos visto, dieron por terminada
la conquista pero mantuvieron e impulsaron el énfasis urbanizador.
Las ciudades serían como islas de un vasto archipiélago, alejadas
una mínima distancia de las demás. Su jurisdicción, de acuerdo con
un principio de derecho común, equivaldría a un día de viaje 82.
Un siglo después, la Recopilación mandó que en los pueblos de indios
hubiera alcalde, si contaban con más de 80 casas dos alcaldes y
dos regidores, aunque fueran muy grandes no más de cuatro regidores
y si su población era de entre 40 y 80 indios un alcalde y un regidor,
renovables igual que en los de españoles, por año nuevo 83.
Fue habitual que los pueblos de indios tuvieran un gobernador
indígena, con título de «don», ocupado en la dirección política y
la administración de justicia, con salario e indios de servicio y elegido
por los principales, además de un cacique hereditario y vitalicio con
sus indios de servicio, dedicado a supervisar la actividad económica,
ambos de tradición prehispánica, y, por último, un cabildo semejante
al español 84. El intento de las elites indígenas de mantener la con-
tinuidad con el mundo anterior a la conquista utilizando las nuevas
instituciones para conservar algún grado de autonomía chocó con
el influjo y el poder absorbente sobre el espacio circundante de
las urbes, tanto de las refundadas como de las nuevas. La escala
La ciudad de los conquistadores 89

del fenómeno fue escasa en algunas regiones, pero en otras produjo


un cataclismo y transformó el territorio con una velocidad inusitada.
Un ejemplo interesante fue el de Toluca. Aunque la primera gene-
ración de conquistadores encomenderos fue residente, sus hijos y
nietos fueron más flojos, abjuraron del campo y a fines del siglo XVI
residían en México. Las grandes estancias fueron entregadas a hom-
bres de confianza y familiares de poca fortuna para que las admi-
nistraran. Desde 1580 aparecieron multitud de pequeños estancieros,
granjeros y ganaderos, algunos de ellos mestizos, hijos ilegítimos o
portugueses, que se hicieron dueños de explotaciones pequeñas y
medianas, dedicadas a la provechosa cría de cerdos, ovejas y caballos.
Coexistían con una población aún intacta de indios cultivadores de
maíz, regida por sus propios cabildos, compuestos por individuos
que eran o se hacían pasar por nobles 85.
Una muestra de miembros de 145 cabildos indígenas de Yucatán
entre 1657 y 1675 permite observar la continuidad de los linajes
y clanes de principales y la rotación en los cargos, habitual en con-
ductas oligárquicas, pero también deja ver nombres no vinculados
a la nobleza tradicional, antiguos macehuales o campesinos que habían
hecho del gobierno de los pueblos su camino para el ascenso social 86.
No fue sólo la ciudad la que produjo la alteración del balance entre
lo rural y lo urbano o la ruptura de la utopía de las repúblicas separadas
de españoles e indios, que las leyes habían intentado proteger pro-
hibiendo a los blancos detenerse en pueblos de naturales, impidiendo
a estos trasladarse de uno a otro o facultando a sus alcaldes para
prender a negros y mestizos descarriados. Con el paso del tiempo,
la hacienda agrícola, la estancia ganadera, los reales de minas o las
plantaciones conectadas a las demandas de la economía atlántica
dieron un impulso definitivo a esta transformación.
Por otra parte, la ciudad señorial imaginada por los conquistadores
como expresión de la bipolaridad de las repúblicas de españoles
e indios tampoco perduró. En ella hubo desde el principio negros
y castas mezcladas, y el mestizaje urbano, resultado de la necesidad
que tenían unos y otros de comerciar con sus bienes, talentos y
cuerpos, surgió desde el primer momento. En este sentido, no hay
que confundir la urbe americana inicial que algunos pretendieron
segregada con la posterior ciudad criolla, visible en su segmentación
desde el centro blanco hacia la periferia multiétnica, segura de su
capacidad de gobernarse acatando lo que le convenía y feliz de formar
parte del imperio de consenso de los Austrias españoles. El centro
de la ciudad se erigió como sede de las instituciones civiles y ecle-
90 Manuel Lucena Giraldo

siásticas y representó el poder de los conquistadores, pero ellos mis-


mos, que tantas veces se vincularon a princesas indígenas, comenzaron
un mestizaje no ligado como en los feroces tiempos iniciales a arries-
gadas operaciones de alianza, sino a políticas de estabilidad y com-
promiso, que esbozaron en ocasiones parejas imposibles 87. Hacia
1580, existían en la América española al menos 230 ciudades per-
manentes, que en 1630 ascendían a 330 88. En todas existía una
secuencia perfecta de la imperfección y un gradiente de color en
la piel, desde la plaza mayor y las calles adyacentes hacia los barrios
y arrabales. Los indios llegaban a la ciudad de nueva planta —de
la refundada nunca se marcharon— como sirvientes, empleados, sol-
dados o criados de los conquistadores, naborías, yanaconas, forasteros
y desarraigados de sus comunidades de origen. Eran peones o arte-
sanos que se alojaban en campamentos y cercados en función, si
los dejaban, de su origen étnico. A ellos se sumaron mestizos, zambos,
mulatos, negros libres y algunos esclavos escapados, que si en el
campo tenían pocas posibilidades de escapar a su condición, en la
ciudad podían intentar vivir libres. Por lo general, residieron en barrios
y parroquias radicados entre el centro y el arrabal. El cercado por
antonomasia fue el de Lima, pero también existieron en Cuzco, Quito
o La Paz, aquí como barrio de indios extramuros, y en otras muchas
urbes. Charcas constituyó un caso extraordinario, pues, como recom-
pensa a los servicios prestados durante la conquista, los indios yam-
paraes conformaron su barrio a partir de la plaza mayor 89.
Las ciudades se hicieron durante el siglo XVI abigarradas, mez-
cladas, tan ordenadas y virtuosas a ojos de sus habitantes como
caóticas ante los europeos que ocasionalmente las visitaban o los
oficiales reales peninsulares enviados para gobernarlas. De acuerdo
con las cifras recogidas entre 1571 y 1574 por el cosmógrafo y cronista
Juan López de Velasco, dentro de un proyecto vinculado a la reforma
del gobierno indiano, las relaciones geográficas y las Ordenanzas de
1573, la América española suponía, por encima de todo, una expresión
urbana. Sus 241 ciudades pobladas reunían 23.493 vecinos. Entre
las capitales, Santo Domingo contaba con 500 vecinos; La Habana
tenía 60; San Juan de Puerto Rico, 200; Caracas, 55; México, 3.000;
Guatemala, 500; Panamá, 400; Santafé de Bogotá, 600; Quito, 400;
Guayaquil, 100; Cuenca, 80; Lima, 2.000; Cuzco, 800; Santiago de
Chile, 375; La Paz, 200; Potosí, 400, y Asunción, 300.
Existían multitud de urbes de importancia regional. Carora tenía
40 vecinos; Guanajuato, 600; Puebla, 600; Zacatecas, 300; Gua-
dalajara, 150; Durango, 30; Oaxaca, 350; Mérida, 90; Veracruz, 200;
La ciudad de los conquistadores 91

Sonsonate, 400; León, 150; Cartagena, 250; Tunja, 200; Pasto, 28;
Guayaquil, 100; Cuenca, 80; Arequipa, 400; Huamanga, 300; Val-
divia, 230; La Serena, 90; Mendoza, 29; Potosí, 400, y Santa Cruz
de la Sierra, 125 90. Aunque la multiplicación por cinco o seis del
número de vecinos permite barruntar la población blanca y española
existente, es obvio que se trataba de una minoría más o menos
amplia entre los habitantes de las urbes americanas, sobre cuyo núme-
ro total sólo se pueden hacer conjeturas. En México pudieron residir
hacia 1560 unos 8.000 hombres blancos. Diez años después, había
10.595 esclavos negros y en la última década del siglo quizás tuvo
4.000 vecinos españoles. A comienzos del XVII residían en ella 15.000
vecinos españoles, 50.000 negros y mulatos y unos 80.000 indios 91.
Lima tenía por entonces más de 3.000 vecinos, además de 12.000
mujeres de diferentes naciones y 20.000 negros. El padrón ordenado
en 1614 por el virrey Montesclaros recogió un total de 25.452 per-
sonas, de las cuales 5.257 eran españoles y 4.359 españolas. A su
cabeza se encontraban los altos funcionarios y el clero (el propio
virrey, oidores de la audiencia, oficiales reales, arzobispo y canónigos),
los miembros del cabildo, encomenderos, profesionales (sacerdotes,
abogados, escribanos, médicos), mercaderes y tratantes, artesanos
y gente de oficios (boticarios, barberos, plateros, batihojas, sastres,
sederos, talabarteros, gorreros, botoneros, calceteros, ropavejeros o
sombrereros en el centro, coheteros, curtidores, herreros, olleros,
molineros, carpinteros, arrieros y hortelanos en los barrios), junto
a marineros y transeúntes. Entre ellos vivían muchos negros que
habían adquirido su libertad por hechos de armas, actos caritativos
o porque habían ahorrado gracias al «peculio», o derecho a adquirir
mediante trabajo personal el dinero destinado a su manumisión.
Solían trabajar como artesanos, sirvientes, pajes, hortelanos, albañiles
o peones. Las compañías de carretas, pesquerías costeras y algunos
criaderos de ganado utilizaban, en cambio, cuadrillas de esclavos 92.
Finalmente, estaban los indígenas ladinos o semiaculturados de dis-
tintas procedencias, sirvientes, peones o plateros, residentes en el
Cercado, Pachacamilla (donde estaban mezclados negros e indios)
o el arrabal de San Lázaro, así llamado por la leprosería o lazareto
que había acogido. Allí también se albergaban los esclavos traídos
de Cartagena y por eso daría lugar al corazón africano de Lima:
Malambo.
Panamá, emporio comercial de la carrera de Indias, contaba en
1610 con 1.267 blancos, pero había 3.696 esclavos, 702 libres y
27 indios, con un total de 5.692 habitantes. Estaba gobernada por
92 Manuel Lucena Giraldo

una plutocracia dueña de los bergantines dedicados a la pesquería


de perlas y también de recuas de mulas para el paso del istmo,
almacenes de mercaderías, hatos de ganado vacuno y aserraderos
de madera para la construcción de viviendas. Había un clero nume-
roso, profesionales (escribanos, abogados, médicos, cirujanos, far-
macéuticos y boticarios), militares con oficialidad y tropa (una rareza
en el continente) y gente de oficios, zapateros, sastres, calceteros,
cereros, herreros y plateros 93. Santiago de Chile, otra ciudad sig-
nificada por la existencia de un contingente militar, tenía unos 400
vecinos y en 1613 llegó a albergar 1.717 españoles. Entre los de
calidad se encontraban los altos funcionarios, miembros del cabildo,
encomenderos, estancieros y mercaderes, oficiales militares, escri-
banos y abogados. Por debajo de ellos, se encontraban los españoles
comunes, soldados, artesanos y gente de oficios y finalmente los
indios, negros, mestizos, mulatos y zambos. La frontera chilena fue
tanto un lugar de oportunidades como un acicate para la movilidad.
Era muy frecuente el matrimonio mestizo y el concubinato geográ-
ficamente repartido y más o menos disimulado y había muchos sol-
dados, marineros y traficantes nómadas, los llamados «estantes» 94.
La suerte de los abundantes hijos ilegítimos dependía del recono-
cimiento del progenitor (muchos mestizos vivían gracias a ello como
españoles) y también había gran número de huérfanos, expósitos
e hijos de padre desconocido 95. En 1614 habitaban en los arrabales
de Santiago 124 carpinteros, 100 curtidores, 33 sastres, 81 zapateros,
3 sederos, 3 cordoneros de jarcia, 30 albañiles, 7 herreros, 19 tinajeros,
6 canteros y 4 pintores; muchos de ellos laboraban a domicilio y
otros acudían de manera regular al centro de la ciudad, porque tra-
bajaban en su construcción 96.
Alrededor de la plaza mayor se fueron levantando penosamente
las ciudades americanas. La empresa de construir México exigió tales
esfuerzos que el franciscano Motolinía la comparó con una plaga
bíblica, pues se destruyeron bosques, se desviaron cursos de agua
y se agotaron canteras. Allí resultó fundamental el trabajo de los
indígenas. En Veracruz, según cuenta Bernal Díaz del Castillo, hasta
Cortés se había visto obligado a intervenir:
«Trazada iglesia y plaza y atarazanas y todas las cosas que con-
venían para hacer villa, e hicimos una fortaleza y desde en los cimientos
y en acabarla de tener alta para enmaderar y hechas troneras y cubos
y barbacanas dimos tanta prisa que, desde Cortés, que comenzó el
primero a sacar tierra a cuestas y piedras y ahondar los cimientos,
como todos los capitanes y soldados a la continua entendíamos en
La ciudad de los conquistadores 93

ello y trabajábamos por la acabar de presto, los unos en los cimientos


y otros en hacer las tapias y otros en acarrear agua, y en las caleras,
en hacer ladrillos y tejas y en buscar comida, otros en la madera,
los herreros en la clavazón y de esta manera trabajamos en ello a
la continua desde el mayor hasta el menor y los indios que nos
ayudaban» 97.

Las labores constructivas originaron un importante mestizaje étni-


co y cultural, que en México dio lugar a fenómenos como el tequitqui,
la supervivencia del estilo indígena y su fusión con el europeo, al
que dotó de una aureola nueva e inclasificable 98. En 1585 las obras
de la catedral de México ocupaban a españoles, flamencos, indios,
esclavos africanos y chichimecas. La primera piedra se había colocado
doce años antes; eran nativos los peones, aprendices, escultores y
los maestros artesanos que estaban a las órdenes de maestros de
obra españoles, que disponían de al menos cuatro intérpretes para
traducir sus ideas y negociar con las autoridades nativas. Los indios
picapedreros obedecían a «capitanes» salidos de sus mismas filas
que servían como intermediarios con europeos y criollos. Los chi-
chimecas eran prisioneros de guerra enviados del norte y los negros
habían nacido en México o eran africanos de Sierra Leona o Biafra,
como un tal Pedro, de treinta años, «entre ladino y bozal», que
con toda lógica abandonaba el trabajo «por ser casado e irse cada
rato donde tiene a su mujer» 99. En la catedral de Valladolid trabajaron
más de 500 indios tarascos y establecieron relaciones comunidades
alejadas entre sí. La extrema dificultad en los transportes, así como
el alto costo de los materiales, determinó su utilización en un contexto
local. Así, en el lago Titicaca se usó adobe para los muros y la
arquería del atrio de las iglesias, mampuesto (piedra sin labrar) en
los contrafuertes y cantería en las torres y quizás en el muro de
las fachadas. Las portadas eran de ladrillo o piedra y los tejados
de madera o teja, posiblemente de rollizos de paja de totora en
los templos más humildes 100.
Las viviendas particulares, en realidad una especie de «babeles»
domésticas en las que convivían blancos, indígenas y negros, negando
también en el ámbito privado la utopía de las repúblicas separadas,
se construyeron con lo que estaba más a mano. En la opulenta Panamá
no había grandes mansiones o palacios, la mano de obra era escasa
y poco cualificada y los materiales muy caros. Lo habitual eran las
casas de madera cubiertas de teja, aunque algunas se levantaron
de cal y piedra. El hierro de clavos y cerraduras era tan valioso
que se reutilizaba de manera habitual (se registraron casos de expor-
94 Manuel Lucena Giraldo

tación de clavos usados a Costa Rica) y la cal se obtenía en concheros


cercanos. Los maestros y operarios calculaban las varas cúbicas de
paredes y «las varas de tablas, zapatas, alfajías, cuadrantes, cabezales,
soleras, riostras, pies derechos, tornapuntas y crucetas; también las
basas de piedra para las columnas y pilastras y las varas de piedra
labrada para las quicialeras, la sillería y las rafas» 101. Las paredes
medianeras eran tan frágiles que no existía intimidad. En 1599 fray
Diego de Ocaña señaló:
«Mirad cómo habláis que las paredes tienen oídos. Porque no
hay más de una tabla en medio del vecino y todo cuanto se trata
se oye en la casa ajena. Pero yo digo que no solamente tienen oídos
aquellas paredes, sino ojos también, porque por las junturas de las
tablas se ve cuanto pasa en casa del vecino» 102.

Lo habitual allí eran las casas de dos pisos en las cuales la planta
baja hacía las veces de tienda o almacén y la de arriba era residencia;
muchas estaban dedicadas a la renta, muy provechosa a causa de
la actividad comercial del istmo y la estrechez del emplazamiento
urbano. Los frentes eran pequeños (doce metros de promedio) y
la altura de las casas podía ser considerable, pues llegaban a tener
dos y hasta tres pisos. A comienzos del siglo XVII, la ciudad tenía
332 casas de una sola altura, tejadas y con entresuelos, 40 casillas
y 112 bohíos de paja. Sólo ocho eran de piedra: la audiencia, el
cabildo y seis propiedad de particulares.
En la cercana Quito, el proceso de construcción fue tan caótico
que el propio cabildo tuvo que indicar dónde se podía obtener barro
para fabricar ladrillos de adobe, a fin de evitar que el casco urbano
se hiciera peligroso por la proliferación de agujeros excavados por
los vecinos, dedicados a levantar edificaciones 103. En toda América
el tipo más extendido en la arquitectura doméstica permanente, la
casa con patio, que tenía en el espacio particular unas funciones
similares a las de la plaza mayor en el público, de tránsito, visibilidad
y separación, logró articular las manzanas con facilidad. En una etapa
posterior, será habitual el corredor exterior y la edificación de patios
sucesivos permitirá el aumento de la superficie disponible y de la
densidad, así como la compactación del tejido urbano. En la señorial
Lima, que quizás tenía a comienzos del XVII unas 4.000 casas, había
quintas, mansiones señoriales con huerta o jardín desprovistas de
patios y con galerías, casas urbanas de dos pisos con llamativos bal-
cones, viviendas en hilera, residencias compactas alineadas frente
a la calle a veces precedidas por un patio y por supuesto galpones,
La ciudad de los conquistadores 95

callejones o corralones, construidos con adobe, ladrillo, madera, algo


de piedra y quincha —una estructura de madera unida con caña
brava y recubierta de barro, de propiedades antisísmicas—. Una ciu-
dad distinguida pero no capitalina, como Tunja, contaba en 1610
con 251 casas en el centro, 88 altas y 163 bajas 104. Sus acaudalados
encomenderos, poseedores de grandes mansiones de piedra, tapia
y techos de teja, las decoraron con artesonados pintados, portones
y escudos nobiliarios 105.
No resulta extraño que tantas señales de grandeza hicieran a
los hijos y nietos de los conquistadores olvidar sus orígenes, hasta
reducirlos en su memoria al recuerdo de un cataclismo heroico en
el que había nacido la urbe, seguido de años de incertidumbre y
«sencillez patriarcal». Ellos ya no tenían escrúpulos en reconocerse
como criollos:
«Allá [en Perú] no se conoce otra voz que la de español para
significar, sin diferenciar, al que es nacido en España de españoles,
o al que de ellos nació en las mismas Indias [...] Hacemos pues
mucho aprecio los criollos de las Indias de ser españoles y de que
nos llamen así [...] Criollo es lo mismo que procreado, nacido, criado
en alguna parte y criollo en el Perú y en las Indias no quiere decir
otra cosa, según la intención con que se introdujo esta voz, que
español nacido en Indias y así como usamos de la voz de español
para diferenciarnos de los indios y negros, para diferenciarnos de
los mismos españoles que nacieron en España, nos llamamos acá
criollos» 106.

En ningún lugar como en el cabildo se hizo visible el final de


una época y el comienzo de otra distinta. A pesar de la extraordinaria
longevidad de algunos de sus miembros (en Lima Diego de Agüero
fue regidor durante cincuenta y siete de los setenta y seis años que
vivió y del linaje de los Ampuero el abuelo Francisco lo fue por
treinta y dos, el hijo Martín durante cuarenta y tres y el nieto Francisco
por veintinueve) lo cierto es que, en unos lugares más deprisa que
en otros, los encomenderos habían cedido ante el empuje de letrados,
mercaderes, oficiales reales y traficantes, gentes prósperas que ansia-
ban el honor de gobernar la ciudad. Suyo será el nuevo siglo.
Capítulo III
La metrópoli criolla

Manuel
La metrópoli
Lucenacriolla
Giraldo

El 13 de agosto de 1618 el padre Gómez, jesuita distinguido


residente en México, pronunció en la capilla del hospital de San
Hipólito, uno de los mejor dotados de la capital y especializado
en acoger a los pasajeros que llegaban enfermos de la península,
un sermón muy imprudente. Aquel día fatal se refirió a la reciente
decisión tomada por el virrey, marqués de Guadalcázar, de vender
varios cargos públicos de prestigio a aspirantes criollos y criticó dura-
mente la medida. Peor aún, se atrevió a denigrar en la casa de
Dios a los criollos novohispanos y los declaró constitutivamente inca-
paces de desempeñar oficios de gobierno, pues ni siquiera sabían
servirse de una pluma de gallina. Al escucharlo, como no podía ser
menos, los feligreses echaron mano de sus espadas, de modo que
la misa concluyó en un tumulto.
A causa de este triste suceso, un sacerdote elocuente y respetado
devino en vulgar alborotador. Los acontecimientos se precipitaron.
El arzobispo Pérez de la Serna reprendió a Gómez con dureza y
le prohibió pronunciar sermón alguno, pero la Compañía de Jesús
salió en su defensa y acudió para que construyera sesudos argumentos
en su favor al temible maestrescuela de Oaxaca Antonio de Brambila,
conocido en el virreinato por ser enemigo tanto de las autoridades
eclesiásticas como de los criollos. En una rápida reacción, el arzobispo
metió en prisión a Gómez antes de que pudiera exponer las alam-
bicadas tesis que preparaba, pero entonces un grupo formado por
miembros de la audiencia y jesuitas dio un insospechado golpe de
mano y lo puso en libertad. El 20 de septiembre, de acuerdo con
los planes del arzobispo, se pronunciaron en toda la capital vibrantes
98 Manuel Lucena Giraldo

sermones en elogio de las capacidades e intelecto de los criollos,


con asistencia del cabildo, la audiencia en pleno y el propio virrey.
En lo que sólo se puede interpretar como una solución típicamente
ignaciana, el padre Gómez recibió el alto honor de pronunciar, el
1 de enero de 1619, el sermón oficial de año nuevo, pero de inmediato
fue extrañado de la ciudad. Los jesuitas retornaron a su tradicional
política procriolla, que no abandonarían hasta su expulsión, en 1767,
de los dominios de Carlos III 1.
Como ilustra este episodio, nada excepcional, las ciudades de
la América española se habían convertido en espacios de construcción
de una identidad propia en términos más o menos conflictivos, pero
siempre dinámicos y creativos. Más de un siglo después del des-
cubrimiento y muchas de ellas centenarias en su devenir como urbes
de una monarquía atlántica, las más importantes pretendieron adquirir
entidad metropolitana y todas fueron consolidando, más pronto que
tarde, una idiosincrasia propia, visible hasta nuestros días 2. Esta aspi-
ración apenas fue afectada por el hecho de que existiera un superior
gobierno distante y arbitral, como el que podía ejercer el rey de
España sobre las ciudades de los opulentos reinos de Indias, tan
lejanas de la miseria y las guerras de la Europa seiscentista. Así,
los proyectos metropolitanos de México y Lima no sólo fueron com-
patibles con la fidelidad al monarca y sus virreyes, sino que la refor-
zaron. Además, se produjo un efecto de competición entre ellas y
con otras urbes del Nuevo Mundo a la hora de expresar su progresivo
criollismo a través de la mentalidad y el aparato del barroco 3. Para
su ventaja, ambas capitales contaron con la presencia del virrey en
las calles, una parte del cuerpo del monarca, «el rey vivo en carnes»,
según señaló el marqués de Cañete. Sus habitantes celebraron su
lealtad en fiestas y ceremoniales tan potentes como efímeros. Gracias
a ellas se pudo expresar una identidad criolla emergente, ni española
ni indígena, infiltrada de componentes africanos y de otras proce-
dencias 4.
Los elementos de esta identidad criolla expresada como aparato
barroco fueron proyectados por las elites urbanas con una pretensión
de adoctrinamiento masivo, mediante fiestas que celebraban una
acumulación providencial de poder político, riqueza y santidad, señal
carismática del carácter metropolitano. En ellas, como señaló el Ecle-
siastés, el simulacro se transmutaba en verdad, gracias a la promul-
gación de una teatralidad efímera y martirial. Pero también acontecía
un sutil combate político: tras la exhibición se escondían intensas
luchas de poder, porque la fiesta constituía una metáfora del orden
La metrópoli criolla 99

de la ciudad. En ambos ciclos de eventos espectaculares, el sacro


y el profano, los criollos, aspirantes a un relevante papel público
y frustrados a veces por no lograrlo, pudieron enfatizar el ceremonial
y el formalismo, aprendieron a exagerar la apariencia de las cosas
en posible detrimento de su sustancia. El clímax estético barroco
se situó, así, en la proliferación de delirantes fantasías ornamentales
aplicadas en los interiores de volúmenes ortogonales y favoreció el
divorcio entre estructura y decoración, o la falta de movimiento de
las plantas y alzados de los edificios 5. Por otra parte, permitió a
los peninsulares sublimar el esfuerzo descomunal que suponía cons-
truir una monarquía atlántica, tejer un espejismo de control absoluto
que los evadió de una realidad imperial imposible de gestionar 6.
No sabemos cuánto podían durar las fiestas en las ciudades ame-
ricanas del siglo XVII, pero sí conocemos su auténtica vocación de
apoderarse de lo cotidiano casi hasta hacerlo desaparecer. En el
reino de Chile, había entonces 94 efemérides religiosas, que sumadas
a los 52 domingos del año daban un total de 146 días señalados 7.
Eran de mayor y menor relieve. La Limpia Concepción de María
fue celebrada en Lima entre el 14 de octubre de 1656 y el 10 de
marzo del año siguiente, e incluyó además de la estricta celebración
de la advocación mariana fuegos de artificio y desfiles callejeros de
carrozas con serpientes de siete cabezas, montes habitados por sal-
vajes, carros de flores, el paraíso con Adán y Eva, naves de vela
que disparaban artillería e imágenes del magnífico rey Felipe IV.
Una máscara de la Universidad de San Marcos, especialmente gene-
rosa en aquella ocasión, fue acompañada de seis carros que portaban
1.000 personas de lucimiento y 500 «a lo ridículo». También se
escenificó un combate de cuatro galeras que embestían un castillo
inventado por los herreros y sastres de la ciudad y hubo una procesión
de negros, que acompañaron el evento con sus músicas, tan llamativas
como sospechosas. Ellos también sufragaron una corrida de toros,
pues fue común su identificación con la virgen. Era creencia general
que consolaba en particular a los morenos que la veneraban 8.
Pero lo descollante fueron las canonizaciones y beatificaciones,
en especial si se trataba de criollos, pues reafirmaban el contenido
providencial de la urbe americana, en una centuria proclive a ellas.
Si México experimentó la creciente devoción a la virgen de Gua-
dalupe, patrona del virreinato novohispano desde 1747, Lima pudo
celebrar la subida a los altares de su antiguo arzobispo Santo Toribio
de Mogrovejo, del misionero y caminante San Francisco Solano, del
mulato y «enfermero milagroso» San Martín de Porres y de la humilde
100 Manuel Lucena Giraldo

criolla Santa Rosa de Lima 9. Esta fue homenajeada en 1671 con


bando de luminarias, procesión de los miembros de todos los con-
ventos de frailes y monjas (sólo los jesuitas tenían el privilegio de
no asistir), honores de las tropas y los comerciantes —que enlosaron
su calle con barras de plata y la revistieron de damascos—, toros
y cucañas 10. Ocho años más tarde, por causa de Santo Toribio, se
movilizó una procesión que incluyó carros con niñas instrumentistas
vestidas de monjas y estatuas evocadoras de hechos heroicos de
su vida, como el bautizo de Rosa, la futura santa. En México, por
contra, fue muy celebrado en 1621 San Ignacio. Lo más llamativo
fue, junto a la confección de ricos altares, los fuegos y procesiones,
el desfile que incluyó una imagen suya de la altura de un hombre
—el rostro muy devoto, en la mano derecha un Jesús levantado—,
así como el paseo de cinco carros triunfales, que representaban esta-
dios de su vida inmortal, la juventud, la ciencia, la fe contra la herejía,
la conversión de las gentes y la reformación de los Estados 11.
El Corpus Christi pronto adquirió carta de naturaleza como fiesta
propia de los cabildos, por lo cual en ciudades como Caracas y
Guayaquil dio lugar a disputas de preeminencia; en él podía darse
el caso de que gente insolente no respetara los asientos reservados
a oficiales y servidores del rey, «conquistadores y personas honra-
das» 12. Solía acompañarse, como en la península, de bailes, desfiles
y de la escenificación de comedias y autos sacramentales. En Lima
se representaron en 1635 «La Margarita del cielo: Santa Margarita
de Crotona» (obra de un aventurero portugués devenido en ecle-
siástico) y «Las dos columnas de Hércules». Al año siguiente se
llevó a escena «No está el cielo seguro de ladrones» 13. En Caracas,
la población de color, para mayor divertimento, organizaba desfiles
con una Tarasca, Gigantes y Diablitos 14. En Potosí el Corpus, que
se prolongaba durante seis días, sirvió para mostrar la destreza en
la equitación y la capacidad inventiva de sus habitantes, de modo
que se deshiciera la inquina y la mala fama que padecían, pues
su único pecado era haberse visto favorecidos por la fortuna 15. Los
toros acompañaron tanto las fiestas religiosas como las profanas.
En Lima se celebraban el día de la Epifanía, el de San Juan, el
de Santiago y la Asunción, pero también hubo encierros para dar
la bienvenida a los virreyes, como en 1629, o se organizaron por
los gremios de plateros, herreros, confiteros o soldados con ocasión
de sus patronos. Los negros, mulatos e indios participaron cada vez
más de las corridas y se hicieron peones o jinetes, de modo que
se fue diluyendo su componente aristocrático 16.
La metrópoli criolla 101

Las fiestas profanas también dieron abundante ocasión de exhi-


bición y destemplanza; el paseo del pendón con las armas reales
y de la ciudad era la más importante y tenía lugar en el aniversario
de la fundación. La ceremonia, de acuerdo con las leyes de Indias
debía ser igual en todas partes, aunque en Guatemala, por ejemplo,
desfilaban orgullosos los descendientes de los indígenas aliados que
habían participado junto a los españoles en la conquista 17. Los vecinos
se vestían con sus mejores galas para mostrar reputación y las casas
y calles se adornaban con tapices y colgaduras. El alférez real, que
pagaba banquetes, toros y fuegos de artificio, paseaba acompañado
de un escuadrón de jinetes y las autoridades en orden de jerarquía,
junto a guardias, lacayos, maceros y criados, según un complicado
ceremonial. Los lutos reales también jugaron un importante papel,
porque permitían una recreación de la fidelidad y abrían paso a
la sucesión monárquica 18. En las iglesias se construían piras fúnebres
o lujosos túmulos, se colocaban estatuas y lienzos, los oidores y regi-
dores usaban trajes de pena hechos de telas determinadas y los ofi-
ciales competían en lúgubre ostentación. También había música a
cajas destempladas y salvas de artillería. La muerte de la reina Ana
de Austria en 1581 llevó a Felipe II a imponer una penitencia pública
y un duelo general a las ciudades, pues la creyó vinculada a «los
grandes pecados de la cristiandad» 19. Las proclamaciones, nacimien-
tos y juras de reyes cerraban el ciclo del dolor y la expiación y
no sólo obligaban al paseo público del pendón, sino al desfile de
todas las jerarquías de la urbe, la colocación de luminarias, la lectura
de cartas reales, su acatamiento «sobre las cabezas de todos y cada
uno» y, por fin, los gritos de rigor: «Guatemala, Guatemala por
el rey Don Felipe II nuestro señor, rey de Castilla y de León y
de las Indias», en el caso de aquella ciudad y este monarca 20.
La proclamación de Carlos II en Lima en 1666 adquirió caracteres
legendarios. En la plaza mayor se alzó un efímero retablo-templete
donde apareció acompañado de ángeles y de las virtudes cardinales,
coronados todos por la figura de la fama; a los lados, un inca le
ofreció una corona de oro y una coya o «inca reina» otra corona
de flores 21. Estos actos de acatamiento podían ir seguidos de bailes,
coloquios, toros y comedias. Había obligación de asistir bajo pena
de multa —que era de 25 pesos en Santiago del Estero—. Las demos-
traciones de lealtad eran costosas. En Panamá, los gremios de zapa-
teros, pulperos, sastres, carpinteros y plateros comprometieron sus
haciendas para pagar los gastos a los que debían hacer frente 22.
La recepción del sello real y las entradas de los virreyes y en
menor escala de los gobernadores podían ser muy aparatosas, pues
102 Manuel Lucena Giraldo

duraban meses e incluían además de su personal acogimiento la


entrega de regalos, el paso por arcos triunfales, mascaradas, fuegos,
comedias, autos y danzas de naturales y morenos. El aspecto político
era fundamental, pues servían para vincular la voluntad del recién
llegado con los intereses de los gobernados: la fiesta de recibimiento
podía ser el inicio de una negociación disfrazada de generosidad. Feli-
pe II intentó limitar sus gastos, pues corrían sin tasa y dejaban arruinado
al cabildo, como ocurrió en Lima en 1606 23. Las fiestas por el Car-
naval y la Candelaria en Cartagena también fueron muy importantes;
en ellas bailaban en un salón por turno y cada uno en su día blancos,
mulatos y negros; los primeros podían asistir a los bailes de los otros
dos y los mulatos a los de los negros, pero no a la inversa 24. Final-
mente, existían fiestas no regulares, desde las que se podían organizar
por la llegada de jueces pesquisidores —caso de México tras la revuel-
ta de Martín Cortés— a las de consagración de catedrales e iglesias,
inauguración de fuentes y acueductos, la derrota de piratas o la
victoria contra los turcos de Argel o los herejes de Flandes.
Aunque las metrópolis americanas fueron gobernadas desde una
Corte itinerante y sobre la base de una negociación permanente,
durante el siglo XVII se generó un proceso que hizo de ellas un
«verdadero centro cultural, reconocible por la singularidad e ini-
mitabilidad de unos productos [...] costosos, complejos y ejempla-
res» 25. No podía ser de otra forma, porque el cursus honorum buro-
crático se movía dentro de un sistema solar hispánico cuyas ciudades
en Asia, América y Europa eran como los planetas que lo componían.
El consejero de Indias Eugenio de Salazar lo expresó de manera
adecuada cuando relató con picardía su propia vida:

«Nací y me casé en Madrid. Críome estudiando la escuela com-


plutense y salmantina, la licencia me dio la seguntina, la mexicana
de doctor el mando. Las Salinas Reales fui juzgando, puertos de
raya a Portugal vecina. Juez pesquisidor fui a La Cortina y estuve
en las Canarias gobernando. Oidor fui en La Española. Guatemala
me tuvo por fiscal y de allí un salto di en México a fiscal y a oidor
luego. De allí, di otro al tribunal más alto de Indias, que me puso
Dios la escala. Allá me abrase su divino fuego» 26.

Ortega y Gasset describió la condición psicológica colonial como


la propia de aquel cuya cultura tuvo origen en otro lugar. Los habi-
tantes de las metrópolis americanas, muy al contrario, expresaron
su mundo como centro y no como periferia, las situaron en la primera
globalización como emporios de una cultura construida con retazos
La metrópoli criolla 103

de todas las procedencias propias y ajenas 27. Esta actitud de alguna


manera había sido visible desde los tiempos de la conquista en las
crónicas y relatos de admiración por el paraíso ganado y de des-
consuelo por la carencia de recompensa y la deslealtad de un monarca
injusto 28.
Desde las últimas décadas del siglo XVI y en especial a partir
de 1620, cuando las reformas del gobierno de las Indias dentro
de los proyectos restauradores de la monarquía patrocinados por el
conde-duque de Olivares se percibieron por sectores nada desde-
ñables de las elites criollas como una onerosa y tiránica manera de
regirlas, emergieron una serie de representaciones imaginarias de
espacios urbanos concretos, alimentadas por tradiciones clásicas, imá-
genes bíblicas y liturgias contrarreformistas 29. En este sentido, resulta
lógico que frente al modelo renacentista y empírico implícito en
las relaciones geográficas filipinas, la invención de los mitos urbanos
criollos proyectara una topología barroca, ageográfica porque su fun-
ción primordial no era la orientación espacial en la ciudad, sino
la lectura exuberante de sus símbolos y ritmos y también hagiográfica,
por la pretensión de ejemplarizar y disciplinar a quienes la habitaban.
La palabra «criollo», procedente del portugués crioulo, se usaba
inicialmente sólo para designar a los esclavos nacidos en Indias. Gar-
cilaso de la Vega en los Comentarios reales (1609) indicó:

«Es nombre que lo inventaron los negros [...] Quiere decir entre
ellos negro nacido en Indias; inventáronlo para diferenciar los que
van de acá nacidos en Guinea de los que nacen allá, porque se
tienen por más honrados y de más calidad por haber nacido en la
patria que no sus hijos, porque nacieron en la ajena y los padres
se ofenden si los llaman criollos. Los españoles, por semejanza, han
introducido este nombre en su lenguaje para nombrar a los nacidos
allá» 30.

Esta acepción del criollo como español blanco nacido en Indias


fue utilizada por primera vez en 1563 por el obispo de Guatemala
Francisco Marroquín; poco después se difundió en Perú y los jesuitas
la usaron desde entonces en su correspondencia con Roma y su
literatura edificante. La novedad del término fue expresada sin amba-
ges por el gobernador del Perú García de Castro, cuando advirtió
en 1567 al presidente del Consejo de Indias: «V. E. entienda que
la gente de esta tierra es otra que la de antes [...] esta tierra está
llena de criollos, que son estos que acá han nacido». La desconfianza
de los altos funcionarios peninsulares hacia los españoles nacidos
104 Manuel Lucena Giraldo

en América, que venía de antiguo, se acentuó durante el reinado


de Felipe II. El geógrafo y cosmógrafo López de Velasco, sobre
cuya influencia no puede dudarse, declaró que tenían la piel más
oscura que los europeos y con el tiempo iban a indianizarse, a tornarse
cada vez más bárbaros y estúpidos 31. La relegación del clero secular
novohispano, en especial de origen mestizo, en la dotación de parro-
quias de indios, cuando los virreyes además habían marginado el
proyecto de formación de clero indígena promovido por el obispo
Zumárraga en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, también se
relacionó con su supuesto carácter desleal, perezoso e incompetente
por naturaleza. En realidad, lo que se quería mantener fuera de
su influencia y del patronazgo del arzobispo metropolitano era el
monopolio del virrey y los frailes peninsulares sobre unos pingües
beneficios eclesiásticos 32.
Frente a lo que interpretaron como una monstruosa duda sobre
su lealtad al monarca y una injusta acometida contra sus derechos,
sospechosamente contemporánea con el fervor en las ciudades penin-
sulares por la limpieza de sangre, los españoles americanos empezaron
a expresar con seguridad y rotundidad su criollismo, pero no es
fácil determinar en qué momento concreto la loa urbana se convirtió
en uno de los vehículos culturales y políticos que prefirieron. En
Europa, desde el siglo XVI las historias locales, de inspiración huma-
nista y procedencia italiana, habían contribuido a difundir una imagen
de la ciudad como centro organizador y difusor de la fe en un amplio
entorno. Sus valores procedían de constituir un lugar antiguo y noble,
situado en un emplazamiento privilegiado. Por ello, forjaron una
idea de la urbe como lugar central, natural y providencial, organizador
del territorio circundante 33. Resulta obvio que auspiciaron una nueva
lectura del pasado, según la cual las viejas ciudades españolas, «con-
taminadas» por raíces hebraicas y en especial islámicas, se propusieron
como lugares conquistados y purificados, donde al fin se practicaba
una fe monolítica 34.
En cualquier caso, estas primeras polémicas entre peninsulares
y criollos tuvieron a América como objeto primordial. En el seno
de la sociedad peninsular seiscentista, lo habitual era el silencio sobre
ella o la difusión fuera de medida de sus innumerables peligros y
corrupciones, como se hizo patente en multitud de cartas, novelas
y piezas de teatro: «guárdate del que es indiano», llegó a señalar
Lope de Vega en una obra. «Que cuanto de Indias nos viene es
bueno, si no es los hombres», escribió Tirso de Molina, que para
colmo había vivido en Santo Domingo 35. Ambas actitudes, el silencio
La metrópoli criolla 105

y el rechazo, enmascararon la incapacidad de comprender y asimilar


la circunstancia americana, que quedó condenada así por siglos al
desistimiento, la crítica feroz y el abandono, sin menoscabo de la
permanencia de la lectura utopista, igualmente desgraciada por irreal.
El propio Cervantes, quizás afectado por el rechazo reiterado a la
petición de obtener merced en las Indias, señaló en El celoso extremeño
que eran

«refugio y amparo de los desamparados de España, iglesia de los


alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los juga-
dores, añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos
y remedio particular de pocos» 36.

Los portavoces del incipiente criollismo, que representaron el


punto de vista opuesto, fueron maestros en adaptar las historias
locales a sus circunstancias y en utilizar las vigentes tradiciones utó-
picas para hacer proclamación de virginidad. No fueron menos duchos
en reinterpretar si les convenía el pasado de los indígenas para hacerlo
parte de su genealogía al tiempo que sus coetáneos despojaban con
ahínco a sus descendientes y en generar una percepción de sí mismos
que les permitió combatir en luchas políticas contra los peninsulares
con singular éxito. Desde luego, la capacidad criolla para producir
estereotipos combativos, opuestos a los que les proyectaban, fue
notable. Si había peninsulares que, por ejemplo, criticaban la dema-
siada libertad de las mujeres en América —les escandalizaba, en
especial, que se permitiera a las señoras principales jugar a las cartas
y a los dados en compañía de otras mujeres y hasta de hombres—
ellos no dudaron en mofarse de continuo de la patética comicidad
del chapetón o gachupín, el peninsular tan ignorante del Nuevo
Mundo que desconocía la grandiosidad de su geografía y confundía
Perú con Guatemala 37.
La fabricación de una genealogía fabulosa y quimérica del hecho
urbano americano, manipuladora de los registros de su etimología
y toponimia, sirvió al objetivo de convertir la renacentista ciudad
de los conquistadores en metrópoli criolla. La urbe, legalmente espa-
ñola en su república, marginada de lo indígena y apenas «injertada»
de gentes tan oscuras como imprescindibles de otras procedencias,
devino en décadas en fortaleza eclesiástica providencial, con los indios
convertidos no ya en comunidad separada, sino en residuo arcaico
y los negros y miembros de castas condenados a pelear sus batallas
en los cercados o a ser convertidos en chivos expiatorios por su
106 Manuel Lucena Giraldo

permanente «desvergüenza» y «altanería». Ya no existía una visión


de la ciudad posible renacentista, sino un auténtico lugar real y con-
creto que ofrecía una existencia determinada por la experiencia iden-
titaria del naciente criollismo 38.
A fin de cuentas, desde el origen, las ciudades americanas habían
contado con un nombre que las ligaba indisolublemente a los patronos
y gustos del fundador, con figuras celestiales tutelares y a menudo
un escudo de armas. Les había faltado trenzar lo político y lo cultural
en una nueva genealogía, superar las narrativas de la conquista para
construir un relato virtuoso y ecuménico, una épica de la colonización
que adaptara la exaltación de las repúblicas urbanas a un contexto
geográfico distinto al peninsular, pero no menos necesitado de argu-
mentos para hacer frente a la voracidad fiscal de la Corona 39.
Las dos capitales virreinales produjeron, no por casualidad, los
dos modelos más interesantes y complejos. A punto de cumplir Lima
su primer siglo de fundada, el criollo de Chuquisaca fray Antonio
de la Calancha, autor de la influyente Crónica moralizada del orden
de San Agustín en el Perú (1638), proclamó con ardoroso providen-
cialismo: «Y si en sólo 98 años es lo que vemos creciendo tanto
en todo, ¿qué será si Dios la guarda?». La obra, antes de narrar
la edificante historia agustiniana en el Perú, elogió el clima, explicó
las influencias estelares de que se beneficiaba, presentó los ríos, arro-
yos y manantiales y evocó las frutas que se recogían, las plantas
y árboles, los pájaros y los animales salvajes, para concluir en un
vibrante elogio de la humanidad y el carácter de sus naturales.
Tiempo atrás el humanista Francisco Cervantes de Salazar había
tenido el atrevimiento de arrumbar en la Crónica de la Nueva España
(1564) las referencias a la Tenochtitlan azteca, para describir en
cambio «la grandeza que hoy tiene la ciudad de México después
que españoles poblaron en ella». Así, alabó la prestancia de la plaza
mayor, el tamaño del palacio virreinal —que tenía incluso un espacio
donde los caballeros podían ejercitarse en el manejo de las armas—,
el crecido número de monasterios, iglesias, hospitales y colegios de
caridad y la construcción de la majestuosa catedral 40. Hacia 1604,
Baltasar Dorantes de Carranza se hizo eco de las crecientes desa-
venencias entre peninsulares y criollos. En el soneto «El gachupín»
desmitificó la realidad virreinal, mostró con ánimo arcádico la corrup-
ción urbana y criticó la injusticia reiterada hacia los conquistadores
y sus atribulados descendientes:
«Minas sin plata, sin verdad mineros,
mercaderes por ello codiciosos,
La metrópoli criolla 107

caballeros de serlo deseosos,


con mucha presunción, bodegoneros.
Mujeres que se venden por dineros,
dejando a los mejores muy quejosos
calles, casas, caballos muy hermosos,
muchos amigos, pocos verdaderos.
Negros que no obedecen sus señores,
señores que no mandan en su casa,
jugando sus mujeres noche y día;
colgados del virrey mil pretensores,
tiánguez, almoneda, behetría,
aquesto en suma en esta ciudad pasa» 41.

Aquel mismo año el manchego criollizado Bernardo de Balbuena


publicó un famoso elogio en tercetos a la capital virreinal, Grandeza
Mexicana, que hizo de ella elemento fundamental de la identidad
criolla novohispana. Se trató de un auténtico «poema de la polis»:

«De la famosa México el asiento


origen y grandeza de edificios,
caballos, valles, trato, cumplimiento,
letras, virtudes, variedad de oficios,
regalos, ocasiones de contento,
primavera inmortal y sus indicios
gobierno ilustre, religión, estado,
todo en este discurso está cifrado [...]
Es México en los mundos de Occidente,
una imperial ciudad de gran distrito,
sitio, concurso y poblazón de gente» 42.

La pretensión de Balbuena de situar en México el centro con-


tinental, «del nuevo mundo la primera silla», fue compartida por
el extremeño Arias de Villalobos, «sólo Madrid le gana en ser corte»,
pero los apologistas de Lima no se quedaron atrás. Para uno de
sus naturales, Rodrigo de Valdés, la capital virreinal peruana era
la «Roma americana». El también limeño Juan Meléndez la consideró
«reina de las ciudades de las partes meridionales», una inteligente
expresión que evitó toda posibilidad de comparación con la opulenta
metrópoli novohispana. No obstante, fue el peninsular y converso
Antonio de León Pinelo, afectado por lo que consideraba el desdén
e ignorancia de los europeos respecto a América, quien llevó estos
argumentos al extremo. En una proyectada Historia de Lima en cuatro
partes, que en realidad se iba a ocupar de todo el virreinato, pretendió
108 Manuel Lucena Giraldo

dedicarle el segundo libro, pero fue en el complejo y enciclopédico


Paraíso en el Nuevo Mundo (1656) donde, arrastrado por un criollismo
mesiánico, trascendió los límites del providencialismo urbano y loca-
lizó el Edén en la cuenca amazónica 43.
Las comparaciones entre Lima y México constituyeron un género
propio y lejos de proyectarse hacia la Corte y las urbes peninsulares,
lo hicieron hacia la antigua Roma o la Jerusalén bíblica. A fines
del siglo XVI, el sevillano Juan de la Cueva distinguió a México por
ser urbe con seis cosas excelentes en belleza, todas con la letra «c»,
«casas, calles, caballos, carnes, cabellos y criaturas». Algunos escri-
tores posteriores, como Balbuena, Arias de Villalobos o el dominico
renegado Thomas Gage, modificaron algunas y agregaron «caminos,
carreras, calzadas, plazas y vestidos». Las que reflejaron la opinión
común fueron «calles, casas y caballos». Por el contrario, Lima osten-
taba según sus panegiristas cuatro letras «p» prodigiosas en que
excedió a México, registradas en fecha tardía por El lazarillo de
ciegos caminantes (1776) de Concolorcorvo, a saber, «pila, puente,
pan y peines» 44.
Avanzando por esta senda de la afirmación de la identidad, algu-
nos llegaron al extremo de atribuir una apariencia antropomorfa a
las ciudades. Hechas cuerpo en estatuas portadoras de dones que
les eran característicos, las nueve principales de Nueva España asis-
tieron en 1713, desde un carro alegórico, a los festejos realizados
en la capital por el nacimiento del infante Don Felipe. De la misma
forma, en 1725 las ocho más importantes del Perú se hicieron pre-
sentes en el mausoleo erigido en la catedral metropolitana con motivo
de las exequias de Luis I. La minera villa de Potosí, acometida de
fiebres pero en juicio natural, llegó a redactar en 1800 un testamento,
en el cual, previa encomienda a Dios de un alma de «plata pura»,
pidió que no la embalsamaran porque ya la habían «desentrañado
en vida» y dispuso que sus funerales se verificaran con asistencia,
entre otros, de su padre, el Cuzco; de su hijo, «el niño Buenos
Aires, a quien virreinato di»; y de Chuquisaca, «niña expuesta y
con mis pechos criada» 45.
La pujanza y la riqueza de las ciudades americanas tuvo mucho
que ver, siquiera en términos publicitarios, con la extensión y el
éxito de estas narrativas novedosas y de raigambre criollista. El pro-
gresivo control por los españoles americanos de los cabildos, de sec-
tores del clero y hasta de las audiencias, junto a la extensión de
las universidades, la pérdida relativa de poder de los descendientes
de conquistadores y encomenderos y la emergencia de letrados, mer-
La metrópoli criolla 109

caderes, militares, hacendados y traficantes, no hizo otra cosa que


otorgarles justificación y aportarles lectores y mecenas. Además de
la venta de cargos, que facilitó el control de nuevos espacios ins-
titucionales por los criollos —en especial desde 1687, cuando la
Corona empezó a enajenar también los puestos de oidor en las audien-
cias— se asentaron diversos mecanismos de consolidación de la plu-
tocracia, como las composiciones de tierras, de extranjeros o de otras
clases, que legalizaron a cambio del pago de una cantidad de dinero
al fisco situaciones de hecho que contravenían la ley. También jugó
un relevante papel en la expansión del prestigio de los poderosos
americanos el acceso, tanto tiempo postergado, a títulos de nobleza
de Castilla o la obtención de prestigiosos hábitos de órdenes militares
y mayorazgos 46.
Resulta difícil imaginar la intensidad del debate sobre la idoneidad
de peninsulares y criollos para servir diferentes oficios y cometidos,
o los argumentos en torno a las limitaciones de su naturaleza y,
por tanto, la justicia o no de su nombramiento. Frente a quienes
pensaban que en las Indias no había gentes de lustre para desempeñar
oficios de calidad, se situaban aquellos que defendían a los criollos
y aseguraban que se limitaban a reaccionar ante la postergación y
el trato humillante al que eran sometidos. El novohispano Juan de
Zapata mantuvo en De iustitia distributiva (1609) que los elegidos
para los obispados de Indias debían conocer las lenguas indígenas
y en caso contrario cometían pecado mortal quienes los elegían y
la designación no era válida 47. El geógrafo Vázquez de Espinosa,
autor del fundamental Compendio y descripción de las Indias occi-
dentales (1630), señaló que los estudiantes de las universidades ame-
ricanas tenían un alto nivel de rendimiento, lo que negaba la supuesta
influencia negativa del clima en su desarrollo intelectual. A su enten-
der, la única razón verdadera de las dificultades que encontraban
al terminar los estudios era la lejanía de la Corte y sus oportunidades
de patronazgo. Poco después, el gran tratadista Juan de Solórzano
Pereira fue más allá y mantuvo en Política indiana (1647) que los
españoles americanos debían ser considerados idénticos a los penin-
sulares y tener sus mismas oportunidades y privilegios, pues eran
«retoños del tronco español» y poseían una extraordinaria inteli-
gencia. El conflictivo y valiente Juan de Palafox, uno de los protegidos
del conde-duque de Olivares (convencido en cambio de que la con-
quista de América había puesto a la monarquía española «en tan
miserable estado que se puede decir con gran fundamento que fuera
más poderoso si hubiera menos aquel Nuevo Mundo»), obispo de
110 Manuel Lucena Giraldo

Puebla y fugazmente virrey de Nueva España en 1642, mantuvo


que los criollos mexicanos, al igual que los miembros de las elites
aragonesas o castellanas, merecían toda confianza, por tratarse de
«verdaderos españoles» 48. Para él, la legitimidad del poder del virrey
residía en su capacidad de impartir justicia, no de repartir oficios.
Su decidida lucha porque se respetara la alternativa eclesiástica, orga-
nizada para garantizar el turno en la dotación de empleos a criollos
y peninsulares, le granjeó fama de santidad entre los primeros y
el odio exacerbado de los segundos 49. Las variantes regionales, encu-
bridoras de una territorialización en ciernes, no tardaron en aparecer.
La comparación con lo peninsular actuaba como elemento de calidad.
Para Alonso de la Mota y Escobar, por ejemplo:

«La gente española que aquí nace y se cría [en Zacatecas] se


sabe por experiencia que son más fuertes, más recios y de mayor
trabajo que no los de otras partes y así señalan en los oficios y ejercicios
a que se inclinan y dan, y los que siguen las letras estudian más
tiempo y con más perseverancia y no con tanta lesión de la salud
como los de [la parte central de] Nueva España, y así es acá común
opinión que la gente nacida y criada en Zacatecas es muy parecida
a la de Castilla, así en agudeza de ingenio como en fortaleza de
persona [...] También se conoce por experiencia que los vinos de
Castilla se afinan en esta ciudad más que en otra parte [de México]» 50.

La apelación al clima, que ocupó un lugar central en la atribución


europea de inferioridad al Nuevo Mundo, trajo consigo planteamien-
tos interesantes y canalizó el debate hacia la cuestión de la idoneidad
del sitio de las ciudades, convertidas en elemento de observación
y comparación y en reflejo providencial de la voluntad divina que
había hecho de América una tierra elegida. En 1618, el eminente
médico madrileño Diego Cisneros publicó Sitio, naturaleza y pro-
piedades de la ciudad de México, una de las obras fundacionales del
barroco novohispano, dedicada a estudiar las implicaciones médicas
del clima y el ambiente de la capital virreinal, su asiento geográfico,
situación astronómica, vientos, aguas, temperaturas, propiedades del
suelo y frutos de la tierra, para deducir y evaluar el temperamento
de sus habitantes y prevenir enfermedades. Según manifestó en ella,
«los efectos del ambiente de la ciudad de México son muy semejantes
a los de algunas de las mejores partes de Castilla la Vieja». Por
tanto, los criollos, hijos y nietos de españoles, sólo podían ser como
sus progenitores, esto es, coléricos y de naturaleza animosa, atrevidos,
agudos, «en todas las ciencias y artes muy perfectos, amigos de su
La metrópoli criolla 111

parecer, sufridores de trabajos y de robusta complexión». Los indí-


genas, en cambio, eran melancólicos o sanguíneos, «ligeros, curiosos,
el color tostado tirante a pardisco, hábiles y de ingenio». Como
los criollos novohispanos, concluyó Cisneros, mantenían una dieta
semejante a la castellana, las diferencias entre peninsulares y criollos
eran en realidad tan ligeras que no daban razones, en cuanto a
naturaleza, para sustentar la menor discriminación 51.
Los argumentos de equiparación fueron muy imaginativos. Lázaro
de Arregui, por ejemplo, al referirse a los criollos de Nueva Galicia
declaró que «hasta en las estancias y lugares más remotos se habla
la lengua española tan cumplida y pomposamente como en la Corte
o en Toledo» y Bernabé Cobo señaló que los habitantes de Lima
estaban «tan españolados todos que generalmente hombres y mujeres
entienden y hablan nuestra lengua». El dominico criollo Alonso Fran-
co arguyó que la mutua hostilidad entre peninsulares y criollos habría
tenido algún sentido si se hubiese tratado de gentes diferentes en
algo, pero como en verdad tenían la misma sangre, lengua y tra-
diciones, no tenía justificación alguna. Esteban García, cronista agus-
tino y también criollo, se interesó más en demostrar que el clima
de México inspiraba obediencia y respeto a las instituciones españolas
que en probar su capacidad intelectual. En su opinión, «a pesar
de los apasionados, influye lealtad, amor, veneración y respeto no
sólo a su rey, sino a sus virreyes y ministros». Ante la insinuación
hecha por algunos peninsulares de que los disturbios acaecidos en
la ciudad de México en 1624 habían probado la intrínseca deslealtad
de los criollos hacia la monarquía, apuntó con acritud: «¿Pues qué,
la rebelión de los moriscos de Granada en tiempos del rey Felipe II
se reflejó de alguna manera en los españoles de la ciudad?». Natu-
ralmente que no, respondió, como tampoco se podía culpar a los
criollos de que una masa plebeya y vil, formada por indios, negros
y castas, hubiera alborotado las calles de la capital virreinal.
Aunque los autores criollos no podían admitir que los naturales
de América fuesen letárgicos y apáticos en comparación con los espa-
ñoles europeos, no tuvieron empacho en reconocer que eran hol-
gazanes. Atribuyeron este defecto a la gran distancia que los separaba
de Europa. Esta circunstancia implicaba, según creían, una falta de
estímulo, ya que encontraban grandes dificultades y se desanimaban
cuando pretendían un empleo al servicio del rey o de la Iglesia.
Un derivado de la holgazanería, la indolencia, caracterizó desde el
siglo XVII la condición del criollo urbano y se incorporó más adelante
al costumbrismo decimonónico. Ha llegado hasta nuestros días incor-
112 Manuel Lucena Giraldo

porada al arsenal conceptual del realismo mágico 52. El virrey Velasco


«el joven» criticó que los criollos mexicanos se negaran a desempeñar
trabajos manuales o artesanales y que acudieran a la capital sólo
a comer y gastar. Pero el siempre combativo Palafox encontró en
la confianza el antídoto contra la indolencia criolla y llamó la atención
a su sucesor, el conde de Salvatierra, sobre las verdaderas víctimas,
los indígenas:

«Los españoles de estas provincias son no sólo fieles, sino finos


al servicio de Su Majestad y con blandura y buen gobierno acudirán
con prontitud y alegría a lo que se les mande en su real nombre;
y los indios son gente tan miserable, que no pueden dar más cuidado
a V. E. que el que debe tener su amparo, porque de su sudor y
sobre sus espaldas se fabrican todos los excesos de los alcaldes mayo-
res, doctrineros, caciques y gobernadores y cuanto puede imaginar
y sutilizar la codicia para vestirse de la desnudez y la miseria de
estos desdichados» 53.

Al fin, a diferencia de las ciudades de los conquistadores, con-


cebidas con ínfulas de lugar ideal, las metrópolis criollas acabaron
por reflejar la patrimonialización por las elites de las instituciones,
la memoria y el contexto urbano y la proyección compulsiva de sus
representaciones hacia el resto de sus habitantes mediante fiestas
y ceremoniales 54. Tal había sido el objetivo de ciertos linajes e indi-
viduos, enfrentados a la marea convulsa de una etnicidad incom-
prensible y remezclada (a la que ellos mismos pertenecían en muchos
casos, por lo que debían con ahínco separarse de ella) y a la agresión
de los oficiales reales peninsulares, que se atrevían a discutirles pri-
vilegios ansiados, ganados o comprados. Su defensa se vinculó a
la recreación de una ciudad de Dios, una Jerusalén celestial de natu-
raleza libérrima y habitantes moderados y virtuosos, patriarcales
padres de familia que sin duda habitarían algún día el reino de
los cielos. La funcionalidad de esta construcción, de un brutal uti-
litarismo, queda de manifiesto cuando se descubre que importantes
autores criollos apenas trascendieron el marco espacial de la ciudad
y, en cambio, se perdieron en el análisis del tiempo de la gentilidad
indígena, tan provechoso para inventar una genealogía alternativa
a la patrocinada por los peninsulares. El franciscano limeño fray
Buenaventura de Salinas y Córdoba se adentró en el Memorial de
las Historias del Nuevo Mundo. Perú (1630) en los arcanos de las
cuatro edades preincaicas, inspirado sin duda por la Nueva crónica
y buen gobierno (1615) de Felipe Guamán Poma de Ayala, pero
La metrópoli criolla 113

no se ocupó más que de Lima y sus alrededores y aludió al resto


del virreinato de manera lejana. Guamán Poma, por cierto, no había
dudado en presentar con orgullo «la Ciudad de los Reyes de Lima»
como audiencia real y Corte, cabeza mayor del reino de las Indias,
residencia del virrey y arzobispado de la Iglesia 55. Salinas y Córdoba
describió el asiento de la capital peruana, dominado por dos alcores
o colinas, a la manera de una novela bucólica y pastoril:

«Parece que la naturaleza, de puro opuesto, los hizo adrede o


para enamorar la consonancia o para despicar [desahogar] con la
hermosura del valle lo rígido y desaliñado de los montes, sin que
lo dejen de murmurar algunos atrevidos y bulliciosos arroyos que,
mordiendo los cerros por la falda, corren a lo fructífero de las huertas
que, lisonjeadas con el agua, beben la vida por instantes» 56.

De la misma manera que los cronistas mantuvieron que el bonan-


cible entorno de la capital mexicana hacía a los pobladores virtuosos
y saludables, Salinas y Córdoba indicó que Lima «ni con el demasiado
calor del sol se abrasa en el verano, ni con los helados fríos se
entorpece ni tiembla en el invierno, porque la bañan muy agradables,
templados y saludables aires». Además, ni la espantaban los truenos
ni la hendían los rayos, por las laderas de los cerros corrían los
ciervos y los gamos, saltaban perdices, volaban gallaretas y los pájaros
madrugaban, amanecían rosas, flores olorosas, aves del cielo y pájaros
cantores. Como inevitable consecuencia,

«el natural de la gente comúnmente es apacible y suave y los que


nacen acá son en extremo agudos, vivos, sutiles y profundos en todo
género de ciencia. Los caballeros y nobles (que son muchos y de
las más antiguas casas de España), todos discretos, gallardos, ani-
mosos, valientes y jinetes. Las mujeres generalmente son cortesanas,
agudas, hermosas, limpias y curiosas y las nobles son con todo extremo
piadosas y muy caritativas. El lenguaje que comúnmente hablan todos
es de lo más cortado, propio, culto y elegante que puede imaginarse.
Y lo que más admira es ver cuán temprano amanece a los niños
el uso de la razón y que todos en general salgan de ánimos tan
levantados [...] porque este cielo y clima del Perú los levanta y enno-
blece en ánimos y pensamientos» 57.

El Memorial representó a cabalidad una verdadera literatura de


exaltación criolla que podía rememorar el pasado indígena, pero
muchas veces prefería ignorarlo. El jesuita Bernabé Cobo, en su
Historia de la fundación de Lima (1639), señaló la barbarie de los
114 Manuel Lucena Giraldo

indios gentiles en contraste con los que se habían hecho cristianos,


«nuestra sagrada religión [...] de hombres salvajes poco menos fieros
e inhábiles que toscos leños, es poderosa para hacer hombres humanos
que viven según razón y virtud» 58. A este respecto, resulta sintomático
que Pedro Peralta y Barnuevo, el autor de una obra tan fundamental
para la tradición urbana peruana como Lima fundada o conquista
del Perú (1732), optara en su colosal poema de 1.159 octavas reales
por reclamar cargos y honores para la nobleza criolla, pero dedicara
al período prehispánico sólo un pequeño fragmento y eligiera la lle-
gada de Francisco Pizarro al Perú como mito iniciático de la ciudad
y el virreinato 59.
La narración del pasado y el presente de México y Lima como
providenciales metrópolis criollas tuvo gran éxito y de un modo u
otro fue imitada en muchas ciudades de la América española durante
los siglos XVII y XVIII. Las razones resultan claras. Se trataba de un
modelo de ciudad que sustentaba el intento de reorganización del
espacio urbano según las necesidades de los sectores emergentes
de la elite. A ello contribuyeron los amurallamientos y fortificaciones,
que podían defenderla de piratas y corsarios, pero facilitaban la expul-
sión de sectores de la población de menos «calidad» a cercados
y periferias. De manera simultánea, favoreció la americanización de
sus espacios públicos y privados —para menoscabo de los penin-
sulares— y proyectó sobre el territorio circundante una regionali-
zación con aspiraciones de capitalidad 60.
Al fin lo criollo, tanto en lo que tuvo de expresión de un mundo
nuevo, sincrético y mestizo, como de voluntad de gestionar lo que
se consideraba propio, logró hacerse visible de manera escandalosa
en los múltiples espacios de la ciudad barroca, ella misma una super-
posición dramática y aparatosa, una impostura sobre el ordenado
trazado renacentista. El arte suntuario de las mansiones de Tunja
la representó como una nueva Jerusalén. En Arequipa, fue barroco
el original contraste entre las amplias y claras superficies lisas de
los edificios y la exuberante decoración en los relieves de las portadas.
En Quito, la voluntad de un barroco propio emergió en retablos
y pinturas que mostraron y escondieron motivos, figuras y colores:
el caso de los soles incaicos con la frente fajada que se intercalaron
con querubines en la decoración del sotocoro del convento de San
Francisco fue extraordinario, pero no el único, pues un cuadro anó-
nimo representó a la Virgen del Rosario con un Niño Jesús que
portaba en la frente una cinta roja con un disco dorado en el centro,
al modo del «maskapaycha» usado para distinguirse por los incas
La metrópoli criolla 115

y la nobleza indígena. Pero sin riqueza no había barroco posible.


Buenos Aires vivió una aparente «larga siesta» y Santafé de Bogotá
transitó por un «tiempo del ruido», una aburrida y austera espera
entre sucesivos terremotos, apenas turbada por las noticias de los
ataques de los piratas en el litoral.
También, la unión de las Coronas ibéricas (1580-1640) contribuyó
a hacer del barroco un estilo global, quizás el primero que realmente
tuvo esta condición, pues se manifestó en momentos y lugares dife-
rentes, en Cartagena igual que en Goa, México, Quito, Sevilla, Olin-
da, Ouro Preto o Luanda. En el Brasil hispánico, la llegada del
tiempo filipino incidió en una presión regularizadora sobre los tra-
zados urbanos, antes menos determinados por las normas, carentes
de plaza mayor y ajenos al interior continental debido al carácter
marítimo, desarraigado y más de «feitorizaçâo» que de colonización,
habitual en la expansión portuguesa. Por todo ello, levantados en
promontorios (la «cidade alta») que apuntaban al mar: en el litoral,
la «cidade baixa» reunía las facilidades portuarias, dársenas y mue-
lles 61. En sus ciudades, respecto a sus vecinas de la América española,
hubo menos intervención de la voluntad humana, menos centralidad
y planificación, pero también se dio mayor fantasía constructiva y
una cierta dejadez o «desleixo», «un ordenamento espacial marcado
muito mais pela organicidade do que pelo espírito disciplinador e
racional» 62. En todas las urbes, el barroco configuró una verdadera
dramatización de la vida de sus moradores, una visión particular
del espacio y el tiempo:

«Se trata, en fin, de constatar la fuerza y la impregnación de


una topología barroca que todo lo construye: está lo alto y lo bajo;
a la derecha y a la izquierda. Esta parcialización, junto también a
los colores y su simbólica precisa, son los primeros ejes de lectura
que lo arquitectónico y pictorial barroco demandan de las comu-
nidades a que se dirigen [...] Las escogidas figuraciones maestras,
las cuales rigen la superior coherencia que manifiesta esta sociedad
multipolar así formada, dan, en buena medida, la espalda a los hechos
—a la lectura literal—, interpretándolos desde un prioritario sentido
dramático-providencialista, que de todos modos siempre tienen» 63.

Con la metrópoli limeña como modelo, los libros referidos a


otras ciudades del sur continental repitieron el ideario que la repre-
sentaba adornada por mitificaciones localistas. Las Memorias de la
gran ciudad del Cuzco (1690), escritas por el madrileño criollizado
Juan Mogrovejo de la Cerda para reivindicar su perdida capitalidad
116 Manuel Lucena Giraldo

del Perú, resultaron de una erudición sorprendente y abrumadora,


pero repitieron los tópicos hasta la saciedad. Además de ponderar
las cualidades de sus pobladores, mencionó su «fertilidad deleitable»,
la «excelencia en el aire» y la riqueza de minerales, animales, insectos,
piedras y manantiales 64. Poco después, la Historia de la villa imperial
de Potosí de Bartolomé Arzáns de Orsúa, redactada a principios del
siglo XVIII, esbozó una crónica urbana salpicada de luchas intestinas,
epidemias, leyendas de mártires, fiestas, procesiones y menoscabos
femeninos. La trasposición del modelo idílico de naturaleza, con-
frontado a la realidad de un difícil emplazamiento, situado a 4.000
metros de altura y barrido por vientos heladores, no presentó difi-
cultad. Para Arzáns, la hostilidad de la naturaleza en la ciudad del
Cerro Rico, donde por espacio de cuarenta años ninguna mujer espa-
ñola había podido alumbrar al hijo que llevaba en las entrañas, se
había conjurado por acción de la providencia, de suerte que por
fin «nacen y se crían muy hermosos los niños, las plantas y flores
delicadas en los jardines y las yerbas en sus campos». La urbe potosina,
antes regida por las influencias nefastas de Sagitario y Escorpión,
que habían arrastrado a sus habitantes al odio visceral y la guerra
civil entre vicuñas y vascongados, se gobierna ahora por Júpiter y
Mercurio, que han hecho de ellos sabios, prudentes, inteligentes en
sus negocios y su comercio, magnánimos y generosos 65.
En el extremo sur del continente, la épica heroica de la frontera
chilena, inaugurada con La Araucana (1569) de Alonso de Ercilla,
tan determinante en la creación de un contramito de los relatos
colombinos a partir de la transformación del guerrero imperial en
cronista decepcionado y volcada sin contemplaciones en la digni-
ficación del mundo indígena, abrió paso a un proceso diferente.
Si la guerra de conquista, entre otras consecuencias, había integrado
la red urbana de la lejana capitanía austral, Ercilla sólo podía enunciar
como legado moral y literario para las generaciones venideras una
descarnada voluntad expiatoria:

«Pero luego nosotros destruyendo,


todo lo que tocamos de pasada,
con la usada insolencia el paso abriendo,
les dimos lugar ancho y ancha entrada,
y la antigua costumbre corrompiendo,
de los nuevos insultos estragada,
plantó aquí la codicia su estandarte,
con más seguridad que en otra parte» 66.
La metrópoli criolla 117

Aunque en la Población de Valdivia (1647) fray Miguel de Aguirre


ponderó la hazaña heroica de su reconstrucción tras terremotos y
acometidas indígenas y la defensa de un territorio ganado con tantos
trabajos y sacrificios, «uno de los más preciosos diamantes de la
imperial corona de S. M. en su América», la fundamental Histórica
relación del reino de Chile del jesuita criollo Alonso de Ovalle, publi-
cada el año anterior, consolidó y actualizó la visión poética de Ercilla.
La obra, adelantada a su tiempo por la envergadura intelectual de
su criollismo, enunció las propiedades de la tierra al pie de los Andes,
la condición de sus «habitadores», la entrada de los españoles, la
valerosa resistencia de los araucanos y, por último, «el modo que
hubo de plantar la fe y los progresos que ha hecho y hace, par-
ticularmente por medio de las misiones y ministerios, nuestra Com-
pañía de Jesús». El panorama de la naturaleza y la geografía chilenas
constituyó un panegírico, culminado con la descripción de las ciudades
y la alabanza de las cualidades de sus habitantes. El mismo esquema,
de inequívoca ambición territorial, fue recreado en la también fun-
dacional Historia de la conquista y población de Venezuela (1723)
por el regidor perpetuo y alcalde de Caracas José Oviedo y Baños,
capaz de trascender el marco local y recuperar una memoria regional
que con el tiempo adquirirá pretensiones continentales 67.
La consolidación del poderío de los criollos, triunfantes en las
distintas Jerusalén americanas tras el fracaso de la ofensiva olivarista
dirigida a restaurar el poder de la monarquía española a escala global,
hizo que se extendiera tanto entre quienes gestionaban el gobierno
de las Indias como en el seno de importantes grupos de peninsulares
que habitaban en sus urbes, cierto sentimiento de derrota y exclusión.
A este respecto, los datos son significativos. Todos los regidores
limeños eran peninsulares en 1560, pero en 1580 eran criollos un
30 por 100 y en 1620 alcanzaban el 60 por 100, nueve de un total
de quince 68. Durante el siglo XVII en México el 76 por 100 de los
regidores fueron criollos y el resto peninsulares. La crisis de su cabildo,
acontecida desde 1690, cuando quedaron vacantes las regidurías por
las que se habían pagado tradicionalmente cantidades muy elevadas,
no fue causada por la falta de oportunidades para los criollos, sino
por su abundancia: la pérdida de provecho y el mucho gasto que
causaban no compensaba su ejercicio en comparación con los cargos
de oidor en la audiencia y las alcaldías o corregimientos que pudieran
estar disponibles 69.
Así, la ciudad americana se convirtió en el escenario de luchas
por el poder apenas disimuladas, en las cuales diversas facciones
118 Manuel Lucena Giraldo

pugnaban por controlar las riquezas, las redes de patronazgo y los


cargos de prestigio. En función de sus intereses y fuerza en cada
momento se organizaban coaliciones dirigidas a mejorar sus posi-
ciones y debilitar a sus rivales más directos; cuando se habían apo-
derado de los resortes de poder no dudaban en defenderse. En
1650, los capitulares de Caracas impidieron servir el cargo de alguacil
mayor a Juan Rodríguez Arias, que lo había comprado en pública
subasta, porque su padre había sido criado; las multas y amenazas
de la audiencia de Santo Domingo no lograron que depusieran su
veto. En 1675, se negaron a dar posesión a Juan Padilla como gober-
nador interino de Venezuela, a pesar de que fueron declarados en
rebeldía 70. Guayaquil fue dominada por un solo linaje durante las
primeras décadas del siglo XVIII:

«Los Castros son los notarios,


los Castros son regidores,
Castro, alguaciles mayores
y un Castro alcalde ordinario.
Otro Castro es comisario
de la hermandad; y si apura,
otro Castro hace de cura,
y otro es alférez mayor,
y otro fiel ejecutor,
y otro ejerce la procura.
La vida es así muy dura,
mi señor corregidor:
contra Castros no hay justicia,
ni vale razón ni ciencia,
ni recursos a la audiencia,
ni enemistad ni amicitia.
Porque son una milicia
que Su Majestad no cuenta;
una milicia que intenta,
si no ve Su Majestad,
poner sitio a la ciudad
y poner el sitio en venta.
Pues solo Dios nos sustenta
en esta calamidad» 71.

Lo cierto es que frente a la patriarcal sobriedad de la ciudad


de los conquistadores, se había difundido un estilo de vida linajudo,
que implicaba elementos como el patronazgo de un convento o iglesia,
la pertenencia a una cofradía renombrada, el título y el mayorazgo,
La metrópoli criolla 119

la posesión de capilla familiar y capellanías, la residencia en casa


urbana principal con abundantes sirvientes y esclavos, la propiedad
rural, el uso habitual de carruaje, ropa fina, menaje con ricas joyas
y mobiliario, la educación universitaria y la posición de privilegio
en fiestas públicas y ocasiones señaladas 72. México fue un buen ejem-
plo de todo ello. Según contó Thomas Gage en su Nuevo recono-
cimiento de las Indias Occidentales (1648), la alameda mandada edificar
por el virrey Velasco aparecía ante sus visitantes llena «de coches
de hidalgos y con aquellas reuniones sazonadas al principio por dulces
y confites y dispersas con excesiva frecuencia a la luz de las espadas
desnudas y con el cadáver de alguno de sus miembros abandonado
en tierra».
Non urbs, sed orbis, se trataba en rigor de una capital del siglo
de oro. El 12 de julio de 1605 partieron desde Sevilla en el «Espíritu
Santo» 262 ejemplares del Quijote allí destinados, que meses después
pudieron disfrutar los interesados; tres años más tarde Mateo Alemán,
autor del Guzmán de Alfarache, se radicó en ella para labrarse su
último infortunio. En México, donde fray Juan de Zumárraga inició
en 1539 la labor editorial, hubo en el siglo XVII más de veinte imprentas
y se publicaron cerca de 2.000 títulos. No es de extrañar la referencia
permanente en los libros a aspectos vinculados a la arquitectura,
lo propio en una ciudad opulenta y en construcción, con atención
a asuntos tan dispares como las bondades del emplazamiento, arbitrios
y propuestas más o menos desatinadas, una descripción en verso
de la calzada que iba al santuario de Guadalupe o las indulgencias
plenarias y perpetuas que se podían ganar asistiendo a sus templos 73.
En las cuarenta iglesias y capillas se celebraban más de 600 misas
al día y los conventos de San Francisco, Santo Domingo o San
Agustín, junto a la catedral —que estrenó en 1673 un nuevo retablo—
y los 16 conventos de monjas, salpicaban el horizonte de cúpulas
y torres grandiosas construidas con piedra, cal y «tezontle», una
piedra volcánica de propiedades antisísmicas que, según indicó Váz-
quez de Espinosa, resultaba «dócil de labrar y tan liviana que una
losa grande flota en el agua sin hundirse».
Las calles, hermosas y anchas, mostraban palacios y sólidos edi-
ficios con ventanas imponentes, balcones y rejas de hierro; hacia
1650 contaba con más de 30.000 casas. En cuanto a Lima, que
debía tener entonces unos 50.000 habitantes, el mercedario fray Pedro
Nolasco la representó en 1685 según una atinada perspectiva, con
edificios domésticos y singulares, calles, plazas y plazuelas, huertos
y jardines interiores, los monasterios de Santa Catalina, El Carmen
120 Manuel Lucena Giraldo

y los Descalzos, la iglesia de Santa Teresa y el hospital de Jesús.


En la abigarrada plaza mayor, flanqueada por la catedral, el palacio
arzobispal y la capilla del sagrario, convivían damas elegantes, caba-
lleros que paseaban bajo una sombrilla sostenida por sus criados,
oficiales reales, aguadores mulatos, indias vendedoras de flores, fru-
teros y pescadores. No quedaba a la zaga en devoción libresca, pues
la imprenta había sido introducida por los jesuitas en 1584 y existía
un intenso comercio de novedades con la península. El mercader
y librero Pedro Durango de Espinosa —allí conocido como Pedro
Flecher— dejó al morir en 1603 «dos prensas con sus ingenios para
el oficio» y 1.204 libros sin vender. Cristóbal Hernández Galeas
falleció de repente una mañana de 1619 en una tienda portátil que
tenía alquilada en la calle de los ropavejeros. Entre sus bienes tenía
para comerciar 1.718 libros, miles de estampas de imágenes, cientos
de rosarios y crucifijos pequeños de bronce, telas, mercería y ropa
vieja 74.
«Este corral se alquila para gallos de la tierra y gallinas de Castilla»,
escribió alguien divertido en las paredes del palacio virreinal de Méxi-
co en 1692 para burlarse del conde de Galve, que ante la acometida
de una turba formada por indios, mestizos, mulatos y españoles de
orilla enfurecidos y hambrientos había huido aterrorizado junto a
su esposa al convento de San Francisco, mientras los jesuitas ejercían
sus buenos oficios para apaciguar los ánimos 75. Bien lejos de todo
aquello, la décima musa novohispana sor Juana Inés de la Cruz
había proclamado la grandeza de las edificaciones de la ciudad, «esta
fábrica elevada, qué parto admirable es, de los afanes del arte» y
la transparencia de su atmósfera, «clara del cielo la luz pura, clara
la luna y claras las estrellas» 76. Había sido el «cisne mexicano» —co-
mo ella lo llamó— Carlos Sigüenza y Góngora, catedrático, cos-
mógrafo real, geógrafo y poeta, quien en 1680 había tenido la pere-
grina idea de levantar a petición del cabildo un arco triunfal con
los logros de doce emperadores aztecas para dar la bienvenida al
virrey marqués de la Laguna. Cuatro años después, Sigüenza publicó
el Paraíso occidental, salpicado de fuerte guadalupanismo y celebró el
pasado y el presente de lo que llamó la «nación criolla». En el
malhadado 1692, en cambio, fue visto dedicado a salvar el archivo
del cabildo de la incendiaria acometida del populacho. No resulta
extraño que con posterioridad pidiera el final de la «confusión de
toda clase de gentes», la restitución del orden, el castigo de los
indios y los insolentes que los habían incitado, el cercamiento de
las parcialidades de los nativos y su expulsión de la urbe. Tanto
La metrópoli criolla 121

por prudencia como por convencimiento, en adelante abandonó las


peligrosas apelaciones a la antigüedad indígena 77.
Lo cierto es que los cantos a las bondades del emplazamiento
de México por parte de poetas y literatos no habían logrado esconder
sus extraordinarios problemas, entre los que destacaba por encima
de cualquier otro el de las inundaciones, que tuvieron resultados
catastróficos en 1553, 1580, 1604, 1607 y 1629. Aquel año nefasto,
la acometida causó tal destrucción que se planteó la posibilidad de
un traslado. Nadie podía darse por sorprendido, pues las obras diri-
gidas a proteger la urbe eran tan antiguas como su existencia. Una
averiguación de mediados del siglo XVI indicó que en tiempos de
la gentilidad, durante los reinados de Moctezuma I, Ahuitzotl y Moc-
tezuma II —el último tlatoani, depuesto por Cortés— las fuertes
inundaciones habían obligado a sus habitantes, inermes ante el ham-
bre y las enfermedades, a desplazarse en canoas y barquillas y a
vivir tan afligidos «que estuvieron por mudar la ciudad». El reto
político y tecnológico representado por la defensa de la ciudad ante
la acción devastadora de las aguas y la posible desecación del valle
suscitó un importante enfrentamiento entre las diversas instituciones
que querían imponer su criterio y sufragar una parte lo más reducida
posible de los gastos, así como un debate sobre la tecnología a utilizar,
que podía incorporar la sabiduría de los nativos o asumir sin más
la superioridad europea. Fue el virrey Velasco «el viejo» quien en
1555 ordenó la movilización mediante repartimiento de 6.000 indí-
genas para construir una albarrada, una cerca de madera y piedra
para defender del agua la ciudad, al estilo de la destruida durante
la conquista cortesiana. También mandó trabajar en la mejora de
las calzadas que comunicaban México con el exterior. Según su ele-
vado criterio, era «la ciudad y república de españoles» la que debía
darles la comida y herramientas de hierro necesarias, pues «los natu-
rales ponen el trabajo de las personas». En su tajante respuesta,
el cabildo se negó a sufragarlas y además el regidor Ruy González
y el vecino Francisco Gudiel propusieron una alternativa, el desagüe
del lago a través de una gran acequia por Huehuetoca, al norte,
que condujera las aguas y recogiera las torrenteras más caudalosas
para llevarlas hacia el río Tula (fuera del valle central) y de ahí
al golfo de México. Pese a los conflictos entre el virrey y el cabildo,
a principios de 1556 la albarrada que se llamó de San Lázaro ya
estaba construida, lo que tuvo un claro efecto desde el punto de
vista de la ordenación territorial, pues era la solución heredada de
la ciudad indígena. El propio virrey Velasco, hombre práctico a fin
122 Manuel Lucena Giraldo

de cuentas, informó sin presunción alguna haber ordenado edificar


«la albarrada que hicieron los indios en tiempo de su infidelidad
[...] como ellos solían tener, sólo que más ancha y alta» 78.
Aunque el problema del suministro de agua a la ciudad quedó
resuelto con la apertura en 1620 del acueducto de Chapultepec,
que tenía 904 arcos, 3.908 metros de longitud, atravesaba la capital
desde la calzada de Tacuba hasta la alameda y conducía el agua
a la fuente de salto del agua, la amenaza de las inundaciones era
permanente. En 1604 llovió tanto que, ante los daños producidos
en calles y casas, el dinámico virrey, marqués de Montesclaros, decidió
elevar las acequias principales de suministro, restaurar el sistema
de albarradas prehispánicas en su integridad e impulsar el desagüe
del valle, como había propuesto Gudiel cuarenta años antes. Las
reparaciones de las calzadas de Guadalupe y San Cristóbal por el
norte, de San Antón por el sur y de Chapultepec —que soportaba
el inacabado acueducto— completaron un ambicioso plan de obras
públicas. En 1605, cuando las obras de terraplenado estuvieron en
marcha, Montesclaros giró una visita a los trabajos acompañado de
los regidores, miembros del cabildo eclesiástico y del consulado de
mercaderes, el fiscal de la audiencia, encomenderos interesados,
maestros de arquitectura y cosmógrafos. Dos años después se produjo
otra inundación y la alternativa del desagüe lacustre pareció la única
que resolvería el problema de manera definitiva. Tras reunirse con
los oidores en un «real acuerdo», el virrey Velasco hijo, que servía
un segundo mandato, señaló:

«Habiendo visto una relación de todo lo actuado en razón del


dicho desagüe y las medidas y pinturas hechas de los sitios y partes
propuestas para él y otros papeles y pareceres que hicieron al caso
y tratándose y conferido acerca de ello, se resolvió y acordó se haga
el dicho desagüe por la parte de la laguna de San Cristóbal Ecatepec,
pueblo de Gueguetoca y sitio nombrado de Nochistongo, con que
el dicho desagüe se haga de suerte que por él se pueda desaguar
la laguna de esta ciudad» 79.

En la Pascua de 1608 la primera parte de la magna obra, desde


Huehuetoca hasta la salida de Nochistongo, estaba terminada. La
dirección técnica había sido desempeñada por Heinrich Martin —co-
nocido como Enrico Martínez—, maestro mayor, cosmógrafo, impre-
sor y astrólogo de origen alemán, autor de distintos estudios sobre
el clima y el previsible comportamiento de las aguas lacustres. Al
menos 4.700 indígenas trabajaron en una canalización de 13.079
La metrópoli criolla 123

metros de longitud, de la cual 6.150 iban a cielo abierto y a casi


11 de profundidad y el resto consistiría en un túnel de 6.129 metros,
de entre 2,31 y 1,54 de ancho y 3,08 de altura, jalonado por 42
lumbreras cuadradas, «por las cuales [indicó Martínez] entra luz
y se saca la tierra con muchos ingenios y artificios de mucha curiosidad
y primor». En la cota más alta, una lumbrera alcanzaba 44 metros
de profundidad y la más baja se situaba a 11. Un tramo de 984
metros iría cubierto de mampostería y en otros habría recubrimientos
de piedra y cal 80.
Tras la apertura de las compuertas por el virrey, comparado por
el literato Ruiz de Alarcón con un nuevo Licurgo, se manifestaron
dos hechos inesperados: el daño a los cultivos en chinampas de
los indígenas de Chalco por la pérdida de agua y la existencia de
sumideros y manantiales que podían alterar hasta los más afinados
cálculos sobre el volumen de agua embalsada. En años sucesivos,
los técnicos debatieron la necesidad de ahondar el socavón para
regular mejor el caudal en tiempo de lluvia (como pretendía Martínez)
y la exactitud de la nivelación, de la que dependía todo el proyecto.
Un maestro de arquitectura, Alonso Arias, no tuvo reparos en indicar
que el desagüe era inútil, porque no alcanzaba la proporción requerida
por el divino Vitrubio, el 0,0050 por 100 de desnivel, pues tenía
sólo el 0,0005 por 100. Ocultó, sin embargo, que esa medida hubiera
supuesto un tajo de proporciones gigantescas. La preocupación en
el Consejo de Indias por la situación de la capital mexicana impulsó
a las autoridades a contratar otro técnico hidráulico, el holandés
Adrián Boot, al que se concedió como había pedido «una buena
paga» a cambio de sus servicios. Pertrechado con el sonoro título
de «ingeniero real», Boot se presentó en 1614 ante el virrey y realizó
una detenida inspección de las obras, cuyo resultado fue concluyente.
La mampostería era deficiente y las nivelaciones erróneas. Nada de
lo realizado valía «para librar a esta ciudad de México del riesgo
en que está y del que ha de venir si Dios nuestro señor no lo remedia».
Su propuesta, que encubrió un retorno a la antigua filosofía de con-
tención de las aguas, por la imposibilidad manifiesta de realizar un
desagüe general, propugnó como en tiempos de los aztecas la «for-
tificación de la ciudad», el reforzamiento de albarradas y calzadas,
la apertura de canales y la construcción de ingenios de evacuación,
compuertas, grúas, puentes y palas de hierro.
Los maestros de arquitectura consultados refutaron una por una
las iniciativas de Boot, con lo cual Martínez, celoso y postergado,
pudo asumir la continuación de las obras del socavón y el tajo. El
124 Manuel Lucena Giraldo

nombramiento por el virrey marqués de Guadalcázar de un supe-


rintendente del desagüe y la sustitución en 1624 de su sucesor, el
marqués de los Gelves, a resultas de un insólito y sospechosamente
bien dirigido alboroto popular, privó más tarde a Boot de su mayor
apoyo, pero sus propuestas sobre la regulación del caudal mediante
compuertas en las albarradas, que favorecían a los cultivadores de
chinampas, fueron atendidas. Lo peor estaba por venir. La «gran
inundación» del día de San Mateo de 1629, «que universalmente
anegó toda la ciudad, sin reservar de ella cosa alguna, cuyo cuerpo
de agua fue tan grande y violento en la plaza, calles, conventos
y casas de esta ciudad que llegó a tener dos varas de alto», produjo
la muerte de unos 30.000 indios, redujo el número de vecinos espa-
ñoles a 400 y la mantuvo sumida en el agua hasta 1634, con la
única excepción de la plaza mayor, la del Volador y la de Santiago
Tlatelolco. Las consecuencias fueron determinantes y no sólo porque
los atribulados capitalinos atribuyeron a la intervención de la muy
venerada virgen de Guadalupe su salvación. Así, aunque se propusieron
medidas tan desesperadas como el arbitrio del escribano del cabildo
Fernando Carrillo, según el cual cada vecino propietario de una casa
debía levantar alrededor de ella una calzada de mampostería, de
modo que las calles se convirtieran en acequias, se hizo evidente
que había que volver al primitivo proyecto de desagüe. Para finan-
ciarlo, en 1630 el virrey marqués de Cerralbo implantó el impuesto
del vino en toda la Nueva España —la primera vez que se extendía
un tributo para favorecer en parte a la capital, pues el resto se gastó
en fortificar Veracruz— y se pudieron reanudar las obras entre rumo-
res de sumideros y manantiales insospechados y francas invitaciones
del Consejo de Indias a trasladar la capital a otro lugar, que se
llegó a proponer se levantara entre los cerros de Tacuba y Tacubaya.
La muerte de Martínez en 1631 le ahorró la afrenta de ver pos-
tergados sus planteamientos debido a la decisión de construir el
desagüe general a tajo abierto y también la vergüenza de ser acusado
de dispendio y abandono de funciones. Por fin, en 1637 —el mismo
año que Boot sufrió un proceso inquisitorial— el virrey Cadereyta
ordenó al mencionado escribano Fernando Carrillo hacer una memo-
ria de lo acontecido. Su Relación universal, legítima y verdadera del
sitio en que está fundada la muy noble e insigne y muy leal ciudad
de México, lagunas, ríos y montes que la ciñen y rodean, calzadas que
la dividen y acequias que la atraviesan, inundaciones que ha padecido
desde su gentilidad y remedios aplicados, aparecida aquel mismo año,
trató con insólita ecuanimidad la conservación del desagüe de Hue-
La metrópoli criolla 125

huetoca, la situación de la capital virreinal y su posible traslado.


No obstante, las líneas del debate ya estaban resueltas. El cuerpo
de técnicos que asesoró a Cadereyta, experimentado en los asuntos
propios de una gran metrópoli, aconsejó convertir el túnel en un
canal. Las obras acabaron sólo en 1789 y bajo los auspicios del
consulado, no del cabildo. Ello no impidió que la capital se inundara
de nuevo 81.
La historia del desagüe de México y sus devastadoras inundaciones
influyó en su representación como una metrópoli extendida sobre
las aguas. La planta ejecutada en 1628 por Juan Gómez de Trasmonte,
maestro mayor de la catedral, que alcanzó gran difusión en Europa,
la presentó como una plácida comunidad que sesteaba a la orilla
de un lago idílico, un esquema reproducido en el conocido biombo
«La muy noble y leal ciudad de México», de fines de siglo. En
este se hicieron visibles los trazados rectilíneos, las espaciosas calles
y las casas con tejados de terracota, conformando un entramado
que reflejaba el aumento del número de edificios, iglesias y conventos.
Frente al dominante utopismo criollo, en cambio, Cristóbal de Villal-
pando elaboró en 1695 a solicitud del virrey conde de Galve una
vista del zócalo de México con pretensiones casi fotográficas, no
sólo porque mostró los daños causados por el motín de 1692 —el
palacio virreinal apareció con media fachada en ruinas, pues había
sido incendiado junto a la cárcel y otros edificios—, sino por la
perfección de la perspectiva arquitectónica y el afán de mostrarlo
todo: fachadas, pórticos, galerías, soportales, puestos callejeros, la
acequia al frente y la celebrada fuente central. La vitalidad de la
metrópoli se hizo visible en la presencia abigarrada de más de 1.200
personas, con el artista y el virrey entre ellas, rodeados de clérigos,
mendigos, carreteros, mercaderes, soldados, nobles con peluca, abo-
gados y oficiales reales, además de mujeres principales con mantilla
y séquito 82. Casi un siglo antes, Balbuena había registrado con ironía
la existencia de tantos oficiales y la proliferación de criados y pania-
guados,
«fiscales, secretarios, relatores,
abogados, alcaides, alguaciles,
porteros, chanciller, procuradores,
almotacenes, otro tiempo ediles,
receptores, intérpretes, notarios
y otros de menos cuenta y más serviles» 83.

Lima, la orgullosa metrópoli peruana, también encontró un reto


distintivo que aglutinó su voluntad de identidad, más allá del man-
126 Manuel Lucena Giraldo

tenimiento de una libertad de costumbres visible en la conocida


existencia de celestinas mestizas, mulatas expertas en filtros de amor
y toda clase de ladrones, vagamundos, pícaros y aventureros. La
urbe que, según se decía, «la diseñó Dios para que la fundasen
los españoles por cabeza de las nuevas tierras y nuevos cielos que
se descubrieron y conquistaron», también peligraba por las inun-
daciones y el suministro de agua distaba de ser fácil. La fuente
plantada en la plaza mayor por orden del virrey Toledo, el gran
organizador, tardó setenta años en funcionar como era debido y
en 1607 la furia del Rímac arrasó el puente que la unía con Trujillo,
así que hubo que levantarlo de nuevo, pero con seis arcos 84. A imi-
tación de México, el virrey Montesclaros decidió construir una ala-
meda llamada de los descalzos, que tuvo tres calles delimitadas por
ocho hileras de árboles y tres fuentes. En 1609, cuando la ciudad
se encontraba inmersa en plena expansión metropolitana, se produjo
un gran terremoto y el peor daño aconteció en la catedral, de modo
que sus muros tuvieron que ser ensanchados, las alturas reducidas
y las bóvedas levantadas de crucería y no de cañón, lo propio en
una metrópoli paradisíaca pero también pecadora y, por tanto, pro-
pensa al castigo divino. Con todo, el verdadero peligro en Lima
provino del océano Pacífico, a causa de las incursiones de corsarios
y piratas. En 1579 se había producido el mítico ataque de Francis
Drake y en 1624 la acometida de Jacobo Clerck «L’Hermite» causó
enorme pánico, pero fue a partir de 1639, a causa de la guerra
de la monarquía española con las Provincias Unidas y la pérdida
del Brasil portugués, convertido en una base de ataque formidable,
cuando se impuso la necesidad de amurallar el vital puerto de El
Callao. Allí se encontraban los reales almacenes, con riquezas ini-
maginables —en determinadas fechas había mercancías y metales
preciosos por valor de veinte millones de pesos—, desprotegidas
también ante las fuertes corrientes y las olas gigantescas. En 1644
comenzaron las obras de la muralla sin mucho arte de fortificar,
con ángulos y pendientes inadecuadas, cortinas de desigual longitud
y sin foso; por fin, en 1694 se edificó un muelle de piedra que
se guarneció con manglares 85.
La fortificación de Lima, en cambio, constituyó un proyecto exi-
toso y redundó en su presentación universal como una inexpugnable
ciudad de Dios, íntegra y compacta. Se reflejó de inmediato en la
planimetría de la metrópoli, gracias a la difusión de la obra de F.
Echave La estrella de Lima convertida en sol sobre la punta de sus
La metrópoli criolla 127

tres coronas (1688), aparecida al año siguiente de la beatificación


de su segundo arzobispo, Santo Toribio de Mogrovejo 86. En 1683,
cuando se reanudaron las hostilidades con Inglaterra y llegaron noti-
cias de que el almirante Vernon acosaba Panamá y Portobelo, el
jesuita Juan Ramón Coninck, catedrático de San Marcos y cosmógrafo
mayor, fue llamado por el Consejo de Indias a fin de que elaborara
un proyecto de fortificación del que había dado noticias años atrás 87.
Buen conocedor del terreno y de las peculiaridades de la sociedad
limeña, había diseñado algo perfectamente factible, una muralla ligera
de 11.700 metros alrededor del perímetro urbano, formada por dos
lienzos, exterior e interior, fabricados de adobe y terraplenados hasta
una altura de once metros,

«con cascajo y tierras que se sacaren del foso, siguiendo el dechado


[ejemplo] de los de Troya, que si fingieron los poetas que Neptuno
y Apolo habían sido sus autores, fue porque la tierra y el agua eran
sus materiales, los cuales secados a los rayos del sol, cobraron tanta
consistencia que fueron incontrastables a la fuerza» 88.

La construcción de 25 baluartes y cortinas de 123 metros, con


traveses de 28 y frentes de 74, evidenciaron el uso de un arte moderno
de fortificar, pero la aparente falta de ambición del proyecto y la
endeblez de los materiales fueron duramente criticadas por la Junta
de Guerra. Esta propuso una alternativa tan irreal como colosal,
pues pidió nada menos que el aumento de la pendiente, la cons-
trucción de cimientos de piedra y cal, el uso de piedra dura en
el foso, la compactación del terraplén y el robustecimiento de baluar-
tes, parapetos y cortinas. Lejos de estas distracciones, el impulso
del virrey conde de Castellar y sin duda el pánico de los limeños
obraron un milagro, pues en 1687 la muralla estaba concluida. Había
costado más de un millón de pesos. Los comerciantes pagaron una
sección; el virrey y los tribunales el baluarte real; los conventos,
el cabildo eclesiástico, la universidad y oficiales de diverso rango
aportaron dinero. Sólo el arzobispo se negó a colaborar. A pesar
de las contingencias —los negros jornaleros se negaron a trabajar
si no les subían el salario de cinco a seis reales, actitud que depusieron
cuando el virrey amenazó con mandarlos a picar piedra un año a
la isla de San Lorenzo— la muralla cerró un semicírculo alrededor
de la ciudad apoyado sobre el río, resguardando una superficie interior
de 920 hectáreas, pues el arrabal había quedado fuera y el cercado
resultó partido por la mitad 89. El paso quedó franqueado por nueve
128 Manuel Lucena Giraldo

puertas: Martinete, Maravillas, Barbones, Cocharcas, Santa Catalina,


Guadalupe, Juan Simón, Callao y Monserrate. Aunque la efectividad
de la fortificación de Lima nunca fue puesta a prueba en un ataque,
de lo que no cabe dudar es de su efecto disuasorio, así como de
su utilidad para el cobro de gabelas e impuestos a los artículos que
se introducían en el casco urbano 90.
Capítulo IV
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada

Manuel
El simulacro
Lucena
del Giraldo
orden: la ciudad ilustrada

Mientras la metrópoli barroca es orgánica por naturaleza, se cons-


tituye como un cuerpo que metaboliza materias de todos los orígenes
culturales y étnicos sin descartar nada porque puede con todo y
todo le sirve, la ciudad ilustrada es mecánica, se concibe como una
máquina perfecta gobernada por el designio del progreso y se dirige
a toda velocidad hacia un futuro obligatorio de felicidad y utilidad
públicas. Una late bajo los impulsos ascéticos del pasado reafirmados
en el presente, la otra se orienta hacia una era promisoria que nunca
llega.
La primera de ellas acude a las tinieblas del Antiguo Testamento
para buscar su genealogía, puede inventar por sí misma un ciclo
mítico y reside de manera simultánea en el centro y la periferia
del mundo, pues la Jerusalén celestial a la que imita nace de la
lectura de los signos de la predestinación esparcidos por un Dios
ubicuo. La segunda, en cambio, responde a un estadio de evolución
en la carrera de las edades del hombre y no sólo proyecta sobre
su espacio y sus habitantes una construcción lineal del tiempo y
una pretensión de uniformidad; también asume como propia una
jerarquía tan rígida como moderna, salpicada de metrópolis, colonias,
imperialismos, descripciones del orbe y sistemas tan etnocéntricos
como pretendidamente universales de catalogación de la naturaleza
y la humanidad.
En la metrópoli barroca domina la circunstancia, en la ciudad
ilustrada rige la pretensión de la esencia, pues a ella se atribuye
un atraso infamante que debe ser subsanado a cualquier precio.
Una vive su espacio como goce y expiación en fiestas y rituales,
130 Manuel Lucena Giraldo

se imagina inmóvil y sólo quiere conservar, se reafirma en la materia


de lo fugaz y lo efímero. Otra lo asume como un combate contra
sí misma, se horada, excava y mutila en obras públicas infinitas y
asombrosas, se dota de luces para que la noche sea dominada por
el día, enmascara con el empedrado de sus calles principales sus
orígenes rurales y cuenta con órdenes y reglamentos que regulan
la vida privada y disciplinan la pública 1.
El conflicto y también el entrecruzamiento inevitable de estas
dos formas de entender, construir y hasta amar la urbe americana
caracterizaron el siglo XVIII y en especial sus tres últimas décadas,
haciendo de ellas una etapa de cambio y sobresalto. Las señales
en torno a esta disyuntiva habían estado disponibles para quienes
las quisieran ver. Desde la entronización de la dinastía borbónica,
el proyectismo auspiciado por ministros y oficiales reales se había
dirigido a encontrar fórmulas que restauraran la monarquía española
«a su antigua felicidad y opulencia». En este sentido, el reformismo
fue una reacción necesaria, la ecléctica adaptación de una monarquía
del Antiguo Régimen a un escenario atlántico y global cada vez más
hostil. En su propia y vacilante definición política, ligada en cualquier
caso al absolutismo ilustrado, no pretendió tanto la «odiosa intro-
ducción de novedades» como «el restablecimiento de España y sus
Indias» a su pasada situación de incontestado poder 2.
El espíritu de declinación característico del siglo XVII apareció
como el enemigo a batir y, con interesantes matices, los reinados
del XVI fueron los modelos a seguir, los períodos de gloria pasada
que se podrían restaurar gracias al benéfico gobierno de la nueva
dinastía. De modo significativo, lejos de dejarse deslumbrar por las
glorias imperiales de Felipe II, los reformistas valoraron en especial
el reinado de Carlos V y, sobre todo, el de los reyes católicos 3.
Los imprescindibles e inevitables cambios pretendieron basarse en
la única autoridad posible, aquella cimentada en la tradición. Como
señaló el célebre ministro José del Campillo en 1741, era necesario
volver a la época virtuosa del «valor español» y relegar la desidia
y el mal gusto, dos terribles legados de la centuria anterior 4. La
realidad del Nuevo Mundo constituía un reto particular para esta
interpretación del pasado, ya que debía criticar y asumir de manera
simultánea la existencia de un vasto imperio ultramarino. Este era
una fuente de preocupaciones y desgracias, pero bien administrado
podía otorgar beneficios. Por eso, como señaló Bernardo Ward hacia
1762, era necesario introducir «un nuevo método, para que aquella
rica posesión nos dé ventajas que tengan alguna proporción con
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 131

lo vasto de tan dilatados dominios y con lo precioso de sus pro-


ductos» 5.
Quienes se opusieron a los cambios tanto en España como en
América utilizaron la autoridad de la tradición. Para el presidente
del Consejo de Indias en 1768, el marqués de San Juan de Piedras
Albas, que opinaba sobre el nuevo plan de intendencias, de tan
profundo impacto en la ciudad, «alterar un método observado desde
el descubrimiento y la conquista de América», confirmado y aprobado
por «ministros doctos y sabios virreyes» y a la vista de «ejemplarísimos
y celosos prelados», introduciendo un opuesto sistema, una universal
mutación, en países donde «toda novedad se recibe con violencia»,
constituía un terrible error 6. La proposición de cambios en el gobierno
de las Indias resultaba, según él, una grave equivocación, pero ya
que se trataba de emitir una opinión, era necesario recordar que
«la diversidad de naciones pide diferencia de gobiernos» y «no siem-
pre los remedios convenientes a la cabeza pueden ser de beneficio
a las demás partes del cuerpo»: que las intendencias funcionaran
en España no significaba que lo fueran a hacer en América. Estos
razonamientos fueron combatidos por los reformistas con el con-
vencimiento absoluto de defender el único camino posible hacia la
felicidad de la monarquía. El marqués de Grimaldi, ministro de Esta-
do, pidió al rey que no dudara en apoyar las reformas, pues «donde
hacen pie los amantes de la inacción en materias de gran gobierno
es por lo regular en que debemos respetar lo que dispusieron nuestros
mayores» 7. El hacendista Miguel de Múzquiz confiesa que, a pesar
de que las leyes antiguas sean sabias, «es más fácil cortar abusos
con reglas nuevas que con la observancia de las antiguas» 8. El conde
de Aranda se comporta como un político de altura. Aunque los méto-
dos de gobierno deben cambiar con el tiempo, es consciente de
la mala elección de quienes pasan a servir oficios en Indias. Su
preocupación radica en que los americanos se sientan cómodos en
la monarquía, por lo que pide sirvan en el ejército en equivalencia
con los peninsulares, sin discriminación alguna 9.
En 1759 el buen rey Fernando VI pasó a mejor vida, arrastrado
por la «melancolía involutiva» que soportaba desde la muerte de
su querida reina portuguesa, Bárbara de Braganza. La herencia que
dejó a su hermano Carlos III incluyó un insólito superávit hacen-
dístico, una capital —Madrid— indigna de tal nombre y una guerra
con Gran Bretaña de pésimo pronóstico. Las primeras medidas deri-
vadas del reformismo ya habían dejado sentir en América sus efectos.
La ejecución del Tratado de límites hispano-portugués de 1750 afectó
132 Manuel Lucena Giraldo

a territorios tan vitales como Venezuela y el Río de la Plata y mostró


con claridad la voluntad real de someter los poderes intermedios
—misioneros díscolos, patriciados locales, blancos «de orilla» o indí-
genas «principales»— que habían dado sentido y estabilidad al pacto
colonial tradicional. El acuerdo diplomático también generó un impul-
so urbanizador, que formó parte de una política de ordenación terri-
torial de nuevo cuño, laica y regalista 10.
El doloroso legado dejado por la Guerra de los Siete Años, que
había supuesto la pérdida temporal de Manila y La Habana y la
cesión de Florida, favoreció la introducción de las necesarias nove-
dades. En 1764 se establecieron los correos marítimos y al año siguien-
te el régimen de puerto único pasó a la historia, pues se autorizó
el comercio libre y protegido entre Puerto Rico, Santo Domingo,
Cuba, Margarita y Trinidad y además entre ellas y nueve puertos
peninsulares: Cádiz, Sevilla, Málaga, Alicante, Cartagena, Barcelona,
Santander, La Coruña y Gijón 11. En su año de gracia, los reformistas
lograron también el establecimiento de la primera intendencia ame-
ricana en Cuba y promovieron el envío de una visita general a Nueva
España puesta al mando de José de Gálvez, una figura clave en
el denominado proceso de deconstrucción del Estado criollo 12. El
todopoderoso visitador se comportó al principio como un recaudador
de impuestos deseoso de hacer pagar los elevados costos de la defensa
imperial a los habitantes del Nuevo Mundo. Su habilidad para inter-
ferir en las redes de poder locales, tanto si su talento organizador
redundaba en beneficio de la Real Hacienda como si lo era en pro-
vecho propio, resultan difíciles de discutir. Pero fue su papel en
la represión de los motines causados por la expulsión de los jesuitas
en San Luis de la Paz, Guanajuato, Valladolid, San Luis Potosí,
Pátzcuaro y Uruapán lo que le hizo adquirir un extraordinario relieve.
Gracias al apoyo de un virrey tan lejano a América como él mismo,
el flamenco marqués de Croix, pudo organizar una expedición puni-
tiva que liquidó mediante «castigos ejemplares y bien merecidos»
toda oposición. La extremada crueldad con que se comportaron pare-
ció presagiar tiempos peores, pero en la Corte debió ser precisamente
esta demostración de eficacia, nutrida de la incapacidad para el com-
promiso con los naturales del Nuevo Mundo, lo que llamó la atención.
El anticriollismo de Gálvez, que aparece incluso en un lugar tan
personal como su biblioteca, encajó de manera perfecta con la visión
coyuntural que poseía la monarquía carolina de la administración
ultramarina: era el hombre adecuado en el momento perfecto 13.
Durante su etapa de responsabilidades políticas, que se prolongó
en el Ministerio de Indias hasta su muerte en 1787, la cuidadosa
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 133

y arcaica sofisticación del «obedezco pero no cumplo», que había


garantizado en la distancia el gobierno americano durante los denos-
tados siglos de los Austrias, fue sustituida por una fórmula despótica
que propugnó la construcción de un poder racional y centralizado 14.
Incluso el lenguaje del reformismo —por más que la historiografía
haya sobrevalorado su coherencia, propósitos y resultados— tuvo
como fin elaborar un ethos imperial basado en la diferenciación ren-
table y eficiente de la metrópoli y las colonias. En cierto modo,
reflejó en el terreno político la calificación cultural de lo americano
como inferior e incapaz para la civilización, en la línea de su deni-
gramiento practicada por importantes escritores, filósofos y natu-
ralistas europeos, como Hume, De Paw, Voltaire o Buffon. Gálvez,
a fin de cuentas un hombre de su tiempo, se limitó a convertir
este principio en acción y, seguramente sin saberlo, con ello dio
término a la sutileza del barroco 15.
Antes de hacer sentir sus efectos sobre la red urbana americana,
el programa ilustrado aplicado a la ciudad había mostrado su agresivo
carácter en la península. Madrid se convirtió en un eficaz laboratorio
de pruebas. Estas comprendieron tanto una rápida y contundente
reordenación de su espacio como el disciplinamiento de sus habi-
tantes, condenados de súbito a abandonar sus arraigadas capas largas
y los chambergos, enormes sombreros de ala ancha, por las capas
cortas y el sombrero de tres picos o tricornio. Las razones esgrimidas
fueron, claro está, de policía pública. Aquellas prendas permitían,
según las autoridades emergentes, un embozo perfecto, bajo el cual
podía ocultarse cualquier arma y el sombrero de ala ancha «vertía
una sombra impenetrable sobre el rostro», que facultaba para cometer
toda clase de fechorías 16.
La reacción a estas medidas policiales en la Villa y Corte y en
especial el Motín de Esquilache de 1766, auténtico preludio de las
revueltas antirreformistas del Nuevo Mundo a comienzos de los años
ochenta, desde Túpac Amaru a los comuneros neogranadinos, mostró
que el radical intervencionismo ilustrado distaba de ser aceptable
para unas sociedades tan ajenas en su concepción del mundo a la
idea de novedad 17. No fue extraño a este impulso ordenancista de
la ciudad y sus pobladores que fuera con frecuencia concebido y
gestionado por militares, marinos y burócratas cosmopolitas y tocados
por el progresivo y utilitarista espíritu de las luces, gentes leídas,
pragmáticas y resueltas, enajenadas de toda lealtad que no se cir-
cunscribiera a ellos mismos, la Corona y el Estado 18. Por lo general,
no se trató de grandes nobles, aunque los más principales continuaron
134 Manuel Lucena Giraldo

sirviendo al monarca siquiera sobre el papel con la diligencia y emu-


lación a que les obligaban el prestigio de sus casas y las hazañas
de sus antepasados. Así se extendió, en rigor, una meritocracia de
la nobleza, atenta a la idea de servicio y el compromiso individual 19.
En la medida en que su condición adquirida por nacimiento no
equivalía a una superioridad moral si no iba acompañada de buenas
obras, también algunos eficaces servidores del trono lograron grandes
títulos merced a un cometido particular que, frente a lo que había
ocurrido en el pasado, no se escondió del escrutinio público, sino
que se pregonó, aunque se relacionara con acciones que podían recor-
dar a ojos de los malintencionados los denostados oficios «viles y
mecánicos». Algunos de los nuevos nobles lo fueron del «real tesoro»,
la «real proclamación», el «real transporte», o simplemente «del
socorro» de alguna plaza asediada 20.
Junto a ellos, nobles demediados, hidalgos residuales de la peri-
feria peninsular, catalanes, vascos, asturianos y gallegos en una pro-
porción importante, pero también irlandeses e italianos del norte
y del sur, además de castellanos y andaluces, se presentaron en las
urbes americanas y también en sus áreas rurales con una voluntad
inquebrantable de hacer carrera y «proseguir su mérito». Según un
simple y extendido punto de vista, les cabía el honor de combatir
la enquistada corrupción que había hecho mella en «acreditados
establecimientos antiguos» —en lugar primordial los cabildos— para
acabar con el desorden. A ellos se sumaron con un entusiasmo sólo
equivalente a la voluntad de ocultación de estas complicidades que
practicaron tras la independencia, cuando en casos muy significativos
sus miembros ya se habían convertido en padres de la patria, sectores
nada desdeñables de la naciente y orgullosa burguesía criolla vinculada
a los negocios de un mundo atlántico en expansión, formada por
individuos no menos leídos y resueltos, cuya incesante actividad
«transformó la sociedad tradicional y le imprimió rasgos inéditos» 21.
A partir de 1764, la agitación sacudió el Atlántico hispánico desde
ambas orillas. Los organismos peninsulares proyectaron una reforma
política que no primó como en el pasado la conservación de la monar-
quía católica y la complementariedad de sus diversos reinos, sino
la competición entre territorios y provincias. El objetivo fue promover
una especialización productiva regional gestionada desde la metrópoli
(palabra que se empieza a generalizar por entonces), así como la
mejora de la administración, la fiscalidad y la puesta en defensa.
En América, la propia evolución de su peculiar modelo cultural y
los importantes cambios políticos, demográficos, económicos y socia-
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 135

les acontecidos desde finales del siglo XVII también jugaron un papel
decisivo y requirieron profundos ajustes. Las consecuencias de todo
ello quedaron crudamente al descubierto a partir de 1808, al poner
a prueba la constitución que vinculaba a los españoles de ambos
hemisferios 22.
La expresión de la ciudad ilustrada mediante el lenguaje y las
claves estéticas del neoclasicismo respondió a un intento de refun-
dación virtuosa que aglutinó estas corrientes de inquietud atlántica
y pretendió dotarla del orden y el equilibrio que, según los reformistas
(tanto peninsulares como americanos), había perdido por causa de
su corrupción y desorden. Pero una cosa era construir la urbs, la
instalación física de un entorno ajeno a lo rural, con artefactos nove-
dosos como alamedas y cuarteles, y otra bien distinta refundar la
ciudad política, la polis, que se suponía tan deteriorada por la falta
de amor al rey y la pujanza de los intereses particulares en su expresión
comunal institucionalizada, su civitas. Para transformarlas, hacía falta
un tiempo del cual el reformismo careció.
Por eso, aunque pretendió hacer de la monarquía bicentenaria,
jurisdiccional, compuesta y consensual de los Austrias un imperio
territorial, geometrizado y centralizado, sus representantes cuando
les convino no dudaron en aplicar las viejas fórmulas del gobierno
basado en el pacto con poderes intermedios. El mismo reformismo
que sustentó el inigualable acto despótico representado por el extra-
ñamiento en 1767 de los jesuitas de los dominios del rey de España
no dudó en concertarse con los caciques y principales «mandones»
de los reinos de Chile según el uso de los tradicionales parlamentos,
que sellaban mediante el intercambio de regalos y la demostración
teatralizada de las fuerzas respectivas la renovación de una alianza
que contentaba a todas las partes 23. En la Amazonía, el ilustrado
ingeniero militar Francisco de Requena no dudó en proponer la
alianza con los indígenas como el único medio de lograr una presencia
efectiva mediante el establecimiento de núcleos de población en
las fronteras: era imposible concebir una iniciativa más tradiciona-
lista 24. Al fin, el reformismo fue tan ecléctico en su génesis como
irregular en su desarrollo: la independencia constituye el telón de
fondo que señala para algunos autores su ostensible fracaso y para
otros la culminación de su éxito 25. Su andamiaje teórico, más un
mosaico de ideas que un verdadero sistema, se cimentó en la refu-
tación de una tradición política y constitucional ibérica de fuerte
consistencia y proclamó la insuficiencia de la integración transatlántica
de las instituciones burocráticas, eclesiásticas y académicas españolas
136 Manuel Lucena Giraldo

de ambos hemisferios, en la pretensión de que su desajustado fun-


cionamiento había generado una organización social incoherente, un
peligroso e insoportable estado, identificable sin esfuerzo con la
monarquía barroca 26. Hasta las sabias trazas de las ciudades de los
conquistadores habrían devenido por tanto «abandono y torpeza»
en un laberinto irrespirable de callejuelas, pasajes y angosturas 27.
Dejando de lado visiones estereotipadas, resulta evidente que
sectores nada desdeñables de los poderes criollos, indios principales
y miembros de castas, entendieron que se abría ante ellos un nuevo
escenario político, en el que debían buscar su propio balance de
pérdidas y ganancias, especialmente si se encontraban inmersos en
coyunturas de crisis y estancamiento. Frente al más inepto abso-
lutismo, las tradiciones de gobierno local de consenso entre criollos
y caciques constituyeron una alternativa viable si no eran desarti-
culadas por reformadores autócratas. En la leal Tlaxcala, las necesarias
obras públicas se vieron favorecidas por el consenso cívico entre
los vecinos españoles y los indígenas, que colaboraron en su cons-
trucción y financiación 28. La embestida contra las metrópolis criollas,
tan peligrosas para el programa ilustrado por contener en sí mismas
todos los mundos posibles y disfrutar de un margen extraordinario
de autonomía, se propuso desmontar su núcleo político virtuoso
—que sustentaba el incipiente patriotismo local— e implicó una feroz
crítica hacia la labor llevada a cabo por los poderosos cabildantes
y sus redes de paniaguados, servidores, «hechuras» o simples peo-
nes 29. La «flagrante y comprobada incapacidad» detectada en los
cabildos americanos se pretendió resolver por el procedimiento de
separar el gobierno y la administración de la ciudad. Se trató de
algo ciertamente inédito y en su forma más agresiva dedujo de la
carencia administrativa o de la ausencia de modernos procedimientos
de fiscalización una falta de legitimidad política: vaciada de contenido
la polis, era forzoso tomar el control de su expresión institucional,
la civitas. Así, la exigencia repentina de una serie de requisitos tec-
nocráticos encubrió a nivel municipal el cambio de la filosofía política
de la monarquía, desde una constitución consensual hacia otra de
control, inadmisible de la antigua concepción de la república local.
No obstante, es preciso reconocer que las instituciones municipales
distaban de encontrarse en su mejor momento. Cuando Gálvez visitó
la Nueva España, entre 1765 y 1771, halló el cabildo de la ciudad
de Guadalajara, la segunda del reino, en estado agónico. En algunos
lugares, tuvo que crear nuevos regidores 30. San Luis Potosí tenía
sólo dos actuando en representación de propietarios no residentes
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 137

y uno de ellos era también su alcalde. Las haciendas locales carecían


de protocolos administrativos; en muchas de ellas ni siquiera se lle-
vaban libros de cuentas, a pesar de la pulcra exactitud exigida por
las leyes de Indias 31.
Algunos de los rasgos originales del cabildo habían entrado en
crisis. La venta de oficios menoscabó su apoyo entre vecinos del
común y pobladores, pues quedaron más expuestos a los abusos
de los poderosos, gobernadores, corregidores y sus redes de con-
chabados. Las diferentes facciones en pugna, con frecuencia unidas
por vínculos de paisanaje, funcionaban como conglomerados de inte-
reses que contaban con complicidades judiciales y usaban, llegado
el caso, del soborno o la coacción para protegerlos. Pero, al mismo
tiempo, otras fuerzas suavizaban las acometidas faccionales y oli-
gárquicas sobre el gobierno municipal. Excepto por cuestiones de
prestigio, los nuevos patricios se interesaban menos que antes por
los oficios vendibles y renunciables, de modo que los precios alcan-
zados en las subastas se mantenían o hasta bajaban; en otros casos,
simplemente quedaban vacantes. En Cuzco se pagaron 8.000 pesos
por la alferecía real en 1702; medio siglo después sólo valía 3.000.
En Piura, una alcaldía de la Santa Hermandad, allí llamada «pro-
vincial», bajó de 2.800 a 2.500 pesos entre 1713 y 1725 32. En Nueva
Granada a comienzos del siglo XIX la desvalorización de oficios muni-
cipales había producido una suerte de desobediencia civil a la hora
de servirlos, pues más que un honor representaban una onerosa
carga. En 1802, el santafereño Agustín Benegas solicitó exención
de oficios concejiles y cargos públicos por su avanzada edad y haberlos
servido en demasía, pues había sido alcalde de la hermandad siete
años y teniente de justicia mayor otros quince. Toribio de Posada
informó en 1810 que no podía servir la alcaldía de San Felipe de
Portobelo por ser analfabeto «aunque vecino honrado», lo que des-
pertó sospechas en las autoridades. Un caso peculiar fue el del ayun-
tamiento de Marinilla, también en Nueva Granada, cuyos miembros
solicitaron a la Corona en 1803 la exención del requisito de ausencia
de parentesco para ocupar sus regidurías, pues al ser casi todos los
vecinos familiares entre sí era imposible de cumplir 33.
La tendencia del cabildo de las grandes capitales virreinales y
de ciudades de tamaño medio a perder peso político parece haber
sido general 34. El establecimiento de los nuevos consulados de comer-
cio a partir de 1790 y de las Sociedades de Amigos del País, que
otorgaron a los criollos espacios de sociabilidad y expresión inde-
pendiente, sólo pudo favorecerla 35. No obstante, su poder e influencia
138 Manuel Lucena Giraldo

continuaron siendo proverbiales. Cuando se estableció en 1776 el


virreinato del Río de la Plata, el cabildo bonaerense no dudó en
aspirar a un papel creciente y el virrey Ceballos apoyó sus peticiones
en procura de un comercio más libre. Dos años después, aduciendo
que representaba todos los intereses y sectores de la ciudad, se opuso
al nombramiento de Vértiz para sustituirlo, lo que se consideró con
toda la razón una afrenta y un precedente peligroso. Como con-
secuencia de ello, dos regidores fueron deportados a las islas Malvinas
y los otros ocho fueron inhabilitados por siete años para desempeñar
cargos públicos. El perdón que obtuvieron poco después no disimuló
el «real disgusto» en el que habían incurrido 36.
En 1771, cuando las reformas se encontraban en su momento
álgido, una Representación del cabildo de México —que conservó
hasta la independencia una agrupación selecta, aunque no exclusiva,
de la elite novohispana— protestó ante el rey porque se rumoreaba
que los naturales de América iban a ser excluidos de servir las mitras
y primeras dignidades de la Iglesia y los empleos militares, de gobierno
y las plazas togadas de primer orden 37. En su escrito no dudaron
en señalar que tal medida implicaba «trastornar los derechos de
las gentes. Es caminar no sólo a la pérdida de esta América, sino
a la ruina del Estado» 38. Años antes, el peninsular Antonio de Ulloa,
un marino y científico que no compartía el anticriollismo de Gálvez,
había expresado un punto de vista similar:
«No comprendo la mejoría que pueda traer para el rey la nueva
planta [las Intendencias] considerando como tal las libertades que
los vasallos gozan por acá, distintas de las que tienen en Europa,
siendo convenientes para que subsista la lealtad y los intendentes
aunque empiecen su establecimiento con suavidad, al fin han de
aplicarse al mayor aumento del erario, sin atender a lo que una parte
le acrecientan, por otra le disminuyen» 39.

La implantación de las intendencias no dejó lugar a dudas sobre


la intención real de limitar la autonomía de los municipios; la uni-
formización bajo capa de dar igual tratamiento a todos los vasallos,
así como el saneamiento y puesta al día de la gestión de sus haciendas
y la necesaria promoción de obras públicas sirvieron de justificación 40.
El intendente debía presidir las sesiones del cabildo de su capital
y sus subordinados en los distritos locales, los subdelegados, tomaron
el control de las finanzas y otros asuntos, desde el movimiento de
los fondos de la ciudad a la limpieza de las calles, plazas y edificios,
provisión de agua, cuidado de caminos, canales y puentes, incremento
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 139

agrícola, explotación de bosques y minas, reglamentación de los hos-


pitales y cárceles o vigilancia de tierras, mercados, pulperías y pana-
derías 41. Las ordenanzas de intendentes prescribieron el control de
los propios y ordenaron los gastos en cuatro clases: dotaciones o
ayudas de costa señaladas a justicias, capitulares y dependencias de
los ayuntamientos y salarios de oficiales y empleados, como el médico
o el maestro; réditos de censos legítimos o impuestos con facultad
real; festividades votivas o limosnas voluntarias y gastos precisos o
extraordinarios. Unas juntas municipales formadas por un alcalde
ordinario, dos regidores, el síndico y el depositario general fueron
responsabilizadas del manejo y custodia del dinero procedente de
los propios y arbitrios; sus disposiciones no podían ser alteradas por
el cuerpo de regidores. Un asesor letrado nombrado por el intendente
podía intervenir en las sesiones del cabildo y con frecuencia le impuso
su criterio de manera despótica, como informaron con pesar desde
Santiago de Chile:

«El hacer un detalle de los ultrajes que han padecido y sufrido


muchos de los individuos que componen el venerable cuerpo de la
república sería exponerse a la nota de una nimia prolijidad, o de
un excesivo amor por sus distinciones, bastando decir que desde
el ingreso a su empleo no hay aquel sosiego que se gozaba en otros
tiempos más serenos, porque ha creído que puede hacer prevalecer
su dictamen en las juntas del ayuntamiento contra el sentir de los
demás, interrumpiendo y despreciando con voces ásperas e injuriosas
los pareceres que contempla opuestos a los suyos» 42.

La Junta Superior de Real Hacienda, radicada en la capital del


virreinato o capitanía general, constituyó otra instancia de fiscali-
zación. Su papel resultó fundamental en el control centralizado de
una gestión económica municipal antes fragmentada en comparti-
mentos estancos y autosuficientes. No fue menos importante la rup-
tura con la tradición urbana en este campo, porque en aras de la
uniformidad se favoreció la disociación entre el casco y el término
municipal. Frente a la idea de la ciudad como centro de un territorio
o región en la que funcionaba como capital política y cultural, banco,
mercado, centro distribuidor y lugar de referencia, vigente desde
el tiempo de los conquistadores, se abrió paso la separación de lo
rural y lo urbano. La urbe se concibió por primera vez sin la extensa
jurisdicción que le había conferido sentido y continuidad. El cambio
fue de enorme gravedad. La red urbana americana se había nutrido
en su segundo nivel de una galaxia de ciudades medianas y pequeñas
140 Manuel Lucena Giraldo

que actuaban como cabeceras regionales y poseían una jurisdicción


municipal gigantesca. En ella solían asentarse multitud de pueblos
de españoles e indios (siquiera en términos jurídicos, pues en impor-
tantes áreas del continente sus habitantes ya eran mestizos, miembros
de castas y nativos forasteros o ladinos, hispanizados por ser cristianos
que hablaban español), junto a estancias y haciendas en formación
y otras comunidades no oficiales, pero más o menos toleradas. Se
trataba de campamentos y rancherías de mineros, llaneros y supuestos
ladrones de ganado, cumbes y palenques de esclavos huidos o «ro-
chelas», núcleos de campesinos pobres y libres, zambos, mulatos,
mestizos, blancos y negros, todos tácitamente aceptados porque lo
fundamental era que acataran la autoridad real y también porque
no había otro remedio 43.
La fragmentación de los términos municipales a manos de los
intendentes, promotores también con frecuencia de nuevas pobla-
ciones, redujo el poder de las ciudades más antiguas y facilitó su
control, pero también favoreció el establecimiento de otras y legalizó
núcleos poblados existentes, presentados a veces como fundaciones
establecidas por ellos o sus empleados en el curso de alguna expe-
dición benemérita y meritoria. Fue el caso de Cartagena de Indias
y las 44 «poblaciones nuevamente fundadas» entre 1774 y 1778
por el capitán Antonio de la Torre, que no se debió a la iniciativa
de un intendente, pues en Nueva Granada fueron excepción. En
sus propias palabras, el contingente de pobladores allí radicado hasta
llegar a casi 42.000 personas se había formado agrupando la gente
dispersa que vivía en los montes, descendientes de tropa y marinería,
desertores, polizones, esclavos huidos, cimarronas, prófugos, crimi-
nales escapados de los presidios y cárceles e indios que, mezclados,
habían dado lugar a «una abundante casta de zambos, mestizos y
otros matices difíciles de determinar», sin orden, trabajo ni vestido,
«de que no necesitaban por no tener frío ni vergüenza» 44.
El caso de la «monstruosa jurisdicción» de Guatemala no resulta
menos significativo. Tenía inicialmente 58 leguas, pero se redujo
a 11 en 1573. El cronista criollo y regidor perpetuo Francisco Fuentes
y Guzmán señaló en su Recordación Florida (1690) que contenía
77 pueblos de indios; estos suministraban fruta, pescado, cereales,
hierbas, ropas, carne y madera a sus habitantes bajo la supervisión
del cabildo. El pavoroso terremoto padecido por la ciudad en 1773,
que impuso el traslado a un nuevo emplazamiento, sirvió de excusa
para reducirlo a cinco leguas, con solo tres barrios o pueblos en
la vecindad. El resto se dividió en dos corregimientos y como las
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 141

protestas de la ciudad no cesaban, en 1778 el rey impuso un «perpetuo


silencio» sobre el asunto. La aparición de núcleos poblados también
implicó el conflicto por la posesión de parte de las viejas jurisdicciones
a las que habían pertenecido. El pueblo de Danlí, una ranchería
de minas y ganado emancipada de la antigua Tegucigalpa, pidió
tener autoridad sobre cinco leguas, de acuerdo con el estatuto reco-
nocido por las ordenanzas de intendentes. El subdelegado de la capital
replicó con acritud
«que aún las mismas cuatro leguas son excesivas de territorio a los
alcaldes del pueblo de Danlí por carecer del privilegio de ayunta-
miento, erección y confirmación en villa y como a tal pueblo suplico
a V. S. [el capitán general] mande señalarles su territorio, para que
no se entrometan al de la subdelegación» 45.

La mejora y sofisticación de la administración urbana bajo la


presión de las intendencias también pretendió constituir una respuesta
al fuerte incremento de la población y su creciente complejidad social
y étnica, reflejo de la emergencia de una sociedad de castas en buena
parte del continente 46. La gran metrópoli americana era México,
que tenía en 1742 unos 98.000 habitantes. En 1772 llegaba a 112.462,
en 1803 a 137.000 y en 1820 a casi 180.000. Por detrás se situaba
un grupo de urbes en torno a los 50.000 habitantes: La Habana
contaba con 18.000 habitantes en 1741 y con 51.037 en 1791, pero
en 1817 llegaba a los 84.075; Buenos Aires tenía 10.056 habitantes
en 1744, 24.363 en 1773, 42.540 en 1810 y 55.416 en 1822; Lima
—una de las pocas ciudades que perdió población en el siglo XVIII—
tenía 52.627 habitantes en 1755, a nueve años de un terrible seísmo,
y mil menos en 1791, pero en 1812 había llegado a 64.000; Gua-
najuato tenía 32.000 habitantes en 1793 y 71.000 en 1803; Puebla
contaba con 42.000 habitantes en 1742 y 68.000 en 1803; Guadalajara
tenía 11.294 habitantes en 1760, 34.697 en 1803 y 40.000 en 1813.
Caracas tenía 18.669 habitantes en 1771 y creció hasta 42.000 en
1812, poco antes del desolador terremoto que la dejó semidestruida.
En torno a los 25.000 había muchas urbes. Cuzco tenía 26.000 en
1754 y 32.000 en 1791; Santiago de Chile contaba con 21.000 en
1758 y 30.000 en 1800; Arequipa tenía 24.000 en 1791; Querétaro,
24.000 en 1779 y 35.000 en 1803; Santafé de Bogotá, unos 19.000
en 1772 y 28.000 en 1809; Quito, 23.726 en 1784 y más de 25.000
en 1810; Maracaibo, 10.000 en 1772 y 22.000 en 1800.
Por detrás, había un conjunto de ciudades que habían sido grandes
venidas a menos, otras que habían aumentado su población y algunas
142 Manuel Lucena Giraldo

nuevas en pleno crecimiento. En Concepción residían 5.000 habi-


tantes en 1758 y 17.000 en 1800; en Cartagena, 13.690 en 1777
y 17.600 en 1809; Mendoza tenía 14.000 en 1812; Santiago de Cuba,
11.000 en 1774 y 15.000 en 1792; Mérida de Yucatán, 7.000 en
1742 y 10.000 en 1803; Veracruz, 8.000 en 1742 y 16.000 en 1803.
Finalmente, existían ciudades pequeñas como Valencia de Venezuela,
con los mismos 7.000 habitantes en 1772 y 1800; Barquisimeto pasó
en ese período de 9.000 a 11.000 habitantes; Córdoba del Plata
tenía 11.000 habitantes en 1813; Monterrey, 7.000 en 1803; Asun-
ción, 7.088 en 1793; Trujillo del Perú, 6.000 en 1791; la antes popu-
losa Panamá, 7.831 en 1790; Tucumán, 4.000 en 1812; Valparaíso,
5.000 en 1813; Medellín, 6.000 en 1772 y 5.000 en 1800; Cali,
7.000 en 1789 y los mismos en 1807; Matanzas, 3.000 en 1774
y 6.000 en 1792 47.
La comparación con las ciudades de la España peninsular resulta
significativa. En 1787, Madrid tenía 190.000 habitantes; Valencia,
100.657; Barcelona, 92.385; Sevilla, 80.915; Cádiz, 71.080; Málaga,
51.098; Valladolid, 23.284; La Coruña, 13.575; Bilbao, 12.787; San
Sebastián, 11.494; Gerona, 8.014, y León, 6.051. El peso demográfico
de las urbes americanas en el conjunto de la monarquía es evidente 48.
También resulta significativo el análisis, en la medida de lo posible,
de los datos sobre distribución de la población en el territorio, peso de
la capitalidad y consistencia de la red urbana. En 1778 la población
de Buenos Aires era un 13 por 100 del total virreinal y Catamarca,
Córdoba y Mendoza juntas reunían un 11 por 100 más; en 1800,
estos porcentajes habían bajado al 12 y al 8 por 100, respectivamente.
Santiago de Chile tenía en 1791 un 8 por 100 del total de la Capitanía
y Concepción y Talca un 3 por 100; La Habana reunía un 19 por
100 de la población cubana en 1792 y Puerto Príncipe, Santiago
y Trinidad otro 15 por 100, pero en 1827 los porcentajes habían
descendido al 13 y al 9 por 100. Lima tenía en 1791 un 5 por
100 de la población virreinal, Arequipa, Huamanga y Cuzco un 8
por 100; Caracas agrupaba el 7 por 100 de la población de la Capitanía
en 1772, pero Barquisimeto, Maracaibo y Valencia reunían el 8 por
100. En 1800, los porcentajes habían bajado al 4 y al 5 por 100.
Incluso en México, con una de las mayores metrópolis del mundo
atlántico, la capital tenía el 3 por 100 de la población virreinal en
1772, pero en 1803 y 1823 bajó al 2 por 100; Guanajuato, Puebla
y Zacatecas reunían el 3 y el 2 por 100 del total en las mismas
fechas. Con independencia de la desigual distribución de núcleos
poblados en el territorio, resulta obvio que la brutal macrocefalia
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 143

urbana es un fenómeno posterior a la independencia 49. Los sistemas


de ciudades de la América española en las décadas anteriores a ella
muestran una distribución armónica de sus componentes, lo que
prueba la posterioridad de la primacía de una urbe-capital, con los
graves efectos que causa sobre la ordenación del territorio, los flujos
de población y la creación de riqueza 50.
Excepto en coyunturas peculiares, vinculadas a crisis agrícolas
cíclicas, no se produjo una transformación masiva de población rural
en urbana, debido a la ausencia de estímulos industriales o buro-
cráticos de entidad suficiente, con la excepción del empleo en el
ejército y las milicias 51. Estas atrajeron en el área del Caribe a mulatos
y pardos marginados en la ciudad o a residentes en áreas rurales
próximas y les ofrecieron oportunidades de ascenso social y prestigio,
que culminaron con su acceso a las universidades o la compra de
cédulas de «gracias al sacar», equivalentes a certificados de blancura
legal, para escándalo y oprobio, entre otros, de los «grandes cacaos»
caraqueños, que se opusieron a ello con la mayor firmeza 52. Es alta-
mente probable que el notable crecimiento demográfico de las ciu-
dades impulsara la comercialización de productos del campo en sus
mercados, atrayendo sectores dinámicos de las sociedades rurales.
Así se pudo acelerar la ruptura del equilibrio comunitario tradicional
a favor de las grandes propiedades y en contra de campesinos y
cultivadores de pequeñas parcelas, conuqueros mestizos e indígenas.
Las leyes y los tribunales todavía protegían de manera relativamente
eficaz los resguardos y terrenos de los pueblos de indios. El golpe
de gracia se lo darían las desamortizaciones de tierras del siglo XIX
y la extinción de los derechos comunales 53.
La información existente sobre los totales de población permite
efectuar otras reflexiones. El incremento de los residentes en ciudades
debió obedecer ante todo al crecimiento vegetativo y la emigración
transatlántica voluntaria de blancos europeos y forzada de esclavos
africanos. Aunque el número de habitantes en urbes no creció en
términos absolutos respecto a su porcentaje por territorios, los puertos
emergentes mejor integrados a la economía atlántica como La Haba-
na, Caracas o Buenos Aires, los emporios del azúcar, el cacao y
los cueros, tuvieron un comportamiento distinto y atrajeron población.
También es constatable que la emigración desde la península se
desvió a ciudades ligadas a los circuitos del comercio libre, con la
salvedad de las iniciativas repobladoras, una constante del período.
A Luisiana fueron enviados canarios, alemanes, acadianos del Canadá
francés e ingleses realistas de las trece colonias, tras la independencia
144 Manuel Lucena Giraldo

norteamericana; a Florida partieron alemanes de la misma proce-


dencia, junto a menorquines, cubanos, campechanos y canarios; a
Cuba fueron canarios y catalanes. Diversos grupos de peninsulares
e isleños se radicaron con más o menos fortuna en Santo Domingo,
Yucatán, Guayana, las Provincias Internas de Nueva España, Hon-
duras o Chile; indígenas de Florida fueron llevados a Cuba y negros
y mulatos «fieles» de Santo Domingo a Cuba y Yucatán después
de la revolución haitiana.
Los sistemas de repoblación fueron variados, pues comprendieron
desde el envío de soldados-colonos a presidios, el despacho de pobla-
dores forzosos, milicianos sin oficio, presidiarios, vagamundos, pros-
titutas y gentes «mal entretenidas» de las ciudades importantes, pero
también de pueblos y aldeas que se querían librar de «indeseables»,
a la emigración voluntaria subsidiada por la Corona y regulada por
la legislación de Indias bajo contrato con un particular 54. Algunos
de los promotores de nuevas fundaciones merecieron el ennoble-
cimiento por sus servicios: Domingo Ortiz de Rozas fue conde de
poblaciones por haber fundado 16 villas en Chile entre 1749 y 1756;
el teniente de milicias José Guzmán fue barón de la Atalaya en
1778 por haber establecido San Miguel en el límite con el Santo
Domingo francés; Miguel de Aycinena recibió en 1786 un marquesado
por su labor en Guatemala; Joaquín de Santa Cruz fue conde de
Jaruco en 1796 por su labor fundacional en Cuba y a Ambrosio
O’Higgins se le honró con el marquesado de Osorno en 1796, tras
repoblar esta ciudad chilena asolada por los indígenas en 1604 55.
Otra de las características del siglo XVIII fue el dinamismo de
la frontera urbana, que operó como vector fundamental de la con-
solidación regional iniciada en la centuria anterior y fue clave para
el «desenvolvimiento más intensivo del mestizaje en su diversas for-
mas de composición racial» 56. Sin duda se ha enfatizado en demasía
la desaceleración del proceso fundacional a partir de 1620 y su
resurrección a partir de 1750. En realidad, es impresionante la con-
sistencia con que se mantuvo en marcha: en este campo los reformistas
carolinos se limitaron a aplicar con renovada disciplina las Ordenanzas
de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias de 1573,
paradigma de una experiencia multisecular que duró hasta la inde-
pendencia, e incluso después. De ahí que resulte adecuado carac-
terizar la segunda mitad del siglo como una nueva era de expansión
imperial, ocupación de áreas «vacías» e integración de territorios
marginales, pero también sea necesario llamar la atención sobre sus
fundamentos institucionales y sociales. El presidio, el real de minas,
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 145

la misión y la ciudad fueron elementos de una rica tradición fronteriza


y no deben verse en competición, sino integrados, pues constituyeron
soluciones a situaciones diversas, pero se encaminaron al mismo obje-
tivo, la producción de espacio occidentalizado:

«Aventurándose en una hostil geografía, los misioneros difundirían


el evangelio y la buena nueva de la cristiandad; los indios convertidos
serían agrupados en misiones donde los padres [...] les impartirían
la instrucción. Los misioneros serían protegidos por soldados, que
se alojarían en presidios próximos a los establecimientos religiosos.
Los soldados brindarían la fuerza física requerida para persuadir a
los nativos, pero la fuerza se emplearía únicamente cuando fuera
necesaria para obligar a los paganos a adoptar una actitud receptiva
ante las enseñanzas de los misioneros. Y las familias de los soldados
los acompañarían hacia la frontera, vendrían comerciantes a venderles
bienes y los agricultores y rancheros recibirían tierras en las inme-
diaciones. Las colonias de orden civil crecerían, así, en torno a los
presidios y las misiones. Este triple ataque sobre [...] territorios vír-
genes, se creía, pondría gradualmente bajo el poder y la dominación
españolas la distante frontera» 57.

Hubo también elementos nuevos. En primer lugar, la secula-


rización ejercida por el reformismo de frontera, que trajo conflictos
con misioneros demasiado independientes, desde los jesuitas expul-
sados en 1767 a los capuchinos catalanes de Venezuela y tantos
otros religiosos hostilizados por gobernadores e intendentes regalistas
y remisos al poder eclesial. La pretensión de centralización y uni-
formidad supuso la extensión de instituciones de unos lugares a
otros. Entre ellas destacaron las paces y «parlamentos» generales,
celebrados para negociar acuerdos de convivencia e interés común
con indígenas independientes y ariscos y con negros arrochelados.
Se realizaron con tocagües, araucanos, chiriguanos, yaquis, comanches
y apaches en Nueva España o darienitas y palenqueros en Nueva
Granada. También los hubo en Florida y en Chile, donde regularon
una guerra fronteriza secular e incluyeron el establecimiento en San-
tiago de «caciques embajadores permanentes» 58. No resultó menos
importante la creación de «provincias internas». Estas fueron enti-
dades administrativas especiales, dirigidas a formalizar las políticas
de colonización y poblamiento de vastos territorios interiores del
continente: en verdad, colaboraron a abrir el interior del Nuevo
Mundo. Aunque la más conocida y exitosa fue la Comandancia Gene-
ral de las Provincias Internas de Nueva España (1776), hubo expe-
146 Manuel Lucena Giraldo

riencias similares en la Guayana venezolana, en Mainas en la audiencia


quiteña y en Mojos y Chiquitos en el Alto Perú 59.
El fenómeno de expansión de la frontera urbana alcanzó a todos
los territorios americanos 60. En Santo Domingo, se fundaron San
Felipe de Puerto Plata (1735), Santa Bárbara de Samaná (1756)
o Sabana de la Mar (1760), en parte con emigrantes canarios. En
Cuba, se refundó Pinar del Río (1773) y se establecieron Nuevitas
y Mariel; en Florida se erigieron enclaves fronterizos como los fuertes
de San Marcos de Apalaches, Nogales o San Fernando de las Barran-
cas y en Luisiana se poblaron con peninsulares Galveston, Barataria,
Nueva Gálvez e Iberia, algunos de cuyos habitantes se radicaron
en Veracruz tras la cesión del territorio a Francia en 1803.
En el septentrión novohispano surgieron una sociedad y una eco-
nomía originales, cuyos agentes fueron los gambusinos o buscadores
de metales preciosos, aventureros de toda ley, soldados y capitanes
ambiciosos y frailes mesiánicos. A ellos se unieron agricultores y
ganaderos peninsulares, indios tlaxcaltecas y tarascos traídos del sur
y los propios nativos chichimecas y de otras etnias «rescatados de
la barbarie». Aislados, poco numerosos, obligados a defenderse a
sí mismos, cuidaron de sus socavones, pueblos, iglesias, presidios
y ranchos con denuedo y desempeñaron todos los oficios, pues «eran
a la vez carpinteros, agricultores, cocineros, vaqueros, arrieros, explo-
radores y organizadores de hombres» 61. El noroeste se comunicaba
con el resto del virreinato por el camino de «tierra adentro», que
iba hasta Santafé de Nuevo México bordeando la Sierra Madre occi-
dental; su vertiente hacia el Pacífico estaba casi despoblada. El con-
tacto con las misiones y presidios de Texas era muy difícil. Pese
a las dificultades, el impresionante impulso fundacional llevó a la
colonización de Sierra Gorda desde 1748 y al establecimiento de
más de veinte pueblos hacia el norte, como Laredo, Dolores, Reinosa,
Soto de la Marina o San Antonio. En ellos coexistieron dos tipos
de trazas distintas, una de nueve manzanas cuadradas de lado y
plaza central y otra con manzanas cuadradas y rectangulares enfren-
tadas alrededor de una plaza mayor cuadrada; las manzanas fueron
mayores que las habituales en el siglo XVI, pero los solares más peque-
ños, lo que aumentó la densidad 62.
En el profundo norte, a partir de 1772, se consolidó la mítica
frontera califórnica, que aglutinó misiones, pueblos y presidios. Estos
sirvieron como refugio a civiles y soldados, pero en raras ocasiones
permitieron organizar campañas eficaces contra los nativos que incur-
sionaban desde las grandes praderas 63. Hacía tiempo que existía
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 147

una red de presidios para proteger reales de minas como Sombrerete,


Real de Catorce, Saltillo, Parral y Chihuahua o urbes como Durango
de los ataques de apaches, comanches, semis o tarahumaras. La
línea defensiva atravesaba desde el Pacífico al Caribe por Sonora,
Sinaloa, Nueva Vizcaya, Arizona, Nuevo México y Texas y constaba
de quince presidios colocados a quince leguas unos de otros. Des-
tacaban los de Tubac —una agrupación de edificios de adobe sobre
una elevación, presididos por una casa de guardia y residencia del
capitán, rodeados de una capilla y con algunos barracones de soldados,
todo ello sin fortificar—, Terrenate, El Paso, Janos, Buenaventura,
Julines, Cerro Gordo, Santa Rosa, Monclova y San Antonio 64. Junto
a este se fundó en 1731 de acuerdo con las Ordenanzas de 1573
la villa homónima con 16 familias canarias compuestas por 56 miem-
bros, que habían sobrevivido a un penoso traslado desde Cuba y
Veracruz. El resto del siglo llevaría una existencia sencilla de ciudad
ganadera, alterada tan sólo por los periódicos intentos de los gober-
nantes de Texas, allí residenciados, de moralizar la vida pública y
acabar con el juego, los robos, los amancebamientos escandalosos,
la destilación clandestina de licor y las carreras de caballos en las
calles 65.
Por fuera del contorno protegido existían otros presidios, como
los de Monterrey en California o Santafé y Robledo en Nuevo México.
Allí el fenómeno urbanizador se manifestó de maneras distintas. San
Carlos, San Diego, San Antonio de Padua, San Gabriel y San Luis
Obispo fueron misiones fundadas por fray Junípero Serra entre 1769
y 1772; San Juan Capistrano, San Francisco y Santa Clara se esta-
blecieron en 1776 y 1777, Buenaventura en 1782, Santa Bárbara
en 1786, San Luis Rey en 1798 y San Francisco Solano en 1823.
San Diego, San Francisco y Santa Bárbara (con 203 habitantes, de
ellos 47 mujeres, en 1785) además de misiones fueron presidios.
En cuanto a las ciudades, no resultaron menos importantes 66. San
José de Guadalupe (1777), Los Ángeles (1781) y Branciforte (1796)
lo fueron desde sus inicios 67. Mientras los presidios eran sostenidos
con situados de las Provincias Internas, las misiones se mantuvieron
con el «fondo piadoso» de California 68.
En Guatemala destacó el traslado a una nueva capital tras el
terremoto de 1773 —la nueva traza cuadrada mostró pequeños atre-
vimientos del urbanismo ilustrado, tendentes a cuestionar la regu-
laridad tradicional, pues la plaza mayor se desplazó al norte y hubo
elementos asimétricos— y se fundaron pueblos y villas para mestizos
y ladinos, como San Luis de las Carretas (1784), San Salvador (1802),
148 Manuel Lucena Giraldo

Jocotenango, San Pedro, Potresillo (1810) y Santa Rosa, esta última


en Honduras. Algunos emigrantes gallegos que iban a fundar una
villa en la Mosquitia fueron enviados a Trujillo con el objeto de
reforzar su débil poblamiento. En Nueva Granada, se fundó El Banco
(1744), con negros libertos, mestizos y blancos pobres, pero lo más
importante fueron las citadas «nuevas poblaciones» de Cartagena
(con trazas de 48 manzanas cuadradas o irregulares, según los casos),
entre las cuales destacaron Montería, Sincelejo, Sonsón y Ciénaga.
En el Darién se construyeron casas fuertes en Yaviza, Chepigana,
Cana y El Real y en 1786 el ingeniero Antonio de Arévalo erigió
los fuertes de San Rafael y San Gabriel para proteger las poblaciones
del golfo de San Blas y Carolina. En el Pacífico surgió el fuerte
del Príncipe, que debía dar salida a un futuro camino interoceánico,
pero en 1789 una real cédula ordenó abandonar los costosos esta-
blecimientos de Mandinga, Concepción y Carolina, destruir los fuer-
tes y demoler las iglesias «para que no fueran profanadas por los
salvajes». En Venezuela, se fundaron Puerto Cabello en la costa,
Ciudad Real y Real Corona (1759) en el Orinoco, Angostura (1764)
en su desembocadura y San Fernando de Atabapo, Esmeraldas y
San Carlos de Río Negro en la ruta fluvial amazónica. Esta última
se convirtió en la localidad limítrofe con el Brasil portugués.
El Río de la Plata fue en sentido urbano una realización die-
ciochesca. En 1724 se fundó Montevideo para proteger la desem-
bocadura fluvial y luchar contra el contrabando; sobre uno de los
ejes de salida de la descentrada plaza mayor se situó la ciudadela
y las 32 manzanas en damero de la traza inicial se sortearon entre
los canarios que fueron sus primeros pobladores civiles. En sus alre-
dedores se fundaron en 1776, tras la toma española de la colonia
de Sacramento, pueblos como Las Piedras, Florida o San Juan Bau-
tista, con algunos blancos que vivían dispersos 69. Más allá surgió
un segundo cinturón urbano con San Fernando Maldonado, San
Carlos, Melo (de plaza rectangular) y Batoví, que fueron lugares
fundamentales en la defensa frente a los lusobrasileños. Con el mismo
propósito se consolidaron en Paraguay presidios y núcleos urbanos,
como San Felipe Borbón (1714) al norte y La Villeta (1718) al sur.
Entre ambos se levantó una línea de presidios desde San Jerónimo,
extramuros de Asunción, a Lambaré o El Reducto, que fueron refor-
zados desde 1761 con Ibioca, Maicampan o Ñembucai. En 1745
surgió San Agustín de la Emboscada con negros y pardos libres
como pobladores; después del Tratado preliminar de San Ildefonso
(1777), aparecieron en el río Paraguay Pilar Ñeembucó y Rosario
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 149

Cuarepotí. En las Malvinas, tras la expulsión de franceses y británicos,


se fundó Puerto Soledad (1767). En la Patagonia, emigrantes astu-
rianos, gallegos y castellanos fundaron en 1778 Puerto Deseado como
base pesquera y de extracción salinera. Con el objeto de protegerla,
se establecieron diversos fuertes: San José (1779) y Carmen de Pata-
gones (1782). En Chile, donde el suelo realengo para nuevas fun-
daciones era escaso (la tierra debía ser adquirida a particulares) y
la existencia de una frontera indígena abierta había producido una
acusada desruralización, la Junta de Poblaciones impulsó con el apoyo
del capitán general Manso de Velasco la fundación de diez ciudades,
entre ellas Rancagua (1743) o Santa Cruz de Triana. La hazaña
se narró en una leyenda contenida en su plano en estos términos:

«El gran Filipo quinto, el animoso


de las Españas y de las Indias dueño,
en estados y en armas tan glorioso,
a todo el mundo asombra su real ceño.
Edifica ciudades, puebla villas,
teatro es el orbe de sus maravillas,
Don José Manso de Velasco ardiente,
en su celo y acero fulminante,
siendo de aquesta audiencia presidente,
se extendió en poblaciones más que Atlante» 70.

En tiempos de otro capitán general, Domingo Ortiz de Zárate,


se fundaron quince poblaciones y se trasladaron o reconstruyeron
Chillán y Concepción, arruinadas en 1751 por un terremoto. Esta
última

«contiene rasgos ejemplares en su traza: la plaza, de 150 varas por


lado, presenta en el situado al sur varios cuarteles para artillería,
infantería y dragones veteranos. La plaza va, en este caso y con justicia
de su rango militar, a titularse «plaza de armas». Los edificios que
contienen estos cuarteles junto a la catedral (obra hecha sobre los
planos de Sabatini, Toesca y Palomino), la iglesia de San Pedro,
el palacio del arzobispo, la casona de los gobernadores, el ayun-
tamiento y los que ocupa un poderoso criollo (José de Urrutia) poseen
una unidad vertebral arquitectónica neoclásica: que es como una
atmósfera nueva colocada sobre el clásico esqueleto del damero» 71.

En las décadas siguientes hubo en Chile más preocupación por


la fundación de pueblos de indios, pero también se establecieron
ciudades como Talcahuano y Tucapel, en plena Araucanía: el capitán
150 Manuel Lucena Giraldo

general Ambrosio O’Higgins retomó el impulso urbanizador y esta-


bleció Maipo (1792), Linares (1794), Osorno (1796) —con la pre-
tensión de convertirse en la utopía perfecta de una comunidad de
hacendosos labradores y laboriosos artesanos— o Llopeu (1797).
Las reformas urbanas expresaron el ideal de las ciudades ilustradas
como máquinas cuyos mecanismos se encontraban en perpetuo movi-
miento. De ahí que las más importantes experimentaran una profunda
transformación, fundada en una nueva idea de civilidad. En adelante,
el espacio público se querrá separado del privado y desgajado de
los ámbitos de lo íntimo (concernientes a la vida privada oculta,
pues la exterior debía mostrar comportamiento adecuado) con una
pretensión de transparencia absoluta 72. La rapidez de este cambio
fue tan asombrosa que se puede hablar de una revolución de los
modelos descriptivos, que pasaron de fijarse en la abundancia de
las ciudades a hacerlo en su inmundicia. Todavía en 1777 Juan de
Vieyra señaló en su Breve y compendiosa relación de la ciudad de
México que el interior de la plaza mayor, adornada por «la famosa
fuente que forma un perfectísimo ochavo», era «un abreviado epílogo
de maravillas», con toda clase de frutas y hortalizas expuestas, «que
ni en los mismos campos se ve junta tanta abundancia». En 1788,
sin embargo, un anónimo Discurso sobre la policía de México señalaba:

«Domina en esta ciudad un desorden en la manipulación y venta


de alimentos condimentados y preparados con fuego, que apenas
hay plaza y aún calle donde no se fría o guise, causando no sólo
las contingencias de incendios sino el humo, olor u otras incomo-
didades inseparables» 73.

Los representantes allí del nuevo urbanismo neoclásico, que pre-


tendieron imponer unidad, regularidad, simetría, proporción y pers-
pectiva, en aras de su proyecto de ciudad política orientada a la
felicidad de sus habitantes mediante la ciencia y la industria y la
implantación de conductas higiénicas, morales y racionales, perci-
bieron la antes laureada plaza mayor como «muy fea y de vista
muy desagradable» 74. Pero lo peor era el elemento humano que
la habitaba: «Lo desigual del empedrado [... ] los montones de basura,
excrementos de gente ordinaria y muchachos, cáscaras y otros estor-
bos la hacían de difícil andadura». La famosa fuente fue denigrada
sin contemplaciones:

«Esta pila fue una gran inmundicia, el agua estaba hedionda


y puerca, a causa de que metían dentro para sacar agua las ollas
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 151

puercas de la comida de los puestos y también las asaduras para


lavarlas. Las indias y gente soez metía dentro los pañales de los niños
estando sucios para lavarlos fuera con la agua que sacaban [...] el
enlosado de afuera estaba lamoso y resbaloso a causa de la jabonadura
que despedía la ropa que lavaban al derredor» 75.

Por entonces se perdieron las primeras iglesias de México, como


la del Amor de Dios, reemplazada por una tienda y una vivienda;
la de San Felipe, convertida en casa de vecindad; la de San Pedro
y San Pablo (1784) y la capilla del Gallo, pero por contraste apa-
recieron la Real Academia de San Carlos (1784), impulsora de la
estética neoclásica, o el formidable palacio de minería del valenciano
Manuel Tolsá, construido entre 1797 y 1813. En ese escenario irrum-
pió, como predestinado a restaurar las pasadas glorias de la ciudad,
el habanero Juan Vicente de Güemes, conde de Revillagigedo y virrey
de Nueva España de 1789 a 1794. Fue él quien hizo «desembarazar
totalmente la plaza mayor de sus puestos y sus cabañas», limitó
el mercado a la explanada del Volador y dispuso la limpieza, empe-
drado y regularización de las calles y la recogida de las basuras.
Además, ordenó al arquitecto jefe de la ciudad, Ignacio Castera,
levantar un plano con el objeto de «conciliar el mejor orden de
policía y de construcción futura». A este respecto, es interesante
subrayar que las obras pretendieron restaurar la ciudad a «la her-
mosura material y la salubridad del aire» que había tenido en sus
orígenes cortesianos, perdidos por las irregularidades abiertas en la
traza, los callejones y vericuetos.
Que en el curso de las obras en la plaza aparecieran el calendario
azteca de la piedra del sol y el monolito de Coatlicue, la diosa terrestre
de la vida y la muerte, representada por una mujer con una falda
de serpientes y un collar de corazones de sacrificados, no menoscabó
el fervor transformador del virrey 76. La exuberancia normativa de
su programa también se hizo patente en los bandos que establecieron
«una casa de alquiler de coches y cupés decentes, situando algunos
en parajes públicos para fletarlos solamente por horas, a precios
cómodos», o castigaron al que rompiera o robara el alumbrado: «el
que quebrare algún farol, [de los que existían 1.128 en la capital]
aunque sea descuido lo pagará y si no tuviere con qué, se le aplicará
a donde lo devengue con su trabajo». No era cuestión de broma;
quien se enfrentara a los guardias que los cuidaban podía arriesgarse,
según los casos, a tres años de trabajos forzados, destierro y multas.
No son menos significativas las órdenes de Revillagigedo para
que hubiera vigilancia militar en los paseos de la Alameda y Bucareli.
152 Manuel Lucena Giraldo

Allí, los soldados debían ordenar el tráfico e impedir la entrada de


«gente de mantas o frazadas, mendigos, descalzos, desnudos o inde-
centes». Los vendedores de dulces fueron permitidos a condición
de que no los fabricaran allí y vinieran vestidos 77. La desnudez se
consideraba en general una consecuencia de la ociosidad y madre
de otros vicios, como la afición desmedida a la bebida en las pulquerías
y la entrega desenfrenada al juego, que llevaba al común de las
gentes a empeñar la ropa en las pulperías o a perderla en envites
desafortunados 78. En esta materia, Revillagigedo obtuvo un gran éxi-
to, pues impuso a los 5.000 hombres y 2.000 mujeres que trabajaban
en la gigantesca Real Fábrica de Puros y Cigarros —cuyo edificio
neoclásico levantado entre 1793 y 1807 fue un logro de la arquitectura
industrial a escala mundial—, así como a los 500 operarios de la
Casa de la Moneda, la compra de una vestimenta adecuada con
cargo a su salario 79. El testimonio del peninsular José Gómez, que
residió en México en su etapa de gobierno, la resumió con la concisión
exigida a una Relación de mando:

«En su tiempo se hicieron agujeros por toda la ciudad y se sacaron


varios ídolos del tiempo de la gentilidad [...] En su tiempo se quitó
el repique de las campanas con esquilas [cencerros pequeños] en
todas las iglesias [...] por mandado del virrey se mataron más de
20.000 perros. Se pusieron en todas las calles faroles y unos hombres
que los cuidaban que se llamaban serenos y que estaban toda la
noche gritando la hora que era y el tiempo que hacía. Se pusieron
unos carros para la basura y otros para los excrementos de casas,
con su campana. Todos los miércoles y los sábados de la semana
se barrían todas las calles y se regaban todos los días y si no se
multaba a los vecinos con 12 reales. Se quitaron de palacio todas
las imágenes que había de Cristo y de la Virgen [...] Se pusieron
en todas las calles o esquinas los nombres y los números de las
casas en azulejo. Se pusieron coches de providencia, que no los había
ni se habían visto» 80.

Lo cierto es que Revillagigedo fue tanto un gobernante singular


como el representante de un estilo de mando visible en muchas
ciudades de la América española en las últimas décadas del siglo,
cuyo programa de obras públicas solía conllevar la construcción de
un cuartel, un hospital, el traslado extramuros del cementerio, la
mejora y construcción de nuevos puentes y caminos, fuentes de agua
potable, sistemas de alcantarillado, paseos, teatros, plazas de toros,
jardines y alamedas, así como una serie de mejoras de las condiciones
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 153

de habitabilidad, entre las que se contaban aquellas relacionadas


con la limpieza, empedrado, alumbrado y jardinería. Su contem-
poráneo en el Perú, el marino Francisco Gil y Lemos (1790-1796),
estableció en Lima una academia de bellas artes, un gabinete ana-
tómico, un hospital y una escuela náutica 81. Sus habitantes encon-
traron gran esparcimiento en la alameda de los descalzos, arreglada
con fuentes, esculturas y parterres, el escenario perfecto para las
seductoras tapadas, que usaban un rebozo para taparse medio ojo
y causaban estragos entre los limeños por su singular atractivo. Al
final de siglo, el virrey O’Higgins mandó construir la carretera
Lima-Callao con tres calzadas: una central empedrada para vehículos
y dos laterales apisonadas para peatones. Esta iniciativa supuso el
rebasamiento definitivo de la muralla y la apertura de una nueva
etapa urbanística 82.
En Buenos Aires, una ciudad guarnición llevada a la opulencia
por la industriosidad y maña de sus grandes comerciantes, un virrey
novohispano, Juan José de Vértiz (1778-1783), descubrió al llegar
la fealdad de las construcciones, las dificultades de la circulación
provocadas por el cieno y el peligro para la salud pública de las
carroñas de la vacas sobre las calzadas, que atraían multitud de roe-
dores 83. De inmediato, junto al intendente Francisco de Paula y
Sanz, puso en marcha medidas como la prohibición de arrojar basuras
a la calle o las orillas del río, la nivelación y empedrado de las calles
y la eliminación de cactus de los alrededores de la plaza mayor,
que según creían le otorgaba un aspecto rústico. También ordenaron
abrir calles cerradas de manera arbitraria; los pulperos recibieron
orden de no cortar leña en la calle y se exhortó a los artesanos
a entrar a sus casas las mesas y bancos de trabajo que colocaban
donde les apetecía, a fin de no entorpecer la circulación de los vian-
dantes. Las calles se iluminaron con faroles de grasa de vaca, pero
con frecuencia fueron robados o rotos. Vértiz también fundó el pro-
tomedicato, un hospicio, un corral de comedias, una imprenta y
una casa de expósitos. A comienzos del siglo XIX se acometió la
reforma de la plaza mayor, que fue dotada de arquerías; la planta
baja se ocupó con tiendas y el primer piso tuvo depósitos y habi-
taciones. El mercadeo permanente de toda clase de objetos y ali-
mentos sólo se detenía en ocasiones especiales, cuando el recinto
acogía fiestas, espectáculos, corridas de toros o ahorcamientos de
delincuentes, cuyos cadáveres eran a veces cortados en trozos y las
cabezas y manos arrojadas a los lugares donde habían perpetrado
sus crímenes 84.
154 Manuel Lucena Giraldo

En Santiago de Chile sucesivos gobernantes favorecieron las obras


en la plaza mayor, la audiencia, el palacio del capitán general, la
nueva catedral (1775), la aduana, el cabildo (1790), el palacio de
la moneda (1805) y el consulado (1807), mientras en Quito fue
el barón de Carondelet (1799-1807) quien ordenó restaurar el palacio
de gobierno, el atrio y portadas de la catedral y poner en marcha
un servicio de limpieza y recogida de basuras. En Caracas, en tiempos
del gobernador Manuel González (1782-1787) se edificaron los puen-
tes de Carlos III y la Trinidad, un corral de comedias y una alameda
según el modelo del Paseo del Prado madrileño, con el fin de
«contribuir al mayor lucimiento de esta ciudad y que al mismo tiempo
haya una diversión pública que sirva para establecer en sus moradores
la sociedad política y de alivio a los que ejercitándose en el trabajo
de sus respectivos oficios soliciten el recreo del ánimo en aquel cómodo
rato dedicado al descanso» 85.

Como en otros casos, la alameda no sólo rompió la tradición


reticular, con todo lo que ello significaba de novedad, sino que ofreció
a las nuevas clases acomodadas un lugar de renovación de aires
y encuentro social, dedicado a intercambiar impresiones y miradas,
al margen de los viejos espacios y estilos. En Santafé de Bogotá,
el virrey Ezpeleta (1789-1796) mandó construir el puente sobre el
río Bogotá, llamado «del común», empedrar la calle real, abrir un
hospicio «para la recolección de mendigos y para que los miserables
forasteros y errantes disfrutaran del asilo que demandaba su condición
de invalidez o calamidad», estableció escuelas para niños, orquestas,
tertulias y hasta logró que se construyera un teatro. En su apertura,
se representó la comedia «El monstruo de los jardines», de Pedro
Calderón de la Barca 86.
El efecto de emulación de las grandes capitales fue considerable.
Donde era posible se mejoraba el suministro de agua; México con-
sumía de manantial, Caracas y Popayán de río, Cartagena de lluvia,
Querétaro y Santiago de Chile de río y manantial, Veracruz de río
y lluvia, y Lima de río, manantial y pozos, mientras que Buenos
Aires recurría a la de río, lluvia y pozos. Por sus calles, como en
Lima y otras ciudades, la vendían los populares aguateros, por lo
general negros esclavos que lograban con esta actividad remunerada
ahorrar para pagar su manumisión. El agua «gorda» se reservaba
para la plebe y la «delgada» para los pudientes, pero las enfermedades
atribuidas a sus deficiencias (catarro, garrotillo, asma o litiasis), aque-
jaban a todos por igual. A pesar de importantes novedades médicas,
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 155

como la vacuna, introducida desde 1803 en toda la América española,


todavía hacían estragos mortíferas epidemias 87.
La limpieza y eliminación de las calles de estiércol, perros sin
dueño, animales muertos y otros desperdicios se consideraron parte
sustancial de una buena imagen urbana y la «desagradable fetidez»
supuesta en Cuzco o San Luis Potosí fueron combatidas con dis-
posiciones que obligaron a los vecinos a sacar las basuras. El empe-
drado de las calles se acometía por lo general con piedra huevillo
(guijarros de río) en las calzadas y losas o piedra tallada en las aceras.
Buenos Aires, en cambio, tuvo aceras de ladrillo debido a la carencia
de piedra. En cuanto a la iluminación, era un asunto «de policía».
De ahí que los bodegoneros, mercaderes y dueños de pulperías tuvie-
ran que poner faroles en las puertas de sus establecimientos o pagar
un arancel al cabildo para su mantenimiento. En Veracruz su ins-
talación se justificó por el decoro debido a toda «población culta»,
el «carácter expuesto» de su plebe y la frecuente presencia de mari-
neros 88. Además de los fijos, existían faroles ambulantes, que eran
portados por guardianes —tres en el caso de Santafé de Bogotá—
o por esclavos que prestaban este servicio, como en Córdoba, a
la orden de «Ah, muchacho, el farol y vente presto» 89.
La ciudad americana de casas caídas, iglesias apuntaladas y calles
llenas de basura, barro y aguas fecales se presumió que había quedado
atrás. Aunque Panamá ofrecía un aspecto lamentable en 1761, se
acometió la construcción de empedrado, alcantarillado, una nueva
plaza y se repararon iglesias y edificios. Veracruz tenía en 1797 empe-
drado, acueducto y alumbrado de aceite; el cementerio se había
trasladado extramuros. La importancia del empedrado era extrema
en ciudades tropicales porque reducía el riesgo sanitario. El ingeniero
militar O’Dally utilizó los adoquines del lastre de los buques para
cubrir las calles de San Juan de Puerto Rico; Cartagena también
fue adoquinada. En La Habana se adornó la plaza mayor con ceibas
y jardines, se empedraron las calles, se abrieron las alamedas de
Paula y el Nuevo Prado y se inauguró el alumbrado; en la nueva
Guatemala, en cambio, estos trabajos tropezaron con grandes difi-
cultades por las peculiaridades del terreno. En época de lluvias, el
agua cubría las aceras y la sangre del matadero bajaba como un
arroyo pestilente desde los barrios altos de Habana y Capuchinos.
No resulta extraño que algunos pobladores de la vieja ciudad pre-
tendieran seguir en ella tras el terremoto de 1773 y para mostrar
su voluntad de permanencia se esmeraran en la limpieza de sus
calles y plazas, destinadas por imperativo legal a la evacuación for-
zosa 90.
156 Manuel Lucena Giraldo

La reordenación del espacio urbano obedeció a políticas de largos


alcances, cuya persistencia en el tiempo era imposible de prever.
Pero además el escenario físico y humano de las ciudades americanas
fue más difícil de transformar de lo que una voluntad política, por
muy regalista y despótica que fuera, podía lograr. Algunas inves-
tigaciones apuntan que el deterioro y abandono de los centros his-
tóricos existió en el siglo XVIII y se produjo de una manera «natural»,
ajeno a reestructuraciones tecnocráticas del tejido urbano. Es inne-
gable que la división en barrios y cuarteles fue determinante, porque
impuso una geometrización de innegable efecto urbanístico, fiscal
y propagandístico. Sin embargo, algunas investigaciones muestran
que estos simulacros de orden podían encubrir la soledad y la escasez
dramática del número de españoles peninsulares, pero también de
criollos americanos, en el seno de la «innumerable multitud» de
«color quebrado» que habitaba las ciudades. También es constatable
la exitosa aproximación de mestizos, mulatos, indios y negros libres
hacia los centros urbanos, antaño reservados a los conquistadores
beneméritos y sus descendientes, contrarrestada por la escapada de
viejos y nuevos patricios hacia las haciendas, estancias, cosos y chacras
de residencia, recreo y abastecimiento de las afueras 91.
No debió ser ajeno a este fenómeno, en unas regiones más que
en otras, el aumento exponencial de las áreas extramuros de algunas
urbes, que se extendían por el término pero también presionaban
hacia el antiguo casco 92. En Guatemala, los indios ladinos se habían
aposentado en las cercanías de la plaza mayor y era habitual la pre-
sencia de mestizos y mulatos en cofradías y gremios, casados además,
para escándalo de algunos, con blancas de orilla. En Panamá, el
deterioro de intramuros y el olvido de los patrones jerarquizados
originales era ostensible, a pesar de que el amurallamiento había
expulsado al arrabal a los indigentes y gentes de castas y la división
de solares (en torno a 300) había pretendido consagrar de manera
matemática el dominio de las familias principales, pues no había
lugar para nadie más. En México, el centro era tan comercial como
popular. Tras la revuelta de 1692 allí se había levantado el Parián,
llamado así por el distrito comercial al menudeo controlado por los
chinos en Manila; en 1816 tenía 180 tiendas de gran tamaño. Al
occidente estaba el portal de mercaderes y un callejón de tiendas
al por menor; al sur se hallaba el portal de las flores, donde se
aposentaban mujeres indígenas y en la propia plaza mayor las mulatas
vendían sobre esteras de palma y tela toda clase de artículos y moji-
gangas. En Lima, los artesanos, confinados en los arrabales, se las
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 157

habían arreglado, quizás sacando ventaja de la crisis económica y


el daño sufrido por las familias principales a causa de la fundación
del virreinato del Río de la Plata y la implantación del comercio
libre, para regresar al centro del que habían sido expulsados un
siglo atrás. Lo importante para ellos era dejar atrás los terribles obrajes
y las infernales panaderías de las afueras, que funcionaban como
lugares de castigo 93. En Buenos Aires, una ciudad donde el número
de negros y mulatos siempre fue elevado, había hasta morenos libres
que poseyeron esclavos, vendieron sitios y casas y promovieron cons-
trucciones 94. En Cartagena, una tercera parte de la población vivía
en el fortificado arrabal de Getsemaní, comunicado con el casco
por el puente de San Francisco. La importancia del servicio doméstico,
la artesanía, el comercio y las instituciones militares implicó un tráfico
permanente de personas que configuró una urbe con un alto por-
centaje de negras y mulatas libres dedicadas a toda suerte de oficios,
oficiales, marineros y soldados en tránsito y un buen número de
libres, artesanos y militares pardos con una elevada posición social:
241 de ellos tenían reconocido el título de «don» o «doña» 95.
Si el hábitat natural del soldado era la ciudad y el signo del
tiempo era la restauración del orden, resultaba del todo natural que
se dividiera en cuarteles; la iniciativa resaltaba el propósito, tantas
veces enunciado, de poner a sus habitantes en policía. En 1782,
el casco y los arrabales de México se redujeron a ocho cuarteles
mayores (barrios) y 32 menores, gobernados por los cinco alcaldes
de la sala del crimen de la audiencia, el corregidor y los dos alcaldes
ordinarios. El de alcalde de barrio era oficio concejil de cuyo ejercicio
no cabía excusa, honorífico, por dos años y uniformado con casaca
y calzón azul, vuelta de manga encarnada y en medio de ella a
lo largo un alamar (presilla y botón, u ojal sobrepuesto) de plata.
Llevaban bastón de mando. Cada cuartel menor tenía un escribano
para servicio de jueces y atención a las funciones de seguridad y
judiciales de los alcaldes, en especial por las noches:

«Como por lo regular el delincuente huye de la luz, es necesario


que los alcaldes no aflojen en el trabajo de rondar de noche en
sus cuarteles; antes si se esmeran, poniendo la mayor exactitud y
tesón a fin de que se eviten no sólo los delitos, sino lo que da
motivo a ellos, como son las músicas en las calles, la embriaguez
y los juegos. A cuyo efecto si se hallaren que en las vinaterías, pul-
querías, fondas, almuercerías, mesones, trucos y otros lugares públicos
en el día [...] hay desórdenes [...] y si se les denunciaren casas de
tepachería (jugo fermentado de piña y azúcar) u otras bebidas pro-
158 Manuel Lucena Giraldo

hibidas, o de juegos de suerte y envite, procederán contra los trans-


gresores 96.

El alcalde de barrio también tenía otros cometidos, pues debía


hacer un censo de población y edificios. Como «padre político de
la porción de pueblo que se les recomienda», cuidaba que hubiera
algún médico, cirujano, barbero, partera y botica, además de escuela
para niños y niñas «con maestros virtuosos y aptos» y atendía a
los huérfanos, viudas y pobres. Con semejante cantidad de exigencias
(y sin sueldo) no resulta extraño que algunos moderaran su eficiencia
para evitar extensiones de mandato o reelecciones, a pesar del pres-
tigio que el cargo les solía deparar, excepto en México, porque recayó
al principio en algunos mulatos y gentes de «color quebrado», que
lo monopolizaron en sus familias 97. El problema del orden en los
atestados arrabales y rancherías se generalizó en este período. San-
tiago de Chile fue dividido en cuatro cuarteles. En 1802 se discutió
la conveniencia de «la extinción de las nominadas chozas o ranchos»,
que eran un 25 por 100 de las viviendas de la ciudad y se encontraban
repartidas, si bien los «guangalíes», viviendas precarias ocupadas por
castas e indios «sin costumbres ni ocupación», se concentraban en
las riberas norte y sur del río Mapocho, así como en otras áreas
al norte y sur de la urbe 98. Buenos Aires también se dividió en
cuatro cuarteles y veinte barrios; Caracas tuvo ocho barrios y Veracruz
cuatro. Guadalajara, seis barrios, como Quito; Querétaro, tres cuar-
teles y nueve barrios. Lima, objeto de un gobierno ilustrado por
impulso del visitador Escobedo, tuvo cuatro cuarteles puestos al man-
do de alcaldes de Corte y cuarenta barrios con sus alcaldes homó-
nimos, que, según un exacto recuento, sumaban 322 calles, 17 calle-
jones, la gran plaza mayor, seis plazuelas, 6.841 casas y 8.222 puertas
de habitación 99.
En cierto sentido resulta paradójico que se implantara una geo-
metría castrense en las ciudades americanas —a ello colaboró sin
duda la presencia y la labor extraordinaria en multitud de obras
públicas de los ingenieros militares— porque los cuarteles fueron
por lo general deficientes y la vida en guarnición incómoda y poco
gratificante 100. Esta contradicción resulta aún más llamativa porque
la ciudad fue el marco de desarrollo de la actividad del ejército
en América, que tuvo en ella

«su ámbito propio, modificándola y actuando sobre su paisaje físico,


social y económico; y a la vez siendo determinado por ella, imbu-
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 159

yéndose del espíritu criollo y barroco que caracterizó la vida urbana


americana a lo largo del siglo XVIII» 101.

La triple dimensión de la organización militar, basada en la exis-


tencia de regimientos, batallones o compañías fijas, unidades de
refuerzo que cruzaban el Atlántico de continuo en ambas direcciones
y milicias de blancos, morenos y pardos, o la idiosincrasia particular
de la Real Armada, con sus oficiales científicos —algunos de ellos
americanos—, su demanda permanente de marinería y su red de
bases y apostaderos a escala continental, imprimieron un sesgo deter-
minado a las urbes en las que sus oficiales, soldados y marineros
eran destinados, de manera permanente o temporal. Su impacto alcan-
zó todos los órdenes: político —al reforzar la presencia de la Corona
y relacionarse con estamentos, cuerpos e individuos en avenencia
o conflicto—, económico —por la importancia de sus ingresos, gastos,
tareas logísticas y demandas de aprovisionamiento y mano de obra,
hasta el límite de lo industrial, como en el arsenal de La Habana—,
social —al remarcar un ethos jerárquico, pero también facilitar la
movilidad al dar cabida a pardos y morenos libres en su servicio—
y cultural —en la medida en que el elemento militar fue en esta
etapa con frecuencia ilustrado y más tarde liberal, pero también impu-
so un conjunto de prácticas autoritarias y coercitivas antes desco-
nocidas—.
La distribución de los cuerpos militares en las urbes americanas
reflejó las viejas y nuevas amenazas sentidas por quienes gobernaban
la monarquía. Pero fue la Guerra de los Siete Años la que impuso
la necesidad de crear auténticos ejércitos, pues la toma de La Habana
o el acoso a Veracruz terminaron la etapa de feliz dejación al respecto,
aquella en la cual dominó una pax hispanica articulada en el consenso
imperial. Este se basó en el interés de estamentos e individuos pode-
rosos en mantener la estabilidad, el temor a las revueltas y motines
de indios, negros y castas, pero fue favorecido por la propia intan-
gibilidad geográfica de América, cuyo tamaño y complejidad habían
disuadido en el pasado de absurdas pretensiones de control territorial
a diversos ministros y consejeros de Indias. En 1762 el atribulado
marqués de Cruillas, virrey de Nueva España, temeroso de un ataque
británico, suplicó a los principales de las ciudades ayuda para proveer
la defensa. En Veracruz los milicianos reclutados querían irse a cultivar
sus milpas de maíz y en Tlaxcala una requisa del alguacil mayor
en busca de armas arrojó por todo balance siete pistolas, cuatro
escopetas y cuatro espadas.
160 Manuel Lucena Giraldo

Era obvio que ni el recuerdo del glorioso espíritu guerrero de


los conquistadores ni la improvisación de milicianos carentes de arma-
mento e interés permitirían afrontar una nueva guerra con Gran
Bretaña, que se sabía llegaría tarde o temprano. De ahí que en
años sucesivos se organizaran en regiones de población numerosa
seis regimientos de infantería provincial (México, Puebla, Toluca,
Tlaxcala, Córdoba-Orizaba y Veracruz) con blancos e integrantes
de castas en compañías separadas, además de regimientos de dragones
y caballería en otros lugares, como Querétaro y Celaya. La pésima
situación de la milicia, calificada por el alcalde mayor de San Luis
Potosí como «una multitud desorganizada que servía de asilo a los
vagabundos e indolentes», continuaba vigente al declararse un nuevo
conflicto en 1779, de modo que se propuso formar un ejército regular
con cuatro regimientos de infantería, un batallón de infantería en
Veracruz, dos regimientos de dragones y las dos compañías de Cata-
luña existentes, con cerca de 10.000 soldados. A ellos se sumarían
casi 40.000 milicianos de todo el virreinato. Las unidades fijas se
estacionarían en México, Tlaxcala, Córdoba, Toluca, Guanajuato,
San Luis Potosí, Oaxaca, Valladolid, Puebla, Querétaro y Veracruz.
No existía otra solución. Aunque la desconfianza de los militares
profesionales en la efectividad y hasta la existencia de los cuerpos
milicianos continuó, la formación de un ejército provincial se había
impuesto 102.
En otras regiones de América, el proceso fue similar, en la medida
en que reflejó la misma tensión entre los cuerpos armados perma-
nentes con oficiales peninsulares y tropa americana de costo pro-
hibitivo y las denostadas milicias, la única solución de defensa viable
en términos políticos y económicos. Al margen del debate, lo cierto
es que la planta militar se asentó y amplió. Cuba tuvo regimientos
de infantería, artillería, oficiales ingenieros y un apostadero de marina;
Puerto Rico y Santo Domingo tuvieron regimientos de infantería
e ingenieros. En Cartagena hubo un regimiento de infantería, dos
compañías de artillería, ingenieros y un apostadero de marina; en
La Guaira, compañía de artillería, ingenieros y apostadero de marina;
en Margarita, una compañía de infantería; en Maracaibo, cuatro com-
pañías de infantería; y tres en Guayana y Cumaná. Caracas tuvo
un batallón de infantería e ingenieros; Santafé de Bogotá, dos
compañías y un batallón de infantería; Popayán, una compañía de
infantería; Quito, cuatro; dos en El Callao —donde también había
acantonada una de artillería e ingenieros y existía un apostadero
de marina— y en Tarma se radicó una compañía de infantería. En
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 161

Guayaquil hubo un batallón de infantería y apostadero de marina.


En El Plata, Montevideo tuvo apostadero de marina y un regimiento
de refuerzo con tres compañías, una de ellas de artillería; Buenos
Aires contó con apostadero de marina, un batallón de infantería,
ingenieros y un escuadrón de dragones, además de compañías de
artillería en Santafé y en la frontera. Chile tuvo abundante dotación,
pues en Chiloé había dos compañías de infantería, una de artillería
y dragones; un batallón de infantería, una compañía de artillería
y un escuadrón de dragones en Valdivia; ocho escuadrones de dra-
gones, un batallón de infantería y una compañía de artillería en Con-
cepción; cinco compañías de infantería en la frontera; una compañía
de dragones en Santiago y una compañía de artillería en Valparaíso.
Todos estos cuerpos armados se completaron a escala continental
con milicias provinciales, de morenos libres, blancos y pardos, más
o menos numerosas y dispuestas, «disciplinadas» o no 103.
El moderado tamaño del ejército permanente, que tenía hacia
1775 unos 13.000 hombres de dotación y 8.000 de refuerzo, aunque
en 1810 había alcanzado 35.000 de dotación y 2.000 de refuerzo,
no impidió los enfrentamientos con los cabildos por causas de finan-
ciación y reclutamiento 104. Estos resultaban fundamentales para las
milicias, que no podían funcionar sin el concurso de las familias
beneméritas de cada localidad, pues sus miembros se convertían
en oficiales, pagaban los costos y las proveían de personal. El uso
experto por los cabildantes de la manipulación, las peticiones y las
demoras para obtener garantías, contener las demandas o eludir (co-
mo en el caso de los comerciantes) los servicios a realizar, chocó
con la necesidad de mejorar cuanto antes el estado de defensa mos-
trado por los militares profesionales, casi siempre peninsulares, encar-
gados de ponerlas en marcha. Para colmo, el regalismo acentuado
y hasta el anticlericalismo latente de algunos oficiales también pro-
movió conflictos de competencia, fuero y jurisdicción —a veces vin-
culados a escándalos públicos, divorcios y amancebamientos— con
obispos e inquisidores celosos de sus prerrogativas.
Lo cierto es que la ciudad americana era un espacio compartido,
convertido repentinamente por imperativo de las circunstancias en
dominio castrense. Las dotaciones militares constituyeron un pro-
blema añadido a los cambios que las aquejaban, de una intensidad
y velocidad desconocidas. La fórmula francesa de construcción de
cuarteles, con dormitorios divididos en cuatro cuerpos, alrededor
de un patio central para ejercicios y paradas, resultó con frecuencia
inaplicable por la escasez de recursos, la temporalidad en el acan-
162 Manuel Lucena Giraldo

tonamiento de tropas y la falta de solares en el casco urbano. Revistas,


paradas y ejercicios de instrucción se hicieron en las plazas públicas
y la ausencia de cuarteles, como en el caso de Panamá, obligó a
alojar a los soldados en corrales, conventos, bóvedas y casas par-
ticulares. En Mobila, desde 1700 los soldados vivían con los vecinos,
en Santo Domingo residían dispersos por la ciudad y en Cartagena
a los de refuerzo les alquilaban unas casas situadas junto a las murallas.
En Panamá, mercedarios, franciscanos y dominicos vieron sus templos
convertidos en dormitorios de soldados. Hubo, sin embargo, cuarteles
nuevos en Cartagena, Valdivia, Santiago de Chile, Lima, Veracruz,
Nueva Orleans y Caracas 105.
El ámbito en que la presencia del ejército borbónico y las nuevas
necesidades defensivas tuvieron más consecuencias para la urbe ame-
ricana fue el de la fortificación, pues la dotaron de una apariencia
de máquina de guerra. Comprendió la construcción de amuralla-
mientos y el levantamiento de ciudadelas, fuerzas, baluartes, revellines
y toda clase de estructuras, que se implantaron sobre las tradicionales
retículas y abundaron en los abismos de irregularidad que, en un
ámbito completamente distinto, habían impuesto los paseos y ala-
medas de orientación oblicua 106. Aunque la ambición constructiva
de los ingenieros militares encargados de estas obras fue atemperada
por las limitaciones institucionales y financieras, Cartagena, Cam-
peche, Montevideo, Mérida, San Agustín, Panamá, Santo Domingo,
Valdivia y Concepción fueron rodeadas por amurallamientos y defen-
sas. La Guaira quedó circundada por fuertes y baterías, al igual
que Riohacha, Chagre, Chiloé y Puerto Cabello. En La Habana
se levantó un vasto sistema defensivo de dimensión comarcal. Hacia
1800, la impresionante entrada desde el mar presentaba los fuertes
de El Morro y La Punta, la Cabaña, el Príncipe y Atarés, la ciudad
fortificada y la Fuerza Vieja, junto a baterías como la de Regla y
castilletes como San Lázaro y La Chorrera. En Cartagena, desde
el acceso en la bahía se sucedían el fuerte de San Fernando, la
batería de San José, los fuertes del Pastelillo, La Manga y Santa
Cruz, la ciudad y el arrabal amurallados y la vieja mole de San
Felipe de Barajas, felizmente intacta. Ciudades tan alejadas entre
sí como Nueva Orleans —donde el barón de Carondelet impulsó
la construcción de dos fuertes en las extremidades del frente fluvial,
en forma de pentágono regular—, San Juan de Puerto Rico —allí
se reconstruyeron y reforzaron entre 1765 y 1783 la fortalezas de
San Cristóbal y San Felipe del Morro y se completó la muralla—,
Veracruz —guardada por el formidable castillo de San Juan de
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 163

Ulúa—, o Montevideo —una plaza fortificada presidida por una


ciudadela con cuatro baluartes en sus extremos y defendida por los
fuertes del Cubo del Norte, El Cubo del Sur y San José— expe-
rimentaron similares transformaciones.
En la medida en que la ciudad ilustrada se proyectó sobre el
trasfondo barroco de las urbes americanas como una fundación pro-
cedente de otra parte, en la pretensión de alterar sus equilibrios
y también sus permanentes imposturas, resultó inevitable que el tiem-
po y el espacio vividos por sus habitantes se alteraran de manera
notable. El universo de contraste y mestizaje que era propio de un
continente de color —en feliz expresión del gran viajero Alejandro
de Humboldt— no hizo más que agudizarse con la difusión de una
retórica extremista, destinada a desembocar en la supuesta inevi-
tabilidad del cambio revolucionario y en su opuesto, cercanos ya
en sus versiones criollas, ambas agónicas y criminales, de terror realista
o de «salud pública» más o menos a la manera jacobina. Pero en
el horizonte de 1800, los habitantes de las ciudades americanas
seguían practicando con idéntica constancia sus vicios y virtudes,
al pairo de los acontecimientos, engañados por los últimos estertores
de una monótona rutina de lentísima evolución 107.
El esplendor de las urbes del Nuevo Mundo parecía correr en
cierto modo parejo a los afanes de autorepresentación de las elites
que las gobernaban, virreyes, gobernadores e intendentes, oficiales
del ejército y la marina, cabildos seculares y catedralicios, grandes
familias de hacendados o señores de minas, descendientes de con-
quistadores y encomenderos, prósperos comerciantes y autoridades
de la Iglesia, obispos, abades y priores de conventos y monasterios.
Los retratos de las nuevas clases acomodadas, y no sólo de virreyes,
arzobispos o caciques, mostraban los recientes cambios, visibles
en la vestimenta, los fondos y los objetos que los acompañaban
—mapas, compases o cuartos de círculo formaban ahora parte del
atrezzo—. La mexicana Luisa Gonzaga fue retratada por José María
Vázquez en 1806 a la manera neoclásica, sobre un fondo de jardín
y con vestido imperio; en sus manos aparecieron un libro y un
abanico. Juan de Sáenz, en cambio, pintó en 1793 La señora Musitú
e Icazbalceta con sus dos hijas, adornadas con vestidos de per-
las, encajes y plumas en el sombrero, a la manera barroca novo-
hispana, si bien al fondo apareció un jardín ornamentado con escul-
turas mitológicas de Neptuno, Venus y Apolo, en concesión a la
moda 108.
Si hemos de creer lo que cuenta Concolorcorvo en El lazarillo
de ciegos caminantes (1776), «los interiores de las casas manifiestan
164 Manuel Lucena Giraldo

la grandeza de las personas que las habitan», el frenesí y el lujo


que atesoraban algunas de ellas correspondía a la gallardía de su
condición 109. En las de Lima se veían alcobas con colgaduras, rodapiés
de damasco carmesí, galones de Milán, sobrecamas de Lyon, sábanas
y almohadas de lienzo de Cambrai y batista de Holanda. Las casas
se adornaban con tapicerías, sillerías de caoba, camas y vajillas de
plata y porcelanas de China. En los palacios de México, donde los
había espléndidos, como los de los condes de Santiago de Calimaya
(1781), el marqués de Jaral del Berrío (1785), la casa de los perros
o la de los azulejos, la elegancia de las columnas que rodeaban los
patios, el refinamiento de las bóvedas y arcos, los balcones de hierro
forjado y los revestimientos confirmaban la impresión de opulencia
que producía la fachada. Por lo general, el acceso se hacía a través
de un zaguán que desembocaba a un patio. A su alrededor se dis-
tribuían espacios destinados a servicios como cuartos para mozos,
cocheras o bodegas. Del patio salía la escalera al segundo piso y
en el espacio que se formaba abajo estaba la covacha. En el des-
cansillo, se abría una puerta al entresuelo, que constaba de varios
espacios, utilizados como oficinas y habitación de los empleados.
Arriba, donde se hacía la vida familiar, los espacios principales solían
ser el salón del dosel —que era privilegio de la nobleza, destinado
a guardar los retratos del rey y la reina—, la sala de estrado para
recibir, la antesala, el tocador y la habitación principal, el oratorio,
un número variable de habitaciones, despacho de curiosidades, biblio-
teca, salón de música, comedor, repostería, cocina, baño y cuarto
de asistencia. Los muebles incrustados de nácar, carey y caoba, los
cofres lacados de China y los marfiles filipinos salpicaban las estancias.
Alrededor de la señora española peninsular o criolla y sus hijos e
íntimos, se hallaban las sirvientas indias y mulatas o los esclavos
negros que servían el chocolate (que se tomaba por la mañana y
a las tres de la tarde) y preparaban el paseo vespertino. Durante
las recepciones, el tabaco era de rigor. «En las visitas de las señoras
pasan varias veces una bandeja de plata con cigarros y un braserito»;
se fuma en todos lados, menos en las iglesias, señala un visitante 110.
Otros habitantes de la urbe, la inmensa mayoría que residía en vivien-
das, entresuelos, accesorías y cuartos, no podía disfrutar de semejantes
lujos 111.
En ciudades de reciente expansión, como Buenos Aires, reinaba
mayor sobriedad que en la capital novohispana. Las casas de los
grandes comerciantes disponían de buenos muebles de rica madera
del Janeiro y las mujeres, aun «las más pulidas de todas las americanas
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 165

españolas», no usaban vestidos tan costosos como los de las limeñas.


Concolorcorvo recuerda que «cortan, cosen y aderezan sus andrieles
con perfección, porque son ingeniosas y delicadas costureras» 112.
Los placeres del chocolate se sustituían por el consumo de yerba
mate y se acudía a diversiones honestas, como las tertulias y las
veladas musicales animadas por mulatos guitarristas y divertidos cam-
pesinos. Allí sólo había 16 coches en 1771; en Lima, en cambio,
rodaban 280 coches y más de mil calesas. En sus calles, las damas
importantes competían en el lujo de sus carruajes, el vestido de
sus doncellas o, como ocurría en Caracas con las poderosas man-
tuanas, las señoras de las haciendas de cacao, el número y disposición
de los esclavos que las acompañaban a misa.
La costumbre del paseo en las alamedas recién construidas, jus-
tificada por las renovadas ideas en torno a la salud y los cambios
en la sociabilidad, fomentó de manera paradójica la criticada osten-
tación barroca, pues se tenía por costumbre de principales ir en
carruaje y se consideraba propio del vulgo hacerlo a pie. La emulación
de los nuevos usos entre la gente «del común» o la presencia callejera
de militares y marinos uniformados, con su prestancia y su novedoso
ritual cuartelero de cañonazos a la hora exacta en aviso del cierre
de puertas y ciudadelas, en grave detrimento de las tradicionales
campanas y sus avisos de devoción y recogimiento, apenas disimu-
laban la evidencia de que las urbes americanas se habían transfor-
mado, pero también continuaban como siempre, resistentes al cambio,
para escándalo de los ilustrados peninsulares y criollos, que sólo
veían (y no paraban de escribir sobre ello) calles sucias, basuras
por doquier, cerdos y perros en la vía pública, borrachos y jugadores,
ladrones y asaltantes, además de mujeres de placer, mulatas y zambas
casi siempre. La visión del criollo chileno Manuel De Salas no dejó
lugar a dudas sobre la pérdida de la tensión virtuosa, la anomia
social que un patricio contemplaba como la enfermedad mortal que
aquejaba a su patria local, en una referencia dedicada al vital cuerpo
de los artesanos:

«Herreros toscos, plateros sin gusto, carpinteros sin principios,


albañiles sin arquitectura, pintores sin dibujo, sastres imitadores, bene-
ficiarios sin docimasía, hojalateros de rutina, zapateros tramposos,
forman la caterva de artesanos, que cuanto hacen a tientas más lo
deben a la afición y a la necesidad de sufrirlos, que a un arreglado
aprendizaje sobre que haya echado una mirada la policía y animado
la atención el magistrado. Su ignorancia, las pocas utilidades y los
166 Manuel Lucena Giraldo

vicios que son consiguientes les hacen desertar con frecuencia y,


variando de profesiones, no tener ninguna» 113.

Semejantes juicios expresaban tanto un estado de ánimo indi-


vidual como una corriente de opinión, jaleada de continuo desde
instituciones y medios de la recién aparecida prensa periódica, enzar-
zada también en la tarea opuesta de defensa de América en la tantas
veces mencionada polémica del Nuevo Mundo. Entre ellas destacaron
los consulados de comercio, tanto los antiguos de México y Lima
como los fundados a partir de 1790 en Caracas, Buenos Aires, Car-
tagena, Veracruz, Guatemala y La Habana, así como las expediciones
científicas, desde las botánicas de Nueva Granada, Nueva España
y Perú a las hidrográficas o mineralógicas y las Sociedades de Amigos
del País, fundadas en Santiago de Cuba (1787), Mompós (1784),
Veracruz y Mérida (1780-1794), Lima (1783), Quito (1791), La
Habana (1791), Guatemala (1794), Bogotá (1801), Puerto Rico
(1814) y Chiapas (1820).
Todas expresaron una vocación de liderazgo social articulada en
una idea moderna de opinión pública. Como organismos intermedios
entre las gentes instruidas y «ordinarias», dedicados a la reflexión
y la agitación política y corporativa, funcionaron mediante la elección
de comisiones, reuniones públicas, escuelas, clases de instrucción
y la edición y recolección de libros, semillas y otros materiales. Sus
miembros expresaron un punto de vista ilustrado y criollo cada vez
más radical en publicaciones reconocidas y difundidas por suscripción
o venta. Entre ellas destacaron el Diario literario de México (1768),
fundado por el novohispano José Antonio de Alzate; el Mercurio
Volante con noticias importantes y curiosas sobre varios asuntos de física
y medicina (1772), establecido por José Ignacio Bartolache; el Diario
de Lima curioso, erudito, económico y comercial (1790), y el formidable
Mercurio peruano de historia, literatura y noticias públicas (1791), tras
el cual se situó el ariqueño Hipólito Unánue. Fuera de las antiguas
capitales virreinales aparecieron la Gaceta de La Habana (1762 y
1782), el Papel periódico de Santafé de Bogotá (1791) del bayamés
Manuel del Socorro Rodríguez, Primicias de la cultura de Quito (1792)
del mestizo Francisco de Santa Cruz y Espejo, el Telégrafo mercantil,
rural, político, económico e historiográfico del Río de la Plata (1801)
del extremeño Francisco Antonio Cabello, la Gaceta de Caracas (1808)
y muchos otros 114. Al fin, el mundo urbano de la América española
no dejó de expresarse, como había ocurrido desde el siglo XVI, a
través de una formidable cultura impresa. De modo que la ciudad
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 167

ilustrada fue ámbito de una auténtica edad de oro del libro y el


escrito, ostensible en la proliferación de imprentas, la multiplicación
de ediciones y el especial cuidado de algunos gobernantes en la
materia. Entre ellos sobresalió el virrey Vértiz, que en 1780 mandó
rescatar una antigua prensa de los jesuitas para poner en marcha
en Buenos Aires la imprenta de los niños expósitos, primera de la
ciudad, que vendía libros en sus propios locales mediante un portal
abierto a la vía pública 115.
Una de las quejas constantes en los periódicos y tertulias de
los patricios y sus émulos era la relajación de las costumbres, con
sus secuelas en la escasa laboriosidad y la proliferación de los vicios
privados y públicos. Causa de ello suponían que eran las fiestas,
pues, lejos de disminuir en número, habían aumentado con la imple-
mentación de rituales reforzados de la fidelidad borbónica junto a
las debidas a la tradición, religiosas y profanas. Su sentido era el
mismo de siempre, articular lo ordinario con lo extraordinario, refor-
zar la jerarquía social y abrir un espacio aparente y controlado para
la distensión y la disensión. La educación en el temor ante la etnicidad
no evitaba auténticas (y deseadas) ocasiones de peligro y el con-
siguiente y temido escándalo público: en Guatemala se produjeron
en 1789 serios enfrentamientos por las burlas a las que fueron some-
tidas en carnaval las mujeres de dos peninsulares, el coronel Cayetano
Ansoátegui y el ingeniero José Ampudia. No se les había ocurrido
otra cosa que disfrazarse una con capa de hombre y sombrero inglés
y la otra con enaguas de mulata: el populacho las había tratado
como a tales y debió llegar a los más francos excesos 116. Porque
lo extraordinario, contra lo que se podía pensar, no relajaba, sino
que reforzaba la necesidad de urbanidad y civilidad. En procesiones,
fiestas de toros y cañas, rogativas y celebraciones patronales o eventos
de recuerdo y evocación de lealtad a un rey-padre lejano, las cor-
poraciones y estamentos se mantenían en su lugar geográfico del
atlas urbano, que también lo era simbólico. Durante el tiempo ordi-
nario, se producían, en cambio, posibilidades de encuentro que tenían
por objeto poner en marcha la «sana emulación» entre superiores
e inferiores, con una pedagogía volcada a evacuar los posibles con-
flictos protagonizados por «injertos racionales», pardos, blancos de
orilla y otros grupos peligrosos 117.
Si las fiestas reforzaban la jerarquía social, era lógico que en
un entorno marcado por la explosión de la etnicidad y la emergencia
de grupos desestabilizadores tuvieran inusitada frecuencia. En La
Habana había en 1750 un total de 57 religiosas «de tabla», es decir,
168 Manuel Lucena Giraldo

de obligada asistencia para las autoridades, con vísperas, misas y


sermones, desde el Corpus Christi a San Cristóbal (patrón de la ciu-
dad), San Lorenzo (patrón contra los rayos), San Marcial (patrón
contra las hormigas), 31 festivos en el Espíritu Santo, 33 en el Santo
Cristo del Buen Viaje o 19 en los jesuitas, hasta un total de 534
fiestas religiosas, con sus adornos y pompas correspondientes. En
Panamá destacaban el Corpus con bailes y procesiones, la Encarnación
para librarse de los incendios, San Atanasio contra los temblores,
San Jorge y San Pablo por las victorias sobre el tirano Contreras
y el pirata Drake, Santa Bárbara contra los rayos, la presentación
de Nuestra Señora por el terremoto de 1604 y Santiago, patrón
de España, con salida del estandarte real. En San Agustín de la
Florida eran muy celebrados el patrón y los santos de devoción militar,
como San Marcos, San Miguel, y San Andrés, y el Corpus. Este
continuó alcanzando en las metrópolis criollas el nivel de paroxismo
del siglo anterior. En México desfilaron en una ocasión el virrey,
altos funcionarios y nada menos que 85 cofradías con tarascas, gigan-
tes y diablos, escoltadas por tropas a pie y dragones a caballo, mientras
que en Cuzco lo hacían los cabildos y la nobleza en tres filas con
cirios, seguidos de indios danzantes, tarascas y gigantones. La Semana
Santa era muy popular, como la Navidad, y las cofradías rivalizaban
en riqueza y devoción; fueron famosas las de Lima, Quito, Cuzco
(con el milagroso señor de los temblores), San Juan de Puerto Rico,
Valdivia y La Habana, en este caso con la procesión de la Virgen
de los Marineros 118.
En 1777 una orden de Carlos III intentó evitar los excesos come-
tidos en fiestas religiosas por los disciplinantes, que se mancillaban
el cuerpo con latiguillos acabados en bolas de cera con cristales,
cadenas o espinas y ordenó que en adelante no se permitieran, como
tampoco los empalados y semejantes, por promover la incidencia
y el desorden, alejar de la verdadera devoción y ser propias del
bárbaro tiempo pasado. Estas pretensiones de regulación podían pro-
ducir efectos contraproducentes. En Quito, el barón de Carondelet
reintrodujo en carnaval los toros, que habían sido prohibidos por
traer tumultos y accidentes; en vez de moderarlos, como era de
prever, multiplicaron los desórdenes 119.
Los actos ceremoniales de la fidelidad, fundamentales en el rega-
lista siglo de las luces, comprendieron las muertes de dignidades
reales (rey, reina e infantes), la aclamación de monarcas, el nacimiento
de príncipes, la entrada de virreyes y gobernadores, la recepción
del sello real o la lectura de cartas y anatemas de la Santa Inquisición.
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 169

En mayo de 1789 se celebraron en Caracas las exequias de Carlos III;


se acompañaron de ruidosos conflictos de preeminencias entre ambos
cabildos y comenzaron con la confección del habitual túmulo, colo-
cado frente al altar mayor, ponderando las virtudes del finado, alabado
como «protector de las artes y las ciencias», «sabio mediador» y
«promotor de la utilidad pública». Poco después, la jura de Carlos IV
por la ciudad dio lugar a doce días de fiestas, cifra moderada por
el capitán general Juan Guillelmi, pues los regidores pretendían que
fueran veinte. Al alzamiento de los pendones en el cabildo en nombre
del nuevo monarca, al que se acreditó amor y lealtad, siguieron la
bendición en la catedral y el paseo del pendón por las calles hacia
la plaza mayor, su exposición pública en el balcón del ayuntamiento
y tres días de luminarias, toros, fuegos, danzas y comedias para cele-
brar «la alegría del vasallaje». Los universitarios construyeron un
carro triunfal cuyo motivo fue la celebración de la sabiduría sobre
la ignorancia y el falso estudio, los mercaderes aportaron una orquesta
de música con cuerpo de máscaras y los bodegueros y pulperos repre-
sentaron una pieza alegórica:

«En la plaza mayor, profusamente iluminada, en la que aparecían


representadas mediante bastidores bien pintados las siete Islas Cana-
rias, entró disparando salvas un barco de madera bastante grande,
sobre el que venían un capitán, un maestre, algunos oficiales y varios
miembros de la tripulación. Después de recoger a siete damas que
personificaban a cada una de las islas del citado archipiélago, la nave
las condujo a la isla de la Gran Canaria, situada frente a los retratos
de los reyes. Una vez desembarcadas, todas ellas pusieron en escena
sobre la tarima central, a la vera de las efigies regias, un drama
en obsequio del nuevo monarca. Luego se hicieron arder por toda
la plaza fuegos artificiales que imitaban árboles, castillos, soles, fuentes
y otras muchas figuras en una de las cuales se leía: “Viva Carlos IV”» 120.

Además, los arrieros y amos de recuas ofrecieron una corrida


de toretes «con doce jinetes y doce hombres a pie, los que debían
ir enmascarados y vestidos de mojiganga» y al gremio de los pardos,
«que es el más cuantioso y depositario en sí de todas las artes del
público», le concedieron la representación de cuatro comedias con
sainetes y entremeses en la plaza mayor. El gremio de negros, en
cambio, homenajeó al rey sirviendo a los pobres de la cárcel una
abundante comida 121.
Una de las armas fundamentales de los ilustrados contra la «re-
lajación» de las costumbres fue el teatro, junto a los toros —la primera
170 Manuel Lucena Giraldo

plaza inaugurada fue la limeña del Acho, abierta en 1766 con una
corrida de 16 astados— uno de los espectáculos preferidos tanto
de las elites como del común. El virrey Vértiz mandó abrir en Buenos
Aires en 1783 un corral de comedias cuyo arriendo destinó a mantener
la casa de niños expósitos; la mayor novedad fue su permanencia,
pues con anterioridad lo habitual era que los espectadores acudieran
con algún esclavo que transportaba las sillas a una instalación pro-
visional. Allí se representaron obras tan controvertidas como Siripo,
del periodista y escritor Manuel José de Lavardén, sobre la pasión
legendaria del cacique del mismo nombre por Lucía Miranda, esposa
del conquistador Sebastián Hurtado, o El amor de la estanciera, la
primera obra gauchesca. En ella, una joven hija del país prefiere
a un coterráneo aunque no tenga fortuna y desprecia a un extranjero
vanidoso. En mayo de 1804 se abrió un segundo coliseo (el primero
se había incendiado en 1792 debido a un cohete lanzado desde
la vecina iglesia de San Juan Bautista, que celebraba sus fiestas patro-
nales) con la representación de Zaire, de Voltaire. En Santiago de
Chile la tradición teatral se suponía relegada porque los actores eran
mulatos y de castas, («mientras más truhanesco sea lo que repre-
sentan, más agrada la pieza», señaló un observador), pero en Lima
surgió una heroína universal, la famosa «Perricholi», la actriz Michaela
Villegas y Hurtado de Mendoza, cuyos devaneos amorosos con el
virrey Amat fueron satirizados en el pasquín Drama de dos palanganas
(1776) 122. La asistencia a las obras competía con los cafés, de los
cuales se abrió el primero en Lima en 1771 —en México el Tacuba
apareció en 1785—, los baños, reñideros de gallos, juegos de pelota
y salones de baile.
En la capital novohispana, los toros no tuvieron una sede per-
manente hasta la apertura de la plaza de San Pablo en 1815. Allí
el teatro también tuvo un fuerte arraigo. En 1753, el primer virrey
Revillagigedo inauguró el Coliseo Nuevo, que podía acoger 1.500
espectadores. Los de pie —o mosqueteros— ocupaban el fondo
del patio de butacas, mientras los menos afortunados se apretujaban
en el cuarto piso, en el gallinero, donde un tabique separaba a los
hombres de las mujeres. Los muros estaban pintados de azul y blanco
y el techo se hallaba adornado de pinturas mitológicas. La sala estaba
dotada de balcones volados de hierro. La temporada se iniciaba
el domingo de Pascua y se prolongaba hasta los últimos días del
carnaval; las funciones tenían lugar todos los días menos los sábados
y terminaban entre las diez y las once de la noche 123. Enfrente del
teatro, la Casa de Irolo, adquirida especialmente para ese propósito,
El simulacro del orden: la ciudad ilustrada 171

servía de escuela y de salón de ensayo a cantantes, bailarines y músicos.


El virrey Bernardo de Gálvez (1785-1786) regaló al Coliseo un lujoso
telón e hizo mejorar las instalaciones; quizás para compensar, se
aplicó a reglamentarlo todo. En adelante, la censura previa revisaría
programas, textos y puestas en escena; los actores tendrían recta
disciplina y moral acreditada. Se prohibió la venta ambulante y la
subida de los espectadores al escenario, así como que tiraran «desde
la cazuela y palcos, yesca encendida y cabos de cigarros al patio,
sucediendo no pocas veces que se queman los vestidos y capas de
las personas que ocupan los palcos más bajos, bancas y mosquete» 124.
El ballet «a la italiana» en el Coliseo Nuevo tuvo en Marani una
figura clave. Este representó bailes populares españoles y mexicanos
(el jarabe, los bergantines, los garbanzos y la bamba poblana), danzas
cortesanas y otras compuestas de temas heroicos, mitológicos, bufos
o trágicos, pero a principios del siglo XIX la ópera era lo que estaba
de moda.
Lejos de la vida de los grandes personajes, se encontraba la de
todos los demás. Un hombre corriente, el escribano de México Maria-
no Espinosa, se dirigió en 1795 a los magistrados de la sala del
crimen de la audiencia para pedirles una posición remunerada, a
causa de su extrema fatiga y la escasez de sus ingresos, derivados
tan sólo de magros aranceles. Tres años después reiteró la petición
y narró la rutina a la que se veía sometido. Desde antes de las
ocho a las once de la mañana asistía al magistrado con respeto y
decoro y luego se ocupaba de casos criminales mayores y menores,
a veces hasta las tres de la tarde. Entonces podía contar con una
o dos horas para comer, retornaba al servicio del magistrado y más
tarde debía salir con los alcaldes de cuartel a las rondas nocturnas,
que podían acabar a las doce de la noche y consistían invariablemente
en una sucesión de homicidios, asaltos y robos, de los que debía
sacar testimonio y levantar sumario. Hasta 1806 no logró la merecida
compensación 125. Su trabajo se había vuelto cada vez más necesario
para una urbe como México, populosa y, de acuerdo con su parecer,
atenazada por toda clase de peligros: la prueba de que la ciudad
ilustrada, como expresión de un orden material y humano perfecto,
no había pasado de ser un simulacro. En las calles, cualquiera se
encontraba con la temible «altanería», la grosería y desinhibición
de sus habitantes, indígenas por doquier, blancos de orilla, mulatos
y morenos libres que amenazaban, según algunos alarmistas, con
la «pardocracia». Todo estaba allí para el que lo quisiera contemplar.
Como el andaluz Simón de Ayanque, que en 1792 había trazado
172 Manuel Lucena Giraldo

en Lima por dentro y por fuera el retrato fiel de una urbe en la


cual lo realmente prodigioso eran, claro, sus habitantes:
«Que divisas mucha gente,
y muchas bestias en cerco,
de las que no se distinguen,
a veces sus propios dueños.
Que ves muchas cocineras,
muchas negras, muchos negros,
muchas indias recauderas,
muchas vacas y terneros.
Que ves a muchas mulatas,
destinadas al comercio,
las unas al de la carne,
las otras al de lo mesmo.
Verás varios españoles,
armados y peripuestos,
con ricas capas de grana,
reloj y grandes sombreros.
Pero de la misma pasta
verás otros pereciendo,
con capas de lamparilla,
con lámparas y agujeros.
Que los negros son los amos
y los blancos son los negros
y que habrá de llegar día,
que sean esclavos de aquellos.
Verás también muchos indios,
que de la sierra vinieron,
para no pagar tributo,
y meterse a caballeros.
Verás con muy ricos trajes,
las de bajo nacimiento,
sin distinción de personas,
de estado, de edad ni sexo.
Verás una mujer blanca,
a quien enamora un negro,
y un blanco que en una negra,
tiene embebido su afecto.
Verás a un título grande,
y al más alto caballero,
poner en una mulata
su particular esmero» 126.
Epílogo
Las luces que envuelven

Manuel
Las lucesLucena
que envuelven
Giraldo

Hasta 1808 ninguno de los intentos de promover la revolución


en la América española tuvo éxito. Por el contrario, pese a la corrup-
ción, inoperancia y hasta deslealtad constitucional que la monarquía
de Carlos IV mostró hacia sus súbditos americanos, estos perma-
necieron en fidelidad. Algunas medidas tomadas por el gobierno
del generalísimo y favorito Manuel Godoy extendieron por las urbes
americanas, en especial las del Caribe, el temor a una violenta fractura
social 1. En 1795, Godoy fue recompensado por Carlos IV con el
título de «príncipe de la paz», para premiar sus habilidades en una
negociación que había enajenado por primera vez en tres siglos tierras
y súbditos de la monarquía española en el Nuevo Mundo. La cesión
de parte de Santo Domingo realizada entonces transgredió el principio
de inalienabilidad vigente desde la época de los Austrias y causó
escándalo y conmoción entre los patricios criollos 2.
Los motivos de malestar en el mundo atlántico, un reflejo de
los acontecimientos europeos pero también el resultado de dinámicas
americanas, eran muchos y se habían extendido por las ciudades
vinculadas al comercio a larga distancia de productos perecederos,
como el cuero, cacao, azúcar, tabaco o añil, desde Cartagena a Caracas
y Buenos Aires, o en las urbes cuyas abrumadoras mayorías negras
y pardas podían prestar oídos a rumores insensatos de libertad. La
proclamación del final de la esclavitud por el jacobino Leger-Félicité
Sonthonax en Haití en 1793 y su independencia como primera repú-
blica negra del mundo en 1804 también causaron enorme preocu-
pación. La volatilidad de la situación fue percibida por grupos sig-
nificativos de la población americana, tanto urbana como rural. Un
174 Manuel Lucena Giraldo

capitán peninsular destinado en Veracruz, Juan José de Escalona,


envió al rey en 1798 una carta que contenía una apocalíptica pre-
monición:

«Sepa S. M. que es en estas ciudades y reinos de Indias donde


se juega el destino de las Españas. Defendido su comercio, la paz
de sus moradores y el honor de la monarquía, habrá de encontrarse
la felicidad en una población que no desea sino ser leales súbditos
de un monarca poderoso que les garantice la protección de sus vidas
y haciendas y les permita el proseguir sus comercios y negocios. De
lo contrario, expuestos y estragados a las contingencias del porvenir,
se resquebrajarán sus lealtades y buscarán en otros las seguridades
y libertades que se les negaron y estarán en el disparadero de llegar
a enfrentarse con aquello que hasta ahora representaba el honor de
sus familias. Se alzarán ciudades contra ciudades y ante el clamor
universal una lengua de fuego barrerá las Américas» 3.

Los efectos de la guerra con Gran Bretaña, que comenzó en


1796 y, con la excepción de un período de tregua entre 1802 y
1804, duró hasta 1808, mostró las serias limitaciones de la defensa
imperial, a pesar del esfuerzo realizado en las últimas décadas. El
17 de abril de 1797 una escuadra británica formada por 18 embar-
caciones, que transportaban 14.100 hombres, atacó San Juan de Puer-
to Rico. El brigadier Ramón de Castro, sabedor de las hostilidades
que amenazaban las posesiones españolas de América, había hecho
en su ciudad los preparativos adecuados. Sus 6.471 hombres, miem-
bros del regimiento de infantería fijo, milicias disciplinadas de infan-
tería, compañía urbana y de negros, miembros de la Real Armada
y 180 presidiarios lograron rechazar el asalto. Como recompensa
a su resistencia, San Juan recibió la facultad de exhibir en su escudo
un lema: «Por su constancia, amor y fidelidad, es muy noble y muy
leal esta ciudad». También se otorgó libertad de alcabala a los frutos
y carnes para el abasto urbano, los cuatro regidores tuvieron a per-
petuidad sus oficios con la gracia de vincularlos en sus familias y los
alcaldes y regidores recibieron la gracia de utilizar uniforme. El resto
de habitantes de la isla fueron declarados «fieles y leales vasallos».
Aquel mismo año, la astuta mano del antiguo intendente de Vene-
zuela Francisco de Saavedra en el Ministerio de Hacienda logró la
puesta en marcha de un decreto de comercio con naciones amigas
y neutrales, que permitiría hasta 1799 a los comerciantes de las urbes
americanas vender sus productos y comprar los efectos que necesitaban
para subsistir. Para su disgusto, La Habana, Caracas, Cumaná, Car-
Las luces que envuelven 175

tagena, Maracaibo, Guayana y Buenos Aires ya traficaban directa-


mente con puertos extranjeros con la excusa de la guerra. Se trataba
de un «verdadero comercio libre», que él quería limitar con el decreto
de neutrales, favorecedor, en todo caso, del tráfico con la península.
Poco antes, el virrey de Nueva España había informado a la Corte
que dos años de guerra con Francia no habían supuesto contratiempo
para el comercio de Veracruz, pero el conflicto con los británicos
había reducido las importaciones un 92 por 100 y las exportaciones
un 97 por 100. Mientras tanto, en Caracas se pudría el cacao —la
única fuente de numerario por la inexistencia de minas de oro o
plata— y en Buenos Aires 33 embarcaciones permanecían sin salir
de puerto, por el temor a ser abordadas durante la peligrosa travesía
hacia la península. Sólo La Habana, que en 1792 había recibido
permiso para negociar con buques extranjeros del tráfico negrero,
se libró de la catástrofe, pues en ellos salía azúcar y entraban harina,
pertrechos navales y víveres 4.
A partir de 1805, la continuación de la guerra con Gran Bretaña
empeoró la situación, pues el comercio se hizo casi imposible y la
derrota de la escuadra combinada hispano-francesa en Trafalgar,
seguida de inmediato por intentos de invasión británicos en Venezuela
y el Río de la Plata, mostró hasta qué punto los habitantes de las
ciudades de la América española estaban condenados a defenderse
a sí mismos 5. En 1806, el venezolano Francisco de Miranda, aunque
carente de suficiente apoyo político, logró obtener del comerciante
Samuel G. Ogden un préstamo usurario, armó el «Leandro» y reclutó
mercenarios, desempleados, granjeros y marineros en los muelles
de Nueva York y las tabernas de Brooklyn; con ellos pretendió liberar
al Nuevo Mundo de la tiranía española. La embarcación partió de
Staten Island el 2 de febrero y tomó el camino de Haití, donde
el precursor esperaba contratar más personal. Ajeno a las peculia-
ridades de la tripulación, Miranda enarboló por primera vez la bandera
tricolor —amarillo, azul y rojo— y le hizo jurar lealtad «al libre
pueblo de Suramérica, independiente de España». A finales de julio,
la flotilla se dirigió hacia Coro; el 3 de agosto lograron desembarcar,
pero los vecinos huyeron hacia las montañas y el gobernador solicitó
refuerzos a Caracas y Maracaibo. En el puerto de La Vela, Miranda
izó la nueva bandera, reclutó algunos jóvenes y enfermos y aunque
apeló a «los buenos e inocentes indios, los bizarros pardos y los
morenos libres» asistió impávido a su indiferencia absoluta y al fracaso
de sus ofrecimientos. El día 13 reembarcó a sus hombres y abandonó
Venezuela, a la que retornaría en 1810, con la revolución ya iniciada 6.
176 Manuel Lucena Giraldo

Mucho más grave fue la acometida británica al Río de la Plata


a comienzos de 1806. No se trataba de conquistar América del Sur,
sino de promover su emancipación, aunque la posibilidad de ocupar
ciudades importantes y puntos estratégicos había quedado abierta 7.
En abril de aquel año, un convoy naval partió de Suráfrica hacia
el Río de la Plata y el 20 de mayo la fragata «Leda» se presentó
ante la fortaleza de Santa Teresa, en la Banda Oriental. El 11 de
junio la flota se encontraba al completo en las aguas del Plata y
sus superiores, Popham y Beresford, diseñaron el plan de invasión.
Aunque Beresford sostuvo la conveniencia de ocupar en primer tér-
mino Montevideo, al contar con fortificaciones que permitirían la
defensa en caso de una reacción de la población, Popham impuso
el ataque directo e inmediato a Buenos Aires, donde el virrey Sobre-
monte se había distinguido más por su afición al teatro que por
impulsar los preparativos militares. El 22 de junio los barcos británicos
se dirigieron a la ensenada de Barragán. El virrey reaccionó y envió
a defender la posición al marino y futuro virrey Santiago Liniers.
Dos días mas tarde, emitió un bando convocando a todos los hombres
aptos para empuñar las armas a incorporarse en tres días a los cuerpos
de milicias. Aunque en principio el desembarco no se concretó, en
la mañana del 25 de junio la flota británica apareció frente a Buenos
Aires en línea de batalla y poco después 1.641 soldados y oficiales
desembarcaron en los bañados de Quilmes.
El «pícaro, vil cobarde e indigno» virrey, al decir del destacado
criollo Juan Martín de Pueyrredón, resolvió entonces emprender la
retirada hacia el interior, a pesar de contar con fuerzas de caballería
cercanas a 2.000 hombres. En Buenos Aires, las compañías de mili-
cianos intentaron organizarse y en el fuerte se reunieron jefes militares,
oidores de la audiencia, miembros del cabildo y el obispo. Poco
después, la capital virreinal y sus 40.000 habitantes cayeron en manos
de los británicos, que sólo sufrieron la pérdida de un marinero. Sin
embargo, la resistencia se organizó de inmediato. Liniers, que había
retornado de Buenos Aires con la excusa de visitar a su familia,
estudió la situación y se dio cuenta de que la reconquista debía
partir de Montevideo, al requerir apoyo naval 8. Tras la recluta de
gente en el interior, la acción libertadora se puso en marcha. En
Buenos Aires, Beresford veía crecer la hostilidad de la población,
la provisión de víveres se interrumpía y los negocios cerraban sus
puertas. Ante el riesgo de que sus tropas quedaran atrapadas, decidió
retirarse al puerto de La Ensenada y dispuso el reembarque. Poco
después, mientras la columna de Liniers, compuesta inicialmente
Las luces que envuelven 177

por 936 hombres, avanzaba desde Montevideo, las tropas que aban-
donaban Buenos Aires eran atacadas desde las azoteas y balcones
con fuego de fusilería. Popham y Beresford resolvieron evacuar esa
misma noche desde el muelle de la ciudad a las mujeres e hijos
de los soldados y a los heridos, mientras la tropa se dirigía al embarque.
La columna y los habitantes de Buenos Aires lograron impedirlo
y el 12 de agosto de 1806 se produjo la rendición británica. Liniers
se convirtió en la primera figura militar del virreinato y se hizo cargo
de que los vencidos no sufrieran un trato deshonroso; también asumió
el mando político, acompañado de los miembros del cabildo, en
la plaza mayor y ante los vecinos, mientras el virrey Sobremonte,
que «andaba errante como los indios», se refugiaba en Montevideo.
El panorama cambió de modo drástico a comienzos de octubre,
y no sólo porque la derrota de Beresford y sus hombres no había
implicado la retirada de Popham, que bloqueaba el puerto de Mon-
tevideo, sino por la llegada de naves británicas con un contingente
de 2.000 soldados de refuerzo, al que se unieron poco después veinte
barcos más. Comenzaba así, en enero de 1807, la segunda invasión
británica del Plata, que esta vez atacó con buena lógica Montevideo,
la plaza de la que había surgido la reconquista. Los 5.000 soldados
británicos arrollaron a las tropas mandadas por Sobremonte, que
abandonó otra vez Montevideo y corrió a refugiarse en el interior.
Allí, como en Buenos Aires, se produjo una fuerte resistencia popular,
pero el 3 de febrero las tropas invasoras tomaron la urbe e hicieron
prisionero al gobernador Ruiz Huidobro y a cerca de 2.000 soldados.
Liniers hizo lo contrario que en la primera invasión y se refugió
en Buenos Aires para preparar la defensa, aunque esta vez hubo
una importante novedad política, que presagió lo que iba a ocurrir
casi de inmediato a escala imperial. El 6 de febrero una junta tomó
la decisión de deponer y arrestar al virrey por los cargos de «imperito
en el arte de la guerra y de indolente en clase de gobernador»,
al tiempo que pasquines anónimos pedían que lo sustituyera Liniers
y amenazaban con degollar a los miembros de la audiencia si se
oponían. Con gran sensatez política, el organismo judicial depuso
al virrey y otorgó a Liniers la comandancia general.
Montevideo, mientras tanto, se había convertido en una verdadera
factoría inglesa. Multitud de comerciantes instalaron allí su base de
operaciones y fomentaron un activo intercambio clandestino. Pero
la mayoría de los rioplatenses no contemplaba todavía, como señaló
años después Manuel Belgrano, más que una alternativa: «tener el
amo viejo o ninguno». La operación británica del segundo asalto
178 Manuel Lucena Giraldo

a Buenos Aires comenzó el 28 de junio, con el desembarco de 8.000


hombres en la ensenada de Barragán. Liniers pasó revista a sus tropas.
Estas representaban la constelación humana que habitaba la capital
virreinal, pues había milicianos «patricios, jornaleros, artesanos y
menestrales pobres», montañeses, catalanes, andaluces, asturianos,
arribeños, migueletes, cazadores, gallegos y húsares, hasta un total
de 8.000 soldados. Aunque en principio una sorpresiva maniobra
de los británicos logró separar sus fuerzas en los corrales de Miserere,
los porteños se atrincheraron en las casas y azoteas y descargaron
sobre ellos una mortífera lluvia de balas, a las que sumaron «granadas
de mano, frascos de fuego y hasta las armas plebeyas de piedras
y ladrillos». El resultado fue devastador y en lo que supuso un claro
antecedente de las tácticas de guerrilla y sitio de la inmediata Guerra
de Independencia española, regimientos enteros fueron diezmados
por las terribles descargas. Por fin, el 7 de julio concluyó el enfren-
tamiento, con la capitulación de Whitelocke y la evacuación británica
de Buenos Aires y Montevideo. El triunfo personal de Liniers, cuya
vida acabaría trágicamente en 1810 al ser fusilado por los revolu-
cionarios de mayo, fue indiscutible.
Mientras esto ocurría, al otro lado del Atlántico, en la península,
Carlos IV apuraba su tiempo y Manuel Godoy su gobierno. El monar-
ca terminó su reinado en una vergonzosa claudicación ante su hijo
y más tarde ante Napoleón y Godoy acabó por facilitar la entrada
y despliegue del ejército imperial francés. La consecuencia de todo
ello, la «santa insurrección española» iniciada en mayo de 1808,
aglutinó la francofobia popular, el miedo clerical al «ateísmo jaco-
bino» y la fuerza movilizadora del localismo y se transformó en una
lucha por la libertad de la nación española 9. En la leal América,
sin excepción, se juró fidelidad al deseado Fernando VII. En Santiago
de Chile, el cabildo, la audiencia y el gobernador reconocieron en
septiembre la soberanía de la Junta Central y propusieron reclutar
y armar 16.000 milicianos. El cabildo de Caracas juró fidelidad al
monarca en julio y el de La Habana juró lealtad en julio al rey
y la Junta de Sevilla y en septiembre al rey y la Junta Suprema
Central. Las colectas de donativos patrióticos, préstamos y otras ayu-
das desde América fluyeron hacia Cádiz gracias al final de las res-
tricciones navales, mientras el comercio marítimo por fin se des-
bloqueaba. En Quito surgió la aristocrática revolución del marqués
de Selva Alegre, que creó una junta propia para defender los derechos
reales y la religión y acabó por disolverse en octubre de 1809, mientras
en México fue depuesto el virrey Iturrigaray, considerado procriollo,
Las luces que envuelven 179

por una coalición de comerciantes y hacendados peninsulares. El


16 de septiembre de 1810 el cura Hidalgo lanzó el famoso «grito
de Dolores» a indios y mestizos en nombre de Fernando VII y la
virgen de Guadalupe, para defender la religión verdadera, liberarse
del dominio peninsular (y del capitalino) y abolir el tributo; durante
casi un año mantendría en jaque a las fuerzas del brigadier Calleja 10.
El año 1809 fue trágico para las armas españolas, pues culminó
con la invasión de Andalucía, la toma de Sevilla y el sitio de Cádiz.
Este supuso el detonante de la implosión de la monarquía, su estallido
final y temible desde el centro hacia la periferia. En los primeros
meses de 1810, el aluvión de malas noticias —el colapso inicial tras
la fugaz victoria de Bailén, el final de la coalición antinapoleónica
tras la derrota de Austria en la batalla de Wagram en julio de 1809
y la terrible derrota patriota en Ocaña el 19 de noviembre anterior
de un ejército de 51.869 hombres, organizado en buena parte gracias
a las contribuciones americanas— apenas permitía disimular el hun-
dimiento de la resistencia en la España peninsular. De ahí que, obli-
gados a defender sus repúblicas y temerosos del derrumbe insti-
tucional de la metrópoli, los patricios de Caracas —que no podían
tolerar en modo alguno la anexión a Francia, pues supondría la pér-
dida de nuevo del comercio exterior y quizá la temida sublevación
de los pardos, que hasta entonces se había evitado— se reunieran
la noche del 18 de abril de 1810 para perfilar los últimos detalles
de un golpe de Estado al capitán general, el guipuzcoano Emparan,
de quien además hacía tiempo se rumoreaba que era afrancesado.
A la mañana siguiente, una sesión del cabildo lo depuso. Según
su propio testimonio, quienes lo habían orquestado «decían al pueblo,
esto es, a 400 o 500 hombres que contenía la casa capitular, casi
todos de su facción, que la España estaba perdida sin recurso, que
no quedaba a los españoles sino Cádiz y la isla de León» 11.
Como un relámpago, el fenómeno juntista (y golpista, bajo el
punto de vista de muchos peninsulares) gestionado por los criollos
se propagó bajo la forma de cabildos abiertos, un método de movi-
lización política tan antiguo en las urbes americanas como eficiente
y lógico según el ideario de quienes los manejaron: hacendados,
comerciantes, mercaderes, curas, militares y burócratas. Gente de
orden y patricios, en su gran mayoría. Paradójicamente sus revo-
luciones, comenzadas para llenar un vacío de poder, conservar y
en todo caso cambiar sólo lo indispensable, «destruyeron el armazón
que sostenía el conjunto de la vieja estructura urbana y rural y dejaron
a sus componentes para que buscaran nuevo sitio» 12. La crisis de
180 Manuel Lucena Giraldo

1810, un colapso político devenido al poco en catástrofe urbana,


se sustanciaría al precio de quince años de guerra y la destrucción
de buena parte de la riqueza material y humana del continente.
Como señaló el propio Simón Bolívar, la libertad política del Nuevo
Mundo se había ganado a costa de todo lo demás. Muerto el súbdito,
sin embargo, nacía el ciudadano. En adelante, la ciudad americana
tendría que responder a la obligación de ser también refugio y escuela
de individuos iluminados con la práctica de sus deberes y derechos.
Se trata de un reto que dos siglos después está lejos de lograrse,
aunque hay que seguir intentándolo. Pues, como afirmó el gran escri-
tor peruano Sebastián Salazar Bondy en su célebre Lima, la horrible
(1964), «toda ciudad es un destino, porque representa una utopía».
Notas

Notas

INTRODUCCIÓN
1
H. CAPEL, Dibujar el mundo. Borges, la ciudad y la geografía del siglo XXI, Barcelona,
2001, pp. 14 y ss.; C. GRAU, Borges y la arquitectura, Madrid, 1995, pp. 145 y ss.
2
G. CABRERA INFANTE, El libro de las ciudades, Madrid, Alfaguara, 1999, p. 13.
3
A. GARCÍA Y BELLIDO, Urbanística de las grandes ciudades del mundo antiguo, Madrid,
1985, p. XXVII.
4
R. M. MORSE, «Introducción a la Historia Urbana de Hispanoamérica», en F. DE
SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, pp. 12-15.
5
P. MARCUSE, «¿Qué es exactamente una ciudad?», Revista de Occidente, núm. 275,
Madrid, 2004, pp. 7-23; H. CAPEL, «La definición de lo urbano», Estudios Geográficos,
núm. 138-139 (homenaje al profesor Manuel de Terán), Madrid, 1975, pp. 265 y ss.;
Scripta Vetera, http://www.ub.es/geocrit/sv-33.htm.
6
S. DE COVARRUBIAS, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, 1611, p. 288.
7
Citado en M. ROJAS MIX, La plaza mayor. El instrumento de dominio colonial,
Barcelona, 1978, pp. 113-114.
8
L. MUMFORD, «What is a City?», en R. T. LEGATES y F. STOUT (eds.), The City
Reader, Londres, 2003, p. 94.
9
G. CHILDE, Los orígenes de la civilización, México, 1954, pp. 73 y ss.; ÍD., «The
Urban Revolution», en R. T. LEGATES y F. STOUT (eds.), The City Reader, Londres,
2003, pp. 39-42.
10
T. J. GILFOYLE, «White Cities, Linguistic Turns and Disneylands: the New Para-
digms of Urban History», Reviews in American History, núm. 26.1, Baltimore, 1998,
p. 192.
11
H. CAPEL, «La definición de lo urbano», op. cit., pp. 275 y ss.
12
M. AUGE, El tiempo en ruinas, Barcelona, 2003, pp. 45 y ss.
13
M. CASTELLS, «European Cities, the Informational Society and the Global Eco-
nomy?», en R. T. LEGATES y F. STOUT (eds.), The City Reader, Londres, 2003, pp. 482-483.
14
E. AMODIO y T. ONTIVEROS (eds.), «Introducción», en E. AMODIO y T. ONTI-
VEROS (eds.), Historias de identidad urbana. Composición y recomposición de identidades
en los territorios populares urbanos, Caracas, 1995, p. 7; J. OSSENBRÜGGE, «Formas de
globalización y del desarrollo urbano en América Latina», Iberoamericana, núm. 11,
Madrid, 2003, p. 97.
182 Notas

15
J. CARO BAROJA, Paisajes y ciudades, Madrid, 1981, pp. 15 y ss. y 128 y ss.;
E. ROBBINS y R. EL-KHOURY, «Introduction», en E. ROBBINS y R. EL-KHOURY (eds.),
Shaping the City. Studies on History, Teaching and Urban Design, Nueva York, 2004,
p. 2.
16
Citado en R. DEL CAZ, P. GIGOSOS y M. SARAVIA, «La ciudad en el espejo»,
Revista de Occidente, núm. 275, Madrid, 2004, p. 83.
17
T. GLACKEN, Traces on the Rhodian Shore. Nature and Culture in Western Thought
from Ancient Times to the end of the Eighteenth Century, Berkeley, 1990, pp. 5 y ss.
y 116 y ss. Hay traducción española, Huellas en la playa de Rodas: naturaleza y cultura
en el pensamiento occidental desde la Antigüedad hasta finales del siglo XVIII, presentación
de H. CAPEL, Barcelona, 1996.
18
Sobre la visión negativa de la ciudad, H. CAPEL, Dibujar el mundo..., op., cit.,
pp. 115 y ss.
19
J. ALCINA FRANCH, «En torno al urbanismo precolombino de América. El marco
teórico», Anuario de Estudios Americanos, vol. XLVIII, Sevilla, 1991, p. 46; A. LAFUENTE
y T. SARAIVA, «The Urban Scale of Science and the Enlargement of Madrid (1851-1936)»,
Social Studies of Science, vol. 34, núm. 4, Londres, p. 531.
20
R. M. MORSE, «Introducción a la Historia Urbana...», op. cit., p. 37.
21
A. CASTILLERO CALVO, «The City in the Hispanic Caribbean, 1492-1650», en
P. C. EMMER (ed.) y G. CARRERA DAMAS (coed.), General History of the Caribbean, vol. II,
Londres, 1999, pp. 205 y ss.
22
A. PÉREZ SÁNCHEZ, «Biografía de Diego Angulo Íñiguez», en I. MATEO GÓMEZ
(coord.), Diego Angulo Íñiguez, historiador del arte, Madrid, 2001, pp. 26, 34 y ss.
23
F. DE SOLANO, R. M. MORSE, J. E. HARDOY y R. P. SCHAEDEL, «El proceso
urbano iberoamericano desde sus orígenes hasta los principios del siglo XIX. Estudio
bibliográfico», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid,
1983, pp. 727 y ss., para referencias sucesivas de autores y obras.
24
W. BORAH, «Trends in Recent Studies of Colonial Latin American cities», Hispanic
American Historical Review, núm. 64-3, Duke, 1984, pp. 535-536.
25
R. M. MORSE, «Introducción a la Historia Urbana...», op. cit., pp. 37 y ss.; J. WAL-
TON, «From Cities to Systems: Recent Research on Latin American Urbanization», Latin
American Research Review, núm. 14-1, Albuquerque, 1979, pp. 159 y ss.
26
W. BORAH, «Trends in Recent Studies...», op. cit., pp. 547 y ss.
27
La ciudad hispanoamericana: el sueño de un orden, Madrid, 1989; F. DE SOLANO (dir.)
y M. L. CERRILLO (coord.), Historia urbana de Iberoamérica, 3 tomos, Madrid, 1987-1992.

CAPÍTULO I
1
M. RESTALL, Los siete mitos de la conquista española, Barcelona, 2004, pp. 190
y ss.
2
A. JIMÉNEZ MARTÍN, «Antecedentes: España hasta 1492», en F. DE SOLANO (dir.)
y M. L. CERRILLO (coord.), Historia urbana de Iberoamérica, t. I, Madrid, 1987, pp. 40
y ss.; H. PIETSCHMANN, «Atlantic History. History between European History and Global
History», en H. PIETSCHMANN (ed.), Atlantic History. History of the Atlantic system,
Göttingen, 2002, p. 15.
3
F. DE SOLANO, «La expansión urbana ibérica por América y Asia. Una consecuencia
de los Tratados de Tordesillas», Revista de Indias, vol. LVI, núm. 208, Madrid, 1996,
p. 619.
4
Se trata de un cálculo conservador; la Europa actual tiene 10.530.750 kilómetros
cuadrados; W. P. WEBB, The Great Frontier, Londres, 1953, pp. 100 y ss.
5
J. H. ELLIOTT, El Viejo Mundo y el Nuevo, 1492-1650, Madrid, 1990, pp. 75-78.
Notas 183

6
E. AMODIO, Formas de la alteridad: construcción y difusión de la imagen del indio
americano en Europa durante el primer siglo de la conquista de América, Quito, 1993,
pp. 15 y ss.; P. HULME, «Tales of Distinction: European Ethnography in the Caribbean»,
en S. B. SCHWARTZ (ed.), Implicit Understandings. Observing, Reporting and Reflecting
on the Encounters between Europeans and Other Peoples in the Early Modern Era, Cambridge,
1995, pp. 163 y ss.
7
Citado en J. H. ELLIOTT, El Viejo Mundo..., op. cit., p. 93.
8
Citado en A. GERBI, La naturaleza de las Indias nuevas, México, 1992, p. 313.
9
Ibid., pp. 20-21; S. GRUZINSKI, El pensamiento mestizo, Barcelona, Paidós, 2000,
pp. 78 y ss.
10
J. LOCKHART, Of Things of the Indies. Essays Old and new in Early Latin American
History, Stanford, 1999, p. 124.
11
B. PASTOR BODMER, The Armature of Conquest. Spanish Accounts of the Discovery
of America, 1492-1589, Stanford, 1992, pp. 3-4.
12
Un excelente ejemplo en F. LÓPEZ ESTRADA, «Un viaje medieval: Ruy González
de Clavijo visita Samarcanda... y vuelve para contarlo», Revista de Occidente, núm. 280,
Madrid, 2004, pp. 27 y ss.
13
J. GIL, Mitos y utopías del descubrimiento, 1, Colón y su tiempo, Madrid, 1989,
pp. 50, 206 y ss.
14
J. GIL, Mitos y utopías del descubrimiento, 2, El Pacífico, Madrid, 1989, pp. 153,
268 y ss. y 275.
15
A. MANGUEL y G. GUADALUPI, Breve guía de lugares imaginarios, Madrid, 2000,
pp. 129-130.
16
D. WEBER, The Spanish Frontier in North America, New Haven, 1992, p. 49.
17
F. MORALES PADRÓN, Teoría y leyes de la conquista, Madrid, 1979, p. 134.
18
F. MORALES PADRÓN, «Descubrimiento y toma de posesión», Anuario de Estudios
Americanos, vol. XII, Sevilla, 1955, pp. 333-336; G. GUARDA, «Tres reflexiones en torno
a la fundación de la ciudad indiana», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad
iberoamericana, Madrid, 1983, pp. 91 y ss.
19
F. MORALES PADRÓN, Teoría y leyes..., op. cit., pp. 135-136.
20
P. SEED, Ceremonies of Possesion in Europe’s Conquest of the New World, 1492-1640,
Cambridge, 1995, pp. 71 y ss.; U. BITTERLI, Cultures in Conflict. Encounters between
European and Non-European Cultures, 1492-1800, Stanford, 1989, pp. 72 y ss.
21
Su participación quedó recogida en las «Ordenanzas reglamentando que en cada
expedición de descubrimiento y conquista se lleven intérpretes», Granada, 17 de diciembre
de 1526, en F. DE SOLANO (ed.), Documentos sobre política lingüística en Hispanoamérica,
1492-1800, Madrid, 1992, p. 16.
22
Texto completo en L. PEREÑA, La idea de justicia en la conquista de América,
Madrid, 1992, pp. 237-239.
23
J. LYNCH, «Armas y hombres en la conquista de América», América Latina, entre
colonia y nación, Barcelona, 2001, pp. 29 y ss.
24
C. COLÓN, Los cuatro viajes. Testamento, edición de C. VARELA, Madrid, 2000,
pp. 155-156.
25
C. VARELA, «La Isabela. Vida y ocaso de una ciudad efímera», Revista de Indias,
vol. XLVII, núm. 181, Madrid, 1987, p. 737.
26
Instrucción al comendador Nicolás de Ovando sobre el modo de concentrar
a la población indígena dispersa, en F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad
hispanoamericana, 1492-1600, t. I, Madrid, 1995, pp. 24-25.
27
J. E. HARDOY, Cartografía urbana colonial de América Latina y el Caribe, Buenos
Aires, 1991, p. 41.
28
Citado en J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades hispanoamericanas, Madrid,
1992, p. 139.
184 Notas

29
R. CASSA, «Cuantificaciones sociodemográficas de la ciudad de Santo Domingo
en el siglo XVI», Revista de Indias, vol. LVI, núm. 208, Madrid, 1996, pp. 643 y 654.
30
A. CASTILLERO CALVO, «The City in the Hispanic...», op. cit., pp. 210 y ss.
31
La Tierra Firme incluía la costa comprendida entre la desembocadura del Orinoco
y el istmo panameño.
32
A. GERBI, La naturaleza de las Indias nuevas. De Cristóbal Colón a Gonzalo Fernández
de Oviedo, México, 1992, p. 39. Los taínos contaban con poblados concentrados que
tenían, según señaló Pedro Mártir de Anglería, desde 50 hasta 1.000 casas, pero existían
agrupaciones de no más de cinco.
33
J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades..., op. cit., p. 146.
34
A. ALTOLAGUIRRE, Vasco Núñez de Balboa, Madrid, 1914, p. 39.
35
A. CASTILLERO CALVO, «The City in the Hispanic...», op. cit., pp. 215 y ss.
36
J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades..., op. cit., p. 177.
37
A. R. VALERO DE GARCÍA LASCURAIN, «Los indios en Tenochtitlan. La ciudad impe-
rial mexica», Anuario de Estudios Americanos, vol. XLVII, Sevilla, 1990, pp. 39-40.
38
J. L. DE ROJAS, «Cuantificaciones referentes a la ciudad de Tenochtitlan en 1519»,
Historia mexicana, vol. XXXVI, México, 1986, p. 217.
39
M. LEÓN-PORTILLA (intr.), Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista,
México, 1992, p. 133.
40
J. ALCINA FRANCH, «El pasado prehispánico y el impacto colonizador», La ciudad
hispanoamericana: el sueño de un orden, Madrid, 1989, p. 212.
41
J. E. HARDOY, Ciudades precolombinas, Buenos Aires, 1964, p. 187.
42
F. DOMÍNGUEZ COMPAÑY, Política de poblamiento de España en América (la fundación
de ciudades), Madrid, 1984, pp. 99-100.
43
D. ANGULO ÍÑIGUEZ, «Terremotos y traslados de la ciudad de Guatemala», en
I. MATEO GÓMEZ (coord.), Diego Angulo Íñiguez, historiador del arte, Madrid, 2001,
pp. 224-225.
44
J. GUNTHER DOERING y G. LOHMANN VILLENA, Lima, Madrid, 1992, p. 54.
45
J. E. HARDOY, «El diseño urbano de las ciudades prehispánicas», en F. DE SOLA-
NO (dir.) y M. L. CERRILLO (coord.), Historia urbana de Iberoamérica, t. I, Madrid, 1987,
pp. 164-165.
46
J. E. HARDOY, Ciudades precolombinas, op. cit., pp. 435 y ss.
47
M. A. DURÁN HERRERO, Fundaciones de ciudades en el Perú durante el siglo XVI,
Sevilla, 1978, p. 75.
48
J. SALVADOR LARA, Quito, Madrid, 1992, p. 69.
49
E. TROCONIS DE VERACOECHEA, Caracas, Madrid, 1992, pp. 51-52.
50
A. DE RAMÓN, Santiago de Chile (1541-1991). Historia de una sociedad urbana,
Madrid, 1992, p. 32.
51
C. LÁZARO ÁVILA, Las fronteras de América y los «Flandes indianos», Madrid, 1997,
pp. 13. y ss.
52
F. DOMÍNGUEZ COMPAÑY, Política de poblamiento..., op. cit., p. 14.
53
M. GUTMAN y J. E. HARDOY, Buenos Aires. Historia urbana del área metropolitana,
Madrid, 1992, p. 27.

CAPÍTULO II
1
G. CÉSPEDES DEL CASTILLO, «Raíces peninsulares y asentamiento indiano: los hom-
bres de las fronteras», en F. DE SOLANO (coord.), Proceso histórico al conquistador, Madrid,
1988, pp. 39 y ss.
2
A. DE RAMÓN, Santiago de Chile..., op. cit., p. 41.
3
F. FERNÁNDEZ-ARMESTO, Las Américas, Barcelona, 2004, p. 73.
Notas 185

4
J. M. OTS CAPDEQUÍ, El Estado español en las Indias, México, 1975, pp. 15 y
ss.; G. HERNÁNDEZ PEÑALOSA, El derecho en Indias y su metrópoli, Bogotá, 1969, p. 170;
J. P. GREENE, Negotiated Authorities. Essays in Colonial Political and Constitucional History,
Charlottesville, 1994, p. 13.
5
J. H. ELLIOTT, El Viejo Mundo..., op. cit., p. 106.
6
G. GUARDA, «Tres reflexiones en torno a la fundación de la ciudad indiana»,
en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, p. 94.
7
G. KUBLER, «Foreword», en D. P. CROUCH, D. J. GARR y A. I. MUNDIGO, Spanish
City Planning in North America, Cambridge, 1982, p. XII; L. BENEVOLO y S. ROMANO,
La città europea fuori D’Europa, Milán, 1998, p. 81.
8
F. DE SOLANO, «El conquistador hispano: señas de identidad», en F. DE SOLA-
NO (coord.), Proceso histórico al conquistador, Madrid, 1988, pp. 23-24.
9
Sobre la fidelidad al rey y su obligación de otorgar recompensas, F. TOMÁS Y
VALIENTE, «Las ideas políticas del conquistador Hernán Cortés», en F. DE SOLANO (coord.),
Proceso histórico al conquistador, Madrid, 1988, pp. 165-181.
10
Citado en A. DE RAMÓN, «Rol de lo urbano en la consolidación de la conquista:
los casos de Lima, Potosí y Santiago de Chile», Revista de Indias, vol. LV, núm. 204,
Madrid, 1995, p. 392.
11
Libro IV, Título VII, Ley XX, Recopilción de leyes de los reinos de Indias (1681),
t. II, Madrid, 1973, p. 93.
12
A. GERBI, La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica, 1750-1900,
México, 1982, pp. 66 y ss.
13
G. GUARDA, «Tres reflexiones...», op. cit., p. 100; F. DE SOLANO, «Significado
y alcances de las nuevas ordenanzas de descubrimiento y población de 1573», Ciudades
hispanoamericanas y pueblos de indios, Madrid, 1990, pp. 60 y ss.; J. M. MORALES FOLGUERA,
La construcción de la utopía. El proyecto de Felipe II (1556-1598) para Hispanoamérica,
Madrid, 2001, pp. 25 y ss.
14
D. DE ENCINAS, Cedulario indiano, vol. IV, Madrid, 1945, pp. 232-246; Recopilación
de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, pp. 79-93.
15
En el contexto de la monarquía hispánica existía una distinción entre «reinos
de herencia» y «reinos de conquista», de la que podía derivar una diferencia constitucional
en detrimento de estos últimos; agradezco a R. Valladares esta puntualización; «Nuevas
ordenanzas de descubrimiento, población y pacificación de las Indias» (1573), en F. DE
SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana, 1492-1600, t. I, Madrid,
1995, p. 199.
16
Artículo 112 de «Nuevas ordenanzas de descubrimiento...», op. cit., p. 211.
17
Artículo 93 de «Nuevas ordenanzas de descubrimiento...», op. cit., p. 208. La
condición de vecino, inicialmente referida a españoles con casa poblada, pronto incluyó
a indios, negros libres y morenos, que también recibieron solares y labores; F. DOMÍNGUEZ
COMPAÑY, «La condición de vecino», Estudios sobre las instituciones locales hispanoame-
ricanas, Caracas, 1981, pp. 112 y ss. El número de vecinos permite calcular la población
blanca de una ciudad junto a sus agregados, multiplicándolo por seis, aunque se trata
de una cuestión sometida a un permanente debate historiográfico; J. E. HARDOY y C. ARA-
NOVICH, «Escalas y funciones urbanas de la América española hacia 1600. Un ensayo
metodológico», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid,
1983, pp. 362-364.
18
En 1529 el cabildo de Guatemala dio seis meses a los vecinos que tenían solares
para que los cercaran y poblaran, amenazándolos con su pérdida en caso contrario.
También prohibieron que los perros, cerdos, yeguas y caballos estuvieran sueltos por
las calles, pues se metían en el mercado y la iglesia, «que es cosa de mal ejemplo,
y especialmente para los naturales de la tierra que lo ven», «Acuerdos del cabildo de
Guatemala, 20 de agosto de 1529», en F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad
hispanoamericana, 1492-1600, t. I, Madrid, 1995, pp. 92-3.
186 Notas

19
G. KUBLER, «Foreword», op. cit., p. XII; G. R. CRUZ, Let There be Towns. Spanish
Municipal Origins in the American Southwest, 1610-1810, Texas College Station, 1988,
p. 19.
20
En la muestra aparecen según un modelo clásico y de plaza central, 42; clásicos
con plaza excéntrica junto a una costa o río, 6; clásicos con plaza excéntrica sin elemento
de atracción particular, 8; regulares con plaza central, 11; regulares con plaza excéntrica,
20; regulares con dos plazas central y excéntrica, 3; regulares con dos plazas excéntricas,
6; regulares alargados, 3; irregulares, 10; lineales, 5, y sin un esquema definido, 20;
J. E. HARDOY, «La forma de las ciudades coloniales en la América española», en F. DE
SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, p. 329.
21
J. L. GARCÍA FERNÁNDEZ, «Trazas urbanas hispanoamericanas y sus antecedentes»,
en La ciudad hispanoamericana: el sueño de un orden, Madrid, 1989, pp. 215 y ss.; I. A. LEO-
NARD, Books of the Brave. Being an Account of Books and of Men in the Spanish Conquest
and Settlement of the Sixteenth century New World, Berkeley, 1992, pp. 91 y ss.
22
J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades..., op. cit., p. 367, recogiendo un plan-
teamiento de R. Martínez Lemoine.
23
R. M. MORSE, «Introducción a la Historia Urbana...», op. cit., pp. 44-47.
24
A. BONET CORREA, El urbanismo en España e Hispanoamérica, Madrid, 1991, pp. 176
y ss.
25
A. CASTILLERO CALVO, La vivienda colonial en Panamá. Historia de un sueño, Panamá,
1994, p. 200.
26
M. ROJAS MIX, La plaza mayor..., op. cit., pp. 66 y ss.
27
F. DE SOLANO, «Rasgos y singularidades de la plaza mayor», Ciudades hispanoa-
mericanas y pueblos de indios, Madrid, 1990, p. 190.
28
A. ALEDO TUR, «El significado cultural de la plaza hispanoamericana. El ejemplo
de la plaza mayor de Mérida», Tiempos de América, núm. 5-6, Castellón, 2000, p. 40.
29
Libro IV, Título VIII, Ley I, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681),
t. II, Madrid, 1973, p. 94.
30
Título de ciudad al pueblo de Cumaná de la provincia de Nueva Andalucía,
San Lorenzo, 3 de julio de 1591, en S. R. CORTÉS (comp.), Antología documental de
Venezuela, Caracas, 1971, p. 112.
31
G. PORRAS TROCONIS, Cartagena Hispánica, 1533 a 1810, Bogotá, 1954, pp. 76-78.
32
R. FIGUEIRA, «Del barro al ladrillo», en J. L. ROMERO y L. ROMERO (dirs.), Buenos
Aires, Historia de cuatro siglos, t. I, Buenos Aires, 2000, p. 113.
33
J. LOCKHART, Of Things of the Indies. Essays Old and New in Early Latin American
Colonial History, Stanford, 1999, p. 122.
34
A. DE RAMON, «Rol de lo urbano en la consolidación...», op. cit., p. 409.
35
Libro IV, Título VII, Ley II, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681),
t. II, Madrid, 1973, p. 91.
36
G. CÉSPEDES DEL CASTILLO, «Vecinos, magnates, cabildos y cabildantes en la Amé-
rica española», La ciudad hispanoamericana: el sueño de un orden, Madrid, 1989, pp. 229
y ss.
37
El cabildo abierto es «la junta que se hace en alguna villa o lugar a son de
campaña tañida, para que entren todos los que quisieren del pueblo, por haberse de
tratar alguna cosa de importancia o de que pueda resultar algún gravamen que comprenda
a todos, lo cual se ejecuta a fin de que ninguno pueda reclamar después», citado en
C. BAYLE, Los cabildos seculares en la América española, Madrid, 1952, p. 433. Se convocaba
por el procurador, gobernador, alcalde ordinario, corregidor, alférez real o el cabildo
en pleno para tratar los más diversos asuntos, tributos, corridas de toros, inundaciones,
servicios de los indios, unión de armas o provisión de trigo. En Santiago de Chile
hubo seis en el siglo XVI, 59 en el XVII, cinco en el XVIII y uno en el XIX; participó
«todo el pueblo y común», algunos vecinos o ciertas corporaciones. Sus acuerdos debían
ser legalizados, H. ARANGUIZ DONOSO, «Estudio institucional de los cabildos abiertos
Notas 187

de Santiago de Chile (1541-1810)», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad


iberoamericana, Madrid, 1983, pp. 217 y ss. El cabildo abierto casi desapareció de Castilla
en los siglos XV y XVI, como consecuencia de la aristocratización de las ciudades. Excep-
cionalmente se convocaron algunos, I. A. A. THOMPSON, «El concejo abierto de Alfaro
en 1602: la lucha por la democracia municipal en la Castilla seiscentista», Berceo, núm. 100,
Logroño, 1981, pp. 307 y ss.
38
R. KONETZKE, América Latina, II, La época colonial, Madrid, 1979, p. 129.
39
C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., pp. 112-113.
40
Ibid., p. 105.
41
C. H. HARING, El imperio hispánico en América, Buenos Aires, 1966, pp. 170
y ss.; F. TOMÁS Y VALIENTE, La venta de oficios en Indias (1492-1606), Madrid, 1972,
pp. 61 y ss.
42
Libro IV, Título IX, Ley I, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681),
t. II, Madrid, 1973, p. 96.
43
«Puede decirse que durante todo el XVI el cabildo de Quito estuvo dominado
en exclusiva [por encomenderos], desde la fundación de la villa hasta prácticamente
1597: la calidad de benemérito y de conquistador, esencial para la consecución de la
encomienda, será la tónica dominante también para los cargos concejiles en toda la
centuria», J. ORTIZ DE LA TABLA, Los encomenderos de Quito, 1534-1660. Origen y evolución
de una elite colonial, Sevilla, 1993, p. 130.
44
J. F. DE LA PEÑA, Oligarquía y propiedad en Nueva España (1550-1624), México,
1983, p. 149.
45
P. M. ARCAYA, El cabildo de Caracas (período de la colonia), Caracas, 1968, p. 37.
46
P. GERHARD, Geografía histórica de la Nueva España, 1519-1821, México, 1986,
p. 14.
47
Libro V, Título II, Ley I, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681),
t. II, Madrid, 1973, pp. 144-146, enumera los gobiernos, corregimientos y alcaldías
mayores de provisión real en las Indias. Eran corregimientos en la audiencia de Lima,
los de Cuzco y su montaña, Cajamarca, Santiago de Miraflores, Arica, Collaguas, Ica,
Arequipa, Guamanga, Piura, Paita y Castro Virreina; en la de Santafé, los de Mariquita
y Tunja; en la de Charcas, los de Potosí, Oruro y La Paz; en la de Quito, los de
Zamora, Loja, Guayaquil y Quito; en la de México, los de Veracruz, México y Zacatecas,
y numerosas alcaldías mayores equivalentes.
48
Libro V, Título II, Ley III, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681),
t. II, Madrid, 1973, p. 146.
49
G. LOHMANN VILLENA, «El corregidor de Lima (estudio histórico-jurídico)», Anua-
rio de Estudios Americanos, vol. IX, Sevilla, 1952, pp. 131-132.
50
Estas regulaban todos los aspectos de la vida municipal, desde el paso del santísimo
sacramento a la limpieza de las pesas de las carnicerías, «Ordenanzas municipales de
Guayaquil» (1590), en Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana, 1492-1600, t. I,
Madrid, 1995, pp. 253-268.
51
Libro IV, Título X, Ley XII, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681),
t. II, Madrid, 1973, p. 99.
52
P. M. ARCAYA, El cabildo de Caracas..., op. cit., pp. 72-75.
53
C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., p. 173.
54
Libro V, Título VII, Ley X, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681),
t. II, Madrid, 1973, p. 161.
55
C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., p. 208.
56
J. A. GARCÍA, La ciudad indiana, Buenos Aires, 1998, p. 125.
57
J. C. SUPPER, Food, Conquest and Colonization in Sixteenth century Spanish America,
Alburquerque, 1988, pp. 87-88.
188 Notas

58
Libro IV, Título XI, Ley II, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681),
t. II, Madrid, 1973, p. 101.
59
Libro IV, Título XI, Ley V, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681),
t. II, Madrid, 1973, p. 101.
60
P. M. ARCAYA, El cabildo de Caracas..., op. cit., p. 59.
61
R. ARCHILA, «La medicina y la higiene en la ciudad», en F. DE SOLANO (coord.),
Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, p. 657.
62
C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., p. 544.
63
Ibid., p. 548.
64
Ibid., p. 552.
65
«Contribución del cabildo de Quito a la adquisición de un reloj público, Quito,
13 de enero de 1612», en F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana,
1601-1821, t. II, Madrid, 1996, pp. 35-36.
66
C. GÓMEZ y J. MARCHENA, «Los señores de la guerra en la conquista», Anuario
de Estudios Americanos, vol. XLII, Sevilla, 1985, pp. 200 y ss.
67
J. LOCKHART, Los de Cajamarca. Un estudio social y biográfico de los primeros con-
quistadores del Perú, t. I, Lima, 1986, p. 71.
68
Libro IV, Título VIII, Ley V, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681),
t. II, Madrid, 1973, p. 94.
69
En Castilla, el monarca convocaba a Cortes villa, reino y ciudades, como en
las muy tumultuosas celebradas en 1632, J. E. GELABERT, Castilla convulsa (1631-1652),
Madrid, 2001, pp. 67 y ss.
70
G. LOHMANN VILLENA, «Las cortes en Indias», Anuario de Historia del Derecho
Español, t. XVIII, Madrid, 1947, pp. 655 y ss.
71
W. HARRIS, The Growth of Latin American Cities, Athens, 1971, p. 13; P. SINGER,
«Campo y ciudad en el contexto histórico iberoamericano», en J. E. HARDOY y R. P. SCHAE-
DEL (comps.), Las ciudades de América Latina y sus áreas de influencia a través de la
Historia, Buenos Aires, 1975, pp. 203 y ss.
72
E. VAN YOUNG, «Material Life», en L. S. HOBERMAN y S. M. SOCOLOW (eds.),
The Countryside in Colonial Latin America, Alburquerque, 1996, p. 66; M. A. MARTIN
LOU y E. MUSCAR BENASAYAG, Proceso de urbanización en América del Sur, Madrid, 1992,
p. 123.
73
P. VIVES, «Ciudad y territorio en la América colonial», La ciudad hispanoamericana:
el sueño de un orden, Madrid, 1989, pp. 222-223; P. PÉREZ HERRERO, Comercio y mercados
en América Latina colonial, Madrid, 1992, pp. 99 y ss.
74
E. J. A. MAEDER y R. GUTIÉRREZ, Atlas histórico y urbano del nordeste argentino.
Pueblos de indios y misiones jesuíticas, Resistencia, 1994, pp. 12-14.
75
F. DE SOLANO, «El pueblo de indios. Política de concentración de la población
indígena: objetivos, proceso, problemas y resultados», Ciudades hispanoamericanas y pueblos
de indios, Madrid, 1990, p. 333; ÍD., «Urbanización y municipalización de la población
indígena», Ciudades hispanoamericanas y pueblos de indios, Madrid, 1990, pp. 355 y ss.
76
J. R. LODARES MARRODÁN, El paraíso políglota: historias de lenguas en la España
moderna contadas sin prejuicios, Madrid, 2000, pp. 55 y ss.
77
Quiroga fundó en 1531 a dos leguas de México el hospital de Santafé, donde
atendió a indios enfermos y desamparados, y poco después estableció otro hospital
en Tzintzuntzan, junto a Pátzcuaro. Tras acceder a la sede michoacana, fundó el hospital
de San Nicolás de Tolentino y prosiguió con su experimento evangelizador de los hos-
pitales, que constaban de una casa común para enfermos y principales y de casas par-
ticulares para los congregados en familias, así llamadas porque en ellas vivían sus miembros.
Tenían un terreno anexo para huerta o jardín, estancias de campo y lugares para siembras
y ganaderías. El hospital tenía forma de cuadrado en uno de cuyos frentes estaba la
enfermería de contagiosos y en los otros el resto de los enfermos. Los naturales trabajaban
comunalmente durante seis horas y del beneficio se pagaban los gastos del hospital,
Notas 189

la comunidad y las escuelas; el resto se repartía entre los congregados. También aprendían
diversos oficios.
78
C. GIBSON, «Rotation of Alcaldes in the Indian Cabildo of Mexico City», Hispanic
American Historical Review, vol. 33, núm. 2, Duke, 1953, p. 213.
79
L. SOUSA y K. TERRACIANO, «The “Original Conquest” of Oaxaca: Nahua and
Mixtec Accounts of the Spanish Conquest», Ethnohistory, vol. 50, núm. 2, Duke, 2003,
p. 384; J. BUSTAMANTE, «Los vencidos: nuevas formas de identidad y acción en una
sociedad colonial», en S. BERNABEU (coord.), El paraíso occidental. Norma y diversidad
en el México virreinal, Madrid, 1998, pp. 29-33.
80
R. S. HASKETT, «Indian Town Government in Colonial Cuernavaca: Persistence,
Adaptation and Change», Hispanic American Historical Review, vol. 67, núm. 2, Duke,
1987, p. 210.
81
«Mandamiento del virrey de Nueva España Antonio de Mendoza concediendo
licencia al indio Baltasar, de Tepeaca, para hacer una población en el valle de Tozocongo,
México, 17 de mayo de 1542», en F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad
hispanoamericana, 1601-1821, t. II, Madrid, 1996, p. 137.
82
T. HERZOG, «La política espacial y las tácticas de conquista: las “Ordenanzas
de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias” y su legado (si-
glos XVI-XVII)», en J. R. GUTIÉRREZ, E. MARTÍNEZ RUIZ y J. GONZÁLEZ RODRÍGUEZ (coords.),
Felipe II y el oficio de rey: la fragua de un imperio, Madrid, 2001, p. 296.
83
Libro VI, Título III, Ley XV, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681),
t. II, Madrid, 1973, p. 200; M. MORNER, Region & State in Latin America’s Past, Baltimore,
1993, pp. 20 y ss.
84
P. BORGES MORÁN, Misión y civilización en América, Madrid, 1987, pp. 156-158.
85
J. LOCKHART, «Españoles entre indios: Toluca a fines del siglo XVI», Revista de
Indias, vols. XXXIII-XXIV, núm. 131-138, Madrid, 1973-1974, p. 487.
86
F. DE SOLANO, «Autoridades municipales indígenas de Yucatán (1657-1677)»,
Ciudades hispanoamericanas y pueblos de indios, Madrid, 1990, pp. 395-423.
87
C. BERNAND y S. GRUZINSKI, Historia del Nuevo Mundo. Los mestizajes (1550-1640),
t. II, México, 1999.
88
C. ROMERO ROMERO, «Fundaciones españolas en América: una sucesión crono-
lógica», La ciudad hispanoamericana: el sueño de un orden, Madrid, 1989, pp. 275-293.
89
R. GUTÍERREZ, «Distribución espacial de la ciudad: los barrios hispanocoloniales»,
en F. DE SOLANO (dir.) y M. L. CERRILLO (coord.), Historia urbana de Iberoamérica,
t. I, Madrid, 1987, p. 316.
90
F. DE SOLANO, «Ciudades y pueblos de indios antes de 1573», Ciudades his-
panoamericanas y pueblos de indios, Madrid, 1990, pp. 53-57.
91
C. BERNAND, Negros esclavos y libres en las ciudades hispanoamericanas, Madrid,
2001, p. 50; C. GIBSON, Los aztecas bajo el dominio español, 1519-1810, México, 1981,
p. 389.
92
J. LOCKHART, El mundo hispanoperuano, 1532-1560, México, 1982, pp. 234-235;
M. A. DURAN HERRERO, «Lima en 1613. Aspectos urbanos», Anuario de Estudios Ame-
ricanos, vol. XLIX, Sevilla, 1992, p. 183.
93
A. CASTILLERO CALVO, La vivienda colonial..., op. cit., p. 87.
94
F. DOMÍNGUEZ COMPAÑY, La vida en las pequeñas ciudades hispanoamericanas de
la conquista, 1494-1549, Madrid, 1978, p. 83; M. GÓNGORA, «Urban Social Stratification
in Colonial Chile», Hispanic American Historical Review, vol. 55, núm. 3, Duke, 1975,
pp. 427 y ss.
95
M. GÓNGORA, «Sondeos en la antroponimia colonial de Santiago de Chile», Anua-
rio de Estudios Americanos, vol. XXIV, Sevilla, 1967, p. 1326.
96
A. DE RAMÓN, Santiago de Chile..., op. cit., p. 70.
190 Notas

97
B. DÍAZ DEL CASTILLO, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Madrid,
1984, p. 103.
98
José Moreno Villa acuñó este término en 1942, M. CABAÑAS BRAVO, «México
me va creciendo. El exilio de José Moreno Villa», en M. AZNAR SOLER (ed.), El exilio
literario español de 1939, vol. I, Barcelona, 1998, p. 223.
99
C. BERNAND y S. GRUZINSKI, Historia del Nuevo Mundo..., op. cit., p. 260.
100
E. MARCO DORTA, «Iglesias renacentistas en las riberas del Lago Titicaca», Anuario
de Estudios Americanos, vol. II, Sevilla, 1945, p. 707.
101
A. CASTILLERO CALVO, La vivienda colonial..., op. cit., pp. 134-135.
102
Ibid., p. 70.
103
F. B. PYKE, «Algunos aspectos de la ejecución de las leyes municipales en la
América española durante la época de los Austrias», Revista de Indias, vol. XVIII, núm. 72,
Madrid, 1958, pp. 208-209.
104
V. CORTÉS ALONSO, «Tunja y sus vecinos», Revista de Indias, vol. XXV,
núm. 99-100, Madrid, 1965, p. 160.
105
J. M. MORALES FOLGUERA, Tunja. Atenas del Renacimiento en la Nueva Granada,
Málaga, 1998, pp. 135 y ss.
106
«Españoles: baquianos y bisoños, criollos y peninsulares», en G. CÉSPEDES DEL
CASTILLO (ed.), Textos y documentos de la América Hispánica (1492-1898), Barcelona,
1986, p. 194.

CAPÍTULO III

1
J. I. ISRAEL, Razas, clases sociales y vida política en el México colonial, 1610-1670,
México, 1980, pp. 91-92.
2
Metrópoli era para los griegos la ciudad madre de otras y para los romanos la
capital de una provincia. S. DE COVARRUBIAS la definió como «ciudad principal de la
cual han salido muchas poblaciones circunvecinas dependientes de ella», Tesoro de la
lengua castellana, Madrid, 1611, p. 548 Para el Diccionario de la lengua castellana, t. IV,
Madrid, 1734, es «ciudad principal que tiene dominio o señorío sobre las otras». E. DE
TERREROS PANDO señaló que era la iglesia principal o sede, por ello metropolitana, de
una ciudad arzobispal, Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes, t. II, Madrid,
1787, p. 580.
3
B. BRAVO LIRA, «Régimen virreinal. Constantes y variantes de la constitución política
en Iberoamérica (siglos XVI al XXI)», en F. BARRIOS (coord.), El gobierno de un mundo.
Virreinatos y audiencias en la América Hispánica, Cuenca, 2004, pp. 398 y ss.
4
I. RODRÍGUEZ MOYA, La mirada del virrey. Iconografía del poder en la Nueva España,
Castellón, 2003, pp. 94 y ss.; M. A. PASTOR, Crisis y recomposición social. Nueva España
en el tránsito del siglo XV al XVII, México, 1999, p. 42.
5
G. GASPARINI, América, barroco y arquitectura, Caracas, 1972, p. 167.
6
P. MARZAHL, «Creoles and Government: the Cabildo of Popayán», Hispanic Ame-
rican Historical Review, vol. 54, núm. 4, Duke, 1974, p. 638; J. L. ROMERO, Latinoamérica:
las ciudades y las ideas, México, 1976, pp. 73 y ss.; F. RODRÍGUEZ DE LA FLOR, Barroco.
Representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680), Madrid, 2002, pp. 37 y ss.
7
I. CRUZ DE AMENÁBAR, «Una periferia de nieves y soles invertidos: notas sobre
Santiago, fiesta y paisaje», Tiempos de América, núm. 5-6, Castellón, 2000, p. 122.
8
C. BERNAND, Negros esclavos..., op. cit., pp. 68 y ss. Entre los santos negros des-
tacaron, por la difusión de su culto, San Benito, San Antonio de Noto, San Elesbán,
Santa Ifigenia y San Martín de Porres. También se extendieron entre ellos diversas
advocaciones de la virgen, B. VINCENT, «Le culte des saints noirs dans le monde ibérique»,
en D. GONZÁLEZ CRUZ (ed.), Ritos y ceremonias en el mundo hispano durante la Edad
Moderna, Huelva, 2002, pp. 121 y ss.
Notas 191

9
E. VILA, Santos de América, Bilbao, 1968, pp. 43 y ss.
10
Lima tenía una nutrida población de hábito y gran número de conventos grandes
femeninos, pero la auténtica ciudad conventual americana era Quito, que en 1650,
con aproximadamente 25.000 habitantes, tenía la catedral, cinco iglesias parroquiales
(y tres más extramuros), cuatro conventos de monjas, cinco conventos de frailes y dos
recolecciones (conventos de retiro), L. MARTÍN, Daughters of the Conquistadores. Women
of the Viceroyalty of Peru, Alburquerque, 1983, pp. 174 y ss.
11
C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., pp. 735 y ss.
12
E. B. NÚÑEZ, La ciudad de los techos rojos, Caracas, 1988, pp. 52-53; Actas del
cabildo colonial de Guayaquil, 1650-1657, t. III, Guayaquil, 1973, pp. 80-81.
13
G. LOHMANN VILLENA, «Las comedias del Corpus Christi en Lima en 1635 y
1636», Revista de Indias, vol. X, núm. 42, Madrid, 1950, pp. 865-868.
14
C. F. DUARTE, «Las fiestas de Corpus Christi en la Caracas Hispánica (Tarasca,
Gigantes y Diablitos)», Boletín de la Academia Nacional de la Historia, vol. 70, núm. 279,
Caracas, 1987, pp. 675 y ss.
15
R. MÚJICA PINILLA, «Identidades alegóricas: lecturas iconográficas del barroco
al neoclásico», El barroco peruano, Lima, 2003, p. 310.
16
F. IWASAKI CAUTI, «Toros y sociedad en Lima colonial», Anuario de Estudios
Americanos, vol. XLIX, Sevilla, 1992, pp. 318 y ss.
17
Libro III, Título XV, Ley LVI, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681),
t. II, Madrid, 1973, p. 69.
18
A. OSSORIO, «The King in Lima: Simulacra, Ritual and Rule in Seventeenth Century
Peru», Hispanic American Historical Review, núm. 84-3, Duke, 2004, pp. 460-461.
19
S. MACCORMACK, «El gobierno de la república cristiana», El barroco peruano,
Lima, 2003, pp. 217 y ss.
20
C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., p. 684.
21
R. RAMOS SOSA, «La fiesta barroca en ciudad de México y Lima», Historia, vol. 30,
Santiago, 1997, p. 279.
22
A. CASTILLERO CALVO, La vivienda colonial..., op. cit., p. 270.
23
Agradezco a R. Valladares esta puntualización; Carta del cabildo al Consejo de
Indias indicando la imposibilidad de contener los gastos en el recibimiento del virrey,
conde de Monterrey, Lima, 8 de mayo de 1606. Se mandó que no pasaran de 4.000
ducados, J. ORTIZ DE LA TABLA, M. J. MEJÍAS y A. RIVERA GARRIDO (eds.), Cartas de
cabildos hispanoamericanos. Audiencia de Lima, t. I, Sevilla, 1999, p. 35.
24
D. RIPODAS ARDANAZ, «Las ciudades indianas», Atlas de Buenos Aires, t. I, 1981,
p. 16.
25
G. KUBLER, «El urbanismo colonial iberoamericano, 1600-1820», en F. DE SOLA-
NO (ed.), Historia y futuro de la ciudad iberoamericana, Madrid, 1986, p. 30.
26
Citado en J. BARRIENTOS GRANDON, «El Cursus de la jurisdicción letrada en las
Indias (siglos XVI-XVII)», en F. BARRIOS (coord.), El gobierno de un mundo. Virreinatos
y audiencias en la América Hispánica, Cuenca, 2004, p. 633.
27
C. G. MOTA, Um Americano intranquilo. Homenagem a Richard Morse, Río de
Janeiro, 1992, p. 19; S. GRUZINSKI, Les quatre parties du monde. Histoire d’une mon-
dialisation, París, 2004, pp. 71 y ss.
28
J. BARRIENTOS GRANDON, «El Cursus de la jurisdicción letrada...», op. cit., pp. 639
y ss.
29
J. H. ELLIOTT, El conde-duque de Olivares. El político en una época de decadencia,
Barcelona, 1991, pp. 161 y ss., y 279 y ss.
30
Citado en B. LAVALLE, Las promesas ambiguas. Criollismo colonial en los Andes,
Lima, 1993, pp. 19-20; M. A. PASTOR, Crisis y recomposición social..., op. cit., pp. 197
y ss.
192 Notas

31
Sobre su actuación y personalidad, R. ÁLVAREZ, «El cuestionario de 1577. La
“Instrucción y memoria de las relaciones que se han de hacer para la descripción de
las Indias de 1577”», en F. DE SOLANO (ed.), Cuestionarios para la formación de las
Relaciones Geográficas de Indias, siglos XVI-XIX, Madrid, 1988, pp. XCV y ss.
32
G. BAUDOT, La vida cotidiana en la América española en tiempos de Felipe II,
México, 1983, pp. 312-313; M. A. PASTOR, Crisis y recomposición social..., op. cit., pp. 207
y ss.
33
S. QUESADA, La idea de ciudad en la cultura hispana de la edad moderna, Barcelona,
1992, p. 93.
34
F. RODRÍGUEZ DE LA FLOR, Barroco..., op. cit., pp. 123-124.
35
D. RIPODAS ARDANAZ, «Presencia de América en la España del XVII», en D. RAMOS
(coord.), La formación de las sociedades iberoamericanas (1568-1700). Historia de España
Menéndez Pidal, t. XXVII, Madrid, 1999, p. 802; H. BRIOSO SANTOS, América en la
prosa literaria española de los siglos XVI y XVII, Huelva, 1999, pp. 105 y ss.; sobre la
identificación de riqueza y comercio indiano, B. CÁRCELES DE GEA, «Las Indias y el
concepto de riqueza en España en el siglo XVII», en C. MARTÍNEZ SHAW y J. M. OLIVA
MELGAR (eds.), El sistema atlántico español (siglos XVII-XIX), Madrid, 2005, pp. 76 y ss.
36
F. RODRÍGUEZ DE LA FLOR, Barroco..., op. cit., pp. 37-38.
37
A. GERBI, La naturaleza..., op. cit., pp. 226 y ss.
38
M. D. SZUCHMAN, «The City as Vision. The Development of Urban Culture
in Latin America», en J. M. GILBERT y M. D. SZUCHMAN (eds.), I Saw a City Invincible.
Urban Portraits of Latin America, Wilmington, 1996, p. 24; A. RAMA, La ciudad letrada,
Hanover, Ediciones el Norte, 1984, pp. 25 y ss.
39
I. A. A. THOMPSON, «Castilla, España y la monarquía: la comunidad política,
de la patria natural a la patria nacional», en R. L. KAGAN y G. PARKER (eds.), España,
Europa y el mundo atlántico: homenaje a John H. Elliott, Madrid, 2001, pp. 211-213.
40
Existieron dos catedrales en México. La antigua, de tres naves techadas de madera,
fue construida de 1524 a 1532 por el arquitecto Juan de Sepúlveda. En 1585 fue recons-
truida y en 1626 derribada. Del templo actual, que se pensó fuera más grande que
la enorme catedral de Sevilla, aunque luego se optó como modelo por la más razonable
catedral nueva de Salamanca, se puso la primera piedra en 1573. Claudio de Arciniega
y Juan Miguel de Agüero fueron los autores del proyecto, que se terminó de realizar
en 1667, año también de su consagración. La fachada, que empezó a ejecutar José
Damián Ortiz tras ganar un concurso en 1786, fue concluida por Manuel Tolsá. Las
obras concluyeron en 1813, M. TOUSSAINT, Catedral de México, México, 1948, pp. 2-3.
41
Citado en A. LORENTE MEDINA, «México: “Primavera inmortal” y “emporio” de
toda la América», en J. DE NAVASCUES (ed.), De Arcadia a Babel. Naturaleza y ciudad
en la literatura hispanoamericana, Madrid, 2002, p. 77; Tiánguez significa mercado.
42
La expresión es de Alfonso Reyes, S. GRUZINSKI, La ciudad de México: una historia,
México, 2004, pp. 200 y ss.; R. XIRAU, «Bernardo de Balbuena, alabanza de la poesía»,
Estudios. Filosofía-Historia-Letras, México, 1987, http://www.hemerodigital.unam.mx/
ANUIES/itam/estudio/estudio10/sec4.html.
43
A. DE LEÓN PINELO, Epítome de la Biblioteca oriental y occidental, náutica y geo-
gráfica, edición y estudio introductorio de H. CAPEL, t. I, Barcelona, 1982, p. XXIV;
G. LOHMANN VILLENA, «La Historia de Lima de Antonio de Léon Pinelo», Revista de
Indias, vol. XII, núm. 50, Madrid, 1952, pp. 766 y ss.; A. A. ROIG, «La “inversión
de la filosofía de la historia” en el pensamiento latinoamericano», Revista de Filosofía
y de Teoría Política, núm. 26-27, La Plata, 1986, pp. 170 y ss.
44
CONCOLORCORVO, El lazarillo de ciegos caminantes, Buenos Aires, 1997, p. 286.
45
D. RIPODAS ARDANAZ, «Las ciudades indianas», op. cit., pp. 19-20.
46
En la Nueva España se otorgaron durante la primera mitad del siglo XVII los
títulos de conde de Santiago de Calimaya (1616), conde del valle de Orizaba y conde
de Moctezuma de Fultengo (1627), y en Perú se dieron el condado de Villamar y
Notas 193

el marquesado de la conquista (1631). En la segunda mitad se otorgaron 16 más en


Nueva España, 34 en Perú, 3 en Chile, 3 en Venezuela, 2 en Nueva Granada y 1
en El Plata, J. F. DE LA PEÑA, Oligarquía y propiedad en Nueva España, op. cit., pp. 181
y ss.; ÍD., «La institución del mayorazgo: su repercusión en el Virreinato de la Nueva
España», en R. L. KAGAN y G. PARKER (eds.), España, Europa y el mundo atlántico...,
op. cit., pp. 408 y ss.; D. RAMOS, «Nobleza americana del XVII y órdenes militares»,
en D. RAMOS (coord.), La formación de las sociedades iberoamericanas (1568-1700). Historia
de España Menéndez Pidal, t. XXVII, Madrid, 1999, pp. 462-463. Hubo un total de
569 americanos caballeros de Santiago, 198 de Calatrava, 98 de Alcántara, 33 de Montesa,
209 de Carlos III y 7 de Malta, G. LOHMANN VILLENA, Los americanos en las órdenes
nobiliarias, t. I, Madrid, 1993, p. VI; G. CÉSPEDES DEL CASTILLO, Ensayos sobre los reinos
castellanos de Indias, Madrid, 1999, p. 143.
47
J. ZAPATA Y SANDOVAL, De iustitia distributiva et acceptione personarum ei opossita
disceptatio, edición de C. A. BACIERO, A. M. BARRERO, J. M. GARCÍA AÑOVEROS y J. M. SOTO,
Madrid, 2004, pp. 22 y ss.
48
J. H. ELLIOTT, El conde-duque de Olivares..., op. cit., p. 426.
49
C. ÁLVAREZ DE TOLEDO, Politics and Reform in Spain and Viceregal Mexico. The
Life and Thought of Juan de Palafox, 1600-1659, Oxford, 2004, pp. 82-83; A. RUBIAL
GARCÍA, La santidad controvertida. Hagiografía y conciencia criolla alrededor de los venerables
no canonizados de Nueva España, México, 1999, pp. 217 y ss.
50
Citado en J. I. ISRAEL, Razas, clases sociales y vida política..., op. cit., pp. 96-97.
51
D. CISNEROS, Sitio, naturaleza y propiedades de la ciudad de México, estudio pre-
liminar de J. L. PESET, Madrid, 1992, pp. 111 y ss.
52
El gran cronista de la Bogotá decimonónica relató este episodio: «Después de
la fuga de los españoles en el año de 1819, reinó por algún tiempo el desgobierno
en el país [...] circunstancia que supieron aprovechar algunos en beneficio propio, entre
estos un patriota de apellido Millán, que se permitió construir una casa en el entonces
sitio conocido con el nombre de “El Cárcamo” [...] Inútiles fueron las requisitorias
de Acebedo para que Millán demoliese el inmueble estorboso, visto lo cual se le fijó
al vecino refractario un plazo perentorio con la amenaza de proceder de hecho en
caso de que no atendiera las órdenes del gobernador. Acostumbrado Millán a la indolencia
santafereña, no prestó atención a la exigencias de la autoridad, en la persuasión de
que “perro que ladra no muerde”. Aún dormía tranquilamente Millán en su confortable
lecho, después de escanciar la suculenta taza de chocolate por vía de desayuno, cuando
cumplido y no obedecido el plazo fatal, llamó a la sirvienta para que le explicara la
causa de cierto ruido extraño que oía encima del edificio. Señor —le informó la cuitada
sirvienta—, una cuadrilla de presidiarios y soldados están echando al suelo las tejas
de la casa. Confundido Millán con las nuevas que le daba la sirvienta, salió a medio
vestir con el objeto de averiguar la verdad de lo que sucedía [...] el ofendido creyó
que del asunto saldría bien librado, puesto que la casa la destruían por orden de la
autoridad», J. M. CÓRDOVEZ MOURE, Reminiscencias de Santafé y Bogotá, Bogotá, 1978,
p. 32.
53
Citado en J. I. ISRAEL, Razas, clases sociales y vida política..., op. cit., p. 271.
54
A este respecto, es determinante la reflexión sobre la existencia de un poder
justo y no tiránico: «La constitución indiana no es una construcción legal o doctrinal
más o menos feliz, sino una trama de instituciones [entre ellas las urbanas] arraigadas
en ideales políticos compartidos por la población, como buen o mal gobierno y leyes
justas e injustas», B. BRAVO LIRA, «Régimen virreinal. Constantes y variantes de la cons-
titución política en Iberoamérica (siglos XVI al XXI)», en F. BARRIOS (coord.), El gobierno
de un mundo. Virreinatos y audiencias en la América Hispánica, Cuenca, 2004, p. 401.
55
Luis E. Valcárcel y Warren L. Cook sugirieron que Guamán Poma fue la fuente
de Salinas y Córdoba a causa de las similaridades textuales en varios puntos, R. ADORNO,
194 Notas

Guamán Poma y su crónica ilustrada del Perú colonial: un siglo de investigaciones hacia
una nueva era de lectura, Copenhage, 2001, http://www.kb.dk/elib/mss/poma/presentation/
index.htm; F. GUAMÁN POMA DE AYALA, El primer nueva corónica y buen gobierno,
1615-1616, edición de R. ADORNO , facsimilar y anotada, Copenhage, 2004,
http://www.kb.dk/elib/mss/poma/index.htm.
56
Citado en B. LAVALLE, Las promesas ambiguas..., op. cit., p. 118.
57
Ibid., p. 114.
58
F. ESTEVE BARBA, Historiografía indiana, Madrid, 1992, p. 559.
59
P. PERALTA Y BARNUEVO, Lima fundada o conquista del Perú, poema heroico en
que se decanta toda la historia del descubrimiento y sujeción de sus provincias por D. Francisco
Pizarro, marqués de los Atabillos, ínclito y primer gobernador de este vasto imperio y se
contiene la serie de los reyes, la historia de los virreyes y arzobispos que ha tenido la memoria
de los santos y varones ilustres que la ciudad y reino han producido, Lima, 1732; F. ESTEVE
BARBA, Historiografía indiana..., op. cit., pp. 566-567; D. BRADING, Orbe indiano. De la
monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, México, 1991, p. 370.
60
A. CASTILLERO CALVO, La vivienda colonial..., op. cit., pp. 202 y ss.
61
L. WECKMANN, La herencia medieval de Brasil, México, 1993, p. 158.
62
J. G. SIMÔES (junior), «Os paradigmas urbanísticos da colonizaçao portuguesa
e espanhola na América», A cidade Iberoamericana: O espaço urbano brasileiro e His-
pano-americano en perspectiva comparada, Sao Paulo, 2001, p. 25; S. BUARQUE DE HOLANDA,
Raízes do Brasil, Sao Paulo, 2003, p. 110.
63
F. RODRÍGUEZ DE LA FLOR, «Planeta católico», El barroco peruano, Lima, 2003,
p. 19.
64
J. MOGROVEJO DE LA CERDA, Memorias de la gran ciudad del Cusco, 1690, edición
de M. C. MARTÍN RUBIO, Cusco, 1983, pp. 24 y ss.
65
B. LAVALLE, Las promesas ambiguas..., op. cit., p. 117.
66
Citado en B. PASTOR BODMER, The Armature of Conquest...,op. cit., p. 275.
67
B. LAVALLE, Las promesas ambiguas...,op. cit., p. 118.
68
G. LOHMANN VILLENA, «Los regidores del cabildo de Lima desde 1535 hasta
1635 (estudio de un grupo de dominio)», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre
la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, p. 204.
69
M. L. PAZOS PAZOS, El ayuntamiento de México en el siglo XVII: continuidad ins-
titucional y cambio social, Sevilla, 1999, p. 321.
70
P. M. ARCAYA, El cabildo de Caracas..., op. cit., pp. 71-72.
71
C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., p. 119.
72
P. GANSTER, «La familia Gómez de Cervantes. Linaje y sociedad en el México
colonial», Historia mexicana, vol. 31, núm. 2, México, 1981, pp. 202-203.
73
M. DÍAZ, «La referencia a la obra arquitectónica en la prosa y la poesía de
la Nueva España, siglo XVII», Anuario de Estudios Americanos, vol. XXXVIII, Sevilla,
1981, pp. 417 y ss.
74
C. A. GONZÁLEZ SÁNCHEZ, Los mundos del libro. Medios de difusión de la cultura
occidental en las Indias de los siglos XVI y XVII, Sevilla, 1999, p. 127.
75
A. LIRA y L. MURO, «El siglo de la integración», Historia general de México,
t. II, México, 1976, pp. 179-180.
76
«Aplaude la ciencia astronómica del padre Eusebio Francisco Kino, de la Compañía
de Jesús», en sor Juana Inés DE LA CRUZ, Lírica, Barcelona, 1983, p. 335.
77
A. PAGDEN, Spanish Imperialism and the Political Imagination. Studies in European
and Spanish-American Social and Political Theory, 1513-1830, New Haven, 1990, pp. 91-97.
78
J. SALA CATALÁ, Ciencia y técnica en la metropolización de América, Aranjuez,
1994, p. 41.
79
Ibid., p. 109.
Notas 195

80
El costo del desagüe fue tan elevado que acabó por doblar prácticamente al
de la catedral: de 1607 a 1789 se gastaron 5.399.869 pesos y en la catedral, de 1536
a 1813, un total de 3.191.313 pesos, L. S. HOBERMAN, «Technological Change in a
Traditional Society: The Case of the “Desagüe” in Colonial Mexico», Technology and
Culture, vol. 21, núm. 3, Detroit, 1980, p. 392.
81
Entre los asesores de Cadereyta destacó el arquitecto, matemático, geógrafo,
relojero y astrónomo carmelita fray Andrés de San Miguel, constructor de monasterios,
acueductos y puentes y autor del primer tratado de arquitectura escrito en la Nueva
España. En el siglo XVIII resultó determinante el informe realizado en 1774, a petición
del Consulado, por el criollo Joaquín Velázquez de León, Documentos relativos a la
desecación del valle de México, en A. M. CALAVERA (comp.), Madrid, 1991, pp. 113
y ss. El gran canal del desagüe, iniciado por Maximiliano en 1867, fue culminado en
1900, bajo el porfiriato. Al fin, no hubo una obra absolutamente efectiva, pues la dese-
cación del valle y la pérdida de agua por los asentamientos residenciales y los usos
industriales jugaron un papel determinante en la prevención de las inundaciones.
82
R. L. KAGAN, Imágenes urbanas del mundo hispánico, 1493-1780, Madrid, 1998,
pp. 148 y ss., y 239 y ss.; R. BOYER, «La ciudad de México en 1628: la visión de
Juan Gómez de Trasmonte», Historia mexicana, vol. XXIX, núm. 3, México, 1980, pp. 448
y ss.
83
Citado en F. DE SOLANO, «Rasgos y singularidades...», op. cit., p. 187.
84
En 1651 se colocó en el centro de la plaza mayor una fuente de bronce diseñada
por el arquitecto y escultor Pedro de Noguera, E. MARCO DORTA, «La plaza mayor
de Lima en 1680», Actas del XXXVI Congreso Internacional de Americanistas, vol. 4,
Sevilla, 1966, p. 601.
85
J. SALA CATALÁ, «El agua en la problemática científica de las primeras metrópolis
coloniales hispanoamericanas», Revista de Indias, vol. XLIX, núm. 186, Madrid, 1989,
p. 276.
86
R. L. KAGAN, Imágenes urbanas..., op. cit., p. 270.
87
Desde 1618 existían proyectos de fortificar la metrópoli, G. LOHMANN VILLENA,
«Las defensas militares de Lima y Callao hasta 1746», Anuario de Estudios Americanos,
vol. 20, 1963, pp. 154 y ss.
88
J. SALA CATALÁ, Ciencia y técnica..., op. cit., p. 278.
89
M. A. DURÁN MONTERO, Lima en el siglo XVII, Sevilla, 1994, pp. 87-88.
90
J. GUNTHER DOERING y G. LOHMANN VILLENA, Lima, op. cit., pp. 125-127.

CAPÍTULO IV

1
J. L. ROMERO, Latinoamérica..., op cit., pp. 150 y ss.
2
L. NAVARRO GARCÍA, «El reformismo borbónico: proyectos y realidades», en
F. BARRIOS (coord.), El gobierno de un mundo. Virreinatos y audiencias en la América
Hispánica, Cuenca, 2004, p. 499; L. SÁNCHEZ AGESTA, El pensamiento político del despotismo
ilustrado, Sevilla, 1979, pp. 71 y ss.; A. KUETHE e I. BLAISDELL, «French Influence and
the Origins of the Bourbon Colonial Reorganization», Hispanic American Historical
Review, núm. 71-3, Duke, 1991, pp. 579 y ss.
3
P. ÁLVAREZ DE MIRANDA, Palabras e ideas: el léxico de la ilustración temprana en
España (1680-1760), Madrid, 1992, p. 676.
4
J. CAMPILLO Y COSSÍO, Nuevo sistema de gobierno económico para América, Oviedo,
1993, p. 73.
5
B. WARD, Proyecto económico, Madrid, 1982, p. 253. La obra estaba terminada
en 1762 y se editó por iniciativa de Campomanes en 1779.
196 Notas

6
Informes sobre el establecimiento de intendentes en Nueva España, Dictámenes
sobre el proyecto de una nueva administración pública, G. CÉSPEDES DEL CASTILLO (ed.),
Textos y documentos de la América Hispánica (1492-1898), Barcelona, 1986, p. 310.
7
Ibid., p. 308.
8
Ibid., p. 307.
9
Ibid., p. 309.
10
J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades..., op. cit., pp. 261 y ss.
11
Se les sumaron Luisiana en 1768, Campeche y Yucatán en 1770, Caracas en
1772 y Santa Marta en 1776; dos años después el Reglamento de libre comercio se
aplicó en los puertos peninsulares citados, Palma de Mallorca, Los Alfaques de Tortosa,
Almería y Santa Cruz de Tenerife y numerosos puertos americanos, los nueve mayores
de La Habana, Cartagena, Buenos Aires, Montevideo, Valparaíso, Concepción, Arica,
El Callao y Guayaquil, y los menores de Puerto Rico, Santo Domingo, Montecristo,
Santiago de Cuba, Trinidad, Margarita, Campeche, Santo Tomás de Castilla, Omoa,
Riohacha, Portobelo, Chagres y Santa Marta. En 1789 su vigencia se extendió a Nueva
España y Venezuela, C. MARTÍNEZ SHAW, «El despotismo ilustrado en España y las
Indias», en V. MÍNGUEZ y M. CHUST (eds.), El imperio sublevado. Monarquía y naciones
en España e Hispanoamérica, Madrid, 2004, pp. 144 y ss.
12
J. LYNCH, «El estado colonial en Hispanoamérica», América Latina, entre colonia
y nación, Barcelona, 2001, pp. 81 y ss.
13
José de Gálvez tenía 917 títulos en su biblioteca, de los cuales sólo noventa
trataban de Indias. Al regresar de Nueva España trajo siete obras, pues fue indiferente
a la producción bibliográfica novohispana, F. DE SOLANO, «Reformismo y cultura inte-
lectual. La biblioteca privada de José de Gálvez, ministro de Indias», Quinto Centenario,
núm. 2, Madrid, 1981, p. 34.
14
Esta fórmula «servía el mismo objetivo de preservar a la vez la apariencia de
lealtad del súbdito y la imagen del rey», J. H. ELLIOTT, «Rey y patria en el mundo
hispánico», en V. MÍNGUEZ y M. CHUST (eds.), El imperio sublevado..., op. cit., p. 23.
15
A. GERBI, La naturaleza..., op. cit., pp. 55 y ss.
16
«Yo pienso que estas razones utilitarias —seguridad pública, conveniencia de
que se pudiera reconocer a los delincuentes— no eran más que apariencia: la justificación
“objetiva” de otras razones más hondas, estéticas y “estilísticas”: los hombres del gobierno
de Carlos III sin duda sentían malestar ante aquellos hombres tan de otro tiempo,
tan distintos de lo que se usaba en otras partes, tan arcaicos. Yo creo que la aversión
a la capa larga y al chambergo era una manifestación epidérmica de la sensibilidad
europeísta y actualísima de aquellos hombres que sentían la pasión de sus dos verdaderas
patrias: Europa, el siglo XVIII», J. MARÍAS, La España posible en tiempos de Carlos III,
Madrid, 1988, pp. 172-173.
17
Para el clásico Diccionario de Covarrubias, novedad es «cosa nueva y no acos-
tumbrada, y suele ser peligrosa por traer consigo mudanza de uso antiguo», P. ÁLVAREZ
DE MIRANDA, Palabras e ideas..., op. cit., p. 621; J. ANDRÉS-GALLEGO, El motín de Esquilache,
América y Europa, Madrid, 2003, pp. 81 y ss.
18
E. MARTIRE, «La militarización de la monarquía borbónica (¿una monarquía mili-
tar?)», en F. BARRIOS (coord.), El gobierno de un mundo. Virreinatos y audiencias en
la América Hispánica, Cuenca, 2004, pp. 476 y ss.
19
F. DE SOLANO, Antonio de Ulloa y la Nueva España, México, 1987, pp. LXXVI
y ss.
20
Este fue el caso de José Solano y Bote, comisario de la expedición de límites
al Orinoco (1754-1761), capitán general de Venezuela y Santo Domingo, y atento reor-
ganizador de Caracas, nombrado marqués del socorro tras su labor como jefe de la
escuadra que auxilió la plaza de Pensacola, en Florida, durante la Guerra de Independencia
norteamericana, G. A. FRANCO RUBIO, «Reformismo institucional y elites administrativas
en la España del siglo XVIII: nuevos oficios, nueva burocracia. La Secretaría de Estado
Notas 197

y del Despacho de Marina (1721-1808)», en J. L. CASTELLANO, J. P. DEDIEU y


M. V. LÓPEZ-CORDÓN (eds.), La pluma, la mitra y la espada. Estudios de Historia institucional
en la Edad Moderna, Madrid, 2000, pp. 122 y ss.
21
J. L. ROMERO, Latinoamérica..., op. cit., p. 119.
22
G. CÉSPEDES DEL CASTILLO, Ensayos sobre los reinos castellanos..., op. cit., pp. 154
y ss.; M. LUCENA GIRALDO, «La constitución atlántica de España y sus Indias», Revista
de Occidente, vol. 281, 2004, pp. 41-44.
23
A. LEVAGGI, Diplomacia hispano-indígena en las fronteras de América: historia de
los tratados entre la monarquía española y las comunidades aborígenes, Madrid, 2002, pp. 119
y ss.; sobre la expulsión de la Compañía de Jesús, T. EGIDO (coord.), J. BURRIEZA SÁNCHEZ
y M. REVUELTA GONZÁLEZ, Los jesuitas en España y en el mundo hispánico, Madrid, 2004,
pp. 256 y ss.
24
F. DE REQUENA, Ilustrados y bárbaros. Diario de la exploración de límites al Amazonas
(1782), edición de M. LUCENA GIRALDO, Madrid, 1991, p. 34.
25
G. CÉSPEDES DEL CASTILLO, Ensayos sobre los reinos castellanos..., op. cit., p. 146;
J. LYNCH, «Spain’s Imperial Memory», en M. LUCENA GIRALDO (coord.), Las tinieblas
de la memoria. Una revisión de los imperios en la Edad Moderna. Debate y perspectivas,
Cuadernos de Historia y Ciencias Sociales, núm. 2, Madrid, 2000, pp. 64 y ss.
26
R. MORSE, El espejo de Próspero. Un estudio de la dialéctica del Nuevo Mundo,
México, 1982, p. 90.
27
F. FERNÁNDEZ CHRISTLIEB, Europa y el urbanismo neoclásico en la ciudad de México.
Antecedentes y esplendores, México, 2000, p. 71.
28
J. D. RILEY, «Public Works and Local Elites: The Politics of Taxation in Tlaxcala,
1780-1810», The Americas, vol. 58, núm. 3, Washington, 2002, pp. 356 y 389 y ss.
29
«Las “repúblicas locales” adquirieron relevancia y valor como centros de ejercicio
de una actividad ciudadana en la monarquía. Su identidad política se reconocía en
unas ordenanzas municipales que se entendían como constitución local. Así se descubrió
un medio, el municipal, en el cual la virtud era socialmente practicable “y no acaparada
por el príncipe”», J. M. PORTILLO VALDÉS, Revolución de nación. Orígenes de la cultura
constitucional en España, 1780-1812, Madrid, 2000, p. 57.
30
C. H. HARING, El imperio hispánico..., op. cit., p. 182.
31
Véase, por ejemplo, «que un oidor por turno revea las cuentas que el cabildo
tomare» de propios, pósitos, obras públicas y fiestas como el Corpus Christi, Libro IV,
Título IX, Ley XXVI, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid,
1973, p. 98.
32
O. CORNBLITT, Power and Violence in the Colonial City. Oruro from the Minning
Renaissance to the Rebellion of Tupac Amaru (1740-1782), Cambridge, 1995, p. 27.
33
J. M. OTS CAPDEQUI, Las instituciones del Nuevo Reino de Granada al tiempo
de la independencia, Madrid, 1958, pp. 136-138.
34
«By the beginning of the eighteenth century the heroic age of the cabildos was
a thing of distant memory in all parts of the Spanish empire», J. LYNCH, Spanish Colonial
Administration, 1782-1810. The Intendant System in the Viceroyalty of the Río de la Plata,
Londres, 1958, p. 202.
35
R. J. SHAFER, The Economic Societies in the Spanish World (1763-1821), Syracuse,
1958, pp. 253 y ss.
36
J. LYNCH, «La capital de la colonia», en J. L. ROMERO y L. ROMERO (dirs.),
Buenos Aires. Historia de cuatro siglos, t. I, Buenos Aires, 2000, p. 55.
37
Mientras en el consulado había representadas nueve familias tituladas criollas
y once que no lo eran, en el cabildo hubo 16 regidores perpetuos, 19 regidores honorarios
y 12 alcaldes ordinarios pertenecientes a familias de la elite virreinal entre 1780 y 1810,
J. E. KICZA, «The Great Families of Mexico: Elite Maintenance and Business Practice
198 Notas

in Late Colonial Mexico City», Hispanic American Historical Review, vol. 62, núm. 3,
Duke, 1982, pp. 441 y 451.
38
Representación de la ciudad de México al rey, por José González Castañeda,
2 de mayo de 1771, impresa en Madrid en 1786. Los criollos ante la nueva política,
G. CÉSPEDES DEL CASTILLO (ed.), Textos y documentos de la América Hispánica (1492-1898),
Barcelona, 1986, p. 318.
39
La referencia data de 1776; citado en F. DE SOLANO, Antonio de Ulloa..., op. cit.,
p. LXXIX. Otros cabildos, como los de Córdoba, Salta o Asunción, manifestaron, en
cambio, su conformidad con el celo de sus intendentes respectivos en 1786 (Sobremonte),
1789 (Mestre) y 1798 (Ribera), J. LYNCH, Spanish Colonial Administration, pp. 226 y ss.
40
«Mi soberana voluntad es [...] igualar enteramente la condición de todos mis
vasallos de la Nueva España», Ordenanza de Nueva España (1786), G. MORAZZANI
DE PÉREZ ENCISO, Las ordenanzas de intendentes de Indias (cuadro para su estudio), Caracas,
1972, p. 66. Un caso interesante de conflicto de preeminencias y competencias fue
el de Querétaro, el único corregimiento novohispano que escapó al régimen de sub-
delegaciones de la intendencia, R. SERRERA CONTRERAS, «La ciudad de Santiago de Que-
rétaro a fines del siglo XVIII: apuntes para su historia urbana», Anuario de Estudios Ame-
ricanos, vol. XXX, 1973, pp. 512 y ss.
41
G. MORAZZANI DE PÉREZ ENCISO, La Intendencia en España y en América, Caracas,
1966, p. 161; J. VEGA JANINO, «Las reformas borbónicas y la ciudad americana», La
ciudad hispanoamericana: el sueño de un orden, Madrid, 1989, pp. 242 y ss.; «Ordenanzas
de intendentes: alcances de sus objetivos y obligaciones en materia urbana» (Madrid,
1786), en F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana, 1601-1821,
t. II, Madrid, 1996, pp. 256-267.
42
Citado en J. A. GARCÍA, La ciudad indiana, op. cit., p. 280.
43
A. MEISEL y M. AGUILERA ROJAS, «Cartagena de Indias en 1777: un análisis demo-
gráfico», Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. XXXIV, núm. 45, Bogotá, 1997, p. 29.
44
M. LUCENA GIRALDO, «Las Nuevas Poblaciones de Cartagena de Indias,
1774-1794», Revista de Indias, vol. 199, Madrid, 1993, p. 768.
45
M. F. MARTÍNEZ CASTILLO, Apuntamientos para una historia colonial de Tegucigalpa
y su alcaldía mayor, Tegucigalpa, 1982, pp. 146-147.
46
La América española tenía hacia 1700 alrededor de 10.300.000 habitantes, de
los cuales 700.000 eran españoles, 9.000.000 indios, 500.000 negros, 40.000 mestizos
y 60.000 mulatos. En 1800 la población llegaba a 16.910.000 habitantes, con 3.276.000
españoles, 7.530.000 indios, 776.000 negros y 5.328.000 mestizos y mulatos. El aumento
de la población en el siglo XVIII fue del 69 por 100, se estabilizó el número de indígenas
y creció mucho el de mestizos, mulatos y castas, así como el de negros esclavos, J. R. FISHER,
«Iberoamérica colonial», Historia de Iberoamérica, t. II, Historia Moderna, Madrid, 1990,
pp. 619-621.
47
N. SÁNCHEZ ALBORNOZ, La población de América Latina, desde los tiempos pre-
colombinos al año 2025, Madrid, 1994, pp. 140 y ss.; J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ
PÉREZ, La vida de guarnición en las ciudades americanas de la ilustración, Madrid, 1992,
pp. 72-73; J. E. KICZA, Empresarios coloniales. Familias y negocios en la ciudad de México
durante los Borbones, México, 1986, p. 16; R. M. MORSE (comp.), The Urban Development
of Latin America, Stanford, 1971, pp. 9 y ss.; análisis regionales de N. LAKS, M. L. CONNIFF,
E. FRIEDEL, M. F. JIMÉNEZ, R. M. MORSE, J. WIBEL, J. DE LA CRUZ, C. F. HERBOLD
y J. GALEY.
48
La España peninsular debía tener en 1800 unos 11 millones de habitantes; Nueva
España en torno a 6.500.000, las Antillas un millón, el resto de América Central 900.000,
el Perú 1.300.000, Nueva Granada 1.800.000 y El Plata unos 200.000. Como hemos
indicado, la población aproximada de la América española era de 16.910.000 habitantes,
D. S. REHER, «Ciudades, procesos de urbanización y sistemas urbanos en la península
Notas 199

ibérica», Atlas histórico de las ciudades europeas, I, Península ibérica, Barcelona, 1994,
pp. 1-29.
49
En el virreinato novohispano, por ejemplo, estaba poblado el centro y el sureste,
pero el resto se encontraba casi deshabitado; México, Puebla, Oaxaca, Yucatán, Gua-
dalajara y Valladolid concentraban en 1742 cinco sextos del total de población y, con
independencia de los avances de la frontera poblada en el norte, esta distribución no
se alteró de modo significativo. Un caso paradigmático de regionalización, E. VAN YOUNG,
La ciudad y el campo en el México del siglo XVIII. La economía rural de la región de
Guadalajara, 1675-1820, México, 1989, pp. 25 y ss.
50
Sólo México tenía a fines del siglo XVIII una distribución no armónica del sistema
de ciudades, con primacía clara de la capital sobre las demás. Durante el XIX Cuba,
Chile y Argentina siguieron sus pasos y en el XX se presentó tal fenómeno en Perú,
Venezuela y Colombia, R. M. MORSE, «El desarrollo de los sistemas urbanos en las
Américas durante el siglo XIX», en J. E. HARDOY y R. P. SCHAEDEL (comps.), Las ciudades
de América Latina y sus áreas de influencia a través de la Historia, Buenos Aires, 1975,
pp. 266 y ss.; W. P. MCGREEVEY, «A Statistical Analysis of Primacy and Lognormality
in the Size Distribution of Latin American cities, 1750-1960», en R. M. MORSE (comp.),
The Urban Development of Latin America, Stanford, 1971, p. 122.
51
J. MARCHENA FERNÁNDEZ, Ejército y milicias en el mundo colonial americano, Madrid,
1992, pp. 91 y ss.; C. BERNAND, Negros esclavos..., op. cit., pp. 162 y ss.
52
La sesión del cabildo de Caracas de 6 de octubre de 1788 se ocupó del rumor
que corría por la ciudad de que el rey iba a permitir a los pardos libres tomar sagradas
órdenes y contraer matrimonio con blancos del estado llano, de lo que infería graves
peligros. En 1796 pidió en una furibunda representación al rey la suspensión de la cédula
de «gracias al sacar», pero en 1801 el monarca la ratificó y mantuvo los privilegios
concedidos a los pardos; Real cédula de dispensa de la calidad de pardo a Julián Valenzuela,
de Antioquia, Madrid, 5 de julio de 1796; Real cédula de dispensa de la calidad de
pardo a Pedro Antonio de Ayarza, de Portobelo, Aranjuez, 16 de marzo de 1797; una
real cédula de 21 de junio de 1793 autorizó a los pardos que ejercían la medicina
con real aprobación a concurrir a la enseñanza de la anatomía, R. KONETZKE, Colección
de documentos para la historia de la formación social de Hispanoamérica, 1493-1810, vol. III,
t. 2, Madrid, 1962, pp. 719-720, 754 y 757-758; P. M. ARCAYA, El cabildo de Caracas...,
op. cit., p. 110; Real cédula de dispensa de la calidad de pardo a Diego Mejías Bejarano,
de Venezuela, Madrid, 7 de abril de 1805; Desintegración de la sociedad de castas,
G. CÉSPEDES DEL CASTILLO (ed.), Textos y documentos de la América Hispánica (1492-1898),
Barcelona, 1986, p. 308.
53
E. VAN YOUNG, La ciudad y el campo..., op. cit., pp. 15 y 55 y ss.
54
Ciudad Real, fundada en la banda sur del Orinoco en 1759, fue poblada en
primer término con voluntarios, pero cuando su número no fue suficiente se pidió a
los gobernadores vecinos de la Guayana que despacharan vagos y delincuentes, en el
caso de la Nueva Granada sin graves delitos de sangre, los hombres entre dieciocho
y treinta y cinco años y las mujeres entre quince y treinta. A ellos se sumaron extranjeros,
indios de Margarita y esclavos escapados de las plantaciones del Esequibo holandés,
M. LUCENA GIRALDO, «Gentes de infame condición. Sociedad y familia en Ciudad Real
del Orinoco (1759-1772)», Revista Complutense de Historia de América, vol. 24, Madrid,
1998, pp. 182-183.
55
F. DE SOLANO, «Ciudad y geoestrategia española en América durante el siglo XVIII»,
La América española de la época de las luces, Madrid, 1988, pp. 41-42.
56
C. ESTEVA FABREGAT, «Población y mestizaje en las ciudades de Iberoamérica:
siglo XVIII», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid,
1983, p. 557.
200 Notas

57
O. B. FAULK, «El presidio: ¿fuerte o farsa?», en D. WEBER (comp.), El México
perdido. Ensayos sobre el antiguo norte de México, 1540-1821, México, 1976, p. 56. De
acuerdo con las peculiaridades regionales, ya que como era lógico en una región ganadera
había propensión al poblamiento disperso, las villas poseían una plaza mayor, con cabildo
e iglesia. En Nuevo México los ranchos, que reunían la población española, si estaban
en agrupación eran llamados «poblaciones», pero si el fin era defensivo se denominaban
«plazas»; solían tener murallas defensivas, torreones y parapetos. Este término y el de
«placita» se empleaban también para designar a los pueblos y villas. El «lugar» era
la agrupación muy pequeña de población. Los ranchos, dispersos en el campo si no
había riesgo de ataques indígenas, solían constar de una o varias edificaciones junto
a granjas y huertos. Si eran grandes se llamaban haciendas y podían estar fortificadas;
si un rancho humilde mostraba una estructura defensiva se llamaba «casa-corral», M. SIM-
MONS, «Settlement Patterns and Village Plans in Colonial New Mexico», en
J. D. GARR (ed.), Spanish Borderland Sourcebooks. Hispanic Urban Planning in North
America, Nueva York, 1991, pp. 43-44.
58
A. LEVAGGI, Diplomacia hispano-indígena..., op. cit., pp. 127 y ss.; S. VILLALOBOS,
«Tres siglos y medio de vida fronteriza chilena», en F. DE SOLANO y S. BERNABEU (coords.),
Estudios (nuevos y viejos) sobre la frontera, Madrid, 1991, pp. 337 y ss.
59
Se consideraron parte de la jurisdicción de las Provincias Internas novohispanas,
establecidas por el visitador José de Gálvez en 1776 con «fines utilitarios» y de dominio
territorial, Nueva Vizcaya, Nuevo México, Nuevo León, Coahuila, California, Nayarit,
Culiacán, Sonora, Texas y Nuevo Santander, que quedaron bajo el gobierno militar
y político del comandante general. En 1793 las Californias, Nuevo León y Nuevo San-
tander se separaron y se colocaron bajo gobernantes militares directamente sujetos al
virrey. Las Provincias Internas incluían entonces Sonora, Sinaloa, Nuevo México, Nueva
Vizcaya, Coahuila y Texas. En 1804 las dificultades para su administración exigieron
que la Comandancia fuera dividida en Provincias Internas de Oriente y Occidente.
Las Californias, Nuevo León y el Sur de Nuevo Santander pasaron a depender del
virrey. Chihuahua fue la capital de las Provincias de Oriente y Arizpe de las Provincias
de Occidente, M. HERNÁNDEZ SÁNCHEZ-BARBA, La última expansión española en América,
Madrid, 1957, pp. 71-72; M. C. VELÁZQUEZ, «La Comandancia General de las Provincias
Internas», Historia mexicana, núm. 106, México, 1977, pp. 164 y ss.; M. LUCENA GIRALDO,
«El Reformismo de Frontera», en A. GUIMERÁ (ed.), El Reformismo Borbónico. Una
visión interdisciplinar, Madrid, 1996, pp. 268 y ss.
60
Una lista de 358 fundaciones en todo el continente entre 1700 y 1810 en C. ROME-
RO ROMERO, «Fundaciones españolas en América...», op. cit., pp. 275-293.
61
E. FLORESCANO e I. GIL SÁNCHEZ, «La época de las reformas borbónicas y el
crecimiento económico, 1750-1808», Historia general de México, t. II, México, 1976,
p. 239.
62
J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades..., op. cit., pp. 279-280.
63
O. B. FAULK, «El presidio...», op. cit., p. 67; sobre sus características y planimetría,
J. E. HARDOY, Cartografía urbana colonial..., op. cit., pp. 245 y ss.
64
P. M. CUELLAR VALDÉS, Historia de la ciudad de Saltillo, Saltillo, 1975, p. 26;
J. EARLY, Presidio, Mission and Pueblo. Spanish Architecture and Urbanism in the United
States, Dallas, 2004, pp. 138-139.
65
A. VIDAURRETA, «Evolución urbana de Texas durante el siglo XVIII», en F. DE
SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, pp. 610 y ss.
66
G. R. CRUZ, Let There be Towns..., op. cit., pp. 165-170.
67
G. R. CRUZ, Let There be Towns..., op. cit., pp. 105 y ss.; D. J. GARR, «Villa
de Branciforte: Innovation and Adaptation on the Frontier», en D. J. GARR (ed.), Spanish
Borderland Sourcebooks. Hispanic Urban Planning in North America, Nueva York, 1991,
pp. 309 y ss.
Notas 201

68
J. F. BANNON, The Spanish Borderlands Frontier, 1513-1821, Nueva York, 1970,
pp. 157 y ss.; D. WEBER, The Spanish Frontier..., op. cit., pp. 242 y ss.
69
Como se puede observar en el caso de San Juan Bautista (actual Santa Lucía),
el procedimiento fundacional era idéntico al del siglo XVI, pues consistió en la delimitación
de un gran solar de unas 800 por 500 varas, en el cual se marcaron 35 solares para
manzanas de unas 100 varas de lado con una plaza central y otros para la iglesia y
otras instituciones. A menos de 100 varas se señalaron chacras para 50 vecinos, con
una superficie aproximada de 50 por 400 varas, J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades...,
op. cit., pp. 288-289.
70
Citado en J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades..., op. cit., p. 275.
71
F. DE SOLANO, «La ciudad hispanoamericana durante el siglo XVIII», Ciudades
hispanoamericanas y pueblos de indios, Madrid, 1990, p. 56.
72
E. AMODIO, «Vicios privados y públicas virtudes. Itinerarios del eros ilustrado
en los campos de lo público y de lo privado», Lo público y lo privado. Redefinición
de los ámbitos del estado y de la sociedad, Caracas, 1996, p. 198.
73
Citado en J. MONNET, «¿Poesía o urbanismo? Utopías urbanas y crónicas de
la ciudad de México (siglos XVI a XX)», Historia mexicana, vol. XXXIX, núm. 3, México,
1990, p. 741.
74
E. SÁNCHEZ DE TAGLE, «La remodelación urbana de la ciudad de México en
el siglo XVIII: una crítica de los supuestos», Tiempos de América, núm. 5-6, Castellón,
2000, p. 15; F. FERNÁNDEZ CHRISTLIEB, Europa y el urbanismo neoclásico en la ciudad
de México..., op. cit., pp. 72 y ss.
75
Citado en J. MONNET, «¿Poesía o urbanismo?...», op. cit., pp. 742-743.
76
El hallazgo fue objeto de la Descripción histórica y cronológica de las dos piedras,
publicada en 1792; S. GRUZINSKI, La ciudad de México..., op. cit., p. 116.
77
Bando comunicando la creación del servicio público de coches, México, 6 de
agosto de 1793; Bando del virrey anunciando las penas que se aplicarían a los que
destruyeran el alumbrado de la ciudad de México, México, 7 de abril de 1790; Órdenes
para que exista vigilancia militar en los paseos de la ciudad de México, se impida la
entrada de mendigos y malvestidos, y se regule el tráfico rodado por la alameda y
el paseo nuevo de Bucareli, México, agosto de 1791, F. DE SOLANO (ed.), Normas y
leyes de la ciudad hispanoamericana, 1601-1821, t. II, Madrid, 1996, pp. 275-289.
78
Los establecimientos de venta de pulque, «bebida alcohólica, blanca y espesa,
del altiplano de México, que se obtiene haciendo fermentar el aguamiel o jugo extraído
del maguey con el acocote», según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua,
tenían nombres tan pintorescos como El monstruo, Los camarones, El gallo, El fraile,
El piojo y La milagrosa. En el siglo XIX, durante el porfiriato, existieron Los sabios sin
estudio, El triunfo de la onda fría, Yo viajo al más allá, Me siento un campeón de box,
La eterna vieja guerra, Las groserías de San Cristóbal, Las batallas de la noche corrían
por el mundo, Los misterios del comercio, El mercado de la carne, La dama de la noche,
La muchacha de los muchos besos, Mi único amor, El vaso del olvido, Mi güero, Queremos
saber qué pasa, Me quieres aún pequeña, Reír, nada más que reír, y El paraíso de mis
sueños, W. B. TAYLOR, Embriaguez, homicidio y rebelión en las poblaciones coloniales mexi-
canas, México, 1987, p. 107.
79
En el primer caso, los hombres llevarían calzones blancos de manta, camisa de
puntiví, calzones de paño azul, chupa de paño, capatón o mancelles (en lugar de la
frazada) de paño de la tierra, sombrero, medias y zapatos; las mujeres, enaguas blancas
de manta, armador o monillo sin mangas de bramante (hilo gordo o cordel muy delgado
hecho de cáñamo), paño de rebozo, medias y zapatos. La mayor parte de los operarios
eran indios y castas, pero también había españoles. El 94 por 100 trabajaba a destajo
y el resto a jornal fijo y sueldo, M. A. ROS, «La Real Fábrica de Puros y Cigarros:
organización del trabajo y estructura urbana», en A. MORENO TOSCANO (coord.), Ciudad
de México: ensayo de construcción de una historia, México, 1978, p. 49; N. F. MARTIN,
202 Notas

«La desnudez en la Nueva España del siglo XVIII», Anuario de Estudios Americanos,
vol. XXIX, Sevilla, 1972, p. 273.
80
Citado en S. GRUZINSKI, La ciudad de México..., op. cit., pp. 111-112.
81
M. E. RODRÍGUEZ GARCÍA, «El criollismo limeño y la idea de nación en el Perú
tardocolonial», Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades,
monográficos, núm. 9, Sevilla, 2002, ttp://www.us.es/ araucaria/nro9/monogr94.htm.
82
J. GUNTHER DOERING y G. LOHMANN VILLENA, Lima, op. cit., p. 148.
83
Sobre el estatuto y estilo de vida de este grupo, S. SOCOLOW, Los mercaderes
del Buenos Aires virreinal: familia y comercio, Buenos Aires, 1991, pp. 190 y ss.
84
C. BERNAND, Historia de Buenos Aires, Buenos Aires, 1999, pp. 77-79.
85
Citado en C. LEAL, El discurso de la fidelidad. Construcción social del espacio
como símbolo del poder regio (Venezuela, siglo XVIII), Caracas, 1990, p. 72.
86
S. P. RODRÍGUEZ ÁVILA, «Prácticas de policía: apuntes para una arqueología de
la educación en Santafé colonial», Memoria y sociedad, vol. 8, núm. 17, Bogotá, 2004,
p. 35.
87
Las epidemias más devastadoras fueron las de viruela y sarampión. En México
hubo fiebres en 1714, matlazáhuatl grave (probablemente tifus) entre 1736 y 1739,
tifus y viruela en 1761-1764, sarampión en 1768-1769, matlazáhuatl en 1772-1773, saram-
pión y viruela en 1779-1780, peste en 1780 y viruela en 1797-1798; en Bogotá hubo
viruela en 1756, 1781 y 1801-1803, y sarampión en 1729; en Quito hubo sarampión
entre 1728 y 1729, viruelas y peste de Japón en 1759-1760, disentería en 1780-1783
y sarampión en 1785-1786. En Chile la viruela era recurrente, P. GERHARD, Geografía
histórica de la Nueva España..., op. cit., p. 23; N. D. COOK y W. G. LOVELL, «Unraveling
the Web of Disease», en N. D. COOK y W. G. LOVELL (eds.), «Secret Judgments of
God». Old World Disease in Colonial Spanish America, Norman, 1992, pp. 216 y ss.
88
C. BLÁZQUEZ DOMÍNGUEZ, «Comerciantes y desarrollo urbano: la ciudad y puerto
de Veracruz en el siglo XVIII», Tiempos de América, núm. 5-6, Castellón, 2000, p. 33.
89
D. RIPODAS ARDANAZ, «Los servicios urbanos en Indias durante el siglo XVIII»,
Temas de Historia argentina y americana, núm. 2, Buenos Aires, 2003, p. 207.
90
J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ PÉREZ, La vida de guarnición..., op. cit., p. 52.
91
En 1790 los españoles europeos apenas suponían en México capital el 2,24 por
100 de la población y en 1805 el 2,25 por 100. En 1802, había 67.500 blancos. En
1811, de 15 barrios de los que existe información censal, 11 estaban habitados sólo
por indios. En Caracas, en 1810 los blancos eran un 31,8 por 100, los indios un 1,96
por 100, los pardos un 36,10 por 100, los negros libres un 8,41 por 100 y los esclavos
un 21,63 por 100, para un total de 31.721 habitantes. En Panamá había en 1794 un
total de 7831 habitantes, de los cuales eran esclavos 1.676, negros libres 5.112, blancos
862 e indios 63. En Cartagena había en 1777 un total de 10.470 habitantes. De los
5.001 sobre los cuales hay información étnica, 309 son blancos, 2.875 mestizos, mulatos
y pardos libres, 1.720 esclavos, 15 indígenas y 82 eclesiásticos. Una muestra de población
de 95 ciudades elaborada a partir de los datos de la obra de D. DE ALSEDO Y HERRERA,
Diccionario Geográfico-Histórico de las Indias Occidentales o América, Madrid, 1789, con
un total de 1.038.318 habitantes, muestra que eran indios 58,5 por 100, españoles
26,8 por 100, mestizos 7,26 por 100, mulatos 7,04 por 100 y negros 0,4 por 100,
C. ESTEVA FABREGAT, «Población y mestizaje...», op. cit., p. 578; J. E. KICZA, Empresarios
coloniales..., op. cit., p. 17; G. BRUN, «Las razas y la familia en la ciudad de México
en 1811», en A. MORENO TOSCANO (coord.), Ciudad de México: ensayo de construcción
de una historia, México, 1978, p. 116; M. LUCENA SALMORAL, Vísperas de la independencia.
Caracas, Madrid, 1986, p. 27; A. CASTILLERO CALVO, Los negros y mulatos libres en la
Historia Social panameña, Panamá, 1969, p. 16; A. MEISEL y M. AGUILERA ROJAS, «Car-
tagena de Indias en 1777...», op. cit., p. 44.
Notas 203

92
En 1778 vivían en La Habana 40.737 habitantes intramuros y 4.434 extramuros,
pero en 1817 eran 44.319 y 39.279; en 1846 ascendían a 37.560 y 92.434, C. VENEGAS
FORNIAS, «La Habana, patrimonio de las Antillas», Tiempos de América, núm. 5-6, Cas-
tellón, 2000, p. 57.
93
S. D. MARKMAN, «The Gridiron Town Plan and the Caste System in Colonial
Central America», en R. P. SCHAEDEL, J. E. HARDOY y N. S. KINTZER, Urbanization
in the Americas from Its Beginnings to the Present, Houston, 1978, pp. 484 y ss.; A. CASTILLERO
CALVO, La vivienda colonial..., op. cit., pp. 204 y 314 y ss.; G. CÉSPEDES DEL CASTILLO,
«Lima y Buenos Aires. Repercusiones económicas y políticas de la creación del Virreinato
del Río de la Plata», Anuario de Estudios Americanos, vol. 3, 1946, pp. 126 y ss.
94
M. A. ROSAL, «Negros y pardos propietarios de bienes raíces y de esclavos en
el Buenos Aires de fines del período hispánico», Anuario de Estudios Americanos, vol. LVIII,
núm. 2, Sevilla, 2001, p. 510.
95
A. MEISEL y M. AGUILERA ROJAS, «Cartagena de Indias en 1777...», op. cit., p. 54.
96
Reglamento de los alcaldes de barrio de la ciudad de México, por Baltasar Ladrón
de Guevara, México, 6 de noviembre de 1782, F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes
de la ciudad hispanoamericana, 1601-1821, t. II, Madrid, 1996, pp. 226-227.
97
A. MORENO TOSCANO, «Un ensayo de historia urbana», en A. MORENO TOS-
CANO (coord.), Ciudad de México: ensayo de construcción de una historia, México, 1978,
p. 18.
98
En el primer cuartel había 644 casas con 171 ranchos; en el segundo, 483 con
324 ranchos; en el tercero, 406 con 99, y en el cuarto, 636 con 149, A. DE RAMON,
Santiago de Chile..., op. cit., p. 116.
99
A. MORENO CEBRIÁN, «Cuarteles, barrios y calles de Lima a finales del siglo XVIII»,
Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellshaft Lateinamerikas, núm. 18,
Colonia, 1981, pp. 102 y 143.
100
Entre 1721 y 1768 estuvieron destinados en América 131 ingenieros militares,
entre 1769 y 1800 lo fueron 183 y entre 1800 y 1808 hubo 61. Estuvieron en todas
las regiones y además de trabajar en fortificaciones se dedicaron a toda clase de obras
civiles, como puentes, caminos, canales, puertos y faros, H. CAPEL, Geografía y matemáticas
en la España del siglo XVIII, Barcelona, 1982, pp. 294 y ss.; H. CAPEL, J. E. SÁNCHEZ
y O. MONCADA, De Palas a Minerva. La formación científica y la actividad espacial de
los ingenieros militares en el siglo XVIII, Barcelona, 1988, pp. 322 y ss.
101
J. MARCHENA, «La ciudad y el nuevo ejército», en F. DE SOLANO (dir.) y
M. L. CERRILLO (coord.), Historia urbana de Iberoamérica, t. III-1, Madrid, 1992, p. 77.
102
C. I. ARCHER, El ejército en el México borbónico, 1760-1810, México, 1983, pp. 24
y ss.
103
Estas constituyeron un éxito en Cuba, Puerto Rico, Venezuela o Perú, mientras
que en Nueva España o Nueva Granada encontraron ciertas resistencias. No obstante,
sólo en Nueva España hubo 58.200 hombres en regimientos radicados por todo el
territorio, J. MARCHENA FERNÁNDEZ, Ejército y milicias..., op. cit., pp. 190 y ss.; J. C. GARA-
VAGLIA y J. MARCHENA, América Latina desde los orígenes a la independencia, II, La sociedad
colonial ibérica en el siglo XVIII, Barcelona, 2005, p. 314.
104
Entre 1770 y 1779 de los oficiales veteranos eran peninsulares el 54,8 por 100
y criollos el 39,7 por 100, mientras en la tropa veterana eran peninsulares en torno
al 16 por 100 y americanos el 84 por 100. Hubo una progresiva americanización de
la oficialidad, pues entre 1800 y 1810 de los oficiales veteranos eran peninsulares el
36,4 por 100 y americanos el 60 por 100, mientras en la tropa veterana entre 1780
y 1800 eran peninsulares el 16 por 100, americanos el 81 por 100 y extranjeros un
3 por 100, J. MARCHENA, «La ciudad y el nuevo ejército», op. cit., pp. 88-89.
105
J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ PÉREZ, La vida de guarnición..., op. cit., pp. 152-166;
J. O. MONCADA MAYA, «EL cuartel como vivienda colectiva en España y sus posesiones
204 Notas

durante el siglo XVIII», Scripta Nova, vol. VII, núm. 146 (007), Barcelona, 2003,
http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-146(007).htm.
106
La ciudadela era una fortaleza desprendida de la plaza principal, aunque no
del todo fuera de ella, con más de seis u ocho baluartes; con tres o cuatro se denominaba
fuerte. La batería era una pequeña fortaleza en la que se podían colocar piezas de
artillería. El baluarte era la parte principal de una fortaleza y podía ser lleno, vacío,
unido, separado, doble, cortado y plano, según la disposición de flancos y planos y
caras y su disposición frente al enemigo. El revellín era una obra que cubría los flancos
de la fortificación, con forma de ángulo saliente agudo, con flancos y doble o cortado;
sobre la Escuela de Fortificación hispanoamericana, J. M. ZAPATERO, Historia de las
fortificaciones de Cartagena de Indias, Madrid, 1979, pp. 21-22 y ss.
107
J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ PÉREZ, La vida de guarnición..., op. cit., p. 82.
108
I. RODRÍGUEZ MOYA, La mirada del virrey..., op. cit., p. 79.
109
CONCOLORCORVO, El lazarillo de ciegos caminantes, op. cit., p. 269.
110
S. GRUZINSKI, La ciudad de México..., op. cit., p. 135.
111
La vivienda tenía varios espacios integrados en una unidad; las había bajas o
altas, según el piso donde se ubicaban; podían tener sala, estudio, antesala, recámaras,
comedor, asistencia, cuarto de mozos, cocina, despensa, azotehuela y bodega. Otras
se distinguían simplemente como principales, más modestas, con sala, recámaras, cocina
y azotehuela. A pesar de la variedad de dimensiones y disposiciones que presentaban,
lo que diferenciaba las viviendas de las casas es que estas compartían el edificio con
otros tipos de residencia. El entresuelo se ubicaba en los descansos de las escaleras
de inmuebles altos; tenían varias piezas con ventanas hacia los patios. La accesoría,
con portal propio a la calle, estaba ubicada en la planta baja de los edificios junto
al zaguán o portón de entrada. Solía constar de un solo espacio cuadrangular, aunque
las había con una división al fondo para crear una recámara o una trastienda o con
un segundo nivel formado por un medio piso de madera que era utilizado como recámara.
El cuarto se ubicaba indistintamente en plantas bajas o altas. Consistía generalmente
en un solo espacio, en el que habitaba toda la familia. Ocasionalmente tenían una
cocina, G. DE LA TORRE VILLALPANDO, «La vivienda de la ciudad de México desde la
perspectiva de los padrones», Scripta Nova, vol. VII, núm. 146 (008), Barcelona, 2003,
http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-146(008).htm.
112
CONCOLORCORVO, El lazarillo de ciegos caminantes, op. cit., p. 38.
113
M. SALAS, «Representación al ministro de hacienda Diego Gardoqui sobre el
estado de la agricultura, industria y comercio del reino de Chile», Escritos de Don Manuel
de Salas y documentos relativos a él y su familia, t. I, Santiago, 1910, p. 171.
114
A. GIL NOVALES, «Ilustración, reformismo y revolución de las ideas», en F. DE
SOLANO (dir.) y M. L. CERRILLO (coord.), Historia urbana de Iberoamérica, t. III-1, Madrid,
1992, pp. 38-43.
115
J. TORIBIO MEDINA, Historia de la imprenta en los antiguos dominios españoles
de América y Oceanía, t. II, Santiago de Chile, 1958, pp. 327 y ss.
116
J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ PÉREZ, La vida de guarnición..., op. cit., p. 98.
117
D. RIPODAS ARDANAZ, «La vida urbana en su faz pública», Nueva historia de
la nación argentina. Periodo español (1600-1810), t. 3, Buenos Aires, 1999, pp. 127-128.
118
J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ PÉREZ, La vida de guarnición..., op. cit., pp. 99
y ss.
119
M. LUCENA SALMORAL, «La ciudad de Quito hacia 1800», Revista de Indias,
vol. L, núm. 188, 1990, p. 164.
120
J. M. SALVADOR, Efímeras efemérides. Fiestas cívicas y arte efímero en la Venezuela
de los siglos XVII-XIX, Caracas, 2001, p. 102.
121
C. LEAL, El discurso de la fidelidad..., op. cit., pp. 131 y ss.
Notas 205

122
G. WEINBERG, «Tradicionalismo y renovación», en J. L. ROMERO y L. ROME-
RO (dirs.), Buenos Aires. Historia de cuatro siglos, t. I, Buenos Aires, 2000, pp. 102-104;
A. DE RAMÓN, Santiago de Chile..., op. cit., p. 123; J. GUNTHER DOERING y G. LOHMANN
VILLENA, Lima, op. cit., p. 136.
123
J. P. VIQUEIRA ALBAN, ¿Relajados o reprimidos? Diversiones públicas y vida social
en la ciudad de México en el siglo de las luces, México, 1987, p. 70.
124
S. GRUZINSKI, La ciudad de México..., op. cit., p. 123.
125
M. C. SCARDAVILLE, «A Day in the Life of a Court Scribe in Bourbon Mexico
City», Journal of Social History, vol. 36.4, 2003, p. 979.
126
Citado en J. L. ROMERO, Latinoamérica..., op. cit., pp. 130-132.

EPÍLOGO

1
Diferentes visiones del personaje en D. HILT, The Troubled Trinity. Godoy and
the Spanish Monarchs, Alabama, 1987, pp. 35 y ss.; C. SECO SERRANO, Godoy, el hombre
y el político, Madrid, 1978, pp. 102 y ss.; E. LA PARRA, Manuel Godoy. La aventura
del poder, Barcelona, 2002, pp. 147 y ss.
2
Durante la Guerra de la Convención (1793-1795) tropas procedentes de Nueva
España, Cuba, Puerto Rico y Venezuela atacaron el Saint Domingue francés, donde
la rebelión de los esclavos causaba graves estragos, pero mediante la Paz de Basilea
de 1795 España cedió a Francia su parte de la isla. Desde entonces, los súbditos americanos
de la monarquía se convirtieron en rehenes de la política internacional de Godoy. Es
interesante recordar que, por contraste, tras la Paz de París de 1763 España perdió
la Florida, pero la Real Armada organizó un convoy que trasladó a Cuba a los indígenas
que habían servido la causa de Carlos III y querían permanecer en jurisdicción española.
Aunque se abandonaba un territorio por una derrota militar, se respetaba la vinculación
constitucional que unía al rey y sus súbditos, G. CÉSPEDES DEL CASTILLO, América Hispánica
(1492-1898), Barcelona, 1983, pp. 424-425.
3
Citado en J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ PÉREZ, La vida de guarnición..., op. cit.,
p. 9.
4
J. R. FISHER, El comercio entre España e Hispanoamérica (1797-1820), Madrid,
1993, pp. 45 y ss.
5
M. LUCENA GIRALDO, «Trafalgar y la libertad del Nuevo Mundo», en A. GUIMERÁ,
A. RAMOS y G. BUTRÓN (coords.), Trafalgar y el mundo atlántico, Madrid, 2004, pp. 340
y ss.
6
M. PICÓN SALAS, Francisco de Miranda, Caracas, 1966, p. 92.
7
B. LOZIER ALMAZÁN, Liniers y su tiempo, Buenos Aires, 1990, p. 77.
8
L. H. DESTEFANI, «La destacada carrera naval del jefe de escuadra don Santiago
Liniers», Boletín del Centro Naval, vol. LXXXI, núm. 657, Buenos Aires, 1963, p. 15.
9
J. ÁLVAREZ JUNCO, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, 2001,
pp. 120-129; M. ARTOLA, La España de Fernando VII, Madrid, 1999, pp. 41 y ss.; M. MORE-
NO ALONSO, La generación española de 1808, Madrid, 1989, pp. 101 y ss. El término
«Guerra de Independencia» solo se generalizó en la década de 1840. Según una célebre
opinión de Marx, el levantamiento español fue «nacional, dinástico, reaccionario, supers-
ticioso y fanático».
10
E. V. YOUNG, The Other Rebellion. Popular Violence, Ideology and the Mexican
Struggle for Independence, 1810-1821, Stanford, 2001, pp. 1 y ss.
11
D. RAMOS, «Wagram y sus consecuencias, como determinantes del clima público
de la revolución de 19 de abril de 1810 en Caracas», Revista de Indias, vol. 21, núm. 85-86,
1961, p. 453.
12
J. L. ROMERO, Latinoamérica..., op. cit., p. 169.
Anexo
Algunas medidas de longitud y superficie

Manuel Lucena
Algunas medidasGiraldo
de longitud y superficie

Caballería de tierra: Rectángulo de 1.104 varas de largo por 552


de ancho; en México, 7.956 metros cuadrados; en Costa Rica, 2.521;
en Cuba, 4.202; en Guatemala, 1.266; en Honduras y Puerto Rico,
4.908.
Caballería urbana: Solar para casa de 100 pies de ancho y 200
de largo.
Celemín: Paralelogramo de 537 metros cuadrados.
Estadal: Cuatro varas.
Estancia de ganado mayor: Cuadrado de 5.000 varas de largo por
5.000 varas de ancho.
Estancia de ganado menor: Cuadrado de 3.333 varas de largo por
3.333 varas de ancho.
Fanega: Rectángulo de 576 estadales cuadrados; en México, 5.663
metros cuadrados.
Huebra: Superficie que se ara en un día.
Labor: Paralelogramo de 7,22 metros cuadrados.
Legua: De acuerdo con la Nueva recopilación correspondía a
5.572,6 metros, pero las variedades conceptuales y regionales eran
muy grandes. La legua común valía 5.565, la de camino 6.620 y
la marina 5.555; también se definió como la distancia recorrida a
caballo en una hora.
Peonía: Solar de 100 pies de largo por 50 de ancho.
Pie: 16 dedos: 0,278 cm.
Sitio: Paralelogramo de 1.755 metros cuadrados.
Solar para casa, molino o venta: Cuadrado de 50 varas de largo
por 50 varas de ancho.
208 Manuel Lucena Giraldo

Suerte de tierra: Un cuarto de caballería.


Tarea: Paralelogramo de 69 metros cuadrados en Cuba.
Vara castellana: 3 pies o 4 palmos: 0,835 mm.
Vara mexicana: 0,848 mm.
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Índice onomástico

Índice onomástico

Agüero, Diego de, 95 Aurousseau, Marcel, 16


Aguirre, Fray Miguel de, 117 Ayanque, Simón de, 171
Aguirre, Lope de, 32, 62 Aycinena, Miguel de, 144
Ahuitzotl, 121 Ayolas, Juan de, 57
Alcazaba, Simón de, 33
Alfinger, Ambrosio, 56 Balbuena, Bernardo de, 107-108, 125
Alfonso X, 64 Baltasar, Indio, 88
Almagro, Diego de, 52-53 Bartolache, José Ignacio, 166
Alva Ixtilxóchitl, Fernando de, 46 Basadre, Jorge, 21
Alvarado, Jorge de, 49 Basauri, Simón, 83
Alvarado, Pedro de, 49, 53 Bastidas, Rodrigo de, 45
Alvarez Chanca, Diego, 41 Belalcázar, Sebastián de, 52-54, 84
Álvarez de Toledo y Figueroa, Fran- Belgrano, Manuel, 177
cisco, conde de Oropesa y virrey del Benegas, Agustín, 137
Perú, 65 Beresford, William, 176-177
Alzate, José Antonio de, 166 Bolívar, Simón, 180
Amat y Junyent, Manuel, 170 Bonet Correa, Antonio, 22
Ampudia, José, 167 Boot, Adrián, 123-124
Angulo Íñiguez, Diego, 21 Borges, Jorge Luis, 15
Ansoátegui, Cayetano, 167 Braganza, Bárbara de, 131
Anzules, Pedro de, 56 Brambila, Antonio de, 97
Apolo, 127, 163 Brunhes, Jean, 17
Arana, Diego de, 38 Buffon, conde de, 133
Aranda, conde de, 131
Arévalo, Antonio de, 148 Cabello, Francisco Antonio, 166
Arias, Alonso, 123 Cabrera Infante, Guillermo, 16
Armindes, Fernando de, 84 Cabrera, Jerónimo Luis de, 58
Arregui, Lázaro de, 111 Calancha, fray Antonio de la, 106
Arzáns de Orsúa, Bartolomé, 116 Calderón de la Barca, Pedro, 154
Atahualpa, 53 Calleja, Félix María, 179
230 Índice onomástico

Campillo, José del, 130 Cueva Enríquez y Saavedra, Baltasar


Cañas y Merino, José Francisco, 76 de la, conde de Castellar y virrey
Cañete, marqués de, 86, 98 del Perú, 127
Capel, Horacio, 23 Cumeta, Martín, 83
Cárdenas, Luis de, 82 Cuneo, Michele, 38
Carlos I, 62
Carlos II, 101 Dávila, Pedrarias, 43, 64
Carlos III, 98, 154, 168-169 De Paw, Cornelius, 133
Carlos IV, 169, 173, 178 De Salas, Manuel, 165
Carlos V, 54, 85, 87, 130 Deffontaines, Pierre, 17
Carondelet, barón de, 154, 162, 168 Díaz de Armendáriz, Lope, marqués
Carrillo, Fernando, 124 de Cadereyta y virrey de Nueva Es-
Cartaphilus, Joseph, 15 paña, 124-125
Castells, Manuel, 19 Díaz de Guzmán, Ruy, 33
Castera, Ignacio, 151 Díaz de Solís, Juan, 36
Castillero, Alfredo, 21, 23, 26 Díaz del Castillo, Bernal, 47, 92
Castro, Ramón de, 174 Dickinson, Robert E., 18
Castros, linaje de Guayaquil, 118 Domínguez Company, Francisco, 23
Ceballos, Pedro de, virrey del Río de Don Felipe, infante, 108
la Plata, 138 Dorantes de Carranza, Baltasar, 106
Cervantes de Salazar, Francisco, 106 Dörries, Hans, 16
Cervantes, Miguel de, 75, 105 Drake, Francis, 126, 168
César, Francisco, 33 Durango de Espinosa, Pedro, 120
Chávez, Francisco de, 71 Elcano, Juan Sebastián, 57
Chávez, Nuflo de, 58 Emparan, Vicente de, 179
Childe, Gordon, 18 Encinas, Diego de, 65
Cieza de León, Pedro, 50 Ercilla, Alonso de, 116-117
Cisneros, Diego, 110-111 Escalona, Juan José de, 174
Clerck «L’Hermite», Jacobo, 126 Escobedo, Rodrigo de, 38
Coatlicue, 151 Escobedo, Jorge de, visitador del Pe-
Cobo, Bernabé, 111, 113 rú, 158
Colón, Bartolomé, 39 Espinosa, Mariano, 171
Colón, Cristóbal, 11, 32, 38-39, 44 Estebanillo, 34
Colón, Diego, 40, 64 Eximenis, Franciscano, 68
Coma, Guillem, 38 Ezpeleta Galdeano, José de, virrey de
Concolorcorvo, 108, 163, 165 Nueva Granada, 154
Contreras, Tirano, 168
Cortés, Hernán, 11, 34, 37, 43, 45-48, Fajardo, Francisco, 55
63, 65, 74, 78, 84, 92, 121 Federmann, Nicolás de, 54, 85
Cortés, Martín, 102 Felipe II, 58, 65, 86, 101-102, 104,
Coulanges, Fustel de, 16 111, 130
Covarrubias, Sebastián de, 16 Felipe IV, 86, 99
Croix, marqués de, 132 Fernández de Córdoba, Diego, mar-
Cruillas, marqués de, 159 qués de Guadalcázar, virrey de
Cruz, Sor Juana Inés de la, 120 Nueva España, 97, 124
Cueva, Juan de la, 108 Fernández de Enciso, Martín, 44
Índice onomástico 231

Fernández de la Torre, obispo, 58 Güemes Pacheco y Horcasitas, Juan


Fernández de Oviedo, Gonzalo de, Vicente, segundo conde de Revilla-
31, 40 gigedo y virrey de Nueva España,
Fernández de Serpa, Diego, 85 151-152
Fernando VI, 131 Guillelmi, Juan, 169
Fernando VII, 178-179 Gutiérrez, Alonso, 83
Flecher, Pedro, 120 Gutiérrez, Pero, 38
Franco, Alonso, 111 Gutiérrez, Ramón, 23
Fuentes y Guzmán, Francisco, 140 Guzmán, José, barón de la Atalaya,
144
Gage, Thomas, 108, 119
Galve, conde de, 120-121 Hardoy, Jorge Enrique, 22
Gálvez, Bernardo de, 171 Henares, Diego de, 55
Gálvez, José de, 132-133, 136, 138 Heredia, Alonso de, 54
Garay, Francisco de, 42
Heredia, Pedro de, 45, 84
Garay, Juan de, 58-59, 70
Hernández de Córdoba, Francisco,
García Bravo, Alonso, 43-44, 47
44-45
García de Castro, Lope, gobernador
Hernández Galeas, Cristóbal, 120
del Perú, 77, 103
Hidalgo, Miguel, 179
García de Paredes, Diego, 55
Humboldt, Alejandro de, 163
García, Diego, 83
Hume, David, 133
García, Esteban, 111
Hurtado de Mendoza y Luna, Juan
García, Juan A., 21
Manuel, marqués de Montesclaros,
Gasca, Pedro de la, 52, 73, 83
virrey del Perú, 86, 91, 122, 126
Gasparini, Graziano, 22
Hurtado de Mendoza, García, mar-
Gelves, marqués de los, 124
qués de Cañete, virrey del Perú, 86,
George, Pierre, 17
98
Gerhard, Peter, 22
Hurtado, Sebastián, 170
Gil Ramírez Dávalos, 53
Gil y Lemos, Francisco, 153 Iturrigaray, José de, virrey de Nueva
Godoy, Manuel, 173, 178 España, 178
Gómez de Trasmonte, Juan, 125
Gómez, José, 152 Jaral del Berrío, marqués de, 164
Gonzaga, Luisa, 163 Jiménez de Quesada, Gonzalo, 45, 54,
González de Serpa, Diego, 44 84
González, Manuel, 154
González, Ruy, 121 Kubler, George, 22
Grijalba, Juan de, 45
Grimaldi, marqués de, 131 La Gasca, Pedro de, 73, 83
Guadalupe, virgen de, 99, 124, 179 Las Casas, Bartolomé de, 39
Guamán Poma de Ayala, Felipe, Lautaro, 61
112-113 Lavardén, Manuel José de, 170
Guarda, Gabriel, 22 «Leandro», bergantín, 175
Gudiel, Francisco, 121-122 «Leda», fragata, 176
Güemes y Horcasitas, Juan Francisco León Pinelo, Antonio de, 107
de, primer conde de Revillagigedo Lévi-Strauss, Claude, 20
y virrey de Nueva España, 170 Licurgo, 123
232 Índice onomástico

Liniers, Santiago, 176-178 Narváez, Pánfilo de, 63


Lockhart, James, 22 Neptuno, 127, 163
López de Gómara, Francisco, 63 Nicuesa, Diego de, 41
López de Velasco, Juan, 52, 90, 104 Niza, fray Marcos de, 34
López, Vicente, 48 Nolasco, fray Pedro, 119
Losada, Diego de, 55 Núñez Cabeza de Vaca, Álvar, 34, 57
Luis I, 108 Núñez de Balboa, Vasco, 36, 41, 44
Núñez del Prado, Juan, 58
Maldonado, Juan de, 55 Ocaña, fray Diego de, 94
Manso de Velasco, José, 149 O’Dally, ingeniero militar, 155
Marani, 171 Ogden, Samuel G., 175
Marco Dorta, Enrique, 22 O’Higgins, Ambrosio, 144, 150, 153
María Vázquez, José, 163 Ojeda, Alonso de, 41
Marín, Luis, 47 Olid, Cristóbal de, 48
Marroquín, Francisco, 103 Olivares, conde-duque de, 103, 109
Martín Pérez, Alonso, 448 Oñate, Cristóbal de, 49
Martin, Heinrich o Enrique, 122 Orozco, Francisco de, 47
Martín, Pedro, 81 Ortega y Gasset, José, 102
Martín de Pueyrredón, Juan, 176 Ortiz de Rozas, Domingo, 144
Martínez de Irala, Domingo, 57-58 Ortiz de Vergara, Francisco, 58
Martínez, Enrico, 122-124 Ortiz de Zárate, Domingo, 149
Maunier, René, 16 Ovalle, Alonso de, 117
Meléndez, Juan, 107 Ovando, Juan de, 64
Mendoza, Antonio de, conde de Ten- Ovando, Nicolás de, 39-41, 63-64
dilla y virrey de Nueva España, 34, Oviedo y Baños, José, 117
75
Mendoza, Gonzalo de, 58 Pacheco y Ossorio, Rodrigo, marqués
Mendoza, Pedro de, 57 de Cerralbo y virrey de Nueva Es-
Mercadillo, Alonso de, 53 paña, 124
Miranda, Francisco de, 175 Padilla, Juan, 118
Miranda, Lucía, 170 Padre Gómez, jesuita, 97-98
Moctezuma I, 121 Palafox, Juan de, 109, 112
Moctezuma II, 121 Palomino, 149
Mogrovejo de la Cerda, Juan, 99, 115, Paula y Sanz, Francisco de, 153
127 Peralta y Barnuevo, Pedro, 114
Molina, Tirso de, 104 Pérez de Angulo, gobernador, 73
Montejo, Francisco de, 48 Pérez de la Serna, arzobispo, 97
Montesdoca, Francisco, 83 Pérez de Oliva, Hernán, 31
Moreno Toscano, Alejandra, 23 Pizarro, Francisco, 50-52, 62, 70-71,
Moro, Tomás, 64 84, 114
Morse, Richard M., 21-22 Pizarro, Hernando, 56
Mota y Escobar, Alonso de la, 110 Polo, Marco, 32
Motolinía, fray Toribio de Benavente, Ponce de León, Juan, 34, 41-42
92 Ponte, Nicolás de, 76
Mumford, Lewis, 17 Popham, Home, 176-177
Múzquiz, Miguel de, 131 Posada, Toribio de, 137
Índice onomástico 233

Quiroga, Vasco de, 48, 87 Santa Rosa de Lima, 100


Santa Úrsula, 70
Rama, Ángel, 22 Santiago de Calimaya, condes de, 164
Ramón Coninck, Juan, 127 Santiago, patrón de España, 168
Ratzel, Friedrich, 16 Santo Cristo del Buen Viaje, 168
Requena, Francisco de, 135 Santo Domingo, 53
Reyes católicos, 35, 68, 130 Santo Tomás de Aquino, 40, 64
Richthofen, Ferdinand von, 16 Santo Toribio de Mogrovejo, 99-100,
Robledo, Jorge, 54 127
Rodríguez Arias, Juan, 118 Sarmiento de Gamboa, Pedro, 33
Rodríguez, Manuel del Socorro, 166 Selva Alegre, marqués de, 178
Romero, José Luis, 22 Serra, fray Junípero, 147
Rueda, Lope de, 52 Sigüenza y Góngora, Carlos, 120
Ruiz de Alarcón, Juan, 123 Simmel, Georg, 17
Ruiz Huidobro, Pascual, 177 Siripo, 170
Rumiñahui, 52 Sjoberg, 20
Saavedra, Francisco de, 174 Sobremonte, Rafael de, virrey del Río
Sabatini, Francisco, 149 de la Plata, 176-177
Sáenz, Juan de, 163 Solano, Francisco de, 23-24, 27, 99,
Salazar Bondy, Sebastián, 180 147
Salazar, Eugenio de, 102 Solórzano Pereira, Juan de, 109
Salazar, Juan de, 57 Sombart, Werner, 17
Salinas y Córdoba, fray Buenaventura Sonthonax, Leger-Félicité, 173
de, 112-113 Sorre, Max, 18
Salomón, 32
Terán, Fernando de, 24
Salvatierra, conde de, 112
Toesca, Joaquín, 149
San Andrés, 168
Tolsá, Manuel, 151
San Atanasio, 168
Torre, Antonio de la, 140
San Cristóbal, 168
Torres, Melchor de, 83
San Francisco, 53
Toschi, Umberto, 18
San Francisco Solano, 99
Tula Cerbín, Alonso de, 33
San Ignacio, 100
Tupac Amaru, 133
San Jorge, 168
San Juan de Piedras Albas, marqués Ulloa, Antonio de, 138
de, 131 Ulloa, Francisco de, 34
San Lorenzo, 168 Unánue, Hipólito, 166
San Marcial, 168 Urrutia, José de, 149
San Marcos, 168
San Martín de Porres, 99 Valdés, Rodrigo de, 107
San Miguel, 168 Valdivia, Pedro de, 56, 71
San Pablo, 47, 168 Vázquez, José María, 163
Sandoval, Gonzalo de, 47 Vázquez de Coronado, Francisco,
Santa Bárbara, 168 34-35
Santa Cruz y Espejo, Francisco de, Vázquez de Espinosa, Antonio, 109,
166 119
Santa Cruz, Joaquín de, 144 Vega, Garcilaso de la, 103
234 Índice onomástico

Vega, Lope de, 104 Villegas y Hurtado de Mendoza, Mi-


Vega, Pedro de, 83 chaela, Perricholi, 170
Velasco, Luis de, «el viejo», virrey de Vitrubio, 64, 68, 123
Nueva España, 74, 119, 121 Voltaire, 133, 170
Velasco, Luis de, «el joven», conde de
Santiago, marqués de Salinas y Ward, Bernardo, 130
virrey de Perú y Nueva España, 112 Webb, Walter P., 30
Velázquez, Diego, 41, 45, 64 Weber, Max, 17
Venus, 163 Welser, banqueros, 54
Whitelocke, 178
Vernon, Edward, 127
Wirth, Louis, 17
Vértiz y Salcedo, Juan José de, virrey
del Río de la Plata, 138, 153, 167, Yáñez Pinzón, Vicente, 42
170
Vieyra, Juan de, 150 Zaire, 170
Villalobos, Arias de, 107-108 Zapata, Juan de, 109
Villalpando, Cristóbal de, 125 Zumárraga, Fray Juan de, 65, 104, 119
Índice toponímico

Índice toponímico

Acla, 41, 44 Asunción, 44, 57-58, 85, 90, 100, 142,


África, 31 148
Alcalá del Río, 54 Atacama, 56
Alicante, 132 Atlántico, 12, 24, 29, 36, 43, 48, 51,
Alto Paraná, 57-58 57, 63, 134, 159, 178
Alto Perú, 52, 57-58, 146 Atoyac, 47
Amazonas, río, 53 Atrato, 44
Amazonía, 135 Austria, 101, 179
América del norte, 67 Ávila, 54-55
América Hispánica, 12-13, 21, 23, 26, Azores, 29
29-32, 37-40, 47, 63, 68, 79, 85-87, Azúa, 40-41
90, 94, 98, 104-105, 107, 109-111, Baeza, 54
114-115, 117, 131-132, 134, 138, Bailén, 179
143, 152, 155, 158-160, 166, Banda Oriental, 176
173-176, 178 Bañados de Quilmes, 176
Andalucía, 12, 63, 85, 179 Baracoa, 41, 68
Andes, 55-56, 117 Barataria, 146
Angostura, 148 Barbones, 128
Anserma, 54 Barcelona (España), 11, 132, 142
Antequera, 43, 47 Barquisimeto, 55, 142
Antillas, 37, 45, 58 Barragán, 176, 178
Aragón, 37 Batoví, 148
Araucanía, 149 Bayamo, 42
Araya, 44 Benim, 29
Archidona, 54 Biafra, 93
Arequipa, 52, 83-84, 91, 114, 141-142 Bilbao, 142
Argel, 102 Bogotá, 25, 45, 54, 82, 84-85, 90, 115,
Arizona, 147 141, 154-155, 160, 166
Asia, 31-32, 102 Bonao, 40
236 Índice toponímico

Branciforte, 147 Centroamérica, 43


Brasil, 57, 115, 126, 148 Cercado, 50, 90-91, 127
Brooklyn, 175 Cerro Gordo, 147
Bruselas, 44 Chaco, 57
Buenaventura, 40, 112, 147 Chagre, 162
Buenos Aires, 15, 23, 25, 58, 69-70, Chalco, 123
75, 79, 83, 108, 115, 141-143, Chapultepec, 122
153-155, 157-158, 161, 164, Charcas, 52-56, 90
166-167, 170, 173, 175-178 Chepigana, 148
Burgos, 85 Chiapas, 47, 166
Chihuahua, 147
Cabo Tiburón, 41 Chile, 56, 99, 117, 135, 144-145, 149,
Cabo Verde, 29 161
Cáceres, 54 Chillán, 149
Cádiz, 44, 86, 132, 142, 178-179 Chiloé, 161-162
Cali, 54, 142 China , 164
California, 24, 147 Chiquitos, 58, 146
Callao, 52, 126, 128, 153, 160 Cholula, 46, 48
Cambrai, 164 Chuquiabo, 73
Campeche, 48, 68, 162 Chuquisaca, 106, 108
Cana, 148 Ciénaga, 148
Canadá, 143 Cipango, 32
Canal de las Bahamas, 48 Ciudad Bolívar, 24
Canarias, 29, 35, 102, 169 Ciudad Imperial, 57
Caparra, 42
Ciudad Real (Paraguay), 58
Caracas, 55, 74, 76-77, 79-80, 82, 85,
Ciudad Real (Venezuela), 148
90, 100, 117-118, 141-143, 154,
Coatzacoalcos, 47
158, 160, 162, 165-166, 169,
Cocharcas, 128
173-175, 178-179
Caribe, 30, 37, 44, 48, 63, 143, 147, Comayagua, 24, 50
173 Concepción (Chile), 57, 142, 149,
Carmen de Patagones, 149 161-162
Carolina, 148 Concepción (Panamá), 43, 148
Carora, 55, 90 Concepción de la Vega, 39
Cartagena (España), 132 Conlara, 32
Cartagena de Indias, 22, 24-25, 45, 54, Córdoba (España), 31
68, 70, 91, 102, 115, 140, 142, 148, Córdoba (Argentina), 58, 142, 155
154-155, 157, 160, 162, 166, Córdoba (México), 160
173-175 Coro, 44, 55, 175
Cartago, 50, 54 Costa Rica, 44, 94
Castilla, 37, 61-62, 74, 85-86, 101, Cuba, 41, 45, 72, 132, 142, 144,
109-110, 120 146-147, 160, 166
Castilla del Oro, 43 Cubagua, 44, 73
Cataluña, 160 Cuenca, 53, 90-91, 108
Catamarca, 142 Cuernavaca, 88
Celaya, 160 Cumaná, 44, 70, 160, 174
Índice toponímico 237

Cuzco, 33, 50-51, 53, 56, 69, 78, Granada (España), 12, 46, 68, 111
81-83, 86, 90, 108, 115, 137, Granada (Nicaragua), 44, 50
141-142, 155, 168 Guadalajara, 49, 84, 90, 136, 141, 158
Guadalquivir, río, 31
Danlí, 141 Guadalupe, santuario, 119, 122
Darién, 41, 44, 148 Guadalupe, puerta de (Lima), 128
Dolores, 146, 179 Guairá, 57
Dulce, río, 58, 66 Guanajuato, 48, 90, 132, 141-142, 160
Durango, 90, 147 Guancacho, 52
Guatemala, 49, 53, 76-77, 82, 88, 90,
Egipto, 68
101-103, 105, 140, 144, 147,
El Banco, 148
155-156, 166-167
El Callao, 52, 126, 160
Guayana, 144, 146, 160, 175
El Paso, 147
El Plata, 161 Guayaquil, 53, 84, 90-91, 100, 118,
El Real, 148 161
El Reducto, 148 Guayangareo, 48
El Tocuyo, 55 Guinea, 103
Esmeraldas, 148
España, 11, 26, 29, 33, 39, 46, 57, 75, Haití, 173, 175
85, 95, 98, 105, 113, 130-131, 135, Hawi Kuk, 34
142, 168, 175, 179 Holanda, 164
Esperanza, 39 Honduras, 144, 148
Estados Unidos, 24, 48, 67 Huamanga, 52, 91, 142
Europa, 13, 30-31, 40-41, 61, 79, 98, Huatanay, 51
102, 104, 111, 125, 138 Huehuetlán, 50
Extremadura, 12, 34, 63 Huehuetoca, 121-122

Flandes, 56, 102


Florencia, 40 Ibagué, 54
Florida, 34, 48, 58, 63, 132, 140, Ibarra, 83
144-146, 148, 168 Iberia, 146
Francia, 146, 175, 179 Ibioca, 148
Fuerte del Príncipe, 148 India, 32
Fuerte Navidad, 38 Indias, 22, 24, 31, 35, 38-39, 42-43,
Funchal, 29 45, 48, 61-62, 64-65, 70, 73, 75, 80,
86, 91, 95, 98, 101-105, 109, 113,
Galveston, 146 117, 119, 123-124, 127, 130-132,
Gerona, 142 137, 140, 144, 149, 159, 174
Getsemaní, 45, 157 Inglaterra, 127
Gijón, 132 Isabela, 38-39
Goa, 115 Isabela la Nueva, 39
Golfo de México, 121 Isla de Léon, 179
Gracias a Dios, 50 Isla Española (véase La Española)
Gran Bretaña, 131, 160, 174-175 Isla Margarita, 44
Gran Canaria, 169 Islas Canarias, 35, 169
Gran Cañón, 35 Italia, 40
238 Índice toponímico

Jalatlaco, 47 Londres, 26
Jamaica, 41-42 Los Ángeles, 147
Janos, 147 Los Reyes, 57
Jaruco, 144 Los Teques, 55
Jauja, 52 Luanda, 29, 115
Jerez de la Frontera, 11 Luisiana, 143, 146
Jerusalén, 32, 108, 112, 114, 117, 129 Luján, 83
Jocotenango, 148 Lyon, 164
Juan Simón, puerta de (Lima), 128
Julines, 147 Madeira, 29
Kansas, 35 Madrid, 23, 26, 102, 107, 131, 133,
Kingston, 42 142
Magallanes, 33, 57-58, 63
La Coruña, 132, 142 Magdalena, 45, 52, 54
La Española, isla, 11, 32, 38, 40-41, Maicampan, 148
43, 45, 63, 69, 85, 102 Mainas, 146
La Guaira, 55, 160, 162 Maipo, 150
La Habana, 24-25, 42, 48, 73, 79, 82, Málaga, 132, 142
90, 132, 141-143, 155, 159, 162, Malambo, 91
166-168, 174-175, 178 Malvinas, 138, 149
La Paz, 52, 73, 75, 82, 90, 132, Mandinga, 148
173-174 Manila, 132, 156
La Plata, 56, 78 Mapocho, 71, 158
La Sal, 32 Maracaibo, 55, 141-142, 160, 175
La Serena, 56, 91 Maravillas, 128
La Vela, 175 Margarita, 100, 132, 160
La Villeta, 148 Mariel, 146
Lago Titicaca, 93 Marinilla, 137
Lambaré, 148 Mariquita, 54
Laredo, 146 Martinete, 128
Las Palmas, 29 Matanzas, 142
Las Piedras, 148 Medellín, 142
Leiva, 54 Melilla, 42
León (España), 37, 101, 142 Melo, 148
León (Nicaragua), 44, 50, 91 Mendoza, 34, 57-58, 75, 91, 142, 170
León de Huánuco (Perú), 52, 87 Mérida (Venezuela), 55, 87
Lima, 22, 25, 50-53, 58, 68-70, 74-78, Mérida (México), 48, 69, 90, 142, 166
80-84, 86, 90-91, 94-95, 98-102, México, 30, 35, 37, 48
106-108, 111, 113-114, 119, México (ciudad), 23, 25, 33-34, 44-45,
125-126, 128, 141-142, 153-154, 47, 51, 65, 69, 75, 77, 81-85, 89-93,
156, 158, 162, 164-166, 168, 170, 97-100, 102, 106-108, 110-111,
172, 180 114-115, 117, 119-121, 123-126,
Linares, 150 138, 141-142, 150-151, 154,
Linlín, 32 156-158, 160, 164, 166, 168,
Llopeu, 150 170-171, 178
Loja, 53 Michoacán, 48, 87
Índice toponímico 239

Milán, 164 Orinoco, 148


Mobila, 162 Osorno, 33, 68, 144, 150
Moche, 52 Ouro Preto, 115
Mojos, 146 Ozama, 39
Mompós, 54, 166
Pachacamilla, 91
Monclova, 147
Pacífico, 34, 36, 43, 50, 52, 56, 126,
Monserrate, 128
146-148
Monte Ávila, 55
Pamplona, 54
Montería, 148
Panamá, 43-44, 73, 90-91, 93, 101,
Monterrey, 142, 147
127, 142, 155-156, 162, 168
Montevideo, 148, 161-163, 176-178
Pánuco, 48, 72
Morelia [véase Valladolid, (México)]
Paraguay, 57, 87, 148
Mosquitia, 148
Paraguay, río, 57-58, 148
Natá, 43-44 Paraná, 33, 57-58
Nogales, 146 Parián, 156
Nombre de Dios, 43-44, 73 Parral, 147
Nombre de Jesús, 33 Paseo del Prado, 154
Nueva Andalucía, 85 Pasto, 53-54, 87, 91
Nueva Asunción, 58 Patagonia, 33, 149
Nueva Cádiz de Cubagua, 44 Pátzcuaro, 48, 132
Nueva Castilla, 86 Penonomé, 43
Nueva España, 47, 75, 78, 85, 87-88, Perú, 21, 33, 43, 62, 65, 75, 77, 84,
106, 108, 110, 124, 132, 136, 86-87, 95, 103, 105-106, 108,
144-145, 151, 159, 166, 175 112-114, 116, 142, 153, 166
Nueva Galicia, 34, 49, 111 Pichincha, 53
Nueva Gálvez, 146 Pinar del Río, 146
Nueva Granada, 54-55, 75, 137, 140, Pilar Ñeembucó, 148
145, 148, 166 Piura, 51-52, 137
Nueva Orleans, 162 Ponce, 24
Nueva Toledo, 56 Popayán, 54, 154, 160
Nueva Vizcaya, 147 Portobelo, 24-25, 43, 127, 137
Nueva York, 175 Portugal, 102
Nuevitas, 146 Potosí, 24, 51, 57-58, 68-69, 71, 76,
Nuevo México, 24, 34, 146-147 90-91, 100, 108, 116, 160
Nuevo Mundo, 12-13, 21, 24, 30-31, Potresillo, 148
38, 64, 86, 98, 105, 108-110, 112, Provincias Internas de Nueva España,
130, 132-133, 145, 163, 166, 173, 144-145, 147
175, 180 Provincias Unidas (Países Bajos), 126
Ñembucai, 148 Puebla, 45, 48, 68, 72, 87, 90, 110,
141-142, 149, 160
Oaxaca, 47, 90, 97, 160 Puerto Caballos, 50
Ocaña, 54, 94, 179 Puerto Cabello, 148, 162
Occidente, 24, 32, 107 Puerto Deseado, 149
Ofir, 32 Puerto Príncipe, 42, 142
Olinda, 115 Puerto Rico, 41-42, 45, 79, 90, 132,
Ontiveros, 57 155, 160, 162, 166, 168, 174
240 Índice toponímico

Puerto Soledad, 149 San Fernando de las Barrancas, 146


Puntarenas, 44 San Fernando Maldonado, 148
San Francisco, 48, 54
Querétaro, 141, 154, 158, 160 San Francisco Solano, 99, 147
Quito, 24, 52-53, 75, 77-78, 80, 82-84, San Gabriel, 147-148
90, 94, 114-115, 141, 154, 158, San Jerónimo, 148
160, 166, 168, 178 San José, 149, 162-163
San José de Guadalupe, 147
Rancagua, 149 San Juan, 42, 58, 174
Real Corona, 148 San Juan Bautista, 148
Real de Catorce, 147 San Juan Capistrano, 147
Realejo, 50 San Juan de Dios, 49
Reinosa, 146 San Juan de la Frontera de Chacha-
Remedios, 43 poyas, 52
Rey Don Felipe, 33 San Juan de la Maguana, 41
Rímac, 50, 126 San Juan de Puerto Rico, 45, 90, 155,
Río de Janeiro, 164 162, 168, 174
Río de la Plata, 32-33, 57, 85, 132, San Juan Moyotla, 47
138, 142, 148, 157, 161, 166, San Lázaro, 91, 121, 162
176-177 San Luis de la Paz, 132
Riohacha, 162 San Luis de las Carretas, 147
Robledo, 147 San Luis Obispo, 147
Roma, 103, 107-108 San Luis Potosí, 132, 136, 155, 160
Rosario Cuarepotí, 148-149 San Luis Rey, 147
San Marcos de Apalaches, 48, 50, 99,
Sabana de la Mar, 146 127, 146, 168
Sacramento, 148 San Miguel, 58, 144
Salamanca, 63 San Pablo Zoquipan, 47
Saltillo, 147 San Pedro, 148
Salvaleón del Higüey, 41 San Pedro Sula, 50
Salvatierra de la Sabana, 40-41 San Rafael, 148
San Agustín de la Emboscada, 148 San Salvador, 147
San Agustín, 162 San Sebastián, 142
San Agustín, río, 55 San Sebastián Atzacualco, 47
San Agustín (Estados Unidos) , 58, 67, Sancti Spíritu, 33, 42
168 Santa Ana de Cuenca, 53
San Antonio, 44, 53, 146 Santa Bárbara, 147, 168
San Antonio de Padua, 147 Santa Bárbara de Samaná, 146
San Blas, 148 Santa Catalina, 43, 119, 128
San Carlos, 147-148 Santa Clara, 51, 147
San Carlos de Río Negro, 148 Santa Cruz de la Sierra, 58, 91
San Cristóbal, 55, 122, 162, 168 Santa Cruz de Tenerife, 29, 38
San Cristóbal Ecatepec, 122 Santa Cruz de Triana, 149
San Diego, 147 Santa María Cuepopan, 47
San Felipe Borbón, 148 Santa María de la Verapaz, 40
San Felipe de Puerto Plata, 146 Santa María la Antigua del Darién, 41,
San Fernando de Atabapo, 148 44
Índice toponímico 241

Santa Marta, 45, 54, 78 Talcahuano, 149


Santa Rosa, 147-148 Tamalameque, 54
Santafé (Estados Unidos), 161 Tampa, 34
Santafé de Bogotá, 43, 45, 54, 58-59, Tampico, 72
67-68, 84, 90, 115, 141, 146, Tarma, 160
154-155, 160, 166 Tegucigalpa, 50, 141
Santafé (Argentina), 83 Tenochtitlan, 25, 30, 46-47, 69, 106
Santafé (España), 12 Tepeaca, 88
Santander, 132 Terrenate, 147
Santiago de Chile, 56, 61, 69, 71, 77, Texas, 146-147
79, 81-83, 90, 92, 139, 141-142, T’Ho, 69
145, 154, 158, 161-162, 170, 178 Tierra Firme, 41, 44-45, 63
Santiago de Cuba, 41, 142, 166 Tlatelolco, 47, 104, 124
Santiago de la Vega, 42 Tlaxcala, 46, 136, 159-160
Santiago de las Montañas, 53 Toledo, 63, 111
Santiago del Estero, 58, 101 Tolú, 54
Santiago Tlatelolco, 124 Toluca, 89, 160
Santisteban del Puerto, 48 Tozocongo, 88
Santo Domingo, 39-40, 43, 53-54, 70, Trapananda, 32
72, 82, 85, 90, 104, 118-119, 132, Trinidad, 42, 132, 142, 154
144, 146, 160, 162, 173 Trujillo (Guatemala), 50, 148
Santo Tomás, 39, 43 Trujillo (Perú), 50, 52, 83, 126, 142
Saõ Jorge da Mina, 29 Trujillo (Venezuela), 55
Sao Vicente, 29 Tubac, 147
Segovia, 65 Tucapel, 149
Segura de la Frontera, 46 Tucumán, 33, 57-58, 77, 82, 87, 142
Senegal, 29 Tula, 121
Sevilla, 63, 81, 115, 119, 132, 142, Tunja, 54, 55, 91, 95, 114
178-179 Tuxtepec, 47
Sevilla del Oro, 42, 53
Sierra Gorda, 146 Ultramar, 30
Sierra Leona, 93 Valdivia, 57, 91, 117, 161-162, 168
Sierra Madre Occidental, 146 Valencia, 142
Sinaloa, 34, 147 Valencia (Venezuela), 55, 142
Sincelejo, 148 Valladolid (España), 63, 142
Sombrerete, 147 Valladolid [Morelia (México)], 48, 93,
Sonora, 147 132, 160
Sonsón, 148 Valparaíso, 142, 161
Sonsonate, 50, 91 Valsaín, 65
Soto de la Marina, 146 Vélez, 54
Spanishtown, 42 Venezuela, 44, 54-55, 58, 73, 83,
Staten Island, 175 117-118, 132, 142, 145, 148,
174-175
Tacuba, 122, 124, 170 Veracruz, 11, 43, 45-46, 48, 90, 92,
Tacubaya, 124 124, 142, 146-147, 154-155,
Talca, 142 158-160, 162, 166, 174-175
242 Índice toponímico

Verapaz, 40-41 Yaguachi, 53


Villa Diego, 42 Yaviza, 148
Villanueva de Yáquimo, 40 Yucatán, 45, 48, 69, 89, 142, 144
Villarica, 57
Zacatecas, 48, 90, 110, 142
Volador, 47, 124, 151 Zacatula, 49
Zaragoza, 54
Wagram, 179 Zaruma, 53
Índice temático

Índice temático

Agua, 122, 126, 154 91-92, 94-95, 98, 100, 102, 108,
Alameda, 77, 81, 119, 122, 126, 135, 117, 120-122, 124-125, 134,
151-155, 162, 165 136-140, 154-155, 161, 163,
Alcalde de barrio, 77, 157-158 168-169, 176-179
Alcalde ordinario, 72, 75-77, 84, 118, Cabildo eclesiástico, 122, 127
139, 157 Cabildo indígena, 89
Alcantarillado, 152, 155 Capitulación, 63, 72, 178
Alférez real, 77-78, 84, 101 Carnaval, 102, 167-168, 170
Alguacil mayor, 74, 77, 118, 159 Carrera de Indias, 42-43, 48, 91
Almotacén, 78, 83-84, 125 Casa de Contratación, 81
Alumbrado, 151, 153, 155 Chichimecas, 93, 146
Antiguo Régimen, 64, 130 Chiriguanos, 145
Antiguo Testamento, 129 Cimarrón, 87, 140
Apaches, 145, 147 Cirujano, 84, 92, 158
Araucanos, 117, 145 Ciudad perdida de los césares, 32
Audiencia, 12, 25, 48, 50, 53, 55-56,
Civitas, 19, 135-136
69, 73, 75-76, 78-79, 84, 91, 94,
Colegio, 51, 84, 104, 106
97-98, 108, 113, 117-118, 122, 146,
Colonización, 21, 24, 29-30, 57, 61,
149, 154, 157, 171, 176-178
86, 106, 115, 145-146
Austrias (monarquía de los), 61-62,
89, 133, 135, 173 Comercio Libre, 132, 143, 157, 175
Aztecas, 13, 30, 37-38, 43, 46-47, 51, Compañía de Jesús, 51, 97, 117
106, 120, 123, 151 Comunicaciones, 18-19, 46, 52, 57,
86-87
Baquiano, 41 Conquistador, 11-12, 24, 29-31,
Barroco, 25, 98-99, 110, 114-115, 133, 35-37, 41-42, 44, 47, 52-53, 55-56,
159, 163 59, 61-62, 68-69, 71-75, 77, 80,
84-86, 89-90, 95, 100, 105-106,
Cabildo, 11, 25, 35, 38, 40, 45, 47, 108, 112, 118, 136, 139, 156, 160,
49, 51, 53, 56, 58, 63, 66-85, 88, 163, 170
244 Índice temático

Consejo de Indias, 62, 64, 75, 86, 103, Hinterland, 22, 87


123-124, 127, 131 Hospitales, 40, 45, 49, 51, 54, 58, 67,
Consulado, 122, 125, 137, 154, 166 70-71, 82, 87, 97, 106, 120, 139,
Corpus Christi, 100, 168 152-153
Corregimiento, 75, 117, 140
Corte, 11, 79-80, 85, 102, 108-109, Incas, 13, 30, 33, 50-51, 114
111, 113, 132-133, 175 Independencia, 13, 22, 26, 65, 69,
Cortes, 85-86 73-74, 86, 134-135, 138, 142-144,
Cortes de Cádiz, 86 173
Criollismo, 13, 98, 104-106, 108, 117 Ingeniero militar, 135, 155
Cronista de la ciudad, 82 Intendencia, 131-132, 138, 141
Cuadrícula, 22-23, 53, 55, 68 Intérprete, 36, 84, 93, 125
Cuartel, 135, 149, 152, 156-158, Invasión británica del Plata, 175, 177
161-162, 171
Jesuitas, 51, 84, 97-98, 100, 103, 120,
Depositario general, 74, 81, 139 132, 135, 145, 167-168
Desagüe de México, 125 Juez de naturales, 81
Descubrimiento de América, 23, 29, Junta Central, 178
32 Junta de Poblaciones, 149
Diputado de la alhóndiga, 82 Ladino, 91, 93, 140, 147, 156
Leyes de Indias, 73, 101, 137 (véase
Eclesiastés, 98
también Recopilación de Leyes de los
Empedrado, 130, 150-151, 153, 155
Reinos de Indias)
Encomendero, 74, 80-81, 89, 91-92,
Limpieza, 53, 104, 138, 151, 153-155
95, 108, 122, 163
Encomienda, 50, 57, 62, 71, 75, 108 Maestro, 23, 27, 82-83, 93-94, 105,
Esclavitud (esclavos), 37, 41, 45, 65, 122-123, 125, 139, 158
77, 83-84, 90-91, 93, 103, 119, 140, Mayas, 13, 69
143, 154-155, 157, 164-165, 170, Médico, 82, 91-92, 110, 139, 158
172-173 Mercado, 17, 25, 46, 51, 53, 55, 69,
Escuelas, 24, 41, 83, 102, 153-154, 79, 82, 84, 139, 143, 151
158, 166, 171, 180 Ministerio de Indias, 132
Examinador de caballos, 83 Misión, 117, 145-147
Expósito, 92, 153, 167, 170 Motín de Esquilache, 133
Murallas, 11, 20, 32, 42, 51-52, 56, 71,
Fiel ejecutor, 66, 74, 78-79, 84, 118 114, 126-127, 153, 156, 162
Fiesta, 13, 25-26, 67, 77-78, 98-102,
112, 116, 119, 129, 153, 167-170 Nuevas poblaciones de Cartagena,
Fortificación, 114, 123, 126-128, 162, 148
176
Obraje, 63, 157
Grito de Dolores, 179 Obrero mayor, 83
Guadalupe, virgen de, 99, 124, 179 Ordenanzas de descubrimiento, nueva
Guarda mayor, 83 población y pacificación de las Indias
Guerra de Independencia española, (1573), 24, 38, 64-67, 88, 90, 144,
178 147
Guerra de los Siete Años, 132, 159 Ordenanzas de intendentes, 139, 141
Índice temático 245

Plaza mayor, 169, 177 Tapadas, 153


Población, 16, 18, 20, 22, 24-25, 30, Tarascos, 93, 146
38, 40-41, 46, 48, 52, 63, 65-67, Teatro, 104, 149, 152, 154, 169-170,
88-89, 91, 100, 114, 117, 135, 176
141-144, 155, 157-158, 160, Tenedores de bienes de difuntos, 81
173-174, 176 Tequitqui, 93
Polis, 19, 107, 135-136 Tlatoani, 88, 121
Pregonero, 35, 66, 72, 83 Tlaxcaltecas, 46, 146
Presidio, 140, 144-148
Tocagües, 145
Procesiones, 26, 100, 116, 167-168
Toma de posesión, 35-36
Proclamación, 101, 105, 134, 173
Procurador, 66, 72, 74, 79-80, 83, 125 Toros, 77, 99-101, 152-153, 167-170
Protector de indios, 81 Trafalgar, 175
Provincias Internas, 144-145, 147 Traspaís (ver hinterland)
Pueblo de indios, 73 Tratado de Madrid de 1750, 131
Pulpería, 76, 79, 139, 152, 155 Tratado preliminar de San Ildefonso
de 1777, 148
Quijote, 119
Unión de las Coronas ibéricas
Real Academia de San Carlos, 151
(1580-1640), 115
Real Armada, 159, 174
Universidad, 26, 40, 47, 50, 56, 74,
Real de minas, 144
82, 99, 108-109, 127, 143
Recopilación de Leyes de los Reinos de
Indias (1681), 65, 88 Urbanismo, 25, 68, 76, 147, 150
Reformismo, 130-131, 133, 135, 145 Urbs, 19, 119, 135
Regidor, 66, 72-76, 78-82, 88, 95, 101,
117-118, 121-122, 136, 138-140, Vara de justicia, 81-82
169, 174 Venta de oficios, 74, 137
Requerimiento, 36-37 Verdugo, 83-84
Santa Inquisición, 124, 168
Siete ciudades de Cíbola, 34 Yaquis, 145
Sociedades de Amigos del País, 137,
166 Zuni, 34

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